CronicaNazi - Rubén Boggi

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Rubén Boggi Crónica Nazi 2011, Ediciones El Abrelatas El Abrelatas S.R.L. www.elabrelatas.com.ar

Licencia Creative Commons Crónica Nazi por Rubén Boggi se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 2.5 Argentina.


Era un tipo raro. El primero que me lo nombró fue Gustavo Regina. Llamó por teléfono y dijo que tenía algo que podía interesar. Documentos, y hasta algunos utensilios médicos que habían pertenecido a Joseph Mengele. Todo lo tenía un tal Ramón Castilla. El tipo quería comunicarse directamente con la dirección del diario. Prometía mucho: apellidos como Mengele, Bormann, nazis paseando por la Patagonia en la época de Perón. Yo estaba en Buenos Aires, en un hotelucho, tirado en la cama y mirando televisión para dejar correr el tiempo, después de una semana distinguida por los fracasos. Sonó el teléfono y era Gustavo que llamaba desde Roca. - El tipo se llama Castilla, quiere algo de plata, a nosotros nos mostró algo de lo que tiene y parece bueno- me anunció. Le dije que me pasara el celular del tal Castilla y le prometí que lo llamaría para arreglar una entrevista. El tema de los nazis en Argentina nos interesaba. Teníamos una investigación en marcha. Algunos souvenirs alemanes de la segunda guerra encontrados en tierras gauchas nos vendrían bien. Castilla resultó un tipo lleno de misterios. -Tengo libretas de direcciones, originales. Cosas de Mengele. Pero para mostrarle esto lo tengo que ver personalmente. Creo que al diario le van a interesar- dijo.

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Me acomodé el teléfono entre el hombro y el cuello mientras revisaba la agenda. - No hay inconveniente, pero me va a tener que esperar a que vuelva al valle- Esperar...mucho no puedo. Tengo ofertas. Y es posible que me vaya de viaje la semana que viene- dijo con tono cortante Castilla. Le aseguré que si no nos veíamos antes lo llamaría alguien del diario. Colgué el teléfono y encendí un cigarrillo. ¿Quién podía ser este Castilla? Un servicio, un cana, un aventurero. Por lo que sabía, no había muchas otras posibilidades para alguien que ofrecía este tipo de souvenirs. Lo pensé un rato, y decidí llamarlo a José a Bariloche. José era uno de los periodistas que había descubierto el caso Priebke. Un apasionado del tema nazis. Decía que Hitler no había muerto en el bunker de Berlín, sino muchos años después, en una estancia de la Patagonia. - No tengo problemas en verlo yo- dijo José enseguida. Le encargué que lo llamara e hiciera una cita en Roca. Con probar no perdíamos nada. Quedé otro rato mirando estúpidamente televisión. Después fui a comer una pizza, por dos razones: tenía hambre y la habitación del hotel ya me estaba produciendo malhumor. Caminé por Suipacha hasta 9 de Julio y de allí a Corrientes. No andaba nadie por la calle, tal vez porque era lunes a la noche, y era mayo, y hacía un frío bárbaro. Recalé en Guerrín y me senté a una mesa con buen ánimo. Pedí una chica de anchoas y una cerveza. No había mucha gente, pero igual el ambiente era cálido y lleno de risas, exclamaciones y charlas cruzadas. Pensé que alrededor de una mesa los argentinos siempre estábamos alegres. Después salíamos a la calle con cara de culo. La pizza estaba buena y me devolvió algo de optimismo. No me gustaba andar solo en Buenos Aires. Menos, comer sin compañía.


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Pero no habĂ­a consuelo posible: me esperaba la pieza de hotel, con el televisor colgando del techo como un vampiro. En lugar de chuparte la sangre, te absorbe el cerebro, de a poquito.

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Un avión me llevó a Neuquén después de una insoportable espera en el aeroparque. Durante el viaje leí los diarios. Hacía dos días que se había suicidado Yabrán y más de la mitad de cada edición le estaba dedicado. Todo estaba sembrado de dudas. Nadie creía en la muerte del empresario. Ni siquiera importaba que estuviera el cuerpo: increíblemente, era una prueba insuficiente. Pensé que era la misma duda que todavía despertaba Adolf Hitler, 53 años después de su muerte oficial en Berlín. De Neuquén a Roca hay un poco más de media hora de viaje, pero se hicieron más porque había mucho tránsito. Los álamos ya habían perdido las hojas, y los frutales parecían esqueletos contrahechos plantados en hilera. El auto alquilado tenía malos frenos, y el embrage totalmente desajustado. Pero me permitió llegar a tiempo a la cita que habíamos fijado con Castilla, en la corresponsalía del diario. El tipo estaba esperando sentado en un sillón, con la mirada clavada en la pared y un gigantesco bolso entre las piernas. Lo saludé extendiendo la mano. No me miró directamente a los ojos, sino medio de costado, como enfocando las patillas de los anteojos. Y apenas si me tocó con una mano viscosa. Sonrió con la mitad de la boca y me propuso que habláramos en un

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bolichito tranquilo que conocía. Desde una oficina emergió José. - Yo lo conozco, ahí se puede hablar sin problemas- dijo. Tenía el don de sorprender, pero lo sobreactuaba un poco. Me saludó con un abrazo, y guiñó un ojo como diciendo no te preocupés, está todo controlado. Abrí la puerta para que salieran Castilla y su bolso primero. Lo miré a José y le retribuí el guiño. Levantó las cejas como para recibir el gesto. Nos entendíamos bastante bien, y eso que nunca me gustaron los vegetarianos. El bolichito era realmente tranquilo, y además cálido. Pedimos café casi con obviedad. Los vidrios de las ventanas estaban empañados, y reflejaban un triste velador a pintitas puesto sobre el mostrador del boliche. Inauguré la charla mientras encendía un cigarrillo. - Castilla, aquí estamos. Díganos que tiene. Así no perdemos tiempo nosotros ni ustedCastilla miró de reojo y metió la cabeza como un ariete sobre la tabla de la mesa. - Mire, Vagnozzi, lo que yo tengo vale como para perder el tiempo. Si los llamé a ustedes fue porque me cayó bien lo que publicaron hasta ahora de los nazis en la Patagonia. Me pareció medido. Pero tienen muchas equivocaciones- ¿Y qué es lo que tiene?- cortó José. Castilla bajó todavía más la voz. Mantenía la cabeza como despegada del cuerpo, metida entre los dos. La posición me puso nervioso. - Tengo mucho. Tengo pruebas. Nunca nadie las tuvo. Yo las tengo de casualidad- dijo. Comenzó a revolver el café tomando la cucharita con la delicadeza de un torturador profesional. Me di cuenta porqué me parecía raro: era ambiguo, casi asexuado. - Bueno, Tal vez no sea indicado profundizar el tema en un bolicheme apresuré a decir.


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Todos miramos un rato por la ventana de vidrios empañados las luces de los autos que pasaban. Después volví a la carga, porque Castilla parecía decidido a no volver a hablar. -Estamos acá porque nos interesa el tema. Pero queremos saber las condiciones generales. O sea...¿quiere trabajar con nosotros, participar de la investigación, o simplemente vender las cosas?Castilla me miró de repente a los ojos, por primera vez en la charla. Lamenté la confianza que le había sugerido en el trato. Tenía una mirada realmente jodida. Daba un poco de miedo la fijeza. No era evasivo para mirar a los ojos, simplemente miraba cuando tenía que mirar. Y usaba el gesto como quien usa una pistola con silenciador. - Quiero plata, lógico. Pero también quiero trabajar con ustedes: yo no me arriesgo directamente, es muy peligrosa esta historiaDisfrutó un rato del suspenso, y después siguió mirándome a los ojos como un ave de rapiña. -Vos parecés buen tipo, pero medio ingenuo. No es como pensás. Yo no traigo nada en este bolso, ahí adentro no hay nada más que ropa sucia. Si quieren ver algo, lo tengo guardado en otro lugarJosé se dio cuenta que habíamos dado un paso en falso, e intervino rápidamente. - Está bien, está bien. Pero necesitamos saber cuál es el trofeo mayor- Es más de lo que piensan ustedes. Mucho más. Y está vivoLos ojos de Castilla se pusieron de repente burlones. Tomó de un trago el café que se había enfriado. Miré de reojo a José, corrí la silla para atrás y apagué el cigarrillo metiéndolo de cabeza en el pocillo. - Carajo. Hace calor acá- dije, y me puse colorado.

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No era la primera vez que el viejo conocido Hitler se mencionaba en charlas con gente medio extraña. Yo mismo -con José de testigo- había perdido tres horas hablando con un ingeniero polaco, en un hotel de Bariloche. El tipo aseguraba que había hablado con el capataz de la estancia de Santa Cruz en la que había muerto -anciano y achacoso- el asesino del bigotito chaplinesco. El ingeniero tenía grabados videos, el testimonio de una enfermera que había cuidado al dictador, lugares y un montón de datos creíbles. Encajaban perfectamente con la historia de la ruta de las ratas y el desembarco en submarino en las playas de Río Negro, en Caleta de los Loros, allí cerca de San Antonio Oeste. Paparruchadas de aficionado, concluyó José después de que me bancara un terrible dolor de cabeza escuchándolo al polaco y tomando como 20 cafés en un espantoso hotel cinco estrellas. La falla era siempre la misma: muchos datos, incluso testimonios, pero ninguna prueba directa. El mundo no estaba dispuesto a creer otra historia distinta a la historia sin pruebas contundentes. -Ojo, que lo de Castilla parece distinto- me dijo José, mientras viajábamos en el precario auto alquilado de vuelta a Neuquén, por la ruta chica, entre las chacras, para ir más despacio y poder hablar en el camino. -No se. El tipo parece seguro, pero viste que todos parecen seguros:

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son fanáticos de la propia historia que han creado. Vamos a ver si muestra algo serio, además de lo que dijo- Mirá, Rubén, yo te digo que me parece creíble. Vos sabés que al submarino lo tenemos ahí nomás, sólo hace falta un poco de suerte y otro poco de plata para encontrarlo. A mí me gusta lo de la chacra de Cervantes, es un verdadero hallazgo. Y si es cierto que el fulano estuvo ahí haciendo experimentos...- José, lo único que hay son unos huesos de mierda- me quejé, ya un poco cansado. - Son huesos humanos. Y no de mierda. Hay que hacerlos analizar lo antes posibleLa primera historia que nos había regalado Castilla era más que interesante. Hacía unos tres años, unos peones que estaban agrandando el canal de riego en una chacra de Cervantes habían encontrado unos huesos humanos. La noticia impactó, porque primero se entendió que podían estar vinculados con algún asesinato. Después se informó que los huesos eran antiguos y probablemente de indios. El caso fue archivado. -Pero no eran indios- nos había comentado con una sonrisa desdeñosa Castilla. -¿A quién pertenecían, entonces?- le habíamos preguntado ingenuamente. - A quién, no se. Pero sí se que esos huesos fueron desechos de los experimentos que en esa chacra hacía Menguele- remató con éxito Castilla, mientras observaba nuestras mandíbulas colgantes.

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La chacra era propiedad de Domingo Faustuzzo, un viejo radical que había llegado a ser senador nacional. En Buenos Aires, como todos los senadores, hacía una vida disipada. No parecía distinta a cualquier otra vieja chacra del Alto Valle. Una casona con techo a dos aguas, con paredes descascaradas y chimeneas llenas de tizne. Rodeada de álamos, con alguna planta de damascos y de nueces, una entrada bordeada por parras entrelazadas. En el patio, el pozo para sacar agua debía tener por lo menos 100 años. Faustuzzo no vivía allí, claro. La casona estaba habitada y cuidada por un matrimonio de viejos chilenos. Una parte estaba clausurada, según pudimos averiguar por chismes de los vecinos. Sin embargo, el casco central estaba en muy buenas condiciones, porque Faustuzzo mantenía allí un salón con biblioteca que se utilizaba para reuniones políticas. Alguien nos dijo que la casona también tenía un sótano que oficiaba de bodega en los buenos tiempos. Confirmó un dato prometedor: se decía que en la época de Perón había estado viviendo en la chacra de al lado un extranjero, un tipo muy correcto que salía poco, y que había desaparecido tan calladamente como había llegado. -Pregunten en el pueblo, allí hay gente vieja que se acuerda muy bien de todos- nos aseguró un puestero lleno de tierra en las manos y de

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arrugas en la cara. Miramos un poco por los alrededores, pero no mucho, porque sentíamos todo el tiempo los ojos de los chilenos pegados en la espalda. Así que subimos al auto y nos fuimos hasta el pueblo. Llegamos en mala hora para un domingo. Se notaba que todos estaban durmiendo la siesta. Algunos perros nos ladraron, algunos chicos nos miraron como extranjeros. Vimos una farmacia con el cartelito “de turno” pegado con cinta adhesiva en la puerta. Paramos allí. José se bajó y yo prendí otro cigarrillo. Esperé pensando que estos pueblos de fruticultores en decadencia cada vez se parecían más entre sí. José se asomó por la puerta entreabierta y me hizo una discreta seña para que bajara del auto. La farmacia era horriblemente vieja. Estaba oscura como una cueva, pero no alcanzaba para disimular las paredes descascaradas. Lo poco de pintura que quedaba era de un color verde apagado y parecía musgo. Detrás del mostrador nos miraba un viejo de cabellos blancos y sonrisa desdentada. -Te presento a Don Horacio- me dijo José, con un extraño brillo en los ojos miopes- que tiene algo para mostrarnos. Don Horacio me extendió una foto metida en un marco de madera negra, media despegada en uno de los ángulos. Estaba él allí, muy jóven, con abundante cabellera oscura. Detrás se veía una resplandeciente farmacia llena de frascos con drogas: la misma en la que estábamos ahora. Al lado de Don Horacio había un hombre alto, de pelo muy corto y ceño adusto. -Es Joseph Mengele- Dijo José.

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Don Horacio resultó ser un viejo amable. Hacía poco que había quedado viudo, y quizá por eso se aferró a nosotros casi con desesperación. Cerró las puertas de la farmacia y nos hizo pasar a la casa. Nos sentamos a una mesa cubierta por un mantel de hule floreado y destapamos una cerveza recién sacada de la heladera. - Mengele estuvo aquí por lo menos tres años. Vivía en la chacra de Wendhers, eran amigos- Lanzó Don Horacio, sin inmutarse, después del primer trago. - ¿Y ustedes sabían quién era? -pregunté. - Sabíamos que era alemán, que era importante y que andaba medio escondido. Pero el tipo era amable, educado y sabía muchas historias. Y por aquí anduvimos siempre medio aburridos- se rió Don Horacio. - Nosotros tenemos entendido que hacía experimentos, experimentos con gente, y que hasta hubo muertos- se animó a tirar José, echándome una mirada rápida como para ver mi reacción. Don Horacio siguió riéndose. Volcó el poco de cerveza que quedaba en el vaso, con un súbito envión, hacia las profundidades de su esquelética garganta. - Já...no son los primeros que me preguntan eso- Pero...usted sabe algo?- dije yo, la voz un poco trémula. Don Horacio dejó de reirse de repente. Apoyó el vaso sobre el hule floreado. Tiró para atrás la silla, se puso de pie, y fue caminando hasta

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una pared. Había allí un retrato, una mujer. Lo miró largo rato. - Mengele era un científico. Era nazi, sí. Pero acá no jodió a nadie. Estuvo con Wendhers y su familia un tiempo y después se fue. Por lo que sé, a Paraguay- dijo, de un tirón y mirando hacia algún punto en el centro del cuarto donde nosotros no estábamos. Lo miré a José. No parecía oportuno insistir por ahora. El viejo estaba como en un estado de ensoñación. Y la cerveza se había terminado. Anotamos el número de teléfono de la farmacia, y quedamos con Don Horacio que volveríamos a verlo, para hacer un reportaje. Saludamos y nos fuimos. El pueblo parecía más viejo y más chico a la hora de la tardecita. Un perro nos ladró todo el tiempo hasta que salimos con el auto y encaramos la calle que lleva a la ruta 22. - Hay que ver de nuevo a Castilla. Si este tipo tenía una foto de Mengele, y la mostró con tanta tranquilidad, los souvenirs de Castilla tendrán que ser muy buenos como para pagar- dijo José. Abrí la ventanilla para dejar salir el humo de mi último cigarrillo. El viento entró y trajo olor a humo de hojas quemadas. - Mañana nos vamos a Roca y lo buscamos. Pero no vamos a avisarle por teléfono. Mejor le damos una sorpresa, total tenemos la dirección del departamento. Ahora ya sabemos algo que tal vez el no sepa. Hay un testigo de que Mengele vivió aquí, y quién sabe cuántos más habrá. Habrá que investigar también a Wendhers. Pero atando todo esto a la historia de los submarinos...se arma una historia bárbara- Es una historia bárbara ya. Pero hay que verlo a Castilla. Yo no estaría tan seguro de que no conoce a Don Horacio. Acordate que nos contó muy pocoPegué una última pitada, y el cigarrillo me quemó los labios. Lo tiré por la ventanilla mientras imaginaba titulares. El mejor de todos recorrería el mundo: “Exclusivo: las pruebas de que Hitler vivió y murió en la Patagonia Argentina”. Lo miré a José con el rabillo del ojo. Iba pensativo, con una mano sosteniendo su eterna libreta de apuntes y la otra descansando flojamente sobre una pierna.


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Bajé la velocidad del auto y me detuve en la casilla del peaje. Nos esperaba el diario y su rutina. Al otro día, por la mañana, nos haríamos una escapada hasta Roca. Buscaríamos al misterioso señor Castilla. Trataríamos de sacarle más datos y pruebas de la presencia nazi en el Alto Valle. Pagando lo menos posible, eso sí. El periodismo argentino nunca dio para gastar mucha plata.

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Al otro día me levanté cansado. Tuve una mala noche, llena de pesadillas confusas. Y el gato del vecino corrió por el techo todo el tiempo, atacado seguramente por un celo irrefrenable. Preparé el mate y me senté a leer los diarios. La competencia nos había ganado con un par de noticias, pero la foto nuestra de tapa era mucho mejor. Estaba afeitándome cuando sonó el teléfono. Era José y me hablaba en viaje hacia Bariloche. La mujer había tenido una crisis de hipertensión. Ya estaba bien, pero el se quedaría. Había que ocuparse de los chicos. De manera que tendría que ir solo a Roca para ubicar al amigo Castilla. Metí un casete y me dediqué a escuchar música clásica en el viaje. Mejor que poner la radio: los programas de la mañana eran todos muy malos. La ruta chica estaba despejada, el día era espléndido, y el sol prestaba a través de los vidrios del auto la mejor calefacción posible. Pensé que estábamos a punto de cumplir tres años desde el comienzo de la investigación. Había empezado José desde Bariloche, a partir del caso Priebke. Después habíamos tomado contacto con gente de Chile, muy vinculada a la Colonia Dignidad. De allí habíamos sacado una copia del pasaporte falso de Martin Bormann, y el núcleo de nuestra todavía precaria historia: los nazis habían desembarcado en la costa de Río Negro, en algún punto entre

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Viedma y San Antonio. Y habían llegado hasta allí en submarino. José había viajado a San Antonio. Encontró allí testimonios de muchas personas. Algunas dijeron que habían visto la nave, asomando en una bajamar entre las rocas. José ubicó a un aviador que había tomado fotografías durante un vuelo de instrucción. En la foto se veía claramente la silueta alargada de un submarino, delineada sobre la superficie gris del mar. Publicamos todo: la noticia dio la vuelta al mundo pero nadie le dio demasiada importancia. Buscando más testimonios ubicamos la zona donde supuestamente los nazis habían hundido la embarcación. Todos los testimonios señalaban a la Caleta de los Loros. Un desolado paraje con playas inmensas y un lugar especial para desembarcos, con una lengua de mar que penetraba en la costa como un manso río. Cerca de allí, en una estancia, José encontró un corral de ovejas con un bebedero construído con chapas de esvásticas grabadas. Pertenecían a tanques de combustible que utilizaban los submarinos para reabastecerse en combate. Buscamos el submarino dos veces. Las expediciones fueron un fracaso. Pero los fracasos le daban a José más fuerza que los éxitos. Era probable que estuviera renegando por el ataque de hipertensión de su mujer, que le impedía viajar a Roca, verlo otra vez a Castilla y sacar, quizá, una nueva punta para hacer de nuestra historia una versión irrefutable. Cuando llegué a Roca ya era el mediodía. Un hervidero de autos y empleados que corrían apurados a comer hacía que el centro se pareciera al de una ciudad más grande. Maniobré con el vidrio de la ventanilla del auto bajado, sacando un brazo afuera, porque el sol estaba fuerte y el invierno se transformaba rápidamente en primavera. Pude estacionar a media cuadra de donde vivía Castilla. Era un edificio de departamentos que parecía abandonado apenas uno traspasaba la puerta.


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Según los datos de mi libreta, Castilla vivía en el tercer piso, departamento B. Subí por una escalera polvorienta, apoyando la mano de vez en cuando en las descascaradas paredes, porque la luz del día no entraba fácilmente a través de las sucias ventanas del pasillo. Llegué casi cansado hasta la puerta oscura en donde relucía una B de metal. Toqué el timbre. Pero ningún sonido se escuchó a través de la madera. Me sentí como el personaje de una película de misterio: ahora tantearía el picaporte, y la puerta se abriría. Hice lo que hubiera hecho el personaje, y funcionó. La puerta se abrió sin hacer ruido. Antes de poder sorprenderme, estaba mirando una habitación casi totalmente vacía. Al fondo, directamente frente a mis ojos, había una pared amarillenta, con un colchón apoyado verticalmente como única decoración. Fui bajando los ojos en cámara lenta, como si un imán me llevara a repasar los detalles de a poco. Había una gran mancha oscura en el piso. En el medio de esa mancha estaba Castilla, tendido cómodamente sobre los mosaicos. Me miraba con los ojos fijos de un pescado irremediablemente muerto.

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De repente me encontré corriendo escaleras abajo, sofocado y con la saliva atragantada en la garganta. Supe que no podía bajar y salir corriendo a la calle: yo no lo había matado. Me senté en un escalón mugriento, y traté de respirar hondo. Saqué un cigarrillo, lo encendí y me lo tragué de un solo pitazo. Castilla estaba muerto. Asesinado. Kaput. Con las piernas transformadas en dos medusas ascendí de nuevo por las escaleras. Allí estaba. Me acerqué todo lo que la sangre seca del piso me lo permitió. Tenía un enorme agujero en la garganta. Un brazo extendido y el otro por debajo del cuerpo. Los mocasines se le habían salido. Los ojos apuntaban hacia la puerta: esa mirada se había quedado con la espalda del asesino, para siempre. Cerré la puerta y me dediqué a encontrar algo que pudiera servir. Pero el departamento parecía más un aguantadero que un lugar donde vive alguien. En la cocina apenas había una mesa y cuatro sillas, una máquina para hacer café y un repasador colgando de un llavero de pared. El dormitorio estaba vacío. La sala donde estaba el muerto tenía sólo un colchón vertical, apoyado

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sobre la pared. En un rincón, estaba el bolso que Castilla había llevado a nuestra cita en el café. Como dijo aquella vez, estaba lleno de ropa sucia. Me acerqué al muerto: desde atrás, el charco de sangre ocupaba menos superficie. Si había algo en la habitación de interesante, tenía que estar cerca de ese cuerpo. Era difícil quitar la mirada del enorme tajo oscuro que le había dibujado la última mueca al hermético rostro de Castilla. Lo intenté, y repasé la ropa tratando de encontrar algún bolsillo abultado. No encontré nada. Salí al pasillo y volví después a la habitación. En medio de la confusión que tenía en la cabeza, una especie de voz que no reconocía como la mía decía una y otra vez que tenía que encontrar algo, que tenía que aprovechar la oportunidad. Me decidí y empecé a sacar una por una las prendas guardadas en el bolso. Me consolé pensando sin ningún sentido que en la ropa no quedarían grabadas las huellas digitales. Pero allí no había nada más que mugre desagradable. Empecé a dar vueltas como un imbécil por la habitación. Me sentía el más boludo de los mortales. En una de las vueltas, tropecé con el borde del colchón y me vine abajo. Me levanté, transpirado y puteando con los dientes apretados. Cuando apoyé la mano sobre el colchón que ahora estaba tirado en el piso, sentí algo duro. Sí, allí, justo en el medio, había algo guardado. Era un colchón barato, de esos de gomaespuma, con una funda que tiene un cierre relámpago en uno de sus extremos. Lo abrí y lo fui corriendo con cuidado. Encontré tres finas libretas de tapa negra, sujetadas precariamente con una cinta de embalaje a la gomaespuma del triste colchón de Castilla. Las revisé rápidamente. Eran viejas, raídas, con hojas amarillentas.


