YO
QUISIERA CANTAR EN MIS VERSOS
Por: Mayako Hernรกndez
“Yo mismo me celebro y a mí mismo me canto”. Walt Whitman
Yo
quisiera cantar en mis versos la melódica vibrante de las escaleras del 23 de enero, la Vega o Petare, pero nací remoto a los barrios y me tocó la infame danza de los edificios en la parroquia humilde más esnobista de Caracas, según los numeritos del CNE. En medio de la clase media y sus ganas de tener ganas pulí con atención de orfebre mis amistades nacidas entre una jaula gigante con pretensiones de España donde poníamos Ali Primera (lo que llamábamos con complicidad de prisioneros "El Colador") para que la gente que quedaba atrapada en medio de nuestras epopeyas se terminara de ir, semilleros de un socialismo perplejo, embriagados de ron y marcha, cantábamos Ruperto y le mentábamos la madre al imperialismo.
Yo
quisiera cantar en mis versos sobre la tierra y los hombres libres del campo pero yazco en la capital con mi propia porción de petulancia citadina y en la desgarradora lucha por el desprendimiento avanzo y me repliego en la balacera contra mis demonios.
Entre la desoladora multitud metropolitana navego en los rincones del ruido, desarraigado y por inercia, con la prepotencia de la inopia occidental subestimo la sabiduría ancestral y la cosmovisión indígena, desconozco la influencia de la luna en las siembras y cosechas, juego play, lanzo prisas, me endeudo y existo.
Yo
quisiera cantar en mis versos sobre el cimarronaje y los pueblos originarios pero en las ramas de mi árbol todo es insular del Atlántico y debo resistir con vergüenza las escaramuzas de lo que algunos llaman materialismo histórico. En férrea lucha por descolonizarme voy hacia la Interculturalidad y aprendo a impugnar los cuentos que nos metieron en la escuela y el liceo cuando La Editorial Santillana nos reducía historia universal a la historia de la Europa colonial convirtiéndonos en invisibles y subalternos. ¡Que linda es París! Ahí las vainas si funcionan, tan limpia, tan bien cuidada, un museo a cielo abierto… ¡Que encantadora es Roma!
Con las ruinas antiguas, el Templo de Saturno, el Coliseo, sus hermosas calles de piedras… ¡Madrid es un estilo de vida! Con su Santiago Bernabéu y sus seguras veladas de cotilleo, con un transporte público que funciona… ¡El desarrollo pana! Nunca nos dijeron en bachillerato que Europa es, porque nosotros no fuimos, porque a nosotros no nos dejaron ser, que la pieza que falta del rompecabezas es que nunca crecimos juntos y que nuestra miseria es precisamente la causa de su progreso, de su Plan Marshall, de sus museos, de sus calles de piedras y de su segura vida de primer mundo.
Yo
quisiera cantar en mis versos sobre manifiestos audaces de pactos literarios, herreros de nuevas formas forjadoras de fondos donde la vanguardia borracha de futuro revolucionario va fertilizándolo todo y rompiendo la inerte ilustración de romanceros tardíos, pero entre los informes, los faxes y los compromisos de oficina, sólo me alcanza el tiempo para estos versos algo desprolijos y fatigosamente ansiosos.
Delirios de revolución cultural, donde la poesía se tornasola en porvenir, donde deja de perseguirse la cola y lamerse las heridas, donde los novelistas eclipsados por el mitológico Aleph de Borges y el endiosamiento nada discreto del empresario de Vargas Llosa son capaces de contar sus propias historias de tristezas y anhelos comunes , donde la palabra vuelve a sus adentros para escucharse desde los sentidos, para mirarse al espejo sin tragar duro, donde la cultura deja de ser un pasatiempo de los ricos y un artilugio muy caro para los pobres y se hace frecuente, cotidiana, magnífica, donde el sentido común no se ubica en el rating inducido por las tetas o el malandreo, donde uno nunca sabe lo suficiente ni ha leído ni visto ni vivido lo suficiente como para creerse la gran vaina, porque uno nunca ama lo suficiente, porque el oficio de cultivar el espíritu es el único oficio que no termina nunca.
