Leyendas

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Leyendas de Guatemala

CELSO LARA


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Clasificación: 398.2 L318:4 Autores: Lara Figueroa, Celso Arnoldo (Autor Principal) Ramírez Amaya, Arnoldo (Ilustrador) Título: Leyendas y casos de la tradición oral de la ciudad de Guatemala. Edición: 4 Imp / Ed.: [s.l.] : Universitaria, 1990, c1973 Descripción: 346 p. ; 21 cm. Temas: LEYENDAS - GUATEMALA GUATEMALA - HISTORIA FUENTES GUATEMALA - CARACTERÍSTICAS NACIONALES FOLKLORE - GUATEMALA


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Celso Arnoldo Lara Figueroa.

Leyendas de Guatemala Quiero Dedicar este libro a las personas que han tenido presentes las leyendas de Guatemala ya que antiguamente creian nuestros antepasados lo que unas leyendas son reales y otras no. Personas que han compartido de ellos a sus hijos y nietos.


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Índice Hoja de Cortesía.........................................................................2 Página de Créditos.....................................................................3 Portadillas....................................................................................4 Dedicatoria..................................................................................5 Índice........................................................................................6, 7 Agradecimiento...........................................................................8 Prólogo.........................................................................................9 Introducción..............................................................................10 Epígrafe......................................................................................11 Ilustración El sombrerón........................................................12 Contenido El Sombrerón................................................13 a 17 Ilustración la Siguanaba..........................................................18 Contenido la Siguanaba..................................................19 a 28 Segunda Ilustración Siguanaba.............................................29 Ilustración El carruaje de la muerte....................................30 Contenido del Carruaje de la muerte..........................32 a 39 Ilustración la Tatuana............................................................40 Contenido de la Tatuana...............................................41 a 45 Ilustración Xocomil................................................................46 Contenido Xocomil........................................................47 a 55 Ilustración La Llorona...........................................................56 Contenido la Llorona.....................................................57 a 69 Ilustración la Tejedora y el Colibí.......................................70 Contenido La tejedora y el Colibrí.............................71 a 74 Segunda Ilustración la Tejedora y el Colibrí.....................75

Ilustración el Tronchador......................................................76 Contenido el Tronchador...............................................77 a 85 Ilustración la Mariposa de Oro.............................................86 Contenido la Mariposa de Oro.....................................87 a 88 Segunda Ilustración la Mariposa de Oro............................89 Ilustración el Cadejo...............................................................90 Contenido el Cadejo........................................................91 a 99 Bibliografía..............................................................................100 Glosario....................................................................................101 Abreviatura..............................................................................102 Colofón.....................................................................................103 Nota..........................................................................................104 Hoja de Cortesía.....................................................................105 Contraportada.........................................................................106


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Prólogo El libro de leyendas está definida con echo reales. Como mucho desía nuestros ansestros algunos era ciertos y otros no. Pero simpre han contado que se ha visto historia realies aunque muchos no creen en loque dicen.

Agradecimiento El agradecimiento va dirigido primero a Dios por permitirme estar donde estoy a mis padres ya que sin ellos no tendría los conocimientos que ahora tengo. También al Licenciado Edgar Garrido por darme su punto de vista y hacer correcciones sobre mis ilustraiciones del libro ya que con eso mejoré bastante.

Es importante conocer cada leyenda ya que en cualquier momento pueda que sucede algo malo. Muchas personas han tomado muy en cuenta el aullido de los perros que dan a indicar muert. Eso se cuenta en la leyenda de El carruaje de la muerte. Leyendas de Guatemala se compone de una serie de cuentos que transforman las leyendas orales de la cultura popular en manifestaciones textuales pertinentes, Guatemala sirve como primera introducción a las leyendas sobre la nación centroamericana que lleva el mismo nombre. Este cuento presenta Guatemala como un palimpsesto, en el que la dualidad del pasado vs el presente y la identidad maya-quiché vs la española se hace más prominente. Miguel Angel Asturias: Leyendas de Guatemala (1930) fue el primer libro publicado del autor y ganador del premio Nobel Miguel Ángel Asturias. El libro es una re-narración de cuentos de origen maya de Guatemala, el país natal de Asturias. Refleja los estudios de antropología y de civilizaciones indígenas centroamericanas que el autor llevó a cabo en la Sorbona en Francia, donde fue influenciado por la perspectiva europea.La naturaleza de la tradición oral se hace evidente en Leyendas de Guatemala


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Introducción

Leyendas que aún vinven en nuestra mente - Abida Pérez

El libro realizado contiene las Leyendas de Guatemala de Celso Lara que es conocido en el país por ser un famoso historiador guatemalteco. Su trabajo ha sido reconocido internacionalmente y ha impulsado al conocimiento cultural en Guatemala. Unas de sus leyendas que se escogieron son El sombrerón, La Siguanaba, La Llorona, La Tatuana, El Tronchador, Xocomil, La Mariposa de Oro, La Tejedora y el Colibrí, El Carruaje de la Muerte y el Cadejo éstos son las leyendas que se precenta cada una de ellas las ilustraciones que fué realizado diferentes tipos y los colores que se utilizaron fueron colores fríos. De igual manera los contenidos están compuestos con ilustraciones con marca de agua para que pueda estar visible ante el lector.


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El sombreron

¡Hace de esto muchos años…! ¡Quién sabe cuántos…! ¡Solo sé que Guatemala aun llamábase Santiago de los Caballeros de Goathemala…! Cansado de recorrer en su brioso y negro corcel las Lomas de Aguacapa, que se hallan situados en las tierras de Guazacapán, y en el mismo sitio en que las aguas del Marialinda se juntan con las del que presta su nombre a las Lomas, el sombrerón decidió regresar a la capital, que es el sitio donde tiene el principal escenario de sus muchas fechorías. Como acostumbra hacerlo, hizo el viaje de noche; y la misma noche en que lo inició, por el hecho de no haber distancias para él, hizo su entrada al lugar en que había decidido ponerle término. Serían las once de la noche cuando hizo su entrada triunfal por el camino del Guarda del Golfo, decidiendo detenerse por unos instantes en el mismo sitio en que se halla situado la Ceiba que está frente a la parroquia vieja. Su objeto no era que la cabalgadura descansara, como cualquiera pudiera pensarlo, sino limpiar el polvo del camino que había ensuciado el charol de sus zapatos. Empeñado en esta poca elegante ocupación se encontraba, cuando, al volver la vista hacia el lado izquierdo de la calle, sus ojos tropezaron con una casucha vieja, cuya portada iluminaba la luz mortecina de una candela de cebo que agonizaba dentro de un farol envuelto en “papel de china” colorado. No fueron la casucha ni el farol que llamaron la atención de nuestro viajero, sino que la luz de unos ojos que, cual luciérnagas


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perdidas en la noche, brillaban tras la reja del balcón de la casucha. Estos dos bellos ojos eran de Manuelita, la hija mayor de Candelaria, una pobre viuda que, hacia los oficios de lavandera del barrio, y que junto con su madre habitaban en ese mísero lugar. El sombrerón que siempre ha sido galante, enamorado y seductor empedernido, al no más ver aquellos ojos se enamoró de ellos y decidió ser suya a su dueña. Inmediatamente concibió su plan y lo puso en práctica. Con ritmo dulce y cadencioso, como el sólo sabe hacerlo, taconeó varias veces hasta que la música embrujadora de sus taconeos llegó a los oídos de la Virgen Criolla, que tembló arrobada, Manuelita que conocía las malas artes del sombrerón, tembló al solo pensar que había sido la elegida por él como su nueva víctima. ¡Mas, como mujer que era, le agradó sentirse galanteada y admirada, sobre todo por un ser sobrenatural como el Sombrerón…!

con que ha celebrado el sacrificio de la Misa. Un gallo, Clarín Mañanero, canta. Hasta la sacristía, lugar de la escena, llega un suave aroma de chocolate de hervido en batidor de barro… El datilero del patio conventual, ese miso que vemos hoy día y que ha sido testigo mudo de toda la historia de Santiago de los caballeros, abanica los murallones de la Ermita, que esa mañana deben sentir también el calor de este día estival… Hay una calma que solo reina en lo conventos, que de pronto es turbada por un recio aldabonazo dado en la puerta cuyo ruido llega hasta la propia sacristía.

¡Aquella noche Manuelita, dicen las malas lenguas, no durmió muy bien que digamos…! Uno tras otro, en lenta sucesión, han ido pasando los meses desde aquella noche en que el somberón se detuvo frente a la pobre casucha que está situada cerca de la Ceiba de la Parroquia vieja… Son las siete de la mañana y nos encontramos en la casa conventual de la Ermita de Carmen, que se halla situado sobre el cerrito del mismo nombre y que fue fundada allá por los años de 1534, por el ermitaño genovés Juan Corz. El señor Cura, el Padre Miguel, quitase, ayudado por el monaguillo, los ornamentos

Padrecito Candelaria, la lavandera del barrio de la parroquia vieja, que quiere que le escuche dos palabras… Muy buenos y santos días le de Dios a su Merced… -Entra, hija, entra… ¿Qué es lo que te pasa?

-¿Quién llama? – pregunta la litúrgica y gangosa voz del padre Miguel. -Ave María Purísima… (Sin Pecado Concebida, responden a coro cura y monaguillo). Soy yo

-Padrecito Miguel – gimotea la mujer, que se postra de hinojos y le besa la sotana y los ornamentos-, sino fuera que usté están santo no me habría atrevido a llegar hasta aquí. Solo vuestra Merced puede salvar a Manuelita m´hija mayor. Usté la conoce. Es la misma que cristiano hace veinte años.


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-¿Qué le pasa a Manuelita, hija, cuenta, qué le pasa? -¡Ah, señor Cura!, el sombrerón me la tiene chiflada. Ya no es la misma de antes. Por las noches obscuras cuando oye el ruido de los taconcitos del sombrerón, sale al patio y se está horas d’ihoras platicando con él bajo la higuera, hasta bien entrada la noche. Ya ni trabaja, padre. Está tan flaca y pálida como que si tuviera el paludis. Sálvela padrecito, que tengo miedo de que llegue a dar un mal paso y sea yo abuela de un hijo del cachudo… -Bien, hija, bien. Yo la salvaré tráela mañana de alba y sin que nadie se entere al convento; alba le echaré los exorcismos, le leeré los evangelios, el de San Marcos principalmente, y quedará como si nada hubiera pasado. Pero como nuestro señor dijo: ´´Ayudate que yo te ayudaré´´, sigue este consejo: cámbiate de casa y vete a venir en un lugar opuesto al que ahora vives. Al Guarda Viejo, por ejemplo. Si te vas de allí, yo mismo te recomendaré a Fray Jenaro, para que te ayude en algo. Pero eso si cuando te cambies no digas nada a nadie; llévate tus cosas poco a poco; hoy un mueble, mañana otro; y así, hasta que te hayas llevado todo; y ahora vete con Dios y hasta mañana. Candelaria siguió al pie de la letra del señor cura. Tras los exorcismos y la lectura de los evangelios Manuelita parece que está cambiada y como ambas se han ido a vivir a una pobre cacita del Guarda Viejo, ya no sale por las noches a sentarse con el sombrerón bajo a ala higüera, quien parece que ha perdido la pista. Nos encontramos en la noche del día en que Manuelita y su

madre se han llevado a su nueva casa el ultimo trebejo. La obscuridad se ha adueñado del ambiente. A penas alcanza a verse la llama tenue de una vela de cebo, que entre la vida y a la muerte, se haya en una palmatoria de cobre. Son las ocho de la noche, la hora de las animas, y hay un silencio tan grande que no sería permitido escuchar el aliento de un agonizante. -Nena – dice, rompiendo la quietud de la noche, la voz de Manuelita-, parece que lo trajimos todo; se imagina que el Sombrerón ya se olvidó de mí y no se ha dado cuenta de a dónde nos cambiamos; pero… (contando los trebejos), se nos olvidó traer la tinajota donde hacemos el fresco de súchiles… -De Veras m´hija ; pero no te preocupes mañana la traemos… Un nuevo silencio… después un suave grito… y luego una voz aguada y meliflua que llega desde la obscuridad del inmenso y anchuroso patio: -No se preocupe sus mercedes por tan poca cosa porque esa me la truje yo… Tras a verse escuchado esas palabras, se sintió también un cadencioso y rítmico taconeo, viéndose a parecer a bajo de la tinaja, que medía más o menos un metro, la diminuta figura del Sombrerón, que es galante, enamorado, seductor empedernido y que sabe entrar en las casas sin abrir las puertas.


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La siguanaba

El nombre del personaje alude a los siguanes o barrancos en donde da muerte a sus víctimas, Según lo que cuenta la leyenda, todos los trasnochadores están propensos a encontrarla. Sin embargo, persigue con más insistencia a los hombres enamorados, a los donjuanes que hacen alarde de sus conquistas amorosas. A estos, la Siguanaba se les aparece en cualquier tanque de agua a altas horas de la noche. La ven bañándose con guacal de oro y peinándose con un peine del mismo metal, su bello cuerpo se trasluce a través del camisón. El hombre que la mira se vuelve loco por ella. Entonces, la Siguanaba lo llama, y se lo va llevando hasta embarrancarlo. Enseña la cara cuando ya se lo ha ganado. Para no perder su alma, el hombre debe morder una cruz o una medallita y encomendarse a Dios. En resumen, la relación que traba la Siguanaba con el hombre es de índole negativa, busca causarle índole negativa, busca causarle daño. De ahí que la Siguanaba guste aparecerse en las noches más obscuras, cuando no hay luna y por los callejones más solitarios de la ciudad. Otra forma de liberarse del influjo de la Siguanaba consiste en hacer un esfuerzo supremo y acercarse a ella lo más posible, tirarse al suelo cara al cielo, estirar la mano, y luego halárselo. Así la Siguanaba se asusta y se tira al barranco. Otras versiones dicen que debe agarrarse de una de una mata de escobilla, ella siente que le jalan el pelo. Esta última practica es más efectiva, ya que es el antídoto propio que contrarresta el poder maléfico de esta mujer mágica.


