Porno para mamรกs
Porno para mamás
Ana María Pita Coira Alejandra Rodríguez Bueno
Primera edición: julio de 2013 © Central de Telecontenidos, S. L. © de la presente edición: Netbiblo, S. L., 2013 Actualia Editorial es un sello editorial de Netbiblo, S. L.
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A todas las mamรกs, especialmente a las nuestras.
Agradecimientos A Chema; a Clara; a mis padres; a Tere y Pepe; y a mi cachi, Beatriz. Ana María Pita
A Rullar; a Mateo y Adriana; a mis padres; a mi hermana, Ynkil; y a mi amiga Maricarmen de Ilumina. Alejandra Rodríguez
Gracias a José María Besteiro, por su confianza; y a Cristina Seco, por apostar por esta novela… y a todos por su apoyo y paciencia.
1 Ya casi estoy, ya casi llego, ya casi, ya… ya…, lo noto en cada poro, lo noto en el sudor que recorre mi columna vertebral como un hilillo de agua que se cae de la tapa de una olla a presión, convirtiéndose al instante en vapor… lo noto en mi espalda, que se arquea involuntariamente, preparándose para recibir el goce de llegar al final. Cada calambre que recorre mis piernas, subiendo en oleadas desde mis cosquilleantes plantas hasta mis pobres ingles agotadas, a las que golpean sin piedad, me produce una excitante mezcla de dolor y placer. Imposible escuchar nada más allá de mi respiración agitada, jadeante, más allá de los intensos latidos que llenan mis oídos. «No te pares ahora, ahora no, ahora no… aguanta un poco más. Un poco más». Y entonces las veo. Una aparición sobrecogedora. Durante un instante, que parece un siglo, se quedan como mágicamente paradas a mi lado, para que pueda observarlas con claridad. Dos bellísimas señoras octogenarias, con su pelo azul, sus zapatillas de deporte, sus faldas por debajo de la rodilla y sus camisetas rosas que, caminando a buen ritmo, me adelantan por la derecha mientras me animan con una sonrisa bondadosa. Una, apoyada en dos bastones, la otra, agarrada a su brazo. Y ahí están… doblándome en edad y en velocidad, dejando atrás la línea de meta mucho antes que yo, y sin despeinarse. Y, sin embargo, me descubro a mí misma sonriendo. Mi cuerpo, desmadejado y exhausto, va por libre. Como un pollo al que meten un tajo en el pescuezo y sigue caminando unos
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pasos, errático, por inercia, dejándose llevar por las terminaciones nerviosas que todavía no saben que la cabeza está tirada en el suelo. Y, sin embargo, me sorprende lo feliz que estoy. Me miro los pies para comprobar si siguen ahí. Desde la última curva he dejado de sentirlos. Espero que a mis zapatillas no les dé por tener una combustión espontánea. «¿Es humo eso que sale de las suelas?» No importa. Seguiré descalza. Me he propuesto llegar a la meta y lo haré. Moriré en el intento si hace falta. Y no lo digo en plan metafórico. Hace ya rato que siento que en cualquier momento escupiré el corazón por la boca y se caerá palpitante ante mis pies, bombeando estérilmente durante unos segundos la sangre que queda en su interior. No recuerdo dónde, una página de Internet tal vez, había leído no hace mucho, que los ritos de iniciación equivalen a un segundo nacimiento, en donde les ponen a los chicos un nuevo nombre, o les cortan el pelo como si fuesen bebés o empiezan a contar su edad desde el momento de la ceremonia. Incluso en alguna cultura dan a los jóvenes un alucinógeno que les borra la memoria, por lo que los adolescentes pueden empezar su vida como adulto olvidando que fueron niños. Hubo un momento en el que deseé ser uno de esos chicos desmemoriados, o un personaje de los culebrones que escribe Julia al que, tras sufrir un hecho traumático, le da un ataque de amnesia. Y, como Ingrid Bergman, yo también pensaba que para ser feliz bastaba con tener buena salud y mala memoria. Pero ahora me he dado cuenta de que quiero poder mirar atrás y encontrarme ahí mi pasado. No deseo hacer como si mi larguísima, y feliz —una felicidad convencional, impuesta, pero felicidad al fin y al cabo— infancia no hubiese existido nunca. Como si todos los años desde que nací hasta que me
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decidí a participar en la Carrera de la Mujer, hace apenas ocho meses, se los hubiera devorado la nada. No quiero olvidar que a principios de este año todavía era una niña. Una niña de más de cuarenta. Mientras corro pienso que han cambiado tantas cosas en mí, en mi vida, desde que empecé a entrenar, que soy como un ave Fénix, renaciendo de mis cenizas. Tal vez, después de todo, no sería mala idea buscarme otro nombre o raparme el pelo al cero o, mejor aún, empezar a contar mi edad desde el dos mil trece. Y toda esa revolución había empezado con un vídeo… Negación: mecanismo de defensa que consiste en enfrentarse a los conflictos negando su existencia o su relación o relevancia con el sujeto.
