Adolfo Marchena
Todos los derechos quedan reservados a su autor 2008
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漏 Adolfo Marchena 2008
Licencia Creative Commons
Editorial Electr贸nica Remolinos 2008 http://es.geocities.com/editorialremolinos
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UNA MUJER TONTA, UN HOMBRE BOBO
Kurt entró en el café-galería. Serían las once de la noche. El humo ya se extendía, como hormigas que se lanzan en tropel en paracaídas o el largo abrigo de una quimera, blanco y suspendido en el aire. Donolo tocaba el piano, algo inusual a esas horas tempranas. Siempre se dejaba caer pasadas las doce. Improvisación de jazz sobre el hombre que vino del agua. Kurt vio a Luver, una antigua amistad a quien omitió el saludo. Dos peces de colores contrapuestos en una misma pecera de verduras de Murano. En la mesa del piso superior, una mesa que tocaba la esquina con sus dedos moteados, Geor lo saludó con un gesto de cabeza. Kurt pidió una copa y ascendió tranquilamente las escaleras metálicas recubiertas por plástico antideslizante. Doce o trece escaleras para esa pequeña pústula del Tibet, las copas convertidas en serpas.
-¡Sopas de ajo! -le saludó Geor. -¡Ensalada de opio! -le respondió Kurt. -Querrás decir apio, o se trata de uno de tus típicos juegos de palabra. -Ya no sé qué decirte. Seguramense se deba a mi exceso de sudoración masculina dada a la fluctuación y al sentimiento errático. -Podría decir, de hecho lo digo, que te entiendo a la perfección, necesitas una mujer. Podrías llamar a Grosella. En ocasiones me recordáis a esos novios níspero que lo
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dejan y vuelven, que vuelven y lo dejan… -Tonterías. Además, esta noche no me apetece la satisfacción mutua con una mujer tonta. No una satisfacción inversamente proporcional. -Entonces lo tendrás difícil, amante matemático. Y recuerda que sólo las tontas juegan con la lengua. Sería una lástima en tu situación. No quiero tampoco decir que las del intelecto no lo hagan, pero necesitan más tiempo. Algo así como el conocimiento espíritu-cultural -expuso Geror-. Mira… -Pero si es Olietta Tieta, una mujer espíritu-cultural, como tú las defines y como yo manifiesto, una mujer no tonta. -Kurt, perdona que te lo diga, pero nadie en este dinosaurio tiempo ha conseguido echarle el guante y para añadir, ninguna otra cosa. Hay quien afirma que conserva intacta su virginidad. -Una lástima a su edad, aunque no doy mucho crédito a los comentarios. La mayoría de las veces mal intencionados. Y de todas formas, lo intentaré. -Pronostico una decepción. En tu estado yo me conformaría con cualquier tonta. -Esta noche prefiero un helado de decepción. -En fin, se te ha metido en la cabeza y no recuerdas que toda tu vida has estado con tontas. Hasta podrías escribir un manual para tontas. -Y para bobos porque las tontas que mencionas no sabían que enfrente tenían a un hombre bobo. Es decir, yo. Seguramente tú y la mayoría de los hombres. En efecto, me declaro culpable de bobería en primer grado.
Kurt y Geor se carcajearon. Geor bajó a por otro par de copas. El jazz y el deseo se entrecruzaban y se volvían más intensos. Fieras indomables de los sentidos sumados a la 4
entrepierna que cada vez arrinconaba más al oído, al resto de los sentidos, volviéndose más intentos e inmensos, la entrepierna, si cabe la repetición. Geor se entretenía charlando con Orson mientras Kurt planificaba el desembarco en las playas de Olietta Tieta. Una playa demasiado minada. Naturalidad -se dijo-, aunque pisara una mina y volase por los aires. Sólo quedarían canicas con pelo esparcidas por la arena. Kurt supuso que una frase, no hilvanada con demasiada gramática, sin pretensión visible o prepotencia, desarticularía el campo minado de Olietta Tieta.
Me llamó mi abuela y me reprochó que me emborrachase la primera noche del viaje de fin de curso.
-Abuela -me excusé-, el autobús se averió y no llegamos hasta las tres de la mañana. Tenía hambre y mientras recalentaban la cena me puse a comer pan y beber vino de la tierra. Creo que lo llamaban tunipejo. Entraba como el agua. -No me sirve como pretexto, atontado. -Me recuerda cuando me partiste el palo de la escoba en la cabeza. -No tiene que ver y además fue por culpa de tu tío Juliantro. Y no sé cómo te acuerdas aún., eras un renacuajo. Por cierto, tu madre está muy disgustada. -Peor fue la resaca, abuela -le dije, tratando de cambiar el rumbo de la conversación. -¿Qué es eso? -Es lo que te queda cuando despiertas después de una borrachera. Y me duró el resto del viaje. Ha sido la primera vez y desconocía sus efectos adversos. 5
-No me lo recuerdes más y déjate de tonterías. Ya hablaré yo con tu madre -o sea mi madre, o sea su hija, la futura suegra de una mujer tonta.
Geor, Orson y Kurt se fueron al bar de al lado a jugar unas partidas de operarrancios. En un principio Kurt se negó alegando que su necesidad físico-mental le abocaba esa noche y de manera irremediable hacia Olietta Tieta. Pero Geor le convenció diciéndole que no tardarían y que un par de copas, aunque solía beber agua con gas, más concretamente agua de Cliché, le vendría bien a Olietta. El operarrancios es un juego que inventó en su filosofía digital Crutardo de Rancio. Hombres y mujeres de entre cuarenta y cincuenta años se sitúan de espaldas completamente desnudos. Bueno, existe otra modalidad en que los hombres y mujeres llevan viseras, sombreros o boinas. Se colocan en formación de bolo. El jugador cuenta con cinco dardos. A una distancia de quince metros se van lanzando los dardos, siempre y como en todos los juegos por orden, con el objetivo de acertar en las nalgas. Algunas personas no ilustradas llaman a este juego dardoculo. Si se alcanza el culo (el dardo) de alguno de los bolohombres o bolomujeres, éstos han de tirarse al suelo. Uno de los sanitarios entra en la pista, le extrae el dardo y le pone una tirita o en su caso unas grapas. Por supuesto, gana el que más dardoculos consigue. Y aquí la palabra es correcta. Hemos de añadir que cualquier otra parte del cuerpo no puntúa y que, quien consigue un dardoculo, tiene derecho a otra tirada.
Comenzó Orson y estuvo cerca de hacer una diana. El dardo se incrustó en el muslo de una mujer rolliza. Geor hizo su primer culo. El hombrebolo se dejó caer y entró el sanitario. Su segunda tirada fue un poco más elevada, a la altura de la cintura. Kurt, que no se encontraba demasiado concentrado, pensando en Olietta Tieta, alcanzó el cuello de 6
un hombre bajito y con alopecia, situado en la tercera fila. Su calva brillaba a la luz de los focos como un monaguillo de blanco esmalte. Tuvieron que sustituirlo porque no conseguían cortar la hemorragia y se agotaron las grapas. Mi abuela continuó con el tema de la borrachera hasta que un rayo de su recuerdo le hizo olvidar y se trasladó a mi infancia. Aspectos que yo desconocía.
-¿Recuerdas tu infancia, Kurt? -Sí, tengo buenos recuerdos; ardillas, libélulas, la nieve, el abuelo… -El abuelo era un cabrón -me cortó. -Pero abuela -me extrañó escuchar una palabrota en el pozo de su boca- no sabes lo que es una resaca y llamas cabrón al abuelo. Yo, desde luego, tengo un buen recuerdo de todo, incluido el abuelo. -Qué tendrá que ver el abuelo con la resaca -luego descubriría que mucho-. Mira, Kurt, te considero una persona inteligente desde muy pequeño. Depende de ti que sigas siendo un bobo o no. -No sé, abuela, dicen que las personas inteligentes son las que más gilipolleces cometen. -Habla mejor, Kurt. Pero en algo tienes razón y además tus tíos te mimaron demasiado porque fuiste el primer sobrino varón. No consiguieron quitarte el chupete hasta los cinco años. Y porque yo no intervine. Seguro que fumas a escondidas. -No fumo a escondidas pero fumo. -Pues si no te vemos es que fumas a escondidas y no me parece bien ni fumar ni nada que se le parezca. ¿Y sabes por qué tu madre y yo estamos disgustadas por lo de tu borrachera? Tú sólo recuerdas lo bueno del abuelo. Pero bebía como un cosaco y no tenía 7
esas resacas. No conocía esa palabra porque tu abuelo las llamaba restringencias. -Vaya, abuela, tuve una restringencia. -No es para reírse, Kurt. Y mira que te parto otra escoba en la cabeza. Tu abuelo tenía muy mal beber y se ponía muy violento. Ya te contaré lo que sucedió en la boda de tu tía Astrenca. Y en la guerra. -A mí nunca me quiso hablar de la guerra, incluso cuando hice un trabajo en el colegio. -Así murió, recordando todas las atrocidades que cometió. Así sufrió el cabrón. Yo siempre he sido tratascana y él rutaperros. Cuando ganaron la guerra ni siquiera podía mencionar la palabra tratascana ni hablar de mis ideas. -Quieres decir, abuela… -Sí, para mí fue un consuelo. Y te repito, Kurt, cuida, cuida eso que llevas dentro.
No sé si todavía he conseguido interpretar esa frase de mi abuela y, desde luego, desconocía que mi abuelo fuese un cabrón.
Por culpa de Kurt tuvieron que sustituir a cuatro hombrebolos y dos mujeresbolos. Orson hizo un culo. El resto muslos y un hombro. Geor, un verdadero experto en el operarrancios, dio bastante trabajo a los sanitarios. La mujer rolliza y un cuarentón de nalgas caídas trataban de aguantar hasta el nuevo turno de hombrebolos, con grapas y tiritas por todo el cuerpo. Si hubiesen calentado sus nalgas y sus espaldas con el interruptor de sus orejas bien se podría freír o cocinar un buen guiso de buey con verduras en sus espaldas. Geor quiso jugar otra partida pero el encargado le dijo que si participaba 8
Kurt se lo prohibía tajantemente con la retirada de su carné de profesional incluida. De modo que la siguiente partida sólo la jugaron Geor y Orson y es de suponer quién fue el ganador. Ser hombrebolo no era un mal trabajo aunque sí doloroso. Ganaban doce troecios por dardo clavado y si requerían grapa quince. En cierta ocasión Kurt, con unas copas de más, quiso probar, pero finalmente desistió porque le tocaba ser el primero y al no tener referencias de otros hombrebolos se acogía a la séptima enmienda del reglamento. Después de que Geor hiciera unos cuantos dardoculos se apuntó al campeonato local. Su asistente, que no tirador, sería Kurt. Regresaron al café-galería. El piano continuaba sonando. Eterno jazz de aquel que vino del agua. Es una vieja canción de Herbie que Donolo tocaba a menudo. Nunca sonaba igual pero siempre resultaba ser la misma. Por suerte para Kurt, Olietta Tieta continuaba en el mismo lugar, con una amiga y un combinado que tenía el aspecto de ser un romaespliego. Buscaron una mesa libre y se acomodaron con sus copas.
-Eres el peor jugador de operrancios que he visto, Kurt -le dijo Orson, quien se acababa de encender un cigarrillo mentolado y daba el primer sorbo a su copa. -Lo sé, sólo atino a la cabeza de esos desagradecidos hombrebolos, mujeresbolos o siervosbolo. -No te preocupes, eso es porque estabas pensando en otras cosas más cándidas intervino Geor- pero recuerda que serás mi asistente en el próximo campeonato local. -Un halago que no me reconforta nada. En fin, esto supone mi jubilación anticipada, el dueño no quiere ni verme por el local. Al fin y al cabo estoy proporcionando nuevos puestos de trabajo -Kurt sabía que su última frase era la típica de un hombre bobo. -Por cierto, Kurt, Olietta continúa en su atalaya -le dijo Geor-. Aún conservas la 9
misma idea o te conformas con una mujer tonta. -Pero de qué estáis hablando -preguntó Orson. -No estabas cuando Kurt ha manifestado su problema nocturno. Y no encuentra otra solución que la de tantear a Olietta Tieta. -Demasiado pedir, Kurt. Olietta es como Alcíone, hija del rey de los vientos a quien Zeus y Hera la convirtieron en un alción. Aunque ten cuidado porque Ovidio dice otra cosa. En fin, no te aburro más con mi mitología. -Algo he leído, Orson -le replicó Kurt- y te diré que estoy cansado de mujeres tontas. No me importa acabar metamorfoseado, según tu Ovidio y convertirme en marido de Alcíone. -¿Y quién te asegura que Olietta no sea una mujer boba? -La experiencia nos lo dirá así que hablando de aves, me convertiré en comida para pollos. -No tienes remedio, Kurt, haríamos bien en cambiar de bar.
Mi abuela continuaba con el tema de las restringencias. Estábamos sentados en el pequeño salón. Frente a un mueble que abarcaba la pared opuesta. La televisión a un volumen muy bajo, una costumbre de mi abuela. Fotografías, algún florero y varios barcos construidos con palillos por mi tío Juliantro cuando era un adolescente recalcitrante.
-Mira, Kurt, en este piso vivimos yo y tu abuelo y tus siete tíos, con tu madre, claro. -Eran otros tiempos, abuela -le contesté con la frase más trillada de la humanidad. 10
Pero no se me ocurrió otra expresión. -Ni tiempos ni restringencias, era lo que teníamos y a lo que te obligaban. Hijos y más hijos… -Ya, pero nos hemos vuelto tontos, nada de aprendizaje con el paso de los años -mi abuera siempre fue muy crítica y lo que no le permitió decir mi abuelo en vida lo expresaba ahora. -La tontería siempre ha existido. Yo diría que la gente se lo cree todo y que cuando hay que decir algo o dicen lo contrario o no expresan nada. -Parte de razón tienes, Kurt, pero ya te he dicho que si no quieres ser otro bobo más, no actúes como tu abuelo. Y nunca te confesaré lo último que susurró al morir, babeando y clavándome las uñas en el brazo. -Yo no estaba. -A saber por donde andarías. A ver cuando dejar de ir y venir. Buscas un trabajo, una buena mujer, te casas y… no, es imposible. Y no te lo diré -parecía estar jugando al topo y al galletón. -¿Es importante, abuela? -Cuando dejes de ser un bobo te lo contaré todo -y aquí se quedó la conversación, como una sentencia desestimatoria, jueces pintando satélites y juzgados de cartón piedra donde fornican los vagabundos en un decorado de espejos y mármol. Me quedé sin conocer las últimas palabras de mi abuelo. Lo que sucedió en la boda de mi tía Astrenca lo averigüé más tarde. -Por cierto abuela, me tienes que decir lo… -¿No te ibas ya? -Claro, otra tarde ya me pasaré a visitarte. 11
-Y no te preocupes mucho por la bobería, lo mismo que viene se va, como las alergias.