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La Siguanaba, mujer del siguán y el misterio Cuentan que, recién fundada la Nueva Guatemala de la Asunción, vivió por la calle de las Congregaciones un joven de nombre Cecilio Flores. Todos lo conocían como artista, porque pintaba grandes cuadros de Santos y Vírgenes para los templos de la ciudad y para los señores de las casas grandes. Cecilio se complacía caminando por Jocotenango y el Cerro del Carmen en busca de motivos para sus pinturas, cuando ya el sol se estaba despenicando en celajes sobre las tejas de la cuidad y las campanas de las iglesias se quedaban roncas de tanto llamar a la Hora Santa. Siempre llevaba consigo un cuadernillo de papel manila, un carboncillo y un borrador de migajón y se detenía donde creía encontrar un tema de inspiración. A Cecilio le deslumbraban los rostros de las mujeres, se enamoraba de ellos y expresaba su profundo sentimiento pintándolos en forma de una Virgen del Carmeno una del Rosario. Su vida se llenaba pintando y la devoción a su arte no recordaba ya cuantas veces se había quedado sin comer ni dormir. Según dicen, caminando por el paseo de los Naranjalitos, encontró a un hombre joven escribiendo versos bajo un enorme sauce. Cecilio se acercó y le hablo, desde entonces nacido una profunda amistad. Aquel único amigo de Cecilio Flores era poeta y se llamaba Miguel Ricardo de la Fuente. Componía versos y crónicas para el Diario La República, que circulaba por esos años en la Nueva Guatemala. Ambos jóvenes salían a caminar por la ciudad para discutir con amplitud problemas relacionados con su respectivo

arte. Se compenetraron tanto en interés y motivaciones que decidieron trabajar juntos, cantando y pintando sueños e ilusiones para ellos irrealizables. Era un mundo que jamás se concretaría, pero daba luz a sus existencias fugases. Pletóricas de espiritualidad. En busca de fantasías los dos artistas recorrían los parajes en donde se reunían los vecinos de la ciudad. Muy a menudo caminaban por el Acueducto de los Arcos, que en aquel tiempo se encontraba fuera del perímetro urbano. Este paseo era sumamente agradable, pues el silencio del lugar les permitía encontrarse con la lejanía de sus sueños. Una espléndida tarde de noviembre, de esas tardes frías que vuelven cristal el espíritu, en las que el sol parece más radiante y corre el viento con fuerza para arrastrar los barriletes de los niños, los dos amigos se hallaban paseando por el acueducto cerca de la toma de agua, cuando dieron con un grupo de mujeres jóvenes que charlaban a la sombra de un árbol. Ávidos de belleza, se colocaron en un lugar, conveniente para poderles observar con detenimiento y deleite. Estudiaban con cuidado la faz de cada una de ellas, buscando la que fuera digna del pincel y la pluma. Ambos artistas se quedaron asombrados al dar con el rostro de una de estas jóvenes: el cabello de un oscuro color negro, brillante y sedoso. Los ojos almendrados, grandes, deslumbrantes y soñadores, casi negros, casi cafés y con una pincelada de ilusión. Su nariz muy fina y su boca delicada. Todo dispuesto en una grata armonía sobre la línea del rostro. Toda ella era un solo encanto. Al momento de verla tomaron la decisión de cantar y pintar su hermosura. Bajo la sombra del árbol, sin que nadie los


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pudiese ver, iniciaron su tarea. El carboncillo de Cecilio copiaba con rapidez las facciones finas, en tanto Miguel luchaba por combinar las palabras adecuadas que pudiesen rimar en rimar en la oda que componía. Y así, los celajes incendiaron los volcanes y la tarde se convirtió en noche. . El corrillo de mujeres se disolvió cuando un landó, tirado por caballos negros, se acercó a ellas. Aunque Cecilio y Miguel trataron de no perder de vista a la joven, se les diluyó en el camino que conducía a la cuidad. Los dos amigos quedaron solos con sus emociones e ilusiones, y emprendieron a pie el regreso a la Nueva Guatemala. Llegaron a la Plaza de Armas bien entrada la noche. En la calle de Concepción se despidieron y acordaron reunirse al día siguiente. Cecilio llego a su casa y entro en su cuarto. Sentía tal embeleso por la mujer que había bosquejado que, sin esperar más, traslado al lienzo el boceto que tenía el cuadernillo de papel manila. Cecilio pintaba aquel rostro con una fuerza increíble, con una pasión hasta entonces desconocida en él. Trabajaba como si estuviese enfermo. Al rayar el amanecer el retrato estaba completamente terminado y Cecilio totalmente exhausto. No cabía duda que la doncella había penetrado en su alma mucho más que las mujeres dibujadas anteriormente… En tanto el pintor se afanaba en el retrato de la mujer que tan grande impresión le había causado, el poeta Miguel de la Fuente soñaba también con el donaire de la desconocida. Su mente bullía en imágenes en las cuales ella se hacía pasión y éter, y su pluma corría sobre el papel, plasmando en versos el ansia que le quemaba las sienes y el corazón.

Al nacer el sol tras la cúpula de La Merced, el poeta salió a indagar por la identidad de la mujer que había encontrado con su amigo. Se dirigió al Diario La República y uno de sus compañeros le aseguro que aquella muchacha era la hija del oidor, don Juan Antonio Ibáñez de la Roca, quien vivía en la calle del Seminario, a una cuadra de la Plaza Vieja. Henchido de felicidad, se dirigió presuroso a la casa de su amigo, el pintor. -Pensando en vos andaba -le dijo al verlo. He averiguado ya quien es la patoja del Paseo de los Arcos. Se llama Celina Ibáñez Guerra. Es la hija del oidor don Juan Ibáñez. ¿Conoces al Padre? -Deja ver… si… si creo conocerlo. Recuerdo que una vez estaba en la Catedral y un personaje se interesó mucho por mi cuadro de la Virgen de Concepción y me pidió que llegara a su casa, pero nunca lo hice. Hoy es oportuno que no lo visitemos porque observa como quedo el retrato. - ¡Ah! - exclamó el poetaes lo más hermoso que has hecho desde hace muchísimo tiempo. Verdaderamente la has captado en toda su belleza… ven, no perdamos más el tiempo, vamos a entregar el cuadro. Y salieron apresuradamente rumbo al barrio del Sagrario en busca del oidor. Llegaron a la casa y conversaron con el oidor, quien quedó sorprendido por la perfección y armonía del retrato de si hija. Estaba dispuesto a quedarse con él. Luego de haber concretado su valor y cuando ya se retiraban caminando por el hermoso jardín, apareció de improviso Celina, la hija del oidor, quien se conmovió tanto por la habilidad del pincel Cecilio y los


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versos de Miguel, que la amistad surgida ese día entre los tres se fue haciendo cada vez mas estrecha. Cecilio se agotaba pintando una y otra vez la silueta de Celina y cada uno le parecía superior a la anterior. Sin sentirlo, se había prendado perdidamente de Celina, y por ello la pintaba con tanta vehemencia. Por su parte, el poeta Miguel también pasaba las noches en claro componiendo versos a Celina y sentía que su alma desfallecía cuando no estaba cerca de ella. Ambos se habían enamorado de la misma mujer. Los dos jóvenes entraron en abierta competencia por lograr el corazón de la amada, hasta que un buen día, sentados en un banco de piedra de la alameda de Santo Domingo, hablaron con franqueza. Cada uno reconoció que amaba a Celina. Por lo que Miguel dijo a su amigo el pintor: No discutamos más. Es cierto que adoro a Celina con todas mis fuerzas, pero no siento que ella me corresponda; en cambio a vos si: se diluye cuando te ve. Yo me retiro. Quédate con ella, y que seas feliz. Creo que eso es lo importante para mí. ¡Adelante mi querido Chilo! -le dijo. Y en esa forma aquella amistad tan estrecha siguió vigente. Desde entonces Cecilio solo existía para soñar con Celina. Se veían furtivamente después de la misa del Sagrario a la que ella asistía. Era la primera vez que el pintor se sentía plenamente satisfecho. Pero su felicidad fue breve: cuando don Juan Ibáñez advirtió lo que pasaba en el corazón de su hija, se negó a casarla con un hombre pobre, que no podría darle jamás el bienestar que le correspondía. La envió entonces a México con unos familiares que vivían allá y tan solo encontraron el tiempo necesario para

despedirse a escondidas. Ambos comprendieron que nunca más se volverían a ver. Cecilio estaba triste profundamente triste. Su angustia se hacia mas densa al no poder referir a nadie la pena que atenazaba su espíritu, porque Miguel había viajado a la ciudad de Quetzaltenango. Un día, Cecilio camino sin rumbo fijo. El crepúsculo manchaba la ciudad y la noche borraba, con su sombra, la claridad de los rincones. Era noviembre. Cecilio recordaba haber conocido a Celina ese día, en el paseo de los Arcos. Y sin sentirlo, hacia allá se caminó. Camino y camino hasta llegar al Acueducto. Reconoció el lugar donde por primera vez había encontrado a su amada. Siguió vagando por los alrededores, encaminándose luego por las calles de la villa de Guadalupe, oscuras, silenciosas y polvorientas. De pronto, al llegar a la Calle Real, distinguió cerca de la fuente de agua una figura que le pareció conocida. Aguzo la vista y se sorprendió lleno de emoción: ¡Era Celina! Que, al parecer, se bañaba a la orilla de la fuente. Su estupor fue tan grande que no pudo correr. Cecilio veía recortado en la obscuridad la figura de su amada. Vestía un camisón transparente que insinuaba el cuerpo casi en plenitud. Una caballera larga, color negro azabache, corría por su espalda, la cual peinaba voluptuosamente con un peine de oro. Cerca de ella refulgía un guacal, también de oro. Cosa extraña, pero por más esfuerzos que Cecilio realizaba no podía ver aquel rostro que tanto le gustaba. Lo tenia vuelto hacia la oscuridad de la noche. Sin embargo, ella le hacia señas con la mano para


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que se aproximara. El pintor no percibió la atmosfera pesada que invadía el ambiente. La alegría de encontrarse nuevamente con Celina fue tan profunda que, sin meditar, acudió a su llamado. Cuando Cecilio se acercó, la silueta femenina emprendió la marcha rumbo al infinito… La mujer caminaba y caminaba con tanta rapidez que costaba mucho seguirla. Cecilio, en pos de ella, gritaba desesperado: - ¡Celina, Celina, por amor de Dios, detente! La blanca figura en fuga precipitada, se desdibujaba en la noche. Recorriendo cuadras y mas cuadras se acercaban a los linderos de la Villa de Guadalupe. Cecilio iba tras ella sin sentir cansancio. Parecía hechizado. Sin poder coordinar sus pensamientos. No escuchaba el aullar de los perros que se hacia sentir por donde pasaban. En esa forma se asomaron al campo. Después de recorrer los montes iluminados por la luna, llegaron a la orilla de un barranco. Allí la transparente mujer se detuvo. Cecilio pudo por fin alcanzarla. Se volvió entonces, intempestivamente, y el pintor, en lugar del bello rostro que amaba, se estrelló con una horrible calavera de caballo que lanzaba fuego por los ojos. La mujer se arrojó sobre él, los descarnados manos le dieron un abrazo glacial y Cecilio ya sin saber nada, envuelto en una vorágine de espanto, no pudo liberarse. Sin esperar más, la mujer con cara de caballo lanzando un grito horrible, se precipito al abismo llevándose en su caída del alma y su cuerpo del artista… Esa noche la gente de la Villa de Guadalupe escucho aullar a los perros con terror crispante, el tétrico canto de las lechuzas se prendió de los árboles, de las estrellas y del miedo de todos los habitantes de la Villa. Dijeron que esa noche, la Siguanaba había

caminado por allí con sus penas. Desde entonces no se supo mas de Cecilio Flores, el pintor de la calle de las Congregaciones y nadie dio importancia a su desaparición. Cuando Miguel, el poeta amigo, se enteró, regreso afligido a la ciudad de Guatemala y se dio a la tarea de buscarlo. Recorrió calles, plazas, iglesias y paseos, sin dar con él. Una cerca de la fuente de agua de la Villa de Guadalupe. Un carretero descansaba con sus bueyes a la vera del mismo. Miguel se acurruco desolado junto a él. El carretero, al sentir tanta aflicción, le hablo con efecto. El poeta confeso su pena. ¡Sentía tanta necesidad de comunicarse con alguien! Y el viejo desconocido le respondió: -Es inútil que lo sigas buscando. ¡La Siguanaba se lo gano! Hace unos días enfrente el cadáver de un hombre joven, todo arañado y desfigurado, en su bolsa llevaba un cuadernillo de papel manila y un pedacito de carbón para dibujar. La gente dice que se despeño, pero yo estoy seguro que se lo gano la Siguanaba, porque ella sale todas las noches por las calles de la ciudad a perseguir a los enamorados. Con frecuencia toma la forma de la novia de uno y se hace seguir y seguir hasta que lo embarranca. Eso fue, de plano, lo que le paso a tu amigo. ¡Pobre amigo! La Siguanaba se gano a tu compañero y lo enterró en el barranco. Después de oírlo, el poeta sintió más desolada su alma. Sin embargo, saber por qué, tuvo la certeza de que el viejo carretero decía la verdad. Era como si su voz fuera el eco de otra lejana


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que venía hacia él, cargada de sabiduría y de siglos: era la voz de su pueblo. La noche y las estrellas lo encontraron caminando rumbo a la ciudad. Desde entonces, el poeta Miguel evito caminar en las noches por donde hay agua, porque temía que se le apareciera la Siguanaba en la figura de la inolvidable Celina Ibáñez Guerra. Y la bella Celina, mujer fascinante, jamás supo de la muerte de su amado y nunca volvió a la Nueva Guatemala de la Asunción.


