Deseos Velados de Eve Silver

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DESEOS VELADOS EVE SILVER

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ÍNDICE Agradecimientos................................................................3 Capítulo 1............................................................................4 Capítulo 2..........................................................................17 Capítulo 3..........................................................................27 Capítulo 4..........................................................................39 Capítulo 5..........................................................................52 Capítulo 6..........................................................................64 Capítulo 7..........................................................................75 Capítulo 8..........................................................................86 Capítulo 9..........................................................................98 Capítulo 10......................................................................111 Capítulo 11......................................................................123 Capítulo 12......................................................................135 Capítulo 13......................................................................146 Capítulo 14......................................................................156 Capítulo 15......................................................................167 Capítulo 16......................................................................179 Capítulo 17......................................................................192 RESEÑA BIBLIOGRÁFICA..........................................201

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Agradecimientos Mi amor eterno para Henning Doose, que apoyó mi sueño, aunque esto implicara tener que enfrentarse solo a unas inmensas montañas de ropa sucia y platos sin lavar. Para Sheridan y Dylan Doose, mis maravillosos hijos, que creyeron en mí con inquebrantable tenacidad, concediéndome el tiempo precioso que necesitaba para escribir, concentrándose en los videojuegos durante sólo… un poco más de tiempo del acostumbrado. Y para Nancy Frost y Brenda Hammond, mis inapreciables compañeras de crítica, cuyo arduo trabajo a mi favor ha sido un regalo inestimable.

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Capítulo 1 Un espeso y gris muro de niebla se cernía sobre las húmedas piedras de la calle Hanbury, llevando el hedor de sangre rancia y entrañas podridas. Darcie Finch tembló al sentir los helados jirones de bruma aferrarse como garras a su delgado cuerpo y apresuró el paso, haciendo que sus pies resbalaran peligrosamente sobre los mojados adoquines. Apretó todavía más la desgastada carpeta de cuero contra su cuerpo, intentando en vano ignorar con todas sus fuerzas aquella pestilencia. El fétido aire le traía el aterrorizado mugir de unas vacas desde un matadero cercano. Con el amanecer, las piedras de la calle próxima brillarían de humedad, pero no a causa de la niebla y la lluvia como aquella noche, sino por la riada de sangre que correría sobre ellas. Trató con todas sus fuerzas de no dejarse influenciar por aquel sonido lastimero, pero continuaba abriéndose paso entre la niebla. Tomó aire de forma nerviosa, intentando combatir el pánico que amenazaba con desagarrar su pecho para invadir todo su ser. ¿Sentía acaso el mismo temor sordo que aquellos pobres animales que eran conducidos hacia la muerte, la misma sensación de que el inevitable horror le llegaría a través de unas manos poco compasivas? No podía evitar comparar el destino de aquellos animales con la triste suerte que ella había elegido. Pero justamente ésa era la diferencia. Los animales habían sido condenados sin tener derecho a juicio alguno, habían nacido para cumplir con el inevitable sino que les esperaba: el matadero. Aquellas pobres y estúpidas bestias no tenían alternativa. El aire se escapó de su cuerpo con un silbido. ¡Como si ella la tuviera! Sacudió la cabeza, tratando de alejar aquel pensamiento. Siempre había alternativas y ella había hecho una elección. Era mejor aceptar la responsabilidad que blandir el puño contra las parcas, llorando y lamentándose del peso que le había tocado en suerte cargar. Movía los pies mecánicamente. Sus gastadas botas se arrastraban por la calle adoquinada mientras frotaba con las yemas de los dedos la protuberante y fruncida cicatriz que deformaba la piel de su mano izquierda. El destino. Steppy hablaba del destino como si se tratase de un viejo amigo, o quizás de un enemigo mortal que guardaba un antiguo rencor. Él siempre decía que el destino le deparaba lo mismo a todos los hombres: una mortaja y un lecho en la fría y dura tierra. Apretó con fuerza contra su pecho la delgada carpeta de cuero, mientras otro pensamiento atravesaba su mente. Una persona podría ser desenterrada de su tumba recién excavada y encontrar su ineludible final en una mesa de disección. Whitechapel era la zona predilecta de los ladrones de cadáveres —hombres sin escrúpulos que saqueaban tumbas recién abiertas y de quienes se decía que ayudaban a los moribundos a -4-


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apresurar el momento de dar el paso final. Alejando de sí ese malsano pensamiento, Darcie instó a su exhausto cuerpo a seguir adelante. La vida que le esperaba era trágica y penosa, pero no peor que aquella a la que muchas jóvenes habían tenido que enfrentarse antes que ella. Suspiró lentamente. Alguna vez había creído en sueños y cuentos de hadas, había confiado en aquellas delicadas tramas tejidas con privilegios y fantasías. Pero ahora sólo creía en la cruel realidad de la vida, y confiaba únicamente en su propio ingenio. De repente Darcie se quedó inmóvil, con cada fibra de su cuerpo en estado de alerta. Gélidas espirales se enroscaban alrededor de su corazón. Dirigió su mirada hacia ambos lados, escrutando los rincones más oscuros de la estrecha calle. La certeza de que ya no estaba sola se instaló de manera sigilosa en su mente. Podía percibir algo —no, a alguien— e intuir malas intenciones. Fijando su mirada en el interior de las sombras que imponían su oscura y aterradora presencia en la desierta calle, intentó identificar la causa de su desasosiego. Pero no pudo vislumbrar nada en medio de la niebla. Renegó mentalmente de su propia estupidez, del miedo que sentía, vestigio de una época en la que había tenido una vida mejor; una época en la que ni siquiera habría considerado la posibilidad de deambular por los callejones de la peor zona de la ciudad. Aquellos días se habían convertido ahora en lejanos y polvorientos recuerdos. Ya hacía mucho tiempo que vivía en aquellas calles, pensando únicamente en el presente, en cómo conseguir comida. Volvió a frotar la abultada cicatriz que cruzaba su mano, reminiscencia de una mala elección, recuerdo de Steppy. Por un momento pensó en él tal como había sido en el pasado, antes de que las tormentas y las decisiones insensatas se llevaran su fortuna de comerciante al oscuro fondo de un implacable océano. Su padrastro había sido en otra época un hombre de buena posición económica y una persona con principios. Unos cuantos pasos más y llegaría al mercado de Spitalfields. Conocía el camino, sabía cuál era la ruta más segura y también la más peligrosa. Empezó a sentir un dolor agudo en la cicatriz, que parecía hincharse bajo su suave tacto mientras ella seguía avanzando con dificultad, con su carpeta de dibujos bajo el brazo y sus pensamientos como suspendidos en el pasado. Tenía que haber corrido en la dirección opuesta aquel día, tenía que haber tomado el camino seguro. Tenía que haber… bueno, aquello ahora ya no tenía importancia. Sus pasos se hicieron vacilantes cuando los pelillos de su nuca se erizaron, causándole una cierta comezón. Su anterior desasosiego creció aún más, haciéndose más apremiante, exigiendo su atención. Había alguien en aquella calle. Lentamente volvió la cabeza hacia el camino que había dejado atrás. La niebla era tan espesa como un potaje. No podía ver nada. No veía a nadie. Pero aunque no lograba distinguirlo, percibía su presencia, y sus errores le habían enseñado que algunas sensaciones no mentían. La intuición era muchas veces el único amparo de la vida contra el olvido de la muerte. A su instinto se sumó el peso de los rumores que flotaban en el aire de las calles -5-


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de Whitechapel. Historias de asesinatos, de muertes infames y dolorosas. Darcie conocía el verdadero valor de las murmuraciones. Y siempre existía la posibilidad de que una aterradora pizca de verdad se ocultase bajo lo que podía parecer especulación y charlatanería. Ocultándose en el oscuro hueco de un portal, trató de utilizar la noche y la niebla en su propio beneficio. Quiso pensar que se había imaginado todo aquello, que no había oído más que las pisadas de algún pobre hombre que regresaba a casa después de una dura noche de trabajo. No obstante, su instinto rechazó esta posibilidad. Ocúltate en las sombras de la noche. Corre, muchacha. ¡Corre!, le decía la voz de Steppy desde ultratumba. Darcie se escondió en el rincón más oscuro del portal, rezando para que sólo ella pudiera oír los desenfrenados latidos de su corazón. Aunque hizo todo lo posible por no perder la calma, sus tentativas de convencerse a sí misma de que no debía pensar en lo peor fueron infructuosas. Presentía que, estuviese quien estuviese con ella en aquella misma calle, iba en busca de algo: el camino más seguro a la desgracia, a su desgracia. Como si lo hubiera invocado desde el fondo de sus más terribles fantasías, la silueta de un hombre surgió de entre la niebla. Ningún sonido anunció su llegada, sólo una vibración, una ligerísima corriente de aire. Darcie no se atrevía a respirar, aunque un olor nauseabundo y aterrador penetró de improviso por su nariz. El olor del mal. Agazapada en el hueco, podía oír el sonido de la respiración de aquel hombre, lenta y áspera. Estaba lo bastante cerca para que ella pudiera estirar la mano y tocar su capa, si quisiese llamar su atención. La prenda era larga, llegaba casi al suelo, de color negro y de tela muy fina. Veía, además, la suave superficie de sus botas de Hesse, extremadamente brillantes y salpicadas del barro de las calles. Un hombre adinerado, supuso. Un hombre adinerado que había ido al East End, a Whitechapel, a abusar de los más pobres entre todos los pobres. Los segundos pasaron con angustiosa lentitud. Repentinamente, él dio media vuelta y empezó a alejarse. El sonido hueco de sus pisadas retumbaba sobre las piedras. La invadió una sensación de alivio tan intensa que le resultó casi dolorosa. Cuando el eco de los pasos de aquel hombre empezó a debilitarse, Darcie salió sigilosamente de las sombras, cautelosa, siempre vigilante. Tras escudriñar la calle, decidió que ya no había motivo de alarma. Estaba desierta. Sus tripas hicieron un sonido inconfundible, desagradable testimonio de su largo ayuno. No tuvo más remedio que ignorarlo, pues no tenía absolutamente nada que comer. Retomó su camino, sin encontrar a nadie en las calles. Estaba a punto de amanecer. Las prostitutas y los hombres que las buscaban se habían marchado por aquella noche, y la gente honesta aún no se había despertado. Una rata se cruzó en su camino. Cuando desapareció entre las sombras, recordó aquella otra vida en la que habría sentido asco, incluso miedo, al verla; aquella época en la que había vivido en una casita de Shrewsbury con su madre, Abigail y Steppy, -6-


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y luego sólo con Steppy. Tenues recuerdos asediaron sus pensamientos. El chocolate caliente y los tiernos abrazos, el olor de la mañana de Navidad, la inocencia infantil que le permitía sentirse segura… Sin misericordia alguna, apartó de su mente aquellos ecos de una época mejor. No tenía ningún sentido aferrarse al pasado cuando tenía que enfrentarse al presente. Ya estaba muy cerca del final de su desesperado recorrido. Los ojos se le llenaron de lágrimas, no de alivio, sino de desesperanza. El final de su camino sólo traería dolor. Aquella ironía le pareció un amargo tónico.

—Así que finalmente has venido, Darcie Finch. Me preguntaba cuánto tiempo tardarías. Una mujer con la cara maquillada de manera exagerada y mirada fría había salido a la puerta del número 10 de la calle Hadley, tras haber sido llamada por la chica ligera de ropa, que había acudido a abrir al oír los vacilantes golpes de Darcie. Frunció los labios, dibujando una mueca desdeñosa, y alzó las cejas con sorna al mirar a la recién llegada, que, calada hasta los huesos y desaliñada, se encontraba en el único y desgastado escalón de piedra que conducía a la entrada. Darcie tragó saliva y titubeó, pese a que la mujer le hizo una seña, invitándola claramente a entrar. —¿Vas a pasar o piensas quedarte ahí fuera? No tengo toda la noche. A menos que tengas un palo muy duro y mucho dinero —dijo, riéndose de su propia broma con una estridente carcajada. Darcie quiso responder, decirle a aquella mujer por qué había ido allí. Pero su garganta se negó a emitir sonido alguno. —¿Te has vuelto loca, niña? Chasqueó la lengua en señal de impaciencia y extendió la mano, agarrando a Darcie con fuerza de la muñeca. Con un súbito tirón, Darcie entró a trompicones en la casa. De no haberse agarrado al borde de la mesa de mármol de la entrada para recobrar el equilibrio, habría caído de manera humillante a los pies de la mujer. En aquel lugar olía a humo y a perfume. Y a algún otro aroma fuerte y empalagosamente dulce. —¿Así que está muerto y enterrado? Al oír esa despiadada pregunta, Darcie tragó saliva instintivamente y asintió. Muerto, muerto, muerto. Steppy estaba muerto. ¿Enterrado? No tenía la menor idea. —Debes llamarme señora Feather, igual que las demás chicas. No se te dará ningún trato preferente. —Por supuesto, señora Feather. Darcie por fin recuperó su voz. Había oído hablar de la Casa de la Señora Feather —muy pocas personas en Whitechapel no lo habían hecho. Pero cuando se dio cuenta de que la dirección que buscaba, tomada de la descolorida y ajada carta que constituía su último vínculo con el pasado, era la Casa de la Señora Feather, se quedó muda de asombro. -7-


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Darcie miró fijamente a la mujer que se encontraba ante ella. Dura y amargada, ostentaba las marcas de una vida triste y cruel. ¿Sería posible que aquella fría criatura fuese realmente Abigail? ¿La hermosa Abigail que solía cantarle para que se durmiera y que la abrazaba por las noches cuando ella tenía pesadillas? Sintió una honda opresión en el pecho cuando comprendió que aquel caparazón era todo lo que quedaba de su hermana. La señora Feather levantó la barbilla de Darcie, examinándola con perspicacia con aquellos ojos que brillaban como esquirlas de hielo. La miró fijamente sin hablar durante largo rato. Darcie también examinó a la mujer, mirándola de reojo, y notó que parecía vieja y cansada cuando, en realidad, no tenía más de treinta años. En ese instante apretaba sus labios carnosos pintados de rojo. Aquel color intenso no lograba disimular las arrugas que rodeaban su boca. Los polvos y el colorete que le cubrían la piel no contribuían mucho a ocultar los surcos profundos que marcaban su frente, ni tampoco la rigidez de sus facciones o su amarillenta tez. Compungida, Darcie bajó la vista, negándose a aceptar que aquella mujer fuera algo más que la caricatura de la hermana que recordaba. Enseguida comprendió su error. No servía de nada apartar la mirada: tenía que hacerle frente a la realidad de la vida de su hermana. Ésta llevaba un vestido ceñido y escotado, sus voluptuosos pechos amenazaban con salirse por la parte superior del corpiño y el olor de su perfume envolvía a Darcie como una nube nauseabunda. De repente, la señora Feather trató de agarrar la estropeada carpeta que Darcie estrechaba bajo el brazo. —¿Qué es esto? ¿No seguirás pintarrajeando, verdad? Darcie cerró sus dedos de manera protectora alrededor de los bordes de la deteriorada carpeta de cuero, resistiéndose al intento de la señora Feather de quitársela. Alzó la vista y sus ojos se encontraron con la mirada despectiva de la mujer. —Sí, aún dibujo, aunque hace ya bastante tiempo que no puedo comprar materiales para hacerlo. Estos dibujos son viejos. Tesoros. Recuerdos. —Darcie no pudo contener una triste sonrisa—. Tengo uno tuyo. —No es un dibujo mío —replicó la señora Feather con voz apagada—. Lo que tienes es el retrato de una muchacha que murió hace ya mucho tiempo. Darcie no respondió. No había nada que decir al respecto. —¿Cuántos años tienes ahora? Fue una pregunta hecha de manera brusca, con impaciencia. —En junio cumplo veinte. —Pareces más joven —dijo la señora Feather, entrecerrando los ojos para mirar detenidamente el rostro de Darcie—. Pensé que eras más joven. —Con un impaciente chasquido de su lengua, hizo que la muchacha se volviera hacia el gran espejo de marco dorado que colgaba en la pared—. Mírate y dime si crees que hay mucho material con que trabajar. Los ojos son tan tristes como los de un cachorro al que le han dado una paliza. Y ese pelo. No sabría qué hacer con él. Y eres tan flaca como un -8-


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palo de escoba. A los hombres les gustan las mujeres carnosas y con curvas. Darcie miró fijamente su imagen. Estaba horrorosa. Sus ojos castaños parecían enormes en relación con su cara, y sus mejillas hundidas y su piel pálida no hacían más que acentuar esa desproporción. El inclemente tiempo se había esmerado en dejarla completamente empapada y su cabello color caoba, que alguna vez había sido sedoso y delicado, se pegaba a su cabeza, cayendo en mechones desiguales sobre sus hombros. Su austero traje negro no contribuía en nada a mejorar su aspecto. Parecía un cadáver andante, aunque muy posiblemente un cadáver habría podido vanagloriarse de tener más color en las mejillas. —Mi aspecto no tiene importancia —dijo casi susurrando—. Me tiene sin cuidado. Sólo quiero… De repente, un hombre entró en el vestíbulo. Se oyeron estentóreas carcajadas procedentes del salón principal en el momento en que él salía. Echando un vistazo con el rabillo del ojo, Darcie alcanzó a ver el movimiento de vestidos de colores chillones, la imagen de labios pintados de rojo y ojos delineados con sombra negra. Mujeres de la noche, pensó en el momento en que la puerta se cerraba, interrumpiendo la escena. Su atención volvió a centrarse en el hombre que entonces se movía detrás de la señora Feather, rodeando con una mano su cintura y deslizando la otra por la piel desnuda de sus hombros hasta que sus dedos se metieron justo debajo de su vestido y se posaron con toda tranquilidad en la rolliza voluptuosidad de sus pechos. Darcie tragó saliva, mirando fijamente aquella profanación del cuerpo de su hermana, sin poder apartar la vista. Así la tratarían los hombres. Él era de mediana estatura, de facciones angulosas y moreno. El corte de su finísimo abrigo acentuaba su robusta complexión. Algunas mujeres podrían pensar que era guapo, pero le rodeaba un halo tan desagradable que a Darcie se le revolvió el estómago de los nervios. Dio un paso atrás, deseando estar lejos de allí. La señora Feather lanzó a Darcie una mirada despiadada, luego le dio la espalda. Al hacer esto, torció sus labios para dibujar en ellos una estudiada sonrisa. —Lord Albright, es un placer para nosotros que nos honre usted con su presencia esta noche. Todo ha sido dispuesto exactamente según sus deseos. El cuarto rojo que solicitó está preparado. —¿Ésta es la chica? —preguntó con voz indiferente. Darcie bajó la mirada—. Parece una de esas mercancías que venden en Haymarket. No es tan guapa ni tan joven como quería. No parece tener mucho carácter. Sabes que me gusta una buena pelea. O por lo menos unos cuantos gritos. —¿Esta chica, milord? Es sólo una criada. Tengo para usted un hermoso regalo esperándolo arriba. —Hummm —gruñó él, sacando su mano del pecho de la señora Feather. Inesperadamente se acercó a Darcie y empezó a rozar su corpiño con la yema de los dedos. Ella soltó un grito y apartó su mano, dándose un fuerte golpe con la mesa de mármol. Los ojos de lord Albright se iluminaron con un brillo inquietante que hizo que Darcie se alejara de él con angustia y repugnancia. Comprendió que su -9-


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grito de dolor le había producido placer a aquel hombre. La señora Feather se interpuso entre ellos con aire conciliador, agarrando suavemente a lord Albright del brazo con estudiada soltura y, al mismo tiempo, alargando la mano hacia atrás para darle un fuerte pellizco a Darcie en el antebrazo. —Venga milord —susurró ella—. No queremos que el apetitoso plato que he preparado para usted se enfríe, ¿verdad? Lord Albright enseñó sus afilados y puntiagudos dientes. —No me importa si está caliente o frío, disfrutaré mucho hincándole el diente. Darcie sintió que el asco subía por su garganta. Mientras conducía a lord Albright a las escaleras, la señora Feather miró por encima de su hombro. —Quédate aquí —le dijo a Darcie, articulando las palabras sin emitir sonido alguno, gracias al movimiento exagerado de sus labios. Inclinándose contra la pared, Darcie intentó obligar a su acelerado corazón a recuperar su latido habitual. Sentía náuseas. ¡Dios bendito! Vomitar en el reluciente suelo del vestíbulo no la ayudaría en nada en aquel momento. Pero en realidad no había peligro de que eso sucediera. No había nada en su estómago. El sordo dolor en su abdomen se hizo tan fuerte durante un instante, que su inclemente intensidad logró hacer que se inclinara. Eso le hizo recordar con exactitud lo desesperada que era su situación. Últimamente, aquel tormento se había convertido en una rutina, carcomiendo sin descanso sus tripas vacías, impidiéndole olvidar que tener el estómago lleno era un sueño que había quedado en el pasado. De esta manera, los minutos y las horas pasarían lentamente y justo cuando pensara que podría soportarlo, el hambre que nunca la abandonaba la desgarraría con un dolor que haría rechinar sus dientes en señal de desesperación, lacerando su estómago y provocándola con su propia agonía. Desde el salón principal llegó el sonido de unas fuertes carcajadas. Levantando la cabeza, Darcie se obligó a mirar a su alrededor para empaparse de la realidad de la elección que había hecho. La Casa de la Señora Feather. El nombre aparentemente era inocuo y poco pretencioso, pero a Darcie le parecía difícil imaginar algo peor que aquel lugar. No era una simple casa, era un antro de libertinaje. La señora Feather atendía a las personas más prestigiosas de la alta sociedad, satisfaciendo sus más oscuros y perversos deseos. Un agudo grito retumbó en el segundo piso, luego otro, sólo para ser silenciado con brusca resolución. El vestíbulo empezó a girar ante los ojos de Darcie. No podía recordar la última vez que había comido. La noche anterior. No, quizás anteayer. Agarró una patata que había cogido de un montón en Spitalfields y la devoró cruda. No tenía dónde dormir, nada que comer. Durante semanas había llamado a todas las puertas y había rogado que le dieran un empleo remunerado haciendo cualquier tipo de trabajo. Lavandera. Bailarina. No había nada disponible. Se vio ante una terrible opción. Venderse en las calles —¿cómo la había llamado lord Albright? Mercancía de Haymarket—, ser la chica vulgar que se ofrece en la entrada de un edificio, en un callejón, en el rincón oscuro de una taberna. O venderse a su hermana. - 10 -


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O morir. Había pensado en ir a una casa de caridad, pero no se hacía ilusiones con respecto a un lugar semejante. Simplemente estaba condenada a una muerte más larga y lenta. Presionó su estómago con el puño cerrado. Recorrió rápidamente con la mirada las paredes cubiertas de papel blanco y dorado del vestíbulo y la escalera que conducía al segundo piso, para luego fijarla en la entrada del salón del que lord Albright había salido hacía un rato. Lentamente, empezó a retroceder. Su cadera chocó contra algo, y bajó la mirada para buscar el pomo de la puerta principal contra la cual se encontraba apoyada. Su suave y fría superficie la atrajo hacia él. Su mano rodeó el pomo de latón, se dio media vuelta, lo giró y abrió la puerta de un golpe. La oscuridad y el dulce olor de la lluvia le dieron la bienvenida. Ir a aquel lugar había sido un error espantoso. No podía hacer una cosa semejante. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que tendría fuerzas para quedarse allí? Respiró hondo, preparándose para huir, y en aquel mismo instante alguien la sujetó del brazo y clavó sus dedos en el dolorido sitio en el que se había golpeado anteriormente. Soltando un grito ahogado, Darcie se volvió para encontrarse cara a cara con la señora Feather. Su corazón dio un vuelco. Demasiado tarde para correr. —Toma esto —dijo la señora Feather, poniendo algo en la palma de la mano de Darcie—. Pero no vuelvas. Aquí no hay sitio para ti, y tampoco te daré más dinero. Bajando la cabeza asombrada, Darcie se quedó mirando fijamente el regalo de su hermana. Un chelín. Toda una fortuna para una chica que estaba pasando hambre. Su mirada se cruzó con la de la madame y durante un esplendoroso y sublime instante reconoció a su hermana, Abigail, mirándola desde detrás de la fría y dura máscara de la señora Feather. —Gracias —susurró Darcie, cerrando su mano para guardar el dinero. —Vete —ordenó la señora Feather con brusquedad—. Ve a ver al doctor Damien Cole, en la calle Curzon. Dile que yo te envío, y que le estaré agradecida de que le haga este favor tan especial a su vieja amiga, la señora Feather. —La calle Curzon —repitió Darcie, que casi no podía creer que tuviera tanta suerte ni que se le hubiese concedido aquel indulto temporal. De manera impulsiva, le echó los brazos al cuello a su hermana—. Gracias… Abigail. La señora Feather la estrechó con fuerza entre sus brazos y luego la empujó hacia la calle. —No vuelvas —le dijo, con una voz extrañamente ronca—. ¡Y ten cuidado con el doctor Cole! Es un hombre duro, un hombre temible. No te cruces en su camino. Mantente alejada de todo lo relacionado con su trabajo. Y no metas las narices en sus secretos. Darcie asintió rápidamente y luego se alejó corriendo, guardando el chelín en una mano que apretaba contra el corazón y con la carpeta de cuero debajo del brazo. Había escapado al horror que le esperaba, se le había concedido un indulto temporal del destino que había atrapado a su hermana. Lágrimas de alivio le hicieron arder los - 11 -


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ojos. Con el mayor agrado fregaría suelos desde el crepúsculo hasta el amanecer, lavaría escaleras, vaciaría orinales, haría cualquier cosa sólo con que le dieran la oportunidad. Animada con un nombre, el del doctor Damien Cole, y con la referencia de su hermana, la tristemente célebre señora Feather, Darcie avanzó con ímpetu y firmeza. Las palabras de advertencia de su hermana se arremolinaban en su cabeza. Un hombre temible, convirtiéndose en una letanía que giraba en su cabeza mientras avanzaba sin pausa. Al poco tiempo estaba tan agotada que lo único que su mente entendía era que necesitaba llegar a Mayfair. Tan embotados estaban sus sentidos que no oyó el vibrante alboroto de unos cascos de caballo golpear contra la calle adoquinada, ni vio la negra sombra del carruaje que se le venía encima. En el último segundo, un grito traspasó la niebla que envolvía su conciencia, y cuando se volvió, vio cuatro grandes bestias arañando el aire encima de su cabeza, con sus cascos peligrosamente cerca de su rostro. Se tiró a un lado de la calle, dándose un fuerte golpe en el hombro derecho al caer. Aturdida, permaneció en el suelo mojado, mirando fijamente a los caballos mientras el cochero lograba controlarlos. Cuando se tranquilizaron, él se bajó del pescante y se acercó a ella. —¿Qué te ocurre, muchacha? ¿Es que no tienes ojos en la cara? ¿Ni oídos? ¿No has oído cuando nos acercábamos a ti? Si hubiera ido más rápido… ven aquí… El hombre se agachó a su lado y le ofreció su mano. El tono de su voz era bastante severo, pero al mirarle a los ojos, Darcie sólo vio la inquietud que se reflejaba en ellos. —¿Se ha hecho daño? —Una segunda voz, suave tanto en textura como en tono, envolvió los destrozados nervios de Darcie como un bálsamo relajante. —No lo creo, señor. Se ha llevado un susto y parece encontrarse algo alterada —respondió el cochero. Girando la cabeza, Darcie examinó al segundo hombre, que avanzaba con paso seguro hacia ella. Su corazón dio un brusco y fuerte golpe contra sus costillas al observar su larga capa negra y sus brillantes botas salpicadas del fango de la calle. El miedo que había sentido horas atrás aquella misma noche en la calle envuelta en un velo de niebla retumbó en su cabeza. ¿Se trataba quizás del mismo hombre que la había seguido, aquella presencia siniestra que le había hecho esconderse en el oscuro portal? Muerta de terror, retrocedió tratando de alejarse, pues en su memoria estaba todavía fresco el recuerdo del temible desconocido de la calle Hanbury. Miró fijamente al hombre que se le acercaba. Su larga capa y sus botas eran muy parecidas a las de aquel extraño. Su corazón latía muy rápido mientras luchaba por recuperar la razón. En la calle Hanbury había sentido que el mal la sacudía con fuertes embates que surgían con violencia del desconocido; pero en aquel momento no sentía tal amenaza; no percibía maldad alguna en el hombre que se le acercaba. Miró su rostro, y lo que vio hizo que sus ojos se abrieran de par en par y que su miedo se disipara para ser remplazado por una irracional sensación de renuncia. - 12 -


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Había muerto en aquel instante. Y aquél era el ángel que había sido enviado para indicarle el camino. Entrecerrando los ojos en la pálida y grisácea luz del amanecer, Darcie miró fijamente al recién llegado. Su sentido común le decía que, pese a su impresión inicial y a la extraña fascinación que la invadía, aquél no era más que un hombre, no podía ser una criatura celestial. Él se acercó aún más, con paso seguro y elegante, hasta erguirse imponente ante ella. Con un despreocupado golpe de muñeca, apartó las alas de su larga capa y se agachó, quedando lo suficientemente cerca para que Darcie pudiera ver el tormentoso gris de sus ojos. La huella de su entrecejo fruncido le eclipsó la frente, mientras examinaba larga y detenidamente cada una de las partes de su cuerpo. —¿Se ha hecho usted daño? —preguntó. Ella negó lentamente con la cabeza, temerosa de confiar en el sonido de su propia voz. Su cuerpo parecía estremecerse cada vez que él la miraba. —¿Tenemos una manta, John? —preguntó él mirando al cochero, y mientras volvía la cabeza, su brillante cabello dorado rozó sus hombros como una caricia. Darcie sintió el extraño impulso de tocarlo, de comprobar si aquel cabello color miel era tan espeso y suave como parecía. —No creo, señor. —No necesito una manta. Estoy bien —logró decir Darcie, pese a que los latidos de su corazón resonaban con fuerza en sus oídos. —¿Está segura? El hombre le lanzó una mirada desapasionada. Lentamente, extendió su mano para tocar con sus dedos un lado de su garganta. Ella dio un brinco al sentir su cálida mano rozando su fría piel y el acelerado ritmo de su pulso bajo sus dedos. —Ss… sí —respondió ella. Él enarcó las cejas. —¡Qué suerte! —exclamó secamente, y ella sintió que la privaban de algo cuando él retiró su mano. Masajeando su dolorido hombro, Darcie bajó la mirada y apretó los labios, sin saber qué decir. El desconocido seguía agachado a su lado, descargando todo su peso en la parte anterior de las plantas de sus pies y con sus brazos cruzados de manera informal sobre sus rodillas dobladas. Con un gesto indiferente, le indicó al cochero que se alejara. —¿Qué día es hoy? —le preguntó, mirándola fijamente. Darcie lo miró a los ojos, cautivada por la intensidad de su expresión. —Mm… martes —contestó con voz entrecortada—. Al menos hasta anoche fue martes. Así que supongo que ya es miércoles. Él asintió lentamente, y las arrugas que se habían formado en su entrecejo desaparecieron. —Bueno, parece estar usted en su sano juicio —observó él—. ¿No está mareada? Darcie negó con la cabeza. - 13 -


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Él sonrió fugazmente, dibujando con sus labios una ligera curva. —Esta posición es muy incómoda, y mi pierna está empezando a quedarse sin circulación. ¿Le importaría mucho que nos pusiéramos de pie? Una vez dicho esto, se levantó con elegancia y le tendió la mano a Darcie. Ella se quedó mirándola durante un momento. Sus pensamientos eran confusos y vagos. Soltando un suave soplido de impaciencia, él rodeó con sus cálidos dedos su helada mano y la levantó de un tirón. La joven se quedó ante él, mirando los sencillos y elegantes botones de su chaleco. Era un hombre alto. Le llevaba una cabeza. Al inclinarse hacia atrás, descubrió que la estaba observando. Entonces sintió el extraño impulso de alisar su manchada falda y arreglar su cabello para que de alguna manera pareciera peinado. De repente, se dio cuenta de que su mano seguía entrelazada a la de aquel hombre, una cálida unión en medio del aire frío del amanecer. Avergonzada, liberó de un tirón sus dedos de los de él. Él bajó la vista, pero no hizo ningún comentario ante aquel gesto apresurado. Darcie se inclinó hacia delante con movimientos lentos y cautelosos para recuperar la carpeta de cuero que había caído al suelo. Deslizó sus dedos sobre su deteriorada superficie, intentando determinar el daño causado a su único tesoro terrenal. Soltó un pequeño suspiro de alivio cuando se cercioró de que la carpeta estaba intacta. Levantó nuevamente la vista. Él no dejaba de observarla con aquellos fríos ojos grises que centelleaban como metal pulido. Sus facciones no reflejaban más que un amable interés. —No pienso preguntarle por qué está caminando por los alrededores de Whitechapel a esta hora del día. Pero permítame ofrecerle mi carruaje para llevarla a su destino. —¿De veras? —exclamó Darcie asombrada por aquella propuesta. Estrechó todavía con más fuerza su carpeta, acunándola ligeramente como si se tratase de un bebé—. ¡Ah! Estoy buscando la calle Curzon. —Un sitio un poco alejado, pero respetable. —El hombre frunció el ceño de manera curiosa—. ¿Tenía usted intención de ir a pie hasta allí, hasta el otro lado de la ciudad? Cuando ella asintió, él enarcó las cejas en señal de sorpresa. —¡No me diga! ¿Y a quién busca en la calle Curzon? Darcie bajó la vista. ¿Qué debía contarle a un desconocido? ¿Y por qué se tomaría él la molestia de hacerle semejante pregunta? Era evidente que ella era una mujer indigna de tener contacto alguno con aquel hombre. Como si hubiera adivinado sus dudas y preocupaciones, él continuó: —Sólo se lo pregunto porque yo vivo en la calle Curzon. No tengo ningún problema en acompañarla a casa para cerciorarme de que no sufra ningún percance. —Deslizó sobre ella nerviosamente su mirada impersonal y escrutadora—. Dudo que usted logre llegar sana y salva si le permito que se las arregle sola. El cochero regresó al carruaje. Con el rabillo del ojo, Darcie lo vio subirse y - 14 -


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aferrar con firmeza las riendas. Los caballos se movieron intranquilos. El hombre les hizo una seña a los inquietos animales. —Vamos. Mis caballos no toleran la tardanza. Sin esperar una respuesta, se dirigió al carruaje dando grandes zancadas, y Darcie se sorprendió a sí misma siguiéndolo. En el estado de agotamiento en que se encontraba sería una completa estupidez negarse a que él la llevara. Levantó ligeramente la falda, deteniéndose asustada un instante, mientras él le ofrecía la mano para ayudarla a subir al carruaje como si fuese una dama muy refinada que saliera a dar un paseo matutino. ¡Tanta cortesía con una chica común y corriente a la que estuvo a punto de atropellar en la calle! Estaba asombrada. Aún no se había acomodado en su asiento cuando él subió al carruaje y se sentó a su lado. Su hombro presionaba contra el de ella en aquel reducido espacio. Él olía a ropa limpia y a perfume, y Darcie se sintió avergonzada del estado tan lamentable en que se encontraba. Debía oler horriblemente mal. Todas las mañanas se lavaba de la mejor manera posible, buscando un tonel lleno de agua de lluvia o de cualquier agua limpia que pudiese encontrar. En su pequeño bolso de tela negra llevaba un trozo de jabón perfumado, un lujo en el que había despilfarrado dinero en un momento de gran insensatez. Pero ya casi se le había acabado, desapareciendo progresivamente en sus múltiples intentos de mantener su higiene personal. Habría sido mejor haber gastado el dinero en comida. Respirando de manera temblorosa, Darcie miró sus manos, sujetando las puntas de los dedos de la izquierda con los de la derecha. Apretó los labios y lanzó una mirada de reojo en dirección al desconocido. Lo más probable era que se bañase todos los días, pensó con envidia. Él había recostado la cabeza en el respaldo del asiento, dejando al descubierto su cuello firme y esbelto. Su cabello dorado se abría en abanico sobre el tapizado de terciopelo negro. Tenía los ojos cerrados y la ondulada extensión de sus pestañas creaba oscuras sombras en forma de media luna sobre su piel dorada. Todo era hermoso en aquel hombre: el esculpido ángulo de sus mejillas y la recta longitud de su nariz, acentuada por la minúscula protuberancia de su puente. Obligándose a apartar la vista de él, Darcie se volvió para mirar por la ventanilla lateral, sin saber muy bien qué hacer ni qué decir. El carruaje dio un bandazo y empezó a moverse, alcanzando velocidad a medida que pasaban los segundos. La muchacha siguió mirando por la ventanilla, viendo pasar los edificios como una masa de formas y volúmenes indistinguibles. Sus ojos se inundaron de lágrimas. Estaba agotada, hambrienta e indignada por el horror que había estado a punto de vivir. Pero había una esperanza, se recordó a sí misma, y ese pensamiento se inflamaba en su pecho como una llama latente. Tenía un nombre, el del doctor Damien Cole, y una referencia. Algo había avanzado. De repente, la advertencia de su hermana resonó sordamente en su cabeza. Es un hombre temible. No te cruces en su camino. Mantente alejada de todo lo relacionado con su trabajo. Y no metas las narices en sus secretos. Moviéndose en el mullido asiento, Darcie volvió la mirada al interior del - 15 -


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carruaje. Se sobresaltó al darse cuenta de que había una tercera persona en el vehículo. Un hombre se encontraba tendido a lo largo en el asiento que se encontraba frente ella. Su ropa era ordinaria, sus botas estaban gastadas y el cuero de las mismas estaba ajado. Bajo la cada vez más intensa luz matutina, parecía anormalmente pálido. Tras observarlo detenidamente durante unos minutos, Darcie frunció el ceño. Había algo raro en aquel hombre, algo extraño en su postura. Darcie bajó la cabeza y, a través de los mechones de pelo que se habían liberado de las horquillas que los sujetaban, miró al hombre que se encontraba a su lado. A su salvador. —S… su amigo está profundamente dormido, señor. —Las palabras salieron inesperadamente de su boca, sin que ella pudiera contenerse. Él abrió los ojos, pero permaneció apoyado con su nuca contra el respaldo del asiento. No la miró al hablar, simplemente clavó la vista en el techo del carruaje. —No es mi amigo. —Ah. Darcie miró de nuevo al hombre que dormía frente a ella. Estaba recostado a lo largo de los cojines del asiento. No se había movido ni emitido sonido alguno. —¿Ese hombre… está enfermo o borracho? Su compañero de asiento emitió un sonido discordante. Darcie pensó que podía tratarse de una carcajada. Se volvió hacia él y descubrió que la estaba mirando intensamente, con una extraña expresión en el rostro. —No, no está ni enfermo ni borracho —respondió con una voz suave y apenas audible—. Ya ninguna de las dos cosas es posible para él. Darcie sintió que su estómago se contraía, no a causa del hambre, sino a una irrefutable certeza. Un escalofrío recorrió su cuerpo, poniéndole la carne de gallina. Soltó un suspiro hondo y trémulo. Incapaz de apartar la mirada de las tormentosas profundidades de los ojos de su salvador, susurró la pregunta cuya respuesta ya conocía. —Entonces, ¿está muerto? La expresión del desconocido no cambió. No delató ni emoción ni inquietud alguna. La muchacha miró como sus labios formaban las palabras que le darían una respuesta, aunque un estruendo en sus oídos estuvo a punto de ocultar su sonido. —Sí, claro. Está muerto. Desde hace por lo menos un día —respondió, sonriendo afablemente. Darcie tragó saliva para contener las crecientes náuseas que sentía, al tiempo que miraba consternada a su compañero de asiento. Compartía el carruaje con dos hombres, uno estaba muerto, y era muy posible que el otro estuviese loco.

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Capítulo 2 —¿A dónde dijo usted que quería ir? —preguntó el hombre que se encontraba junto a Darcie, moviéndose ligeramente y acercando sus hombros a los de ella. Podía sentir el calor de su cuerpo traspasando el espacio entre ellos. Tragando saliva, se preguntó cómo sostener una conversación con un desconocido mientras se encontraba en presencia de un cadáver. —A la calle Curzon, señor. —Sí, eso ya lo sé. —Había un asomo de sarcasmo en su tono de voz—. Pero, ¿adónde exactamente? —¿Necesita usted un agente de policía? —Su mirada se deslizó hasta el cadáver tirado en el asiento, pero la apartó de inmediato—. ¿Para denunciar la muerte de este hombre? —No, no hay nada que un agente pueda hacer ahora que el tipo ya está muerto. —Se encogió de hombros, ignorando deliberadamente el tema y dejando a Darcie con un montón de preguntas bullendo en su cabeza, mientras él volvía a intentar obtener una respuesta a su única duda—. ¿Adónde va usted exactamente? —A casa del doctor Damien Cole, señor. Voy a buscar trabajo allí. Él guardó silencio durante un instante y cuando finalmente habló, su tono de voz dejó traslucir tanto sorpresa como curiosidad. —A casa del doctor Damien Cole —repitió él con tono meditabundo—. ¿Y qué clase de trabajo está buscando? —De criada, señor. —¡Hummm! ¿Tiene usted referencias? Podía sentir sus ojos observándola con la mayor atención. Si tuviera referencias, no se habría visto obligada a llamar a la puerta de la señora Feather, pensó con mordacidad. —No tengo ninguna referencia escrita, señor. Las he perdido. Y la familia para la que trabajaba se ha marchado a la India, así que no hay nadie que dé fe de mi carácter. —Muy poco apropiado —afirmó él en voz baja. Se había vuelto hacia ella a medias, y un fino rayo de luz que se filtraba por las ventanillas realzaba los rasgos de su rostro. Sus ojos grises brillaron al buscar los de ella. Darcie esperó a que dijera algo más, y cuando comprendió que no lo haría, prosiguió: —Pero tengo la referencia de mi hermana, que es una vieja amiga del doctor. El hombre se incorporó y se giró completamente hacia ella, que no tuvo más - 17 -


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remedio que devolverle la mirada. Él parecía esperar que fuera así. Obrar de otro modo habría sido tremendamente descortés y, a decir verdad, le alegraba tener un motivo para apartar la vista del cadáver que se encontraba en el asiento de enfrente. La mirada del desconocido era penetrante, escrutadora. —¿Su hermana es una vieja amiga del doctor? —Hizo una pausa—. El doctor tiene pocos amigos. Entonces conocía al doctor Cole. No sabía si sentirse aliviada o consternada. Absorto en sus pensamientos, él entrecerró los ojos. —¿Quién es su hermana? Darcie negó con la cabeza. ¿Qué debía decirle a aquel hombre? No podía contarle quién era su hermana. —Por favor, señor, simplemente déjeme en casa del doctor Cole, que ya le daré a él todas las explicaciones necesarias. Él se quedó mirándola fijamente durante un momento, luego esbozó lentamente una sonrisa en sus carnosos labios. Aquella expresión se mantuvo en su rostro durante un instante, y desapareció enseguida. No fue más que una sonrisa fugaz. Por alguna razón, ella pensó que él no parecía un hombre acostumbrado a sonreír con frecuencia. —¡Qué extraordinariamente oportuno para usted! —exclamó en voz baja—. Yo soy el doctor Damien Cole. —¡Caramba! ¡Vaya por Dios! Su corazón empezó a brincar con ritmo irregular cuando comprendió que su antiguo salvador era su potencial patrón. Un raro y mordaz regocijo la invadió. Ya debería haber aprendido a no sorprenderse con las extrañas vueltas que daba la vida. —Ahora dígame, ¿quién es la misteriosa mujer que afirma ser mi amiga? —Mi hermana me dijo, señor, que le hiciera este favor tan especial a su vieja amiga la señora Feather. Ella pudo sentir la repentina tensión en el muslo del desconocido justo en el punto en que éste presionaba contra el suyo. El carruaje seguía su inexorable camino, mientras el doctor Cole se quedaba como paralizado en su asiento. Un tenso silencio se adueñó de aquel reducido espacio. Así que él conocía a su hermana. Darcie sintió una inexplicable tristeza en algún rincón de su corazón cuando pensó en la manera en que aquel hombre debía conocer a la señora Feather. La imagen de lord Albright cobró vida en su imaginación. Recordó el destello de malvado placer que vio en sus ojos cuando ella había dado un grito ahogado de dolor. Tal era la calaña de los hombres que acudían a la Casa de la Señora Feather. Pero el doctor Cole había sido amable con ella. No era posible que frecuentara los oscuros dominios de su hermana. —¿Cuándo comió usted por última vez, señorita Feather? Darcie se sobresaltó al oír el sonido de su voz. Aquella pregunta la confundió, pues no podía imaginar cómo podía él saber que ella estaba realmente hambrienta, ni por qué esto habría de interesarle. - 18 -


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—No, no soy Feather. No sé por qué ella decidió usar ese apellido. Finch. Mi nombre es Darcie Finch —dijo bruscamente. —¿Cuándo comió usted por última vez, Darcie? El sonido de su nombre, pronunciado por aquella voz grave y cálida, la hizo estremecerse. Apretó sus labios, tratando de ganar un poco de tiempo para sopesar sus motivos. No viendo nada de malo en ello, respondió sinceramente. —No estoy segura. Hace dos noches, o quizás tres. —Empezará a trabajar mañana. Hoy debe descansar y comer. —Entonces, estoy contratada —susurró ella, asombrada por la buena suerte que había tenido aquella noche. —Necesito urgentemente una criada —dijo él, haciendo una pausa durante un segundo, antes de seguir hablando en un tono burlón—. Parece ser que la última desapareció de una manera totalmente inesperada. Darcie se preguntó qué habría querido decir con eso, pero no tuvo el valor de preguntárselo. Probablemente la chica había huido. Era algo bastante común. —Catorce libras al año —prosiguió él—, y un suplemento de té, azúcar y cerveza. A Darcie le empezó a dar vueltas la cabeza al oír esta suma. Pensaba que el puesto no merecía más de diez libras al año. El doctor Cole era un hombre generoso. Le lanzó una nueva mirada, sin fiarse mucho de su generosidad. ¿Qué poder tendría su hermana sobre él para que la hubiera contratado con tanta facilidad, sin pedirle ninguna referencia ni conversar ni siquiera brevemente sobre sus habilidades? —Trabajaré duro, señor. Gracias, señor. Pronunció aquellas palabras de corazón. Él no se arrepentiría de haberle dado aquella oportunidad. Apoyando los codos en la carpeta de cuero que entonces se encontraba sobre su regazo, Darcie juntó las palmas de sus manos y entrelazó los dedos para intentar contener la oleada de alegría que la invadió. Volvió a pensar en su oferta. Un suplemento de té, azúcar y cerveza. Pese a su situación en aquel momento, había sido educada en un hogar decente, en el que le habían enseñado valores y principios morales. Casi podía oír la voz de su madre diciéndole que evitar la verdad era lo mismo que decir una mentira. —No bebo cerveza —le dijo con total honestidad. Él enarcó una ceja e inclinó la cabeza. —Se le dará un suplemento de té, azúcar y cerveza —repitió—. Si usted no tiene deseo alguno de beber cerveza, me ocuparé de que le den el valor de ésta en dinero en efectivo. Gaste lo que le sobre en… —la miró de arriba abajo al tiempo que tocaba su capa raída y bien remendada—… en algo bonito. Un lazo, o algo por el estilo. Darcie sintió una llamarada quemándole las mejillas, aunque no podía decir si se había ruborizado de placer o de vergüenza. De placer, ante la idea de comprarse algo tan frívolo como un lazo, cuando en mucho tiempo no había tenido dinero suficiente ni siquiera para un mendrugo de pan. O de vergüenza al oír que él - 19 -


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mencionaba sus penurias, aunque no se hubiese mostrado cruel al hacerlo. Una vez concluida aquella conversación, él perdió todo interés en ella y se giró para mirar por la ventanilla lateral. Los ojos de Darcie volvieron a dirigirse con morbosa fascinación al cadáver que yacía en el asiento de enfrente. Debía haber muerto hacía muy pocas horas, pensó, pues ningún olor impregnaba el carruaje. Con seguridad lo habría hecho si el hombre hubiese fallecido hacía algunos días. Apretando con fuerza el centro de su frente con la palma de su mano, se preguntó si sería el cansancio el que hacía que todo aquello le pareciera tan aterrador y macabro, o si cualquier persona en su sano juicio cuestionaría los acontecimientos de aquella noche y la peculiaridad de los pasajeros que viajaban con ella en el carruaje. Antes de que lograra encontrar una respuesta, el vehículo se balanceó y sacudió hasta detenerse. —¡Ah! Ya hemos llegado. El doctor Cole se apeó y, para sorpresa de Darcie, se giró para ayudarla a bajar. Apoyando su mano en la del doctor con mucha cautela, descendió del carruaje. Desconfiaba de sus modales y de sus intenciones. Una vez más la imagen de lord Albright atravesó su mente. Recordó la repulsión que sintió en su presencia, el intenso miedo que le heló la sangre, y no pudo menos que compararlo con el doctor Cole, con su impecable porte, su frío comportamiento y su exánime compañero. Era mejor soportar la compañía de un hombre que estaba loco que la de uno perverso, decidió, encogiéndose mentalmente de hombros. Tras soltar su mano de la del doctor, Darcie se detuvo para contemplar la blanca fachada de la casa que se encontraba ante ella. Grandes ventanas de guillotina adornadas con rejas de hierro negro dominaban la calle. Había una verja muy alta que rodeaba la propiedad, y los extremos de sus barrotes de hierro parecían montar guardia para impedir que alguien intentara entrar sin autorización. Dos entradas interrumpían su continuidad, una conducía a la puerta de la servidumbre situada en el fondo de un estrecho hueco de escalera, y la otra a un corto sendero que finalizaba en una escalera de cinco escalones que ascendían a la puerta principal. Darcie empezó a avanzar hacia ella, pero enseguida se detuvo. Aquella puerta estaba prohibida para ella. Tenía que bajar a la entrada de la servidumbre. Como si hubiera leído sus pensamientos, el doctor Cole negó con la cabeza. —Ya habrá suficiente tiempo mañana para pensar en esas ceremonias —dijo—. Hoy puede usted entrar conmigo por la puerta principal. Movió su mano de forma pausada para indicarle que lo acompañara. Darcie miró una vez más la casa. Aquel lugar sería su hogar, el único hogar que había conocido en mucho tiempo. Volvió a dirigir su mirada hacia el doctor Cole. Ese hombre, su futuro patrón, era un verdadero enigma. Sin embargo, hasta aquel momento la había tratado de una manera ejemplar. En efecto, había sido sumamente amable con ella. Y necesitaba desesperadamente aquel trabajo. El simple hecho de estar allí ponía a prueba las escasas fuerzas que todavía le quedaban. Volviéndose hacia el carruaje, se quedó mirando fijamente a la portezuela que entonces guardaba el macabro contenido del vehículo. Aunque no lo veía, sabía que - 20 -


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el cadáver que había viajado con ellos se encontraba todavía allí. El doctor Cole no le había dicho por qué un hombre que acababa de morir se encontraba sentado en su carruaje. No le había dado explicaciones ni tampoco le había dicho palabras tranquilizadoras, y a decir verdad, no estaba obligado a hacer ninguna de las dos cosas. El doctor Damien Cole era tan hermoso como un ángel, pero ella sabía que no debía fiarse de las apariencias. Igual que la superficie congelada de un río, un rostro bonito y resplandeciente podía ocultar una corriente traicionera. Además, la advertencia de su hermana resonaba en su mente como un funesto presagio. La señora Feather había dicho que el doctor Cole era un hombre temible. Darcie tomó aire lentamente. Para decirlo suavemente, era un hombre del que no podía fiarse. Después de todo, muy pocas personas recorrerían la ciudad a primeras horas de la mañana en compañía de un cadáver. Evaluó rápidamente sus opciones. Volver a la calle, regresar a la Casa de la Señora Feather o entrar con el doctor Cole en su nuevo hogar. Sofocando el pequeñísimo sentimiento de angustia que surgió en su corazón, lo miró de nuevo. Esperaba con paciencia, aparentemente impertérrito ante su indecisión. La desesperación y el deseo luchaban en su interior. Necesitaba terriblemente aquel trabajo. El hecho de que su posible patrón fuese un hombre misterioso y un tanto extraño realmente no era asunto suyo, y tampoco que confraternizara con un muerto. ¿Acaso el doctor Cole era un ladrón de cadáveres? ¿O quizás un anatomista? Dado que era doctor, esto último era bastante posible. Se pasó nerviosamente la lengua por los labios, tratando de alejar todo recelo y las dudas que la asaltaban. Si iba a trabajar en aquella casa, no podía permitir que la desconfianza anidara en su corazón. Su estómago protestó, retorciéndose en su propio centro vacío, y el mundo se ladeó de manera extraña e inquietante en el momento en que una oleada de debilidad quiso arrastrarla con ella. Reconoció que, en realidad, no tenía alternativa alguna. Estaba obligada a aceptar aquel trabajo, porque ya había agotado el resto de sus opciones. Echó una mirada al doctor Cole, que esperaba con calma frente a la puerta, con un pie apoyado con despreocupación en una barra de hierro. Con paso inseguro, Darcie empezó a recorrer el corto camino que la conduciría a la entrada principal. La puerta de madera oscura se abrió en el momento en que ellos se acercaron.

A la mañana siguiente, Darcie se levantó antes del amanecer. Tras haber comido bien y descansado lo suficiente, se sentía mejor que en muchos meses. Después de vestirse con rapidez, bajó del ático por las escaleras posteriores, atravesando la planta superior, en la que había varios dormitorios vacíos, y el piso en el que le habían dicho que se encontraban la alcoba y el estudio del doctor. Se dirigió corriendo al pequeño cuarto junto a la cocina que le habían enseñado el día anterior y allí llenó un cubo de agua y se pertrechó con todo lo necesario para fregar las - 21 -


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escaleras de la entrada. Después de arrastrar fuera el pesado cubo de agua con jabón, se detuvo un momento y pasó una mano por su frente, pues ya comenzaba a sentirse cansada por el esfuerzo realizado. Hizo acopio de todas sus fuerzas, decidida a terminar aquella tarea tan pronto como le fuera posible para poder pasar a la siguiente. Arrodillándose en el último escalón, empezó a fregar, moviendo la mano en círculos para sacar la suciedad. Poole, el mayordomo, había sido muy claro en cuanto a sus órdenes. Darcie tembló al imaginarse su mirada glacial posándose en ella, su mirada de total desdén deformándole las facciones al explicarle cuáles eran sus obligaciones. Tenía la certeza casi absoluta de que le desagradaba profundamente a aquel hombre, aunque no podía comprender cuál era la causa de aquel sentimiento. Empezó a fregar más rápido, con más fuerza, resuelta a demostrar que él estaba equivocado, desesperada por probar cuánto valía. Aquel puesto de criada en casa del doctor Cole era la única oportunidad que tenía. No podía permitirse el lujo de cometer ningún error. De repente, el sonido de unas pisadas resonó en la calle desierta. La muchacha hizo una pausa en su trabajo, girándose para mirar a ambos lados de la adoquinada vía. La niebla envolvía la tierra en un frío y grisáceo silencio. No pudo ver nada, ni a nadie. Era inquietante encontrarse allí fuera, en la calle solitaria y bajo la tenue luz del amanecer, teniendo como únicas compañías a su imaginación y el siempre presente miedo que había adquirido en Whitechapel. Prosiguiendo con su trabajo, empezó a fregar con renovado vigor. Terminó el último escalón y siguió con el segundo, luego el tercero, hasta llegar a la parte de abajo. Ya no sentía frío; el trabajo la había hecho entrar en calor, y algunos mechones de su cabello se le habían pegado a la húmeda frente. Moviéndose hacia atrás, empezó a fregar el pequeño camino, arrastrándose de vez en cuando unos cuantos centímetros. Apoyó una mano en el suelo y levantó una rodilla para retroceder unos centímetros más. Justo en aquel momento, su trasero tropezó con algo duro. Pensó que se trataba de la verja. Se volvió para mirar por encima de su hombro, preguntándose cómo había logrado llegar a la valla tan rápido. Un fuerte chillido escapó de sus labios cuando vio el par de botas que se encontraba justo detrás de ella. Las botas estaban cubiertas de lodo, al igual que el dobladillo de la larga capa negra que ondulaba sobre el suelo. Respirando agitadamente, se levantó con dificultad. Su mirada tropezó con la del doctor Cole. Él la observaba con aquellos ojos que tenían el color de las piedras lisas en el fondo de un riachuelo. —L… l… lo s… s… siento —tartamudeó ella, al tiempo que presionaba la palma de su mano contra su esternón—. No lo oí acercarse. Pensé que estaba sola. —La vi desde la casa. —Ah —dijo ella en voz baja, mirando hacia la puerta principal. No era posible que hubiera salido por allí, pensó. Había estado fregando los escalones. No podía - 22 -


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haber pasado sin que ella lo viera. Tampoco podía haber entrado por la verja, porque también habría tenido que pasar junto a ella. Habría oído sus pasos, el chirriar de las bisagras. Desconcertada, volvió a centrar su atención en él. Estaba mirando el sendero adoquinado. Siguiendo la dirección de su mirada, ella también se quedó mirando fijamente el agua sucia que se arremolinaba sobre las piedras, formando un charco a los pies del doctor. —¡Ay por Dios! Sus botas… —Su voz se fue apagando cuando su calzado salpicado del barro del camino le recordó la noche en que había tenido que esconderse en el oscuro hueco de un portal de la calle Hanbury, y su mirada se había posado en unas botas extrañamente idénticas y en el dobladillo de una fina capa. Empezó a temblar. —Está usted muerta de frío. —El doctor Cole tendió su mano y tomó sus dedos entre los suyos. Su mano caliente la apretó con fuerza—. Su piel parece un témpano de hielo. Sin saber cómo responder a su comentario, Darcie soltó su mano bruscamente y bajó la cabeza. —Tenga —dijo suavemente, con una voz muy dulce—. Tome esto. Levantando la vista, vio que él tenía un chal azul sobre un brazo. Darcie extendió su mano con vacilación y tocó la fina lana, notando su suavidad. —No muerde —dijo el doctor Cole ofreciéndole la prenda. —¿Para mí? —Darcie levantó la vista, incapaz de ocultar su confusión. Era evidente que no era nueva. Aun así, era muy fina y, obviamente, cara. No pudo menos que preguntarse qué hacía él fuera de casa a aquellas horas de la mañana ofreciéndole un chal—. ¿Me está usted regalando este fino chal? —Así es. Él inclinó su cabeza ligeramente, y ella creyó ver un atisbo de burla en su mirada. —¿Por qué? —preguntó desconcertada. —Porque usted parece tener frío —respondió pausada y claramente, como si le estuviera explicando algo a un niño. Ella sintió un torrente de calor subiendo a sus mejillas. Era probable que pensara que ella era una idiota. —Gracias —susurró finalmente, agarrando el chal y colocándolo sobre sus hombros. Notó una pequeña costura en una esquina, un desgarrón que había sido remendado con puntadas precisas y diminutas—. No quisiera molestar a nadie. ¿La dueña del chal no lo echará de menos? Le asustó el cambio que provocó su pregunta en la expresión del rostro del doctor Cole. Desapareció todo asomo de cordialidad. Una fría nada, un terreno árido de ausente emoción, ocupó su lugar. Con la velocidad de un rayo, pasó de la afabilidad a la frialdad.¡Qué desconcertante! —Su dueña ya no lo necesita —replicó inexpresivamente; luego se dio la vuelta, subió las escaleras a grandes zancadas y entró en la casa. Darcie se quedó allí - 23 -


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preguntándose cuál sería la causa de su repentino cambio de humor. Doblando cuidadosamente el chal, lo colgó sobre la valla de hierro. No quería que resbalara de sus hombros mientras trabajaba y cayera en el agua sucia que se arremolinaba a lo largo del sendero. Tras lanzarle una última mirada de curiosidad a la prenda, se agachó para proseguir con su trabajo, pensando que en las mañanas frías agradecería enormemente aquel inesperado regalo. Se detuvo un instante, alzando la vista para mirar la silenciosa casa. ¡Qué hombre más enigmático!, pensó. Tan amable que le llevaba un chal a una criada porque pensaba que podría tener frío. Tan imprevisible que su carácter cambiaba con la rapidez de un latido del corazón. Mientras seguía limpiando la suciedad del sendero, Darcie no pudo evitar pensar en lo sucedido. Recordó el brillo de burla en la mirada del doctor Cole. Esa imagen se desdibujó y transformó en el momento en que notó su repentino cambio de expresión, y se acordó que anteriormente había conjeturado que probablemente el doctor Cole estaba un poco loco.