Geor y Orson se quedaron hablando de mujeres tontas, hombres bobos y del próximo campeonato de operarrancios. Kurt se acercó hasta la barra, pidió una copa y saludó a Olietta Tieta, que en ese momento se encontraba sola. -Hola Olietta -la saludó, sin genuflexiones ni aspavientos. -Pudiste saludar antes. -Antes estabas hablando y no quería interrumpiros. -Y cuando te fuiste con tus amigotes? Dónde iríais. -Ya te he dicho que estabas ocupada y si te interesa, nos fuimos a echar unas partidas al operarrancio. -Hombres -contestó Olietta despectivamente. -¿Qué nos sucede? -Sois todos iguales. -Eso me parece un tópico tropical. -¿Te burlas? Y ahora me dirás que necesitas cariño y bla, bla, bla. -Se me han quitado las ganas. Me vuelvo con los amigotes. -Pero qué he dicho. Vuelve… -Sí, olvidaba la copa, hasta luego. -Eres insoportable y… -Lo sé, ya me lo dijo mi abuela.
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Geor y Orson se sorprendieron al verle regresar tan rápido y le interrogaron.
-He comprobado que Olietta también es una mujer tonta además de insoportable. Una tonta insoportable -les aclaró Kurt- y yo un bobo. Un bobo sin remedio. -¿Por qué dices eso? -le preguntó Geor. -Lo suyo no lo sé, lo mío por responder.
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LOS DÍAS DE CÉFIRO
Suena el despertador, como un martillazo de caracolas rotas en la cabeza. Las siete menos cuarto, la obligada hora para desvestirse, asearse, vestirse y coger el coche. Kurt se despoja del pijama de rayas granates y azules formando arco iris del sueño. Antes de afeitarse se mira en el espejo y siente el viento del oeste. Un perfume de abrótamo hembra y centaurea invade el baño que, mirado del revés, se convierte en una pequeña cocina con fogones de hierro forjado. Kurt siente que alguien le acaricia la espalda y le besa la nuca, muy suavemente. Va perdiendo la rigidez a medida que la boca baja hasta su pene. Siente la boca y una mano que trifulca con la parálisis y el espasmo. Se apoya sobre el lavabo revestido de caucho. Cuando llega al orgasmo presiente que la misteriosa figura que le proporciona tal placer es Olietta Tieta. Después de ducharse y vestirse, excitado aún, limpia el semen que ha salpicado la cerámica de los azulejos y se dirige a su trabajo más rápido de lo habitual. Olietta Tieta es una conocida que frecuenta el café-galería donde Kurt se reúne con Geor y Orson, donde habitualmente charlan y escuchan jazz. La noche anterior Kurt y Olietta se habían visto y sostuvieron una breve conversación que derivó en un diálogo de sardinas. Kurt deseaba hacer el amor con una mujer no tonta, percatándose de que él era el primer bobo del local. Tal vez siguiese excitado esa madrugada (en el trabajo no cesó de juntar las piernas y tener orgasmos) y por olvido u omisión, no recordaba haber soñado con Olietta, si no con niños y niñas que inflaban preservativos de colores y sabores que se 14
desparramaban por el cielo oscuro presagiando tormenta. Curiosamente cada vez que se avenía el viento del oeste Olietta se le mostraba desnuda, con sus pechos rígidos, firmes como tablas del arca de Noé. A pesar del aire acondicionado, estático y molesto. Ni siquiera el hilo musical perturbó a Kurt a la hora de sentir sus continuos orgasmos. No es grandilocuente mezclar el amor con el sexo si bien ambos pueden ir unidos. En algunas salvedades de mentes masculinas y femeninas. Kurt recordó que luchar con otros cara a cara para conseguir ventajas es lo más arduo del mundo. Un pensamiento que no era suyo si no de Sun Tzu en el libro El arte de la guerra. El amor y la guerra se distanciaban en un traspiés tan cómico como un payaso sin sus pinturas y su nariz postiza. Kurt tenía los calzoncillos húmedos, más bien mojados. Tuvo que acudir al baño para cambiárselos. Siempre lleva unos calzoncillos de repuesto, desde que comprobara que la guerra y el amor se distanciaban de un paso, un paso muy corto. La mañana fue, de este modo, ajetreada. El medio del día le dio un armisticio. Pudo dormir un par de horas donde soñó que se encontraba en la ciudad de Nueva Aspirina. Curiosamente la ciudad se encontraba a nivel del mar y cuando le llamaron para rescatarlo de su pérdida (entendemos que su pérdida en una ciudad de once millones de habitantes) se hallaba a mil doscientos metros de altitud. Se despertó con la sensación de seguir ascendiendo, con la ayuda de un piolet y unos crampones. El teléfono le sobresaltó. Al otro lado de la línea Geor le preguntó si acudiría esa noche al café-galería. Y allí se encontraron a eso de las siete de la tarde.
-Te veo pálido -le dijo Geor. -No podéis imaginar lo que me ha pasado -les contestó Kurt. También se encontraba presente Orson. 15
-Anoche te masturbaste y batiste algún record -se sonrió Orson. -Peor, esta mañana… -y Kurt les relató lo sucedido. -Te ha afectado el dios del viento del oeste, Céfiro -comenzó Orson-. Era hijo del titán Astreo y de Aurora, la diosa del amanecer. Te afectaron tanto Céfiro como Aurora. -Me aburre tu mitología -le interrumpió Kurt-. Te digo que era Olietta y sentí su perfume. Era el mismo que llevaba anoche. -Al menos has tenido una mañana orgásmica -se burló Geor. -Me extraña que no hayas hablado de mariposas -le interrogó Orson. -¿Qué tiene que ver eso? -Simplemente que a Céfiro se le representa como a un niño provisto de alas de mariposa. -Qué tendrá que ver -se quejó Kurt y bajó a por unas copas.
La nave comenzó a oscilar de una manera extraña, formando un biorritmo sin cálculos predeterminados. Kurt y Geor no detectaron ningún planeta, asteroide o ciudad artificial en sus registros. Enarcaron las cejas y viraron lentamente hacia el oeste. Fijaron rumbo con dirección al planeta de las Bacantes, en honor a las mujeres de Tebas que en sus ritos eran arrebatadas por el delirio dionisíaco y realizaban cánticos en trance místico, semidesnudas y presas de un furor salvaje y donde, efectivamente, vivían hombres y mujeres semidesnudos.
-¿Qué está sucediendo, Kurt? -No lo sé, ningún mando responde. -Prueba con el estrestoscopio estelar. 16
-Está bloqueado. -No puede ser, Kurt, seguimos una órbita diferente. Voy a subir al mirador. Kurt le gritó Geor desde el interfono- es la ciudad flotante zoológica. -Nos están abduciendo. -Espero que no sea con malas intenciones. -Algunos supervivientes dicen que los clemonitas conducen a sus abducidos a un estado de total inanición. Un brusco golpe situó la nave de Kurt y Geor en una de las pistas de ensamblaje de la ciudad flotante. La puerta se abrió y aparecieron dos hombres y dos mujeres vestidos de gris chamuscado. Portaban varas eléctricas pero no hizo falta utilizarlas porque Kurt y Geor levantaron sus manos indicando que no deseaban pelear. Los hombres y mujeres se pusieron en paralelo apoyando las varas eléctricas sobre el suelto metálico de la cabina. Sus ojos azules, grandes como platos de tazas para elefantes, les chequearon de los pies a la cabeza. Uno de ellos habló.
-Mi nombre es Celeno. ¿Cuál es el vuestro? -Somos Kurt y Geor. -Nuestra ciudad flotante no se detecta en los mapas ni en las cartas espaciales porque no son movibles. -Como las dunas -dijo Kurt. -Los humanos siempre tratáis de minimizar las cosas buscando el humor en el hambre, el hambre en los banquetes, la desidia en la actividad. Sepan que algún día todas las especies desaperecerán. Para eso estamos nosotros, la ciudad flotante zoológica Clemontes y nosotros somos clemonitas (no era necesario advertirlo). Cuando llegue ese 17
día todas las especies habitarán en nuestra nave. -He oído hablar de los clemonitas y que destrozan a los humanos y otras especies, experimentando con ellos. -Nada más lejos de la realidad. Seréis tratados con cortesía. La función de las especies que abducimos no es otra que la procreación. De modo que la noche del cataclismo nuestro planeta albergará toda vida que, por inoperancia, ustedes, entre todos los demás, habrán suprimido pudiéndolo haber evitado. -Por eso dicen que son un zoológico -preguntó Geor. -Más que eso. Somos una ciudad. Ahora obedecedme. Desnudaos. -Una de ellas se acercó con dos trajes de látex.-Ponéroslo- Geor y Kurt quedaban muy ridículos con aquellos trajes que sólo dejaban al descubierto el pene, los ojos, los pezones, la boca y el ano. Les condujeron por un intrincado laberinto donde olía a eríngeo marítimo y menta piperita. No podían ver nada dentro de las diferentes salas ya que los cristales ahumados se lo impedían. Kurt conocía algo de la lengua clemonita. Se detuvieron frente a un cartel que parpadeaba en azul alabastro que indicaba la sala de los humanos macho y los humanos hembra.
-Hemos llegado -volvió a decir la misma voz-. Permaneceréis cuatro días fornicando con nuestras especies hembra y seréis devueltos a vuestra nave. Luego podréis seguir camino.
Suena el despertador a las siete menos cuarto. Con un manotazo Olietta Tieta lo apaga al mismo tiempo que se enciende la luz de la habitación. Se levanta girando el cuello lentamente. Se mira en el espejo y se complace por tener un bello rostro. Huele a 18
flor de coronilla de fraile coscoja y canula de la China. Olietta siente un viento del oeste que le azota el costado izquierdo. Cierra los ojos y siente que una mano le acaricia el pelo, los pómulos, los labios. La mano se desliza por su cuello y se detiene en el pecho, cuyos sonrosados pezones se erizan. Su entrepierna se encuentra húmeda y la imagen de Kurt se posa en el espejo durante una milésima de segundo. Vuelve a cerrar los ojos y percibe que una polla la penetra lentamente. Aprieta las piernas cuanto el orgasmo le llega y advierte que el semen se le desliza por el muslo. Confusa y aún excitada entra en la ducha y regula el monomando. Agua templada, casi fría. Cuando Olietta sale de casa sólo el quiosco de prensa y la panadería se encuentran abiertos. Un basurero barre las latas arrugadas, papeles, cagarrutas y esputos secos. Antes de comprar el periódico Nenúfares y centollos coge por equivocación una revista pornográfica, El quádruble sexo. Las farolas se apagan en ese instante y siente la necesidad de apretar las piernas de nuevo, sintiendo una vez más el viento del oeste. Durante el trayecto en el metro sigue orgasmando y pensando en Kurt. A punto de pasarse la parada baja en Torrealmohadines y llega puntual al instituto donde imparte clases de filosofía. Hubiese dicho: Y Cebes, masturbándose, contestó a la manera de su país: la fornicación lo sabe. Este hecho puede parecer irrazonable, continuó diciendo Sócrates, pero quizá tenga razón en las artes amatorias. La copulación que se nos dirige en los misterios… Tuvo que hacer un esfuerzo para dar la clase de esa mañana: Fedón o la Inmortalidad del alma. Durante el descanso acudió al servicio para cambiarse de bragas. Olietta trataba de averiguar porqué le sucedía aquello, pero no fue hasta que el timbre final sonó cuando dejó de orgasmar, al tiempo que el viento del oeste cesaba. Algún alumno le dijo que el maquillaje que llevaba aquella mañana era excesivo. Excesivos los 19
calores y los ardoríos. Olietta regresó a casa directamente y se calentó un plato precocinado. Alubias a la marinera. Después de comer se tumbó en el sofá y se quedó dormida. Soñó que una gran mano volaba como un cometa y cogía estrellas que iba guardando en un saco terrero. El teléfono la despertó en el momento en que la mano guardaba una estrella con forma de calamar. Descolgó después de varios timbres.
-Hola, Olietta, qué tal las clases -era su amiga Amancia Quedo. Olietta le contó lo sucedido desde la mañana hasta que el timbre anunció el fin de las clases- Qué gozada, ya me gustaría a mí, con mi novio no me pasan esas cosas -se carcajeó. -La verdad es que ha sido muy placentero pero no le encuentro explicación alguna. Parece sobrenatural. Y no me hables de Céfiro. -¿Y quién es ese? ¿No decías que viste a Kurt? Por cierto eso de los olores, el perfume, es muy curioso. Una vez vi en la televisión que pueden ser espíritus. -Ya, espíritus recalcitrantes, salidos y, por cierto, bien dotados. -No me des más envidia -le contestó Amancia Quedo-. Te pasarás esta tarde por el café-galería. -Claro, a eso de las ocho. Además tengo ganas de ver a Kurt. No sé, es una intuición. -Ten cuidado. Te veo muy impresionada, por decirte algo.
Kurt y Geor entraron un tanto vacilantes. Los hombres y mujeres que fornicaban en la gran sala no prestaron gran atención. En la zona derecha los sillones parecían flotar, sin anclaje alguno y en la izquierda, sobre una larga mesa de zinc, reposaban alimentos y 20
bebidas. Numerosos cojines se desparramaban por el suelo. Dos mujeres que no fornicaban se les acercaron. Geor se fue con una mujer morena. A Kurt le seleccionó una pelirroja de ojos color avellana y tez blanca. Kurt se fijó en que todos los hombres llevaban un número en su espalda.
-¿Te apetece comer en mi espalda? -le dijo Campabella, la mujer pelirroja. -Claro, es algo que nunca he hecho. -El número veinticuatro que salga por la puerta dos -se escuchó por megafonía. Kurt puso una salsa sobre la espalda de Campabella, como si se tratase de aceite para el sol. Le lamió y tomaron un vaso de vino. Campabella hizo lo mismo y se tumbó boca arriba. Kurt volvió a ponerle salsa y comenzó a comer. Se detuvo en sus pechos y en su vagina hasta que sintió que Cambabella orgasmaba. Esta le tomó por los hombros y lo atrajo hacia sí hasta que Kurt la penetró. Giraron y Campabella se puso encima. Se movía en círculos, como una noria lenta.
-Córrete -le pidió ella.
Así estuvieron cuatro días, sin apenas dormir hasta que la voz del megáfono indicó los números de Kurt y Geor. Con algo de temor se miraron y se encaminaron hacia una puerta con forma de concha. La puerta se abrió emitiendo un sonido de crustáceo y se encontraron con los dos hombres y las dos mujeres que vestían el mismo traje gris, cuando les condujeron a la sala de reproducción. Fueron más parcos en palabras. Sabían que regresaban por laberínticos pasillos porque de nuevo sintieron el olor a Eríngeo marítimo y menta piperita 21
-Estoy destrozado -dijo Geor, ya en la nave. -Yo no puedo más. Veamos si los mandos responden. -¿Crees que esto nos afectará en la búsqueda de la Sagrada Postura? -No, son visicitudes, Orson. -Cuatro días sin parar, Kurt, necesito dormir un poco. -Cuando estemos fuera de órbita dejaremos el piloto automático y descansaremos un rato. Mira la carta, no sabemos donde estamos. -Nos encontramos cerca del planeta Hesíodo. -Tendremos que retroceder.