Era una vulva enorme. Sin duda su tamaño era de lo más normal, pero en aquel momento me pareció una grotesca masa rosada e informe. Ocupaba toda la pantalla. Todo lo que mis ojos abarcaban. Llenaba las 46 pulgadas del LCD. Sin contar la onírica y perturbadora pintura de Schiele, nunca antes había visto una vulva, ni siquiera la mía. Confesaré, ahora, que alguna vez había sentido curiosidad, pero nunca me había atrevido a colocarme un espejo delante. Para ser sincera, me daba muchísima vergüenza. Y de golpe, ahí estaba esa vulva, abierta como una rara flor, entre dos fuertes, largos y morenos muslos, recibiendo las caricias de un par de dedos juguetones, de cuidadas uñas escarlata, que movían de un lado a otro el clítoris, una vulva que iba hacia delante y hacia atrás, empujada por los rítmicos movimientos de la pelvis que la albergaba. Los dedos se deslizaron despacio hacia los depilados labios —pensé en mi propio pubis, una madeja enmarañada de vello negro, romántico
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y libre como un jardín abandonado— para introducirse sin problema en su húmedo interior. Adentro y afuera, adentro y afuera. Cada vez más adentro. Era una imagen hipnótica. Los gemidos amplificados por el espectacular home cinema que Luis se había empeñado en comprar —imaginé por un instante cuánto le pesaría ahora— inundaban brutalmente el salón. La mano que esa chica todavía tenía libre cogió, de no sé dónde, una especie de pinza metálica y, tras sacarse un pequeño pero desafiante pecho de entre el encaje morado del sujetador, abrió la pinza y sin más pérdidas de tiempo… ¡ras!, la volvió a cerrar sobre él, se me antojó indefenso, pezón. Un pezón grande, puntiagudo, que se levantaba travieso, desconocedor de lo que se le venía encima, en medio de una aréola marrón, muy oscura y grande, que casi ocupaba el pecho entero. La chica dejó escapar un grito ahogado. Y todo su cuerpo se estremeció. Entonces empezó a llamar a mi marido entre jadeos… Luis, Luis, Luis… Los Luis se escapaban de su boca, una boca entreabierta y mojada, pero normal, ni grande ni pequeña, sin mayores alardes, en una cara sin demasiada forma, redonda, de rasgos aniñados, en la que las incipientes arrugas y las oscuras marcas debajo de los ojos delataban el paso de los años. Mi marido, pálido, tras buscar frenética e infructuosamente el mando a distancia, se plantó delante de la pantalla, tapando como podía con su cuerpo lo que ya todos habíamos visto. Nuestros invitados estaban callados y, me atrevería a decir, sobrecogidos. Luis apagó el televisor, pero el home cinema seguía lanzando los gritos del invisible orgasmo. Hasta que, al fin, llegó el silencio. Un silencio absoluto y abrumador. Tardé un rato en digerir lo que acababa de suceder. Lo último que recordaba era a Luis haciendo un brindis. Explicando
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que iba a poner un vídeo que resumía nuestros veinticinco años de amor. Yo había mirado a mis amigas Julia y Celia con falso reproche: «Así que por esto andabais con tanto secretito». «Vaya, me dejé el dvd en la oficina», Luis y sus despistes. Risas de nuestros amigos. «¿Y la copia que tienes en el móvil?», ahí estaba el bueno de Gonzalo, como siempre, sacándole las castañas del fuego. Luis había conectado el móvil a la pantalla del salón y todos los presentes, tras intercambiar sonrisitas y miradas cómplices, nos dispusimos a ver el inolvidable regalo. Enseguida aparecieron unas cuantas fotos de finales de los ochenta, de nuestro noviazgo, con banda sonora a cargo de The Turtles… «The only one for me is you, and you for me. So happy together. I can´t see me lovin´ nobody but you. For all my life». Sentí que se me acaloraban las mejillas, me daba cierto pudor vernos tan jóvenes, tan abrazados. «Oh, Dios mío, ¿en serio nos poníamos esas hombreras?». Y de repente el doble pitido. Luis acababa de recibir un whatsapp en el móvil desde el que estaba reproduciendo el vídeo. Y su cara se volvió blanca. Y luego azul, cuando nuestra pequeña sobrina le arrebató el