JULIO CARO BAROJA, UN POLÍGRAFO DE NUESTRO TIEMPO Antonio Carreira
Antonio Carreira leyendo su conferencia: JULIO CARO BAROJA, UN POLÍGRAFO DE NUESTRO TIEMPO en la sala de exposiciones del Coliseo de la Cultura de Villaviciosa de Odón el 11 de diciembre de 2014.
Agradezco a la concejalía de cultura y a Teresa Sorozábal la iniciativa de conmemorar aquí el centenario de don Julio Caro Baroja, porque su magisterio y su amistad, que duraron sus últimos veinte años, fueron para mí un regalo del destino e iluminaron gran parte de mi vida. Las cifras, sobre todo las redondas, son inexorables; los aniversarios nos obligan. Pero mucha gente, sobre todo gente joven, se preguntará por qué, aparte la tiranía de la cifra, tenemos que ocuparnos de un hombre que se dedicó a estudiar cosas raras en el siglo XX, cuando hoy nos acucian problemas concretos a los que no sabemos cómo dar solución. El plantearse las preguntas, obviamente, es el primer paso para darles alguna respuesta. Y la respuesta puede facilitarla un breve excurso. Todos hemos leído la célebre frase de Goebels, el ministro de Hitler: «Cuando oigo la palabra cultura, echo mano a la pistola».1 Se la cita incluso como definición del nazismo. Pues bien, hoy no actuamos como Goebels, sino que hemos inventado un sistema más eficaz y menos escandaloso: simplemente neutralizamos o anulamos la cultura poniendo su rótulo a montones de cosas que jamás tuvieron que ver con ella. Por ejemplo, es cultura el deporte, cualquier deporte, hasta los más brutales, y no ya como praxis, sino como espectáculo; incluso se habla de la cultura del pelotazo, de la droga y del crimen organizado. Hace poco, en el Instituto del Patrimonio Cultural, uno de sus directivos contaba, al hilo de esto, que a veces llegan a ese organismo consultas para saber si la moda de tirar una cabra desde un campanario, o darse al botellón, se pueden con-
siderar parte de nuestro patrimonio cultural. No tendría nada de extraño que alguien crea cultura también la costumbre de decapitar ante la cámara a los periodistas secuestrados en el estado islámico. Si todo es cultura, no hay duda: vivimos en un país cultísimo, y el mundo rebosa cultura, aunque esté lleno de analfabetos reales, solo capaces de leer periódicos con fondo de berridos y golpes bajos que, naturalmente, también pasan por cultura. Este preámbulo intenta llamar la atención sobre algo olvidado de puro sabido: de la confusión en los términos se pasa pronto a la confusión en las ideas, y de ahí es fácil llegar a que la confusión reine también en la realidad. Nos proponemos pintar la trayectoria de un sabio, de los que ampliaron, hasta donde era razonable, el concepto de cultura; un humanista, quizá el último que conoció nuestro país, y al que, a pesar de ciertas apariencias, se le hizo muy poco caso mientras vivió, no digamos ahora que lleva veinte años en el purgatorio. Con ello, respondiendo a la pregunta del comienzo, queremos dar alguna razón para ocuparnos de él, al margen de la cifra que hoy nos convoca. Don Julio solía decir que España tiene una gran capacidad de desperdicio. Esa observación es aplicable a su legado, que sería un lujo para cualquier país, mientras que aquí, con tanta cultura, nos permitimos el lujo de ignorarlo, o, como mucho, nos asomamos a sus memorias en busca de chismografía. El resto, los ochenta o noventa volúmenes que abarcan más sobre nuestro país que los de ningún otro historiador, queda para quienes aceptamos la definición de
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cultura que da el diccionario: «Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico». Un concepto que a algunos parecerá restringido, rancio y caduco, pero que orientó la labor de don Julio hasta hacer de él un polígrafo de nuestro tiempo. Aunque modernamente el nombre polígrafo también designa una especie de detector de mentiras, la acepción en que lo aplicamos a Caro Baroja es la clásica: alguien que escribe mucho o sobre varias materias. Y ese alguien puede ser un periodista, que mete su cuchara en todos los platos, o un polym athés, ‘sabedor de muchas cosas’, igual que lo fueron, en nuestro país, Ortega y Gasset, y, antes, Unamuno o Menéndez Pelayo. En español disponemos de otros términos, como sabio, intelectual, pensador, humanista, pero ninguno de ellos alude ni a la variedad ni a la fecundidad. Quienes hemos conocido de cerca a un hombre de esa magnitud tuvimos ocasión de asombrarnos por distintos motivos. Trabajar mucho puede estar al alcance de cualquiera, siempre que la salud y los medios lo permitan. Aprovechar bien ese intenso trabajo ya no es tan fácil, porque todos sabemos la diferencia que hay entre leer y asimilar. Pensar con profundidad sobre lo leído y asimilado supone una capacidad mayor de síntesis, una clarividencia o una acuidad que no siempre se da; entre los buenos lectores, que tampoco abundan, es frecuente la actitud de deslumbramiento y aquiescencia ante lo leído —el típico lector que, llevado por el entusiasmo, lo quiere subrayar todo—, una actitud que de alguna forma nos anonada o anula, dejándonos convencidos de que lo más que podemos hacer es sumarnos a opiniones ajenas. Por último, está lo más difícil: saber expresar en forma oral o escrita el pensa-
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miento acerca de lo leído, asimilado y trabajado. También se da, claro es, el caso contrario del optimista, que, sin preocuparse de lo que piensan los demás, se arroja a exponer sus propias ideas, defecto este más bien juvenil, porque el viejo tiende a creer que no hay gran cosa de nuevo bajo el sol, y que cualquier idea, por audaz que parezca, si se rasca en el lugar debido, tiene antecedentes en el pasado. Hemos pintado a la ligera un panorama de posibilidades, de las que todos conocemos ejemplos. Ahora bien, necesitamos centrarnos para no divagar. Don Julio Caro Baroja nació en Madrid en 1914, hace ahora cien años, en el seno de una familia de alto nivel artístico e intelectual. Su tío Ricardo fue un gran pintor y grabador. Su tío Pío, célebre novelista. Su madre, Carmen Baroja, mujer de raras inquietudes culturales. Su padre, Rafael Caro Raggio, editor de muchos escritores famosos en el primer tercio del s. XX. La familia, aparte de su casa-editorial sita en la calle Mendizábal, luego destruida durante la guerra civil, poseía desde 1912 la casona de Itzea, en Vera de Bidasoa, en la frontera navarra, especie de palacio que fueron llenando de libros y objetos valiosos. El niño Julito era objeto de la atención de todos, y se mostró un excelente discípulo. En su vejez solía decir que su vida había sido como los entierros de antaño: de primera, segunda y tercera. Su niñez y juventud fueron de primera, no se podía pedir más: aparte del ambiente intelectual de casa, el estudio en el Instituto Escuela, la temprana colaboración con etnógrafos e historiadores como Aranzadi o Barandiarán, a quienes acompañó en sus excavaciones arqueológicas. Resultado, que aquel joven prometedor publicó su primer artículo, de asunto etnográfico, a los 15 años, y su primer
“La familia, aparte de su casa-editorial sita en la calle Mendizábal, luego destruida durante la guerra civil, poseía desde 1912 la casona de Itzea, en Vera de Bidasoa, en la frontera navarra, especie de palacio que fueron llenando de libros y objetos valiosos” libro, impreso por su padre, a los 20. No son obras importantes, salvo por lo que significan: mientras la mayoría de los mozos en esas edades se dedican a disfrutar, aquel tuvo claro desde muy pronto lo que quería hacer en la vida. Una vida, con todo, nada fácil. Cuando el joven tenía apenas 22 años, y a medias la carrera de Historia, estalla la guerra civil, que él y parte de su familia pasarán en Vera, no sin apuros y peligros.