Cuando Kurt llegó al café-galería Orson estaba sentado con Olietta Tieta y Amancia Quedo. Se pidió una copa y subió las escaleras metálicas. Sobre la mesa de mármol irisado reposaba un tablero de parchincle. El parchincle tenía ciertas similitudes con el parchís sólo que las fichas eran hombrecillos y mujercitas. Cuando alguno era comido el resto de las fichas humanas desnudaban al sujeto y le lamían antes de asarlo y comérselo. Olietta le saludó mirándole a los ojos. A ninguno de los dos se les ocurrió hablar del viento del oeste. Ante la tensión reinante, se cansaron de jugar al parchincle y Olietta acompañó a Kurt a por más bebidas.
-La otra noche fuimos un poco tontos -le dijo Kurt. -Es verdad, yo fui una tonta. -No te disculpes, el bobo fui yo. -Por cierto, Kurt, has sentido un viento del oeste esta mañana. 22
-Sí, al despertarme. Ahora también se siente. -Sí ¿Qué perfume usas? aunque ya lo distingo -le anticipó Olietta. -Es una mezcla de coronilla de fraile coscoja y canela de la China. Y tú, qué perfume usas, aunque ya lo percibo. -Una mezcla de abrátamo hembra y centaurea. Y también lo distingo. -¿Nos vamos? -le propuso Olietta, y abandonaron el café-galería.
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EL GATO SENEGALÉS
El juez, ataviado con el típico traje tirolés, leyó el veredicto. En vista de que todo aquello semejaba un vodevil (pero nada ingenioso ni picante), una miscelánea de leyes que databan del siglo tres antes del gran jeroglífico, Kurt se dedicó durante las tres horas que duró la lectura a la papiroflexia. Se le acusaba de haberse apropiado de una aceituna del vermú de su amiga, quien declaró que se la dio ella misma con la boca, para hacer hincapié en que Kurt no era culpable de ninguna de las acusaciones; hurto de aceituna con prestidigitación y picardía. El fiscal debió sentir celos mal intencionados y sus ojos enladrillados por la morfina y el clorato de coñac no se apartaron de los pechos de la amiga de Kurt. Añadió trasvase salivar a los cargos. Más que una lectura el juez, también, voagerizaba unos pezones que en su imaginación derivaban en dos peonzas gitanas. La peluca blanca como semen de adolescente se ladeo sobre su cara con lo que su aspecto resultó todavía más cómico. Se escuchó alguna risotada, lo que no debió sentarle nada bien. Aceleró el ritmo y las palabras se entremezclaron de modo que fue imposible entender nada hasta que con un pepino atizó un golpe sobre una rana encadenada que emitió un croa-croa dando por finalizada la sesión. Declarado culpable, esposaron a Kurt y lo trasladaron a prisión.
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Ocuparía la celda 683 durante los próximos cinco años, compartiéndola con un gato senegalés. El gato lucía un hermoso traje aro iris. Mirando a su alrededor Kurt observó que todos los presos y presas, se trataba de una cárcel mixta, llevaban trajes arco iris. Kurt iba completamente desnudo, después de que le hubieran despiojado. Su uniforme llegaría poco más tarde, tomadas sus medidas por el sastre carcelario. La última remesa llegó defectuosa, los colores se desparramaban por el suelo, por lo que el alcaide decidió contratar un sastre propio. Dos policías hacían las veces de ayudantes y se encargaban de coser los trajes. Uno de los guardianes, Constanto, le indicó la puerta, cerró con una gran llave ribeteada en salmón y se alejó con paso lento y cansino, arrastrando las botas de medio tobillo.
-Tiene que ser agradable andar en pelotas -le dio el gato senegalés- De todas formas no tardarán en traerte el traje. Mutón y Flutón son cosedores excelentes. ¿Cómo te llamas? -Kurt. Me he fijado y es una prisión un tanto extraña. Esto de los atuendos arco irisados es alguna moda penitenciaria -le preguntó. El gato senegalés mostró sus lunados ojos verdes. -Se trata de una prueba experimental de psiquiatra de la prisión. Ha llegado a la feaciente conclusión de que los antiguos trajes, estampados con rayas negras y blancas, causaban mayores incidentes entre los presos. También han descendido los motines. -¿Y tú has notado alguna diferencia? -Lo cierto es que sí. Cuando salimos al patio nos reunimos por categorías. Los perros con los perros, negros con negros, blancos cristianos con blancos cristianos, ateos con ateos…sin distinción de sexo. Y casi no hay peleas. Antes eran más frecuentes. 25
-Curioso -en ese momento apareció Constanto con el traje de Kurt colgando del antebrazo.
Mi abuela me dijo que a medida que pasaban los años me veía menos bobo. A pesar de su longevidad no había perdido su sentido del humor. Ni tampoco sus malas pulgas, por otra parte nunca adiestradas. Seguía empeñada en que encontrase una mujer. Pero no una mujer cualquiera, una mujer buena. El tema matrimonio-hijos lo daba por perdido; mejor librar una batalla contra el mar con elefantes atados a los tobillos.
-He leído que todo es encíclico, desde la historia hasta el amor. -Abuela, querrás decir cíclico -le corrigió Kurt. -Ya me has entendido y además no estoy en edad de componer. A veces miro la ciclopedia y se me quedan algunas palabras. El concepto no siempre lo entiendo. -Enciclopedia, abuela, es enciclopedia. -Y dale, no me toques la trepierna y ahora lo digo sabiendo lo que digo -Kurt guardó silencio-. ¿Y cómo van esos amoríos? Me ha dicho tu tío que este viernes subes a la cabaña. Qué te traerás entre manos. -Voy a pasar una noche, simplemente. Quiero recordar sensaciones de la infancia y de paso escribir algo. -Escribir, escribir. Eso no da para vivir -sentenció su abuela-. A tu tío Fritos, otro calzonazos, le engañarás pero a mí no. Este hijo mío, si encuentra, cosa que dudo, una mujer como él en vez de hijos tendrán repollos. -Abuela, te pasas un poco con el tío Fritos. 26
-No soy ninguna pasota de esas que tú conoces, Kurt, sólo observo las cosas y para mí las cosas son simples. Y ahora marcha a preparar tu mochila. Y a ver cuando te compras una maleta de ejecutivo, que lucen más. -Me marcho entonces, conozco tus despedidas. Y no diré más. -Ni falta que hace y ya me leerás esos poemas…
Mi abuela estaba algo obsesionada con el tema de las relaciones y de los hijos pero en algo tenía razón. Había quedado con Campabella en la cabaña. Conocí a Campabella de una manera fortuita, como supongo se conocen casi todas las parejas. Nos veíamos poco ya que vivíamos en diferentes ciudades. Y como suelen juzgar, hablar de más está de sobra. La imaginación debe jugar (si es que juega) su papel y sabemos que un iceberg sólo muestra una séptima parte de lo que es. Todas las relaciones podrían resultar iguales, en este sentido, como la política o la religión. Aunque no debemos generalizar ya que supondría comparar un caracol fresótico con un tigre de Madagascar. Ni siquiera la comparación de un hombre con otro hombre y mucho menos con una mujer. ¿Tendremos, de todas formas, un final feliz como en los relatos de Heidi la inocente? No la Heidi con la que todavía me masturbo a escondidas. Lo prefiero a mirar cómo una araña teje su tela o un niño arremete contra el balón lanzándolo contra una pared que grita: “ a mí, a mí, a mí…”
-¿Por qué estás tú aquí? –le preguntó Kurt al gato senegalés. -Una tonta historia. -Es de suponer; seguramente la prisión esté llena de historias tontas. -Más de las que piensas. Hasta se podría escribir un libro, no sé si realista o de 27
ficción. A mí me detuvieron por arrojarme sobre la espalda de una mujer que vestía un abrigo de piel de lince hembra. Ya lo había hecho más veces pero en esta ocasión una uña se me quedó trabada y no pude salir corriendo. -Un gato reivindicativo, supongo. Y me parece bien, me resulta un tanto caníbal eso de pasearse con las pieles de los semejantes. Aunque no es cuestión de teorizar sobre el asunto, caeríamos en la demagogia inexacta de los múltiples factores. Lo mío no tiene nada que ver; estoy aquí por el presunto robo de una aceituna. -Vaya, hay otra mujer en tu misma situación. Se la robó a su padre, presuntamente –añadió el gato senegalés. -¿No le acusarían de robársela con la boca? -Qué va, con un palillo. Por el palillo le cayó un año más y otro por reincidente.
Kurt comenzó la excavación del túnel hace dos años y estaba a punto de dar con la salida. Los carceleros le ayudaron a llevar hasta su celda una tapa de alcantarilla que ocultaba el boquete. Pidió permiso al alcaide argumentando que pretendía modificar el antiguo desagüe. Le concedió el permiso y añadió una X en su lista de buena conducta. Para deshacerse de la tierra la mezclaba con los excrementos del gato senegalés y la arrojaba por la ventana en pequeños puñados. Los escarabajos peloteros del patio la hacían desaparecer formando bolas como pelotas de tenis que arrastraban hasta el exterior. Los carceleros apostaban en sus permisos pintando sobre la coraza de los escarabajos diversos colores o banderas. Los carceleros tuvieron que vestir uniformes con arco iris debido a las constantes peleas que se formaban cuando perdía uno u otro o la llegada del escarabajo en cuestión era muy ajustada. Los reclusos, a su vez, apostaban por el carcelero que se llevase un mayor número de mamporros. 28
Campabella,, una mujer con silueta trazada por un pincel Modigliani y pelo rojizo, visitó recientemente a Kurt. Éste le dijo que se verían en la cabaña. Campabella aparcó el coche en el camino de tierra que llevaba a los pinares y una balsa artificial situada en lo alto, entre robles y hayedos. Un lugar poco conocido. Una desviación de la carretera secundaria cuya marca era un cementerio, bifurcaciones, otra bifurcación y finalmente una pequeña pista mitad tierra, mitad arenilla. La cabaña, que fuera del abuelo de Kurt, formaba la punta del triángulo equilátero junto a otras dos cabañas, orientada hacia el sur. Una cabaña de madera salvo la estufa, el fregadero y los cristales de las ventanas. Campabella recorrió los alrededores y se sentó en una de las mesas exteriores, esperando la llegada de Kurt. Una camada de gatos salió de entre la vegetación persiguiendo una sardina.
-¿Desde cuándo conoces a Campabella? –le preguntó el gato senegalés. -Hará tres años aunque nos hayamos visto en pocas ocasiones. -Extraña relación en la distancia. -Ni la obligación ni la impaciencia forman un buen matrimonio –dijo Kurt-. No queda otra cosa que la constancia. -Qué buen matrimonio ni leches. Impaciencias y obligaciones… Las cuestiones se resuelven en el momento, como abrir un sobre y leer la carta. ¿O piensas dejarla sobre el mostrador eternamente? -Una carta que pudiera ser una reclamación del Departamento de Usos y Costumbres. Y qué voy a hacer más que dormir en un parque después de hacer el amor en una playa. 29
-Pues una cosa o la otra, o se es o no se es –le dijo el gato senegalés. -Me lo he planteado muchas veces, viejo gato. Ya te he dicho también que la incertidumbre no es buena aliada y uno piensa que ha hecho todo lo posible. -Dentro de la paciencia. -Demasiada. A veces me cuestiono si no es mejor vivir unicamente en calzoncillos. -Y esta noche cenáis juntos en tu nueva libertad. -¿Qué harás tú? –Kurt dudaba de la decisión de su compañero de celda. -Ya lo sabrás, todavía no lo he decidido.
El carcelero se aproximó con paso de elefante acatarrado. Y no es que hubiese bebido aguardiente destilado en la prisión. Arrastraba los pies como si unos andamios le oprimiesen los tobillos. Sus zapatos lustrosos estaban cubiertos por conchas de caracol y siempre le colgaba un moco en forma de torre de Babel. Mestizaje de lenguas en sus fosas nasales. Un resfriado latino o una alergia griega. No siempre hay porqué comprender una conversación, dijo Constanto, y se alejó. Constanto estaba muy satisfecho por el nuevo desagüe que habían terminado Kurt y el gato senegalés. Tras la cena ambos abrieron la alcantarilla y se introdujeron en el túnel, volviéndola a poner en su sitio desde dentro. Se arrastraron hasta llegar a la cabaña. Allí esperaba Campabella, quien se sorprendió al ver salir a Kurt, seguido de un gato senegalés, por la chimenea. El gato senegalés se perdió en el follaje, rehuyendo la amistad que le ofrecieron los gatos de la camada, incluida la madre. El padre les abandonó hace ya tiempo. Kurt y Campabella se besaron. Sabio consejo de quien no espera nada.
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-No me esperaba algo así –le dijo Campabella- pero viniendo de ti no me extraña nada.
La madera estaba demasiado húmeda y el fuego se resistía como a una momia a la que se le han pegado demasiado las gasas. Campabella entró en la cabaña y regresó con un periódico deportivo de hacía seis o siete años. Kurt avivó el fuego, sopló y las llamas se convirtieron en geiseres de propaganda. Luz de borrachera y humo absorbido. Asaron la carne y la acompañaron con un vino joven. Serían ya las cuatro de la mañana cuando se fueron a dormir. En la cabaña la luz era escasa, apenas resistían unas velas, después de que se hubiesen consumido las bombillas de las linternas. Se cubrieron con las mantas y bajo las mantas se cubrieron con un movimiento, en ocasiones aleatorio. Silencioso de gemidos ascendentes. Me di cuenta de que el cansancio se apoderaba de mi cuerpo. Lombrices que se acomodan en la piel y te dicen; “duerme, duerme.” Campabella suspiraba en una campanada de sueño. Caí dormido hasta que el amanecer me despertó con ligeros cantos de pájaros en ensalada. Recogí las cosas y limpié la parrilla y la chimenea exterior. Preparé el desayuno y desperté a Campabella. Aquel amanecer diáfano, tan distinto de la urbe, le sedujo. Debíamos irnos antes de que mi tío regresara a por las llaves de la cabaña, las que dejé colgadas de una herradura para irnos en busca del coche. Llevábamos nuestras mochilas y la comida sobrante en una caja de cartón. Nos esperaba otra casa en una pequeña ciudad costera del norte. Fue cuando apareció el gato senegalés, bastante sucio. Me aparté un poco de Campabella y le pregunté al gato senegalés. Me respondíó que regresaba a su celda. Con ello me ayudaba aún más a hacerme desaparecer. El gato senegalés no se acostumbraría a aquella vida libre, supuestamente libre. Le contesté que 31
yo seguiría mi camino con Campabella. Aunque no sabía si embarrado o llano como la teta de un recién nacido. El gato senegalés solamente me deseó suerte y me dijo que destruiría el túnel. Me darían por desaparecido. Simplemente.