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El carruaje de la muerte

Cuentan en los pueblos y ciudades de Guatemala, desde tiempos inmemoriales que después de la Hora de las Animas, a las ocho de la noche, sin que nadie se acuerde de haberlo visto, se escucha en el empedrado de las calles, el agónico rodar de las chirriantes ruedas del carruaje de la muerte, que guiando a sus negros cabellos va a buscar las almas de los moribundos Dicen que a veces uno puede ver este carretón en caminos, veredas y calles. Tenga cuidado porque usted puede encontrarlo en una noche obscura de invierno. Era de noche. La oscuridad corría por las calles de la ciudad, apenas rasgada por un minúsculo níspero eléctrico que a cada dos cuadras lanzaba bostezos de luz desde lo alto de un poste de madera. Hacía mucho que el reloj del hospital había marcado la hora de las ánimas, y el silencio se acurrucaba para dormir en los resquicios de las puertas. Aquel hombre caminaba con rapidez persiguiendo sus propias pisadas que huían en las sandalias del eco por los callejones. Diríase que temía a su soledad por la agitación y cautela con que se deslizaba. De pronto asustado, se escondió en el dintel de una casa. Un redoble de cascos de caballos y ruedas de carruaje le sobrecogió. Prestó volvió la cabeza y ante sus ojos atravesó un coche tirado por grandes corceles.


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Negro como las angustias del alma, el carruaje se iba tambaleando sobre el empedrado. Era tan oscuro que los aullidos de los perros que estallaban por donde pasaban, se convertían en oscuridad y se enredaban entre los rayos de sus ruedas. El hombre no vio cochero alguno, pero oyó restallar el látigo en la espesura de la -noche. – ¡Qué extraño! –se dijo- ¿Un carruaje todo pintado de negro, corriendo por estas calles? ¿a estas horas y con tanta prisa? Nunca había visto algo así. Al perderse el retumbar del carruaje del abismo de sus oídos, salió de prisa, camino otras cuadras y doblo en la calle de Guadalupe. Extrajo del bolsillo una llave, abrió la puerta y se hundió en la ráfaga de luz que se asomó por ella. - ¡Ay hijo mío! gracias a Dios que ya viniste –exclamó una mujer que salió a su encuentro. – Lo ciento mamaíta – contesto recién llegado-pero hoy se acumuló el trabajo y no puede salir a tiempo ¿cómo siguió la abuela? -igual, ni mejora ni empeora… En fin… Dios dirá, pero mijito ¡cuánta hambre has de traer! Vení a tomar café. – Mire mamaíta – preguntó Juan - ¿oyó acaso el carruaje el carruaje que acaba de pasar? ¡que prisa la que llevaba! -No, yo no escuché nada, talvez porque estaba en la cocina. ¿y que tenia de raro? -No sé algo había de extraño en él: Los caballos, su color, la prisa que llevaba, en fin, y lo peor es que casi me atropella. – buen… ahora que me lo decís como que me acuerdo que nía Chavelita me conto hoy que desde hace días ha estado oyendo pasar por aquí un carruaje. Aunque nunca lo ha viso, dice que los chuchos

aúllan cuando pasa. No te preocupes, vení a comer. El hombre se llamaba Juan Alarcón. Vivía con su madre y su abuela en una estrecha casa del barrio del santuario de Guadalupe y trabajaba en los almacenes de don Lorenzo Sánchez. Ganaba muy poco, pero lo suficiente para ayudar al sostenimiento de la casa; su madre lavaba ropa en varias casas grandes y su abuela entretenía sus años haciendo cigarros de tusa que vendía en la tienda de la esquina de la calle de Mercaderes. Sin embargo, aquellas manos habían cesado de enrollar cigarros y lujar la tusa. Una fuerte calentura la había postrado en el lecho. Sus precarias fuerzas se extinguían como flor de amate. Pero los cuidados y las medicinas caseras lograron que aquella vida no se apagara. Una noche, cuando Juan regresaba del trabajo, su madre le dijo: - Juanito, tengo una mala noticia que darte. - ¡Le paso algo a la abuela! - exclamó Juan. - ¡Dios nos ampare! ¡Ni lo digas! –Entonces, ¿qué pasa? –Hoy en la tarde vino a verme la señora Felipa… Fíjate que quiere que desocupemos la casa para el sábado; me dijo que la necesitaba porque viene un su hermano de Quiché. - ¡Ah! –protestó el joven- si tan solo nos hubiera avisado antes. Hoy es martes, y con lo que cuesta conseguir casa desocupada… Yante todo, el tiempo que no tenemos para ir a buscarla. Ya veremos cómo arreglamos esto mamaíta, no se preocupe. Vamos ahora a dormir que estoy muy cansado… Hoy volví a ver aquel carruaje negro que le conté. Pasó por la calle de Guadalupe como alma en pena. Viera que ya me está dando miedito. –Mejor acostate


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Juanito y descansá son las penas las que nos hacen ver cosas… Los días siguientes, después de dejar a la abuela al cuidado de su madre Elena, nía Sofía salió a recorrer lo barios de busca de una casa donde comenzar a vivir de nuevo. Camino y camino por las aceras de laja y las avenidas empedradas jugando al escondite con los cuatro puntos cardinales, hasta que el sol destiló su claridad tras las montañas. Pero no encontró adonde trasladarse. El viernes salió acompañada de Juan, que consiguió un permiso de don Lorenzo. Llegaron a la plaza de las Victorias, cuando ya empezaba a oscurecer. En la esquina norte una anciana con una estufa de latón, alimentada con leña, vendía tacos, enchiladas y dobladas de queso. Madre e hijo se acercaron. - ¡Dichoso los ojos que la ven nía Sofía! -exclamó la mujer-. ¿Por qué no ha llegado a lavar a la barranca? ¡Ve pues! Qué grande está el Juanito –continuó- si ya está hecho un hombrecito. - ¡Ay nía María! –repuso la madre de Juan- ni le cuento… figúrese que nos han pedido la casa, hemos estado en la pena de buscar un lugar a dónde pasarnos y vea que no hay manera que lo encontremos. - ¡Mire, pues! –dijo Nía María- Dios me puso en su camino. Precisamente hoy, en la casa donde yo vivo, allá por la calle de la escuela Politécnica, cerca de la Recolección, desocuparon unos cuartos. Si quiere los va a ver y si le gustan se queda. Le digo que quienes allí vivimos somos gente buena, sencilla pero trabajadora y eso sí, ¡muy honrada!

-Gracias, nía María, iremos a verla en este momento –dijo Juan-. -No faltaba más Juanito, cómanse antes un su taquito… pero vamos, siéntese aquí conmigo en la grada. -Ahora que la miro, nía María, quiero preguntarse algo –dijo Juan-. ¿No sabe usted de quien es un carruaje negro por grandes caballos? Yo lo he visto ya varias veces por la calle de la flecha. ¡Y que susto me ha metido! -Pues mirá mijo –contestó la anciana taquera-, yo no sé si será cierto, pero me contaba mi mamaíta que cuando se aparece un carruaje como el que decís alguien está por morirse. A veces lo he visto por san Sebastián. Pero ¿de qué te asustas? Vos estás muy patojo para pensar en morirte. -Bueno, nía María –dijo Juan- ya se nos hizo tarde. Vamos a buscar la casa. -Gracias por todo –asintió nía Sofía mientras se alejaban. Madre e hijo se atravesaron la plaza y por la calle de las Chicherías, se encaminaron al norte. Llegaron al lugar indicado, que en verdad era una casa grande. Después del pequeño zaguán, los cuartos se alineaban alrededor del patio. Tres eran los cuartos disponibles, justo los que necesitaban, y tenían una ventana hacia la calle, como les había indicado don Chente, un anciano amable. Juan arregló con él los pormenores del arrendamiento. El sábado, muy de mañana, se trasladaron a la nueva vivienda. Sus pocas pertenencias las transportaron en la carreta del tío Locho, cuñado de la nía María.


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Después de abrigar con sumo cuidado a la abuela, para que no le agarra un aire, los tres abandonaron el barrio de Guadalupe. Fruente a la nueva casa se encontraba el edificio que ocupaba a la Escuela Politécnica, y sobre la calle del Olvido se erguía imponente el templo recoleto. La pequeña se encontraba a gusto en su nuevo lar. Cuando la ciudad se echaba el manto de la noche sobre los volcanes, y podía oírse el paso del tiempo en los tejados, los moradores de la casa salían al corredor y se reunían a conversar alrededor de un brasero, en cuya parrilla recalentaban pan y hervían café. Todos participaban regularmente de esta reunión nocturna. A Juan le fascinaba sentarse en la grada del corredor y ver a través de las colas de quetzal el vagar de las estrellas. Él observaba cómo la luna pintaba sombras en el patio y hacía verte luz de la vieja fuente. Aspiraba con deleite el perfume de las flores del desordenado jardín. Una paz inmensa lo invadía. Hablaban de todo, pero el tema inagotable que casi siempre abordaban, sobre todo cuando llovía o no había luna, era el de las viejas consejas de ánimas en pena y aparecidos. Y esto era lo que más atraía a Juan. -Pues yo también oí a la llorona –decía una vecina, después de haber escuchado varias narraciones sobre espantos en las calles y en la misma casa donde vivían, allá por el Amate, cerca de las cinco calles, entonces vivía yo por el barrio del Calvario. -También a mi hermano y a mí nos asustaron –apuntó don Chente continuando la charla-. Estábamos sentados en una esquina

de la Recolección una noche platicando, cuando en eso vimos un carruaje negro halado por enormes caballos que por poco nos somata, y que pasaron casi por las calles de los Recoletos. Con sus cascos hacían tal ruido que los chuchos del barrio no dejaban de aullar. Al ver aquello nos entró un susto, que apenas si pudimos regresar corriendo a la casa y… ¡de esto hace ya mucho tiempo! Pero dicen que ese carruaje negro todavía sigue apareciendo por las calles de la ciudad. -Sí –agregó nía Licha, la inquilina más antigua de la casa- yo también lo he visto, y vaya carrereadas las que me ha metido. Once campanadas dio un reloj en uno de los cuartos. - ¡Qué tarde es ya! –dijo nía María levantándose- me voy a acostar. Buenas noches les dé Dios. -Nosotros también nos vamos a dormir. Que descansen bien. Y el grupo se disolvió con los ojos cargados de sueño y el alma preñada de miedo. - ¡Válgame Dios! –pensaba Juan mientras se desvestía- esta gente lo hace morirse de miedo a uno con las cosas que cuentan. Una noche del mes de mayo, estaba Juan trabajando en las cuentas del almacén a la luz de un candil colocado al pie de la ventana del cuarto que les servía de sala. Había asistido en la reunión en el corredor, pero se había retirado antes de que concluyera. Además, la abuela estaba nuevamente enferma y quería velar por la tranquilidad de su sueño, pues su madre regresaba agotada de tanto lavar y se dormía pronto.


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Era ya muy tarde y el silencio lo envolvía todo. Los grillos no cantaban y densas nubes cerraban como una tarlatana el cielo robándose el fulgor de la luna. Un viento helado hacía vibrar los cristales de la ventana. A ratos, ondulaba en la atmósfera el fúnebre canto de un búho que estremecía al joven. Cuando el silencio era más denso, oyó los doce bronces de la mitad de la noche, tañidos por el grito del búho que oficiaba de funesto campanero. A lo lejos oyó el rodar de un carruaje que se acercaba a toda prisa. Se percibía cada vez más claro el trotar de los caballos. Juan calculó que estaría por la calle del olvido a la altura del tiempo, que luego doblaría por la calle de la Escuela Politécnica y, asombrado, se dio cuenta de que el coche detenía la carcha junto a su ventana. ¿Quién podrá ser? –caviló-. –Decidió abrir la ventana. Pero al escudriñar en el espacio de la calle, un suspiro angustioso escapó del cuarto donde dormía la abuela. Asustado quiso ir inmediatamente, pero el ruido del carruaje, que emprendía la marcha en ese momento le detuvo. La luz del candil se extinguió. El canto del búho se oyó más trágico. El perro de don Chente aullaba espantado. El miedo y el silencio se colaban en la habitación. De golpe, abrió la ventana y logró ver con claridad el carruaje: totalmente cubierto de negro y tirado grandes caballos color azabache. Luctuosos crespones a adornaban a los fogosos corceles. Un cochero sumergido en la tinta de la noche asía chasquear su látigo sobre el lomo de los animales… Oscuridad densa…suspenso infinito… dando tumbos por el em-

pedrado de la calle, el coche se iba convirtiendo en lejanía, hasta que la vos del viento lo consumió. El búho cantaba con mayor intensidad, la luna presa de pánico se ocultó tras la cúpula de la iglesia, cuyos vitrales saltaron hechos un enjambre de luz mientras el perro seguía aullando en el patio. Juan se alejó de la ventana; sus ojos extraviados trataban de apoyarse en algo claro; el frío lo azotaba como una mañana de noviembre. Con trabajo, encendió nuevamente el candil, se precipitó al cuarto contiguo y se arrojó al lecho de su abuelo. Sus presentimientos se cumplían: ¡la anciana había muerto! - ¡Dios mío! –exclamó- ¿estaré soñando? Ese carruaje que vino ¡era el carruaje de la muerte! Y se llevó a la abuela. - ¡Dios mío, no es posible! A sus voces despertó nía Sofía. - ¡Mamaíta, mamaíta, despiértese! La abuela acaba de morir – gritó el joven. Su voz como si se saliera de un sueño se quebró en sollozos, sin poder hilvanar más palabras. El llanto desesperado de ambos bañaba la sábana de lecho de la abuela; mientras en el patio el perro seguía prendiendo en las estrellas sus alaridos y el búho se hacía eco con su canto desde un lugar del destino.