Los días siguientes, Darcie pasó el tiempo limpiando, ordenando, ayudando a la lavandera o a la cocinera, echando una mano en todo lo que podía y haciendo cualquier tarea que requiriera su atención. Lentamente, fue ocupando un sitio en aquella casa, pero permaneció alerta por miedo a que su destino volviera a cambiar. El doctor Cole tenía extraños horarios, lo que hacía que la rutina de los empleados de la casa estuviera sujeta a sus caprichos. Trabajaba toda la noche y dormía durante el día, y algunas veces ni siquiera dormía. Había que esperar el momento oportuno para hacer la limpieza de su alcoba, su estudio y otras habitaciones de la casa, con el fin de no perturbar su trabajo. En ocasiones, Darcie no lo veía durante días, pero cuando se encontraba con él en un pasillo, en el salón o en las escaleras, la saludaba de manera bastante cordial. A ella le asombraba que él notara su presencia, que le hablara como si fuese una persona en lugar de un mueble más de la casa. Los empleados desempeñaban su trabajo con discreta eficiencia, dirigidos por el exigente Poole. No obstante, Darcie notó que, además de adaptarse a su impredecible horario, nadie complacía al doctor de una manera especial. No le subían bandejas de comida cuando no bajaba a cenar, ni se mantenía chocolate caliente o café a su disposición. No podía evitar acordarse muchas veces de la sonriente señora Beales, la cocinera que había trabajado en el hogar de su niñez, y de las bandejas de fiambres y quesos, las tartas dulces y el café caliente, siempre listos en caso de que Steppy volviera del trabajo tarde por la noche. Le parecía triste que nadie tratara al doctor Cole con tal consideración, que nadie se preocupara por él. Una tarde, Darcie, tras guardar en la fría despensa un pescado que acababan de traer, se armó de valor y fue a exponerle sus inquietudes a la señora Cook, la cocinera. - 24 -


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—Me he dado cuenta de que el doctor Cole no ha comido nada en todo el día — empezó a decir. La mano de la cocinera, que empuñaba un cuchillo con el que estaba picando con gran destreza y rapidez unas verduras, se detuvo en el aire al oír el comentario de la muchacha. La corpulenta mujer se volvió para mirarla con una expresión de curiosidad. —Eso no es nada nuevo, querida. Darcie asintió. —¿Le llevo una bandeja? La señora Cook enarcó las cejas en señal de sorpresa. —No querrá comer —farfulló, y volvió a centrar su atención en picar las zanahorias que se encontraban ante ella. —¿Podría intentar llevársela? —preguntó Darcie, sorprendiéndose a sí misma ante su insistencia. Negando con la cabeza, la mujer dejó por un instante el cuchillo y se volvió para mirar a Darcie a los ojos. —No creas que no lo he intentado. Pero nadie puede acercarse a la cochera, y si se la dejo al pie de las escaleras, la comida se quedará allí durante largo tiempo. Comerá cuando quiera hacerlo. —No se encuentra en la cochera —reveló Darcie en voz baja. Su corazón latía con fuerza mientras se obligaba a no ceder—. Está en su estudio. Lo vi subir hace una hora. Poniendo los brazos en jarras sobre sus amplias caderas, la cocinera se quedó mirando fijamente a Darcie durante un largo minuto. Luego se encogió de hombros y sacó un plato, que llenó de queso, pan y algunas frambuesas. —Muy bien, ve a subirle este plato. Ya verás. No probará bocado. Lo más probable es que esté bebiendo. Darcie había puesto el plato en una bandeja y estaba a punto de salir de la cocina, pero las palabras de la cocinera la detuvieron. —¿Bebiendo? —preguntó, mirando a la mujer por encima de su hombro. Ella asintió. —Seguirá haciéndolo durante un buen rato como si nada, y luego se pondrá melancólico. —Tras decir esto, se encogió de hombros, aferró de nuevo su cuchillo y siguió preparando la cena. Era evidente que la mujer no tenía ninguna intención de decir nada más. Darcie subió al estudio del doctor, bandeja en mano, inquieta por las revelaciones de la señora Cook. Llamó suavemente a la puerta. —Adelante. Sosteniendo la bandeja en equilibrio sobre una cadera, abrió con cuidado la puerta y entró en la habitación. Las gruesas cortinas estaban cerradas y no dejaban pasar la luz del sol vespertino, manteniendo la habitación en penumbra. El doctor Cole se encontraba sentado en su escritorio, con un libro abierto ante él. La luz que entró en la habitación desde el pasillo lo hizo parpadear. - 25 -


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—¿Por qué está usted leyendo a oscuras? —le preguntó Darcie, como si fuese un eco lejano de su propia madre. Se mordió la lengua, deseando no haber pronunciado aquellas palabras. El no era un niño y ella no era la persona más indicada para sermonearlo. El doctor ignoró su pregunta. En cambio, le echó un vistazo a la bandeja que ella colocó sobre el escritorio. —¿Qué es esto? —preguntó, frunciendo el ceño, perplejo. Por alguna razón, la expresión de su rostro hizo que Darcie sintiera el deseo de acariciar su frente. Pero en lugar de eso, se limitó a contestar a su pregunta. —Comida —respondió—. Los seres humanos la necesitan para vivir. Él alzó la cabeza bruscamente y la miró a los ojos con una sombra de burla. Una risa áspera escapó de sus labios. —Es usted una valiente ratoncita. Darcie negó con la cabeza, pero no dijo nada. No era valiente en absoluto; más bien, había sido excesivamente tonta al haberle hablado de aquella manera, y no sabía cómo explicarle por qué lo había hecho. Se tendría que haber limitado simplemente a dejar la bandeja y salir deprisa de aquella habitación. Iba a dar media vuelta para marcharse cuando se sorprendió al notar que el doctor rodeaba suavemente con los dedos su muñeca. —Quédese —le dijo con voz grave y ronca. Ella le devolvió la mirada, viendo la copa de brandy medio vacía sobre el escritorio y percibiendo el aroma de alcohol, oscuro y fuerte, que impregnaba el aire. Las palabras de la cocinera sobre la melancolía del doctor Cole acudieron a su cabeza y una advertencia resonó en algún rincón lejano de su mente. Un hombre y una copa de brandy podían ser una combinación peligrosa. Lo sabía muy bien. Sus miradas se cruzaron de nuevo, y ella vio que tenía los ojos nítidos. No estaban turbios ni enrojecidos como los de Steppy cuando bebía demasiado licor. Él sostenía en una mano una miniatura de marco dorado que ella había limpiado con frecuencia. Sabía que era el retrato de una hermosa muchacha de cabello oscuro, que llevaba puesto un vestido de volantes. Por un momento estuvo tentada a preguntarle por ella. Aquella joven parecía significar mucho para él hasta el punto de mantener su retrato tan cerca como le era posible. Darcie negó con la cabeza, alejándose sin apartar la vista del suelo. Se dirigió sigilosamente a la puerta, pero el sonido de su voz se abalanzó sobre ella antes de que pudiera huir. —Gracias —dijo con brusquedad—. Dejaré la bandeja ante la puerta cuando haya terminado. Darcie asintió en silencio y salió al pasillo, cerrando la pesada puerta con un seco chasquido. Mientras bajaba las escaleras para regresar a la cocina, no pudo menos que preguntarse por qué aquel breve encuentro con su patrón había dejado su corazón latiendo con violencia y sus pensamientos sumidos en un caos total; por qué su tranquila petición de que se quedara la había conmovido en lo más profundo de su alma. - 26 -


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Capítulo 3 Al día siguiente, Darcie movía el plumero de un lado a otro del alféizar mientras miraba fijamente a través de los cristales del ventanal desde el que se dominaba el adoquinado sendero del patio de la casa. Limpiaba distraídamente el mismo sitio una y otra vez. Tenía toda su atención puesta en el doctor Cole, que estaba sentado en un banco ornamental situado al lado de la cochera. Junto a él, un gran macizo de petunias sobresalía de los límites de piedra de un pequeño parterre, como prisionero de una cárcel. El sol hacía brillar su cabello dorado, y mientras ella lo observaba, él cambiaba de postura su alto y elegante cuerpo, como si quisiera alejar de sus ojos el resplandor del mediodía. Se preguntó qué libro lo mantendría embelesado de aquella manera. Llevaba horas absorto en su lectura. No era la primera vez que ella reflexionaba sobre sus intereses, lo que le gustaba o no, o sobre las cosas que podían fascinarle y aquellas que probablemente despreciaba. Durante un instante, Darcie deseó ser la página que él miraba con tanto interés. Podía imaginar sus claros ojos grises fijándose con resuelta intensidad en el objeto de su atención. Poseía el don de mirar a una persona y escuchar sus palabras como si cada una de sus sílabas fuera de gran interés para él. Ella tenía sentimientos encontrados cuando él la observaba de esa manera, como lo hacía cada vez que decía o pedía cualquier cosa. La atención que le prestaba le producía placer. Sin embargo, al mismo tiempo, le causaba terror, pues estaba acostumbrada a ocultarse en las sombras. Apretando los labios, Darcie se obligó a alejarse de la ventana. Ya se había entretenido demasiado tiempo. Era muy probable que Poole, el mayordomo, la reprendiera, de la misma forma que le había reñido por fregar los platos con demasiada lentitud, perdiendo un tiempo precioso. Aunque luego le había llamado la atención por lavarlos demasiado rápido, sin prestar suficiente atención a su trabajo. Y mientras la amonestaba, la miraba todo el tiempo con aquellos ojos glaciales, tan opacos y fríos como una mañana de invierno. Se puso a quitarle el polvo al escritorio. La miniatura de marco dorado de la joven de cabello oscuro se encontraba en una esquina. Todos los días limpiaba el pequeño retrato, preguntándose quién sería aquella mujer, qué lugar ocupaba en la vida del doctor Cole. Se apartó del escritorio y comenzó a arreglar los libros que estaban en las estanterías que llenaban el estudio del doctor. Siempre estaban desordenados. Ella los colocaba todos los días, pero el doctor Cole siempre sacaba algunos volúmenes al azar, y luego los dejaba en cualquier parte. Levantó con cuidado una revista y al - 27 -


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ponerla de nuevo en su lugar no pudo evitar echarle una ojeada. Se trataba de una publicación de la Royal Society de Londres, que tenía fecha de 1665: Micrografía, o algunas descripciones fisiológicas de organismos diminutos hechas mediante lupas, con observaciones y estudios al respecto. Darcie sacudió la cabeza. Los libros y revistas del doctor tenían títulos interesantes, pero la mayoría de las veces no tenía ni la más remota idea de cuál era el significado de éstos. —¡Date prisa, Darcie! Poole está de un humor de perros otra vez. Darcie retiró la mano de un tirón, como si se hubiera quemado, y se dio media vuelta rápidamente para ver a Mary Fitzgerald en la puerta del estudio. Su rebelde cabello se había salido de la cofia y tenía sus brillantes ojos verdes desorbitados de preocupación. —¡Ay, Mary! —exclamó Darcie—. ¡Qué susto me has dado! Mary señaló con la cabeza las estanterías del doctor. —Esos libros sí que dan miedo. ¿Alguna vez les has echado una ojeada? Tienen cosas horribles en sus páginas. Pasando su dedo índice por el lomo del volumen más cercano, Darcie frunció el ceño. William Harvey. 1628. Sobre el movimiento del corazón y la sangre en los animales. Leyó el extraño título en voz alta. —¡Ah! Sabes leer. Yo sólo miro las ilustraciones. Darcie volvió a fruncir el ceño. —¿Qué tienen de raro las ilustraciones que tanto miedo te dan? Mary miró en torno suyo para asegurarse de que no había nadie cerca de allí. Cruzó la habitación rápidamente y se acercó a Darcie. —¿De verdad nunca las has mirado? Yo creía que ya habías fisgoneado al menos en alguno de esos libros. Hace ya un mes que estás aquí. Y te dije que el doctor es un hombre muy extraño. —Y yo te respondí que esta más claro que el agua que es un buen hombre. Tiene buen corazón. Darcie decidió no mencionar que, de hecho, había abierto un par de libros del doctor y había encontrado sus textos fascinantes y, a la vez, confusos, quizás incluso aterradores. —¿Que tiene buen corazón? Eso crees, ¿verdad? Sólo porque te ha alojado y dado un empleo. Pues bien, tú trabajas muy duro para ganarte tu sueldo, Darcie Finch. Mucho más duro que el resto de nosotros. —Mary entrecerró los ojos para lanzarle una mirada de ira a Darcie, luego se inclinó hacia ella y le susurró—: Yo creo que él no tiene corazón. He visto a muchas personas entrar y salir a altas horas de la madrugada, cuando la gente decente no debería estar en la calle. Debe estar haciendo algo… no sé, algo diabólico, creo. Darcie recordó el cadáver que había viajado con ella en el carruaje la noche de su llegada. Tratando de alejar aquella horrorosa imagen, puso los ojos en blanco y reprendió a Mary: —El doctor Cole no es un hombre malo, Mary. Tienes demasiada imaginación. La gente no decide cuándo enfermarse. Si necesitan un médico de madrugada, ¡pues - 28 -


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lo buscan, sea la hora que sea! —¿De qué enfermos estás hablando? —Mary acercó su cara a la de Darcie, y le habló en un tono grave y severo—. Nunca dije que estaban enfermos. Recuerdo cuando entré a trabajar para el doctor, hace alrededor de cinco años. El doctor Cole tenía una buena clientela en esa época. Muchas matronas de la alta sociedad y sus estiradas hijas. Luego empezó a reducir sus horarios de atención al público, a pasar más tiempo en su consultorio del East End, o en ese lugar, en su laboratorio del segundo piso. —Señaló con un brusco movimiento de cabeza la ventana desde la que se veía la sombra de la cochera oscurecer la parte posterior del amplio patio—. Y, de repente, la gente que empezó a entrar por esa puerta parecía estar más muerta que viva. Hay algo diabólico allí. Recuerda mis palabras, Darcie Finch, algo diabólico. En el momento en que Mary dio un paso adelante, Darcie se apartó para permitir que tuviera fácil acceso a las estanterías. —Está el caso de Janie, la criada que trabajó aquí antes que tú. —Mary bajó aún más la voz, y lanzó una mirada rápida y furtiva por encima de su hombro—. Un día desapareció sin dejar rastro, como si nunca hubiera estado aquí, y nadie volvió a saber nada de ella. —Guardó silencio de una manera teatral, esperando que Darcie asimilara el significado de sus palabras. Darcie se mantuvo callada, pero un recuerdo luchaba en su cerebro por salir a la luz. Sí, ya se acordaba. La noche en que la había contratado, el doctor Cole hizo alusión a una criada que había desaparecido. —Y una vez —prosiguió Mary—, encontré su pañuelo en el suelo. Estaba empapado de sangre aún fresca. Darcie sintió como si un viento frío susurrara en su nuca. —Es un médico, Mary. Los médicos a veces manchan de sangre sus pañuelos. Negando con la cabeza, Mary se quedó en silencio mientras miraba detenidamente los lomos de los libros que llenaban las estanterías. Sus ojos se iluminaron cuando reconoció el volumen que estaba buscando, y lo sacó de su lugar. —Lo reconozco porque el título no tiene lujosas letras doradas, como los demás —explicó, señalando la sencilla cubierta del libro. Darcie notó que no era un libro impreso, sino más bien una libreta de bocetos encuadernada en cuero. Lanzando una rápida mirada por encima de su hombro, Mary procedió a abrirla, volviendo sus páginas cuidadosamente hasta encontrar lo que estaba buscando. —Mira esto —dijo—. Esto es lo que quería enseñarte. Darcie miró, y la respiración se le detuvo en la garganta, dejándola sin aliento. La página mostraba el dibujo detallado de una pierna; pero lo perturbador no era el tema, sino la manera tan minuciosa de representarlo. El esbozo enseñaba el miembro desnudo desprovisto de piel, e incluso de músculo en algunas partes, de tal forma que el hueso quedaba al descubierto. Recorriendo la imagen con dedos temblorosos, Darcie notó que se trataba de un artista bastante mediocre. El escorzo no era correcto, pensó. Unos pasos resonaron en el pasillo vacío. Soltando un chillido de miedo, Mary - 29 -


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dejó caer el libro al suelo. Luego, lo empujó con la punta de una de sus botas hasta lograr esconderlo parcialmente debajo del escritorio. Sacó rápidamente del enorme bolsillo que tenía en la parte delantera del delantal un trapo y una pequeña botella de zumo de limón mezclado con sal. Con manos temblorosas, empezó a darle brillo a los accesorios de latón que se encontraban en el escritorio del doctor. —¿Qué están haciendo ustedes aquí? Ambas mujeres se volvieron al oír la pregunta. Poole se encontraba en la puerta, clavando alternativamente sus fríos ojos en Mary y en Darcie. —Pensamos que si trabajábamos juntas podríamos terminar más rápido — respondió Mary con aire tranquilo, sin apartar la vista de los relucientes accesorios de latón. La mirada de Poole recorrió detenidamente a Mary, luego se posó sobre Darcie, y en su rostro se vio reflejada la aversión que la muchacha le producía. —Seguramente pensaron que podrían perder el tiempo que el doctor les paga chachareando como un par de cotorras. —No, señor —le respondió Mary, moviendo su cabeza de un lado a otro, enfatizando sus palabras. —Salga de aquí, Mary. Al mayordomo casi le rechinaron los dientes al soltar las palabras. Darcie podía imaginarlo escupiendo piezas de metal de su boca. Mary dobló su trapo y se dirigió rápidamente hacia la puerta, pasando de lado junto a Poole para poder salir, pues éste ni se movió para dejar el paso libre. Tras lanzarle una mirada de lástima a Darcie, se fue corriendo de aquel lugar. Poole la vio marcharse, y algo indescifrable brilló en sus ojos. —Yo… —Darcie carraspeó nerviosamente mientras Poole se volvía hacia ella, paralizándola con su glacial mirada escrutadora—. Ya casi he terminado, señor. —No se permitió ni la menor vacilación, y siguió haciendo su trabajo a toda prisa—. Me he dado cuenta de que nadie se ocupa de limpiar el laboratorio del doctor, señor. Yo podría hacerlo, si usted me lo permite. —Le prohíbo acercarse al laboratorio del doctor —dijo él entre dientes—. No se le paga para darse cuenta de nada. Limítese a hacer lo que yo le ordeno. No está aquí para pensar. No se pase de lista. ¿He sido lo suficientemente claro? La muchacha asintió, sintiendo la fuerza de sus palabras sacudirla como si le hubieran dado un golpe. —Darcie Finch —prosiguió Poole, pronunciando su nombre como si le dejara un sabor repugnante en la boca—. Hay muchas criadas en esta gran ciudad, y cualquiera de ellas la supera tanto en modales como en apariencia, cualquiera estaría encantada de hacer su trabajo. ¡Tenga cuidado, Finch, la estoy vigilando! Tras pasar su dedo por la superficie de una mesa que Darcie había limpiado poco antes, se frotó las yemas de los dedos índice y pulgar con un movimiento lento y preciso. Su fría mirada examinó la habitación antes de avanzar hacia Darcie, acercándose tanto que ella incluso pudo ver un diminuto punto de sangre seca que se le había formado en la barbilla al afeitarse. No podía apartar la mirada de aquel - 30 -


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minúsculo punto de color oscuro. —No se pase de lista —repitió él, luego se dio media vuelta y se fue del estudio con paso airado. Sus últimas palabras resonaron como un eco amenazante en medio del silencio que siguió. Darcie esperó un minuto que le pareció eterno una vez que el mayordomo hubo desaparecido. El corazón le latía con violencia en el pecho. Finalmente, su frenético ritmo empezó a disminuir, y ella se agachó para recoger el cuaderno que se encontraba en el suelo debajo del escritorio. Lo abrió de nuevo, alisó cuidadosamente sus páginas y con su experta mirada evaluó el dibujo de la pierna que Mary le había enseñado hacía un rato. Si el borde superior se moviera hacia este lado y el inferior hacia aquel otro… Deslizó su dedo sobre el papel, imaginando cómo habría hecho aquel dibujo. No le importaba mucho que el tema fuera desagradable. Ella lo veía con ojos de artista, percibiendo la belleza que otros no lograban encontrar. Sin pensar, agarró una pluma y la mojó en un tintero que estaba al alcance de su mano. ¿Cuánto tiempo hacía que no disfrutaba del placer de dibujar? Aquella pasión se apoderó de ella. Era un instinto que no podía refrenar, de la misma forma que tampoco podía reprimir el impulso natural de respirar para llevar oxígeno a su cuerpo. Dibujando unas cuantas líneas de manera muy sencilla, hizo su propia versión de la pierna en la misma página, justo al lado de la original. Unos cuantos trazos rápidos le añadieron luz y sombra. ¡Ya está!, pensó con satisfacción. Había quedado mucho mejor. De repente, comprendió las dimensiones del error que acababa de cometer. Había tomado una pluma y había dibujado en una de las libretas del doctor, quizás en su propio cuaderno de bocetos. ¿Qué la habría impulsado a hacer semejante cosa? Un estremecimiento sacudió todo su cuerpo: empezó en el centro de su ser y se extendió a sus extremidades, igual que la parálisis. Él le ordenaría que se marchase, que regresara a la calle, al atroz destino del que casi no logra escapar. No podía creer lo estúpida e imprudente que había sido. Horrorizada por lo que había hecho, Darcie cerró el cuaderno de bocetos de un golpe. Tragando saliva impulsivamente, miró hacia uno y otro lado antes de volver a poner el libro en el estante. Se quedó mirando el lomo del delgado volumen con morbosa fascinación, esperando haberlo dejado en el lugar correcto y que el doctor nunca descubriera aquel dibujo. Se obligó a dar media vuelta para alejarse del estante, y reanudó sus tareas, aunque sentía los dedos entumecidos y se negaban a agarrar con mucha fuerza el plumero. Con un poco de suerte, el doctor Cole no buscaría aquel libro durante algún tiempo, y cuando lo hiciera, quizás la providencia siguiese de su lado, y él decidiera estudiar cualquier otro dibujo que no fuera el de la pierna humana. Se dirigió a la puerta y lanzó una última mirada de desesperación por encima de su hombro antes de salir de la habitación.

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Aquella noche, Darcie yacía en su cama sin poder mover un solo dedo, exhausta tras un interminable día de trabajo. A pesar del cansancio, tenía los nervios tan alterados que no podía dormir. Los débiles ronquidos de Mary resonaban en la habitación, interrumpidos tan sólo por el susurro de las sábanas cuando cambiaba de posición. Darcie intentaba ignorar esos sonidos, pero sus esfuerzos resultaban vanos. Las dos mujeres ocupaban un pequeño cuarto que se encontraba en el ático, y Darcie estaba agradecida de que hubiera una cama individual para cada una de ellas. Sabía que muchas criadas compartían un estrecho camastro con dos o incluso tres chicas más. Esto podría ser una bendición en los meses de invierno, cuando el calor de los cuerpos ayudaba a combatir el frío. Pero el doctor Cole era un patrón generoso. Les proporcionaba abundante carbón para la chimenea de hierro, y Darcie y Mary no tenían necesidad de entrar en calor durmiendo en la misma cama. —¡Eh! Darcie. ¿Estás dormida?—preguntó Mary en voz baja, interrumpiendo los pensamientos de la joven. —No, pero pensé que tú sí lo estabas. Espero no haberte despertado. —¿En qué estás pensando? —Sólo estaba recordando el día en que llegué aquí, cuando el doctor Cole te pidió que me trajeras una bandeja de comida. —No tuve ningún inconveniente en hacerlo —afirmó Mary. —Lo sé, pero creo que a Poole sí le molestó. Le dio mucha rabia que yo entrara por la puerta principal. Y luego, cuando el doctor Cole te pidió que me atendieras… Creo que Poole me odia desde ese momento —le confió Darcie. —Se puso colorado como un tomate, y pensé que explotaría en cualquier momento —dijo Mary, soltando un suave resoplido de risa—. ¡Ese Poole! ¡Es un verdadero encanto! Al recordar la permanente mirada de reproche del mayordomo, Darcie pensó que no había nada encantador en él. —Me quedé pasmada cuando vi este cuarto por primera vez —dijo en voz baja —. Hacía tanto tiempo que no dormía en nada más cómodo que un húmedo portal… Y aquí iba a tener mi propia cama. —Sé exactamente a qué te refieres. Hace diez años que empecé a trabajar como criada. He estado en otras dos casas, y debo decir que el doctor Cole nos trata muy bien. Darcie deslizó su mano por la colcha. Había dos camas individuales en la habitación, cada una cubierta con una bonita colcha de colores verde y blanco. La ropa de cama estaba tan limpia como podría desearlo cualquier persona. Y, además, junto a la chimenea, había un cubo lleno de carbón. —El doctor es muy generoso con el carbón. Hay algo más que debo decir en su favor: no deja que pasemos frío… —continuó Mary. Sus palabras se arrastraban débilmente desde el otro lado del cuarto, pues el cansancio se apreciaba claramente en su voz. —Duerme, Mary —le susurró Darcie, sintiéndose mal por haberla despertado al dar tantas vueltas en la cama, y deseando poder dejar de sentir aquel desasosiego y - 32 -


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quedarse dormida ella también. Movió sus pies nerviosamente bajo las sábanas e intentó dormir, pensando en las normas de comportamiento que su madre le recitaba cuando era una niña. En aquella época le molestaba que ella le recordara constantemente cómo portarse con decoro. Pero en aquel momento daría cualquier cosa por oír la voz de su madre una vez más. No pudo impedir que la invadiera una oleada de tristeza y nostalgia. Su padre había muerto cuando ella era casi un bebé, y a los dos años, su madre se había vuelto a casar con un comerciante adinerado que la adoraba. Aunque él fue el único padre que en realidad había conocido, Darcie había preferido llamarlo Steppy 1. Su madre quiso que su hijita guardara algún recuerdo de su padre, de modo que le sugirió que hiciera aquella sutil distinción. ¡Cuánto echaba de menos la voz de su madre! Su olor. Sus caricias. Era una mujer muy dulce, de voz suave, sonriente y muy generosa. Durante años, Darcie sólo estuvo rodeada del amor de su madre y de la atención excesivamente afectuosa de su padrastro. Pero eso había sido antes de que Steppy perdiera toda su fortuna, de que Abigail se fuera de casa y de que su madre empezara a escupir su vida en un pañuelo moteado y manchado de sangre muy, muy roja. Un pañuelo manchado de sangre. Las palabras que Mary le había dicho aquel mismo día en el estudio del doctor, se abrieron paso entre sus pensamientos, y ellas le recordaron el cuaderno de bocetos y su insensata acción. Cerró los párpados de golpe, pero nada podría borrar aquella imagen. Manchado de sangre. Rojo, sangre roja. Su madre dejando escapar su vida en un pañuelo. Darcie no podía dejar de moverse en la cama. Los pensamientos saltaban rápidamente de un lado a otro. Sus nervios no le daban tregua. De repente, de la nada surgió una aterradora pregunta: ¿había habido sangre, charcos de sangre, cuando el doctor Cole cortó la pierna para hacer su análisis anatómico? A un ritmo frenético, le volvió a la mente la imagen del cuaderno de dibujos que había visto en el estudio. Sus pensamientos habían vuelto al punto de partida, a aquella extremidad separada de su cuerpo. Se le revolvió el estómago a causa del nerviosismo. ¿Cómo podía haber hecho semejante cosa? Había tomado una pluma y dibujado en uno de los cuadernos del doctor lo que ella creía que debía ser una pierna humana desnuda y desollada. Considerándolo con detenimiento, el tema le causaba una enorme repulsión. Concluyó que el doctor Cole debía ser un anatomista, un hombre que estudiaba los misterios del cuerpo humano. Eso justificaría aquellos aterradores bocetos. Darcie intentó convencerse de esa cuestión, y se preguntó de dónde sacaría los cuerpos que utilizaba para sus estudios. Pero, de repente, decidió que era mejor no permitir que la curiosidad llevara su mente a sitios que realmente no tenía ningún deseo de conocer. En Whitechapel corrían terribles rumores acerca de cómo Steppy es un diminutivo de stepfather (padrastro). Al no encontrar una traducción apropiada para este afectuoso apelativo, he preferido dejarlo en inglés. (Nota del traductor). 1

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conseguían los anatomistas sus cadáveres. La gente hablaba de hombres que vaciaban tumbas y recibían dinero a cambio, y también de horribles asesinatos. En las facultades de medicina había una gran demanda de cuerpos, y había hombres con pocos escrúpulos que estaban dispuestos a satisfacer esa necesidad. Dio un suspiro, apartó a un lado la colcha que le producía un calor casi sofocante y se incorporó en la cama. Agarró un chal para cubrir sus hombros, tocando su suave lana de manera casi reverencial y pensando cuánto apreciaba el calor que le brindaba. El doctor Cole era un enigma. Silencioso y adusto en un momento, amable y generoso al siguiente. Él le había regalado el chal aquella primera mañana, y luego, una ropa sencilla. —No puedo permitir que ande usted por ahí con esos andrajos —había afirmado con total naturalidad, como si lo que estaba haciendo fuera normal en cualquier patrón. Pero Darcie sabía que no era así, y la mirada de desprecio que Poole le lanzó le confirmó sus sospechas de que el doctor Cole estaba siendo extraordinariamente amable. Dirigió la mirada hacia el cuerpo dormido de Mary, deseando que ella también pudiese encontrar el olvido reparador que proporcionaba el sueño profundo. Pero el recuerdo de la falta que había cometido al dibujar en el cuaderno de bocetos del doctor la devoraba por dentro como un cáncer. No quería ni siquiera pensar en las posibles consecuencias de su acción. Un indefinido plan empezó a rondar por su mente, luego brilló trémulamente en su cabeza y, finalmente, se convirtió en una sólida estrategia. Arrancaría la página del libro y la quemaría, quemaría el dibujo que constituía la única prueba de su error. Agarró una vela del taburete de tres patas cubierto de marcas que hacía las veces de mesita de noche, y se dispuso a bajar al rellano principal por las escaleras de atrás. Cuando llegó al largo pasillo que estaba al pie de las escaleras, vio una extraña aparición rondando por el vestíbulo. Apretó los dientes con todas sus fuerzas para contener un chillido de terror. Aquella cosa, blanca y enigmática, la acechaba; sus largos y oscuros mechones de pelo caían en ondas sobre la lividez de su incorpórea figura. Su corazón dio un salto y sintió un escalofrío de miedo recorrer glacialmente su columna vertebral al mirar horrorizada el inmaterial espectro que se encontraba ante ella. Una débil exclamación escapó de sus labios cuando se dio cuenta de que el fantasmal y lívido rostro y el camisón blanco que se arrastraba por el suelo eran los suyos. La aparición era el reflejo de ella misma en el gran espejo de marco de madera tallada, que se encontraba en el fondo del vestíbulo. Se tragó el miedo y humedeció suavemente sus labios antes de volver a cerrarlos y continuar su camino. Reconoció en silencio que estaba alterada, tenía los nervios de punta y su mente era más propensa a imaginar cosas absurdas. Tras abrir la puerta del estudio del doctor, sostuvo la vela en alto y recorrió con su mirada la habitación, aunque no habría podido decir qué esperaba encontrar - 34 -


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exactamente. Los libros estaban todos en su lugar, y el escritorio tan limpio y ordenado como ella lo había dejado aquella tarde. Avanzó sigilosamente hacia el estante en el que el cuaderno de dibujos descansaba entre otros dos libros encuadernados en cuero. Seguía allí. En el mismo lugar en donde lo había dejado. Aliviada, apoyó la frente en el borde del estante y, cerrando los ojos, tomó aire lentamente. De improviso, se quedó paralizada. Un sonido, sordo y áspero, llamó su atención, poniéndole en estado de alerta. Alguien estaba arrastrando algo pesado por los adoquines del camino que cruzaba el patio. Atraída por aquel ruido, se dirigió corriendo a la ventana, dándose un golpe en la cadera contra el borde del escritorio del doctor. Soltó un grito ahogado y dio un traspié, enderezándose justo antes de caer. La vela se soltó de sus dedos, y su llama se apagó al chocar contra el suelo. Sola en medio de la oscuridad, intentó convencerse de que no había ninguna razón para dejarse llevar por el pánico. Se dijo en silencio que aquello no era más que un ruido. Estaba cansada y alterada. Eso era todo. Sin embargo, por mucho que se reprendiera a sí misma, no podía disipar la creciente inquietud que surgía dentro de ella. Incapaz de explicar el perturbador desasosiego que se asentaba en su estómago, hizo acopio de todas sus fuerzas para dirigirse a la ventana, extrañamente decidida a descubrir el origen del áspero e irritante sonido. Apretó su cuerpo contra la pared que estaba junto al marco de la ventana, apartando las pesadas cortinas para poder examinar la noche. Había luna llena. El gran globo blanco flotaba en el cielo salpicado de estrellas, iluminando con su brillo las figuras de dos hombres que empujaban un baúl de gran tamaño por el patio, en dirección a la cochera que hacía las veces de laboratorio del doctor. El ruido que hacían, aunque amortiguado por los cristales de las ventanas, seguía siendo audible en el interior de la casa. Ellos estaban burdamente vestidos; sus ropas no eran más que andrajos. Aun desde aquella distancia ella podía percibir la dureza de sus semblantes, sus movimientos furtivos al mirar a su alrededor para comprobar que nadie los estaba mirando. Se dio cuenta de que no llevaban ningún farol. Los hombres se detuvieron a mitad de camino de su aparente destino, y el más bajo y corpulento se dejó caer en la tapa del arcón. Aunque Darcie no podía ver su rostro con claridad, algo en sus facciones le produjo un oscuro temor. Eso, sumado al hecho de que aquellos sujetos arrastraban un desvencijado baúl por el patio a altas horas de la madrugada, hizo que una extraña desazón se deslizara por su espalda. ¿Qué clase de entrega necesitarían hacer clandestinamente en medio de la noche? Eran ladrones de cadáveres. Aquellas palabras aparecieron espontáneamente en su mente. Eran hombres que sacaban los cuerpos de personas que acababan de morir de sus tumbas recién abiertas y los llevaban al laboratorio de un anatomista. Corría el rumor de que esos individuos muchas veces no se molestaban ni siquiera en esperar a que las víctimas llegaran al sepulcro, sino que las ayudaban a dar el paso hacia la - 35 -


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eternidad a cambio del dinero de los médicos. Darcie deslizó su mirada hacia la cochera, donde una luz brillaba en la ventana del segundo piso, y luego la dirigió de nuevo hacia los dos desconocidos. Al cabo de un rato, el hombre que se había sentado en el arcón se puso de pie y ambos individuos reanudaron su tarea. Cuando el más alto de los dos llamó a la puerta de la cochera, Darcie vio una negra silueta atravesando la ventana del segundo piso. Transcurrió un tenso instante antes de que la puerta principal se abriera, y lanzando un resoplido al hacer el último esfuerzo, los hombres empujaron el baúl para hacerlo cruzar la puerta de entrada. Darcie se quedó donde estaba, con su mano enroscada alrededor del borde de las cortinas. Sentía el grueso y suave terciopelo bajo sus dedos, y se aferró a él como si pudiera sujetarla mientras el mundo parecía moverse a su alrededor de modo vacilante bajo sus pies. Sabía que era una jugarreta de su imaginación. Aguzó el oído, y creyó oír los apagados sonidos del escándalo que armaban los hombres al tratar de subir el arcón al segundo piso. Esperó algún tiempo. Diez minutos, quizás veinte. Finalmente, los individuos salieron del laboratorio del doctor, levantando el baúl entre los dos. Cada uno lo llevaba de un asa. Su tranquila manera de andar era una evidencia de la ligereza de su carga. Lo que habían transportado en el baúl, fuese lo que fuese, ya no representaba un peso para aquellos hombres, pensó Darcie. De repente, se detuvieron para escrutar nerviosamente las sombras que los rodeaban. Darcie se alejó instintivamente de la ventana, aunque ellos no dirigían su mirada hacia donde ella se encontraba. Luego, aparentemente satisfechos de no divisar nada que representara un riesgo para ellos, los hombres siguieron su camino. El más alto de los dos le hizo algún comentario a su compañero, recibiendo una respuesta socarrona. El aire de la noche le llevaba el sonido de sus voces, amortiguado por los cristales de las ventanas. A pesar de haber salido de su campo visual, ella siguió oyendo el apagado eco de sus palabras arrastrándose detrás de ellos como una cola. Trató de tranquilizarse diciéndose que sólo eran hombres, pero sus palabras hicieron muy poco por calmar el funesto sentimiento que se apoderó de ella. Había algo desagradable —no, algo más que desagradable—, había algo peligroso en aquellos individuos. Espontáneamente, la imagen del miembro amputado que había sido dibujado en el cuaderno del doctor, desnudo y revelando el hueso, se hizo presente en sus pensamientos, y no pudo evitar preguntarse cuánto pesaría la pierna de una persona. Cerrando los ojos, Darcie imaginó el peso del arcón al ser cargado por dos hombres. Decidió que no debía ser muy pesado. Pero el cuerpo de un hombre muerto en un cajón… Abrió los ojos de golpe. Súbitamente, la luz en la ventana de la cochera se extinguió. Darcie se cubrió con las cortinas de terciopelo, que cayeron por sus hombros como una capa. El doctor Cole salió de su laboratorio. Su alta figura resultaba inconfundible incluso desde aquella distancia. Se detuvo para cerrar con llave la puerta. Podía ver sus anchos hombros, sus músculos moviéndose bajo la tela de su entallada chaqueta al girar la - 36 -


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llave en la cerradura. Tras hacer esto, se dio la vuelta y se quedó como paralizado. Levantó bruscamente la cabeza y permaneció inmóvil, escuchando, oliendo el aire de la noche. El suave brillo de la luna se reflejaba en su cabello, en su piel, y lo envolvía en una luz sobrenatural. Dio un solo paso adelante, y luego, lentamente, giró sobre sus talones trazando un círculo completo, observando todo lo que le rodeaba, escrutando las sombras. El corazón de Darcie empezó a palpitar a un ritmo rápido y constante que provocó que la sangre subiera precipitadamente a sus orejas. El doctor Cole estaba buscando algo. A alguien. Tal vez a los hombres que se habían marchado con el arcón vacío. Con un sutil movimiento de su cuerpo, el doctor Cole se volvió hacia la casa. Lentamente, echó la cabeza hacia atrás y fijó la mirada en la ventana de su estudio. Ella creyó ver sus ojos, sentir su mirada penetrándola hasta lo más profundo de su alma. Soltando un gemido ahogado, se alejó de los cristales. Apretó su espalda contra la pared y se quedó mirando fijamente el oscuro perfil de los muebles que decoraban el estudio. ¡La estaba buscando a ella! Y la había encontrado, pensó. No, era algo más que eso. Él sabía que ella estaba allí, había notado su presencia a través de algún demoníaco instinto. Esa certeza la aterrorizó. ¡Tonterías! ¡Tonterías!, pensó. Era imposible que la viera en la oscuridad, y menos desde aquella distancia. Y todavía era más improbable que hubiera percibido su presencia… No obstante, su corazón latía tan fuerte y rápido que pensó que se le saldría del pecho para caer, palpitante y ensangrentado, al suelo. Porque tenía miedo de que él la viera. ¿Miedo de que te vea? —sus pensamientos se burlaron de ella—. ¿Acaso no es eso lo que realmente quieres? ¿Que él te vea, que te estreche entre sus brazos? ¡Dios santo! Darcie clavó los dientes en el nudillo de su dedo índice. Era únicamente su amabilidad la causa de que ella albergara fantasías tan inapropiadas, se dijo para sus adentros. Pero no podía negar la verdad. Había otras cosas en él que le atraían: sus cualidades físicas. Era una atracción carnal, y lo mejor que podría hacer sería enterrarla en lo más profundo de su ser, negar el deseo que se había encendido en su pecho. Sin embargo, no pudo evitar inclinarse hacia delante para buscar al doctor Cole en la noche bañada por la luz de luna. Sofocando un grito, se dio cuenta de que él seguía allí, tan inmóvil como una estatua de mármol, mirando fijamente la ventana del estudio. Luego, ante su mirada perpleja, pareció alejarse sin hacer ningún movimiento, fundiéndose con las sombras de la noche hasta desaparecer en la oscuridad. Deteniéndose sólo para recoger rápidamente del suelo la vela apagada, Darcie salió corriendo de aquella habitación. Olvidó arrancar la página del cuaderno de bocetos, y el objetivo que la había llevado al estudio del doctor. Corrió hasta llegar al ático, sin pararse ni un segundo, hasta que pudo acurrucarse bajo la colcha de su - 37 -


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cama y taparse la cabeza para ahuyentar la noche.

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Capítulo 4 —¡Despierta, Darcie! ¡Anda, despierta! Aturdida, Darcie abrió los ojos, y vio a Mary inclinada sobre ella, sacudiendo sus hombros con fuerza. —¡Vamos, date prisa! —Mary le arrojó un montón de ropa y le quitó la colcha de un tirón—. Vístete rápido. Poole está de un humor espantoso, realmente espantoso. Nos ha hecho salir a todos de la cama. Enseguida, ordenó. Debemos reunimos con él en el menor tiempo posible. Darcie se arrastró por la cama para incorporarse. La habitación estaba poco iluminada. La única vela que había hacía que trémulas sombras se reflejaran en la pared. Mientras trataba de alejar el sueño de sus ojos, se dio cuenta de que aún era de noche. —¿Qué hora es? —preguntó con la voz ronca. —Ni siquiera ha amanecido —farfulló Mary, poniendo los ojos en blanco. Luego, de manera apresurada y brusca, empezó a pasarle a Darcie un cepillo por su larga cabellera. Darcie detuvo a Mary y le quitó el cepillo. Se vistió rápidamente, y sólo se entretuvo unos minutos para lavarse los dientes con polvo de menta, una de las primeras cosas que había comprado con el sueldo que ganaba. Acababa de echarse agua fría en la cara, cuando Mary la aferró de la muñeca y empezó a arrastrarla hacia las escaleras. —¡Vamos, date prisa! Bajaron corriendo hasta llegar al vestíbulo, donde los demás criados esperaban en medio de un incómodo silencio. Se habían vestido apresuradamente, y sus cofias y el resto de sus prendas estaban ligeramente torcidas, dando fe de que habían acudido a la llamada sin dilación. Mary se alineó junto a los demás, y Darcie la imitó. Podía oír el murmullo de unas voces masculinas a través de la puerta abierta del salón principal. El doctor Cole salió de allí para entrar en el vestíbulo. Recorrió con su mirada la fila de criados. En su mano derecha sostenía el cuaderno en el que ella había hecho el dibujo. Darcie bajó la cabeza. Sentía los labios secos, y el pánico le desgarraba las entrañas. Echando un vistazo furtivo, Darcie vio a Poole situarse sigilosamente detrás del doctor Cole. Una expresión de recelo le hacía fruncir el ceño. Luego miró a su patrón. Parecía pensativo y distante. —Me he dado cuenta de algo muy extraño —empezó a decir el doctor Cole, rozando ligeramente con la palma de su mano izquierda la tapa del cuaderno que sostenía en la derecha—. La última vez que miré esta libreta de bocetos, sólo había - 39 -


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un dibujo en la página sesenta y tres. Esta noche he encontrado, no uno, sino dos dibujos. Sus palabras fueron recibidas con un silencio sepulcral. Darcie apretó los labios, intentando acallar el pánico cada vez mayor que se apoderaba de ella, sin apartar la vista del suelo de baldosas. Los primeros rayos del amanecer entraban por la pequeña ventana del vestíbulo, acariciando lentamente el pavimento. Densa y pesada, la tensión flotaba en el aire, oprimiéndolos a todos con su intensidad. Los demás criados no hacían ruido alguno, no carraspeaban ni arrastraban los pies. El silencio era tan impresionante que Darcie imaginó que podía oír el sonido de la luz deslizándose por el suelo. —¿Alguno de los aquí presentes tiene alguna idea de cómo un segundo dibujo pudo haber aparecido milagrosamente en la página? El doctor Cole hablaba suavemente, en voz baja. No había ningún tipo de censura en su tono, ninguna amenaza. De hecho, Darcie creyó percibir un tono de entusiasmo contenido de manera rigurosa. Ninguno de los criados se movió. Alzando la vista, Darcie miró al doctor Cole, y descubrió que la estaba observando con una expresión serena e inquisidora. Aquella misma noche, mientras lo miraba desde la ventana del estudio, habría podido jurar que se lo habían tragado las sombras, como si él mismo estuviera hecho de tinieblas. En aquel momento, el suave resplandor del amanecer lo acariciaba, rodeándolo de un reluciente halo de oro y luz. La muchacha se percató de que llevaba la misma ropa que le había visto la noche anterior. Tenía unas tenues ojeras y el pelo desgreñado y sucio, como si se hubiera pasado los dedos por él repetidamente durante la interminable noche. Por su aspecto, podía deducir que no había dormido. Pensar en eso le producía una extraña tristeza, aunque no tenía tiempo de preguntarse por qué lamentaba la falta de reposo de aquel hombre, cuando toda su vida estaba en sus manos. Plenamente consciente de que su trasgresión era la causa de la inquietud y el miedo de todos los que se encontraban en aquel vestíbulo, la razón por la que los habían sacado de la cama, comprendió que no tenía alternativa. No era necesario hacer sufrir a los demás por el error que ella había cometido. Tragando saliva dolorosamente en su garganta cerrada, Darcie dio un paso adelante para salir de la fila. Levantó la cabeza, mirando primero a Poole, cuyas facciones estaban perfectamente inmóviles en una inexpresiva máscara, y luego a Mary, que le lanzó una mirada de lástima antes de volver a centrar su atención en las baldosas de mármol del suelo. Finalmente, no tuvo más remedio que enfrentarse a los plateados y penetrantes ojos de Damien Cole. Trató de tranquilizarse diciéndose en silencio que era un hombre bueno y amable; que él le había dado una oportunidad. Luego recordó al muerto que los había acompañado en el carruaje cuando el doctor Cole la había conducido a su casa aquella primera mañana. La chispa de esperanza que había logrado levantarle el ánimo se apagó súbitamente. Por supuesto que era un hombre bueno y amable. Era - 40 -


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un hombre bueno y amable que recorría la ciudad a altas horas de la madrugada en compañía de un cadáver. Nunca le dio ninguna explicación al respecto, y ella, temiendo perder aquella magnífica oportunidad que le había ofrecido la vida, nunca se atrevió a preguntar, rechazando todo reparo o duda que pudiera tener. Quizás no quisiese conocer las respuestas. Un hombre que había contratado a una chica indigente a la que había estado a punto de atropellar en la calle. Un hombre que coleccionaba dibujos de miembros humanos mutilados, y se reunía con tipos desagradables a altas horas de la noche. Pero no tenía ninguna duda respecto al carácter del doctor Cole, ningún argumento en contra de su honestidad. No era él quien estaba siendo juzgado. Era ella. Independientemente de la explicación que diera, no había justificación alguna para lo que había hecho. Había traspasado los límites sin tener ningún derecho, de una forma estúpida, desconsiderada… irreflexiva. Y ahora seguramente había llegado el último día de su indulto temporal. El doctor Cole la echaría a la calle. O, en lugar de eso, la utilizaría como objeto de sus estudios anatómicos. —Yo hice ese dibujo, señor —reveló Darcie con toda claridad, pese a que le temblaba la voz, que resonó más fuerte en medio de aquel silencio. A su alrededor se oyó un coro de sonidos, un grito ahogado colectivo, la respuesta involuntaria de los demás criados a su sorprendente afirmación. Darcie se quedó mirando fijamente la mancha apenas visible que había en la lejana pared ante ella. Se concentró en aquella desvaída marca, instando a sus temblorosas piernas a que la siguieran soportando. Aunque podía sentir los ojos del doctor Cole posándose sobre ella, no se atrevió a mirarlo a la cara. Prefería observarlo de reojo. —¡Ah! —exclamó él tras un momento de silencio—. Venga conmigo. Él se dio la vuelta y empezó a caminar hacia las escaleras. Darcie parpadeó sorprendida ante la implacable celeridad de las palabras que le había dicho. Sólo eso, venga conmigo, y su vida en aquel lugar llegaba a su fin. Poole dio un paso adelante, mirándola como si fuese un insecto particularmente asqueroso al que le gustaría aplastar con la suela de sus botas. —Otra vez usted —dijo. Ella recorrió con la mirada la fila de criados: la señora Cook, la cocinera, que había sido muy amable con ella —solía darle disimuladamente un panecillo o un pastel de más mientras rezongaba sobre las chicas flacas que se las podría llevar el viento—; John, el cochero, hombre de pocas palabras, pero cuya mirada se expresaba con más claridad que un larguísimo discurso; Mary, su compañera de habitación, su amiga. Las lágrimas le empañaban los ojos mientras seguía a toda prisa al doctor Cole, que ya había empezado a subir las escaleras. Confundida, Darcie se detuvo súbitamente, vacilando al llegar al primer escalón. Esperaba que la echaran a la calle sin miramientos, sin que la hicieran subir por la escalera principal. A lo mejor él quería que ella se marchase voluntariamente. Miró a su alrededor con aire de inseguridad. El doctor Cole se detuvo en el tercer escalón y la miró por encima del hombro. —Vamos, sígame —le ordenó. - 41 -


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—Por favor, señor —empezó a decir en voz baja Darcie, recurriendo a una reserva de valor que ignoraba que tenía. Sólo sabía, con obstinada certeza, que no podía marcharse de aquella casa sin sus dibujos—. No tengo más que una pertenencia en la vida, es lo único que traje a esta casa: mi carpeta de dibujos. ¿Puedo ir a buscarla? El doctor Cole frunció el ceño, luego se dio la vuelta y bajó rápidamente hasta donde ella se encontraba. Apretando los labios, y con su estómago retorciéndose como un foso de serpientes, Darcie alzó la vista para buscar su inquisidora mirada. Notó con sorpresa que no parecía enfadado, sólo desconcertado. —¿Quiere usted ir a buscar su carpeta de dibujos? ¿Para qué? —Para llevarla conmigo cuando me marche. —¿Adónde piensa ir? —En su tono de voz se apreciaba una verdadera confusión, mezclada con un sutil matiz de impaciencia. Darcie lo miró con recelo. ¿Acaso estaba realmente loco?, se preguntó, y no por primera vez. —¿Adónde va a ser? A la calle —le respondió, obligándose a mantener la mirada, en vez de obedecer el casi irresistible impulso de bajar la cabeza y mirarlo de reojo, como tenía por costumbre. —¿Qué tiene usted que hacer en la calle? —Su irritación se hizo más evidente en aquel instante. Hizo un ligero gesto de impaciencia con la mano—. Eso puede esperar. Yo la necesito ahora. Sígame. Empezó a subir las escaleras una vez más, luego se detuvo repentinamente y, girándose, se dirigió a Poole. —Poole, confío en que pueda usted encontrar una criada que remplace a Darcie. Ella no seguirá haciendo ese trabajo. Irguiéndose, Poole se sonrió con irritante superioridad. —Por supuesto, señor. Darcie echó un vistazo a los demás criados. Ninguno se atrevía a mirarla a la cara, pero ella podía sentir la oleada de compasión reflejada en sus rostros. De repente, Mary la miró con una sonrisa vacilante cuya intención era tranquilizarla. —Es imposible que Finch siga ocupando su puesto actual después de lo que usted ha descubierto, señor —dijo Poole en voz baja, pero con verdadero veneno, minando todas las defensas de Darcie. Por favor, no permitas que llore, pensó. Ya tendré después toda una eternidad para derramar lágrimas. —No, no puede seguir ocupando su puesto actual —ratificó el doctor Cole, negando lentamente con la cabeza—. Debe haber montones de chicas con muchos deseos de ganarse un sueldo decente. Estoy seguro de que no tendrá usted ningún problema en encontrar una que la remplace. —Le lanzó una mirada enigmática a Poole—. Parece que perdemos a nuestras criadas a una velocidad alarmante. Trate de encontrar una que dure algo más que unas pocas semanas. —Me ocuparé de eso inmediatamente, señor. —Muy bien. —Volviéndose hacia Darcie, el doctor Cole le hizo una seña para - 42 -


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que la siguiera—. Venga conmigo. Ahora que he visto las pruebas… —Aquella palabra hizo que a Darcie se le encogiera el corazón. Se sentía profundamente acongojada mientras esperaba que el doctor la expulsara de la casa—. No puedo permitir que siga usted trabajando como criada —afirmó el doctor Cole—. Eso sería desperdiciar terriblemente su talento. Un talento que necesito que usted ponga a mi servicio, dado que mis aptitudes artísticas son desastrosas. Darcie oyó el grito ahogado que lanzaron al unísono los demás criados en el instante mismo en que captaban el significado de las palabras del doctor Cole en toda su extensión. Cuando volvió la cabeza, su mirada se encontró con la del mayordomo. No había expresión alguna en su rostro, pero sus mejillas se habían puesto rojas. Darcie se dio la vuelta hacia el doctor, golpeando, sin darse cuenta, con un brazo el jarrón de flores primaverales colocado sobre la mesa que se encontraba al pie de las escaleras. Horrorizada, se vio a sí misma atrapada en el interminable tormento del instante. Intentaron evitar la catástrofe echando las manos hacia delante, pero era demasiado tarde. El florero de porcelana cayó al suelo estrepitosamente, estallando en mil pedazos. Sintió un sobresalto en el estómago, y luego las náuseas abriéndose camino con violencia para llegar a su pecho. Oyó al doctor Cole dar un paso adelante, y levantó bruscamente la cabeza, alzando instintivamente un brazo para proteger su cara, como si esperase que él le diera un golpe con el revés de la mano. Incluso un hombre aparentemente tan amable podía dejarse llevar por un ataque de furia. Pero no hubo ningún golpe. El doctor la observaba con una expresión serena y ligeramente expectante. —Lo siento —susurró ella con gran angustia, agachándose junto al destrozado jarrón para intentar desesperadamente recoger los fragmentos, pero sin prestar toda la atención que esa tarea requería. —Deje eso —le ordenó él en el instante mismo en que un afilado fragmento de porcelana se hundía en bajo su dedo pulgar. Empezó a brotar sangre de la herida, cayendo al suelo y formando un pequeño remolino en el charco de agua que cubría el pavimento de mármol. Ella se quedó contemplando aquello con horrorizada fascinación, cautivada por el remolino de color rojo oscuro que se extendía cada vez más sobre la superficie, perdiendo su intenso color a medida que se mezclaba con el agua que inundaba el suelo. Él se acercó a ella lentamente. Darcie soltó un grito ahogado de sorpresa cuando el doctor Cole aferró con fuerza su muñeca y levantó la mano para apretar un pañuelo blanco contra la herida. Al mirar fijamente los largos y delgados dedos del doctor que sostenían firmemente la inmaculada tela sobre su mano, Darcie no pudo evitar una expresión de desagrado cuando se dio cuenta de que la sangre que manaba del corte dejaba una mancha de color oscuro en ella. Las palabras de Mary sobre el pañuelo ensangrentado que había encontrado en el estudio del doctor y las macabras sospechas que albergaba, se filtraron espontáneamente en su mente. Resueltamente, apartó estas ideas de su cabeza. Su situación ya era lo bastante extraña como para añadirle el peso de las suposiciones y sospechas de Mary. - 43 -


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—Tome. Apriete el pañuelo con fuerza sobre la herida. —Levantándola con mucho cuidado, el doctor Cole le indicó cómo debía actuar. Agarró la mano libre de Darcie y puso sus dedos sobre el corte de tal forma que ella pudiera hacer lo que él le pedía. Sosteniendo con una mano su codo, la condujo hacia las escaleras. Aturdida e incapaz de asimilar los acontecimientos de la mañana, dejó que él la guiara, como una sonámbula que se deja llevar de la mano en medio de la noche. Un momento después, el doctor Cole se detuvo, dirigiéndose de nuevo a su mayordomo—. Poole, ocúpate de limpiarlo todo —ordenó bruscamente—. Y que nadie nos moleste.

Darcie se quedó sola en el estudio del doctor Cole. Estaba totalmente confundida. La incertidumbre la hacía sentirse insegura. Él se disculpó y fue a buscar unas vendas a su consultorio de la planta baja, dejándola sumida en un mar de confusión. Arrellanándose en la butaca de cuero que se encontraba ante el escritorio del doctor, su mirada se sintió atraída por la miniatura de marco dorado que ocupaba un lugar destacado. El rostro de la muchacha se reflejaba en la brillante madera. Se preguntó de nuevo quién sería aquella mujer. Obviamente, se trataba de alguien a quien Damien Cole quería muchísimo. Ese pensamiento provocó un extraño estremecimiento en su corazón, dejándole una sensación dolorosa y haciendo aparecer un inoportuno escozor del llanto en sus ojos. Presionó con sus dedos el pañuelo que sostenía sobre la herida, parpadeando para tratar de sacudirse las lágrimas que se había adherido a sus pestañas. Estaba alterada. ¿Qué otra explicación podría tener el hecho de que un simple retrato la hiciera llorar? Su atención se apartó del cuadro, y volvió a centrarse en el cuaderno de bocetos que la había puesto en aquel aprieto. Se encontraba sobre el escritorio, abierto precisamente en la página en la que ella había hecho el dibujo. El ligero golpe de la puerta al cerrarse la advirtió del regreso del doctor Cole. Él se acercó a ella y empezó a vendar la herida cuidadosamente con sus cálidas manos. La envolvió en gasa y ató la venda con un pequeño y sencillo nudo. —No es tan profunda como pensaba —observó—. Ya ha dejado de sangrar. Sostenía su mano con fuerza y, a la vez, con gran delicadeza. Al cabo de un rato, ella se dio cuenta de repente de que aún tenía su mano sobre la del doctor. —Gracias —dijo ella, intentando levantarse, pero él puso una mano sobre su hombro para obligarla a permanecer en su lugar. —De nada. Alargó la mano para acercar el cuaderno de notas que se encontraba al otro lado del escritorio, y le dio la vuelta para que ambos pudieran ver con claridad el dibujo de Darcie. —¿Puede usted hacer esto de nuevo? —preguntó. Luego acercó una silla y se sentó junto a ella, inclinándose para estudiar el dibujo que tenían delante de ellos. Asintiendo, Darcie cerró los ojos para inhalar el aroma que lo envolvía. Olía a… ¡a verano! ¡Qué idea tan extraña! Sin embargo, la comparación era apropiada. Podía sentir la tibieza de su pierna al rozar con la suya, el calor de su cuerpo a través de la - 44 -


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tela de sus pantalones y de la barrera que formaban sus enaguas y su falda. Tragando saliva, empezó a temblar, a pesar de que la habitación estaba caldeada. La había rescatado una vez más. Aquel pensamiento la hizo sentirse extrañamente molesta. Le echó un vistazo a su mano vendada. Él le había curado la herida. Darcie tocó la parte inferior de su dedo pulgar, preguntándose por qué se sentía eufórica y, a la vez, horrorizada de que Damien Cole fuera su salvador personal. —¿Le duele mucho? —le preguntó, soplándole en la mejilla con su aliento, despertando sensaciones desconocidas en su pecho. —No. Sí, anhelaba decir. Sí, sentía dolor. El dolor de los sueños perdidos. El dolor de saber que alguna vez, en su calidad de hija de un comerciante adinerado, pudo haberse sentado junto a aquel hombre en alguna velada o baile campestre, y haber coqueteado o bailado con él. En aquel momento dependía de su generosidad, de que le permitiera tener un lugar donde quedarse y contar con los recursos para subsistir. Si alguna vez podía haber soñado que él fuera su pretendiente, ahora no le quedaba más que suplicar que no la echara a la calle. La brutalidad y la intensidad de su pérdida le provocaron una gran angustia. Trató de alejar aquellos pensamientos de su cabeza, asqueada de su propia melancolía. El miedo que había sentido hacía apenas un momento, cuando se imaginó sin techo y viviendo de nuevo en la calle, atrapada una vez más en el horrible círculo de pobreza del que había logrado escapar, era una herida tan fresca como la de su mano. No obstante, sus pensamientos se centraron en el doctor Cole, en el sueño, en la mentira de lo que alguna vez pudo haber sucedido. En lo más oscuro y recóndito de su mente, reconoció que parte de su miedo tenía que ver con el hecho de haber comprendido que una vez que saliera de aquella casa, era muy probable que nunca volviera a ver al doctor Cole. Y esta posibilidad le producía dolor. —He notado que tiene usted una cicatriz. Tocó con la punta de su dedo índice la protuberante y arrugada marca en la mano de Darcie, y la masajeó con suavidad, tal como ella acostumbraba a hacer. Luego, recorrió con su dedo el trazado de la herida. Ella exhaló un suspiro trémulo. —Parece profunda —siguió diciendo él—. Me sorprende que no haya usted sufrido una pérdida permanente de ciertas funciones. Lanzándole una mirada nerviosa, Darcie liberó su mano de la del doctor y la ocultó en su regazo. Aquellos recuerdos eran demasiado íntimos, demasiado terribles para compartirlos con otra persona. Podía sentir que él la estaba observando. Tanteando. Esperando. —¿Secretos, Darcie? —preguntó él, dándole un ligero codazo. La muchacha pasó la lengua por sus resecos labios, mirando furtivamente sus entrelazadas manos. El silencio era su única defensa contra la inquietud que percibía en el tono de voz del doctor, contra el horror que merodeaba en sus recuerdos. Él retrocedió, como si reconociera su necesidad de distancia, y pasó a concentrar su atención en el dibujo que se encontraba sobre el escritorio. No pareció - 45 -


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sentirse ofendido por la apática respuesta que ella le dio a su sutil pregunta. Darcie supuso que estaba absorto en sus propios pensamientos, en sus propias visiones, y estaba dispuesto a permitir que sus secretos permanecieran ocultos; conjeturó que prefería que ellos aunaran sus esfuerzos en la tarea que quería que ella emprendiera. ¿O era simplemente la clase de hombre que respetaba la intimidad de los demás? El doctor Cole pasó sus dedos sobre el dibujo que ella había hecho. —Verá usted, yo no tengo ninguna aptitud para el carboncillo, la tinta o la pintura —empezó a decir él—. Mi arte radica en mi capacidad de cortar el modelo de tal manera que, al dibujarlo, el artista pueda representar verdaderamente el músculo, el tendón y el hueso. Mire esto. —Su dedo pasó a la página de enfrente, señalando el boceto a pluma de un pie humano—. No se parece en nada al pie que quise dibujar. Pero usted podría convertirse en mis manos. Podría dibujar todo lo que yo quiera estudiar, y hacer esquemas detallados de mis disecciones. —No estoy segura de poder hacerlo, señor —objetó Darcie, casi en un susurro. —¿Por qué no? Usted dibujó esta pierna. Salvo algunos detalles específicos, hay muy poca diferencia entre una pierna, un brazo o un pie. Si puede dibujar uno de ellos, me imagino que puede dibujar el resto. Darcie sacudió la cabeza negativamente, intentando poner en orden sus pensamientos. La idea de estar a su lado mientras él diseccionaba sistemáticamente un cuerpo, mientras esperaba que ella documentara a la perfección el resultado de su trabajo, era una idea a cuya altura no se sentía capaz de estar. Había oído decir que en Edimburgo, al igual que en Londres, algunos anatomistas vendían entradas para que la gente presenciara sus disecciones, como si se tratase de un espectáculo. La mera posibilidad de pensar en algo semejante la indignaba. Frunció el ceño, luchando por hallar una manera de clarificar sus inquietudes. Al final, no pudo encontrar las palabras adecuadas para explicarlas. El doctor Cole se levantó y se dirigió a la ventana. Apoyando sus hombros contra el marco, apartó las cortinas y se quedó mirando hacia la cochera. Finalmente habló, logrando expresar en voz alta los pensamientos de Darcie, como si intuyera y entendiera sus temores. —Ya se acostumbrará a ello, Darcie. Los cuerpos no son más que un medio para lograr un fin. Son cofres de tesoros esperando ser descubiertos. El conocimiento que se oculta en ellos es formidable… —Se volvió hacia ella—. Guardan la clave de la vida y de la muerte. Al oírle hablar de cofres de tesoros, recordó a los dos hombres que había visto la noche anterior arrastrando el arcón por el camino del patio para llevarlo al laboratorio de la cochera. Se estremeció, obligándose a apartar de su mente este pensamiento y a concentrarse en la conversación con el doctor. —¿Es eso lo que quiere, señor? ¿Entender la vida? Él tardó unos instantes en responder; pero, en medio del silencio, ella percibió su respuesta incluso antes de que él hablara. Intuyó el oscuro trasfondo de sus pensamientos, y la enormidad de su significado hizo que sintiera un nuevo terror. No se trataba ya del temor a que la echaran a la calle, ni del miedo de sentir hambre o - 46 -


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frío, o de encontrarse sola. Sentía pánico de renunciar a todo y entregarse por completo a la búsqueda de Damien Cole. —¿La vida, Darcie? —preguntó él en voz baja. Su voz se deslizó suavemente en sus sentidos—. Los secretos de la vida me interesan muy poco. Dejo eso para los estudiantes apasionados o para los tontos. A Darcie se le detuvo la respiración en la garganta. Sabía lo que él diría a continuación. Lo sabía. —Quiero entender la muerte. Pues si conozco al enemigo, es posible que encuentre una manera de burlarlo. Pronunció esas sencillas palabras en el mismo tono de voz que usaría para decir que quería que saliera el sol o que hiciera un tiempo cálido y agradable. Una gélida llama parpadeó en el centro de su corazón. Sin embargo, pese a los profundos temores que dominaban sus pensamientos, ella no se negaría a hacer lo que él quería. Él le había dado una vida. Ella le ayudaría a descubrir los secretos de la muerte. Era un intercambio razonable. Alzó la vista para buscar sus ojos. Escrutó el inhóspito paisaje de su controlada mirada, y de pronto supo que la barrera erigida alrededor de sus emociones estaba hecha de hierro, labrada en piedra. Supo con certeza que los días y las noches que pasaba atrincherado en la cochera, haciendo las cosas terribles a las que se dedicaba detrás de las cortinas corridas y de la puerta cerrada con llave del laboratorio, eran producto de un alma perdida y herida.

Pasaron las semanas, y los días empezaron a fundirse unos con otros, hasta que ella perdió la noción del tiempo y no volvió a saber si era lunes, jueves, viernes o sábado. El doctor Cole no era irrazonablemente estricto, no le exigía a Darcie nada que él mismo no estuviese dispuesto a hacer, aunque su tema de investigación le apasionaba tanto que muchas veces olvidaba comer o dormir. Por consiguiente, Darcie, que necesariamente se había adaptado a los horarios del doctor, empezó a cenar a medianoche y a irse a la cama a mediodía. Trabajaban juntos, codo con codo, su pierna presionando con fuerza contra la de ella, sus callosos dedos rozando su mano, sus finamente cincelados labios a unos pocos centímetros de los suyos. Siempre era respetuoso y amable. No parecía ser consciente de los desesperados atisbos de adoración que centelleaban y luego rugían en el dolorido corazón de ella. Por lo menos, parecía no percatarse de su presencia la mayor parte del tiempo. Sin embargo, había ocasiones en las que lo sorprendía observándola con una intensidad que era a la vez aterradora y atrayente. Sus ojos se deslizaban sobre ella como plata líquida, dejándola temblorosa y sin aliento. Durante horas interminables, Darcie dibujaba sin descanso bocetos que llenaban innumerables cuadernos a partir de las ilustraciones que había hecho el doctor Cole, pero que no lograban captar su visión exacta de la anatomía. Más de una vez, él se burló de su propia carencia de aptitudes artísticas, alabando continuamente las de ella, haciendo que una agradable sensación cayera en cascada por sus venas. - 47 -


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Transcurrido algún tiempo, Darcie se acostumbró a las imágenes que había en aquellas páginas. Estas dejaron de representar las partes de un cuerpo despedazado. Empezó a verlas desde la perspectiva del doctor Cole y a compartir su idea de belleza. No obstante, de vez en cuando se recordaba a sí misma que había una gran diferencia entre hacer bocetos basados en los dibujos del doctor Cole y estar en contacto directo con despojos reales. No estaba segura de ser capaz de hacer uno de aquellos dibujos teniendo ante ella un modelo original. Tras haber trabajado hasta muy tarde la noche anterior, una mañana Darcie entró en el estudio bostezando y cubriéndose la boca con la palma de la mano. —Buenos días, doctor Cole —saludó, deteniéndose en la entrada. Se quedó mirándolo mientras él terminaba de comer el pan y el queso que constituían su informal desayuno. Él alzó la vista. —Damien. Darcie lo miró con sorpresa al oír su áspero tono de voz. —¿Perdón, señor? —No me sigas llamando señor ni doctor Cole. Mi nombre es Damien. Ya que pasamos juntos tantas horas todos los días y desde hace varias semanas te llamo Darcie, creo que sería más apropiado que usaras mi nombre. Ella respiró hondo y se quedó inmóvil en la puerta sin saber cómo proceder. Muchas veces lo había llamado por su nombre mentalmente. En susurros, a altas horas de la madrugada, había pronunciado aquellas preciadas sílabas, acariciando su sonido como si se tratase de un objeto de valor inestimable. Damien. Pero decirlo en voz alta y en su presencia… era completamente diferente. Ignorando su desconcierto, o quizás no percatándose de él, el doctor se levantó tras envolver un panecillo y un poco de queso en una servilleta de tela. —Toma, para que comas por el camino. —Le hizo señas para que saliera antes que él. Darcie vaciló, apretando los labios. —¿Por el camino, señor? Clavó en ella una mirada severa. —Damien —le recordó—. Di mi nombre, Darcie. Te prometo que no te dolerá tanto como piensas. Es sus labios se dibujó una ligera sonrisa, realzando el hoyuelo de su mejilla. Darcie sintió de nuevo aquella extraña sensación, la opresión en el pecho que con frecuencia notaba cuando él estaba cerca. ¡Ay, cuánto le gustaba ver aquella sonrisa tan poco habitual en él! —¿Por el camino hacia dónde… Damien? El se quedó mirándola fijamente durante un largo instante. Sus ojos se ensombrecieron. Darcie se estremeció, y pasó su lengua nerviosamente por su labio inferior. Se sentía insegura y confundida. —¿Ves? Has podido pronunciar mi nombre. No ha resultado tan difícil. —Su voz, grave y áspera, vibró sobre el cuerpo de Darcie, que sintió como si cada una de - 48 -


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sus palabras la acariciara. Respirando agitadamente, ella le devolvió la mirada, atrapada en la trampa de sus magnéticos ojos. Él miró sus labios, y, sin darse cuenta, ella siguió su ejemplo. Sus ojos también se sintieron atraídos por la boca de Damien, por su pronunciada y firme línea. ¿A qué sabrían sus labios? Ese pensamiento le susurraba en la cabeza, arrastrándose insidiosamente por todo su cuerpo, tocando en él las cuerdas de un extraño y vehemente deseo. Soltando un grito ahogado, ella dio un paso atrás, y ese movimiento pareció sacar al doctor Cole del estado contemplativo en que se encontraba. Ella sintió una curiosa sensación de pérdida en el instante mismo en que él se alejó. Tras entregarle la comida envuelta en la servilleta de tela, él apoyó su mano en la parte baja de su espalda, instándola a abandonar el estudio. Darcie sintió su calor a través de la tela del vestido. Al recibir esa silenciosa petición, salió al pasillo y luego bajó las escaleras, consciente de que él no había respondido a su pregunta y de que aún no sabía cuál era su destino. Se subieron al mismo carruaje en el que ella había llegado hacía ya muchas noches. Por las ventanillas laterales la luz del día entraba a raudales. Esta vez viajaban solos. Para gran alivio de Darcie, no los acompañaba ningún cadáver en aquel vehículo. —¿Adónde vamos, señor? Como respuesta, el doctor Cole se limitó a mirarla fijamente. Transcurrieron algunos segundos, pero él continuó guardando silencio. Darcie se humedeció los labios nerviosamente. —¿Adónde vamos, Damien? Él sonrió, y a ella le dio la sensación de que sin duda la luz del sol empezaba a brillar con más fuerza. —Vamos a Whitechapel —reveló, señalando la caja estrecha que se encontraba en el suelo—. He traído algunos materiales, pues me gustaría que dibujaras la figura humana.