Tres años que aquel joven, cuya salud delicada lo libró de ser movilizado, aprovecha para leer y tomar notas sin descanso, de forma que, acabada la contienda, tiene concluida su tesis doctoral. Ahora bien, leer se puede hacer de muchas maneras. Si se mira con atención la bibliografía de don Julio anterior a 1950, no solo resulta abrumadora por su cantidad, sino también porque apenas conoce límites; las obras usadas, citadas o reseñadas por Caro Baroja en su primera etapa están al menos en diez lenguas, que no se aprenden tan fácilmente, y menos en la España de entonces. Como antes dijimos, la capacidad de trabajo se conjuga aquí con una honradez fundamental, que obliga a tener en cuenta todos los precedentes. Hoy, con los ordenadores, es tan fácil reunir bibliografía sobre un tema, que en algunas obras figuran trabajos obviamente no aprovechados, otros mal citados e incluso inexistentes. Caro Baroja no llegó a usar ni siquiera la máquina de escribir. Sus originales son cuartillas manuscritas con renglones bien separados, que permiten insertar enmiendas y añadidos, lo cual, para quien
“... la temprana colaboración con etnógrafos e historiadores como Aranzadi o Barandiarán (en la imagen), a quienes acompañó en sus excavaciones arqueológicas”
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no conociera su letra, suponía el peligro de originar erratas, sobre todo cuando el texto está en alguna lengua poco usual, porque la verdad es que don Julio no era muy bueno corrigiendo pruebas de sus escritos, una tarea que en algún momento denominó martirio del escritor. En cualquier caso, admira cómo en los años treinta, cuarenta y cincuenta del pasado siglo, cuando no existían ordenadores ni fotocopiadoras, fue capaz de consultar tal cantidad de bibliografía, actualizada para sus tiempos, aunque en ella domine quizá la del siglo XIX. Si se tiene en cuenta además que nunca tuvo, que sepamos, secretaria ni alumnos que pudieran ayudarle en tareas ancilares, asombra lo organizado que pudo ser a la hora de tomar notas y situarlas en el lugar oportuno hasta el momento de utilizarlas. Otros sabios, como Menéndez Pidal o Antonio Alatorre, organizaron enormes ficheros llenos de papeletas con letra apretada, tan preñadas de datos que, con solo ponerlas en el orden debido, salen artículos y libros. De Carande sabemos que la guerra civil destruyó sus ficheros, lo que le obligó nada menos que a cambiar el rumbo de su investigación. De Caro Baroja, aunque estuve en sus casas muchas veces, nunca vi más que carpetillas. No es que ese aspecto sea relevante, pero sí indica, por parte de don Julio, que sabía manejarse bien a la hora de clasificar un material y de establecer un sistema ágil de referencias, porque de otra manera, en trabajos de temas tan amplios como los suyos, habría multitud de lagunas. Dejando ahora a un lado su biografía, ¿cuáles son sus temas y por qué deberían interesarnos? De Caro Baroja hubo un par de intentos biblio-
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gráficos anteriores a los míos: el del vascólogo norteamericano Davydd Greenwood y el de Jon Bilbao, ambos de los años 70. En el 78, un grupo de amigos reunimos el primer homenaje a don Julio, donde publiqué mi primer intento de bibliografía, luego ampliado en varias entregas en la Revista Internacionalde los Estudios Vascos y en sus D isquisiciones antropológicas, hasta su versión final en forma de libro, de 2007.2 Este recoge más de mil entradas activas. Un millar de entradas, huelga decirlo, que comprenden cosas muy dispares: desde libros en varios volúmenes, monografías y artículos, hasta prólogos, entrevistas y ensayos. Es decir, que, siendo yo filólogo, por amistad y admiración hacia su persona, me convertí en su bibliógrafo oficial, si queremos usar de esa expresión. Pero lo que más interés puede tener ahora para nosotros es un intento que publiqué en 1994, un año antes de su muerte, en el volumen de homenaje que le tributó la revista C uadernos H ispanoam ericanos.Se titula «La obra de Julio Caro Baroja. Ensayo de clasificación temática» y ocupa 22 páginas. Las precede un esquema cultural con nueve apartados, que son los siguientes: I) Etnología general. II) Etnografía. III) Folklore. IV) Monografías regionales. V) Prehistoria. VI) Historia. VII ) Biografías y semblanzas. VIII) Lingüística. Y IX) Ensayo. Estos nueve apartados, al subdividirse, dan lugar a unos noventa subapartados, en cada uno de los cuales se enumeran, por orden cronológico, los trabajos que les corresponden. Como era de esperar, para un antropólogo en sentido pleno, los apartados II, III y IV son los más nutridos, y los que ofrecen mayor número de subdivisiones, que se entrecruzan de
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forma inevitable. Es decir, que los epígrafes apuntan sobre todo al núcleo de la investigación, sin perjuicio de que este reaparezca, como asunto secundario, en otros lugares. Pondré unos ejemplos para ilustrar esto. El apartado IV se titula, como dijimos, Monografías regionales. Don Julio estudió en primer lugar el País Vasco (sus estudios vascos, reunidos en los años 70, ocupan unos veinte volúmenes), seguido de cerca por Navarra, luego Andalucía, Madrid, Toledo, y ya, con menor intensidad, otras regiones, incluso otros países: Italia, Sáhara, Marruecos. Si ahora vamos al apartado II, dedicado a la Etnografía, nos encontraremos con un epígrafe que alude a Asentamientos humanos, a su vez subdividido en núcleos urbanos o rurales, y dentro de su arquitectura civil, la casa habitación y sus anexos. Aquí es forzoso recordar los cuatro tomos que don Julio dedicó a La casa en N avarra (1982), con profusión de dibujos y fotografías. Este trabajo figura, pues, como nuclear en el apartado II, de Etnografía, pero también en el IV, de Monografías regionales, puesto que trata del viejo reino navarro, al que diez años antes había dedicado otra obra en tres tomos, titulada Etnografía histórica de N avarra. En el mismo apartado II hay una sección dedicada a oficios. Uno de ellos es el de almadiero, que lógicamente figura también en la sección IV, ya que los únicos almadieros estudiados son los que trabajaban en algunos afluentes pirenaicos del Ebro, hasta que la construcción de embalses dio al traste con el oficio. Otro tanto podríamos decir de libros omnicomprensivos como La vida rural en Vera de Bidasoa (1944) o Los vascos (1949). Están en el apartado IV, de Monografías regionales, pero todos sus capítulos se desgranan en los apartados II, de Etnografía, y III, de Folklore, con