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La tatuana

Dicen los viejos que en cualquier momento aparece en los poblados y ciudades una mujer bella, una mengala joven, que con grandes ojos zarcos y un mantón de manila, sabe todas las cosas del amor. Pone en un “pequeño cuarto” una venta de ensalmos de amor con los que liga hombres y mujeres. Como causa tanto alboroto, es capturada por la autoridad y encerrada en la bartolina. Cuando está en la cárcel, saca un pedacito de tiza o un carbón, pinta un barquito en la pared, se sube a él, sale volando por los barrotes de la bartolina y se aparece haciendo favores de amor en otro pueblo. Aún pequeña, joven y mustia, la Nueva Guatemala de la Asunción se despertaba cada día en las casas de bajareque pintadas de blanco. En la Plaza Central ya destacaba La Catedral, aunque todavía sin campanarios. El palacio de Gobierno, antigua residencia de los Capitanes Generales, dominaba la cuadra con sus arcadas neoclásicas. También le llamaban El Portal del Señor, por una pequeña capilla del Señor del Pensamiento, o El Portal de las Panaderas, ya que cada tarde se daban allí cita mujeres con sendos canastos a vender. Fue una fría tarde de noviembre cuando unos pocos vecinos del Barrio de La Candelaria vieron llegar a aquella hermosa mujer de caminar elegante. Era una mengala un tanto alta que no pasaba de los 25 años, con grandes ojos oscuros y pelo negrísi-


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mo como la medianoche que recogía en dos tupidas trenzas, que caían sobre un hermoso manto de seda. Apareció por un costado del Cerrito del Carmen y sin vacilación se instaló en una pequeña casa del Callejón del Brillante. El sopor de la monotonía de la Ciudad pronto fue roto por las habladurías sobre esta extraña mujer. –¿Quién será esa patoja? Mire que toda la vecindad esta intrigada.

Chon estaba barriendo con desgano, se acercó a ella y le dijo: – Yo sé, ‘nia Chon’ que usted tiene un problema que la atormenta. Como ha sido tan buena conmigo quiero ayudarla. A ver, dígame, ¿qué le pasa? Doña Chon rompió en llanto. – No sé cómo podría ayudarme Manuelita, fíjese que Jose Guadalupe, mi marido… tiene otra mujer. Se va durante días, parece embrujado, y cuando regresa, me trata mal, como que yo tuviera la culpa. ¡Ya no sé qué hacer!

–Pues, dicen ‘nia Chon’ que se llama Manuelita, y que conoce de artes mágicas.

Sacando una tira de cuero, Manuelita le dijo:

La fama de adivinadora y preparadora de pociones para enamorados se esparció por todos los lugares. Los conjuros, hechizos y enfrascamientos eran realmente eficaces y, pronto, su casa era la más concurrida. Nadie supo la razón, pero comenzaron a llamarla: Manuelita “La Tatuana”.

– No se preocupe, le tengo un secretito, tome este cuerito. Golpee con él tres veces la almohada de su marido y póngalo debajo, después queme ruda y albahaca en un brasero de Totonicapán. Luego, rece un Avemaría en cada esquina del cuarto. Tenga fe y ya verá.

Por aquella época existía una tienda muy bien surtida entre las calles de Las Beatas y de Mercaderes, que se llamaba El Divino Rostro. Aquí había desde clavos hasta cirios para el Jueves Santo. Además, doña Concepción Tánchez tenía un merecido renombre por las bolitas de miel y las raquetas de guayaba que vendía.

Al día siguiente, don Lupe regresó amoroso como antes. Permanecía en la casa y trabajaba muy contento en el almacén. Los siguientes domingos invitó a su esposa a pasear al Cerrito del Carmen y el matrimonio era como doña Chon siempre lo había soñado. Pero la felicidad duró poco, ya que una noche, antes de cerrar, llego Manuelita pidiendo el cuerito.

Una tarde de diciembre, como cada cuando, llegó Manuelita para comprar las provisiones para sus “trabajitos”. Al ver que doña

La tendera lloró y rogó, pero fue inútil ante la enérgica insistencia de la hechicera, y tuvo que devolver.


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Al alba del día siguiente, don Lupe, con un tanate de ropa, se fugó por la puerta de la cocina para no volver nunca más.

“Solo quiero pedirle una gracia -dijo ella-, le imploro que me consiga un pedacito de carbón”.

El soñó que La Tatuana le había hecho al alma de doña Chon era la comidilla en cada esquina.

Era algo inusual, pero ante la insistencia, no pudo negarse a la solicitud de esos labios carnosos y la suave mirada debajo de las grandes pestañas.

Fue la tarde del sábado, que un capitán del Cuartel del Fijo pasó a comerse un tamal y se enteró por boca de ‘nia Chon’ de lo acontecido. Indignado, se encaminó hacia el Palacio de Gobierno. El frio de fin de año se sentía hasta los huesos, cando ya entrada la noche, lo recibió el Presidente del Estado. No era la primera queja que recibía, y montando en cólera ordenó. Sin mayores procedimientos legales fue apresada y condenada a morir en una hoguera en la Plaza Mayor; sin embargo, por ser Nochebuena, decidieron dejar la ejecución hasta el Día de los Santos Reyes. Manuelita no daba señales de turbación; escuchaba la música de tortugas y chinchines que venía de la calle y, cerrando los ojos, podía sentir el olor de la pólvora de los cohetillos y de las hojas de pacaya que adornaban El Portal. Ante el llamado de la hermosa mujer, el carcelero se acercó a la celda.

Manuelita guardo el carbón hasta que estuvo a solas. Entonces lo sacó y con seguridad comenzó a dibujar en la pared un barquito. Al terminar de dibujar, extendió los brazos y en murmullos pronunció un antiguo conjuro. La Tatuana se subió en el barquito y salió navegando por la ventana de la cárcel; dicen que se alejó viajando por los hilos de plata de la luna llena… Algunas noches, los viejos de la Parroquia cuentan que en las bartolinas del Palacio de Gobierno, se podía ver claramente en la pared la silueta que dejo el barquito por donde se escapó La Tatuana; esto lo vieron con sus propios ojos hasta que el terremoto de 1917 derribo el edificio. Desde entonces, La Tatuana se quedó enfrascada en las historias que corren de boca en boca, por las calles de los viejos barrios de la Ciudad.


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Xocomil

El Mágico paisaje rodeado de laderas y volcanes que resguardan las azules aguas del lago de Atitlán encierra historias misteriosas y escalofriantes de seres sobrenaturales que describen los elementos formadores de aquel lago. Al parecer los primeros ancestros que crearon los volcanes le pusieron fondo al lago de atitlán, jamás se le ha descubierto desembocadura. En él habita una serpiente emplumada que protege a los peces patín o peces mágicos, que un día Gagavitz y Chetehauh echaron al lago cuando se quedó sin peces, y a los pueblos de origen tz’utujil que habitan en la región. El Xocomil no es más que la fuerza del amor de un muchacho por una patoja que, en su esfuerzo por conquistarla, se convierte en un enérgico remolino para poder verla todos los días al atardecer. Cuando bayas de visita al municipio de Panajachel, no te confíes de la tranquilidad de las aguas cristalinas del lago…. Celso Lara Figueroa El motorcito del desvencijado camión, de modelo atrasado, seguía runruneando mientras era conducido por la serpenteante carretera de la terracería que bordeaba el lago de Atitlán. En su interior viajaban varios peones de una ficha hacia uno de los pueblos que se encontraban junto a las aguas casi mágicas del lago. Los peones platicaban narrando historias de las aguas del lago,


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la fuerza del Xocomil y los seres sobrenaturales que salían de sus escondrijos durante la oscuridad de la noche. Después de una curva muy cerrada, el motor hizo un ruido extraño. -¡es la chamucera! –gritó el conductor, que también era mecánico. El sol sobre el horizonte se tornaba rojo y su fuerza ya no calentaba el ambiente. -Démonos prisa para llegar a una finca, tal vez consigamos con que remolcar el camión, -dijo el conductor, - pero alguien tiene que quedarse el pichirilo – agrego otro de ellos. Las caras de todos los peones se entristecieron por la fama de la montaña, el temor a alguna fiera , serpientes, zancudos, mosquitos, tábanos y el silencio de la noche, que a veces se interrumpía por el bramido de las bestias o el desprendimiento de una roca y el eterno chocar de las aguas del lago contra las piedras. Los mozos decidieron echarlo a la suerte, así que la responsabilidad de cuidar el viejo camión recayó en pedro. El peón no quería, pero el jefe lo convención: -Mañana te doy descanso, podrás irte a tu rancho a ver a tu mujer y a tus hijos, ¿a qué le vas a temer? Te dejo la llave. Vos juntás un fuego y después de cenar te metes a la cabina subís los vidrios y te podes dormir como en tu rancho-. Sus últimas recomendaciones fueron: - No vayas a tocar las piezas del motor del camión. Casi inmediato se marcharon todos. Antes que la noche se apoderara de lugar, Pedro junto fuego,

preparo su café y descanso. Repentinamente, alcanzo a ver una llama azul entre las enormes rocas y, al sentir el ataque agudo de los zancudos, se dirigió a la cabina del picop. Hizo un lado las puntas de los resortes salidas del asiento, estuvo un rato meditando sobre su familia y se quedó profundamente dormido. Al buen rato, Pedro escuchó una serie de ruidos que lo despertaron. Estaba en el mismo lugar y parecía que empezaba a amanecer, pero el alba se prolongaba demasiado. No tenía reloj, pero estaba seguro que el sol ya iba a salir, más no aparecía. Inquieto por lo extraño de la situación, abandonó la cabina. Desde la altura en la que se encontraba, se podía ver la majestuosidad del lago, pero no tenía mucha agua., -con tan poca luz, no se ve bien- pensó para sí. Sin embargo, sí podía distinguir que en una de las orillas del lago había un grupo numeroso de guerreros. Pedro nunca grupo numeroso de guerreros. Pedro nunca había visto nada parecido. Los guerreros llevaban pieles tocados de plumas que hacían parecer que iban a salir volando. Se restregó los ojos y miró con mayor atención. Los guerreros llevaban a un prisionero tan lujosamente ataviado como ellos mismos. Los cantos, danzas y rituales llegaron a un frenesí y los guerreros dieron muerte al prisionero con sus flechas y macanas. Pedro alcanzó a escuchar, confusamente, el nombre del tolgom. Los restos del enjoyado prisionero fueron lanzados al centro del lago. Inmediatamente, los guerreros iniciaron una procesión que


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los llevaría a la otra orilla del lago, pero mientras avanzaban, el agua iba subiendo de nivel. Los guerreros atravesaron el lago en silencio. Dos personas cerraban la procesión, un hombre y una mujer. Los cánticos y rituales llegaban hasta los oídos de Pedro y pudo escuchar que los nombres de éstos últimos eran gagavitz y Chetehauh. Cuando llegaron al lugar que habían elegido, se separó Gagavits. Para entonces, las aguas habían alcanzado su nivel. Las aguas se obscurecieron y empezó a sentirse un fuerte viento que soplaba y estremecía todo el ambiente, hasta que se formó un remolino. Pedro pensó que el remolino crecería hasta dañar a los guerreros que estaban en la otra orilla, pero, en un momento, Gagavitz se lanzó al remolino. Las plumas de su capa y tocado lo envolvieron, mientras su cuerpo se alargaba de acuerdo con las ondas del remolino, hasta que se convirtió en la serpiente emplumada.

vio unos pescadores bajaban por las laderas del lago y subían en sus cayucos. No podía distinguir ninguna de los pueblos que conocía, ni tampoco las carreteras. Los pescadores llegaron a cierta distancia de la playa y echaron sus redes, pero las sacaron vacías. -¡Qué raro! –pensaba Pedro- a esta hora siempre hay peces, no lo entiendo. De una población que pedro nunca había visto antes surgieron unos hombres. Iban atraviados con capas y tocados de plumas y jade. Llevaban unas tinajas decoradas con peces. Vaciaron el contenido de sus tinajas y, mientras se esparcía entre las aguas del lago, se podía ver que cambiada el colo del agua donde caía el contenido. Poco a poco, el color se fue extendiendo por todo el lago. Cuando llegó a las orillas de los cayucos, los pescadores se veían felices porque sus redes salían llenas de pescados.

Pedro quedó profundamente sorprendido. Aquella era como una aparición fantástica y no se explicaba por qué no terminaba de amanecer.

- ¡ellos echaron los peces! –exclamó pedro, cada vez más sorprendió.

Gagavitz, convertido en remolino, se alejó por los cielos y entonces el sol empezó a despuntar. Era tan brillante como si saliera por primera vez para todos los que habitaban el lago, Los guerreros empezaron a conversar con otro grupo ataviado como ellos. Por lo que pedro pudo ver, aunque no escuchaba nada, los grandes señores estaban dividiéndose el lago en dos mitades. Mientras los grupos de guerreros se alejaban, pedro

-¡Pedro, Pedro!, despertá. ¿Qué tenés?, ¿qué te pasó? –preguntaban los hombres que habían llegado por el camión que pedro se había quedado cuidando. Pedro tenía fiebre. Casi no podía hablar y su mirada parecía perdida. Apenas se sentía su respiración y un sudor frío recorría su frente. Miraba a sus compañeros sin verlos. Quienes decidieron llevarlos al hospital de Sololá.