Whitechapel. El East End. Una parte de ella había esperado no tener que regresar allí. Tras asimilar el resto de sus palabras —el proyecto de dibujar la figura humana—, Darcie tragó saliva ante la perspectiva de encontrarse tan cerca de un cadáver. Había llegado la hora de la verdad y no estaba segura de que sus nervios fueran capaces de superar un desafío semejante, pero tenía intención de hacer todo lo posible. De hecho, una pequeña parte de ella estaba profundamente interesada, sentía curiosidad por conocer la realidad de la anatomía humana. En las últimas semanas, había hecho mucho más que limitarse a copiar las ilustraciones del doctor. Había empezado a aprender lo que ellas representaban, a memorizar las extrañas y fascinantes palabras que usaban los anatomistas para describir el cuerpo. Cada músculo tenía un nombre propio. Peroneas tertius. Scalenus anticus. Opponens pollicis. Tenía sentimientos encontrados acerca de su nuevo e inusual trabajo como - 49 -


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ayudante de un anatomista: aunque le encantaba el tema, le repugnaba la idea de tener que presenciar la disección de un cadáver. —Espero ser capaz de cumplir con ese trabajo —murmuró Darcie. —¿Por qué no habrías de serlo? —preguntó Damien, frunciendo el ceño—. ¡Ah! ¿Te refieres a que la mujer estará desnuda? Bueno, pero tú también eres mujer. No habrá ninguna sorpresa. La muchacha bajó la cabeza, al tiempo que entrelazaba sus manos y apretaba los dedos con nerviosa energía. ¿De modo que era el cuerpo de una mujer…? ¿Vieja? ¿Joven? ¿Había muerto a causa de una enfermedad o de algún terrible accidente? Toda clase de atroces pensamientos le cruzaron por la cabeza. —Darcie —dijo Damien en voz baja—. Preferiría que me miraras a la cara cuando me hablas. Me resulta desconcertante entablar conversación con tu coronilla. Sorprendida, ella alzó la vista para mirarlo a los ojos. —Lo siento —susurró—. La vida que una persona ha tenido suele moldear sus hábitos. —¿Y qué ha pasado en tu vida que te hace aferrarte a las sombras y mirar el mundo con el rabillo del ojo? Inconscientemente, rozó con las yemas de los dedos la cicatriz de su mano, maravillándose en silencio de que él hubiera percibido tantas cosas de ella. Su corazón empezó a latir más rápido —bum, bum—, y sus oídos se ensordecieron con el sonido de su fuerte y frenético ritmo. No quería hablar de Steppy, de lo que había pasado con su vida cuando los barcos de su padrastro naufragaron, uno tras otro, llevando sus esperanzas, sus sueños y un pedazo de su corazón a las profundidades del mar. Hubo un tiempo en que fue una niña, cariñosa y amada, con un brillante futuro por delante, o al menos eso era lo que pensaba. Era un recuerdo de hacía muchísimo tiempo, de antes de que su madre muriera, antes de que la fortuna de su padrastro se hundiera en el fondo del implacable océano Atlántico. Durante una época se aferró a sus sueños, pero luego tuvo que despertar y enfrentarse a la realidad de su pesadilla. —No ha pasado nada —respondió mordiéndose el labio inferior. A Damien le brillaban los ojos al mirarla. —Todos tenemos nuestros secretos —reflexionó él en voz baja—. ¿Quién soy yo para exigirte que me abras tu alma? Sus palabras hicieron que una extraña vibración recorriera a Darcie. ¿Quién era él para exigirle que le revelara sus intimidades? —No tengo ningún secreto que contar. Él guardó silencio. Alzó la vista y miró a través de la ventanilla lateral. —Ya hemos llegado. Abriendo la puerta, se bajó del carruaje y luego se dio la vuelta para ayudarla a apearse. No era la primera vez que Darcie se maravillaba de la manera tan cortés en que se comportaba, como si ella fuese algo más que una criada a la que él había ascendido a la categoría de ayudante. La trataba con una cortesía digna de una dama de alcurnia, la dama que alguna vez habría podido llegar a ser. - 50 -


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Descendió a la estrecha calle, sintiendo el impacto del fétido olor a pobreza. Habían llegado, en efecto. Whitechapel. Había vivido allí, en aquellas calles, y, gracias a alguna especie de milagro, había sobrevivido. Recuerdos desagradables se agolparon en su memoria e hicieron que respirara con dificultad. Damien pasó a su lado y sacó la caja de materiales de dibujo del suelo del carruaje, así como su maletín negro de médico. Aquel gesto la hizo volver al presente y rechazar los tristes recuerdos que tiraban de ella. —Ven a buscarnos a las tres en punto, John —le dijo él al cochero. Agarró a Darcie del brazo, bordearon la parte posterior del carruaje, dirigiéndose hacia un angosto callejón. Caminaron un pequeño trecho antes de que Damien la condujera a un portal. De repente, Darcie se detuvo. Sus pies se paralizaron y todo su cuerpo se puso tenso cuando reconoció la casa a la que la había llevado. El corazón parecía tratar de salir de su pecho cuando se volvió para mirarlo. Damien le devolvió la mirada con una evidente expresión de desconcierto en el rostro. Luego, lentamente, como el sol saliendo detrás de una colina, empezó a comprender. —No pensé que… —dijo—. Es decir, pensé que como la señora Feather es tu hermana, no te opondrías a que trabajáramos aquí en su casa, pero si la idea te parece tan ofensiva, podríamos recoger a la mujer y llevarla a otra parte. Darcie movió la cabeza de un lado a otro rápidamente. Su corazón se retorcía con violencia en su pecho mientras miraba fijamente la puerta ante la cual se encontraba, una puerta a la que pensó que jamás regresaría. La Casa de la Señora Feather. Que no sea Abigail, por favor. Que el cadáver de la mujer que habían ido a dibujar no fuera el de Abigail. Podía sentir la mano de Damien agarrándola del codo, sujetándola para que no se cayera. —¿Ella es…? —Tragó saliva, pese al nudo de miedo que le atoraba la garganta —. ¿La mujer muerta es la señora Feather?

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Capítulo 5 —Respóndeme —repitió Darcie—. ¿La mujer muerta es la señora Feather? Damien se quedó mirándola con una expresión de extrañeza en el rostro, como si ella le estuviese hablando en un idioma que no conocía. Luego, enarcó las cejas en señal de sorpresa y esbozó lentamente una sonrisa. —No hay ninguna mujer muerta, Darcie. Sólo una persona viva. Quiero que dibujes a una mujer viva. Su pierna, para empezar. Tiene un forúnculo fétido que he venido a drenar y quiero que lo dibujes, que hagas una especie de documento gráfico. Como pago por mis servicios médicos, ella ha aceptado permitir que tú dibujes su figura. —¿Que yo dibuje su figura? —repitió Darcie con aire vacilante—. ¿Desnuda? —Sí —respondió él, haciendo un gesto involuntario con su mano—. ¿Para qué querría yo el dibujo de una mujer vestida? —¡Ah! —exclamó ella, algo desconcertada ante la idea de encontrarse en una habitación con Damien y una mujer desnuda. —¿Darcie, alguna vez has visto las obras de los innumerables artistas que han ilustrado el trabajo médico a lo largo de la historia? Da Vinci. Rembrandt. Hans Holbein. Aunque el arte y la medicina son dos campos aparentemente distintos, son el complemento perfecto el uno del otro. —Se encogió de hombros con humildad—. Por desgracia, yo sólo nací con talento para uno de ellos. Tú serás mis manos, ilustrarás las heridas antes y después de cada tratamiento. Darcie apartó la mirada y la dirigió hacia la sucia calle. Un bulto informe se agazapaba en las sombras al final del callejón: algún hombre o mujer que no tenía un sitio que pudiera llamar hogar dormía bajo la mezquina protección de un portal. Se le retorcieron las tripas. Ella también había dormido allí hacía muy poco tiempo. —Es muy amable por tu parte venir hasta este lugar para curarla. Dudo que haya muchos médicos que se atrevan a venir aquí. Tener un consultorio en el West End es el único objetivo de la mayoría de ellos. —¿Amable? ¡Es un extraño adjetivo! —replicó Damien, encogiéndose levemente de hombros ante esta observación—. Apuesto a que algunos se atreverían de buena gana a venir aquí de noche. Ella no le respondió. Probablemente sus palabras eran un hecho irrefutable, ni más ni menos. ¿Había ido él de noche al antro de libertinaje de su hermana?, se preguntó ella con tristeza. —Juré que nunca volvería aquí. Se lo había prometido a su hermana hacía ya muchas noches. Al oír la frase que Darcie pronunció en voz baja, Damien enarcó una ceja, y un - 52 -


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destello de dureza titiló en sus ojos. —Yo también juré lo mismo una vez —afirmó de manera enigmática, dejando que ella se preguntara cuándo y por qué había hecho una promesa semejante—. La gente suele cambiar de opinión. Levantó la mano y llamó a la puerta. Una mujer les abrió. Tenía un manchón de sombra negra alrededor de los ojos, su fino cabello caía sobre sus hombros en alborotado desaliño, y apenas cubría la pálida piel de su cuerpo con un bata que se había puesto a toda prisa. Era una mujer de baja estatura, facciones delicadas y dulce sonrisa. Darcie sintió la bilis subiendo por su garganta. Una niña. No era más que una niña. Y estaba trabajando en aquel terrible lugar. —¡Doctor Cole! —La chica lo saludó con respeto, tirando de su bata para cubrirse tanto como le fuera posible—. Todos están durmiendo aún, pero podemos trabajar en mi cuarto si no hacemos ruido. —No hay problema, Sally —dijo él, haciéndole señas a Darcie para que entrara primero, al tiempo que la chica retrocedía para dejarles paso—. Te presento a Darcie Finch, que ha venido a dibujarte. Sally frunció el ceño. Después de un breve momento de reflexión, sus ojos de color castaño claro se abrieron en señal de sorpresa. Miró a Darcie de arriba abajo, examinándola como si fuese un objeto muy interesante. —¡Darcie Finch! —exclamó—. Tú ya habías estado aquí. Lo recuerdo porque fue la noche en que lord Albright… —La chica se calló súbitamente, lanzando un rápido vistazo en dirección a Damien—. Bueno, fue la noche en que uno de los aristócratas que nos visitaba con regularidad estuvo aquí por última vez. Tuvimos un problemita con él, y no ha regresado desde entonces. Yo soy la chica que abrió la puerta aquella noche, la que fue a buscar a la señora Feather. ¿Recuerdas? Entonces estabas muy flaca, y llegaste aquí calada hasta los huesos. Parecías un ser medio muerto que la noche trajo a rastras hasta aquí. ¡Has cambiado muchísimo! ¡Anda, si hasta estás guapa! Darcie abrió la boca para hablar, pero no supo qué decir. Sabía que había engordado un poco desde que había empezado a trabajar para el doctor Cole. Comer con regularidad podía obrar ese milagro en cualquier cuerpo. Y también sabía que sus mejillas habían adquirido algo de color… pero hacía mucho tiempo que no se consideraba a sí misma como una mujer guapa. La belleza era significativa en la vida que había llevado hacía mucho tiempo. Pero ahora carecía de importancia. Avergonzada, se volvió hacia Damien y lo sorprendió observándola. Sus ojos la miraban con la misma intensidad que había visto en ellos en más de una ocasión en las últimas semanas. Algo en su manera de mirarla le hizo pensar que estaba de acuerdo con el comentario de Sally, y que él también pensaba que ella estaba «guapa». Al darse cuenta de ello, sus mejillas se pusieron coloradas. Apretando los labios con fuerza, apartó la vista, centrando toda su atención en el suelo. El corazón le latía con fuerza, y cada latido retumbaba en sus oídos. —Bueno, no pensarán quedarse ahí todo el día —dijo Sally, abriendo la puerta - 53 -


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del todo y dando un paso atrás para que ellos pudieran entrar. Silenciosamente, los condujo por la estrecha escalera a su habitación, situada en el piso de arriba. —Todas las chicas están durmiendo —susurró ella, cerrando suavemente la puerta de su dormitorio. Darcie examinó el cuarto tan discretamente como le fue posible. Era pequeño, y tenía una enorme cama con dosel en el centro, cubierta de unas pesadas colgaduras de terciopelo de color crema. Las paredes estaban pintadas con un estridente tono rojo, haciendo que el lecho destacara aún más con sus pálidas sábanas y cortinas. —Sally, necesitaremos un poco de agua —pidió Damien en voz baja mientras dejaba la caja de útiles de dibujo y su maletín de cuero negro al pie de la cama—. Y también jabón, Sally. Necesitaré un poco de jabón. Cuando la chica salió de la habitación para traer lo que el doctor le pedía, Darcie se dirigió al pie de la cama para sacar papel y carboncillo de la caja. Se sentó en la pequeña silla situada en una esquina de la habitación y empezó a dibujar con diestra desenvoltura. Una mano empezó a aparecer en el papel, y debajo de ella, la superficie de una mesa exhibiendo de forma ordenada cuchillos, tijeras, pinzas, un montón de gasas limpias y una pequeña botella marrón. Poco después, Sally regresó trayendo un cántaro de agua y jabón. Damien se lavó las manos de manera lenta y meticulosa. —Te diré un secreto acerca de la muerte, Darcie —dijo mientras se secaba—. La suciedad en mis manos o en mis instrumentos puede causar una enfermedad en la herida, pues en la suciedad se encuentra la esencia de toda infección. Darcie frunció el ceño. Qué curioso. Recordó a los médicos que atendieron a su madre. Ninguno de ellos se había lavado jamás las manos antes de examinarla. El doctor Cole se acercó a Sally, que se encontraba reclinada sobre un gran número de almohadas, y le levantó la bata. Darcie se quedó mirando fijamente la amplia herida roja en el muslo de la chica. Parecía sumamente dolorosa. —Lo siento mucho, mi querida Sally, pero esto te va a doler un poco —dijo Damien, mientras sondaba con gran cuidado la abierta y supurante herida. —Me dolerá más si usted no la cura y el veneno penetra en mi sangre —replicó Sally con afabilidad, pero haciendo un gran esfuerzo para hablar, y Darcie vio cómo sus mejillas iban perdiendo lentamente su color—. Prefiero que me duela ahora a que luego tengan que cortarme la pierna. Pasando la página, Darcie empezó un nuevo dibujo. —Mira esto, Darcie —Damien señaló la pústula de gran tamaño y las vetas de color rojo intenso que irradiaban de ella—. La enfermedad se ha propagado al tejido subcutáneo. Dibújala con todo detalle, pues la próxima vez que examine la pierna de Sally, tu boceto me servirá de comparación. Darcie no tenía ni idea de qué significaba tejido subcutáneo, pero podía ver que la piel del muslo de Sally estaba roja e hinchada, y que la herida parecía doler muchísimo. —Sally, ahora voy a practicar una incisión en la herida y voy a drenarla. Te - 54 -


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dolerá como un demonio —le advirtió Damien. Sally asintió, agarrando con los puños cerrados la manta que estaba junto a ella. Cuando terminó de hacer el dibujo de la pústula, Darcie esperó a que Damien abriera la herida. Luego, con rápidos trazos, dibujó todo lo que veía. —Ya hemos terminado —anunció el doctor, envolviendo sus instrumentos en una gasa. —No ha sido tan terrible —afirmó Sally, haciendo una mueca de dolor. Damien abrió su maletín negro y sacó un bote lleno de lo que parecía ser un barro de color verde grisáceo. Con sumo cuidado, lavó la zona en la que acababa de practicar una incisión y luego abrió el frasco. —¿Son sanguijuelas? —preguntó Sally con voz chillona, olvidándose de susurrar al ver el asqueroso frasco. —No —le respondió Damien negando con la cabeza y poniendo su mano sobre el brazo de Sally para tranquilizarla—. Ya te lo había dicho, Sally. Yo no uso sanguijuelas, ni tampoco sangro a mis pacientes. Darcie levantó la cabeza sobresaltada. ¿No sangraba a sus pacientes? Nunca había oído nada semejante. Los médicos habían sangrado a su madre hasta que Darcie llegó a creer que toda su sangre se encontraba en los platos que estaban al lado de su cama y que no quedaba ni una sola gota corriendo por sus venas. —¿Por qué no? —preguntó bruscamente. Damien se giró para mirarla. —No veo de qué puede servir sacarle un líquido tan vital a alguien que se encuentra enfermo. —¿Pero acaso la sangría no saca los humores nocivos del cuerpo? —preguntó ella, frunciendo el ceño. —Los humores nocivos. —Damien repitió sus palabras—. No he visto aún ningún humor nocivo, no lo he tocado ni sentido. No, Darcie. Mi opinión acerca de la naturaleza de la enfermedad y de la infección va en contra de las creencias populares. —Se dirigió de nuevo hacia Sally, que los miraba boquiabierta, aparentemente confundida por aquella conversación—. Podemos volver a tratar este tema después. Ahora, terminemos lo que estamos haciendo. Sacando un poco de la sustancia verdosa del frasco, lo puso sobre la herida de Sally. Ella lo miraba con recelo, pero sin protestar en absoluto. Aunque se encontraba sentada aproximadamente a un metro de distancia de la cama, Darcie pudo percibir la fetidez de aquella mezcla. Olía a podrido. —¿Qué es eso? —preguntó en voz baja. —Pan descompuesto. Una vieja irlandesa me transmitió el secreto. Algunos decían que era una bruja. —Damien guardó silencio, clavando su mirada en la pared que se encontraba frente a él, a todas luces absorto en un recuerdo lejano. Luego sacudió la cabeza y prosiguió—. Yo la consideraba una curandera, una mujer sabia, una amiga. Sabía mucho sobre el cuidado de las personas enfermas, y muy amablemente compartió una parte de sus conocimientos conmigo antes de morir. Una de las cosas que me dio fue este frasco, así como instrucciones para que lo - 55 -


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alimentara periódicamente. —¿Para que lo alimentara? —preguntó Sally con voz chillona, rehuyendo las manos de Damien. Darcie no dijo nada, pero hizo una mueca de asco, reflejando el sentimiento que se manifestaba en el rostro de Sally. Damien enarcó una ceja. —Sólo con mendrugos de pan —dijo con sequedad—. No con sangre ni trozos de cuerpo humano. Sally hizo una mueca, muy poco complacida con el ingenioso comentario de Damien. Pero Darcie no pudo resistir la sonrisita que empezaba a aparecer en la comisura de su boca. El se percató de ello y le guiñó el ojo. ¡Le guiñó el ojo! Darcie apretó sus labios y bajó la cabeza, fingiendo encontrarse absorta en su dibujo. Pero aquel guiño había hecho que su corazón se alegrara infinitamente, pues implicaba una intimidad, un vínculo afectuoso y grato. —A propósito de trozos de cuerpo —dijo Sally, bajando nuevamente la voz—. Ha habido otro asesinato. Darcie alzó la vista, interesada en lo que la chica estaba contando. El corazón le dio un vuelco y sintió la boca repentinamente seca. Otro asesinato. Notó que aunque Damien detuvo sus manos durante una fracción de segundo, no hizo ningún otro ademán, como si no hubiera oído las palabras de la muchacha. Esperaba no haber delatado la aflicción que la embargaba. —Hace un par de meses fue la buena de Marg. Dicen que la despedazaron de una manera espantosa —prosiguió Sally—. Luego fue el viejo, pero creo que a él no lo mató la misma persona. —Enfatizó sus palabras con un movimiento de cabeza—. Pues todas las demás han sido mujeres, y él ha sido el único hombre. Además, no le quitaron nada. —¿Les quitan algo? —preguntó Darcie con voz ronca. Sally asintió. —A todos les faltaba algún trozo del cuerpo. Excepto al viejo. A la primera chica la abrieron en canal, y se llevaron sus partes femeninas, si entienden lo que quiero decir. Darcie sintió el cáustico ácido del terror quemándole la garganta. Había oído hablar de los crímenes de Whitechapel. ¿Quién podría vivir en aquellas calles sin enterarse de esos asesinatos? Pero nunca había oído que descuartizaran a las víctimas y se llevaran alguna parte de su cuerpo. Sólo de pensarlo, le entraron náuseas. —Dicen que debe ser un médico —prosiguió Sally—. Todos sus cortes son precisos y certeros, como si se tratara de alguien que sabe lo que está haciendo. Por algún inexplicable motivo, Darcie recordó a los dos hombres arrastrando el arcón —la entrega que presenció cuando acababa de llegar a la casa de la calle Curzon. Dirigió sus ojos hacia la ancha espalda del doctor. En ese instante, él se giró, alzó la vista y la sorprendió observándolo. Su mirada era melancólica y fría, la expresión de su rostro tan glacial como el granito acariciado por el hielo. Él sabe algo, pensó ella. Sabe algo acerca de las mujeres asesinadas. Trató de - 56 -


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desterrar aquella absurda idea tan pronto como pasó por su cabeza, sacudiéndosela mentalmente. ¡Dios santo! ¡Qué irónico era todo aquello! No tenía ningún derecho a preguntarse qué sabría él, cuando ella también sabía más de lo que debía. El viejo, el viejo muerto… Steppy. —Ya hemos terminado —anunció Damien al acabar de envolver el muslo de Sally con una venda. Excusándose para ir al baño, la chica se puso de pie de modo vacilante y salió cojeando de la habitación, dejándolos solos. Darcie levantó la cabeza y se quedó mirando a Damien mientras se echaba agua en las manos y luego frotaba el jabón entre sus dedos largos y delgados. Un inexplicable ardor invadió su cuerpo, difundiéndose por sus miembros y por el aire que llevaba a sus pulmones. Incapaz de apartar la vista de las fuertes y masculinas manos del médico, las miraba fijamente. Se preguntó qué sentiría al tenerlas sobre su muslo, tocando su piel. Las imaginaba deslizándose por su cuerpo, húmedas y resbaladizas por el jabón, acariciándola suavemente. Asombrada por el extraño giro que habían dado sus pensamientos, Darcie echó su cabeza hacia atrás bruscamente, parpadeando con rapidez para intentar apartar la imagen de las manos de Damien Cole sobre su cuerpo. Algo terrible le estaba sucediendo. ¿Cómo era posible que después de oír la descripción de los asesinatos de Whitechapel deseara con lujuria que Damien la acariciase? No era más que eso: lujuria. El deseo de sentir sus manos y sus labios sobre ella, su cuerpo apretado contra el suyo. ¿Qué depravación se había adueñado de su ser para que se imaginara a aquel hombre tomándose libertades con ella, para que esas imágenes le parecieran atrayentes? Clavó los dientes en su labio inferior, asustada ante semejantes pensamientos, molesta por sentir aquellas cosas en aquel lugar, un antro de iniquidad, donde hacía pocos instantes Sally se había tumbado casi desnuda en la cama. Tal vez ahí estaba la respuesta. En aquel lugar en que la vida se había agriado y la muerte acechaba escondida en los callejones a los que se abrían sus puertas… las reglas eran diferentes. De repente, Damien se dio la vuelta para mirarla a la cara, como si hubiese sentido la inexplicable corriente de electricidad que pasó entre ellos. Con movimientos lentos y precisos, se secó las manos con una toalla limpia. La sensual línea de su boca esbozaba una sonrisa extraña. Darcie tragó saliva. Su mirada se encontraba atrapada por la de Damien. Los ojos de éste se ensombrecieron, y dio un paso adelante. Iba a besarla. Ese pensamiento pasó retumbando por su cabeza, provocándola. —Ha sido muy amable por tu parte c…cuidar de ella —balbuceó Darcie, desesperada por romper el aterrador hechizo que envolvía sus sentidos como el humo de una llama subiendo en espiral. —¿De verdad piensas eso? —preguntó él con voz cadenciosa y grave. Tiró la toalla sobre la mesa sin apartar la mirada de ella ni un solo instante. - 57 -


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La muchacha contuvo la respiración, y quedó como suspendida en una agonía de incertidumbre. Sentimientos desconocidos la desgarraban por dentro. Abrió la boca para hablar, para protestar a gritos, o quizás para pedirle que se acercase más. Le avergonzaba la irrefrenable atracción que sentía por él, y le horrorizaba albergar un deseo semejante en aquel lugar. Aturdida por la intensidad y la rapidez de su reacción, intentó ordenar aquellos sentimientos contradictorios con el telón de fondo de la Casa de la Señora Feather. No pudo evitar un gemido ahogado para expresar su confusa desesperación. El leve ruido de la puerta les anunció que Sally regresaba. Damien se apartó rápidamente y la expresión de su rostro cambió de inmediato. Reemplazó su ardiente mirada por una actitud de estudiada cortesía. Darcie exhaló un leve suspiro cuando Sally los interrumpió. Si era de alivio, se preguntó mientras miraba a Damien limpiar y guardar su material quirúrgico, ¿entonces por qué se sentía tan desilusionada?

—Mary, háblame de la criada que se marchó de la casa. Darcie se encontraba sentada en su cama con las piernas cruzadas cepillándose el pelo. Aquél había sido un largo día de trabajo, y le dolían los músculos de la espalda tras haber pasado horas inclinada sobre su cuaderno de bocetos dibujando una y otra vez sus ilustraciones. —¿Janie? —preguntó Mary en voz muy baja—. Ella desapareció repentinamente. —¿Adónde fue? —insistió Darcie, empezando a hacer una gruesa trenza con su cabello. Mary negó con la cabeza y bajó aún más la voz, como si tuviera miedo de que las paredes oyeran. —Nadie lo sabe. Era una chica muy simpática. Sus padres murieron de sífilis, y la esposa de su hermano no quiso ocuparse de ella. De modo que entró a trabajar como criada. Esta fue la primera casa en la que trabajó. —Dirigió su mirada nerviosamente hacia la puerta de la habitación—. Y tal vez la última. Darcie enarcó las cejas, pero no hizo comentario alguno en relación a las sospechas de Mary. Durante todas aquellas semanas que había pasado en la calle Curzon, había llegado a conocer a aquella muchacha lo suficientemente bien como para saber que tenía inclinación por el melodrama. —¿Erais amigas? —Sí lo éramos. Era una chica muy simpática. No hablaba mucho acerca de su pasado, excepto para decir que la esposa de su hermano la detestaba. Creo que, de haber podido, se habría despedido de mí. —Mary frunció los labios—. A menos que no hubiera tenido oportunidad de hacerlo. Se levantó y se dirigió hacia la chimenea, agarrando el atizador para mover las brasas. Frunciendo el ceño con aire pensativo, se volvió para mirar a Darcie a la cara. —¿Sabes? Fue el día que se marchó cuando encontré el pañuelo ensangrentado - 58 -


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del que te hablé. El doctor había salido antes del amanecer. Lo sé porque oí un ruido extraño y me acerqué a la ventana para ver qué sucedía. —Mary señaló con el mentón a la pequeña ventana que se encontraba sobre la cama de Darcie. Como si quisiera responder a los comentarios de Mary, el cristal hizo un ruido y se estremeció al ser golpeado por el viento. Las dos mujeres se miraron cuando un intermitente rayo surcó la oscuridad del cielo nocturno. —Se va a desatar una tormenta —susurró Mary. Su rostro parecía un pálido óvalo en medio de la penumbra de la habitación. —No me asustan las tormentas —dijo Darcie, pensando en los temporales que había tenido que sortear acurrucada en un portal o en algún rincón de un callejón de Whitechapel. Soportar un poco de lluvia y algunos truenos desde el calor de aquel cuarto no podía considerarse como una situación difícil de afrontar. Volvió a retomar el tema que estaban tratando, animando a Mary a proseguir con su historia—. ¿Qué viste cuando te acercaste a la ventana? —El ruido me despertó —respondió Mary—. Janie no estaba en su cama. Me arrodillé en ella y me asomé a la ventana. Estaba oscuro. Apenas empezaban a aparecer en el cielo las primeras luces. —Hizo una pausa, reflejando una mirada ausente en sus ojos. Darcie esperó pacientemente a que Mary pusiera en orden sus pensamientos. —Fue algo muy extraño —reflexionó Mary en voz baja, poniendo el dedo índice bajo su barbilla al decir estas palabras—. Dos hombres arrastraban un arcón por el camino adoquinado del patio. La descripción de Mary despertó la curiosidad de Darcie, que se incorporó en su cama. —¿Dos hombres? —Mmm. Uno alto y delgado, y el otro bajito y gordo. No pude ver sus caras. Darcie mordisqueó su labio inferior, y se llevó las manos al regazo, apretándolas con fuerza. —¿Estaban cargando un arcón? —No —contestó Mary, negando con la cabeza—. No lo estaban cargando. Creo que era muy pesado. Al menos así lo parecía, pues tiraban de él y lo empujaban para tratar de sacarlo de la cochera… —¿Para sacarlo de la cochera? —preguntó Darcie, interrumpiendo a Sally. Cuando ella los vio, intentaban arrastrar el cajón a la cochera. Mary siguió hablando: —Me quedé mirándolos hasta perderlos de vista. Luego vi al doctor salir de la cochera. Bajé las escaleras a hurtadillas y advertí que entraba en el estudio. Darcie esperaba que Mary terminara su historia, pero su amiga se quedó sentada en la cama mirando al vacío, con los dedos de una mano abiertos sobre su garganta. Había algo en la expresión de su rostro que hizo temblar a Darcie. —¿Qué pasó entonces? Mary dirigió su mirada hacia el sonido de la voz de su amiga. —El doctor Cole no se quedó mucho tiempo allí. Cuando volvió a salir, yo lo - 59 -


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seguí hasta el vestíbulo. No vi a Poole por ninguna parte. El doctor salió solo, y yo corrí para observarlo desde la pequeña ventana que da a la calle. ¿Sabes de cuál estoy hablando? Darcie asintió. —El doctor subió al pescante para conducir él mismo el carruaje. El cochero John no estaba allí. Aquella mañana encontré el pañuelo ensangrentado, tirado en el suelo del estudio debajo del escritorio —dijo ella susurrando con voz nerviosa—. Y Janie nunca volvió a su cama. Ni aquella noche ni ninguna otra. Nunca más volví a verla. —¿No creerás que Janie estaba en el arcón? —exclamó Darcie, frotando sus brazos con las palmas de sus manos para intentar en vano vencer el espantoso frío que penetraba en su cuerpo—. ¿Que el doctor Cole se la llevó en el carruaje? —Yo no creo nada. —Mary se abrazó a sí misma y apartó la mirada—. Todo lo que sé es que se ausentó durante todo un día y una noche. —¡Pero sí crees algo! —exclamó Darcie mientras diferentes espantosas posibilidades pasaban por su cabeza—. ¿Acaso no estás insinuando que el doctor Cole le hizo algo malo a la muchacha? —No tengo nada más que decir. La ventana se sacudía con violencia dentro del marco, atrapada en medio del furor de la creciente tormenta, y Mary miraba desesperadamente hacia uno y otro lado. —Mary, por favor… Moviendo la mano de atrás para adelante, Mary negó con la cabeza. Tenía los ojos desorbitados y las pupilas oscuras, y Darcie pudo percibir el pánico que se reflejaba en su mirada. Exhalando un suspiro, puso fin a aquella conversación, pues no quería poner todavía más nerviosa a su amiga. Era evidente que no obtendría más respuestas aquella noche. Las dos mujeres se deslizaron en silencio bajo las sábanas. Darcie esperaba que el sueño no tardara en adueñarse de ella, pese a que todo lo que Mary le había dicho bullía en su mente de forma caótica. No obstante, aquel había sido un día largo y agotador, y sentía los párpados pesados y los ojos cansados. Se acomodó de lado, cerró los ojos e intentó que el ritmo de su respiración se hiciera pausado y regular, y que su mente encontrara reposo. Pero el reparador descanso del sueño la esquivó una vez más, dejándola dando vueltas nerviosamente en la cama. El insomnio se había convertido en algo rutinario, pensó con pesar. Soltando un suspiro, Darcie apartó las sábanas y se incorporó sacando las piernas por un lado de la estrecha cama. Agarró su chal, lo envolvió alrededor de sus hombros al levantarse y se dirigió andando de puntillas al lecho de Mary. La chica dormía profundamente, encogida hacia un lado y con las manos bajo la mejilla. Caminando con cuidado, Darcie salió de la habitación. Sin utilizar una vela, bajó las escaleras a tientas, igual que un fantasma. Un libro, pensó. Sin duda Damien tendría algún libro que ella pudiese leer, algo que la tranquilizara y la ayudara a dormir. Quizás un volumen de poesía. Él le había dicho - 60 -


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que podía tomar prestado cualquier libro que le gustase. Con esto en mente, se dirigió al estudio. En el instante mismo en que Darcie posó su mano en el pomo de la puerta, oyó unos ligeros golpes resonando en el piso de abajo, y luego el crujir de las escaleras. Alguien se acercaba. Entró rápidamente en el estudio del doctor, dejando la puerta ligeramente abierta. No quería encontrarse cara a cara con Poole a aquellas horas de la noche. A través de la pequeña abertura vio una sombra moviéndose sigilosamente por el pasillo. Supo que no era Poole en el momento en que el hombre pasó frente a la puerta del estudio y vio su dorado cabello. Era Damien. Su corazón se sobresaltó al verlo pasar. Pese a que no llevaba ninguna vela, caminaba con soltura en medio de la oscuridad. Llegó al final del pasillo, se detuvo un momento y luego entró en su dormitorio. Darcie abrió por completo la puerta del estudio y salió de la habitación, avanzando sigilosamente hasta el final del pasillo. Se pegó bien a la pared. Él había dejado la puerta entreabierta y un fino rayo de luz hendía la oscuridad, extendiéndose a lo largo de la suave alfombra que cubría el suelo del pasillo. Darcie se dio cuenta de que era de color rojo oscuro. Hasta entonces, nunca se había fijado que su color era parecido al de la sangre seca. Sintió un escalofrío en todo el cuerpo, y se preguntó cuál sería la causa de su desazón. Había recorrido aquel pasillo miles de veces. No había nada siniestro en él. Sin embargo, a pesar de que se repitió estas palabras una y otra vez, no logró convencerse por completo de su veracidad. Quiso subir a su cuarto, pero en el momento en que pasaba frente a la puerta de Damien para dirigirse a las escaleras, un movimiento en el interior del dormitorio llamó su atención. Acercándose con cautela, se dio cuenta de que podía examinar cuidadosamente la habitación sin ser vista. El se encontraba de espaldas a ella, mirando fijamente la chimenea, con la camisa suelta. Inesperadamente, él se dio la vuelta. Darcie se mordió la lengua para no emitir sonido alguno. Damien se quedó inmóvil con la cabeza ligeramente ladeada y la mirada fija en la puerta. Ay, por favor no me veas, pensó, sintiendo mucha vergüenza. Sería sumamente humillante que la descubriera espiándolo. Justo después de pensar eso, se percató de que durante el breve instante en que estuvo mirando a Damien, de alguna manera, alcanzó a percibir algo distinto. Había algo fuera de lugar… Corriendo un gran riesgo, se inclinó un poco más. Suspiró de alivio al darse cuenta de que él ya no estaba mirando en aquella dirección. Lo recorrió de pies a cabeza con la mirada, deteniéndose en el instante mismo en que comprendió cuál era la causa de su desconcierto. La camisa blanca de lino de Damien estaba completamente abierta, dejando al descubierto su pecho y su abdomen. La pechera de la antes inmaculada prenda estaba salpicada de oscuras manchas. Era como si alguien le hubiese arrojado una botella de tinta y las marcas se hubieran extendido por la blanca tela. Excepto que las manchas no tenían el color de la tinta, sino el de la - 61 -


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alfombra del pasillo. El color de la sangre. Darcie cerró los ojos para no ver aquello, intentando ahuyentar de su mente las imágenes invocadas por la camisa manchada de sangre. Debía haber una explicación razonable para todo aquello. Después de todo, él era médico. No obstante, pese a que se repitió a sí misma que la sangre procedía de un paciente, o que las manchas oscuras podían tener otra causa nada siniestra, no pudo ignorar el sentimiento de angustia que se fue apoderando de ella. Mientras seguía temblando en medio del frío pasillo, con los ojos cerrados y los oídos atentos al menor sonido, podía oír el aterrador aullido del viento al golpear contra los cristales de la ventana, sacudiéndolos con violencia. Se dio cuenta de que la tormenta había arreciado. El estruendo de los truenos hacía estremecer el cielo, las ventanas y quizás incluso las paredes, y el frenético resplandor de los relámpagos trazaba formas y sombras que bailaban en el suelo. Poco a poco, abrió los ojos, volviendo a mirar detenidamente la habitación. Damien no se había movido. Seguía de espaldas a la puerta, y, fascinada, lo vio quitarse la camisa de forma lenta y sinuosa. Con un gesto indiferente, la tiró al fuego. Pese a que era consciente de que quemar una camisa era un acto extremadamente extraño, el esplendor absoluto del cuerpo de Damien la distrajo. Las llamas proyectaron sus luces y sombras sobre él. Sólo llevaba puestos sus pantalones, que también se había aflojado y descansaban sobre sus caderas. Darcie miraba hechizada los duros músculos de su pecho desnudo, las flexibles curvas de su abdomen. Sintió la boca seca, y se humedeció los labios. Súbitamente, tuvo el terrible y tentador pensamiento de que le gustaría lamer todo su cuerpo. Pasar la lengua por su pecho, seguir la delgada línea de vello que descendía desde su estómago hasta la cintura de sus pantalones. Apartó la mirada y clavó los dientes en su labio inferior, avergonzada de la descarada lascivia de sus pensamientos. Pese a que se reprendió en silencio, no pudo reprimir el impulso de mirarlo una vez más, de saciar el deseo de contemplar su espléndido cuerpo, realmente más hermoso que una escultura hecha por el mejor de los artistas. Cuando volvió a mirar la habitación, se dio cuenta de que él se había dirigido al aguamanil. Tras echar el agua de un cántaro en la jofaina, levantó una tela de lino que se encontraba doblada. Con silencioso embeleso, Darcie lo observó mojar la tela y pasarla por su nuca y por la parte superior de su pecho. Gotas de agua brillaron sobre su dorada piel. Volvió a meter la tela en la jofaina. La muchacha pudo ver su reflejo en el gran espejo ovalado que se encontraba sobre ésta. Pasó la húmeda tela por su abdomen sinuoso, bajando hasta la cintura de sus pantalones. Darcie tragó saliva. La sangre corría de manera turbulenta por sus venas. Damien levantó la cabeza y miró el espejo. La mirada de Darcie se cruzó con la suya en el plateado cristal. Frunció los labios para soltar un grito ahogado. Incapaz de apartar sus ojos, tropezó al dar un paso atrás. Damien sabía que ella estaba allí. Estaba segura de que lo sabía. - 62 -


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No, no, era una pura coincidencia que él hubiese levantado la vista y sus ojos se encontraran en el espejo. Ella estaba bien oculta entre las sombras. ¿O acaso no? Horrorizada por lo que había hecho —merodear en el pasillo para espiar a su patrón—, y aterrorizada ante la posibilidad de que él la hubiera descubierto, Darcie se dio la vuelta y se apresuró a regresar a su cuarto. Una vez allí, se deslizó bajo las sábanas. Lágrimas de humillación le escocían detrás de los párpados. Parecía que aquello se estaba convirtiendo en una terrible costumbre, pensó. Espiar a Damien Cole, observarlo oculta entre las sombras con el mismo confuso deseo de una colegiala obsesionada con su primer amor. Imaginar posibilidades con las que no debía fantasear. Era una verdadera vergüenza. A pesar de todo, no podía negar que una parte de ella quería regresar a aquella habitación, apretar su boca contra la de él y saciar la sed persistente que devoraba sus pechos, su vientre y su entrepierna. No tenía experiencia, pero la vida en las calles de Whitechapel le había dado muchos conocimientos sobre la realidad de la unión entre un hombre y una mujer. Sollozando, se hundió todavía más bajo las sábanas, rechazando la desesperada necesidad que había dejado salir a la superficie. Finalmente, se sumió en un sueño poco profundo, y soñó que estaba tendida junto a Damien en un campo de flores, envuelta en su ardiente abrazo. Gritó en sueños cuando aquellas flores de vivos colores brillaron y empezaron a sangrar a través de sus pétalos, y el campo se convirtió en un mar de sangre.

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Capítulo 6 A la mañana siguiente, Darcie bajó a desayunar al comedor de la servidumbre, aunque tuvo que hacer un gran esfuerzo para tragar cada bocado. La agobiante atmósfera que reinaba entre los criados que se encontraban reunidos en torno a la mesa reflejaba su propio abatimiento. Quiso convencerse de que se debía al tiempo, pero su imaginación le decía al oído que todos, sin excepción, sabían que ella se había acercado sigilosamente a la habitación del doctor Cole y se había quedado mirándolo mientras él se lavaba. Aquella era una ocurrencia absurda, pero ella no había logrado acallar sus remordimientos. Mary se encontraba sentada junto a Darcie. Sumida en sus propios pensamientos, ni siquiera había tocado la comida, que ya se le había enfriado en el plato. La joven fregona, Tandis, estaba inusualmente silenciosa, su alegre temperamento había sido eclipsado por la melancolía matutina. El único que parecía inmune a aquella apatía era Poole. Presidía la cabecera de la mesa como un rey, llevando la comida a su boca con manifiesto placer e impecables modales. Aplicaba al pie de la letra las normas absurdamente estrictas que él mismo había impuesto. De repente, volvió su fría mirada hacia Mary, examinándola durante unos interminables segundos antes de volver a concentrarse en su comida. Darcie se sorprendió ligeramente cuando creyó percibir que la expresión de su rostro se suavizaba al mirar a Mary. Pero, no. Poole era demasiado duro con todo el mundo. Posiblemente había imaginado el fugaz deshielo de su glacial comportamiento. Darcie apartó la mirada, tratando de centrar su atención en el plato. Llevaba los huevos y el tocino a su boca de un modo mecánico, impulsada por el recuerdo de los días de hambre incesante en los que apenas había logrado sobrevivir en las calles de Whitechapel. Nunca volvería a tratar la comida con la inocente indiferencia que había demostrado durante los años de abundancia de su niñez. Al fin, cuando acabó el interminable desayuno, se dirigió a toda prisa al estudio de Damien. Temía verlo después de lo que había sucedido la noche anterior, pero también había una parte de ella que esperaba poder entregarse de lleno a su trabajo, y si era honesta, gozando del placer de su presencia. No estaba allí. Apretó los dedos contra los cristales y se asomó a la ventana para mirar la mañana gris. Deseó que por una vez el sol saliera de detrás de las nubes para envolver el mundo con su brillante luz, en lugar de dejarlo sumido en la tétrica penumbra. Su rostro se reflejaba en el cristal que el grisáceo telón de fondo del cielo nublado había convertido en espejo. Tenía un aspecto pálido y triste. Exhalando un suspiro, se alejó de la ventana y se dirigió al escritorio del doctor. - 64 -


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No le había dicho que saldría aquella mañana, ni le había dado indicación alguna de que aquel día sería diferente a los muchos que habían compartido últimamente. Inclinó la cabeza hacia un lado y levantó un montón de papeles. No le había dejado una nota, ni nada que le señalase que el doctor deseaba que ella terminara algún trabajo. Se dejó caer en la silla de cuero que estaba ante el escritorio. —Buenos días. Se sobresaltó al oír estas palabras pronunciadas en voz baja. Tras levantarse de un salto, se giró y vio a Damien en la entrada del estudio. Unas profundas ojeras aparecían en su rostro. Había pasado otra noche sin dormir. Quiso acercarse a él, deslizar sus dedos por su frente para consolarlo. Él avanzó con aire resuelto en dirección a la muchacha. Lentamente, extendió la mano y dobló el dedo índice bajo su barbilla. Aquel gesto le provocó una descarga de electricidad en todo su cuerpo. Luego, levantó el rostro de ella lentamente y se quedó mirándola fijamente, buscando sus ojos con los de él. Sabía que lo había estado observando en secreto con vehemente deseo. Darcie estaba convencida de ello. Poco a poco, ella trató de desviar la mirada. Sentimientos desenfrenados e impulsos contradictorios luchaban dentro de su corazón. Deseaba estrecharse contra su cuerpo, sentir la fuerza de sus brazos rodeándola, y al mismo tiempo, temblaba ante el deseo de alejarse de sus manos y protegerse de la aterradora atracción que él ejercía sobre ella. —Pareces cansada —dijo, sosteniendo todavía su barbilla con su dedo—. ¿Acaso te he estado haciendo trabajar muy duro? Ese comentario, pronunciado en voz muy baja, estuvo a punto de ser su perdición. La consideración con que la trataba la enterneció, cautivó sus sentimientos. La habitación pareció girar a su alrededor. Su respiración se hizo dificultosa y su corazón empezó a latir con frenesí cuando sus ojos se posaron en la esculpida línea de los labios de Damien. Se preguntó cómo los sentiría al rozarlos con sus dedos. ¿Duros? ¿Blandos? ¿Suaves? Una sonrisa suave y lenta apareció en los labios del hombre, revelando el hoyuelo de su mejilla. Aunque seducida por su belleza, Darcie quiso alejarse. Tenía que distanciarse de él y de los extraños y aterradores sentimientos que la recorrían cada vez que se encontraba en su presencia como si hubiera fuego en su sangre. Pero la necesidad de retroceder fue vencida por el impulso, mucho más fuerte, de acercarse, de aspirar su refrescante y dulce olor, de extender su mano para deslizar las yemas de sus dedos por su carnoso labio inferior, y de liberar el fuego de sus venas hasta que sus llamas crepitaran totalmente fuera de control. ¡Dios santo! ¿Qué le estaba pasando? La mirada de Darcie buscó sus ojos. La estaba observando con una intensidad que era a la vez alarmante y tentadora. Los ojos de Damien se oscurecieron, y sus pupilas se dilataron hasta convertirse en lagos profundos y sin límites rodeados de aros de plata fundida. —¿Qué hay en ti que me atrae tanto? —preguntó él con voz ronca, acercándose hasta que sólo el murmullo del aire los separó. - 65 -


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El médico retiró su mano de la barbilla de Darcie para recorrer suavemente la línea de su barbilla y trazar con lentitud la curva de su nuca. Su mano la acariciaba con la delicadeza de una pluma. Las callosas yemas de sus dedos rozaban con cuidado su sensible piel. Lamiéndose los labios, Darcie exhaló un débil suspiro cuando sus dedos se deslizaron por su vestido de cuello alto y se posaron en su clavícula. —¿Qué hay en ti? —susurró de nuevo. Alzó la vista para mirarlo, ella sintió el peso de sus dedos sobre su piel. No tenía respuesta alguna para su pregunta, aunque sabía muy bien qué había en él que la seducía. El tormento de la atracción que sentía por Damien era una necesidad dolorosa, que la desgarraba por dentro, arañando su sensibilidad con sus afiladas garras. Damien Cole la atraía como mosquero a una mosca, pero una vez que la atrapara, ¿quedaría por siempre presa de su encanto? Era tan hermoso como un ángel caído del cielo. No obstante, el sentido común de Darcie le decía que era peligroso para ella, y sabía que debía prestar atención a esta advertencia para no perderse por completo. Su empleo, su comodidad, su seguridad, toda su vida estaba en sus fuertes manos, de la misma manera que alguna vez había dependido completamente de Steppy. Haría bien en recordar lo que había aprendido de la traición de éste, y de la vida de perdición a la que un hombre había conducido a su hermana. De repente, notó pesada y extraña la mano que él apoyaba en su nuca, y un frío murmullo heló sus ardientes emociones al serpentear por su mente y hacer presente las imágenes de la camisa empapada en sangre de Damien. Ese pensamiento la sacó de su estupor, haciendo que se apartara bruscamente, soltando un débil grito. Darcie alzó la vista y vio que él seguía observándola. La expresión de su rostro se había vuelto fría y distante. De improviso, se alejó, y fingió disponer en un orden imaginario el montón de documentos perfectamente organizado que se encontraba sobre su escritorio. Su mano rozó la miniatura de marco dorado. Darcie la había visto muchas veces, la había limpiado en innumerables ocasiones, le había dedicado infinidad de minutos a meditar acerca de la razón por la cual el retrato ocupaba un lugar de honor en el escritorio de Damien. Aquella hermosa muchacha de cabello oscuro posaba con elegancia para el pintor, pero la técnica del artista era bastante mediocre, y aunque su pincel había logrado captar su belleza, la había pintado rígida como un palo, y demostrando muy poca vitalidad y emoción. Damien agarró la miniatura y la miró fijamente. Darcie creyó poder sentir los segundos arrastrándose por su piel, con una lentitud interminable. —No he querido molestarte. El hombre que impone sus atenciones a una mujer no puede considerarse un caballero —dijo él, interrumpiendo el silencio con su voz ronca. —¡No has hecho tal cosa! —Las palabras salieron inesperadamente de su boca. Él se volvió hacia ella, enarcando una ceja para mirarla con curiosidad. —No he tenido la sensación de que te agradara mucho que te tocara. ¿O acaso - 66 -


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he malinterpretado lo sucedido? Darcie hizo un gesto de súplica con sus manos. —Sólo quería… tus atenciones… tú casi no… —Respirando hondo para intentar llevar aire a sus pulmones a través de su garganta cerrada, siguió hablando deprisa —: No me has impuesto nada. No me has hecho daño alguno. Incluso mientras decía estas palabras, pasaban por su mente las imágenes de la camisa ensangrentada y sus sospechas acerca de lo que había sucedido. Él no le había hecho ningún daño a ella, pero, ¿se lo habría hecho a otra persona? No, no podía pensar mal de Damien. Se negaba a hacerlo. —Por favor, empecemos con nuestro trabajo —continuó Darcie tímidamente, con un matiz de desesperación en sus palabras. Era muy difícil para ella fiarse de alguien, pese a que deseaba enormemente poder confiar en él, en su espléndido ángel dorado. Dándole la vuelta a la miniatura que tenía en las manos, Damien volvió a posar su mirada en ella, luego la dejó nuevamente en el escritorio. —¿Quién era ella? —Incapaz de contener la pregunta, Darcie le tocó el brazo con suavidad. Quería saberlo desesperadamente y, al mismo tiempo, temía que él le confesara en voz alta que amaba a otra mujer. —Ella formó parte de mi alocada juventud. Representa todo lo que alguna vez fui, pero ya no soy —respondió él con gravedad. —La querías. Él asintió con un breve movimiento de cabeza. —Sí. —¿Dónde está ahora? ¿Por qué no está aquí contigo? Damien le lanzó una intensa mirada. —¿Le han salido colmillos al ratón? —preguntó. Darcie sintió el calor del rubor subiendo a sus mejillas. Agachó la cabeza, incapaz de sostener su mirada, pero poco dispuesta a permitir que él eludiese el tema. Quería saber. Necesitaba saber. Una parte de ella deseaba ser aquella chica, poseer una parte del corazón de Damien. —¿Se casó con otro hombre? —Hizo la pregunta en voz muy baja, como si estuviera hablándole al suelo. Se oyó un crujido, y luego las brillantes botas de Damien entraron en su campo visual. Se quedó observando fijamente sus puntas, incapaz de mirar al doctor a la cara. —Nunca se casó. Nunca le propusieron matrimonio. Es lamentable que una mujer sea olvidada de esa manera, como si fuese un equipaje no deseado. Sus palabras eran duras. Frías. Pero Darcie captó la angustia que ellas ocultaban, y no pudo evitar una opresión en el corazón. Pensó que él aún amaba a la anónima mujer del retrato. Por alguna razón, aunque no conocía lo sucedido ni la historia de la vida de Damien, sospechaba que amaría a la muchacha de cabello oscuro hasta el día de su muerte. Y aquella certeza le resultó enormemente dolorosa. - 67 -


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Darcie miró la miniatura, y se preguntó por qué, si amaba a aquella mujer, Damien no le había propuesto que se casase con ella. Olvidada. Equipaje no deseado. Como Abigail. Una traición más, pero esta vez se trataba de una joven en un retrato, una mujer a la que no conocía. —Ven —dijo Damien, cambiando bruscamente de tema—. Tengo algo que enseñarte. Y es la razón de que haya llegado tarde esta mañana. Caballeroso en todo momento, esperó a que Darcie saliera primero. Bajaron juntos las escaleras. Luego, él la llevó a la puerta trasera, la que conducía al camino adoquinado del patio. Salieron de la casa y se dirigieron juntos a la cochera. Darcie contuvo la respiración mientras él abría la puerta de su laboratorio. Por fin la llevaba a su guarida. Damien se detuvo, puso sus manos sobre los hombros de la muchacha y la obligó a mirarlo a los ojos. —Te lo advierto, Darcie. Lo que verás en este lugar puede sorprenderte. Pero tú eres mis manos, la prolongación de mí mismo. Necesito saber que puedes hacer lo que te pediré. Humedeciéndose los labios, Darcie asintió. Estaba dispuesta a hacer todo lo que él quisiese. Las palabras de Damien daban vueltas alrededor de su corazón como una abeja en torno a una flor. Había dicho que ella era una prolongación suya, pero dudaba que esas palabras fueran una alusión de carácter personal. Ella era una artista, mientras que él no lo era. No debía darle mucha importancia a su comentario, se recordó con severidad. Él examinó su rostro durante un momento, luego se dio la vuelta y la condujo por las estrechas escaleras de madera al piso superior de la cochera. Mientras subían, Darcie arrugó la nariz en señal de desagrado. En el aire flotaba una mezcla de olor a polvos medicinales, alcohol y jabón. Pero había algo más. Un fuerte olor metálico que invadió su nariz. —Tengo materiales de dibujo aquí. Damien la llevó a una pequeña mesa cubierta de marcas que se encontraba apoyada en la pared del otro extremo de la habitación, el más alejado de la casa principal. Las cortinas estaban corridas, y el laboratorio estaba sumido en la oscuridad. Darcie dio un paso adelante para echar un vistazo a la mesa mientras Damien encendía las velas de un candelabro. —¿Por qué no abrimos las cortinas? La luz del día es la mejor. Darcie alargó la mano hacia las cortinas. El fuerte olor metálico de la habitación había llegado a sus pulmones, y pensó que también le gustaría abrir la ventana. Su ritmo cardíaco se aceleró al tiempo que sentía que una inexplicable oleada de ansiedad se apoderaba de ella. Quería ver la luz del día. Sintió de repente la irresistible necesidad de ver la luz del día. Agarrándola de la mano, Damien hizo que se alejara de la ventana. - 68 -


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—No, no la abras. No quiero miradas indiscretas. Ella tiró levemente de su mano para liberarla de la de Damien y luego la dejó caer. —No quieres miradas indiscretas —repitió ella en voz baja. —Mira esto. Damien se dirigió al centro de la habitación, donde había una segunda mesa, alta y de forma rectangular. No había ninguna silla junto a ella. Darcie pensó que era un mueble extraño, pues era largo y estrecho, y tenía un borde saliente y un agujero en un extremo. Bajando los ojos, vio que había un cubo debajo del agujero, y le pareció que el olor que había percibido hacía un momento salía de él, llenando el aire y produciéndole ganas de vomitar. Damien agarró el borde de la tela negra que cubría el pequeño bulto que se encontraba en uno de los extremos de la mesa. Sin más preámbulos, tiró de la tela, dejando ver algo de forma cónica aproximadamente del tamaño del puño de Darcie. Frunciendo el ceño, ella se acercó a la mesa, ya que no llegaba a discernir qué era exactamente lo que le estaba mostrando. Luego percibió el hedor de la carne muerta, mezclado con el empalagoso olor de la sangre. Soltando un grito ahogado, se llevó la mano a la boca y se alejó. —¿Qué es eso? —Un corazón. Dibújalo entero. Luego lo diseccionaré para que podamos ver su interior: las válvulas, los ventrículos y las arterias coronarias. —No pudo evitar el entusiasmo en su voz. —Un corazón —repitió ella con una expresión rígida en el rostro, horrorizada sólo de pensarlo. Luego su sentido común tomó el control. Tal vez fuese el corazón de un cerdo o de una vaca. Era muy probable que la cocinera se estuviera preguntando en aquel mismo instante qué le había sucedido a parte de los ingredientes de su comida. Tragando saliva, se armó de valor para preguntar: —¿Lo has sacado de la cocina? Él la miró desconcertado. Ella ya conocía aquella expresión en su rostro. La había visto muchas veces. Siempre la miraba de esa manera cuando preguntaba algo que él no alcanzaba a comprender, algo que le parecía inexplicablemente extraño. —¿De la cocina? —repitió él sorprendido, como si estuviese intentando poner su pregunta en algún tipo de contexto inteligible. —Entonces es del carnicero —farfulló Darcie esperanzada. —No, no es del carnicero. Creo que él está bastante sano y feliz. Aunque seguramente no lo estaría si éste fuese su corazón —respondió Damien. —¡Ah! —musitó Darcie—. ¿Entonces de quién…? —¿Acaso importa? —preguntó él, encogiéndose de hombros. Dirigiéndose al otro extremo de la habitación, acercó una silla—. Siéntate aquí. —¿Pero entonces es un corazón hu… hu… humano? —Sí, por supuesto —agarró unas pinzas y tiró de la superficie del corazón, separando una delgada y brillante capa de tejido de lo que se encontraba debajo—. ¿Ves esta capa? De hecho no es una sola. Son tres. El corazón está protegido por una - 69 -


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telilla de tres capas: el pericardio. —Mirando a Darcie, Damien señaló la pluma y la tinta que se encontraban en la otra mesa—. ¡Venga! Dibújalo rápidamente, y luego lo diseccionaré para que puedas ilustrar la pared interior que se encuentra debajo. Hay una zona necrosada en el extremo del ventrículo izquierdo que me parece particularmente interesante. Luego lo engancharé a aquel aparato —señaló una serie de ganchos y cables que estaban en el otro extremo de la mesa—, y podrás verlo latir. —¿L… latir? ¡Pero si está muerto! —exclamó ella, alejándose un poco, sin apartar en ningún momento la mirada del corazón, brillante a causa de la humedad —. Pensé que… es decir… —Tragó saliva y enseguida continuó—: ¡Parece húmedo! —Bueno, es que está fresco —afirmó Damien con total naturalidad. —Fresco —repitió ella, atragantándose al pronunciar la palabra. Un corazón fresco recientemente arrancado de un ser vivo que aún respiraba. No, se recordó a sí misma. De un cadáver, de alguien que ya no pertenecía a este mundo. Tragó saliva compulsivamente y apretó la tela de su falda con los puños cerrados, intentando calmar sus nervios. La habitación daba vueltas ante sus ojos. Una nube carmesí, tan roja como las manchas que había visto en la camisa de Damien la noche anterior, le empañaba la visión. El desayuno que había tragado con enorme dificultad, ahora intentaba desesperadamente volver a salir. Soltando un gemido, dio media vuelta y salió corriendo del laboratorio. Estuvo a punto de caer por la estrecha escalera de madera, con las prisas de huir de la aterradora visión de aquel corazón separado del cuerpo que yacía, vulnerable y desnudo, en la fría y dura mesa. Apoyando su frente contra la pared de la cochera, Darcie intentó desesperadamente respirar hondo para que el aire fresco penetrara en sus pulmones y se llevara el hedor de muerte y descomposición que se pegaba a su nariz e invadía su boca con un sabor amargo y metálico. Había hecho el ridículo al huir del laboratorio de semejante manera, pensó. Ahora que se encontraba lejos de aquella habitación, y bajo el sol del mediodía que finalmente había salido de entre las nubes, se sintió como una tonta. No tenía por qué sorprenderle que él quisiese que ella dibujara un modelo real. Sabía que él era anatomista, era plenamente consciente de que diseccionaba con todo cuidado los cuerpos con el fin de estudiarlos. Pero al verse ante un corazón de verdad, arrancado a lo que alguna vez había sido un ser humano, se desmoronó. Su revuelto estómago logró calmarse un poco. Ya no corría peligro de vomitar el desayuno. Ya era algo. —Darcie. Sintió la mano de Damien sobre su espalda en el instante mismo en que él pronunciaba su nombre. —Me temo que no he debido hacer eso —dijo arrepentido—. ¿Te encuentras bien? —Estoy bien —respondió ella con desdén. No había censura alguna en el tono de voz de Damien, sólo una preocupación contenida—. Me he sentido indispuesta - 70 -


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durante un momento. —Volviéndose para mirarlo a la cara, se armó de valor para decir—. Ya estoy lista para continuar, si así lo deseas. Mirándola fijamente con sus ojos grises ligeramente entrecerrados, se tomó un momento largo para examinar su rostro. —Estás tan blanca como un cadáver. Ella se sobresaltó al oír esas palabras. —Sí, supongo que lo estoy. Pero ya pasará. Vamos, tenemos trabajo que hacer. Y tras decir esto, levantó un extremo de la falda e intentó con aire resuelto dirigirse al laboratorio. Damien levantó el brazo y pegó la palma de su mano a la pared de la cochera, cerrándole el paso y haciéndola detenerse en seco. Ella miró la sólida barrera de su brazo, y luego giró la cabeza hacia su hombro derecho y lo miró directamente a los ojos. Le sorprendió la preocupación que vio en su mirada. —Estoy bien —dijo de nuevo—. De verdad. Estoy bien. —Bien es una palabra espantosa —repuso él con cautela—. Puede significar muchas cosas y, al mismo tiempo, nada en absoluto. Mirando la firme línea de sus labios, Darcie asintió. Curiosamente, sabía con exactitud lo que él quería decir. —Bueno, pues entonces estoy de maravilla, estupenda… extraordinariamente bien. —Alzó el tono de la voz al decir estas últimas palabras. Los ojos de Damien se oscurecieron al acercarse a ella. Darcie echó la cabeza hacia atrás para mirarlo a la cara. El calor que emanaba del cuerpo del doctor salvaba la mínima distancia que los separaba, haciendo que una oleada de fuego recorriera los miembros de la joven. —Extraordinaria. Sí, esa palabra te describe con toda precisión. Darcie abrió la boca para responder, pero volvió a cerrarla sin pronunciar sonido alguno en el momento en que las palabras de Damien penetraron en su mente y ella comprendió con exactitud lo que él había querido decir. A él le parecía que ella era extraordinaria. A ella, que él era irresistible, fascinante, peligroso y aterradoramente guapo. —Darcie. —Su voz parecía chocolate derretido cayendo sobre su cuerpo. Pastosa, dulce y sazonada con la promesa de un placer sublime. Él dio un paso adelante, haciendo que sus cuerpos se inflamaran al encontrarse tan cerca. Darcie tuvo la plena certeza de que hacía ya mucho que habían rebasado el límite de lo aceptable. Su dificultosa respiración hacía que sus senos rozaran ligeramente contra su pecho, y los pezones le empezaran a doler, haciendo que ardientes sensaciones la invadieran desde el estómago hasta la entrepierna. Sintió el desesperado impulso de estrecharse contra él, de retorcerse sobre su cuerpo. Un sonido suplicante escapó de sus labios. Luchando por no dejarse absorber por el torbellino de sensaciones nuevas y sentimientos desenfrenados, emocionantes y aterradores a la vez, Darcie se aferró a un único pensamiento: retroceder. Sus piernas flaquearon y empezaron a temblar, como si ya no pudiesen sostenerla. Extendió uno de sus brazos hacia atrás para apoyar su mano en la solidez de la pared - 71 -


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de la cochera. Exhalando un suspiro, se dejó caer contra ella, buscando un sostén para sus temblorosos miembros. Damien la observaba a través de la plata fundida de sus ojos. El fuego de su mirada la quemaba de manera tan real como una llama. Cuando consiguió apoyarse en la sólida pared, Darcie intentó dominar su irregular respiración. ¡Ay!, ¿qué le estaba pasando? Quería huir y, al mismo tiempo, aferrarlo del chaleco, retorcer la tela entre sus manos y tirar de él hasta que la cubriera con su cuerpo. Quería… —¿Qué quieres, Darcie? —le preguntó. Aquellas palabras fueron como un reflejo fiel de sus pensamientos íntimos. —Quiero… Le lanzó de nuevo una mirada a sus labios, sus labios carnosos y sensuales que formaban una firme y varonil curva. Su mente sólo tenía una vaga noción de lo que ella quería; sin embargo, su cuerpo parecía saber con exactitud qué deseaba con tanta ansiedad. Él volvió a acortar la distancia que los separaba, quedando tan cerca el uno del otro que ella pudo ver las finas arrugas que bordeaban sus ojos y contar cada una de sus pestañas. Pero no la tocó. De repente, la respuesta llegó a su cabeza con la claridad de una revelación. El vacío dentro de ella, y la terrible y siempre presente soledad parecían disminuir en su presencia. Deseaba sentir sus brazos a su alrededor, envolviendo su cuerpo, y que él curara el aislamiento y el desconsuelo de su alma. —Tócame —dijo ella, susurrando sus pensamientos en voz alta, arrepintiéndose al instante de haber dicho aquellas palabras. Él era su patrón. Un hombre que gozaba de un poder infinito sobre su vida. Por otra parte, él tenía sus propios secretos, sus propios demonios, estrictamente dominados. Era un enigma peligroso. Y ella nunca podría confiar en él. Oyó el áspero silbido de la respiración de Damien al salir de sus labios. Comprendió demasiado tarde lo que su petición había desatado. Sólo tuvo una milésima de segundo para asimilar la repentina llamarada de deseo que endureció sus facciones. Luego, él la rodeó con sus brazos, apoyando su musculoso cuerpo contra sus pechos, su estómago, sus muslos; oprimiéndola contra la dura pared que estaba a sus espaldas. Los labios de Damien buscaron los suyos, y sus bocas se unieron en un estallido abrasador. La sensación de sus labios sobre los suyos, de su lengua, la despojó de todo vestigio de equilibrio. Sintió un fuego líquido ardiendo en el centro de su ser, amenazando con reducirla a cenizas. Moviéndose ligeramente, él puso su rodilla entre sus muslos. Darcie gimoteó contra su boca, agarrándose de la tela suelta de su camisa y haciendo que él se acercara aún más. La presión de su rodilla aplacaba y, a la vez, avivaba el fuego. Ella se apretó torpemente contra él en un infructuoso intento de aliviar la terrible tensión que crecía dentro de ella. Los dedos de Damien se enredaron en su pelo, y él empezó a moverse sobre - 72 -


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ella. Inclinó la cabeza para invadir su boca de ávidos besos, buscarla con su lengua y luego retirarse. El único pensamiento consciente de Darcie era que podía saborearlo. Por fin. Y su sabor era mejor que el de los vinos finos o el chocolate. Sus piernas se enredaron en la falda de Darcie. Ella sintió que la ropa le estorbaba y deseó poder quitársela. Notó el sólido miembro de Damien, excitado, frotándose contra ella. Por voluntad propia, su mano se deslizó desde la cintura de él hasta el hueso de su cadera, y luego bajó aún más. Quería explorarlo detalladamente, verlo con sus dedos, examinarlo con sus caricias. El recuerdo de su torso desnudo, de sus pantalones cayendo sobre sus caderas, la atormentaba. De repente, notó los dedos de Damien rodeando su muñeca, deteniendo la exploración antes de que hubiera realmente comenzado. Soltando una risita ahogada que alteró aún más los ya excitados nervios de Darcie, él alejó su mano del objeto de su búsqueda y puso su brazo alrededor de su cintura. —No tenía intención de llegar a esto —dijo él entre dientes, apoyando el mentón en su coronilla y respirando de forma irregular al terminar la frase—. Hay algo en ti, una cualidad intangible, que me hace olvidar quién y qué soy. Tienes dotes curativas, Darcie. Puedes aliviar incluso el alma más sombría. La joven permaneció en silencio. No tenía respuesta alguna para sus cavilaciones, ninguna interpretación secreta sobre la abrasadora atracción que existía entre ellos. Él también hacía que ella olvidara, que alejase los recuerdos de lo que le habían hecho, que albergara los sueños de cualquier joven. Se sentía dolorosamente avergonzada. Secretamente emocionada. Insegura de sí misma, dirigió su mirada hacia la casa que se encontraba al otro lado del camino, haciendo un gran esfuerzo por controlarse. De repente, percibió un movimiento en una de las ventanas del piso superior, una ondulación que alcanzó a ver con el rabillo del ojo. Allí estaba una vez más. Las cortinas se estaban moviendo. Alguien los había visto. ¿Sería Mary? ¡Ay por Dios, que no fuera Poole! Sería terrible que el mayordomo los hubiese visto. —Damien —dijo ella, saboreando su nombre en sus labios. Como si lo estuviesen haciendo volver en sí, se sobresaltó al oír su nombre. Sus manos colgaban a sus costados de una manera que Darcie sólo podía describir como desesperanzada. ¡Qué idea más curiosa!, pensó ella irónicamente. ¿Por qué habría él de sentirse acongojado? La miró como si la estuviese viendo por primera vez. —Lo siento —se disculpó con fría formalidad—. Parece que me he vuelto a pasar de la raya. Era tan frío, tan distante, tan mesurado. Su armadura protectora era un muro de gélida cordialidad. La muchacha alzó la cabeza para mirar hacia la ventana donde había percibido un movimiento hacía apenas un instante. En aquel momento todo estaba inmóvil. Damien levantó una mano y recorrió con sus dedos la curva de su mejilla. Súbitamente, se dio la vuelta y se dirigió al laboratorio. Se detuvo una sola vez en las escaleras para lanzarle una mirada. La expresión de su rostro era inescrutable. No - 73 -


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reflejaba ni el fuego de la pasión ni la calidez del afecto. —Un lobo disfrazado de cordero —reflexionó él en voz baja antes de seguir subiendo. Ella no supo qué pensar sobre el significado de aquella frase. ¿Acaso quiso dar a entender que ella era el lobo que se ocultaba bajo el disfraz de un cordero? ¿O era él el lobo que quería abalanzarse sobre ella para devorarla? Con el sabor de Damien aún en su boca, la idea de ser devorada por él le pareció extrañamente seductora. Subiendo la estrecha escalera detrás de él, Darcie le echó un vistazo a su ancha espalda. Estaba desconsolada por la pérdida de la extraña atracción que se había producido entre ellos, confundida por su brusca retirada. Y en algún lejano recoveco de su mente oyó una voz imaginaria que le advirtió del peligro. Ocúltate en las sombras de la noche. Corre, muchacha. ¡Corre! Podía oír la voz de Steppy. Percibir el olor de alcohol derramado y sudor rancio. El destello del cuchillo. El dolor de la traición. Peligro. Peligro. El terrible y eterno recuerdo de un hombre que se había convertido en una persona completamente diferente a lo que siempre había parecido, a lo que había debido ser. Recordó también a Damien aquella primera vez que le había llevado una bandeja de comida. Pudo ver la copa medio vacía y oler el fuerte aroma del brandy. Darcie parpadeó. Las imágenes se desvanecieron en el momento en que se encontró en la entrada del laboratorio y se quedó mirando fijamente el brillante corazón humano que yacía, cercenado y desnudo, en la extraña y estrecha mesa que estaba en el centro de la habitación.