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sus secciones dedicadas a oficios, tecnología, fiestas, religiosidad, arte, mitos, vestuario, alimentación, etc. Si ahora nos asomamos al apartado VII, dedicado a Biografías y semblanzas, ahí aparecerá el libro Los vascos y la historia a través de G aribay (1972), que comienza con una biografía pormenorizada del autor del C om pendio historial (1571), hecha no a partir de esa obra, sino de sus memorias, que permanecieron inéditas hasta el s. XIX. No cabe duda de que gran parte de su contenido incide en lo que podríamos llamar Etnografía histórica, propia de la sección II, pues trata de los oficios de pescadores, mineros, ferrones, carboneros, etc., en el pasado, y al mismo tiempo en buena medida entra en la sección VI, dedicada a la Historia, ya que ofrece multitud de datos de primera mano, exhumados por el propio Garibay de cartas pueblas, archivos y cronicones, acerca de los reinos de Navarra, Portugal o Castilla. De esta forma, el estudio de un cronista y genealogista de Felipe II nos ofrece un panorama de la Historia de aquel tiempo, o de varios de sus aspectos para nosotros apenas conocidos, visto con los ojos de un contemporáneo vasco, de Mondragón, que amaba y conocía profundamente a su tierra, y a la vez idolatraba a Felipe II y participaba de su cosmovisión. Todo ello nos lleva, insensiblemente, a conceptos teóricos acerca de la Etnología y la Historia —en especial cuando compara la forma en que la hacen Garibay y el P. Mariana—, que corresponden a los apartados I y VI de nuestra clasificación. Antes he usado la expresión «antropólogo en sentido pleno». Aquí conviene hacer un breve excurso para aclarar términos que pueden resultar confusos. Como se sabe, Antropología es la denominación usual en la cultura anglosajona para
lo que en la nuestra se denomina unas veces Etnología, otras Etnografía. Suele aceptarse que de estas, la primera muestra un carácter general, teórico, mientras que la segunda es más concreta, ceñida a un determinado territorio. Al mismo tiempo, existe el término Folklore, que designa aquellos saberes populares inmateriales como Literatura, Artes, Festividades, Creencias, Medicina, etc., de forma que como ciencia el Folklore estaría englobado dentro de la Etnografía. Al menos, podemos aceptar estas definiciones provisionales, para entender cuáles fueron los intereses de don Julio desde joven. Varias veces aludió a la inseguridad de su vocación, que le habría hecho oscilar entre la Prehistoria, la Etnografía y la Historia. Una de ellas en su discurso de entrada en la Real Academia de la Historia, organismo en el que ingresó relativamente joven, con 49 años, en 1963. A él pertenecen estas palabras:` He sido hombre que ha andado a tientas en su vocación: historiador de la Antigüedad, con ribetes de arqueólogo primero, etnógrafo después, al fin dudé entre la antropología social y la historia social, y he aquí que, rondando la cincuentena, es cuando puedo afirmar que es esta última disciplina la que pienso seguir cultivando preferentemente mientras viva. Es natural que haya tenido sus dudas y sus vacilaciones, pero lo cierto es que desde muy pronto supo enderezar sus lecturas y sus pesquisas hacia esa Historia social. Sus frecuentes citas de la Biblioteca de Autores Españoles indican que, a medida que leía, iba tomando notas y notas de todo cuanto se relaciona con los modos de vida, los aspectos de la vida real que quedan bajo la historia. A mediados del siglo XX se puso de moda combatir lo que los franceses llamaron l’histoire
événem entielle,que se ocupa de política, guerras, alianzas, expansiones y decadencias, para sustituirla por un estudio de los fenómenos sociales y económicos, no sin que se cometieran también abusos. El propio don Julio, por ejemplo, afirma en un ensayo que «el viejo cree saber que la historia económica no se puede hacer bien sin saber historia de la tecnología» (C om entarios sin fe, p. 41), frasecilla de apariencia inofensiva, pero que de alguna manera nos confirma en lo dicho: tuvo clara desde muy temprano la diferencia que hay entre la Historia con mayúscula y algo semejante a lo que Unamuno, en su célebre ensayo de 1895, denominó la Intrahistoria. Solo así podemos comprender que don Julio haya dedicado enjundiosos estudios a artefactos prácticamente desaparecidos, estudiando su origen, evolución y estructura, que explica con dibujos —y en alguna ocasión hubo de aclarar también la superioridad del dibujo sobre la fotografía, a la hora de analizar un objeto. Aquí encontramos de nuevo el factor familiar en acción, porque él aprendió a dibujar y a pintar con su tío Ricardo, quien a su vez había enseñado a grabar a Picasso. Si su forma de escribir era puramente artesanal, como él mismo la denomina en el discurso de entrada en la RAE, no menos artesanal era su forma de llegar a un pueblo, abrir un cuaderno, y ponerse a dibujar una casa, un arado, una noria o un molino de viento. Jesús Antonio Cid, que lo acompañó a Garganta la Olla (Cáceres), ha señalado con acierto que don Julio era todo lo contrario del antropólogo en trance de hacer field w ork.Simplemente se ponía a dibujar, sin molestar a nadie, y poco a poco los supuestos informantes, curiosos, se acercaban a él y empezaban a interesarse por su trabajo. Los resultados los tenemos en la sección
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Dibujos de Julio Caro Baroja II, Etnografía, del esquema cultural antes aludido: el libro Tecnología popular española,de 1983, reúne gran parte de esos estudios de artefactos, pero también hay otros trabajos complementarios, y numerosos dibujos que fueron apareciendo en sus C uadernos de cam po,Apuntes m urcianos o en el volumen D e Etnología andaluza,que, con prólogo mío, se publicó cuando ya la cabeza de don Julio no estaba en condiciones. No podemos detenernos con pormenor en ninguno de estos trabajos: pero sí hemos de afirmar que Tecnología popular española es uno de los libros más originales y concienzudos que se han publicado sobre
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tecnología agrícola en cualquier lengua, en sus dos aspectos, sincrónico y diacrónico. Es también el más melancólico y que más pone al descubierto la incuria de nuestro país. Mientras que otros, como Suiza, Holanda, Suecia o Alemania han recogido amorosamente todo ese patrimonio en hermosos museos al aire libre, en España lo hemos dejado pudrir y desaparecer de mala manera: no quedan ya batanes, se han derruido los molinos de marea y buena parte de los de viento, de los que ninguno está en condiciones de funcionar, se desmontaron hermosas norias existentes en Murcia o Toledo, apenas hay vestigios de las