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Estaban llenas de nombres y direcciones. El primer dato se correspondía con quien presuntamente había sido el propietario de las libretas: José Wendhers. Las guardé en el bolsillo, traté de dejar todo como estaba, y decidí que ya era hora de avisar que la humanidad tenía un ladrón menos. Cuando salí a la vereda el gentío se había esfumado como si hubiera caído una bomba neutrónica. Subí al auto, agarré el celular y llamé. Primero al diario: nuestros fotógrafos tendrían la primicia. Después a la policía.

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Los trámites en la comisaría me demoraron hasta las 10 de la noche. A esa hora me puse a escribir una apurada nota describiendo el lugar del crimen y el hallazgo del cadáver. Nuestro diario vendería mucho al otro día. De paso me enteré por los muchachos de policiales que Castilla tenía un proceso pendiente por un robo al banco, en Santiago del Estero. Ajuste de cuentas, dijo el comisario cuando se le preguntó por el motivo del crimen, pero siempre decían lo mismo. José pensaba distinto. - Ojo, Rubén. Acá pasa algo y es pesado. Castilla habrá sido un ladrón, pero en Roca estaba más o menos limpio. Ojo, que este tipo estaba metido en algo más grande, y los nazis tienen que ver- me dijo por teléfono desde el hospital de Bariloche. Le dije que no se preocupara, que no pensaba hacer nada más raro que meterme en la cama y mirar televisión hasta dormirme. Pero en lugar de eso lo llamé a Gustavo Regina. La adrenalina me mantenía despierto, sin hambre ni sueño. - Vos me comentaste algo de unos huesos que habían encontrado en una chacra. Después Castilla también nos dijo algo. ¿Sabés algo más?le pregunté. - Mirá, lo único que sé es que la causa se cerró. Los huesos deberían estar todavía en el juzgado- me dijo Gustavo. Todavía no terminaba de creer que habían asesinado a Castilla.

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Pregunté y obtuve la dirección del juzgado de Roca donde deberían estar los misteriosos huesos. Castilla había dicho que provenían no de un cruento episodio de la conquista del desierto, sino de un experimento de Mengele en Cervantes. Entre los dos hipotéticos hechos había muchos años de diferencia. Lo único que había que determinar era la edad de la osamenta, algo que seguramente la justicia no se había molestado en hacer. Me quedé hasta que empezó la impresión del diario y fui a tomar un wisky con la edición fresquita. El titular estaba en el medio de la tapa, acompañado por una foto del cuerpo, con el rostro piadosamente tapado por un pullover. Nada se decía allí sobre la conexión nazi: habíamos acordado mantenerla en secreto. Nada le habíamos dicho a la policía, que se tragó la excusa de que habíamos estado con Castilla porque queríamos alquilar un local que tenía en el centro. Estaba por mi tercer wisky cuando alguien corrió una silla y se sentó a mi mesa. Era Daniel Schuster. Me tocó el brazo con una palmadita amable, llamó al mozo, pidió un café, me miró a los ojos y dijo: - Vagnozzi, Vagnozzi...vos sí que sos un tipo de suerte. No todos los días uno puede encontrar un muerto de tapaEncendí un cigarrillo y manotié el aire para pedir otro trago. Schuster tenía plata, era dueño de una radio, era inteligente. Pero lo que más me interesó en ese momento es que era destacado miembro de la comunidad alemana del Alto Valle. - Suerte o desgracia, vaya uno a saber. Castilla andaba en cosas rarascomenté. - No lo conocía al tipo. Pero un degollado en pleno centro de Roca siempre llama la atención- respondió con velocidad. - Será por eso. Habrán querido llamar la atención los asesinos. A mí me parece un mensaje. La mafia, algo por el estilo- La mafia, la mafia...ustedes ven mafiosos por todos lados- se rió


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Schuster. - El tipo andaba atrás de los recuerdos. Tenía cosas interesantes para contar. Tema nazis- le tiré, sin pestañear. Schuster se puso serio. Y me pareció que también estaba repentinamente nervioso. Se tomó el café de un trago. - Me parece poco serio. Ustedes están obsesivos con esa cuestión. Ya te lo dije cuando inventaron la historia esa de los submarinos. Es una leyenda infame, te lo digo yo- Castilla lo conocía a Wendhers. Y sabemos que Wendhers escondió a Mengele en su chacra- insistí, con la tranquilidad de estar medio borracho además de cansado. - Novelas, Vagnozzi. Wendhers fue un chacarero pacífico, más bueno que el pan. Preguntale a cualquiera que tenga más de 30 años en el Valle. Además, no tenía nada para esconder. Por favor...un tipo que hasta fue presidente de la Cámara de Productores...- Tu viejo lo debe haber conocido bien- dije. El padre de Daniel Schuster era un próspero comerciante de Cipolletti. - Mi viejo no lo conocía bien. Y si veo que sale algo en el diario te juro que te hago mierda- escupió. De repente quedé solo de nuevo. El tipo se había enojado. Me quedó la sensación de que muchos se enojaban con este tema, pero al mismo tiempo nadie desmentía realmente nada. De alguna manera me arrastré desde la mesa del café hasta mi cama, ubicada en algún lugar de la galaxia. Soñé toda la noche con la garganta cortada de Castilla. El tipo gritaba para avisarme de algo, pero el sonido se le escapaba por el agujero, junto con la sangre y la vida.

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A las ocho y media de la mañana tomé un taxi para ir a Roca. Me dolía tanto la cabeza que ni ganas de manejar tenía. Viajé con la ventanilla abierta, dejando correr el viento y escuchando la radio del taxi. Los tangos siempre sonaron raros entre las alamedas y el polvo del valle. Pero ese día contribuyeron a despejar mi atormentado cerebro. Y consiguieron que olvidara un poco la mueca postrera de Castilla. El juzgado estaba en un pobre edificio de paredes descascaradas. Me atendió un tipo con la corbata torcida y una expresión de aburrimiento que te quitaba las ganas de seguir con vida. Con gesto desganado aceptó mis credenciales y me mandó hacia un secretario. Media hora después tuve entre mis manos un polvoriento expediente y una mala noticia: el caso de los misteriosos huesos se había cerrado sin resolver ningún punto del misterio. Y los huesos ya no estaban bajo custodia judicial. Los habían devuelto a Cervantes. Inutil fue preguntar si se les había practicado alguna pericia que no figurara en el expediente. El secretario no sabía nada y el juez estaba muy ocupado como para atender semejante minucia. Salí del juzgado resuelto a no entregarme tan fácil. Llamé otro taxi y salimos para Cervantes. Los tangos de la radio habían terminado y ahora se transmitía un confuso programa de esos donde los locutores hablan boludeces intercalando algún tema musical de moda. Llegué a la municipalidad de Cervantes un poco dormido.

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Arremetí directamente contra el intendente. El tipo se mostró contento de que la prensa visitara a una Comuna tan olvidada, me invitó con café y se pavoneó un rato detrás del escritorio. Le expliqué que estaba buscando unos huesos encontrados en una chacra, llevados a Roca para la instrucción de la causa judicial y retornados a Cervantes. -Los huesos de los indios...pero claro, si los debo tener yo por aquí nomás- me sorprendió el intendente. Y estaban. En una caja de cartón, metida debajo de una estantería, entre millones de papeles y cosas viejas como canillas usadas y herramientas oxidadas. Había un fémur, la mitad de un cráneo, un pie semidestruído, y algunas otras partes del esqueleto que mis lejanas nociones de anatomía no me permitieron reconocer. En un momento de descuido del empleado que me acompañaba, metí el fémur en el maletín mientras sacaba la cámara. Saqué un par de fotos y devolví la caja a la oscuridad de su estante, sin que el tipo se diera cuenta de nada raro. Me despedí del intendente y volví contento a Neuquén, mirando de vez en cuando el hueso. No parecía guardar ningún terrible secreto. Era un hueso común y corriente, tamaño normal, quizá un poco chico. El portador en vida debía haber muerto joven. Me lo imaginé siendo torturado por Mengele, pero me pareció algo tan improbable que largué una risita. El taxista me miró por el espejo un tanto alarmado. Escondí el hueso y prendí un cigarrillo. El tipo siguió manejando convencido de que transportaba a un loco. Llegué al diario y me pasaron un mensaje de José. La mujer ya estaba en casa y él se volvía. El avión aterrizaba en media hora. Tomé un café apurado y salí para el aeropuerto. Llegué cuando el avión se perfilaba sobre los álamos. Siempre quedaba la impresión de que tocaría la punta verde y se estrellaría sobre la pista.


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José bajó del avión con su ridículo bolsito azul de siempre. Nunca llevaba más que algunos calzoncillos en sus viajes. Nos sentamos a una mesa del restaurante del Holiday dispuestos a almorzar y decidir los próximos pasos. Le conté las últimas novedades y lo que había pasado en el departamento de Castilla, con lujo de detalles. - Estas libretas son importantísimas- se entusiasmó, revisando los documentos que yo había sacado del mísero colchón del muerto. - Las direcciones habría que chequearlas. Hay una pila de jerarcas conocidos- comenté con cierto orgullo. - Por lo pronto, la dirección de Priebke está bien. Las de Córdoba son fáciles de chequear, podríamos poner a uno de los muchachos del diario de allá. Rubén, esto es espectacular, pero tendríamos que guardar estas libretas en lugar seguro. Tal vez es lo que buscaban los asesinos de Castilla- reflexionó José. - No sé...si pasaron tantos años y nadie les dio bola a los nazis...¿porqué de repente se iban a poner como locos?- Tal vez porque todos estos años estuvieron seguros, y recién ahora se sienten amenazados- Me dejás más tranquilo. Sería lo único que le faltaba a este país. Tener que lidiar con los descendientes del führerJosé me miró con una sonrisa angelical. - ¿Qué diferencia hay con tantos gobiernos que hemos tenido?- dijo.

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Decidimos hacer las cosas bien y con paciencia. Así que mandamos el hueso y las libretas a verificar. El pedazo de osamenta a un laboratorio, para tener el ADN y la antiguedad. Las libretas se las encomendamos a un tipo de confianza para que las llevara a Alemania, y la vieran allí los del grupo que seguía investigando la teoría de Hitler vivo después del ‘45. Nosotros nos fuimos a ver a Don Horacio, el hombre de la vieja farmacia de Cervantes. Pero sólo encontramos un cartelito, pegado con la misma cinta adhesiva usada para avisar los turnos. Este no estaba hecho con letras de imprenta. Alguien, con mano insegura, había garabateado “cerrado por duelo”. Con el corazón palpitante y puteando por la mala suerte nos fuimos a la única funeraria del pueblo. Allí lo encontramos a Don Horacio, metido en un ataud y con la boca cerrada para siempre. El dueño de la funeraria nos explicó que lo había encontrado la señora que hacía la limpieza de la casa, medio caído de la cama. Hemorragia cerebral, dijo el médico. Así que lo llevaron derecho para la funeraria, porque Don Horacio Freichber había sido un hombre previsor, y tenía pagado el servicio, así como también la tumba en donde sería enterrado, al lado de la de su esposa, en el pequeño cementerio de Cervantes.

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Salí a la puerta de la funeraria para fumar un cigarrillo. José me acompañó con gesto meditabundo. - El segundo muerto de la semana. Y tiene que ver con nuestra investigación. Es como para preocuparse- dijo. - Hagamoslo pasar como muerte natural en este caso. No se si nos conviene un ataque de paranoia- contesté, intentando ser optimista. - Qué paranoia? Son hechos concretos. Castilla se quedó sin garganta, Don Horacio sin cerebro. Y nosotros, sin datos fundamentales- Todavía podemos hacer algo. Me gustaría saber lo que hay en la casa del viejo. Además, el original de la foto en la que aparece Mengele no se puede perder- ¿Cómo hacemos?- preguntó José, recuperando de pronto las ganas de vivir. Resolvimos jugar a los detectives. Conseguimos la dirección de la mujer que encontró al muerto. Nos costó doscientos pesos que nos diera las llaves de la casa, bajo juramento de que no nos llevaríamos nada y no estaríamos más que media hora dentro de la vieja morada de don Horacio. Ella misma vigilaría el tiempo, acompañada por su marido, un corpulento morocho con cara de perro poco amigable. Entramos por una puerta lateral, que daba a un pasillo y desembocaba en la cocina donde Don Horacio tomaba sus mates a la mañana y donde nosotros habíamos compartido una cerveza. La casa era oscura y tenebrosa, y tenía ese olor nauseabundo que siempre hay en las casas de los viejos muertos. -Vos revisá la pieza. Yo voy a buscar en los muebles del comedor- musité en voz baja, mientras sentía una especie de ardor en el estómago. José se metió en el dormitorio del viejo. Allí lo escuché comenzar a abrir cajones y revolver cosas. Encaré un aparador de fórmica saltada. No había nada allí más que vasos grasientos, tenedores y cuchillos de acero barato. Abrí otro cajón y encontré la foto que nos había mostrado Don Horacio el día que nos conocimos. Con la ayuda de un cuchillo le quité el papel de atrás del marco, doblé


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un par de clavitos y quité la fotografía desde donde, con gesto adusto, nos miraba un Mengele que se sentía a salvo en la Patagonia. Estaba buscando alguna otra cosa que pareciera interesante, cuando escuché una exclamación de José. Fui corriendo al dormitorio. Mi compañero estaba hundido en el cajón de una vieja cómoda apolillada. Me mostró un atado de papeles sujetos con una gomita. Eran recetas, y todas estaban a nombre de Wendhers. Se podía hacer una completa lista de drogas con ellas, la mayoría de las cuales no sabíamos para qué podían usarse. Pero bastaba ver las fechas. Eran todas de un período que iba entre diciembre de 1960 y julio de 1961. -Don Horacio le vendió estas drogas a Wendhers. Pero se me ocurre que no eran para él, sino para el amigo Mengele- dijo José, con una sonrisa de triunfo asomando entre la barba. - Y Mengele sí hizo experimentos en la chacra de Wendhers- Y es probable que los haya hecho con chicos, pendejos que después desaparecieron- siguió José. De repente, sonó el teléfono. Un escalofrío casi me hizo caer al piso. Se me cayeron las recetas, que José se apuró en volver a agarrar y guardar en sus bolsillos. Con las piernas temblando, fui hasta el comedor. El teléfono, negro y viejo, retumbaba contra las paredes descascaradas. Desde la puerta, José me hizo una ridícula seña para que nos fuéramos, como si quien estaba llamando pudiera escucharnos sin que se levantara el tubo. El aparato sonó un rato más y después quedó en silencio. Pusimos los cajones en su sitio, acomodando los papeles que no nos interesaban. Don Horacio había guardado cientos de recortes de diarios, la mayoría de ellos con noticias deportivas. Era evidente que su pasión había sido el automovilismo. Nos llevamos la foto y las recetas. No abultaban en el bolsillo y nadie notaría su ausencia. Le devolvimos las llaves de la casa a la mujer de la limpieza, que esperaba con su guardaespaldas en un viejo ford falcon. En la calle del pueblo no había nadie más que nosotros y nuestro

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entusiasmo. Subimos al auto y enfilamos hacia la ruta 22. Teníamos la mitad de la batalla ganada. Y el principio de una gran historia. No sabíamos el final. Si lo hubiéramos sabido, jamás habríamos entrado a la vieja farmacia del pobre Don Horacio.

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Dos días después de la visita a la vieja casa del finado Don Horacio Freichber, me llamó por teléfono el senador Domingo Faustuzzo. - Vea, entiendo que usted está en una investigación que me involucra. Quiero verlo- me dijo sin dar ninguna vuelta a la cuestión. - Diga usted donde y a qué hora- le contesté sin demorar más que unos segundos. - Lo espero mañana en la chacra. Así podrá usted sacarse unas cuantas dudas que debe tener- me sorprendió. Colgué y llamé enseguida a Mariano González, el responsable de política del diario. Si no sabía él en qué andaba Faustuzzo, no lo sabía nadie. - Domingo está de bajo perfil desde hace rato. Se le termina la senaduría a fin de año, y dice que se tomará un descansito de la política. Según dicen los muchachos, el descansito es un viaje a Houston, para terminar de arreglar unos negocios que tiene en común con Saldatierra, el que fue gobernador, vos te acordás- me largó de un tirón Mariano. - ¿Se le conoce algún quilombo, algo con la justicia que tenga o pueda tener cuando se quede sin fueros?- quise saber, por las dudas. - Ya te digo que se ha manejado con bajo perfil, así que si va a tener o no quilombo no te podría decir. Yo creo que no ha afanado más que el común. Y lo más grueso en lo que anduvo fue cerrar unos negocios para la provincia en Medio Oriente. Pero no eran por mucha plata...Le di las gracias y colgué. Faustuzzo estaba seguramente enterado

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de todo lo que estábamos haciendo con José. Algún alcahuete de la municipalidad de Cervantes le habría comentado lo de los huesos. Ese era el punto en donde entraba a tallar el honorable senador. Busqué una vez más en la colección del diario la noticia del hallazgo de los restos humanos. Lo único que se mencionaba era que la chacra era propiedad de Domingo Faustuzzo. En ese momento a nadie se le ocurrió molestar al congresista con alguna pregunta que pudiera sonar inoportuna. Esa noche cené solo y repasando toda la colección de recortes y apuntes de la investigación de los nazis. El tema Mengele aparecía primero en Bariloche, vinculado a Martin Bormann. Después se hacía la vinculación con el Alto Valle. Pero si las anotaciones de las libretas eran auténticas, en realidad la red se comenzaba a tejer desde aquí para el sur: entre las chacras había estado la estrategia para hacer aparecer y desaparecer a los jerarcas, con la ayuda del gobierno de Perón y el total poder que tenía después de la segunda guerra. Que las anotaciones eran auténticas, y probablemente hechas de puño y letra por Wendhers, no me cabía mayor duda. Por algo lo habían liquidado a Castilla. Buscaban el tesoro más preciado, el que yo encontré de casualidad metido adentro del colchón. Porqué los asesinos no lo habían encontrado, era un misterio o una casualidad, o tan solo el destino que me estaba reservado. Me acosté después de mirar un par de películas que había alquilado para acrecentar mi obsesión. Una era Masacre en Roma, esa con Mastroiani que intenta recrear la matanza de las fosas ardeatinas, la que le costó la prisión y el escarnio a Erich Priebke, el buen vecino de Bariloche. La otra me interesó más, pese a que ya la había visto, cuando era un pibe y no soñaba con seguir los pasos de Mengele en Argentina: en Los niños del Brasil se especulaba con un angel de la muerte vivito y coleando, que había conseguido su objetivo de reproducir a Hitler en clones y desparramarlos por el mundo. Una idea terrorífica, que la misteriosa chacra de Cervantes y los huesos


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enterrados actualizaban de manera insólita aunque posible. Toda la noche soñé, pero esos sueños que uno no recuerda cuando despierta. Tomé unos mates amargos, me fumé un par de cigarrillos, leí los diarios y salí para encontrarme con el senador Faustuzzo.

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Me recibió con una sorpresa. Sentado en un sillón de la sala donde Faustuzzo tenía una interesante biblioteca, fumando distraidamente y mirando por la ventana el apacible mundo de las chacras valletanas, estaba también Daniel Schuster. - El amigo me comentó que usted estaba investigando a los alemanes, y me pareció que podía participar de nuestra charla- comentó el senador después de pedirle a una vieja arrugada que preparara unos mates. Schuster me envió como por telegrama una rápida sonrisa, gozando tal vez de mi desconcierto. - Salud, Vagnozzi. El valle es un pañuelo- dijo. - No creo que la radio deba difundir ni participar de cuestiones que nadie sabe si son ciertas- contesté tratando de parecer inteligente. - No estoy aquí como dueño de una radio, sino como representante de una colonia alemana que no quiere que se boludee con el pasado, ni que se la ande confundiendo con nazis y asesinos- masticó cortante Schuster. - Bueno, vamos tomar unos mates -intervino Faustuzzo- pero con toda tranquilidad. Es un tema interesante para el periodismo, y yo siempre que puedo colaboro como mis amigos de los diariosFaustuzzo ya estaba armado con un termo de plástico y un mate de plata con bombilla repujada en oro. Nos sentamos en los profundos sillones de la biblioteca de la chacra. La mayoría eran libros de leyes, y tomos de colección de novelas

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clásicas. Nada parecía estar muy usado ni leído. - Usted dijo que tenía algo que contarme. No sé si para alentarme o quitarme las ganas- esbozé después de la primera chupada. El mate estaba muy bueno. El senador era un experto, por lo visto. - No puedo negar que lo que ustedes investigan me ha preocupado. Sobre todo porque toca a vecinos antiguos. Buena gente, la mayoría de ellos - retrucó Faustuzzo. - Esto ya me lo había dicho Schuster- repliqué. - No fue una advertencia. Apenas una inquietud- dijo Schuster. - De cualquier manera, aquí se trata fundamentalmente de uno que a usted le preocupa y a quien yo conocí muy bien- El senador cebó otro mate y se lo alcanzó a Schuster. - Usted habla de Wendhers, me imagino- apunté, creo que sin vacilar. - El mismo. Un buen tipo. Ya está muerto, y no creo que valga la pena ensuciar a alguien que lo único que hizo en la Argentina fue contribuir a desarrollar la Patagonia- discurseó el senador. - Y de vez en cuando, esconder a algún jerarca nazi perseguido por media humanidad civilizada- disparé casi sin miedo. - Mire, Vagnozzi, acá estamos en confianza y sin grabadores. Usted sabe perfectamente que algunos jerarcas pasaron por el país. Y que pasaron por acá. Pero no hicieron nada malo. Al contrario: dejaron plata. Y ayudaron a los gobiernos. No me venga con pelotudeces ideológicas. Por lo que se, usted no es un periodista de izquierdadijo Faustuzzo. Hizo sonar el mate con una chupada descomunal, lo volvió a llenar con delicadeza y me lo alcanzó con gesto campechano. - Soy periodista, y con eso me alcanza. Pero usted tenía algo que contarme, además de sus preocupaciones- le dije, como para que no se desviara la charla. - El senador tiene muchas cosas para contar. Y de primera mano, no como las que te han contado esos mercachifles que quieren sacarle plata a los diarios- volvió a disparar Schuster. - En primer lugar, esos huesos que encontraron acá no tienen nada que ver con los nazis. Yo hablé con los forenses que los revisaron y estaban seguros que son de algún finado que pasó por aquí antes de


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que Hitler nacieraFaustuzzo dejó el mate en una mesita de patas arqueadas que debía costar más que mi casa. Se levantó y se puso a mirar por la ventana, hacia los álamos. - En segundo lugar, le quiero decir que es cierto que por aquí anduvo Mengele. Wendhers lo albergó un tiempo porque no podía traicionar a un compatriota. Pero apenas pudo lo fletó: no estaba de acuerdo con los nazis- Eso fue en 1960 y estuvo como 3 años- arriesgué, casi sin respirar. - No. Estuvo apenas unos meses. Se lo digo yo, que vivía aquí mismo cuando sucedió. Todos le dijimos a Wendhers que no le convenía tener guardado a semejante personaje, que era muy peligroso porque lo buscaban los judíos. - Usted lo pinta a Wendhers como muy ingenuo. Pero yo tengo información de que el tipo manejaba toda una red de radicación para nazis prófugos. Un eslabón en la ruta de las ratas- largué, persuadido de que saldría indemne de la chacra pese a todo. Faustuzzo se dio vuelta y me miró. Como estaba a contraluz no le vi los ojos: sólo el bigote moviéndose a medida que hablaba. - Esa información yo no la tengo y tampoco la creo. Pero además me ofende, porque hace presumir que todos fuimos o boludos o cómplicesEl bigote de Faustuzzo dibujó una mueca de disgusto. Schuster se revolvió en el sillón y disparó munición gruesa: - Vagnozzi, si vos hablás es porque tenés algo. Y será mejor que nosotros lo sepamos- Vine porque el senador me quería contar algo. No para compartir información periodística- Entonces no tenés nada- dijo Schuster. - Mengele andaba con un muchachito- dijo Faustuzzo. Sentí como una descarga eléctrica. Di vuelta la cabeza en cámara lenta: de Schuster hacia el senador. La silueta me seguía apuntando a contraluz. Pero había vuelto a mirar por la ventana, con las manos agarradas por la espalda.

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Me pareció más alto y más flaco y levemente parecido a San Martín. - Tendría unos 10 años. Era morochito, callado. Nosotros no preguntamos, y Wendhers nunca dijo nada. Creo que estaba enfermo. Al menos, no parecía muy sano. Cuando se fue Mengele, no se lo vio más en la chacra. Siempre nos quedó la duda de quién era ese chicoFaustuzzo se sentó en el sillón. Schuster lo miró, extrañamente callado y también sorprendido. Los tres quedamos en silencio un rato.