teléfono de las manos. Habían forcejeado apenas unos segundos y, ¡pluf!, como por arte de magia, esa chica desconocida para mí, había aparecido en la pantalla, acariciándose para él. Poniéndose una pinza en el pezón para él. Jadeando para él. Corriéndose para él. Fueron solo unos minutos, pero envejecí diez años. Miré fugazmente a un lado y a otro, como cuando te caes y, al levantarte, esperas que nadie a tu alrededor lo haya visto. Nadie me devolvió la mirada, porque en una especie de tácito acuerdo, todos los perplejos ojos estaban clavados en las copas, en la comida de los platos, en los pies… y entonces supe que si
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me movía, si me atrevía a respirar siquiera, atraería toda la atención hacía mí, como las gaviotas en el inquietante final de la película de Hitchcock. Y las disimuladas sonrisillas o, peor aún, las fingidas muestras de piedad me agujerearían el alma como certeros picotazos. Celia, sinceramente desencajada, se me acercó. Pero antes de que pudiera decir nada, extendí hacia ella la mano en la que llevaba una bandeja con mis bombones, como si fuera un escudo que pudiera protegerme de su compasión y, con una voz que me sonó sorprendentemente tranquila y ajena, le dije… «¿Un bombón?». —Son nuestras bodas de plata, cariño —me había dicho Luis el día anterior—. Hay que hacer una fiesta como Dios manda. Tu madre llega hoy a las ocho menos veinte. La acerca no sé qué vecino a Santiago de Compostela, para que pueda coger allí el autobús. Ya era tarde para echarse atrás. Y si no había insistido más era porque, en el fondo, yo sabía que tenía razón. Con tres de cada cuatro matrimonios que acaban en divorcio, pasar veinticinco felices años juntos, era como para hacer un sarao de por lo menos tres días, con carrozas de flores y fuegos artificiales incluidos. Pero sentía un desasosiego que no podía explicar, no entendía por qué no me apetecía preparar la fiesta, y pensé que tal vez estaban influyendo en mi estado de ánimo las espesas y negras nubes que nos amenazaban desde hacía días y presagiaban la tormenta del siglo. Luis había invitado a nuestros amigos y familiares a comer, prometiéndoles que yo cocinaría y a mí que, esta vez, me ayudaría con los preparativos. Pero un, como decirlo… ¿oportuno?, problema de última hora en la oficina, lo había sacado de la cama por la mañana y aún no había regresado.
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—Me ha dicho que soy una «fenómena». —Había llamado a Celia para quejarme. Oí su risa al otro lado de la línea. —Sabe de lo que habla. —Solo lo ha dicho para dejarme sola con todo. —Casi mejor. Si no sabe ni freír un huevo. —Pero al menos podía distraer a mi madre. —Y miré a un lado y a otro, no sin miedo de encontrármela pegada a mi hombro. Pero la oí en la cocina, cambiando las cacerolas de sitio. Otra vez la risa de Celia, su risa escandalosa, no exenta de cierto encanto. Luego soltó un suspiro hondo, casi melodramático, que no le pegaba nada. —Luis nunca olvida las fechas importantes. Celia no tardó en dar la voz de alarma. Aún no me había quitado el pijama y ya se me había llenado la casa de gente dispuesta a ayudarme, como si con mi madre que, desde que había llegado, estaba decidida a reubicar todas las cosas de la casa, no tuviese ya bastantes quebraderos de cabeza. Gonzalo y Julia, con sus hijos, Natacha y Tristán, habían sido los primeros en llegar, pero no me había quedado más remedio que echar a mis mejores amigos de la cocina, porque, aunque no discutía su buena intención al querer comprobar que todo estaba en su punto, me estaban vaciando las bandejas de canapés. Desde el salón, llegaba la voz de Julia discutiendo con su hija adolescente —empeñada en colgar cadenas, en vez de guirnaldas, y poner esposas, en vez de servilleteros, para simbolizar la esclavitud del matrimonio— sobre la conveniencia de la alegoría. Mientras Tristán gritaba hacia la cocina: «¡Tía Alicia, ¿a qué serían unas risas poner petardos sorpresa en el rollo ese de la sopa?!», «Sopera, hijo», contestaba Julia.