ferrerías y serrerías de agua, hemos dejado perderse hórreos, basnas, trillos, arados, mayales, tornos de hilar, y otros muchos testigos de la forma en que vivieron nuestros antepasados durante milenios. Cuando don Julio me pidió que corrigiera las pruebas de la segunda edición de ese libro, comentaba que todo aquello era ya, más que etnografía, pura arqueología. Una historia igual de triste que la del Museo del Pueblo Español, que el propio don Julio dirigió durante once años hasta que se dio cuenta de que aquello no interesaba a nadie. Volviendo al precioso discurso en la Academia de la Historia, que versa sobre La sociedad criptojudía en la corte de Felipe IV,don Julio habla
con elogio de los historiadores del Arte y de la Literatura, para quienes el siglo XVII es un paraíso, y cita repetidamente obras fundamentales de historia económica como pueden ser C arlosV y sus banqueros, de Carande, o Política y H acienda de Felipe IV,de Domínguez Ortiz. Nada más justo. Sin embargo, entre las cumbres de la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura o la música, y los apuros económicos del emperador y su biznieto, hay un tipo de hechos que quedan en segundo término, como fondo del cuadro, y que son objeto de una historia descriptiva. Esa es la que atrae a Caro Baroja, influido, según confiesa, por la Antropología funcionalista, cultivada sobre todo en Inglaterra. No nos incumbe ahora exponer la trayectoria que recorrió nuestro autor, desde sus comienzos histórico-culturales, tarea que ya ha hecho algún estudioso, como Francisco Castilla. 3 Nos importa más subrayar que para don Julio en seguida fue primordial observar lo más cercano, de acuerdo con la recomendación de Kant, y dentro de lo cercano, lo menudo, el detalle, a partir del cual se pueden inducir teorías generales. Ahora bien, sería falso creer que Caro Baroja se ocupa tan solo de la vida cotidiana, de lo que se hace fuera del escenario histórico y que apenas deja huella. Precisamente una de sus afirmaciones polémicas declara falso que la vida campesina, rústica, de los lugares apartados, sea una vida sin historia, o a la que no llega la historia. Lo único que cabe decir es que su ritmo histórico es diferente, pero dista mucho de estar al margen o de ser elemental e igual a sí misma.
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Entre las obras de Caro Baroja hay algunas que muestran, no obstante, esa vacilación a que alude, y también la energía con que supo descubrir, en el océano de lecturas, lo que faltaba por hacer. Quizá mejor que ninguna, Los pueblos de España,de 1946. Se trata de una monografía dividida en tres partes y 19 capítulos. Los diez iniciales, que son las partes primera y segunda, constituyen una exposición, aún hoy valiosa, de lo que fueron los pueblos asentados en la Península Ibérica desde el Paleolítico inferior hasta la romanización. Obviamente, desde 1946 es mucho lo que se ha descubierto y publicado al respecto, pero la bibliografía hasta ese momento está aprovechada al máximo. Caro Baroja sabía bien, antes de que lo airease Américo Castro, que aquellas gentes prehistóricas no eran españoles, o no pueden considerarse tales. Pero también sabe que las huellas, mayores o menores, que fueron dejando en el paisaje, en la toponimia, son visibles incluso bajo la uniformidad impuesta por el imperio romano. Un joven de 32 años, que tenía entonces su autor, podía ya enfrentarse a teorías sostenidas por etnólogos histórico-culturales o por prehistoriadores marxistas. Paso a paso, con ayuda de mapas, dibujos, esquemas, va perfilando las características de aquellos pueblos, no sin poner de relieve lo mucho que acerca de ellos ignoramos. Un rasgo muy propio de don Julio, quien, entre la nube de trabajos que utiliza, señala casi siempre aquellos que no ha podido leer, por no serle asequibles, y que es muy cauto a la hora de hacer o aceptar afirmaciones acerca de cosas y tiempos remotos. De la enorme bibliografía utilizada en esta primera mitad del libro destaca la alemana, entonces muy prestigiosa: Schuchardt, Zyhlars, Winckler, Uhlenbeck, Meyer-Lübke, y otros mu-
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chos, revelan la proximidad que don Julio tuvo respecto a maestros germanos como Trimborn, Schulten y Obermaier, aparte de su devoción por el P. Schmidt, inducida y mantenida por Barandiarán. La segunda parte del libro depende más, lógicamente, de los nueve volúmenes de Fontes H ispaniae Antiquae publicados por Schulten, compilación indispensable que, como se sabe, recoge todos los testimonios griegos y romanos relativos a España, entre los que destaca el de Estrabón, siempre más etnógrafo que historiador. La segunda mitad del libro la ocupa su tercera parte, titulada «Las regiones actuales de la Península desde el punto de vista etnológico», empezando por las provincias vascongadas y Navarra hasta terminar con Cataluña. Dentro de cada capítulo se sigue el esquema: habitación, labranza, ganadería, vida social, fiestas y ritos, con algunas variantes, ilustrado todo ello por dibujos en su mayoría del autor. Se trata, pues, de un libro doble, cuyas partes primera y segunda parecen más obra de historiador y la tercera de etnógrafo; un puente entre las dos materias, que se apoyan y complementan. La Prehistoria, por definición,
no puede ser Historia, sino Arqueología, y dentro de lo poco que nos permite atisbar, lo único fiable es lo relativo a la vida cotidiana, es decir, el objeto de la Etnografía. Algo parecido cabe decir de una obra menos conocida de don Julio y nunca reimpresa: España prim itiva y rom ana (1957), cuya primera parte, que consta de cuatro capítulos, va del Paleolítico a la Edad de los Metales, y solo en la segunda se ocupa de las invasiones, las migraciones, el comercio, los sistemas de gobierno. Luego son los caps. XI y XII los que describen «La vida en la España romana», hasta la crisis, el imperio cristiano y la decadencia. De nuevo, partiendo de Estrabón, Varrón, Diodoro, Columela y otros autores, atiende a las innovaciones tecnológicas en aperos de labranza heredados del periodo helenístico, las instituciones jurídicas, las formas de la religiosidad, la imitación de Roma en el urbanismo peninsular, y la herencia del poder imperial recibida por la Iglesia. Antes de estos dos libros había publicado Caro Baroja Los pueblos del N orte de la Península Ibérica, de 1943. No hablaremos en él sino para precisar que su contenido es como una ampliación de los capítulos 9 a 14 de Los pueblos de España,con los textos antiguos de Estrabón, Diodoro, Ptolomeo y otros examinados y comentados con pormenor, más dos capítulos iniciales dedicados al matriarcado en aquellos territorios. Don Julio, que aprendió mucho de los difusionistas e histórico-culturales, acabó por exponer su doctrina y sus reparos a ella en su libro Análisis cultural, de 1949, y, como hemos visto, pasó por una fase de funcionalismo y estructuralismo, en la que se insertan sus estudios sobre festividades de invierno, primavera y verano, para terminar dedicado ante todo a la Historia social.