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No pasé por el diario. Llamé por teléfono y avisé que necesitaba tres días. Me recluí en casa. Cerré todas las puertas, bajé todas las cortinas, me aseguré tener una buena provisión de cigarrillos, yerba y café, y me puse a trabajar armado de recortes, disquetes y llamados telefónicos. A José la noticia lo deslumbró. Creo que recibió un shock. Estuvo por lo menos dos minutos sin poder decir nada. Después comenzó a ponerse en comunicación con sus amigos del otro lado de la cordillera. Dejamos las computadoras conectadas todo el tiempo. Teníamos que intercambiar toda la información posible. A las 12 horas de empezar el trabajo recibí una primera pista. El contacto chileno tenía una carta que Wendhers le había enviado a un ex gestapo que había vivido en Temuco. Era una invitación a una reunión -una fiesta- en Córdoba. Un rato después recibí una copia escaneada de la carta. Saqué un printer para leerla con más cuidado. Se reconocía la caligrafía apretada y prolija de Wendhers. La carta no decía nada especial más allá de los saludos típicamente nazis. Pero era de 1961, una fecha clave para nosotros. Al otro día me llamó Ricardo Deloya desde Buenos Aires. El comandaba la operación de búsqueda del submarino en Caleta de los Loros. Pero también era quien mejores contactos tenía con Alemania. Me avisó que había movido a José de Bariloche a la costa, porque había

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llegado un grupo de científicos noruegos que harían un diagnóstico preciso de sedimentación en el fondo marino de la zona en donde los testigos habían visto la nave. Deloya avisó también que viajaría a Córdoba. Creía tener un contacto que podía tener material interesante de las reuniones y fiestas que hacían los nazis allí. Los datos llegaban de aquí y de allá y la historia se tornaba tan consistente que me empezó a dar miedo. Bueno, todo el mundo sabía que Perón había ayudado a los nazis, que muchos alemanes de oscuro pasado habían llegado para habitar la tierra de la esperanza y de la buena voluntad. Pero aquí había algo más grande que el paso de Mengele y Bormann más o menos camouflados. Había una historia que llegaba hasta el presente. Había un chico que viajaba con Mengele, alguien que hoy tendría menos de 50 años, alguien que podría estar vivo y contar de una vez por todas la verdadera historia. Castilla había dicho “y está vivo”, y nosotros habíamos interpretado que se refería a algún jerarca de esos que todavía sirven para enjuiciar y meter en una carcel, como Priebke, después de cobrar un buen dinero por la noticia. Pero tal vez Castilla se había referido a aquel chico que había pasado por la chacra de Wendhers. A Castilla lo habian asesinado en su aguantadero de Roca. Yo lo había encontrado, en medio de una impresionante mancha de sangre. ¿Hasta qué punto estaba yo seguro? ¿Podía asegurar que no me estaban vigilando, observando hasta dónde llegaba, para después pasarme una navaja por la garganta como habían hecho con Castilla? No sería la primera vez que pasara algo en Argentina, algo muy grave, sin que la mayoría de la gente le diera importancia. Volví a leer los recortes de las notas publicadas. Pasado el tiempo, me parecieron aun más reveladoras. Ahí estaba ese viejo de Zapala, por ejemplo, que decía que había trabajado en Mar del Plata para Ante Pavelic y que en una ocasión


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había estado tomando café con Hitler, en un edificio en construcción. El furher era tratado con veneración y lo había mirado con ojos profundos y severos. O el capitán que ahora era asesor del gobierno, que cuando era joven había escrito un libro con un seudónimo finlandés contando las andanzas de Hitler en la Patagonia, basadas en el testimonio de un alemán que decía haber sido su custodio. Todos testimonios con nombre y apellido, con historias verificables. Encerrado en mi casa, pensé que cualquier cosa podía pasar en un país donde mataban a la gente sin que importara el motivo. Tuve miedo, y de repente me di cuenta que los nazis no se habían ido, que bien podían estar allí, en el gobierno, en algún recoveco del poder, y que con sólo mover un dedo, el dedo más chiquito, podían aplastarme como a un insecto.

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Al otro día llamó José desde la caleta. Habían encontrado el submarino. Pasó casi mágicamente. El mar se había retirado hasta límites desconocidos. Todos estaban en la playa, preparando el gomón para ir hasta el barco. Mientras comentaban la bajamar extraordinaria, José lo vio: un bulto de contornos irregulares y agudos que asomaba y brillaba reflejando el sol. - Me sentí como si hubiera tomado recién una copa de champagneme dijo hablando confusamente desde el teléfono satelital. Todos habían corrido, saltando entre la arena, las piedras y las conchillas. Era el submarino, y pudieron llegar después de pasar a nado unos 10 metros de una lengua de agua. La nave estaba cubierta de caracoles y apenas asomaba una parte de la torre, todo lo demás estaba tapado por la arena. Parecía mentira que hubiera estado allí, al alcance de la mano, en un lugar tan cercano a la playa, sin que el magnetómetro ni los sonares laterales lo hubieran detectado. La novedad fue rápidamente comunicada, aunque sólo a dos personas: lo supo Deloya, que estaba en Córdoba y que había salido corriendo a tomar un avión para llegar cuanto antes. Y lo supe yo. Dejé todo lo que estaba haciendo, me olvidé del miedo, llamé al diario

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para que alquilaran un auto, y al rato estaba viajando hacia la Caleta de los Loros. Tardé 5 horas exactas. Me habían conseguido un buen auto, con aire acondicionado. Metí a Bethoven en el pasacasete, y el sordo me acompañó todo el viaje, hasta llegar al camino de ripio. Ahí lo saqué porque el ruido no me dejaría apreciar la música. Esquivando tortugas llegué a la zona de los médanos donde estaba el campamento. No había nadie allí. Dejé el auto, me saqué los pantalones, me puse una malla, una remera y una gorra y trepé a lo alto del médano mayor. Alcancé a ver, usando el teleobjetivo de mi máquina, chiquito a la distancia, el grupo trabajando en una zona de la caleta. Yendo por el mar, no era lejos. Pero para eso necesitaba una embarcación, y no tenía ninguna. Así que volví al auto para hacer los 20 kilómetros que nos separaban por tierra. - ¡Victoria, compañero!- gritó José corriendo a mi encuentro apenas me vio asomar en la playa. Estaba tan contento como nunca lo había visto, tanto que tropezó, se cayó, se levantó y llegó corriendo a abrazarme, con la cabeza llena de arena. Sentí que me saltaban las lágrimas. Habíamos encontrado el submarino nazi. No era sólo un hallazgo histórico importante. Era también, probablemente, el éxito periodístico más trascendente de los últimos años. Estuvimos trabajando alrededor de la gigantesca nave hasta entrada la noche. Los tres noruegos estaban entusiasmados. En su país serían héroes: de los fiordos noruegos habían zarpado incontables submarinos alemanes en la guerra y al final de ella. Y ahora ellos habían participado del hallazgo de uno de esos U-Boat de leyenda, en las lejanas playas de la exótica Patagonia. El submarino estaba bien tapadito por la arena, y el agua volvió a cubrirlo apenas subió la marea.


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El trabajo consistió en diseminar boyas alrededor, para marcar el lugar. Y señalarlo también por coordenadas en la computadora. Nunca más se nos perdería la reliquia nazi. Sólo quedaba ahora que llegara Deloya, para comenzar con las tareas de aproximación al momento supremo, cuando pudiéramos abrir las escotillas e ingresar al mundo secreto de la Segunda Guerra Mundial. Deloya llamó desde Córdoba, con un humor de todos los diablos. No había conseguido vuelo: había a Buenos Aires, pero sin posibilidades de conectar con Viedma. Así que retrasaría un día más su ansiedad, y de paso aprovecharía para cenar con unos alemanes que -le aseguraron- tenían unas fotos históricas espectaculares del Hotel Edén. Con José y los noruegos tan cansados que casi no comieron, hicimos un círculo triunfal al lado del generador, en el patio de la precaria casa del campamento central. La noche era inmensa, y se veían tantas estrellas como nunca había visto. El mar no se escuchaba. El sonido de las olas quedaba bloqueado por los gigantescos médanos. Al rato, los noruegos se fueron a dormir, y quedamos solos con José, dándole besos cada vez con menos pasión a una botella de ginebra. Estábamos allí, casi dormidos en medio de una flaccidez tranquila, cuando se escuchó el ruido del motor de un auto, y dos luces iluminaron el camino de acceso a la costa. El auto se nos vino encima con rapidez y se detuvo a pocos metros de la casa, alumbrándonos directamente. José puso sus manos como visera e intentó un buenas noches despreocupado. Desde el centro mismo de la luz se recortaron dos siluetas gigantescas. Las siluetas se fueron alargando sobre nosotros, y de repente se transformaron en dos sujetos amenazantes. Llevaban anteojos para el sol pero igual veían en medio de la oscuridad. Y nos apuntaban con dos gigantescas pistolas.

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Nos quedamos clavados en las reposeras, sin apartar los ojos del agujero por donde podía salir la bala. Una para cada uno, con total prolijidad. -Vos sos Vagnozzi. Quedate quieto- dijo el que estaba detrás de la pistola más cercana, con la misma voz que uno se imaginaba iba a tener. - Y vos también, flaco. No hagás ninguna macana que te dejo sin sesos- habló la réplica del otro, pero esta vez dirigiéndose a José. - Fijate adentro- resolvió el primero, haciendo un gesto con la cabeza hacia la casa. El otro se movió como un gato y desapareció. Nosotros seguimos transpirando contra la lona de las reposeras. De repente parecía que hacía mucho calor. El tipo nos seguía apuntando duro como una estatua y recortado contra las luces del auto. El otro volvió enseguida desde la casa. - Están los gringos solos. Y están durmiendo- dijo. - Arriba ustedes dos. Pero con cuidado si no quieren ser boleta- espetó el primero apuntando desde la arena hacia arriba con la pistola. Me levanté como en mis mejores épocas de futbolista. El tipo me agarró del cuello de la remera y me empujó para adelante. Salí trastabillando y pegué contra el radiador del auto. Me di vuelta y lo vi llegar a José, cumpliendo la misma trayectoria. Pero los fulanos no nos dieron respiro. A empujones nos hicieron dar la vuelta al auto, y abrieron un baúl que parecía un cajón de muerto. El tipo que parecía mandar apuntó con la pistola el interior del ataúd de chapa. - Adentro, rápido- dijo. No sé cómo hicimos, pero en un instante estábamos con José adentro del baúl del auto, casi abrazados, con las piernas dobladas y las cabezas juntas pegadas a lo que debería ser el tanque de nafta. La tapa del baúl se cerró y las estrellas desaparecieron. El auto arrancó y empezaron los tumbos. - Cagamos, José- dije. - Estos tipos nos matan, Rubén, nos matan- sollozó José apretándome


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el brazo con una mano que parecía un garfio. - Por lo menos no nos ataron. Tenemos que salir de acá- grité en medio del estrépito de las piedras golpeando el piso del auto, que iba a toda velocidad sobre el ripio del camino de la costa. - Nos matan, nos matan- repitió José como una letanía. El auto pegó un sacudón. Habíamos agarrado un pozo, una zanja, algo profundo, porque fuimos a pegar con fuerza contra la tapa del baúl. José gritó de dolor, yo también. Y la tapa del baúl se abrió. Fue como si una boca se abriera y se cerrara. Vi el cielo, entró la tierra del camino y el olor del pasto seco y de la arena, y después la tapa volvió a caer contra mi mano, que había quedado afuera en medio del sacudón. Creo que fue el mayor aullido de mi vida. Sentí un dolor lacerante, horrible, y la mano de José que me tapaba la boca con una fuerza desconocida. Después, mientras me retorcía agarrándome unos dedos que no sentía, lo vi a José incorporarse entre los tumbos del auto, levantar la tapa del baúl, pasar un brazo debajo de mi cuerpo y dar un violento envión hacia el vacío. Caímos juntos y fuimos a dar contra unos arbustos espinosos. Las luces rojas del auto desaparecieron en un momento. Quedamos tendidos respirando a bocanadas. - José- dije. - No nos mataron- dijo José.

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Lo primero que tuvimos claro fue que nos habían dejado escapar, que solamente nos habían pegado un susto, un aviso, una advertencia. Nos miramos y nos agarró un ataque de risa. Estábamos llenos de tierra y rasguños. Debíamos tener unos cuantos moretones. Pero el cielo estaba tan lleno de estrellas y el aire tan fresco que no podían preocuparnos menudencias. El auto con los matones se había ido. Como precaución, nos metimos en el campo, subimos a una loma, y miramos alrededor. La noche, sin luces artificiales en el medio, estaba tan clara que parecía un estadio de fútbol vacío. No se veía ninguna luz en varios kilómetros. Seguimos caminando a tropezones, encarando para el lado donde suponíamos estaba el mar, y llegamos a un bebedero. Era un charco infame al costado del camino, pero nos sirvió para mojarnos un poco la cabeza y la cara. Nos quedamos allí, sentados, sintiendo el aire fresco en el rostro como una bendición. - Estos mierdas no nos mataron. No quisieron- dije, con tanta obviedad como certeza. - No se. No pienso preguntar nada si los veo otra vez- respondió José. - Bueno. Por lo menos sabemos que estamos molestando a alguien, que la investigación tiene repercusiones. Que lo de Castilla no fue un

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accidente, y que probablemente tampoco lo fue el derrame cerebral de Freichber- razoné, mientras me reclinaba contra unos pastos pinchudos. - Los nazis están acá. Siempre estuvieron- José se puso una ramita en la boca, con aire filosófico. - No entiendo porqué la escena del secuestro. Si nos querían llevar nos hubieran atado, con un par de esposas no podríamos haber salido del auto. Y si querían matarnos nos hubieran matado en el campamento. Para cuando los noruegos se despertaran, ya estábamos muertos, y nadie hubiera visto nadaBusqué en el bolsillo trasero del pantalón corto y encontré milagrosamente un arrugado atado de cigarrillos. No había fuego, así que me contenté con apretarlo entre los dientes. José masticó su ramita y se rascó una magullada pierna. - Más bien parece que quieren enducirnos a publicar esta apretada, a que nos pongamos en evidencia denunciando un ataque a la prensadijo. - ¿Y qué ganarían? pregunté sin mayor entusiasmo por la teoría. - Nos escracharíamos nosotros mismos. Todo el mundo sabría quiénes somos y qué estamos haciendo- Me parece muy rebuscado- Puede ser. Pero no dejaría de ser efectivo. La noticia llegaría a todo el mundo y con la prensa de protagonista. Nos veríamos obligado a publicar lo del submarino antes de tiempo. Y lo más probable es que todo quedaría allí: la historia no avanzaría- Hasta ahora hemos publicado casi todo lo que encontramos. Y no pasó gran cosaJosé volvió a mojarse las manos en el charco. Se las pasó por la cara. La luz de la luna hizo que le brillaran los dientes y el fondo de los ojos. - Seguro, Rubén. Pero nosotros publicamos cosas del pasado. Y que no nos pasaron a nosotros. La diferencia es que ahora somos protagonistas. Si querés saber desde cuándo, te lo digo: desde que te llevaste esas libretas del colchón de Castilla. Ahí están las pruebas principales para entender lo que hizo Wendhers. Y ese tipo es evidentemente el


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eslabón. Es una guía práctica para llegar a los nazis de ahoraQuedamos un rato en silencio. Sentí de repente un cansancio abrumador. Se escuchó el ruido de un motor. Venía desde la playa. Por las dudas nos quedamos quietos, atrás de un matorral. Desde arriba de la loma los vimos subir. Eran dos vehículos. El triciclo de playa y la camioneta cuatro por cuatro de los noruegos. Salimos al camino, dos tristes figuras contentas de estar vivas. En el campamento, tomamos lo que quedaba de la ginebra mientras los noruegos llamaban a todo el mundo desde el teléfono satelital. Deloya fue el más preocupado. Nos pidió que viajáramos al otro día para Córdoba. Quería que desapareciéramos un tiempo mientras elaborábamos una estrategia. También tenía algo que mostrarnos. La foto de un chico, casi un adolescente. Moreno, flaquito. Estaba al costado de una fila de nazis que levantaban las copas, con una esvástica al fondo de la escena, retratada en el hotel Edén, a principios de los ‘60. Lo convencimos a Deloya de quedarnos en el campamento, después de argumentar que pediríamos una custodia a la policía, que por unos mangos conseguiríamos sin mayor problema, y sobre todo de insistirle que tenía que venir a ver el submarino. Dijo que sí. Nos fuimos a dormir con la extraña sensación de sentirnos a la vez héroes y víctimas. Un sentimiento muy argentino, pensé. El mundo desapareció en segundos. No soñé nada: ya había pasado todo lo que podía pasarme ese día.

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Nos despertó Deloya. Habíamos dormido como si fuera la última vez de nuestras vidas, y eran ya las 3 de la tarde. Deloya me tendió un mate, al que me aferré por puro instinto. - Primera vez que te veo cebar mate- dije. - No te hagas ilusiones. Es para celebrar la ocasión, papiA Deloya se lo veía contento detrás de los gruesos cristales de sus anteojos. Tenía el pelo enmarañado y con algo de arena. - Ya fuiste a ver el submarino- arriesgué. - Claro, papá. Y ya me saqué la foto, antes de que subiera otra vez la marea. Le pienso hacer un retratito a cada uno de los que no me creyeron- respondió Deloya cargando otro mate y alargándoselo a José, que se restregaba los ojos al costado. Había dormido contra la pared y un pedazo de cal se le había quedado incrustado en la remera. Me levanté trabajosamente. Me dolía todo el cuerpo, y descubrí unos cuantos moretones que no había visto. Salí de la casa. El sol pegaba con fuerza. Caminé en medio de esa caldera hasta la bomba. Bombié con el brazo derecho mientras probaba el agua con el izquierdo. Empezó a salir fresca como al minuto. Era agua salada, no servía para tomar, pero sí para refrescarse un poco. Metí la cabeza debajo del chorro y sentí el agua resbalando por el cuello.

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- Vagnozzi, vení a ver esto- me dijo José desde la puerta de la casa. Deloya había traído un disquete con la fotografía del chico del hotel Edén. Metimos el disquete en la computadora y maniobramos hasta que la cara del chico quedó en primer plano. Tenía los ojos negros y fijos en algún punto delante suyo. La boca, de labios finos y apretados, era chica. El mentón leve. En realidad, parecía más un chico judío que un continuador de la raza superior. - Tengo otra novedad- soltó Deloya. Dimos vuelta la cabeza, desde la pantalla de la computadora hacia Deloya. El petiso nos miraba afectuosamente. Habló casi con parsimonia, como si alguien le hubiera enseñado a dosificar el suspenso. - El resultado de las pericias en las libretas dio positivo. Corresponde la antiguedad y las anotaciones están hechas todas por Wendhers, según la comparación que hicieron con la firma del documento que mandamos. Entre las direcciones figuran varias de Córdoba. Hay una en especial que tenemos que investigar. El tipo se llama Daniel Cartolano- Raro, no la vimos al principio. Sorprende porque no es apellido alemán- interrumpió José. - Mejor. Puede ser uno de los contactos de Perón en Córdoba- Largué yo, exitado. - Cartolano figura con dirección en el hotel Edén. No tuve tiempo de chequearlo, pero era seguramente un empleado, el gerente, o algo asíDeloya puso otro disquete en la computadora. Las hojas de las libretas del colchón de Castilla aparecieron en la pantalla. Fueron pasando una a una, hasta que la flechita del mouse se detuvo. Deloya operó una especie de zoom en el programa y las letras quedaron en primer plano. Era la caligrafía apretada, casi escondida, de Wendhers. Se leía claramente: Daniel Cartolano, hotel Edén. Y un número de teléfono. - Tenemos ahora un triángulo. Wendhers en Cervantes; Cartolano en Córdoba. En el medio de los dos, desapareció alguna vez Mengele. Y


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dejó probablemente al chico de la foto- esbozé. Sentía la mente clara, como si recién la hubiera inaugurado. - Tenemos otro datito importante. El chico que andaba con Mengele era enfermizo- acotó José. - Sí...pero no veo la relación- dije. - Acordate de las recetas que encontramos en la casa de don Horaciorespondió José. - Carajo, tenés razón. Tenemos que hacer ver esas recetas por un médico. De ahí podemos sacar qué enfermedad tenía el chico- me entusiasmé. - Pará, papá. No nos apuremos. Igual podemos averiguar lo de Cartolano hoy mismo. Dejame que hable por teléfono con nuestra gente de Córdoba- dijo Deloya. Pero no pudimos comunicarnos con Córdoba. El teléfono se descompuso. Así que decidimos ir hasta Viedma con Deloya. José y los noruegos se quedarían en el campamento de la playa. Todavía había que hacer muchas mediciones y estudios antes de comunicarle al mundo -y al gobierno- el hallazgo del submarino. La policía llegó antes de que saliéramos. Un cabo y un agente, los dos muy jóvenes. Traían armas largas y debíamos pagarles 50 pesos por día. Con un poco de suerte y buena voluntad, nos podrían ayudar en las operaciones diarias del campamento. Salimos con Deloya en el auto que lo había traído. En poco más de una hora llegaríamos a Viedma, nos alojaríamos en el hotel y hasta podría bañarme en serio, por primera vez en tres días. - ¿Qué dice la gente de Córdoba de esta historia?- quise saber mientras Deloya maniobraba como un piloto de rally en el ripio. - La mayoría cuenta las cosas como anécdotas turísticas. Hay un par de tipos que tienen buena información y documentos. Lo mejor de todo es una mina. Es cordobesa pero vive en Alemania. Tiene el mejor documental que hay de la historia de los nazis en el hotel Eden. Es espectacular. Ella es la que me permitió escanear la foto del chico de

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Mengele- O sea, pasa más o menos lo de todos lados: la gente sabía de los nazis, pero no le dieron bola- acoté, después de encender un cigarrillo. - Sí, es cierto. Fijate lo que son las cosas: uno de los pocos tipos que se preocupó por la presencia de nazis en Córdoba, apenas terminada la segunda guerra, fue el viejo del Che Guevara. Hasta había organizado unas brigadas antifascistas. Pero como era un cajetilla amigo de la farra y las minas, no lo tomaron muy en serio a don Guevara Linch- se rió Deloya, haciendo alarde de lo que había investigado. Terminé el cigarrillo, levanté el vidrio del auto y lo dejé a merced del viento patagónico. Ya habíamos dejado atrás el ripio y la ruta 3 se nos abría por delante, en toda su soledad aburrida. - Es rara esta sensación- dije en voz alta para mí mismo. - ¿Qué sensación?- preguntó Deloya, que no había podido más que oir mis pensamientos. - Es como vivir varias historias al mismo tiempo. Nosotros estamos en una que nos parece real. ¿No te parece a vos que mucha gente vive en otra dimensión? Yo lo siento así. Será porque hace unas horas dos matones me llevaban secuestrado adentro del baúl de un auto- No pensés así, Vagnozzi. Pensá que es mentira, que es parte de una nota. 50 y 50, un poquito de realidad, otro de imaginaciónDeloya me miró de reojo, mientras calzaba la cuarta para pasar a un camión. Ibamos a 160 kilómetros por hora, y llegaríamos a Viedma más rápido de lo que había pensado. Encendí otro cigarrillo y me dediqué a mirar por la ventanilla los primeros álamos del Valle Inferior. Tal vez Deloya tenía razón. No convenía analizar demasiado qué había de realidad y qué de fantasía. Ni siquiera convenía estar demasiado cuerdo.