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Entonces mi madre entró como una exhalación, farfullando algo entre dientes: «Servilletas que parecen cisnes, paparruchas». Y, mientras cogía unos vasos, me advirtió que o ponía ella la mesa o Gonzalo, pero que era una «chuminada», textualmente, ponerse a hacer formas con las servilletas. Y tal como entró, se fue. Respiré hondo. Pensé que si gritaba: «¡fuego!», tal vez saldrían todos corriendo. Pero desistí enseguida de mi plan, por temor a que me vaciaran encima el extintor que guardábamos en el trastero. Miré por la ventana, las nubes cada vez estaban más hinchadas, casi me dieron pena, no había visto nada tan alarmantemente desproporcionado desde mis tobillos de embarazada, estaban reteniendo tanta agua que en cuanto se decidieran a soltarla, tendríamos que avanzar por las calles en góndola. Se lo comenté a Luis, cuando me llamó por teléfono. —No me imagino un fin de fiesta más romántico. Como si estuviésemos de escapada en Venecia. —Solo llamaba para decirme que ya no tardaría. Que me quería. Y colgó. Cuando empezábamos a salir y hablábamos por teléfono, ninguno de los dos se decidía a dar por concluida la conversación, sentíamos que poner el auricular de nuevo en su sitio era como una separación. Y nos quedábamos como dos tontos, «cuelga tú», «no, tú», «tú», «tú»… y al final con nuestros tú-tú-tú, ya casi era como si la línea se hubiera cortado. Durante meses aplicamos una solución salomónica, colgábamos los dos a la vez, aunque nunca lo conseguíamos a la primera, pues siempre se me escapaba algún rápido y esperanzado besito que, para mi alegría, Luis todavía al otro lado, recibía con una risa tierna. Un relámpago partió en dos el cielo e inundó de una fugaz luz la cocina. Me asustó, a pesar de que sabía que tarde o
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temprano iba a pasar. Empecé a contar: «uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…» el estruendo me sacudió. Luis había llegado justo para comer. Unas manos fuertes, masculinas, me habían agarrado por la cintura, sin duda las manos de Luis. Enseguida noté sus familiares brazos rodeándome y cómo me atraía hacia sí; su cara pegada a mi nuca, su profunda respiración aspirando lentamente, llevándose todo posible rastro de perfume que me pudiera quedar. Me encantaba que me abrazara así. Pero le golpeé divertida las manos y cogí una bandeja de canapés de la encimera. —Déjame, que estoy enfadada —mentí—. Te has escapado y me has dejado sola con todo. —Estás preciosa. —Los piropos no te van a valer conmigo. Llevaba unos leggins con un vestido corto y suelto de punto, que me marcaba sutilmente los pechos. Por desgracia, también la barriga, pero había decidido, tras mirarme al espejo, que sería un disparate intentar meter tripa toda la tarde, ¿cuántas horas durarían los posados veraniegos de Ana Obregón? Pero, claro, ella tenía muchos años de práctica a sus espaldas. Luis me besó. Y se fue al comedor haciendo malabares con las bandejas de canapés. Y entonces la descubrí: una rosa de tallo largo sobre la mesa, que me hizo sonreír. Me divertía quedarme delante de la chimenea, sentada en el brazo del sillón de piel verde oscuro, observando a todas esas personas que formaban parte de mi vida, imaginándome que eran completos desconocidos en una fiesta, a la que había acudido por compromiso, una fiesta que no era en realidad la de mi aniversario.