Antes de ello hay que mencionar su experiencia africana, que consistió en la estancia de dos meses en el Sáhara español desde fines de 1952 a comienzos de 1953, de la cual salieron los Estudios saharianos (1955), volumen impresionante de trabajos de carácter funcionalista acerca de la vida de los nómadas, quienes aún hoy estiman el libro como reliquia de su pasado. Parece mentira que en solo dos meses, y sin preparación lingüística previa, con solo ayuda de algunos militares y nativos, su autor fuese capaz de acumular material para un libro que rebasa las 500 páginas llenas de datos fidedignos, transcripciones en árabe, esquemas, croquis, mapas, dibujos y fotografías hasta un total de 220 ilustraciones; por poner un ejemplo, once dibujos y otras tantas fotografías se dedican solo al montaje de una jaima. De nuevo estamos ante un libro a caballo entre la Etnografía, que ocupa sus primeros cuatro capítulos, y la Historia, los tres últimos; a ellos hay que añadir cuatro apéndices. Claro es que, en buena medida, la historia entre los nómadas, no solo es local, sino también pura tradición oral, una tradición
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ya que no prehistórica, sí ahistórica, puesto que estriba en la memoria de algún anciano que distingue los años pasados no por un número sino por hechos menudos, a veces humorísticos, y que fantasea en su genealogía hasta hacerla remontar al profeta. Para documentar esta obra imponente, don Julio contó sobre todo con bibliografía clásica en español y portugués, y moderna en francés, menos en otras lenguas. Cuarenta años después, dio una conferencia titulada «Recuerdos de una estancia en el Sahara», en la que dice haber asumido el encargo de investigar sobre aquella población «con una una inconsciencia temeraria y con una falta de visión absoluta». No obstante esa declaración de humildad, su tarea ahí queda,
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como la más seria hecha sobre aquel territorio, y sin duda no fue casual que poco antes de su viaje hubiera pasado una temporada en Oxford, en contacto con Evans-Pritchard, teórico del funcionalismo y célebre por sus trabajos de campo en culturas muy lejanas. Poco después don Julio aún hizo una encuesta por la zona de Gomara, en Marruecos, al sureste de Ceuta, y con ella publicó varios artículos sobre el gran historiador y etnólogo musulmán del siglo XIV Ibn Jaldún, luego reunidos en sus Estudios m ogrebíes,de 1957. A ellos hay que añadir el opúsculo titulado U na visión de M arruecos a m ediados del siglo XVI (1956), que estudia la Relación delorigen y sucesso de los xarifes, de Diego de Torres, publicada en 1586, y la curiosa personalidad de su autor, que vivió en Marraquex largos años dedicado al rescate de cautivos. El tema morisco atrajo mucho a don Julio por esos años, y dio lugar a una de sus obras maestras, Los m oriscos del reino de G ranada,publicada en 1957. No hace falta decir que si en la historia de España la presencia de los moriscos duró muchos siglos y originó graves problemas, no influyó menos en la lengua y en las formas de vida, aspectos que el libro trata de forma sistemática en ocho capítulos, también ilustrados con fotos y dibujos. Aquí la bibliografía, que a raíz de esta obra se ha hecho muy abultada, parte sobre todo de los clásicos Hurtado de Mendoza, Luis de Mármol, Pérez de Hita, Bermúdez de Pedraza, Henríquez de Jorquera, hasta llegar a los modernos Reinhart Dozy, Henry Charles Lea, Lafuente Alcántara, Boronat y Barrachina, Lévi-Provençal, y los grandes arabistas españoles. Entre los autores manejados asoma un personaje bastante abyecto, Pedro Aznar Cardona, cura aragonés que en 1612
publicó una obra para justificar la expulsión de los moriscos, y que Caro Baroja examina en trabajo aparte recogido en su miscelánea Razas, pueblos y linajes,también de 1957. Porque don Julio supo ver en seguida la necesidad de estudiar las minorías étnicas, como agotes, gitanos, moriscos y judíos, y otras no étnicas, como brujas, hechiceras, disidentes religiosos, etc., a las que dedicó veinte años de actividad, de muy distinta manera. Si para su obra sobre los moriscos se sirvió sobre todo de cronistas, literatos y arabistas, en cambio la titulada Los judíos en la España m oderna y contem poránea,de 1961, está basada sobre todo en los archivos inquisitoriales, es decir, va a las fuentes y se sumerge en ellas a fin de trazar una casuística lo más rica y representativa posible, que ocupa tres gruesos volúmenes. Para hacerse una idea de su contenido diremos, en primer lugar, que su bibliografía ocupa 53 páginas, con más de un millar de referencias, y va precedida de una lista de obras que el autor no pudo consultar. Más importante aún es la enumeración de los manuscritos utilizados, que ocupa otras diez páginas, de ellas la mitad con unos 160 procesos de la Inquisición de Toledo conservados en el Archivo Histórico Nacional. El primer tomo trata de los «Orígenes del antisemitismo español» y de la «Posición del judaizante». El segundo, de «El judaizante y su papel en la sociedad española», más sus «Problemas de integración», en los que tienen papel destacado los estatutos de limpieza de sangre. El tercero describe «El final del conflicto» en España y Portugal, hasta mediados del siglo XX, a lo que siguen 68 apéndices. En la obra aparecen casos de todos los colores, de España y Portugal, países que, como se sabe, estuvieron unidos desde 1580 a 1640, y que sufrieron
ósmosis o trasiego de judíos primero de Castilla a Portugal, luego a la inversa: así los de los médicos García de Orta, Oróbio de Castro y Fernando Cardoso, el mercader Cortizos, el cronista Rodrigo Méndez Silva, el poeta Miguel de Silveira, los dramaturgos Godínez y Enríquez Gómez, o el tremendo del filósofo escéptico Uriel da Costa, que se suicidó en Amsterdam, entre muchos otros menos famosos. Con esto, queda dicho que es imposible dar cuenta de la riqueza que encierra tal obra, y que, por estar fundada en materiales muchas veces desconocidos, quedará como piedra fundamental dentro de una bibliografía que no cesa de crecer. Huelga decir que tanto frente al problema judaico como al morisco, la actitud de