Nos alojamos en el hotel Austral. Lo primero que hice, mientras Deloya se comunicaba con los amigos cordobeses, fue darme un regio baño de inmersión. Estuve 20 minutos en la bañera y coroné la obra con una ducha. Cuando salí del baño me sentía como nuevo. Encendí el televisor para mirar las noticias, pero enseguida sonó el teléfono. Era Dante Rojas, del diario. Quería saber en qué andaba y si era cierto que había habido problemas. - Nada grave -mentí - venimos a Viedma más que nada para hablar por teléfono. Estamos detrás de un tipo que puede ser importante para la historia- ¿Otro más? ¿No se está haciendo una bola demasiado grande, pelado?- No hay problema, ya vamos a empezar a publicar. De cualquier manera, podés hacer algo. Fijate si tenemos algo de un tipo llamado Cartolano- ¿Cartolano? A mí me nombraron ese apellido, mirá qué casualidadManotié un cigarrillo de la mesita de luz. Las casualidades ya manejaban la historia. Tal vez había sido siempre así. - ¿Y dónde te lo nombraron? pregunté. - Te vas a caer de culo. Fue en Zapala. Cuando estábamos cubriendo el caso Carrasco - ¿Carrasco? ¿ el colimba asesinado? - no me caí de culo porque estaba

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sentado. Pero apreté fuerte el tubo del teléfono. - Sí. Y ese Cartolano era uno de los sospechosos que nunca llegó al juicio- Pero a vos ¿quién te lo nombró?- Fue un capitán, uno de los milicos que nunca estuvo de acuerdo con la historia que quiso hacer creer el Ejército. Debe estar en Zapala todavía- se apuró a decir Rojas. El pulso comenzó a latirme mucho más rápido. Estrellé el pucho contra el cenicero. - Hacé una cosa, Dante. Averiguame si ese capitán está todavía en Zapala. Si es así, avisame aquí al hotel enseguida. Quiero hablar con él, lo antes posibleRojas me prometió que apenas supiera algo me llamaría. Pensé que no había forma de saber por ahora si el capitán de Zapala tenía algo que ver con el Cartolano de nuestra historia. Pero no había porqué andar desperdiciando tanta casualidad. Salí con la urgente idea de tomar una cerveza. En el pasillo me encontré con Deloya. Estaba parado frente al ascensor, y cuando me vio levantó la mano y saludó, con ese gesto que Perón instituyó desde el balcón de la casa de Gobierno para todos los argentinos. - Avanzamos, Vagnozzi, avanzamos- dijo. Nos metimos en el ascensor y nos miramos a través del espejo. - ¿Qué sabemos ahora?- quise saber, ansioso. - Esta es una bola que no para más. El tal Cartolano figura en la lista de empleados del Edén desde 1940 hasta 1965. Fue uno de los gerentes de esa época. Después del ‘65 desapareció. Pero lo concreto es que estuvo durante esa época, la que nos interesa a nosotrosDeloya se zambulló en la sala de recepción del hotel y enfiló para el bar. Lo seguí con la garganta palpitando la cerveza fresca. Tantas emociones y días de playa me habían dado mucha sed. - Yo tengo otro Cartolano- le avisé a Deloya. Le conté la charla con Dante Rojas, y las posibilidades que nos abría. - Rojas sabe todo del caso Carrasco. Los milicos que hablaron y hablan


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con él le tienen confianza, nunca le han mentido- aseguré, mucho más optimista después del primer vaso de cerveza. - ¿Te das cuenta papá? Todo tiene que ver con todo. El Cartolano de Zapala seguro que tiene que ver con el de Córdoba. En este país no hay barreras, todo puede pasarEl petiso estaba contento. Yo también: las cosas se iban dando de manera casi milagrosa. Es más. Podía decirse que estaba vivo de milagro. Todavía no me entraba del todo en la cabeza la teoría de la fuga inducida para explicar el porqué pudimos zafar del baúl del auto y de los dos matones. Nos habíamos bajado casi dos cervezas cuando nos avisaron que nos llamaban por teléfono. Era Dante Rojas, y estaba entusiasmado. - Ubiqué al capitán. No tiene problemas en encontrarse con vos en Zapala. Confirmé lo de Cartolano: se llama Daniel, también es capitán, y estuvo hasta hace un año en el cuartel donde mataron a Carrasco. Lo trasladaron a Buenos Aires- contó de un tirón. - Bárbaro. Decile que nos vemos mañana a la tardecita, que le confirmo por teléfono. No le contés a nadie, Dante- pedí. Volví a la mesa donde estaba Deloya. El petiso había terminado la poca cerveza que quedaba. Me senté y le pedí otra botella al barman del hotel. - Un Daniel Cartolano estuvo en Zapala, confirmado. En el mismo cuartel donde mataron a Carrasco- dije, mirándolo a los ojos. Deloya no pestañeó. No dijo nada hasta que nos dejaron la cerveza sobre la mesa y se llevaron la botella vacía. Después me agarró de un brazo. Estaba realmente entusiasmado. - Rubén, esto es espectacular. El tipo se llama igual. Tiene que ser pariente, tiene que ser el hijo del Cartolano de Córdobadijo. - Pará, pará. Vamos a ver. Mañana me voy para allá, a ver qué me dice el capitán este. No te olvidés que todavía no sabemos nada. No sabemos si el Cartolano viejo tiene que ver con el joven. Ni siquiera

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sabemos si tienen que ver con los nazis- dije, intentando hacer respetar el manual básico del periodista. Tomamos la última cerveza y fuimos a comer. Estábamos frente a dos milanesas con papas fritas cuando llamaron al celular de Deloya. Era José desde Caleta de los Loros. Habían arreglado el teléfono satelital. Todo estaba bien. El mar seguía bajo y se podría trabajar al menos otro día más sobre el submarino.

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Llegué a Zapala después de un aburrido viaje. Había tomado un avión desde Viedma a Neuquén. Después, a Zapala en auto. Dos horas de ruta, manejando solo. No quería testigos de la charla con el capitán. El tipo se llamaba Navarro, y vivía en el barrio militar, en un chalecito con techo de tejas y chimenea. Me atendió en un austero comedor. Una mesa larga, unas sillas. En las paredes, sólo un par de cuadros con paisajes de los lagos. - Lo conocí bastante a Cartolano. Si es que alguien puede darse corte de conocer a un hijo de puta como ese- abrió el fuego el capitán Navarro. No tenía pelos en la lengua, ni tampoco demasiada prudencia. - ¿El es nacido en Córdoba?- pregunté. El capitán me alargó un mate recién empezado. Estaba muy bueno, con espumita y todo. - Así dicen los papeles. Pero yo a Cartolano no le creería nadaDevolví el mate y me acomodé en la silla. - ¿Y usted desde cuándo lo conoce?- En el liceo conocí a un Cartolano. Al otro, tal vez el auténtico, lo conocí una noche de jodas y putas. Y lo que me dijo esa vez nunca lo hablé con nadie. Lo voy a hablar con usted ahora, sólo porque se interesa en el tema y por ahí es hora de que algo se vaya sabiendoNavarro se levantó y se fue yendo por una puerta lateral mientras seguía hablando. Regresó enseguida, con un álbum de fotos. Lo dejó sobre la mesa y se tomó todo el tiempo del mundo para cebarse

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un mate. Lo fue sorbiendo de a poquito, mientras con la mano izquierda iba pasando las hojas del álbum. Se detuvo, sonrió y me pasó el libro. - Ahí lo tiene usted a Cartolano en la época del liceo. Es el segundo desde la derechaAgarré el álbum con mano temblorosa. La foto era blanco y negro y mostraba a cuatro adustos cadetes mirando directamente a la cámara. El segundo de la derecha me miró a los ojos. Sentí como un relámpago justo en el centro del estómago. Eran los mismos ojos, los mismos ojos negros del chico del hotel Edén. Traté de dominar la emoción y manotié el mate que me tendía el capitán. Chupé con fuerza y después busqué un cigarrillo. - Perdón...¿se puede?- pregunté, mostrando el pucho. - Dele nomás. Espere que traigo un ceniceroEl capitán fue para la cocina y aproveché para recomponerme un poco. Estaba seguro. Si comparaba la foto del chico de los nazis del hotel Edén con esta de los cuatro cadetes, se iba a notar la coincidencia de rasgos. El capitán volvió con un cenicero y un encendedor. El también se hizo de un cigarrillo. Fumaba negros. Dio una pitada y nos miramos a través del humo. - Usted parece una buena persona aunque sea periodista. Rojas me habló bien, y su diario siempre respetó los acuerdos. Lo que le voy a contar ahora no es para publicar. No tanto porque no puede saberse, sino porque a mí me costaría dejar una viuda y cuatro huérfanos. Y no tengo ganas. De lo único que tengo ganas es de jubilarme para poder ir a vivir a la loma del culo, en donde nadie me conozca- No se haga problemas, capitán. Yo también se respetar los acuerdosdije sin ninguna necesidad. - Le decía de una noche de joda y putas. Fue aquí, en Zapala, pero hace por lo menos 10 años. Cartolano recién había llegado, venía de un regimiento del Chaco. Hacía un frío de la puta que lo parió, y el pobre diablo había sentido el cambio de clima. Estaba hecho mierda, pero no lo demostraba. Se culeó cuatro minas al hilo. Parecía un poseído.


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Después nos bajamos tres botellas de ginebra, hasta que quedamos solos, frente a frente, hablando boludeces de los viejos tiempos del liceoNavarro apagó el cigarrillo, removiendo el pucho prolijamente hasta que no quedó ni el recuerdo de la brasa. Estaba sumergido en el recuerdo, con los ojos apuntando alguna escena que no era esta. Siguió hablando con tono neutro, casi recitando una historia que evidentemente lo tocaba hondo. - La cuestión fue que Cartolano estaba más en pedo que yo. Hablaba y se le caían los ojos. Pero estaba enchufado. Y entonces me dijo que él no era el hijo de su padre. Que era adoptado. Que yo ni me imaginaba quién era el auténtico padre. Te vas a caer de culo, Navarro, me dijo. Y entonces me contó que era el elegido. Que estaba destinado a ser el cuarto reich. Que la Argentina y sudamérica era el lugar marcado por Hitler para seguir la historia de la raza superior y toda esa joda- ¿Y usted le creyó?- pregunté, con un hilito de voz que presumí era mía. El capitán giró lentamente la cabeza desde sus recuerdos a nuestra charla. Sacó otro cigarrillo y lo encendió parsimoniosamente. - Esa noche no. Esa noche creí que estaba en pedo y hablaba boludeces. No hubiera sido el primer milico con delirios nazis. Le creí después. Cuando pasó esta barbaridad de Carrasco- Cartolano fue sospechoso, pero nadie pudo probar nada- dije yo por decir algo. - Ese fue el punto. Yo le puedo asegurar que a ese chico lo mataron por lo que vio. Y lo que vio fue una de las ceremonias nazis de mierda que armaba Cartolano. Y si nadie dijo nada ni probó un carajo, fue porque a Cartolano lo protegieron desde arriba- ¿Usted habló algo de esto con él, antes de que lo trasladaran?El capitán me miró con una sonrisa piadosa dibujada en el rostro flaco. - Lo hablé hasta con el comandante en jefe. Me dejaron bastante en claro que no me convenía hablar másNavarro agarró el album de fotos como para guardarlo. Lo tomó con

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las dos manos y lo golpeó rítmicamente contra la mesa, mientras me miraba con un gesto entre irónico y cansado. - Me gustaría hacer una copia de esa foto- le dije. - No. Ya arriesgué demasiado- contestó. - ¿Usted se animaría en algún momento a testimoniar lo que dijo frente a una cámara?- pregunté. - Otra vez le digo que no. Usted no tiene la más puta idea de los intereses que está tocando. Me levanté despacio. Corrí la silla y me mantuve todo lo erguido que pude para mirar al capitán a los ojos. - Alguna idea tengo. Pero no voy a arrugarLe tendí la mano a Navarro por arriba de la mesa. El me la estrechó con fuerza. Después me acompañó a la puerta. Nos quedamos un rato mirando el cerro en donde había aparecido el cadaver desfigurado de Omar Octavio Carrasco. Después me subí al auto y busqué la ruta para volver a Neuquén. Durante todo el camino me persiguió una imagen. Carrasco, el último colimba, asesinado por alguien que llevaba la cruz esvástica grabada en algún lugar oscuro de sus genes. Después de ese asesinato, el gobierno había suprimido el servicio militar obligatorio. ¿Habría sido una pantalla para seguir cubriendo a los nazis dentro del Ejército?

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Después de analizar la situación con José y Deloya, decidimos recurrir a Jorge Nápoli. Le decían El Profesor, mas por su pinta de veterano catedrático que por otra cosa. Era el periodista que mejor conocía a los milicos. Si alguien necesitaba chequear una información militar, había que recurrir a Nápoli. Eso hicimos. Viajamos con Deloya a Buenos Aires. La cabecera de campamento quedó en Viedma, a cargo de José. Nápoli escuchó y asintió y volvió a escuchar. Después nos mandó a ver a un coronel retirado. - Tienen que ver al coronel. No hay nada que pase dentro del Ejército que no sea de su conocimiento. Si los mando yo los va a atender- dijo El Profesor. El coronel era de familia patricia. Vivía en una mansión de Palermo, amparada por rejas pintadas de negro y una gigantesca puerta de hierro trabajado que medía más de dos metros de alto. Tenía portero eléctrico con visor. Deloya miró la cámara y apretó el botón del intercomunicador. - Deloya y Vagnozzi. Nos espera el coronel- dijo, mientras yo sentía otra vez que era parte de una película de misterio. La gigantesca puerta se mantuvo cerrada durantes tres larguísimos minutos. Después se abrió y un hombre robusto y retacón más parecido a un suboficial del Ejército que a un sirviente cajetilla, nos permitió pasar.

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Atravesamos un parque lleno de magnolias y canteros con rosas rojas y amarillas, y otra puerta gigantesca de madera maciza. Finalmente, nos encontramos frente a frente con el coronel. Era alto, flaco, con cabellos blancos peinados a la gomina. Se había puesto para la ocasión un impecable traje oscuro. - Buenos días, caballeros- dijo. Nos apretó las manos y ordenó que nos sentáramos. Desaparecimos en unos enormes sillones. Todo era gigante en esa casa. El techo parecía estar a kilómetros de distancia. Quedamos en silencio, hasta que apareció de algún otro continente una sirvienta con una bandeja reluciente. Traía un increíble mate que debía ser tan viejo como el virreynato del Río de la Plata. Puso todo el servicio en una mesita al lado del coronel. - Yo tomo mate. Si alguno de ustedes quiere alguna otra cosa, no tiene más que pedirlo- No, por favor, está bien. Nos gusta el mate- contestó Deloya por los dos. El coronel manejó todo con mano segura. No había termo, sino una finísima pava de plata. Cebó el primer mate y lo sorbió lentamente. - Me dijo el amigo Nápoli que tenían alguna cosita que consultarme. Supongo que todo a nivel estrictamente confidencial- dijo entre chupada y chupada. Tosí para aclararme un poco la garganta y traté de ser preciso. - Nos preocupa ubicar a una persona, el capitán Daniel Cartolano, y saber un poco de su trayectoria y qué está haciendo ahora- dije. Desde las profundidades del otro sillón, se escuchó la voz de Deloya. - En realidad sabemos que está en Buenos Aires. Pero pretendemos conocer un poco de lo que está haciendo, antes de buscar una entrevista con élEl coronel terminó el mate, volvió a llenarlo y me lo alcanzó con un brazo tan largo y firme como una tacuara. - Algo me anticipó Nápoli. Les diré que están en un terreno escabroso. Pero igual les contaré. Yo estoy en posición crítica hacia mis camaradas, y no tengo la obligación de andar escondiendo secretos que pueden


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hacerle muy mal al país- Usted sabrá que tenemos en marcha una investigación sobre las actividades nazis- dije, ya más confiado. - Por eso imagino que quieren saber de Cartolano- acotó el coronel. - Exactamente- puntualizó Deloya. El mate cambió otra vez de mano. Nuestras palabras resonaban en el cuarto como dentro de una iglesia. No era para sorprenderse, ya que debía tener más o menos las mismas dimensiones. El coronel se desprendió el botón de abajo del saco y se acomodó la corbata. Caminó con parsimonia hacia una puerta que estaba abierta y la cerró. - Caballeros, el capitán Cartolano es hijo adoptivo de un hombre que estuvo muy en contacto con los oficiales nazis que se refugiaron en el país apenas terminada la Segunda Guerra. Este hombre regenteaba el hotel Edén, del cual ustedes seguramente han oído hablar. Por allí pasaron oficiales de alta graduación hasta ya entrada la década del ‘60- ¿También Joseph Mengele?- pregunté, ansioso. - Mengele también, antes de dejar el paísEl coronel volvió a sentarse y a empuñar el mate de plata. Deloya se acomodó en el sillón tratando de permanecer a flote. El coronel siguió con su narración. - El capitán Cartolano hizo su carrera militar con las mejores calificaciones. Estuvo en Buenos Aires, después pasó por el Chaco y por Neuquén. Allí estuvo envuelto en ese escandalete bochornoso, con ese chico Carrasco que mataron. Fue el único momento donde su nombre estuvo medianamente expuesto frente a la opinión pública. Hasta allí, todo lo que había hecho se había mantenido en riguroso secretoMe revolví en el sillón, pero antes de que pudiera hablar intervino Deloya. - ¿Qué cosas había hecho en secreto, si se puede saber?- Para que ustedes sepan es que estamos hablando. Cartolano, desde que entró al Ejército, fue protegido de gente muy influyente. En el ‘78, esa gente le dio un espaldarazo muy fuerte, designándolo jefe de una

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operación especial de infiltración en Chile. Cartolano, que entonces era teniente, montó una red con sus amigos nazis. Los nazis trabajaron a nuestro favor en ese conflicto- ¿Y esto lo supo sólo el Ejército, o era de conocimiento de todo el gobierno?- pregunté. - Una parte del gobierno lo supo. Los nacionalistas más puros alentaron esa alianza táctica, porque ya pensaban en recuperar las Malvinas. El generalato lo trató con mucha desconfianza, porque perjudicaba las relaciones con los Estados Unidos. Cartolano se quedó con el manejo de ese grupo, y lo desarrolló hasta llegar a lo que es hoyEl coronel se tomó un respiro para dejar reposar definitivamente el mate sobre la bandeja. Nos miramos fugazmente con Deloya. Interrumpí el silencio con miedo a que se perpetuara en el inmenso salón. - ¿Es muy importante hoy ese grupo?- Yo diría que si no se produce un cambio en las fuerzas armadas, es el grupo que va a tomar el poder en poco tiempo más. El descontento militar es muy grande. La corrupción es infinita. El grupo de Cartolano ofrece disciplina, orden. Y un proyecto a largo plazo con las fuerzas armadas como protagonistas- Sin embargo, no parece probable que nociones como la raza superior y toda esa...ideología...puedan encontrar eco en la gente- opinó imprevistamente Deloya. El coronel lo miró esbozando una educada sonrisa. - Usted se sorprendería de cómo se han acomodado los nazis a los nuevos tiempos. Tienen muy bien preparado el discurso. Oponen la idea de nacionalidad a la de globalización. Vuelven a hablar de la patria grande sudamericana, con una moneda única como en Europa y siguiendo el desarrollo del Mercosur, pero sin el Fondo Monetario. Disciplina, y pena de muerte contra los corruptos. Por otra parte, los símbolos los utilizan para sus ceremonias secretas. Para afuera, cuidan las formas. El ejemplo lo da Cartolano. El fue tan astuto que hasta supo frenar sus ascensos, para no ocupar cargos dentro del Ejército que lo hicieran quedar demasiado en evidencia. Fuera de las fuerzas


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armadas, todos esos movimientos de cabezas rapadas, los neonazis, son falsos...les puedo asegurar que no tienen que ver con el grupo de Cartolano- Pero tienen respaldo político en algún partido...- sugerí. - Tienen políticos en sus filas. Pero no son de un único partido. No creo que les preocupe ganar elecciones, sino estar en el poderEl coronel cruzó las piernas, sacó de un bolsillo un habano que debía costar la mitad de mi sueldo, lo encendió y comenzó a inundar el salón con un exquisito aroma cubano. Deloya consiguió sentarse en el borde del sillón y apoyar los pies en la alfombra. Juntó las manos como para hacer una síntesis de la conversación. - Por lo que usted nos dice, Cartolano en cualquier momento comienza a manejar el gobierno de Argentina desde las sombras- dijo. - Los nazis. Decir Cartolano es decir los nazis- dije yo. El coronel se levantó lentamente y nos miró desde su disciplinada altura patricia. - Señores, creo que han entendido cuál es el panorama general y quién es el capitán Cartolano. Obviamente, hay más gente como yo que no está de acuerdo con el excesivo crecimiento que ha tenido esta fracción dentro y fuera del Ejército. Quedo a sus órdenes. Ya saben dónde está mi casaNos pusimos de pie al unísono. Se abrió una puerta y entró el mismo morocho retacón que nos había guiado desde la calle al interior de la mansión del coronel. Nos recibieron el sol y las magnolias. Traspusimos el portón de hierro y volvimos a la calle. Con las manos en los bolsillos, en silencio, esperamos a que pasara un taxi.

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La situación había cambiado. Ya no estábamos persiguiendo misterios del pasado. Nos metimos en el primer taxi que pasó con la sensación de que había que apurarse, que la historia se nos venía encima. Viajamos en silencio. Buenos Aires se movía como un organismo complejo a nuestro alrededor. Llegamos a Plaza de Mayo y el taxi enfiló para Paseo Colón. Me animé a encender mi primer cigarrillo después de la charla con el coronel. Deloya iba ensimismado, mirando por la ventanilla. El chofer me miró por el espejito retrovisor. - Hay un auto que nos viene siguiendo desde que subieron ustedes. ¿Se dio cuenta?- preguntó. Me di vuelta y eché un vistazo. Vi decenas de autos, y ninguno me llamó especialmente la atención. - ¿Cuál es, flaco?- preguntó Deloya. El taxi se detuvo en el semáforo, justo frente a la Facultad de Ingeniería. - Es el Mercedes de vidrios polarizados que está después del Fiat, al costado derecho- dijo el taxista. Dimos vuelta la cabeza. Al mismo tiempo, el Mercedes se lanzó hacia adelante chirriando las gomas, esquivó al Fiat subiendo dos ruedas sobre el cordón de la vereda, se cruzó en contramano y estuvo delante nuestro en un santiamén. Se abrieron las puertas y bajaron corriendo dos tipos. Llevaban escopetas, o algo parecido.

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Antes de que pudiera gritar nada el taxista ya había acelerado. El auto salió como disparado hacia adelante. Yo pegué con la cabeza en el borde de la ventanilla. Deloya puso un brazo sobre mi pecho y terminó agarrándose de mi cuello. El taxi embistió a alguien. Se sintió un ruido sordo y un cuerpo pasó volando justo frente a mis ojos. - Hijos de puta, no saben con quién se metieron- dijo el taxista. Cruzamos por encima de los canteros esquivando a una gorda que quedó gritando en cámara lenta. La luneta trasera estalló y nos regó con vidrios. Escuché un estampido antes o después, y el auto recibió como un topetazo detrás. La puerta del baúl salió volando, pero el taxi ya giraba retomando la mano contraria. Enseguida nos encontramos viajando a más de 100 kilómetros por hora pasando autos por derecha e izquierda. El taxista se reía y puteaba. Deloya estaba caído sobre mi costado. Lo toqué y no se movió. El auto agarró un bache y voló como 10 metros. Deloya soltó un quejido. Estaba herido. Lo agarré del cuello y me llené la mano de sangre. - Flaco, llevame a un hospital, metele- dije, con una voz de pito que se pareció mucho a un lamento histérico. - Tranquilo, loco, ya zafamos. Esos hijos de puta nos querían hacer boleta- dijo el taxista, echando un rápido vistazo por el espejito. Traté de mirar dónde estaba herido Deloya. Le corría la sangre desde abajo de la oreja. Le arranqué el cuello de la camisa de un tirón. Busqué un pañuelo en mi bolsilló y lo oprimí con toda la fuerza que pude contra el lugar donde supuse estaba la herida. Milagrosamente llegamos a una clínica sin chocar contra nada. Lo atendieron rápido a Deloya. Se lo llevaron en una camilla y desapareció detrás de unas cortinas. Yo estaba ileso. Una enfermera me enchufó una inyección con un tranquilizante. Sentí una especie de paz enseguida.


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El taxista tenía un corte en un brazo. Se acercó y me palmeó la espalda. - Qué cagazo, eh- dijo con una sonrisa. - Creo que nos salvaste la vida, loco- le dije. - Y todo por el mismo precio- se rió. Evidentemente, era un personaje. - ¿Cómo te animaste a salir rajando?- pregunté. El taxista se sentó en el borde de la camilla. Sacó un pucho arrugado y lo encendió. - Tuve algún entrenamiento hace años, cuando gobernaban los milicos- dijo, con una sonrisa. - ¿De qué lado estabas?Me miró y agrandó la sonrisa. - Es obvio, ¿no te parece? Los milicos nunca me gustaron. Y menos en el gobiernoEl taxista apagó el pucho contra el piso, con el taco gastado de un zapato abrumadoramente viejo. Se rascó la panza prominente con un gesto de placer. Se lo veía contento de estar vivo. Una enfermera nos trajo la noticia de que Deloya estaba bien, y que nos esperaba la policía para declarar. El petiso se había salvado apenitas. Una bala de itaka le había rozado el cuello, dejándole un surco por debajo de la oreja. Estaría sordo de ese lado por un tiempo, pero no tenía lesiones serias. El taxista se llamaba Osvaldo. Me dejó el número de teléfono y no quiso aceptar plata ni agradecimientos. Cuando pudo zafar de la policía se fue, puteando porque le retuvieron el auto para hacer peritajes. En el lugar de los hechos no quedó ninguna huella importante. El tipo que había llevado por delante el taxista era uno de los matones, pero lo habían hecho desaparecer sus compañeros. No se supo si estaba vivo o muerto. Del Mercedes de vidrios polarizados no quedó rastro. Un par de personas contaron lo que vieron para el noticiero de Crónica TV: un kiosquero y la gorda que dejamos gritando en cámara lenta cuando Osvaldo nos sacó de escena perseguido por los fantasmas del Proceso.

