A BALÓN PARADO

Page 1

1


2


3


Si el balón es el pulmón, la pluma es la válvula de oxígeno, el bolígrafo es la jeringa y las letras son la cura. En este libro, Felipe Morales reúne 13 perspectivas de periodistas deportivos mexicanos, que afilan la prosa y el verso cuando derraman la tinta más prestigiosa del país, que traza, con contornos de reflexión, cuentos, crónicas y pensamientos de futbol, en tiempos de cuarentena, causada por la pandemia del COVID-19. Antonio Rosique, Miguel Ángel García Lagunes, Heriberto Murrieta, Alberto Lati, José Antonio Cortés, Carlos Guerrero, Fernando Andere, David Faitelson, Aníbal Santiago, Fernando Schwartz, Daniel Montes de Oca, Carlos Barrón y el propio Felipe Morales escriben desde la nostalgia, la ficción, la realidad y desde la añoranza, sobre los meses durante los que el mundo se paralizó por un virus que enlutó al planeta. A Balón Parado nacieron estas historias. Porque todo se detuvo, hasta que la esperanza escribió este libro.

4


12 DE OCTUBRE DE 1916 Por Antonio Rosique

… (6)

TODOS CONOCÍAMOS LAS REGLAS Por M.A.G. Lagunes

… (12)

CONFINAMIENTO Y RECLUTAMIENTO Por Heriberto Murrieta

… (36)

EL GOL QUE SE TRAGÓ LA TIERRA Por Felipe Morales

… (39)

EL GOL DEL LA VIDA Por Alberto Lati

… (47)

EL ‘SIETE COPAS’ PEÑA Por José Antonio Cortés

… (53)

CR-7.13 / MESS-1 Por Carlos Guerrero

… (60)

EL FUTBOL: MI ÚLTIMA VOLUNTAD Por Fernando Andere

… (66)

ÉRAMOS FELICES… Y NO LO SABÍAMOS Por David Faitelson

… (77)

EL CORONAVIRUS Y LA MEJOR SINFÓNICA DEL MUNDO Por Aníbal Santiago

… (84)

80 ENTREVISTAS, EN CUARENTENA Por Fernando Schwartz

… (90)

LA VIDA QUE PERDÍ Por Daniel Montes de Oca

… (94)

UN VERANO RARO Por Carlos Barrón

… (98)

YO SOLO QUERÍA PASEAR A MI PERRO Por Juan Sandoval

… (108)

5


6


Texto, en homenaje a Stephen King, el maestro del terror, inspirado en su serie de televisión 11/22/63. “Inventamos horrores para ayudarnos a enfrentar los reales”: Stephen King.

-Benja, necesito que te metas en esa bodega, atrás de la cocina, y eches un vistazo a lo que hay ahí. Hazlo por mí. Solo entra. Después te explicaré todo, decía el mensaje de texto. Incrédulo, Benja apagó el teléfono y obedeció. Lo hizo solo porque al viejo Betancourt no le quedaban muchos días de vida y le había pedido que fuera a su casa a buscarle algunas cosas. Era su última voluntad. No lejos de ahí, Betancourt yacía -intubado- en la cama de un hospital. El maldito virus lo estaba matando. Betancourt había sido su maestro de Geografía y también su entrenador de futbol en aquel colegio Marista, al que Benja había asistido desde los seis años. Más aún: el viejo había sido su única figura paterna y la persona que había alimentado todos sus sueños de futbol. Ya en el lugar, Benja probó con varias llaves hasta que una de ellas funcionó. Retiró el candado y la vetusta puerta crujió al abrir. No tenía idea de lo que le esperaba al interior. De golpe, percibió un ligero olor a podredumbre. El hedor y la oscuridad le provocaron un escalofrío en la nuca. Medio a ciegas, Benja dio unos pasos, haciendo crujir los tablones de madera. De repente, sintió que el piso desaparecía y la fuerza de gravedad lo succionaba. La caída lo aturdió unos segundos y el miedo se le anudó en el estómago. Un resplandor iluminó de súbito el 7


lugar, al tiempo que Benja sintió una tenue descarga eléctrica en el cuerpo que le crispó los nervios. Cuando abrió los ojos y pudo aclarar la vista, se dio cuenta de que ya no estaba en la bodega del viejo Betancourt, sino bajo la sombra de un árbol, en medio de lo que parecía ser un inmenso parque. A lo lejos, unos jóvenes corrían detrás de una pelota y -alrededor- un grupo de jinetes cabalgaba a buena velocidad sobre una pista ecuestre. Aturdido, Benja volteó hacia atrás y reconoció el Monumento a la Revolución, aún envuelto por andamios. Era otro tiempo, otra época, pero era el mismo lugar, ése que se convertiría, años después, en la Colonia Hipódromo Condesa, donde siempre había vivido Betancourt. ¿Era acaso era una alucinación producto de la caída? Alguna vez, Benja había salido conmocionado de un campo de futbol, pero ningún golpe le había provocado esos efectos secundarios. Tambaleándose por el asombro, Benja se recargó en el árbol, pero apenas tocó la corteza, sintió de nuevo la descarga eléctrica y le sorprendió otro resplandor. Un segundo después, Benja estaba de regreso en la bodega. Apenas salió de ella, sacó su teléfono y le escribió al viejo Betancourt: -¡¿Qué demonios pasa en esa bodega?! ¿Por qué me hiciste entrar ahí? Unos segundos después, Betancourt contestó: -Tranquilo Benja. Eso que viste era 1916. ¿Comprendes la magnitud de esto? Tú puedes ir al pasado y detenerlos. -¿1916? ¿Estás loco? ¿Detenerlos? ¿A quiénes?, escribió Benja, con la respiración agitada. -Benja, necesito que te metas de nuevo en esa bodega y que regreses a 1916 para que evites la fundación del Club América. Tú puedes cambiar la historia. Es mi última 8


voluntad. Entra ahí Benja, y quédate el tiempo que sea necesario. Siempre puedes volver al día de hoy y salir por esa bodega, texteó el viejo. -¿Cómo? ¿Esa bodega es una máquina del tiempo?, replicó Benja. -Digamos que… Es un túnel a otra dimensión, contestó Bentancourt. -¿Cuánto tiempo llevas sabiendo esto? -Desde 1972, cuando compré esa casa. Esa puerta, esa bodega, ya estaban ahí. Igual que el viejo Betancourt, Benja también odiaba al América. Ese equipo era el culpable de que él no hubiera podido jugar en Primera División. A pesar de su talento y su pasión por el juego, un alto directivo del club, lo había congelado por denunciar los amaños que tenía con un promotor y el dinero que le cobraba a los futbolistas jóvenes para poder debutar. Aquel directivo corrupto se quedó con su carta de futbolista; le difamó en el medio; y bloqueó su carrera. A Benja le hicieron la vida imposible durante unos años. Nunca le dejaron fichar por otro equipo, ni llegar al máximo circuito. Fue el América el que fulminó sus sueños de convertirse en futbolista profesional. -¿Qué tengo que hacer?, preguntó Benja. -He estudiado el plan desde hace varias semanas, justo cuando empecé a sentir los síntomas. Yo lo intenté un par de veces, pero ahora ya no puedo hacerlo. Pero tú sí puedes. Hazlo por mí, por nosotros, por todo lo que vivimos juntos. Viaja al 12 de octubre de 1916 y boicotea la reunión entre los miembros de los equipos, Récord y Colón. Ese día, un grupo de jóvenes se reunirán en los llanos de La Condesa para fundar al Club América. Ahí estarán, Rafael Garza Gutiérrez, Ignacio de la Garza, 9


Luis Fabre y Pedro ‘Cheto’ Quintanilla son los líderes de esta iniciativa. Siembra la discordia entre ellos, divídelos, crea enemistad. Si lo consigues, nunca existirá el Club América, escribió Betancourt. -¡¿Te imaginas lo que eso sería?! Cambiaríamos la historia, Benja. El club más ganador de la historia del futbol mexicano probablemente serían las Chivas; incluso, tendrían un título más, porque nunca habrían perdido aquella Final de la 83-84. Toluca y Cruz Azul no habría perdido aquellas Finales contra el “Amé”; Pumas bien podría tener hasta nueve títulos; el Atlas no habría vivido tantos años sin un campeonato, y clubes como la UdeG y el Tampico Madero también habrían llevado trofeos a sus vitrinas. Lo tengo todo calculado, Benja. He visualizado todas las repercusiones. Si el América nunca se hubiera fundado, Zague habría sido jugador de los Pumas; Antonio Carlos Santos habría triunfado con Cruz Azul y Héctor Miguel Zelada habría sido portero del Necaxa. El Atlante sería el equipo más popular de la Capital y jugaría el Clásico, contra las Chivas. De hecho, lo más divertido es que Carlos Reinoso y Cuauhtémoc Blanco serían ídolos de los Potros de Hierro; Memo Ochoa, nacido en Guadalajara, habría surgido en el Atlas y Ramón Ramírez nunca habría salido de las Chivas. ¡Házlo, Benja!¡Hazlo por nosotros! Piensa en las todas las amarguras que vas a evitarle a muchas generaciones. No habría mejor venganza. Benja terminó de leer el largo texto que le acababa de enviar el viejo Betancourt y cerró los ojos para asimilar lo que le estaba pidiendo su antiguo entrenador. Un coctel de adrenalina hervía en su interior. Si entraba a esa bodega tenía la oportunidad de revancha y cambiar la historia del futbol mexicano. Podía vengarse del club

10


que pisoteó sus sueños y al mismo tiempo cumplir la última voluntad del viejo. Cuando Benja abrió los ojos, los tenía inyectados por el dolor y el anhelo de venganza. Se colocó frente a la puerta y sintió -de nuevo- un escalofrío que le erizó la piel. ¿Valía la pena regresar a 1916? ¿Estaba preparado para cargar con la responsabilidad de cambiar el pasado? Antes de entrar, decidió enviarle un último mensaje a Betancourt: -Lo haré. Sí, lo haré por todo lo que tú y yo vivimos juntos en el futbol. Por todo el daño que nos hicieron. Pero antes, dime… ¿Cuál es el riesgo de cambiar la historia? Betancourt tardó más de un minuto en contestar. -Si hay riesgos Benja, pero son imposibles de calcular. Solo te diré una cosa: el pasado se resiste a ser cambiado y cuando estás a punto de hacerlo, la realidad da coletazos violentos. Yo fui tres veces al pasado, en diferentes momentos, y cuando estaba a punto de lograrlo, algo salía mal, repentinamente. Benja, debo confesarte algo: Yo no me enfermé en el 2020. No. Lo que traigo en el cuerpo no es COVID-19. Mi virus lo traje del pasado. Lo que me está matando es la influenza española que azotó al mundo hace 100 años, escribió Betancourt. En ese instante, Benja lo comprendió todo. Y sintió cómo un temor atávico se apoderó de él. Fue un miedo inédito el que recorrió sus venas, justo esa clase de temor que siente cualquier ser humano -desde el principio de los tiempos- cuando está en presencia del mal. Por un momento, le pasó por la cabeza que -tal vezno era el viejo Betancourt, el que estaba escribiéndole esos textos, sino que el que estaba del otro lado del teléfono, era el mismísimo Diablo…

11


12


Prácticamente sin darnos cuenta, se cumplieron seis años.

Estábamos

en

la

casa

de

campo

de

Ortiz.

Una

hermosa

quinta con dos mil metros cuadrados de jardín, 400 metros más de una construcción abierta y minimalista, árboles frutales,

una

alberca

circular,

jacuzzi

volado,

cobertizo, y todas las comodidades que hacían de nuestra reclusión, un feliz e interminable puente.

No todos los árboles frutales germinaron, debido al domo, pero teníamos una buena dosis de limones, de naranjas, aguacates, tamarindos… a diferencia de las higueras, los cerezos o los manzanos, que nunca nos dieron una buena cosecha.

También teníamos el pequeño huerto, algunos animales de granja, el pozo. Y desde luego, dos porterías con un césped magnífico.

Insisto, asumimos que el problema de los árboles frutales que nunca cosechamos, fue responsabilidad del domo, pero lo cierto es que no sabíamos lo suficiente de botánica como para tenerlo claro. No teníamos prácticamente nada

13


en claro, más que la necesidad de atrincherarnos, o de huir.

Resolvimos hacer ambas.

Éramos amigos desde hacía mucho tiempo, pero cuando las cosas se pusieron realmente mal, por ahí del tercer año desde que inició, decidimos que lo mejor era que nos fuéramos

a

vivir

todos

juntos

a

la

casa

de

campo

de

Ortiz.

Velázquez, Mariño, Sosa, Kipling y yo,… los que siempre íbamos juntos para todos lados, no podíamos abandonarnos en medio del peor desastre del todavía joven Siglo XXI.

El

futbol

jugamos

nos juntos

hizo

amigos,

en

desde

CONADEIP,

los en

tiempos CONDE,

en en

que los

intercolegiales, en las universiadas, con la selección de la escuela, en aquel torneo en la Central de Abastos o incluso, en una cancha que florecía en medio del Mercado de Jamaica. Cualquier equipo lo volvíamos una auténtica máquina, por el simple hecho de que éramos tan buenos amigos,

que

el

balón

fluía

entre

nosotros,

como

un

14


equilibrista

trazando

una

curva

perfecta

de

poste

a

poste, y sin red de protección.

Nos conocíamos tan de memoria, jugamos juntos tantas y tantas

veces,

éramos

tan

disciplinados

con

nuestra

propias reglas, que ya no concebíamos nuestra vida sin futbol, y al futbol sin nosotros juntos.

Ortiz,

un

porterazo

a

la

italiana,

con

unos

padres

millonarios. Velázquez,

el

líder

indiscutido

de

cualquier

defensa.

Largo y espigado, poderoso como un martillo. Mariño, nuestro diez, el más talentoso jugador amateur que conocí jamás. Un tanto apocado, tímido a veces, pero verlo

significaba

sucumbir

al

embrujo

de

su

don

para

entender el juego. Sosa era, sin duda, el que menos futbol tenía en los pies, pero lo necesitábamos porque no hay equipo que no precise de un corazón vivo y activo, y eso era Sosa. Nuestro corazón, el que se rompió dos veces la nariz en el mismo partido, y no quiso dejar de jugar.

Y el ataque, así fuera futbol 7, futbol 8, futbol 11 o cualquier otra variedad, nos lo repartíamos Kipling y yo.

15


Kipling

era

un

soberbio

nueve,

que

desde

niño

supo

rematar de cabeza mejor que cualquiera, y tenía una media vuelta que habría hecho palidecer al mejor Luis García. No era hábil, pero no lo necesitaba. Era mortal. –De los túneles te encargas tú, de los goles me encargo yo– me decía al inicio de cada partido.

Porque sí, también estaba yo. Y no pienso mencionar mis virtudes, si es que algunas tuve, pero nunca pasaron más de dos partidos sin que yo no humillara a algún defensa, sin que no inventara algo sobre la marcha, sin que me faltara dar una asistencia como Henry… y tampoco pasaba mucho tiempo sin que me expulsaran o provocara una pelea, por defender lo que era muchas veces indefendible. Me gustaba ponerme del lado de la justicia expedita.

