COSAS DE LA PARENTELA- Entornos de Familia Por la época en que nos visitó en la vieja Santa Fe de Bogotá, don Miguel Cané y Casares, nacido en Montevideo en 1851 y fallecido en Buenos Aires en 1905, era una de las plumas más representativas de la Generación del 80. Diplomático, embajador en Venezuela y Colombia; había escrito un delicioso libro, llamado “En Viaje”; texto anecdótico sobre la clase política colombiana y las costumbres de esa época en la Atenas Suramericana, calificativo con el cual nos “bautizó” el generoso plenipotenciario Argentino. Don Miguel fue asiduo contertulio y confidente de mi bisabuelo Diego Suárez Fortoul y del hermano mayor de mi abuelo José Asunción, Roberto Suárez y Perou de la Croix. Aquellos años en que arribó el ilustre embajador, al comenzar la década de los 80 del siglo XIX, en plena agonía del régimen federal, se cruzaría unos tiempos después, hacia 1892, con otra expresión de don Marcelino Menéndez y Pelayo cuando soltó esta perla: “la cultura literaria en Santa Fe de Bogotá, está destinada a ser con el tiempo la Atenas de la América del Sur, que es tan antigua como la conquista misma…” Al ministro argentino lo deslumbró el sentido musical de los habitantes de Bogotá que “hablan en verso”. Las mujeres le causaron una gran impresión porque “no hay casi una niña que no toque bien el piano. Allí resaltaba el virtuosismo de Isabelita Caicedo Suárez, prima hermana de mi abuelo, hija del literato, historiador y ministro de relaciones exteriores don José Caicedo y Rojas y doña Paulina Suárez Fortoul, quien en su piano de cola Ehrard, que entre otras cosas importaba de Francia su sobrino Ricardo Silva Frade, padre del poeta, después de ejercer una proeza en su transporte en las espaldas de los indios cargadores, bajo la intemperie, la lluvia y en los golpes a que estaban expuestos todos esos objetos tan frágiles y delicados. Esas celebraciones maravillosas, bajo los dedos de seda de Isabelita, las voces de soprano de mis tías abuelas Paulina y María Cleofe Suárez Lacroix, solían efectuarse en la hacienda de La Magdalena, de propiedad de su padre y tío Diego Suárez Fortoul quien con su señora Hortensia Perou de La Croix y Mutis, hacían unas veladas encantadoras. Pero en contraste, más frágiles que los pianos eran los pobres de Bogotá. Vivían en “extramuros”, si por ello se entiende lo que quedaba después de las actuales carreras 1ª y 13 y de las calles 3ª y 26,en casuchas pegadas al deforestado cerro de Guadalupe y que por la época comenzaban a arañar Monserrate, su hermano geológico; moraban principalmente en el primer piso de las enormes casas -los dueños pudientes se habían radicado en el segundo- que permanecían inundados porque los aguaceros recurrentes y diluviales desbordaban el caño y expelían como volcanes furibundos las inmundicias que los inquilinos sacaban por la noche. No tenían baños, ni agua; dormían en esteras y se aplicaban una dosis alta de
chicha semanal. Orinaban y defecaban en lo que hoy llamamos “el espacio público”, las calles, las plazas, los ríos, a saber, el San Francisco y el San Agustín, verdaderas alcantarillas a cielo abierto, como los pocos canales de acueducto que llegaban a las casas contaminados como fluidos de pestes. Las epidemias enfermaban a la clase dirigente y diezmaban a los pobres. Los pocos ”chapoles” que habían se la pasaban todo el tiempo tratando de impedir que los pobres “cagaran” y colgaran cabuyas con ropa en la vía publica, por orden expresa del alcalde Higinio Cualla. Esa era la otra cara de la encumbrada Bogotá. Cané atribuyó el atraso a razones políticas como el federalismo, el consumo de ese líquido fermentado cuyo proceso se iniciaba en las bocas femeninas que masticaban el maíz y la falta de europeos rubicundos poblando estas vastas regiones deshabitadas, aposentados en una capital aglutinante frente al mar. Y es que en 1888,año en que arribó don Pepe Sierra a Bogotá, el país tuvo tres presidentes que obedecían las órdenes de la junta del Comercio en manos de mi bisabuelo Diego Suárez Fortoul, los Santa María, Rivas, Caicedo, Carrizosa y otros personajes; Eliseo Payán, el ubicuo Rafael Núñez, que se “volteaba” más que un desvelado y Carlos Holguín, éste