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Deloya se tuvo que bancar una noche internado en observación, y los reproches de su mujer, a quien no pudo convencer de nuestra inocencia. Yo terminé el día frente a un gigantesco vaso lleno de Jack Daniels. Me pareció lo más apropiado. Dormí en el mismo hotelucho donde había recibido aquella llamada de Gustavo Regina, avisándome que un tipo nos quería hablar del paso de Mengele por el Alto Valle. Soñé con una película en donde los nazis ganaban la guerra y fundaban la Argentina Potencia que todos anhelábamos.

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Finalmente, el diario decidió publicar sin más esperas el hallazgo del submarino nazi en Caleta de los Loros. Hicimos una edición con una tapa doble. El submarino empezaba en la contratapa y terminaba en la primera plana. Adentro, se contaba toda la historia de la ruta de las ratas. Había fotos para regalar. Las mejores eran las sacadas en el interior de la nave, que estaba milagrosamente intacto. En un par salimos los tres: Deloya, José y yo. Abrazados en el estrecho pasillo de la sala de máquinas, le sonreíamos a una improbable posteridad, disimulando la desazón por haber encontrado un submarino limpito, ordenado, pero sin ningún rastro de quienes lo habían tripulado. El tema tuvo repercusión en todo el mundo y duró dos semanas en los noticieros. Después, como suele pasar siempre, otras noticias lo borraron y ya nadie le dio importancia. Gozamos el éxito todo lo que pudimos, y después entregamos el submarino a la Marina. A la tercera semana, tuve mi primer contacto con el capitán Cartolano. Yo estaba repantigado en una mecedora, en el patio de mi casa, con una ginebra con hielo y limón al alcance de la mano. - ¿El señor Vagnozzi? un segundito que le van a hablar- dijo una voz femenina y amable por el teléfono.

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Hubo un pase de línea, un poco de música ambiental, y después una voz seca y grave. - Buenas tardes, Vagnozzi. Le habla el capitán CartolanoHubo otra vez silencio. - Sí...encantado- dije yo. - Mire, vamos a ser directos. Se que usted y su diario están interesados en mi persona. Voy a estar durante dos días en Bariloche. Me gustaría conocerlo, Vagnozzi- A mí también me gustaría. Dígame dónde va a parar y nos encontramos- Voy a estar en una propiedad privada. Si usted tiene un fax le mando un plano para que sepa cómo llegar- No hay problema. Si usted me garantiza seguridadHubo otro corto silencio. - Si lo invito es porque estará cuidado. No se preocupe, y vaya solo, por favor. Por ahora no quiero demasiada publicidad- dijo Cartolano. Lo pensé un rato y después hice una ronda de consultas. Deloya me escuchó con el oído sano y después opinó que podía ir pero no solo. José dijo que mejor era no ir ahora, poner alguna excusa, y demostrar de esa manera que no corríamos detrás de ellos. Como era mi día para estar renegado les agradecí las opiniones pero les anticipé que haría lo que se me diera la gana. Estudié el plano que envió Cartolano desde un locutorio de Buenos Aires, cuidando no identificar sus propias oficinas. En realidad, la residencia privada en donde proponía el encuentro quedaba más cerca de El Bolsón que de Bariloche. Había que dejar la ruta principal, tomar un camino de ripio y meterse bastante adentro de la cordillera. Decidí preparar el auto y hacer la travesía. Tardaría unas siete horas. Un poco de montaña vendrá bien, pensé. Siempre que un grupo de nazis no me atrapara para lavarme el cerebro. Salí bien temprano como para llegar al mediodía. Si tenía que ver al capitán Cartolano, que fuera al otro lado de una mesa, almuerzo de


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por medio. Cualquier horror es soportable si la comida es buena. Me detuve sólo una vez, en Piedra del Aguila. Tomé un café, cargué nafta, fui al baño. Ya había salido el sol, y la mañana estaba fresca y límpida. Cuando arranqué para seguir, creí ver que un auto salía detrás, el mismo que había visto dos ó tres veces por el espejo retrovisor. Pensé que Cartolano cumpliría su palabra de cuidarme, y que lo haría a su manera: vigilando que cumplía mi parte del trato. Apreté el acelerador todo lo que pude y calcé la novena sinfonía en el pasacasete. Dos atados de cigarrillos después, pasé por Bariloche casi sin mirarlo. Paré en una estación de servicio de las afueras para volver a llenar el tanque. No vi a mis vigilantes. Quizá habían sido relevados por otros. Encontré sin dificultades el camino marcado en el mapa de Cartolano. Después de subir, bajar y doblar permanentemente por curvas imposibles de creer en medio del bosque, llegué a la entrada de la residencia elegida por el capitán nazi. Era una cabaña tan grande que parecía -tal vez lo era- una hostería. A un costado tenía una piscina, al otro un invernadero construído con troncos y materiales transparentes. Se llegaba gracias a una escalera cavada en la piedra y bordeada por canteros de flores y césped. Antes de llegar a la galería de entrada, vino a mi encuentro el capitán Cartolano. - Vagnozzi, es un placer- dijo, estrechándome la mano tan fuerte que me dejó doliendo los dedos. - Mucho gusto- atiné a balbucear con un hilo de voz llena de humo de cigarrillos. - Venga: he preparado una mesa entre los árboles, para que hablemos tranquilos mientras comemos un asaditoEl capitán me precedió bajando las escaleras y caminando hacia la arboleda. Lo seguí a los tropezones, todavía sin reponerme del todo. Era igual a las fotos que había visto. Los mismos ojos, los mismos rasgos como cortados a cuchillo. Los años sólo habían agregado

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tranquilidad a la expresión. Cuando llegábamos a los árboles, me di cuenta qué era lo que más me molestaba. La amabilidad de Cartolano parecía muy sincera, y yo la había aceptado sin oponer obstáculos. Si tenía en cuenta que lo más probable era que iba a almorzar con el mismo hombre que había ordenado mi muerte, mi comportamiento no era lógico. Tampoco es original, pensé, en un país donde verdugos y víctimas se acostumbraron a sonreir y mirar para otro lado. El capitán había acomodado todos los detalles para un almuerzo campestre de primer nivel. Una mesa redonda cubierta con un gran mantel blanco estaba dispuesta sobre el pasto verde, justo debajo de un sauce gigantesco. Nos sentamos a ella. Estábamos a no más de tres metros de un arroyito de montaña, de esos que corren rápido con agua muy fría. Un mozo salió de la nada, se acercó al arroyito y sacó del agua una botella de champagne. El capitán levantó su copa. Sonrió. - No voy a brindar por nada, teniendo en cuenta su desconcierto- dijo. - Soy un hombre desconcertado. Pero no al punto de perder mis principios- contesté. - Brindemos entonces por un encuentro que puede servir para destruir algunos mitos equivocados- insistió Cartolano, levantando otra vez la copa. - Salud- dije, con más ganas de probar el champagne que de enredarme en un juego de rapidez mental. El champagne era muy bueno. Si había algo para discutir sobre mi anfitrión, no era el buen gusto. Atacamos unas exquisitas mollejas preparadas con una salsa indescifrable. Sentía todo el tiempo los ojos negros de Cartolano sobre mí. Una mirada irónica, casi acusadora. - Tal vez esté dispuesto a preguntar. Yo, por mi parte, no tengo


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problemas en responder- dijo el capitán. - Usted sabe perfectamente lo que sabemos y lo que no sabemos. Me interesan más los porqué. Por ejemplo, el porqué de formar un grupo nazi en el Ejército Argentino- No he formado ningún grupo nazi. Somos, sí, un grupo con ambiciones de poder. Pero sería muy estúpido de nuestra parte acudir a una metodología que ha demostrado su ineficacia. Nosotros hemos analizado cada una de las acciones que la historia tiene para mostrar. Hemos tomado elementos de cada una de ellas. Pero no aceptamos un encasillamiento en ninguna filosofía en particularCartolano repuso el champagne en las copas con otra botella sacada milagrosamente del arroyito. Bebí sin poder evitar un gesto de satisfacción. El capitán siguió hablando. - Si usted quiere llamar nazi a quien está contra la corrupción imperante, a quien quiere revitalizar la nacionalidad para combatir los males innecesarios de la globalización, mejorar la economía para evitar una injusticia social que está deteriorando al país...seremos nazis. Sin embargo (se lo juro por este champagne) no es la cruz esvástica lo que nos define. Apenas si aceptamos la bandera de Belgrano como símboloDejé de masticar y traté de mirar directamente a los ojos a mi distinguido anfitrión. El ambiente era tan apacible que se hacía difícil evitar la seducción. Recurrí a la artillería pesada. - No le voy a decir nada nuevo. Pero en este momento de la charla me permito recordarle que nosotros tenemos pruebas de que usted fue apadrinado nada menos que por Joseph Mengele. Tenemos testimonio de su paso por el Alto Valle, cuando apenas tenía unos 10 años. Y una fotografía suya en plena ceremonia nazi, en el hotel Edén, que regenteaba su padre adoptivo. Por todo esto, usted intentó matarnos o al menos intimidarnos en dos oportunidadesDije el discurso de un tirón, mientras sentía un estremecimiento en el estómago que amenazó con estropear la delicadeza gastronómica del

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encuentro. Cartolano limpió su boca con una servilleta tan blanca como el mantel. No parecía conmovido. - Vagnozzi, esto es lo malo del periodismo. Ya me han juzgado sin chance a una defensa justa. Déjeme decirle, sin embargo, que están totalmente equivocadosEl enigmático mozo llegó con otra fuente repleta. Me enjuagué la boca con un poco de agua, y decidí que nada de lo que dijera Cartolano estropearía el almuerzo. - ¿Acaso usted desmiente ser la misma persona a quien se vio con Mengele en la chacra del señor Wendhers, en 1960, en la localidad de Cervantes?- dije, sintiéndome un fiscal de película. - De ninguna manera. Desmiento que alguien de mi grupo haya intentado matarlos. Por dos razones: nunca salió una orden en tal sentido; y si la orden hubiera estado, se habría cumplido, porque podremos ser muchas cosas, pero no ineficientesEl capitán había logrado sorprenderme. Bebí otro poco de champagne. - Usted acepta haber vivido con nazis desde la niñez, pero niega ser nazi. Y dice que nunca atentó contra mi vida, dando como prueba de ello que si hubiera sido así, no habría fallado. Es, por lo menos, inquietante- dije. - Pero es la verdad. No es necesario ser mentiroso para ser inteligente, Vagnozzi- Es cierto. Sin embargo, me pregunto por qué intentaron secuestrarnos y eventualmente matarnos cuando lo estábamos investigando a usted- Yo buscaría la respuesta por otro lado. Imagine por ejemplo a otro grupo, contrario al mío, que se dedica a combatirme con todos los elementos de una guerra sucia. Una guerra en donde se aprovecha todo. Desde el temor reverencial hacia el nazismo hasta la utilización de sus métodos más arteros. Por ejemplo, simular atentados con la finalidad de involucrarme- Ahora es usted la víctima de una confabulaciónEl capitán sacó de algún lugar de la mesa una pipa, y comenzó a prepararla con parsimonia.


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Yo busqué un cigarrillo. Tenía el estómago tirante y sentía que no podría comer nunca más en mi vida. - No me pongo en víctima. Yo entiendo que usted debe creerle a una persona tan respetable como el coronel. Entiendo que toda la historia le cierra. Pero debe comprender que la historia no es un hecho mecánico de causas y consecuencias. Mi cuna ha determinado mi vida, es cierto. Pero el resultado no es exactamente el que ustedes han imaginado- Definitivamente, usted niega ser nazi en cualquiera de sus acepciones. Y niega también haber tratado de impedir nuestra investigación- dije entre el humo de su pipa y el de mi cigarrillo. - Yo tengo una verdad para defender. Mis padres fueron miembros del Tercer Reich que debieron huir de Alemania. Mengele contribuyó a salvar mi vida cuando estuve muy enfermo, a punto de morir. Daniel Cartolano me volcó todo el amor que un padre adoptivo puede dar, aceptando dar identidad a un chico que no podía mostrar la propia, porque era demasiado peligroso y además el mundo no lo entendería. Pero construí mi vida con principios propios. Esos principios hicieron muy difícil mi carrera militar. En muchas oportunidades intentaron borrarme. Hoy ya no pueden: soy cada vez más poderoso entre mis camaradasCartolano se recostó en la silla. El mozo volvió a aparecer de la nada y ofreció postre. No quisimos. El mozo desapareció como por arte de magia. Estuvimos un rato en silencio, en medio del increible silencio de la montaña. - ¿Quiénes fueron sus padres, capitán?- pregunté. - Eso tendrá que averiguarlo usted, Vagnozzi. Pero nadie le va a creerdijo Cartolano. - ¿Por qué no? Lo único que tengo que demostrar es que Adolf Hitler y Eva Braun no murieron en Berlín, sino que escaparon, llegaron a la Patagonia, se escondieron durante años en una estancia. Y tuvieron un hijoPuse los codos contra la mesa y tomé mi cabeza entre las manos, mirando tranquilamente al capitán.

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Cartolano no movió un músculo. Chupó su pipa con calma y desparramó un poco de humo caro sobre las hojas del sauce. - Linda tarde. Pero va a refrescar esta noche- dijo.

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La noche fue realmente muy fresca, como suele suceder en la cordillera. Acepté la invitación del enigmático capitán para quedarme a dormir. Después de semejante almuerzo, y calculando el largo y fatigoso viaje que me esperaba, no quedaban muchas opciones. Entré a una habitación fresca y oscura, con muebles pesados de madera de algarrobo, le atiné a uno con forma de cama y desperté cuando ya el sol había quedado oculto por los cerros boscosos. Una ducha consiguió despejarme. Miré por la ventana y no vi más que la piscina reflejando las últimas y rojizas nubes del crepúsculo. Todo estaba en silencio. Me senté a la mesa, saqué mi libreta de notas y empecé a dibujar un croquis con la situación. Sobre el papel parecía todo muy claro: Adolf Hitler y Eva Braun no habían muerto en Berlín. Se habían ocultado en Argentina y engendrado un hijo. El chico nació enfermo y fue cuidado por una de las eminencias científicas nazis, Joseph Mengele. Por razones de seguridad, un Hitler ya viejo había ordenado ocultar a su vástago y sucesor bajo una identidad falsa. Había nacido así Daniel Cartolano, entre las paredes del hotel Edén, en Córdoba. El plan se venía cumpliendo a la perfección, y todo estaba ya preparado

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para que el primer gobierno nazi de la nueva era surgiera sin mayores inconvenientes, amparado por un mundo que había dejado de creer en las ideologías para sumergirse en las incomprensibles leyes del mercado. Es una historia espectacular, pensé. Tenía la mejor nota de mi vida. Sólo necesitaba hacerla creíble. En ese momento, golpearon a la puerta. Abrí y me enfrenté a un morocho de bigotes enfundado en un uniforme de combate. - Señor Vagnozzi, el capitán me ha encargado decirle que debió volver a Buenos Aires, y que la cena se servirá a las 22- me dijo con obvia voz marcial. - Gracias. ¿Me acompañará alguien?- Quise saber. - La señora del capitán cenará con usted, señorEl uniformado inclinó levemente la cabeza, dio un giro sobre los talones y se fue. No estaba nada mal la atención. Si Cartolano resultaba interesante, la mujer del hijo de Hitler no debería decepcionar a un periodista ávido de escribir la mejor nota de su vida. Fumé un par de cigarrillos repasando datos. Estaba aislado del mundo. El cuarto no tenía televisor y tampoco radio. No había llevado teléfono: siempre odié esos aparatos en su forma portátil. A las 10 de la noche estaba sentado en la gran sala de entrada, esperando ansiosamente. La dama no se hizo esperar más que unos minutos. Era rubia, lógico. Caminó hacia mí con la gracia de una modelo y la firmeza de una esposa de militar. Extendió la mano y sonrió. Tenía la boca grande, eso lo noté apenas pude despegar los ojos del resto de su anatomía, sutilmente oculta por un vestido de noche. - Así que usted es periodista- dijo, haciendo caer sobre mi rostro una larga mirada generosa. - Desde que pude canalizar laboralmente mi natural tendencia a la alcahuetería- respondí, sonriendo con cautela. - Por lo visto, es usted autocrítico-


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La dama colocó su mejor perfil en contraluz. Se sentó haciendo ostentación de piernas y aceptó una copa de champagne- en la casa no se tomaba otra cosa, parece- que trajo el mismo fugaz mozo que nos había atendido durante el almuerzo. - No hablemos de los periodistas. Somos una raza intratableLevanté la copa y brindé tratando de ser elegante. La dama retribuyó mi gesto y apoyó sus labios sobre el cristal como si besara a un hijo muy querido. - Sin embargo, tengo el gusto de estar hablando con un periodista. El primero al que mi marido ha querido atender. Perdóneme si soy muy directa: debo confesar que fue contra mis consejos- Supongo que el capitán no desoye sus advertencias muy a menudo- No crea. Es muy cabeza dura. Lo salva su inteligencia, una cualidad que no es frecuente entre sus colegasOfrecí un cigarrillo que fue rechazado. Me atreví entonces a encender uno. Era más linda a través del humo. - No es frecuente tampoco encontrar a un hombre con esos genesdije, dispuesto a aprovechar la charla más que la cena. - En lo personal, estoy convencida de que la inteligencia se adquiere. La herencia es nada más que masilla sobre la que hay que modelar la vida: puede modelarse bien o mal- En el caso de su marido, la herencia es poderosa- insistí. - El es un hombre poderoso. Ya aprenderá a conocerloLa dama se levantó. La seguí hasta la mesa sintiéndome un ser inferior. Sostuve la silla hasta que ella hizo reposar la mejor parte de su nervioso cuerpo. Con un tenedor en la mano me sentí más fuerte y con ánimos de ser más directo. - ¿Por qué no acepta ser el hijo de Hitler, si no niega que sus padres fueron nazis?La esposa de Cartolano esbozó una sonrisa seductora. Se tomó tiempo y una copa de champagne antes de responder. - Vagnozzi, a mi marido no le gusta nada que sea obvio. Por otra parte, todavía no está seguro de cómo utilizar mejor su extraña historia

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familiar- Aceptará usted que no es ningún detalle ser el hijo de Hitler. Ustedes lo toman como si fuera algo que pasa todos los días- intenté explicar mi propio desconcierto. La dama volvió a sonreir casi con un mohín gracioso. - Es que es usted el que insiste con Hitler, como si fuera la clave de todo. En realidad, hay cosas más importantes. Cosas que están sucediendo en este preciso momentoNo pude impedir revolverme en la silla, al recordar que hacía casi dos días que no tenía noticias del mundo. Antes de poder elaborar una estrategia más sutil, me encontré preguntando. - ¿Qué está pasando de importante en este momento?- Usted está cenando con la esposa del futuro presidente de los argentinos, apenas se supere el levantamiento militar que comenzó esta noche- dijo la encantadora rubia.

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Durante un largo instante nos miramos con la mujer de Cartolano, en medio de un impresionante silencio. Yo veía su bello rostro de sonrisa inocente como en un sueño. Una voz, la misma que había escuchado en el departamento de Castilla y en la farmacia del viejo y difunto don Horacio Freichber, repetía: “te engañaron, boludo”. Hice un esfuerzo y desperté. La voz que tenía adentro de la cabeza salió para afuera, y dije: - Me engañaron. Me siento, perdóneme, un boludoLa dama acentuó su sonrisa. - No lo tome como algo personal, Vagnozzi. Lo que está pasando excede sus circunstancias- No me joda. Tenga en cuenta que pierdo muy rápido la educación cuando me enojoLa dama se incorporó regalando una fugaz visión celestial a través de su escote. Caminó unos pasos y se quedó mirando la noche. - Venga. Acompáñeme. Tomaremos una copa afuera, mirando las estrellas. Tal vez pueda explicarle lo que sucede- dijo, con una seriedad imprevista. Me quité de un tirón la servilleta del regazo, y la tiré sobre la mesa. Seguía sintiéndome un boludo, y además con tendencias histéricas. - Acepto. Pero quiero un teléfono- dije.

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- Puede llamar a quien quiera. No está preso aquí, apenas si está acompañándomeLa dama volvió a sonreir. Había que admitir su encanto: la mina era linda de verdad. Nos sentamos en unos sillones de madera, al costado de la piscina, bajo un cielo que parecía la ilustración de un libro de cuentos infantiles. Volví a la conversación después de encender un cigarrillo. - Cuénteme cuándo su marido convenció a los generales de dar otro golpe de Estado- Otra vez se equivoca, Vagnozzi. Mi marido no será el malo, sino el bueno de la película. Usted lo sigue subestimandoHice un esfuerzo para no quedar con la boca abierta como un idiota. La mujer de Cartolano cruzó las piernas y se alisó el vestido. Me tenía en sus manos, y lo sabía. - Mi marido viajó porque su servicio de inteligencia confirmó que esta noche se intentaría dar un golpe de Estado. El golpe no quiere la destitución del gobierno, sino darle argumentos para depurar a las Fuerzas Armadas. La embajada norteamericana estaba ya al tanto. Es un golpe oficialista, en contra de los intereses de mi marido y su grupo. La idea era tomar dos ó tres cuarteles importantes, hacer matar a algunos soldaditos, mucho show por la televisión. Finalmente, el gobierno controlaría la situación ayudado por las fuerzas lealesApagué el cigarillo con rabia. Lo aplasté con el zapato contra el piso de lajas. - Deme un teléfono, por favor- pedí. - Ahí tiene un celular. Sobre la mesa, al lado del ceniceroEra cierto. Ni siquiera había visto la mesa. Desplegué el aparato y marqué el número de la redacción. Me atendió Dante Rojas. - Mirá, lo único que salió por cable fue un boletín. Dice que hay una situación confusa en Campo de Mayo. Estamos preparando una segunda edición por las dudas. La tele está mandando cámaras, pero todavía no salió ningún informe- dijo, con voz cansada. De fondo se escuchaba el ruido de los televisores. - Gracias. Te llamo en un rato. Puedo tener alguna novedad


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importanteCorté con un gesto resignado. La mujer del capitán Cartolano me obsequió otra de sus famosas sonrisas. - ¿Confirmado?- preguntó con ironía. - Ajá- dije. - No se preocupe. Usted tendrá la primicia. El golpe no prosperará. Y tampoco la intención del gobierno- ¿Porqué está tan segura?- Ya lo verá. No se apure- El Ejército y el gobierno van a escrachar a su marido. Todo el mundo sabrá que es nazi- Está previsto ese punto- No le creo. La gente va a reaccionar. No quiere a los milicos. Si encima aparece una esvástica en el camino, mucho menos- A Perón lo acusaron de fascista y a la gente no le importó- Era otro momento histórico- Eso, precisamente, juega a nuestro favorEl mozo de la casa llegó conduciendo una mesita. Traía un verdadero bar ambulante. Acepté un wisky con hielo. La conversación prometía. Y la mujer de Cartolano me gustaba cada vez más. - Dudo de que los favorezca la coyuntura. La gente está mal, pero la mala imagen de los nazis es ahora mucho más fuerte que hace 30 ó 40 años- insistí. - No discutiré eso con usted. Aunque debería tomar en cuenta lo que acaba de decir de las imágenes- ¿Por qué?- Porque las imágenes ya no representan las cosas de la misma manera que en otras épocas. Se vende igual una remera con la cara del Che Guevara que otra con el rostro de Stalin. O de Bill Clinton- Es más popular la del Che- Ni más ni menos. Sólo es más bello un rostro que el otro. No importa el significado. Stalin es demasiado feo como para ser popular.

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Y Clinton, demasiado vulgarEmpiné el vaso buscando una tregua. Era linda, era rápida, pero también era la nuera de Hitler. Me recomendé un poco de prudencia antes de seguir. - Si su marido sale a la calle con una remera con la cara de Hitler, y encima con un letrerito que diga querido papá, sobrepasará la tolerancia de la clásica indiferencia argentina- acoté con cierta rabia. - Mi marido no hará eso. Pero igual usted está equivocado. Esa leyenda que ustedes revisten con una aureola de investigación seria es la clave para acentuar la popularidad de Daniel. Nadie, mucho menos ustedes los periodistas, podrá mostrar una sóla prueba concreta sobre Hitler en Argentina. Hitler está muerto, sepultado, se mató en el bunker de Berlín y eso es inamovible, porque a ninguna potencia mundial le interesa cambiar la historiaLa dama, de pronto, fue más distinguida y seria. Se permitió beber un poco de cognac. Sacó de algún lado una cigarrera de oro. Le di fuego y continué la batalla. - No hará falta hablar de Hitler sin pruebas. Bastará la foto de su marido en el hotel Eden, rodeado por nazis de uniforme y con la cruz esvástica colgando de la pared- Todo es relativo, Vagnozzi. Esa foto tenía un significado antes de esta noche. Y tendrá otro después- ¿Por qué?- Porque será el mismo gobierno el que abortará el plan de denunciar al capitán Cartolano por actividades nazis en el seno del Ejército- No entiendo. ¿Por qué hacer eso si primero hacen una parodia de golpe para eliminarlo?- Por conveniencia. Nosotros tenemos pruebas irrefutables de la corrupción en los más altos niveles. Todo documentado. Listo para ser publicado en los principales diarios del mundo. No necesitamos dar un golpe de Estado para voltear al gobierno. Sólo publicar esos documentosMe revolví en el sillón y me prendí del extremo caliente de otro cigarrillo.


