delictus
las horas negras Patricia aridjis
No. 05 Suplemento cultural
puebla
viernes 4 de mayo 2018
las horas negras fotografías y texto de
Patricia Aridjis
L
a cárcel de mujeres es algo más que el lugar donde la sociedad esconde sus errores y repara sus culpas. La prisión encierra cientos de historias de abandono, maltrato, amores incondicionales; historias contadas repetidamente como una letanía dolorosa que no se puede olvidar. Para entrar hay que recorrer un largo túnel que conduce a un mundo femenino, sin colores vivos, sólo el beige y el azul marino de los uniformes. Un sello invisible sobre el antebrazo hace la diferencia entre los que van de visita por un rato y quienes se quedan a cumplir largas sentencias o simplemente nunca salen. “Llevo siete años, cuatro meses y dos semanas”. Cuentas exactas, interminables. Tiempo que transcurre lento. Horas negras. Al cruzar la reja, los objetos adquieren otro valor; ya sea porque no están permitidos, como es el caso de tijeras y perfumes, o porque sin dinero resulta muy difícil adquirir productos básicos como jabón, desodorante o un rollo de papel de baño. Tampoco pueden introducir retratos ni cámaras fotográficas. Las únicas referencias de las transformaciones que la cárcel ha marcado en sus rostros son la memoria y los espejos. Una tarjeta telefónica es oro molido, pues el teléfono se convierte en uno de los contados recursos para mantener contacto con el exterior. La visita familiar representa un hecho especial. Es aire fresco, libertad que viene de afuera: un abrazo envuelto para regalo. Aunque, como
II
sentencia moral a sus actos, es común que las reclusos sean olvidadas por su pareja y a veces por los familiares más cercanos. Con frecuencia, el amor se toma de la persona más próxima, de quien las entiende y está en la misma situación. Silvia y Claudia se conocieron y enamoraron en el reclusorio. Se han amado día y noche, de acuerdo con las circunstancias, pues la intimidad en el encierro es algo muy público. Silvia cumplió su sentencia al poco tiempo de establecer esta relación. No soportó estar sin la que ella considera el amor de su vida. Fue entonces cuando planeó simular un robo. Le pidió a un amigo que la acusara para reingresar a la cárcel y estar otra vez con su pareja. Hay niños que nacieron ahí, y sus ojos nunca han visto otra luz más que aquella que pasa a través de las rejas. La maternidad hace, sin duda, una diferencia sustancial con respecto a la reclusión masculina. El papel que juega la mujer en la familia como elemento de cohesión se rompe, a veces de manera definitiva, al estar en el encierro. Las que tienen hijos pequeños se encuentran en la disyuntiva de que ellos permanezcan a su lado —aunque el ambiente carcelario no sea el más adecuado para que un niño crezca— o dejarlos en manos de familiares, fundaciones o conocidos; esto, tarde o temprano, lo tendrán que hacer cuando los pequeños cumplan el límite de edad permitido para vivir con ellas. A veces los pierden, si no física, sí afectivamente, ya que al salir, para recu-
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perarlos, tienen que imponerse a la influencia de familiares o extraños. El deseo de salir es latente. “Si tengo buen comportamiento, trabajo en la lavandería y hago la faena, me reducen la condena hasta casi la mitad’. La frase como súplica recurrente: “Ya me quiero ir de aquí”. Sin embargo, hay un alto índice de reincidencia. Para algunas mujeres la prisión es un gran útero donde reciben cobijo, alimento y afecto. Allí tienen identidad y una metáfora de familia. Y aunque no es la matriz de la mejor madre, representa un espacio seguro donde vivir. Una muestra es el arraigo que van teniendo de su celda, que reconocen como “su casa”. La decoran, la feminizan, se apropian de ella. Afuera se sienten perdidas. El medio las estigmatiza y con dificultad encuentran empleo. Entonces vuelven a buscar formas “viables” de conseguir dinero. Regresan al mismo ámbito social. Son presa fácil de su adicción. Reinciden una y otra vez por delitos cada vez más graves, con sentencias más largas hasta que ya no es posible que salgan del único lugar donde se encuentran a salvo de la sociedad y de sí mismas.
Para Delictus es un honor publicar este trabajo emblemático de la fotografía documental en México. Las horas negras, realizada durante más de siete años en diversas prisiones del país, sigue siendo un referente sobre la reclusión femenina. Patricia retrata los rostros de la soledad y el abandono y, con imágenes, da voz al lamento de aquellas que han perdido la fe en el mundo. El libro de esta serie fue publicado en 2007 y reúne cartas y testimonios de las presas, también puede consultarse la versión digital en el sitio zonezero.com. Patricia Aridjis es una de las mayores exponentes de la ya larga tradición de mujeres fotógrafas en México que han formado Lola Álvarez Bravo, Graciela Iturbide, Maya Goded y Lizeth Arauz, entre otras. Con este número cerramos la temporada fotográfica del suplemento, que regresará muy pronto. Agradecemos la confianza de Patricia y generosidad de los colaboradores anteriores.
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Directorio Miguel Ángel andrade
Coordinador de contenido fotográfico
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Ángel F. Flores
editor
No tengo ninguna bronca con vestirme de beige, pero estoy sedienta de color. Noemí Giles
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