Y, desde luego, con Kipling me entendía mejor que con nadie. Algo en especial nos unía.

Esos éramos. El equipo. Los amigos. El grupo. Crecimos juntos, ganamos, perdimos, lloramos, nos lesionamos (el espantoso

hombro

dislocado

de

Kipling, el fémur fisurado de

Ortiz,

el

desmayo

de

Velázquez…) pero siempre

16


supimos que estaríamos juntos, y siempre entendimos que nuestra vida se consumaría jugando futbol.

Esa larga, imposible promesa, la cumplimos más o menos hasta el final del primer año.

El pueblo en donde estaba construida la majestuosa casa de campo no era tan popular como Malinalco, o Tepoztlán, o Valle de Bravo; ni siquiera era Tequesquitengo, así que tuvimos la certeza de que estaríamos más seguros ahí. Y lo estuvimos, al menos por un tiempo.

Al concluirse 15 meses de que empezó, luego del segundo y del tercer brote, decidimos que ya no podíamos seguir con la vida en pausa. Necesitábamos convivir. Necesitábamos jugar. Necesitábamos ser lo que siempre fuimos. Comenzamos a vernos de nuevo, furtivamente, en casa de Sosa, evitando los retenes y los controles, hasta que su padre se contagió y murió de modo fulminante a los tres días,

sentado

en

su

camioneta,

con

los

pulmones

oscurecidos por esa espantosa nube de muerte. Tanto que se había cuidado el padre de Sosa.

17


Ninguno nos sentimos culpables, pero ahí supimos que las cosas estaban demasiado mal. Sosa, creo yo, todavía nos tiene, y se tiene, cierto resentimiento.

En las noticias, los discursos no cambiaban demasiado el tono:

los

números

no

están

aumentando,

Estados

Unidos

anda mucho peor, Brasil va a salir adelante, en Suecia están ideando algo novedoso, la curva y sus misterios, los japoneses y su dieta, algo de unos semáforos, unas operaciones

matemáticas…

pero

la

diferencia

con

la

realidad de la calle era tan grande, como ver a Neymar jugando a ser un demonio, y pensar que tú podrías hacer lo mismo porque también tienes piernas.

A veces, el arte no es capaz de interpretar ni una gota de la verdadera condición humana.

Pensábamos que más o menos habían mejorado las cosas, luego de la clausura de todos los mercados con animales vivos de Asia, pero ya se sabe que uno no puede fiarse de la dictadura China, y seguro que la enfermedad siguió fluyendo, lenta, efectiva, como una superstición; como un prejuicio

enquistado

que

trasciende

de

generación

en

18


generación, y es imposible quitárselo de encima porque equivaldría a arrancarte tu propia carne.

Fuimos optimistas luego de que las pruebas de científicos alemanes y noruegos, con plasma extraído de no sé qué tipo de superviviente, arrojaron resultados prometedores. Los experimentos eran la mejor noticia para el mundo de ese entonces. Recuerdo que, incluso, hubo transmisiones en vivo, en Youtube, desde las afueras del centro de investigación… El planeta entero estaba pendiente de, por fin, la obtención de la vacuna. La escena era muy similar a lo que ocurre después de que muere un Papa: una enorme congregación de católicos en la Plaza de San Pedro, en el corazón del Vaticano, esperando la aparición de la famosa fumata blanca, procedente de la chimenea de la Capilla Sixtina, indicando que un cardenal ha sido elegido como el próximo Sumo Pontífice. Así estábamos. Congregados alrededor de una plataforma digital,

conectados

para

presenciar

cuando

la

vacuna

fuera 100% efectiva y se empezara a fabricar en masa. Pero persistía el humo negro.

Entonces ocurrió el atentado.

19


Frente a los ojos del mundo, un bombardeo inesperado. Al parecer, obra de un escuadrón MQ-1 Predator; una especie de sofisticado equipo de drones militares que acabaron con todo. No se supo si el atentado obedecía a alguna escisión del Estado Islámico, o si había sido obra de Corea del Norte, o de algún loco estadounidense a quien le urgía el fin del mundo, o incluso un plan maestro de China: hartos de ser señalados como los responsables de la tragedia, no iban a permitir que Europa se quedara con el triunfo, y con la patente más cara en la historia de la humanidad.

Acabaron con todo el avance, y entramos en una especie de depresión

global.

Después,

se

quemó

el

Hospital

Binacional en los Pirineos, aumentó la tasa de letalidad en

194

países,

los

animales

de

compañía

también

enfermaron, y supimos que no había marcha atrás.

Pero algo sucedió. Ninguno de nosotros, nadie del equipo, en

las

pruebas

obligatorias

que

se

instauraron,

salió

positivo.

Habíamos seguidos las reglas.

20


Fuimos tan felices. Casi como cuando quedamos Campeones de la Liga de Interclubes, con un doblete de Kipling, y con Ortiz sacando un mano a mano de infarto, cuando el juego iba empatado. Era raro. Al parecer, tenía que ver con nuestro tipo de sangre. Ahora ya sabemos que la sangre O positiva es parte de la clave, más otro componente genético que no entiendo. Y resultó que todos teníamos la misma sangre, y eso fue maravilloso. ¿Qué posibilidades existían de que un grupo de amigos tuvieran

todos

el

mismo

tipo

de

sangre,

y

la

misma

inmunidad genética ante el virus? La amistad no se equivoca en sus equivalencias.

Nos

sentimos

tan

afortunados,

tan

predestinados,

que

imaginamos que éramos como un equipo de Bielsa: “traguen veneno, que tendrán su recompensa”. Ahí la tuvimos. Nuestra recompensa.

Pero una semana después, cometimos un error.

Contactamos a un tatuador para que nos dibujara a todos nuestro tipo de sangre, algo infantil, casi ridículo, muy

21


de equipo, y pensamos que seguíamos todas las reglas y medidas de seguridad. La desinfección. Las máscaras. La bata quirúrgica. El té. La cuarentena. Todo. Lo hicimos en el jardín de la casa de Kipling, al aire libre, pero como dije, no sé cuál fue, pero cometimos un error. La hermana de Kipling enfermó, y a pesar de su juventud, de su luminosa bondad, de su salud de bailarina, murió a los diez días de que fuimos a su casa. Kipling se culpó. Ella no compartía nuestra sangre. Y eso fue un golpe durísimo para todos. Para mí un poco más. Yo siempre estuve enamorado de la hermana de Kipling.

Esos fueron nuestros últimos intentos por ser normales. Ya ninguna empresa operaba con oficinas, y los índices de desempleo y criminalidad topaban máximos históricos cada semana. El transporte público tuvo que cerrar, porque se convirtió en la más ominosa fuente de contagio.

Quien no

tenía automóvil propio (la locomoción era restringida) no podía

ir

más

allá

de

un

radio

de

5

kilómetros.

Los

hospitales estaban, curiosamente, más vacíos que nunca. Era tan difícil llegar a ellos, que no valía la pena el

22


esfuerzo.

Cuidar

el

aliento

era

cuestión

de

vida

o

comer

en

el

muerte.

Todos

regresamos

a

la

época

comunal.

A

restaurante del barrio. Ir a la tiendita. A divertirnos en el parque de la esquina. A no ir más allá de los límites porque la enfermedad acechaba. Y acechaba el peligro.

Se elevó a derecho constitucional la posesión de armas, y se

modificó

valoración

la

ley

ante

un

para

que

caso

fuera de

mucho

defensa

más

laxa

la

personal

o

patrimonial. Pero resultó un caos. La semana de Pascua del 2023 aún la recordamos como una horrible pesadilla; un festín de muerte que terminó con el ejército apostado en todas las capitales, y con picos de 5 mil defunciones al día, para quien quisiera contarlas.

Las

cadenas

productivas

estaban

interrumpidas,

y

empezamos a sobrevivir como pudimos. Unos con más suerte que otros. Supimos

que

en

los

barrios

más

pobres,

comenzaron

a

desaparecer los perros. Pero no quisiera pensar en eso.

23


Primero yo me mudé con Kipling, quien estaba solo, y luego Sosa se fue con nosotros. Velázquez nos siguió, luego de la muerte de su esposa y de

su

bebé,

unos

días

después

del

parto,

ambos

contagiados. Esa nueva tragedia (eran tantas y tan frecuentes, que era indispensable hablar de ‘la nueva’ o ‘la más reciente’) convenció

a

Mariño,

quien

por

ningún

motivo

quería

salirse de su casa, hasta que se dio cuenta de que ya no tenía casa que cuidar. Fue triste. Fue

triste,

pero

establecimos

reglas

claras

que

permitieran nuestra supervivencia. Era como regresar a los tiempos del futbol. Puro trabajo en equipo.

Aparecieron

nuevas

mutaciones

del

virus,

y

hasta

comenzamos a extrañar los informes diarios. COVID19, 20, 21, siempre un paso adelante, como si nos quisiera dejar eternamente en fuera de lugar. Parecía

que

una

fuerza

maligna

se

ensañaba

contra

la

humanidad como nunca antes, y nos seguía apretando el cuello

contra

el

piso,

dejándonos

sin

aire,

como

le

sucedió a aquel pobre afroamericano, George Floyd, según

24


recuerdo. Creo que eso desató ciertas revueltas en el 2020 o 2021.

Nos reíamos en casa de Kipling cuando leíamos acerca de que la nueva mutación persistía días en el aire. Que las gotículas respiratorias contaminadas se sofisticaban en la

manera

de

contagiarnos.

Nos

reíamos,

al

leer

el

siguiente reporte de CNN, que indicaba que una nueva cepa podía ser ‘chupada’ por los cultivos, y sin darte cuenta, una mañana, te zampabas un melón infectado, y no había mucho por hacer. Nos reíamos, para fingir valor.

Parecía como si la humanidad estuviera simplemente a la expectativa. Nosotros nos enterábamos de todo eso de modo cada

vez

más

escaso,

porque

se

comenzaba

a

racionar

incluso el tiempo de Internet.

Y entonces, un día, también se terminó el futbol.

Parafraseando

a

Borges

y

su

cuento

de

‘Utopía

de

un

hombre que está cansado’, los futbolistas tuvieron que conseguirse

trabajos

honrados,

y

algunos

incluso

descubrieron que tenían talentos ocultos.

25


Pero

nosotros,

nosotros

nos

quedamos

con

un

dolor

infinito.

El futbol profesional se seguía jugando porque era en un espacio

abierto,

existía

poco

contacto

debido

a

las

nuevas disposiciones de la FIFA, y nadie quería aceptar que era momento de que recibiera la eutanasia. Hasta que se acabó, luego de que 15 jugadores de primera división, antes de la liguilla, dieron positivo, y ya para la final no quedaba uno solo vivo. Algo que tenía que ver con la carga viral o algo así. El título se declaró desierto, y eso fue todo.

Como decía, el virus se había afinado en sus métodos, y ahora

no

era

únicamente

cruel

y

aleatorio:

se

había

vuelto calculador, e inmensamente efectivo. Ganaba todos los días la batalla, igual que Brasil arrasó en México ’70.

Se terminó el futbol, y nos quedamos sin nada. Porque se prohibió también el futbol amateur: todo deporte al aire libre

que

congregara

a

más

de

cinco

personas

era

totalmente inviable, y además, a cualquier persona en el exterior, le era exigido el uso de mascarilla, o de lo

26


contrario, era neutralizada porque se le consideraba una amenaza contra la salud pública. Fueron los meses más duros. Los que precedieron a la costumbre.

Por eso, hasta nosotros dejamos de jugar. Porque Kipling dijo lo que pensábamos, y nadie quería aceptar: “no se puede rematar con una mascarilla puesta”. No se podía jugar así.

Curiosamente, Resistió,

el

hasta

último que

deporte

murieron

en los

irse

fue

últimos

el

Polo.

caballos.

Murieron o empezaron a ser consumidos, pero hasta eso se terminó.

Y entonces, nos vinimos a la casa de campo de Ortiz. En dos camionetas, con lo que cupo en ellas, con las reglas que todos conocíamos, una noche nos fuimos todos. Pasamos antes por la novia de Mariño, pero tenía fiebre. Él nos imploró, pero no había caso. No podíamos arriesgar al equipo y la dejamos.

Los padres de Ortiz, gracias a su dinero y sus contactos, consiguieron edificar el ligero y casi imperceptible domo

27


de

alta

tecnología,

que

parecía

proteger

a

toda

la

residencia de los vientos infectados, y además, de las inclusiones de los drones.

Estuvimos

un

tiempo

medianamente

apretados,

y

con

la

sensación de reclusión, hasta que los padres de Ortiz enfermaron, y en medio de incontables dolores, murieron. También murió su perra, y nos quedamos solos. Libres, pero solos.

Solos, porque cada pueblo era un pueblo fantasma.

Y eso

que no podíamos salir, porque la calle era mucho peor. Teníamos

las

armas,

el

huerto,

las

gallinas,

las

provisiones… teníamos todo para la supervivencia, así que no había la necesidad de arriesgarnos más. Vivíamos para sobrevivir.

Durante

un

año,

hicimos

salidas

nocturnas,

bien

diseñadas, en escuadrones, como si estuviéramos planeando la táctica fija para marcar en un tiro libre por banda izquierda,

que

terminara

en

un

imprevisto

remate

por

derecha.

28


Velázquez era médico de profesión, así que más o menos teníamos lo necesario. Y desde luego, cada tarde, jugábamos futbol. Como Kipling quería, sin ningún tipo de mascarilla, con la

libertad

selectiva

que

nos

concedía

ese

pequeño

calvero en medio del caos.

Nos

dividíamos

limpieza

de

la

las

tareas:

alberca,

la

el

pasto,

limpieza

la de

comida, la

casa,

la la

cosecha, el mantenimiento del domo, la recolección del agua del pozo. Funcionábamos, de nuevo, como un equipo, y con los roles de la cancha trasladado simétricamente a nuestra supervivencia. Las reglas se respetaban. Y al final de cada tarde, jugábamos. Como si cada partido fuera la última final de nuestra vida, porque quizá lo fuera. No estaba tan mal.

*** Y

hoy,

prácticamente

sin

darnos

cuenta,

se

cumplieron

seis años.

Tenemos pocas noticias del exterior, pero parece que la vacuna sigue sin aparecer. Y escuchamos acerca de una

29


nueva

mutación.

Esperemos

que

nuestra

sangre,

y

el

bendito domo, nos mantengan a salvo. Pero pasó algo doloroso. Perdimos nuestro último balón.

Ha sido imposible encontrar uno nuevo en meses, y el último que nos quedaba, ha caído en el pozo. Nos enojamos con Sosa, pero no ha sido enteramente su culpa.

Es

tan

difícil

repetir

los

símbolos

de

la

monotonía. Olvidó tapar el pozo, y nunca pensamos que Mariño, en un remate seco, la mandara tan lejos, justo ahí. Vaya puntería.

Kipling diseñó un plan para rescatar el balón, pero es demasiado peligroso. Tan sólo pensar en que alguno de nosotros

pierda

la

vida

o

se

rompa

las

dos

piernas

intentando rescatar la pelota, nos produjo un escalofrío.

