Sherlock Homes y el misterio de los relojes perdidos

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Era muy temprano cuando sonó el timbre. Se levantó de la mesa con una taza de café caliente en la mano. Sabía que sería algo extraño porque no esperaba a nadie. Abrió la antigua y pesada puerta de madera pensando que sería el correo o el repartidor de periódicos. Alzó la vista y no había nadie pero al bajarla vio a una niña que parecía tener 6 años. –

¿Puedo ayudarte? – preguntó Sherlock flexionando las rodillas.

Ayúdeme a ser detective – dijo la niña.

La niña entró en la casa mirando las fotos de las estanterías. Sherlock la miró desconcertado. –

¿Dónde están tus modales, niñita?

Donde me dé la gana, y tengo 9 años.

Por su cara tierna aparentaba menos edad de la que tenía. –

¿Qué te enseñan tus padres? – dijo él perdiendo la serenidad y la madurez de adulto.

Nada.

¿Nada?

No, no tengo. Me quedé huérfana el año pasado y he estado viviendo con una tía, pero ella no me echará en falta durante unos días. Cree que estoy en un campamento escolar. Siempre te he admirado y quiero que me enseñes. Sé que no podré vivir sin ganarme la vida, o al menos me será difícil. Por favor… llevo un año así y ya tengo problemas. ¡Quiero ser una detective famosa como tú!

El corazón se le ablandó a Sherlock con las palabras de la niña. –

¡Ah! Veré lo que puedo hacer contigo. Puedes quedarte unos días hasta que aclare esto con tu tía.

La niña le puso ojos de cachorrito y lagrimitas de cocodrilo. Sherlock no lo aguantaba. –

A propósito, ¿cómo te llamas? – dijo Sherlock.

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Madeleine – contestó ella.

Supongo que te podré dar unas breves clases de investigación. Para empezar, un detective es observador: todo detalle es una pista cualquiera en el argumento, hasta la víctima puede ser sospechosa. » Siempre hay que averiguar todo de un sospechoso y ¡ojo! todo el mundo puede ser sospechoso. Por lo tanto, hay que estar muy atento. Fíate de tu instinto para encontrar sospechosos, no directamente al culpable. Los criminales dejan pistas: inspecciona las escenas del crimen y busca testigos.

¿Eso es todo? – cuestionó Madeleine sorprendida.

Al menos lo básico – respondió Sherlock.

A la mañana siguiente Sherlock se despertó temprano como de costumbre, pero con más sueño de lo normal. Se dirigió a la cocina, vio tostadas, un cruasán y un café. Parecía un sueño. Se sentó medio dormido y no se movió hasta que Madeleine apareció con una taza de cacao. –

Buenos días – dijo de repente. Ya no parecía la niñita borde del día anterior: era bastante educada.

Buenos días -– bostezó Sherlock.

– ¿Qué vamos a hacer hoy? – dijo ella, no paraba de moverse, con ganas de trabajar. –

Te voy a entrenar jugando al Cluedo – Sherlock contestó empezando a espabilarse.

Iban por la mitad de la segunda partida de Cluedo cuando se sonó el timbre de la puerta. - Rrring rrring – Sherlock abrió la puerta y allí estaba el chico del periódico, –

¡75 peniques señor!

Aquí tienes – respondió Sherlock al coger el periódico.

Bajó la vista a la primera página:

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Robo en High Town Street de un reloj de oro del siglo XVIII perteneciente a la reina Victoria I y valorado en miles de libras – murmuró Sherlock –. Este reloj de 1889 y ofrecido como regalo de cumpleaños a la reina en 1895, fue comprado después por un empresario multimillonario. El reloj robado es de la misma marca que el reloj que robaron la semana pasada en el Museo de Cultura Británica.

Al momento sonó el teléfono, y se abalanzó sobre él. –

¿Sí? – dijo Sherlock inquieto – ¿Un robo…? ¡Enseguida!

Seguidamente colgó el teléfono. –

¡Vamos Maddie! – dijo Sherlock.

Me llamo Madeleine – espetó la niña.

Vale Maddie – gritó Sherlock.