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mirada perdida y casi sin moverse, logró alcanzar la orilla. La subieron al camión que les iba a servir de remolque y se apreseraron a llevarlo por el camino serpenteante. -¡esto es cosa de la quebrada! –dijo Atonio, preocupado por su compañero. –No lo hubiéramos dejado sólo. -¡ojalá que se mejore! –añadió Juan. El tercer peón, que iba manejando, permaneció en silencio, tratando de consucir tan rápidamente como el camión remolcado se lo permitía. -A mí siempre me han dicho que hay que andar con cuidado si pasás la noche junto al lago –continuó relatando Antonio mientras viajaban. –Me contaba mi padrino José que un hombre tuvo necesidad de irse por la tarde con su mujer y su hijito a San Pedro La Laguna. Tenían que buscar a un anciano para que curara a su hijo. Le aconsejaron que mejor se esperara porque ya empezaban a sentirse el viento Xocomil, no fuera a ser que se hundieron en el lago. Dicen que, sin entender razones, el hombre subió a su familia al cayuco, pero no pudo alejarse tanto porque, acerca de la orilla, lo atrapó una ola y dio vuelta el cayuco. Los tres cayeron al agua. El hombre sostuvo al niño y nadó a la orilla, pero la pobre mujer se atragantó con el agua, se hundió y empezó a chapotear como pudo. Perdió su corte y listón, y se le rompió el huipil. Por fin, sangrando de abrazo, con las trenzas empapadas, con la

Cuando llegó la gente del pueblo a ayudarlos, le dijeron al hombre que el Xocomil le había robado el alma a su mujer. Un anciano, que sabía de los secretos del agua, le dio tres golpecitos en el pecho, oyó sonar huecos y supo que adentro estaba vacío. El anciano dijo que tendría un encuentro con el Xocomil. Y así fue porque, apenas el viento empezó a golpear los troncos del muelle, el viejo sabio estaba aguardándolo a la orilla en un lugar apartado, escondido entre las matas de tules y con una calabaza entre las piernas. A saber, con qué palabras y con qué amenazas habría convencido al Xocomil, pero recuperó el alma de la mujer y se la trajo dentro de la calabaza, flotando en agua de acantos para protegerla de marejadas y rumores. Al regresar, se fue a la casa de la mujer para hacerle beber un brebaje. Después de tomarlo, se volvió tan liviana como el viento así que el marido le ató las trenzas en el mecate de la casa. Después de unos días, la mujer empezó a soltar quejiditos y, poco a poco, la vida le volvió al cuerpo. Ya curada, no quiso saber más de lago y menos del gran viento Xocomil. Juan también tenía algo que contar: -Yo oí la historia del padre Ruíz, que dicen que era el encargado de las misiones del lago y, de vez en cuando, las visitaba. Una vez, en la estación seca, el padre tuvo urgencia de atravesar el lago. En el lugar, solamente


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había una canoa disponible y los tres lancheros le dijeron que era peligroso salir a esa hora por el Xocomil. Los padres de los lancheros eran ciertos. A escasos metros de la playa, zozobraron. Los tres lancheros salieron sanos y salvos. Sin embrago, el religioso no apareció por ningún lado. La canoa apareció averiada por la furia de la tormenta en un lugar muy distante del sitio de la tragedia todo quedó borrado por el mismo manto de la noche negra. Al fin, los peones llegaron a Sololá y se dirigieron directamente al hospital, para dejar a pedro al cuidado de los médicos. Luego llevaron al taller el viejo camión que había ocasionado tantos problemas. Ese mismo día, la esposa de Pedro, Josefa, también era llevada al hospital, por la madre y hermano de pedro. Un susto más había pasado. La noche anterior, Josefa se encontraba remendando la ropa de su marido. Ella se acercaba mucho a la débil luz de candil para pasar el hilo por el ojo de la aguja y seguir cosiendo. A la media noche, oyó que alguien iba bajando por el camino. Pensó que eran los ruidos de algún perro. De pronto, sintió que el corazón de le latía con mayor fuerza, a punto de salírsele del pecho. Los pasos los sintió cerca de su rancho. -Ese Pedro –se dijo- dispuso venirse a estas horas de la noche, se quedó esperando que tocara la puertecita, pero los pasos murieron cerca de la entrada. Trató de levantarse y no pudo. La luz del candil se volvió azulosa. Quiso rezar, pero tampoco pudo.

Empezó a ver nublado y cayó al suelo. Los perros empezaron a aullar. Andrés, el hermano de Pedro, oyó el golpe contra el suelo y pensó que uno de sus terneros se había salido del corral. - ¿sería ese ruido? –dijo Andrés a su mujer y añadió: -despertá a la Josefa que su muchachito no deja de llorar. Tocaron y tocaron y la puerta del rancho, pero nadie les abrió: -Que mujer tan piedra que no siente –comentó Andrés. El ruido fue tal que acudió la suegra de Josefa y obligó a Andrés a derribar la puerta. La encontraron tirada en el suelo. Trataron de reanimarla hasta que poco a poco fue dando señales de vida. Como ya estaba amaneciendo, la llevaron al hospital de Sololá. Cuando los peones y los familiares de pedro se encontraron en el hospital, no salían de su asombro y no sabían qué significaba todo aquello. Afortunadamente, ambos esposos se recuperaron y relataron sus experiencias a sus amigos y familiares. Al enterarse de todo lo que había pasado, la gente reafirmó su temor y respeto por aquella quebrada que le había enseñado a Pedro el misterio del viento de Xocomil.


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La llorona

Cuentan las abuelas que por las noches deambula una hermosa mujer vestida de negro cerca de los lugares obscuros en donde hay agua que corre. Se trata de doña María de los Remedios, una desdichada mujer que, por un amor prohibido, ahogó a su hijo recién nacido en las aguas de un río. Desde entonces, se encuentra condenada a vagar por las calles, campos y linderos de las ciudades en busca de la tumba de su hijo. Con gritos plañideros, largos y agudos asusta a las personas, solo que cuando llora lejos es que está cerca y cuando lo hace cerca es que está lejos. Dicen que quienes la han escuchado ya no pueden andar, su paso se hace más pesado y lento, como badajo de campana y sienten un aire tan frío con la presencia de este ser sobrenatural que casi les paraliza el corazón. Pero si se oye el tercer grito y lo “halla a uno en el mismo lugar, de seguro que selo gana”. Muchos aseguran haberlo oído entre los cafetales de Sacatepéquez o entre las ruinas de La Antigua Guatemala. En los departamentos del oriente del país el escenario es el río Motagua y, en el resto de las regiones de la República, cualquier pequeño riachuelo o tanque de agua. Si escuchas un grito perdido en la obscuridad de la noche, no dudes en empezar a correr… El Misterioso Llanto de la Llorona. Aquellas tardes del mes de mayo le parecían a María de los Remedios de un colorido exuberante. Se le figuraba que de aquel


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jardín surgían todas las flores, pájaros y perfumes creados por la naturaleza. Esa casona del Callejón de Soledad, en el barrio de San Sebastián, tenía apenas unos cuantos años de haberse terminado de construir en la Nueva Guatemala de la Asunción. ¡Le recordaba tanto su antigua residencia en la ciudad de Santiago, destruida por los terremotos de Santa Marta! Por ello, le producía profunda nostalgia. Gruesos muros limitaban el corredor con su alero de teja, las habitaciones eran altas y ventiladas. La enorme pila y los jardines imprimían a cada rincón un sello de misterio y solemnidad. Esa tarde en particular, María de los Remedios estaba marchita por la tristeza. La melancolía que reinaba en su casa la deprimía. ¡qué sola se encontraba! Su marido lejos. Las flores del magnífico jardín se encontraban adormecidas y los sirvientes en el segundo patio cantaban aires tradicionales que le recordaban su niñez. Esa tarde de mayo, María de los Remedios Salazar y Rodríguez de Palma veía con aflicción pasar ante sí su vida, la que muchas veces creyó desperdiciada. Los recuerdos acudieron a su memoria. Era una niña todavía, cuando la tarde del 29 de julio los sismos asolaron la ciudad capital del Reino. En ella, los señores Salazar y Rodríguez, padres de María de los Remedios, poseían una suntuosa mansión. Pero quedó tan agrietada y derruida que se hacía imposible seguir habitándola. Por lo que se trasladaron a vivir a

una hacienda cercana a Santiago, en Patzicía, hasta el momento en que, hechas las reparaciones más important3es, pudieron retornar a su casa. Los acontecimientos que se desencadenaron dejaron en su espíritu una profunda impresión. Recordaba las agrias discusiones que se producían entre traslacionistas y terronistas, y las tajantes palabras del arzobispo Pedro Cortés y Larraz: -¡Cómo dejar la ciudad de Santiago cuando en ella estaban sus propiedades y enterrados sus muertos. Sus ascendientes más ilustres habían forjado paso a paso el esplendor de la ciudad. ¡No! ¡No era posible arrancarse de la añeja ciudad! No obstante, los esfuerzos por permanecer en el solar fueron inútiles al emitir el gobernador, don Martín de Mayorga, aquel bando drástico y riguroso que obligó a toda la población a mudarse al valle de la Virgen y fundarla Nueva Guatemala de la Asunción. Recordaba las penalidades que su familia había sufrido hasta lograr instalarse en aquel valle y construir una casa digna de su abolengo. ¡Qué poco tempo había transcurrido desde entonces y ya le parecían siglos! Esa fue su época de felicidad. Recordaba, no sin cierta satisfacción, lo agradable de sus años


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de adolescencia, cuando su belleza singular captaba la atención de los jóvenes de la ciudad. Se ruborizaba todavía al evocar las miradas arrobadas que la envolvían cuando salía de misa de San Sebastián. ¡Qué bien se sentía entonces! Su calvario se inició de golpek, cuando su padre, un viejo español conservador, concertó su enlace con don Gracián Palma y Montes de Oca, rico añilero de la costa de Suchitepéquez y uno de los comerciantes que dominaba todo el comercio, no sólo en la capital sino también en las provincias. Cuando María de los Remedios se enteró de su futura unión con Gracián Palma, creyó que la vida se le acababa. Sin embargo, a pesar de que don Gracián, fino y cortés, le bridnaba comprensión y cario, se preguntaba: ¿Por qué no se le había brindado la oportunidad de amar libremente? ¿Por qué hasta el amor le había sido impuesto? Después de reflexionar serenametne, se dio cuenta de que si oponía resistencia, su desventura sería aún mayor y aceptó la decisión de su padre sin chistar. Su boda fue memorable, celebrada en la primera catedral de la ciudad, la posterior iglesia de Santa Rosa. Luego del casamiento, se trasladó a la casa que le brindara don Gracián Palma. Desde entonces vivía allí sola, entre flores y recuerdos. Llevando las herramientas necesarias, partía Juan de la Cruz hacia su trabajo de fontanero. Tenía que caminar desde la Parroquia Vieja hasta San Sebastián para llegar a la caja de distribución de agua en la esquina de la Calle de Concepción y Calle del

Manchén, en donde repartía agua a todo ese sector de la ciudad. El sol no había asomado tras las montañas. Juan caminaba despacio. Se hundió en la sombre del Cerro del Carmen, pasó por el potrero de Corona y llegó a su fuente de agua. Algunas ancianas envueltas en enaguas y mantos de seda, como pedazos arrugados de sombra, se arremolinaban charlando alrededor de la caja. -¡Buen día le dé Dios, don Juan! –dijeron al verlo asomar- como siempre, usted tan madrugador. -¡Buen día, nía Josefa, ¿cómo amaneció hoy? -¡Oh, muy bien! Sólo que los chuchos de la nía Ligia ladraron tanto que casi no pude dormir. -Hay que tener cuidado –dijo otra mujer- pues cuando los chuchos aúllan, es porque algo malo está pasando. Cosas que uno no entiende. -¡Sí! –repuso nía Josefa- hay que tener cuidado porque los perros miran la muerte y los espantos. -Bueno –interrumpió Juan- el chorro está listo, vengan por el agua. Y las ancianas se reunieron como abejas junto al manantial.


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El fontanero era joven y pobre, mestizo, de facciones finas y fuertes. Todo lo que había deseado y emprendido en su corta existencia se había esfumado como espejismo, debido a la pobreza que le impedía alcanzar y cristalizar anhelos y realidades. Comprendía a cabalidad su situación y se conformaba con ella. Sin embargo, el trabajo cotidiano le ofrecía la oportunidad de ver ¡tan sólo ver! A la mujer amada. Con plena seguridad de la imposibilidad de alcanzarla, pero nada turbaba su ánimo. Sin embargo, era la savia de su vida admirar diariamente a aquella mujer que pasaba junto a él a las ocho de la mañana. Ese día, como todos, sufría por verla aparecer, ¡Cuánto le fascinaba! Cuando el reloj de la Catedral no terminaba aún de cantar las ocho campanadas, salió del callejón unan mujer de sobrio vestir, seguida por una adolescente que portaba un cojín en las manos, probablemente para que la señora se hincara en la iglesia. Pasó junto a Juan y para él brilló con más intensidad el sol, el viento fue más puro y el agua que repartía, más cristalina.

Palma y Montes de Oca. ¡Y cuánta razón tenía Juan de la Cruz para amarla y admirarla! María de los Remedios era una mujer bellísima. De cuerpo delgado y cabello de ébano, su gracia se concentraba en su rostro fresco, moreno y terso. Ojos brillantes y almendrados, de un mirar perpetuamente triste. El fontanero estaba seguro que ese mirar melancólico reflejaba una profunda amargura que sofocaba el alma de su amada. Hubiese dado su vida por quitarle esa angustia, pero ¿qué podía hacer? Al parecer, María de los Remedios sabía de la adoración que le profesaba el humilde fontanero, porque la sentía. Y esa admiración la halagaba, ya que estaba casada en contra de su voluntad. Le gustaba que otro hombre, aunque fuese del pueblo, se conmoviera ante ella.

Y dos gruesas lágrimas nublaron sus ojos.

En las noches solitarias y aterradoras, cuando su marido estaba de viaje, se consumía recordando los ojos ardientes del fontanero. ¡Cuántas veces estuvo a punto de hablarle! Pero siempre se contuvo. El fontanero había sembrado en su alma una chispa de esperanza y fuerza para sobrevivir.

La mujer de la que el fontanero estaba enamorado era nada menos que doña María de los Remedios Salazar y Rodríguez de

Una mañana del mes de noviembre, la casa de doña María de los Remedios amaneció sin agua potable. Los gruesos caños de

-¡Ay! –exclamó en su interior.- ¿Por qué me gusta tanto esa mujer si jamás podré alcanzarla?