Sosa, sintiéndose culpable, fue al pueblo, porque dice que

hay

una

registrado,

y

tienda piensa

que que

está ahí

seguro

deben

que

tener

no

una

hemos pelota,

porque imaginar que nunca volveremos a jugar, nos tiene pensando demasiadas tonterías.

30


Casi como si hubiéramos perdido la razón que nos mantiene cuerdos. “Perder la razón que nos mantiene cuerdos”. Esa

frase

le

hubiera

gustado

mucho

a

la

hermana

de

Kipling, a quien todavía recuerdo. Esperamos que Sosa tenga suerte.

*** Hubo un terrible pleito. Sosa regresó, con las manos vacías. Pero esa no fue la razón del pleito. No llevó su mascarilla a su pequeña expedición, profunda,

y

además,

palpitante,

traía que

no

una

herida

quiso

en

el

revelarnos

brazo, cómo

se

hizo.

Siempre fue un poco inconsciente. Mira que después de seis años, pensar que puede andar fuera del domo de la casa sin mascarilla.

Velázquez se enojó muchísimo, y Ortiz no quería dejarlo entrar a la propiedad. Yo, como siempre, traté de mediar. Por poco llegan a los golpes. Velázquez y Ortiz por un lado,

Sosa

y

Mariño

por

el

otro,

y

yo

en

medio,

31


deteniendo

a

Sosa,

demasiado

alterado

y

sin

querer

contarnos el porqué de su herida, ni que vio o escuchó. A

todos

nos

atenderlo.

salpicó

Ese

de

simple

sangre,

hecho

me

así hizo

que

era

recordar

preciso que,

de

algún modo, todos llevábamos el mismo tipo de sangre, y eso nos había salvado la vida. No podíamos romper nuestro equilibrio.

Sabíamos que, en realidad, no queríamos pelear con él. Peleábamos contra nuestro destino. Contra la pérdida de nuestro último balón. Justo antes de que alguien soltara un verdadero golpe, Kipling gritó.

–¡Allá vienen!

Teníamos poco tiempo. Había que apagar todas las luces, guardar silencio, asegurar la puerta principal, cubrir a los animales y armarnos. Cada vez eran más en el mundo. Se acercaba un grupo de merodeadores. Se les detectaba porque sus toses sonaban desde muy lejos, en ese eterno silencio que era cada uno de nuestros días y de nuestras noches.

32


Eran

enfermos,

convalecientes,

moribundos

que

se

juntaban, y trataban de tomar por asalto lugares para tener

qué

intemperie,

comer, como

qué

vestir,

animales.

o

para

Imagino

no

que

morir alguno

a

la

habrá

seguido el rastro de Sosa, el inconsciente Sosa.

Pasamos la noche en vela. Sin mover un solo músculo. Los merodeadores estaban demasiado cerca, pero no intentaron entrar. Quizá estaban demasiado débiles. Quizá estaban esperando una mejor oportunidad. Porque seguían ahí.

Lo supimos por la tos. Hueca, desgarrada, como un tambor que convoca a la batalla. Una tos sin fin, con la que soñé desde el principio de todo.

Al despertar, muy temprano, yo fui el único que se dio cuenta. Porque seguía ese sonido apagado y enfermo, en algún sitio de la casa. Como un lento corazón palpitando. Habíamos cometido otro error. El primero, en seis años.

Disimulaba como podía, pero sin ninguna duda, era él. De ahí provenía el ruido. Sosa estaba tosiendo. Uno, dos. Tres. Tosía. Ahí estaban.

33


Al descubrirlo, me vio con ojos suplicantes. Pidiendo que no le dijera a nadie. Que tenía que tratarse de un error, una alergia, una picadura, porque la sangre nos protegía a todos, lo sabíamos.

–Sí, Sosa–le dije. –Pero también sabemos que el virus muta, y que la suerte no dura para siempre.

Me pidió que recordara todo lo que vivimos juntos. Me dijo, tosiendo, que éramos un equipo. Los mejores amigos.

–Por eso, Sosa, justo por eso– le dije.

Para ese momento, ya habían llegado los demás, alertados por el sonido. Todos con mascarilla. Porque teníamos reglas muy claras. Sosa lo sabía muy bien. Conocíamos de memoria las reglas, por lo que ni siquiera tuvimos que someterlo a votación.

Estaba decidido. Desde el día que pusimos un pie por primera

vez

en

la

casa

de

campo,

decidimos

cómo

solucionar este tipo de contingencias.

34


Velázquez,

nuestro

líder

indiscutido

de

la

defensa,

poderoso como un martillo, sería el ejecutor, como en las antiguas series de penales.

Cuando

todo

terminó,

nos

sentamos

alrededor

de

la

alberca. Nadie decía ni una palabra. Porque no había nada qué decir. Yo me levanté, caminé, y me asomé al pozo. Al

fondo,

movido

apenas

por

la

corriente

interna,

descansaba nuestro balón. Me miraba fijamente, como el distante ojo de un cíclope. Como una sirena que invita al febril marino a sumergirse para alcanzarla.

Entonces decidí. Era nuestro último balón. Todos conocíamos las reglas. Y yo comenzaba a sentir fiebre.

35


36


En este confinamiento, me sumergí durante horas en las cajas de fotos de la bodega. Mar de imágenes evocadoras, patológica nostalgia con tintes de extraño apego a una infancia feliz. Durante algún tiempo, las ordenaba en álbumes, pero la vorágine de ocupaciones diarias y la demanda de atención de tres hijos me obligaron a dejar ese pasatiempo. Entonces, aquellas fotos empezaron a caer así nomás, sin orden ni concierto, dentro de las vasijas de cartón, formando un revoltijo cronológico. Todo mezclado: niñez, familia, Pumitas, novias, amigos, Navidades, cumpleaños, televisión, toros, presentaciones de libros, entrevistas y viajes. Encontré una donde aparezco a los 13 años con el pelo largo. Quería usar esa mata para parecerme al "Flaco" Beltrán y renegaba de mi blancura: yo quería ser moreno como los jugadores del Atlante. A esa edad, mi pasión era jugar futbol. En primero de secundaria me sentaba en la primera fila del salón y seguramente el maestro Juan Salinas percibía mis ansias futboleras, porque una mañana, apenas sonó la chicharra de la hora del descanso, él mismo jaló mi pupitre para que pudiera salir corriendo del salón sin ningún obstáculo en pos de la cancha, el espacio soñado. Gesto inolvidable del empático profe de origen chileno. Pero no me bastaba con jugar entre clases; quería seguir por la tarde en la calle de Bartolache, en la Colonia Del Valle. Entonces, después de comer y sin importar el clima, empezaba a tocar puertas para reclutar jugadores. Sin quorum, no hay partido. A los que no tenían ganas, o preferían ver la tele, les suplicaba que salieran, argumentando que no existía en el mundo aventura más 37


extraordinaria que jugar una cascarita en el asfalto con pelota de plástico, imaginando que éramos jugadores famosos. En aproximadamente un tercio de la cuadra, delimitábamos la cancha con las porterías marcadas con gis sobre el pavimento. Surgían breves interrupciones para el paso esporádico de los coches. Las rejas puntiagudas de las casas representaban la amenaza de que la redonda se ponchara, terminando así la epopeya vespertina. A veces, era inevitable golpear algún zaguán o abollar un cofre. Si la bola se atoraba debajo de una "nave", nos deslizábamos junto al amasijo de fierros del chasis para recuperarla, y el pantalón se llenaba de aceite. Gajes del oficio. Gajes, con la de pintados gajos. Vaya forma la mía de fregar a mis vecinos los Fregoso, los Arredondo, los Medina, los Chávez, los Verduzco y a Felipe Covarrubias. También a Juan y a Luis, dos chavos que vivían con sus padres y sus otros siete hermanos, hacinados pero felices, todos juntos dentro de la pequeña habitación de la planta baja del edificio de la esquina, que tenía dos ventilas de vidrios esmerilados, apenas suficientes para orear su humilde vivienda. Eran el claro ejemplo de explosión demográfica y buen futbol. Todos ellos soñaban al latoso organizador de partidos del 1129. Mi mamá se desgañitaba desde la ventana, pidiéndome que ya me metiera a la casa a terminar la tarea. Al final del día nos reencontrábamos, ella afónica y yo raspado.

38


39


Se pone el tapabocas, voltea hacia la izquierda y hacia la derecha, como cuando cruzas una calle o como quien se roba una autoparte; Diego Armando cierra la puerta; sin echarle llave, camina rápidamente, huyendo de lo aburrido. El pasillo de su edificio, oscuro como sus intenciones, atestigua su huida. Diego aprieta, aceleradamente, el botón del Sudando ansiedad, ve una y otra vez el reloj.

elevador.

Eran las 2:45 de la mañana. Se le hace tarde para lo prohibido. Vestido de futbolista, viola la cuarentena. Ataviado con justificaciones, pantaloncillos cortos, escapa de lo ordinario. Diego no se siente orgulloso de lo que está haciendo, pero necesita hacerlo. Cuando llega a la planta baja, se asoma entre las paredes como un como francotirador que templa la mirada en la aguja fina de lo letal. Entonces, esquiva a un policía y finge que revisa la correspondencia. Se da la vuelta y baja fugazmente unas escalinatas de aluminio, como pretexto de calentamiento o como riesgo de esguince, de segundo grado. Diego camina 17 pasos cortitos y acelera en los últimos tres rumbo a su coche; verifica que nadie lo haya seguido; desactiva la alarma. Abre la puerta, entra y busca el gel antibacterial. Se frota las manos con remordimiento. Acomoda el retrovisor, da marcha, pero el

40


coche no enciende; la batería se ha bajado por exceso de estacionamiento. Diego escupe fuego, se baja furioso, abre el cofre y desconecta los cables. Suena su teléfono, pero silencia la llamada. Lo están esperando. La noche vacía uno de sus últimos suspiros, consumidos en el vapor espeso de lo inevitable. Al fin, el coche arranca frío, culpable, cómplice… Al salir del edificio, pasa por una inspección; finge un golpe en el tobillo. Avisa que debe ir al hospital. El encargado de seguridad, con órdenes de instruir confinamiento obligatorio, duda… Diego tose. De inmediato, le alzan la pluma, como quitándose de un problema. Diego Armando es libre. Cabalga hacia lo imposible. Hacia un partido de futbol prohibido. Sabe que ignorar el virus no hace que desaparezca, pero el encuentro está por jugarse. Y nadie que haya confirmado su asistencia a un juego de pelota puede escaparse de esa responsabilidad, reservada para los hombres de palabra.

41


El partido se realizará en el estacionamiento de un centro comercial abandonado. Los participantes, anónimos, se disfrazarán con incómodas caretas y asfixiantes tapabocas. Se esconderán en su destino para escaparse de él. A la entrada, los teléfonos son confiscados; no están permitidas las fotografías y los participantes no se darán la mano. No habrá volado, pero un estornudo en la cara al rival, no será sancionado con tarjeta roja. Si todo ha cambiado en el mundo, las reglas también, porque nada es ajeno a los caprichos de la vida que se nos escapa en cada aliento. Como si esta pandemia fuera un traje a la medida, al que se le han calculado los centímetros o fuera un yogurt de durazno que tiene caducidad, se ha decidido subestimar al virus, sin saber que eso mismo te convierte en el virus. Pero eso ya no importa cuando el egoísmo impera. Cuando la pelota rueda… Después de todo, cada día podía ser el último. Por ejemplo: Ese mismo día, tembló, a la 1:19 pm, justo cuando Diego boleaba sus zapatos de futbol. El movimiento telúrico fue de 5.2 grados, en la Escala Richter y no ameritó que se encendiera la alarma sísmica, reservada para verdaderas tragedias. Aquella tarde, la tierra solo crujió, instantáneamente, como recordatorio de solidaridad. Como recado mudo de que no se reclama de un movimiento violento de las fauces del

42


mundo para unirse. Que no necesita ser 19 de septiembre para que te preocupe el otro. Pero ni así importó. Diego Armando ignoró las señales de las placas tectónicas enfurecidas por tanto descaro; pasó de largo de las recomendaciones de sana distancia. Jugar le hacía muy feliz y había tomado una decisión: prefiero morir jugando que jugar a hacer como que vivo… Entonces, se trasladó, en su auto, por una ciudad muda, con las noticias en el radio, que le comían la cabeza y le raspaban la garganta. Como quien no pertenece al lugar, se instaló en esta cancha ajena, de vidrios y asfalto. Así fue como, sin saberlo, se abrió el fuego cruzado, soplado por el silbatazo inicial, en aquel centro comercial, que olía a irresponsabilidad y a drenaje. El olor fétido del valemadrismo perfumaba el partido clandestino, con una sola justificación: El ganador tendría la cura. Pero el requisito era estar infectado. Entonces, con la llama interior de la supervivencia, los disparos desprendían una impotencia propia de quien le ha sido arrebatada la salud y la libertad. Aunque puede perderse todo menos la dignidad, ésta no puede restablecerse desde la anarquía. Salvarse a través del futbol, por sí mismo, era degollar al resto con el frío filo del cuchillo de la indiferencia.

43


Pero el balón, que rueda para débiles y fuertes, sanos y enfermos, no entiende de contextos. Solo sabe botar e incrustarse en aquella malla de metal, improvisada en ese sudoroso y goteante local. El juego, devorado con la voracidad de la imprudencia, fue un catálogo de violencia. Como aquel comercial de Nike, en el que salía Jorge Campos y Erik Cantoná diciendo ‘Au revoir’, aquí no se jugaba contra demonios y dragones. Se jugaba contra el tiempo. Todos los futbolistas tenía 40 minutos para salvarse; quien perdiera no podía salir de ahí, por obvias razones. El conocimiento no siempre es poder. Terminado el primer tiempo, entre los equipos con uniformes blancos y negros, solamente había una barbilla que coser; un empeine que desinflamar, una quijada que enderezar y un tanto que anotar. El juego estaba pactado a eso: al gol, gana. O gol, vive. Como cada uno de los integrantes era la posibilidad de un futbolista con barriga, que fue seleccionado por sus registros en ligas amateur, jugadas antes de que el mundo colapsara, no había que pedirles mucho más de lo que podían dar. La puntería era tan improbable, que podían tejer una telaraña de desaciertos, aplaudidos por un chino millonario, ubicado en un andamio, habilitado como palco.