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EL BUSCADOR DE ALMAS
Una casa baja de piedra. Un tejado con forma de alas extendidas de azor de Córcega y Cerdeña. Contraste entre la blancura grisácea de la piedra y el negro rojizo de las alas de un azor. Una gran puerta de madera de roble con postigo de bronce asemejando el puño de un buscador inglés. Cercada por un muro también de piedra de un gris más profundo del que cuelgan hiedras, buganvillas y clemátides en la parte oriental. Figura octogonal en un estudio planetario. Kurt deja crecer las amapolas y margaritas a su libre albedrío y cultiva lechuga, coliflor, cebolla, acelga, puerro, tomate… Un hermoso saúco, de baja estatura, crece en el camino cerca de la entrada exterior. Sus flores se agrupan en inflorescencias parecidas a umbeles. Kurt aprovecha sus frutos para elaborar salsas, zumos o sopas. En esta época del año le gusta comer sopa de saúco, algo que le seduce en exceso. Añade a los frutos de saúco azúcar, manzanas y harina. Kurt acaricia a su perro, un gran mastín al que le encantan comer patatas con bacalao. Debe tener ascendencia marinera. Aquellos pescadores que navegaban hasta Terranova en busca de ballenas y preparaban marmitaco casi todos los días. Acaricia al mastín cuyo nombre es también marmitaco. Cuando le lame cinco veces la mano izquierda Kurt ya sabe que el gran mastín desea escuchar en el gramófono el Concert VIIIeme: La conférence, de Sainte Colombe. Y cuando esto sucede, tarde o temprano, aparece alguna persona que desea sanar su alma. Kurt escucha la música y habla con el enfermo y llegado el momento perro 33
y hombre se miran. Marmitaco lame entonces siete veces la mano izquierda del enfermo y su alma queda sanada. Kurt continúa acariciando su mullido lomo y el gran can se gira y le mira con ojos de música. Lame su mano y Kurt se dirige a la casa con el fin de poner en marcha el gramófono. Vuelve a salir y mientras Marmitaco aguarda sentado en la puerta de la casa él quieta los hierbajos de la huerta. Pelos rebeldes en partes pudendas. Saben a caramelo de pipa de tabaco si pertenecen a una mujer. Más sabroso que la sopa de saúco. Un maravilloso postre, piensa Kurt. Suena Sainte Colombe y a lo lejos distingue una figura que avanza por el camino. Pasos sin alma.
-¿Has conseguido reparar la caja de exploración planetaria y el rumbómetro? –Le pregunta Kurt a Geor. -Ha costado un poco, pero están listos para proseguir viaje. -Tengo ya las directrices para llegar a Circundia. -Allí fabrican buenas pastillas de carne deshidratada y cerveza tostada, de alta graduación. -Y sus mujeres son famosas por su belleza. Tomaremos un par de circundianas. -¿Mujeres o cerveza? -Me refería a la cerveza. Hay que andarse con cuidado con la Liga de Mujeres Ostentosas, son difíciles de calibrar. -Siempre da a equívocos, Kurt –le aclara Geor- estuve en la biblioteca de la nave y a la cerveza le llaman cirzidiana, no circundiana. -Buena la aclaración, Geor, no quisiera meterme en líos por un epíteto. Por cierto, pasamos demasiado tiempo en Argamedra. -Me he dado cuenta, en ocasiones se te escapan expresiones de allí. 34
-Parecía quesera el lugar que buscábamos –le dijo Kurt. -No fue así, no encontramos nuestras almas. Todo indica que en Circundia podemos conseguirlo. -Sabemos que es sólo cuestión de encontrar a la Sagrada Postura. -Quisiera regresar a la tierra, como tú la añoro, pero el espacio es demasiado extenso y sin alma no podemos. La atmósfera nos rechazaría. Regresar al mismo lugar y el mismo tiempo en que vivíamos –le confesó Geor.
Kurt sale a recibir a una mujer que se ha detenido frente a la verja que divide el muro de piedra y da entrada a su casa baja. Marmitaco mueve la cola persiguiendo las notas de la música. La mujer gesticula con la mano y Kurt se acerca. Dedos largos y hábiles, algo desgastados como el relieve y el bulto redondo de un retablo de madera dorada y policromada.
-¿Es usted Kurt? –le pregunta la mujer. -Sí –contesta Kurt- soy yo y soy tú. -¿El que sana las almas? -Las busco y es en realidad el perro quien consigue atraerlas. Pasa. Entra en la casa y tomaremos una taza de pretensiones. Cuéntame –le dice Kurt cuando ya se encuentran sentados en un banco corrido. El fuego apagado y la mesa limpia. -Me llamo Calzapies y fui enfermera de campaña. Comencé a sentir que perdía mi alma cuando los heridos morían. Luego me sucedió lo mismo en el hospital donde trabajaba. Cada paciente muerto se me lleva un pedazo. -Conozco ese síntoma, lo llamo extrapolación. ¿Eras feliz realizando tus tareas? – 35
le preguntó Kurt. -Sí que lo era, pero sentía también mucha pena cuando alguien moría en mi presencia. -Fue la aflicción la que te llevó el alma, no los pacientes. Se apoderó de ti y consiguió llegar a lo más remoto de nosotros mismos. A ese punto que llamamos alma pero que tiene mucho de pensamiento. Una idea nos corroe durante tiempo. Lo achacamos a algo indeterminado o tal vez buscamos un qué ilusorio. En tu caso los pacientes. Ese algo indeterminado, aunque materializado, acaba por dominar cuerpo y mente y alma opta por abandonar el cuerpo. -¿Y tengo cura, puedo llamarte Kurt? Cada día me siento más débil. -Por supuesto, Calzapies. Tómate tranquilamente la taza de pretensiones y adéntrate en la música. Escúchala. Siéntela. Ahora mira a los ojos de este perro. -Pero… -No has de dudar. La duda nos conduce a nuestro propio olvido. -Pero… -Lo comprendo. Escucha mi voz y la música. Un soplido de flauta traslada todas tus dudas y el vacío te acoge. Conviértete en el animal que eres. Y esperemos que no te encuentres en celo. -No entiendo nada. –Le dijo Calzapies. -No es necesario entender. Viniste a recuperar tu alma y saldrás por esa puerta con ella, íntegra. Toda tu alma, sin una porción de más ni de menos. Es la nada de todos aquellos que murieron dejando el vacío en ti. Eres tú misma. Tal vez te culparan de algo pero en realidad se culpaban a sí mismos. Es sencillo arrojar las dudas, la pena y la muerte contra otra persona. Es el que arroja el que se pierde y no comprende. Tu alma es ahora un 36
parapeto de la culpabilidad. Deshazte, desnúdate –para sorpresa de Kurt Calzapies se desnudó por completo. -Es cierto, Kurt, me siento culpable. -Y más animal. ¿Qué animal eres? -Soy una ardilla. -La música va cesando. ¿La sientes, ardilla Calzapies? -Sí –Calzapies se encontraba en trance. Marmitaco se levantó y lamió su mano izquierda siete veces. Su piel blancuzca comenzó a adquirir un tono rosado. Calzapies se despertó y no se sorprendió al verse desnuda. No hizo amago de vestirse. Quiso pagar a Kurt pero éste lo rechazó y le dijo que esperase. Regresó de la huerta con un cesto del que sobresalía un pimiento verde y se lo dio a Calzapies, quien confesó sentirse virgen. Kurt le respondió que todo podía arreglarse, la cama era amplía y sus almas se encontraban intactas. Hizo salir a Marmitaco, cansado de que siempre sucediese lo mismo. Cerró la puerta. Calzapies ya le esperaba en la cama con una mirada de deseo.
Kurt y Geor llegaron a Circundia. No se veía a nadie en la ciudad flotante. Las tabernas se encontraban vacías. Encontraron a un vespasiano y les aclaró que era el día de la Consagración de Trufas Iberespaciales y todos se hallaban en el Gran Santurario. También añadió el vespasiano que la Sagrada Postura (largo tiempo buscada por Kurt y Geor) habitaba las orillas del río artificial del Pocapenas.
-¿Qué hacemos? –preguntó Geor. -Podemos entrar en una taberna antes de ir en su búsqueda. -¿Qué piensas que nos sucederá? –se encontraban en la barra de una taberna vacía. 37
-Está bien servirse lo que uno desea –dijo Kurt- No lo sé, Geor, pero me imagino y espero que regresemos a nuestro punto exacto de partida. Si creo recordar, el uno de marzo. -Casi ni recuerdo el año. Tal vez sea de otro modo, llevamos demasiado tiempo viajando por la galaxia. Si nos separásemos, trataré de encontrarte, amigo. -Si es así yo me estableceré en algún lugar donde esperar tu llegada. Y nos volveremos a correr una buena juerga en la tierra, con nuestras almas intactas. Vamos a buscar ya a la Sagrada Postura –Geor asintió y salieron del pueblo. Llegaron hasta la margen izquierda del río. -Añoro las partidas de romperrancios –dijo Geor. -No me nombres ese juego. -La última vez fuiste mi asistente y no causaste ningún percance –se burló Geor. -Pues sí que tiene dificultad limpiar los dardos ensangrentados. Todavía eres el campeón. -Y no existe un buen campeón sin un servicial asistente. -No os acerquéis más –Kurt y Geor se detuvieron ante la voz enérgica que surgía de unos matorrales, una voz a su vez oscilante pero firme, casi metálica- Soy quien buscáis, la Sagrada Postura. -No se te ve –dijo Kurt. -Por eso soy la Sagrada Postura y nadie puede apreciar si estoy sentada o tumbada, vestida de blanco o de negro. Sé a qué venís y lo que buscáis. -Lo que queremos –le contestó Kurt- es regresar a nuestro planeta, a nuestros hogares, retomar nuestras vidas. -Vuestros temores aumentan. Volveréis a la tierra pero por separado y pasaréis el 38
resto de vuestra vida buscando uno la presencia del otro; pero será difícil. Tú, Kurt, serás un buscador de almas y tú, Geor, un buscador de verbos. -Sagrada Postura, no hay posibilidad de que regresemos juntos –balbuceó Geor. -La decisión está tomada y mi voz se ausenta.
Con la última frase Kurt y Geor desaparecieron.
Una casa baja de piedra. Cuando Kurt llegó a aquella casa conservaba un confuso recuerdo de su viaje por el espacio. Intuía que iba acompañado. Muchas noches soñaba con la Sagrada Postura cuyo cuerpo se mostraba como una cortina, como un abalorio. Poco a poco fue Kurt descubriendo su cualidad, con la ayuda de Marmitaco, a quien acogió siendo un cachorro, una mañana en la que regresaba del pueblo. Lloriqueaba en una zanja. Cuando el mastín cumplió el año comenzaron las sanaciones de almas. En ocasiones Kurt recordaba otros lugares, otra tierra, otra época y ese amigo indeterminado con el que viajaba por el espacio. Intuición de quien siente un cosquilleo en la yema de los dedos antes de que la piña caiga sobre su cabeza. Y aunque todo fuese (o supusiese) un sueño, intuía que tarde o temprano el azar jugaría a las cartas con él. Aquellos sueños no eran el resumen de un libro de hielo cualquiera. Lo que si sabía con certeza era como no dejar que el alma se le escapara y también que en algún momento de su existencia la perdió. Como sanador de almas conoció a un presidente de República, un médico, una escultora, un policía, una acróbata, una cantante de fados, un ingeniero de minas…
Kurt trazaba formas con los pétalos de las amapolas y las margaritas silvestres, cerca de la huerta. Comenzó a sonar la música de Sainte Colombe. Marmitaco ya sabía 39
poner el vinilo sin la ayuda de Kurt y arrancaba el gramófono él solo. Y aconteció una vez más, un mismo ritual. Una figura apareció a lo lejos, avanzando lentamente hacia la casa baja.
-¿Cómo te llamas? –le preguntó Kurt. -Maladruga y he sido prostituta. Sentía que cada cliente se me llevaba una porción de alma, incluso mi padre. El último pedazo se lo llevó un hombre llamado Geor. -Se me hace familiar ese nombre. -Tal vez le conozcas, es un buscador de verbos.
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EL BUSCADOR DE VERBOS
Geor llegó hasta un pueblo donde hombres y mujeres vestían con hojas de saúco y palmeras. Era difícil sostener aquellos trajes con el hijo de murciélago. A las mujeres se les desprendía del pecho y a los hombres de las nalgas, por lo que casi siempre se paseaban medio desnudos, gesticulando, en un intento de colocarse las prendas florales. Geor sospechaba que algo le aguardaba, pero no se imaginaba de qué podría tratarse. Si bien es cierto que todos buscan algo, incluso su propia alma. Había pasado por otros pueblos donde los habitantes eran incapaces de comunicarse con él. Un lenguaje que se aproximaba al sonido gutural. Frases carentes de sentido. Ante la gramática incorrecta los movimientos con las manos ayudaban a trenzar aquellas frases inacabadas.
-Tú salvador –le dijo una mujer- tú nosotros lengua. -Perdone, joven, pero no le entiendo nada de lo que dice. -Eso, yo no y todo –la mujer, a la que se le habían caído las hojas trenzadas con saúco y mostraba un hermoso pecho coronado por oscuros pezones, comenzó a gesticular. Se llevaba las manos a la boca y el vestido seguía deslizándose hasta llegar a su talleVerbo, verbo, verbo… -¿Cómo te llamas? -Me Idifrosíaca y no verbo, verbo, verbo. 41
-Al menos eres capaz de pronunciar tu nombre. Trata de decir soy, me apetece, eres. -No, imposible. Todo eso imposible. -Comprendo –le dijo Geor. Corría una ligera brisa y las nubes se apelotonaban. Geor recordó las dos piedras que guardaba en su bolsillo. Restos de un meteorito. Le indicó a Idifrosíaca que le condujese hasta su casa ya que intuía que podía hacer algo por ella. Las piedras le susurraron y sintió un escalofrío en la palma de su mano.
Kurt y Geor aparcaron la nave espacial a las afueras de la ciudad flotante de Nandracova y se encaminaron hacia el centro. Un río de aguas tibias flanqueaba el oeste y observaron los primeros edificios pintados en azul y rojo, sin ventanas. La gente les miraba con curiosidad y esbozaban una sonrisa. Los más pequeños se carcajeaban y lloraban en caudales verdes. -Todo el mundo parece feliz –dijo Kurt. -Es cierto. Diría que en esta ciudad no rigen las leyes. -¿Qué dice nuestro mapa de navegación? -Sólo figura un asteroide, Nandrocova. Pero no dice nada acerca de la ciudad. -Qué extraño. No te lo vas a creer, Geor, pero aquella anciana que siega el césped es mi abuela. -Pero si tu abuela murió hace dos años. Recuerdo el funeral –de tal manera que llegaron hasta ella. Las personas no parecían tener misión ni profesión concreta. Anarquía sin estereotipos. La gente tomaba las cosas y éstas volvían a reproducirse al instante; algunos ociosos leían, otros fornicaban en las calles.