último socio de Suárez Fortoul en los bancos de Colombia y Bogotá- al fin y al cabo algo normal en ese siglo incierto; pero todo parece indicar que ningún piano adornó las pocilgas de las aguateras, lavanderas y cargadoras de leña. Por supuesto, tampoco de las indias y de las guarichas, mujeres de la plebe casi siempre asociadas a los guaches, que eran los artesanos más grotescos. Ellos, no podrían comprar jamás los pianos que importaba el almacén de Ricardo Silva e hijo, en el que pasaba las penurias, lleno de deudas, el hijo José Asunción Salustiano Facundo Silva Gómez, con ancestro antioqueño por el lado de una madre que lo vivía “jodiendo” todo el tiempo, exigiéndole plata y más plata, que ni siquiera lo acompañó espiritualmente al cementerio el día de su entierro; el bardo que vivía agobiado hasta los tuétanos por las deudas y las secuelas implacables del vuelco monetario, que terminaron llevándolo al suicidio, después de haber perdido su gran producción literaria en el naufragio del Amérique, cuando regresaba de su misión diplomática en Venezuela. Allí, en ese naufragio fue rescatado y auxiliado por mis abuelos José Asunción Suárez Lacroix y Teresita Díaz Granados, quienes lo llevaron a su casa de Cartagena para que se recuperara de todos sus tormentos. Por esos años de Dios, Santa Fe de Bogotá, siempre en la penuria fiscal, como Colombia, buscaba en la caridad el remedio para la miseria que se contagiaba como una enfermedad, exorcizándola en bazares de pobres como el que el 11 de noviembre de aquel año del Creador de 1888, se realizó bajo una lluvia pertinaz en la “plaza de Santander”, frente a una de las casas de los Suárez Fortoul, hoy edifico de Avianca, que habían heredado del general Santander, plaza que antes
se llamaba de “San Francisco”, dirigido a la sazón por la tercera dama de la nación de la trilogía que hablamos antes, doña Margarita Caro de Holguín. Entre los promotores de esa fiesta pública destinada a recoger fondos para los desvalidos estaban el poeta Silva, el generoso y acaudalado ciudadano don Luis Gerónimo Rivas Ortega, su esposa doña Julia Escovar Santa María (prima hermana de Antonio Restrepo Santa María, casado con doña Paulina Suárez Lacroix). Rivas Ortega impulsó y patrocinó la construcción del Teatro Municipal, en 1889, y el famoso Pasaje Rivas, en 1890. Otros promotores fueron don Diego Suárez Fortoul y su señora Hortensia Perou de la Croix y Mutis, Paulina Suárez Lacroix de Restrepo, María Cleofe de los Dolores Suárez Lacroix de Carrizosa, Joaquin Suárez Lacroix y su señora Josefina Borrero, el doctor Daniel Coronado Mutis y su señora María Helena Suárez Lacroix, Roberto Suárez Lacroix y su esposa doña María Costa y Miranda, condesa de Costa Verona, el antioqueño Baldomero Sanín Cano; exceptuando este último, todos eran primos y hermanos entre sí; y los caballeros eran miembros de la Sociedad de Socorros Mutuos. Eran socios numerarios del Jockey Club, que se había inaugurado el sábado 14 de julio de ese año inusual, en los altos de la casa de José María Saravia Ferro, en la Plaza de Bolívar, que hoy es la sede del Palacio Cardenalicio y que antes de pertenecer a Saravia fue propiedad de los hermanos Silva y Suárez Fortoul, quienes la habitaron por más de 30 años. El Jockey se estableció, respaldado por otros 471 notables de la ciudad, mientras que don José María Rivas Groot, junto con don Lorenzo Marroquín escribían a cuatro manos la novela Pax, vengándose literariamente de los bogotanos, antioqueños y de todo el mundo que no encajaran en su marco, haciendo una radiografía descarnada sobre la Guerra de “Los Mil Días”, en la que no dejaron títere con cabeza; mientras tanto, don Leo S. Kopp, aprovechaba para montar su fábrica de cerveza Bavaria, ejerciendo una influencia decisiva en la economía del país, la vida cotidiana de la ciudad, las gargantas y barrigas de los parroquianos. Rivas Groot fue un poeta de grandes quilates, que aunque no era tan conocido como Flórez ni como Pombo en aquella época, asimiló mejor que nadie la grandeza romántica de Hugo. Autor de una las poesías más hermosas de nuestro repertorio lírico. Es el poema titulado Constelaciones, que bien lo hubiese podido firmar Víctor Hugo.