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Luis, el anfitrión, el atractivo marido, pasados de largo los cuarenta, de elegancia natural y desenfadada, y sexy sonrisa un tanto disoluta, bailaba en una coreografía inventada, repetida en todas las reuniones familiares con su hija veinteañera, Emma, orgullosa y voluble, que todavía estaba buscándose a sí misma, desde la adolescencia probando quién podía llegar a ser, sin que nadie le colgara todavía ninguna etiqueta. Sin tener que llevar, como su madre, que ahora la miraba sentada desde delante de la chimenea, el pesado sambenito de niña buena. Hacía tan solo unas horas, mientras preparaba los bombones que íbamos a servir durante el café, Emma había entrado en la cocina anunciando alegremente: «Papá me llamó para que viniera a echarte una mano». Me pregunté qué le habría prometido a cambio. «Así que, aquí están los refuerzos». Y dicho lo cual, tras recibir un mensaje, se había sentado y se había puesto a chatear por el móvil. Y así se había quedado hasta la hora de comer. Escribiendo frenéticamente con los pulgares y riendo tontamente de vez en cuando, abandonándome, aunque en realidad ya hacía años que la había perdido. Dejé que las burbujas del champán treparan juguetonas hacia mi nariz. Y me fijé en esa señora, simulando por un momento que no era mi madre, de modales bastante secos y con afán de controlarlo absolutamente todo, hasta la inquietante tormenta que ya estaba sobre nosotros y a la que miraba enfadada de vez en cuando por la ventana, pensé que si yo fuese ese negro nubarrón, me alejaría sin oponer resistencia ni perder un minuto. Mi madre, la señora al fin de los pasteles, se paseaba por el salón, pasando por tercera vez una bandeja con los postres por delante de la nariz de Gonzalo, ese chico con ojos de cordero degollado y pinta de buenazo, el mejor amigo y socio de Luis, apartándola
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deliberadamente en el momento justo, fingiendo que alguien al otro lado del salón había requerido su presencia, dejando a Gonzalo con cara de tonto y la mano, como una tenaza, cogiendo una porción de aire. —Ya estás bastante cebadito. —Aún había perdido unos segundos en palmearle la barriga, redonda masa que vibró ondulante, antes de seguir su camino. Y Gonzalo, tras mirar azorado a su alrededor, se había ido a refugiar junto a su mujer, Julia, que, cortando su parloteo le mandó que le trajese una copa de champán, aunque me dio la impresión de que ya le estaban sobrando las tres últimas. Julia se acercó a mí, sacándome de mi fantasía, devolviéndome a mi fiesta de aniversario. Como toda guionista que se precie, aunque nunca escribiera nada más que culebrones, o precisamente por ese motivo, siempre quería aparentar que entendía muchísimo de cine, por eso no perdía la ocasión para presumir de la última película iraní o bielorrusa o vietnamita que había visto en la filmoteca. —La exquisitez técnica y la soberbia, pero sobria, puesta en escena son indiscutibles. Es una fábula elegantemente turbadora con una desquiciante languidez narrativa… —Entendí que «desquiciante languidez narrativa», era el eufemismo de ladrillo infumable. —Es que te engancha desde el primer al último fotograma. —Y eso era justo lo que ella había visto, el primer fotograma y el último, los restantes noventa y dos minutos de metraje se los había pasado roncando. Me pregunté en qué página web habría leído Julia esa crítica que ahora reproducía como un lorito. —Magnífica. ¿A que sí, Alicia? ¿Y qué podía decirle yo? ¿Qué la película en cuestión me había recordado muchísimo a Woody Allen, porque, como le
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pasaba a él con el cine francés, yo también había sentido que se podía ver cómo crecía la hierba? Al contrario que Julia, no me daba ningún reparo declararme fan incondicional de las historias insustanciales, esas que puedes ver desde detrás de un cubo gigante de crujientes palomitas. Pero claro, yo no era guionista, ni tenía que fingir ser una intelectual. Por eso prefería ir al cine con Gonzalo que con su petulante mujer, aunque ella fuera mi mejor amiga. —Me pareció conmovedora. —Sabía que con ese comentario nunca podía fallar, a no ser que tuviera que aplicarlo a una película de Jean-Claude Van Damme. Conocía tan bien a esas personas que me rodeaban, con las que tenía tanto compartido, que no cabía en mi imaginación ignorar algo de ellos, que pudiera haber alguna recóndita parcela de su vida, de sus sentimientos, a la que no tuviera acceso. Por