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-También tienes que encontrarme aquí, no me dejarás tranquila ni muerta –le dijo su abuela. -No era mi intención, abuela. Y se puede saber qué haces aquí. Se supone que moriste hace dos años. -Y así fue, bien que te vi. en el entierro. Te lo creas o no, contemplé ese túnel anaranjado del que tanto hablan y me trasladé, o me trasladaron, no lo sé, a este pedazo de cielo. Aquí vivimos los muertos, menos vosotros dos. No sé cómo habéis llegado. -Yo os veo bien vivos. Si fuera como dices, abuela, cómo es que mi amigo y yo estamos hablando contigo. -Atontao. Los vivos, si vienen con malas intenciones son fulminados al instante. Aunque es muy raro ver a un vivo por aquí y más verlo partir. Así que vosotros, espero que no vengáis con malas intenciones. Ojalá aterrizase por estos lares el cabrón de tu abuelo. Ya vería, ya… -Interpreto que esto es el cielo –dio Geor. -Te equivocas, mozalbete, esto es sólo una porción del cielo. Sabemos que el cielo tiene sus dimensiones o sus divisiones, según el comportamiento que uno haya llevado en vida en la tierra. Aunque también es cierto que existen cielos para otras especies. En fin, me marcho a ver al científico. Lo bien que lo pasamos juntos. Podéis ir tranquilamente por ahí y si queréis retozar, todo está permitido, siempre y cuando seáis puros de corazón. -Qué moderna te has vuelto –le dijo Kurt- pero una pregunta; ¿y los hijos? -Ni hijos ni dada, estamos estrilizados. Divinamente hablando. -¿Estrilizados? –preguntó Geor. -Ya te lo aclararé, no conoces el vocabulario de mi abuela –dijo Kurt. -Y podéis comer y beber tranquilamente. El agua y la comida sobran porque llegan 43
desde otro cielo donde los pecadores han sido condenados a trabajar continuamente, noche y día. En Nandracova todo es ocio.
-Kurt y Geor se miraron. Ojos de serpiente. Pensaron en un suculento almuerzo y después de ir a la biblioteca a consultar su próximo destino, retozar con la pureza en la que tanto enfatizó la abuela de Kurt.
Geor acompañó a Idifrosíaca hasta su habitación. Una habitación amplia pero poco vestida, como Idifrosíaca, a quien ya se le caía la falda de hojas de saúco. Una cama de madera con dosel, una mesilla de roble, una silla de mimbre y una tinaja de barro. Geor le propuso que se desnudase, más bien que se quitase el andrajo que llevaba por vestido, corporal y espiritualmente. Idiofrosíaca obedeció y se tumbó en la cama. Geor puso las piedras entre sus pechos, en su vientre y en su tupido sexo. “Vuelva a ti el verbo”, dijo Geor. Desconocía el poder de las piedras y fue la intuición la que le guió en los pasos que tomó, en la posición en que colocó las piedras. Idiofrosíaca abrió los ojos y su rostro se tornó más cetrino. Sudaba como cascada lejana de una selva donde pequeños gusanos iridiscentes pedían auxilio porque no podían retener el verbo; “auxilio, nosotros no… auxilio, este tipo hidroputa, auxilio”, gritaban.
-Oh, Geor, puedo hablar con normalidad. Escucha, un verbo, asentir. Y otro, amar. Oh, Geor, soy tan feliz, bésame, abrázame, háblame. -Es la emoción, Idiofrisíaca, pero no debo hacerlo ya que perdería mis poderes. -¿Y cómo lo sabes? -No es que lo sepa, realmente. 44
-Pues entonces bésame, abrázame, hazme tuya. -Lo siento Idiofrisíaca, pero sólo puedo hablarte. Has de ejercitar el verbo y yo no debo supeditar mis poderes rindiéndome a la carne. -Te pido perdón, pero ha sido tan horrible. No poder expresarme, decir me llamo o siento o tengo. -Decir que me lo imagino es una vulgaridad. -Me vestiré, es más, saldré desnuda par no perder el tiempo y transmitiré a mi pueblo la noticia; realmente eres quien esperábamos. Siempre esperábamos, como en un sueño. -Me quedaré esperando, supongo que todos querrán sanarse. No te importará. -Claro que no, Geor, y cuando sanes al resto del pueblo podrás descansar en la casa.
Geor se sentía como un reloj de arena, como un sol en un país de oscuridad. Reconocía que la intuición no lo era todo. Era necesario algo de pragmatismo y de ensayo, donde lo experimental conduce al resultado. Se preguntaba quién realizó la sanación, si las piedras, el poder sugestivo de la mente su capacidad. Para qué complicarse intentando desenterrar huesos sin identidad. Sólo esperaba que las piedras y el enigma funcionasen con el resto de los habitantes. Y así fue. Idiofrisíaca fue corriendo de puerta en puerta gritando, verbalizando con sus congéneres sin verbo. Se acercó hasta las huertas, los arroyos, el bosque. No hubo hombre, mujer, niño o anciano que no supiese que estaba sanada. El resto del pueblo hicieron cola, un enorme gusano vestido de flores de saúco, en la puerta de la casa de Idiofrisíaca. Geor los fue atendiendo y sanando. Tardó tres días en conseguirlo. Al cabo, hicieron una fiesta en su honor, donde asaron nubes de cordero y 45
truenos de vaca. El vino corrió de boca en boca, ancestral costumbre del pueblo. Geor preguntó. Ramicín, Ramicín era el nombre del pueblo.
-Aquí no encontraremos a la Sagrada Postura –dijo Geor. -Tengo la sensación de que no. -Simpática tu abuela. A qué se refería con lo del cabrón de tu abuelo. -Una larga historia, Geor. Mi abuelo aparentaba ser otra cosa. Yo pasé mi niñez con él. Pero murió en mi adolescencia y no tenías datos hasta que hablé con mi abuela. De lo que se finge y lo que se es. Mi abuela debía tener razón, fue bastante cabroncete, podríamos decir que una persona falsa, un hipócrita. -Lo siento, Kurt, sé que lo tenías en estima. -No tienes que sentir nada y además, prefiero conocer la verdad. No me atrae vivir en la ignorancia y me disgustan los falsos comentarios por la espalda. Por cierto, qué te parece esta ciudad flotante, meteorito, satélite, cielo o lo que sea. -Pues que realmente es el cielo o, como dice tu abuela, parte de él. ¿Te has percatado? La gente lo tiene todo; algo así como lo de pedid y se os dará. -Podemos darnos un paseo y espero que no camines con malas intenciones, ya sabes. -Sí, caería fulminado. Me gusta lo que ha dicho tu abuela. -¿A qué te refieres? -Comer, beber, retozar, todo surge de nuevo. -Un goloso recalcitrante. -El que siempre dice sí a lo que le conviene. -Hay deberes incuestionables, Geor, aunque contradigan nuestros sentidos. 46
No se respiraba un aire enviciado, como en otras ciudades flotantes o planetas. Olía siempre a lavanda y pequeñas flores silvestres; gordolobo, retama o escabiosa, mezclado todo con el humo de la hoguera. El clima no oscilaba, una misma estación para un año sin días. Décadas, siglos. Kurt y Geor tomaban ambrosia y no sentían embriaguez alcanzaban los alimentos de las ramas de los árboles; una fruta, un filete de canguro o una paella de marisco. Los lugareños, esos muertos que habitaban el cielo, no parecían sorprenderse por la presencia de Kurt y Geor, ociosos. Algunos terminaban un puzzle, leían, fornicaban apaciblemente, desvergonzados, comían y bebían o cuidaban del jardín. Vieron a la abuela de Kurt, quien salía de la casa de un científico con un ramo de esmeraldas y se tumbaba en el prado colindante. Kurt sintió un poco de reparo cuando vio que su abuela se desnudaba y la cortina de la casa del científico se descorría. Geor no hizo comentario alguno. Dos mujeres jóvenes se aproximaban, iguales, gemelas. Salvo en sus cabellos. La una rubia y la otra morena. Caminaron hacia ellas. Sus vestidos, simétricos, semejaban las alas de una mariposa búho, en tonos ocres y la figura de un ojo a la altura del ombligo.
-Somos Jobaina y Jovaina –se presentaron. -¿Y quién es quién? –preguntó Geor. -Jobaina es mi hermana gemela, pero ella es morena. Yo soy Jovaina, la del cabello dorado. -Vuestros nombres también son iguales –dijo Kurt. -En absoluto –le respondió Jovaina- mi nombre proviene de la virtuosidad y el de mi hermana de la bondad. 47
-Curioso entramado que puede llevar a confusiones. Pero nos lo aclaras todo con tu explicación –dijo Kurt. -¿Os apetece tener contacto carnal y después dormir un rato? –preguntó GeorLuego hemos de partir; buscamos a la Sagrada Postura. -Nos fascina siempre que nos satisfaga e intuimos cuando es posible. Dentro de la pureza. Podéis venir a nuestra casa, tenemos una cama de cinco metros cuadrados –dijo Jofaina. -Nuestros pies cabrán de sobra. ¿Qué opinas, Kurt? -Que me apetece una siesta en una cama de cinco metros cuadrados –dijo Kurt. Cuando los cuatro se dirigían a la casa de Jofaina y Jobaina la abuela de Kurt se interpuso en el camino. Vestía una larga toga de seda de crisálida de Nandracova, en colores verde y azabache. -Tratad bien a mi nieto, jobainas –les dijo a las gemelas- Y vosotros, recordad que estáis en el cielo. No os demoréis demasiado. Por cierto, Kurt, me alegra que no sigas siendo tan bobo. Quien no se pregunta no cae en la estupidez.
La tarde caía sobre Romicin. El olor del humo de las hogueras se mezclaba con el aroma de los saúcos, los vestidos y las adelfas coronarias. Todo el pueblo se concentró en la plaza mayor para preparar un asado e hicieron en grandes tinajas la bebida típica; el aguacalnorque. Una mezcla de licor de alcornoque con azúcar negra y zumo de saúco. Geor recibía, más que felicitaciones, verbos que pugnaban con la graduación del aguacalnorque. Sólo con el hedor se sentía ligeramente mareado. Los habitantes de Romicin vestían de gala, colores de verbo entusiasmar y alegrar (verde entusiasmo y azul alegre) aunque los vestidos se les desprendían y danzaban medio desnudos. Geor les 48
preguntó que porqué no utilizaban imperdibles. Todos contestaron que tenían alergia a dicho abalorio. Idiofrosíaca invitó a Geor a su casa, viéndole cansado y un poco aturdido.
-Iré contigo, no me encuentro bien –le dijo Geor. -Me alegra tanto, eres nuestro sanador, igual que lo fue el buscador de almas. -¿Dónde vive ese buscador? -A tres millones de pasos de aquí. -Mañana saldré temprano –Antes de que dijera nada, Geor se desplomó entre los brazos de Idiofrosíaca.
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LA DANZA DE KATANIA
Kurt buscó en la sección de de trabajo de los anuncios del periódico local; destripador de piojos, cierra-armarios, friega hamacas de playa. Marcó el número de una mansión donde buscaban una persona responsable para cuidar a una anciana. Le contestó una apacible voz, como de colibrí en celo, quien le dio hora para una entrevista. Kurt disponía de tiempo para ducharse, afeitarse y cambiarse de ropa. Se perfumó con esencia de rebellón de lagartija y rebuscó en el armario hasta encontrar una camisa que le regaló Geor por su cumpleaños pasado, estampada en desperdigadas flores silvestres. Se dejó los pantalones de franela granate con los que se había duchado para que cogiesen el aroma del gel de tulipanes macilentos, a los que pasó el secador. Calcetines a rombos con campanillas de monaguillo y una chaqueta a cuadros de baldosa. Descolgó el sombrero Bogart, lo agitó en la rodilla antes de ponérselo y salió a la calle. Saludó al portero que en ese momento se debatía con las cuatro piezas de un puzzle. La cabeza de un pekinés en plena danza de Catania. La mansión no se encontraba demasiado lejos y pudo ver a los niños en los parques jugando al clavifilo. Las madres, sentadas en bancos cuneiformes, se atizaban con una guía de teléfono en la cabeza, cada vez que una superaba a la otra en un insulto vejatorio contra su marido. Una decía: “el tuyo es un lamefarolas berrugoso” y la otra le respondía: “el tuyo un almendruco espinilloso”, a lo que una tercera añadía: “los vuestros son tarugos de taberna escupitajo.” 50
-Usted debe ser el señor Kurt. -Así es, hemos hablado hace una hora. -Una escasa hora. Va usted muy bien vestido. ¿Quisiera tomar una copa después de nuestra primera toma de contacto? –dijo la joven- Por cierto, no le he dicho mi nombre, me llamo Lamecarda y soy una de las siete hijas de la anciana que va a cuidar, la señora Drusafolia. -Tomaría un coñac; pero, ya me ha concedido el trabajo, sin preguntas previas – contestó Kurt. -Ya que se obceca le preguntaré en qué otros sitios ha trabajado. -Mi vida laboral siempre ha estado ligada con las ancianas; como bodeguero, amo de llaves, secretario, concubino, palanganero, perro de lanas y jardinero. -Mi última pregunta es porqué abandonó esos trabajos. -Por cierto, tampoco le he dicho que va usted muy bien vestida –Lamecarda se sonrojó-. El motivo es que todas ellas murieron. -No sé si es halagador pero la herencia es fastuosa. Queda doblemente contratado.
Kurt y Geor escuchaban música en el bunker. Sólo les quedaba un vinilo después de los bombardeos. La aguja se clavaba en la pizarra de la tenor Malibrieta del Candor, cuya voz se escuchaba cada vez más deformada. Tomaron un trago de coñac enemigo que éstos lanzaron equivocadamente junto a varios kit de supervivencia, alguna medicina y un centenar de revistas pornográficas. Después de leerlas Kurt y Geor las utilizaban para encender las fogatas con el fin de lanzar señales de humo a sus superiores. La tropa acaba haciendo cola en las letrinas y los superiores les contestaban a Kurt y Geor que utilizasen 51
papel de tabaco u hojas de la Biblia. -¿Cuánto tiempo llevamos en este bunker? –preguntó Geor. -Cerca de tres meses. ¿Recuerdas cuando éramos quince soldados? -Ya sólo quedamos nosotros. Siempre nos dicen que traerán refuerzos pero aquí seguimos, como dos sardinas en una lata de vidrio. Espero que pronto nos den un permiso. -Según las señales de humo no estaremos aquí más de quince días –dijo Geor. -Eso espero. ¿Has escuchado? -¿El qué? -Un ruido terroso, muy cerca. -Vamos a la ametralladora.
Y así fue, una avanzadilla de soldados enemigos disfrazados de conejo avanzaba hacia el bunker por el norte. Les delataban las grandes orejas bicolores y también que uno de ellos no paraba de toser en do menor. Kurt y Geor abrieron fuego a discreción y los cinco hombres que formaban la avanzadilla cayeron trazando extrañas convulsiones, como bosquejo del pincel de pintor impresionista. A uno de ellos se le desprendió el disfraz. Saltó por el aire y se quedó encajado en una rama de fresno. El disfraz ensangrentado en el suelo y el hombre trinchado en la rama como una salchicha alemana. Algo más lejos se escuchó el ruido de cadenas de tanque y la aviación surcó el ciego como propaganda electoral. Voces de la infantería y trasiego de disparos y gritos. Kurt y Geor enfriaron la ametralladora, miraron por la estrecha franja de hormigón pero lo único que vieron fue los cuerpos ya inútiles y el disfraz de conejo.
-Creo que todo ha pasado –dijo Kurt. 52
-Una pequeña escaramuza. Espero que cuando llegue el gran ataque nos encontremos de permiso. -Yo también lo espero. Y poder tomar una buena cerveza y bailar con jóvenes mujeres en la retaguardia. -Me traslado a otra dimensión, Kurt… -Mira, Geor, señales de humo. -Descífralas tú y luego me dices; voy a fumar un puro de bohemia. Aún nos queda una caja. Debieron equivocarse porque en la etiqueta indica pastillas para los temblores y supositorios para los sudores irritantes. –Kurt leyó las señales de humo. -Nos dicen que el ataque ha sido repelido y que abandonemos el bunker. Parece que ya no les interesa esta posición. -Me negaría, después de tanto tiempo, pero son órdenes. Prepararemos los petates y bajaremos. -Iremos con cuidado, Geor, hay enemigos desperdigados por todas partes. ¿Has preparado la demolición? -Todo listo.