Sanín Cano, que había nacido en Rionegro, Antioquia, llegó a Bogotá en 1885 a los 24 años de edad y conoció a José Asunción Silva, de 21, en la casa de Antonio José Restrepo y su señora Inés Gónima –vecinos del poeta en su Quinta Chantilly, de Chapinero, la cual también colindaba con Villa Lombra, de
propiedad de mi abuelo José Asunción Suárez, que años mas tarde heredarían mi padre Roberto y su hermana Paulina; esta casa todavía existe en la carrera 7ª entre calles 56 y 57 costado occidental, hoy propiedad de la familia Llinás, siendo sede de una oficina de Seguros del Estado. Allí, en Chantilly, Sanín le enseñaba el idioma de Otto Von Bismark, el llamado “Canciller de Hierro”, que según decían las “malas lenguas” era la misma “jeta” de don Pepe Sierra. Ambos literatos departían con Jorge Isaacs, quien 20 atrás había publicado la novela María, celebraron la navidad de 1887, sin hablar de deudas ni de las compañías comerciales, entre otras la famosa “The Bogotá City Railway Company”, tranvía de mulas o “Ferrocarriles de Sangre” que el paisa gerenciaba, el cual había sido inaugurado en 1884, gracias a un contrato celebrado entre el gobierno de Cundinamarca y el cónsul norteamericano en Barranquilla. El tranvía, prestaba el servicio entre el puente de San Francisco y el caserío de Chapinero, en trance de convertirse en barrio. En cada carro iba un “guache” llamado “postillón”, ataviado con ruana y sombrero de jipa, que maltrataba con un látigo a los animales con un lenguaje soez, en contraste con el elegante idioma de Sanín y Silva. En aquel “Bazar de los Pobres” de 1888 resaltaron su belleza Elvira Silva e Isabel Argáez, célebres damas que se disputaban el cetro de la mujer mas preciosa de Bogotá. Ellas sí tenían piano, tocaban muy bien y eran el foco de atención en las grandes reuniones de la alta alcurnia. El encanto y la hermosura de Elvira vivirán gozando a través de los tiempos de una renovada primavera, a pesar de la circunstancia calumniosa de un amor incestuoso con el poeta, fabricada por sus malquerientes; ella, como en los mejores momentos de la inspiración, continuará siendo una expresión bella, espontánea de sus sentimientos y su luz alumbrará la imagen que permanece en el espacio con el calor y el aroma de un corazón apasionado. Silva nació de un matrimonio aparentemente feliz. Su infancia y su primera juventud corrieron en un ambiente de riqueza y esplendor; su padre un próspero comerciante, miembro de una élite adinerada, le permitía estar en un ámbito de riqueza, aristocracia y facilidad, cuota inicial para desarrollar gustos refinados y repulsión por lo vulgar- condiciones que acompañaron siempre al poeta. A la muerte de Ricardo Silva Frade en 1887, padre del bardo, sobrino nieto de don Diego Suárez y Fortoul, primo hermano de don Miguel Díaz Granados Frade, mis bisabuelos, terminó agregándose el mal momento de sus negocios. Las costumbres bogotanas eran muy sencillas, y los Silva, padre e hijo, habían querido llevar a los negocios el irreparable acompañante de sus compañeros de selección: el gusto por las formas perfectas y refinadas. Su almacén Nuevo, localizado en los bajos de la casa de tío abuelo medio, don Diego Suárez, presentaba una especie de exhibición de cosas demasiado buenas para el momento, demasiado anticipadas para la ciudad.