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Capítulo 7 Con aire resulto, Darcie empezó a ordenar su material de dibujo mientras miraba furtivamente a Damien, que iba colocando sobre la mesa sus afilados instrumentos quirúrgicos con meticulosa precisión. Su estudiada actitud era tan exagerada que le hizo preguntarse si él habría quedado tan afectado como ella. Volvió a fijar la mirada en el corazón. Iba a hacer aquello porque era su deber. Se había comprometido a ser las manos de Damien, y no daría muestras de cobardía justo en el momento en que tenía que enfrentarse a una sobrecogedora tarea. Evitar una situación desagradable no haría que ésta desapareciese. De hecho, era muy probable que el problema creciera y se extendiera hasta quedar fuera de control. Agarró un trozo de carboncillo para hacer un esbozo preliminar. No tardó en sumergirse en su trabajo. Se olvidó de sentirse horrorizada por el tema que debía dibujar, y empezó a descubrir la extraña belleza de las cavidades del corazón. —Estas dos cavidades superiores son las aurículas. Damien cortó y abrió cuidadosamente la pared del corazón para que ella pudiese ver el interior. En sus minuciosos movimientos no había atisbo alguno de la ardiente pasión que ella sabía que había estado a punto de consumirlo hacía sólo unos instantes. Él rodeaba sus emociones con un muro, de una forma tan efectiva que era casi como si se tratara de dos personas distintas. —¿Llegas a ver la fina y suave pared de la parte posterior? ¿La has dibujado de esta manera? —Él movió la cabeza para mirar el dibujo. Darcie asintió sin pronunciar palabra mientras seguía moviendo el carboncillo con rápidos trazos. —Muy bien. Ahora cataloga esto como sinus venarum. Ella puso ese nombre en la zona que él le señaló. —Y mira esto. La áspera parte anterior. Estos son pliegues musculares. El musculi pectinati. —¿Qué es esto? —preguntó Darcie, señalando una pequeña bolsa que salía del corazón—. Parece la oreja de un perro. —Sí, efectivamente. —Damien la miró con una expresión pensativa—. Es la aurícula. La palabra auris significa oreja. Darcie sintió una extraña alegría al percibir su afectuoso tono de voz. Era como si su comentario hubiese logrado de alguna manera que se ganase su estima. —Ahora mira esto. —Damien hizo un corte nítido a lo largo de la parte inferior del corazón—. Éstas son las dos cavidades inferiores, los ventrículos. Como puedes ver la pared del derecho es más delgada que la del izquierdo. —Guardó silencio después de decir esto, permitiendo que Darcie dibujara lo que estaba viendo. - 75 -


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Finalmente, ella preguntó: —¿Por qué la pared del ventrículo derecho es más delgada que la del izquierdo? —El corazón es como una bomba, Darcie. De hecho, es mejor verlo como dos bombas. Desde el lado derecho, la sangre corre a este vaso, la arteria pulmonar, y de allí pasa a los pulmones, que se encuentran a ambos lados del corazón. Desde el izquierdo, la sangre corre a esta arteria, la aorta, y de allí sigue su curso al resto del cuerpo. Darcie reflexionó un momento, y luego sonrió. —De modo que el lado izquierdo es más grueso porque debe trabajar mucho más para bombear la sangre a todo el cuerpo. Mientras que el derecho puede ser más perezoso, pues sólo bombea sangre a los pulmones, que se encuentran muy cerca. De ahí la diferencia en el grosor de las paredes —concluyó ella de modo triunfal. —Exactamente —asintió él en voz baja—. ¿Sabes, Darcie, que algunos estudiantes de medicina sólo llegan a esta conclusión después de reflexionar mucho sobre el asunto? —Eso se debe a que no hay mujeres en la facultad de medicina. —Aquel comentario se le escapó antes de que tuviera tiempo de preguntarse si era adecuado abrir semejante caja de Pandora. —No, no hay. Sus miradas se cruzaron. Darcie detectó algo en la expresión de su rostro. Sintió que una cálida oleada recorría todo su cuerpo mientras él seguía mirándola, una sensación de placer y confianza que nació dentro de ella y se extendió por todo su ser. Comprendió que a él le interesaban de verdad sus pensamientos y opiniones. —No hay mujeres en la facultad de medicina —repitió Damien—, todavía. Esta última palabra hizo que Darcie soltara una carcajada de incredulidad. —¿Todavía? ¿Quieres decir que piensas que algún día podría haber médicos del sexo femenino? Damien asintió. —Médicos y también cirujanas. ¿Sabes qué dijo uno de mis más estimados colegas el otro día? Darcie negó con la cabeza. —Dijo que las mujeres no debían acceder a la educación superior porque esto haría que la sangre dejara de llegar a los órganos femeninos y les impediría tener hijos. Darcie puso en duda la inteligencia del colega que Damien había mencionado. —¡Qué disparate! —exclamó entre dientes, y de inmediato, se golpeó en la boca con una mano al darse cuenta de que había expresado su opinión en voz alta—. Quiero decir que esa reflexión me parece ridícula —prosiguió—. He visto a muchas mujeres en Whitechapel… buenas mujeres que han tenido que pasar por momentos muy difíciles. Ellas trabajaban, se ocupaban de sus familias y algunas tenían la suficiente educación para enseñar a sus hijos, o incluso a los niños del barrio, a leer y escribir. —De pronto, se percató de que estaba hablando más de lo habitual, bajó la - 76 -


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vista y se quedó mirando fijamente al dibujo que había hecho. —Sigue —la alentó Damien en voz baja, interrumpiendo el silencio. —Lo que quiero decir es que pienso que hay mujeres que hacen infinidad de cosas, cosas valientes y necesarias. Y esas mujeres tienen hijos. —¿Y? —preguntó él, dirigiéndose al otro lado de la habitación para echarse agua en las manos y frotárselas. Ella alzó la vista y se percató de que él tenía la mirada fija en ella, que la interrogaba y escrutaba con sus ojos de color gris acero. —Y creo que tu colega está equivocado. Pienso que las mujeres son capaces de muchas cosas. Darcie tragó saliva esperando que él montara en cólera, y preguntándose si habría traspasado finalmente el límite de su paciencia. Aquella trasgresión haría que la mayoría de hombres se enfadasen, pensó. Había cuestionado abiertamente la creencia generalizada de que una mujer era un objeto que tenía muy poca inteligencia, un simple cúmulo de virtudes que existía para comodidad de su marido y para tener hijos. Durante un instante se preguntó de dónde habría sacado el valor para revelar sus categóricas afirmaciones. De repente, Damien envolvió con sus cálidas manos las suyas, apaciguando el nervioso movimiento de sus dedos. Darcie echó la cabeza hacia atrás bruscamente al notar que él se encontraba junto a ella. La expresión de su rostro era dura y rígida, y las firmes líneas de sus labios estaban tensas. Lentamente, él levantó la mano y apartó un rizo suelto de la mejilla de la joven. —¿De qué estabas huyendo la noche en que mi carruaje estuvo a punto de atropellarte en la calle? —le preguntó. Ella vaciló, sorprendida ante el súbito cambio de tema. —De la Casa de la Señora Feather —respondió Darcie, no muy convencida—. Huía de la casa de mi hermana y del destino que me esperaba. —Y la señora Feather te dijo que vinieras a verme. Darcie tragó saliva. —Sí. Recorriendo con sus dedos la curva de la mejilla de Darcie, Damien sonrió, pese a que no había señal alguna de regocijo o de hilaridad en la expresión de su rostro. Su sonrisa no era más que la fría curvatura de sus labios, como si la tensión que había en su interior tirara de ellos con fuerza. —Te dijo que vinieras a verme para que yo te salvara —declaró él con un resoplido—. ¿Acaso no pensó que la Casa de la Señora Feather podía ser mil veces preferible a la de Damien Cole? Darcie frunció el ceño, sin saber a qué se refería. Había algo extraño y aterrador en su mirada, y se estremeció al sentir agujas glaciales de recelo pinchando su piel, poniéndole la carne de gallina. —¿Cómo puedes preguntarme eso, sabiendo cuál era el destino que me esperaba allí? —replicó con el ceño fruncido—. En ti no he encontrado más que bondad. —Bajó la cabeza y miró fijamente el suelo, luego dirigió su mirada hacia un - 77 -


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lado para observarlo mientras continuaba—. Aquí soy feliz. —¿Feliz? —La cálida mano de Damien se deslizó hasta su garganta, posándose sobre sus palpitantes arterias, abriendo sus dedos, extendiéndolos sobre todo su cuello. Ella podía sentir su sangre latiendo contra sus dedos. Cada vez más rápido. Más fuerte. Sus miradas se cruzaron. Ella dio un grito ahogado e intentó alejarse, pero él la aferró de la muñeca para impedírselo, mientras la miraba con una especie de tormentosa desesperación que le llegó a lo más profundo de su ser, haciendo que ardientes riachuelos de deseo líquido invadiesen todo su cuerpo y se mezclaran con el malestar indescriptible que roía los bordes de su conciencia. —Soy peligroso para ti, Darcie. Huye de este lugar. —Sus palabras no parecían concordar con sus acciones, pues seguía agarrando su muñeca para impedir que se alejara de él. Pero no era necesario, porque aunque llegase a soltarla, ella permanecería a su lado. —No puedo —susurró ella, volcando toda su angustia en aquellas dos sencillas palabras. No podía abandonarlo. Alejarse de él sería como partir su alma en dos. Por alguna razón, él había llegado a significar mucho más para ella que cualquier otra persona en el mundo. Y no tenía ni idea de cómo había sucedido—. No puedo dejarte. —Entonces te despediré —declaró con dureza. Ella se quedó mirándolo en silencio. La obligaría a marcharse. Repentinamente, él soltó su muñeca y se alejó. Ella pudo percibir la tensión en los músculos de su espalda y de sus hombros mientras él hablaba. —O yo me marcharé. Tengo una casa en el campo. No entiendes el peligro al que te expones. No soy el hombre adecuado para ti, Darcie. Ella sintió primero una amarga desilusión, luego rabia consigo misma por haber abierto su corazón aunque sólo hubiese sido un poco. Él estaba dispuesto a dejarla, a abandonarla, como lo había hecho Abigail, y también su madre y Steppy. —Yo puedo ayudarte —dijo ella al fin. —¿Ayudarme? —repitió él con voz ahogada—. Nadie puede ayudarme, Darcie. Puedes ayudarme con mi trabajo, pero no liberarme de la persona en que me he convertido. —El sonido de su irregular respiración invadía el laboratorio. —¿Porque bebes? —Ya estaba. Lo había dicho—. Puedes dejar de hacerlo. Él no se giró, y la pregunta quedó suspendida en el aire sin que le diera una respuesta. —Te ayudaré con tu trabajo —insistió ella. Él se dio la vuelta lentamente para mirarla a la cara una vez más. La expresión de su rostro era serena. Había logrado dominar sus emociones, como siempre lo hacía. —¿La señora Feather te contó algo acerca de mí? Darcie negó con la cabeza, pese a que las palabras de su hermana revoloteaban insidiosamente en sus pensamientos. Ten cuidado con el doctor Cole. Es un hombre - 78 -


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temible. No te cruces en su camino. Mantente alejada de todo lo relacionado con su trabajo. Y no metas las narices en sus secretos. Secretos. La imagen de la camisa ensangrentada, que había sido reducida a cenizas, pasó frente a ella, pero la rechazó bruscamente. No quería pensar mal de él. Damien no había hecho más que mostrarse amable con ella, pensó, desechando la diminuta sombra de duda que la acosaba en el fondo de su conciencia. La asediaban los recuerdos de todo lo que había visto: los hombres, el arcón, la manera en que Damien desaparecía en las sombras, fundiéndose con la oscuridad de la noche. No podía negar que había algo ligeramente siniestro rondando la casa. Sólo un tonto refutaría aquello que ha percibido con sus propios ojos y oídos. Aun así, nada de lo que había visto serviría para condenar a Damien, nada podría ser utilizado para acusarlo de manera contundente de algo. Al mirar fijamente su rostro, tan perfecto como el de una escultura, todas las dudas de Darcie quedaron disipadas. Su trato cotidiano con él sólo había logrado que él se ganara su estima. El no había hecho más que mostrarse amable con ella. Sus miradas volvieron a cruzarse, y ella vio la llama del deseo parpadear en sus ojos, debilitada pero no extinguida. El no había hecho más que mostrarse amable con ella, se repitió en silencio una vez más. Además de su amabilidad, le había manifestado el poder, apenas contenido, de su deseo.

Bien entrada la noche, un sonido sordo, pero desgarrador en su desesperación, sacó a Darcie de las profundidades de su tranquilo sueño. Escudriñó la oscuridad entrecerrando los ojos. —Mary —susurró, apartando lentamente la cálida colcha. Encogió los dedos de sus pies cuando entraron en contacto con el frío suelo de madera. Los sollozos se detuvieron súbitamente, sólo para volver a empezar unos segundos después. En medio de la penumbra, Darcie pudo ver el oscuro contorno de la cama de Mary, mientras cruzaba la habitación siguiendo el sonido de los ahogados sollozos. Se sentó con cuidado en el borde del colchón, extendiendo una mano para acariciar la espalda de la muchacha que se estremecía. —¿Estás enferma? Aquella pregunta pareció provocar en Mary una desesperación todavía mayor. Los sollozos se hicieron más fuertes, más ásperos, desgarrando el corazón de Darcie. Movió sus manos en lentos círculos tranquilizadores, intentando transmitir a Mary su cariño y apoyo. Sus atenciones fueron recibidas con renovados gemidos, aunque la muchacha intentó sofocarlos hundiendo su cara en el colchón. Darcie alargó la mano para agarrar la vela. —¡No! —gritó Mary. Aferró la muñeca de su amiga con sorprendente rapidez, deteniendo el movimiento de su mano—. No enciendas la vela. - 79 -


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—¿Estás enferma, Mary? —volvió a preguntarle Darcie. —Enferma del corazón. Enferma del alma —le dijo Mary con la voz pastosa por el dolor y la desesperación. Acomodándose en la cama, Darcie se acostó junto a la muchacha y la tomó entre sus brazos. —Pero, ¿estás en tu sano juicio? —Sí —respondió Mary en voz baja. —¿Y en perfecto estado de salud? Hubo un aterrador silencio mientras Mary reflexionaba sobre aquella pregunta, y en medio del silencio, Darcie adivinó la respuesta. —¿Qué te han hecho, mi querida Mary? —Por favor, no puedo… —La joven comenzó de nuevo a llorar—. No puedo decirlo. Darcie tragó saliva, y los ojos también se le llenaron de lágrimas. Alguien le había hecho un daño terrible a su amiga. Podía sentir el dolor que emanaba de su tembloroso cuerpo como un humo espeso saliendo del fuego. —No me dejes sola —le suplicó Mary. —No te dejaré sola, Mary. Ahora duerme. La mañana llegará antes de que nos demos cuenta, y tendremos que levantarnos a trabajar una vez más. —Darcie estrechó a su amiga entre sus brazos, profundamente entristecida por su dolor. Obligándose a emplear un tono de voz más animado, empezó a hablar sin parar. Esperaba que su banal cháchara lograra tranquilizar a su amiga—. Siento mucho que tengas que hacer el trabajo que me correspondía, Mary. Me pregunto por qué Poole no habrá contratado aún a otra chica. A lo mejor espera que al doctor Cole no le gusten mis dibujos y vuelva a asignarme mis antiguas tareas. Sintió que Mary se ponía tensa entre sus brazos, aparentemente consternada por sus palabras. Frunciendo el ceño, Darcie hizo unos suaves sonidos tranquilizadores y estrechó a Mary hasta que su cuerpo se relajó. Se preguntó cuál habría sido la causa del desasosiego de la muchacha. ¿Sería el hecho de que hubiera mencionado su trabajo, sus dibujos o al doctor Cole? Finalmente, Mary cayó en un sueño poco profundo; su respiración superficial era interrumpida de vez en cuando por suaves quejidos y sollozos. Con suavidad, Darcie se bajó de la estrecha cama. Mary se movió, pero no se despertó. Deseando descansar un poco, Darcie se deslizó una vez más bajo sus mantas. Todos sus sentidos estaban pendientes de Mary, por miedo a que se despertase y necesitara un poco de consuelo. Los minutos pasaban furtivamente, pero Darcie permanecía despierta en medio de la oscuridad. Frustrada, apartó la manta y se incorporó en la cama. No alcanzaba a ver mucho por encima del alféizar inferior de la ventana que estaba sobre su lecho, pero sabía que desde ella tenía una amplia perspectiva del camino adoquinado del patio y la cochera. Dobló las rodillas y las rodeó con sus brazos, abrazándose a sí misma mientras contemplaba la oscura bóveda celeste. De repente, se le heló la sangre al oír el sonido que transportaba el tranquilo aire de la noche, traspasando el cristal de la pequeña - 80 -


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ventana. Fue un chillido agudo y fuerte que se interrumpió de manera brusca y definitiva. Un pájaro, se dijo de manera resuelta. Un búho, quizás. Cambió de postura. Se arrodilló en la cama y se irguió para ver mejor el mundo que se encontraba más allá de la habitación del ático. Vio una luz en el laboratorio de Damien, en el piso superior de la cochera. Perdió la noción del tiempo y se quedó allí, observando la silueta del doctor cruzar regularmente ante la cortina que tapaba buena parte de la ventana del laboratorio, hasta el momento en que apagó la luz. Se quedó esperando en la oscuridad sin importarle el paso del tiempo; le daba igual. Finalmente, vio a Damien cruzar el sendero adoquinado del patio. Se detuvo a mitad de camino y sacó algo del bolsillo de su chaqueta. Darcie se acercó a los cristales de la ventana, sin apartar su mirada de la figura oscura del doctor. Todos sus sentidos se mantenían alerta. Su corazón empezó a latir con fuerza al tiempo que un viento malsano penetraba por las grietas de la pared, haciéndola tiritar. Sin pensar en nada concreto, apretó su cara contra el vidrio, mirando atentamente a Damien para intentar distinguir qué tenía en las manos. Por la manera en que movía aquel objeto, podía adivinar que se trataba de una tela. Era de color claro, quizás blanca, o de algún tono gris pálido. Tras guardar la tela en su bolsillo de nuevo se quedó inmóvil. Darcie contuvo la respiración al ver que él echaba la cabeza hacia atrás y examinaba con insistencia la ventana del ático. Ella retrocedió un poco, pero no quiso alejarse del todo. En dos ocasiones anteriores él había dirigido su mirada de modo certero hacia el lugar en el que ella se encontraba oculta. En dos ocasiones anteriores ella había sentido aquel extraño vínculo. Era como si sus pensamientos estuviesen conectados y él supiera que ella estaba allí. La primera vez que había ocurrido algo semejante fue la noche en que había ido a su estudio con intención de arrancar la hoja del cuaderno de bocetos, intentando hacer desaparecer la prueba de su desliz. Entonces, al igual que en aquel momento, la mirada de Damien había encontrado de forma precisa el lugar donde ella estaba oculta. La segunda vez había sido la noche en que se quedó mirándolo mientras él se desnudaba y sus miradas se cruzaron en el espejo que estaba sobre el aguamanil. Ella supo que él había intuido su presencia. La razón le decía que sólo era una coincidencia que él hubiese mirado hacia la ventana del ático, que su mirada se hubiera posado en el lugar en el que ella apretaba su cara contra el vidrio. Sin duda, en las otras dos ocasiones también había sido pura coincidencia. Su corazón seguía latiendo a un ritmo acelerado. Podía oírlo palpitar con violencia, sentir la vibración de su sangre corriendo por sus venas. Entonces, Damien Cole giró su cabeza en otra dirección, y ella lo vio desaparecer entre las sombras. Una aterradora sensación de peligro pareció invadir la pequeña habitación, burlándose cruelmente de las lamentables tentativas de Darcie de conjurarlo. La desazón de Mary no podía tener nada que ver con Damien, se aseguró a sí misma en silencio. Aun así, no pudo controlarse y encendió una vela para salvar la distancia que la separaba de la cama de Mary. - 81 -


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Al levantar el candelabro y mirar la figura dormida de su amiga, se dio cuenta de que Mary había dado tantas vueltas en la cama que se había quitado las mantas, revelando que aún llevaba puesta su ropa de trabajo. Se había acostado sin ponerse el camisón. Quizás el cansancio, o el desaliento, le hubiesen impedido cumplir con su rutina habitual. Mary se movió dormida y Darcie pudo ver que su vestido estaba roto en el hombro. Los irregulares bordes de la tela habían quedado abiertos, como si una parte hubiera sido arrancada del resto. Se acercó un poco más, recorriendo con la mirada la inquieta figura de Mary. Levantó un poco más la vela, y su parpadeante llama iluminó el rostro y la garganta de su amiga. Soltando un grito ahogado, Darcie dio un paso atrás. Bajó la mano instintivamente, y estuvo a punto de hacer caer el pequeño candelabro. Temblando, volvió a levantar la luz para que su mente pudiera asimilar la imagen que mostraba la débil llama. En la parte inferior del cuello de Mary, cerca de la clavícula, estaban las manchas de color marrón amoratado de cinco magulladuras de forma ovalada. Alzando la mano, Darcie cerró el puño para mirar sus propios dedos. Luego, volvió a fijar la mirada en los cardenales del cuello de Mary. Estaban agrupados con precisión: cuatro de un lado y uno del otro. Se encontraban situados de tal forma que ella podría pensar que… —El cuello de mi vestido los ocultará. Darcie dio un salto al oír la ronca voz de Mary. —Mary, ¿no son…? —Darcie sacudió la cabeza e intentó hablar de nuevo—. Quiero decir, ¿son…? ¿Alguien ha querido…? Sin poder continuar, miró sus dedos, abriéndolos poco a poco, antes de obligarlos a relajarse. Incorporándose, Mary agarró la mano que Darcie tenía libre, tirando de ella hasta obligarla a sentar en el borde de la cama. —Nunca hables de esto —le dijo Mary en voz baja—. Nunca más volveremos a mencionarlo. Algo espantoso me… —Exhaló un suspiro, y luego se inclinó para apoyar su cabeza levemente en el hombro de Darcie. Permanecieron sentadas de esa manera, cada una ensimismada en sus propios pensamientos. Darcie se echó hacia atrás para mirar el borde roto del vestido de Mary, y en su mente vio a Damien moviendo el trozo de tela entre sus manos. Las palabras se arremolinaron en su garganta, suplicando poder salir. Mirando a su amiga a los ojos, Darcie preguntó: —¿El doctor Cole…? Los lentos sollozos de Mary interrumpieron la pregunta. —Te lo ruego, no puedo… —Mary tragó saliva—. Eso supondría mi muerte. Darcie se estremeció al ver la expresión de dolor que atravesó el rostro de la joven criada. —Me han hecho algo espantoso. —Mary levantó la mano, rozando suavemente - 82 -


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su garganta con los dedos—. No es sólo lo que se puede ver, sino también… otras cosas. Cosas monstruosas… Que Dios me perdone. —Tú no has hecho nada que tenga que ser perdonado. Mary miró a Darcie a la cara. Sus ojos, normalmente de color verde brillante, entonces estaban apagados y tristes. —Prométeme que no se lo dirás a nadie. Había algo en la expresión de Mary que hizo que Darcie pensara en su hermana, no como había sido cuando era una niña, sino como era en aquel momento. Como la señora Feather. Una mujer endurecida por la vida y el libertinaje. Una mujer sin esperanzas. —Prométemelo —insistió Mary con voz estridente. —Te lo prometo —susurró Darcie con fervor, estrechando a su amiga entre sus brazos—. Te lo prometo, Mary.

La mañana no trajo tranquilidad al desasosiego de Darcie. Damien le había informado que iría a trabajar a su consultorio de Whitechapel, y no esperaba verlo aquel día. Tenía el corazón oprimido y la mente llena de imágenes de Mary, de su amoratado cuello y de su cara angustiada. Darcie tuvo tiempo para reflexionar. Recordó a Damien en el camino del patio, bajo la luz de la luna, dándole vueltas con insistencia al pedazo de tela que tenía entre las manos. Asumió que se trataba del retazo arrancado del vestido de Mary. Se quedó inmóvil. La confusión empezaba a apoderarse de sus pensamientos. Algo estaba sucediendo en aquella casa de la calle Curzon. Había algo maléfico, alguna aberración reptando furtivamente entre las sombras. Intentó buscar una explicación racional que disipara su perplejidad y su inquietud; trató de convencerse de que la criada desaparecida, Janie, simplemente habría encontrado un trabajo mejor o se habría fugado con un pretendiente; pero el recuerdo de todo lo que Mary le había dicho acerca de la desaparición de su antecesora la atormentaba tanto como un dolor de muelas. ¿Y qué le había pasado a Mary? Había visto los horribles cardenales con sus propios ojos. Darcie no pudo evitar estremecerse al recordarlos. Apretando los labios, apartó estos pensamientos sombríos de su cabeza antes de entrar en el estudio de Damien. Se dejó caer en la silla que se encontraba frente al escritorio, abrió su cuaderno de bocetos y echó un vistazo a sus dibujos. A decir verdad, le alegraba poder pasar unas horas lejos de Damien. Su presencia le resultaba abrumadora. Tentadora. Necesitaba un poco de distancia y de tiempo para ordenar sus pensamientos y alcanzar una posición desde la cual pudiera verlo de nuevo como su patrón, y nada más. Sabía que nada bueno podía resultar de su insensato enamoramiento. Ella era una criada. Una chica a la que él había rescatado de las calles de Whitechapel. No podía haber nada entre ellos. No podía depositar su confianza en la ilusión de su afecto. - 83 -


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Absorta en sus reflexiones, empezó a tamborilear con la yema de los dedos sobre la mesa de forma rítmica. La advertencia de su hermana cruzó su mente una vez más. Damien tenía secretos, y si Abigail Feather pensaba que éstos eran aterradores, entonces Darcie debía ser mucho más cautelosa con respecto a las recónditas profundidades de Damien Cole. Aunque tenía que admitir que él no había hecho más que mostrarse amable con ella, pero más de una vez había dejado entrever también su naturaleza salvaje. La había besado. La había saboreado. Darcie se humedeció los labios. Pensar en las cosas que él le había hecho hizo que se moviera nerviosamente en su asiento. Los recuerdos de su pecho desnudo, de sus manos pasando la toalla húmeda por su brillante piel, dorada y acariciada por la luz del fuego, la hizo sentir un dolor, intenso e incisivo, en la boca del estómago. Con la mente absorta en los sensuales recuerdos de Damien, Darcie estiró la mano para alcanzar el frasco de tinta que estaba en la esquina del escritorio. Hizo un movimiento torpe y lo volcó. Soltando una exclamación de consternación, se levantó de un salto mientras miraba la mancha negra extenderse por el periódico cuidadosamente doblado que se encontraba sobre la mesa. Al levantar el frasco, suspiró aliviada al ver que la mancha había sido contenida por el papel del diario y no se había extendido a la madera oscura del delicado mueble del doctor. Agarró el periódico con la intención de doblar sus esquinas para impedir que el líquido se extendiese más y poder llevárselo. Pero las sólidas letras negras, cuidadosamente ordenadas en la página, atrajeron su atención, y se agachó para leer el texto. Otro asesinato a sangre fría, de las mismas características que los otros que se han cometido recientemente en Whitechapel, ha sido descubierto durante las primeras horas de la mañana de ayer… Todo Londres habla con consternación de esta nueva muestra de la presencia habitual en nuestras calles de algún monstruo con forma humana, que sigue haciendo gala de su espeluznante maldad con total libertad, gracias a su tremenda osadía y aun absoluto desprecio por nuestra policía y las agencias de detectives. Esta serie de crímenes espantosos cometidos en Whitechapel ha alcanzado su punto culminante con el asesinato hace dos noches de una tal Sally Booth, que se encuentra relacionada con las demás víctimas por su miserable estilo de vida. Es imposible comprender los crímenes de estas tres o, posiblemente, cuatro mujeres. Actualmente se piensa que el único hombre asesinado fue víctima de una agresión que no guarda relación alguna con las demás. - 84 -


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Darcie se tambaleó. Se aferró al escritorio para no caer, en el momento en que comprendió la última frase en toda su amplitud. El único hombre asesinado. Steppy. Bajó la cabeza poco a poco y recorrió con la mirada la cicatriz de su mano. Ciertamente ella siempre había sabido que no había sido un criminal anónimo el que le había quitado la vida a Steppy. Cerró los ojos con fuerza intentado ahuyentar la imagen del padrastro a quien alguna vez quiso tanto, harapiento y decrépito, derramando su sangre en el sucio suelo. Muchísima sangre.

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Capítulo 8 Del el vestíbulo le llegó el taconeo de unas botas cruzando el pavimento de baldosas con rapidez. Aturdida, Darcie dobló el estropeado periódico, teniendo cuidado de no derramar la tinta. Sigilosamente, salió a toda prisa del estudio de Damien y corrió a su habitación. Una vez allí, ocultó el diario bajo su cama. No podía explicar su apresuramiento, pero sabía que debía volver a leer aquel artículo en su totalidad. Había algo en aquellas palabras impresas que llamaba su atención, algo relacionado con la mujer asesinada. En aquel momento no tenía tiempo, pero más tarde… Volvería a leer el artículo más tarde. Consciente de sus deberes, bajó de nuevo las escaleras y regresó al estudio. Damien se encontraba junto al escritorio, hojeando despreocupadamente su cuaderno de bocetos. —Perdón, señor —se disculpó ella, deteniéndose en la entrada de la habitación. Él se volvió hacia ella con una expresión de perplejidad en el rostro y frunciendo el ceño. —¿Señor? Pensé que hacía ya mucho tiempo que habíamos acordado que mi nombre es Damien. Darcie sintió un rubor inflamando sus mejillas. El hecho de dirigirse a él de manera formal hacía que mantuvieran las distancias, proporcionándole cierto grado de protección. Llamarlo por su nombre de pila denotaba una gran intimidad; la atraía, le hacía reconocer la cercanía cada vez mayor que había entre ellos. Apartó la mirada, fijándola en la pata en forma de espiral de la mesa auxiliar. —¿Y por qué pides perdón, Darcie? ¿Perdón de qué? —preguntó él. —He derramado tinta en tu ejemplar del Daily Express. Me temo que ha quedado completamente inservible. —Sus ojos volvieron a buscar la mirada de Damien. No percibió reproche alguno en ella. —Es una pena. Haré que Poole me traiga otro ejemplar —dijo, encogiéndose de hombros con indiferencia. Luego, volvió a centrar su atención en el escritorio y empezó a examinar sus dibujos, actuando como si el asunto del periódico no tuviera mucha importancia para él. Darcie sintió un cierto temor al oír estas palabras. Podía imaginar lo que Poole pensaría de la necesidad de ir a buscar un segundo ejemplar del Daily Express. Aunque ella ya no estaba directamente bajo su mando, podía sentir la animadversión del mayordomo cada vez que se encontraban por casualidad. La odiaba. De ello no tenía la menor duda. —¿Hoy no te necesitan en tu consultorio del East End? No pensaba encontrarte aquí. - 86 -


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Al oír esta pregunta, Damien dirigió la mirada a la ventana. —He estado trabajando desde antes del amanecer, y acabo de regresar. Es casi mediodía, Darcie. ¿Has dormido bien? —El tono de su voz no denotaba más que amable curiosidad, pero la joven no pudo menos que preguntarse si la habría visto en la ventana la noche anterior, si sabía que había estado despierta durante interminables horas, sumida en la inquietud. Se preguntó si él se habría dado cuenta de que ella lo había estado observando, si sabía que lo había visto con el pedazo de tela arrancado del vestido de Mary o que ella sospechaba que algo estaba pasando en aquella casa. Su corazón dio un fuerte brinco antes de empezar a latir a un ritmo vertiginoso. Balbuceó una respuesta ininteligible. Mirándola por encima del hombro, Damien enarcó una ceja de manera inquisitiva. —¿Estás segura de que te encuentras bien? —Sí, estoy segura —contestó Darcie, haciendo un gran esfuerzo para hablar. —¡Hummm! —exclamó él, pasando su dedo por uno de los dibujos. —Hace dos noches mataron a otra mujer. Lo vi en el periódico cuando derramé la tinta. Damien se quedó inmóvil. En sus hombros apareció una postura anormalmente tensa y su mano se paralizó sobre las hojas del cuaderno de bocetos. —Sí, lo sé. Algo en su tono de voz la asustó. Ella no dijo nada. Permaneció en el mismo lugar, apretando los dedos de su mano derecha con los de la izquierda, y rozando nerviosamente con el dedo pulgar su cicatriz. Con la rapidez de una serpiente al atacar a su presa, Damien se dio media vuelta y agarró la mano de Darcie entre las suyas, atrapándola en ellas mientras deslizaba el dedo índice hacia la antigua cicatriz que estropeaba su mano. —Cuéntame cómo te has hecho esto —le ordenó. Darcie alzó la vista de inmediato, y sus ojos se cruzaron con los suyos. Quedó atrapada en ellos como una presa hechizada por la mirada hipnótica de un depredador. Sin decir palabra, negó con la cabeza. Damien la miró fijamente a los ojos, sin parpadear durante largo rato. Luego, llevó la mano de Darcie a sus labios y besó la cicatriz, recorriéndola con su lengua. La muchacha sintió que un rayo atravesaba su cuerpo. —Cuéntamelo —le susurró él. Esta vez no fue una orden, sino una súplica. Soltando su mano de un tirón, Darcie quiso alejarse de él, huir de su presencia antes de ceder al deseo de contárselo todo, liberarse de la terrible verdad sobre lo que le habían hecho y lo que ella había tenido que hacer a cambio. Pero eso significaría que debería depositar en él un poco de su confianza, un poco de sí misma, y tenía miedo. Damien cambió de posición, haciendo que sus anchos hombros le bloquearan el paso. Sin decir palabra, él acercó una silla al escritorio, de tal manera que los dos asientos quedaron juntos, uno frente al otro. Luego la condujo a aquél que se - 87 -


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encontraba más alejado de la puerta, y se dejó caer en el otro, obstruyendo la salida y dejándola sin esperanza de escapar. —No sé por dónde empezar —dijo ella, queriendo eludir el tema. Él se quedó mirándola sin hacer ningún comentario, simplemente esperando. Él la escucharía sin juzgarla. Una sensación de serenidad se apoderó de ella. Sí, se lo diría todo. Posiblemente él se imaginaba algo mucho peor de lo que en realidad había sucedido. —El viejo del que hablan los periódicos, el que dicen que fue asesinado por el criminal de Whitechapel, en realidad… fu… fue o… o… otra persona la que lo mató. Darcie se quedó mirándolo detenidamente, para cerciorarse de que había entendido. —Sí, eso ya lo sé. Ella frunció el ceño. ¿Sabía que había sido otra persona la que había asesinado a Steppy? ¿Cómo podía saberlo? A lo mejor sólo se refería a que eso precisamente era lo que afirmaban algunos artículos de los periódicos. —Sigue —le ordenó con dulzura. Darcie se humedeció los labios nerviosamente, pero no bajó la mirada. Lo observaría mientras hablaba, evaluando cómo reaccionaba ante sus palabras. En algún lugar recóndito de su mente oyó sonar una campana de advertencia, pero ella ignoró su desazón. Había guardado aquel secreto durante demasiado tiempo. En aquel momento sentía como si estuviese a punto de aflorar de su pecho con un estallido, de salir dolorosamente de su cuerpo como si fuese algo vivo. Estaba desesperada por compartir su terrible tragedia con otra persona. No, eso no era cierto. No con cualquier persona. Quería compartir su dolor con Damien, permitirle entrever las llamas que la habían forjado y curar las heridas de su atormentado corazón de la misma manera que ella deseaba ardientemente sanar el suyo. —El viejo al que asesinaron era mi padrastro. —¡Ya estaba! Uno de sus secretos había salido a la luz. Pero había muchos más aún ocultos dentro de ella—. Hubo un tiempo en que yo llevaba otra clase de vida —siguió diciendo—. Vivía en una casa muy bonita y me ponía hermosos vestidos. Abigail jugaba conmigo, me tomaba el pelo y secaba mis lágrimas cuando lloraba. —¿Abigail? —preguntó él. Darcie asintió. —Abigail, mi hermana. La señora Feather. La expresión del rostro de Damien no cambió. Siguió llevando su máscara de fría compasión. Su máscara de médico, pensó Darcie. —Crecí muy protegida de la realidad de la vida, y mis sueños eran iguales a los de cualquier chica de mi edad: bailes campestres, un guapo pretendiente, matrimonio, hijos. Pero mi madre cayó enferma. —Se le hizo un nudo en la garganta al decir esas palabras. Enferma. ¡Qué palabra tan simple! Parecía aludir a un simple resfriado. Quizás hubiese debido ser más dramática para poder transmitir plenamente el horror de la muerte de su madre. Respiró profundamente y siguió - 88 -


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hablando—: Murió escupiendo sangre. —Tuberculosis —murmuró Damien. Darcie asintió. —¡Terrible enfermedad! Él no la apremió. Permanecieron sentados frente a frente. Él esperaba que ella prosiguiera con su relato, y ella tener el valor para hacerlo. Finalmente, reanudó su narración. Sus palabras eran casi un susurro, y salían de su boca en ásperas sílabas. —La enterramos un día frío y lluvioso. Las nubes grises y una gélida llovizna fueron los signos que marcaron su viaje al otro mundo. Aquel mismo día nos dieron otra terrible noticia. Steppy lo había perdido todo, dejándonos en la miseria. —Darcie sacudió lentamente con la cabeza y entrelazó sus dedos—. Al principio, Steppy se enfrentó a la situación aparentando estar de buen ánimo. Dijo que lo recuperaríamos todo. Encontraría inversores. Pero los acreedores nos quitaron la casa, el dinero y las joyas de mi madre. Nos quedamos sin nada. A medida que hablaba, su voz iba cobrando fuerza, y finalmente logró posar sus manos tranquilamente sobre su regazo. Parecía que al contar aquella historia estuviese exorcizando los demonios que atormentaban sus pensamientos. —Steppy me encontró trabajo en casa de un antiguo colega suyo. Era una familia muy amable, los Grant. Me encontré muy a gusto allí durante un tiempo. Luego, enviaron al señor Grant a la India, y a mí me hicieron volver con Steppy, que había alquilado un pequeño apartamento en Whitechapel. Recordaba perfectamente aquel cuchitril, que apestaba a humedad y a podredumbre, y el olor de la desesperación de las personas que habían habitado allí a lo largo de los años. Cerró los ojos, intentando alejar de su mente la imagen de Steppy en aquella época, la imagen del hombre que no se afeitaba ni bañaba, y que olía a alcohol y miseria. —¿Dónde estaba Abigail? —La sosegada pregunta de Damien se infiltró en aquella triste imagen, debilitándola y haciendo que se desvaneciera. Darcie se quedó mirando sus manos durante un buen rato, sumida en sus recuerdos. —Tenía un pretendiente secreto. O al menos ella creía en esa época que era un pretendiente. Unos pocos meses antes de que nuestro mundo se derrumbara, ella huyó de casa. Fue en busca del hombre que le había prometido el cielo y la tierra, sólo para descubrir que había estado jugando con ella. Tenía una esposa y dos hijos pequeños, o eso fue lo que le dijo. No sé qué pasó exactamente con Abigail después de eso, sólo que se convirtió en la mujer que es hoy en día: la señora Feather. Nunca regresó, y sólo nos escribió una vez. La carta llegó un poco antes de que nos quitaran la casa. Había pasado un año desde que se había marchado. —Darcie sonrió tristemente—. Guardé la carta. Gracias a eso pude encontrarla aquella noche. Es curioso que yo haya vivido en Whitechapel durante tanto tiempo sin saber que Abigail era la señora Feather. Había oído hablar de ella, pero nunca la había visto. Hasta aquella noche. - 89 -


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—La noche en que te encontré. —Sí. La noche en que me salvaste, pensó ella. —Háblame del apartamento de tu padrastro. —Era frío y gris. Muy triste. A él no le importaba. La mayor parte del tiempo ni siquiera se daba cuenta de que yo estaba allí. No teníamos dinero para comprar carbón, ni ropa, ni comida. Pero de algún modo, Steppy siempre conseguía alguna moneda para ir a tomar una copa. —Su voz no revelaba rencor alguno. Hacía ya mucho tiempo que había dejado atrás el lujo de sentir remordimiento o culpa—. Un día, al llegar a casa, lo encontré en un estado lamentable. Tenía los ojos inyectados de sangre y le temblaban las manos. El suelo estaba lleno de vómito. Hacía muchos días que no encontraba dinero, y eso significaba que no podía beber. —Darcie apartó la mirada, fijándola en una pequeña mancha del escritorio—. Dos hombres esperaban en el otro extremo de la habitación, junto a la ventana abierta. Steppy me agarró de la muñeca cuando atravesé el umbral, tirándome al suelo, a los pies de aquellos hombres. Damien emitió un áspero sonido desde el fondo de su garganta. Ella se volvió para mirarlo, y descubrió que ya se había quitado la máscara. La había remplazado por una expresión de gélida furia. Tenía un aspecto primitivo, salvaje. —Le tiraron a Steppy una bolsa de monedas. Las oí tintinear al caer al suelo. Luego, uno de ellos me agarró de las muñecas y me obligó a ponerme de pie. Me llevaron a un almacén vacío cerca del puerto. Oí que uno de ellos decía que me venderían a buen precio, puesto que era vir… —Avergonzada, apartó la mirada—. Puesto que nadie me había tocado aún. Me ataron las muñecas y me cubrieron la boca con un trapo sucio antes de marcharse, dejándome encerrada en un cuarto vacío. —¡Tu padrastro te vendió! —exclamó Damien en un tono de voz grave y fuerte. Darcie se encogió de hombros, como si aquello no tuviera mucha importancia. No obstante, aquella afirmación contenía una verdad espantosa. Ella quería a Steppy, confiaba en él con toda la sinceridad y la inocencia de la niña que había sido hasta aquella terrible noche, y él la había traicionado. Damien agarró su mano y la estrechó entre sus endurecidas palmas. Ella podía sentir su calor, oler el perfume del jabón y del infinito cielo de verano que emanaba su cuerpo. Era curioso que ella pensara que él olía a verano. ¿A qué olía el verano exactamente? Acercándose a él, aspiró su fragancia. Deseaba poder apoyar la cabeza en su hombro y que él la envolviera en un cálido abrazo. Distraídamente, Damien recorría la cicatriz de su mano con el dedo pulgar, mientras esperaba con paciencia a que ella siguiera contándole su historia. La joven logró tranquilizarse al sentir las manos de Damien rodeando la suya. Tomó aire nerviosamente, sacando fuerzas de su implacable calma. —Había un candil. Lo dejaron allí para mí. Un pequeño gesto de amabilidad, o a lo mejor se trató simplemente de un descuido, pero resultó ser mi salvación. La llama fue debilitándose hasta apagarse, dejándome en tinieblas. Me acerqué a él y lo - 90 -


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golpeé tan fuerte como pude con el codo. Oí el cristal hacerse añicos. Se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que hacer un gran esfuerzo para continuar. No quería contar esa historia, no quería recordar aquella aterradora noche. Pero, por otro lado, deseaba hacerlo, compartirla con él, abrirle su corazón. —Agarré un pedazo de cristal y empecé a cortar la cuerda. Pero estaba muy oscuro. Tenía las manos dormidas, pues habían estado atadas durante muchas horas. N… no podía sostener el cristal con firmeza, ni dirigirlo hacia donde yo quería. Corté la cuerda, pero también me corté la piel y el músculo que está debajo. El cristal llegó hasta el hueso antes de que pudiera liberarme. —Gruesas lágrimas empezaron a deslizarse por su rostro. Podía sentirlas en sus mejillas, probar en sus labios su sabor salado—. Había sangre por todas partes. Tenía las manos completamente empapadas, pero por fin estaba libre. Soltó su mano de las de Damien y se puso en pie de un salto, dirigiéndose a la ventana. Él no intentó detenerla. —Corrí. —Soltó una risa sarcástica, y se dio la vuelta para mirarlo a la cara, alzando la voz—. Corrí al apartamento de Steppy. ¿Puedes creerlo? ¿Conoces a una chica más estúpida que yo? Damien se levantó de la silla y se acercó a ella para secar con cuidado las lágrimas de sus mejillas. —No conozco a ninguna chica más valiente que tú. Ella parpadeó. Sus palabras penetraron en su mente y le proporcionaron tranquilidad. Él pensaba que ella era valiente. Ansiosa por terminar, prosiguió con su historia. —Encontré a Steppy tirado en el suelo. Había perdido el conocimiento. Vi una botella casi vacía en la mesa. Recogí mi cuaderno de bocetos e intenté envolver unos mendrugos de pan duro en un trapo, pero mi mano se negaba a responder. Aunque había cubierto la herida con una tela vieja, había mucha sangre y mi dedo pulgar casi no se movía. —Darcie tragó saliva y bajó la voz hasta hablar casi en un susurro—. Pensé que si era posible sujetar una costura con la ayuda de unas buenas puntadas, podría hacer lo mismo con mi mano. Cogí una aguja y un poco de hilo y la cosí lo mejor que pude. Damien tomó su mano y miró la cicatriz bajo la luz, examinándola atentamente. —Tú misma cosiste la herida —dijo con voz sorda. Sus labios dibujaron una línea tensa en su boca. Darcie asintió. Él alzó la vista lentamente, y ella vio sus pensamientos reflejados en sus ojos. Vio una rabia sobrecogedora mezclada con una gran admiración. Por ella. Entonces se sintió más fuerte. Su silencioso apoyo le daba valor. —Oí un ruido. Eran los hombres a los que Steppy me vendió. Empezaron a aporrear la puerta. Yo me movía con torpeza. Tiré la botella que estaba sobre la mesa, y el alcohol que quedaba se derramó sobre mi herida. Al oír esas palabras, Damien tomó una honda bocanada de aire. —Nunca había imaginado que el dolor que sentía pudiese ser peor, pero así fue. - 91 -


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Los hombres seguían golpeando la puerta. Luego empezaron a darle patadas. — Levantó sus manos para taparse los oídos como si, aun entonces, el sonido de los golpes resonara en su cabeza—. Me volví. Steppy ya se había despertado y me miraba con profunda tristeza. Ocúltate en las sombras de la noche. Corre, muchacha. ¡Corre!, gritó él, y supe que se había resignado a su suerte. Ya me había vendido una vez, pero no se sentía capaz de hacerlo de nuevo. De modo que hice lo que me pidió. Salí por la ventana abierta y me oculté en las sombras de la noche. Lo abandoné a su suerte. Ellos lo apuñalaron repetidamente. La sangre… —Se cubrió la cara con las manos, en un desesperado intento por ahuyentar aquella imagen que seguía acosándola. Volvió la cabeza y vio que Damien la miraba fijamente. En sus ojos de plata líquida percibió una indescriptible emoción. Luego parpadeó, y ésta desapareció. La expresión de su rostro se hizo hermética. Ocultó sus pensamientos y emociones tras la máscara habitual. —Perdóname —susurró, envolviéndola en el cálido capullo que formaban sus brazos. Arropada por ellos, Darcie sintió que se encontraba en un refugio seguro, y se deleitó con la sensación de haberse liberado momentáneamente del terrible peso que la abrumaba desde la muerte de su madre. —¿Por qué me pides perdón? —le preguntó, recorriendo con su mano el duro ángulo de su mandíbula—. Ni siquiera me conocías en aquel entonces. —A lo mejor por eso te pido perdón. Darcie apoyó su cabeza en el hombro de Damien, permitiéndose el lujo de sentirse querida y protegida, e imaginando cómo sería ser amada por aquel hombre. Pensó en sus palabras, en su manera de tocarla y abrazarla. Tal vez la quisiese de alguna manera, quizás la amase al menos un poco. Luego sus ojos se posaron en la miniatura de la joven de cabello oscuro, y una gran tristeza se apoderó de ella. Pese a que había compartido con Damien sus secretos más íntimos, él no le había contado nada acerca de su vida. Al percatarse de ello, comprendió también cuál era el grosor de los muros que él había erigido a su alrededor. Con los ojos secos, Darcie descansó plenamente en su abrazo. Su corazón derramaba silenciosas lágrimas de dolor por su incapacidad de ofrecerle consuelo, de aliviar su dolor de la misma manera que él había mitigado el suyo. Ella había depositado en él toda su confianza, pero él le negaba la suya. Entonces, ¿en qué posición los colocaba aquello?

Las risas de Mary y Tandis resonaban por toda la casa cuando Darcie volvió de dar un paseo al atardecer del día siguiente. Damien había ido a una conferencia de anatomía, y le había pedido que hiciese lo que le apeteciera durante el resto del día. John, el cochero, estaba a su disposición. Por lo tanto, había tenido toda la tarde para ella, y la había pasado disfrutando del sol y del aire fresco en Hyde Park. - 92 -


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Colgó su sombrero en el perchero antes de dejarse conducir a la cocina por el sonido de las alborotadas voces. En cierta manera, sentía envidia. Aquellas risas suponían la existencia de una relación íntima, de una camaradería. Se sentía un poco excluida desde que dejó de estar clasificada como criada en la jerarquía de la servidumbre de la casa. Por otro lado, le alegraba que Mary pareciera más animada aquel día. La noche anterior había llorado hasta quedarse dormida, ahogando el sonido de sus sollozos en la almohada tanto como le fue posible. El monstruo que había dejado aquellos cardenales en su cuerpo era la causa de su llanto. Seguía negándose a hablar del asunto, y Darcie no quería obligarla a hacerlo, pues sentía que podría tener consecuencias catastróficas. Darcie encontró a las dos chicas sacándole brillo a la plata en la estancia contigua a la cocina. Alzaron la vista cuando ella entró. —Hola —saludó Mary con una sonrisa. —¿Puedo ayudaros? —propuso Darcie, remangándose. —Agradeceríamos mucho tu ayuda —respondió Mary, asintiendo. —¡Ni se te ocurra! —exclamó la señora Cook en aquel mismo instante. Se encontraba en la entrada de la estancia, con los puños cerrados sobre sus generosas caderas. Le lanzó una aterradora mirada a Mary antes de volver a clavar sus ojos en Darcie—. ¿Qué diría el doctor si te pusiéramos a fregar hasta que las manos te dolieran y se te cubrieran de ampollas? ¡Ya no podrías hacer esos bonitos dibujos tuyos! ¡No, no! Eso no estaría nada bien. La cocinera dijo estas palabras en un tono amable, pero, a pesar de todo, Darcie percibió el sarcasmo que había en ellas. Había sido definitivamente excluida. Era una intrusa. Ya no era una criada, pero tampoco la patrona. Así era como la veían los demás, y como ella se veía a sí misma. La dolorosa ponzoña de la terrible soledad la roía por dentro, pero trató de ignorar ese sentimiento. —Entonces podría limpiar el polvo, o tal vez lavar las ventanas. No tenía ganas de quedarse sentada sin hacer nada. Eso permitía que su mente tuviera demasiado tiempo para recorrer territorios que era mejor dejar inexplorados. —No, y mil veces no —dijo la mujer con firmeza—. Ahora sal de aquí. Tenemos trabajo que hacer. Quiero hacerle un pastel especial al doctor para la cena. —Pero yo podría ayudarte —insistió Darcie—. Poole aún no ha contratado a otra criada, y yo cuento con un par de manos en perfecto estado. De repente, un peculiar murmullo invadió la pequeña habitación, y todos los ojos se volvieron hacia Darcie. —No es la primera vez que andamos escasos de criadas. Parece que en esta casa se ha convertido en una costumbre perder a las empleadas —dijo Mary en voz baja, lanzándole una rápida mirada a la señora Cook. —En efecto, no es la primera vez que nos faltan criadas —asintió la corpulenta mujer—. Pero no permitiré que sigamos hablando de las empleadas que hemos perdido, Mary Fitzgerald. Apretando sus labios hasta formar una delgada línea, la cocinera se quedó en - 93 -


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silencio y, por alguna razón, adoptó un aspecto lúgubre. Tandis bajó la cabeza, dedicándose silenciosamente con más energía a su tarea de sacarle brillo a la plata. Confundida, Darcie las miró una por una, preguntándose cómo recuperar la atmósfera de camaradería que flotaba en el ambiente cuando había llegado. Sin poder explicar cómo se había producido aquel cambio de actitud en aquellas mujeres, decidió que quizás lo mejor fuese marcharse de aquel lugar y dejar que ellas siguieran haciendo su trabajo. —Muy bien, entonces iré a buscar algo que hacer en el estudio del doctor. La señora Cook asintió. —Tal vez eso sea lo mejor. Mary le sonrió de manera forzada sin decir palabra. Darcie se dirigió a la puerta, acercándose a la cocinera, que se apartó para dejarla pasar. Ella vaciló un instante, y quiso decir algo a las tres mujeres para poder ocupar de nuevo, de alguna manera, el lugar que le correspondía en el redil, pero no tenía una idea clara de cómo alcanzar su objetivo. Soltando un suspiro, salió al vestíbulo, resuelta a ir al estudio del doctor para buscar un libro. Pensó que eso la animaría. Reflexionó acerca de las enigmáticas frases que habían dicho Mary y la señora Cook mientras se dirigía a las escaleras. No era la primera vez que andaban escasos de criadas. Ya habían tenido que pasar por la misma situación cuando Janie había desaparecido sin despedirse siquiera. Conocía parte de aquella historia gracias a lo que Mary le había contado. Aun así, había percibido un trasfondo de miedo en el taciturno comportamiento de las chicas. Sin dejarse afectar por estos pensamientos, decidió interrogar a Mary más tarde. Había muchas preguntas sin respuesta, y aunque no quiso presionar a su compañera de habitación la última vez que hablaron de la desaparición de Janie, a lo mejor ya había llegado el momento de encontrarle una solución al enigma de la criada perdida. En el momento en que Darcie empezaba a subir las escaleras, una fría voz hizo que se detuviera en seco. —Finch. Tras girarse lentamente, vio a Poole al pie de las escaleras. —Buenas tardes, señor Poole —dijo con calma, pese a que sentía el malestar de siempre en su presencia. —Me gustaría tener unas palabras con usted. —Sí, por supuesto. Darcie no hizo ningún movimiento que indicara que se disponía a bajar las escaleras. Habitualmente, Poole, debido a su elevada estatura, se veía obligado a bajar la cabeza para apuntarle con su larga y estrecha nariz. Aquel día, desde la posición ventajosa que ocupaba en las escaleras, ella parecía más alta que él. De repente, comprendió que Poole ya no la intimidaba tanto como antes. En realidad, parecía que últimamente era menos probable que se permitiera a sí misma ocultarse tras una apariencia de docilidad y miedo. Se preguntó si el hecho de - 94 -


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compartir sus cargas y penas con Damien la había liberado de algún modo del terror y la angustia que la acosaban desde que su padrastro la había vendido por una bolsa de monedas. Ese pensamiento merecía ser considerado detenidamente, pero en aquel momento tenía que ocuparse de Poole. —La he estado vigilando —dijo él, subiendo un escalón—. La vi con el doctor Cole el otro día, delante de la cochera. De modo que había sido Poole quien había abierto la cortina, se percató Darcie con una sensación de abatimiento. Los había visto unirse en un apasionado abrazo. El simple hecho de pensar en eso hizo que un escalofrío de asco recorriera su cuerpo. —Paso mucho tiempo con el doctor Cole —replicó con frialdad, rogando que él no percibiera que la voz le temblaba ligeramente. Poole inclinó la cabeza lentamente, un sutil gesto de que se mostraba conforme con su bravuconada. —Los dos sabemos perfectamente a qué ocasión me estoy refiriendo. Darcie contuvo la respiración por un instante. Luego el aire volvió a salir de su cuerpo en una sola exhalación. Decidió afrontar la situación con despreocupación, aunque el corazón le latía de una forma espantosa en el pecho y sentía la boca tan seca como el pan duro. —No creo que mis actos sean asunto suyo, señor. Trabajo para el doctor Cole… —Pero, ¿acaso la empleó para eso? Su áspero tono de voz la turbó. Un ardiente rubor cubrió sus mejillas ante aquella insinuación. Levantando la mano de manera autoritaria, Poole impidió que ella expusiera sus argumentos o excusas. —El doctor Cole es un hombre de muchos rostros, y no todos ellos son tan agraciados como podría usted pensar. Hace muchos años que trabajo para él, y he visto muchas cosas. Tenga cuidado, Finch, no puedo vigilarla todo el tiempo. Darcie se quedó con la boca abierta mientras buscaba una respuesta, pero no se le ocurrió ni una sola palabra que decir. Haciendo un lacónico movimiento de cabeza, Poole se dio la vuelta y se marchó dando grandes zancadas. La muchacha frunció el ceño en señal de confusión y se quedó paralizada en las escaleras. —Pues no puedo vigilarla todo el tiempo… ¿Qué habrá querido decir con eso? —murmuró desconcertada. Dándole vueltas a esas palabras en la cabeza, prosiguió su ascenso al primer piso. Ensimismada en sus pensamientos, entró en el estudio del doctor y se sentó en una silla con un ejemplar de Melmoth el errabundo, de Charles Maturin, en su regazo; pero no pudo concentrarse en el texto, cuyas palabras parecían desdibujarse y temblar en la página. Finalmente, se dio por vencida. Cerrando el libro y mirando hacia el infinito, se preguntó qué habría querido decir Poole cuando afirmó que el doctor Cole era un hombre de muchos rostros, y no todos tan agraciados como ella podría pensar. No podría decir cuánto tiempo permaneció sentada allí, pero cuando volvió a mirar a su alrededor, se dio cuenta de que se había hecho tarde. - 95 -


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—¡Ay, he debido quedarme dormida! —murmuró en voz alta, moviéndose dificultosamente en la silla, al tiempo que se pasaba el dorso de la mano por la frente para apartar los caprichosos mechones de pelo que se habían soltado del impecable moño que se había hecho en la base de la nuca. Levantándose, se alisó la falda y movió los hombros en círculos para intentar aliviar la tensión en el cuello, causada por la postura en la que se había quedado dormida. Se acercó a la ventana, apartó la pesada cortina de terciopelo y miró detenidamente a través del cristal. Un fragmento de la brillante luna le devolvió la mirada. Supuso que hacía ya tiempo que había pasado la hora de la cena. Después de poner el libro en su lugar, salió del estudio y se dirigió a las escaleras que conducían a su habitación. Sus pasos la llevaron ante la puerta cerrada del dormitorio de Damien. Podía ver una delgada línea de luz a través de la estrecha rendija de la parte inferior. Deteniéndose, Darcie aguzó el oído, intentando percibir algún sonido que pudiese indicar la presencia de Damien en la alcoba, pero allí reinaba el silencio. La invadió de nuevo el sentimiento de exclusión que se había adueñado de ella cuando había vuelto a casa tras su paseo. Se quedó en el pasillo, merodeando con aire vacilante ante la puerta de Damien. Se sentía inexplicablemente sola. Decidió alejarse de allí para dirigirse a su habitación. Sólo alcanzó a dar tres pasos antes de detenerse súbitamente y regresar a la puerta cerrada. Levantó la mano, pero se paralizó justo antes de que sus nudillos tocaran la madera. ¡Santo cielo! ¿Qué estaba haciendo delante del dormitorio de su patrón a aquellas horas de la noche? ¿Acaso quería llamar a su puerta para intentar entrar? Y una vez dentro, ¿qué quería hacer exactamente? Alejándose de nuevo de la puerta, Darcie se rodeó fuertemente con sus propios brazos. Indignada con su comportamiento, se reprendió a sí misma en silencio. Decidió que debía ir a acostarse y terminar con aquella insensatez. —Darcie. La acarició con su grave y cálido tono de voz, haciendo que un escalofrío recorriera su espalda. Cerró sus ojos con fuerza, quedándose paralizada en el momento en que el sonido de su nombre saliendo de los labios de Damien le advirtió que ya no estaba sola en el oscuro pasillo. Se giró lentamente y vio que él había abierto la puerta de la habitación. Sus bisagras, bien engrasadas, le permitieron abrirse por completo sin hacer el más mínimo ruido. Ella no pudo menos que preguntarse, como ya lo había hecho en más de una ocasión, si él tendría algún tipo de percepción mística, algún poder sobrenatural que le permitía saber exactamente dónde se encontraba ella. Al verlo allí, bajo el marco de la puerta y con la luz del fuego parpadeando detrás de él, los latidos de su corazón se aceleraron y su respiración se hizo dificultosa. Tenía la camisa suelta sobre su musculoso cuerpo. Abierta en el cuello, formaba una uve que dejaba ver su dorada piel. Miró su pecho, recordando la noche en que lo había visto sin camisa, con su musculoso torso expuesto a su mirada. Respirando hondo, trató de concentrar sus ojos en su rostro. - 96 -


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En las comisuras de sus labios se había dibujado una curva muy sutil y sus ojos brillaban con una luz salvaje, haciéndole una silenciosa invitación. Darcie se quedó paralizada, inmovilizada en su lugar por el apremiante deseo de estar con Damien, pese a que su sentido común le suplicaba que huyese tan lejos de él y de su carnal sensualidad como fuera humanamente posible. —¿Has cenado? —le preguntó, enarcando una ceja con expresión interrogante. Hizo esta pregunta con toda tranquilidad, como si no fuese consciente del fascinante encanto que embotaba sus sentidos como un vino embriagador. Darcie negó con la cabeza. —No, me temo que me quedé dormida en tu estudio, y no he bajado a cenar. —¿Te quedaste dormida? —repitió, apartándose de la puerta y haciendo un gesto con la mano para indicarle que podía entrar—. La cocinera ha dejado una bandeja con fiambre, pan, fruta y queso. Hay incluso tartaletas de fresa. Hay más que suficiente para los dos. —No sería correcto que yo… No debería hacerlo. Él le lanzó una mirada cautelosa. Una extraña y tensa sonrisa adornaba sus labios. Levantó una mano para enseñarle un racimo de carnosas uvas rojas. Tomando una pequeña y redonda fruta entre sus dientes, la arrancó del tallo, sin apartar en ningún momento su mirada de la de Darcie. —No, no deberías hacerlo —dijo, con un tono de voz que era como una aterciopelada caricia.