Kurt pasó el resto de la tarde con Lamecarda. Entraron en un café cercano donde sonaba el piano con música de Wynton Marsalis. Encontraron una mesa desocupada y pidieron dos combinados de cereza con ron hidrofilazo. En uno de los hielos colgaron una sombrilla con los colores de un caimán en celo. Lamecarda aproximó su pierna descubierta y la restregó contra el muslo de Kurt, que sintió un cosquilleo al tiempo que un acaloramiento informal. Lamecarda le relató parte de la vida de sus padres. Se conocieron en un baile durante la primera guerra. Drusofolia era enfermera y su padre, ya 53
fallecido, Cardalanas, estudiaba para contador de guantazos. Una historia que la hija conocería por boca de su madre, Drusafolia. Según Lamecarda su madre poseía una gran fortuna pero era demasiado tacaña.
-No le he hablado de su sueldo –dijo Lamecarda. -La historia de sus padres nos ha hecho olvidarlo. Me pondré a su derecha para sentir su otro muslo, si no le importa. -En absoluto, tenga el placer. ¿Quiere que me suba un poco más la falda? -Estaría encantado –Lamecarda se subió la falda hasta la altura del muslo mostrando los encajes de unas bragas malvas. -Como le decía su sueldo será de un troecio por hora. -Es un buen sueldo. ¿Y usted a qué se dedica? -Soy amasafortunas, aunque cada vez las cosas están más difíciles para personas con mi carrera. En mi familia existe una gran competencia porque las siete hermanas hemos estudiado lo mismo. -Una enfermera adinerada, un contador de guantazos muerto y siete hijas amasafortunas –dijo Kurt. -En efecto. Mi padre amasó una gran fortuna. Una buena profesión la suya, en aquellos tiempos. Y todo lo heredó mi madre. Por supuesto, no quiero que se me mal interprete. -Por supuesto, aunque tengo entendido que las amasafortunas no miran el nombre del poseedor y son capaces de hacer cualquier cosa por conseguir su fortuna –Lamecarda restregó aún más su pierna, llegándole casi hasta la cadera en una posición acrobática. -Cámbiese de sitio otra vez. O si lo prefiere puede quitarse los pantalones y 54
sentarse en mis rodillas. En este café está permitido. Y dígame; qué piensa hacer usted con su fortuna.
Kurt llegó a casa excitado. Tanta pierna y cadera le dejaron en una posición un tanto incómodo. No logró dormirse hasta que se frotó un buen rato con la almohada. Se levantó temprano para acudir a su trabajo. Con todo, ni siquiera conocía a la señora Drusafolia. En el espejo comprobó que tenía ojeras y se aplicó una crema para pieles descamadas y descoloridas. Dejó que hiciera su efecto y cuando las ojeras desaparecieron se metió en la ducha y cantó una vieja canción que decía que las damas se esconden por las noches bajo los manteles y los caballeros no encuentran las llaves de sus casas. El agua templada le despejó y al mismo tiempo volvió a excitarle, recordando las seductoras piernas de Lamecarda. Tuvo que aplicarse una pomada anti inflamatoria en sus partes pudendas. Razonó que después del trabajo llamaría a Lamecarda y con la excusa de la fortuna tal vez las piernas ascendiesen un punto más alto. Se puso unos calzoncillos de tres patas y se cambió de calcetines. Sustituyó los rombos por los círculos. Se aplicó desodorante de adelfa trepadora y salió a la calle. De camino a casa de la señora Drusafolia compró un periódico deportivo y otro de economía, donde mayor número de contadores trabajaban, redactando sus noticias sobre la cotización en bolsa. También la sección de política era fructífera en guantazos, pues las collejas entre políticos eran cada vez más habituales.
Kurt y Geor inhabilitaron la ametralladora y quemaron las reservas que no podían llevarse. Con una mochila a sus espaldas y un rifle en sus hombros descendieron por la loma. Dejaron una bomba de relojería que estalló a los quince minutos y el bunker saltó 55
por los aires formando fuegos artificiales de cemento y hormigón. Grandes cascotes cayeron sobre los soldados muertos disfrazados de conejo. Algunas moscas murieron y aquellas que sobrevivieron convocaron una huelga antibelicista. Kurt y Geor llegaron a una zona de vegetación baja.
-¿De quién fue la idea de alistarse? –preguntó Geor. -Si bien creo recordar la idea fue tuya. Alegaste que deseabas tener conocimiento del cuerpo y el pensamiento humano en condiciones extremas. Y no pudimos encontrar una situación más extrema. -Es cierto, Kurt, y ahora me doy cuenta de mi gran equivocación. Es la travesura más absurda que he visto. Debí seguir jugando al dardo culo. -Llamas travesura a la guerra. Yo lo llamaría epifanía pagana; y recuerda, Geor, que me prohibieron jugar al dardo culo. -Has de reconocer que dejaste sin grapas a los sanitarios. -Será mejor que me olvide del tema. Por cierto, crees que estos cortecitos que nos provocan las ramas en la cara nos llevarán a la enfermería. -No seas absurdo, Kurt, hace falta algo más grave. -Lo decía por cambiar de tema. Y las ganas de convencerme de que este estúpido movimiento de la tierra vale más que la sangre mutilada. -Un poco de filosofía no viene mal en la guerra; casi todos los filósofos se han criado con alguna guerra. -Mirándola desde la ventana. -Me dirás que no tiene validez. Al menos pudieron contemplar algo. -Que nosotros estamos viviendo por tu imprudencia. 56
-Temeridad –dijo Geor. En su camino de regreso se toparon con varios cadáveres de uno y otro bando. Algunos ya descompuestos. Se hacia necesario taparse la nariz con la boca manga de la guerrera para evitar el vómito. Algunos no tenían ojos y otros yacían sin piernas o sin brazos, si no eran ya un completo tronco o un tronco con agujero. Los vendepelos habían hecho su trabajo. Arrancaban la cabellera de los muertos para venderla en el mercado negro a los peluqueros, quienes confeccionaban pelucas naturales. Muy de moda entre la aristocracia donde las melenas hacían furor y los oficiales sustituían el casco por un lazo rojo, a modo de distintivo. Apenas les quedaban cinco mil pasos para llegar hasta su posición cuando se escuchó un gran estruendo, como de rocas entrechocando. Kurt y Geor fueron desplazados varios metros y sus cuerpos chocaron contra un árbol. Quedaron inconscientes.
-¡Qué agradable caballero! –le dijo la señora Drusafolia- Usted me recuerda a un muchacho al que atendí en la guerra. Esa marca en su frente… -Nunca he estado en ninguna contienda –le dijo Kurt. -Terrible, menos mal que he sido fuerte. Allí conocí a mi difunto marido, el señor Cardalanas. Muy trabajador. Un gran contador de guantazos. Cuando libraba en el hospital de campaña, iba al salón de baile para verle. Entonces estaba acabando su carrera. Y luego, peor que la guerra, mis siete hijas estudiaron para amasafortunas. Ni siquiera una me salió enfermera. Y sé, sé lo que pretenden esas guarras. Lamecarda es la peor de todas, ya le habrá intentado engatusar. Tenga mucho cuidado con ella. -Tuvimos una conversación y luego volví a verla. A usted no puedo mentirle. Pero nada más. 57
-No le importe decírmelo, hubo roce. -Pues sí, señora Drusafolia. -Ya le decía yo, ya le advertía. Como ha comprobado no dejo de comer lo mismo y siempre se lo hago probar a usted antes. Por la mañana mi café y mis churros. A mediodía un tazón de arroz y un pichón y por la noche una sopa y una tortilla de ortigas. Y el té de las cinco, invariablemente. -Hoy no deberíamos probar el té, señora Drusofolia. -Lo sé. Que me visiten mis siete hijas juntas significa dos cosas, o que se han vuelto locas o que pretenden envenenarme. Y locas no están. -Me inclino por apoyar la segunda afirmación. -Usted es un caballero serio y responsable. Tiraremos el té y les dirá, bueno, será Lamecarda la que se erija en interlocutora, que no dio resultado. Le despedirán y buscarán otro enfermero para tratar de envenenarme. Pero por sus servicios le entregaré cuatro mil troecios; y que no lo sepan mis hijas. -Es mucho dinero. -Usted lo merece más que esas arpías. Y tenga mucho cuidado de no decirles nada. No sabe usted de lo que son capaces. Guárdese de mis hijas que al lobo le verá venir.
Kurt y Geor se despertaron en el hospital del pueblo. Un hospital habilitado en la iglesia con las camas muy pegadas, sin espacio casi para una pequeña mesilla divisoria. Ambos tenían varias costillas rotas además de una pierna, Kurt y un brazo, Geor. Los ojos amoratados y algunos cortes desparramados por el cuerpo. Había un gran movimiento de enfermeras. Kurt y Geor apenas podían ladear la cabeza.
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-Lo conseguimos, Kurt, nos salimos con la nuestra. Ya tenemos el permiso. -Vaya manera de conseguirlo. Mira en qué estado nos encontramos. -Al menos estamos vivos. ¿Tú recuerdas algo? -Solamente que salí volando. -Señorita –llamó Geor. Una de las enfermeras se aproximó- ¿dónde nos encontramos? -Están en el hospital provisional de Ciencicuta. Sufrieron un terrible golpe por el estallido de un obús. Pero ya están bien, sólo necesitan reposo. -¿Cómo se llama usted? –le preguntó Geor. -Mi nombre es Drusafolia –Kurt la miró de reojo cuando se alejaba. -Nunca le hagas proposiciones a esa enfermera, Geor. -¿Por qué? -Conozco su futuro. -Estás delirando. Enfermera, enfermera… -gritó Geor. Drusafolia regresó al pocoMi compañero está delirando, dice que conoce el futuro de usted. -No se preocupe, le pondremos un calmante. Y usted, porqué dice conocerme. -Su novio se llama Cardalanas, verdad. -Pero; cómo puede saberlo –preguntó Drusafolia. -No los sé, no sé, me lo dijo Lamecarda –y Kurt entró en un profundo sueño.
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LA POLLA DE GOMAESPUMA
Llegó un momento en que sentí que cada poema que escribía no era sino una copia del poema anterior. Eso provocaba en mí una angustiosa desazón. Como una dama que siempre se compra el mismo sombrero o un caballero que no se cambia las antenas interiores. Aguanté con el mismo poema cosa de un mes. En aquella época salía del trabajo y me encerraba en casa. Se hizo costumbre. Una de esas tardes en que el poema continuaba repitiéndose me puse a dar vueltas por la casa acompañado por una sombra, hastiada también de mí. En una de las habitaciones amontonaba revistas que recogía en las basuras. Revistas de arte, decoración, historia, pornográficas, de fotografía. En fin, una ingente cantidad de imágenes que rondaban mi intuición. Comencé a mirarlas de nuevo y recorté aquellos fotogramas que más me sugestionaban. A nivel artístico, entendámonos. Primero fue la tijera, luego llegó el cutre. Eran noches en las que también me masturbaba dos o tres veces. Lo veía como un poético desahogo ante mi falta de inspiración, ese entramado brusco de mi cabeza. En ocasiones. Una voluntad dentro de la confianza. A un desnudo femenino recostado de Modigliani le sustituía la cabeza por un puerro que atravesaba su sexo convirtiéndolo en una pierna. En una fotografía nocturna en sepia de Brassaï trabajaba con el cuter recortando con la paciencia de una lombriz troceada que se recompone junto a las farolas, pegando en los reversos ojos de modelos, lo cual complementaba y satinaba la luz. Este quehacer duró una semana. Tenía una caja con hilos, pinturas acrílicas, cáscaras de cacahuete, hojas secas, palillos, que comencé a 60
complementar con las imágenes ya recortadas. Y de ahí surgió la pintura. Luego me dediqué a mezclar el color como quien mezcla las sensaciones.
No sé porqué me empeñaba en ser escritor. La vida como una imprenta, salvo que la vida te la puedes guardar como un caramelo, en el bolsillo, y esperar que se deshaga. Y todo cuanto sale de la imprenta, bien embalado, es ya insustituible. Claro que, mi número de lectores debía reducirse proporcionalmente al número de amigos restado de los enemigos que me rondaban. Tampoco es que anduviera buscando un best-seller. Supongo que me habría agobiado ante tanta demanda y un exceso de cartas condescendientes. Si bien me planteé que escribir sobre cagarrutas bien podría conducirme a la fama (efímera por otra parte) y comprarme una casa, un coche y un frigorífico nuevo. Tener un séquito de damiselas a las que regalar un abrigo de piel de rata e invitar a cenas donde servirían pollo con hongos de mondadisco. Recuerdo un collage donde sustituí los alimentos de un frigorífico por manos y pies, a los que añadí una hoja seca de roble e hilos blancos y negros. Y retomo el tema de la pintura, ya que durante tres meses fue lo único que hice. Apenas dormía aunque siempre llegaba a tiempo al trabajo, con mis ojeras como continentes. Me pasaba las noches masturbándome, bebiendo y pintando. Ahora no sabría establecer el orden aunque creo que cada noche suponía una paráfrasis distinta, un puente imaginario que no siempre empujaba las mismas aguas.
El ambiente oxidado del café-galería. Una noche más, certera flecha de la propaganda del deseo. Donolo al piano en una variación de Everything happens to me de Sonny Rollins. Acrecentó algo el ritmo a la melancólica melodía. Kurt y Geor tomaban una copa de yerbawhisky en la mesa esquinada del piso superior. Olietta Tieta se 61
encontraba en la barra, tomando un combinado de hisajorcias, una mezcla de ron, flor de saúco y nuez molida.
-No dejas de mirar a Olietta –dijo Geor. -Recuerdo nuestra última conversación, si se puede llamar conversación a una serie de reproches oh mami, mami, incluido el haber ido a jugar al dardoculo. Con mis amigotes, dijo, despectivamente. -Los cambios sintomáticos y sistemáticos de hombres y mujeres, querida hormona. Sin embargo, tampoco deja de mirarte. El amor, odio –dijo Geor. -O los tontos del bolo, teniendo en cuenta que la dejé con la palabra en la boca –le dijo Kurt- Pero esta noche no tengo ganas de estar con ninguna mujer, sea inteligente o tonta, después de que yo me autoproclamase un hombre bobo. Además, está con otro bobo como Laercio Cuito, el hombre de las gafas tapón y la carrera recién terminada. -¿Sabes que por fin ha conseguido aprobar la asignatura de clavacruces cementenarias? -Para el bien de su carrera de artes necrófagas. Lo sabía, por eso ahora se pavonea como un pavo real con una tesina en mente; la diferencia entre los vivos y los muertos. -Acertaste. Y lo celebra de la misma manera, yendo de parroquiano en parroquiano, soltando su teoría de la invertebración de los cadáveres. Verás que pronto se cansa de él Olietta. -Espero que Laercio Cuito no suba a nuestra atalaya. -Descuida, como buen buitre, sólo arremete contra las presas solitarias.