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don Julio es la del historiador puro, sin filias ni fobias, que solo procura describir y comprender. De igual fecha que esta obra es la tal vez más célebre de don Julio, Las brujas y su m undo,de 1961. En ella afirma que cuando aún no tenía 20 años, era ya un erudito en cuestiones de brujería, asunto sobre el cual su tío Pío había reunido muchos libros. Este perfila, de entrada, la concepción primaria del mundo y la existencia que da lugar al pensamiento mágico. Luego, las hechiceras antiguas, grecolatinas, la lucha del cristianismo contra la hechicería pagana, en el bajo Imperio, luego la demoniolatría en la alta Edad Media, el sabbat, hasta llegar al Renacimiento, con una perspectiva europea: la brujería en Francia, Alemania, Islas Británicas. La segunda parte se dedica a la brujería en el País Vasco en los siglos XVI y XVII, con especial acento en los procesos a las brujas de Labourd y Zugarramurdi, en los que destacaron por su credulidad el juez de Burdeos Pierre de Lancre, y por su escepticismo dos personalidades relevantes: el humanista Pedro de Valencia, y el inquisidor Salazar y Frías, hombre frío y razonable a quien don Julio consagró un largo estudio titulado «De nuevo sobre la historia de la brujería (1609-1619)», incluido en su libro Inquisición,brujería y criptojudaísm o,de 1970. Volviendo al tratado monográfico, se completa con la crisis de la brujería en el s. XVIII, su presencia en el arte (con el Bosco y Goya en primer término), y las interpretaciones modernas del fenómeno. En estrecha relación con ese libro se encuentra el titulado Vidas m ágicas e Inquisición (1967), también en dos tomos, que vuelve a los archivos inquisitoriales y a la heterodoxia para hablar de «Magia y sociedad», «Vidas a contrapelo», «Men-
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talidad astrológica y Santo Oficio», ya que de muchos personajes ahí considerados se conservan los procesos en gruesos legajos que registran sus avatares, causas y condenas. Una de las tesis que don Julio sostiene en este libro es la de que algunas gentes viven con arreglo a un arquetipo preexistente, a él ajustan su carácter y actividad. Y otra, que la Inquisición española fue muy dura con los judíos pero bastante benigna con las actividades mágicas. Examina así el origen de la magia, su relación con la demonología, el influjo de ciertos libros truculentos en la credulidad general, la vinculación de la magia con los gitanos, el sexo, los políticos y las mortandades. Por su-
Don Julio con su tío, Pio Baroja puesto, repasa textos célebres relacionados con la hechicería como La C elestina,Elcoloquio de los perros y otros de autores menos célebres, muchos de ellos dramaturgos a quienes don Julio dedicará, más tarde, su tratado sobre Teatro popular y m agia (1974). Desfilan por la obra nigrománticos famosos como el doctor Torralba, el licenciado Velasco, el morisco Román Ramírez, el soldado Jerónimo de Pasamonte (alguna vez propuesto como autor del falso Q uijote), el bicho raro don Juan de Espina, que dio materia para varias comedias, y un montón de mujeres, desde el reinado de Carlos V en adelante: Mari Fernández, Catalina de Tapia, Juana Núñez Dientes, Juana Ruiz, Leonor Barzana, la famosa Antonia de Acosta Mexía, Ana García «la lobera», y varias más, unas
y otros con su proceso bien extractado y comentado. Siguen los astrólogos, entre los que destaca el «doctor Milanés», y el libro termina, ya en el siglo XVIII, con un estudio sobre el Padre Feijoo y la crisis de la magia, aunque no se debe olvidar que en el prólogo hay unas páginas impresionantes acerca de la pervivencia de la astrología en nuestro tiempo, en las que se afirma que, a mediados del siglo XX, solo en Francia se gastaba más dinero en magia que en investigación científica. Si las obras acabadas de mencionar estudian la vida secreta de los que Menéndez Pelayo llamó heterodoxos, otra de las más densas que escribió Caro Baroja se ocupa de la inmensa variedad de posturas a que da lugar la ortodoxia, polemizando, desde su título, con Durkheim: Las form as com plejas de la vida religiosa.Religión,sociedad y
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carácter en la España de los siglos XVI y XVII (1978), y su edición corregida ocupa dos grandes volúmenes. He aquí otro tema que no parecía prestarse mucho a ahondar, puesto que se partía de la base de que la religión católica, en el Siglo de Oro, era inflexible y uniforme. Don Julio demuestra que nada más lejos de la realidad. Sus cinco partes se dividen en 23 capítulos, que van repasando los siguientes temas: el demonio, los santos, la hierocracia, el anticlericalismo (tema que luego, muy ampliado se convertirá en libro), el ateísmo (ya bien tratado en otro libro misceláneo, D e la superstición al ateísm o,de 1974), el miedo a las herejías, el libre albedrío, el anticristo, la religiosidad del labrador, la del mercader, la del guerrero, la figura del pobre, más capítulos duros acerca del probabilismo, la laxitud, etc. Don Julio hubo de enfrentarse a tratados enormes, escritos casi siempre en latín, de casuistas y teólogos que procuraban orientar a los sacerdotes, a su vez confusos ante la cantidad de casos y sutilezas que sus feligreses les planteaban, según el tipo de actividades desarrolladas. Hoy podemos pasar más o menos por alto el influjo de la religión en la conducta, teniendo en cuenta que en nuestros tiempos el agnosticismo impera, y se supone que hay libertad de conciencia. Pero una época teocrática es incomprensible por completo si no se estudia a fondo toda esta casuística, sus bases teóricas y sus consecuencias, que van mucho más allá de la vida privada. Baste recordar la larga relación y correspondencia mantenida entre Felipe IV y sor María de Ágreda. En el prólogo a su libro Inquisición,brujería y criptojudaísm o hace don Julio el elogio de los kleine Schriften,como se llama en alemán a los escritos menores, o más breves, frente a los