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Capítulo 9 —Huye, Darcie, corre a refugiarte en tu cama. El sonido de la voz de Damien la hizo temblar de ilusión, más que de miedo. Todos sus instintos le advertían que era peligroso compartir una comida con él en la intimidad de su dormitorio. No obstante, a pesar de que su sentido común le gritaba que no aceptase su invitación, le aconsejaba que obedeciera la última orden que él le había dado y buscara la seguridad de su cama, el deseo secreto de su corazón le suplicaba que entrase. Miró fijamente su rostro, humedeciendo sus labios con nerviosa excitación. Los ojos de Damien despedían una luz plateada al posarse sobre su boca. —Ya sabes lo que quiero —dijo él en voz baja. Sabía lo que él quería. El aire abandonó su cuerpo con una rápida exhalación, dejándola mareada y jadeante. Sentía las piernas débiles, como si hubiesen sido despojadas de sus huesos. Levantó una mano bruscamente a modo de súplica, al tiempo que se apoyaba contra el marco de la puerta. —Te quiero a ti Darcie. Te quiero en mis brazos y en mi cama. —La agarró de la muñeca y la atrajo hacia él de un tirón. La pasión había endurecido la expresión de su rostro—. Quiero hacerte toda clase de cosas, y que tú me las hagas a mí. Cosas maravillosas, placenteras. —Recorrió sus labios con la yema de su dedo pulgar—. Cosas sensuales. Sus palabras la hicieron sentir acalorada y nerviosa. El doctor Cole es un hombre de muchos rostros, y no todos ellos son tan agraciados como podría usted pensar. El recuerdo de la advertencia de Poole penetró en su mente, y Darcie, desconcertada, frunció el ceño. Sus pensamientos eran una vorágine de emociones desconocidas. Miedo, expectación, confusión. Deseo. Soltando un gemido, ella acercó su boca a la de Damien, acogiendo la firmeza de sus labios y el embate de su lengua. Él sabía a vino, a fruta y a placer prometido. Rodeando su cintura con un brazo, Damien la hizo entrar en la habitación y cerró la puerta. No había nada de delicadeza ni de dulzura en aquel beso. Era una unión delirante y desenfrenada, un estallido de ardor y puro deseo. Darcie hundió los dedos en su suave cabello dorado, deleitándose con su sedosa sensación. Un deseo líquido recorrió sus venas, haciendo arder sus senos y su vientre, hasta que llegó a pensar que la intensidad de su necesidad la haría gritar. Enloquecida, rasgó la camisa de Damien. Quería sentir el calor de su cuerpo, recorrer con su lengua la desnuda superficie de su musculoso pecho, saborear la dorada perfección de su piel. - 98 -


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—Shhh, shhh —le susurró él, aferrándola de las muñecas para impedir que moviera sus manos—. Despacio. Tenemos toda la noche. Dócil, ella se apoyó contra él, y Damien le soltó una muñeca. Acto seguido, bajó la mano con la que sostenía su otro brazo hasta entrelazar sus dedos entre los suyos. Tirando con cuidado de ella, la condujo a la cama. Luego se quedó inmóvil, mirándola intensamente. El borde del colchón presionaba contra la parte posterior de las piernas de Darcie. Finalmente, la soltó por completo, dejándola en libertad, rompiendo sus cadenas, permitiéndole huir de él, del voraz apetito que la consumía por dentro de una manera más brutal que la falta de comida. A ella le gustaba aquella sensación de hambre, aquel ardiente placer. Clavando los dientes en su labio inferior, Darcie tomó aire con nerviosismo, sintiendo como si estuviera luchando por liberar sus pulmones de alguna opresión invisible. Lo deseaba, y ese deseo, la fuerza y la profundidad emocional de su urgente necesidad, la asustaba. Dirigió sus ojos hacia la puerta cerrada. ¿La detendría si intentaba escapar? —Huye, Darcie —le susurró Damien, y aquellas palabras resonaron en su mente como un eco lejano, aunque la plata líquida de su mirada le suplicaba que se quedase—. Vete mientras puedas hacerlo. No soy digno de ser ni tu amigo ni tu amante. Alzando la cabeza para mirarlo a la cara, ella percibió un raudal de emociones en sus ojos. No le impediría huir, si ése era el camino que elegía. Al contrario, sus palabras la animaban a hacerlo. Darcie le obligó a guardar silencio, haciendo que él se inclinara hasta rozar sus labios con los de él, acercándose tanto que sus pezones se apoyaron ligeramente contra él. Su decisión era inapelable. No vacilaría, no se arrepentiría de nada. El deseo serpenteaba en su estómago, como algo vivo, intentando salir de manera violenta de los límites de su cuerpo. Tragó saliva, moviendo las piernas nerviosamente bajo la falda y apoyándose de forma alternativa en una u otra extremidad. Ese movimiento sólo sirvió para avivar el fuego. —Doy lo que quiero dar de buen grado, Damien —afirmó. Le costaba mucho trabajo encontrar el aire suficiente para hablar—. ¿Crees que después de vivir tanto tiempo en las calles de Whitechapel no conozco las consecuencias de las decisiones que tomo? Tú quieres ser mi amante. —Sí —respondió él con aspereza. Su grave tono de voz acarició el ardor en el vientre de Darcie, haciendo que se propagara por todo su cuerpo. Con un único y ligero movimiento, él se quitó la camisa y exhibió ante su ávida mirada la dorada piel de su pecho. Luego tiró de ella para estrecharla contra su cuerpo, y Darcie pudo aspirar el aroma de su piel y tocar los músculos de su abdomen. Agarrando sus mejillas con las palmas de sus manos, Damien levantó su cabeza y apretó sus labios contra los suyos con dulzura. Dejando escapar un gemido de frustración, Darcie metió su lengua en la boca de Damien para saborearla. No necesitaba que le diera dulces besos. Quería sentir el fuerte y voluptuoso embate de - 99 -


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su lengua, la firme presión de sus labios contra los suyos. Quería que le mostrara el vehemente deseo que podía sentir fluyendo bajo la apariencia de su autocontrol. Soltando un gruñido, él le dio lo que pedía, devorándola con su boca. Luego, la tumbó sobre la cama, de tal manera que ella quedó debajo de él. Su miembro endurecido por la excitación presionaba entre los muslos de Darcie. Ella movió sus caderas, deleitándose con su reacción, sus gritos ahogados y los violentos latidos de su corazón. Sus miradas se cruzaron mientras él levantaba el peso de su cuerpo con un brazo, y usaba la mano que tenía libre para desabrochar lentamente el vestido de la muchacha. Ella alzó la mano con un movimiento sinuoso, rodeando la muñeca de Damien con sus dedos para intentar impedirle que siguiera desabrochándole la ropa. Las sensaciones que él despertaba en su cuerpo eran nuevas y extrañas para ella. De repente, se sintió perdida, insegura de cuál era su lugar en aquella extraña escena. —Quiero verte. Quiero ver tus pechos, tus piernas, tu pelo suelto extendido sobre mi almohada. Él tocaba cada una de las partes que nombraba, arrastrando la mano de Darcie con la suya al hacer eso, pues los dedos de ella aún rodeaban su muñeca como una tenaza. —No, yo… —balbuceó Darcie, mordiéndose los labios mientras él le quitaba hábilmente las horquillas que sujetaban su cabello. Damien recorrió con la yema de su dedo índice una de las mejillas de Darcie, y luego rozó sus sensibles labios. Ella abrió la boca y lo chupó, lamiendo el extremo de su áspera lengua. El resplandor de las brasas era la única iluminación que había en aquella habitación, y aquel fulgor proyectaba luces y sombras sobre el cuerpo de Damien, acentuando sus finamente cincelados rasgos. La alcoba desapareció en las sombras. Sólo estaba aquella cama, sólo existía Damien, estrechando con fuerza y ardor el cuerpo de Darcie. Liberando su mano, él se inclinó y agarró su muñeca, llevando los dedos de ella a sus labios. Darcie pensó que él imitaría lo que ella acababa de hacer, que los lamería y acariciaría. Pero no fue así. En lugar de eso, él enseñó sus dientes blancos y perfectos y los clavó suavemente en el carnoso montículo que estaba en la base de su dedo pulgar. Dejando escapar un débil grito, ella se salió de la cama, arqueando la espalda y extendiendo el cuello. Un fuego líquido recorrió su cuerpo, quemando con violencia la boca de su estómago. Sus muslos fuertemente apretados se movían por impulso propio, buscando poner fin a la ardiente presión que aumentaba en los pliegues húmedos de su sexo. Una risita ahogada resonó en el pecho de Damien en el momento en que soltó la mano de Darcie. Luego recorrió con su boca su blanco cuello, que lamió y chupó hasta que ella sintió que su piel estaba a punto de estallar en llamas y que un insaciable fuego la envolvería por completo. —Damien. —Pronunció su nombre como un suspiro, un susurro que había dejado escapar de sus labios. - 100 -


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El aire frío acarició el cuerpo de la muchacha mientras Damien la liberaba de la ropa que la aprisionaba. Alzando la vista, descubrió que él la estaba mirando. Sus ojos habían adquirido una tonalidad oscura gracias a la exigua luz. —Eres muy guapa —le dijo, cubriéndole los pechos con las manos y acariciando con los dedos pulgares sus sensibles pezones. Ella lo miró en silencio, incapaz de hablar, de decirle que ella había pensado que era terriblemente guapo la primera vez que lo vio. Damien se movió para buscar sus pechos con su boca. Ella dejó escapar un grito agudo cuando las caricias de sus labios se hicieron insistentes. Los ardientes besos que recorrían sus pezones enviaron saetas de placer a su vientre, haciendo que ella se convirtiera en un ser líquido y caliente. Como si hubiese leído sus pensamientos más íntimos, él deslizó su mano entre sus piernas, hundiendo sus dedos en los húmedos pliegues de su sexo. La parte de su cabeza que aún conservaba algo de cordura le pedía a gritos que se alejara, que cerrara sus piernas para impedir la intrusión de aquellos dedos invasores; pero la parte de ella que estaba embelesada con sus caricias la instaba a estrechar su cuerpo contra el de él. Doblando las rodillas para permitirle un acceso más fácil, Darcie apoyó los talones con firmeza sobre la suave colcha, y él pudo tocar su cuerpo de una manera que ella jamás habría imaginado. El áspero sonido de la respiración de Damien acarició sus sentidos con la misma seguridad que lo hacían sus dedos, llevándola a un destino desconocido. Deslizando sus manos por la suave piel de sus costados, se dio cuenta de que él estaba completamente desnudo, que ya se había desembarazado de sus pantalones. No podía recordar cuándo se los había quitado. Todos sus pensamientos se centraban en las exquisitas sensaciones que él creaba, en las reacciones que despertaba en su complaciente cuerpo. Darcie recorrió el arqueado hueso de sus caderas y llevó sus manos a la parte delantera de su cuerpo, donde sus dedos rodearon la suave y dura longitud de su prominente erección. Le gustaba lo que sentía, le gustaba la sensación de su aterciopelada piel bajo sus manos. Empezó a mover sus dedos lentamente a lo largo de su rígido miembro, sintiendo su sangre latir como si se tratara de la suya propia. Quizás lo fuese. Ya no sabía dónde terminaba su placer y empezaba el de Damien. —Hummm… Hummm —gimió Damien casi en susurros mientras se movía sobre ella, liberándose de sus codiciosas manos para intentar entrar en su cuerpo y reemplazar sus dedos con su rígido miembro—. Darcie —susurró él, palpando suavemente su abertura. Ella lo miró fijamente a los ojos, invitándolo a tomar aquello que deseaba. El se hundió completamente en su acogedor calor con una única y larga embestida. Darcie había esperado sentir dolor. Pero no fue así. Sólo sintió un pellizco, una momentánea molestia en el momento en que él entraba en su cuerpo. Y luego sintió su calor, su corpulencia, latiendo en el centro de su ser. Él empezó a moverse con lentos y lánguidos embates que la llevaron a experimentar una violenta exaltación de todos sus sentidos. - 101 -


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—¡Ay! Pienso que no… —No pienses —le susurró él al oído—. Siente. Déjate llevar, Darcie. —Síííí —suspiró ella en el momento en que él movía las caderas a un lado, haciendo que la fricción y la presión aumentasen. Ella empezó a retorcerse bajo él, yendo al encuentro de cada embate, esforzándose por lograr algún objetivo indefinible que no se atrevía a imaginar. Se aferró con sus dedos a las nalgas de Damien, haciendo que él penetrara más profundamente, con más fuerza. Sus talones presionaron contra la cama y empezó a mover las caderas, alzando su pelvis para recibirlo. Se elevaba cada vez más. Podía sentir la tensión en el cuerpo de Damien, y percibía que tras cada embate, él ascendía con ella a una cumbre lejana. Sus sentidos se cerraron paulatinamente a toda realidad exterior, hasta que sólo Damien llegó a ocuparlos por completo. Sus caricias. Su olor. El sabor de su piel en sus labios y lengua. El se hundía cada vez más dentro de ella, cada vez con más fuerza, hasta que finalmente Darcie empezó a volar. Su alma se liberó estrepitosamente de toda atadura terrenal, mientras el cielo estallaba en millones de puntos de luz. Lo sintió allí, a su lado, uniéndose a ella en aquel espléndido viaje. Ya no estaba sola. Se fundieron en un solo ser. —Eres muy guapo —dijo Darcie, descansando el codo en el colchón para ponerse de lado. Apoyó la mejilla en la palma de su mano y lo miró detenidamente a la luz del fuego. Damien estaba acostado de espaldas, con las piernas abiertas y un brazo cubriéndole los ojos. No se avergonzaba en absoluto de su cuerpo desnudo. Se rió lentamente. —Soy yo quien debe decirte esas cosas. —Me encantaría dibujarte —propuso ella, extendiendo la mano para recorrer con un dedo vacilante la dura superficie de su pecho. Levantando la cabeza, él agarró su mano y mordisqueó levemente sus dedos. Darcie los retiró con un pequeño grito. Ella se quedó observando la cadencia regular de su respiración en su cuerpo. Quería tocarlo una vez más, pero se sintió cohibida y no quiso propasarse. Sombras de inseguridad empezaron a cernirse sobre ella. —¿Por qué me elegiste a mí? —Damien la rodeó con un brazo y la acercó hacia él. Aunque perdió la posición ventajosa que le permitía examinar su figura, Darcie disfrutó de la sensación de encontrarse acurrucada contra su largo y delgado cuerpo —. ¿Por qué a mí? —volvió a preguntar tímidamente, recorriendo su barbilla con un dedo mientras echaba la cabeza hacia atrás para poder mirarlo. Ladeando la cabeza, Damien le lanzó una mirada de curiosidad y frunció el ceño. Parecía perplejo. —Me he hecho la misma pregunta desde que te encontré mojada y hambrienta en medio de la calle. Pensé que no ibas a pasar de aquella noche. Darcie se incorporó, súbitamente recelosa. - 102 -


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—¿Esa fue la razón? ¿Porque soy una especie de expósita que te dio lástima? Apoyándose en sus codos para incorporarse, Damien la miró con una sonrisa. —Me da lástima la señora Brightly con su esposo borrachín y su pie afectado de gota. Ah, y la señora Anderson, que es propensa a desmayarse y sufre accesos de melancolía. Pobre mujer. Ella también me da lástima. Luego, volvió a dejarse caer en la cama y cerró los ojos. A Darcie le quedó la sensación de que le había dado un montón de información y, al mismo tiempo, no le había respondido nada. No conocía a las señoras que había mencionado, pero sospechaba que no eran la clase de mujer de las que un hombre se enamoraría locamente. En realidad, ella tampoco lo era. Le dio un suave golpe en el hombro. Él abrió un ojo y le lanzó una mirada severa. —Ésa no es una respuesta —replicó ella remilgadamente. Damien suspiró, incorporándose en la cama. Darcie no pudo menos que admirar el movimiento de su musculoso abdomen mientras él intentaba realizar semejante proeza. —Te deseo —le dijo, inclinándose para besarle la punta de la nariz—. Eres hermosa, inteligente y valiente. —Se encogió de hombros—. Sí, muy valiente. No sé la respuesta. No tengo ninguna explicación. —Una duda parpadeó en su mirada, una incertidumbre muy poco común en él—. Si la tuviera, si entendiera la razón de lo que siento, a lo mejor habría tomado precauciones. —Hay mujeres más guapas y más inteligentes que yo. Darcie se mordió los labios, sintiéndose tonta y torpe. En lugar de declararle la eterna pasión y adoración que sentía por él, palabras que tenía en la punta de la lengua y que sólo esperaban ser dichas, lo estaba importunando, como si ella fuese insensible. La expresión del rostro de Damien se serenó, y se encogió de hombros una vez más. Al parecer, su comportamiento lo había dejado impertérrito. —Pero no las deseo, Darcie. Te deseo a ti. Ella se mordió la parte interior de su mejilla. Se sentía algo ofendida; pero, por otro lado, le hacía gracia que él no hubiese notado el insulto inconsciente que le había hecho al no negar que había mujeres que la superaban. Evidentemente, él no creía que esto tuviera importancia alguna. Damien se colocó sobre Darcie y acercó su boca a la de ella. La joven sintió la incitación del deseo, y también la renovada dureza de su miembro cuando él separó suavemente sus muslos. —Te deseo, Darcie —le susurró con la boca pegada a sus labios—. Y con tu dulce consentimiento, te haré mía.

Qué malvada se sentía. Le parecía extraño que ser una chica mala fuese tan maravilloso; nunca lo habría imaginado. Darcie se puso de espaldas y se desperezó con languidez. El sol que entraba a raudales por la pequeña ventana del ático que estaba sobre la cama le indicó que ya - 103 -


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era de día. Permaneció acostada, escuchando el silencio. Sabía, sin necesidad de mirar en torno suyo, que Mary no se encontraba en la habitación. Eso era lo mejor que podía pasarle. Darcie quería deleitarse con sus recuerdos, aclimatarse tanto a los cambios de su cuerpo como a los de sus emociones, y esa adaptación se lograba mejor en soledad. Las imágenes de Damien pasaban con radiante claridad por su cabeza. Era una mujer diferente de la que había sido hasta el día anterior. Sus labios esbozaron una incontenible sonrisa. Recordando cada espléndido detalle de la noche que había pasado en brazos de Damien, se abrazó a sí misma como si quisiera guardar los recuerdos dentro de ella. Había dejado su lecho a primeras horas de la madrugada, aunque una parte de ella habría querido quedarse entre sus brazos para siempre, no abandonar nunca la secreta alegría de su habitación. Sin embargo, cuando el amanecer hizo su despiadada aparición en el cielo, Darcie abandonó su cama. Radiante de euforia, atravesó sigilosamente la casa, descalza, deseando dejarse llevar por el efusivo impulso de bailar, saltar y cantar. Pero subió a su cuarto sin hacer ruido, evitando pisar el tercer escalón, pues sabía que crujiría y delataría su deambular por la casa. Damien no quería que se marchara. —Quédate —le dijo simplemente, tendiendo una mano en señal de invitación, y mirándola con intensidad mientras se vestía. Recordó la primera vez que ella le había llevado una bandeja a su estudio. Aquel día también le pidió que se quedase—. No me importa lo que piensen los miserables de espíritu. Regresa a la cama, y que el resto del mundo se vaya al infierno. —Tú puedes permitirte el lujo de pensar así. Pero yo no. La realidad es que seré yo, y no el resto del mundo, quien vaya al infierno. —Aquellas palabras fueron pronunciadas con toda sinceridad, y sin atisbo de rencor. Había tomado su decisión con los ojos bien abiertos, y no se arrepentía de nada. —No irás al infierno por esta decisión, Darcie. No permitiré que sufras por este motivo. —Damien la miró fijamente mientras trataba de convencerla, y sus ojos brillaron con intensidad—. Ahora regresa a la cama. Ignorando aquella orden impartida en voz baja, Darcie le dio un beso en la boca y se marchó sigilosamente. No estaba preparada para compartir aquella pasión con el resto del mundo, y tampoco estaba dispuesta a permitir que los sirvientes de la casa se inmiscuyesen en su secreta relación. En aquel momento, se encontraba acostada en su cama con los ojos cerrados, deleitándose con las deliciosas imágenes de Damien: sus labios, sus manos, su… —Anoche estuviste trabajando hasta muy tarde. Darcie abrió los ojos sobresaltada. No había oído acercarse a Mary, pero estaba junto a su cama y la miraba con el ceño fruncido. —Pensé que ya habías bajado —dijo Darcie. Se ruborizó de vergüenza por haber sido sorprendida mientras se encontraba sumida en sus secretas ensoñaciones. —Hace ya varias horas que bajé. Pero ahora he vuelto a subir para decirte que el doctor ha tenido que salir y dijo que regresaría tarde. Te dejó esto. —Mary alargó - 104 -


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su mano derecha para darle una nota lacrada. Darcie se incorporó para agarrarla. —Gracias, Mary. Siento mucho que hayas tenido que subir para dármela. Tienes demasiadas cosas que hacer. —Nadie me obligó a subir. Sentía curiosidad —dijo Mary, encogiéndose de hombros. Se inclinó un poco para mirar detenidamente el rostro de Darcie y luego puso una mano sobre su frente—. ¿Te sientes mal? Se te ha puesto la cara roja y pensé que tenías fiebre… pero no estás caliente. —E… estaré bien en un momento, gracias —respondió Darcie, abanicándose con la nota doblada. Mary le echó un vistazo al papel y torció la boca. —Pero, ¿qué dice? Bajando la cabeza, Darcie se quedó mirando fijamente la nota que tenía en la mano. No estaba dispuesta a abrirla delante de su amiga. Quería disfrutar en privado de las palabras del mensaje, pero Mary no podía saberlo. Ella pensaba que la nota era simplemente alguna orden que el patrón le enviaba a su empleada. Mientras deslizaba lentamente su dedo pulgar bajo el lacre, Darcie recordó que Mary no sabía leer. Decidió que, de ser necesario, simplemente mentiría. Abrió con cuidado la nota y fijó su mirada en la enérgica escritura masculina, deseando poder estrechar aquella hoja contra su corazón y, al mismo tiempo, luchando contra el sentimiento de desilusión que la invadió cuando se dio cuenta de que aquellas no eran las palabras de un amante. Darcie, Tienes el día libre para hacer lo que te plazca. El cochero está a tu disposición. Quizás quieras que te lleve en el carruaje a dar un paseo por el parque. Creo que regresaré tarde.

Damien Cole ¡Había esperado palabras de amor y sentimientos sinceros, y esto era todo lo que recibía!, pensó, alzando y bajando las cejas casi de manera simultánea, y dejando caer levemente los hombros. Sintió que se desinflaba como un fuelle al que le sacan todo el aire. Aunque había disfrutado enormemente de su anterior paseo por el parque, aquella mañana la idea no le atraía mucho. Mary carraspeó, recordándole a Darcie su presencia. —El doctor estará ausente todo el día —anunció Darcie, doblando lentamente la hoja y apretando suavemente el pliegue que se encontraba entre sus dedos pulgar e índice. Bajando la mirada, movió sus dedos de arriba abajo de la hoja, marcando aún más el pliegue—. Regresará tarde. —¡Pero yo ya te había dicho eso! —exclamó Mary molesta. Su tono de voz dejaba traslucir que aquello le resultaba bastante extraño—. ¿Por qué tenía necesidad de dejarte una nota? Tras preguntarse lo mismo, Darcie se animó un poco. Quizás la hubiese dejado - 105 -


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sólo para que supiera que él estaba pensando en ella. Aquella reflexión hizo que se desvaneciera la desilusión que le había producido el tono tan frío de la misiva. —Será mejor que baje de nuevo —dijo Mary, dándose la vuelta para marcharse. Sus palabras sacaron a Darcie de su ensoñación. Tendió el brazo para agarrar a su amiga de la mano. —Gracias, Mary. —¿Por traerte la nota? No ha sido nada. Ya te dije que tenía curiosidad. —Por su tono, sus expectativas se habían visto defraudas. Darcie negó con la cabeza. —Por ser mi amiga —dijo en voz baja. Mary se quedó mirándola un momento. Sus ojos verdes se llenaron de lágrimas. Agachó la cabeza y carraspeó. Luego le dio a Darcie un apretón de manos tranquilizador. Volviéndose, se dirigió hacia la puerta. —Hay un plato de comida para ti en la cocina —le dijo con voz apagada al salir de la habitación—. Lo he tapado para que no se enfriara. Cuando Mary se hubo marchado, Darcie se quedó un buen rato mirando fijamente la entrada vacía. Se preguntó por qué no habría aprovechado la oportunidad para hablarle de todas las dudas y sospechas que tenía con respecto a la desaparición de Janie, o a la extraña conversación con Poole. Bueno, no le contaría toda la conversación. No se sentía capaz de compartir con nadie un asunto tan privado como el del abrazo de Damien delante de la cochera. Ése era un recuerdo que prefería guardar en su corazón, acariciar secreta y calladamente. Por otra parte, hablar de aquel abrazo podría hacer que en la conversación salieran a relucir otros momentos furtivos, y Darcie no estaba preparada para contarle a nadie los detalles de la noche que había pasado en brazos de Damien. Todas las imágenes de ese momento las atesoraba como la más preciada de las joyas. Exhalando un suspiro, comprendió que era una cuestión de confianza. Se levantó de la cama y se lavó rápidamente. Luego, pasó la mano por la sencilla tela negra de su vestido. Por un momento se sintió profundamente triste de que Damien sólo la hubiera visto llevando aquel viejo y práctico traje, o peor aún, los harapos con los que había llegado a aquella casa. Recordó los hermosos vestidos de su niñez, sus telas finas y sus adornos de volantes y encajes. Vestidos de niña. Se encogió de hombros y apartó de su mente todo remordimiento. No servía de nada desear tener un vestido bonito que pudiera lucir para él. Mientras se ponía el traje y lo abrochaba, sonrió al recordar que, en realidad, le había mostrado a Damien algo diferente a aquel feo vestido negro. Él la había visto completamente desnuda. Ese pensamiento habría debido turbarla. Era una mujer que había sido criada para casarse y tener hijos, y educada con un profundo sentido del decoro. Pero la cruda realidad de la vida se interpuso en su camino. Las circunstancias del momento debían resultarle repugnantes. No obstante, cuando pensaba en los abrazos de Damien y en sus caricias, se negaba a sentirse avergonzada. Empezó a recogerse el largo cabello en un moño, canturreando en voz baja - 106 -


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mientras lo hacía, y con sus pensamientos muy lejos de aquel ático. Agarró las horquillas del pequeño taburete que estaba junto a su cama, las puso entre los dientes y las apretó con los labios. Luego empezó a insertarlas de una en una en su abundante cabellera para sujetar sus mechones en el lugar apropiado. Al sacarse de la boca la última horquilla, ésta resbaló de entre sus dedos y cayó al suelo. Poniéndose de rodillas, extendió el brazo bajo la cama para intentar recuperarla, pero no encontró nada. Luego, apoyó una mano en el colchón y agachó la cabeza para poder ver lo que había debajo de la cama. —¡Ya te tengo! —murmuró, aferrando con sus dedos la horquilla. Alcanzó a ver con el rabillo del ojo una masa blancuzca que alguien había ocultado debajo de la cama. Frunciendo el ceño, miró detenidamente y descubrió que era el periódico manchado de tinta que había metido allí hacía ya varios días. Lo había guardado con intención de volver a leer el artículo sobre los asesinatos de Whitechapel. Extendió su brazo al máximo en la oscuridad que reinaba debajo del lecho, logrando recuperar el diario. Se sentó en la cama y colocó el periódico ante ella. Lo abrió con cuidado y alisó sus arrugas hasta que quedó perfectamente extendido sobre la colcha. La pequeña ventana que estaba sobre su cabeza dejaba entrar la luz del día, y ella movió el periódico para ponerlo directamente bajo un rayo de sol. La extensa mancha de tinta cubría la parte inferior de la hoja, pero no le impedía leer el artículo que le interesaba. Levantándose la falda, cruzó las piernas y se inclinó hacia adelante para centrar toda su atención en el texto. Luego, empezó a releer aquel artículo que había empezado hacía varios días. Otro asesinato a sangre fría, de las mismas características que los otros que se han cometido recientemente en Whitechapel, ha sido descubierto durante las primeras horas de la mañana de ayer… Todo Londres habla con consternación de esta nueva muestra de la presencia habitual en nuestras calles de algún monstruo con forma humana, que sigue haciendo gala de su espeluznante maldad con total libertad, gracias a su tremenda osadía y a un absoluto desprecio por nuestra policía y las agencias de detectives. Esta serie de crímenes espantosos cometidos en Whitechapel ha alcanzado su punto culminante con el asesinato hace dos noches de una tal Sally Booth, que se encuentra relacionada con las demás víctimas por su miserable estilo de vida. Es imposible comprender los crímenes de estas tres o, posiblemente, cuatro mujeres. Actualmente se piensa que el único hombre asesinado fue víctima de una agresión que no guarda relación alguna con las demás. - 107 -


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Ensimismada en sus pensamientos, Darcie dio un golpecito en la página con un dedo. Había algo en las palabras que acababa de leer que la perturbaba, pero no lograba averiguar qué era. La primera vez que había leído aquel párrafo, hacía unos días en el estudio de Damien, la parte en que se hacía alusión a Steppy, el único hombre asesinado, la había disgustado enormemente —sin tener en cuenta cualquier otra consideración—. Pero al releer el artículo en ese momento, descubrió que había algo más que la inquietaba. Se sintió atraída por el nombre de la víctima, Sally Booth, y la referencia que se hacía al miserable estilo de vida de la mujer. De repente, sintió como si un gélido diluvio le hubiera empapado la piel. Aquel nombre, Sally Booth. Y la referencia a su miserable forma de vida, que sólo podía significar que era una prostituta. Darcie cerró sus ojos con fuerza para intentar ahuyentar el pensamiento que la sobrecogió. Pensó en la chica que había conocido en la Casa de la Señora Feather, aquella a la que Damien le había curado una herida. Su nombre era Sally. No. Negó con la cabeza para rechazar aquello que su mente insinuaba. El nombre era bastante común. Sin duda había muchas mujeres de la noche que se llamaban Sally. Pese a que intentó tranquilizarse, aquella terrible certeza se había alojado en su pecho, haciéndola respirar con gran dificultad. Volvió a concentrarse en el periódico, prosiguiendo con su lectura, y se vio obligada a repasar de mala gana la enumeración de los horrorosos actos del desalmado asesino. No es necesario relatar aquí con todo detalle el asesinato de Booth. Baste decir que encontraron su cuerpo a primeras horas de la mañana del miércoles. Prácticamente le habían cortado la cabeza y la habían mutilado de una manera espantosa, arrancándole incluso el corazón del pecho. La encontraron en el patio trasero del número 10 de la calle Hadley, en Spitalfields. Era una inquilina de la casa de mala reputación que allí se encuentra. Es casi seguro que, con el propósito de buscar privacidad, se haya dirigido con el asesino al patio, al que se puede acceder con facilidad a cualquier hora de la noche. No es muy probable que haya sido asesinada en otro lugar y luego llevada al lugar donde fue encontrada. El hecho de que ninguno de los habitantes de la casa haya oído los gritos de la pobre mujer demuestra que el asesino conocía muy bien su oficio. Las heridas que le ocasionó a su víctima revelan tal precisión y pericia, que las autoridades han llegado a sospechar que el autor del crimen es un hombre que tiene conocimientos de medicina. Darcie leyó estas palabras una y otra vez: el número 10 de la calle Hadley. ¡Dios - 108 -


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santo! ¡La Casa de la Señora Feather! Sally Booth era la chica que conoció el día que había acompañado a Damien. Le hubiera gustado equivocarse con aquella suposición, pero los hechos corroboraban la terrible verdad. Un fuerte estremecimiento sacudió su cuerpo, y sus dientes empezaron a castañetear como si la hubiera sorprendido un viento frío. Ocultó la cabeza entre sus manos y gimió en voz baja, pensando en el terrible destino de la pobre chica. Tomó aire, y volvió a leer el texto con detenimiento. … encontraron su cuerpo a primeras horas de la mañana del miércoles. Prácticamente le habían cortado la cabeza y la habían mutilado de una manera espantosa, arrancándole incluso el corazón del pecho. Le pareció que la habitación giraba a su alrededor, y se le revolvió el estómago al leer lentamente aquellas palabras una vez más. Intentó poner toda su atención en las pequeñas letras negras que se desdibujaban y daban vueltas frente a sus ojos. Le habían arrancado el corazón del pecho a Sally. Su corazón… Dando un grito, Darcie se levantó de la cama de un salto y tiró el periódico como si se tratase de un insecto repugnante. Luego, empezó a caminar de un lado a otro de su estrecha habitación. Sentía que se le había cerrado la garganta dejándola sin aire, y que tenía un nudo en el estómago que le producía unas náuseas terribles. El corazón de Sally. El corazón de Sally. Aquel miércoles, Darcie había pasado el día haciendo innumerables dibujos de un corazón humano. Recordó que le había preguntado a Damien de quién era. Frunciendo el ceño, intentó acordarse de su respuesta. ¿Acaso importa?, había preguntado él sin inmutarse. En aquel momento pensó que no. Pero ahora comprendía que tenía mucha más importancia que cualquier otra cosa en su vida. Desesperada, dio tres pasos hacia delante, luego dio media vuelta y dio otros tres pasos en la dirección contraria. ¡Ay, Dios! ¿Pertenecía a Sally el corazón que se encontraba en el laboratorio de Damien? Y si era así, ¿cómo había él…? Repentinamente, recordó la noche en que se quedó observando a Damien a través de la puerta abierta de su dormitorio. ¿Qué noche había sido? ¿La del lunes? No, la del martes. La noche del martes. Con manos temblorosas, Darcie vertió agua del cántaro en la desportillada jofaina. Inclinándose hacia adelante, se echó el tibio líquido en la cara, intentando calmar los acelerados latidos de su corazón y enfriar su ardiente frente. Finalmente, se irguió y se llevó al rostro la toalla de lino doblada que se encontraba junto al aguamanil. La noche del martes había visto a Damien a través de la puerta abierta de su alcoba. Recordó la camisa manchada de sangre y la manera cómo se la había quitado y arrojado al fuego. En aquel momento supuso que estaba destruyendo una camisa que no tenía arreglo posible, pero ahora la atormentaba la - 109 -


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acuciante duda. Había visto a Damien llevando una camisa empapada de sangre la noche del martes, y el miércoles por la mañana alguien había encontrado el cuerpo mutilado de Sally. Darcie empezó a recorrer una vez más los estrechos límites de su habitación, luchando contra las náuseas que subían por su garganta, irritándola con su acre sabor. Había pasado la noche en la cama y en los brazos de Damien. Sus manos se habían deslizado libremente por su cuerpo desnudo. ¿Acaso eran las manos de alguien destinado a curar o a asesinar? No podría soportar que fuese esto último. Agarró el periódico abierto sobre la cama y lo dobló una y otra vez, hasta que no quedó más que un pequeño cuadrado de papel, aproximadamente del tamaño de su mano. Se pasó los dedos por la frente y luego por la curva de su mejilla, sintiéndose atrapada en aquella pequeña alcoba. Caminó hacia uno y otro lado, buscando liberarse de alguna manera de la ansiedad que la corroía por dentro y emponzoñaba sus pensamientos. Debía ir a la Casa de la Señora Feather. La advertencia de su hermana, las palabras que le dijo la noche que la había enviado a ver a Damien Cole, retumbaban con fuerza en su cabeza… Ten cuidado con el doctor Cole. Es un hombre temible. No te cruces en su camino. Mantente alejada de todo lo relacionado con su trabajo. Y no metas las narices en sus secretos.

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Capítulo 10 Llevando el periódico en la mano, Darcie se apresuró a salir de la habitación. Bajó las escaleras deprisa y salió de la casa por la puerta de atrás. Estaba resuelta a encontrar a John para pedirle que la llevara a Whitechapel, a la Casa de la Señora Feather. No se había detenido ni un instante en la cocina. No tenía ganas de tomar el desayuno del que Mary le había hablado hacía un rato. Tenía un apretado nudo en el estómago, y le dolía mucho, pero era el dolor de su corazón el que no podía soportar. Los días que había vivido en casa de Damien habían hecho que se confiara demasiado. Había llegado a sentirse segura, a pensar que tenía un lugar en el mundo y que alguien la quería. Ya era hora de recordar la dura lección de Whitechapel, pensó. Se había permitido tener esperanzas y soñar. Era atroz pensar que justo cuando sus fantasías e ilusiones empezaban a brotar y crecer, iban a caer al suelo estrepitosamente con un horrible estruendo, consumiéndose hasta quedar convertidas en frías cenizas. Tan delirantes eran sus pensamientos que no vio a John que se dirigía hacia ella. Al estrellarse contra él logró salir de sus ensoñaciones. —¡Eh! ¡Vamos, Darcie! —profirió él como si le estuviese hablando a uno de sus caballos. La sujetó de los brazos para que no se cayera. —¡Ah, John! —exclamó Darcie, alzando la vista para encontrarse con su amable mirada—. Lo siento mucho. —No te preocupes, no ha sido nada —replicó él, soltándole los brazos y dejando caer sus manos—. ¿Adónde ibas con tanta prisa? —Te estaba buscando. Damien… quiero decir, el doctor Cole, dijo que podía pedirte que me llevaras a donde quisiera. —¿Quieres ir al parque, entonces, como la última vez? —le preguntó John con una sonrisa. Darcie tragó saliva. —No, a Whitechapel. Al sitio al que nos llevaste la ultima vez a los dos. A la Casa de la Señora Feather. El cochero se sobresaltó. —¿Por qué quieres ir allí, chiquilla? No es un lugar apropiado para una joven como tú. —Por favor, John. Darcie sintió un pánico insoportable agitarse dentro de ella. No había tenido en cuenta la posibilidad de que él se negase a llevarla. John la miró y movió lentamente la cabeza de un lado a otro. Su negativa hizo que su pánico aumentara, oprimiéndole con fuerza el pecho. Tenía que ir a la Casa de - 111 -


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la Señora Feather. Tenía que encontrar respuestas a sus preguntas. ¿Y si se había acostado con un asesino…? No, no podía pensar en eso, al menos hasta que interrogara a su hermana. Damien era un hombre bueno. Era amable. No había hecho más que mostrarse generoso, sin embargo… Pensó en la manzana que había tenido en su mano el día anterior, lista para que ella mordiera su brillante piel roja y probase la tierna pulpa que estaba debajo. De repente, vio el diminuto agujero hecho por un gusano, y en lugar de morder la fruta entera, decidió abrirla con un cuchillo. Estaba llena de gusanos por dentro, totalmente podrida. Darcie agarró a John del brazo en el momento en que se daba la vuelta para alejarse. —Por favor —le suplicó en voz baja una vez más, pero cuando vio su resuelta expresión al volver su rostro hacia ella, intentó exponer el único argumento que podría hacerlo cambiar de opinión—. Por favor, John, tengo que ir. Verás, la señora Feather es… —Las palabras parecieron atorarse en su garganta. Podía ver en sus ojos que no accedería a llevarla y, tomando una bocanada de aire, dijo deprisa—: la señora Feather es mi hermana. John parpadeó, claramente sorprendido por aquella revelación, y no dijo nada durante un instante. La expresión de su rostro era grave, y durante el lapso que duró el único e interminable latido de su corazón, Darcie creyó que él se seguiría negando a llevarla. —De acuerdo, iremos —dijo, girándose en dirección a la cochera—. El carruaje estará listo en pocos minutos. Darcie respiró aliviada. La llevaría. Podría ir a ver a la señora Feather, a su hermana, y exigirle respuestas. Cerró los ojos, luchando por refrenar sus emociones. Era posible que su hermana se negase a contestar sus preguntas, pero ella estaba dispuesta a suplicar. A suplicar que le respondiera, que la tranquilizara asegurándole que el hombre que amaba no era un asesino a sangre fría. El hombre que amaba. Darcie cayó de rodillas en el camino adoquinado y ocultó la cara entre sus manos. La enormidad de aquella afirmación la embistió con una fuerza implacable. Se había enamorado de Damien Cole, un hombre misterioso, un hombre del que sabía muy poco. Lo amaba, aun ante la posibilidad de ser condenada a un castigo eterno. Amaba al hombre al que había vislumbrado desde detrás de los muros de su riguroso autocontrol. Pensó en Steppy, en el padre tan maravilloso que había sido durante la mayor parte de su vida, y en cómo se había convertido en un monstruo al final. Había vivido muchos años con Steppy y, sin embargo, no había llegado a conocerlo en absoluto. Entonces, ¿cómo podía estar segura de que su corazón no se equivocaba, de que Damien era un hombre digno de su amor? ¿Podía el amor subsistir sin confianza? Apretó con fuerza el periódico doblado, estrujándolo, deseando no haber leído - 112 -


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nunca el terrible artículo sobre los asesinatos de Whitechapel, seguir flotando en la resplandeciente nube de la noche que había pasado en los brazos de Damien. Se obligó a ponerse de pie, y luego se dirigió al jardín del frente para esperar el carruaje. Fiel a su palabra, John dispuso a los caballos en poco tiempo. El viaje a la calle Hadley, por el contrario, pareció durar una eternidad. Darcie abrió el periódico, que aún tenía firmemente agarrado en la mano, alisó su arrugada superficie y leyó el artículo una vez más. Las fechas, las horas, todo parecía indicar que Damien estaba implicado en aquel asesinato. Por otra parte, estaba el asunto de la camisa ensangrentada, y aún más condenatorio, el del corazón humano que él había diseccionado en su laboratorio la mañana después de que a Sally le habían arrancado el suyo. ¿Y por qué tenía un laboratorio? ¿Por qué no haría sus disecciones en la facultad de medicina? Darcie tembló, intentando conciliar la imagen del amante tierno con aquella evocada por el horrendo artículo periodístico. Las dos parecían completamente incompatibles. La puerta del carruaje se abrió, y, al alzar la vista, vio a John esperando con paciencia. Había vuelto al East End, a Whitechapel, a aquella caldera de sufrimiento humano que había engendrado un demonio que acosaba a las personas más débiles y pobres. —Te esperaré aquí —dijo John con brusquedad mientras la ayudaba a apearse. —Gracias —susurró Darcie. Apenas había dado unos pasos, cuando una idea acudió a su mente. Se volvió de nuevo hacia John. —John, trabajas desde hace muchos años para el doctor Cole, ¿no es verdad? —Sí, chiquilla, muchos años. —¿Sabes…? —Darcie vaciló un instante, pero luego se apresuró a terminar la pregunta—: ¿Sabes cómo conoció el doctor Cole a la señora Feather? La expresión del rostro de John era hermética y distante. —No sabría decirte exactamente, chiquilla. Tendrías que preguntárselo al doctor. Darcie abrió la boca para hacer otra pregunta, pero cambió de opinión. No obtendría ninguna respuesta. —No creo que tarde mucho —dijo, y dándose la vuelta se dirigió a la Casa de la Señora Feather. Llamó a la puerta, y después de esperar varios minutos sin que nadie apareciera, volvió a llamar con más fuerza. Descansando alternadamente el peso de su cuerpo en una u otra pierna, esperó con impaciencia a que alguien fuese a abrir. Nadie acudió. Exhalando un suspiro, levantó la mano, y en lugar de golpear con fuerza con sus nudillos, usó el puño para aporrear la puerta. —¿Qué ocurre? Aquella pregunta fue hecha en un tono de voz muy poco amable. La puerta se abrió para dejar ver nada más y nada menos que a la señora - 113 -


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Feather en persona. Iba sin maquillar, y el pelo suelto y despeinado le caía sobre los hombros. Cuando vio a Darcie, su rostro adoptó una expresión claramente hostil. —Te dije que no volvieras aquí —dijo hoscamente. Darcie asintió. —Lo sé. Lo siento, pero tenía que hablar contigo. La señora Feather la miró con ojos escrutadores, como si intentara atravesarle la piel con la mirada, entrar en lo más profundo de ella y llegar al centro mismo de su ser. —¿Cómo has hecho para llegar aquí? —He venido en el carruaje del doctor. —¡Qué señoritinga te has vuelto! —exclamó la señora Feather, soltando una carcajada—. En su carruaje, nada menos. Como una auténtica dama. —Agarró a Darcie del hombro con fuerza y le dio una violenta sacudida—. No has hecho caso de mi advertencia, ¿no es verdad, tonta? Sin estar segura de lo que su hermana quería decir, Darcie se quedó mirándola en silencio. —Te has enamorado de él —aclaró la señora Feather. Darcie perdió la compostura al oír estas palabras. ¿Cómo podía darse cuenta de eso únicamente con mirarla? Como si hubiera leído sus pensamientos, la señora Feather se encogió de hombros. —Si pudiera retroceder en el tiempo, yo también me enamoraría de él. Y ése sería un error muy doloroso. Es desgarrador enamorarse de alguien que no te puede corresponder —afirmó, dando un paso hacia atrás y haciéndole una señal a Darcie para que entrara—. Las chicas están dormidas —anunció entre dientes, conduciendo a su hermana por el estrecho pasillo que llevaba a la parte trasera de la casa. La muchacha luchaba por parecer tranquila. No quería que su hermana supiera que sus observaciones habían dado en el blanco, que efectivamente la idea de amar a alguien que no podía corresponderle era horrible, pero era aún peor amar a un hombre en el que no podía confiar. Cuando llegaron a la cocina, la señora Feather se sentó en un sencillo taburete de madera y le hizo una señal a Darcie para que ella hiciera lo mismo. Lo único que había en la mesa cubierta de marcas era una botella de whisky medio vacía y un vaso agrietado. La señora Feather levantó la botella y sirvió un poco del líquido color ámbar en el vaso. Le temblaba la mano, y derramó un poco sobre la mesa. Darcie miró a su hermana beber el contenido del vaso de un solo trago. —La echas de menos —dijo Darcie en voz baja, tendiendo tímidamente su mano hasta el otro lado de la mesa para estrechar la de la señora Feather. La mujer pareció desinflarse ante sus ojos, como si el pequeño gesto de compasión de Darcie hubiese abierto, de alguna manera, una brecha en sus defensas, haciéndola abandonar su aparente firmeza. Una lágrima se abrió camino a través de su pálida mejilla. - 114 -


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La señora Feather asintió lentamente. —Sí, la echo de menos. Era una buena chica, y siempre estaba sonriente. Darcie miró con asombro como la señora Feather ocultaba la cara entre sus manos. De repente, había dejado de ser la señora Feather, convirtiéndose simplemente en Abigail. La joven se levantó de la silla, se acercó a su hermana y se arrodilló junto a ella. Rodeó con sus brazos los hombros de Abigail y la estrechó mientras sollozaba. Cuando hubo agotado las lágrimas, Abigail se tranquilizó. —¿A qué has venido? —Su voz era un áspero susurro. Darcie se levantó y acercó su taburete al de su hermana. Luego colocó el arrugado periódico sobre la mesa y lo alisó. Señalando el artículo sobre los asesinatos de Whitechapel, dijo: —Tuve la terrible intuición de que podría tratarse de Sally. Tu Sally. —Mi Sally —repitió Abigail con un tono de voz indescriptiblemente triste—. Sí, él la mató. Tanta sangre… Se detuvo, sacudiendo la cabeza. Darcie sintió que su corazón se encogía al oír la confirmación de su peor temor. Por supuesto, lo había sabido desde el mismo momento en que Abigail fue a abrir la puerta, en lugar de una de las chicas o una criada. Pero oír a su hermana afirmar que la joven muerta era Sally, la misma Sally a la que Damien y ella habían curado hacía unos pocos días, era terrible. —Lo lamento muchísimo, Abigail —murmuró con voz temblorosa. Su hermana alzó la cabeza sobresaltada y la miró fijamente, aturdida por el dolor. Sus ojos azules estaban hinchados y rojos de tanto llorar. —Lo dices de corazón, ¿verdad? ¡Lo lamentas mucho! —Se quedó callada un momento, examinando la cara de Darcie como si buscase algún indicio que le revelara sus verdaderos pensamientos y motivaciones—. Has cambiado. Hace unos años no te habrías interesado por Sally. Habrías levantado la falda con gracia para alejarte de ella, por miedo a que te ensuciara en caso de tocarla. Darcie no se sintió ofendida por las palabras de su hermana. Lo que acaba de decir era completamente cierto. —Sí, sin lugar a dudas tienes razón —asintió, tomando las manos de Abigail entre las suyas y apretándolas suavemente—. Y tú habrías hecho lo mismo. Pero eso fue hace ya mucho tiempo. Has cambiado. Y yo también. La vida nos ha sacudido de un lado a otro como hojas llevadas por el viento. Pero hemos sobrevivido, y eso debe servir para algo. Abigail carraspeó. —Sí sirve para algo —dijo con rabia. Se levantó de un salto y se llevó de la mesa la botella y el vaso de whisky—. Ya basta de beber. Se dirigió al otro lado de la pequeña cocina y puso a hervir agua. —¿Quieres té? Darcie sonrió a pesar de la tristeza que aún invadía aquella habitación. —Sí, gracias. - 115 -


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Abigail asintió y, con parsimonia, sacó la tetera y dos tazas. Se movía como una vieja, o como alguien que ha sido terriblemente maltratado y herido en la vida. Darcie se compadeció de su hermana. Ella también sentía una profunda pena por la muerte de Sally, y podía imaginar el gran vacío que había quedado en el corazón de Abigail. Guardaron silencio mientras Abigail se ocupaba de aquella sencilla tarea. Finalmente, llevó la tetera y las tazas a la mesa, y luego se sentó para servir el té. —¿Azúcar? —preguntó con el mismo tono de voz afable que solían usar en casa de su madre. —Sí, gracias. —¿Y leche? Darcie asintió. —Por favor. Bebieron en silencio. —Has venido a que te hable de él. —Sí. —No tenía ningún sentido fingir que no era así. Darcie dejó su taza sobre la mesa. Su hermana no había puesto platillos—. Abigail, cuando me pediste que fuera a ver al doctor Cole, me hiciste una advertencia. Me dijiste que debía mantenerme alejada de su trabajo y de sus secretos… —Pero no me hiciste caso, ¿verdad? —preguntó Abigail desafiante, con una expresión de contrariedad en el rostro—. No pudiste conformarte con lo que te estaban ofreciendo: un salario decente y una casa donde vivir. Tenías que meterte en su vida. —No tenía intención de… Abigail la interrumpió con un fuerte golpe en la mesa. —Nunca es nuestra intención que eso pase, chiquilla. Simplemente pasa. Nunca quise que las cosas terminaran de esta manera. Creí que él me amaba… creí que se casaría conmigo… En cambio, me convirtió en lo que soy hoy en día —dijo con la voz entrecortada—. Y yo se lo permití. —No me estás hablando de Damien, ¿verdad? —preguntó Darcie horrorizada. No era posible que el hombre que había seducido a su hermana y luego la había abandonado para que se valiera por sí misma fuese Damien Cole. Abigail la miró desconcertada, hasta que finalmente captó el sentido de las palabras de Darcie. —No. Nunca me he enamorado de Damien Cole. Cuando lo conocí, hacía ya mucho tiempo que había renunciado a esos sueños. Sólo quise decir que los hombres son criaturas inconstantes. Te aman y te respetan hasta que consiguen lo que quieren. Luego su amor se evapora como el rocío de la mañana. Su corazón dio un lastimoso brinco al oír las palabras de Abigail, pero Darcie continuó con valentía. —No, Abigail. No todos los hombres. No puedo creer que todos los hombres sean tan insensibles. Pero sí podía creerlo. Pensó en Steppy, en su manera de atacarla como si fuera - 116 -


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un perro rabioso. Alejando aquel doloroso recuerdo, se armó de valor, decidiendo no creer que Damien traicionaría deliberadamente su corazón. —Cree lo que quieras. Ya aprenderás —advirtió Abigail, asintiendo como una persona que sabe de lo que está hablando—. Ya aprenderás. La muchacha apretó los labios y permaneció en silencio, manteniendo sus emociones bajo riguroso control. Había ido allí a buscar respuestas, no a discutir. Abigail la miró con dureza. —Cuando llamaste a mi puerta hace unas semanas, eras una chiquilla atemorizada que tenía miedo de su propia sombra. Te costaba trabajo levantar la vista para mirarme a los ojos. Hoy eres una mujer diferente. Menos tímida, menos temerosa —afirmó, entrecerrando los ojos e inclinándose hacia su hermana—. No esperes que él te proteja ni que te apoye. Si esta valentía proviene de él, entonces no es más que una falsa apariencia, ¿me oyes? El se irá, o peor aún, te pedirá que te vayas, y volverás a ser la misma chiquilla temerosa. Y además, quedarás completamente destrozada. Darcie reflexionó sobre las palabras de Abigail durante un instante, preguntándose hasta qué punto serían verdad. ¿Acaso su confianza en sí misma era sólo un pálido reflejo del apoyo que le ofrecía Damien? ¿O había recobrado realmente un poco de la seguridad en sí misma de la que la habían despojado aquella lejana noche en que Steppy la había vendido? Pensó que esto último era lo que verdaderamente había sucedido. Esperaba que fuese esto último. —Abigail, ¿el doctor Cole estuvo aquí aquella noche, la noche en que asesinaron a Sally? —La pregunta salió atropelladamente de su boca. Pensó que si no era así, nunca encontraría el valor de hacerla. Una mirada ausente se reflejó en los ojos de Abigail, una mirada que revelaba un sufrimiento y un temor insoportables. —Sí, estuvo aquí —respondió ella en voz baja. Esa confirmación la sumió en un completo abatimiento—. Estuvo aquí, primero en espíritu, y luego en persona — continuó Abigail, levantándose súbitamente de la mesa—. Ven conmigo, y te enseñaré el legado de sangre que me dejó. Las palabras de Abigail cayeron como una pesa de plomo sobre las esperanzas de Darcie, aplastándolas por completo. Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, se puso de pie para seguir a su hermana. —Te debes estar preguntando cómo conocí al doctor Damien Cole —dijo Abigail, deteniéndose en el descansillo. La expresión de su rostro era hermética cuando se dio la vuelta para mirar a Darcie subir los pocos escalones que le quedaban. Sí se lo estaba preguntando, pero ¿quería saberlo realmente? Darcie apretó los labios consternada mientras subía la angosta escalera que se encontraba en la parte posterior de la casa, reflexionando acerca de la afirmación de su hermana. —Lo conocí una noche clara y fría. No había viento —empezó a decir Abigail mientras avanzaba por el estrecho pasillo, hablando por encima de su hombro con un tono de voz entrecortado—. ¡Qué cosas tan curiosas puede recordar una persona! No - 117 -


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me acuerdo de la fecha exacta, ni siquiera del mes, pero puedo ver las estrellas parpadeando en el cielo con tanta claridad como si las estuviera mirando en este instante. —Le lanzó a Darcie una mirada penetrante antes de proseguir con su relato —. Yo corría para regresar aquí después de haber estado visitando a un amigo enfermo. Era tarde. Ya casi era la hora en que la casa abría sus puertas y sabía que los clientes empezarían a llegar en pocos minutos. Al doblar la esquina, oí un llanto verdaderamente lastimero, un gemido débil y desesperado. Al detenerme para ver de dónde procedía aquel lánguido sonido, descubrí a una mujer… La voz de Abigail se había ido apagando, y guardó silencio durante lo que pareció un interminable instante. Aunque era un día cálido, Darcie se frotó los brazos. Sentía un escalofrío recorrer su cuerpo, como una premonición de lo que estaba por venir. No había nada amenazador en las paredes revestidas con paneles de color oscuro, ni en la sencilla alfombra cuyo tejido estaba ya gastado debido a los innumerables zapatos que la recorrían. No obstante, sintió algo tenebroso, un aura aterradora descender sobre ella. No pudo evitar lanzar miradas furtivas por encima de su hombro mientras avanzaba. Un perro ladró en la lejanía, interrumpiendo el silencio con su agudo aullido. Darcie se sobresaltó y se vio obligada a abandonar sus reflexiones. Abigail negó con la cabeza y condujo a Darcie por el pasillo hasta la puerta que se encontraba en el otro extremo. Se detuvo al llegar allí, antes de seguir contando su historia con un tono de voz apagado. —En realidad, no era una mujer. Era una chica que apenas empezaba a abandonar la infancia. Se encontraba doblada de dolor sobre un charco de sangre, estrechando su vientre con fuerza. No podía abandonarla en aquel callejón, así que la traje a casa medio arrastrándola, medio cargándola. —Haciéndole señas con la mano para que abriera la puerta que estaba frente a ella, Abigail se hizo a un lado—. Venga, ábrela. Darcie dio un paso adelante para alcanzar con su mano el pomo de la puerta. La vaga sensación de malestar se hizo más intensa. Vaciló un instante. No estaba segura de poder hacerle frente a lo que estaba a punto de descubrir. —Vino aquí aquella noche lejana —continuó Abigail, acercándose a Darcie mientras hablaba. Ella sintió el susurro de sus palabras rozando su piel—. Vino a este mismo cuarto a ver a la chica que se encontraba acostada en la cama y empapaba las sábanas con su sangre. —¿Se estaba muriendo? —preguntó Darcie en voz muy baja. Las preguntas se arremolinaban en su cabeza, y sus dedos rodeaban con dolorosa fuerza el pomo de la puerta cerrada. —Sí. No había ninguna esperanza de que se salvara —respondió Abigail, al tiempo que ponía su mano sobre el brazo de su hermana, como si quisiera calmar su agitación interior—. La chica estaba embarazada. Supongo que el padre se negó a asumir su responsabilidad, pues ella vino a Whitechapel a buscar una salida. Frunciendo el ceño, Darcie se volvió para mirar a su hermana a los ojos. - 118 -


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—¿Quieres decir que fue a ver a alguien para… que le…? —¿Que pusiera fin a su embarazo? Sí, la encontré sangrando en el callejón posterior, demasiado débil para moverse. Era obvio que no era de esta parte de la ciudad. No olía a whisky, y sus ropas estaban limpias. Llevaba una capa muy fina, y tenía las manos suaves. Se notaba que tenía clase. —Abigail dejó escapar una discordante carcajada, burlándose de sí misma—. Supongo que reconocí los indicios de lo que le estaba pasando porque yo había tenido la misma experiencia, no hacía mucho tiempo. Deliraba, estaba débil y sentía fuertes dolores. La traje aquí, a esta habitación, y la acosté en la cama. Demasiado tarde. Al exhalar su último aliento, pronunció un nombre con la voz entrecortada: doctor Damien Cole. Darcie retrocedió como si le hubieran dado un puñetazo, sintiendo un fuerte dolor en el corazón. No, Damien no. No esperaba que Abigail le contase algo así. Él no pudo haber engendrado un hijo con una chica inocente, y luego haberla abandonado para que se las arreglara sola. Se negaba a creer que él pudiese hacer algo semejante. —Él nunca… —Lo mandé a buscar —prosiguió Abigail, ignorando la objeción que Darcie empezaba a susurrar—. Lo vi entrar por la puerta principal, demacrado y ojeroso. Parecía que todos los demonios del infierno lo siguieran. Subió las escaleras de tres en tres. Luego se dejó caer en la cama y besó la fría mejilla de la muchacha, le acarició el pelo y le dijo al oído que la quería. ¡Imbécil! Una mujer muerta no puede oír nada. Abigail se encogió de hombros, expresando con aquel gesto su indiferencia, aparentando que aquello no le importaba, pero Darcie vio en sus ojos compasión y tristeza. —¿Quién era la chica? Darcie sabía que el dolor que sentía en el pecho no acabaría con ella, pero, ¡ay!, la pena le resultaba casi insoportable. ¿Había Damien engendrado un hijo y abandonado a la madre, y cuando ya era demasiado tarde, comprendió que la amaba? No. Se negaba a creer eso. Abigail negó con la cabeza. —Nunca me dijo quién era, y ella ya no podía decir nada. Sólo sé que la tomó en sus brazos y la llevó al carruaje. No me enteré de nada más. Se detuvo en la puerta con aquella muchacha exánime entre sus brazos. Nunca olvidaré la expresión de su rostro, sus hermosas facciones deformadas por el dolor, su mirada fría y triste. Aun así, me habló con la mayor cortesía. Me agradeció que hubiera intentado ayudarla con la misma caballerosidad que si le hubiera servido el té. Darcie asintió. Podía imaginarse a Damien, frío, contenido, haciendo exactamente lo que Abigail describía. —Y me dijo que si alguna vez necesitaba un favor, sólo tenía que pedírselo. Meses después, empezó a venir con frecuencia. Tranquila, puedes cambiar esa cara. Venía a ver a las chicas cuando enfermaban o tenían algún problema. Nos hablaba como si fuéramos sus iguales. ¡Imagínate! Aturdida y sorprendida con aquella terrible historia, Darcie intentó comprender - 119 -


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lo sucedido. De repente, la imagen de la miniatura que estaba en el escritorio de Damien le pasó por la cabeza. —¿La joven que murió… tenía el cabello de color oscuro? Abigail la miró con curiosidad. —Así es. A Darcie se le revolvió el estómago. Recordaba con sorprendente claridad la manera en que Damien le había hablado de la muchacha de la miniatura. No le cabía la menor duda de que la había amado. Darcie tembló. Un fuerte escalofrío recorrió su cuerpo. Había ido allí a buscar respuestas, pero, en cambio, parecía haber encontrado más preguntas. La única respuesta que acaba de encontrar ya la conocía antes de ir allí. Damien había amado a aquella chica, y aún la amaba. Quizás la joven se hubiese llevado consigo a la tumba todo el amor del que Damien era capaz. Sintió que le clavaban un cuchillo en el estómago sólo de pensarlo. —¿Qué pasó la noche en que murió Sally? Has dicho que Damien estuvo aquí… primero en espíritu y luego en persona. ¿Qué has querido decir con eso? —preguntó Darcie, mirando a su hermana fijamente, buscando una respuesta en sus ojos. —Una de mis chicas, Mayna, cometió un desliz. Metió la pata, si sabes lo que quiero decir. —¿Se quedó embarazada? Abigail asintió. —No hay muchos hombres que quieran pagar por acostarse con una puta preñada. De modo que fue a buscar a alguien que la ayudara a deshacerse del bebé. No me pidió nada, pero yo tampoco la habría ayudado. La mujer a la que acudió era una carnicera clandestina… —Hizo una pausa, soltando un resoplido burlón—. A lo mejor se trata de la misma que le hizo daño a aquella joven. Pero Mayna logró llegar a casa sola. Se encontraba fatal. Se acostó en esta cama, sangrando y llorando. Al mirarla, recordé aquella noche, y pensé en Damien Cole y en la muchacha que había muerto en esta misma habitación, en esta misma cama. A esto me refiero cuando digo que estuvo aquí en espíritu. —Luego estuvo en persona… —le recordó Darcie. —Sí, vino como si supiera que algo andaba mal. Vino a este cuarto e hizo lo que pudo. —Abigail sacudió la cabeza—. Ha habido ocasiones en que… Algunas veces me pregunto si de alguna extraña manera él puede predecir el futuro o intuir que está ocurriendo una tragedia. Darcie tembló al oír a Abigail expresar en voz alta sus propios pensamientos. Ella también se había preguntado si Damien tendría algún tipo de percepción extrasensorial. —¿Pudo… pudo salvarla? —¿A Mayna? Nunca podrá tener hijos —respondió Abigail con dureza—. Pero no murió. —¿Por qué dijiste que te dejó un legado de sangre? Abigail apartó la mano de Darcie y, girando el pomo, abrió la puerta de la - 120 -


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habitación. Darcie retrocedió horrorizada al ver el espectáculo que aparecía ante ella. —¡Dios mío! —susurró, tapándose la boca con la mano. Las paredes de color claro estaban manchadas de carmesí, como si alguien hubiera cogido un cubo lleno de pintura roja y lo hubiese arrojado a la pálida superficie, dejando que las gotas se deslizaran al suelo. El color era más oscuro en algunos lugares, y más claro en otros, indicando que alguien había tratado de quitar la mancha. —La cirugía es una profesión repugnante —dijo Abigail con sequedad, sacudiendo la cabeza—. Intentamos limpiar las paredes, pero no ha servido de nada. Es necesario pintarlas. Tuvimos que tirar la alfombra a la basura —afirmó, señalando con la barbilla al suelo desnudo. Darcie se volvió hacia ella y la agarró de los brazos. —¿Qué pasó con Sally? ¿Cuándo la mataron? ¿Cuándo se marchó Damien exactamente? Frunciendo el ceño, Abigail se quedó inmóvil. Arrugó aún más la frente cuando las manos de Darcie rodearon sus brazos con desesperación. Se llevó dos dedos a los labios, y reflexionó en silencio. —No lo sé —dijo muy despacio, entrecerrando los ojos ligeramente mientras intentaba recordar—. Yo me quedé aquí con Mayna. Las demás chicas se ocuparon de sus cosas. Sólo me enteré de lo que le había sucedido a la pobre Sally cuando el agente de policía empezó a aporrear la puerta a la mañana siguiente. A Darcie le temblaban las manos mientras las dejaba caer lentamente a sus costados. Se sentía exhausta, herida. La explicación que buscaba con tanta desesperación le era negada, y había quedado atrapada en medio de su inútil confusión. Echándole un último y prolongado vistazo al horrendo espectáculo de las paredes manchadas de sangre, se vio obligada a admitir que no encontraría más respuestas en aquel lugar. Damien había estado allí aquella noche. Le había salvado la vida a una mujer. ¿Era posible que hubiese matado a otra? Esa idea le resultaba intolerable y extraordinariamente inverosímil. —Debo irme —anunció, mirando de forma interrogante a Abigail a los ojos, pero tampoco encontró respuestas en ellos. —Sí, entiendo. Las dos mujeres regresaron por el estrecho pasillo, y luego bajaron al piso principal. Darcie se detuvo en la entrada. Dejando escapar un débil gemido, le echó los brazos al cuello a Abigail y la estrechó con fuerza. —Eres mi hermana, y te quiero. Independientemente de lo que haya pasado o de lo que nos depare el futuro, te quiero. He debido decírtelo antes, he debido venir a buscarte hace mucho tiempo. Los brazos de Abigail también la estrecharon con fuerza. —Olvida lo que te he dicho de que nunca regresaras aquí —empezó a decir Abigail con la voz entrecortada por la emoción—. Espero que… es decir… si quieres venir a visitarme, me alegraría mucho verte en cualquier momento. Quiero decir, a - 121 -


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cualquier hora del día. No estaría bien que vinieras aquí de noche. —Volveré —prometió Darcie, contenta de que algo bueno hubiese surgido de las profundidades de toda aquella tristeza. Su hermana había vuelto a ella. No la hermana de su juventud. Esa mujer ya no existía. Sino aquella Abigail que estaba allí, ante ella, aquella valiente mujer que había logrado sobrevivir pese a las traiciones de la vida, y que la había invitado a formar parte de su existencia. Darcie no tenía la más mínima intención de rechazar esa invitación, a pesar de lo que la sociedad pensara de su hermana. —Tú me salvaste, ¿sabes? Esa noche que me pediste que fuera a ver al doctor Cole. —Darcie susurró estas palabras contra el hombro de su hermana—. Gracias. Retrocediendo, Abigail la miró fijamente con una expresión de infinita solemnidad. —No pienses eso, chiquilla. Es posible que yo te haya ayudado a hacerlo, pero tú te salvaste a ti misma. Eres una mujer muy fuerte. Nunca lo dudes. La joven asintió, deseando poder estar tan segura como Abigail. No se sentía particularmente fuerte, sólo muy confundida y temerosa de haber quedado enredada en una red que era mucho más complicada de lo que ella jamás podría esperar comprender. —No olvides, chiquilla, que Damien Cole es un hombre difícil de entender. Hace años que lo conozco y, sin embargo, no sé nada de él. Pero hay algo que sí sé… tiene secretos terribles y una culpa más terrible aún. —Pero, ¿cómo sabes eso? ¿Cuáles son esos terribles secretos? —le preguntó Darcie. Abigail se encogió de hombros. —Conozco a los hombres. Y puedo reconocer a otra alma atormentada cuando la veo. Corre el rumor de que lo echaron de la universidad por hacer experimentos extraños, y también se dice que no le importa de dónde vienen los cadáveres que le traen… Respirando hondo, Darcie luchó contra los fríos dedos del terror que recorrían su espalda. —No son más que rumores. —Piensa lo que quieras —dijo Abigail. Sus despreocupadas palabras no dejaban traslucir su tono de preocupación—. Pero cuídate. —Me cuidaré, Abigail. Y vendré a verte otro día. Dándole un último abrazo, Darcie salió corriendo de la Casa de la Señora Feather para regresar junto a John, que caminaba de un extremo a otro de la acera donde había aparcado el carruaje.