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La dama fumaba plácidamente. Parecía tener todas las cartas. No me sentí con ánimo de mentir una falta envido. - ¿Hasta dónde avanza con esto su marido?- quise saber, ya entregado ante su seguridad aplastante. - Ya le dije. Será el próximo presidente. En estos momentos ya debe tener la candidatura asegurada- No le puedo creer- dije empecinadamente. - Llame y confirme- dijo ella. Llamé otra vez al diario. Me volvió a atender Dante Rojas. Casi no me sorprendió su tranquilidad. - Todo está bien, pelado. Hubo un comunicado oficial del Ejército. Fue una rebelión tipo gremial, de suboficiales enojados por los bajos sueldos. Nada que ver con un golpe- dijo. Di las gracias y colgué. - Dice que fueron unos boludos que querían aumento de sueldomurmuré. Manotié la botella de wisky y llené el vaso. Me sentía cansado y más desubicado que nunca. La dama siguió fumando en silencio.

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Dormí unas cinco horas antes de subir al auto para volver a Neuquén. Toda la noche me revolví en la cama pasando de un sueño confuso a otro sueño confuso. Cuando abrí los ojos y miré el reloj eran las 10 de la mañana. Salté de la cama y corrí las cortinas de la ventana. Me saludó el verde apacible del bosque. No retribuí el saludo: me dolía la cabeza, y estaba de mal humor. Puse la cabeza bajo el agua de la ducha y llegué a la conclusión de que no sólo en los sueños ganaba la confusión. Dejé la habitación y sólo pude encontrar al enigmático mozo de Cartolano. Me sirvió un opíparo desayuno que desdeñé en su mayoría: tomé sólo un café y mastiqué sin demasiado entusiasmo unas tostadas. Me fui dejando saludos para el capitán y su señora. Veinte minutos después había dejado atrás el ripio. Apenas sentí el pavimento bajo las cubiertas del auto, puse música a todo volúmen e hice el intento de pensar un poco entre las curvas y contracurvas que rodean las montañas entre El Bolsón y Bariloche. El presente me desorientaba más que el pasado. Si la investigación que habíamos empezado sobre los nazis había llegado a enredarme, la situación tejida alrededor del capitán Cartolano parecía formada por un cúmulo de excentridades poco creíbles. Primero, el coronel amigo de Nápoli nos había señalado a un capitán Cartolano organizando un grupo para tomar el poder, organizado

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sobre la base de nazis que habían colaborado con Argentina durante el conflicto con Chile. Cartolano no desmentía nada, pero afirmaba que no era él quien quería un golpe de estado, sino el gobierno y el Ejército oficialista de la cúpula de los generales corruptos. Todo para denunciar una conjura nazi y desarticular la incipiente rebelión de los nacionalistas. Pero esto no prospera, porque Cartolano le muestra -me imaginé que al propio Presidente- una serie de documentos probando la corrupción del gobierno. Tengo todo esto y puedo publicarlo en todo el mundo, le dice. El gobierno da marcha atrás entonces, y Cartolano obtiene no sólo la garantía de supervivencia de su grupo dentro y fuera del Ejército, sino también la promesa de ser el próximo candidato por el partido político que maneja el poder. ¿Pero acaso era probable tener documentación auténtica sobre la corrupción en el gobierno argentino? Esto era lo menos creíble: pruebas contundentes contra la corrupción nunca había habido, que yo supiera. Precisamente en la destrucción y ocultamiento de pruebas se basaba el éxito de la corrupción. Pero además estaba la historia que yo sentía como más real dentro del quilombo que era mi cabeza. La historia de un Cartolano falsificado, trasladado por Mengele desde la Patagonia hasta Córdoba. El hijo de Adolf Hitler. La puta que lo parió: el hijo de Hitler podía ser el próximo presidente de los argentinos. Yo lo sabía, pero en realidad no tenía ninguna prueba concreta, ni siquiera para ofrecer a mí mismo. La historia era perfecta, era coherente, era magnífica. Pero seguía quedando con cabos sueltos, fruto más de la deducción que de los hechos comprobados. Decidí pegar una vuelta mayor y pasar por Zapala. Crucé el puente del Collón Cura y agarré la ruta para San Martín de los Andes. Tardaría


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unas cuantas horas más, pero quería ver otra vez al capitán Navarro. El podría aclararme algunas dudas. Y también tendría seguramente información sobre los últimos acontecimientos en Campo de Mayo. Pero cuando llegué a Zapala, ya entrada la tarde, encontré que no había nadie en el chalecito del barrio militar donde me había recibido el ex camarada de Cartolano. La casa estaba toda cerrada. El polvo sobre los postigos de las ventanas se había acumulado en los costados, contra el marco. Evidentemente, hacía por lo menos unos días que allí no había nadie. Enfilé para el centro y paré a tomar una cerveza y a hablar por teléfono. Llamé directamente a la guardia del cuartel. Después de dar unas vueltas, el miliquito de guardia me confió que el capitán Navarro había sido trasladado. Lo busqué entonces a Dante Rojas. Me prometió que para cuando llegara a Neuquén tendría la información del motivo del traslado y el destino que la superioridad había dispuesto para Navarro. Me dijo también que había llamado José preguntando por mi. Que lo llamara. Salí de la confitería y fui a un locutorio para hacer más privada la charla. Los tres viejos que tomaban café ya me miraban demasiado. Llamé a José. Apenas si me dio tiempo a saludarlo. - Rubén, pasó algo importante- dijo, con el tono serio que usaba cuando pasaba algo importante. - Decime- dije yo. - Por teléfono no puedo- La puta madre. ¿Para qué querías que te llamara, entonces?- Bueno, está bien. Decime dónde estás, que cambio de teléfono y te llamoLe dí el número de la cabina del locutorio. Esperé cinco minutos y allí estuvo de nuevo la plácida voz de José. - Llegaron las pericias de los huesos de la chacra de Cervantes- anunció. Ya me había olvidado de mi pequeño acto de latrocinio. Los huesos que Castilla había marcado como desechos de los experimentos de Mengele. Me quedé sin hablar, esperando.

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- Rubén, no estábamos equivocados. Pertenecen a un chico. Entre 10 y 13 años. No tienen más de 40 años de antiguedad. O sea que Faustuzzo, la policía, la justicia y el intendente están hablando huevadas: no son indios, RubénTomé aliento y busqué un cigarrillo. De nuevo sentí el hormigueo en el estómago. - ¿Es oficial? digo...la pericia ¿está firmada, comprobada, sirve como prueba?- pregunté con ansiedad. - Por supuesto. Ya la tiene Deloya. Tenemos que reunirnos para ver cómo seguimos- Sí- dije. - Te vuelvo a llamar cuando llegue a Neuquén- agregué. Volví a la confitería. Necesitaba otra cerveza antes de seguir viaje. Hacía calor, y en la avenida principal de Zapala no andaba casi nadie. Los tres viejos seguían tomando café y comentando las noticias. El resultado de la pericia agregaba un ingrediente más siniestro a nuestra pequeña historia. Hacía probable cualquier cosa, pero además involucraba a Cartolano. “Mengele contribuyó a salvar mi vida”, había reconocido el capitán. ¿Habría sido a costa de experimentos con otros chicos? Seguía pareciéndome muy tétrico, demasiado. Sin embargo, era posible. También había sido posible nuestra muerte, en pleno Paseo Colón, en Buenos Aires, si no hubiera sido por la locura de aquel taxista, Osvaldo. Mientras manejaba por la ruta 22 rumbo a Neuquén, la pregunta del millón seguía martillando mi cabeza. ¿ Había vivido Hitler en Argentina, y engendrado un hijo que se preparaba ahora para ser presidente?

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La pregunta fue la misma toda la noche. Al otro día seguía martillando en mi cabeza: no me dejaba trabajar tranquilo. Decidí entonces invertir más tiempo en dilucidar la cuestión de los huesos que dormían en una caja de la municipalidad de Cervantes. Puse el despertador para levantarme bien temprano, y lo fui a buscar a Daniel Schuster a la radio. El, o alguien vinculado a él, tenía que conocer más de esta historia, pensé. La comunidad alemana siempre había estado unida, con o sin nazis. La radio estaba instalada en una vieja casa, que había terminado por quedar en medio del microcentro de Neuquén. Me atendió una linda señorita que mascaba horriblemente un chicle interminable. Me hizo esperar un rato y después me condujo por un largo pasillo lleno de trastos y de gente que pasaba llevando papeles en las manos hasta una pequeña oficina aislada por paredes de cartón y madera. Allí dentro, detrás de un escritorio de metal, estaba Daniel Schuster. - Vagnozzi, es un placer recibir tu visita. Mi oficina central está enfrente, en la confitería de la esquina. Pero como supongo que querés una charla confidencial, mejor nos vemos acá, de fajina- dijo, extendiendo la mano sin demasiada convicción para saludarme. Le dije lo más pronto que pude el motivo de mi irrupción en sus intimidades laborales. - Se que no te gusta el tema. Pero la mejor prueba de que no quiero

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hacer escándalo al pedo es que vengo a verte. Necesito a alguien viejo de la comunidad que me hable del chico que estuvo con Mengele en la chacra de WendhersSchuster se acomodó en la silla. Estaba incómodo. Mi sinceridad lo había desconcertado. - Vos te referís a lo que nos contó el senador Faustuzzo- dijo, como para ganar tiempo. - Sí. Pero no creo que se le pueda pedir al senador que cuente más de la misma historia. Se pondría muy paranoico- aseguré, siguiéndole el juego de aproximación lenta. Schuster se pasó una mano por la cara, como para aclarar las ideas. Después buscó en el cajón del escritorio y sacó una tarjeta. Hizo un rápido plano detrás con su birome. - Tomá, Vagnozzi. Vos sabés que lo único que tenés que cuidar en toda esta historia es a mi viejo. No quiero que figure. Te doy un dato que nunca hubieras imaginado. Es un viejo médico. El colaboró con Mengele mientras estuvo en el Valle. Ahora vive en una chacra, está medio loco. Ahí tenés la forma de llegarLe di las gracias y volví al largo pasillo. Esquivando productores y locutores que caminaban tomando mate llegué a la calle. En la amarillenta tarjeta se leía “Rodolfo Etchegoyen, pediatra”. Había una dirección y un teléfono que seguramente ya no correspondían. Detrás, Schuster había marcado la ruta 151 y una trayectoria por caminos de chacra que nacían un poco antes de un paraje llamado Cinco Esquinas. No era lejos: llegué en 20 minutos. La calle entre las chacras no era más que una huella bordeada por álamos y un canal de riego. Pasé dos entradas y me detuve en la tercera. Maniobré para pasar un precario puente semidestruído sobre el canal. El viejo médico no parecía recibir demasiadas visitas. El camino de acceso tenía pasto crecido y ninguna huella reciente. Me condujo hasta una casona que debía tener por lo menos 100 años. Una pared estaba cubierta por enredaderas. La otra le daba marco a


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una galería sombreada con piso de mosaicos blancos y negros. Detuve el auto frente a la pequeña escalera de entrada a esa galería y toqué bocina un par de veces antes de bajar. Tuve que esperar un rato. Después vi una sombra que se fue aclarando de a poco. Era un viejo alto y nervudo. Tenía una larga barba blanca y ojos tan claros que parecían pintados entre las arrugas. Se apoyó en el borde del balcón de la galería con una mano. Puso la otra a modo de visera y me observó durante un tiempo que pareció una eternidad. Después hizo una seña para que me acercara. Caminé hasta el borde de la entrada a la casa. El viejo miró de arriba con esos espantosos ojos casi blancos. Tenía la camisa sucia, manchada por algo que parecía un muestrario de comidas grasientas. - ¿El doctor Etchegoyen?- pregunté. El viejo siguió mirándome. Después se le empezó a mover la barba. Me di cuenta que era la boca que se abría y cerraba. Era como una risita casi inaudible. De repente habló. - Venga acá, que casi no lo veo- dijo. Subí los cuatro escalones de la galería y quedé frente al anciano. Encorvado y todo me sacaba una cabeza de ventaja. - ¿Quién carajo es usted?- escupió con tono amable. - Me llamo Vagnozzi. Soy periodista. Usted conoce una historia que me interesa- dije, lo más lento y fuerte que pude. - No grite, caray. Soy viejo, no sordo- Perdón- Sí, si. Pase, que acá hace un calor de mierdaEl viejo me dio la espalda y fue hacia una puerta que estaba entreabierta. Caminaba arrastrando una pierna y apoyando las manos cada tanto en las paredes. Entramos a una habitación. El piso era de madera, y crujía. Se veía muy poco allí. El viejo era una mancha blanca que se bamboleaba delante. Puso una mano como una garra sobre una silla de madera y paja, la corrió y la puso entre los dos. - Siéntese acá- dijo.

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Obedecí sin chistar. El cuarto se fue aclarando de a poco. Estaba atiborrado de muebles oscuros. Había libros y revistas desparramados por todos los rincones. No olía mal, pero sí olía raro. Era como el olor que tendría una dentadura dentro de un vaso de agua. El viejo se había sentado en un sillón mecedor de madera lustrada. No me quitaba los ojos de encima. - Periodista. Hace 40 años que no hablo con periodistas- rezongó. - Será porque no lo han venido a ver- le dije. - Será. ¿Y usted qué busca?- Una historia de hace más de 40 años- No tengo buena memoria. Ni siquiera sé si me queda memoria- No creo que se haya olvidado de Joseph MengeleEl viejo comenzó a mecerse en el sillón. Cada vez que iba para atrás hacía un ruido el piso. Yo no me animaba a prender un cigarrillo. Había tanta madera y papel que podía producir un incendio el sólo pensar en el fuego. El doctor Etchegoyen volvió a la vida de pronto. - Mengele era una mierda y estaba loco- Pero usted trabajó con él- No. Yo sólo lo ayudé en un caso complicado- Un chico de 10 años- Nueve y medio. Tenía leucemia- ¿ Mengele le dijo quién era ese chico?- No me acuerdo. Ya le dije que no tengo buena memoria- Pero lo tenían escondido...- No lo andaban mostrando por ahí. El chico estaba muy enfermo, qué joder- ¿Fue Mengele el que lo llamó a usted?- Fue Wendhers. Era amigo, el alemán. Un buen tipo- ¿Y cuánto tiempo estuvo trabajando ahí?- No mucho, me parece. No hubo mucho que hacer- ¿Qué quiere decir?- Que se murió, el pibeEl viejo tenía la miraba blanca perdida en algún lugar muy lejano.


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Estuve un rato sin poder decir nada. Me hubiera quedado todo el día escuchando el ruidito que hacía en el piso la mecedora. Volví a preguntar sin pensar, por reflejo. - ¿Está seguro?- No sea jodido. Soy un viejo honesto: cuando no me acuerdo de algo, se lo digoQuedamos otro rato en silencio. La barba del viejo seguía moviéndose. Era un sensación incómoda: hubiera jurado que se reía de mí. Volví a la carga. - ¿Sabe qué hicieron con el muerto?- No lo publicaron en el diario. A Mengele le agarró un ataque. Pateaba las sillas y puteaba en alemán- Si, sí. Pero ¿Lo enterraron?- Supongo. No lo iban a guardar en formol- ¿Dónde lo enterraron?- Qué se yo- ¿Y supo usted quién era ese chico?- No. Y nunca se habló más del asuntoEl viejo puso una garra huesuda sobre el extremo de una mesa y se levantó. El movimiento dejó al descubierto la culata de un revolver. Lo había tenido allí, metido en la cintura, todo el tiempo. - Venga- me dijo. Salió hacia la luz de la galería, arrastrando la pierna y agarrándose de las paredes. Me miró desde su altura encorvada. Puso la garra huesuda sobre mi hombro, apoyándose. Levantó el otro brazo y señaló la miserable huella que comunicaba al mundo exterior. - ¿Ve ese camino, amigo periodista?Asentí, pensando en el revolver que el viejo tenía debajo de la mugrienta camisa. - Por allí se va al lugar donde están todas las respuestas. Yo hace rato que dejé de intentar encontrarlasBajé los cuatro escalones de la entrada. Caminé hacia el auto sintiendo el sol en la nuca. Antes de abrir la puerta, volví a mirar hacia la casa. El viejo ya se había metido adentro.

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Volví con la cola entre las patas, como los perros cuando andan enfermos o asustados. Mi teoría se venía abajo: Cartolano no podía ser el mismo chico de Cervantes, porque este había muerto. El hijo de Hitler, probablemente, estaba metido en una caja en medio de trastos viejos en la Municipalidad de Cervantes. Pero entonces ¿quién era Cartolano y qué había de verdad en lo que él mismo decía? ¿Porqué había reconocido que Mengele lo había ayudado cuando estaba enfermo? ¿Había sido sólo para corroborar lo que yo le decía, e inducirme a construir una historia falsa pero conveniente a sus planes? Las respuestas, pese a lo que me había dicho el viejo Etchegoyen, no aparecían. Así que traté de aliviar un poco la cabeza y olvidar aunque sea por un rato nuestra querida y polémica historia de los nazis argentinos. No pude. Estaba repasando noticias de Telam en la computadora. Paré en una policial que prometía. Una familia entera muere en accidente. El auto se había desbarrancado. Era el capitán Navarro. Empecé a transpirar como un loco, a contramano del aire acondicionado. Lo primero que pensé es que no me bancaba una coincidencia más. Accidente las pelotas, dije. Todos me miraron. Disimulé. El único que conocía a Navarro allí era Dante Rojas, y

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había salido de vacaciones sin poder confirmar los motivos del traslado desde el cuartel de Zapala. Después sentí una profunda congoja. Navarro me había parecido un buen tipo. No había dudado en calificar a Cartolano: es un hijo de puta, había dicho. El cable no explicaba bien las causas del accidente. La policía todavía no había terminado los peritajes. Se suponía exceso de velocidad, el auto que muerde la banquina. Lo de siempre. Una distracción y chau Navarro, su mujer y sus cuatro hijos. Todo muy creíble. Salvo que el capitán Navarro era uno de los pocos que podía frenar la carrera a la presidencia de Daniel Cartolano. Anduve deprimido casi todo el día. Traté de buscar más datos del accidente, pero no había muchos. La policía cerró el caso el mismo día. Para ellos era un accidente más. Las huellas mostraban la posibilidad de un neumático reventado. Pero el auto se había desbarrancado y después incendiado. Quedaron sólo unos fierros retorcidos y calcinados entre las piedras del fondo del barranco. Navarro también se había quemado, junto a su mujer. Eran los únicos que llevaban puesto el cinturón de seguridad. Los chicos fueron expulsados del auto tras el impacto. Sus cuerpos estaban enteros. Imaginé un sabotaje a los frenos. O un conveniente balazo a un neumático en una curva. No sentí ganas de verificar mi teoría. Navarro estaba muerto. Otro cadaver se sumaba a nuestra lista de víctimas. Estaba otra vez sumergido en tétricos pensamientos cuando llamó Nápoli por teléfono desde la redacción de Buenos Aires. - Tu amigo Cartolano dejó el Ejército. Pidió la baja y ya está en su casa como un civil más- anunció. - ¿Qué sabés de todo eso?- pregunté, previendo que el profesor tenía la justa. - Es largo. Parece que tiene un pacto bien firmado. Ya tiene montadas oficinas para empezar la campaña proselitista. La gente que no lo quiere en el Ejército dice que tiene un as en la manga que hará un revuelo bárbaro. Algo debe tener, porque lo consideran un candidato


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seguro- Del oficialismo, supongo- Seguro. Dicen que va a ser una versión mejorada y corregida de PerónHablamos otro rato y colgué. Cartolano era ahora ex capitán. La noticia de su proyección política ya saldría en los diarios. Al menos, en eso no me habían engañado. Será el proximo presidente de los argentinos, me había dicho la esposa. Antes de eso yo tendría su confesión firmada. Quería las respuestas. Lo supe de repente: lo de Cartolano y los nazis era ya una cuestión personal. Que el diario hiciera lo que quisiera con la investigación y los compromisos políticos que seguramente vendrían con el dinero sucio del hijo falsificado de Hitler. Yo tenía que sacarle a ese seductor hijo de puta la verdad de las muertes de Castilla, Freichber y la familia Navarro. Lo demás casi no me interesaba. Que mintiera sobre Mengele. Que engañara a todo el país, al mundo, y se presentara como el nuevo salvador de la raza humana. - Al carajo- dije en voz alta. Estaba realmente enojado. Tenía que sacarle algo que sonara a verdad a Cartolano. Esa sería mi misión en la vida. Estaba por irme pegando un portazo del diario cuando sonó de nuevo el teléfono de mi escritorio. Era el Coronel. Lo imaginé, sentado, rodeado de libros y muebles oscuros, fumando un habano, en su mansión de Palermo. Dijo que estaba viajando para Neuquén. Que tenía algo para mostrarme. Pruebas, dijo. Pruebas de nuestro amigo en común. Colgué y me sentí un poco mejor. Tanto, que me regalé unas milanesas con papas fritas en el restaurante donde tenía canje el diario.

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El coronel llegó en el avión de las nueve y media y se alojó en el hotel del Comahue. Allí lo fui a ver, bañadito y planchadito, como correspondía a un encuentro importante. Nos sentamos frente a humeantes tazas de café. Yo, dispuesto a escuchar con atención. El Coronel más distendido de lo que lo había visto en su propia casa. Le caía bien viajar y cambiar de ambiente, como a todos los militares. Se acarició el bigote con dedos de uñas prolijamente cortadas, y corroboró noticias. - Usted sabrá que Cartolano dejó el Ejército- preguntó afirmando. - Sin mayores detalles, me enteré ayer- contesté. - Bueno. En realidad, la baja de Cartolano había sido negociada por el presidente y el generalato con él mismo, en medio de un golpe abortado, hace unas semanas- ¿Y quién ganó?- Cartolano, por goleadaEl coronel terminó su café y se limpió el bigote con la servilleta. Esgrimió una sonrisa altivamente triste y siguió hablando. - Los generales se lo sacaron de encima, que eran lo que querían. Suponen (mal) que con Cartolano fuera de la fuerza podrán recuperar gradualmente el control y achicar la influencia del grupo rebelde. El Presidente negoció la entrega de algunas pruebas groseras sobre la corrupción del gobierno y la promesa de no exhibición de otras más

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graves. Pero -creemos nosotros al menos- en realidad vio en Cartolano un candidato más sólido que los otros que estaban en danza. Un tipo con el que se puede negociar, que es inteligente y que tiene ciertamente un raro carisma- De manera que Cartolano tiene el camino abierto para llegar al poder por la vía legal- Si. Esto no es lo que más nos preocupa, porque en definitiva ha elegido el camino más largo y más difícil. Nos preocupa un dato que ha surgido de nuestras tareas de inteligenciaEl Coronel se permitió hacer una pausa para pedir otro café. - ¿Qué puede ser peor que un pacto oficialista con un nazi aggiornado?pregunté. El Coronel me dedicó otra triste sonrisa. - La línea elegida por Cartolano para sorprender y pasar de ser un desconocido a un personaje popular en una semana. Nos dicen que está dispuesto a revelar cómo se utilizó el oro nazi para bancar a los gobiernos argentinos desde la Segunda Guerra Mundial hasta la década del 70-¿Es posible?- Aparentemente los nazis están de acuerdo. Y el gobierno también, porque se despegaría de una vez por todas de un pasado que le molesta cada vez más. A nosotros nos preocupa lo que no les preocupa a ellos: varios patriotas quedarían denigrados como sirvientes de los seguidores de Hitler- Pero ¿cómo hará Cartolano para despegarse él mismo de esa historia?- No se despegará, al contrario. Dirá que él tiene todas las pruebas del oro nazi porque nació y creció en esa -como diríamos- familia. Y aprovechará el golpe de efecto para plantear sus demagógicas posiciones -nacionalismo barato, mejoras salariales, más poder contra el delito- y poner en marcha su campaña políticaTerminamos la segunda ronda de café en silencio. Pensé que esta variante de la historia también cerraba y era posible. La certidumbre me dio dolor de cabeza. Miré a los ojos al viejo y elegante militar que tenía enfrente.