44


Chop Suawn Shui, buscado por las autoridades, ya tenía la cura y venía a divertirse a México, rifándolas a cambio del entretenimiento más ruin. Había que pelear por vivir, como en Roma. Rugió, ahora, el viento del segundo tiempo desde el silbato de lo impostergable. Se supo que quedaban 20 minutos para abrazar ese helado beso de la muerte o para hervir en el vapor de la vida. Diego Armando se daba tiempo de hacer un túnel, porque la necesidad no carece de estilo. “Si has de morir, habrás de hacerlo jugando a algo”, nunca fue tan cierto. Diego, con el ’10’ en la espalda, surcó los campos de lo impensado. Hizo un gol con la mano, pero el árbitro lo anuló, porque podía haber prisa de humillación, pero nunca de injusticia. Se le escurrían al reloj los segundos, hechos agua. Se le escapaba a Diego Armando el aliento en cada gambeta acelerada. De repente, los plafones, que iluminaban el pavimento, se movieron violentamente y rechinaron como aviso de lo que estaba por venir. La alarma sísmica se encendió. Era la réplica del temblor de la tarde anterior. El reloj del partido marcaba 39 minutos. Faltaba, justamente, un minuto para que acabara el partido. La alarma sonaría también durante esos 60 segundos como aviso para que se desalojara el lugar. 45


Después, nada existiría. Ni el estacionamiento. Ni el futbol. Ni la vida. Las paredes se desmoronan, la gente corre, empuja, grita. No guarda su sana distancia. Todo se acumula en el puño apretado de un mundo que se inflama. Entonces, el portafolio que contenía las jeringas con la cura, se cae de los andamios; el cobarde chino millonario había salido despavorido, como hacen los cobardes. Los frascos con la vacuna se quiebran... La Tierra, imantada por el coraje de sus placas, cruje, mientras Diego esquiva las piedras que caen del techo. El arquero rival sale jugándose la vida para que el travesaño no se le cayera encima. Entonces, Diego le picó la pelota, que rueda lenta hacia la portería, pero, cuando iba a entrar, la tierra se abrió, justo en la línea de gol...

46


47


Me desperté soñando que hicimos gol. Fue raro no reconocer el rostro del anotador ni su tradicional festejo. Incluso, me extrañó no detectar en el pecho las rayas de siempre o siquiera nuestro escudo estampado en alguno de los uniformes de ocasión. ¿O había sido un gol de la selección? No, puedo asegurar que no había banderas nacionales, ni himnos, ni protocolos FIFA. Sin embargo, en ese amanecer de sábado, todo parecía tan claro como para darlo por real: habíamos metido el balón en el arco rival y, casi puedo jurar, de forma hermosa y heroica, que los nuestros habían la camiseta como jamás se vio, con huellas de la extenuante batalla tatuadas en sus humanidades. No habría tenido mayor relevancia, de no ser por un detalle: que cuando yo soñaba con un gol de los míos, siempre, más pronto que tarde, se convertía en realidad. Atrapado entre las sábanas, regresé, por enésima vez, al instante, rascando pistas en la caja negra de mi cerebro: ¿El centro había sido desde la izquierda o fue desde la derecha?; ¿aquella gran elevación había sido para rematar de cabeza o fue una palomita a ras de césped?; ¿la coronación había sido en el torneo de liga o era algún certamen de copa?; ¿las redes habían sido azotadas por el remate o la pelota entró deslizándose con sutileza por el estómago de esa portería? Mi perplejidad se transformó en angustia conforme, casi dormitando, recorría los canales deportivos de la televisión, en busca de salvación o de distracción. Cada click en el control me devastaba más que el anterior: del deporte en vivo, desvanecido desde un par de meses antes, no quedaba nada. 48


Con algo de mi mente, todavía rastreando el gol con el que había despertado o creído despertar, sollocé que el futbol se había ido para siempre. Nunca lo hubiera sospechado, pero, incluso, algo peor que no tener goles propios, era el vacío de que ni siquiera los hubiera ajenos. No había ni Liga Mx, ni Serie A, ni Premier League, ni Bundesliga, ni Liga Española, ni el verano mágico de Eurocopa, Copa América y Juegos Olímpicos en Tokio… El limbo hecho realidad. Transcurrió un día en el que no logré concentrarme en nada, en el que leí páginas sin captar palabra, en el que balbuceaba incoherencias, en el que visualizaba un brumoso horizonte en la pared de mi cuarentena, tomado por un universo alterno del balón. Sin poderlo remediar, ideaba alineaciones absurdas en las que no distinguía a mis titulares; contabilizaba estadísticas de cotejos que no habían sido ni serían, alucinaba estadios y cantos en países inexistentes. La confusión me devoraba. Rogaba al espejo que me aclarara de quién había sido ese gol y para qué clase de coronación. Fue cuestión de cerrar los ojos para aterrizar de vuelta no solo en el partido de la madrugada anterior sino en la misma acción definitiva. Esta vez, el gol se repitió tantas ocasiones en mi sueño y se proyectó desde tantos ángulos, que me cercioré de identificar cómo era y quién lo anotaba. Entonces, desperté convencido de ya saberlo al grado de poder recrearlo, mientras me tallaba las más tercas lagañas sin noción: ¿¡Quién demonios lo metió!?

49


Si en algo se diferenció el domingo del sábado que le precedió, fue en una mayor ansiedad. De nuevo, recorrí los canales de deportes esperando no sé qué. Ya sabía que no había deporte en vivo. Ya sabía que estábamos en un vacío sin precedentes. Ya sabía que, ni en el peor momento de las Guerras Mundiales, el balón habría frenado como ahora. Pero, por alguna razón, acaso queriendo torturarme y hurgar tamaña herida en el alma, volví a deambular con el control remoto en la mano. Ese gol no podía mudar en realidad sin que yo lo disfrutara en la pantalla. La rutina se repitió durante un par de semanas. Por la noche, volvían los sueños del gol de la coronación, las masas eufóricas dando una vuelta olímpica con abrazos, esa alegría que solo valoramos en su enorme magnitud, en cuanto la contingencia, con su aislamiento y sana distancia, nos la quitó. Por el día, aparecía la resaca de una fiesta que no existió, rebobinando sin parar la cinta de mis recuerdos a fin de analizar el fantasmagórico gol de mis sueños. Llegué a colocar lápiz y papel en el buró para tomar nota, en caso de descubrir alguna pista. Me había convertido en un insólito detective contratado para rastrear en su propio subconsciente. Llegué a aplazar lo más posible mi entrada a la cama. Ponía música a todo volumen, y trabajaba de madrugada, en desesperado afán de ahuyentar esa ensoñación. Llegué a vivir medio dormido todo el día y medio despierto toda la noche tan sugestionado que ya ni siquiera deseaba el regreso del futbol.

50


Al cabo de otro buen lapso, para entonces incapaz de medir el tiempo, reparé en un detalle que podía decir mucho o quizá no tanto: la razón por la que los jugadores en mi sueño no portaban el uniforme de mis amores era que ni siquiera jugaban vistiendo ropa deportiva. Demasiado raro todo. Otra noche, creí percatarme de que los cuerpos de mis futbolistas no eran especialmente atléticos y sus caras no lucían tan juveniles; en esa duermevela, casi aseguré que alineaban, mezclados, hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, tal vez ataviados con verde o azul, supongo que la imponente guardameta iba de blanco. Eso sí, plasmando una química irrepetible sobre el césped, todos solidarios en el compromiso, empujando, en armonía, hacia el mismo lado, con la más incondicional devoción a una causa común, representaban la sublimación de un conjunto. En cuanto a la cancha… tardé un poco más en notar que era muy diferente; después me di cuenta de que carecía de pasto y que se corría sobre un vinil blanco. Ahí rebotaban unas luces que ahora no parecían ser proyectadas desde elevadas torres en lo alto de las gradas. ¡¿De qué clase de estadio se trataba ese enigma?! Así se fue toda la primavera y dio paso al verano. Así volvieron y culminaron las ligas europeas aliviando mucho esa necesidad de balón, en vivo. Así apuró el retorno de la Liga Mx con otro campeonato. Cuando la resignación era total y me había convencido de que mi sueño carecía de sensatez, me topé con el televisor con una de tantas noticias sobre la pandemia. Hablaban de un hombre internado por Covid-19, como drásticamente tantos más en el mundo en este horrible 2020, y a su alrededor trabajaba para sanarle un equipo médico conmovedor por su entrega. 51


En la imagen abierta atrapó mi atención el piso de vinil blanco del hospital con su reflejo de lámparas. Un cambio de toma hizo que ahora viera varios brazos en alto, emocionados, victoriosos por lo que habían conseguido: el paciente dejaba de estar intubado, lo declaraban ya a salvo de lo peor. Un agotado médico lloraba de alegría, otra doctora cerraba los ojos como si agradeciera al más allá, dos enfermeros chocaban los codos con fuerza y se sonreían cómplices con la mirada. El milagro de la vida se imponía. Supe que, dormido o despierto, en sueños o en la realidad, ese era mi equipo y ese era mi uniforme. El verdadero partido de todos, el que no podíamos perder. En los goles de esos cracks, en los goles de esos doctores, enfermeras, investigadores, laboratoristas, personal en general de hospitales, estaba la conquista de nuestro trofeo más importante. Mis goles en sueños nunca fallaron como vaticinios y ese no fue la excepción. Hoy comprendo porqué celebré tanto ese gol al despertar aquel sábado cuando iniciaba la cuarentena: ante mi estupefacción y confusión, se anotaba el gol de la vida.

52


53


Por fin. Tuvieron que pasar muchos años, pero México es Campeón del Mundo de futbol. No fue fácil, la Final contra Argentina era una ecuación trigonométrica en los ojos de un mal estudiante, ese pésimo alumno que es el futbol mexicano, pero no para Javier Piña, el héroe, el hombre que superó a Maradona y sus huestes. El marcador de 4-3, una voltereta espectacular, en tiempos extras, casi logra que el Estadio Azteca se venga abajo. Javier lo celebra en todo lo alto... de su sofá, donde como una mojarra escurre el esfuerzo y la satisfacción. Sí, en lo alto de su sillón, porque ese insólito triunfo para el balompié azteca tuvo como único ejecutante y espectador a Javier, quien entre la sala, comedor y recámara de su pequeño apartamento, ha montado la Copa del Mundo de 1986 y la ha ganado para su querido México. Javier ya no es un niño, ni mucho menos, ya casi llega a los 50 años. Es un crack, pero de la computación, y su trabajo le ha permitido pasar la cuarentena por el Coronavirus encerrado y a buen resguardo. Si algo tiene que agradecer a la pandemia es que retomó los torneos que inició cuando niño, los volvió a jugar y los ha vuelto a ganar. Aún vive en la misma Colonia Narvarte, donde desde que vio coronarse al América de Reinoso, Kiese y Toño de la Torre sobre la UdeG, en la temporada 1975-76, empezó a jugar futbol en cualquier lugar, con cualquier objeto y bajo la circunstancia que fuera. 54


Y fue un caso raro, nadie en su familia es futbolero, pero Javier sufrió ese "contagio" a primera vista. Como su mamá no lo dejaba salir todos los días a la calle, a las retas de banqueta sobre Avenida Cuauhtémoc con los vecinos, desarrolló rápidamente la habilidad de hacer del apartamento un campo y de cada mueble un rival o un arco. Una pelota de esponja, una de tenis o un balón rojo de plástico Salver, de esos que vendían en la papelería del mercado de Anaxágoras y Torres Adalid, no importa si con mucho aire o poco. Invariablemente, se convertían en un Tango, Azteca o el balón mundialista del momento. Eso fue toda su infancia. Aprendió que la pelota de tenis servía mejor en los espacios cortos con la que lo mismo podía hacer un túnel que un sombrerito a la primera silla del comedor de ocho sillas de caoba, orgullo de papá, antes de cruzar a segundo poste la mesa de centro modernista de aluminio de la sala. Esas enseñanzas primigenias renacieron con el encierro obligado. En el mismo momento, en que supo que no podría salir, que nadie lo molestaría, Javier buscó, 35 años después en el clóset, la lata de pelotas Penn de aquellos años en que pretendió jugar tenis con su amigo 'El Pájaro' en las canchas de voleibol del Parque de Pilares. Las bolas de tenis ya estaban un poco bofas, pero perfectas para sus fines. No botaban mucho, lo suficiente nada más para 'hacerla chiquita', con la fuerza necesaria para que la pared devuelva la ídem.

55


A las quejas de sus compañeros de chamba que se sentían presos: "Así se debe sentir un pez en una pecera o un tigre en una jaula", imaginaba la cuarentena de esos infelices como un ir y venir incesante. Para Javier el espacio es relativo y la libertad no la define qué tan lejos puedes andar, sino lo adentro que estás capacitado a internarte en ti mismo. Al Mundial de 1986, donde anotó ocho goles, uno por partido con excepción de la gran Final que definió con un par de dianas en el alargue, siguió 1990, donde, obviamente, por ser los campeones reinantes, la FIFA se hizo como que no vio el escándalo de los cachirules. Pobre Argentina, volvió a toparse con México en la Final, luego de que esos demonios verdes eliminaron a los poderosos alemanes. Todo se decidió luego de una carrera desde el pasillo, un drible a la maceta del helecho y una definición de cucharita justo al ángulo superior derecho de cabecera de la cama. No fue un bello partido. En 1990 siempre había más patadas que futbol, pero ese tanto quedó colgado en un marquito en la esquina más preciada de la historia. Del turno matutino, Javier sale a la carrera para ponerse sus shorts de juego, la casaca de la suerte, esa verde de algodón pesado y cuello redondo con filo blanco y unos buenos calcetines para no resbalar en la alfombra. Han pasado ya 120 días y al Bicampeonato de 1986-1990, siguió un subtítulo en EEUU 94 -porque si hay que perder con alguien, mejor que sea con el Brasil de Romario y con mucho honor-, otra Copa en Francia 1998 —ahora sí a costillas de la canarinha- y de nuevo Brasil ganó en 2002, pero siempre llegamos a la Final. 56


Javier juega cada partido de primera ronda, Octavos, Cuartos, Semifinales y, como ya se dijo, siempre la Final. "Unas veces se gana y otras se pierde", masculla con voz de narrador televisivo antiguo, con esa voz modulada como para terminar con la letra "e" cada palabra. Por su puesto que al "jugar" cada partido mundialista lo acompaña con la narración del mismo. "Piña se quita uno, qué recorte... al segundo lo dribla con la mirada: ve a la derecha y el hombre pasa por la derecha. El balón pasó raspado por un movimiento que lo peina para que gire hacia adelante... ¡un caño, por favor, Piña., un caño! ¡Parece que nos oye, ahí estuvo el caño! ¡Gracias!, ¡¿y ahora qué?! ¿Cómo de taquito? ¡Poooor favooor, el futbol se volvió a inventar hoy, todo lo anterior lo pueden poner en el archivo! Así, se culminó un regreso inverosímil más en Mundiales, éste contra Argentina en 2006. No importó el gol de Maxi Rodríguez, Piña cinceló el empate y luego, magnánimo, cedió una asistencia trazada con compás para Borgetti. El resto del Mundial fue pan comido. Hasta el pechazo de Zidane recibió para el anecdotario. A veces, cada partido le lleva días. Ya no tiene la energía de la niñez. Por eso corta en el minuto 25 y retoma al siguiente. Ha jugado ya seis Copas Mundiales y 42 partidos. Y no piensa retirarse. Mientras haya servicio de comida a domicilio, cerveza artesanal a la puerta y la terraza para tomar el aire, lo demás es lo de menos.