Cuando llegaron estaban delante de un edificio altísimo, tan alto que seguro que se consideraba un rascacielos, hasta el punto en el que Maddie alzó tanto la cabeza para ver la altitud del edificio que perdió el equilibrio. La puerta estaba abarrotada de periodistas. Parecía que la puerta escupía reporteros. Sherlock y Madeleine entraron entre los flashes de las cámaras. Como el piso era un ático tenían que subir por el ascensor que curiosamente era panorámico. –

Vamos. ¡Mira! El ascensor es panorámico – Suelta Sherlock – Como a los niños les gusta.

Durante la subida Madeleine se quedó se mirando la puerta. –

¿Algún problema?

Sí – susurro Madeleine –. No, nada.

¿Me lo puedes contar?

De pequeña, en el colegio, cuando mis padres vivían, unos niños se metían conmigo ya sabes… por ser diferente. Un día me perseguían, así que me subí a la cima de un árbol para esconderme. Cuando decidí bajar, me caí y estuve dos años esperando para recuperarme: postrada en un silla de ruedas, sin

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andar, sin correr, saltar, subir escaleras, ni moverme de ninguna manera – relató Madeleine. –

¡Oh! lo siento – dijo Sherlock.

Justo entonces se abrió la puerta del edificio. Era muy raro. La puerta del ascensor llegaba directamente a la casa. Abrió el señor Mc Owen: un tipo alto y delgado. A su lado estaba un señor que era obviamente el mayordomo por su vestimenta. El miso destacaba por su pose rara y su calva, su cara era pálida también y tenía una nariz puntiaguda. –

Hola señor Mc Owen – dijo Sherlock a toda pastilla.

Hola Sherlock y… – se presentó Mc Owen esperando a que la niña respondiera.

Madeleine – ella se presentó.

Señor, sería recomendable que me fuera – dijo el mayordomo.

Vale, déjame hablar con el detective. Bueno, ayer me preparaba para una comida especial, así que fui a la caja fuerte y no estaba el reloj – dijo Mc Owen.

Uhm, ¿le importaría salir del piso para que busquemos pistas?

El señor miró a Madeleine y se puso el sombrero dispuesto para salir. Salió de la habitación dando pequeños y rápidos pasos. –

¿Y bien? – preguntó Madeleine.

Esto es un dúplex. Tú mira en el piso de arriba y yo me quedo en el de abajo.

Madeleine buscó en varias habitaciones muy elegantes y raras, como una con un váter que parecía un trono o un armario con escaleras. El colmo era el dormitorio principal: la cama era gigante y tenía dos estatuas doradas a ambos lados así que parecía una especie de templo para un Dios de la siesta. Las estatuas eran como centauros. En el ojo de uno, había un parche y debajo del parche, había un saliente muy raro… no tenía forma de ojo. Aprovechando la espalda de caballo, se subió al tronco equino y escaló la espalda humana. Se agarró a los hombros y al cuello, le quitó el parche y había… ¡un reloj!

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Sherlock mientras se centró en la caja fuerte, intentando averiguar cómo entraría un ladrón, pues tenía el tamaño de un armario empotrado en la pared. Sólo podía ser a través del conducto de la ventilación, así que lo buscó. Aunque la caja era estrecha, tenía el techo elevado y apoyándose en la pared, hizo presión y la pared se abrió. Entró en una cámara con luz tenue y un pedestal en el que ponía: “El pentágono formará las cinco estrellas en el centro de la oscuridad e iluminará la ciudad” Encima de la escritura había un reloj de oro que parecía macizo y antiguo. Más tarde se reunieron en el salón. –

Sherlock, he encontrado algo – dijo Madeleine.

Tienes que ver esto – dijo Sherlock rápidamente sacando el reloj del bolsillo de su gabardina.

Encontré lo mismo, sustituyendo el ojo de la estatua del dormitorio.

Y ambos mostraron los relojes… –

Debajo de mi reloj había una escritura- exclamó Sherlock, empezando a pasearse por el salón

¡Esto es raro! – suspiró Madeleine – ¿Qué hacemos ahora?

¡Al taller! – gritó Sherlock elevando la cabeza.