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Capítulo 11 El viaje de regreso a la calle Curzon le pareció interminablemente largo. Darcie quería alejarse lo más posible de Whitechapel y de los crueles recuerdos que rondaban aquellas calles. Todo lo que había descubierto la dejó abrumada, y lo que no pudo sacar a la luz aumentó todavía más su confusión. Sabía que Damien había estado en la calle Hadley la noche del asesinato de Sally y que había llevado su instrumental quirúrgico. Ella vio su camisa manchada de sangre, y también el corazón humano en su laboratorio. Aunque aquellos hechos parecían condenatorios, también había que tener en cuenta la afirmación de Abigail: él le había salvado la vida a Mayna. ¿Podía un hombre salvar a una mujer y poco después ir a matar a otra? Eso no tenía ningún sentido. También había que preguntarse qué interés podría tener Damien en recorrer sigilosamente las calles para matar a mujeres de la noche. Se preguntó si un hombre podía estar loco durante un momento y completamente cuerdo al siguiente, ser un espantoso asesino durante un instante y al siguiente un médico entregado. No tenía ninguna prueba de que Damien Cole fuese un hombre distinto del que parecía ser, y su corazón le decía que era una buena persona. Se llevó la palma de la mano al entrecejo para frotarlo distraídamente e intentar aliviar el sordo dolor que había aparecido en ese preciso lugar. Luchaba con todas sus fuerzas por disipar sus sospechas. Estaba enamorada de Damien, fascinada con él. ¿Cómo podía sospechar que hubiera cometido un crimen tan repugnante? Era un médico, encargado de curar a las personas. Y aunque era un anatomista, y quizás se apartase un poco más de lo debido de las reglas, eso no podía ser usado como una prueba de que estuviera involucrado en el crimen de Sally. Él no ocultaba el hecho de que diseccionaba cuerpos. En realidad, era todo lo contrario. Eso formaba parte, de manera clara y abierta, de las actividades cotidianas de la casa de la calle Curzon. No obstante, aun esto era sospechoso. ¿Por qué trabajaba en el laboratorio que se encontraba sobre la cochera? ¿Por qué no hacía sus disecciones en la facultad de medicina? La insinuación de Abigail de que algún oscuro secreto era la respuesta a estas preguntas, requería ser estudiada con mayor detenimiento. Todas esas conjeturas y la angustia que le producían hacían que la cabeza le diera vueltas. Cada terrible pregunta que surgía hacía que se viera enfrentada, simultáneamente, a los recuerdos de la noche que había pasado en los brazos maravillosos de Damien. Se negaba a creer que se hubiese acostado con un asesino. Desconsolada, echó un vistazo con la mirada extraviada por la ventanilla lateral, en el momento en que el carruaje se detenía frente a la casa. ¿Podía confiar en Damien Cole? ¿Se atrevería a confiar en él? - 123 -


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John le abrió la puerta y la ayudó a bajar, entrecerrando sus ojos para examinarla durante un largo e intenso momento. —La conversación que has tenido con tu hermana te ha afectado mucho —le dijo, frunciendo el ceño en señal de preocupación. —No, John. En absoluto. Pero hay muchas cosas que me preocupan. —Ten cuidado, chiquilla. —Sostuvo su mano más tiempo del necesario, y le dio un apretón para tranquilizarla—. No me gustaría que te hicieran daño. La muchacha ladeó la cabeza y apretó los labios, buscando más respuestas. Estaba cansada de tratar de adivinar la causa de las enigmáticas advertencias que le hacían. Primero había sido su hermana quien la había prevenido contra Damien Cole, luego Poole, y en aquel momento John la alertaba acerca de algo, pero no sabía exactamente de qué. Cansada de los monstruos que su imaginación hacía aparecer, y prefiriendo conocer las cosas espantosas que la verdad pudiera revelarle, Darcie agarró a John del brazo en el momento en que se disponía a alejarse. Decidió que lo mejor era enfrentarse a aquel asunto y acabar de una vez con todo aquello. —¿De qué debo tener cuidado exactamente, John? Él se quedó mirándola boquiabierto, y luego su mirada se deslizó al lugar en el que la mano de Darcie rodeaba su brazo. Era evidente que no esperaba que ella le hiciera esta pregunta. —Ten cuidado con el doctor Cole. Si no tienes cuidado, acabará salpicándote con toda esa porquería. Durante un instante, Darcie se quedó muda de asombro. Se preguntó qué le querría decir John. No sabía si le estaba aconsejando que tuviera cuidado con el doctor Cole en un sentido general, o si sabía algo sobre su relación íntima con él. —¿Por qué debo tener cuidado con el doctor Cole? —preguntó, intentando mantener una apariencia de tranquilidad—. ¿A qué porquería te refieres? —Bueno, pues le has estado ayudando con su trabajo. Eso no está bien. Un muerto debe ser enterrado como Dios manda; se le debe dar la absolución y amortajar, y no examinarlo, cortarlo y despedazarlo sobre una mesa. Ciertamente está mal que el doctor sienta la necesidad de seguir haciéndolo. Pero involucrar a una chiquilla como tú… —John sacudió la cabeza—. A una mujer… Darcie apenas pudo contener un suspiro de alivio. De modo que no sabía nada sobre su relación con Damien, y con aquella advertencia simplemente había querido recordarle cuál era su lugar. —Gracias, John, por llevarme a ver a mi hermana —dijo ella, apretando su brazo suavemente durante un segundo. Él le dio unas palmaditas en la mano, luego asintió y fue a llevar el carruaje a la cochera. Una vez dentro de la casa, Darcie colgó su sombrero en un perchero y subió deprisa al estudio de Damien. Sabía que él no estaría allí, y no esperaba que regresara pronto de su conferencia, pero quería estar cerca de sus cosas, tocar su escritorio, su silla, sus libros. Los objetos familiares le proporcionaban cierto - 124 -


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consuelo, y ella lo necesitaba en aquel momento. —Ah, ya has vuelto. Darcie se detuvo tambaleante al oír el grave timbre de voz de Damien recibirla al llegar al estudio. Le sorprendía que hubiese regresado antes que ella. Se quedó en el umbral de la puerta mirándolo a los ojos, y se percató de que él la estaba observando con una mirada penetrante. Durante un brevísimo momento, sintió que ellos dos eran los únicos seres en el mundo, y su corazón retumbó de alegría por tenerlo ante ella. La invadió una intensa emoción que hizo desaparecer todos sus miedos y dudas. Damien se puso de pie cuando Darcie entró, y en aquel momento ella se dio cuenta por primera vez de que no estaban solos. Otra persona se levantó de su silla, moviéndose con dificultad debido a su voluminoso tamaño. Era un hombre de mediana edad, de baja estatura y con unas patillas muy espesas que se encrespaban en los ángulos de su mandíbula. Darcie sonrió con aire vacilante, y volvió a dirigir su mirada hacia Damien. —Señorita Finch, permítame presentarle al doctor William Grammercy. Doctor Grammercy, la señorita Darcie Finch, la artista que ha hecho las excelentes ilustraciones de las que hemos estado hablando. —Sus dibujos son extraordinarios, señorita Finch. —Las tupidas cejas del doctor Grammercy se juntaron en su entrecejo para mirarla fijamente—. Es bastante extraño que una mujer logre hacer un trabajo tan excepcional, pero los resultados hablan por sí mismos. Me atrevo a decir que estoy muy complacido con su representación de mi corazón. —¿Mi representación de su corazón? —preguntó Darcie confundida, mirando alternativamente a los dos hombres. —El doctor Grammercy me proporcionó el corazón que diseccionamos el otro día —le aclaró Damien—. Cuando le hablé de la experta artista que empleé para dibujar mis modelos, decidió que el corazón estaría mucho mejor en mis manos que en las suyas. —Y tenía toda la razón. Toda la razón. Excelente trabajo, hija mía. Sublime. Mientras el doctor sacudía la cabeza para enfatizar su efusivo elogio y movía las manos en círculos como si quisiera abarcarlo todo con aquel gesto, Darcie dio un paso atrás, pues temía que en su deseo de expresar el entusiasmo por su trabajo, el doctor Grammercy le diera una palmada en la espalda. Le lanzó una mirada a Damien, y descubrió que él la estaba observando con aire divertido. —Bueno, hijo mío, ahora debo marcharme. Ha sido un placer, querida. —El doctor Grammercy inclinó la cabeza al despedirse de Darcie y de Damien. —No es necesario que me acompañéis hasta la puerta. —Por supuesto que sí —objetó Damien—. Además tengo una última pregunta que hacerle respecto al asunto del que hablamos anteriormente. Los dos hombres se despidieron de Darcie y salieron del estudio. Ella pudo oír el suave murmullo de su conversación y algunas frases entrecortadas que alcanzaron a llegar con claridad a sus oídos: Whitechapel… locura sexual… Bedlam… Gracias por - 125 -


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venir… Sí. Adiós. Aquellas palabras pasaron flotando sobre ella. ¿Locura sexual? ¿Bedlam? No lograba descifrar de qué estaban hablando. Se dejó caer en una silla al comprender plenamente el significado de la conversación a la que acababa de asistir. Cuando asimiló la información según la cual el doctor Grammercy había proporcionado el corazón, sus emociones se elevaron hasta el techo como mariposas que habían sido liberadas de una jaula. Era el corazón del doctor Grammercy. Quiso levantarse de un salto y ponerse a bailar. ¡Santo cielo! Y pensar que había desconfiado de Damien, que incluso había considerado la posibilidad de que él fuese el responsable de la muerte de Sally… El corazón no era de Sally. ¡Por supuesto que no era de Sally! Pensó en la camisa manchada de sangre que vio a Damien quemar. No eran salpicaduras de la sangre de Sally cuando Damien arrancó el corazón de su cuerpo. ¡Cómo había podido pensar tal cosa! Evidentemente, se había manchado cuando intentó salvarle la vida a Mayna. Sintió un alivio tan grande que estuvo a punto de reír de alegría. Oyó unos pasos en las escaleras anunciando su regreso, y se puso de pie de un salto. Quiso correr al otro extremo de la habitación para refugiarse en sus brazos. Pero se limitó a permanecer inmóvil, con los puños cerrados, sin saber qué lugar ocupaba exactamente en la vida de Damien. Él se detuvo en la puerta. La traspasó con su ardiente mirada, y luego le tendió una mano. —Damien —musitó ella, deslizándose por el espacio que los separaba, impulsada por la necesidad de estar junto a él. Cerrando la puerta con un pie, Damien tiró suavemente de Darcie y acercó sus labios a los suyos. Ella lo besó con la fuerza de todas las emociones contenidas que se habían acumulado y arremolinado en su interior a lo largo del día. Lo buscó con su boca abierta y su lengua se enredó con la suya. Él, ardiendo de deseo, le correspondió de la misma manera. Interrumpiendo el beso, Damien dio un paso atrás para mirarla a los ojos. —¿Te ha parecido muy largo el día? —le preguntó con dulzura. —Sí —susurró ella, pensando en sus horribles sospechas, en su inquietante viaje a la Casa de la Señora Feather y en las paredes manchadas de sangre de la habitación de arriba—. Muy largo. —¿Has ido a dar un paseo por el parque? —No —respondió ella, negando con la cabeza—. Fui a ver a mi hermana. Él enarcó las cejas, sorprendido. —¿Fuiste a ver a la señora Feather? —Sí. —Entiendo —dijo, aunque su tono de voz y la expresión de curiosidad de su rostro sugerían que no entendía en absoluto. Darcie apretó sus manos nerviosamente y pasó un dedo por su cicatriz. Luego, miró la miniatura sobre el escritorio, testigo silencioso, fantasma del pasado. Aquél - 126 -


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era el momento. Tenía que formular la pregunta. —Damien, ¿quién es la muchacha del retrato? Él respiró hondo y enarcó las cejas, sorprendido. Ella se dio cuenta de que su pregunta lo había dejado atónito. —¿Por qué me haces esa pregunta? Pensé que estábamos hablando de tu visita a la señora Feather. Darcie se acercó al escritorio y levantó la miniatura, examinando con la mirada a la pequeña figura de cabello oscuro, buscando alguna explicación. Pero en aquellas diminutas pinceladas, no había ninguna respuesta. Alzó la vista y vio que Damien la miraba fijamente. La expresión de su rostro era hermética. Había ocultado sus pensamientos detrás de la máscara de amabilidad que ella conocía tan bien, y sus facciones eran tan inescrutables que no dejaban traslucir ninguna de sus secretas reflexiones. —A lo mejor has hablado de esto con la señora Feather —observó él con sequedad—. ¿Qué te ha contado tu hermana exactamente? —Me dijo que una muchacha murió pronunciando tu nombre, que tú fuiste a buscarla y te la llevaste en brazos. Él le dio la espalda para acercarse a la ventana. Apoyó un hombro contra el marco, y miró fijamente hacia la cochera. Ella apretó los labios, esperando que él dijera algo. Exhalando un débil suspiro, volvió a colocar el pequeño retrato sobre el escritorio. —Te lo suplico —susurró Darcie desesperada—. Yo te he contado los secretos más recónditos de mi alma. ¿Tú no quieres decirme nada? —Un latido, dos. Darcie perdió la cuenta mientras esperaba su respuesta. Tomó aire, nerviosa, y se quedó mirando su ancha espalda—. ¿No me confiarás tus secretos? El no se giró. Guardó silencio y se quedó inmóvil como si estuviera solo, como si no recordara que ella estaba allí. El silencio se propagó y creció, como una flor oscura que enroscaba su fuerte tallo alrededor de ambos. La muchacha empezó a retirarse lentamente, decidida a dejarlo pensar a solas. Sintió una opresión en el pecho a causa de aquel silencioso rechazo, pero sobre todo al hecho de que él no estuviese dispuesto a dejarla entrar en su recóndito santuario ni a entregarle sus secretos. Pero le había entregado su cuerpo. ¡Y de qué forma tan maravillosa y extraordinaria! En aquel momento, comprendió que aunque él había logrado atravesar sus murallas y barreras, dejándola indefensa, ella no había podido hacer lo mismo con él. No había podido llegar a su alma, no se había ganado su confianza. Aquella certeza la golpeó con la fuerza de un puñetazo. Sintió un dolor tan repentino e intenso como si le hubiesen pegado de verdad. Lo amaba por lo que era y por lo que llegaría a ser. No le cabía la menor duda. Ese pensamiento le resultaba a la vez prodigioso y aterrador. La llenaba de una alegría indescriptible y de un deseo imperioso. Aun así, no podía negar la funesta verdad que ensombrecía sus sentimientos. A pesar de que el amor había logrado derribar sus defensas, burlando las murallas que había erigido con tanto esmero y la oscuridad de su pasado, había - 127 -


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en ella una pizca de reserva, una parte de sí misma que no confiaba completamente en él. ¿Cómo podía, entonces, censurar la reticencia de Damien? —¿Por qué quieres visitar mi infierno personal? —preguntó él de manera cortante. Darcie se humedeció los labios, buscando las palabras adecuadas. Lo mejor era decirle la verdad a medias, pues intuía que si se enfrentaba a él con aquel sentimiento que acababa de reconocer, sólo lograría distanciarlo. Finalmente, le respondió. —Porque tú descendiste a mi propio infierno. Caminamos de la mano mientras yo me enfrentaba a mis demonios, y me sentí menos atemorizada. Esos recuerdos ya no son tan dolorosos. Yo podría hacer lo mismo por ti. —Nada puede cambiar la horrible realidad, Darcie. Yo la maté. —Su voz azotó la habitación con la velocidad de un látigo, rasgando el aire tranquilo de la noche. —¿L… la mataste? —preguntó Darcie tartamudeando, desconcertada por aquella inesperada confesión. Sus pensamientos se convirtieron en un torbellino, hasta alcanzar la conclusión más obvia. ¿A Sally? ¿Se refería a Sally? Su corazón dio un salto y se contrajo; luego, cuando su mente volvió a recuperar la razón, recuperó su ritmo regular. Habían estado hablando acerca de la joven de la miniatura. Aquella espantosa confesión tenía que estar relacionada con ella—. ¿Te refieres a la chica del retrato? —Sí —respondió con aspereza, alejándose de la ventana. La expresión de su rostro reflejaba su tristeza y el tormento de su alma. Darcie lo miró fijamente, sintiendo su dolor, sufriendo al comprender que él creía con absoluta certeza en las palabras que decía, que de verdad se veía a sí mismo de aquella manera tan terrible. Pero ella no podía creer semejante cosa de él, y tenía el relato de Abigail como prueba. —Pero Abigail me dijo que ella exhaló su último suspiro antes de que tú llegaras. ¿Cómo puedes, entonces, culparte de su muerte? Damien se rió, emitiendo un sonido apagado. Dio tres grandes zancadas para acercarse a ella, y la agarró de los brazos, atrayéndola hasta que sus labios quedaron muy cerca de los suyos. Ella podía notar su angustia, el delirante dolor que se agitaba dentro de él y enturbiaba su mirada. Sus tormentosos ojos grises eran un reflejo de su alma. —La maté con mi negligencia —declaró él. Aquella fría afirmación rechinó en los oídos de Darcie—. Huye de mí, Darcie. Sólo te haré daño. Hay sombras en mi interior que no puedo controlar, una aversión hacia mi propia debilidad. —Aferró sus brazos con más fuerza, no tanto como para hacerle daño, pero lo suficiente para que ella sintiera la turbulencia apenas contenida de sus inestables emociones—. No me queda amor que ofrecer. Darcie negó con la cabeza, pero no hizo ningún movimiento que demostrara que tenía intención de alejarse de allí. Echó la cabeza hacia atrás para fijar sus ojos en su atormentada mirada, sintiendo su terrible dolor. —Cuéntamelo todo —le susurró—. Déjame ayudarte. - 128 -


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Ella se inclinó hacia adelante para apoyar sus labios contra los suyos. Cerró los párpados y centró toda su atención en él, deseando con todas sus fuerzas que su sufrimiento se alejara como el reflujo de la marea. Sintió su cuerpo estremecerse contra el suyo. —Darcie. —Su nombre se escapó de los labios de Damien como un áspero suspiro. De improviso, él la apartó bruscamente y retrocedió, como si aquella cercanía fuese demasiado íntima, demasiado tentadora para poder soportarla. —Ella era mi hermana, y yo soy responsable de su muerte. —Pronunció esas palabras con cuidadosa precisión y dicción impecable, como si al concentrarse en su sonido, pudiera distanciarse de su significado. Darcie contuvo un grito ahogado. No esperaba semejante confesión. —Le prometí a mi madre en su lecho de muerte que cuidaría de Theresa, que la protegería con mi vida. No pude hacerlo. —Su voz se volvió entrecortada y discordante, haciendo brotar las palabras de sus labios como pesas de plomo. Acercándose a él, Darcie extendió una mano, y lentamente, con delicadeza, la apoyó sobre uno de sus brazos. El se puso tenso, y ella pensó que se alejaría. No obstante, dejó caer los hombros en señal de que aceptaba su silencioso apoyo. —Cuéntamelo todo, Damien. Comparte tu carga conmigo. La llevaremos juntos, y te prometo que será más liviana. —Theresa era testaruda, voluble. Después de la muerte de nuestra madre, empezó a llevar una vida un poco desenfrenada. Las fiestas y los bailes eran lo de menos. Soñaba con un príncipe de cuento de hadas que la llevara a su castillo y consiguiera que todos sus sueños se hicieran realidad. Y si no era un príncipe, por lo menos alguien que tuviera un título de nobleza. Como nuestros padres habían muerto, y nuestro hermano mayor estaba completamente entregado a la euforia de sus estudios y a las locuras de su juventud —de hecho, no era más que un vividor—, ella anhelaba tener un hogar, la promesa de un hombre que nunca la abandonase. Era una chica ingenua, una presa fácil para el primer hombre sin escrúpulos que se presentara. Damien se sentó en el borde del escritorio. Agarrando a Darcie de la mano, tiró de ella para que se apoyara contra él. Luego, pasó un brazo alrededor de su cintura y descansó la frente sobre su hombro. —Yo también tuve esos sueños, hace ya mucho tiempo —dijo Darcie en voz baja, acariciando afectuosamente con una de sus manos el dorado cabello de Damien. Tú eres mi sueño, susurró su corazón. —Ella encontró a su príncipe —continuó Damien con tono burlón—. Se encontraba con él en secreto, y no le dijo a nadie su nombre. No era ningún príncipe. A las pocas semanas, ella había arruinado su reputación y estaba embarazada — afirmó él, estrechándola con más fuerza. Darcie pensó que su proximidad le proporcionaba algún consuelo—. Mi hermana no me contó la difícil situación que estaba atravesando. A lo mejor temía que me negara a ayudarla, o aún peor, que simplemente no me importara. No puedo decir que yo haya representado - 129 -


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exactamente el papel del hermano protector. Me limitaba a hacerle cumplidos con mucha frecuencia, pero poco más. Dejé que se las arreglara sola. Ella confiaba en que yo la protegiera, y le fallé. Damien levantó la cabeza para mirar a Darcie a los ojos. Había desnudado sus sentimientos, y éstos quedaron claramente grabados en la expresión de su rostro. —Ella buscó la ayuda de una abortista callejera. La señora Feather la encontró aquella noche, sangrando, moribunda. Darcie tragó saliva, sintiéndose ligeramente mareada. El se consideraba responsable de lo sucedido. Podía oírlo en sus palabras, sentirlo en la culpa que emanaba de él en oleadas sinuosas. —No fue culpa tuya —dijo ella, apretando su mano. Sintió una opresión en el pecho. Deseo ardientemente poder aliviar aquel terrible dolor, hacer desaparecer aquella culpa que lo corroía por dentro. Soltando un gruñido, Damien se levantó del escritorio. Su rostro era la viva imagen de la angustia. —Tuvo miedo de acercarse a mí. Mi propia hermana. No me contó lo que le estaba pasando, y la maté con mi ignorancia. Tenía que haber prestado mayor atención a sus idas y venidas, saber adónde iba, qué estaba haciendo, con quién estaba. Habría podido ayudarla. ¡Dios mío! Habría podido ayudarla. Si pudiera… Darcie levantó una mano, llevando sus dedos a los labios de Damien. —Ya no se puede hacer nada, Damien. Ella está muerta. Es una pérdida terrible. La desaparición de una vida joven es insoportable. Pero ya nada pude hacerse. He aprendido una cosa en la vida: las lamentaciones y los remordimientos no hacen más que empeorar las cosas. Hay que seguir adelante, avanzar; pero sin olvidar nunca el pasado, pues es importante aprender de él. Si te pones a pensar en todo lo que habrías podido hacer en la vida, sólo lograrás volverte loco. Damien la agarró de la muñeca, rodeando con sus dedos delgados los pequeños huesos. Lentamente, la hizo bajar el brazo, apretándolo con fuerza y negándose a soltarlo. Sus miradas se fundieron en un tormentoso lago de plata líquida. —¿Cómo sabes que ya no me he vuelto loco? —bramó él—. Hay noches en las que… Darcie contuvo la respiración mientras su voz se iba apagando. ¿Qué terrible secreto anunciaban esas palabras? Ningún secreto, pensó ella amonestándose con firmeza. Sólo era un hombre atormentado por la culpa que le producía la trágica muerte de su hermana. ¿Era ésta la razón por la que la había acogido en su casa? —La noche en que Abigail me pidió que fuera a verte, te pregunté cuando estábamos en el carruaje si podías hacerle aquel favor tan especial a tu vieja amiga la señora Feather. Tú me miraste de un modo muy extraño, y tu comportamiento cambió totalmente. Acogiste en tu casa a una completa desconocida a solicitud de una tristemente célebre madame. ¿Por qué? Damien la miró fijamente. —Una hermana por otra. Ella intentó ayudar a la mía, y luego me pidió que - 130 -


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ayudara a la suya. ¿Acaso no es un intercambio justo? —preguntó él con dulzura, mientras sus dedos se enredaban en el pelo de Darcie y la expresión de su rostro cambiaba para reflejar su deseo. —Un intercambio bastante afortunado para mí —susurró ella, confundida por su cambiante temperamento y hechizada por la brillante intensidad de su mirada. Ya habían pasado el tormento y la angustia. En aquel momento su cara reflejaba un ávido deseo. —Pero hubo otro motivo para darte un empleo. —Sus labios estaban muy cerca de los suyos. El corazón de Darcie empezó a latir más rápido al oír estas palabras. Sentía un fuerte y regular martilleo en las venas. ¡Ay, por favor, que al menos sintiera un poco de afecto por ella! —¿Cuál fue? —El corazón de Darcie latía con fuerza mientras esperaba que él le confesase su cariño. No era tan tonta como para esperar una declaración de amor o de devoción eterna, pero notaba en su forma de mirarla algo más que mera atracción. Repitió de nuevo la pregunta en voz baja—: ¿Cuál fue el motivo? El se rió con aspereza. —Si pudiera nombrarlo, a lo mejor habría podido defenderme de él. No tengo una explicación racional. Sólo sé que me siento atraído por ti de una manera que no puedo negar. Eres un fuego dentro de mí, Darcie, que lame los bordes de mi alma. Después de decir esto, la besó, apretando sus labios con fuerza contra los de ella. Posesivo. Ávido. Dejándola sin aire cuando se apartó. —Damien. —Darcie se puso de puntillas, moldeando su cuerpo contra el suyo, aceptando la intimidad de su contacto. Él no necesitó que le hiciera ninguna otra invitación. Dejando escapar de su boca un débil gemido, tomó una vez más los labios de Darcie entre los suyos, atrayéndolos con el ardor de su deseo, clamoroso y apasionado. Ella le daba todo lo que él pedía, y exigía a cambio su conformidad. Darcie notaba un cosquilleo en la piel en las partes donde él la tocaba, sintiendo que estaba a punto de estallar en llamas. —Ven —le susurró él. Agarrándola de la mano, abrió la puerta despacio y miró a ambos lados del pasillo vacío. Luego, la condujo a su habitación. Ella miró hacia la ventana, al rayo de sol que entraba por la cortina parcialmente abierta e iba a parar con total precisión a la colcha de satén color crema. —Aún brilla el sol —musitó ella. Era solamente una observación, no una protesta. Curiosamente, la idea de quedar desnuda ante él bajo la brillante luz del día le atraía de cierta manera, aumentando la intensidad de las sensaciones que se arremolinaban en su interior; pues Damien también estaría desnudo, permitiéndole satisfacer el ardiente deseo que sentía por él. Él agarró delicadamente su barbilla entre sus dedos y echó su cabeza hacia atrás para poder darle un beso, una caricia posesiva de sus labios. —Quiero verte. Quiero tocarte, saborearte, dejar que mis sentidos se deleiten contigo —dijo Damien, desabrochando su vestido. Rozó ligeramente con sus dedos la - 131 -


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ardiente piel de la muchacha. Con una suave caricia de su mano, abrió el cuello de su traje, desnudando la parte superior de sus pechos ante su ferviente mirada. Sus palabras y sus caricias avivaban el fuego, haciendo que ella se inclinara sobre un precipicio invisible y cayera en la candente caldera de su propio deseo. Con las manos temblorosas a causa de la vertiginosa urgencia de su pasión, Darcie intentó torpemente desabrochar la camisa de Damien, intentando reprimir la apremiante necesidad de abrirla de un tirón. Ansiaba recorrer con la lengua su piel bañada por el sol, saborear su cuerpo y aspirar su aroma. Finalmente, él exhibió su torso desnudo, cuya dorada perfección emitió destellos de luz. Darcie se regocijó al percibir el acelerado movimiento de su pecho en el momento en que recorría con sus manos las sinuosidades de su musculoso torso, deleitándose con su cálida piel. Luego, sus manos siguieron bajando por su cuerpo, y sus dedos se dedicaron con ahínco a desabrocharle los pantalones. Él no la ayudó, pero tampoco entorpeció la labor; simplemente le permitió dar rienda suelta a sus exploraciones. Pero el fuerte resoplido que emitió cuando la mano de Darcie rodeó el duro grosor de su erección, dio fe de la intensidad de su respuesta. Ella se sintió asombrada con la oleada de placer que recorrió su propio cuerpo. Era ella quien había provocado todo aquello, quien había generado la incontenible necesidad que se apoderó de él. Damien la besó en los labios y en el cuello. Luego, le abrió el corpiño para que su boca pudiera saborear el valle situado entre sus pechos. El vestido se deslizó por sus hombros y cayó a sus pies. —No —protestó Darcie susurrando cuando él se arrodilló frente a ella para liberar su cuerpo de la codiciosa mano que lo apresaba, negándole la posibilidad de sentir aquella aterciopelada parte de él que acunaba en su palma. Damien rodeó la cintura de Darcie con sus brazos, y su lengua exploró las profundidades de su ombligo. Le quitó el resto de la ropa lentamente, pasándola por sus temblorosos miembros. Acto seguido, hizo que sus medias, sujetas con liga, se deslizaran por la suave curva de sus pantorrillas, mientras sus dedos la acariciaban, la provocaban. Las manos de ella se enroscaron en sus hombros y sus dedos se clavaron en su carne. Darcie dio un grito de asombro, de éxtasis, cuando él besó los suaves rizos castaños de su entrepierna y sus dedos entraron suavemente en el húmedo surco que los acogió con placer. Apartando sus muslos, él se inclinó para juguetear con su lengua en el sensible capullo de su deseo. Ella se retorció horrorizada, seducida. Sus piernas ya no podían sostenerla, y se habría caído de no ser por la cálida mano de Damien que rodeaba firmemente su cintura con sus largos dedos extendidos sobre la redonda esfera de su nalga. Sumida en el éxtasis del placer, Darcie empujaba su cuerpo hacia adelante para recibir cada caricia. Sólo existía Damien. Su mundo se había reducido al roce de su mano y de su lengua sobre su ardiente carne. Estaba loca por él. Movió su mano para enredar sus dedos en los gruesos mechones de su cabello, haciendo que él se fundiera con ella tan firmemente como fuera posible. - 132 -


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—Ay, Damien, por favor. Por favor… Quería sentirlo contra ella, disfrutar de la sensación de su cuerpo entrando plenamente en el suyo, compartir todo su ser con él. Al oír su desesperada súplica, él se levantó y la dejó caer de espaldas sobre la suave colcha. —Ábrete para mí, Darcie —le dijo, guiando sus piernas con sus manos para que hicieran lo que él pedía. Luego, obedeciendo sus órdenes, ella alzó las rodillas y levantó las caderas hacia él. Damien entró en su cuerpo dando un único empujón, y luego empezó a moverse sobre ella. Darcie no contuvo sus emociones. Soltó un fuerte y penetrante grito que los hombros de él lograron amortiguar. Todo su cuerpo se estremeció y sacudió en el momento en que su mundo estallaba en mil fragmentos de placer. Y cuando oyó su ronco grito, supo que él la acompañaba allí, que había subido con ella a la cumbre del éxtasis. Permanecieron juntos en la cama, abrazados, silenciosos e inmóviles, indiferentes al paso del tiempo. Darcie sintió como si flotara sobre una nube de satisfacción. Sus ojos empezaron a parpadear hasta cerrarse. Se quedó dormida, envuelta en el remanso de seguridad del abrazo de Damien. Mucho después, abrió los ojos y miró a su alrededor. El sol se había movido con el paso del tiempo y ya no proyectaba sus rayos sobre la cama. En aquel momento, la pálida luz del atardecer se filtraba por los cristales de las ventanas. Damien se apoyó en un codo para poder contemplarla. Darcie se humedeció los labios, aguardando a que él hablara. No sabía qué iba a decir. Esperaba que el hecho de haber compartido sus secretos más íntimos, las heridas de sus corazones y el ardor de sus cuerpos tuviera un efecto duradero en la armonía de su incipiente relación. Sin embargo, no sabía qué esperar de su amante en lo relacionado con la demostración abierta de sus sentimientos. Se los había dado a conocer con cada roce, con cada tierna caricia, pero ni siquiera en la cúspide de la pasión le había susurrado palabras afectuosas. Su amante. Pensar en él de esa manera le resultaba a la vez extraño, excitante y asombroso. —Estoy muerto de hambre —dijo. Ella pestañeó. Aquella afirmación la pilló desprevenida. Aquellas palabras no eran precisamente una expresión de cariño. Él sonrió. —¡Vamos! La señora Cook debe haber preparado algo apetitoso de comer, y debe estar a punto de servirlo. Ordenaré que pongan cubiertos para dos. Asustada, Darcie se incorporó, cubriendo sus pechos con la sábana arrugada. —¿Cubiertos para dos? —preguntó ella—. ¿Esperas que me siente contigo en el comedor principal? Damien enarcó una ceja de manera inquisidora. —¿Prefieres cenar sola allí? —Sí… No… Quiero decir, comeré con los demás criados —balbuceó, sintiendo - 133 -


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que su rostro se ruborizaba. La expresión del rostro de Damien se endureció. —He debido solucionar esa situación desde el primer día que te pedí que subieras a este piso. Mi descuido te ha puesto en una posición bastante incómoda. Tú no eres mi criada —le dijo, besándola y pasando sus dedos por su despeinado pelo —. No estás hecha para ser una criada. —Pero, Damien, ¿qué van a decir ellos? En el momento en que aquellas palabras escaparon de sus labios, comprendió que no creía que le importara lo que el resto de la servidumbre dijese. Se preguntó si eso significaba que era una mujer valiente, o simplemente una insensata. —Ésta es mi casa —afirmó Damien con tranquila determinación—. Quien no esté de acuerdo con la manera como elijo vivir mi vida puede marcharse. Pero, ¿de verdad te importa lo que los demás puedan decir? Darcie reflexionó sobre aquella cuestión, pensando en todo lo que había tenido que soportar, y comprendió con claridad que las murmuraciones no la afectaban. Su vida había sido tan poco ortodoxa, y su posición en la sociedad había quedado tan menoscabada, que no podía esperar volver a ser la chica ingenua que solía ir de compras, cotillear y agasajar a sus invitados de la alta sociedad. ¡Por Dios…! Ella era la hermana de la señora Feather. No obstante, en algún pequeño rincón de su alma sentía un cierto temor al pensar que, con seguridad, ocupaba un lugar transitorio en la vida de Damien, que era su amante, y nunca podría ser su esposa. Había una pequeña parte de Darcie Finch que seguía siendo una chica inocente, la ingenua que soñaba con tener un hogar e hijos. Sacudiendo ligeramente con la cabeza, Darcie ahuyentó esos peligrosos pensamientos. En su situación actual, le resultaría muy difícil ofrecerle a un hijo la clase de vida que ella querría darle. Damien interpretó su movimiento de cabeza como una respuesta negativa a su pregunta. —Muy bien. No tienen que importarte las personas maliciosas ni las malas lenguas. Luego, tomó uno de los mechones sueltos del pelo de Darcie y lo deslizó entre sus dedos antes de colocarlo detrás de su oreja. Tras levantarse de la cama de un salto, Damien empezó a vestirse. —Entonces, vamos —dijo, sonriéndole con picardía por encima del hombro—. A menos que tengas intención de seducirme para que vuelva a la cama… Darcie se rió, permitiéndose disfrutar de su contagioso buen humor. No echaría a perder los momentos que pasaba con él preocupándose por lo que les depararía el futuro. Aunque el mañana pudiese traer dolor, el presente era verdaderamente maravilloso.

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Capítulo 12 Sentada a la derecha de Damien en el comedor principal, Darcie terminó de comer su tarta de frambuesa y, al levantar la vista, descubrió que él la estaba mirando con el ceño fruncido. Ni siquiera había probado su tarta. —Nunca olvidarás. Darcie dejó sus cubiertos sobre el plato de postre vacío y se limpió los labios suavemente con la servilleta. —¿Olvidar qué? —Todo lo que sufriste en Whitechapel: el hambre, las privaciones. Estaba a punto de responderle cuando Poole entró en el comedor y empezó a recoger los platos. Cuando el mayordomo se acercó a Damien, Darcie dirigió su mirada hacia él. Sus miradas se cruzaron en ese instante. Estaba segura de que él sabía lo que había sucedido entre ellos, y que no intentaría ocultar su rabia, su aversión hacia ella, su aire de superioridad. Había sido muy poco amable con Darcie desde que había llegado a aquella casa. Para su propia sorpresa, nada de esto le afligía ni le preocupaba. Su opinión no significaba nada para ella. Sin embargo, al mirarlo a la cara, se percató de que su expresión no revelaba ninguno de los sentimientos que ella esperaba ver. Por un instante, creyó percibir algo de preocupación en sus ojos, pero en este preciso momento él apartó la mirada, interrumpiendo la conexión que se había establecido entre ellos. ¡Qué extraño! Por un instante se sintió confundida, y no dejó de mirar a Poole hasta que salió silenciosamente del comedor. Volvió a pensar en el comentario que Damien había hecho antes, retomando la conversación. —¿Olvidarme de Whitechapel? No, ni siquiera lo intentaría. Forma parte de mí misma. Nunca olvidaré cómo son la desesperación, la soledad y el hambre —reveló, sonriendo tristemente—. Esa puede ser una buena razón para pedirle a la cocinera que no sirva postre. Parece que no te gustan los dulces, y yo siento el irrefrenable impulso de comer todo lo que me sirven. Si sigo tragando de esta manera, pronto estaré tan gorda como una vaca. Damien, completamente serio, la observó fijamente. —No regresarás allí, Darcie. A las calles de Whitechapel. No volverás a sentir hambre ni frío. Nunca quedarás en la indigencia. Eso forma parte de tu pasado. Ella lo miró, confundida por lo que acababa de decir. ¿Era ésa la declaración de afecto de Damien, su versión de las palabras de cariño que ella deseaba escuchar? ¿Había querido decir que podía confiar en que él la protegería, o insinuado que ella era más fuerte ahora y nunca permitiría que esas cosas tan espantosas le pasaran de - 135 -


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nuevo? Apretando los labios, reconoció que fuesen cuales fuesen sus intenciones, ella había aprendido que sólo podía confiar completamente en sí misma. De manera inesperada, Poole regresó al comedor, lanzando una mirada furtiva por encima de su hombro. Se inclinó para hablarle a Damien al oído, y cuando se enderezó, ella vio una mirada de inquietud alterar los rasgos del mayordomo. Luego, él se dio la vuelta y se marchó a paso ligero de la habitación. A los pocos segundos, se oyó el sonido de unos pies arrastrándose y un resoplido. El amigo de Damien, el hombre al que Darcie había conocido aquel mismo día, apareció en la puerta. El doctor Grammercy. Sus botas estaban salpicadas de barro y no se había quitado el abrigo. Darcie se preguntó qué motivo tan apremiante le habría impedido dejarle la prenda a Poole. —Cole… El doctor Grammercy jadeaba mientras cruzaba la habitación dando grandes zancadas. Apretaba con una mano su costado para intentar recobrar la respiración, y con la otra tocó el hombro de Damien al acercarse a él. Al ver a Darcie, inclinó la cabeza para disculparse. —Señorita Finch, siento mucho interrumpir su cena —se disculpó casi sin aliento—. Cole, he venido a prevenirte. He recibido una visita de un inspector… sí… uf… —Sus rojas mejillas se movían como fuelles mientras tomaba aire y lo echaba de nuevo—. Me preguntó sobre el terrible malentendido que hubo en la universidad, y también acerca de la chica muerta y tu destitución… No le dije nada. Aquel asunto de Edimburgo también… ¿Cómo dijo ese hombre que se llamaba? Inspector… Inspector… —Trent. Inspector Trent. Darcie se volvió en su asiento en el momento en que una voz desconocida proporcionaba la información que el doctor Grammercy trataba de recordar. Había un hombre en la puerta, observándolos a todos con su perspicaz mirada. Tenía porte militar, y aunque estaba vestido con un traje de lana, Darcie podía imaginárselo perfectamente llevando un uniforme. Sus miradas se cruzaron, y toda la atención del inspector se centró en ella durante un momento, antes de fijarla en Damien. Poole daba vueltas en el pasillo detrás del recién llegado. —Lo siento, señor —vociferó—. El caballero se negó a esperar a que yo lo anunciara. ¿Quiere usted que llame a un agente de policía? —Eso no serviría de mucho, Poole. Este hombre es un agente de la ley —le dijo Damien con sequedad, levantándose y acercándose a Darcie. Le ofreció la mano para ayudarla a ponerse de pie. Luego, le dio un apretón tranquilizador antes de dejar caer su mano a un lado. —Yo soy el doctor Damien Cole. El inspector Trent inclinó la cabeza cortésmente. —Me gustaría hablar con usted, doctor Cole. —¿No quiere usted pasar al salón principal? Allí estaremos más cómodos — sugirió Damien. - 136 -


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—Por supuesto —asintió Trent—. Todos debemos pasar al salón principal — añadió, mirando de forma significativa al doctor Grammercy, y luego a Darcie. Ella sintió como si la estuvieran examinando con un monóculo. Por un instante, fue plenamente consciente de su vestido gastado y remendado, de la sencillez de su peinado y de la falta de adornos. Levantando la barbilla, se obligó a mirar al inspector directamente a la cara, y a recordar que era una mujer moldeada por los fuegos de la vida. Se negó a sentirse incómoda o avergonzada de sus decisiones. Como la marea retrocediendo de la playa, la sensación de insignificancia se alejó. —Mi ayudante, la señorita Darcie Finch —dijo Damien, presentándola. —¿Dice usted que la señorita es su ayudante? ¡Qué extraño! ¿En qué lo ayuda? Pudo notar un sarcasmo, una insinuación en el tono de voz de aquel hombre que hizo que Darcie se sintiera molesta. Damien se puso frente a ella para protegerla de la mirada inquisidora de Trent. —Me ayuda en el laboratorio. Además, la dama está bajo mi protección. Se sentía una tensión palpable en la estancia. —¿Dice usted que la dama está bajo su protección? —preguntó Trent arrastrando las palabras. A Darcie se le ocurrió la curiosa idea de que aquel hombre estaba tratando deliberadamente de fastidiar a Damien, de hacerle perder los estribos. —Eso es exactamente lo que he dicho —respondió Damien. Su tranquilo tono de voz no concordaba con la aspereza con que pronunció esas palabras. —Pasemos al salón principal, ¿les parece? —intervino el doctor Grammercy—. Te agradecería que me dieras una copa de ese exquisito brandy tuyo, Damien, hijo mío. Habiendo logrado contener la tensión temporalmente, salieron del comedor. Una vez en el salón principal, Damien hizo que Darcie se sentara junto a la chimenea. El se situó detrás de ella, apoyando las manos en el respaldo de la silla de madera tallada. El inspector Trent tomó asiento en el pequeño sofá de terciopelo que se encontraba a la derecha de ellos, y el doctor Grammercy se arrellanó en los mullidos cojines del amplio sofá de brocado que se encontraba enfrente. Damien le ofreció brandy primero al doctor Grammercy, que aceptó una copa con gratitud, y luego al inspector Trent, que la rechazó. Darcie notó que Damien no se había servido ningún licor. Se movió con incomodidad en su asiento, sintiéndose inexplicablemente recelosa, e incluso intimidada. —Es posible que quiera hablar en privado con cada uno de ustedes —empezó a decir Trent—, pero por el momento sólo quiero saber si alguien reconoce esto. Por primera vez, Darcie notó que el inspector Trent llevaba una bolsa de forma alargada. El inspector desató el bramante que cerraba la parte superior y usó su pañuelo para sacar con cuidado un delgado instrumento de metal. Era un bisturí, muy parecido al que le había visto usar a Damien en sus disecciones y también durante la visita que habían hecho a Sally. Trent puso el instrumento en la mesa de centro que se encontraba en medio de ellos. - 137 -


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—¡Por Dios, señor! Es un bisturí. Por supuesto que lo reconocemos. —El tono de voz del doctor Grammercy era de incredulidad, que acompañó con un gesto de su mano. El inspector no apartaba su aguda mirada de Damien. —¿Y usted, señor? ¿Reconoce este instrumento? —Como ha señalado mi estimado colega, es un bisturí. Había un matiz de exasperación en su voz. El inspector Trent se restregó la barbilla con aire pensativo. —¿Es normal que los cirujanos hagan grabar sus iniciales en sus instrumentos? —Sí, sí, efectivamente, algunos lo hacen. Otros no —dijo el doctor Grammercy, asintiendo enérgicamente. —Señorita Finch… Darcie se asustó al oír su nombre pronunciado por el inspector. Se sentía tan nerviosa como un zorro acorralado. —¿Ha visto usted este instrumento antes? —He visto un bisturí —afirmó ella. —¿Ha visto este bisturí? —No estoy segura. —Por favor, tenga la amabilidad de mirarlo de cerca —dijo el hombre, señalando la mesa. Inclinándose, Darcie examinó detenidamente el instrumento. Su hoja estaba sucia, cubierta de sangre seca. Empezó a temblar. Había algo terrible en aquella hoja. Podía intuirlo. Hechizada por el bisturí, se inclinó aún más, extendiendo una mano para tocar el mango. De repente, el inspector agarró a Darcie bruscamente de la muñeca. —No lo toque, por favor. Damien dio un paso adelante, y el inspector Trent le lanzó una mirada antes de soltar a la chica. —¿Puede ver las iniciales en el mango? —preguntó. Darcie tragó saliva, y procurando no tocar el bisturí, se inclinó lo suficiente para ver las letras grabadas en él. Aunque las intuía antes de verlas. Con un temor frío y certero, las intuía. DWC. Damien Westhaven Cole. —Encontramos este instrumento en el patio de la casa número 10 de la calle Hadley —informó el inspector Trent, mirando fijamente a Damien—. ¿Hay algo en él que le resulte familiar? —Ese bisturí es mío —afirmó Damien con impaciencia. Darcie aferró con fuerza, de manera involuntaria, los brazos de madera de la silla. Los músculos de sus hombros se pusieron tensos, y el estómago le dio un vuelco de pavor. Sentía una tensión tan grande que creyó que iba a vomitar la copiosa cena que había comido. El inspector se levantó, sin desviar la mirada de Damien. —Creo que debe usted venir conmigo, doctor Cole. - 138 -


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Darcie quiso ponerse de pie, pero la mano de Damien sobre su hombro se lo impidió. —Sí, quizás eso sea lo mejor —dijo—. Grammercy, le agradecería infinitamente que pudiera quedarse y hacerle compañía a la señorita Finch durante un rato. En la cara rubicunda del corpulento médico apareció un reflejo de preocupación. —Lo haré con gusto, hijo mío, con sumo gusto. Darcie miró a su alrededor con una sensación de irrealidad, mientras el inspector Trent guardaba el bisturí en su bolsa. Se levantó y miró a Damien a la cara. Él le sonrió, y ella supo que su intención era tranquilizarla, pero vio en su rostro una expresión de inquietud. Poniendo su mano con delicadeza sobre su hombro, él la instó a sentarse de nuevo en la silla que acababa de abandonar. Sus dedos la apretaron con fuerza durante un momento, tratando de confortarla, y luego salió de la habitación. Darcie se cubrió la boca con una mano, mirando al inspector Trent con recelo mientras seguía a Damien. —Esto no es posible —susurró en medio del silencio que siguió, dejando caer la mano sobre su regazo—. Debe haber alguna explicación… Dirigió su mirada hacia el doctor Grammercy, que se la devolvió sin decir una sola palabra, con una triste expresión en el rostro. —Doctor Grammercy, se lo suplico, debo saber qué ocurrió en la universidad. Usted hizo alusión a un episodio… Él negó con la cabeza. —No puedo decir nada. —Así que no dirá nada —dijo ella desafiante. Darcie se miró las manos, entrelazadas sobre su regazo. Movía los dedos nerviosamente con una obsesiva cadencia y luego los deslizaba por la rugosa y abultada cicatriz. Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba haciendo esto. Respirando hondo, volvió a poner sus manos con resolución sobre los brazos de la silla. Decidió conscientemente proceder con tranquilidad, obligando al desasosiego a alejarse de sus pensamientos. El pánico no le serviría de nada. Debía pensar con claridad. Se puso de pie y se acercó al doctor Grammercy, mirándolo en silencio. Él la observaba con inquietud. Después de una larga pausa, ella habló de nuevo: —Se lo ruego. Aquellas palabras eran más que una súplica. Expresaban toda su desesperación y su miedo. El doctor Grammercy suspiró. —Cualquier otra persona podría contárselo sin ningún problema. Darcie se sentó en el borde del sofá, girándose para ver la cara del doctor Grammercy con claridad. —Por eso mismo debería contármelo usted —señaló ella. —Bueno, sí. Supongo que eso es verdad —dijo él, negando con la cabeza, en un gesto de pesar y desesperación—. Primero fue la pobre chica de Edimburgo. Damien - 139 -


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había ido allí para asistir a las conferencias del doctor Barrow, un conocido anatomista que vende entradas a las personas que quieren presenciar sus disecciones. La alta burguesía asiste con frecuencia. He oído decir que es todo un espectáculo. Darcie esperó con impaciencia mientras el doctor Grammercy miraba fijamente la pared que se encontraba frente a él, absorto en sus recuerdos. —Me he enterado de estas cosas por las habladurías —prosiguió—. Hubo un altercado en una de las conferencias a las que Damien asistió. Él puso en entredicho al doctor Barrow. Cuestionó sus ideas y sus conocimientos. Damien nunca permitió que hubiera espectadores mientras hacía su trabajo. Sólo los estudiantes de medicina podían estar presentes, pero nunca los mirones. Damien y el doctor Barrow discutieron. Aquella misma noche, encontraron a la hija de Barrow con la garganta destrozada. —No creerá usted que… —exclamó Darcie. —Yo no lo creo —expresó el doctor Grammercy—, pero las autoridades sí. Se llevaron a Damien para interrogarlo, pero no se pudo probar nada. De hecho, su coartada era irrefutable. Fue a una taberna con una docena de estudiantes de medicina. No cabe ninguna duda acerca de dónde estuvo aquella noche. Tras decir esto, apartó la mirada nerviosamente de la de Darcie. —¿No cabe ninguna duda? ¿Está usted seguro? Ella pensó que había algo extraño en aquella historia. —Todos los chicos estaban borrachos. Al principio dijeron que no se acordaban, pero al cabo un rato… —El doctor Grammercy carraspeó y asintió con un corto e impetuoso movimiento de cabeza—. Un joven lord londinense se encontraba pasando una temporada allí. Lord Ashton… No, tal vez lord Alton… No recuerdo. Él juró que Cole estuvo en ese lugar toda la noche. El agente de policía tuvo que aceptar que no había ninguna prueba que demostrara que Damien no había estado en la taberna. Darcie se levantó y cruzó la habitación a grandes zancadas. Agarró torpemente la botella de brandy con intención de ocupar sus manos en algo mientras su mente analizaba esta nueva y perturbadora información. —¿Puedo ofrecerle más brandy, doctor? —Sí, eso sería espléndido. Acercándose de nuevo al doctor, Darcie levantó su copa y la volvió a llenar. Aquellos gestos le parecieron extraños, desconocidos. Estaba en el salón principal de la casa de Damien representando el papel de anfitriona, mientras la policía interrogaba a este último relacionándolo con un crimen atroz. ¿Realmente sólo habían pasado unas pocas horas desde que había estado entre sus brazos? Sintiendo como si se encontrara atrapada en una horrorosa pesadilla, se alejó del doctor Grammercy y dejó la botella de brandy en su sitio. Luchó por mantener la compostura, consciente de que no serviría de nada ponerse a llorar. —Sucedió algo más —dijo ella en voz baja, con la mirada fija en el brillante cristal de la botella. No se atrevía a mirar al doctor Grammercy por miedo a lo que - 140 -


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pudiese ver en sus ojos. —Sí. Aquella afirmación quedó flotando pesadamente en el aire. Darcie cerró los ojos, queriendo impedir el paso al dolor que amenazaba con invadir su corazón. Respiró hondo y lentamente, luchando por mantener la apariencia de tranquilidad, aunque sus sentimientos eran como una impetuosa corriente de agua turbia. —Sucedió aquí, en Londres, en la universidad. Damien enloqueció cuando… — Se detuvo repentinamente—. ¿Sabe usted algo acerca de Theresa? —¿La hermana de Damien? Sí. Sé que tuvo una muerte trágica e innecesaria. Por fin, Darcie encontró la fuerza para mirar al doctor Grammercy a la cara una vez más. Se acercó al sofá y se sentó en el borde, aunque su desasosiego hacía que se sintiera tentada a caminar por toda la habitación. —Hubo un incidente tras la muerte de la hermana de Damien. Él llevó su cadáver a la universidad, donde se estaba haciendo un experimento con electricidad —dijo el doctor, hablando lentamente y con voz ronca. Súbitamente, extendió el brazo y agarró a Darcie de la mano—. ¿Entiende? —preguntó con aspereza. Darcie clavó sus ojos en los dedos del doctor, enroscados alrededor de su muñeca. Negó con la cabeza. —En este momento siento que no comprendo demasiadas cosas. —El cuerpo de Theresa estaba frío, sin vida. Damien, según dijeron todos, estaba tranquilo, sosegado, no parecía sentir nada mientras la llevaba por los pasillos al laboratorio del último piso. El vigilante nocturno intentó detenerlo, pero él siguió de largo como si no hubiese oído nada, como si no hubiese visto nada. Yo me había quedado trabajando hasta tarde aquella noche y leía los periódicos de la Royal Society. Oí el revuelo que levantó el vigilante. Cuando llegué al laboratorio, Damien había puesto el cuerpo de su hermana sobre la mesa y lo había sujetado con cables. Hizo que una descarga eléctrica recorriera su cuerpo. —¿No querrá usted decir que…? —exclamó Darcie, levantándose de un salto. Ya no podía seguir obligándose a permanecer tranquilamente sentada. Las imágenes aterradoras de un libro que había leído, Frankenstein de Mary Shelley, cobraron vida de manera temblorosa en su imaginación. El doctor Grammercy aún tenía agarrada su mano, y esto impidió que saliera corriendo de forma insensata. Ella miró la expresión desolada de su rostro. —Sí, eso quiero decir —dijo con aire de gravedad—. Damien no creía realmente… no se imaginaba que pudiera devolverle la vida. El dolor le hizo actuar de esta manera. Nunca olvidaré la expresión de su rostro, ese terrible y desesperado vacío que se reflejaba en sus ojos. —La voz del doctor Grammercy se fue apagando, y tuvo que sentarse un momento, en silencio, absorto en sus recuerdos—. ¿De qué sirve el conocimiento científico?, me preguntó cuando intenté hablar con él aquella noche. ¿De qué sirve el conocimiento científico si no tiene una aplicación práctica para la condición humana? Darcie se quedó mirando fijamente al doctor, horrorizada al pensar en lo que - 141 -


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Damien había hecho, y al mismo tiempo, sintiéndose identificada con sus acciones. ¿De qué servían los experimentos que se llevaban a cabo tras las puertas cerradas de los laboratorios si no se usaban para beneficio de la humanidad? Comprendía perfectamente que él no habría podido seguir viviendo en paz consigo mismo si no hubiera intentado rescatar a su hermana de la muerte utilizando cualquier medio, aun si este medio era considerado horrible por muchas personas. —El vigilante nocturno hizo sonar la alarma —continuó el doctor Grammercy —. Damien fue despedido de la universidad. Algunos miembros de la asamblea intentaron justificarlo —añadió, exhalando un largo suspiro—. Pero encontraron a otra chica muerta inmediatamente después de aquella terrible tragedia de Edimburgo… —Parece un castigo demasiado severo —reflexionó Darcie—. Era de esperar que hubieran sido un poco flexibles con él dada su situación, que hubieran reconocido de alguna manera su dolor. Y puesto que el equipo estaba instalado… ¿Dijo usted que ya se habían hecho algunos experimentos? El doctor Grammercy lanzó un gruñido, y después tomó un sorbo de su brandy. —Algunos empezaron a decir que Damien estaba loco. Era un joven muy apasionado, que siempre pensaba en la posibilidad de mejorar las cosas. Creía que podía cambiar el mundo si tenía posibilidad de cambiar la mentalidad de sus profesores. Era brillante, pero conflictivo. Muchos se alegraron de que se marchara. —¡Entonces lo expulsaron sin tener un buen motivo! —exclamó ella. El doctor Grammercy la miró detenidamente, sin pestañear. —¿Sin tener un buen motivo? Lo encontraron en el laboratorio con el cuerpo de su hermana. Estaba usando el equipo para un fin no autorizado. En un cadáver humano. Hasta aquella noche los experimentos se habían hecho para dar vida a partes animales. El más interesante había sido el del miembro de un simio muerto que había cerrado el puño al aplicarle la corriente. Antes de aquella noche, nunca se había utilizado en un cuerpo humano. —Entiendo. Darcie hizo una mueca al pensar en el brazo amputado del simio. Entrelazó las manos sobre su regazo, apretándolas con fuerza, y se quedó pensando en las revelaciones del doctor Grammercy. —Pero eso no convierte a Damien en un asesino —apuntó ella—. Él estaba tratando de dar vida. —No necesitas convencerme de nada, hija mía. Yo soy un firme defensor de Damien —afirmó el doctor Grammercy, bebiendo de un trago el brandy que le quedaba. Luego puso la copa vacía sobre la mesita auxiliar que se encontraba junto al sofá—. Pero para las autoridades también estaba el asunto de la chica muerta en Edimburgo —agregó, extendiendo su mano con la palma hacia adelante en el momento en que ella abrió la boca para protestar—. Nunca pudieron probar nada, pero la sospecha es un enemigo poderoso. Una nube negra que puede flotar sobre un hombre durante el resto de su vida. - 142 -


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Darcie se estremeció. La sospecha. El inspector Trent se había llevado a Damien para interrogarlo. No le cabía la menor duda de que él pensaba que Damien era el principal sospechoso. Pero, ¿qué pensaba ella? ¿Podía decir con toda honestidad que no albergaba ninguna duda, ninguna sospecha? Apesadumbrada, Darcie ocultó la cara entre sus manos, apenas consciente de que el doctor Grammercy ponía una mano sobre su hombro con la intención de consolarla. ¡Ay!, si pudiera retroceder en el tiempo, recuperar la fe y la confianza. Había intentado disipar sus reticencias, pero le resultaba casi imposible.