eso me sorprendió que mi, siempre alegre y despreocupada, amiga Celia, sin reparar en mí, que iba a la cocina a por el café, saliera enfadada del trastero, dejando un rastro de zapatillas, botas y deportivas tras de sí, bajándose el vestido, seguida por su novio Adrián que llevaba sus bragas en la mano. Ni siquiera me vieron. —¡Eres un bruto! —protestó mientras recuperaba su ropa interior—. ¡Ya podías ser un poquito más como Luis! Y siguieron hacia el salón. No habían dejado de discutir desde que habían llegado, tarde, porque la moto de Adrián los había dejado tirados en plena ronda General Mitre. —Por poco nos matamos —había bramado Celia, pero me había dado la sensación de que no eran los continuos sustos que les daba la vieja Kawasaki lo que tenía a mi amiga tan disgustada. Que yo supiera, Celia nunca había dicho que no a un buen
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polvo, como ella decía, ni siquiera aunque fuera un irreverente «aquí te pillo, aquí te mato» en la casa de una amiga con toda la familia, incluida su hermana Julia, en el cuarto de al lado, ni tampoco en la playa, ni en el probador de unos grandes almacenes, ni en un ascensor… porque parece ser que el sexo con Adrián era siempre bestial y, un tanto ufana, no se cortaba nada cuando nos lo contaba a Julia y a mí, sin escatimar en detalles, a veces algo escabrosos. Pasara lo que pasara, estaba segura de que me lo acabaría contando y de que, fuera lo que fuera, nunca sería tan tenebroso como el secreto que yo sí albergaba en mi alma. Ni tan deshonesto como el deseo que había nacido para torturarme el día que Emma me había presentado a su amigo Jonás, cuando al estrechar ese chico inocentemente mi mano una electricidad me había atravesado, excitante, partiéndome en dos. Su piel morena era suave, y me había llenado su olor a jabón, aquel de La Toja, el de la caja negra, que tanto me recordaba a mi adolescencia, y a espuma de afeitar. No sé porqué me había sorprendido que se afeitara. Desde luego ya tenía edad para hacerlo, y esa idea me produjo una sensación de vacío debajo del ombligo. Solía repasar mentalmente sus facciones angulosas, sus cejas perfectas y sus larguísimas pestañas. Siempre me había recordado a Antonio. Mi Antonio. Mi amigo. Mi alegría en los largos veranos de Ribadeo. Mi tormento durante años. En realidad Jonás no tenía nada en común con aquel chico rubio, imberbe, descarado y bullicioso, que protagonizaba mis sueños de quinceañera. Salvo por ese olor a limpio, sin artificios, ese olor a jabón, y por las manos, que eran también unas manos grandes, un poco huesudas y rudas, llenas de heridas y durezas. Y que revivían a la verdadera mujer, soterrada bajo el peso de una Alicia impuesta.
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Jonás estaba asomado a la ventana de la cocina, fumando, se sobresaltó al oírme entrar y se golpeó contra el cristal. El chico, algo más joven que Emma, era como un cervatillo paralizado ante los potentes faros de un coche. La inquietud escapó de sus enormes ojos pardos, avanzó hacia mí y me dejé invadir por ella, sin oponer resistencia. Merecía sentirme incómoda no solo por su pesado silencio, sino por mis turbios pensamientos hacia él, que bien podía ser mi hijo. Ya hacía tiempo que intentaba evitarlo, aunque no sé cómo me las arreglaba, día sí, día también, me lo encontraba en casa, componiendo canciones con Emma, escuchando música con Emma, viendo una película con Emma… y mi imaginación se disparaba hacia terrenos farragosos… y lo soñaba sin camisa y, por algún mecanismo de mi caprichosa mente, arreglándome la lavadora. Y apoyándome contra ella, levantándome la falda, acariciándome con sus ásperas manos y quitándome las bragas. Pero Jonás tenía que ser para mí como una de esas perfectas e inalcanzables estatuas griegas, a las que admirar desde detrás del cordón de seguridad del museo. Y si había algo que yo siempre hacía sin rechistar, era cumplir las normas. Otra cosa bien distinta eran los inusitados caminos por los que me arrastraba mi libido fuera de control, que me hacía imaginar esa hermosa estatua griega en el museo Tiflológico, después de todo también era un museo, sin cordones de seguridad, a mi entera disposición, para que pudiera reconocer cada recoveco con mis dedos, el recto perfil, el largo cuello, el hueco que se formaba entre la pronunciada clavícula y el redondo hombro que se adivinaba por debajo de la ropa. «Para, Alicia, para». —No sabía que fumaras… —Mi voz sonó aflautada, como si me acabara de tragar un silbato.