57


No son pocos los jugadores que tienen la cábala de no afeitarse o cortarse el cabello durante un Mundial, pues Javier no lo ha hecho desde 1986 (120 días). Parece un Robinson Crusoe, ni Batista lució tan desprolijo en el 86. Lo que sí ha resentido es su cartera, por la baja de dos lámparas, tres jarrones y el vidrio de un cuadro de la sala que sufrió el impacto de la chilena con que Javier decidió magistralmente en el México vs. Estados Unidos, de 2002, ese que casi cagaron Márquez y Aguirre y que se perdía por 2-0. El sofá también se vio afectado por el costalazo de Javier --ya bastante entrado en kilos, por cierto-- y después de la tremenda jugada quedó cojo de la pata delantera derecha. Gajes del “furbo”, dirán los expertos. Llegó a su séptimo Mundial. La cita africana donde atendió en primera ronda al anfitrión Sudáfrica, a la mermada Francia y al muy armónico y aceitado Uruguay, de Tabarez. El camino a la Final fue complejo, porque Holanda pegaba más que mano de metate, pero la sorteó. Así llegó el día de enfrentar el tikitaka de España. Justo al dar las cuatro de la tarde, luego de esa videoconferencia en Zoom con su manager y el resto del grupo, debía verse las caras con las huestes de Del Bosque. Apagó la computadora, respiró profundo mientras se calzaba los arreos. Salió inspirado, con presión alta en toda la cancha. España no pasaba del librero, la posesión era de México de la mano de Javier. Iniesta, desesperado, pedía a Fábregas que detuviera a Piña. Toques endemoniados donde ese sillón era un Cuauhtémoc Blanco en 58


estado de gracia, que regresaba las paredes con la pata o con el cojín del respaldo. Pero el gol no llegaba, hasta que directo de un muro de la sala, cayó la pelota amarilla a la derecha de Piña, que, de volea, cruzó el arco de la mesa del comedor. “¡Gooooooooooooooool!”. El grito heló la sangre de Javier. No había sido un susurro suyo ni su voz interior, sino el alarido burlón de todos sus compañeros de trabajo que, atónitos, seguían el partido de "futbol-depa" de Piña. Javier habría jurado que había apagado la computadora, pero no fue así; todo el tiempo estuvo encendida la cámara y sus evoluciones fueron transmitidas a la casa de cada uno de sus jefes y sus iguales. La cosa se volvió viral en redes sociales, en minutos. No hubo misericordia. Javier pidió tres semanas de vacaciones que le debían hace dos años. No quería ver la cara de nadie. Nadie sabe si volverá después de eso a la oficina o si jugará la Copa del Mundo, de 2014, porque su mundo fue profanado…

59


60


Érase una vez, cuando los dos grandes astros se enfrentaban en aquellos días, cuando compartían Liga, pero no el mismo equipo… Minuto 87. Dos a dos el marcador. Cristiano Ronaldo corre a toda velocidad y alcanza el esférico, ante la agresiva mirada de Alves. Mano a mano y quiebre letal. Solo un obstáculo mas para el gol del triunfo. El guardameta Ter Stegen devora el balón con la mirada, mientras la pierna derecha del atacante toma impulso. Los madridistas celebraban con anticipación. Centésimas antes de impactar, un terrorífico estruendo se escucha sobre el Santiago Bernabéu. Cristiano Ronaldo pierde de vista su objetivo y abanica. Voltea hacia el cielo. Algunos se hincan, otros corren despavoridos al vestuario. Messi se lleva las manos al rostro. En las gradas, irrumpe un silencio siniestro, que se cuela hasta las venas. Algunos valientes graban el suceso. Otros, permanecen inmóviles. La gigantesca nave levita justo encima del campo. Una especie de gota mercurial que abarca el largo del estadio, desciende algunos metros provocando un miedo indescriptible. Quedan ocho jugadores en la cancha, todos impávidos e hipnotizados. De pronto, un potente halo de luz ilumina a dos jugadores en medio de la noche más extraña que el futbol recuerde. Cristiano Ronaldo y Messi sienten un calor intenso en la piel. Apenas se distinguen entre tanto voltaje. Son lo elegidos. Estaban destinados.

61


Los dos más grandes de la actualidad se elevan. Por más oposición, sus músculos jamás contrarrestan el poder de aquella plancha metálica. En dos segundos desaparecen, se esfuman a otro mundo. Decenas de aficionados desvanecen. Iniesta corre desesperado al vestuario, Pepe se abraza con Marcelo y Zidane llora, en la zona técnica. Dentro de la nave, se encuentran camas experimentales, laboratorios flotantes y extraños animales detrás de los finos cristales. A lo lejos, aún con la vista nublada, tras la descarga de luminosidad, los dos jugadores observan una intimidante efigie que camina hacia ellos. Cabeza alargada, piel cobriza. Sin rostro, sin ojos, vacío. La estilizada figura, de casi dos metros, con extrañas extremidades, emite sonidos que provenientes del pecho. -Bienvenidos a Phandematium. La inteligencia artificial de nuestro planeta ya no es lo suficientemente competitiva. Hace 3000 años phandem jugamos a lo mismo que ustedes. 3000 años phandem después, lo seguimos haciendo… Cristiano Ronaldo y Messi, completamente paralizados, con los músculos tensos y emanando vapor de sus cuerpos por el cambio de temperatura, escuchan con total atención, silenciados por el miedo. -Los hemos elegido. Ambos enfrentarán a nuestros portentosos Endems, masas robóticas programadas para crear movimientos perfectos, a partir de una base de datos. Nuestro juego radica en la sincronización del sistema.

62


-¿Hacía dónde atemorizado.

nos

dirigimos?,

pregunta

Messi,

-A 200 galaxias de su casa. No tengan miedo. Obedezcan y no les haremos daño. Jueguen, hagan lo que saben hacer. Tú serás CR-7.13 y tú, Mess-1, explicó la intimidante figura. Al fondo de la gigantesca nave, aparecen quince Darguens, formas rojizas de dos metros y quince centímetros de altura, encargados de la seguridad. Son quienes llevan a los futbolistas a la sala experimental. Les retiran el uniforme, les colocan lentes infrarrojos y los recuestan en una delgada burbuja. Voltios recorren los cuerpos de Messi y Cristiano… Al salir de aquella nube, ambos se observan y quedan sorprendidos. El miedo los devora. Cada una de sus fibras, ha sido metalizada. Ya eran en aquella realidad espacial, lo que eran en la realidad terrenal: un par de robots. Con las piernas, brazos y abdomen de algheren, tapizados por un resplandeciente tono en plata, eran así la perfecta aleación de platino y mercurio. Messi y Cristiano Ronaldo revolucionan la Premier Phandematium. No tardan ni dos partidos y ya aniquilan a la inteligencia artificial. El algueren los ha asemejado a ellos, pero el talento, la destreza y la creatividad, surge de dos corazones, algo que los Endems jamás tendrán.

63


Sin la menor idea de cuán lejos se encuentren, marcan tantos goles que ambos colapsan el sistema. Ni las atajadas más mecanizadas detienen sus envíos teledirigidos. Decenas de estudios en los laboratorios son realizados en la búsqueda de las fórmulas que frenen el talento, propio de los terrícolas. Todos los intentos han sido fallidos. Apenas aparece un nuevo dispositivo de captura y Messi lo revienta con un drible o Cristiano con un encendido remate. El comité supremo de Phandemonium se reúne durante varios días, tras la caída del sistema. No hay más remedio que una disyuntiva:después de clonarlos, habrían de regresarlos o ir por más jugadores. Sin saberlo, los estaban salvando. La orden fue, finalmente, que se encendieran los motores de la nave porque volverían a la Tierra. Cristiano Ronaldo y Messi sonrieron por primera vez, en aquella expedición interestelar. Como con un extraño Síndrome de Estocolmo, proclive a tener afinidad con sus secuestradores, Messi hizo una sigilosa recomendación de talentos futbolísticos a explorar. -Entrega esta lista al tenuemente, el argentino.

excelsius

Phandem,

dijo,

Ya con el ADN de estos dos futbolistas de todos los tiempos, resguardado en los tubos de ensayo extraterrestres, en aquella misteriosa carta, entregada 64


por Leo, aparecían otros diez futbolistas. También había que empezar a clonar sus genes, porque, años más tarde, la Tierra sería embestida por una devastadora e implacable pandemia de un virus que se llamaría Covid-19. En esas líneas estaban los nuevos recomendados. ¿A qué parte de la Tierra viajarán? ¿Sobre qué estadio se posará la nave esta vez? ¿Quiénes serán los nuevos elegidos o salvados? Solo Messi y Cristino Ronaldo lo saben. Será el gran secreto que jamás compartirán. Habrá que esperar que suceda, antes de que el mundo se acabe…

65


66


Sorbe el café con un popote y, de reojo, se dirige a mí, que luzco como un extraño.

- Siéntese aquí. ¿Ya le dijeron que primero se paga en la caja y nosotros después le traemos a la mesa lo que pidió?

- Sí, ya, muchas gracias. - ¿Puedo preguntarle qué pidió? Aunque no ha empezado mi turno, me gustaría atenderle.

- Pedí una concha con frijoles y un café grande. Manos Cafeteras, de Querétaro, se convirtió en mi primera y única experiencia en una cafetería de inclusión. Siempre he volteado a la Discapacidad Intelectual y sabía que la respuesta estaba aquí. -¿Me puedo traer mi taza comienza en media hora.

aquí

con

usted?

Mi

turno

-Claro ¡Bienvenido! ¡Tráetela! Además, eres de los míos, veo que te gusta el futbol, aunque tienes mucho que aprender, porque veo que le vas al América ¡Y eso ya no se quita, eh! No se lo dije dos veces; ya estábamos platicando en una esquina de la cafetería. Un sorbo de café con popote y vino la primera pregunta de la tarde:

67


-¿Cuántos Nietos tiene? -¡Ándale!, todavía no sabes cómo me llamo y ya me estás diciendo abuelo, ¿tan viejo me veo?

- Tiene razón, perdone usted: ¿Cómo se llama y cuántos nietos tiene?

- ¡Jajaja! Me llamo Fernando y todavía no tengo nietos. ¿Tú? ¿Cómo te llamas?

- Me llamo José Aarón Vásquez, así me puede buscar en mi canal de YouTube.

- ¡Ándale , con canal de YouTube y todo! ¡Vaya que me haces sentir viejo!

- Ya tengo 25 seguidores, llegando a mil, puedo empezar a ganar algo de dinero, bueno, eso me dijeron… José se levanta, porque ve venir a uno de sus compañeros de la cafetería que ya trae el café y la concha con frijoles que había pedido; José le pide que también traiga cubiertos, servilletas y azúcar. -¿Ya conoce usted a Rus? Es mi amigo, él también le va al América y ya le enseñé qué tiene que hacer para que también tenga su canal de YouTube. A José Aarón no se le entiende muy bien cuando habla. Los estoy viendo, sonrientes y abiertos, transparentes. Mi pensamiento es que estos chavos no me van a traicionar. No tienen maldad, son auténticos y emanan una envidiable camaradería.

68


En un abrir y cerrar de ojos, se edifica nuestra amistad. Todavía no muerdo mi concha con frijoles, cuando regresan las preguntas:

-

¿ A qué se dedica, qué lo trae por aquí?

- Soy periodista deportivo, me gusta el futbol y le voy al Necaxa.

- ¡Ah!, entonces usted debe conocer de Adolfo Ríos. - ¡Claro que sí, fue Campeón con nosotros! - ¿Y sabe cómo le dicen? - Sí, el ‘Arquero de Cristo’. - ¡Ándele!, pues yo jugué con él cuando estaba en el América; hasta tengo una foto con él, es mi ídolo. También tengo una foto con William, cuando estuvo aquí en Querétaro, muy buena persona, y otra con Agustín Marchesín, también muy buena persona…

- ¿Ah, sí? A ver, cuéntame: ¿Cómo está eso de que jugaste en el América? Te veo muy chavo, ¿en que época fue eso?

- Bueno, es que cuando empecé a entrenar con ellos, mi médico me dijo que no podía jugar y que mejor me dedicara a cantar, porque usted no sabe, pero fíjese que tengo una enfermedad y cada semana tengo que ir a tratamientos y eso no me deja correr y entrenar como yo quisiera, pero, de todos modos, aquí estamos, trabajando, con mis amigos y haciendo otros nuevos como usted.

69


Llegando casi la una de la tarde, apareció en escena el tercer muchacho. Jovial, sonriente y dadivoso. José Aarón, igual presentármelo:

que

a

Rus,

es

el

encargado

de

-Mire, él es Memo, también trabaja aquí en Manos Cafeteras y es mi amigo; él no le va al América, no hay problema. -¡Uy, qué buena noticia! ¿Y a quién le vas? -Le voy al Monterrey -¿Al Monterrey? ¿Eres de allá o qué? -No, soy de México, pero jugué con ellos hace como 34 años. -¡Ándale, jugaste compañeros?

con

ellos!

¿Quiénes

eran

tus

-Pues, en ese tiempo, jugué con el ‘Chupete’ Suazo y con De Nigris. -¡Jugadorazos los dos, qué bárbaro! ¡Muy bien! Los tres chamacos platicaban de futbol. Ahí entendí el llamado. Me llamó vistiera YouTube; pisaran tratando

la atención que Aarón tomara su café con popote, su chamarra del América y tuviera su canal de en este instante, me ilusionó que él y los demás una cancha de futbol y volvieran a correr de patear un balón.

70


Ese día nació Pies Capaces, un futbol humano y diferente. Al grupo fueron integrándose, poco a poco, otros nueve jugadores. Futbol para la Discapacidad Intelectual fue inspirado en José Aarón, sí, pero también en el colectivo con Discapacidad Intelectual. A la lista inicial de aquella tarde, llegaron: Beto, Susy, Renata, Emiliano, Israel, Toño, Aldito, Lalo, David, Pablo, Josué, Rolando y Rodrigo. Luego llegó un 17 de diciembre de 2019 inolvidable. Hacía frío. Muy pocos días he disfrutado tanto como aquella posada navideña en la Fundación Manos Capaces en la que Memo y Rus no paraban de reír. ¡Que día más divertido hemos pasado! Sin imaginarlo, llegó un invierno crudo, de los más difíciles que he vivido. Personalmente, recuerdo algunos tristes como, seguramente, todos tendrán en la memoria, pero éste fue inimaginable. José Aarón y su padre Fidel llegaron por ahí de las 10 de la noche a la posada. Aarón traía un cubrebocas y estaba bien abrigado; se sentó con nosotros, hicimos la fila para recoger los tacos de guisado y para cuando llegó, ya estábamos en el postre. El ponche se acabó a la primera de cambio y entonces, el café para tratar de calentar la noche.

vino,

José Aarón tosía y tosía; traía una gripa tremenda que lo obligó a dejar la mesa al aire libre para refugiarse en el salón del taller de Manos Capaces. Para ese día, Laurita, su mamá, había disipado mi duda del porqué del 71


café con popote de Aarón: Habían llegado posada porque venían de una diálisis.

tarde

a

la

Aaroncito tenía insuficiencia renal crónica y como tenía prohibido tomar café, se ganaba una que otra taza al mes y para disfrutar sorbo a sorbo, es que llevaba su popote. Pasado Año Nuevo, retomamos los entrenamientos de Pies Capaces en las instalaciones de INDEREQ Parque Querétaro 2000, que generosamente nos había facilitado Markus López, a quien conocí cuando jugaba de defensa central en el Necaxa. Ese sábado 11 de enero, no pudieron ir José Aarón y su hermano Beto. Saliendo de la práctica, le marqué a Laurita, pero no me contestó. Se me hizo raro. Entonces, llamé a su papá Fidel con quien habíamos empezado ya nuestra amistad en pos del futbol de inclusión. -Hola, Fer. Estoy en el hospital. Fíjate que Aaroncito se nos puso mal en la madrugada, todo indica que tiene neumonía y además también están muy mal Laura y Betito. -Ya decía yo, ¿en qué hospital estás? -En el H+ -Tan pronto como pueda me voy para allá, Fidel. Un abrazo. Mi cabeza no paraba de pensar. En ese interior que poco rebelamos por prudencia y respeto, vino el recuerdo de 72


cuando platicamos de los cumpleaños. Aarón me dijo que había nacido del 14 de enero. Su cumpleaños 26 lo pasaría en el hospital, seguramente. La siguiente escena fue en Urgencias del H+ Nunca la olvidaré. Llegué pasadas las 6 de la tarde pensando en que las visitas empezaban a las 7 de la noche. De antemano, la idea era ver a Fidel más que a Aarón, porque sabía que estaba en terapia intensiva. Pregunté por Aarón, me dijeron que estaba estable y que los médicos iban a llegar en cualquier momento, que su papá estaba dentro y que lo tenía que esperar, si quería verlo. Entonces, fui a conocer la cafetería del hospital y a ver si alguien más estaba por ahí. Cerraron a las 8 de la noche y Fidel no salía. Cuando salí a tomar aire, vi a Fidel, entre las puertas del hospital. Nos hemos estrechado en un abrazo de esos que calan. Empezamos a llorar como niños chiquitos. Haciéndome el fuerte, lo separé de mí y le dije: “Nos hemos de ver muy curiosos aquí llorando, Fidel”.