Yo
quisiera cantar en mis versos sobre un nuevo vínculo para la vida donde prometer las estrellas, zambullirse en los ríos, disfrutar del mar, complementarse con la tierra, explorar las montañas, trepar a los árboles
y regocijarse con las primaveras vuelva a ser complemento de nuestra existencia y no materia prima de la industria. Para que haya tiempo para perder el tiempo y para que la pereza de Lafarge sea lo que fue, la partera de grandes historias y firmamentos, para que podamos hacer finalmente lo que dicte nuestro corazón y no lo que nos condiciona el dinero. Para que el amor al arte renazca de las cenizas de la mercancía, para que duela, retumbe y persiga la connivencia con los canallas y sea bálsamo y universo en los espíritus libres, para que la creación no siga amenazada por la cadena de consumo ni siga prostituyéndose en ornamentos y extravagancias para cumplir las determinaciones del mercado. ¡No soy un producto! Puede que sea muchas cosas, pero entiéndase bien, medios interesados en que no hayan fines, museos, bibliotecas, teatros, instituciones culturales, ministerios, gobernaciones, medievales aposentos educativos y sacramentados grupúsculos bovinos: No quiero ser rentable ni cómplice de reflejos condicionados, no quiero producir desigualdades ni justificarlas en la complacencia del talento,
la buena suerte o la palanca. Toda la libertad en el arte decían los surrealistas en defensa del derecho a la imaginación: Cambiar la vida de Rimbaud y Transformar el mundo de Marx.
Yo
quisiera cantar en mis versos sobre esa mujer libre que bailando mueve sus cabellos y es diosa del tiempo y me ama con la misma locura con que agita su cadera pero ella es de otro horizonte y hacia él se marchó, pertinentemente y para doler donde debía, cavando diez metros de nostalgia bajo mi piel. Con suficiente desierto como para escuchar el rechinar de las tuberías por las ranuras de la pared o el eco de los carajitos brincando encima de los sillones de la sala de al lado, con suficiente melancolía como para sentir las sombras de los portarretratos familiares en la mesa de la sala o sentir el olor del pastel de carne y el jugo de naranja cuando abro la puerta en vez del olor a cigarrillos y las cervezas viejas que habitan un refrigerador casi infecundo, con suficiente soledad como para administrarla en confetis desde la república del amor
hasta la autocracia de la angustia.
Yo
quisiera cantar en mis versos hasta que la muerte nos separe, prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, pero ni puede mi razón entender como es posible ir feliz ante tan absurda proscripción del espíritu ni quiere mi eros anarquista prometerte semejante enajenación. El amor sólo entiende de libertad, la fidelidad es insostenible, la monogamia es un delirio y el deseo siempre triunfa sobre la costumbre aunque esta se cobije bajo el romanticismo y en copla de pie quebrado haya que decir: Nuestras vidas conectadas por el firme vínculo de la verdad, resistirán las instadas infamias del círculo de la vanidad. Lo demás será cosecha de dos almas valientes y su cantar, de dos cuerpos que sin fecha se gozan el amor a dientes y su danzar.
Yo
quisiera cantar en mis versos arcoíris de orgullo y revoluciones sexuales aunque no milite en minorías ya no tan taciturnas ni me ponga pantalones de cuero para marchar por la autodeterminación del cariño, la libertad de nuestros propios cuerpos y la construcción de la identidad. No soy gay, pero quisiera serlo para fastidiar a los homofóbicos, decía Kurt antes de que el American Way Of Life le pusiera una escopeta sobre el estómago, imbéciles cuyas pesadas culpas de madera y hierro colgando en sus espaldas los hacen incapaces de pensar este mundo de géneros en disputa y los condenan a juzgar con las varas de sus miserables juicios mistificados por la religión, lo que debería juzgar el alma y la razón.