En ese momento entró Orson en el café-galería. Donolo seguía improvisando sobre 62
temas de Sonny Rollins. De nuevo con un mayor ritmo a Blue Rom, sobre piano de Ray Bryant de fondo mientras Sonny le pegaba fuerte al saxofón. Donolo agitaba los dedos como una cortina de niebla sobre el piano, que él mismo afinó esa misma tarde, como si de un teclado de ordenador se tratase. Cuando Orson vio a Lamercio Cuito hizo un gesto al camarero y subió, rápido como felino, las escaleras metálicas alfombradas en sintasol. Al encuentro de Kurt y Geor, quienes no pudieron evitar sonreír. El saxofón transformado en piano, la sensatez disfrazada de combinado alcohólico que Olietta tomaba apretando los labios como un puchero ennegrecido para absorber con una pajita de color verde triguero.
Yo no lo pretendía. Os lo aseguro que no lo pretendía. Y no hablo de un asesinato ni nada por el estilo. Quiero decir que mi intención siempre fue la de ser escritor. Pero heme aquí pintando. Mi primera serie de pinturas la califiqué como prehistórica. Y así fue, basándome en las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira y Lascaux. De esta manera, con fondos oleados en colores salvajes y figuras realzadas por pequeñas piedrecitas, comencé a pintar. De la etapa inicial prehistórica pasé a una segunda etapa figurativa. Algo así como mezclar a Picasso y Braque pero sin ser ni Picasso ni Braque. Olvidaba a Miró y a Pollock. Una tarde vino a mi casa Jamecho, un antiguo conocido convertido ahora en editor calzapiedras. Me convenció para exponer y encontré varias salas dispuestas a colgar mis eyaculaciones nocturnas, despilfarros masturbatorios y, en fin, un tanto alcoholizados.
En esa época conocí a Deborá, que no tenía siete brazos como una menorá pero sí un coño tremendo. Recuerdo cuando se introdujo un preservativo femenino. Mi polla, y es 63
talentosa, parecía navegar en un mar de plástico. Sin preservativo también seguía navegando. Allí se escondía Ítaca. No había manera de que su vagina se aferrase como es debido sobre mi polla y me veía obligado a realizar posturas acrobáticas para llegar a la eyaculación. Adelante, atrás, arriba y abajo. No había manera, ya digo. Un gran higo el de Deborá. Y conseguía lanzar mi chorro abundante, por fin, que hubiese sido más pródigo de haberse tratado de cualquier otra de mis amantes. Pero no debemos quejarnos y sí investigar todo aquello que nos es ajeno. Antes que la voluntad nos atrape o la desidia nos obligue a abandonar.
-Tengo alguna polla de mis amantes en gomaespuma –dijo Deborá. Realmente no se trataba de gomaespuma pero no recuerdo el material que mencionó. Trabajaba figuras con látex, cartón piedra y otras materias primas. -No jodas –le respondí asombrado. -Acabamos de hacerlo –eso ya lo sabía, como intuía que hubiese sido necesario complacerla con otras tres pollas de gomaespuma. Pero lo dijo como si yo no me hubiese enterado, o al contrario, ya nos entendemos- Y me gustaría tener tu polla moldeada –me dijo. -Ni hablar. Además, cómo se hace eso. -Es sencillo, sólo tienes que permanecer media hora con la polla tiesa y de esa forma construyo el molde. -Así como así –no me estaba burlando, ni mucho menos. -Te ayudaré a estimularte. Tengo películas pornográficas, revistas y haré un desnudo estimulante para ti, con lencería fina –añadió Deborá. No cabía duda de que se trataba de un gran coño parlante. Alguien caía en la tentación de verse retratado (verla). 64
Por el contrario yo estaba cayendo en un abismo, o en un gran coño-abismo. Donolo dejó de tocar piezas de Sonny Rollins y ahora improvisaba sobre el tema I can´t see yo de Tim Buckley. El ambiente se había oxidado aún más con el transcurrir de los minutos y Lamercio Cuito continuaba buscando víctimas solitarias a las que narrar sus nuevas teorías mortuorias. La obtención de un título después de veinte años de laborioso estudio y mucho sopesar por parte de sus padres, al que el tiempo le dio la razón. Vestía una toga negra desgastada con una franja horizontal morada a la altura del pecho y llevaba sandalias de piel de zarza silvestre, lloviese o luciese el sol. Geor propuso ir a jugar al dardo culo pero Kurt se negó alegando que tenía prohibida la entrada en todas las salas. Solamente con verlo llegar el propietario de la sala contigua al café-galería palidecía y una especie de moco amarillento manaba de sus orejas.
-Bajaré a por mi copa, ahora que Lamercio ha encontrado a alguien con quien desahogarse –dijo Orson. -Tengo que ir a jugar, Kurt, necesito entrenarme para el campeonato nacional –dijo Geor. -Veo que no te basta con el campeonato local –respondió Kurt. -Ya sabes, una cosa te lleva a la otra y no quiero perder la oportunidad. Me gusta el juego y también el dinero. ¿No quieres volver a ser mi asistente? -No me produce ninguna satisfacción, salvo recordar que casi mato a seis personas –en ese momento Orson regresaba con su copa. -¿Tenéis planes para esta noche? –preguntó Orson. -Ninguno, excepto Geor, que quiere jugar al dardoculo. -Podrías resarcirte de la otra noche. Me refiero a Olietta y conste que no lo digo 65
con sorna-dijo Geor. -Más que un desastre fue la caída de un muro sin nombre. Si se lo pusiéramos no saldríamos de aquí en quinientos días –dijo Geor. -Tampoco exageres –dijo Kurt- ¿Sabéis, estuve haciendo una prueba literaria? Entré en un chat bajo el nombre de una mujer. Precisamente Deborá. Pensé en Latietta, de todas formas. Es increíble la de hombres que contestaron. Y sí, todos buscan lo mismo. Primero sexo y luego, si surge, amistad. Obtendré material para un buen relato. Algo así como la polla de gomaespuma. -Si tú lo dices –dijo Geor- pero no has descubierto nada nuevo. Todos sabemos que al monte le tira el orégano. -Todo depende del enfoque que le dé. Las focas no tienen la culpa de morir apaleadas. Geor y Orson se despidieron deseándole suerte con su noche anti dardoculos. No hubo ironía en ello, más bien sarcasmo. Olietta Tieta, viendo que Kurt se quedaba solo, subió lentamente las escaleras, con un par de combinados en la mano. Donolo descansaba, al igual que el piano, quien pedía una jarra fresca de cerveza, Donolo.
Si nos lo planteamos, si lo pensamos, incluso si indagamos en la blasfemia, llegamos a la conclusión de que participamos de un mundo extraño. Farolas que susurran y peces que se mordisquean la cola esperando que les crezcan lechugas y el campo se torne más fértil. Deborá compartía piso con una amiga, Canicala. Ese fin de semana vino de visita su novio, el de Canicala, que vivía en Carcasota. Era fotógrafo profesional y al enterarse de que yo pintaba y solía hacerlo desnudo quiso ir a mi casa para sacarme unas fotografías. Cogimos mi coche, una destartalada erre pulgas y nos acercamos, subiendo 66
por la gran avenida. Ya en el estudio de mi casa me preguntó si me importaba desnudarme. En absoluto. Y me sacó las fotografías, el novio de Canicala, con un cuadro de gran formato de fondo, que en ese momento trabajaba por encargo para una amiga. Pasado un tiempo, me envió unas fotografías que una noche de despropósito quemé en una hoguera, en la chimenea del salón de una casa de piedra. En una antigua casa donde posteriormente conocí a Deborá. Todo el mundo se fue después de aquello, las fotografías y las cenas y todo lo demás, y qué bonito y volveremos a vernos y deja de hacer prueba con el chat. Escribe o pinta, tío, que es lo tuyo. El dejá vu. Sí, realmente he llegado a la conclusión de que no sirve ni para hacerse una paja. Dicho así, pensado así, con la brusquedad que se le presupone a un vikingo en plena conquista. Ni la mentira ni la ficción me agradan, salvo cuando escribo. Fue otro fin de semana cuando Deborá después de mucho insistir accedí a que preparase una base de escayola para hacerme una polla, mi polla, en gomaespuma, o algo por el estilo. Deborá se ganaba la vida con figuras de gomaespuma, látex, cartón piedra, sesiones chinescas, videos educativos y muñecos infantiles.
-Me gustaría tener todas las pollas de mis amantes moldeadas –me dijo. -¿Y cuántas tienes? –le dije. -Unas cuantas. Anda, relájate.
Y me relajé cuanto pude. Se puso lencería, como había prometido, bailó delante de mí hasta que se me levantó, introdujo en el video una película pornográfica y dejó revistas de chicas rubias y negros empalmados para que me deleitase con las imágenes. Personalmente prefiero los tríos de mujeres. Con una especie de molde en forma de pulpo 67
me tuvo media hora con la polla empalmada. Los brazos eliminaban los grumos de manera que no formasen protuberancias y la polla quedase lo más fidedigna posible. Y finalmente lo consiguió. Cuando la vi. exclamé, dios, parece más grande de lo normal. No pasó mucho tiempo hasta que me marché de su casa. Pero sé que mi polla, ahora, la ven los colegiales en clase de ética y sexología. Ante la falta de dinero prefirió la pasta que mi polla de gomaespuma le proporcionó.
-La última vez no acabamos muy bien –le dijo Olietta a Kurt. -No sé a qué se debió. -Podríamos volver a empezar –dijo Olietta. -¿En tu casa o en la mía? -Prefiero en la tuya –respondió Olietta- convivo con una mujer extraña que sólo quiere hacer réplicas de las pollas de sus amantes. Tuvo que vender la única que tenía.
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683 PLANTA NEUROLOGÍA
El ambiente se hacía ya insoportable. Casi siete días sin salir de la misma habitación. Lo mismo que decir una semana. Al menos Kurt se encontraba solo entre las cuatro paredes de las que no podía salir. Una enfermera le despertó a las siete de la mañana para tomarle la temperatura. El primer amanecer Kurt se quedó blanco. Como un pez abisal que sale de compras o una tortuga con empacho de caracoles. ¿A esas horas? Regresaba la enfermera que llevaba una especie de anillo en el labio inferior y tomaba nota en el cuaderno. Luego le preguntaba si el día anterior fue al baño a defecar. ¿Cuántas veces? Aquello se convertía en un cuestionario íntimo, en un interrogatorio sin esposas ni porras. No penséis, mentes, no penséis. Cuando se marchaba con la temperatura y el número de cagadas Kurt sabía que disponía de dos horas para hacer cuanto quisiera. Comenzó colocando una mesa azul que curiosamente no era cuadrada ni rectangular, acercaba una cómoda silla y como le quedaba baja colocaba a modo de cojín la almohada doblada en dos. La almohada doblada en dos tenía mayor geometría que la mesa azul ribeteada en un marrón roble. Ponía música, algo de Africa o barroco, a un volumen apenas perceptible para no molestar a los demás vecinos de planta. Esparcía las hojas y dejaba en la esquina izquierda una biografía de un autor sobre el que trabajaba un ensayo. Precisamente, esa noche terminó de leer uno de sus libros, Que se mueran los sapos. Estaba prohibido fumar. Esa mañana el amanecer no se mostraba demasiado atractivo de 69
modo que no sacó fotografías. A sí mismo ya se había sacado unas docenas, sobretodo en blanco y negro y en sepia. Si surgía el tema de la fotografía siembre citaba a Brassaï. Puede existir una distancia de perros en celo cuando en ese momento lo que Kurt desea por encima de todo es fumarse un cigarrillo. Para ello lo primordial es quitarse la bata y dejarla bien doblada sobre la cama. Estética de la ruptura de la tradición. La rejilla inferior de la puerta de la habitación no suponía ningún problema ya que el aire provenía desde el pasillo hacia adentro. Kurt cogió el neceser y se encerró en el baño. Previamente había añadido a un vaso de plástico con agua una especie de papilla viscosa que extraía de un aparato que colgaba a la izquierda de la puerta del baño, en el exterior. Kurt supuso que aquella viscosidad era para limpiar a sus vecinos ancianos y olía peor que un cadáver en descomposición metido en una caja de plástico o en todo caso como el pedo de una vaca en una conejera. Kurt ya contaba con el elemento que le permitía ocultar el olor, el humo y si es preciso el control horario, exhaustivo por parte de los médicos y las enfermeras. Todo este envite para echarse unas caladas. El baño es amplio. La ducha con puerta, esquinada, frente a un espejo redondo en la pared derecha. Kurt requiere de su fuerza para abrir la puerta acristalada de la ducha, que emite un sonido grave y sonoro. Tose para disimular, pensando que tal vez se pueda escuchar desde fuera. Es hora de silencios, salvo algún carro que rompe la monótona secuencia. Entonces se reclina, en una postura que recuerda las ilustraciones de los libros de yoga o el Kamasutra y coloca el canuto de cartón del papel higiénico sobre el desagüe. Es el momento de encender el cigarrillo.
-Pero no podemos andar con muletas –le dice el doctor Sucre. -Si, de acuerdo, de nuevo ser uno mismo. Tal vez no debí emplear esa palabra ni tampoco esta utopía. Tal vez quise decir intercambio de los caracteres o indecisión 70
emocional. Y tiene su correlación. -Seguramente si –le contestó Sucre sujetándose la barbilla como si fuera a desplomarse en cualquier momento- La premisa es no depender de nada ni de nadie. La independencia emocional. -Lo sé, sólo de nosotros mismos. Y en ocasiones ni siquiera eso es válido. Pero si te escayolan precisas de muletas. El mal está en la escayola. Y en el coche que te atropelló, no podemos obviarlo. -Ya, quieres decir… pero cuando te quitan la escayola también te deshaces de las muletas. -Pero se necesita una larga rehabilitación –dijo Kurt. -¿Te ríes de todo o acaso tienes respuesta para todo? -Si me río es acaso de mí mismo. Y no sé las respuestas, sólo al reírme de mí mismo es cuando las obtengo. -¿Qué sientes en estos momentos? -Esta es una pregunta muy profesional. Te refieres a las emociones, si siento amor o que estoy enamorado, odio, recelo y todo el resto de resquemores; hastío, alegría o empatía. -Más o menos. De una manera general, digamos –Kurt pensó que de una manera general era una estupidez. -De una manera general pienso que soy como un caracol, es más, soy un caracol que se encuentra tranquilo hasta que llega la lluvia. -Muy oriental, Kurt. Si alguien no tuviese un mínimo de confianza contigo o te conociese muy poco, pensaría que realmente estás loco. Yo me divorciaría -¿De quién? Para eso hay que estar casado. O atado a un árbol. Que viene a ser lo 71
mismo. Divorciar no creo que sea la palabra adecuada. -¡Por Dios! Siempre me haces exclamar por el altísimo –dijo el doctor Sucre. -Eso sí que es una muleta. Y yo lo hubiese dicho en minúscula, soy politeísta.