- ¿Cómo está tu hijo? - Me acaban de decir que lo tienen que intubar y no sé si hice bien en contestarles. ¿Tú qué harías, amigo?

- ¡Uta, Fidel!, estás hablando con el menos indicado para hacer esta pregunta. difícil te hicieron!

Es

tu

hijo,

¡qué

pregunta

más

- A mi papá y a mi mamá no los entubaron y murieron. A mi suegra y a mi abuela sí y también fallecieron. 73


- ¡Qué difícil, carajo! - ¿Que les vas a decir? - Ya les dije que sí, que conozco a Aaroncito y va a salir adelante. Lo que pasa es que ahorita que se recupere tantito de la hemodiálisis lo van a hacer. Mi hijo está muy mal, ya vino una infectóloga para tratarle lo de la neumonía también. Yo conozco a mi hijo y tiene ganas de vivir. Tú has visto cómo es, es un guerrero. Con la ayuda de Dios todo va a salir bien. El corazón del futbol. Pasaron 42 intubado.

días

de

terapia

intensiva

y

37

de

vivir

Ya pasó el cumpleaños 26 de Aarón; estuve todas las mañanas y noches que pude acompañando a Fidel y a Laura; ahora mi compañero de café es Beto. Bueno, más que de café, a Beto le encanta la Coca-Cola. ¿Qué puedo hacer para que Aarón se cargue de energía?, pienso. ¡Ya sé! ¡Pies capaces, el futbol, el Necaxa , claro, el Querétaro! Una cadena de pensamientos se entrelaza hasta llegar, en un segundo, a Adolfo Ríos, el ‘Arquero de Cristo’. Tenía su teléfono y le había platicado de Pies Capaces y, en especial, de Aarón, algunos días atrás.

74


Este fue el mensaje que le envié el 19 de febrero: “José Aarón ha salido a una habitación. Todo lo demás, está de más”. El sábado 22, Adolfo Ríos visitó a Aarón. Este fue el mensaje textual: “Hola Adolfo, qué pena molestarte. José Aarón está en la habitación número 21 del hospital H+ o antes Hospital TEC 2000 que está en Av. Tecnológico entre Constituyentes y Av. Zaragoza. No está del todo bien; necesita una ilusión más, un algo que le dé un jalón para levantarse. Ojalá pudieras darte una vuelta, lo he escuchado hablar de ti tanto. Sé, desde luego, lo complicado que resulta. ¿Quién manda a los grandes futbolistas a convertirse en ídolos de tantos chavos? Un abrazo, Adolfo y a tus órdenes. Saludos”. Su respuesta fue: “Gracias por la información estimado Fer, claro que buscaré el momento para ir. ¿Es el Tec 100? Estimado Fer, estoy en el hospital, ¿solo subo a la habitación de Jose Aaron? Tras la visita de Adolfo Ríos, Aaroncito estaba listo para salir del hospital al otro día, domingo 23 de febrero . Nunca vamos a saber si la neumonía de José Aarón tuvo algo qué ver con el COVID-19… El 27 de febrero le escribí a Adolfo Ríos: “Buenos días, Adolfo. José Aarón perdió la batalla”. Su respuesta fue: “Buen día mi estimado. Lamento leer esto, pero creo que gano su batalla, está en donde debe estar: ¡Frente a Nuestro Señor!”. 75


La mañana del 28 de febrero inició a las 6 de la mañana. Salí de mi casa con el corazón desecho al velatorio a despedirme de José Aarón. Ese mismo día, el futbol en Suiza cerró sus estadios. No se esperaron a más. Como población vulnerable, mi última salida fue a ayudarle a Fidel y a Laura con un puesto de hot dogs que pusieron en el Lienzo Charro “El Pitayo”, el día 29 de febrero. Ahí me despedí sin saberlo de Memo, Rus García y Susy a quienes también había visto el 27 en la noche en el velorio de nuestro amigo. De Aldito y sus papás me despedí el 15 de marzo que fuimos a comer cerca de mi casa en el Centro de Querétaro. Me han dicho que Pies Capaces algún día se juntó a tener un entrenamiento virtual, pero no se han vuelto a ver. No sabemos qué suerte vamos a correr. Coincidió este invierno de 2019 con la inclemencia de un mal como el Coronavirus, que nos ha enlutado a todos. Nunca sabremos si se lo llevó el COVID-19, pero sí sé que me gustaría que voltearan a la incipiente inclusión. Que volteen a ver que el futbol es una herramienta maravillosa que nos permite ilusionarnos. Que cuando Aarón, Memo o Rus dicen que jugaron en el América o en el Monterrey, es porque todos jugamos en nuestros equipos y queremos ver a nuestros ídolos, un día antes de morirnos. El futbol: mi última voluntad.

76


77


He despertado durante muchas de estas mañanas con la esperanza de que todo esto haya sido solo una fúnebre pesadilla. Abro los ojos, apenas despierto, pero los recuerdos recientes me agobian, me inundan, me presionan. Vuelvo a la almohada. Sueño cómo eran los días de antaño, aquellos cuando éramos felices y no lo sabíamos… Confieso que las primeras semanas me parecían una oportunidad maravillosa: ¿Un sábado sin futbol? ¿Un domingo sin deportes? Ocurría un milagro. Algo que en la carrera de un periodista deportivo parece imposible: relajarse durante un fin de semana. -Papá, ¿no tienes que ver el futbol hoy? -No, hija. No hay futbol. Es más: no hay deportes, no hay nada, soy todo suyo. Sucede que en aquel incipiente laberinto de confusión, cuando todavía no entrábamos en razón o asimilábamos la seriedad de la situación, todo parecía que iría bien. Era ocasión de quedarse en casa, de tener una nueva oportunidad de convivir y de abrazar a las hijas que se habían marchado a la universidad; tiempos de compartir más con mi esposa y entender que en la vida había algo más que una semana ajetreada, que se desdoblaba de viaje en viaje, de ciudad en ciudad, de programa en programa y de deporte en deporte. Todo iba bien en mi nueva normalidad. Un poco de agua sobre el cabello, mucho gel, una camisa medio planchada y unos shorts, que bien podrían ser unos calzoncillos, bastaban para ponerse frente al Ipad para hacer los programas de televisión. Listo. 78


Al principio, imploraba por mis antiguos camarógrafos, maestros del video: el viejo José Manuel Nieto y el joven ‘Zuzu', ustedes no necesitan conocerlos más allá de sus apodos. Eran unos verdaderos genios que forjaron gran parte de lo que fue mi carrera en el reportaje de color… Sin ellos, improvisé y descubrí a un de pronto, sorprendentemente, luego casados, resultaba ser una “experta” iluminación, en el maquillaje, en internet, en la producción…

nuevo personaje que, de casi 25 años de en la cámara, en la los enlaces, en el

¿Cuántas veces discutimos? ¿Cuantas veces nos peleamos? ¿Cuantas veces la despedí? He perdido la cuenta, aunque siempre, irremediablemente, volvía a la cocina con una cara de arrepentimiento, un beso y una disculpa por mi exabrupto para que la relación fuera reconciliada con el único camarógrafo que me quedaba: mi mujer. Soy, antes que nada, un hombre que vive de la adrenalina. Sin ella no puedo vivir. ¿Cómo sustituiría las seis horas semanales de avión, el trayecto por los aeropuertos y el viaje de un país a otro para trabajar? En un principio, nada de eso importaba, pero con el pasar de los días, empezaba a sentirme como un león enjaulado. En esos momentos, me subía a mi camioneta y manejaba solo para dar vueltas, porque, obviamente, en el confinamiento, no había ni cafés ni restaurantes para pasar el tiempo. Manejaba y manejaba hasta que me cansaba. Por las tardes, buscaba un libro o quizá una película.

79


Es que la casa y las paredes no eran y nunca fueron para mí. Había un solo día de la semana destinado para ir de compras: los viernes. Nunca antes me había dado tanto gusto ir al supermercado. Es más, cada semana escogíamos uno diferente; así variábamos la insoportable rutina. El problema es que me sofocaba en el pasillo de los enlatados porque no estaba acostumbrado a utilizar un cubrebocas. Sudaba, mis palpitaciones aumentaban y sufría de mareos. Entonces pasó lo inevitable y las idas al súper me fastidiaron. Soy también un animal de la calle. Me gustan los restaurantes. Si ceno en casa un par de veces a la semana, es mucho. Hacerlo diariamente se transformó en un reto. Irene mi camarógrafo, perdón, mi mujer, se empecinaba en la búsqueda de recetas a través de Facebook. Juro que algunas veces los platillos le salían bastante bien, pero en otras ocasiones, ponía cara de felicidad y satisfacción por conveniencia. Si no lo hacia, corría el riesgo de no tener camarógrafo para Futbol Picante de esa noche… Entonces orden.

pasaron

cosas

inexplicables

que

alteraban

el

El peor momento de la cuarentena habrá ocurrido en alguna tarde abril, o de mayo, o de junio, ya ni recuerdo el mes de ese terrible día… Salí, en pantuflas, a dar la vuelta con dos de mis tres perros. Los dos más bravitos: Scobby Doo, un San Bernardo gigantesco y K-9, un Pastor Belga Mallinois, que tiene cara de que no mata una mosca. Tropecé en las escalinatas, en mi subida a casa por las pinches 80


pantuflas; perdí el control del pastor belga y se fue directo hacia donde estaba una adolescente que caminaba por la calle. El perro pensó que ella era un peligro y la atacó. Corrí hacia ella y también se me zafó el San Bernardo. Le dieron dos sendas mordidas. La tuvieron que atender los paramédicos y la policía me obligó a llevar a los perros a un centro de entrenamiento especial. Uno de los cuarentena.

peores

momentos

de

mi

vida,

justo

en

He tratado de silenciar mi ansiedad en el ejercicio. Ya no puedo correr. La rodilla se rindió, ante los 120 kilogramos de cada 5 kilómetros diarios. Entonces, saqué del garaje una vieja bicicleta estática y una remadora. Y durante cada día, sin fallar, sostengo una rutina: un día 20 kilómetros de bicicleta con intervalos de gran resistencia (escalada) y otro día, 8 kilómetros (1000 remadas). Y así, todos los días. Eso, me permite mantenerme en mi peso. Además, trato de pararme lo menos posible por el refrigerador, cosa que estando en casa, es realmente complicado. Busqué, además, otra distracción ante la aplastante rutina: cada sábado haría un asado. No comemos mucha carne en casa, así que lo haría de pescado, sobre todo de atún, que es mi favorito. Le dije a mis hijas que sería, casi, una obligación presentarse los fines de semana. La primera vez, vinieron todas. Después, empezaron a quedarse en sus habitaciones. Cuando les reclame, me dijeron que mi asado siempre se quemaba y que sabía feo. Las noches terminaban con mi mujer y yo, vaciando botellas de vino tinto, mientras escuchábamos canciones de nuestra juventud y nos reprochábamos qué habíamos hecho mal con nuestras hijas.

81


El colmo, de los colmos, llegó a mediados del mes de julio, cuando se jugaba en España la penúltima fecha del torneo que arrojaría al Real Madrid como Campeón. Decidí hacer ejercicio; ese día tocaba remar escuchando la radio española. La Cadena Ser, con su famoso Carrusel Deportivo, se destacó con una transmisión fantástica con goles e información de todos los frentes que se jugaban a la misma hora. Puse la radio con el volumen que utilizo para ejercitarme, es decir, un poco alto. Quince minutos más tarde, llegó un correo electrónico del administrador del vecindario, que avisaba que un vecino (un imbécil, perdonen ustedes) se quejaba de que yo escuchaba demasiado alto la radio. ¿Quejarse del sonido de juegos de futbol y de goles a las 2 de la tarde de un jueves? Así de jodidos y amargados estamos en nuestra sociedad con exceso de ociosidad. Por eso y muchas cosas mas, esta llamada nueva normalidad me tiene fregado, como, supongo, que a muchos de ustedes. Añoro el mundo como era antes, pero entiendo que será difícil que volvamos a ello. Lamento mucho que esto sea lo que le estamos dejando a nuestros hijos y nietos. Nosotros pudimos haber tenido algunas o muchas carencias, pero nunca la cancelación de la libertad, de salir, de ver hacia el sol y respirar con la boca bien abierta. Trato de ver lo positivo: pude acercarme más a mi familia en una época en la que ellas se alejaban y pude, al fin, dedicarles fines de semanas enteros sin que el deporte me estorbara. También pude conservar mi trabajo, a pesar de 82


que muchas otras personas no han corrido con esa diosa fortuna. Pasan las noches y me gustaría despertarme un día y descubrir que todo esto ha sido solo una larga pesadilla. Cuando volteo hacia mi buró y veo que junto al teléfono y a los lentes, está un cubrebocas, compruebo con profunda tristeza que esta es nuestra realidad…