Cuando el reloj de pie del vestíbulo dio las campanadas de medianoche, Damien todavía no había regresado. Darcie se movió nerviosa en su silla. En su imaginación, el sonido de aquellas campanadas le resultó semejante a un toque de difuntos. Alargadas sombras se deslizaban lentamente desde los rincones, y cada sonido que oía le causaba un nerviosismo indescriptible. El fuego estaba a punto de extinguirse en la enorme chimenea, y el salón se encontraba sumido en penumbra. A Darcie no se le ocurrió encender una lámpara, pues todo lo que realmente necesitaba ver estaba en su corazón. Las horas de reflexión silenciosa la habían llevado a darle vueltas una y otra vez a una única pregunta. ¿Le había entregado su amor, su cuerpo y su mismísima alma a un asesino? Aquella idea era irracional. Sabía que Damien Cole era un hombre que sólo respondía ante su propia conciencia; que era poco ortodoxo y nada convencional. Ella sólo había visto bondad en él, pero su amarga experiencia le había demostrado que un hombre podía ser completamente distinto a lo que aparentaba. Steppy dejó de ser un padre afectuoso para convertirse en un vil demonio. La bebida ahuyentó toda la cordura que había en él. Recordó la ocasión en que había ido al estudio de Damien y lo encontró allí dentro con el olor a alcohol flotando pesadamente en el aire. Pero nunca lo había visto beber, ni aquel día ni ningún otro. Sin embargo, él mismo insinuaba que había noches en las que sucumbía, y ella se preguntó qué había querido decir exactamente con estas palabras. ¿Acaso perdía el control de sus acciones o de sus sentimientos? Frustrada por su propia confusión, apretó entre sus puños la tela gastada de su falda, deseando con todas sus fuerzas poder controlar la inquietud que se había apoderado de ella. Aquellas reflexiones no la estaban llevando a ninguna parte. Cuando las doce campanadas resonaron en la silenciosa casa, Darcie aguzó el oído para oír el ruidito seco de la puerta principal al abrirse, deseando que aquella espera de pesadilla terminase. Se moría de ganas de oír los pasos de Damien subiendo las escaleras, de sentir sus brazos estrechándola. Era tal la ilusión que dejó de respirar y su corazón se detuvo por un momento. Pero ninguna pisada masculina respondió a su silenciosa plegaria. Sólo el solitario silencio. Se levantó, abrazándose a sí misma. Sus ojos examinaron el oscuro salón, posándose momentáneamente en la informe silueta de la ornamentada repisa de la chimenea, y luego en el perfil del escritorio de caoba que se encontraba en el otro - 143 -


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extremo. El tubo de cristal de una lámpara de aceite atrajo su atención, y se acercó al escritorio. El sonido de sus pasos era amortiguado por la gruesa alfombra que cubría el suelo. Encendió la lámpara con una cerilla, y un suave resplandor inundó el salón. El olor a azufre hizo que le picara la nariz. El doctor Grammercy se movió ruidosamente. Sus sonoros ronquidos retumbaban en medio del silencio. Darcie lo miró inquieta por encima del hombro, pues no tenía intención de despertarlo. Sintió compasión por él al pensar que a la mañana siguiente se levantaría con dolor de cuello. Se encontraba arrellanado en el sofá, medio recostado, con la cabeza inclinada de una manera muy extraña y la boca abierta. Darcie dio un paso hacia la silla que acababa de abandonar, pero la perspectiva de volver allí no le pareció nada alentadora. La idea de permanecer sentada sin hacer nada por más de un segundo le resultaba exasperante. Buscando una manera de distraerse de sus intranquilos pensamientos, se acercó a la ventana que dominaba la calle. Apartó la pesada cortina de terciopelo, descubriendo los cristales que la noche había oscurecido. El reflejo le devolvió su cara pálida y tensa. —Ay, Damien —susurró con la voz quebrada. Extendiendo el brazo, apoyó la yema de los dedos contra el cristal. Dejó caer la barbilla y cerró los ojos, haciendo un esfuerzo inútil por ahuyentar los terribles pensamientos y las horribles dudas que la asediaban. Su imaginación la torturaba con vividas imágenes del asesinato que había tenido lugar en el patio de la Casa de la Señora Feather. Esa espantosa escena la atormentaba, ondeando en su mente, hasta que finalmente se transformó y fusionó con el recuerdo del pequeño apartamento en el que Steppy había muerto. Podía sentir en su boca el sabor del miedo, igual que aquella noche lejana; podía sentir el terror y la desesperación. Sally había conocido un miedo cien veces más grande. Y mientras Darcie había sobrevivido, Sally estaba muerta. Temblando, intentó pensar en Damien clavando un cuchillo en el corazón de Sally, intentó evocar una imagen de él cometiendo un asesinato. La imagen se negó a tomar forma. No podía concebir una idea semejante. ¿Cómo podía Damien ser el monstruo responsable de esos viles crímenes de Whitechapel? Aquella idea le pareció absurda. Se mordió el labio inferior. Sus frenéticos pensamientos la fustigaban sin descanso. El hombre que la había estrechado entre sus brazos y le había demostrado su afecto con todo su cuerpo no podía ser un asesino. El doctor bondadoso que había curado la pierna de Sally, disculpándose por el dolor que le causaba, no era la clase de hombre que podría arrancarle el corazón a una mujer, quitándole la vida. Debía haber una explicación razonable para que el bisturí de Damien se encontrara en el lugar del crimen, en el número 10 de la calle Hadley. Tenía que haberla. Dejando caer su mano a un costado, Darcie alzó la cabeza y miró distraídamente a través de la ventana. Apesadumbrada, agarró el borde de la cortina, dispuesta a correrla para bloquear el paso a la noche. De repente, un débil sonido, el traqueteo de unas ruedas sobre los adoquines del camino, atrajo su atención. - 144 -


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Frunciendo el ceño, apagó rápidamente la lámpara. Así, la habitación quedó sumida en las tinieblas, y pudo ver la calle con claridad. Un destello de esperanza iluminó su corazón cuando divisó un vehículo acercándose lentamente. Damien. Su nombre era como un silencioso grito de esperanza. Cuando el vehículo se aproximó, Darcie pudo apreciar que no se trataba de un carruaje destinado a transportar personas, sino más bien un carro de forma extraña: parecía una carretilla. Entonces, no era Damien. Su corazón dio un vuelco. Estaba a punto de alejarse de la ventana, cuando se dio cuenta de que el carro se detenía justo frente a la casa. Su curiosidad creció cuando vio que un hombre alto y vestido toscamente apoyaba en el suelo las agarraderas de madera del vehículo. Su compañero, más bajo, se colocó a su lado con aire arrogante y le dio un manotazo en los hombros. Todo su cuerpo sufrió un estremecimiento al reconocer a aquellos hombres. No tenía ninguna duda sobre su identidad. Los dos sujetos que empujaban el carro eran los mismos que había visto aquella noche desde el estudio de Damien, arrastrando el arcón a la cochera. Los ladrones de cadáveres habían regresado.

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Capítulo 13 Una helada nube cubrió el corazón de Darcie cuando se preguntó qué habrían venido a hacer los ladrones de cadáveres en aquella noche sombría. Oculta tras los gruesos pliegues de las cortinas de terciopelo, se quedó mirando a través de la ventana sin que los hombres que estaban en la calle pudiesen verla. Ellos aferraron el arcón y lo sacaron con gran esfuerzo para ponerlo en el suelo. Luego lo levantaron entre los dos, mirando a ambos lados de la calle para confirmar que estaban solos. Aparentemente satisfechos, emprendieron su camino a paso lento y tambaleante, observados por Darcie. El peso del arcón hacía que les costara mucho trabajo avanzar, lo que provocaba que en su lento recorrido fuesen describiendo eses. Quizás su modo de andar manifestase que estaban ebrios. No podía descartar esta posibilidad. Darcie se alejó de la ventana, sumida en un auténtico torbellino de confusión. No pudo menos que preguntarse si la aparición de aquellos sujetos esa noche no sería una señal del destino, un presagio funesto. Miró a su alrededor con desesperación. No estaba segura de si debía seguirlos, o quizás incluso enfrentarse a ellos y pedirles que le dejasen ver el contenido de aquel arcón. La idea de hacer frente a aquellos dos desagradables individuos, sola y a altas horas de la madrugada, provocó que se le hiciera un nudo en el estómago. —Doctor Grammercy —susurró de manera apremiante. Al no obtener respuesta alguna, lo llamó más fuerte—. Doctor Grammercy. Él refunfuño, cambiando de postura, pero ni siquiera abrió un ojo. Ella se acercó a él, resuelta a sacudirlo para que se despertara. Acosada por las dudas, vaciló sin saber qué hacer. No había nada siniestro en aquel baúl, se dijo en silencio, intentando convencerse de ello. No había nada que justificara su preocupación. Se estremeció en el momento en que otra posibilidad se abrió paso en su mente. Tal vez hubiese algo que temer en el arcón, y si era así, ¿quería que el doctor Grammercy fuese testigo de lo que ella pudiera descubrir? Aunque era bien sabido que los anatomistas con frecuencia pagaban una buena suma por el cuerpo de una persona que acababa de morir, no había necesidad alguna de que el doctor Grammercy viera la prueba de la relación de Damien con los ladrones de cadáveres, si efectivamente encontraba un cadáver en el arcón cuando saliera a encararse con los dos hombres. Aunque el hecho de comprar un cuerpo no probaba que un hombre fuese culpable de asesinato, no tenía ningún deseo de aumentar las sospechas del inspector Trent. Decidió que lo mejor era no involucrar al doctor Grammercy. Respiró profundamente varias veces. Decidida a encontrar respuesta a alguna - 146 -


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de las innumerables preguntas que se había hecho aquella noche, se dirigió hacia la puerta, lanzándole una última mirada por encima del hombro al dormido doctor. Con el corazón latiéndole con fuerza, atravesó sigilosamente la oscura casa. Una tabla del suelo crujió en el piso de arriba, haciendo que se detuviera en seco. Se quedó inmóvil, esperando, preguntándose qué locura se habría apoderado de ella, pues era realmente una locura seguir a aquellos hombres a la cochera. Lo sabía con toda certeza; sin embargo, no podía elegir otro camino. Sentía la inevitable obligación de saber qué contenía aquel arcón, la imperiosa necesidad de resolver el enigma, de controlar ese pequeño elemento de su vida. Tras esperar inmóvil durante un instante, sin escuchar sonido alguno, Darcie continuó su camino, apresurándose a llegar silenciosamente a la puerta de la servidumbre. Quitó el cerrojo con cuidado y salió. Subió la estrecha escalera para dirigirse a la verja de hierro forjado que conducía a la calle. Ésta crujió de manera inquietante cuando ella la abrió. Con todos los sentidos en estado de alerta por miedo a que los dos hombres aparecieran de forma inesperada, Darcie se dirigió al carro sigilosamente. Esforzándose por echar un vistazo por encima de las tablillas de madera que formaban los laterales, vio las agujereadas e irregulares tablas del suelo. Tras sentir unas fuertes náuseas, se vio obligada a retroceder. Sobre las tablas se extendía una enorme mancha irregular de color marrón rojizo. Luego, le llegó el intenso olor a húmeda putrefacción y la dulce fetidez característica de la sangre rancia. Sintió el asco subiendo por su garganta y estuvo a punto de vomitar. Alejándose de allí, se llevó el dorso de la mano a la boca para intentar dominar las vertiginosas náuseas que la hacían correr el riesgo de perder su compostura. La espantosa imagen de los hilillos de sangre, relucientes y espesos, saliendo del fondo del arcón para manchar el suelo del carro, invadió su mente. Allí estaba la prueba que estaba buscando, pero no era suficiente. Necesitaba ver con sus propios ojos el contenido del arcón, pues su instinto le decía que tenía un secreto importante que revelar, aunque no estaba segura de si era para bien o para mal. Reuniendo sus escasas fuerzas, se dirigió por el sendero adoquinado al patio de la casa. La luna era un disco incompleto y brillante, destacado en el telón de fondo de la interminable noche. Darcie, siempre vigilante, miraba atentamente las cambiantes sombras a medida que avanzaba. Prefería mil veces toparse con aquellos dos sujetos a que ellos se abalanzaran sobre ella de manera inesperada. Una parte de ella quería huir, volver corriendo a la seguridad que le proporcionaba el salón de la casa. Tocó su cicatriz. Los recuerdos de su pasado se alzaron ante ella, amenazando con romper el escaso valor que la sostenía. La noche en que Steppy había muerto, tuvo que escapar de las garras de dos truhanes y a punto estuvo de perder la vida. Entonces, ¿por qué estaba buscando correr un riesgo semejante?, ¿por qué había decidido perseguir a aquellos peligrosos y aterradores villanos? Analizando la situación de una manera racional, reconoció que era una locura - 147 -


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hacerles frente, aunque su corazón le decía al mismo tiempo que era una insensatez dejar pasar aquella oportunidad. La necesidad de descubrir la verdad se retorcía como un ser vivo dentro de ella. Ahora ya no podía echarse atrás. Manteniéndose cerca de la pared de la casa, siguió avanzando sigilosamente. Cuando llegó al otro extremo del muro, se detuvo en seco. Los ladrones de cadáveres estaban justo ante ella. Se encontraban sentados uno junto al otro sobre el arcón que habían dejado al pie de las escaleras de la cochera. En el instante en que ella apareció, alzaron la vista al unísono y se percataron de su presencia. En sus caras apareció reflejada la sorpresa. Él más alto de los dos se quedó mirándola boquiabierto, mientras su corpulento compañero se ponía en pie de un salto. Darcie soltó un grito ahogado y tropezó al intentar retroceder, perdiendo el equilibrio. Agitó los brazos tratando de enderezarse. ¡Ay Dios! Los tendría encima en pocos segundos. Corre, muchacha. ¡Corre! Aquéllas eran las palabras que Steppy le había dicho hacía mucho tiempo. Una mano áspera la agarró del brazo. Sintió un pánico ciego apoderándose de ella. Luchando por liberarse, le dio una patada en el tobillo al hombre que la sujetaba. —¡Ay! ¿Por qué ha hecho usted eso? —exclamó el hombre más bajo, soltándola y brincando de un lado a otro con un solo pie. —¿Te has vuelto loco, Robbie? —gritó el segundo hombre—. ¡Quítale las manos de encima! —Ya lo he hecho, Jack. ¿No ves que ya no la estoy sujetando? Sólo estaba tratando de impedir que se cayera. Darcie se tambaleó hacia atrás. Respiraba aguadamente debido al esfuerzo que había hecho y al miedo. No gritó, pues el tiempo que había pasado en las calles de Whitechapel le había enseñado que un grito de socorro podría traerle mayores problemas, podría llamar la atención de un cómplice en vez de la de una persona que quisiera acudir en su ayuda. Había aprendido a valerse por sí misma. La tentación de huir era casi irresistible, pero se mantuvo firme, pues aún tenía que encontrar las respuestas que estaba buscando. Además, ellos podrían alcanzarla con facilidad si intentaba correr. Lo mejor sería enfrentarse a ellos sin miedo. —¿Qué buscan aquí? —preguntó, esperando haber utilizado un tono suficientemente severo y amenazador—. Llamaré a la policía si no me lo dicen de inmediato. —Has oído eso, Robbie. Parece que el doctor se ha buscado una parienta. —No, Jack. Sabes muy bien que él no está casado. Darcie negó con la cabeza cuando reconoció la jerga que se hablaba en Whitechapel. Parienta era una palabra del argot que quería decir esposa. Ella miró a los dos hombres. La sensación de amenaza ya se había disipado, pues ellos no habían intentado acercarse a ella. —¿Qué buscan aquí? —volvió a preguntar Darcie. —Traemos el botín, y el doctor Cole siempre nos da pasta contante y sonante — dijo el que respondía al nombre de Jack, enfatizando sus palabras con un rápido y - 148 -


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enérgico movimiento afirmativo de cabeza. Darcie se volvió hacia el hombre más bajo, Robbie, esperando que le tradujera esas palabras. Él la miraba con recelo, y ella tuvo la impresión de que él desconfiaba de ella tanto como ella de él. En cierto sentido, aquello le pareció alentador. Quitándose el sombrero deprisa y dándole vueltas nerviosamente entre las manos, Robbie se inclinó ante Darcie. —Hemos venido a hacer nuestra entrega semanal. El doctor siempre nos paga en efectivo. —¿U… ustedes… vienen aquí todas las semanas? —preguntó ella tartamudeando. Se preguntó cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de que ellos hacían la entrega de un cadáver por semana. ¿Dónde demonios guardaba Damien todos esos cuerpos? El único órgano humano que ella había visto era el corazón que el doctor Grammercy le había dado. —Todas las semanas, tan puntuales como un reloj —le aseguró Robbie con orgullo. Luego bajó la cabeza—. Aunque parece que últimamente no nos necesita demasiado. Me pregunto si habrá empleado a otra persona. —Nosotros hacemos un trabajo impecable —afirmó Jack con entusiasmo. ¿En qué consistiría aquel trabajo tan impecable? ¿En abrir tumbas? ¿O en algo aún más siniestro? Darcie lo miró de reojo. Él tenía un pie apoyado en el arcón. Ella se estremeció ante aquella pose tan informal. Era como si estuviera apoyando el pie en un ataúd. —¿Está ahí dentro? —preguntó, señalando el arcón. Sentía una mezcla de miedo y repugnancia en su interior. —Desde luego —respondió Jack. Luego sonrió abiertamente, enseñando varios agujeros negros donde había perdido los dientes. Darcie se dio cuenta de que el hombre era mayor de lo que ella había pensado en un principio. Parecía verdaderamente anciano. Ya casi no sentía miedo. —El doctor no puede reunirse con ustedes en este momento, señores —dijo ella con fría formalidad—. Tengan la amabilidad de volver en otra ocasión. —No hay ningún problema. Lo subiremos por la chapera y regresaremos por el montante en otro momento. —¿Por la chapera? —preguntó Darcie desconcertada. —Las escaleras. Lo dejaremos en el piso de arriba —le aclaró Robbie—. El doctor nos puede pagar la próxima vez que vengamos. Darcie no podía concebir que sacaran el cadáver del arcón y lo abandonaran como si nada en el laboratorio de Damien. No sabía si él le hacía algún tipo de preparación o cuánto tiempo podía conservarse. No, aquello era inaceptable. —El laboratorio está cerrado y yo no tengo la llave —dijo ella, negando con la cabeza. Imaginó a los dos hombres llevándose el cadáver y dejándolo en el arcón hasta que Damien regresara. Semejante cosa le resultó espantosa—. Quizás puedan llevarlo a otro lugar. —¿A otro lugar? —preguntó Jack. Parecía confundido. Robbie se frotó la entrecana barbilla con la palma de la mano. De repente, se le - 149 -


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iluminaron los ojos. —Podríamos dejarlo en la cocina. —¡Puf! —exclamó ella asustada—. ¿En esta cocina? ¡No creo! —¿Por qué no? Está limpio —dijo Jack, señalando el arcón. —¿Usted lo ha lavado? —preguntó Darcie con incredulidad, sintiendo como si se encontrara en medio de un extraño sueño. Aquellos dos hombres querían dejar un cadáver lavado en la cocina. Se llevó el dorso de la mano a la boca y aspiró despacio por la nariz, tratando de entender todo aquello. —Bueno, de eso se trata —respondió Robbie, y se rió socarronamente, haciendo un sonido áspero que puso nerviosa a Darcie. —¿De qué se trata? Aquella conversación era tan escurridiza como una anguila deslizándose por sus dedos. Alzó la mano para detener aquel torrente de palabras. —Un momento, por favor. Explíquenme por qué lavan ustedes el cuerpo. Robbie y Jack se miraron con extrañeza. —¿Qué cuerpo? —El cuerpo que está en el arcón. —Está algo tocada de la cabeza —dijo Robbie, dándose golpecitos en la sien con el dedo índice. —Como mi tía Gertie —añadió Jack. —Nosotros no lavamos ningún cuerpo. Lavamos la ropa sucia del laboratorio del doctor y del consultorio de Whitechapel. Es decir, mi esposa lo hace. Luego volvemos a traerla aquí. El doctor Cole dice que la última vez que le dio la ropa ensangrentada a la criada, ésta se desmayó. Ya hace casi dos años que nos la llevamos. No sabemos adónde manda la ropa del consultorio que tiene aquí. No nos importaría que también nos la diera a nosotros. —Robbie se acercó a ella y bajó la voz como si le estuviera contando alguna confidencia importante—. Para decirle la verdad, necesitamos el dinero. Tengo nueve nietos, y me gusta echarles una mano cuando puedo. Repartía ropa para ayudar a sus nietos. Darcie sintió que su sentido de la realidad vacilaba. Jack señaló el arcón. —¿Entonces podemos dejarlo en la cocina? —¡No! —gritó Darcie. Jack pareció desilusionado, mientras que Robbie se encogía de hombros con actitud fatalista. —Vale. Entonces regresaremos la próxima semana. Dígale al doctor Cole que tendrá que arreglárselas con la ropa que tiene. Vamos, Jack. Los hombres levantaron el arcón entre los dos y se dirigieron tambaleándose a la entrada principal de la casa. —Esperen, por favor —dijo Darcie corriendo hacia ellos. Simplemente no podía creer en lo que ellos le decían—. Quiero ver lo que hay en ese arcón. —Vale —asintió Robbie—. Bájalo, Jack. - 150 -


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Dejaron el arcón en el suelo y abrieron la tapa. Darcie se quedó mirando fijamente el montón de ropa doblada. Se inclinó lentamente y tocó las prendas que había en la parte superior. Su mente empezó a dar vueltas a todas las posibilidades. ¿Era realmente un baúl de ropa tan pesado como para hacer que dos hombres se tambalearan de tal manera, aunque hiciera ya bastante tiempo que habían dejado de ser jóvenes? —¿Qué más hay aquí dentro? —preguntó. Robbie se encogió de hombros. —Un hombre tiene que ganarse la vida. Tenemos que entregar el pedido de otro señor —dijo, guiñando el ojo—. Le llevamos coñac francés que no es precisamente legal. No nos gusta dejarlo en el carro, así que lo cargamos en el arcón hasta llegar a la siguiente parada. —Entiendo. —Darcie tardó un momento en asimilar aquella información—. ¿El doctor Cole también les compra coñac? Jack le lanzó una mirada maliciosa a Robbie. —Todo hombre que se respete tiene sus secretos. Levantaron el baúl de nuevo y se dirigieron de manera vacilante al carro. Darcie los siguió. —Su carro —empezó a decir ella mientras los miraba poner el arcón en la parte trasera—… tiene un inconfundible olor a sangre. —Así es —dijo Robbie de manera jovial—. Durante el día le llevamos pedidos al carnicero. Hemos intentando lavarlo con lejía y sal, e incluso con vinagre. Pero sigue oliendo a matadero. —La miró esperanzado—. ¿Sabe usted de algo que pueda quitar el olor? Darcie negó con la cabeza sin decir palabra. Él se encogió de hombros y levantó una mano para despedirse de ella. —Adiós. —A… adiós —balbuceó Darcie. Permaneció en medio de la calle hasta mucho después de que ellos hubieron desaparecido, reflexionando acerca del sorprendente hecho de que los dos hombres que ella creía desde hacía algún tiempo que eran ladrones de cadáveres, no eran más que repartidores de ropa recién lavada. Una débil exclamación escapó de sus labios, y se le alegró el corazón. En lugar de la prueba contundente de que Damien pagaba para que le trajeran cadáveres recién sacados de sus tumbas, sólo encontró una manifestación más de su bondad. Había contratado a aquellos hombres para hacer un trabajo que perfectamente podría ordenarle hacer a la lavandera. Sonrió, guardando en su corazón esta nueva prueba de la amabilidad de Damien. Al regresar a la verja que conducía a la entrada de la servidumbre, Darcie se detuvo, apoyando su mano en el frío hierro. El vello de sus brazos se erizó, y tuvo la sensación de que no se encontraba sola. Miró nerviosamente por encima de su hombro, pero no vio más que sombras. La calle estaba desierta. Se estremeció, plenamente consciente de que se había comportado como una - 151 -


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idiota al seguir a Robbie y a Jack en medio de la noche. Podrían haber sido unos malhechores peligrosos y violentos. Miró a su alrededor una vez más, pero no vio a nadie. Sin embargo, siguió teniendo la impresión de que alguien la estaba observando. Era una sensación escalofriante, y recordó la noche lejana en que, segura de que alguien la seguía, se vio obligada a correr por los callejones del East End. Sintiendo la repentina necesidad de regresar al salón y a la seguridad que le brindaba la casa, Darcie abrió la verja y bajó las escaleras a toda prisa. Una vez en el interior, encendió de nuevo una lámpara. Ahora que se encontraba a salvo dentro de la casa, pensó en la espeluznante sensación de estar siendo observada que se apoderó de ella cuando llegó a la verja. Su razón le decía que estaba excesivamente cansada y alterada, y que le resultaba muy difícil formarse una opinión verdadera sobre cualquier pequeño acontecimiento que sucediese a su alrededor. Lo más probable es que no hubiera habido nadie allí. ¿Pero y si su percepción era cierta?, susurró una voz en el filo de su conciencia. Sintió frío y se rodeó con sus propios brazos. Intentando distraerse, centró su atención en el doctor Grammercy, que estaba recostado en el sofá, exactamente como lo había dejado. Pobre hombre, pensó. Parecía estar en una postura muy incómoda. Esperar que se quedara en el sofá toda la noche era abusar de su amistad. Cuando Damien le pidió que la acompañara, probablemente pensó que su ausencia sería breve. Ya era hora de que regresara a casa. Darcie apretó los labios, intentando combatir la profunda melancolía que amenazaba con invadirla, pues sospechaba que Damien no regresaría aquella noche. —Doctor Grammercy —lo llamó, sacudiéndolo suavemente. —Sí, sí, un brandy —dijo él entre dientes al tiempo que se incorporaba. —Ya es muy tarde —apuntó ella, apartando su mano del hombro del doctor y dando un paso atrás—. No creo que el doctor Cole esperase que se quedara usted aquí toda la noche cuando le pidió que me acompañara. Ya es hora de que vaya a descansar cómodamente en su cama. Este sofá no es apropiado. —No estaba durmiendo —afirmó él, restregándose la cara con una mano—. Sólo descansaba los ojos. A pesar de la inquietud que sentía, Darcie sonrió. —Sé que se quedaría aquí hasta que el doctor Cole regrese. Es usted muy amable. Agradezco su compañía, pero me siento terriblemente culpable de no dejarlo descansar como es debido. Vaciló un momento, ya que no sabía cómo debía comportarse en estos casos. Estaba haciendo el papel de anfitriona en el salón de su patrón, que también era su amante, y posiblemente el principal sospechoso de una serie de asesinatos atroces. Lágrimas de frustración y desesperación le hicieron escocer los ojos. El inspector Trent no habría retenido a Damien tanto tiempo si no creyese que tenía una buena razón para ello. Sólo podía rogar que él no estuviera siendo sometido a ninguna clase de coacción física. Aquella idea le produjo náuseas. Fuese cual fuese el motivo que el inspector tenía, no le cabía la menor duda de que estaba - 152 -


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equivocado. Con gusto le perdonaría su error si accediera a enviar a Damien a casa. Secándose impacientemente las lágrimas con el dorso de la mano, Darcie miró al doctor Grammercy levantarse con esfuerzo del incómodo sofá. Le alegraba que él tuviera su atención puesta en otra cosa, y no notara su tristeza. Se sentía mal por haberle permitido que se quedase allí sentado buena parte de la noche y no podía dejarlo en aquel incómodo sofá hasta que llegara la mañana. Su presencia no adelantaría el regreso de Damien. Además, quería estar verdaderamente a solas para tener la oportunidad de desenredar sus intrincados pensamientos y revisarlos uno por uno. —¿Está usted segura, hija mía? Darcie intentó esbozar una sonrisa, pero por el asomo de preocupación que vio en los ojos del doctor Grammercy, sospechó que había fracasado rotundamente. —Estoy segura. —Entonces, me marcho. —Su voz denotaba una falsa jovialidad. —Gracias por quedarse conmigo. De manera inesperada, el doctor Grammercy la agarró de la mano y la miró fijamente a los ojos. Sorprendida, ella dio un respingo. Él abrió la boca y se inclinó hacia ella, como si estuviera a punto de transmitirle una información importante. Darcie se puso tensa mientras esperaba que él hablase. Luego, la expresión de su rostro cambió, y cerró la boca repentinamente, dejándola abatida y preocupada. Él suspiró. —Todo irá bien —afirmó, asintiendo, mientras le ofrecía su brazo a Darcie—. Tenga la amabilidad de acompañar a este anciano a la puerta. —Por supuesto. Permítame llevar la lámpara. Sosteniendo el candil en alto para que les iluminara el camino, Darcie lo agarró del brazo. Agradeció poder contar con el calor del contacto humano; le pareció reconfortante. Atravesaron juntos la oscura casa. La muchacha se preguntó qué habría sido de Poole, y por qué no habría dejado ninguna luz encendida para recibir a su patrón cuando llegara. A menos que no esperase su regreso. Ese pensamiento la hizo tambalear. El doctor Grammercy la miró preocupado. Ella sacudió la cabeza sin decir nada, y luego siguieron su camino. Después de acompañarlo a la salida y de cerrar la puerta principal con llave, Darcie permaneció un rato en el vestíbulo. Se sentía perdida. En aquel momento, la silenciosa casa parecía un eco de su propia soledad. Sin Damien, era como una tumba: fría y desangelada, un caparazón sin alma. ¿Cuál era su puesto allí? ¿Debía ir a dormir en su cama bajo del ático, o se suponía que tenía que esperar el regreso de Damien en su dormitorio? Soltó un suspiro largo y pausado. Era completamente absurdo que tuviera que considerar un asunto protocolario relacionado con la cama en la que debía dormir. Frotándose los brazos con las manos, se rió de lo ridículo que era todo aquello. Esa decisión era realmente irrelevante. Fuera cual fuera la cama que eligiese, dudaba de que pudiera dormir. - 153 -


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—¡Sube ya! —susurró en voz alta. Subió lentamente las escaleras y luego atravesó el oscuro pasillo. Su lámpara iluminaba con un suave resplandor el camino delante de ella. Se detuvo frente a la habitación de Damien y se quedó mirando fijamente la puerta cerrada. Lo echaba de menos, sus caricias, el consuelo que le brindaba su presencia, pero sabía que nada de eso era posible en aquel momento. Abrió la puerta, indecisa. Se encontraba ante un dilema. No quería invadir su intimidad, pero al mismo tiempo deseaba tener algún tipo de contacto físico con él. ¿Habrían significado algo para Damien las relaciones íntimas que habían tenido aquella tarde? Creía firmemente que sí. La oscuridad envolvía la habitación. No había fuego en la chimenea vacía. Atravesó el umbral. La luz del candil que tenía en las manos hacía bailar las sombras en las paredes. Se dirigió a la enorme cama con dosel y, abriendo las pesadas colgaduras de terciopelo, tocó con su mano la fría superficie de una almohada y dejó que sus dedos se hundieran en su suavidad. Apoyó la lámpara en la mesilla de noche, levantó la almohada y apretó su nariz contra ella para aspirar el perfume de sándalo y luz del sol que era propio de Damien. Sintió un fuerte dolor oprimiéndole el pecho. Notó que las sábanas habían sido estiradas. Mary, o tal vez Tandy, debían haber estado allí después de su encuentro vespertino con Damien. Se ruborizó al pensar en ello. Volvió a dejar la almohada en su sitio con cuidado. Se tomó su tiempo en recorrer la habitación, pasando sus dedos suavemente por la brocha de afeitar, la cómoda y las cortinas que adornaban las ventanas. Con un suspiro de melancolía, regresó a la cama y se hundió en su tentadora superficie, rozando con la mano la brillante madera de la mesilla de noche. Sin darse cuenta, sus dedos chocaron con un pequeño libro de poesía que él tenía allí, que cayó al suelo con un ruido sordo. Teniendo cuidado de mantener la lámpara en equilibrio mientras se movía, Darcie se arrodilló en el suelo para buscar el libro. Se encontraba medio oculto tras la pata más lejana de la mesilla. Inclinándose hacia delante, bajó la lámpara para ver mejor y extendió el brazo para coger el libro. En el instante mismo en que sus dedos lo rodearon, sus ojos se fijaron en una tela arrugada que se encontraba en el suelo cerca de la colcha. Sacó el libro, sin apartar la vista del trozo de tela. Frunciendo el ceño, alzó una mano para dejar el volumen en la mesilla de noche, y luego volvió a inclinarse para extender el brazo tanto como pudo. Finalmente, logró aferrar la arrugada tela. Poniéndose en cuclillas, alisó el paño en el suelo, pasando su dedo índice por los bordes de su extraña forma. Parecía el perfil de una bota de mujer. Algún recuerdo vago pasó por su cabeza, y, finalmente, logró precisar de qué se trataba. Podría ser la tela a la que Damien le daba vueltas entre las manos la noche en que encontró a Mary llorando en la cama. La noche en que la habían agredido. Darcie recordó el borde rasgado del vestido de Mary, y sospechó que aquel era el pedazo de tela que le habían arrancado. En su mente se formó la terrible imagen - 154 -


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de su amiga tratando desesperadamente de soltarse de la mano que le había hecho daño. Imaginó el sonido de la tela al rasgarse y el grito de Mary en el momento en que se liberó. Era una imagen horrorosa. Damien no podía haber hecho eso. Estaba segura de ello. Entonces, ¿quién le había hecho algo tan terrible a Mary, y cómo aquel pedazo de su vestido había llegado a las manos del doctor? Se sintió enormemente confusa. Se puso de pie y guardó la tela en el bolsillo de su vestido. Luego, se acercó a la ventana y dirigió su mirada hacia el patio, tal como lo había hecho la noche de la agresión de Mary. Apoyó la frente contra el frío cristal, preguntándose si realmente habían pasado apenas unas pocas horas desde que había estado entre los brazos de Damien, desde que se había sentido invadida por semejante alegría. En aquel momento la acosaban infinidad de preguntas y preocupaciones, y un persistente temor por el hombre que amaba. Agarró de nuevo la lámpara y salió del dormitorio de Damien, dejándolo tal y como lo había encontrado: tan desierto y silencioso como una tumba.

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Capítulo 14 —Has podido dormir, chiquilla? —preguntó la señora Cook, levantándose de su silla de un salto y dándole a Darcie unas palmaditas en el brazo para consolarla, cuando ella entró en la cocina a la mañana siguiente—. Ven a desayunar. Una buena taza de té bien cargado te animará un poco. Podía sentir el peso de todas las miradas sobre ella. El olor a huevos con bacon impregnaba el aire; pero en lugar de abrirle el apetito, le hizo sentir náuseas. Sentándose en su silla, esbozó una débil sonrisa para complacer a la cocinera. Agradecía su presencia acogedora. Alzó la vista, y se cruzó con la mirada de preocupación de John, que se encontraba frente a ella. Él hizo un gesto con la cabeza con intención de infundirle aliento. A Darcie le pareció increíble que la noche anterior la hubieran ascendido de la mesa de la servidumbre a la del patrón, y aquella mañana hubiese tenido que regresar a la cocina a desayunar. Era extraño que se sintiera tan a gusto en los dos mundos. Se sirvió unos huevos revueltos y pan tostado, y aunque la comida era como ceniza en su boca, se obligó a comérsela toda. Mirando a su alrededor, Darcie se preguntó qué pensarían los demás criados acerca de los acontecimientos de la noche anterior. Poole, por lo menos, sabía que Damien se había marchado en compañía del inspector Trent. Ella sólo podía intentar adivinar cuál era la historia que circulaba entre ellos. Comió otro bocado, aventurándose a lanzarle una rápida mirada a la cocinera. Parecía ser la misma mujer imperturbable de siempre. Mientras intentaba tragar la comida, Darcie centró su atención en Mary, sentada a su izquierda. Abrió la boca para preguntar cómo se sentía su amiga aquella mañana, pero descubrió que ella estaba mirando a Poole con una expresión extraña, casi dulce. Y todavía más extraña le pareció la forma en que el mayordomo miraba a Mary. Ladeando la cabeza, Darcie observó confundida aquel insólito intercambio de miradas. Poole tenía siempre un gesto antipático con aire de superioridad. Nunca había visto en él más que una expresión desdeñosa que le crispaba la cara. Sin embargo, en aquel momento en que clavaba su mirada en los ojos verdes de Mary, parecía incluso un hombre simpático. Darcie apartó la mirada y la dirigió hacia el cochero. Sintiendo el peso del silencio matutino, le preguntó en voz baja: —John, ¿puedes llevarme a ver al doctor Cole? El cochero levantó la cabeza bruscamente y se quedó mirándola. —¿A la cárcel? - 156 -


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Ella tragó saliva intentando deshacer el nudo que se había formado en su garganta. ¿Estaría Damien en una celda, enjaulado como una bestia despreciable, o se encontraría en la comisaría de policía de la calle Bow? No tenía la menor idea, pero sí había oído hablar de las cosas que sucedían en los sótanos de la comisaría. Los hombres de Whitechapel hablaban de las celdas de detención, de las cámaras de aislamiento y de los interrogatorios que allí se efectuaban. Darcie podía sentir la mirada de los demás criados traspasándola, y pensó que ellos también debían conocer esas terribles historias. —Quiero ir a la calle Bow —dijo ella—. Espero que el inspector Trent acceda a verme, y también que entre en razón. —¿Qué vas a hacer allí? —preguntó Tandis con timidez, sorprendiendo a Darcie al hacer esta pregunta con su casi inaudible voz, ya que la joven criada rara vez hablaba—. Te lo pregunto porque pensé que el doctor Cole podría tener hambre y puedes llevarle algo de comida. Mi tío Jack estuvo en Fleet por culpa de sus deudas. Pasó diez largos meses en ese lugar, y no sé si le habrían dado algo de comer si mi padre no hubiera pagado un buen dinero para cerciorarse de que tuviera comida y una cama —dijo, mirando a los demás criados para evaluar sus reacciones. —Ésa es una idea estupenda, Tandis —dijo Darcie, sintiéndose conmovida por el interés que la joven criada demostraba por Damien—. Gracias. —Es una buena idea —asintió John—. Pero no sé si habrán metido al doctor Cole en una celda. Podría estar en una habitación con ese inspector. Seguro que lo ha estado interrogando toda la noche. —De todas formas, supongo que estará cansado y tendrá hambre —señaló la señora Cook. —Querrá una camisa limpia. Darcie se volvió sorprendida al oír a Poole esas palabras. —Estoy segura de que agradecerá que le lleven una —dijo ella en voz baja. El mayordomo la miraba fijamente desde el eminente sitio que ocupaba en la cabecera de la mesa, y su mirada de preocupación hizo que Darcie frunciera el ceño confundida. El frío superior se había transformado en un hombre que la acompañaba en la inquietud que sentía por Damien. El apoyo de toda la servidumbre reafirmó su determinación de hacerle frente al inspector Trent para intentar convencerlo de que le permitiese ver a Damien. —Trent está interrogando a la persona equivocada —dijo Poole súbitamente, como si fuese un eco de sus propios pensamientos—. Cuanto más pronto se dé cuenta, menos tardará en arrestar al autor de esta terrible serie de crímenes. —Sí —asintió Darcie, aunque había pasado a centrar su atención en Mary, que se había hundido en su silla y retorcía nerviosamente la servilleta entre sus manos, apretándola cada vez con más fuerza. Darcie tendió las manos para agarrar las de Mary entre las suyas, apaciguando su ansioso movimiento. La criada no intentó soltarse, pero tampoco hizo gesto alguno para corresponder al afecto que le demostraba Darcie. Tras unos instantes, alzó la cabeza para mirar a su amiga a la cara. Sus ojos verdes reflejaban angustia y miedo. - 157 -


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Darcie frunció el ceño cuando Mary retiró su mano, deseando que su amiga le contara cuál era el motivo de su desasosiego. Se preguntó una vez más si la persona que le había hecho daño la noche de la agresión estaría relacionada con los asesinatos. Además de su instinto, no había nada que la llevara a asociar estos dos hechos. —Muy bien —dijo John, atrayendo su atención. Dejando la servilleta junto a su plato vacío, se levantó y le hizo un gesto de aprobación con la cabeza—. Iré a enganchar los caballos al carruaje. ¿Nos vemos dentro de unos veinte minutos, chiquilla? —De acuerdo, John. Gracias. Tras decir esto, lo vio salir de la habitación dando grandes zancadas. Siguiendo la sugerencia que Tandis había hecho, la cocinera se levantó de su silla y bajó una cesta de mimbre de un estante elevado. Empezó a llenarlo de pan, queso y fiambres. Tras vacilar un instante, agregó varios pastelillos bañados de dulce de caramelo rosado. —Al doctor Cole no le gustan los dulces —señaló Darcie, sintiéndose triste al recordar su conversación con Damien. —Generalmente no, pero hoy podría ser distinto —afirmó la mujer, sonriendo de modo tranquilizador. Darcie agarró una servilleta limpia, la enrolló y la metió en la cesta. —¿Cómo será ese lugar? Supongo que oscuro, sucio y… húmedo —observó la señora Cook. —Me imagino que así será —dijo Darcie con tristeza. Esas palabras evocaron la imagen de Damien encerrado en una celda fría y oscura en los sótanos de la comisaría de la calle Bow. No soportaba pensar que Damien estuviese en un lugar así, él que estaba hecho de sándalo, luz de sol y libertad. Posó su mirada en una rosa sin abrir que la cocinera había puesto en una jarra sobre el alféizar de la ventana. —De hecho, me has dado una idea. Dile a John que he ido al parque. No tardaré mucho. La mujer parpadeó sorprendida. —¿Al parque? ¿Qué diablos vas a hacer allí? —Voy a comprar flores. Siempre hay una chica vendiendo flores a la entrada. —¡Flores! —repitió la cocinera estupefacta, como si Darcie hubiese dicho que iba a comprar diamantes. Luego, una sonrisa apareció en su rostro y siguió llenando el cesto de comida—. Sí, flores. Es una idea estupenda. —¡Perfecto! —exclamó Darcie sonriendo. Se sentía más animada. Le llevaría una cesta de comida a Damien, y también un ramillete de flores frescas para que su agradable olor le alegrara un poco el día. Luego hablaría con el inspector Trent, pensó con resolución. Subió al ático corriendo para buscar su chal. Aún era muy temprano y sospechaba que la mañana estaría todavía fría. Al salir de casa notó que el cielo estaba nublado. Sólo había avanzado unos cuantos pasos cuando oyó la campanilla - 158 -


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del panadero anunciando su llegada. —¡Pan caliente! —gritó el hombre con voz de trueno—. ¡Pan caliente! En la acera de enfrente, vio a la lechera llevando un par de cántaros de leche cargados sobre los hombros. Tenía un sombrero de paja redondo para protegerse la cara del sol de la mañana. A Darcie se le hizo un nudo en la garganta. La escasa alegría que había sentido hacía apenas unos instantes se evaporó como el rocío matutino. Al parecer, la vida seguía su curso, a pesar del hecho de que la preocupación y el miedo le oprimían el corazón. El panadero seguía vendiendo el pan y la lechera la leche, y entretanto, era posible que Damien estuviera sufriendo en una celda sucia y húmeda. Apuró el paso, avanzando a grandes zancadas para llegar a Hyde Park. La voz del panadero se fue debilitando hasta desaparecer y, al doblar la esquina, Darcie se quedó sola. El rítmico taconeo de sus botas sobre la calle adoquinada marcaba su paso. Luego, un murmullo, una corriente de aire, un sonido ligerísimo, la puso sobre aviso, y se detuvo, mirando a su alrededor para buscar la causa de la repentina desazón que hacía que un escalofrío recorriera su columna vertebral. No vio a nadie en la calle desierta. Nada fuera de lo común llamó su atención. Qué extraño. Quizás estuviese un poco susceptible debido a la situación que atravesaba Damien. Prosiguió su camino con paso resuelto, deseosa de comprar las flores lo más pronto posible para reunirse cuanto antes con Damien. Era difícil imaginar cómo debía estar sintiéndose. De repente, se le puso la carne de gallina y notó, una vez más, un escalofrío. Aquella sensación le hizo recordar la desazón que la había atenazado ante la casa la noche anterior. Se detuvo en seco y se dio la vuelta, pero de nuevo vio la calle desierta. Intentando liberarse de esa extraña sensación, Darcie siguió avanzando hacia el parque. Sintió un gran alivio al ver a la vendedora de flores pregonando su mercancía cerca de la entrada. —Buenos días, señorita —la saludó la chica con una sonrisa, ofreciéndole un ramo de rosas—. ¿Le gustaría llevarse unas hermosas flores? Las tengo rojas, rosadas o blancas. Sacando una moneda de su bolsillo, Darcie vaciló un momento. Comprendió de repente el significado de lo que estaba haciendo. Estaba usando dinero de su sueldo para comprar flores. Miró fijamente a la vendedora, y luego la moneda. —¡Santo cielo! —exclamó en voz baja. La magnitud de su nueva situación la aturdió. Hacía apenas unas semanas no habría podido ni siquiera soñar con gastar dinero en flores. Difícilmente habría podido conseguir unas cuantas monedas para comprar un poco de comida. Miró el penique que sostenía en la mano abierta. —¿Le ocurre algo, señorita? —le preguntó la vendedora. —No, nada. —Darcie se metió la mano en el bolsillo y sacó otra moneda—. Para pagar las flores —dijo, poniendo el primer penique en la mano extendida de la chica —. Y ésta es para ti. —Puso la segunda moneda sobre la primera. La chica la miró con los ojos muy abiertos. —Muchas gracias. - 159 -


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—No hay de qué —respondió Darcie distraídamente mientras miraba las rosas. No, el rojo no era el color apropiado. Le recordaba… Sacudiendo la cabeza, señaló otro ramillete. —Mejor dame las blancas, por favor. Cuando la florista le hubo dado el ramo, Darcie se dirigió de nuevo hacia la calle Curzon. Momentos después, volvió a tener la sensación, mucho más intensa que antes, de que algo estaba pasando. Apretó el paso, aferrando las flores con fuerza entre sus manos. ¿Había alguien siguiéndola? Dominando su inquietud, miró por encima de su hombro mientras empezaba a correr para refugiarse en la seguridad que le ofrecía su hogar. Su hogar. Sí, la casa de la calle Curzon era su hogar, y pese a los extraños acontecimientos de los últimos días, allí se sentía segura. Una larga sombra se cruzó en su camino. Alzó la vista consternada y suspiró de alivio al ver la forma que surgía imponente ante ella. Era el carruaje. John había ido a buscarla. Se bajó del pescante y la miró con ojos bondadosos. —No hay prisa, chiquilla. No hay prisa —dijo él, abriéndole la puerta del carruaje. —¡Caramba! —exclamó ella—. Tienes razón. Gracias, John. ¿Has traído la cesta? —La he colocado en el asiento —indicó él, señalando el interior del carruaje. —Entonces podemos irnos —afirmó Darcie con alegría forzada. Entró en el vehículo e intentó tranquilizar su acelerado corazón. John le lanzó una mirada escrutadora, frunciendo el ceño en señal de preocupación. —¿Va todo bien? Darcie sacudió la cabeza. —Lo único que no va bien es el hecho de que el doctor Cole se encuentre en la cárcel mientras un asesino merodea por las calles. —Estoy de acuerdo —asintió John, cerrando la puerta del carruaje. Darcie se acomodó en el asiento y colocó el ramillete bajo el paño de lino que cubría la cesta de comida. Sintió una corriente fría en la nuca, y alzó la cabeza bruscamente, girándose para mirar por la ventanilla del carruaje. Allí, al otro lado de la calle, vio a un hombre vestido con una larga capa negra. Darcie frunció el ceño. Era un día cálido. Ella realmente no necesitaba ponerse el chal. Inclinándose hacia adelante, forzó la vista para ver con claridad la cara del hombre. Había algo familiar en aquel sujeto vestido de negro, pero cuando intentó distinguir sus rasgos, él se volvió. Ella sólo alcanzó a ver su perfil y el color oscuro de su cabello. Era de complexión normal, y no parecía haber nada extraordinario en él. Sin embargo, algo le preocupaba. Algún recuerdo vago y casi olvidado. —¡John! —gritó ella, resuelta a detener la partida del coche. El no la oyó. El carruaje dio una sacudida y se puso en marcha, dirigiéndose en dirección contraria a la del hombre que acababa de ver. - 160 -


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Darcie abrió la cortinilla tanto como pudo para intentar vislumbrar la espalda del desconocido que se alejaba. Su capa se movía cada vez que él daba una zancada, y algo en su manera de andar, o quizás la forma en que la tela de su capa ondeaba alrededor de sus piernas, le trajo a la memoria un antiguo miedo. Intentando aferrarse a las sombras del recuerdo, miró a aquel hombre hasta perderlo de vista. Cuando doblaron la esquina y ya no pudo seguir mirando en dirección al desconocido, Darcie se reclinó en el tapizado de terciopelo del asiento y dejó de pensar en aquel hombre de cabello oscuro. Se concentró en reflexionar sobre cómo formularía la petición que le haría al inspector Trent. Poco después, el carruaje se detuvo frente a un gran edificio de ladrillos. Darcie se inclinó hacia adelante y miró detenidamente la fachada de la comisaría de policía de la calle Bow. Unos escalones de granito conducían a la puerta principal. Las ventanas de la fachada del edificio tenían dinteles de granito, al igual que la entrada en forma de arco. Había bastante gente cerca de las escaleras, y Darcie se preguntó por qué motivo se encontrarían allí. John abrió la puerta del carruaje y la ayudó a apearse. —¿Qué estará haciendo toda esta gente aquí? —preguntó Darcie, acercando la cesta para poder levantarla y meter el brazo por su asa. John soltó un resoplido y le lanzó una rápida mirada al grupo de personas allí reunidas. —Apostaría a que están esperando el carruaje de su majestad. Sorprendida, Darcie se paró en seco y giró para mirarlo a la cara. —¿El carruaje de su majestad? ¿Qué viene a hacer la reina a la comisaría de la calle Bow? La expresión del rostro de John se relajó, y esbozó una sonrisa. Las líneas de preocupación que surcaban su cara se atenuaron gracias a aquel momentáneo regocijo. —El carruaje de su majestad es el vehículo en el que traen a los criminales, chiquilla. —Ah, sí, desde luego. —Darcie se rió de su propia ingenuidad. Levantando el cesto para sostener su asa con la parte interior del codo, se dirigió hacia la entrada principal de la comisaría. Soltando un suspiro, se detuvo y se volvió hacia John. —Tengo miedo, John. ¿Qué haré si no me dejan verlo? ¿Y si le han…? —Vaciló, poco dispuesta a expresar aquello que le preocupaba en voz alta. Obligándose a proseguir, dijo—: ¿Y si le han hecho daño? John, apretando los labios, asintió. Metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó una bolsita de terciopelo negro. —Incluso al hombre más honesto le gusta el dinero. Usaremos estas monedas si llegamos a necesitarlas. Darcie recordó la historia que Tandis había contado a la hora del desayuno. Era muy probable que necesitaran esas monedas. Subieron juntos las escaleras y entraron en la comisaría. Darcie miró - 161 -


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detenidamente el vestíbulo del edificio público. Había mucha gente allí dentro, e intentó averiguar quién era la persona más adecuada para preguntarle dónde se encontraba Damien. Acababa de decidir que se dirigiría a un hombre de aspecto imponente, cuando vio a una persona que le resultaba conocida, vestida con un traje de lana, alejándose de ella con aire resuelto. —¡Inspector Trent! —gritó ella, corriendo detrás de él. Él se detuvo, volviéndose hacia ella. Una chispa de reconocimiento se encendió en sus ojos. Poco dispuesta a perder de vista a su presa, Darcie no quiso desperdiciar ni un segundo dándose la vuelta para cerciorarse de que John la estuviera siguiendo. Tras esquivar a un hombre bastante voluminoso que llevaba un enorme sombrero de castor, se plantó justo delante del inspector Trent. —He venido a ver al doctor Cole —afirmó resueltamente, pese a que le temblaban las piernas—. Por favor asegúrese de que me lleven enseguida a donde se encuentre. El inspector Trent enarcó una ceja al oír la petición de Darcie, como burlándose de ella. Recurriendo a sus hasta entonces desconocidas reservas de serenidad, Darcie habló deprisa por miedo a que el inspector perdiera interés y se marchara antes de que ella alcanzara su objetivo. —Inspector Trent, entiendo que usted tiene que hacer su trabajo. De hecho, tenemos una meta común. Sally Booth, una de las desventuradas mujeres asesinadas, era amiga de mi hermana. Nada me gustaría más que ver al desalmado criminal responsable de su muerte entre rejas. De ahí que me sienta en la obligación de aclarar un punto que considero importante. El doctor Damien Cole no es el hombre que usted está buscando. —¿Dice usted que Sally era una amiga de su hermana? —preguntó el inspector Trent, mirándola con renovado interés—. ¿Quién es su hermana? Me gustaría hablar con ella. Darcie se humedeció los labios. —Tengo entendido que usted ya la interrogó. Mi hermana es Abigail Feather. —Hizo una pausa—. La señora Feather del número 10 de la calle Hadley —aclaró, pues él no pareció entender de quién se trataba. El inspector Trent no hizo ningún comentario despectivo. —Está usted en lo cierto, ya he hablado con ella —afirmó con hermetismo. —Supuse que lo había hecho. Darcie miró por encima de su hombro, buscando alguna señal de la presencia de John. Se sintió amilanada cuando no pudo encontrarlo por ninguna parte. Estaba sola con Trent, sólo podía contar consigo misma para convencerlo de que le permitiera ver a Damien. Recordó la bolsita de terciopelo negro llena de monedas que John le había enseñado cuando estaban junto al carruaje. Volviendo a centrar su atención en el inspector y recordando lo poco que sabía de él, pensó que no parecía ser la clase de persona que se dejaba sobornar. Como si se fijase en la cesta por primera vez, el inspector Trent levantó un - 162 -


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extremo del paño de lino. Al ver las rosas que ella había guardado dentro, las levantó y miró a Darcie a la cara. Por alguna razón, ver al inspector sosteniendo aquellas flores hizo que a Darcie se le saltaran las lágrimas. Toda una eternidad pasó en un solo instante, y luego la expresión del rostro de Trent se suavizó. —Venga conmigo —ordenó con brusquedad, guardando de nuevo las flores en la cesta. Cuando él alzó la vista, Darcie sintió una presencia junto a ella. Volviéndose, vio que John se encontraba de nuevo a su lado. —Sólo ella. Usted debe esperar aquí —le indicó el inspector. Darcie instó a John en silencio a no discutir. El la miró fijamente con los ojos ensombrecidos por la preocupación y asintió. —De acuerdo —dijo, pasando nerviosamente una mano abierta por su mandíbula. Luego señaló con la cabeza a la expectante multitud—. Esperaré aquí con toda esta gente. Sin más preámbulos, Trent siguió avanzando con paso resuelto. Darcie lo siguió corriendo a través de la infinidad de habitaciones del edificio. Luego, subieron un piso por la escalera y atravesaron un pasillo hasta llegar a una puerta cerrada que se encontraba al fondo. Trent saludó con la cabeza al hombre que se encontraba apostado en la puerta. Darcie sintió un gran alivio. Parecía que después de todo no habían llevado a Damien a una celda, y ella agradeció que no lo hubieran hecho. Tras abrir la puerta, el inspector Trent clavó en ella su mirada severa. —Tiene usted quince minutos —le dijo con aspereza. Al cruzar el umbral, Darcie entró en una pequeña habitación casi vacía, en la que sólo había dos sillas de alto respaldo y una vieja mesa de madera llena de marcas. La puerta se cerró tras ella, y al instante siguiente oyó el ruidito seco de una llave girando en la cerradura. Por un momento pensó que el inspector Trent le había mentido y que ella estaba sola en aquella habitación. —Darcie —oyó que susurraban a sus espaldas con un matiz de asombro—. ¿Por qué has venido? Al volverse, vio a Damien en un rincón de la habitación, con un hombro apoyado contra la pared. Se había quitado la chaqueta y sólo llevaba la camisa y el chaleco. Su cabello dorado estaba completamente despeinado y se ensortijaba alrededor de su cuello, y el cansancio había hundido sus hermosos ojos grises. Sintiendo una inmensa alegría, dio un paso para acercarse a él y luego, vacilante, se detuvo de repente. Durante un momento interminable, una fuerte emoción se apoderó de él y transformó sus rasgos. Sorpresa, alegría, inquietud. Finalmente, tendió un brazo para hacerle una silenciosa invitación, y ella corrió hacia él y se derrumbó contra su sólido pecho, aspirando el aroma de su cuerpo, sintiendo su calor, siendo consciente desesperadamente de cuánto lo amaba. La estrechó entre sus brazos, y ella sintió que él apoyaba su barbilla ligeramente sobre su cabeza, un gesto que ya le resultaba - 163 -


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familiar. —Tenía tanto miedo —le dijo ella—. Pensé que probablemente te habían llevado… —Se le quebró la voz. Sólo de pensar que llevaran a Damien a la cámara de aislamiento para golpearlo y obligarlo a confesar, le resultaba demasiado abrumador para ser expresado en voz alta. Él la abrazó con más fuerza, y ella sintió la firmeza de los brazos que la estrechaban. —Trent sólo nos ha dado quince minutos —dijo ella con dificultad. Los pliegues de la camisa de Damien amortiguaban su voz. Dando un paso hacia atrás, él se alejó un poco de ella, pero sin dejar de mantener contacto físico: su mano permaneció sobre su hombro. La miró a los ojos, recorriendo su mejilla con el dedo pulgar. —¡Dios mío! —susurró él con la voz quebrada y la incredulidad grabada en el rostro—. Realmente estás aquí. Ella hundió su cara en la mano de él y apretó sus labios contra su palma, sin apartar la mirada de la suya ni un solo instante. —Por supuesto que estoy aquí —dijo casi sollozando. Se aferró a él, agarrando la suave tela de su camisa, luchando por controlarse. Inclinándose hacia adelante, apoyó todo su peso contra él, consolándose con la firmeza de su cuerpo y, a su vez, ofreciéndole su propia fuerza—. He venido a decirle a Trent que debe concentrar sus esfuerzos en buscar al verdadero asesino. Ella sintió que los labios de Damien esbozaban una sonrisa en el mismo lugar en el que se apretaban contra su cabeza. Retrocediendo lo suficiente para poder ver su cara, descubrió que él se estaba riendo de su poco convincente argumento. —Sé quién eres, Damien Cole. No eres un asesino. —Me desconciertas —dijo con voz áspera y tensa, casi sin poder ocultar la emoción que lo embargaba—. Cuando Trent sacó el bisturí de la bolsa… —Hizo una pausa. La expresión de su rostro reflejaba dolor—. Darcie, no soy el monstruo que Trent quiere ver en mí. —Shhh. —Ella apretó sus dedos contra los labios de Damien—. No es necesario que te defiendas ante mí. Cálidas lágrimas se abrieron paso por las mejillas de Darcie. Damien soltó un gemido ahogado, procedente de lo más profundo de su garganta. —No llores por mí. No merezco tus lágrimas. Ella negó con la cabeza. Muchas palabras acudieron atropelladamente a su boca, ansiosas de ser pronunciadas, pero su lengua pareció atascarse, impidiéndoles salir. Sólo pudo quedarse ante él, dejando que mudos sollozos sacudieran su cuerpo. —Yo… Hummm… He venido a tranquilizarte. —Soltó un tembloroso suspiro para intentar controlarse—. A o… ofrecerte mi consuelo y apoyo —balbuceó, y alzó su brazo para que él viera la cesta—, y co… comida. Damien intento esbozar una sonrisa. Agarró el cesto con una mano y lo colocó sobre la mesa. Sus dedos permanecieron entrelazados con los de Darcie, haciendo - 164 -


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que ella permaneciera a su lado, como si aborreciera tener que soltarla. Volviéndose hacia ella para poder mirarla a la cara con sus insondables ojos grises, le dijo: —Te he decepcionado. —Un silbido de frustración escapó de sus labios—. Las promesas de protegerte tienen tan poco valor como monedas de plomo, tan poco valor como las que le hice a Theresa. Ni siquiera puedo protegerme a mí mismo de las falsas acusaciones. Ella se echó en sus brazos y pasó los dedos por su cabello, tirando de sus sedosos mechones. Ante esta silenciosa incitación, él acercó sus labios a los de ella. ¡Ay!, qué agradable resultaba sentir el cuerpo de Damien contra el suyo. Cálido, fuerte, lleno de vida. No permitiría que aquella locura se lo quitara. Darcie le ofreció todo su amor, abriéndose a sus caricias, y yendo al encuentro de los embates de su lengua con un apremio vehemente y conmovedor. Damien recorrió con la mano su espalda hasta descansar en sus nalgas, e hizo que ella se apretara aún más contra él. Soltando un débil gemido, ella se amoldó a su cuerpo, tratando de lograr una unión que pudiera sostenerlos hasta que aquella pesadilla terminara. La lúgubre habitación desapareció, y sólo quedó Damien, sólido y fuerte. Permanecieron inmóviles, silenciosos. Se estrecharon hasta formar un solo cuerpo, sacando fuerzas el uno del otro. Una serie de secos golpes rasgaron el silencio cuando el inspector Trent, o tal vez el guardia, tocaron la puerta como advertencia. ¿Cuánto tiempo les quedaba? ¿Cinco minutos? ¿Tres? Darcie lanzó un gemido ahogado. —Shhh. —Damien selló sus labios con un último beso y luego retrocedió. Ella se percató del sutil cambio que se produjo en su expresión, la ligera forma en que se tensó la firme línea de su boca al observarla, mirando fijamente sus pálidas mejillas y las ojeras de cansancio claramente visibles bajo sus ojos. Darcie soltó un suspiro. —Darcie, escúchame. Hay una protección que sí puedo ofrecerte. —Hablaba con un tono de voz decidido—. Si algo sale mal, hay unos fondos… —¡No! —exclamó ella, apartando la cara para que él no viera que los ojos se le habían llenado nuevamente de lágrimas—. No te pasará nada. Nada. Esto no es más que una terrible equivocación. Un error de la justicia. Tendrán que darse cuenta de ello. Así será. —Parpadeó para sacudirse las gotas de humedad que se aferraban a sus pestañas—. Confía en mí. —Confío en ti —susurró estas palabras como si ellas tuvieran algún significado oculto. Extendiendo los brazos, Darcie sostuvo su cara entre sus manos ahuecadas, sin saber qué decir. —Tú, que conoces el lado más oscuro de la vida y la naturaleza del ser humano, aún crees en el bien. No fue una pregunta, aunque el tono de voz de Damien era de incredulidad. Darcie se inclinó hacia adelante para apoyar su mejilla contra su cálido pecho. Pensó en Steppy y en su amarga traición, el recuerdo de su terrible felonía era como un yugo sobre sus hombros. Y también pensó en su hermana, Abigail, cuya confianza - 165 -


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en un hombre la había llevado a la destrucción. —¿Cómo puedes confiar en un hombre que ha sido detenido como sospechoso de asesinato? —preguntó él con aspereza, malinterpretando su silencio. Aquella pregunta mostró la cruda realidad de aquella terrible situación, que quedó al descubierto con unas simples palabras. —Yo… —empezó a decir ella. La puerta se abrió con un chirrido y el inspector Trent entró en la pequeña habitación. —Su tiempo ha terminado. Darcie miró a Damien con una expresión de angustia, deseando que tuvieran un minuto más para compartir una caricia, la calidez de un abrazo, la pasión de un beso. ¡Ay, Dios!, ¿cuándo volvería a verlo?