Hay que decirlo francamente: Silva fue un pésimo negociante, así como el más grande poeta que ha parido esta tierra; hombre casto, algunos malquerientes le han atribuido aventuras nada comprobables, apócrifas. Afectado, afeminado, decían algunas damas de la época- solía vestirse siempre a la rigurosa moda Londinense; hablaba mucho más bajo que sus contemporáneos, pensando más sutil y complicadamente, podía, y así en ocasiones que su talento era muy grande atraer, fijar en una visita sobre sus temas los bellos ojos oscuros de una bogotana, lograr su atención sobre sus análisis agudos, originales, salpicados de reminiscencias artísticas y de sus lecturas numerosas. Solo a una amó Silva: Isabel de Argáez Ferro, mujer inteligente, extraordinariamente cultivada, sin el menor asomo de pedantería. Gran dama de belleza serena, de carácter preciso y firme. Ella comprendió sus versos, apreció en su justo valor el poder de su mente, gustó de su conversación un tanto afectada, pero extraordinariamente ágil e intensa, más ella tampoco llegó al amor; cuando fue tiempo de amar su mano buscó la de un varón iletrado, Juan Antonio Peñarredonda Espinosa, pero fuerte en el sentido en que las mujeres de ayer, de hoy y de mañana sienten o, mejor dicho, presienten la fuerza del hombre. Las personas que se sentaron a la mesa en casa de la familia Silva Gómez la noche del 23 de mayo de 1896 fueron: Doña Vicenta Gómez de Silva, Julia Silva Gómez, doña Viviana Vargas de Rueda, Paulina Rueda Vargas, Tomás Rueda Vargas, Oliverio Ramírez, Rafael Roldán, María de Jesús Arias, José Asunción Silva, Hernando Villa, el barón de la Barre, Julia Rueda Vargas y Domingo Esguerra. Curioso: ¡trece!... Había salido al portón a despedir a sus visitantes, provisto de una lámpara que iluminaba serenamente su faz nazarena, y que fue el último reflejo que le sirvió para buscar el camino de la tumba. Ahora, ante el asombro de sus familiares, estaba allí, en su lecho, rígido, con la cabeza ligeramente ladeada hacia la izquierda y a medio vestir. Uno de los brazos descansaba a lo largo del cuerpo; el otro, cruzado sobre el pecho, sostenía en la mano el arma mortal. Vestía con elegancia; era hermoso, a no dudarlo, pero con hermosura muy varonil. Tenía la frente amplia y luminosa, los ojos negros demasiado hundidos bajo el arco de las cejas, de donde arrancaba la nariz de curva elegante y perfecta; la boca bien diseñada, bajo el bigote de seda, y toda la faz cubierta de una barba espesa y pulida, como sacerdote asirio. La fisonomía no había sido alterada por la muerte. Había quedado dormido con patente dulzura bajo el arrullo de una gran música como la del mar, y que en sueños hablaba con juveniles divinidades que le estaban revelando el secreto del arte y de la vida. Así parecía indicarlo la imperceptible sonrisa que flotaba sobre sus labios.
Algunos amigos fieles recogieron el cuerpo y lo encerraron en la caja mortuoria. Unas horas después, fue sepultado a la sombra de un paredón siniestro, en lugar retirado, con pobre lápida donde estaban escritos el nombre y dos fechas. Todo había terminado. La ciudad comentó frívolamente el suceso; la prensa dio la noticia en cuatro líneas vergonzantes; se recordó vagamente que el difunto había hecho versos, y sólo la naturaleza se encargó de señalar amorosamente el lugar donde descansaba aquel hombre; se fue formando una fresca y jugosa mata de hiedra que fue enredándose en torno de la lápida hasta formar una corona de verdura. El muerto aquel ya no estaba solo; allí se congregaban las aves, el rocío y la luz para testimoniar ante la indiferencia humana. Aquel muerto no era una persona cualquiera, sino el más grande poeta, hermano de aquellos seres y elementos, pues había cantado casi en secreto como los huéspedes del bosque; era de cristalina constitución, como el rocío, y semejante a la luz en ser anterior a todas las cosas, como maestro del verbo creador de todas las armonías… Por aquella época sobrevivían casi todos los contertulios de “El Mosaico”, hogar intelectual de su padre, el elegante y gracioso don Ricardo Silva Frade, por cuyo almacén de novedades desfilaban los Pombos, José María Vergara y Vergara, Eugenio Díaz, José María Samper, José Joaquín Borda, David Guarín, Marroquín, Ricardo Carrasquilla, Caicedo Rojas, Roberto Suárez Lacroix, en fin, todos los cultivadores del costumbrismo, literatura