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- ¿Por qué me está contando todo esto a mí, Coronel?- En principio porque necesitamos aliados en la prensa para contrarrestar tantas mentiras como las que circularán en los próximos tiempos. También he tenido en cuenta que usted maneja elementos de esta historia con ventajas hacia el resto. Además, me cayó bien la vez pasada, cuando me visitó en casa- Usted dijo que tendría pruebas para entregarme- recordé. - Las tengo en la habitación. Son dos carpetas y unos casetes. Las carpetas contienen toda la información disponible en las fuerzas armadas sobre el accionar nazi en Argentina, incluyendo las maniobras con submarinos en la costa patagónica. Los casetes tienen grabaciones de escuchas realizadas al teléfono de Cartolano, que le servirán para enterarse de algunos otros rasgos sicopáticos de nuestro personaje- ¿Y porqué supone usted que puedo ser un aliado suyo?El Coronel sacó uno de sus habanos. Me invitó a que nos mudáramos al salón, en donde podría fumar más tranquilo. Mientras caminábamos, puso una mano sobre mi hombro. - Usted odia a Cartolano. Odia lo que él representa. No quiero un pacto con el periodista: quiero un pacto con el hombreNos sentamos en los sillones del salón. No había gente. Podíamos hablar tranquilos. - Usted me ofrece un pacto. Pero hay muchos puntos oscuros todavía en nuestra relación- ¿Por ejemplo?- Cartolano negó rotundamente haber enviado gente a apretarnos. Dijo que habían sido sus enemigos del EjércitoEl Coronel lanzó una delicada columna de humo cubano. El humo quedó recortado contra la luz de los ventanales, y se fue diluyendo de a poco. - Es cierto. Los generales se mandaron la macana. Querían que ustedes sacaran a relucir la pertenencia de Cartolano a los grupos nazisMe paré de un salto. Di unas vueltas por el salón hasta que me di cuenta que estaba caminando como Chaplín, y volví a sentarme. Sentía las mejillas calientes.

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- Uno de los atentados se hizo a la salida de su casa. No me diga que usted no sabía- escupí sin poder ocultar el enojo. - Le aseguro que no. Ya le digo que fueron maniobras de los generales. No fueron mis amigos. Ellos no suelen jugar sucio, Vagnozzi. Vamos de frente, y si hay que pelear, primero declaramos la guerraEl coronel mantuvo la voz firme. Sin embargo, sentí su tensión. Siguió sentado, pero con la espalda recta, como si estuviera montando un caballo. Busqué y encontré otro cigarrillo. Decididamente, me dolía la cabeza. Estaba cansado, cansado de no estar seguro nunca de quién era amigo y quién enemigo. El mundo era una mierda indefinida lleno de mentirosos. El pensamiento tuvo la virtud de darme risa. El Coronel me miró con extrañeza. Me contuve mientras encendía el cigarrillo. - Está bien. Deme lo que trajo. Déjeme analizarlo. Yo lo llamaré cuando haya visto y escuchado todo- dije. Subimos a la habitación. Allí el Coronel me dio una caja. Estaban las dos carpetas y un par de casetes. Nos saludamos con cierta frialdad. Pensé en despedirme con aquel verso de Borges tan usado por los periodistas de política: no nos une el amor, sino el espanto. Pero no dije nada.

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La carpeta del Coronel recopilaba documentación oficial sin demasiada importancia. Lo más relevante era un par de radiogramas dando cuenta de la actividad de submarinos en la costa patagónica después de terminada la Segunda Guerra. Pero esa información ya la teníamos y además teníamos al submarino. Los casetes con grabaciones de algunas conversaciones telefónicas del ahora ex capitán Cartolano sí tenían una perlita, al menos para mí. En una charla con alguien no identificado, Cartolano preguntaba si se había arreglado la cuestión Zapala. La respuesta había sido un lacónico “sí”. Después se escuchaba una serie de ruiditos y se pasaba a otra conversación. Pensé que la cuestión Zapala podía muy bien ser la eliminación del molesto capitán Navarro. Tres días después de mi reunión con el Coronel, se cumplió lo que había anticipado. Apareció en Clarín un largo reportaje a Cartolano. La operación había sido bien planeada: la nota estaba vendida en tapa, con foto y todo. Cartolano aparecía de camisa, con una biblioteca al fondo, con una fotografía en la mano que la cámara del reportero se había ocupado en destacar. Era la misma que habíamos tenido en nuestras manos, aquella de la ceremonia nazi en el hotel Edén. El reportaje era una obra maestra de Cartolano. Decía que su padre

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había trabajado para los nazis. Que el mismo Mengele había estado en el hotel. Que los gobiernos argentinos protegieron a todos los refugiados a cambio de fuertes inyecciones de dinero. Que ese dinero fue a parar al Estado en algunos casos, y a cuentas particulares de funcionarios corruptos en otros. Que muchos políticos habían pegado el gran salto gracias a ese dinero. El periodista había preguntado quiénes, y Cartolano había respondido “por ahora me reservo esos nombres. Mi vida correrá peligro si los revelo”. El reportaje tuvo una notable repercusión. La historia fue unida a nuestro hallazgo del submarino, y el tema nazis volvió a ser noticia. La televisión se dedicó a hacerle notas a Cartolano y a contar su vida en los cuarteles. Nada se dijo sobre su participación en el conflicto con Chile en 1978. Sí se mencionó el caso Carrasco. Pero fue por boca del propio Cartolano. El tipo no se sonrojó y dijo que el asesinato del soldado había sido el “peor espectáculo” que pudo dar el Ejército en toda su historia, y que había habido un “lamentable encubrimiento” de la cúpula de la fuerza. Otra vez pensé en Navarro y su horrible muerte en el fondo de un barranco. Pero no escribí nada. Estaba tan deprimido que pedí una licencia. Antes los mandé a la mierda a Deloya y a José. Querían editar un video con todos los testimonios de nuestra investigación. Yo lo único que quería era destruir a Cartolano. Pero me sentía en inferioridad de condiciones. Me senté frente a una botella de ginebra para ver si podía aclarar las ideas. Cerré las ventanas de casa, apagué todas las luces, y desconecté el teléfono. En medio de la oscuridad, sentí el gusto fuerte de la ginebra pasar por la garganta. Llegué a una conclusión relativamente simple: estaba enojado con


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todos. No había una sola razón, había muchas. Tal vez la principal era la dificultad para establecer qué era cierto y qué no. ¿Dónde estaba el enemigo? Esa era una pregunta interesante. La otra era si había necesidad de tener enemigos. Cuando la botella quedó con la mitad de su contenido llegué a otra conclusión. No me interesaban particularmente los nazis. Eran un emergente anacrónico de la historia. No habían sido ni serían los únicos jodidos de la humanidad. Pensé que no valía la pena seguir clasificando a la gente con un método botánico. Sin embargo, Cartolano seguía conspirando contra mi equilibrio interior. El concepto Cartolano me jodía. Tal vez era que estaba encarnando en él todo el cúmulo de engaños en que se había convertido el mundo. Me acordé de una discusión a la que había asistido una vez. Dos tipos se habían trenzado, durante un encuentro de artistas y filósofos. Uno tenía la teoría de que la humanidad retrocedía. Cada vez más odio, más guerras, más injusticia. Cada revolución que había cambiado el mundo lo había hecho más jodido. El otro aseguraba lo contrario. En realidad se había avanzado: el hombre iba ganando en tener cada vez más conciencia de sí mismo. No aumentaban los males, sino apenas su conocimiento. Pensé que los dos tenían razón, pero que no había una forma lógica de conjugar los dos pensamientos. Así de jodida era la cosa. No hay buenos y malos, porque no hay un juez que pueda indicar quiénes están en un bando y quiénes en el otro. Y cuando alguien acepta el boludo desafío de asumir como referí y pretende cobrar el penal, la hinchada, la mayoría, se divide inevitablemente en dos: una mitad dice que está bien. La otra, que está mal. Tal vez ahí está la verdad: no hay verdad. La verdad es un precario invento, una simplificación del mundo. La ginebra ya empezaba a quemarme un poco. Dejé el vaso abandonado a un costado y seguí mirando la oscuridad.

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Creo que me dormí. Yo estaba con la cabeza apoyada en una sombra. Sentía una sensación cálida, tranquila. Quizá era un sueño. Aunque era, más bien, un recuerdo. Estaba escondido detrás de aquel cuadro enorme de la Virgen de Fátima que mi madre nunca había colgado de la pared, y había quedado recostado a un costado del ropero, formando una cueva perfecta para esconder pecados y pensamientos. Estuve allí hasta que comenzó a tronar. Eran unos truenos espantosos, secos, contundentes, que se transformaron de repente en golpes contra los postigos de la ventana de mi casa. Me levanté de golpe. El vaso con el último resto de ginebra se cayó y se rompió. Fui hacia la puerta y encendí la luz de afuera. Miré por el visillo. Una sombra se perfiló contra las rejas. Era un tipo alto y encorvado. Se agarró con una mano de un barrote y gritó. - ¡Vagnozzi! la gran puta....¡ abra esta jodida puerta!Era el doctor Etchegoyen.

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Había llegado hasta casa en un destartalado Citroen, después de averiguar vaya a saber cómo la dirección. Le abrí la puerta de la reja con un poco de miedo. El aspecto del viejo médico no era precisamente tranquilizador. Parecía un loco recién fugado del manicomio. Los pelos blancos volaban con el viento y los ojos le brillaban cada vez que se cruzaban con la luz. Llevaba puesto un largo piloto y supuse que debajo estaría el revolver que alcancé a ver cuando lo había visitado en su chacra. - A ver, déjeme pasar. Tengo algo importante que decirle- dijo, sin mucha ceremonia. Antes de que pudiera decir yo algo estaba adentro de casa. Se sentó mirando la botella de ginebra. Le ofrecí un trago y me serví otro. La noche prometía ser larga, así que también puse la cafetera en el fuego. Etchegoyen se empinó el vaso con decisión. Supuse que tenía algo de farsante, porque no había arrastrado la pierna ni se había agarrado de las paredes para deslizarse. Es más: había llegado manejando un auto, y de noche. Los achaques que había mostrado en la chacra habían sido tal vez una puesta en escena montada especialmente para extraños. - Como usted ve, soy viejo pero todavía puedo disfrutar de las cosas buenas- dijo, corroborando mis pensamientos. Se limpió el bigote con la manga del piloto y me miró directamente a

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los ojos con esa mirada blanca e inquietante que me ponía nervioso. - Vagnozzi, soy el pelotudo más grande de la historia. Tuve que venir a decírseloArrimé la silla a la mesa y apoyé los codos. La ginebra me pesaba en la cabeza. - ¿Qué ha pasado para que dejara su mundo perfecto?- pregunté, intentando ser amable. - Una revista- dijo. - ¿Una revista?- Si, hombre, sí. Es lo único que hago todo el día. Leo toneladas de revistas de todo el mundo. Debo ser el consumidor de papel más grande del Alto Valle- ¿Y qué vio tan importante para mí?- Para usted y para media humanidad. Vi una foto y un reportaje. Y me di cuenta que Mengele me engañó. El chico de la chacra de Wendhers no murió un carajo. Está vivito y coleandoLa cafetera empezó a silbar y aproveché para levantarme de un salto. La cabeza se me había despejado. De repente estaba tan despierto que podía ver a través de las paredes. - Usted vio una foto de Cartolano- dije. - ¡Bingo! acertó. No tengo dudas. Puedo reconocer los rasgos de un chico en una persona grande. Ese delirante que habla del oro nazi es el mismo que yo atendí en Cervantes- Pero usted vio un chico muerto- No. Por eso digo que soy un pelotudo. Yo nunca vi el cadaver. Llegué una mañana y encontré a Mengele pateando los muebles y maldiciendo en alemán porque se había muerto el chico. Pero nunca me mostró el cuerpo. Y yo no pedí verlo. Nunca me gustó ver chicos muertos- Pero...si Cartolano es el mismo chico que usted trató en la chacra de Wendhers...¿de quién son los huesos que se encontraron enterrados en la chacra de Faustuzzo?- ¿Yo qué se? Usted es el periodista- Además, usted dijo que tenía leucemia. ¿Acaso Mengele tenía la cura


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contra el cancer?El viejo tomó su café y se empinó otro buen trago de ginebra. Otra vez se le movía la barba. Se reía, era indudable. - Mengele era un hijo de puta, una mierda, eso sí que es indudable. Pero sabía mucho. Puedo certificar que aplicó un cóctel de drogas como nunca había visto. Algunas de ellas las tuvo que pedir a Buenos Aires Horacio Freichber, que en paz descanseDecidí ir a fondo con Etchegoyen. Algo me decía que era el mejor compañero de ruta que podía elegir. Sentía la cabeza en ebullición y me hormigueaban los dedos. Pensé en tomar un calmante, pero opté por tragar otro poco de ginebra. - Doctor, el chico que usted contribuyó a salvar, el mismo que hoy ya se va perfilando como el político del año, puede ser el hijo de Adolf HitlerEl viejo se echó para atrás en la silla. La luz le dibujó extrañas sombras en la cara, y los ojos casi blancos le brillaron más que nunca. - No me extrañaría, la gran puta. Por algo lo andaban escondiendodijo. - Algo hay que hacer, doctor- dije yo. - Ajá- dijo Etchegoyen. Metió la mano dentro del piloto y sacó el revolver. Era un pistolón respetable. El viejo lo empuñó con una increíble mano firme. - Habrá que meter bala- me dijo.

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Seguimos tomando café y ginebra. El doctor Etchegoyen dejó el pistolón sobre la mesa y se dedicó a emborracharse conmigo. Era un buen tipo. Hacía 30 años que vivía solo en la chacra. Un día se había sentido iluminado, había echado a su mujer, despedido a sus hijos, y cerrado su consultorio. El pueblo lo trató de loco pero después lo olvidó. Me despertó el calor del sol sobre mi cabeza. Miré el reloj: eran las 3 de la tarde. El viejo estaba despatarrado en un sillón. Roncaba. Era un sonido finito, penetrante, que se escapaba entre los pelos de la barba levantándolos un poquito cada vez. Metí la cabeza debajo de la canilla. Pesaba toneladas. Encendí un cigarrillo y salí al patio. Hacía calor y había olor a pis de gato. Entré de nuevo a la casa. El viejo seguía durmiendo a pata suelta. El revolver estaba bien cuidado. Era calibre 44, un magnum, igual al de las películas de Clint Eastwood. Las balas eran más gruesas que mis dedos. ¿Sería la solución meterle una bala de esas a Cartolano en la cabeza? Era una solución bien americana. Pensé en aquel libro de Stephen King, La Zona Muerta. ¿Era yo como aquel personaje que eliminaba al fascista antes de que llegara a la presidencia?. ¿Había que eliminar al hijo de Hitler? ¿Y si resultaba menos malo que nuestros políticos?

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De lo que estaba seguro era que nadie creería que Cartolano era el hijo de Hitler. Este país no aceptaba la descendencia de los mitos. Gardel no había tenido hijos. Quienes habían pretendido ser reconocidos como hijos de Perón o de Evita no tuvieron éxito. Los mitos necesitaban ser perfectos, ya sea en su maldad o su bondad, y para eso debían morir sin dejar una herencia humana. Etchegoyen abrió los ojos. Después abrió una enorme boca desdentada. Estiró los brazos como un bebé que se despierta en la cuna. Escuché el ruido de las viejas articulaciones. - Carajo. ¿Tiene una aspirina?- Seguro. Pero antes tómese unos mates. Si no, le va a caer malEl viejo se levantó del sillón. Me miró con los ojos tan blancos que reflejaban las ventanas como si fueran de vidrio. - Oiga, el doctor soy yo- refunfuñó. Me apartó con un brazo que parecía un alambre. Guiado por algún instinto ancestral encontró el camino al baño. Puse a calentar el agua y preparé el mate. Ya lo había puesto a punto cuando el doctor salió del baño. Se había mojado la cabeza y tenía el pelo lacio y achatado contra el cráneo. Parecía otro: mucho más prolijo. Imaginé que si se cortaba la barba, volvería a ser rápidamente un correcto y respetable médico jubilado. Le alcancé el mate. Lo sorbió con ganas. La bombilla desapareció entre las barbas como si se hubiera caído en un matorral seco. - ¿Está de acuerdo? preguntó. Lo miré con cierta sorpresa. No sabía de qué me hablaba. Pegó otra fuerte chupada al mate y sonrió. - Le pregunto si está de acuerdo con la solución final del problema. Liquidar a Hitler-Cartolano- dijo. Miré por la ventana. El parral estaba lleno de uvas. No me alcanzaría el verano para comerlas a todas. Tendría que regalar un poco a los vecinos. - Usted sabe que no podemos hacer eso. No sólo fracasaríamos. También pasaríamos a ser los malos de la película. Dos locos con una


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historia increíble que quieren matar al candidato. No va. No sirve ni como argumento para una telenovela Etchegoyen me devolvió el mate. Se rascó la cabeza. El ruido de los dedos huesudos contra el cráneo se desparramó por toda la casa. - Usted se proyecta demasiado en su papel de antihéroe. Sin embargo no me contesta. ¿Está de acuerdo en limpiar a ese hijo de puta, aunque usted no sea el ejecutor, sí o no?- No joda, doctor. No es un tema para hablar en abstracto. Matar a Cartolano no es la solución- Entonces, no cree que sea tan peligroso- ¿Por qué? Sí creo que es peligroso. Creo que es el hijo de puta ideal para este país. El hombre que completa la historia. El que terminará con la farsa de creer en algo que no somosTragué el mate con la sensación de que estaba mintiendo. La filosofía no me salía bien por la mañana. Tenía acidez. Y sentía la ginebra todo el tiempo, como una música desafinada en el medio de las tripas. Etchegoyen no se desanimó. Fue hasta la mesa, agarró el revolver y se lo puso de nuevo en la cintura. Se sentó cruzando las piernas casi sin esfuerzo. Parecía haber rejuvenecido veinte años. - Usted es un cagón como todos los periodistas- dijo. - Y usted está loco si cree en serio lo que está proponiendole contesté. - Puede ser. Me han dicho que estoy loco varias veces. Pero ahora sé que no viví tantos años al pedo. Me di cuenta cuando ví la foto de ese Cartolano en la revista, y revivió aquella vieja historia con Mengele, Wendhers, y toda la mierda de aquellos años en que nos daba todo igual. El chico no está muerto, Vagnozzi. Y a mí se me ha puesto que ese chico es un invento de Mengele. Usted dice que es el hijo de Hitler. Pero puede ser algo peor. Algo tan mierda que no podemos ni imaginar- Qué...¿qué carajo quiere decir? ¿Una mierda, un experimento, un frankestein nazi? Usted vio algo más en esa chacra...no me ha contado todo. ¿Porqué no se va, y me deja tranquilo?-

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La barba del viejo empezó a moverse otra vez. Se reía, era evidente que se reía sin sonidos. - No se ponga histérico, Vagnozzi- Váyase a cagarMe serví otro mate. Pero la pava se movía mucho, tal vez porque me temblaban las manos. La dejé en la mesada y me dediqué a mirar las uvas de la parra. Me sentí totalmente deprimido. - Venga. Esto lo tenemos que hablar. Venga, siéntese acáLa voz del viejo había cambiado de repente. Tenía una serena autoridad. Los pies se movieron como si fueran de otra persona, y me encontré sentado frente a Etchegoyen. Los ojos blancos miraron directo a mis ojos. Y la mano esquelética se apoyó sobre mi pierna. - Usted sabe que algo anda mal. Lo sabe pero no puede explicarlodijo. - Sí- contesté. Sentí un nudo en la garganta. Tenía ganas de llorar. La mano esquelética se levantó y después bajó, una, dos veces. El viejo me palmeó la pierna. La voz conservaba la autoridad, pero ahora era sólo un susurro, casi como en un sueño. - Yo vi muchas más cosas en esa chacra. No se las voy a contar. No las entendería. Yo tampoco las entendí. No le dí bola porque nadie le daba importancia- Porque era normal. Parecía normal- dije. - Sí, Vagnozzi. Era normal porque parecía normal. No se preocupe en explicar. No se puede. Por eso hay que matar a Cartolano. Porque él sabe algo que nosotros nunca sabremos. Y estamos seguros que lo usará para joder. Para terminar de joder a la humanidad- Sí- atiné a decir. Estaba como hipnotizado. - Usted no lo hará. No puede. Tampoco le corresponde. Usted quédese piola. No le cuente nada a nadie- No- repetí. - Buen pibe. Ahora me voy. No me busque por un tiempo. Necesito


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estar solo. Yo lo llamo. Espere a que yo lo llame. Espere y no se preocupe. Yo me llevo sus pelotas. Haga de cuenta que está en la colimbaEl viejo se paró despacio. Yo seguí sentado. Sentía que me temblaban las piernas y me saltaban las lágrimas. Se puso el piloto y acomodó el revolver en la cintura. Parecía John Wayne. Abrió la puerta y salió. Escuché el ruido del motor del Citroen. Tardó un rato en arrancar. Conseguí mover el cuerpo y me acerqué a la ventana. El Citroen se alejaba, dejando una estela de polvo. Ahí va el capitán Beto, pensé absurdamente.

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Durante el resto del día seguí meditando en lo que había pasado con Etchegoyen. El viejo no sólo había descubierto la verdadera identidad de Cartolano, sino que también había recuperado una memoria llena de cosas inquietantes. Lo pensé mucho. Me acosté sumergido en un caldo amable proporcionado por una pastilla tranquilizante. Desperté cuando eran las seis de la mañana del otro día. Saqué una palangana al patio, la llené de agua y le puse unos cubitos de hielo que saqué de la heladera. Con eso me lavé la cara, y me sentí mejor. La mañana estaba fresca y ya no se sentía olor a pis de gato. Me puse unos pantalones cortos y una remera, agarré una bicicleta que había comprado una vez que se me había dado por los ejercicios y la buena salud, y salí pedaleando rumbo a Cervantes y la vieja chacra de Wendhers. Llegué una hora y media después, con la lengua afuera y lleno de la tierra que levantaban los camiones de fruta. La chacra quedaba muy cerca de aquella donde Domingo Faustuzzo me había contado por primera vez que Mengele no había pasado solo por el Alto Valle, sino acompañado por un chico, un nene enfermizo y misterioso. Con la bicicleta de tiro me metí por entre los álamos. El pasto había cubierto la huella de entrada a la vieja residencia.

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Todo se veía abandonado. Las plantas de manzana eran viejas y estaban sin cuidar. Los jejenes comenzaron a zumbar alrededor, atraídos por el sudor que corría por mi cuello. Llegué a la casa después de un calvario que incluyó dos paradas de descanso y varios intentos poco exitosos de desprenderme de los jejenes. No se veía a nadie. Tampoco había perros. Dejé la bicicleta apoyada contra la pared de la galería de entrada. Fui hasta la puerta principal y llamé. Esperé un rato, pero solo hubo silencio. Di la vuelta a la casa. Había un galpón al costado de un álamo que debía ser tan viejo como la casa. De la puerta del galpón salían dos huellas que parecían recientes. Eran de tractor. Pensé que el cuidador de la chacra había salido a comprar algo al pueblo. Era la situación ideal. Tenía la chacra donde había estado Mengele para mí solo. Fui a buscar la bicicleta y la escondí entre unos yuyos, cerca del camino de salida. Empecé a buscar la forma de entrar a la casa. La puerta principal era inexpugnable. La de atrás, que seguro daba a una cocina, estaba igualmente bien cerrada. Pero encontré una ventana con un postigo levemente descalzado. Busqué algo para hacer palanca. Encontré un palo de escoba. Lo puse entre el postigo y la pared. Después de dos intentos fallidos, el postigo cedió. La ventana estaba abierta. Me asomé con cuidado, con el corazón latiendo directamente debajo de las orejas. Vi una habitación oscura cortada por el tajo de luz de la ventana, y mi propia sombra recortada contra una pared blanca. Salté adentro de la casa, y cerré de nuevo los postigos. Estaba en uno de los dormitorios. La habitación estaba fresca y limpia. El piso era de grandes mosaicos blancos y negros. Había una cama de bronce y un enorme ropero de madera oscura. Fui hasta la puerta y me asomé al pasillo, después de esperar que los


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ojos se acostumbraran a las tinieblas frescas. Todo estaba muy limpio y ordenado. La vieja casa de Wendhers era otra por dentro, y no parecía estar habitada ni usada. Era como un museo. Los muebles estaban brillantes, sin polvo. La cocina, impecable. Recorrí cinco habitaciones. Todas estaban igual de cuidadas. Pensé que quien cuidaba la chacra no vivía allí dentro. Tal vez había alguna dependencia afuera, cerca del galpón, algo chico que no había visto. Tal vez venía gente de otro lado a limpiar todos los días. Volví a recorrer las habitaciones. Había una sola con piso de madera, y tenía una gran alfombra dispuesta entre la cama matrimonial y la pared. La pared tenía un espejo con marco de madera oscura. Me vi en él, totalmente ridículo con los pantalones cortos, la transpiración cayendo por entre las cejas y una expresión de alerta miedoso en la cara. Levanté la alfombra y encontré lo que buscaba: una puerta, la bajada al sótano. Conseguí abrirla después de forcejear un poco. No hizo ruido ni se desprendieron telarañas. También esa parte de la casa estaba cuidada. Me asomé hacia la oscuridad de las profundidades. No se veía nada. Precisaría una linterna, una vela, algo para alumbrar. Transpirando a mares corrí hacia la cocina. Tuve suerte. Enseguida encontré una linterna, guardada en una alacena. Desde arriba, el sótano se veía prolijo. Bajé por la escalera iluminando a diestra y siniestra y esperando encontrarme con algo horrible. Sin embargo, todo estaba bien. Era un sótano inmenso, con piso de cemento. No se sentía olor a humedad, y estaba tan fresco como una heladera. Después de buscar un rato, ya más tranquilo, encontré un interruptor y pude encender la luz. Descubrí que había otra llave arriba, al costado del primer descanso de la escalera. El sótano era básicamente una bodega. Tres de las paredes estaban cubiertas por botellas de vino. La cuarta tenía la escalera y la habían cubierto por estantes que sostenían cajas prolijamente dispuestas.