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—Poco. Pero Emma nunca —se apresuró a decir. —No te preocupes, con veinticuatro años ya no puedo prohibirle nada. —Me encogí de hombros. En realidad nunca había podido prohibirle nada a Emma. —Bueno, cuando vamos de fiesta alguna truja siempre cae. Nos sonreímos. Su sonrisa me azoraba irremediablemente. Me puse a preparar el café. Y me sorprendí a mí misma hablándole, un tanto a la defensiva, marginándome dentro de una concha protectora, de mi primer aniversario con Luis, sin que él me hubiese preguntado nada al respecto, contándole que había reservado mesa en un sitio caro, que casi ni podíamos pagar. Recordé con nostalgia la pequeña y decrépita cocina de nuestro pisito viejo de alquiler que nada tenía que ver con la de diseño y tecnología punta que disfrutaba ahora. —Nos perdimos. En la zona del Barrio Gótico todas las calles nos parecían iguales. Los tacones me mataban así que nos metimos en el primer bar abierto para usar la guía telefónica. —¿No teníais batería en el móvil? —Mi enorme cola de dinosaurio se movió inquieta. —No teníamos móvil. —¡Joder! ¿Cómo podíais vivir así? Sonó como si me hubiera criado en las cavernas, envuelta en pieles de oso. Me pidió que le siguiera contando. —Recuerdo un cuchitril horrible y a un camarero bajito a una barriga pegado, que diría Quevedo —me reí, pero Jonás me miró desconcertado y decidí seguir sin explicarle nada, para no dejar en evidencia la ineficacia del actual sistema escolar—. También había una mujer que estaba tomando una copa. Llevaba una ropa tan ceñida que parecía una morcilla de Burgos a punto de reventar… se nos acercó. —Al llegar a esta
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parte me callé de golpe. «Ay, ¿por qué no me habré saltado lo de la mujer?». Culpé al champán, que me había terminado sin respirar, casi de un sorbo. —¿Y? — Y bueno… ya sabes… —«Ay, ay, Dios»— … ya me entiendes… era una chica de esas… una prostituta… —¿Quería acostarse con Luis o qué? —Me sorprendió la facilidad con que me había hecho esa pregunta, aunque sus ojos me miraban vacilantes. —Algo así, sí. —Obvié que la chica le había ofrecido a Luis un francés por quinientas pesetas de las de entonces, aunque si yo quería mirar sería otro precio. —¿Y qué pasó? La cara de susto de Luis, mientras le decía a la chica que su mujer, o sea yo, era una señora, no se me olvidaría nunca. Y mi duda de si eso quería decir que, de haber estado solo, se habría al menos planteado su oferta quedó para siempre flotando en el limbo de las frases nunca pronunciadas. —Con la chica nada. ¡Qué va! —Quise zanjar el tema rápidamente. ¿Era decepción eso que se pintaba en la mirada de Jonás?—. En fin, el camarero no sabía dónde estaba el restaurante y yo me eché a llorar. Éramos unos críos, más jóvenes que Emma y que tú. Luis le explicó que era nuestro primer aniversario, así que el camarero nos invitó a una botella de champán. Era barato y estaba caliente, pero me supo a gloria. —Eso es porque estabas colada por Luis. —Supongo que sí, que solo nos importaba estar juntos. Nos pasamos la noche bailando y de vuelta a casa cenamos las chuches que sacamos de una máquina de la puerta de un videoclub. Fue una de las mejores noches de nuestra vida.