83


84


El ayuno deportivo de la cuarentena, ese vacío de la soledad del soltero, reforzó una frase que mi cabeza repetía: “No hay ningún partido que ver”. Eso me condujo a lo insólito una noche de abril: saqué las palomitas del horno de microondas, me tiré en la cama, me acurruqué bajo las frazadas y abrí en la pantalla completa de mi iPhone la transmisión, en vivo, con la que Twitter me estaba sorprendiendo: los Monos Rakuten de la ciudad de Taoyuan jugaban contra los Guardians Fubon de Xīn Táiběi. Un pitcher de la liga taiwanesa de béisbol lanzaba una y otra vez hacia home sin que el bateador hiciera swing, y la cuenta se extendió a tres bolas, dos strikes. Como la toma se mantenía cerrada, no alcanzaba a ver lo que rodeaba a los dos jugadores y el umpire. De pronto, el madero impactó la pelota, que voló desde el plato sobre el montículo, cruzó por los aires la segunda base y viajó hasta el fondo del jardín central. No hubo home run, ni el esférico chocó contra la barda y detonó una jugada espectacular, ni el outfielder tuvo que lanzarse como un cóndor para hacer la atrapada. No, la bola fue directamente a la manopla, pero había sido tal su elevación que pude atestiguar la desolación macabra de ese estadio vacío, sin un solo taiwanés gozando las acciones de su liga. La toma abierta me había ensombrecido los ojos con esas butacas asoladas por el virus planetario, repetidas por miles en su inutilidad desocupada bajo la penumbra de la noche de una pequeña isla asiática con 23 millones de habitantes en cuarentena por el Coronavirus. Habituado en aquel otro mundo lejano a sentarme contento ante las transmisiones de mis Dodgers, cada vez más 85


aliados a los fracasos pero siempre con tribunas pletóricas y esperanzadas barnizadas de azul, me dije: “No puedo ver esto. No voy a tolerar ni un out más”. No me interesaba el beisbol taiwanés, no tenía idea quiénes eran esos Monos ni tampoco los Guardians, y observarlos, en medio de esa estremecedora ausencia de gente, sin gritos, banderas, trompetas ni aliento, me iba a resultar dañino, me iba a enfermar el alma y confirmaría que este mundo que nos está regalando el destino es bastante miserable, por más que uno tome webinars, haga zooms con cuates, tenga largas llamadas telefónicas con viejos amigos, lea las novelas que nunca antes o repase el mejor cine de la historia en Netflix. Cayó el out y el jardinero regresó la bola al pitcher. Apagué el celular para cerrar los ojos y dormir. En días de COVID-19, mi relación con el deporte agonizaba. Un día, el diario argentino Olé ofreció a sus lectores la transmisión de futbol bielorruso, y aunque estuve tentado a sintonizar un partido de esa liga, la única que entonces se mantenía en activo junto con la nicaragüense porque las demás habían sido suspendidas, rápido me autoconvencí que no podría. Por un instante lo intenté: “Tu abuelo –me dije- nació en la ciudad polaca de Biała Podlaska, justo en la frontera con Bielorrusia: es buena oportunidad para explorar algo de tu origen”. No fue suficiente esa ramita de mi árbol genealógico: imaginarme frente a mi computadora de escritorio durante dos horas viendo otras tribunas vacías de un sitio tan exótico como ese país europeo, y en el césped de en medio unos jugadores-piedra que supongo han heredado la gris rigidez del futbol ruso, me persuadieron de hacer cualquier otra cosa.

86


Mi pandemia deportiva me seguía trayendo tristezas. Nos enteramos que el Morelia, un equipo viejo y popular que yo asociaba a la entrañable ‘Tota’ Carbajal desaparecía porque el irracional capitalismo, que odia la historia y la identidad, había decido convertirlo en los plásticos y prefabricados morados del Mazatlán FC. Y luego, la alegría por el retorno de mi Atlante a la tierra que lo vio nacer y lo quiere, la Ciudad de México, se opacó cuando nos confirmaron que será parte de ese adefesio tormentoso que será la Liga de Expansión, en la que aunque juegue como el Barcelona de Guardiola no podrá volver a Primera División porque no existe el ascenso. No sé cómo me voy a sentir el día que vaya al Estadio Azulgrana, que por cierto me queda junto a casa, cuando con la certeza de que no habrá premio si salimos campeones vea a mis Potros en medio de esa porra plagada de viejos, todos sabios, cierto, pero sin el regocijo de la juventud: la mudanza a una ciudad tan distante de nuestras raíces como la millonaria y frívola Cancún, que siempre nos mostraba gradas vacías, terminó por matar la posibilidad de que los niños adopten nuestros colores (ahora que lo pienso, después de cuatro meses confinados sería una fortuna ir al estadio y ver a mi equipo entre mi porra sin temor al contagio, sea la liga que sea). Y así iba, con la inspiración deportiva y futbolera extinguiéndose como una llamita tímida que nada puede hacer contra el aire implacable que aloja el virus, hasta que empezó a salir el sol a mediados de mayo: en Alemania el futbol volvería. Yo jamás había seguido la Bundesliga. Atacado por lo más amargo de los lugares comunes, pensaba: “Qué fríos los alemanes”, y ni en mi mañana más alocada de la otra vida en libertad se me ocurría perder tres minutos en un Friburgo Vs Mainz 05 o un Fortuna Düsseldorf Vs Wolfsbug. 87


Me vencían los más falsos prejuicios: siempre gana el Bayern Munich: cómo es posible que cuando la pelota entra al arco en vez de llenarse la boca con el redondo grito de “¡goooooool!” los aficionados digan “¡thoooooor!”; los futbolistas juegan partidos de lógica científica, sin arte, como si fueran biólogos en un laboratorio y la pelota fuera un mechero de Bunsen y no ese milagro redondo, simple e impredecible. Pero el sábado 26 de mayo yo estaba ahí, frente a la pantalla, quizá solamente porque el confinamiento nos regala días eternos y a la agenda diaria en soledad hay que acumularle actividades para que las horas pasen más rápido y se nos olvide un poco que estamos instalados en una espesa eternidad a la que no se le ve salida, por más que nos digan: “Ya va a pasar”. Tendré mucho que agradecerle a ese Dortmund-Schalke 04. Sí, yo estaba viendo un Dortmund-Schalke 04 y aún no lo creo. No hay discusión, abstraerse de la nueva realidad es imposible: los jugadores de banca estaban en la tribuna con cubrebocas, los festejos de los goles entre jugadores para ese entonces eran sin tocarse (algo tan raro como hacer el amor sin piel), al audio natural del partido con esos férreos gritos teutones le faltaba la temperatura humana de las hinchadas: ese murmurar cálido de la gente cuando no pasa nada, el fuego auditivo cuando una pelota roza el poste y la catarsis (aunque sea alemana) del gol; el coraje a todo pulmón cuando los fans reclaman al árbitro. No es lo mismo, claro, pero esa rutina futbolera que se repetía cada semana me hacía preguntarme “¿qué partido pasan hoy?” y averiguar en Internet, para llegada la hora poner papitas en la mesa, abrirme no una cerveza de trigo Erdinger de Baviera sino una Barrilito –la única a la

88


venta entonces, misterios del desabasto COVID-19, más modesta pero que me sabía como el néctar más adictivo. Los partidos a puerta cerrada comenzaron a tener encanto: aunque no les entendiera nada, me gustaba el intercambio de gritos salvajes entre futbolistas. Pero hubo un descubrimiento aún mejor: el chasquido de la pelota cuando la impacta el botín, una especie de espectáculo percusivo que va dando forma ese chas-chas-chas repetitivo con modulaciones diferentes, según el golpe: fuerte como el estallido de un petardo en un tiro a gol a más de 100 kms/hr. de terciopelo con un pase preciso al costado, brutal cuando dos jugadores disputan el balón y chocan. Por primera vez, el futbol también se podía oír hasta en lo más ligero de su intimidad, y entonces nos acurrucábamos en el sofá las horas que fuera necesarias para ver y oír el espectáculo alemán, un partido tras otro, yo y mi gato Bialy, al que también en nuestro encierro se le desarrolló el gusto por la Bundesliga. El gusto por la Bundesliga pero sobre todo por el Bayern Munich, que sí, lo gana todo, pero cuyo futbol es música con un virtuoso solista alemán, Müller, al que lo acompañan con increíble brillo el canadiense Davies, el francés Coman, el croata Perišić, el austriaco Alaba, el español Javi Martínez, y la sangre africana de Boateng y Gnabry. Caí rendido ante la maravillosa seducción de la mejor sinfónica del mundo, que en el 2020 me había salvado de la pandemia.

89


90


Me gusta hacer entrevistas, porque es como extenderle una invitación a alguien a tu casa. En esta cuarentena, estuve en contacto con 80 personajes, aproximadamente. Fue un reto, porque a mis 60 años, no sabía manejar Zoom. Pero en esta vida, el aprendizaje es permanente. En mi vida periodística, me han marcado piezas como la que le hice a Pelé, cuando yo tenía 15 años o a Maradona, cuando en 1982 jugó un partido amistoso, contra el América, un 29 de enero de 1982. He entrevistado a los más altos jerarcas de FIFA, a los Presidentes del Comité Olímpico Internacional y a muchos atletas olímpicos. Pero en estos días de confinamiento, hubo una charla que me encantó: Si hay un hombre de futbol que ha visto jugar a Alfredo Di Stefano, Pelé, Johan Cruyff, Cristiano Ronaldo o Messi, ese es Roberto Marcos Saporitti, chileno ex entrenador del Necaxa, que tiene 81 años de edad y que se significó como una voz autorizada. Esa plática me dejó muy marcado. Roberto ha visto a todos esos astros y concluyó que La Saeta Rubia ha sido el mejor de todos los tiempos. A través de pláticas como ésa, recordaré la adaptación a mi hogar. Esta pandemia me ha sido seca y dura por los momentos de soledad que conlleva. Confieso que me gusta ser solitario, pero no de forma tan extrema. Muté en la producción e ideación de contenidos, desde sala, el comedor o la cocina, cuando mi vida, en terreno profesional, siempre ha sido un catálogo viajes, aviones, hoteles, coberturas y entrevistas campo.

la el de de

Pero aún así, nunca he perdido esa hambre por ser reportero. Pasa que si tienes alma libre, te adaptas a 91


cualquier circunstancia. Me he dado cuenta de que en la televisión eso se deslava, si conduces, solamente, desde una mesa; aún así, entre cuatro paredes, esa hiperactividad, propia del periodista que encuentra soluciones, no me ha paralizado. En cada una de estas entrevistas, los conceptos han surgido naturalmente. Una respuesta ha llevado a otra pregunta y un cuestionamiento a otra contestación. Así se han configurado estas charlas, como si estuvieras en una sobremesa, sin predisposición. Este COVID-19 y su propagación mundial, nos ha enseñado eso: a ser terrenales. Entendimos que no somos eternos ni invencibles, pero, sobre todo, que debemos ser mejores con nosotros mismos, para dar lo mejor a nuestro prójimo. Supimos que había que abrirse a la permanente reinvención. Curiosamente, mi ingreso en los medios fue por accidente. Concursé en los 64 mil pesos, a los 11 años; tres años después, me invitaron para que participara en Comentando el Futbol, con Chucho Domínguez; ahí leía una cuartilla a la semana. Después me gustó y estudié la carrera. Mis inicios fueron totalmente fortuitos. Han pasado décadas, muchos años ya. Ahora me he enlazado a través de las video conferencias, impensadas en mis tiempos. Pero nos volveremos estrechar las manos, porque nada es eterno. Ni esto. Ha sido una experiencia maravillosa de acercamiento con estas herramientas. Dentro del infortunio que vivimos, hemos sido afortunados de los y privilegiados, porque, aún en aislamiento, hemos estado comunicados. En otros

92


tiempos, esto hubiera sido aún más solitario. Habremos de estar agradecidos.

trágico,

más

No hay nada imposible. 80 entrevistas y contando… Después, ya gozaremos, tremendamente, de libertad, cuando volvamos, paulatinamente, normalidad.

nuestra a la

93


94


Esa

normalidad

no

volverá,

al

menos,

no

como

la

conocimos.

Acumulamos un encierro de meses añorando la vida que se fue, sin haber reparado en que ya iniciamos una nueva.

El miedo al contagio es latente. Da pavor que no volvamos a la rutina, da temor el llamado enemigo invisible que es, incluso, asintomático o que acaba con la vida de miles de personas...

En el fondo, lo que

da miedo es la muerte.

Son tiempos de añoranza, de la mayor que podamos tener memoria. Se echan de menos tantas cosas: el calor de un abrazo, el rutinario choque de las manos, la suavidad de un beso o el simple roce de los hombros, cuando se camina a la par de los afectos.

Se

echa

de

practicarlo. sagrados

con

menos Los los

el

deporte:

sábados cuates;

o la

seguirlo,

domingos

de

cascarita

no fut,

se

diga

que

nocturna

son

entre

semana de los ‘Godínez’, después de 10 o 12 horas de

95


oficina. No se diga ir a un gimnasio, aunque sea, de vez en cuando.

Todo se extraña. Las cosas que nos gustaban e incluso las que resultaban un fastidio. El tránsito de coches, las largas filas de espera en un restaurante, algún concierto o la ida al estadio, donde apoyamos a nuestro equipo favorito. El poder popular del futbol es un bálsamo y un disparador de emociones. Dice Jorge Valdano que “basta con que se apaguen las luces de los estadios para que nos sintamos más solos y el mundo sea un poco peor”.

El encierro ha impactado en todas las escalas, al grado de que se desató una emoción colectiva, primero por la llamada eLiga MX y, posteriormente, por un torneo llamado Copa por México, competencias que en algunos años nadie recordará.

Estamos ellas,

perdiendo aunque

importante”,

es

parte

sea el

“lo

de más

futbol.

nuestras

vidas,

importante

de

Aproximadamente,

y

una

lo 100

de

menos días

después, tras un encierro inclemente y el dolor a flor de piel, llegó un ligero alivio en forma de balón. Alemania,

96


qué

casualidad,

retomó

la

Bundesliga

solo

como

confirmación de que que el Bayern Munich aún no encuentra resistencia. De a poco, regresaron todas las ligas en el mundo, aunque nada

volvió

a

ser

igual.

No

hubo

estadios

llenos

aclamando a Messi ni esa atmósfera incomparable que solo aporta el aficionado con gritos o lamentos. Con pasión.

Al

principio,

los

festejos

de

los

goles

eran

fríos,

porque, en plena pandemia se permitió que se jugara un deporte de contacto, pero se sugirió que los futbolistas evitaran los abrazos. Vaya paradoja. Es

la

mal

llamada

“nueva

normalidad”.

La

rutina

no

volverá, no como la conocimos. La cercanía se transformó en un privilegio y en un acto cargado de riesgo, durante un largo tiempo, en tanto no exista la vacuna o algún tratamiento. No

recuperaremos

los

abrazos

perdidos,

las

emociones

frustradas ni todos los amaneceres. “Llevo días y días extrañando

la

vida

que

creo

que

perdí”,

escribió

el

argentino Martín Caparrós. Y sí, tristemente, muchos la han perdido, y, en el mejor de los casos, al resto del mundo nos ha faltado una parte de ella, así haya sido el futbol.