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gruesos tratados que ya hemos visto. Desde luego, la importancia de estos es enorme, no hace falta subrayarlo, pero es cierto que como iniciación a un autor tan erudito y sugerente, aparte de sus espléndidas memorias tituladas Los Baroja (1972), los escritos breves serían un camino muy aconsejable cuyo único inconveniente es la abundancia y la variedad. Si aceptamos como periodo de madurez absoluta los treinta años que van desde los Estudios Saharianos,de 1955, a Realidad y fantasía en elm undo crim inal,de 1986, encontraremos una serie de volúmenes que recogen trabajos dispersos, caracterizados por una unidad mayor o menor, de los que varios son magistrales. Pondré solo unos cuantos ejemplos. Vasconiana (D e H istoria y Etnología),de 1957, contiene tres:
el primero sobre Las Bienandanzas y fortunas, crónica de Lope García de Salazar recién publicada entonces, poniendo el acento en la lucha de bandos que ensangrentó el País Vasco en el siglo XV; el segundo, un estudio histórico sobre la ciudad de Vitoria, un asunto, este de las viejas ciudades, al que don Julio dedicó mucha atención, no solo desde el punto de vista urbanístico, como revelan sus libros Paisajes y ciudades,de 1981 y Toledo,de 1988; el tercero, «La tradición técnica del pueblo vasco, o una interpretación ecológica de su historia» es una síntesis clara y bien documentada de la vida económica de aquel país, que repasa la siderurgia vasca, desde las antiguas ferrerías hasta los altos hornos, la carpintería de ribera y toda la problemática que encerró durante siglos la adaptación a las nuevas técnicas navales en relación con la flota mercante y la marina de guerra. Un ensayo, pues, que complementa el volumen Los vascos y elm ar,de 1981, y que puede parangonarse con otro excelente titulado «El mar en situaciones tópicas», incluido en el libro D e la superstición al ateísm o (M editaciones antropológicas),porque contempla el significado del mar desde los tiempos más remotos de la civilización helénica, estudia el rechazo a que dio lugar en poetas y moralistas, la piratería, la provocación de naufragios, los mitos marinos como las sirenas, el hombre-pez de Liérganes, el Pesce Cola de Sicilia, etc., algunos de ellos ya tratados en su libro juvenil Algunos m itos españoles,de 1941. Volviendo al orden cronológico, en 1957 publicó don Julio cinco libros, ya citados en algún momento. Razas,pueblos y linajescontiene quince ensayos que van desde la teoría («Morfología y Funcionalismo», «Ideas raciales», «Psicología étnica», el
Sociocentrismo), el ya aludido sobre los moriscos y Aznar Cardona, varios sobre pueblos andaluces (las «nuevas poblaciones» de Sierra Morena en tiempos de Carlos III, la campiña de Córdoba), junto con otros que retroceden hasta el Canciller Ayala, o se extienden hasta la camorra napolitana. El señor Inquisidor y otras vidas por oficio,de 1968, consta de seis ensayos a cuál más interesante. Quizá los más originales sean el que da título al volumen, estudio preciso de la figura del inquisidor como hombre de iglesia, ante todo jurista y funcionario de un estado teocrático, desde los comienzos del Santo Oficio hasta su extinción en el s. XIX, algo muy ajeno a la idea estereotipada habitual, que nos impide entender la función y la consideración social del personaje en tiempos pasados. También el segundo, titulado «Lope de Aguirre, traidor», que explica de modo satisfactorio el caso de este vasco alocado y vesánico que participó en la expedición de los marañones en busca de El Dorado, recorriendo el Amazonas hasta el mar, en medio de peligros y calamidades incontables, a mediados del siglo XVI. Una expli-
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cación histórica y antropológica a la vez, fundada en dos antiguos conceptos jurídicos, de hecho medievales: el de más valer, y el de desnaturarse, que llevaron a Aguirre hasta asesinar al jefe de su expedición, el también vasco Pedro de Ursúa (estudiado en el ensayo siguiente), y a rebelarse nada menos que contra Felipe II, en una carta que se ha conservado. También interesa sobremanera, en este volumen, el ensayo sexto, dedicado a Martín del Río y sus D isquisiciones m ágicas, disforme libro latino al que don Julio denomina «gigantesca enciclopedia de la credulidad» acerca de brujería y hechicería. Si pasamos por alto dos monografías de 1969, el Ensayo sobre la literatura de cordel,estudio concienzudo de todo un mundo de infraliteratura que estuvo vivo desde comienzos del s. XVI hasta mediados del siglo XX, y que revela, como pocos, los gustos y flaquezas de la mentalidad popular, y La hora navarra delXVIII,sobre la familia Goyeneche y su actividad en Madrid, al año siguiente publica don Julio Elm ito delcarácter nacional. M editaciones a contrapelo,opúsculo que contiene alguno de sus ensayos más logrados: «Sobre la importancia de la mentira en las ciencias históricas», «La fuerza del olvido», y su segunda parte, epónima del libro, que desmonta un tópico al que mucha gente no puede resistirse, que es la caracterización de gentes por regiones, nacionalidades o conceptos aún más etéreos. Llegamos así, de nuevo, al volumen D e la superstición al ateísm o, del que hemos hablado algo, y en el que se encuentran también ensayos tan trascendentes como «El hombre de campo y el campesino como objeto de especulación política», «Sofismas en torno a la Mitología (o grandeza y servidumbre del mito)», y el último, «Sobre el ateísmo en Es-
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paña», que es una especie de anticipo o complemento de Las form as com plejas de la vida religiosa. El último de los libros de este tipo que queremos recordar (aunque fue seguido de otros) se titula C om entarios sin fe,se publicó en 1979, y recoge ensayos breves aparecidos en la prensa, es decir, sus temas son más de actualidad. Hemos dejado al margen los tres libros que Caro Baroja dedica a fiestas populares, así como los que reúnen estudios funcionales de otras en diversos pueblos vascos, castellanos o andaluces.