En lo más profundo, incluso en lo superficial, al doctor Sucre le agradaba conversar con Kurt. Pero casi siempre sentía que todo se traspapelaba y era él, el doctor Sucre, quien se convertía en paciente. Cuando a Kurt le llevaban la bandeja de la comida, la dejaban sobre una mesa alargada y estrecha que Kurt acercaba al extremo de la cama, y en posición de loto, como un buda, comía tranquilamente hasta el punto de que cuando iban a retirar la bandeja de plástico cuneiforme, todavía seguía comiendo. En la etiqueta figuraba el nombre del paciente, la fecha y el menú. Dieta basal. Buscó en su diccionario escolar y a la palabra basa le seguía basalto pero de basal nada. Acudió a la etimología. Nada, especulación soterrada como un poblado medieval. Y no contaba con ningún diccionario médico o nutricionista a mano. Se lo pediría a su amigo Geor. También pensó en preguntarle al doctor Sucre pero seguramente hubiese mencionado a Dios, lo que hubiese aumentado la media, dando paso, con ello, a la transmutación de la palabra y los objetos perdidos de Dios. La comida era buena, con poca sal, como a Kurt le gusta. Después de la comida procuraba no dormirse porque a la media hora entraba una enfermera, después de que una auxiliar hubiese retirado la bandeja (las chancletas de tacón elevado y los pantalones transparentes que las convertían en modelos de lencería indicaban su grado según el color, el de los pantalones; auxiliar, enfermera, señora de la limpieza o sus masculinos, sin olvidarnos de los doctores y sus femeninos), entraba para tomarle la temperatura. Aquello de la temperatura se convertía en una obsesión. Y esa mañana, esta mañana, no le tomaron la tensión. No siempre procedían de la misma 72
manera y en un mismo orden. Tampoco había pasado la señora de la limpieza, quien acostumbró a Kurt a cambiar los muebles de sitio para convertir lo inútil en un despacho donde escribir y trabajar los textos propios y estudiar o leer, aunque esto acostumbra hacerlo en la cama, como acto amoroso con anuncios publicitarios de por medio. Un sencillo despacho, por el momento. Cambió de música, algo más barroco y pensó pedirle a su amigo Geor, cuando le llamase, antes de sus habituales visitas, una caja de pinturas, una cartulina y unas hojas secas.
Después de dar una calada expulsaba el humo a través del canuto de cartón del papel higiénico dirigiendo el humo hacia el desagüe. El humo desaparecía prácticamente. El tope eran cinco caladas. A Kurt no le gusta o más bien le disgusta que le opriman el brazo con ese aparatejo digital pero ya que y sólo ya que se encuentra en una especie de hotel balneario gratuito, algún esfuerzo tendrá que hacer. Al fin y al cabo todo tiene algún precio, incluso los besos deliberados. Esto ya se sabía antes de que inventasen la moneda y luego el papel moneda y el papel que no es moneda pero supone un ingreso. Un tremendo conflicto.
-Finalmente quedamos en que tu amada y tú no sois muletas. Bien, Kurt, y espero que en esta conversación no me hagas exclamar ningún por Dios. -No, por dios, pero ya lo has hecho. -Detesto tu primera frase –el doctor Sucre trató de contenerse-. Veamos, cómo llevas tu estancia aquí. -Lo cierto es que me gustaría poder salir de la habitación. Ya llevo mucho tiempo encerrado y sería agradable dar un paseo por la calle, con esa polución insobornable y 73
todas las gamberradas de los chiquillos. Tomarme un buen batido de fresa y calcular los pasos por minuto de la gente que se ve obligada a esquivarse para continuar su marcha. Y esas muchachas incipientes a las que les importa poco la altura de sus faldas. Y no me consideres un obseso u obsceno. -Ten un poco de paciencia. Respecto a lo de las muchachas sé a qué te refieres. No tiene trascendencia, siempre y cuando te limites a mirar sin demasiada obstinación. -Qué remedio, Sucre. Y veo que por fin haces juegos con las palabras. Podría escaparme, bien lo sabes, pero ahora mismo no tengo nada mejor que hacer y aquí me encuentro bien. También sé que un paseo precisa de una firma, la tuya. En fin, casi lo tengo todo, no es cuestión de quejarse, aunque en realidad no tenga nada. -¿Qué quieres decir? -Evidentemente nadie tiene lo que desea. -¿Y si sólo pedimos lo justo? -¿Qué es para ti lo justo? -Podría responderte con otra pregunta y se nos pasaría la sesión. Los justo, simplemente un vaso de agua cuando tienes sed. -Esta respuesta ya me parece más filosófica que oriental. -En el fondo es lo mismo, no encuentro diferencias. -He comprobado que te atraen las citas improvisadas –dijo Kurt. -Sí, en casa tengo varios diccionarios de citas y reflexiones. -¿Y de refranes? –se burló Kurt. -No, no, sólo de citas y reflexiones. Recuerdo una de Fernando Pessoa: fingir es conocerse. Profundidad. Háblame de alguna mujer que no sea tu amada. -¿Cuál de ellas? Para no fingir. 74
-Por… en fin. La que más hayas detestado. -Acabamos detestando todo aquello que perdemos. Por una razón u otra. Tal vez porque no quisimos perderlo. Y el olvido se reduce a cenizas, otra mentira. -¡Por Dios! -Lo intuía…
Kurt concretó que el número ideal de caladas era cinco. Guardaba en el neceser el mechero y lo que quedaba del cigarrillo. Un cigarrillo venía a durar tres o cuatro tandas con todo su artificiosidad. Una vez apagado rociaba las paredes con el mejunje de olor a pedo de vaca en una conejera. Y en ese momento Kurt dejó de escribir. Llevaba escribiendo desde las siete, desde que le tomasen la temperatura a primeras horas de la mañana. Se preguntó cuál era el motivo. ¿Por qué despertar a los pacientes tan temprano para ponerles un termómetro sudado cuyo mercurio conversaba con los pelos del sobaco? Fue al baño a por agua. El olor a tabaco se había disipado y quedaba en el ambiente un perfume de ancas de ranas fritas en una piedra. Se paseó por el cuarto para estirar las piernas. La habitación era amplia y podía caminar, incluso formando un pequeño círculo. Sólo le faltaba algo de desnivel para imaginarse ascendiendo una colina o una montaña. A falta de pendiente las paredes se transformaban en álamos, en una larga avenida jalonada por secuoyas, donde podía ver perfectamente los rótulos de los comercios. Se escuchaba ya, afuera, el arrastrarse de la mopa de la señora de la limpieza. Kurt estuvo sentado sobre la cama el tiempo en que la señora de la limpieza, una vez hubo entrado en su habitación, tardó en barrer, fregar y quitar el polvo. Para darle más facilidades Kurt cambiaba los muebles de sitio y desmantelaba su despacho acercando el mobiliario a las paredes. Más o menos quedaba como las habitaciones de sus vecinos. ¿A nadie más se le ocurrió cambiar 75
una silla de sitio? Todo parecía tan formal. Claro que muchos de sus vecinos permanecían entubados y no podían moverse. Cuando se secó el suelo Kurt reinstaló de nuevo el despacho y prosiguió con la escritura. Mientras estuvo sentado en la cama estuvo haciendo conjeturas sobre la rejilla de la puerta de entrada. Cayó en la cuenta de que no debía abrir la ventana cuando fumaba pues la corriente de aire hubiese cambiado de dirección y cualquier olor o efluvio traspasaría la rejilla y el olor iría directamente al pasillo, cerca de las enfermeras. Para llegar a esta evidente conclusión su estúpida carrera de letras y sus lecturas sobre botánica y astronomía no servían para nada. Medio minuto de deducción y sentido común bastaban, que es lo que te roban en las universidades al cabo de un minuto.
Tras arrojar el apestoso mejunje contra las paredes del baño Kurt dirige con la toalla el escaso humo sobrante hacia un conducto de aire incrustado en el techo. Es comprensible que castigasen al vecino de arriba sin postre. Kurt se quita las zapatillas, que necesitan un buen lavado, y con rápidos movimientos deja un olor a pies que se mezcla con el de pedo de vaca en una conejera. Sus brazos se convierten en aspas de molino respondiendo a los ataques de un Quijote disfrazado de nicotina. Se lava la cara, los dientes, se da crema hidratante y todo queda resuelto. Aunque haya costado más encender el horno que preparar el pollo y con la sensación de que, después de haber purificado el ambiente, aún le quedan ganas de fumar. Pero el olor a tabaco se ha disipado, en todo caso una mezcla sin adjetivación a la que si añades alcohol conviertes en perfume. Agua visceral. O ambientador. Flor del eunuco. Es posible que alguna enfermera ya se haya percatado, el olfato es el olfato (si bien variable) y nacen muchos humanos-perro-gato, pero para qué complicarse la vida confesándoselo al doctor, si ella también fuma a 76
escondidas. Kurt se planteó montar un fumadero incluso proponerle al doctor Sucre la creación de un pequeño invernadero con marihuana. Por Dios…
-Antes de seguir hablando de la mujer que más detestas, dime en qué posición te sientes –le preguntó el doctor Sucre. -Con la espalda lo más recta posible –se burló Kurt. -Por… -No lo menciones, lo sé. Y te contestaré, ni siquiera lo intuyo, como me siento. Observo y veo que puede existir la amabilidad, por ejemplo. Pero en ocasiones la amabilidad es sólo un reflejo del temor. -Buena cita. ¿Y que te conduce a esa conclusión? -Cuando me trasladan aquí, en fin, ya lo sabes, se me considera un elemento peligroso para la sociedad. Y añado, por mi pensamiento y mi actitud, la libertad en la que siempre he creído. Otra utopía más para vuestro raciocinio, algo que no os podéis permitir. Por eso me aisláis. Pero sé que no es así, o no debe serlo, y recuerdo el día en que me afeité aquellas barbas canosas que tanto detestabas. -La apariencia importa en la sociedad de consumo. Y tu aspecto causaba cierto temor, con esos tatuajes, los pendientes y la barba. Y la mirada… -Parámetros, Sucre, nos encanta establecer códigos y arquetipos. -Aún no me has respondido –Sucre cambió de tema y volvió a la pregunta inicial. -Bien, todo esto parece haber cambiado. Ahora me ven aquí, no he salido desde entonces, claro, con mi buen comportamiento; escribiendo, escuchando música clásica o leyendo. ¿Qué pensarías tú? -¿Tratas de involucrarme en tu disertación para que nos olvidemos de la pregunta? 77
-No, sencillamente busco una buena conducta verbal. -Por… -Lo sé…Dios.
El amigo de Kurt, Geor, le llevó las pinturas y las hojas secas. Estuvieron charlando. Geor le dijo que las cosas afuera no habían cambiado demasiado y las campanas seguían dormitando de hora en hora y bostezaban cada cuarto. Kurt se sentía bien conversando con Geor. Hablaban de los años treinta en París. Sus andanzas, cuando hablaron de Pamplona y de Cuba con Hemingway o cuando compartieron una botella de vino con Miller. Una vez se hubo marchado Geor, Kurt comenzó a pintar un jarrón. Un jarrón de cristal de Murano. Al terminarlo se lo llevó al baño y lo llenó de agua. Después pintó unas flores. Caléndulas, malvarrosas, zapatitos de Venus y prímulas a las que añadió las hojas secas y las metió en el jarrón. Al día siguiente Geor le llevó unas estanterías y un taladro. Las instaló y ordenó sus libros por temática. Para entonces ya contaba con dos ordenadores, una impresora, fotocopiadora y diverso material de oficina. Siempre sorprendía al nuevo turno de enfermeras, que al entrar en la habitación para tomarle la temperatura o la tensión, se encontraban con algún mobiliario o alguna decoración nuevos. Tenía dos jarrones siempre con flores. Cuando se secaban volvía a pintarlas. Llegó un momento en que Kurt ni siquiera pronunciaba la palabra salir. Incluso recibía llamadas telefónicas y correspondencia del exterior. Hospital Santrucha, habitación 683, sexta de neurología. Geor le llevó y le instaló un pequeño frigorífico y una cafetera. Algo imprescindible para las visitas. Algún que otro periodista, curiosos, en fin, personas que siempre agradecían una cerveza o un café. El whisky lo reservaba para las visitas de Geor. Kurt buscó un hueco para el microondas, apenas quedaba espacio, y necesitaba otra 78
estantería.
-Ha cambiado mucho la habitación desde que ingresaste –le dijo el doctor Sucre. -Viendo que transcurría el tiempo y no me dabas el alta, he necesitado algunas comodidades. Poca cosa, teniendo en cuenta que tengo confianza en mi rehabilitación socio-mental. -No me contestaste a una pregunta, es algo lejana. -Lo sé. La mujer más detestable. Umm –murmuró Kurt- sospecho algo. Te diré que era una drogadicta a la que se le cayeron los dientes. Llevaba dentadura postiza que se quitaba y dejaba en un vaso de agua por las noches. Repugnante. Besarla era como besar a un pulpo borracho. -¿Y por qué lo hacías? -En ocasiones no sabemos lo que hacemos o queremos tontamente complacer, no lastimar, mientras uno es quien se flagela. -Por… -Dios. ¿Vas a preguntarme por mi amada antes de darme alguna otra noticia? Sigo intuyendo algo. -Si quieres manifestar tus sospechas eres libre. -Lo sospecho y ahora yo debería exclamar por dios pero prefiero preguntarte cuánto tiempo llevo encerrado en esta habitación. -Diecisiete años, pero ya te puedes ir, tienes el alta. Te he dejado el informe encuadernado en tres volúmenes en recepción. La enfermera Roitinta te lo entregará. -Era mi sospecha –dijo Kurt mirando hacia la ventana- Hemos tenido buenas conversaciones, no crees, Sucre. 79
-Te echaré en falta, aunque me has dejado la habitación muy cómoda. Sólo espero que vengas a visitarme de vez en cuando. -Sí, diecisiete años son demasiados. Vendré de cuando en cuando y te traeré libros de citas y reflexiones. Te preguntaría porqué te internan pero ya he escuchado demasiados por dios. ______________________________________________________
Adolfo Marchena
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Adolfo Marchena. Vitoria (Alava) 1967. Codirector de la revista Amilamia durante tres años, junto a José Luis Pasarín Aristi, funda y dirige entre los años 1996 y 1997 la revista Factorum. Ha publicado en numerosas revistas del estado y del extranjero, publicando desde poesía hasta relato y ensayo (Turia, Los Cuadernos del Matemático, Rio Arga, Ficciones, etc.). En Plasencia reside desde 1997 hasta finales de 1999, donde dirige los programas radiofónicos Tocando el viento (Radio Plasencia Centro) y Peleando a la contra (SER Plasencia). Coordinando diversas aulas de escritura creativa. Su poesía ha sido traducida al alemán, al francés y al árabe. También ha desarrollado una labor en el campo de la pintura, con obras en acrilico mixto, exponiendo en salas de Vitoria, Lejona, Amurrrio, Miranda de Ebro, Llodio y Plasencia. Corresponsal de la Revista Alborada (Bilbao), dirigida por Mª José Mielgo. Tras su último viaje a Barcelona ha expuesto en Sant Cugat así como dado su último recital poético en el Ateneu del Xino. De este autor se puede decir que no ha encontrado su espacio, después de vivir, como se ha citado, en demasiados lugares de la geografía. Pero de París dice: su luz es la luz de mi Brässai. Forma parte de la Red Mundial de Escritores en Español REMES.
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