que nació a flor de tierra, con añejo sabor de costumbres patriarcales, con poesía y con chispazos, que tiempo después aflorarían en la “Gruta Simbólica “ con Julio Flórez, Soto Borda, Álvarez Henao, Jorge Pombo, Rivas Frade, el “ Jetón” Ferro y otros. La diplomacia, a que luego se acogió Silva, en nada remedió su situación. El naufragio del “Amérique”, barco en el que regresaba de Caracas, tras un año de permanencia en esa ciudad, fue un golpe mortal y certero para el poeta. Este fue el comienzo de su suicidio. Para calcular sus consecuencias contra el autor y sus efectos en la literatura castellana, basta saber que allí se perdió toda la obra literaria del poeta; sus “Cuentos Negros”, y las colecciones de versos titulados “Los poemas de la carne y Las Almas Muertas”. Mis abuelos José Asunción Suárez y Teresita Díaz Granados, recogieron a su pariente náufrago con cariñosa solicitud en Barranquilla a donde fue llevado por tren en compañía de don Pedro Emilio Coll- “Quiero dormir – decía Silva, para olvidar la espantosa pesadilla que me ha atormentado durante tantas horas insomnes”. Durmió dos noches y un día, sin más interrupciones que las momentáneas en que sus huéspedes le obligaban a tomar algunas tazas de caldo. Un par de meses permaneció en Cartagena después, en casa del matrimonio Suárez Díaz Granados, cuando regresó a Bogotá, y con el ánimo perfectamente
quebrantado, luego de rechazar otro cargo diplomático de abrumadora mediocridad, intentó un negocio admirable, pero de escasa aplicación en esa época: la fabricación de baldosines, negocio que montó junto con su consanguíneo Roberto Suárez Lacroix, Hernando Villa y ex designado y expresidente Jorge Holguín Mallarino. El fracaso no se hizo esperar. Cinco años antes, había muerto su hermana Elvira, se trataba, pues, de una estrecha cadena de tragedias, que iban estrangulando su pecho. Elvira era una mujer de sorprendente belleza. Isaacs y Pombo le cantaron en versos divinos, y desde tiempos de Helena las liras no han mentido nunca cuando se trata de testimoniar sobre la hermosura femenina, como decía Rafael Maya, en su “Obra Crítica”. Madrugó Elvira para contemplar a Venus, que irradiaba siempre por esos días con resplandor incomparable en estas alturas andinas, y fue herida de muerte por el aire delgado de esas horas. José Asunción amortajó a la joven y serenísima hermana, vertió perfumes sobre el cuerpo inanimado, lo cubrió de flores y lo entregó a la tierra, acaso con secreto y acerba alegría, como quien esconde entre la arena un vaso de alabastro, para evitar que beban allí labios impuros. Algún tiempo después, paseando solo por los sitios en que lo había acompañado Elvira, tuvo la idea de aquel “Nocturno” inmortal, que es una luminosa tempestad de suspiros, desatada en aquellos horizontes del alma donde la palabra y el paisaje se convierten en música. Aquello no es un poema, es la expresión metafísica de la muerte, es la esencia misma del dolor, vinculados a lo que hay de inmortal en el universo, que es el ritmo, y con fundamento en lo que hay de inmortal en el hombre, que es la angustia. El gran “Nocturno” es también al mismo tiempo como el deshielo primaveral de un idioma que antes parecía congelado, y que como el genio de la armonía, desató allí toda la virtud musical que parecía contenida en el lenguaje humano.
Mi tío abuelo José Asunción Silva, fue un digno representante de lo que en esa época denominaban el “mal del siglo”, lo que hoy se denomina “bipolaridad” tan propio en algunos seres especiales, taciturnos y románticos; ¿quién, entonces puede decir que conoció de cierto los verdaderos motivos de su muerte?, época que recuerda el mismo Silva, en una de sus “Gotas Amargas”: “Doctor, un desaliento de la vida que en lo íntimo de mí se arraiga y crece;
el mal del siglo….el mismo mal de Werther, de Rolla, de Manfredo y de Leopardi. Un cansancio de todo, un incesante renegar de lo vil de la existencia, digno de mi maestro Shopenhauer; Un malestar profundo que aumenta Con todas las torturas del análisis”
Si como hombre fuiste desgraciado, como artista y como poeta llegaste a una espléndida realización ideal, porque nadie, como tú, supo dar forma tan bella a cuanto hay de fugaz y de permanente en nuestras almas y en nuestras existencias.
JOSE ASUNCION SUÁREZ NIÑO-
agosto de 2013
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