Cuentos de culpa.
N i c o l รก s G a l l e g o T.
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Al principio fue el verbo [...]
no.1
LA ULTIMA BO C AN A DA. De su párvula boca salen las palabras como balas en busca de su presa. Salen con hambre, con furia, salen disparadas y sin miedo; mientras tanto yo me quedo sentado en el sofá viendo la acción desde las trincheras, en la cómoda seguridad de la esquina, de la pared intermedia. Mientras me tiemblan las manos me dispongo a sacar de mi chaqueta la cajetilla de cigarrillos, aquella que me brinda veinte bocanadas de oxígeno. Llevo un cigarrillo a mi boca y acercándolo a la incandescente llama, le enseño aquel viejo ritual. Sus balas se empiezan a desvanecer cruzando el pesado aire de la sala de estar. Se desaparecen ante el silencio inminente que abarca mi mente. Sus balas ahora de salva se sienten como pintura y agua, se deslizan en mí, recorren mis sentidos sin dañarlos. La primera bocanada Entra en mi garganta y se deshace en mi pecho como era de esperarse. Se funde con la gloria de los tóxicos haciendo llorar de dicha a mis neuronas, todo se resume a esto, al humo y a mí. A ese instante magnífico e implacable, a este segundo, todo se resume a nada. Segunda bocanada Los gritos se incrementan, la habitación retumba mientras los tonos se mezclan, el humo es ahora menos denso y se desenvuelve en mis pulmones tranquilamente como siempre lo ha hecho. Se aloja en mis alvéolos constriñendo mi pecho e hinchando mi tórax. Entonces divago, me alejo y me convierto en humo. Me vuelvo llanto ajeno y escucho a
mis órganos reclamando auxilio, pidiendo ayuda, llorando conmigo. De un golpe seco me tumba el cigarrillo de la boca sacándome de mi letargo, me solidifica en la silla y me devuelve al rincón retándome. Mi boca entonces se abre asumiendo su papel y dejándose llevar por mi lengua y por los verbos calientes, iracundos y asesinos. - Diana !no más! gritan en medio del desgarro mis cuerdas. Yo me siento imposibilitado para detenerlas, me siento ajeno e incapaz de controlar mis actos. El ego se convierte en mi sobra y mi fantasma, me veo de lejos, me veo en cuerpo, me siento en furia, me dejo llevar y vuelvo entonces a mi mismo y a lo incómodo del aire. Veo como mis manos golpean su hermoso rostro, siento cada golpe, cada gota de sangre, cada lágrima, cada grito ahogado y cada pedazo destrozado. Me esfuerzo por detenerme, por volver a tomar el control, por ser de nuevo yo y por dejar de golpearla, para volver a mi rincón. Te r c e r a b o c a n a d a Los gritos de Diana envenenan las partículas de aire, mis puños no dejan de golpear su rostro, no se detienen, volteo para no mirar, para no sentirme culpable, para sentirme ajeno. De repente me veo de nuevo en la esquina sucia, repleta de humo y siento como la tercera bocanada me destroza los nervios, me veo llorar, mientras el sabor del cigarrillo llena mi fantasmal boca. Se desliza entonces
en sensual danza sobre mis papilas y estimulando mis glándulas me mueve. Después de esto todo se me hace agua, vuelvo a ser nada. Me dejan de importar Diana y sus agobiados gritos. El peso del humo me obliga a cerrar los ojos por un segundo para por fin respirar. Abro los párpados pero ya no me veo, ya no estoy donde me dejé, ahora el cigarrillo se encuentra solo y se está fumando. Recorro la habitación entera con el desespero de encontrarme, veo a Diana desparramada sobre el suelo raso, sobre su propia sangre y sobre sus huesos. De repente la puerta de la cocina se abre con un fuerte estruendo, con un alarido de maderas, con un rechinar de tuercas, conmigo en su umbral. Veo como mi mano se acerca a mi cuello mientras siento el frío del acero destrozando mi aorta, mi garganta, mi faringe. La boca me sabe un poco a sangre siento el instante que mi cuerpo cae a lo lejos. Ahora mi único anhelo es una cuarta bocanada, un último respiro, otro poco de aire.
no.2
IN MEMORI AM. "Los niños entienden los horrores de la historia de mágicas maneras"
Presencias extrañas rodeaban aquel joven cuerpo, que reventó el suelo aquella tarde de abril, a aquel desmembrado y cansado ángel que reposaba en la acera frente a la calle Palmares. No hubo murmullos en los presentes, nadie dijo ni musitó palabra alguna frente al cadáver, nadie abrió las fauces frente a sus partes ni a sus voluptuosas habilidades, frente a sus nalgas desparramadas, frente a ella; nadie se atrevió a decir nada. El espacio fue invadido por un tímido y callado segundo. Durante nueve horas los extraños y los ausentes velaron cada parte, cada fragmento de humanidad esparcida, cada gota de sangre, cada minúscula célula de la doncella allí presente. Estaba destrozada y como era de esperarse nadie se atrevió a decir nombres ni a llegar a conjeturas. Nadie concluyó ni buscó un origen, ni se preocupó por seguir una señal a manera de pista o acertijo. De repente una mano atravesó la multitud y rompiendo la muchedumbre se acercó peligrosamente a la piel esparcida, hacia ella que hasta entonces era ajena, era espiritual y espirituosa. La quisquillosa mano se atrevió a profanar el cuerpo y en táctil silencio tomó un fragmento, se puso de nudillos y oró, derramó un par de lágrimas sobre lo rojo del pavimento, se bendijo y se retiró. Cada uno de los que inundaron ese segundo tomaron también una parte. Un fragmento de belleza, un poco de humanidad, un pedazo
de carne, piel y músculos. Tomaron todo como pudieron con dientes y manos, arrancaron desde los dedos hasta las uñas, desde sus cabellos hasta los órganos, limpiaron el suelo de su divina carne, de su cuerpo. En respeto solemne lo depositaron en sus bolsillos, en sus camisas, en sus carteras y hasta en sus zapatos. Se llevaron de a dos, de a cinco, de a ocho; se atiborraron las ropas con su esplendor y con sus huesos. En mi casa y a pesar de que a pasado el tiempo, aún conservamos intactos los pedazos que recogió mi abuela en aquella tarde de Abril. Aquella misma que cambió la historia de mi pueblo, que modificó las memorias a punta de trozos, de pedazos, de dientes, de ángeles cayendo.