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loza se habían obstruido. Acudió inmediatamente al Fontanero Mayor del Ayuntamiento, quien después de trabajar largas horas, no encontró la avería. Los días corrían y la falta de agua se hacía sentir en la comida y la limpieza de la casa a pesar de que los sirvientes la acarreaban como hormigas desde el tanque de San Sebastián. ¿A quién acudir, si don Gracián Palma se hallaba fuera de la ciudad? Entonces, María de los Remedios recordó entusiasmada al humilde fontanero de la calle de Concepción. Quizás él podría ayudarla, y mandó llamarlo con toda rapidez. Juan de la Cruz se asombró tanto que apenas si tuvo aliento apra responder que aceptaba ir después de las doce del día. El joven experimentaba una inmensa emoción. Le costaba creer que iba a entrar a la casa de quien amaba con tanto entusiasmo. Las horas se le hacían largas y pesadas, hasta que el reloj dela Catedral marcó la mitad del día. Con toda prisa reunió sus herramientas y se encaminó al Callejón de la Soledad. Al estar en presencia de la señora de Palma y Montes de Oca, se dio cuenta que, si bien le había parecido bella de lejos, ahora que estaba a su lado lo era infinitamente más. -¡Jesús! –pensó cuando se inclinó ante ella- ¡es la mujer más bella que jamás haya visto! Aparentando una tranquilidad que estaba lejos de sentir, Juan procedió a trabajar sobre los tubos de loza y encontró la obstrucción. Entonces, quitó uno a uno os ladrillos del segundo pa-

tio, mientras furtivamente, detrás de una ventana, María de los Remedios lo observaba con atención. El trabajo no era complicado, pero Juan aparentó que lo era. Así, llegó durante siete días. ¡Qué maravilloso era verla durante unos minutos mientras pasaba por el corredor! Por fin, el fontanero hizo correr el agua por las cañerías para que brotara por los búcaros de loza vidriada. María de los Remedios, satisfecha, lo invitó a beber una jícara de chocolate en la enorme sola. ¡Bien lo valía aquel trabajo! Desde entonces se estableció entre ambos una profunda y estrecha relación. La misma fuerza del amor los atraía enormemente y quebraba el pudor de María de los Remedios. En un principio, Juan retornaba con el propósito de revisar las tuberías y hacía lo posible por quedarse conversando con ella, hasta que los deseos inmensos de amarse se desbordaron y, una noche, Juan se deslizó fugazmente en la recámara de María de los Remedios. Allí permanecieron hasta que el alba suspiró en el cielo. Los amantes continuaron en su entrega secreta hasta que don Gracián Palma retornó al hogar durante una semana, para luego marcharse nuevamente. Entonces, la felicidad de los amantes fue completada por largos meses, hasta que una noche María de los Remedios sintió profundos malestares. Fuertes dolores de cabeza y náuseas la abatieron en el lecho varios días. Como los


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dolores y las molestias se repetían constantemente, se inquietó. No sabía qué hacer ni se atrevía tampoco a llamar a un médico. Intuía que algo andaba mal. Juan, asustado y afligido, consultó con una vieja curandera del Barrio de la Parroquia, quien después de observarla, concluyó: -Es muy simple lo que pasa, señora ¡va a tener un hijo! Entonces, una intensa aflicción se apoderó de ambos. Cuando pensaba en ello, a María de los Remedios le corría la angustia por las venas. No quería ni imaginarse lo que sería de ella si su marido se enteraba. ¡Y qué decir de su honor y la nobleza de su apellido! Sin embargo, en lo más profundo del alma de María de los Remedios afloraba la ternura, porque aquel hijo que llevaba dentr4o de sí, era fruto de un amor que la había consumido y la seguía arrasando. Y en las tardes soleadas y frías, en una mecedora, dejaba vagar su pensamiento tan fugazmente como los meses que corrían. Una mañana, María de los Remedios supo que don Gracián Palma volvería en pocos días. Una tremenda preocupación se apoderó de todo su ser, hasta desesperarla. Su exquisita figura había cambiado con el vigor de la maternidad. Era imposible ocultarlo más. Obsesionada por el próximo encuentro con su marido, quemaba sus horas en una ansiedad tan agobiante, que contribuyó a acelerar el momento del alumbramiento. Ayudada por una fiel

sirvienta, dio a luz un niño, a quien desde el primer momento bautizó con el nombre de su progenitor: Juan de la Cruz. Las murmuraciones en la pequeña ciudad no tardaron en aflorar. ¡Y cuánto sufrimiento llevaba en el corazón María de los Remedios! Juan intentaba consolarla, pero todos sus esfuerzos fueron vanos. El fontanero lloraba amargamente el calvario de su amada, pues a pesar de las penas y el escándalo la amaba cada vez con mayor intensidad. Por fin, María de los Remedios recibió la noticia que nunca hubiese querido escuchar: don Gracián Palma de Montes de Oca había arribado a Santo Tomás de Castilla y llegaría a la ciudad de un momento a otro. Naufragó su última esperanza. Se ocultó de todos, incluso de Juan. La hermosa mujer estaba al borde de la locura y, sin saber lo que hacía, una noche de luna tomó al pequeño Juan de la Cruz en sus manos, se vistió de negro y, sin que nadie se diera cuenta, salió de su casa. Con paso apresurado, atravesó las calles de la ciudad rumbo al oriente. Cruzó el Cerro del Carmen, como una silueta de carbón. Atravesó La Parroquia y se dirigió al río Las Vacas. Llegó a la ribera, y, sin mediarlo dos veces, hundió a su hijo entre las aguas. Un llanto reprimido y las frías aguas del río se fragaron la vida del pequeño ser.


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Las líneas suaves de María de los Remedios, que tanto cautivaron al fontanero de la Calle de la Concepción, se transformaron: crispada y convulsa, pavorosamente desfigurada y lanzando sollozos tremendos, después de haber ahogado a su hijo, siguió llorando a gritos por la ribera del río. Con el vestido negro desgarrado, arrastrando su ajada figura, lanzando gritos espeluznantes y sollozando con voz sobrenatural, se perdió en los abismos del infinito. Juan de la Cruz estaba triste. Nadie le supo decir el paradero de María de los Remedios ni de su hijo. Una noche, había salido a deambular para consolar su angustia y, sin darse cuenta, se encontró junto al tanque de agua de San Sebastián. Se detuvo en la orilla, cuando de pronto percibió el viento pesado y escuchó tres pavorosos gritos que casi le paralizan el alma. -¡Ay… ay… ay…! ¿Dónde estás, Juan de la Cruz? ¿Dónde estás, hijo mío? Juan se dio cuenta de cómo una sombre negra, desgajada de la misma noche, pasaba gritando cerca de él y hundía las manos en el agua del tanque. Después de lanzar tres gritos lejanos, pavorosamente horrendos, se volvió a las sombras por el Callejón del Manchén. -¡Oh, Dios! ¡Dios! –gritó Juan medio enloquecido. –María de los Remedios, ¿por qué lo hiciste? Amargas lágrimas regaban sus mejillas, su mente y sus labios, y repitió mil veces:

¡María de los Remedios… María… María de los Remedios…! Y el fontanero de la Calle de la Concepción envejeció como las leyendas, cuidando su fuente, su historia y su recuerdo. Se dice que Dios castigó a doña María de los Remedios por haber ahogado a su hijo. La convirtió en la Llorona, condenándola a salir todas las noches a llorar por las calles y los parajes donde hay agua que corre, para buscar a su hijo, Juan de la Cruz.


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La tejedora y el Colibri

Una vez había un patojo que estaba paseando. De repente llegó a un rancho donde había un naranjo enfrente. El naranjo tenía muchas flores muy blancas, y había una patoja muy chula sentada debajo tejiendo. Al patojo le gustaba mucho y cuando la vio desde lejos quiso estar con ella y platicar, pero no podía entrar porque el papá de ella estaba en el rancho y el patojo tenía miedo. Pero le gustaba mucho y quería estar ya ahí con ella, pero tenía mucho miedo.El patojo vio que el naranjo tenía muchas flores y dijo: —¿Qué hago ahora para poderme enamorar a esta patoja? No aguanto la gana de no hablar con ella, no aguanto que ella no Ilegue a ser mi mujer. Lo que voy a hacer es convertirme en un animal, pero no un animal malo, porque si me convierto en un animal malo se asusta la patoja y a lo mejor me mata. Mejor que me convierta en un colibrí para que le guste yo. Entonces, se convirtió en un colibrí, salió volando y se fue a parar al naranjo. Estaba volando muy rápido y empezó a comer en las flores. Estaba haciendo mucho y era de color muy bonito. La patoja estaba tejiendo y cuando se dio cuenta del colibrí, de una vez fijaba los ojos en él y le gustaba mucho, ya no hacía su huipil, le gustaba mucho el colibrí y su color. El colibrí vio que la patoja se fijaba en él y por eso hacía más todavía, a veces llegaba muy cerca. Entonces, la patoja dijo: —Es muy bonito ese animalito, pues ¿qué hago para poder tenerlo?, ¿se dejará él o no? Si se deja voy a hacer uno en mi huipil, igual a ese, lo voy a hacer muy chulo. Y que el colibrí nunca se


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iba. Entonces, la patoja llamó a su papá y llegó el señor, el indio. Ella le dijo entonces: —Tata, mira a ese animalito ahí. Me gusta mucho, ¿por qué no me lo matás? Quiero hacer uno en mi huipil, me gusta mucho. Entonces, con mucho cuidado se fue el papá de la patoja, pero el colibrí no hacía nada, ni siquiera se movía para que no lo matara. Poco a poco llegó el señor con él y en la primera prueba lo agarró. La patoja estaba muy contenta, luego dejó su huipil y lo agarró de su papá. El colibrí no hacía nada, estaba en las manos de la patoja y estaba muy alegre. Y la patoja le dijo a su papá: —Tata, buscále un lugar y pongámoslo dentro, no aguanto soltarlo. Y buscaron una jaula y lo pusieron adentro y cerraron la puerta. A la patoja le gustaba tanto que no comía y también al colibrí le gustaba la patoja. Al anochecer lo pusieron en el rancho, pero el rancho estaba dividido en cuartos y los papás dormían en un cuarto y la muchacha dormía en otro, sólita ella. Cuando se fueron a dormir los papás lo pusieron con ellos, pero el colibrí no se conformaba con quedarse con ellos y se quedó apenado; comenzó a hacer ruido, que se tiraba con los lados de la jaula y chillaba mucho y todo. La patoja lo estaba oyendo y se puso muy triste, y dijo: —Y si se muere este colibrí... está muy agitado, no lo aguanto. Y se levantó pues. Abrió la puerta, entró donde estaban durmiendo sus tatas y dijo: —Voy a llevarme este pajarito porque está muy agitado y tal vez

se va a morir, ¿a’l’oyen? —Ta’bueno pues, llevátelo pues, a ver si no te quita el sueño— le dijeron. Se lo llevó ella y lo puso al lado de su tapexco y se acostó otra vez. Y el colibrí ya no hacía nada y comenzó a pensar: —¿Qué hago ahora, pues? A saber si se asustará esta patoja por mí (pensaba el colibrí). A él le gustaba tanto la patoja que quería enamorarla y quería que llegara a ser su mujer. Entonces, con mucho cuidado, despacito, se convirtió otra vez en patojo. Y así, poco a poco se le acercó y le habló (a la patoja): —No te asustes, te quiero mucho. Te quise hablar ayer, pero ahí estaba tu tata y tuve miedo, por eso busqué la forma de verte y me convertí en colibrí. Ahora que estamos solos, ¿qué me decís? De veras, es cierto, te quiero mucho y no aguanto dejarte. Y quiero que me digas ahorita: ¿me querés, vos?, porque lo que es yo te quiero con todo mi corazón y para siempre. El patojo era muy blanco y cuando la patoja lo vio quedó toda chiviada y no le dijo al patojo que lo quería a él. El patojo era muy blanco, ella sólo le dijo: —Pues, muy bien —le dio su promesa al patojo, ¿verdad? Entonces, como ellos estaban en un cuarto aparte, por fuerza tenían que pasar por donde estaban durmiendo sus papas de ella. Y él le dijo a la patoja: —Lo que yo quiero es que nos vayamos ahorita mismo. —Muy bien, si querés nos vamos ahorita —le dijo la patoja. Y es que ella quería mucho al patojo y por eso no le costó darle su promesa. Entonces le dijo:


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—Espérate, que se queden bien dormidos mis tatas y cuando salgamos, pues, que estén dormidos de seguro. Y él le preguntó: —Es cierto lo que me decís. ¿No me mentís, verdá? —No, pues, es verdad —le dijo ella. El patojo ya estaba muy contento. La patoja con mucho cuidado abrió la puerta del cuarto donde estaban sus papás y le dice que estaban bien dormidos. Y le dijo el patojo: —Vonós, ahora, vos, pues. Poco a poco, despacito, salieron, pasaron con ellos, le quitaron la tranca a la puerta del rancho y salieron. Cerraron quedito y se fueron, pues. Al amanecer, los papás de la patoja vieron que ya no estaba. Y la nana, alaraquienta, comenzó a llorar y a entristecerse, y le dijo a su marido: —Andá a buscar a mi hija, donde sea, y me la encontrarás. ¡Ay, mi hija! —decía la vieja—. Y es que es mi única. ¿Dónde se ha ido mi corazón? —decía, pues. Y se fue el señor, el tata de la patoja, mandado por su mujer y los buscó en todo lugar pero nunca los encontraron. ¡A saber a dónde se fueron, si lejos o cerca!; la gente dice que nunca los hallaron.