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—Y eso que le dijisteis que no a la puta. —Las palabras salieron de su boca como si se hubiesen caído. Lo había dicho sin pensar, divertido, y tal vez por eso por primera vez lo había sentido tan cercano. Celebré su chiste con una risilla bobalicona, más por complacerle que por la gracia que me había hecho. Pensé que yo jamás me hubiera atrevido a decirle eso a la madre de una amiga. Por mucha confianza que tuviéramos. Ni siquiera había tenido valor para «tocar el tema de los chicos» con Emma. Cuando estaba en el instituto, y empezamos a distanciarnos, me obsesionaba la idea de que pudiese quedarse embarazada o que le contagiasen ladillas, en el mejor de los casos, pero no era capaz de dar el paso. Luis, siempre mucho más práctico, había cogido el toro por los cuernos y le había dado una caja de preservativos diciéndole: «Toma. Esto es lo que tienes que usar. Y si un chico no se lo quiere poner, pasa de él, porque no merece la pena». ¿Qué? Me había quedado muerta. Emma era nuestra niñita. Y solo le había faltado usar un plátano, como en la memorable escena de Desmontando a Harry, para enseñarle cómo había que ponerlos. ¿No pensaba hablarle del amor?, ¿ni de esperar a la persona adecuada?, ¿ni nada de nada? —Ya habéis pasado más tiempo viviendo los dos juntos que cada uno por su lado… La reflexión de Jonás me sacó de mis pensamientos. Era cierto: Luis y yo llevábamos como pareja más tiempo que por separado. Pero ni siquiera me había dado cuenta. Los años habían pasado casi de puntillas y, una madrugada, después de una noche de juerga, nos habíamos quedado dormidos vestidos sobre la cama ebrios de whisky y de amor y, a la mañana siguiente, yo hacía pis mientras trataba de arrancarme una cana que me
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había salido en el pubis y Luis se miraba y remiraba en el espejo las incipientes entradas. Luis entró en la cocina. —Jonás, Emma te está buscando. —Me agarró de la cintura—. Creo que los chicos nos han preparado una sorpresa. Luis me estrujó para dejar caer un beso en mi frente. Y Jonás salió, me atrevería a decir, contrariado, como un niño al que le acaban de quitar su golosina. ¿Por la entrada de Luis o porque Emma le había convencido para hacer algo que no quería? Jonás tocaba la guitarra acústica y hacía los coros a una Emma que ponía voz a la particular versión que habían hecho de True de Spandau Ballet, a Luis y a mí nos gustaba decir que era nuestra canción cuando estudiábamos en Santiago con Julia y Gonzalo. Se notaba que Emma disfrutaba siendo el centro de atención, mientras que Jonás parecía estar deseando que la tierra se lo tragase. Emma, como antes había querido ser actriz, y antes modelo, y antes bailarina, ahora quería ser cantante y, consciente de que ella sola no tenía el brillo que la química con Jonás le aportaba, había arrastrado a su amigo en su aventura musical. Y ahora lo había convencido para actuar en nuestra fiesta de aniversario. Con los últimos ecos de la guitarra apagándose, Luis cortó los aplausos para anunciar un brindis, mientras nos rellenaba las copas casi frenéticamente. Parecía ansioso cuando por fin levantó con ímpetu la suya, como si quisiera brindar con la lámpara de araña. —Por Alicia —había dicho—, eres una mujer increíble. Me has dado una hija preciosa y veinticinco años de felicidad. Soy
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muy afortunado. Gracias —entonces se arrodilló y me dijo—; cásate conmigo… otra vez. En ese momento, también yo me sentía la mujer más afortunada del mundo, de todo el sistema solar, de todo el universo. ¿Qué más podía pedir? Rodeada de mi familia y mis amigos, mi guapísimo y encantador marido, que se daba un sexy aire con Tony Cantó, al que creía conocer como si fuésemos dos mitades de una misma cosa, había confesado que, después de veinticinco años, aún seguía bebiendo los vientos por mí. Mi vida no podía ser mejor. Fuera empezó a diluviar. Una lluvia densa, sonora, que se llevó implacable la poca luz que le quedaba a la tarde. Luis anunció que iba a ponernos un vídeo que Julia y Celia le habían ayudado a preparar. Un vídeo con fotos que resumía nuestro cuento de hadas, nuestra perfecta e inmaculada vida en común. Y lo que pasó después ya es historia. Como suele suceder con la bruja mala, la otra, la amante de Luis, irrumpió en la fiesta dramáticamente, sin ser invitada y sin avisar, en la forma de humillante whatsapp pornográfico.