Solo había un problema con todas las pruebas: sabían que el señor Mc Owen no era alguien del que se podían fiar, al menos en este caso. Las pruebas recopiladas le hacían sospechoso y como sólo había una puerta de salida de la casa, estaban inquietos y desesperados hasta que Madeleine dijo: –

¡La escalera de incendios! – corre.

Sherlock se alzó primero y dijo: - ¡No, maldita sea! –

¿Qué pasa? – preguntó Madeleine.

Hay demasiada gente. Llamaríamos la atención por la escalera de incendios dijo Sherlock.

¿Y ahora?

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De repente, empezó a sonar la puerta. –

¡Sherlock, Sherlock, abre la puerta! – gritaba el señor Mc Owen.

Entonces Sherlock corrió la cómoda y la empujó hasta que bloqueó la puerta. Corrió a coger un paraguas y un bastón. –

¡Sube! – dijo Sherlock, empezando a correr.

¿A dónde vamos? – gritó Madeleine.

Sherlock no contestó. En cambio, subió a la terraza superior. –

Coge - dijo Sherlock, dándole el paraguas a Maddie.

¡Tú estás loco!- grito Madeleine – ¿Sabías que eres Sherlock Holmes y no James Bond?

Después pasó el bastón por encima de los cables de electricidad que conectaban con el ático del edificio de en frente, ligeramente más bajo que la terraza en la que estaban. Tomó carrerilla y saltó Se desplazó por el cielo como una tirolina, a punto de llegar al final del tramo se soltó del bastón que salió por los aires. –

¡Vamos Maddie, salta! – gritó Sherlock tan alto como pudo.

La niña se santiguó rápidamente teniendo miedo de morir y puso el paraguas en el cable… –

¡Ahhhhh! – gritó la niña cerrando los ojos tan fuerte como pudo.

Casi al final del trayecto soltó el paraguas demasiado pronto, Sherlock alargó los brazos, Maddie no iba a caerse al suelo o iba a estamparse contra la pared. La niña se agarró con sus manos al paraguas, su cuerpo hizo presión hacia abajo y acabó en el tejado. Sherlock se acercó a cogerla. –

¡Ha sido épico! – exclamó la niña.

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Sherlock llevó a Madeleine hasta el taller de su amigo Eugenio que era un genio de los minerales. Se le daban genial. Podía decir la tabla periódica de los elementos entera en menos de un minuto. Eugenio tenía un gran taller muy desordenado lleno de matraces y libros. Tenía muy poca luz, sólo una bombilla y una pequeña ventana como las de los cuartos de baño. Cuando mirabas a Eugenio, lo primero que notabas era que tenía un pelo rizado y despeinado, después que tenía unas gafas diminutas. Era un experto en todo tipo de maquinaria y mecanismos. –

Eugenio, necesitamos tu ayuda – dijo Sherlock con mucha prisa.

Bueno Sherlock – empezó el científico mucho más tranquilo que el detective ¿te has vuelto a quedar sin café?

Sí, y eso no es lo que queremos – respondió la niña.

¿Y tú, cómo te llamas? – preguntó flexionando las rodillas.

Madeleine

Necesitamos que analices estos relojes. ¿Son de oro? – preguntó Sherlock, cambiando de tema.

Después de que le explicaran la historia y Eugenio analizara los relojes… –

Sí, son de oro macizo, y con la misma marca que el reloj que robaron la semana pasada en el Museo de Cultura Británica y el que el robaron a Mc Owen.

Eso significa que tienen conexión especial – preguntó Sherlock algo inquieto.

Solo existen cinco ejemplares.

¿Y el quinto? – preguntó Maddie.

Se dice que es tan preciso - empezó Eugenio riéndose – que controla el Big Ben. Irónico que un reloj controle otro reloj, ¿verdad chicos?

No hubo respuesta, Sherlock y Maddie se habían ido. Sherlock y Madeleine corrieron por las calles de Londres con mucha prisa, sin hablar, hasta que Sherlock se paró. –

¿Eh, sabes?

Madeleine suspiró, inquieta: - ¿Qué?