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El tronchador

En el folklore e imaginario popular guatemalteco existen múltiples leyendas, mismas que se comparten también en toda la región centroamericana entre otros países de la región, por ejemplo, si hablamos de leyendas como la de “La llorona”, en México y en la mayoría de nuestros países la conocen y la asocian con eventos del lugar. Ahora el caso que abordaremos presenta algunos matices diferentes, ya que es específica de Guatemala y en lugar de tratarse de un ser fantasmal, se nos presenta a un monstruo físico. Una aberración que es en parte toro y en parte humano, lo que nos hace recordar al famoso minotauro de la mitología griega. Más esto no sería muy diferente a otros relatos legendarios a no ser porque el caso es recibido de una supuesta testigo, quien dice haber sido parte de una comunidad protagonista de los supuestos sucesos, incluso afirma haber visto con sus propios ojos al monstruo cuando era una niña. Buscaremos transcribir y resumir el relato cambiando como siempre algunos nombres para evitar asociaciones: Sucedió alrededor de 1938, yo era tan solo una niña de unos 5 o 6 años. En esos tiempos la comunicación no era fácil entre las áreas rurales y la capital de Guatemala. El país le hacía honor a su nombre, pues era un “lugar de muchos árboles” y la mayoría en el interior de la república se dedicaban a la agricultura y la ganadería.


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Ese era el caso de mi padre, Ponciano Robles*, un hacendado del área de Chimaltenango. Él era descendiente de criollos, hijos y nietos de españoles quienes en una mezcla con la gente local habían logrado conservar las tierras de los llamados “derechos de conquista” generación tras generación hasta esos días. Mi padre era un hombre de campo, duro como las piedras, pero no así con sus trabajadores (todos ellos indígenas), a quienes consideraba sus leales amigos, casi como su propia familia. Su empleado de mayor confianza era Tocoy o “Tocoyón” como acostumbraba llamarle. Éste era un hombre que se distinguía de los demás a razón de su gran estatura y fuerza, incluso era más alto y robusto que mi papá, eso era ya decir bastante. La vida en el campo para una familia más o menos acomodada era muy buena y tranquila, y así lo era para nosotros, hasta el día en que las cosas empezaron a cambiar... Todo inició mientras mi padre y “Tocoyón” realizaban sus rondas a caballo para supervisar los jornales, de pronto divisaron un grupo de peones quienes hacían un gran revuelo. Uno de los trabajadores había sido brutalmente asesinado. Su espalda estaba quebrada como si algo o alguien le hubiesen apretado con gran fuerza. Mi padre descendió del caballo entre enojado y triste, pregun-

tando casi a ladridos acerca de cómo pudo haber sucedido tal barbaridad. En esos tiempos lo crímenes no eran para nada frecuentes. En lengua maya los trabajadores le respondieron que el responsable era <<Q’ajöy ij>> - “El Tronchador” le tradujo “Tocoyón”. Luego de haber escuchado a que se referían y la forma como describían al ser responsable del hecho, con cabeza de toro y cuerpo de hombre, mi padre no quiso creerles, pensando que había sido obra de algún animal salvaje al que tendrían que dar que caza antes que siguiera matando gente. Repartió armas de fuego entre sus capataces indicándoles que si veían al supuesto “tronchador” o a cualquier animal feroz le dieran muerte inmediatamente. Pero las pérdidas humanas no cesaron, en las haciendas vecinas empezaron a presentarse casos de peones asesinados bajo las mismas características, incluso se reportaron desapariciones de infantes en las aldeas que colindaban con los bosques. Esto sin mencionar las muertes de animales domésticos y de granja. El segundo caso acontecido en la hacienda de mi padre fue el de Bartolo, un capataz, el que a pesar de estar fuertemente armado corrió con la misma suerte.


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El tema cobro tanto revuelo al punto que La Alcaldía de Chimaltenango reunió a los hacendados y gente prominente del pueblo, con el fin de buscar solución a lo que se había convertido en una verdadera crisis. La decisión a la que llegaron fue la de organizar una cacería contra la bestia, reuniendo a varios grupos los que rastrearían al tronchador con armas y perros. Mi padre, siempre acompañado por su guardaespaldas y amigo “tocoyón”, entre otros de sus empleados tenían a su cargo un grupo con días estipulados de búsqueda. Luego de varios rastreos infructuosos, una madrugada en la que mi papá no estaba de turno, los perros empezaron a ladrar y se escuchó un tropel de caballos, - ¡Don Ponciano! ¡Don Ponciano! gritaban en el patio delantero de nuestra casa patronal. Era parte de una cuadrilla a la que sí le había correspondido turno de búsqueda esa noche, los que gritando anunciaba que se habían encontrado con el temible tronchador por lo que cabalgaron a la hacienda más cercana, o sea la nuestra, en busca de refuerzos. A pesar de los ruegos de mi madre, papá se vistió como un rayo y salió con tres de sus capataces, a quienes tenía más a la mano, dando órdenes para que buscaran “Tocoyón” y que éste les alcanzase en un área cercana a una antigua finca ganadera que

llamaban “Hacienda de San Juan” lugar que hoy es más conocido como “San José Poaquil”. Esa noche no había ni luna y hasta las estrellas parecían haberse escondido detrás de unas nubes tan negras las que parecían anunciar una desgracia. Al rápido galope llegaron al lugar dando alcance donde se ubicaba la primera cuadrilla, iluminando con antorchas lograron divisar a varios hombres tendidos sin vida sobre la tierra húmeda. Entre ellos yacía Don Pilar Bonilla, un hacendado vecino quien estaba a cargo de ese turno de búsqueda. Un bufido escalofriante se hizo escuchar y los caballos escaparon entre relinchos. Los regios hombres no lo hubieran reconocido jamás, pero el miedo hizo presa de todos. En sus corazones posiblemente palpitaba la interrogante de que si tantos hombres armados habían sido inútiles ante la bestia. ¿Qué podrían hacer ellos ante el terrible tronchador? Cuentan que mi padre les gritó: ¡Venimos a cazar a la bestia y es lo que haremos!... ¡Esto se acaba hoy!... ordenándoles que se dirigieran en dirección del escabroso sonido. Los grillos callaron, Un fuerte olor se hizo notorio, como cuando un toro o búfalo está muy cercano. Entre el movimiento de


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las matas y el crujir de ramas de árboles quebrándose, en la tenue luz que se desdibujó una silueta que se erguía sobre sus dos piernas o posiblemente patas traseras. El intermitente chispeo de los escopetazos hacía entrever una cabeza de toro con unos ojos chispeantes. Uno de los hombres fue atrapado, en un grito desesperado de último aliento el desdichado campesino dejó salir la vida por su sangrante boca.

El tronchador sujetó a mi padre de ambos brazos levantándole del suelo apretándole con una fuerza descomunal la que no tardaría en descoyuntarlo, tan cara a cara estaba con la bestia, que sus fétidas babas resoplaban en la rostro de mi pobre progenitor, su suerte ya estaba echada. Un golpe seco de filo de machete sonó sobre la nuca del tronchador. ¡Acá estoy patrón! - gritó “Tocoyón”.

Los hombres volvieron a disparar, para luego dispersarse, estaban huyendo pues ya habían atinado más de una vez y la bestia no cedía ni siquiera un poco.

La bestia mugió de dolor liberando a mi padre, quien pudo ver como dirigía ahora su furioso ataque hacia Tocoy, sin parecer importarle el machete que tenía clavado en la nuca.

¡El tronchador! ¡El tronchador! gritaban desesperados

Tocoy esquivó la embestida tomando a la bestia por los cuernos, ubicándose en la parte posterior fuera del alcance de los mortales brazos del feroz monstruo.

Mi padre descargó su munición y en la penumbra pudo ver como la cara de animal dirigía una furiosa mirada hacia él. No hubo tiempo de recargar, el tronchador desarmó a mi padre de un fuerte golpe en el brazo. Desenvainó su cuchillo de cazador asestando en el estómago de la bestia con toda su fuerza, la sensación fue como la de una hoja que se encaja en un duro cuero curtido.

La bestia daba violentos coces y bufidos terribles, corriendo desenfrenado golpeando a Tocoy contra árboles y peñas de manera tan violenta que si hubiera sido otro y no el fuerte “Tocoyon” ya estaría hecho trizas. Mi padre quiso ponerse de pie para ayudar a Tocoy pero el encuentro con el tronchador había cobrado su precio, dejándole varios huesos y costillas fracturadas desplomándose al suelo.


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En un último intento, mientras el tronchador corría de nuevo hacia una peña, Tocoy logró desviarle la cara haciéndole tropezar con lo que terminaron por caer ambos a un profundo barranco. ¡Tocoy No! - gritó mi maltrecho padre - procurando incorporarse nuevamente, pero el dolor de las fracturas terminó por desvanecerle.

que dificultó su mejoría por tanto tiempo. Al restablecerse, nunca volvió a ser el mismo, estaba encorvado, su caminar fue muy diferente y hasta su mirada parecía perdida y triste. Al poco tiempo, decidió vender la hacienda, dando parte a la familia de Tocoy y con el resto nos mudamos a la capital, en donde la vida nos cambió por completo.

“Tocoyon” y “el tronchador” habían muerto. A la bestia se le exhibió en La Municipalidad de Chimaltenango, lo fuimos a ver con mi madre y mis hermanos a pesar que mi padre nunca hubiera estado de acuerdo. Ahora estoy cercana a los 80 años, pero sigo recordando muy bien como lucía el terrible tronchador, tenía la figura de un hombre enorme que parecía estar usando una gran cabeza de toro negro. En su cuerpo resaltaba heridas en su nuca y pecho, posiblemente alguna piedra se le encajó en la caída. Luego de todo esto, mi padre pasó postrado durante largos días, enfermo y delirante. Algunos de los peones nos decían que estaba luchando por recuperar su alma, la que el tronchador había llevado a Xibalbá (el inframundo de los mayas). En realidad, yo lo que más creo es que aparte de las heridas sufridas, la profunda tristeza de haber perdido a su fiel amigo lo

Antes de nuestra partida, fragmentos de lo sucedido nos lo relataron los capataces que acompañaron a mi padre en tan terrible suceso y la otra parte ante nuestra insistencia, a refunfuñones y de mala gana nos la relató mi padre más de una vez pasados algunos años, de cuando en cuando cambiaba algunos detalles, enojándose mucho y regañando cuando alguno de nosotros le corregía o se burlaba de algún evento. Para él fue algo muy serio y triste, por lo que no le gustaba hablar mucho al respecto, manteniendo la firme convicción hasta el día de su muerte de que los monstruos sí existen. Poco a poco la historia se fundió con la leyenda, la gente se olvidó de la familia Robles y también al fuerte “Tocoyón” el verdadero héroe. El relató se transformó después en una y mil formas distintas. Relacionando cualquier otro hecho similar al terrible tronchador, el monstruo de Guatemala.


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La mariposa de oro

´´Sucedió por Candelaria: la casa de mi abuelita es muy grande y muy vieja (parece que fue de las primeras construidas por ese barrio.) El patio está sembrado de árboles y hay una gran pila en medio, de esas hermosas que solo hay en las casas viejas; al fondo hay un arco de bugambilia sobre una pequeña puerta donde mi abuela tiene el cuarto de los trabajadores. Una noche mi prima y yo estábamos sentadas cerca de la pila, cuando se apareció de fondo una mujer que pasó de allí al corredor de enfrente; parecía que iba en el aire, y va a ver que no seguía por la vereda si no que pasaba por entre los rosales; iba vestida de blanco; su cara a la luz de la luna, me acuerdo que era muy pálida, ¡palidísima!, y su pelo negro caía por la espalda; un gran frio nos entró a los dos, y al preguntarle después a mi abuelita, nos contestó que desde que se había muerto el abuelito esa mujer molestaba todas las noches. Pero la cosa no acaba aquí, fijase que, a esta prima Carolina, le paso lo peor a este espanto desgraciado. Me acuerdo un siete de diciembre estábamos quemando al diablo, y habíamos hecho un gran fogarón, cuando a Carolina se le ocurrió ir hacer no sé qué adentro de la casa; y se entró, cuando en eso oímos un gran grito; entonces yo entré corriendo y vi a la muchacha tirada entre la grama, y cabal vi una mariposa dorada (pero le juro que era tan dorada como el oro), se elevaba por el cielo, entre el humo de los fogarones. Carolina nos contó después que cuando ella trataba de saltar un


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charco, una mujer vestida de blanco, (aquella que ya habíamos visto), le había dado la mano, fue donde ella se asustó y gritó, y se encomendó a Jesús de Candelaria; entonces dicen que la mujer se convirtió en mariposa y se fue volando; y es cierto porque yo veía a esa mariposa, con estos ojos que se los van a comer los gusanos. Carolina tuvo que pagar caro la gracia del espanto: fijase que la mano que le tocó, le quedó para siempre delgada. (¡Lástima porque era tan chula!)´´.


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El cadejo

Cuando la soledad y la aflicción acongojan el corazón de alguna alma apesadumbrada que trata de olvidar su dolor con el alcohol, entonces aparece el acompañante idóneo que no se separa de él hasta lograr alivianar su dolor y su pena o hasta ganarlo con una muerte repentina. Este espíritu protector, mejor conocido como el Cadejo, que se presenta como “un perro negro con casquitos de cabra y ojos y aliento de fuego” es el personaje que persigue y protege “a los bolos”. El cadejo gris cuida de los niños solos y el cadejo blanco es el protector de las mujeres solas, abandonadas y viudas. Se dice que este ser maligno acompaña “a los bolos”, pero si llega a lamerles la boca, los sigue por nueve días y no los deja en paz hasta que mueren. Entonces, se lleva su alma. Cada vez que veas un perro negro detrás de un hombre, no te confundas, puede que sea el Cadejo… Las zapatillas del Cadejo El alba rayaba de lila y palorrosa los volcanes en el horizonte de la ciudad. En los árboles y arbustos de las plazas del Teatro, de la Victoria y en las plazuelas de los templos, cabeceaban miles de pájaros. El fresco de aquella mañana era intenso. Sobre la Calle del Ángel, en la Fonda del Calvario, sentado frente a una mesa de pino, tiritando de pesadumbre y sudando soledades, un hombre joven, profundamente demacrado, bebía en un pequeño vaso de herradura. A su lado, un perro negro se dejaba


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acariciar una oreja de manera descuidada, permitieron a la claridad colarse en su interior.

rrucó entre las piedras. El hombre pasó sobre él con dificultad y se internó en la iglesia.