97


98


Últimamente, he notado que el tiempo se pliega o se estira dependiendo de mi estado de ánimo. No es sencillo quedarse encerrado tantos meses, es como entrar voluntariamente a Alcatraz y quedarse ahí con una sonrisa. Lo que más he extrañado, en estos tiempos, es ir al bar de mi barrio: ‘Los Suicidas’. ¡Qué nombre se mandaron! Añoro sentarme en aquella silla alta, cercana a la barra, donde me tomaba una cerveza y hablaba de nuestro equipo con quien tuviera tiempo de sobra. Era una especie de catarsis. En cambio, ahora tenemos que estar enjaulados. Esto se podría mirar como una recompensa, ante las excesivas horas de trabajo que nos hacían pasar en la oficina, aunque, después, uno lo echa de menos. ¿Es posible extrañar a los compañeros de un trabajo burocrático y aburrido? ¿Los jugadores de nuestro equipo extrañarán el vestidor? Tal vez sea igual. Habrá algunos que no se toleren, otros que hagan comunidad. Es decir, no todos los trabajos son iguales, pero todos, en cierta forma, requieren de la barahúnda de las personas. Al principio, fue un hábito anormal esto del encierro. Todo porque un virus que anda en el aire, que salió del ala derecha de un murciélago, que fue procreado en un laboratorio, que tiene nombre de estornudo y usa el número 19, echó a perder el 2020… Ante esto, la sobredosis de información nos fue trepando por el cuerpo, hasta que llegó al cerebro y nos nubló los ojos.

99


De entrada, uno se lo tomó a fiesta. Empezó el rumor de que nos teníamos que marchar a casa, situación que puso rojo, de rabia, al jefe. Son como vacaciones de verano adelantadas, pensamos; uno corre con el portafolio hundido de papeles en desorden y saca la computadora para decirle adiós al tránsito de autos, mentadas de madre e insultos. En el fondo, uno se frota las manos para pasar tiempo en familia. Al principio, todo es divertido: Trabajo en bóxers, no uso calcetines, abro el frigorífico, tomo una cerveza al medio día, pongo la televisión a todo volumen, hasta que la ventana, que da a la calle, se pone exánime, como si a cada hora sonara la amenaza de un bombardeo. Luego, todo es inquietante. Conforme pasan los días, se va haciendo espeso el ambiente, como si una masa gelatinosa flotara en el aire. Mi mujer también está en casa y tiene una paranoia que me aflige. Según ella, esta especie de gripe es altamente peligrosa. Ella ha empezado a ponerse escandalosa con jabones nuevos, tapabocas y desinfectantes que no se hallan en ninguna tienda. Es como si por donde pasara, oliera a ataúd. Y, enseguida, se pone a limpiar. Cuando llego de la calle, soy obligado a levantar los zapatos tal cual le pediría un árbitro a un jugador cuando entra al campo, de cambio. ‘A ver, enséñeme los tachones’, imagino que me dice, mientras me rocía con el agua mágica, que alarga la vida para que el bicho no entre. 100


Voy comprendiendo que esto va en serio. Se cancela el trabajo, se cancela la escuela, se cancela el futbol, se escapa la vida. Este es un verano raro. Te hacen desdeñar el afecto, prohíben tocarnos, mostrar amor. El colmo es que, para sentir la amistad, hay que saludarse con el codo, precisamente la parte más dura del cuerpo. Cada vez que alguien estornuda, en su cabeza se cronometra la presión por saber si es por un polvillo en la nariz, por una gripe o por esta porquería de virus. Le llaman nueva normalidad, aunque yo pienso que desde antes dejamos de ser normales. Y les decía que es un verano raro porque se canceló la liga. A falta de 10 partidos, nos quedamos atorados en el debate de si necesitábamos Campeón o no. A algunos les conviene y a otros les frustra; a mí solo me deja condicionado a encontrar un nuevo entretenimiento. Sin ver a mi equipo, me siento apagado. Cada quince días iba al estadio y, de golpe, le cierran las puertas del cielo a uno. Es como San Pedro poniendo una valla. Pero hago como que no me importa. ¡Ya está, algo sucederá!No pueden parar un molino de engranes gigantes como el futbol, es imposible, pienso, otra vez.

101


Pero, poco a poco, voy viendo cómo los países ponen rodilla al suelo; al caer Alemania es como si una ficha de dominó derribara a las otras. Le sigue España, Italia, Brasil, Argentina, México, Estados Unidos y luego, como en un conciliábulo de la ONU, todos deciden poner freno de mano. La noticia es un rechinido en la cabeza de cientos de aficionados. ¿Regresaremos? No lo sabemos.

La televisión, entonces, bufa otro tipo de estadísticas. Acostumbrados a los números de Lio Messi, Cristiano Ronaldo y a sus marcas imbatibles, ahora se hacen otros cálculos: los muertos por Covid. Otra vez, esa molesta palabrilla de estornudo. Pienso que si regresa el torneo, aún tenemos posibilidades, mi equipo no iba tan mal. Hago cuentas. Faltan siete partidos: es decir: si se juegan, a tope, los podremos sacar adelante. Es cierto que este torneo ya teníamos un equipo pendular, que va a un lado de la victoria y regresa al de la derrota, pero aunque al inicio del certamen se había presagiado peor, se se había recompuesto el camino. Fue justo cuando el maldito parón nos atacó. ¡Justo en nuestro momento más alto! Luego, escucho que los jugadores temen perder la figura, que entrenar en casa no es lo mismo y, peor aún, que les afecta demasiado no tocar el balón, durante tanto tiempo. Los entiendo. Hacer ejercicio entre la mesa de centro de la sala y el librero es una tunda, ¡pero son 102


profesionales, si no confían en ellos mismos de qué sirve nuestra fuerza! Sí. Todo rastro de futbol ha desaparecido. Comienzan los recuerdos de juegos lejanos en repeticiones que emocionan a los historiadores; aunque no me encantan, es preferible ver eso que otros eventos de baja estofa. Afuera no hay cines, ni museos, ni parques, ni teatros, mucho menos restaurantes o cafeterías.Mi casa se ha convertido en un lugar para esperar sin prisas. Me duermo pensando en mi equipo, es una rutina. Ya sé que son dos acciones en una, o duermo o pienso. Quise decir, que hago cuentas mentales, porque 24 horas sin futbol da para muchos recuerdos. Son pasajes de mi vida yendo al estadio, viendo el televisor, emocionado en el bar, abrazado a los amigos… Me despierto y miro el mundo de afuera donde hay cientos de muertos. Es grave y, algunos, parecen no tomarlo en serio. Entonces, pasan los días mientras la melancolía gravita en mi ánimo: ¿Será que lo mejor es que se cancele el torneo? Tengo ese presentimiento… El trabajo en casa se vuelve soso, pero hay que atesorarlo porque mucha gente se ha quedado sin empleo. El panorama es negro para todos. Rondan las noticias: parientes lejanos enfermedad. Mi madre me habla preocupada.

tienen

esta

103


-¿Cuándo acabará esto?, me pregunta. –Tranquila mamita, ya dijo el Doctor que en un par de meses. Pinche Doctor, mejor que no diga nada. Aunque también es cierto que domar a millones de personas desbocadas no es sencillo. Si ya se había cancelado el torneo, muy a nuestro pesar, ahora se anuncia que la buena noticia es que a finales de julio regresará el futbol… a puerta cerrada. No hay nada más vacío que un estadio vacío, diría Eduardo Galeano. Me dan ganas de pararme afuera del estadio, durante los partidos. Pensarán que estoy loco, pero, sin público, no hay expectación que valga. Mientras, nosotros hacemos como que la vida sigue y los muertos no aumentan. Hace años, mi abuelo me dijo una frase: ‘La muerte existe para que la vida siga’. Creo que me lo dijo porque tenía una amante desde antes de que muriera mi abuela. Ya cumplido el compromiso funerario, abrió las compuertas del paraíso con una casquivana 20 años menor que él. Entonces, reflexioné con un paralelismo: existe para que la vida continúe’.

‘El

futbol

Algunos nos llamarán desalmados y otros pecadores por prestar atención a los partidos en medio de este desastre médico, pero me da igual. Que cada quien con su pan se lo coma…

104


Sin darnos cuenta, se anunció el calendario supersónico. En un mes se tenía que jugar todos los partidos. Lo que se haría en 90 días, tendrá que hacerse en 30. No importa. Otra vez tenemos un sentido de vida. En esa carrera contra el tiempo, el futbol se volverá una marcha a toda mecha con partidos todos los días. Mi equipo ha vuelto irregular, somos un club con un espinazo de futbolistas entre los que hay una pizca de mala suerte y tragedia. Es como si al correr, nuestros muchachos se quedaran atrás. Parece que nos volvimos más lentos y los rivales más rápidos y fuertes como robles; pareciera que les forraron de músculos y les permitieron jugar en patines. Pero algo también cambió en la cancha. El ansiado torneo se regresó sin futbol apoteósico; solo lo hizo con una sórdida pelea por los puntos. Hoy, después de tanto tiempo, precisamente es la Final. Hay bullicio y celebraciones. Las miro, en directo, desde la televisión. Yo libero un suspiro que es más bien una exhalación de quien que se toca el cuerpo después de salir de un tornado. Hay llamados a que no se salga a celebrar a las calles. No creo que los aficionados hagan mucho caso. Las personas son indómitas cuando les prohíben sus bajas pasiones. Yo miro mi bandera arrinconada. Mi mujer pasa de largo de la cocina a la recamara y me encuentra tumbado en el sofá.

105


-¿Ya se acabó?-, me pregunta, enfurruñada. Le respondo con una mueca que se cae en una curva al vacío como si fuera una sonrisa aséptica. Ella me devuelve una mirada de devota compasión, pero que la delata como una persona ajena. Me ve con la camiseta puesta y los zapatos amarrados. -No vayas a salir, por favor. ¡Te conozco! Ha sido un torneo extraño en un verano raro, con un campeonato partido como para que el final sea entre las cuatro paredes que he visto durante meses. No me resigno a solo apagar el televisor e ir a dormir. No, este torneo de rarezas tiene que recordarse de forma distinta. Yo sé que en algún lugar allá afuera, habrá gente que entenderá mis motivos, que no dormirá por el éxtasis y la adrenalina. Trepados en una mesa, dentro de un bar, con festejarán con tarros de cerveza y luego se irán por las calles deteniéndose en las esquinas alumbradas por la lengua amarilla de las farolas. Sé que, en algún lado, se mojarán en las fuentes, gritarán con eco que son Campeones y que son los mejores. Allá ellos si no salen, es su problema y allá yo si no salgo. Uno no entiende porqué ama las cosas que ama, es un paso natural del desasosiego. Sí, otro fue el Campeón, no mi equipo, el mío, en cambio, se cayó a pedazos regresando el futbol tras el parón de la Covid. 106


Caímos depresivamente, de media tabla, a los últimos lugares. Nos caímos sin actitudes hieráticas, una verdadera tragedia griega. Directos al descenso por culpa de la pandemia. No ganamos un solo juego en el regreso, todo lo contrario, nos fuimos en espiral al subsuelo dando tumbos en la deshonra. La vida siempre puede aporrearte más. Entonces, abatido, ya sin mi equipo en Primera División, agarro la bandera y me aliso la camiseta bien pegada al pecho por donde paso una caricia al escudo. Azoto la puerta para que mi esposa vea que voy con rabia. Es un verano raro, total, con todo esto que está pasando nadie se extrañará de si un tipo loco sale a la calle a gritar en medio de su llanto: ‘¡Volveremos, Volveremos!’.

107


108


Vengo de pasear al perro. Es la segunda en hoy. He reservado la ejecución de maniobra, para pasadita la media noche, duerme o cuando no sale, porque descubrí al inoportuno o al malicioso que baja por

vez que lo hago esta arriesgada cuando la gente que la noche ata agua y comida.

Tengo una técnica: Ya no uso el elevador y no salgo por la puerta principal; así evito el contacto con la recepción del edificio en el que vivo. Luego, bajo cuatro pisos. Lo considero mi ejercicio del día. Después, desciendo otros escalones y llego al sótano. Los coches no te contagian, pienso. Y pocas personas están usando sus coches. Es perfecto. Paseo al perro por ahí, entre las grises paredes que te cuentan un secreto sin voz, pero al Flaco no le place mear en las columnas de concreto. Extraña el pasto. Entonces, mitad obligado y mitad resignado, subo otras escalinatas, escondidas en la garganta de la oscuridad, que llevan al peligro: A la luz de la noche. No toco los barandales. Me guardo las manos en la chamarra; me pica la nariz, me sudan las manos, me jala el perro, se me caen las llaves… Pero logro subir. A pesar de todo. A pesar de mí. Ya arriba, lanzo una mirada panorámica con la desconfianza de quien pisa campos minados; observo el territorio, detecto una zona neutral. Ataco el espacio. Acelero hacia una esquina, regateo a un par de corredores, salgo fugaz y me establezco en zona de seguridad. Al Flaco le emociona esto. Entonces, le lanzo la pelota. Y, sin darme cuenta, ya espero una pared. Él juega, 109


porque no se entera de nada, igual que algunos han decidido mejor no enterarse de que el mundo, allá afuera, se consume en su impaciencia. El Flaco juega con la pelotita y me hace jugar, pero me siento culpable de que aquel patio ya califique como el Maracaná. Ante el ruido, de tribunas imaginarias llenas, se asoma un vecino; se nos queda viendo con una mirada de plomo. No le distingo la cara. Mejor volteo a otro lado. Tenemos público. Sin preverlo, se asoma otro par de aficionados de sofá, en el quinto piso; se encienden también las luces del 703, mientras el Flaco galopa con ese motivo insospechado de felicidad redonda en la boca. Descifrando el tiempo y el espacio, mi perro corre como con una Pamplonada interna. Yo hago un par de fintas y pateo a la portería que no está para hacerlo correr otra vez. El aficionado misterioso sigue ahí, con la silueta de la nostalgia y del juicio, aferrados a los barrotes del reclamo. Su afilada soledad, me corta con la reprobación por estar afuera. Lo miro de reojo. Y lanzo la pelotita para otro lado... Han pasado unos cuatro minutos. Tengo la correa en las manos. Por la mañana, la desinfecté con lo poco que me queda del gel antibacterial. ‘¡Las llaves! Tendré que 110


hacer lo mismo con las putas llaves, que se me habían caído antes’, pienso cuando vuelvo al mundo de la cabeza. Pero mi perro interrumpe esos pensamientos de ansiedad y de aprehensión. Con aquella mirada, en la que se refleja una media luna de hielo, espera que le lance otra vez la pelotita. Y lo hago con gusto, pero con el pie. No estamos en tiempos de lanzarle correctamente un juguete a un perro, con la mano. Demasiados microbios. Le pido perdón, porque, de unos días para acá, lo acaricio menos. Él se resigna a su espacio robado. Se echa en mi sillón en forma de balón; casi no lo dejo entrar a mi cuarto. Suelta mucho pelo. Y nadie quiere intrusos que demanden ventilación permanente, cuando estás confinado a las cuatro paredes del distanciamiento social. Pero el perro tiene que ir al baño, carajo. Por eso lo bajo, es lo que trato de explicarle al señor de la ventana, desde un pensamiento anónimo. Pero el tipo sigue ahí parado, como obsidiana petrificada en el pasado.

una

estatua

de

Prefiero distraerme de eso y recuerdo la frase de César Luis Menotti, el otro Flaco. “El único sitio en el que me gusta que me engañen, es en el futbol”. Y entonces, finto a la izquierda y salgo cabalgando a la derecha; esquivo los dientes filosos de este defensa central de cuatro patas, que si fuera futbolista, sería italiano. Juego mi partido: Bota la pelota, bota. Rueda la pelota, rueda. Fueron unos seis minutos: Sonreí, disfruté. Y me sentí culpable. Perdón, señor. Yo solo quería pasear a mi perro… 111


112


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.