No entraremos tampoco a desgranar los veinte tomos de Estudios vascos, por la misma razón de que es imposible dar cuenta, ni siquiera somera, de su contenido. En algún momento se citó la Introducción a una historia contem poránea del anticlericalism o español,de 1980, quizá el primer intento de historiar un fenómeno que arranca de la Edad Media y tiene sus momentos álgidos en los siglos XIX y XX. No sería justo omitir La aurora delpensam iento antropológico (La Antropología en los clásicos griegos y latinos),de 1983, porque muestra muy bien la devoción que don Julio sintió siempre por los clásicos
grecorromanos, a los que vuelve sin cesar y considera inagotables e iniciadores de muchas cosas que hoy, por ignorancia, creemos modernas. Un libro teórico que se completa y continúa con otro, dos años posterior, titulado Los fundam entos del pensam iento antropológico m oderno,y que es una exposición magistral de las grandes corrientes de la Antropología, alemana, inglesa y francesa sobre todo, en los últimos siglos, una mirada retrospectiva en que don Julio vuelve a sus orígenes, o a los orígenes de su vocación, con mirada crítica. Dentro de estos tratados hay que señalar el discurso leído en la Real Academia de la Lengua, en 1986, titulado G énero biográfico y conocim iento antropológico,porque expone la base teórica que hay para ocuparse de las biografías con ese punto de vista. A sus años finales corresponden La cara,espejo del alm a. H istoria de la Fisiognóm ica (1987), un tratado acerca de una de las creencias populares que tuvo su importancia, no solo en el pasado, sino también en la moderna criminología. Más interés reviste, quizá, el titulado Las falsificaciones de la H istoria (en relación con la de España),de 1991, que se detiene en un apartado apenas visitado o imaginado por el gran público, la gran cantidad de ilustraciones, inscripciones y documentos forjados por falsarios ya desde la antigüedad y la Edad Media, y que fueron dejando huella en historiadores crédulos o poco críticos, u organizaron pleitos que pudieron durar siglos: así los famosos plomos del Sacromonte, o las trapisondas del padre Jerónimo Román de la Higuera, ambos en el siglo XVI, unos hechos que, por peregrinos que hoy nos parezcan, han tenido eco en algunas facetas del Nacionalismo, como ha estudiado Jon Juaristi.
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Es una insensatez pretender dar en poco tiempo idea cabal de la actividad de un polígrafo laborioso e incansable que vivió ochenta y un años, de los cuales pasó sesenta y tantos trabajando, buscando, leyendo y escribiendo. Cualquiera de los trabajos de Caro Baroja daría para horas de comentario, si se quisiera hacer algo a fondo, y de las mil fichas mencionadas al comienzo, aun descontando páginas menores como prólogos, entrevistas o ensayos periodísticos, quedarían varios centenares constituidas por librazos, monografías y artículos, a veces muy extensos, que dan para leer durante gran parte de la vida. No vamos a decir que su contenido sea incólume al paso del tiempo, ni que tampoco su lectura resulte indispensable en un mundo marcado por la tecnología y la imagen. No sabemos qué pasará con la cultura humanística en el futuro, lo único visible es que está en crisis. Por algo don Julio solía decir, al final de su vida, que no tenía mucho interés en conocer el siglo XXI, y, en efecto, se murió pocos años antes de llegar a él. En alguno de sus textos, se refirió al emblema que un poeta de segunda fila del siglo XVII puso a uno de sus libros, donde figuraba un sol pintado, rodeado de estrellas, y este lema: M e surgente, quid istae?, donde el propio sol pregunta: ‘saliendo yo, ¿qué valen estas?’ Naturalmente, la actitud de don Julio es contraria a semejante vanidad. Él no intentó hacer tabla rasa de lo investigado antes, ni consideró que sus trabajos eran aere perennius, como dijo Horacio, sino que, humildemente, fue revisando cosa por cosa para aprovecharlo todo y dar crédito a quien lo mereciese, incluso más de una vez critica a quienes no lo hacen. Así sale, por ejemplo, en defensa del P. Flórez, cuya España sagrada saquearon algunos sin casi mencionarlo.
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Pero al fin resulta que la obra de Caro Baroja, considerada en su conjunto, detecta multitud de lagunas que había en nuestra Historia, la historia con mayúscula, y saca a relucir enorme cantidad de textos, éditos e inéditos, que permiten rellenarlas. De ahí su vacilación entre Historia y Etnología. El historiógrafo José Fontana ha sostenido que la Historia solo nos debe interesar para modificar el presente y el futuro. Probablemente don Julio no estaría de acuerdo con semejante postura. La Historia nos interesa, en primer lugar, porque el hombre tiene ansia y derecho de conocer el pasado, con la mayor precisión y exactitud posibles, comprendiendo todos sus aspectos y sin juzgarlos con los prejuicios de nuestro tiempo. Aquí sucede lo mismo que en la Filología. Se pueden traer los textos a nuestra época, hacerles que suelten lo que tengan de modernos, convertirlos en nuestros coetáneos. Pero se puede también hacer el viaje a la inversa, meternos en la máquina del tiempo y llegar hasta ellos con la mente en blanco, dispuestos a entender su mensaje dentro de su contexto, y el contexto gracias al mensaje. Eso es lo que hace el historiador, y también el etnógrafo que no pretende sacar de sus descubrimientos sino el provecho de saber por el saber mismo. Parece mentira, pero uno de los méritos indiscutibles de Caro Baroja es su asepsia, su falta de adscripción a ningún partido, a ninguna confesión religiosa o política, a ningún grupo con ideología marcada y prescrita a la que ajustarse. Si eso huele a escepticismo o a cualquier otra cosa considerada vitanda por algunos, no lo vamos a dilucidar. Lo cierto es que da a sus trabajos una atmósfera de veracidad, de autenticidad, que no tendrían si dependiesen de un prejuicio. Es, por ejemplo, la diferencia que puede
haber entre Caro Baroja y Menéndez Pelayo, sin pretender con esto compararlos ni rebajar a nadie. Don Julio prefiere dejar hablar a los documentos. En su reseña de C arlosV y sus banqueros elogia a su autor, don Ramón Carande, por eso, porque expone los hechos uno tras otro, sin injerencias, y les deja hablar. Luego cada cual puede extraer las conclusiones que estime oportunas. Una de las virtudes que él encuentra en su viejo libro sobre Los pueblos de España es la ausencia de notas líricas, esperables en alguien enamorado del País Vasco o de Andalucía. Y de su gran obra sobre los judíos podría decirse algo similar, de ahí la nota cómica de que a unos les haya parecido antisemita y a otros filosemita, cuando no es lo uno ni lo otro. A ello alude su sabio consejo: «La excesiva creencia ya hemos visto que ha producido grandes males a la gente de estos últimos tiempos. Creer demasiado en el nazismo, en el fascismo, en el stalinismo, en la venida de la revolución... Los que creen siempre quieren imponer su voluntad a los demás. Pienso que la recomendación sería: Crea usted, pero crea y no moleste».
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A ello alude su sabio consejo: «La excesiva creencia ya hemos visto que ha producido grandes males a la gente de estos últimos tiempos. Creer demasiado en el nazismo, en el fascismo, en el stalinismo, en la venida de la revolución... Los que creen siempre quieren imponer su voluntad a los demás. Pienso que la recomendación sería: Crea usted, pero crea y no moleste».