Yo
quisiera cantar en mis versos sobre la construcción de la sexualidad, la despenalización del aborto, la igualdad de género y la lucha contra el patriarcado, militantemente crítico con quienes riñen con el sistema sin echarle siquiera un susto al capitalismo, mi madre que es la tierra, mi hermana que es la esperanza y mi compañera que es la mañana tendrán siempre la última palabra, porque de ellas es la vida, de ellas es la lucha incansable
por una alborada sin violencia de género, por un mundo igualitario y mejor, de ellas será el suspiro de la coexistencia nueva. Quién dijo que este imaginario de roles impuestos ha de gustarme, quién dijo que ambiciono ser dominante y fuerte, viril, como un obrero en bragas que silba las curvas que pasan por al frente, sin llorar en público, sin abrazar a nadie, masculino y sin tiempo para sentimentalismos, para las fragilidades del espíritu, quién dijo que esta eterna competencia de Machos Alfas ha de parecerme grata, quién dijo que quiero ser más valiente que los demás, mejor partido, más guapo, quién dijo que quiero ser la cabeza de la familia. “Quién dijo que yo quiero ver esta función de circo, quién dijo que los lobos somos malos y los corderos son buenos”. Diría Raúl Torres.
Yo
quisiera cantar en mis versos sobre una ciudad que no se come así misma, que no se suicida, que no es enemiga de la cortesía, de la sociabilidad, una ciudad hecha para la gente
y no para los carros, el negocio y los centros comerciales, una ciudad donde el tiempo no se esfume en las autopistas y avenidas, una ciudad madre y maravilla, donde las personas se encuentren para caminar, para comer helado, para sentarse a conversar sin tener miedo a llegar tarde, a ser asaltados por la violencia, la economía o la desconfianza, una ciudad comunal, de campo, monte y conuco, una ciudad autosustentable, de belleza, creatividad y conciencia pública, de justicia, policentrismo y multiculturalidad, una ciudad poética que saque a la gente de la obcecación del teléfono y la computadora y que los devuelva a las manos, la caricia y el beso, una ciudad para volar, para reír, para llorar, una ciudad para la libertad, para celebrar el cuerpo y la vida. “¡Quitad las cerraduras de las puertas! ¡Quitad las puertas mismas de los quicios! El que a otro degrada, a mí me degrada...”. Así cantaba y celebraba Walt Whitman para dejar de vivir presos del miedo, confinados como pájaros y aislados de nosotros mismos, para empezar a vernos a los ojos
y reconocernos como iguales y al mismo tiempo diversos, para dejar de escondernos, de ser nuestros propios enemigos, de ser nuestra propia causa de extinción, para redimirnos como especie con el planeta al que hostigamos diariamente por la terquedad de la avaricia.
Yo
quisiera cantar en mis versos sobre dientes y parientes, más epicúreo que cirenaico aunque no tan asceta, los terribles fantasmas que me persiguen no han desfigurado mi reflejo en el espejo, bueno, al menos no tanto como para apuñalearle el corazón. Con Silvio canto: “Soy enemigo de mí y amigo de lo que he soñado que soy”. Sigo apostando al futuro Intentando no renunciar el presente, luchando a muerte contra la desdicha para que se me note la vida, para que me broten bolas de fuego de las manos y navegue vientos astronómicos con cierta gracia de Corto Maltés.
Yo
quisiera cantar en mis versos sobre la coherencia de la teoría y la praxis pero mis cicatrices arden junto al sol y la luna y quizás, tan lejos del hombre nuevo, un Vallejo postrero y arrogante habrá de escribir, con suerte, por qué no, uno de mis varios epitafios: "El esfuerzo para voltearse de golpe y como un guante a la nueva vida, le quebró el espinazo y le hizo perder el centro de gravedad, ha sufrido en plena aorta individual las consecuencias psíquicas de la revolución social".