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Miré el reloj. Hacía 20 minutos que estaba dentro de la casa. Pensé que debía apurarme. Intenté revisar el sótano. La bodega no parecía esconder nada más que el sabor del vino que guardaba. Pero debajo de la escalera vi algo que me llamó la atención. Alumbré con la linterna para ver mejor. La pared estaba como desplazada en una parte. No era una rajadura, sino como un corte, una hendidura vertical que se veía entre las cajas, justo donde estaba la unión entre los dos cuerpos de estantería. Metí los dedos ahí: se movió cuando hice fuerza. Me apoyé con todo el peso del cuerpo y empujé. La pared se deslizó sin hacer el menor ruido, y me encontré frente a una puerta de acero. Parecía la bóveda del tesoro de un banco. Era maciza, y tenía el mismo sistema de apertura: una especie de rueda de metal. La hice girar y empujé. Se abrió lentamente, deslizándose con la delicadeza de un mecanismo perfectamente aceitado. El mecanismo activó algún otro y se encendió una poderosa luz blanca. Me paré en la entrada sin poder creer lo que estaba viendo. Era un bunker perfecto. Paredes, piso y techo de cemento. Se escuchó un leve ronroneo mecánico, y empecé a sentir una brisa fresca y renovada: había algún sistema de generación de aire que también se había activado en forma automática al abrir la puerta. Avancé hacia el interior del bunker. Sentí que había entrado en otra dimensión, en otro mundo. Esto no tenía nada que ver con las chacras de Cervantes. Sin embargo, estaba aquí. Y yo lo había descubierto. Mis ojos quedaron clavados en una de las paredes curvas del gigantesco recinto. Había allí una cruz esvástica de metal. La adrenalina volvió a inundarme. Estaba en el templo nazi. La prueba más importante de la presencia nazi en la Patagonia. Y no tenía para sacar una foto. Un pequeño ruido me sacó de un sueño pleno de uniformes y gritos guturales.


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Me di vuelta enarbolando la linterna como un arma. Pero era tarde para todo. Alcancé a ver una silueta recortada contra la luz más tenue del sótano de Wendhers. Después la puerta de acero de la bóveda comenzó a cerrarse. Corrí con la mano extendida hacia esa puerta. Creo que grité. La puerta se cerró. Caí de rodillas sobre el frío piso de cemento. Sentí que me ahogaba. La luz blanca del bunker me llenó el cerebro con un estremecimiento helado. Desperté un siglo después. Abrí la boca como un pescado fuera del agua. Pero estaba respirando bien. No faltaba el aire. Mi sensación de ahogo era generada por la angustia. Me tomé el pulso: se sentía muy fuerte. Intenté tranquilizarme. Estaba encerrado, preso, capturado, en el único templo nazi descubierto que yo tuviera noticia. Esa era la parte buena. La parte mala era que no sabía por cuánto tiempo más permanecería vivo. Pensé que nada podía hacer más que esperar alguna señal de mis captores. Así que me dediqué a inspeccionar el bunker. La puerta cerraba herméticamente. El silencio era total, y el único aire que entraba era desde arriba, por el techo. Allí había unas finas ranuras de metal, que apenas se veían. No había nada más, salvo la cruz. Era de acero, y estaba incrustada en el cemento. Me senté en el suelo, apoyando la espalda contra la pared, debajo de la confirmación absoluta de todas nuestras investigaciones. Abracé mis rodillas y puse la frente contra las piernas. Estaba dispuesto a morir y aparecer miles de años después como una extraña momia del siglo veintiuno, cuando se escuchó un sonido distinto al del aire. Era como una radio cuando no hay nadie en la frecuencia y sólo se percibe una señal electromagnética.

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La señal aumentó de volumen y de repente escuché claramente una voz metálica. - Vagnozzi, quédese donde está. Vamos a abrir la puertaSe me llenaron los ojos de lágrimas. De un manotazo rabioso, me las limpié. Los nazis no me verían llorar.

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Un rato después, la puerta se abrió. Hubo un chasquido metálico, y la gruesa hoja de acero comenzó a moverse. Una silueta se recortó en el hueco. La silueta avanzó hacia mi. Me puse de pie. Esperé con la espalda apoyada contra la pared, debajo de la esvástica. - Tranquilo, Vagnozzi. No le pasará nada- dijo la silueta. Era Domingo Faustuzzo. Quedé congelado contra la pared. De repente me sentí desnudo y ridículo, en pantalones cortos, enfrentando a un senador de la Nación en las entrañas de un bunker nazi. - Usted- dije. - Si. Venga conmigo, por favor- dijo Faustuzzo. Me tomó firmemente de un brazo, como un policía que lleva preso a un ladrón de billeteras. Salimos del bunker y retornamos al mundo normal del sótano de Wendhers. Con tranquilidad, Faustuzzo cerró la puerta de la bóveda, corrió la pared con estanterías y se fijó que quedaran bien selladas las uniones. Subimos las escaleras. Apagamos las luces. Cerramos la puerta trampa y fuimos hacia la cocina de la casa. Todo sin decir una palabra. Con un gesto pleno de autoridad, Faustuzzo me indicó una silla. Me senté obedientemente. Me moría por fumar, pero decidí no sucumbir a un pedido que me humillaría todavía un poco más.

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El senador solucionó el problema ofreciéndome un cigarrillo. Se lo arranqué de la mano casi con desesperación. La primera pitada llenó mis pulmones de un aire que creía haber perdido para siempre. Faustuzzo me miró desde atrás de sus bigotes. - ¿Se siente mejor?- preguntó. - Creo que sí- contesté. El senador corrió una silla y se sentó. Cruzó las piernas y entrelazó las manos sobre la rodilla derecha. - Ahora le voy a dar ropa para que se cambie. Queremos que nos acompañe y termine de entender la historia en la que se ha metido. Tomaremos un avión aquí cerca. Iremos a Buenos Aires. Veremos a CartolanoVolví a tragar el humo con avidez. No encontré ninguna razón para oponerme a nada. Faustuzzo siguió hablando con tranquilidad. - Quiero que sepa que nosotros lo hemos conducido hasta aquí. Preferimos que fuera entendiendo de esa manera. Usted nos parece un hombre valioso- ¿Valioso para qué?- No se haga el modesto. Usted sabe cuál es la estrategia. Sabe que llegaremos al gobierno. Usted puede encajar muy bien en el engranaje general- No me veo portando una esvástica y vestido de negro- Vamos, Vagnozzi, usted sabe que no será así. Los tiempos han cambiado. Hemos aprendido. Más que nadie en la humanidad, porque nuestra experiencia es inigualable- Eso lo acepto- Por supuesto que no andaremos por ahí portando la esvástica. La gente no lo entendería. No está preparada todavía para aceptar nuestros orígenes. El tiempo ayudará. Demostraremos que la democracia no es un impedimento para conseguir los grandes objetivos. Mejoraremos al ser humano. Es algo que todos quieren. Usted tambiénFaustuzzo levantó todo su alto esqueleto. Pegó una fuerte palmada sobre mi doblada espalda, como para darme ánimo.


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- Venga. Vamos a ver si mejoramos un poco su aspecto- dijo. El senador me acompañó amablemente al baño. Me entregó una bata y me dejó solo. Era un baño enorme. Metí el cuerpo debajo de una ducha que estaba tres cabezas más arriba de mi cabeza. Sentí que el agua se llevaba mi espanto con notable facilidad. Envolví mi renovado cuerpo en la bata y emergí del baño dispuesto a enfrentarme a lo que fuera. Allí estaba Faustuzzo, como un guardián implacable. Me guió hasta una de las habitaciones y volvió a dejarme solo con un guardarropas completo a mi disposición. Elegí una camisa clara y un traje gris. Zapatos había cuatro pares: todos correspondían a mi número. Me miré en el espejo. Estaba como para un casamiento. Emergí de la casa como quien descubre de nuevo el mundo. El sol ya pasaba la mitad del cielo. El senador Faustuzzo me abrió la puerta de un Renault con vidrios polarizados. Salimos de la chacra de Wendhers despacio y silenciosamente. Un rato después llegamos al aeropuerto de Roca. Faustuzzo me invitó con un café mientras preparaban el avión. Un lear jet que hablaba por sí mismo de la cantidad de dinero que ya se movía en la campaña de Cartolano. Fumamos y tomamos el café en silencio. Dos o tres parroquianos, de esos que gustan pasar por los aeropuertos nada más que para ver quién viaja, saludaron a Faustuzzo con respeto. Al rato se acercó un tipo vestido con traje oscuro y anteojos negros. Se paró frente a la mesa. El senador se puso de pie y me hizo un gesto con la cabeza. Salimos a paso firme y subimos al avión. El guardaespaldas de traje oscuro se sentó dos filas detrás de nosotros. El avión despegó. Miré la franja verde del valle, el recorrido meandroso del río, el marrón de las bardas y la meseta casi infinita de la Patagonia. Faustuzzo me dirigió dos o tres frases amables y después se sumergió en la lectura de La Nación.

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Entré en un sopor relajado, y creo que dormí algo, porque soñé brevemente con mi madre. Estábamos en la casa de la abuela, juntando ciruelas de la planta. El avión aterrizó en el aeroparque de Buenos Aires. Pasamos velozmente entre la multitud. Las puertas se abrieron hacia el fresco atardecer de la costanera porteña. Otro auto de vidrios polarizados nos recogió. Faustuzzo sacó un celular del bolsillo de su saco. Tecleó rápidamente y avisó que habíamos llegado. El auto se sumergió en el tránsito. Desde la autopista la ciudad se veía infinita. Un hombre podía vivir allí pensando que ese era todo el mundo, y no le faltaría razón. Pensé que los hombres nos engañábamos fácilmente. Fumando detrás de la ventanilla de vidrios oscuros del auto que me llevaba a ver a Cartolano, el invento de Mengele, el presunto hijo de Hitler, llegué a la conclusión de que estaba atrapado para siempre en la mentira.

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Daniel Cartolano me recibió en una oficina digna de Wall Street, con un enorme ventanal por el que se veía medio Buenos Aires. Avanzó hacia mí sin hacer ruido, hundiendo los pies en la alfombra. Atrapó mi mano y la estrujó con fuerza. - Vagnozzi, mi periodista preferido. Venga, siénteseApoyó una mano sobre mi hombro y me condujo a un conjunto de sillones que emergían como árboles de la alfombra. Hizo un gesto seco y enérgico y quedamos mágicamente solos. Fumamos un rato mirándonos a los ojos. Detrás de la pipa, sentado con las piernas cruzadas, Cartolano semejaba más un intelectual que un guerrero. - Supongo que habrá comprobado que no le mentido- dijo. - Depende- contesté con esfuerzo. - Pregunte lo que le falta saber. Usted tiene la obligación de conocerme- ¿Quién mató al capitán Navarro?- Nadie. El mismo tuvo la culpa: manejaba con demasiados fantasmas en la cabeza, perdió el control del auto y se desbarrancó- Usted fue quien intervino para mudarlo de Zapala - No. El Ejército lo movió presuntamente para protegerlo. Querían guardarlo para usarlo en mi contra- Por lo tanto, fue muy conveniente para usted que tuviera un accidente- Navarro no era importante para mí. Además, me tenía miedo-

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- ¿Usted es el hijo de Hitler?- Nunca me fue revelado quiénes fueron mis verdaderos padres- No lo desmiente, entonces- No. Porque no lo sé. Y ya no hay forma de comprobarlo- Podría comparar su ADN- No. Nadie tiene los restos de Hitler. La organización recibió la orden de no revelar el secreto del lugar donde fue ocultado su cuerpo. Hasta ahora, nadie (tampoco yo) pudo acceder a esa información- ¿Dónde nació usted?- Mi primer recuerdo guarda manzanas y canales de riego de una chacra de Cervantes. Y mucho sufrimiento- ¿Porqué?- Usted lo sabe: estaba enfermo- ¿Usted vivió siempre con Wendhers?- El me cuidó hasta que llegó Mengele- ¿Iba a la escuela?- No podía. Wendhers fue mi primer maestro- ¿Cómo lo curó Mengele?- Utilizó un método de regeneración celular en base a injertos. La experiencia está registrada. Es muy interesante- Usted dijo injertos. ¿Hay una relación entre esa palabra y los huesos que encontraron en la chacra de Faustuzzo?- Sí- ¿Mataron a otros chicos para salvarlo a usted?- Usted lo dice de una manera salvaje. La información que tenemos es que se recibió el aporte de donantes conseguidos por la organización- Estamos hablando de lo mismo- No. La forma en que se comunican las cosas es tan importante como el hecho en sí mismo- Un asesinato siempre es un asesinato- Se equivoca, Vagnozzi. Además, ni usted cree lo que está diciendo- ¿Por qué?- Porque está anestesiado por la profesión y porque no cree en nada. Usted simula conmoverse con, por ejemplo, una muerte. Pero en el


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fondo no le importa- Yo diría que usted se está describiendo a sí mismo- Yo no simulo, yo estoy seguro de lo que hago. Sé que conseguir un objetivo implica una gran fuerza de voluntad- Y que para conseguir ese objetivo vale todo. Torturar, matar, exterminar...- Uno puede hacer todo lo que entiende oportuno. La historia se explica después de que han ocurrido los hechos. Todos los que han pretendido historiar para adelante se han equivocado, o han quedado en el camino, olvidados por cagones- La historia no perdonó a Hitler ni a ninguno de sus esbirros- Porque perdió la guerra. Sin embargo, nadie lo ha olvidado- Usted quiere aprovechar sus enseñanzas ¿Hay algo para aprender de tanto horror?- Sin duda. Usted lo ha podido comprobar. Nos movemos como políticos, porque sabemos que para alcanzar el poder es necesario. Pero no somos políticos. Somos hombres de acción, estamos para transformar realmente el mundo. Como quería Hitler- ¿Da lo mismo, realmente? Usted habla de transformar como si ese fuera el objetivo. Pero también es necesario saber para qué transformar, y qué es lo que hay que cambiar- El hombre es lo primero que hay que cambiar. Todas las filosofías han querido cambiar al hombre, cambiarlo profundamente. Cuando alguien como Hitler puso en marcha un plan concreto con ese objetivo, provocó una reacción demasiado grande, y tuvo que postergar la lucha- Por lo que usted dice, ganar el gobierno en Argentina es sólo un primer paso- Obviamente. Bunkers como el que usted conoció en Cervantes hay en todo el mundo. Algunos están desde la década del 40. Otros son más recientes. Otros se construirán en los próximos años. Son la base de una nueva sociedad, Vagnozzi. Una sociedad inteligente, donde el hombre pueda hacer valer la ventaja que le dio la naturaleza- ¿Usted me está diciendo que ha habido una red de bunkers desde hace 50 años?-

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- Así es. Por eso que su investigación siempre nos pareció simpática. Buscaban en todos lados algo que estaba bajo sus narices, que estaba allí desde casi siempre. Nuestro poder ha sido subterráneo. Somos como los cristianos de la primera época. Nuestras catacumbas tuvieron computadoras e internet antes que naciera Bill Gates- ¿Porqué empezar por Argentina?- Porque este país siempre tuvo condiciones ideales. La organización lo viene preparando desde poco después de la Primera Guerra Mundial. Lo conocemos mejor que nadie. Comenzamos a volver con Perón, pero después nos traicionó, como hizo con casi todos. Pasamos un buen momento con los primeros gobiernos militares, pero hicieron demasiadas macanas. Se llegó a la conclusión de que había que tomar el poder en forma directa. Fui elegido para ello hace sólo cinco años- ¿Por qué me cuenta todo, porqué me ha guiado hasta aquí?- Usted no es el primero que elegimos para tener al lado nuestro. Es una práctica corriente de la organización. Nuestro método de afiliación. Sale un poco más caro, pero es mucho más seguro- Y si yo no estuviera de acuerdo ¿qué pasaría?- Buscamos a gente que no está de acuerdo. Es la única que sirve. El proceso es largo, pero sólo sirve el convencimiento. Usted seguirá vigilado sin cumplir ninguna tarea específica. Pero ya, de alguna manera, trabaja para nosotros- Supongo que de nada valdrá salir de acá y hacer una denuncia ante la justicia- ¿Qué denunciaría? ¿Que hay un bunker nazi en Cervantes? Ese y todos los bunkers son asombrosamente inexpugnables desde el exterior. No tienen acceso si nosotros no queremos abrirlos. Entregue el rosquete, Vagnozzi. Sabe que somos poderosos, que somos inteligentes, y que somos mejores que cualquier político corrupto de este país- No se esfuerce. Si es como usted dice y ya no tengo escapatoria, déjeme al menos elaborar mi culpa. He leído demasiado a Freud, con perdón de la palabraCartolano vació la pipa en el cenicero y se echó para atrás para reirse largamente.


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Durante una eternidad sólo existió esa risa. Miré por el ventanal los edificios de Buenos Aires. No había una sola nube en el cielo. Es un día peronista, pensé.

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El ex capitán Cartolano me invitó a comer. - Venga, sigamos nuestra charla frente a una mesa, como aquella vez en Bariloche. Tengo un buen restaurante por aquí cerca- dijo, con esa voz seductora que le había enchufado Mengele como una parte más de la extraña maquinaria diseñada para llegar al poder. El tipo de los anteojos oscuros nos estaba esperando en el pasillo. Entramos al ascensor los tres. Cartolano se arregló la corbata mirándose en el espejo. Enfundado en el traje gris parecía el ejecutivo de una petrolera. El tipo de anteojos oscuros estaba firme como una roca, con las manos cruzadas por detrás de la espalda. Llegamos al hall de entrada del edificio y asomamos al calor del atardecer de Buenos Aires. El guardaespaldas se adelantó para abrir la puerta de un Mercedes gris. Cartolano se dirigió hacia esa puerta con paso seguro. Yo paré para tirar el cigarrillo al suelo y aplastarlo con el pie. Siempre me había dado verguenza entrar a lugares que no conocía enarbolando torpemente un cigarrillo. Cuando levanté la vista, vi un tipo que caminaba rápidamente hacia el auto. No había casi nadie en la vereda, así que lo distinguí claramente. Era un tipo alto, un viejo erguido, con la cabeza rapada.

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El viejo sacó un arma. levanté un brazo, quise gritar, pero no me salió nada de adentro. El tipo de anteojos oscuros, que mantenía abierta la puerta del auto por donde ya había entrado Cartolano, soltó la puerta y metió velozmente la mano por el tajo del saco. Se escuchó algo así como un trueno, un impacto como un mazazo sobre una pared de roca, y el guardaespaldas salió despedido para atrás. Se deslizó como una almohada sobre el capot del auto y quedó tendido sobre el asfalto caliente. Empecé a correr hacia el tipo armado y el auto, pero era como una pesadilla. Las piernas eran de manteca y no se movían. En cámara lenta, el viejo pelado se agachó, metió el revolver por la puerta abierta del auto y disparó. Escuché un concierto de truenos antes de llegar allí. Cuando llegué me encontré mirando el cañón humeante de un pistolón que recordaba claramente. Dos ojos casi blancos me enfocaron. Sentí que la manteca de las piernas se derretía. - Vagnozzi, le devuelvo sus pelotas. Ya está hecho. Solucionado el problema- dijo el doctor Etchegoyen. La manteca terminó de derretirse y se me doblaron las rodillas. Caí al suelo y quedé arrodillado. El viejo me miró desde arriba y bajó el revolver. Se lo cruzó en el cinturón, dio media vuelta y se metió entre la gente que llegaba corriendo. Escuché una sirena. Escuché gritos, y una mujer empezó a llorar abrazada a un tipo que debía ser el marido. Hice un enorme esfuerzo y arrastré mi cuerpo hacia la boca abierta del infierno. Cartolano estaba incrustado en el asiento del auto. Media cabeza había quedado desparramada contra el vidrio de la otra puerta. La sangre se deslizaba lentamente y goteaba hacia la alfombra. Tanta sangre me despertó. Me agarré del techo del auto, tomé impulso y salí corriendo.


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Por el rabillo del ojo alcancé ver a un auto de la policía que llegaba haciendo chirriar los neumáticos. Alguien intentó detenerme poniéndose delante, pero lo atropellé y lo pasé por arriba. Ahora sentía las piernas como dos elásticos de acero. Corrí entre la muchedumbre como un poseso. Crucé la calle sin mirar a los costados, doblé la esquina y me encontré solo corriendo por la veredita de una calle empedrada. No tenía idea de dónde estaba. Me había dejado conducir al departamento central de los nazis sin mirar o sin entender. Corrí y corrí mientras el sudor mojaba la ropa. Hasta que de repente sentí una ausencia total de energía. Me detuve y apoyé la mano contra una pared. Traté de respirar y milagrosamente lo conseguí. Sequé el sudor con un pañuelo. Encontré el paquete de cigarrillos que me había regalado el senador Faustuzzo y encendí uno. Seguí caminando. Llegué a otra avenida y encontré la boca de un subterráneo. Me metí por allí. Bajé y bajé. Creo que salté los molinetes de entrada, pero fue como si otra persona lo hubiera hecho. Me senté en un banco, mirando la zanja por donde pasaban las vías, mirando los carteles, mirando las pinturas de las paredes. Estaba allí cuando el doctor Etchegoyen se sentó a mi lado. Parecía un prolijo jubilado. Puso su huesuda mano sobre mi mojada pierna. Me dio unos golpecitos alentadores. - Usted dijo que me iba a avisar- dije. - Lo lamento, Vagnozzi. No tuve tiempo- ¿Y ahora qué vamos a hacer?- pregunté. - Volver al paraíso. El demonio ya no existe- dijo el viejo. Etchegoyen se puso de pie. Sin pelo y sin barba era un anciano simpático. Metió la mano en el bolsillo y me tendió un par de billetes. - Tome. Hay un avión que sale dentro de una hora. Agarre un taxi y

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vaya al aeropuertoMe guardé la plata en el bolsillo del saco. Etchegoyen me dispensó una última mirada. - No tenga miedo, Vagnozzi. Nadie podrá vincularlo con el asesinato- ¿Y usted?- No se preocupe por mi. Vuelva dentro de un par de semanas a la chacra. Allí estaré. Aquí nadie me conoce. Y allí soy otro hombre. El loco de las revistas. Ellos nunca sabrán que los traicionéSentí un escalofrío. El sudor se había secado. Tal vez necesitaba una ginebra. - ¿Usted cree que se detendrán? - pregunté. - No Etchegoyen se fue caminando por el borde del andén. Al rato pasó un tren. La gente miraba desde adentro. Desde la luz hacia la oscuridad. Tiré el pucho. Fue a caer sobre las vías. Comencé a caminar hacia la superficie. Tres horas después estaba en Neuquén. Me encerré en casa. El contestador estaba atiborrado de mensajes. Los escuché uno por uno. El último era del doctor Etchegoyen. - Vagnozzi, a usted le toca que todo esto se sepa- decía. Fue la última vez que lo escuché. Volví a la chacra muchas veces, pero siempre la encontré abandonada. Después de un tiempo, me decidí y escribí esta crónica. No se cuánto tiempo más se me permitirá vivir. No me importa. Sé que los nazis siguen trabajando. Ellos tienen tiempo. Tienen un objetivo. Tienen el poder. Nosotros no tenemos nada. Por eso somos fuertes.




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