Tullido del frío, el hombre se restregó las manos. Engulló un trago más y sacó del bolsillo interno de su raído saco unas zapatillas de ballet que en un tiempo fueron rosadas y ahora estaban lustrosas de tanta caricia. Las contempló, las besó y las acarició con esmero por largos minutos. Las dejó sobre la mesa de pino y extrajo luego un papel escrito, lo desdobló con ternura y cuidado, y lo leyó.

-¡Jesús! –exclamó una de las ancianas al ver pasar al hombre. ¿Ya se dio cuenta nía María, cómo puso el trago al Andrés?

Al punto, silenciosas lágrimas bajaron de puntillas por su rostro enjuto, barbado y sucio. Gruesos sollozos que se ahogaban antes de salir, sacudían su arrugada frene. Sus ojos, rojos de insomnio, llenos de dolor, devoraban una a una las palabras escritas en el papel. El hombre dejó de leer y bebió un trago más. Guardó con cuidado la carta y las zapatillas. De pronto, salió hacia la calle y el perro lo esperaba en la banqueta de piedra. Al advertir su presencia, el hombre emprendió camino rumbo al sur, por la calle Real.

-¡Ay cállese, nía María, por Dios!

Los ojos de fuego del perro y sus pisadas como casquillos de cabra lo guiaban, puesto que apenas podía alzar sus pies. Dos ancianas de mengala y rebozo de seda, en espera de la misa de seis, se arremolinaban en la entrada del atrio de San Francisco, como retazos quebrados del día. Mientras, de la Calle Real emergió el hombre joven arrastrando los pies y detrás un perro negro. Cuando llegaron a las gradas del atrio, el perro se acu-

Desde lo más profundo de su aflicción, sacó fuerzas y ánimo, extrajo la carta y las zapatillas de su saco, las acarició y besó con ternura, como si se arrancara parte de sí mismo. Las depositó entre los pliegues del manto de la Virgen y abandonó el templo. El perro negro que había permanecido acurrucado en las gradas del atrio se sacudió y caminó tras el borracho.

-¡Ay, sí! Qué pena, nía Neta, si tan inteligente que era ese muchacho, pero le digo que desde hace un tiempo lo veo muy mal. -¡Está como si se lo estuviera ganando el Cadejo!

Después de sacudirse en la penumbra las solapas del saco y temblando de frio por el malestar. Andrés del Alba se encaminó a la capilla de la Virgen de los Pobres. Conmovido por el silencio del lugar y aplastado por su pesar, no encontró los hilos para enhebrar palabras y dirigirse a la Virgen. Se quebró en sollozos y en ríos de lágrimas que llenaron de desolación aún más su corazón acongojado.


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A “La Cachajina”, fonda del barrio del Santuario de Guadalupe, entró Andrés del Alba. Desde el rincón donde se sentó, podía observar el transitar de carruajes por la calle de la Floresta, sombreada por añosas jacarandas, cuyas hojas verdes se fundían con la polvorienta calle. Mientras Andrés pedía una “cuartita” de aguardiente blanco, el perro negro se echó a sus pies protegiéndolo, como si no lo quisiera soltar, Andrés contempló con afecto. Con voz cálida le murmuró: -Sos mi única compañía, perro negro… chucho negro que no tenés nombre.

Luisa Aguilar. Recordó con angustia su orfandad y la soledad infinita que desde niño le invadió todos los poros. Se sonrió con dulzura al evocar el día en que su madrina le llevara al colegio de San Buenaventura para aprender música con el maestro Ignacio Sáenz. Al principio no le agradó y prefería jugar con los demás niños, pero cuando el maestro Sáenz lo llevó por primera vez a la iglesia de La Merced para que moviera acompasadamente el fuelle del órgano, se fascinó tanto al escucharlo tocar, que estudió con mayor entusiasmo.

Desde el momento en que me quedé solo en el cementerio aquel terrible día, no te has separado, me has seguido siempre. Perseguiste a los ladrones que me quisieron atacar y has dormido conmigo a la intemperie. Te confieso que, al principio, cuando me seguiste, me asustaron tus ojos de fuego y ese repiquete de tus patitas de cabra y a veces ese olor a azufre, pero ¡me has ayudado tanto, que ya no me molestás, sos el único que conoce mi dolor y lo comparte! Andrés siguió bebiendo. La pesadez de sus pensamientos lo agobiaba. Su corazón no albergaba tranquilidad, sino una espantosa desolación. Así, sin sentido, se sumergió en el recuerdo. Sin poder evitarlo, a Andrés del Alba la evocación se le enredó en las pestañas y lo arrastró en su torbellino que no pudo controlar. Con desesperación lo volvió a vivir todo de nuevo.

Recordó que, tiempo después, el intendente del teatro Colón se enteró que dominaba el arte de la música. Entonces, lo llamó para que en las noches de gala tomara parte de las comparsas. De ahí que participara como esclavo egipcio en Aída, cortesano del Duque de Mantua en Rigoletto y otras óperas. ¡Qué no decir de las zarzuelas, dónde recordaba haber sido figurante en múltiples obras!

Se encontró a sí mismo en la modesta casa de San Pedro Las Huertas, en las afueras de la ciudad de la mano de su madrina

Sus recuerdos lo llevaron a la representación de Fausto, por primera vez en el Colón… ¡Cómo podría olvidarlo! Si fue ahí cuando contempló por primera vez a Olimpia danzando en el papel de Cleopatra. ¡Lo recordaba tan bien! Quedó enamorado de aquellos enormes y claros ojos verdegris, de aquel rostro encantador, de su gracia para danzar y expresar en movimiento todo tipo de sentimientos; y entonces, le escribió versos. Al concluir la representación aquella noche, Andrés, lleno de


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emoción, había comido desde los camerinos hasta la alameda del Teatro Colón a cortar flores de azahar y se las había entregado a Olimpia junto con un poema. En aquellos momentos, más que nunca, recordaba la intensidad de la mirada que Olimpia lo había recompensado. Pero a cambio de sus flores y poemas que le admitía, Olimpia le entregaba madejas de silencio. Andrés se llegó a convencer que, sin ser rechazado, nunca seria correspondido. Su única esperanza era la certidumbre de verla en ensayos y representaciones del teatro. Sólo entonces tenía la sensación de ser feliz. A Andrés se le acumuló aún más la pesadumbre en el alma al evocar el momento en que se enteró que Olimpia ya no bailaría, porque se encontraba muy enferma. Y su derrumbe espiritual fue tota cuando le revelaron que Olimpia no podría danzar jamás. Recordaba con amargura esa tarde del mes de septiembre, cuando Olimpia puso en sus manos una carta y unas zapatillas,

zapatillas. -¡No puede ser! –exclamó. Esa mujer se ha robado las cosas que le dejé a la Virgen de los Pobres… ¡Se parece tanto a Olimpia!Llamándola a voces, se precipitó fuera de la fonda -¡Olimpia!... ¡Olimpia!... ¡Oliiimmmmpiaaa! El pero negro, que había permanecido hasta entonces echado a sus pies sin moverse, se levantó al oírlo gritar y se acercó a la puerta. Con sus ojos de fuego lo vio correr y perderse en el polvo de la calle de la Floresta, tropezando con las raíces expuesta de los árboles. Luego, el animal dio una vuelta y, haciendo resonar los cascos de sus patas, se perdió en la penumbra de la fonda como un suspiro. Sólo un reguero de azufre quedó en el resquicio de la puerta. Andrés llegó corriendo a la capilla del cementerio.

¡No le alcanzaría la arena del desierto para contar las lágrimas derramadas desde entonces! Por eso se las ofreció a la Virgen de los Pobres, como última ofrenda. Creyó reconocer el timbre de un órgano, en la ópera Fausto. Advirtió con asombro que el personaje de Margarita encerraba los finos rasgos de la amada Olimpia. Sin poder sostenerse en pie, desesperado, Andrés vio hacia la calle y se frotó los ojos. Al frente de la fonda, surgiendo de un árbol la figura de una mujer se filtró ante él; en sus manos estrujaba una carta y un par de

Sentía el palpitar de su corazón en las sienes. Corría, cayendo y levantándose en pos de la mujer de la carta y las zapatillas. La miró atravesar los llanos de Paloma y de las Ánimas. Siguió por la Calle del Cementerio hasta trasponer la puerta de hierro forjado del camposanto. Motas de luces intermitentes brillaban frente a sus ojos. Apenas si percibió cuando la mujer entró en la pequeña capilla de los muertos.


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Andrés se precipitó dentro. Sin aliento, buscó con ansiedad en el interior, pero no encontró a nadie. Buscó por todos los rincones. De pronto, se fijó en la tribuna del coro alto y se lanzó hacia las gradas de caracol. Al penetrar al coro lo halló vacío. Agotado, cayó con los ojos vidriados y las manos crispadas sobre el pequeño órgano. A Andrés del Alba, en el último destello de vida, le pareció estar en el escenario del Teatro Colón, vestido de soldado en medio de la escena infernal y reconoció a Olimpia danzando con frenesí las variaciones de Cleopatra. La música y las luces se le astillaban en las retinas de los ojos hasta que todo quedó en tinieblas. Andrés creyó que las luces se habían apagado, pero eran las sombras eternas que caían por última vez sobre su vida. -¡Ay maestro Eulogio! Fíjese que un bolo se entró y lo botó todo –decía una anciana a un hombre en la puerta de la capilla del cementerio. –Y lo peor es que ya van a traer al muerto para el responso. -Mire, nía Goya, cálmese, voy a ver qué pasa en la capilla. Intrigado, el maestro subió a la tribuna del coro y se sorprendió al ver a un hombre caído sobre la consola del órgano. Decidió bajar del coro para buscar ayuda: a media escalera oyó la voz de la mujer: -Ya están aquí, maestro Eulogio, el entierro está aquí! ¡Apresúrese!

Entonces, volvió a subir la prisa. Al intentar retirar del órgano a aquel cuerpo, se percató que era un cadáver. Un estremecimiento le bañó la espalda y el desconcierto le embargó tumultuosamente el alma cuando descubrió su identidad: -¡Pero si es Andrés! ¡Andrés del Alba! –Exclamó- ¡Cómo fue a terminar este patojo! Y anonadado, cargó el cadáver y lo tendió en un rincón de la tribuna. La campana del cementerio repicó. Hombres y mujeres vestidos de negro entraron en la capilla, como espectros fugitivos. El maestro destapó el teclado del órgano y de las ocarinas, gambas, flautas, bordones y orlos salieron los dolorosos timbres de una música fúnebre. Mientras tocaba el músico cavilaba sobre el amigo muerto en la medialuz del coro. El maestro Eulogio había hecho amistad con Andrés desde su niñez, cuando juntos estudiaron música en el Colegio San Buenaventura. Sus manos angustiadas acometieron la parte última del rezo litúrgico, las bombardas y los cornos de noche del órgano modularon la marcha fúnebre final. Inesperadamente, al músico le pareció ver un perro negro escabullirse por el caracol del campanario, asustado por los acordes sonoros que inundaban la pequeña iglesia. Solo entonces, el maestro Eulogio comprendió que aquel responso que tocaba era por su amigo Andrés del Alba y las lágrimas empezaron a nublarle la vista.


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El Tronchador http://sumarioinsolito.blogspot.com/2015/08/el-tronchador.html. Es una instantánea de la página según apareció el 26 Abr. 2020 21:20:05 GMT La tejedora y el Colibrí http://mitosla.blogspot.com/2010/09/guatemala-mito-maya-mito-del-colibri. html. Es una instantánea de la página según apareció el 26 Abr. 2020 01:21:33 GMT. El Sombrerón Se obtuvo la leyenda por medio de mis compañeros de Diseño Gráfico que fue compartido por Lic. Edgar G. La Llorona De igual manera se obruvo la leyenda con mis compañeros de D.G

Glosario Pletóricas de espiritualidad es la condición y naturaleza de espiritual. Este adjetivo (espiritual) refiere a lo perteneciente o relativo al espíritu. Landó Carruaje cubierto de cuatro ruedas. El landó es entre los coches de caballos. Donaire Característica de la persona que habla y escribe con gracia, habilidad y discreción. Luctuosos Que produce o conlleva tristeza, dolor o luto Ojos zarcos Significa que ese ojo es azul y el otro será de otro color

La Siguanaba. Se obtuvo por los Estudintes de D.G

Pichirilo es una manera cariñosa y familiar de referirse al coche o auto de la familia.

El Cadejo De igual manera se obruvo la leyenda con mis compañeros de D.G

Gagavitz Alegre, brillante usted es una persona de acción y comunicación.

Mariposa de Oro Se obtuvo por los Estudintes de D.G El Carruaje de la muerte Se obtuvo por los Estudintes de D.G La Tatuana De igual manera se obruvo la leyenda con mis compañeros de D.G Xocomil: Se obtuvo por los Estudintes de D.G

Chetehauh Es más rápido de todos los animales terrestres. Tullido del frío Que está imposibilitado para moverse o para mover alguno de sus miembros. Engulló Tragar la comida atropelladamente y sin masticarla: tendré que engullir el desayuno si no quiero llegar tarde. Sollozos Movimiento convulsivo que se realiza en ocasiones al llorar desconsoladamente y que consta de varias inspiraciones bruscas.


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Abreviaturas H Hora H Hijo Hnos.

Hermanos

Der.

Derecho

Desc.

Desconocido

Despect. Despectivo Escr.

Escrito

Fut.

Futuro

Guat.

Guatemala

Núm.

Número

Or.

Origen

Perf.

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Pers.

Persona

Celso Lara, durante su labor de recopilación de literatura oral tradicional, en la década de 1970


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NOTAS


Celso Arnoldo Lara Figueroa.

“Era una persona llena de sencillez y humildad, erudito en la música, conocía todas las orquestas y directores. Durante los rezados de la Inmaculada Concepción compartíamos tomando atol de elote o comiendo buñuelos”, agregó Álvarez, quien refirió que Lara se casó tres veces y no tuvo descendencia.


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