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Que todos los lugares a los que hemos ido has tenido que enfrentarte a tu ridículo miedo las alturas.

¿Crees que es ridículo? – preguntó ella con una voz más grave de lo normal.

No, yo sólo digo que es irracional. A ver, si yo me cayera de un árbol, sería una mera casualidad, una falta de equilibrio o torpeza. Vámonos al Big Ben y olvidemos esto.

Corrección, te vas tú, porque ya no soy tu compañera – la niña empezaba a comportarse como una niña mimada.

¡Vale, llorica!

¡Vale, inmaduro! – gritó Madeleine.

¿Qué ha pasado Maddie? – dijo Sherlock más que preocupado.

¡Inmaduro! – dijo Maddie sonriendo y haciendo gestos – Estás todo el día diciendo: vámonos, qué pasa… – terminó y se dio la vuelta empezando a alejarse.

¡Maddie, vuelve!

¡Me llamo Madeleine! – Y la niña se fue.

Sherlock se volvió a su casa, mientras que Madeleine fue directa al Big Ben. Se hacía tarde por momentos. Todo estaba muy oscuro. El plan de la niña era complejo y arriesgado a la vez que lógico. Se colaría en la torre por un agujero, justo por detrás del monumento. Escalaría por los engranajes hasta encontrar el reloj y después llevárselo a Eugenio y descubrir qué hacer con él. En la oscuridad vio una pequeña y oscura figura. La persona debía tener forma de niño, medía un metro veinte. Al pensar que era un ingeniero, decidió que no merecía la pena pero luego volvió a pensar: –

¿Qué clase de persona contrataría a un niño de ingeniero?

Entonces siguió al niño. Parecía que había seguido el plan de Madeleine: el de meterse por el agujero de detrás del reloj. Al principio era todo escaleras, lo que facilitaba el plan de Maddie, pero no podía dejar que la viera el niño o le complicaría el plan. Le estaba siguiendo a escondidas, detrás de cada esquina. De repente oyó un ruido extraño. A los diez segundos giró la cabeza hacia el pasillo y vio una escalera de mano. Lentamente subió la escalera sola, con un posible criminal

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infantil. No tenía otra opción. Pero nada más al llegar a la cima, lo primero que sus diminutos ojos vieron fue que el niño era un ladrón… ¡Tenía el reloj en la mano! –

¡Alto! – gritó la niña.

El ladrón echó a correr. La niña lo seguía de cerca, pero sus cortas piernas estaban agotadas de subir las escaleras. Aunque Madeleine le había acorralado contra una pared, el ladrón le pegó una patada y la pared salió volando con la fuerza del viento. Resultó ser una pared de papel. El ladrón sacó la cabeza y un brazo del edificio y se agarró a algo (los números romanos del reloj). Después sacó el resto del cuerpo y empezó a moverse como un rocódromo. Madeleine se acercó al agujero en la pared y alzó la vista viendo Londres a vista de pájaro. Era hermoso, como una habitación a oscuras con un montón de figuras negras con puntitos amarillos bajo la cabeza. A estas horas había poca gente en las calles: una de esas personas que venden los globos de los que flotan, y otra persona que le costaba describir. Madeleine se agarró a las manecillas del Big Ben con su habilidad para escalar. Se movía más rápida que el ladrón. Acercó la mano al bolsillo del ladrón intentando quitarle el reloj. Entonces, Madeleine se resbaló cayendo al vacío. Lo último que vio fue la cara del delincuente envuelta en la oscuridad, de piel pálida y nariz puntiaguda, mientras que oía la voz tenue del ladrón que decía: ¡¡¡Adiós!!!! De repente su vida pasó por sus ojos, miró hacía el hombre que no pudo reconocer que empujaba al de los globos. Tras el impacto los globos salieron volando hacia Madeleine, que sin dudarlo los agarró pero no eran suficientes para hacer que flotara. En cambio solo bajaba mucho más despacio. Alucinada por los globos, se sintió aliviada. Al aterrizar, lo primero que iba a hacer era agradecerle lo que hizo a aquel señor, pero cuando se dio la vuelta vio a Sherlock. –

¡Tú! – dijo Maddie

Yo esperaba un gracias por salvarte la vida.

Olvidándose de la riña, Madeleine cambió de tema: – ¡He visto al ladrón! –

Genial, ¿quién es?

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No lo sé exactamente pero, si nos llevamos las pruebas al taller de Eugenio, podremos descubrir quién ha sido.

De vuelta al taller, había mucha tensión hasta que Madeleine miró a la muñeca de Eugenio. –

¡Bonito reloj!

Gracias, me lo trajeron ayer a domicilio de una relojería del centro – dijo Eugenio.

¿A domicilio?

Sí, el encargado es muy apañado.

¿Podrías describírmelo?

Piel pálida, nariz puntiaguda y sufre enanismo.

Madeleine empezó a reflexionar. Era obvio que el relojero era el ladrón pero para terminar de descubrirle necesitaban más pistas. Se pasó toda la noche reflexionando y repasando todos los acontecimientos y suposiciones, fijándose en los detalles de la escena del crimen. Al día siguiente Sherlock fue a la relojería. No podía ir con Madeleine porque sino sospecharía el relojero. Lo primero que notó fue que el dependiente estaba de pie en un taburete, y que encajaba con la descripción de Madeleine. Sherlock se presentó con una falsa identidad. –

¿Qué tal? Soy Stephan Carson, crítico de relojes. ¿Tiene alguna pieza que destaque?

No – dijo en la misma voz grave como la que le describió Maddie.

¿Cómo se llama usted?

James Carter.

¿Tiene alguna la afición interesante? – preguntó el detective, empezando a pasearse para evitar sospechoso.

Vivo por los relojes – contestó en una voz más amigable.

Escuche si me responde a esta pregunta le daré 100 libras – dijo Sherlock sacando dinero falso de la cartera–. ¿Quién vive en el ático del edificio más alto de Londres?

Richard Mac Owen.

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Sherlock le dio el dinero falso al relojero. –

Gracias – finalizó el detective al marcharse del local.

La siguiente tarde Sherlock reunió a Mc Owen, el director del museo y el ingeniero del Big Ben aunque también habían venido el mayordomo de Mc Owen y dos guardaespaldas. Sherlock empezó a hablar: - Os he reunido porque uno de los presentes ha robado los relojes de la Reina Victoria I. Al principio con los relojes secretos de Mc Owen, dimos por hecho que fue él pero nos equivocamos. Madeleine siguió por Sherlock: –

El criminal conocía la casa de Mc Owen, contaba con dinero para un buen equipo de robo, se conocía bien el Big Ben y podía imitar un reloj.

¿No es verdad mayordomo? O, ¿debería decir James Carter?

Entonces Sherlock le agarró la cabeza y le arrancó la peluca que le tapaba la calva. Eugenio le disparó con una pistola de agua que le borró el maquillaje. Luego Sherlock le quitó los brazos y piernas al criminal: ¡eran ortopédicas! Las utilizaba para pretender ser más alto. Madeleine volvió a hablar: – La relojería de Carter estaba en medio del pentágono que formaban el museo, la casa de Mc Owen, el Big Ben y los lugares originales de los relojes secretos. Mc Owen tenía el edificio protegido cubriendo las entradas del edificio aunque el ladrón ya estaba dentro y una vez que tuviera los relojes podría utilizar su negocio para venderlos. De repente uno de los guardaespaldas habló: – Queda usted, James Carter, arrestado por robo y falsificación – le puso unas esposas. El señor Mc Owen muy agradecido les dio una fabulosa recompensa que fueron donadas a una agencia que ayudaba a niños que necesitaban sillas de ruedas, la misma que ayudó a Madeleine. Poco después Madeleine se dirigió a Sherlock: –

Siento haberte llamado inmaduro.

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Siento haberte llamado llorica Maddie. Perdón, Madeleine.

Llámame Maddie

– y se abrazaron muy contentos de haber resuelto el

misterio. Al final Sherlock y Maddie fueron familia. El hermano de Sherlock se casó con la tía de Madeleine. Más adelante en el futuro Maddie heredó el negocio de Sherlock y se convirtió en una detective famosa en Londres.

FIN

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