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Capítulo 15 Darcie sintió un gran vació cuando Damien dio un paso para alejarse de ella. Notaba la tensión en cada uno de los poros de su cuerpo. Ella le lanzó una mirada iracunda al inspector Trent y abrió la boca para protestar, para pedir más tiempo. El inspector le hizo la misma seña al guardia que ella había visto hacía un momento. —Johnson, lleve al doctor Cole a la otra habitación. Quisiera hablar un momento con la señorita Finch. —Mirando de nuevo a Darcie, prosiguió—. Pensaba ir a verla esta mañana. Me ha ahorrado usted el viaje. Dando un paso adelante, Damien usó su cuerpo para protegerla de la mirada del inspector. —Ella no tiene nada que ver con esto —dijo él en voz baja. Con la cabeza inclinada hacia un lado y una expresión sardónica en el rostro, Trent examinó a Damien durante un instante. —Es posible que así sea, pero de todos modos necesito hablar con ella. Percibiendo un trasfondo de aversión en las palabras de los dos hombres, Darcie se interpuso entre ellos. —Por favor —dijo, apoyando su mano en el brazo de Damien—. No tengo nada que ocultar, y si algún dato que yo pueda dar sin darme cuenta ayuda a atrapar al verdadero asesino —le lanzó una mirada expresiva al inspector Trent—, a hacer justicia, entonces con gusto hablaré con usted. En los labios del inspector Trent apareció una dura sonrisa. —Su gatita ha sacado las garras, doctor Cole. —No soy la gatita de nadie —afirmó Darcie con firmeza—. Pero sí tengo garras, y también la suficiente inteligencia para reconocer la inocencia de un hombre. Trent bajó la cabeza. —Su convicción y su confianza son admirables. Por su propio bien, señorita Finch, espero que no las haya depositado en quien no las merece. Darcie tomó aire intentando calmarse. Le enfurecía el tono de voz del inspector, que parecía insinuar que era una tonta que estaba prestando su apoyo a una persona culpable. Conteniéndose para no contestarle con una diatriba violenta, pues sabía que la intención de Trent era ofuscarla y confundirla con el fin de sacarle información que de otra manera era posible que no revelara, se volvió hacia el guardia, Johnson, y señalándole la cesta que estaba sobre la mesa, le dijo: —Por favor, lleve la cesta a la otra habitación. ¿No querrá usted dejar morir de hambre a un hombre inocente? El guardia vaciló, pero ella se giró de nuevo hacia el inspector Trent para mirarlo a la cara. El dio su aprobación con un movimiento de cabeza y Johnson - 167 -


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levantó el cesto. A Darcie se le partió el alma cuando Damien pasó junto a ella, deteniéndose para rozarle la mejilla con el dedo pulgar. Quiso arrojarse a sus brazos y expresar con sollozos todo el terror y la desesperación que sentía. Era muy difícil parecer valiente. Las miradas de Damien y Trent se cruzaron, y una vez más se sintió una especie de descarga entre los dos hombres. La expresión de Damien no era exactamente amenazadora, pero había una sutil advertencia en la forma de mirar al inspector. Le sugería que no continuase con aquello, comprendió ella sobresaltada. ¡Dios santo! Qué irritante era aquel hombre. No estaba en condiciones de intentar protegerla. Miró nerviosamente a Trent y notó que estaba clavando sus ojos en Damien con lo que parecía ser un respeto reticente. Tras darle un apretón de manos tranquilizador, Damien precedió al guardia para salir de la habitación. —Despliega una actitud protectora con usted —comentó el inspector Trent mientras agarraba una de las sillas de la desvencijada mesa y le hacía señas a Darcie para que se sentara—. Me pregunto si eso se debe a que se preocupa por usted o a que le inquieta lo que pueda revelar. La estaba provocando. Ella apretó los labios, resuelta a hablar sólo cuando tuviera que hacerlo, pues aunque su instinto le decía que inundara al inspector con declaraciones de la inocencia de Damien, comprendió que no serviría de mucho. El tenía que hacer su trabajo, y lo haría a su manera y emplearía el tiempo que necesitase. Vivir en las calles le había enseñado a tener paciencia —a veces era necesario esperar horas antes de que se presentara la oportunidad de robar una patata de un puesto de comida—, y en aquel momento le alegraba sinceramente haber aprendido esta lección. —¿Qué clase de relación tiene usted exactamente con el doctor Cole, señorita Finch? —preguntó él, agarrando la silla que estaba frente a ella. Había un tono sarcástico en sus palabras, una implícita sugerencia de que él sabía qué clase de relación tenían Damien y ella. —Soy su ayudante —contestó, mirándolo a la cara. Le respondió con tanta firmeza como le fue posible. El inspector se apoyó contra el respaldo de la silla. —¿Cómo lo ayuda usted? —Dibujando. —¿Qué dibuja exactamente? La desesperación empezaba a manifestarse en su voz. —Ilustraciones. Ella no alteró el tono de su voz en ningún momento, manteniéndola siempre serena. En los callejones de Whitechapel había tenido que hacer frente a amenazas mucho más aterradoras que el inspector Trent. Tras una breve pausa, Trent cambió de táctica. —Dice usted que su hermana conocía a Sally Booth. ¿Usted también la conoció? —Sí. - 168 -


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Trent esperó un segundo y cuando comprendió que ella no daría más detalles, prosiguió con su interrogatorio: —¿Cuándo la vio por última vez? —Acompañé al doctor Cole a casa de mi hermana, donde él curó un forúnculo que Sally tenía en la pierna. Apoyando los antebrazos en sus muslos, el inspector se inclinó para quedar más cerca de ella. Darcie tragó saliva y, apretando su espalda contra el respaldo de la silla, se alejó tanto como pudo. —¿Sally trabajaba para su hermana? Darcie asintió. —¿Usted también ha trabajado para su hermana? Ella lo miró a la cara. —No. El inspector Trent esbozó una sonrisa tensa. —No fue mi intención ofenderla. Era evidente que sí había querido ofenderla. No de una manera mezquina, pensó ella, sino como un medio para lograr su objetivo. Quería enervarla hasta que revelara algún secreto que pudiera usar en contra de Damien. Apretando los puños sobre su regazo para que sus manos dejaran de temblar, Darcie renunció a contestarle. Él estaba tratando de ponerla nerviosa. Podía darse cuenta de ello. —¿Cómo se comportó el doctor Cole el día en que usted vio a la señorita Booth en casa de su hermana? Darcie lo miró fijamente. —Se comportó como un médico. —¿Parecía nervioso, enfadado? —No. —¿Alguna vez se ha portado de una manera extraña? —preguntó el inspector. —No sé qué quiere usted decir con eso —respondió Darcie, mirándolo a la cara, impasible. El inspector Trent asintió. —Permítame hacerle otra pregunta: ¿vio usted al doctor Cole la noche en que Sally Booth fue asesinada? —Sí, lo vi. —¿Notó usted algo fuera de lo común? Darcie recordó aquella noche. Vio la camisa manchada de sangre de Damien y las llamas devorándola cuando él la arrojó a la chimenea. Había perdido el sueño pensando en esa camisa hasta el día en que Abigail le explicó la razón de las manchas. Habían sido producidas por la sangre de Mayna, que salpicó la ropa de Damien cuando él intentó salvar la vida de la chica. ¿Había pasado algo fuera de lo común aquella noche? Nada que pudiera interesar al inspector Trent. —No, no noté nada fuera de lo común —negó ella rotundamente. Con la mirada fija en él, Darcie se inclinó hacia adelante. El no se alejó, y permanecieron así sentados, a pocos centímetros de distancia, atrapados en un - 169 -


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silencioso combate de voluntades. —¿Ha pasado algo que pudiera llevarle a decir que le tiene miedo al doctor Cole? ¿Algún incidente extraño, por intrascendente que pueda parecerle? Darcie vaciló un momento. Recordó la agresión contra Mary y su curiosa convicción de que ese ataque tenía alguna relación con los asesinatos de Whitechapel. Sin pensarlo, metió una mano en el bolsillo de su vestido y rodeó con sus dedos el pedazo de tela que había encontrado en el dormitorio de Damien. Pensó en revelarle sus inquietudes a Trent, pues él podría seguir esta pista y encontrar al verdadero autor de los crímenes. Al percibir su cambio de actitud, Trent atacó con la rapidez de una cobra. —Contésteme —dijo, acercándose aún más. Su aliento olía a café—. ¡Contésteme! No proteja a ese monstruo. Piense en Sally Booth, a quien le arrancó el corazón. Piense en Margaret Bailey, a quien le abrió el cuerpo como si fuese un pescado destripado. Darcie apartó la cara. El horror que le producían sus palabras era demasiado vivido para poder soportarlo. Apretando el pedazo de tela con fuerza, cerró los ojos y se concentró en impedir que el desayuno saliera violentamente de su estómago, que había empezado a revolverse. Dijese lo que dijese en aquel momento, él tergiversaría sus palabras y las usaría en contra de Damien. Tragó saliva y se volvió una vez más hacia él para mirarlo a la cara. —Inspector Trent, no hay nada que yo pueda decirle respecto a esos terribles crímenes, salvo que Damien Cole no es capaz de cometer un asesinato —dijo con toda claridad y firmeza—. Apostaría mi vida a que es así. Algo cambió en su expresión al oír estas palabras. —¿Apostaría su vida a que es así? —repitió él, reclinándose en la silla—. Es muy posible que eso sea justamente lo que está usted haciendo. Poniendo las manos sobre sus muslos, el inspector Trent se inclinó de nuevo hacia adelante, acercando su cara a la de ella. Sus ojos reflejaban toda la ira que sentía. Abrió la boca para hablar, pero, en ese preciso instante, alguien llamó a la puerta. Soltó un gemido de impaciencia. Darcie lo vio levantarse y dirigirse a la puerta a grandes zancadas. Algunos fragmentos de la conversación que sostenía en voz baja llegaron a sus oídos. Oyó dos nombres, Margaret Bailey y la señora Zeona Brightly. La primera era una de las mujeres asesinadas. Intentó recordar, frunciendo el ceño, por qué el segundo nombre le sonaba tanto. El inspector Trent regresó a su lado. Darcie podía sentir su presencia, sus ojos clavándose en ella, aunque había bajado la cabeza y miraba fijamente sus manos entrelazadas. Al cabo de un momento, él dijo: —Venga conmigo, por favor. Manteniendo una apariencia de serenidad, pese a que el corazón le latía con fuerza en el pecho, Darcie se puso de pie. Fingió sacudirse la falda, ganando tiempo para dominar sus exaltadas emociones, a la vez que se preguntaba adónde querría llevarla. Trent le hizo señas para invitarla a salir primero. - 170 -


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Una vez en el pasillo, vio a Johnson apoyándose con despreocupación contra la pared, y luego, detrás de él, a Damien. Su corazón dio un brinco y se detuvo, sólo para volver a latir con una intensidad casi dolorosa. Se tambaleó al percatarse de aquella presencia que iluminaba el oscuro corredor. No se lo esperaba. No creía poder verlo de nuevo antes de marcharse. Algunos pequeños detalles llamaron su atención. Se había puesto el abrigo y sostenía la cesta en uno de sus brazos. Si no fuera por la tensión que se manifestaba en su boca, habría tenido el aspecto de un caballero a punto de llevar a una dama a una comida campestre. Darcie casi se rió al pensar en esto. Se sintió mareada y embriagada al verlo. Deseaba agarrarlo del brazo y sacarlo de aquel lugar gris y deprimente, hacerlo volver a su elemento natural: la luz del sol. Sí, él debería estar al aire libre, haciendo un picnic en el parque y no allí, en la calle Bow, siendo interrogado por aquellos espantosos crímenes. Damien ignoró a los dos hombres. Sólo tenía ojos para ella. —¿Te encuentras bien? —le preguntó con un tono de voz grave, manifestando la preocupación que sentía. —Estoy bien —logró decir ella, pese a que pasaban por su cabeza una vertiginosa serie de conjeturas y suposiciones en relación con las intenciones del inspector. —Pueden marcharse. Darcie se sobresaltó al oír las palabras de Trent. No se atrevía a creer que aquella invitación también incluía a Damien. —Los dos —aclaró Trent—. Acabo de recibir un mensaje. El agente Soames fue a ver a una tal señora Zeona Brightly. —El inspector se dirigía a Damien—. La señora Brightly ha confirmado su coartada. Ella insiste en que usted no se apartó de su lado la noche en que asesinaron a Margaret Bailey. Dice recordar que usted se marchó al amanecer. Darcie finalmente se acordó de la señora Brightly, la mujer que tenía un esposo borrachín y el dedo gordo del pie afectado de gota. Damien había mencionado a aquella paciente la noche en que Darcie le preguntó acerca de sus sentimientos por ella. La noche en que habían hecho el amor por primera vez. —Comprendo —dijo él con un tono de voz impasible—. ¿Entonces estoy fuera de toda sospecha? El inspector Trent sonrió con aire burlón. —Digamos simplemente que puede irse en este momento, pero no me gustaría enterarme de que usted ha decidido hacer un largo viaje por el continente en estos días. Damien se dirigió al inspector esbozando la misma sonrisa cínica. —No tengo ninguna intención de hacer tal cosa —afirmó. Darcie miró a los dos hombres. —¿Un largo viaje por el continente? —preguntó confundida. Con la mirada fija en el inspector Trent, Damien le explicó: - 171 -


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—El inspector teme que yo huya del país, y que su principal sospechoso logre escapar de sus garras. —¡No! —exclamó Darcie—. Su paciente le ha dicho que es imposible que él sea el responsable del asesinato. No se apartó ni un solo instante de su lado. El inspector inclinó la cabeza. —Eso dice ahora. Pero los seres humanos son falibles. Después de todo, podría darse cuenta de que estaba equivocada. —Hizo un gesto desdeñoso—. Johnson, acompáñalos a la salida. —Gracias, pero podemos encontrar solos el camino —dijo Damien, agarrando a Darcie del brazo y conduciéndola por el corredor. Mientras bajaban las escaleras, ella echó un vistazo atrás para cerciorarse de que estaban solos. —Es un hombre detestable —señaló ella en voz baja. —Es muy hábil en su trabajo. Asombrada por esa inesperada respuesta, Darcie se detuvo tambaleándose al pie de las escaleras. —¿Cómo puedes decir eso después de lo mal que nos lo ha hecho pasar? Damien sonrió, y las líneas de tensión y cansancio desaparecieron de su rostro. —¿Lo mal que nos lo ha hecho pasar? —Sí, que nos lo ha hecho pasar. Yo he estado muy preocupada. Sin importarle que pudieran verlos ni lo que la gente pudiese pensar de su atrevido comportamiento, Darcie le echó los brazos al cuello y lo abrazó con todas sus fuerzas. —Anda, volvamos a casa —dijo él, apoyando sus manos suavemente en su cadera. John abrió los ojos sorprendido al verlos cruzar el vestíbulo del edificio para acercarse a él. Cuando los tuvo delante, le dio un fuerte apretón de manos a Damien. Éste permitió que John disfrutara de aquel efusivo momento antes de sugerir con discreción que le gustaría darse un baño y acostarse. Pocos minutos después, estaban cómodamente instalados en el carruaje. Cuando se encontraron en la intimidad del coche, Darcie se sintió repentinamente cohibida. Agachando la cabeza, le lanzó a Damien una mirada de reojo. Riendo suavemente, él pasó un brazo debajo de sus rodillas dobladas y el otro alrededor de sus hombros, y la alzó para sentarla en su regazo. Luego, la abrazó con fuerza. Ella podía sentir el ritmo regular de su corazón, su cadencia tranquilizadora. —Anoche tuviste visitas —anunció ella—. Robbie y Jack. Retrocediendo ligeramente, Damien agarró la barbilla de Darcie y levantó con cuidado su cabeza para poder mirarla a los ojos. —Normalmente van a medianoche. ¿Cómo supiste que estaban allí? —Los seguí. Él frunció el ceño en señal de preocupación. —¿A medianoche? ¿Sola? —Pensé que eran ladrones de cadáveres —dijo Darcie, apoyando la palma de su - 172 -


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mano contra el pecho de Damien, al sentir que la tensión se apoderaba de él—. Fueron muy corteses. De verdad. —¿Ladrones de cadáveres? —preguntó Damien, dejándola de nuevo en el asiento y girando la cabeza para poder mirarla a la cara mientras el carruaje se balanceaba suavemente—. ¿Y si lo hubieran sido? ¿En qué estabas pensando para exponerte a un peligro semejante? —Pensé que ellos podían tener alguna relación con los asesinatos… —¿De modo que decidiste seguirlos sola en medio de la noche? —exclamó él con incredulidad—. ¿Dónde estaba Grammercy? —Durmiendo. Pero ellos fueron muy amables, y después del miedo que sentí al principio, cuando Robbie me agarró del brazo… Damien emitió un gruñido ahogado. Fue imposible discernir si intentó expresar regocijo o exasperación. —Quiso evitar que me cayera —le explicó ella—. Pero Damien, si ellos no te traen cadáveres para tus disecciones, entonces, ¿dónde los consigues? —Me los dan en la horca o en los hospitales. Te puedo asegurar que todo es perfectamente legal. Las altas ruedas del carruaje se hundieron en un bache del camino, haciendo que el vehículo se ladeara bruscamente. Darcie se deslizó hacia el lado de Damien. Él la sujetó con firmeza entre sus brazos para impedir que se cayera. —La primera noche que me subí al carruaje, había un cadáver en el asiento. ¿De dónde lo traías? —le preguntó ella, echando la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a la cara. Él clavó sus ojos en ella durante un momento. La expresión de su rostro era inescrutable. Luego, se inclinó para susurrarle al oído: —¿Pensaste que lo había sacado de una fosa recién abierta? ¿O quizás que lo había robado del carro de la funeraria? —Respóndeme —dijo ella, pegándole suavemente en el hombro. Como si un dique se hubiese abierto, él echó su cabeza hacia atrás y empezó a reírse. Ella pudo oír la tensión salir de él, liberada por la oleada de buen humor. —Darcie, tesoro. —Le dio un beso en los labios, y luego sacudió la cabeza—. Lo traje del hospital. Le falló el corazón. Yo no robo cadáveres de las tumbas. Soy un anatomista respetado. Me invitan a dar conferencias en las facultades de medicina de todo el reino de su majestad. Un anatomista respetado a quien invitan a dar conferencias en las facultades de medicina. Darcie abrió la boca para preguntarle sobre lo que el doctor Grammercy le había contado de aquel enojoso asunto de Edimburgo y de la destitución de Damien de la universidad, pero la expresión de su rostro era tan seria, tan sincera, que no tuvo el valor de hacerlo. Ya se lo preguntaría después, pensó. Sonriéndole, ella agarró sus manos y las llevó a sus labios para darle un beso en las palmas. Damien la estrechó de nuevo entre sus brazos. —No vuelvas a exponerte a un peligro semejante. No podría soportar que te ocurriera algo porque yo no estaba allí para protegerte —le susurró al oído—. - 173 -


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Prométemelo, Darcie. Sus palabras hicieron que ella remontara el vuelo con alas de alegría. Cerró los ojos para deleitarse con la sensación del cuerpo de Damien contra el suyo, de sus brazos estrechándola. El carruaje se balanceó, y poco después Damien dejó de sujetarla con tanta fuerza y su respiración se hizo profunda y regular. Darcie notó que se recostaba en el asiento. Ella se incorporó y contempló su rostro, cuyos rasgos el sueño había logrado relajar por completo. Sus ojeras eran un testimonio de las noches que había pasado sin dormir. Rozó sus labios con los de él, acariciándolos con la suavidad de una mariposa. Sólo habló cuando estuvo segura de que él se había quedado profundamente dormido, de que sus palabras tenían como único destino sus oídos. —Prometo amarte para siempre —le susurró, apartando un mechón caprichoso de su frente—. Pero en lo que a protegerme se refiere… Pensó en Abigail, que había huido de casa, dejándola sola con una madre agonizante y un padrastro que iba perdiendo aceleradamente toda noción de la realidad a medida que se hundía en la bebida. Pensó en su madre, que murió dejándola huérfana, y también en Steppy, que había prometido protegerla pese a su inexorable descenso hacia la pobreza, pero que al final la había vendido por una bolsa de monedas. Las lágrimas asomaron a sus ojos. —En lo que a protegerme se refiere, mi querido Damien, sólo puedo confiar en mí misma.

—Me he quedado dormido —dijo Damien, sacudiendo la cabeza desconsoladamente. —Estabas agotado. No creo que hayas dormido nada en esa horrible comisaría —dijo Darcie, arrimándose a él. Disfrutaba enormemente de la sensación de su cuerpo cálido junto al suyo, envolviéndola de felicidad igual que una capa. A su regreso de la comisaría aquella mañana, cuando los sirvientes se enteraron de su llegada, se reunieron en el vestíbulo principal formando una fila. Todos los rostros resplandecían y expresaban su regocijo con una sonrisa. Incluso Poole parecía contento. Darcie quiso pellizcarse para asegurarse de que aquello no era producto de su imaginación. Había visto la expresión de sobrecogimiento en el rostro de Damien cuando se dio cuenta de que le mostraban su apoyo. A él. Su sorpresa era un doloroso recordatorio de cuánto se había alejado de las relaciones y expectativas normales de los seres humanos. Damien se detuvo un momento para saludar una por una a las personas allí presentes antes de subir con Darcie al piso de arriba. Poco dispuesta a apartarse de su lado ni siquiera un segundo, ella se ocupó de prepararle un baño, y finalmente terminó metiéndose en la bañera de hierro fundido con él, tras quitarse el vestido y tirarlo despreocupadamente en el suelo. Después, desde el sitio que ocupaba en la cama a su lado, Darcie le echó un - 174 -


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vistazo a la bañera, y el recuerdo de lo sucedido hizo que su rostro se iluminara con una sonrisa. —Mañana iremos de compras —anunció Damien—. No quiero volver a verte vestida de negro. Si no fuera tan zoquete, hace ya varias semanas que me habría ocupado de tu guardarropa. Mirándolo con el ceñó fruncido como si estuviese enfadada con él, Darcie le dio un golpe en el hombro. —Está usted insultando al hombre que amo, señor. Él no es ningún zoquete. Al oír estas palabras, la sonrisa de Damien vaciló en su cara y luego desapareció. Clavó sus recelosos ojos en Darcie, revelando un sentimiento tan intenso que hizo que ella se estremeciera nerviosa. Sus ojos parecían sondear las profundidades de su alma, y bajo aquella mirada escrutadora, ella comprendió el claro significado de la declaración que había escapado tan alegremente de su boca. El hombre que amo. Hubo un momento de reconocimiento, en el que cada uno de ellos se hizo consciente del estado de transición al que los había conducido aquella frase dicha a la ligera; pues aunque las palabras habían sido pronunciadas sin pensar, el sentimiento que se ocultaba detrás de ellas era puro. Los dos lo sabían. Ella ya había dicho estas palabras en voz alta. Estaba segura de ello. Sí, susurró una voz insidiosa en el fondo de su mente, le declaraste tu amor mientras él dormía, mientras no corrías el riesgo de que te decepcionara. ¿Qué haría si él no le correspondiese de la misma forma? Darcie apartó la mirada, posándola en las brasas de la chimenea. Comprendió la magnitud del error que había cometido al decir en voz alta aquello que hubiera debido permanecer en un secreto rincón de su corazón. Había hecho que todo cambiara. Sintió un fuerte dolor en el pecho. Había confiado en Steppy toda una vida, y él la había vendido a cambio de unas cuantas monedas. Ella pensaba que era una lección que había aprendido bien, una lección que nunca olvidaría. Y ahora, como una tonta, le entregaba su amor a un hombre. No, él no era un hombre cualquiera. Era Damien. Y ella sí había aprendido la lección, ya que, en realidad, no podía confiar plenamente en nadie. Incapaz de soportar aquel silencio un segundo más, Darcie se levantó de la cama, arrastrando una de las sábanas tras ella. —El fuego, voy a… —La emoción hizo que se le quebrara la voz. Se envolvió en la sábana y, al cruzar la habitación, sintió las piernas débiles y tan elásticas como si fueran de caucho. Agarró el atizador y removió las brasas con tanta fuerza que las chispas empezaron a saltar en todas las direcciones. Asustada, se retiró de un salto y chocó contra la sólida pared del pecho de Damien, que se había acercado silenciosamente a ella. Él la agarró por los hombros con sus cálidas manos e hizo que se girara lentamente para que lo mirara a la cara. Ella sentía una opresión en la garganta, como si alguien intentase estrangularla con una cinta de tela. Le costaba mucho trabajo - 175 -


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respirar. El pánico empezó a crecer dentro de ella. Él obraría con disimulo, trataría muy hábilmente de eludir el tema, su Damien. Su sereno, mesurado y desapasionado Damien. ¡Ay!, ¿qué había hecho? —Darcie, mírame —ordenó él, poniendo el dedo índice bajo su barbilla para levantar su rostro y obligarla a mirarlo a los ojos. Ella sacó la lengua para humedecer sus labios secos. Se sentía atrapada en una trampa que ella misma se había puesto. —¿De qué tienes miedo? —le preguntó él. Sus ojos brillaban con intensidad. Ella parpadeó, intentando asimilar lo que él trataba de decirle. Le pareció que había dado un salto en la lógica de los acontecimientos que no podía seguir. Sacudió la cabeza. —No entiendo. —Sé lo que significa vivir solo, Darcie, vivir sin amor. La muerte de mi hermana fue culpa mía —afirmó, poniendo un dedo sobre los labios de Darcie cuando abrió la boca para protestar—. Mía y de nadie más. Y después de su muerte, construí a mi alrededor una muralla de odio a mí mismo y de culpa. Pensé que era mejor controlar cada emoción, cada pensamiento, que sufrir el dolor de una pérdida. Mejor mantener una distancia prudente con respecto al mundo que fallar de una manera tan catastrófica. Me resultaba más fácil no sentir nada, no permitir que nadie esperase nada de mí. Así no defraudaría a ninguna persona. A Darcie le dio la sensación de que avanzaba en medio de la niebla mientras luchaba por entender algo. —Más fácil… —susurró ella de manera inexpresiva. Él no la amaba, no se permitiría enamorarse de ella. Dejar que el amor entrara en su vida significaba abrirle las puertas al dolor. Ella comprendía aquello perfectamente. Apretó la sábana con los puños cerrados, arrugando la tela. Pensó que a lo mejor estaba enferma. Él le había preguntado de qué tenía miedo. ¡Ya estaba! Tenía una respuesta. Tenía miedo del dolor de perderlo, de que su vida se convirtiera en una tierra yerma sin él. Súbitamente, él cayó de rodillas ante ella, apoyando su mejilla en la delgada capa de tela que formaba pliegues alrededor de su vientre. Asustada, Darcie tomó aire para intentar tranquilizarse, tendiendo una mano con la intención de tocar su sedoso cabello; indecisa, se detuvo de repente. —Tengo miedo de perderte —murmuró él. Esas palabras eran un eco de los pensamientos de Darcie. Su corazón se detuvo, y luego le empezó a latir con tanta violencia que le resultó casi doloroso. Entrelazó sus dedos en el cabello de Damien, estrechándolo contra ella. —Pero mucho más que perderte, me da miedo no tenerte nunca. La vehemente e indómita esperanza hizo que un débil gemido escapara de los labios de la joven. - 176 -


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—Darcie… yo te amo. Aquella frase sonó estereotipada y torpe. Damien soltó una carcajada temblorosa, un sonido vacilante que creció hasta lograr liberarse por completo, ya sin ninguna restricción. —¡Dios mío! ¡Te amo! Con todo mi ser. Tú eres mi alma, mi respiración, mi vida. —Ahora las palabras fluían con facilidad—. Pensaste que yo asaltaba tumbas, pero en realidad eres tú la que lo ha hecho, eres tú quien me ha sacado de la tumba en la que me sepulté en vida, me has desenterrado de una existencia desprovista de sentimientos, de un terreno baldío de desolación y soledad. Darcie empezó a sentir que las piernas ya no podían sostenerla, que estaban a punto de ceder bajo su peso, y se dejó caer en la gruesa alfombra, apoyándose en las fuertes manos de Damien. Él la estrechó entre sus brazos y la apretó contra su pecho, y ella sintió los latidos de su corazón fundiéndose con los suyos. Para ella había sido muy significativo que él dijera estas palabras en voz alta, pero más importante que eso, ahora entendía que ellas lo habían liberado del pasado. —Te amo —susurró él, mordisqueando sus labios, acariciando con su lengua la comisura de su boca. Esbozó una sonrisa irónica—. Tanto como tú me amas. —Yo también te amo —murmuró ella. La cabeza le daba vueltas debido a la vertiginosa felicidad que sentía. Sosteniendo la cara de Darcie entre sus manos ahuecadas, él recorrió con el dedo pulgar su labio inferior, y luego la reclamó como suya con un ardiente beso en la boca que la dejó sin aliento. Damien intentó cubrirla con su cuerpo, pero Darcie opuso resistencia. Poniendo las manos sobre sus hombros, ella lo empujó para que se dejara caer sobre la suave alfombra, mientras que le daba apasionados besos en la barbilla, en el pecho y en su ondulante abdomen. Luego recorrió con la lengua la delgada línea de vello que señalaba el camino a seguir a partir de su ombligo, y lo agarró de las caderas mientras descendía por su cuerpo. Él arqueó la espalda cuando ella empezó a darle ardientes besos a lo largo de su rígida verga. Pronunció su nombre con voz áspera, enredando sus dedos en el cabello de Darcie, permitiéndole hacer todo lo que quisiese y entregándose por completo a las tiernas atenciones que ella le prodigaba. Ella se deleitaba haciéndole sentir placer. Soltando un ronco gemido, tiró de ella para que subiera por su firme cuerpo. Luego empezó a besarla con avidez mientras la levantaba en brazos y la llevaba a la cama. Ella abrió su cuerpo para él y lo acogió en lo más profundo de su ser en el momento en que él entró en ella con un fuerte empujón. —Darcie, amor mío —dijo él con voz áspera—. Amor mío. Ella levantaba las caderas para ir a su encuentro, moviéndose cada vez más rápido y con mayor frenesí, hasta que juntos alcanzaron el éxtasis y se lanzaron al abismo con perverso placer. Horas o quizás sólo instantes después, Darcie yacía aún bajo el grato peso del cuerpo de Damien. Una vez, cuando era apenas una niña, le permitieron probar el - 177 -


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champán. Sus burbujas borbotearon en su cuerpo, haciéndola sentir que el mundo daba vueltas a su alrededor y, al mismo tiempo, produciéndole una alegría indescriptible. Así se sentía en aquel momento, como si flotase en el aire. —Antes de que llegaras a mi vida, yo estaba solo, condenado a permanecer en un infierno que yo mismo había creado, y con mis demonios como única compañía —dijo él, acariciando la mejilla de la joven con su aliento—. Y me negaba a ver lo amarga y mezquina que era la vida que llevaba. —Damien se incorporó apoyándose en sus brazos, y la liberó así del peso de su cuerpo—. A nadie le importaba si yo estaba vivo o muerto. Algunas noches, ni siquiera a mí mismo me importaba. Después de la muerte de mi hermana, empecé a beber para olvidar. No para olvidarla a ella, sino para enterrar en lo más profundo de mi alma mi responsabilidad por lo sucedido. Y luego, una noche recordé que la señora Feather había tratado de salvar a Theresa. De repente, tuve la certeza de que nunca habría posibilidad alguna de olvidar, pero a lo mejor podría hacer algo bueno en memoria de mi hermana. Fue entonces cuando decidí abrir un consultorio en Whitechapel para atender a aquellas personas que más lo necesitaban. —Darcie pasó la mano por su mejilla, deseando que él nunca hubiera tenido que sufrir una pérdida semejante—. A veces me sirvo una copa de brandy y me quedo mirando cómo se transforma su color ámbar bajo la luz. Huelo la posibilidad de olvido que me ofrece. Y entonces recuerdo en qué clase de persona me convierto cuando elijo seguir ese camino. Desde aquella noche no he vuelto a tomar una sola copa. —Hizo una pausa, mirándola con ojos que expresaban tanto desdicha como esperanza—. Y nunca más lo haré. Quería que lo supieras. —Creo en ti —susurró Darcie, y lo dijo de corazón. No obstante, en algún rincón oscuro seguía oculto el germen de su tormento, la incapacidad de confiar plenamente en otra persona. Desterró ese pensamiento de su cabeza de manera decidida, pues no quería que nada destruyera aquel precioso momento.

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Capítulo 16 Horas más tarde Darcie se despertó al oír las campanadas del reloj. La noche anterior, mientras se encontraba sentada en el salón muerta de preocupación por lo que hubiera podido ocurrirle a Damien, había comparado el sonido del reloj con el toque de difuntos; pero en aquel momento estaba acostada junto a su amante, y le pareció que era una música realmente melodiosa. Sonrió de satisfacción al sentir a Damien moverse dormido y poner un brazo sobre su cuerpo, pero sin despertarse en ningún momento. Su estómago protestó, avisándole de que tenía hambre. Mientras que Damien había devorado todo lo que la cocinera había preparado en la bandeja que les envió a la habitación, Darcie, por primera vez en muchos días, no pudo probar bocado. Levantando con cuidado el brazo de Damien, se bajó sigilosamente de la cama y se dirigió a la chimenea. Damien había echado más carbón al fuego antes de quedarse dormido. Darcie agarró el atizador para remover las brasas, y éstas empezaron a arder como si volvieran a cobrar vida. Luego, se encaminó a la pequeña mesa donde se encontraban las sobras de la cena y se quedó boquiabierta al comprobar que Damien no sólo había devorado su comida sino también la de ella. No quedaba nada en la bandeja, sólo platos vacíos y migas de pan. Miró hacia la cama, dudando sobre la tentación de acostarse de nuevo en sus cálidas sábanas, anteponiendo este deseo a las ganas de comer algo. Decidió que haría las dos cosas. Primero comería y luego regresaría rápidamente a la cama de Damien. Silenciosamente, para no molestarlo, se puso el vestido y salió de la habitación de puntillas. Una vez en la cocina, se preparó un plato de fiambre y queso. Acababa de terminar su comida, cuando oyó unos pasos recorriendo deprisa el pasillo. Agarrando la lámpara, se dirigió al estrecho corredor, pero no vio a nadie. Desconcertada, estaba a punto de regresar a la cocina, cuando volvió a oír un sonido procedente de la parte trasera de la casa, de algún lugar próximo a la escalera de la servidumbre. Siguió el sonido de aquellas pisadas. Apresurando el paso, giró hacia la izquierda, luego hacia la derecha, y se detuvo en seco al llegar a las escaleras. Allí, encima de ella, vio el dobladillo de una falda y un par de sólidas botas subiendo pesadamente los escalones. Le pareció reconocer las botas de Mary. Estuvo a punto de llamarla, pero se contuvo al oír otro ruido a su espalda. Tras apagar la lámpara, Darcie se escondió debajo de las escaleras y se quedó allí sin moverse mientras el sonido de unos pasos, lentos y acompasados, resonaba - 179 -


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en medio del silencio. Empezó a temblar de miedo y se apretujó tanto como pudo contra la pared, rogando que las sombras la ocultaran. Los pasos se acercaban cada vez más. La sombra alargada de un hombre se extendió por el suelo. Proyectada por la luz de la luna que entraba por las ventanas de la casa, anunciaba que el sujeto se encontraba muy cerca. Darcie apretó los dientes, centrando toda su atención en aquella sombra. Había algo en su manera de andar, en su altura, en su tamaño… ¡Poole! Sorprendida, contuvo un grito ahogado. La idea de que Poole y Mary se encontraran fuera de la casa después de medianoche y luego volvieran a entrar sigilosamente era tan inexplicable, tan inverosímil, que Darcie estuvo a punto de soltar una carcajada. De pronto lo entendió todo. Poole tenía acceso a todas las cosas de Damien, incluyendo sus instrumentos quirúrgicos. Era un hombre corpulento y fuerte. ¿Habría sido Poole la persona que había agredido a Mary? Confundida, sacudió la cabeza. Mil preguntas se arremolinaron en su mente. Un hombre que se atrevía a atacar a una mujer podía también cometer un asesinato. A Darcie le fallaron las piernas, y se dejó caer deslizándose por la pared. Poole vaciló al llegar al pie de las escaleras, luego se volvió y se fue dando grandes zancadas. Ella se sentó y abrazó sus rodillas, sin preocuparse del frío que empezaba a deslizarse por su espalda. El asesino de Whitechapel. Poole era un sospechoso tan posible como cualquier otro, especialmente por el hecho de que él pudo haber robado el bisturí de Damien en cualquier momento. Soltando un débil gemido de confusión, Darcie volvió a sacudir la cabeza. No podía negar que le desagradaba el mayordomo. Él había sido muy poco amable con ella desde que había llegado a aquella casa, y luego su dureza se había transformado en indiferencia. Frunció el ceño. Poole era un hombre distante y frío, e incluso detestable, ¿pero acaso la antipatía convertía a un hombre en asesino? ¿Por qué había seguido a Mary por aquel oscuro pasillo? Metió la mano en el bolsillo para sacar el pedazo de tela rasgado que había encontrado en el dormitorio de Damien. El sonido de su irregular respiración invadió sus oídos, y se llenó de ira. ¡No tendría miedo! Ella no era una gallina que temblaba ante la posibilidad de que se presentase una desgracia. Se puso de pie y, guardando la tela de nuevo en su bolsillo, caminó silenciosamente por la casa. Subió las escaleras y se dirigió al cuarto que había compartido con Mary. La habitación estaba oscura, pero logró distinguir su silueta en una de las camas. Doblando las piernas debajo de su cuerpo, Darcie se sentó en el camastro que se encontraba debajo de la ventana. Recorrió con la palma de su mano la colcha familiar, un ancla en el inestable mar de su incertidumbre. Finalmente, sin saber exactamente qué palabras diría, pero resuelta a encontrar respuestas, habló: —Mary, sé que estás despierta. —Despierta. Despierta. Desearía estar dormida. Desearía poder dormir y no despertar nunca más. - 180 -


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—No lo dices de corazón, Mary. La chica suspiró y se incorporó en la cama, manteniendo las mantas firmemente agarradas alrededor de sus hombros. Darcie entrecerró los ojos para intentar verla en medio de la penumbra. —No, no lo digo de corazón. Cuento con la fortuna, o quizás con la desgracia, de apreciar mucho la vida. O a lo mejor simplemente le tengo miedo a la muerte — afirmó Mary con total naturalidad—. Espera. Voy a encender una vela. Darcie parpadeó cuando la luz empezó a brillar, tardando un segundo en adaptarse a su reducido resplandor. —Mary, ¿por qué deambulabas por la casa como un fantasma? La chica levantó la cabeza bruscamente al oír esta pregunta, dejando ver la inquietud que asomaba a su rostro como una máscara. Luego, apartó la mirada. —Por favor, Mary. Quiero ayudarte. Agachando la cabeza, Mary se puso a alisar de manera meticulosa las arrugas de su manta. —Nadie puede ayudarme. Lo sucedido ya no tiene remedio. Darcie se quedó mirando fijamente la cabeza inclinada de su amiga, deseando poder encontrar una manera de consolarla. Intuía que la agitación de Mary no se debía solamente al hecho de que había sido agredida. Tenía miedo de algo más. —¿De qué tienes miedo, Mary? Dímelo, por favor. Puedo hablar con el doctor Cole… —¡No es él! —gritó Mary, interrumpiendo las palabras de Darcie. Al oír esta enigmática frase el corazón de Darcie dio un salto, y tuvo que contenerse para no agarrar a Mary de los brazos. En vez de eso, se concentró en elegir sus palabras con cuidado. —¿No es él, Mary? ¿A qué te refieres? —Tú lo sabes muy bien. —¿Quieres decir que él no es el asesino de Whitechapel? —preguntó Darcie con cautela. Mary se encogió de hombros y le lanzó una mirada inquisidora. —¿Cómo podría yo saber eso? —Entonces, ¿qué has querido decir? —la interpeló Darcie, intentando mantener un tono de voz neutro. —No fue él quien me hizo daño. —Lo sé —susurró Darcie. No le sorprendió la confesión de Mary—. ¿Quién te hizo daño? ¿Acaso fue Poole? Mary abrió los ojos sorprendida y, pese a la penumbra, Darcie logró ver lo pálida que se había puesto. Apartando la mirada, ella negó frenéticamente con la cabeza. —No me preguntes nada respecto a Poole. ¡No puedo hablar! No me pidas que hable. Darcie parpadeó, preguntándose si sería el hecho de mencionar a Poole el que había causado la zozobra de su amiga o simplemente el interrogatorio al que ella la - 181 -


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estaba sometiendo. —Está bien, Mary. No tienes que decir nada si no quieres hacerlo. Confundida, recordó la forma en que Poole y ella se habían comportado aquella mañana: la dulce y desconcertante expresión en los ojos del mayordomo al mirar a la criada. Mary no parecía tenerle miedo entonces. Luchando contra la oleada de frustración que chocaba contra ella, Darcie intentó entender todo aquello. De repente, Mary se levantó de la cama envuelta en la colcha y, arrastrándola por el suelo, se acercó a Darcie. Dejándose caer, Mary apoyó su cabeza en el hombro de su amiga, sosteniendo la colcha alrededor de su cuello. —¿Alguna vez has deseado volver a ser una niña, ser tan pequeña que aún no conozcas el dolor ni el miedo? Darcie asintió. —A veces lo he deseado. Pero cuando pienso en la niña que fui, me alegra saber que la mujer que soy es mucho más fuerte que ella. Tras decir estas palabras comprendió plenamente lo ciertas eran. Ella era mucho más fuerte en aquel momento que la niña inocente que había sido alguna vez, bastante más capaz de afrontar la realidad de la vida. —Yo no me veo a mí misma como una persona fuerte —afirmó Mary con un tono de voz melancólico—. Me gustaría serlo, pero soy muy miedosa. Ante la confesión de Mary, Darcie notó una opresión en el alma. Asintió, recordando la época, no muy lejana, en la que ella también fue una chica muy miedosa. —¡Ah! ¡Casi lo olvido! —exclamó Mary, poniéndose de pie de un salto. Se arrodilló junto a su cama para sacar una pequeña caja de madera que se encontraba debajo—. Quisiera que me leyeras esto. Me llegó esta mañana. —Sonriendo tímidamente, le enseñó un papel doblado—. Nunca había recibido una carta. Con la misiva en la mano, Darcie acercó la lámpara. La carta estaba escrita con una letra muy delicada y femenina. Estimadísima Mary, He querido escribir esta carta antes, pero el bebé no me ha dejado tiempo para hacerlo. El doctor Cole ayudó a Robbie a encontrar un empleo estupendo en el campo, y ahora estamos casados. Tengo una hermosa casa aquí en Shropshire, y la situación económica de Robbie ha mejorado mucho. Le puse a mi hija el nombre de Catherine Felicité, pues ella es toda mi felicidad. Nunca imaginé que el doctor Cole fuese tan generoso. La mañana en que fue a buscarme a la cocina y me pidió que hiciera las maletas, pensé que quería echarme sin darme ni siquiera una recomendación. En lugar de hacer eso, me trajo a este lugar e hizo que todos mis sueños se volvieran realidad. No pude encontrar la ocasión de despedirme. El señor Farrell necesitaba un - 182 -


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administrador enseguida, y no había tiempo que perder. El doctor Cole nos trajo de inmediato, y Robbie aceptó el puesto. Mis más afectuosos recuerdos a la señora Cook y a Tandis. Tu amiga, Janie McBride Era una carta de la criada desaparecida, Janie. Darcie cayó en la cuenta de que no estaba muerta. Por el contrario, estaba a salvo y feliz con su nuevo esposo en el campo. Y todo gracias a Damien. —¡Dios mío! —susurró Mary cuando Darcie terminó de leer—. Todos estos meses pensé que estaba muerta. Pensé que el doctor Cole tenía… —Se calló. Parecía ligeramente avergonzada—. Bueno, en realidad no. No era más que una buena historia que usaba para darme miedo en las noches. Nunca pensé sinceramente que el doctor Cole hubiera… que pudiese… —Su voz se apagó, y puso los ojos en blanco antes de proseguir—. Me alegra mucho saber que se encuentra bien y que está contenta. Darcie sonrió, aliviada de que el misterio de la desaparición de la chica se hubiera resuelto. Janie se había quedado embarazada, y Damien la había ayudado a hacer realidad sus sueños. Ella también se alegraba por aquella chica desconocida, se alegraba de que Damien le hubiese hecho un favor. No obstante, no podía olvidarse de la sospecha que la había inducido a seguir a Mary a su cuarto. Mary no le había explicado nada, y la duda de por qué Poole la había estado siguiendo sigilosamente por la oscura casa la atormentaba tanto como un dolor de muelas.

Al atardecer del día siguiente, Darcie se encontraba sentada en el estudio de Damien leyendo con el ceño fruncido un libro de anatomía que sostenía sobre su regazo. La ilustración del hueso etmoides con su delicada concha convexa empezó a hacerse borrosa en la página. Un trueno resonó en la distancia distrayendo su atención. Miró por la ventana y vio que el cielo estaba cubierto de nubes grises que no auguraban nada bueno. Tras decidir que sólo podía asimilar un determinado número de nomenclaturas latinas de una sola vez, cerró el libro con un ruido sordo. Aunque hacía mal tiempo, se negó a permitir que esto afectara a su humor. Se dirigió a la biblioteca y dejó el libro en su lugar. Se preguntó si Damien regresaría pronto, y no pudo contener la sonrisa que apareció en sus labios al pensar en él. Le había dicho por la mañana que había varios asuntos urgentes de los que tenía que ocuparse, sonriendo de manera misteriosa. Darcie sospechaba que esos asuntos tenían algo que ver con ella. Se alejó de la biblioteca, y estaba a punto de salir del estudio, cuando oyó el sonido familiar de los pasos de Damien subiendo las escaleras. Sonriendo, se dirigió a la puerta del estudio y lo miró dirigiéndose a su encuentro a grandes zancadas por - 183 -


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el corredor. Su cabello, suave y delicado como la miel, estaba perfectamente peinado. El color blanco de su camisa de lino contrastaba con el negro de sus pantalones y de su chaleco, haciendo resaltar la firme musculatura de su esbelto cuerpo. —Estás muy guapo —dijo ella. —Me ves así porque me amas —afirmó él, dándole un beso en los labios. Un segundo después quiso otro, y luego se detuvo un poco más dándole un tercer beso más largo y profundo—. No me pude resistir —dijo con una sonrisa. Acto seguido, entró en la habitación, agarrándola de la mano para que lo siguiera—. Ven a sentarte conmigo. Darcie le permitió que la condujese de nuevo a la silla en la que había estado sentada durante horas. Mientras se dejaba caer en el acolchado asiento, recorrió el brazo de Damien con su mano y luego entrelazó sus dedos con los suyos durante un breve segundo antes de soltarlo. Nunca se cansaba de tocarlo. Él se sentó en la silla que se encontraba junto a la de Darcie, tras ponerla frente a ella. —¿Qué travesura has hecho hoy? —Hoy, ninguna —dijo ella—. Pero anoche me encontré con un rompecabezas. Metiendo la mano en el bolsillo de su vestido, rodeó el pedazo de tela con sus dedos. —¿Por qué frunces el ceño, Darcie? Tu humor parece un reflejo del tiempo, que también ha cambiado repentinamente. ¿Qué te preocupa? —preguntó Damien, que enseguida se puso alerta. Darcie sacó la tela de su bolsillo y la dejó sobre el escritorio. —¿Reconoces esto? Damien agarró el trozo de tela y le dio la vuelta entre sus manos, antes de volver a dejarlo sobre el escritorio. Luego la miró a los ojos con una expresión inescrutable. —¿Dónde lo has encontrado? —En el suelo de tu habitación. Debajo de la mesilla de noche. ¿Lo reconoces? Él asintió. —Sí. Su forma es bastante curiosa, parece el mapa de Italia. Seguramente lo guardé en uno de mis bolsillos. —Y después se cayó debajo de tu mesilla de noche. —Darcie tomó aire y luego prosiguió—: Damien, yo sé de dónde procede este pedazo de tela. Alguien agredió a Mary y le rompió el vestido… —¿Qué? ¿Cuándo? —Horrorizado, Damien se levantó a medias de su silla, pero al darse cuenta de lo que estaba haciendo, se sentó de nuevo. —La noche en que trabajamos en el corazón del doctor Grammercy… —El día que hicimos la disección del corazón —reflexionó Damien, mirando distraídamente hacia la ordenada fila de libros que se encontraba en la pared de enfrente—. Recuerdo que trabajé hasta muy tarde aquella noche. Pasada la medianoche un conocido me hizo una corta visita. La extraña inflexión de su voz llevó a Darcie a preguntarse si se había alegrado - 184 -


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de recibir semejante visita. No parecía que le hubiese agradado. Darcie ladeó la cabeza para mirarlo detenidamente. —Por tu manera de hablar, no creo que consideres a ese caballero tu amigo. —No lo es. No lo esperaba, y no entiendo qué vino a hacer aquí. Fue un encuentro insignificante, y el único propósito de su visita fue hablarme de la ocasión en que nos conocimos hace ya mucho tiempo, en Edimburgo. —Permaneció en silencio durante un momento, y luego prosiguió—: Cuando salí del laboratorio, encontré la tela al pie de las escaleras. —Miró a Darcie inquieto, atribulado—. ¿Ésa fue la noche en que agredieron a Mary? ¿Estás segura? —Sí, la encontré llorando en su cama. Estaba muy alterada. Su vestido estaba roto y tenía marcas en el cuello. Cerrando los ojos, Darcie recordó vividamente los horribles cardenales que había visto en el cuello de Mary. —¿Marcas? ¿Qué clase de marcas? —Se inclinó hacia adelante en su silla y miró fijamente a Darcie. A ella le costó mucho trabajo explicárselo. —Marcas de dedos. Como si alguien la hubiera agarrado del cuello para intentar estrangularla. —Se estremeció al recordarlo—. Fue horrible. Damien parecía sentirse muy mal. —¿Nuestra Mary? ¿Por qué nadie me dijo nada? ¡Dios mío! —Agarró la tela del escritorio y le dio la vuelta entre sus manos. La expresión de su rostro era ausente y preocupada—. ¿Marcas de dedos? ¿En el cuello? Parecía como si estuviese batallando con algún malestar desconocido. Enseguida, alzó los ojos para mirarla. —¿Quién fue, Darcie? ¿Te dijo quién lo hizo? Ella vio algo en sus ojos, un oscuro y desesperado reconocimiento que la hizo tragar saliva para intentar detener el nerviosismo que empezaba a apoderarse de todo su cuerpo. Sintiendo mucho miedo de repente, ella negó con la cabeza. —Lo mismo sucedió en Edimburgo. La chica de Edimburgo —susurró él, dirigiéndose más a sí mismo que a ella. Confundida, Darcie esperó que él le explicara algo. Transcurridos unos segundos, comprendió que no necesitaba ninguna explicación. Él se refería a la joven que fue asesinada en Edimburgo, a aquella de la que le había hablado el doctor Grammercy. Damien sabía algo acerca de su muerte, que de alguna manera estaba relacionado con la agresión de Mary. De repente, Damien se levantó de un salto. —Debo hablar con Mary. Ella le ha visto la cara. —¡Ay, Dios mío! —exclamó Darcie—. ¿Corre peligro? Damien asintió y le tocó la mejilla. Sus largos dedos le acariciaron la piel mientras la miraba fijamente a los ojos. Ella vio la confusión de emociones que bullía dentro de los límites firmemente defendidos de su autocontrol. —Corre peligro. Todos en esta casa corremos peligro. La llevaré a la calle Bow. Debe hablar con Trent. - 185 -


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Se volvió y se dirigió a la puerta dando grandes zancadas. —Damien —lo llamó ella. Sus hombros se pusieron tensos, y se dio la vuelta lentamente para mirarla a la cara. —Sabes quién fue, ¿verdad? —Tengo mis sospechas. Sólo lo sabré cuando hable con Mary. —Tenía una expresión de tristeza en el rostro—. Pensé que no era más que una coincidencia. Él estaba en Edimburgo, e incluso me sirvió de coartada. También estuvo en la Casa de la Señora Feather la noche en que mataron a Sally, y aquí la noche en que agredieron a Mary… Ese conocido del que te hablé. —Frunció el ceño, intentando acordarse de algo—. Estaba en Whitechapel la noche en que te conocí, en la Casa de la Señora Feather. Si estoy en lo cierto… Darcie, no permitas que nadie entre en esta casa mientras esté ausente. Nadie. ¿Entiendes? Ella asintió sin decir palabra. Agarrándola de la mano, Damien hizo que se levantara de su asiento para estrecharla entre sus cálidos brazos. —No estaré ausente mucho tiempo, y cuando regrese, todo esto habrá terminado.

La tormenta se desató con violencia. Darcie caminaba de un lado a otro de la habitación de Damien, preguntándose qué estaría ocurriendo exactamente en la calle Bow. ¿Sabía él realmente quién era el terrible criminal que acechaba en los callejones de Whitechapel, el asesino que no sentía culpa ni remordimiento alguno? El viento aullaba, sacudiendo violentamente las ventanas. El agua que salía de los canalones caía a cántaros sobre los cristales. Darcie dio diez pasos hacia la ventana, luego se giró y contó otros diez pasos hasta el pie de la cama. Hizo este recorrido innumerables veces. Los criados se habían retirado hacía ya mucho tiempo, aunque sospechaba que todos estaban tan intranquilos como ella por el hecho de que Damien y Mary no hubiesen regresado aún. Poole había estado tan nervioso como un gato: se acercaba a la ventana del salón principal para mirar a la calle con ojos escrutadores, cerraba la cortina, se alejaba, y luego repetía lo mismo una y otra vez. —No corre ningún peligro con el doctor Cole —había dicho entre dientes, volviéndose hacia Darcie como queriendo que ella lo tranquilizara—. Regresará sana y salva a mi lado, ¿no es verdad? En aquel momento, Darcie comprendió que las andanzas nocturnas de Poole no tenían nada que ver con algo siniestro, sino con el amor. Seguramente tenía la costumbre de encontrarse con Mary a la luz de la luna, y Darcie los había visto cuando regresaban de una cita. Pese a lo extraña que le parecía aquella pareja, a Darcie le alegraba la suerte de su amiga, pues era evidente que los sentimientos de Poole eran auténticos. Darcie se dejó caer sobre la cama. Los nervios no le daban tregua. Se levantó de - 186 -


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nuevo y se dirigió dando grandes zancadas hacia la ventana. Una vez allí, dejó que sus pensamientos divagaran, y aunque empezó intentando recordar los nombres de los huesos del cráneo, terminó acordándose de la conversación que había tenido con Damien. Él estaba en Edimburgo, e incluso me sirvió de coartada. También estuvo en la Casa de la Señora Feather la noche en que mataron a Sally. Oía las palabras de Damien una y otra vez en su mente. Un rayo hendió la oscura noche, haciéndole soltar un grito. Alejándose de la ventana, intentó pensar en otra cosa, pero sus pensamientos volvieron a llevarla a la conversación que habían tenido hacía un rato. Incluso me sirvió de coartada. El doctor Grammercy había tratado de recordar el nombre de aquel sujeto… Lord Ashton. Lord Alton. No pudo recordarlo. Darcie se mordisqueó el borde interior del labio. Tenía la certeza de que había alguna relación que no lograba establecer. La noche en que mataron a Sally. Pobre Sally. Tú ya habías estado aquí. Sally había reconocido que ella era la muchacha desaliñada que había ido a la Casa de la Señora Feather una lluviosa noche. Lo recuerdo porque fue la noche en que lord Albright… Darcie se quedó paralizada cuando las palabras de Sally cruzaron su mente de golpe. Una imagen tomó forma en su cabeza, y empezó a temblar. El hombre que la había seguido a Hyde Park. Ella había alcanzado a ver su cabello oscuro y su larga capa negra desde la ventanilla del carruaje. Su cabello oscuro. Había muchos hombres de cabello oscuro. Estaba en Whitechapel la noche en que te conocí. Aquella noche, ella se vio obligada a ocultarse en un portal oscuro y aspiró el olor de la muerte mientras miraba fijamente el dobladillo de la larga capa negra de algún diablo. Aquella noche conoció a lord Albright y supo que él disfrutaba con el sufrimiento de los demás. Lord Albright. Recordó la voz del doctor Grammercy intentando decir el nombre del sujeto que había estado en Edimburgo al mismo tiempo que Damien. Lord Ashton, había dicho, o quizás lord Alton. Pero no, ninguno de los dos era correcto. De repente, con escalofriante certeza, supo cómo se llamaba aquel hombre. Lord Albright. Recordaba muy bien la primera noche que había ido a casa de Abigail, la forma en que él había disfrutado con su dolor cuando se apartó de un salto para que no la tocara y se golpeó con la mesa del vestíbulo de su hermana. Era un hombre sin conciencia, sin corazón, sin alma. Recordaba la manera en que la había mirado. Sus ojos eran una ventana abierta al negro abismo sin fondo que era la tierra yerma de su ser. Ya sabía quién era el asesino. ¡Dios santo! Abigail. Su hermana no estaba a salvo. Damien había caído en la cuenta de la posibilidad de que Albright fuese el asesino y había llevado a Mary a hablar con el inspector Trent. ¿Acaso Abigail no podría llegar a la misma conclusión? Y aunque su hermana no lograra encontrar la relación entre los hechos, era muy probable que - 187 -


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estuviera corriendo un gran peligro. Se envolvió en su chal, agarró su bolso y salió corriendo de la habitación. Debía prevenir a Abigail. Esas palabras resonaban en su conciencia como una campana, haciendo que se olvidara del sentido común y de la cautela. Tomando un paraguas del perchero del vestíbulo principal, salió de la casa. En el momento en que bajaba las escaleras principales, una ráfaga de viento la sorprendió y casi la hizo dar vueltas por el aire. Inclinándose hacia adelante, siguió su camino. Se concentró en tratar de encontrar un carruaje que la llevase a la calle Hadley. La lluvia la azotaba sin misericordia, impidiéndole ver con claridad. Su insistente martilleo, sumado a la violencia del viento, la dejó calada hasta los huesos en pocos minutos. El paraguas resultó ser una inútil protección contra la tormenta. Se inclinó tanto como pudo para resistir la impetuosa acometida del viento, luchando contra él a lo largo de todo el camino a Hyde Park. Una vez allí, vio un único carruaje de alquiler. Haciéndole señas desesperadamente, atrajo la atención del cochero, y pocos segundos después se encontraba cómodamente instalada en el seco, aunque algo maloliente, interior del coche. Tiritaba de frío y de miedo, rogando que no fuera demasiado tarde. Todo su ser se centraba en un único objetivo: prevenir a Abigail. No podía soportar la idea de perder a su hermana una vez más, tras haberla encontrado hacía tan poco tiempo. Se apretujó contra el cojín del asiento. Empezaba a sentir los efectos de la humedad y del aire frío de la noche. Cuando llegó a la calle Hadley estaba tiritando y sus dientes castañeteaban con fuerza. El cochero recibió las monedas, y cuando ella le pidió que la esperase, él miró nerviosamente a su alrededor y negó con la cabeza. Sus palabras se perdieron en medio de la tormenta, pero su significado era muy claro. Con el alma en vilo, Darcie permaneció bajo la lluvia mirando alejarse el vehículo. Se quedó sola en las calles de Whitechapel, en medio de la oscuridad de la noche y de la tormenta. Dio un traspié al empezar a correr por el estrecho callejón, y apoyó una mano contra una fría y resbaladiza pared para levantarse. Luego, prosiguió su marcha a trompicones hasta llegar a la puerta de la casa de su hermana. La aporreó con el puño cerrado, preguntándose por qué no habría más gente. Era de noche, justamente la hora en que la Casa de la Señora Feather recibía a sus clientes. ¿Por qué nadie acudía a abrir la puerta? Su desesperación crecía con cada golpe que daba en la madera con sus manos. Su imaginación evocaba imágenes horrendas de lo que posiblemente había sucedido. Finalmente, la puerta se abrió, y ella cruzó el umbral para echarse en los brazos de Abigail. Sintió un alivio casi doloroso al ver que su hermana estaba viva y fuera de peligro. Ella la salvaría. No fracasaría en ese intento como lo había hecho con su madre y con Steppy. Ya había perdido a su hermana una vez, pero ahora que la había encontrado, no volvería a perderla. —¡Darcie! —gritó Abigail, llevándola casi a rastras al interior de la casa. Echó un vistazo a la calle, tambaleándose bajo el peso de la chica. —Ci… cierra la puerta con llave —dijo Darcie. Sus dientes castañeteaban con tal violencia que pronunciar aquella corta frase resultó todo un desafío para ella. Sin - 188 -


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fuerzas para sostenerse, sus piernas se doblaron bajo su peso, cayendo al suelo. —Dios mío, estás completamente empapada. Voy a traerte ropa seca. —¡La puerta! —gritó Darcie. Abigail la cerró con llave antes de subir corriendo las escaleras, dejando a la muchacha sentada en el suelo del vestíbulo. Regresó pocos instantes después, trayendo un vestido sencillo y ropa interior limpia. Juntas, lograron quitar las prendas mojadas y poner ropa seca. Abigail era más alta y gruesa que su hermana, pero el vestido estaba seco y caliente, y Darcie lo agradeció enormemente. Abigail estrechó a su hermana entre sus brazos hasta que dejó de temblar. —Vamos a la cocina. Te haré un poco de té. —Abigail le lanzó una mirada afectuosa—. Cuando te sientas mejor me contarás que te ha impulsado a venir aquí en una noche como ésta. —¿Dónde están todos? —preguntó Darcie, echando un vistazo a la casa oscura y vacía mientras se dirigían a la cocina. —Se han ido. Todos se han ido —afirmó Abigail, encogiéndose de hombros—. He cerrado la casa para los clientes. Despedí a la criada y les pedí a las chicas que se marcharan. —¿Cerraste la casa? —Darcie no lograba entenderlo—. ¿Por qué? —Desde la muerte de Sally ya no soy la misma persona. Veo algo diferente en mi futuro. —Se encogió de hombros—. La gente cambia. —¿Qué piensas hacer? ¿De qué vas a vivir? —¡Qué práctica eres! —exclamó Abigail, soltando una carcajada—. Siéntate —le dijo, señalando una de las sillas de la cocina. Darcie se dejó caer en ella, frotándose los brazos con las manos. Sintió que su cuerpo, entumecido por el frío que había penetrado hasta sus huesos, empezaba a entrar en calor. —Siempre supe que llegaría el día en el que cerraría la Casa de la Señora Feather. He ahorrado suficiente dinero para poder llevar una vida tranquila, si soy cuidadosa, y siempre aconsejé a mis chicas que hiciesen lo mismo. A fin de cuentas, soy digna hija de mi padre, y el instinto de comerciante que él inculcó en mí siempre me ha resultado muy útil. —Esbozó una sonrisa nostálgica y triste—. He pensado en buscar un lugar en el campo, un lugar donde nadie haya oído hablar de la señora Feather. —Sacando la tetera, las tazas y las cucharillas, las dispuso en una hilera con sumo cuidado, luego se detuvo y miró a Darcie por encima del hombro—. Un lugar donde la viuda señora Feather pueda tener un hogar. —¡Ay, Abigail! Darcie se sintió afligida. La idea de que su hermana se marchase de Londres no era precisamente un motivo de celebración. Se habían reencontrado hacía muy poco tiempo y no quería separarse de ella. Pero mayor que su tristeza era la profunda alegría que la embargaba. Abigail no correría ningún peligro en el campo. Ya no tendría que estar sujeta a la vida tan difícil que había llevado hasta entonces. Podría encontrar un lugar… Como si siguiera expresando los pensamientos de Darcie en voz alta, Abigail se - 189 -


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rió. —Un jardín —dijo—. ¿Puedes imaginar un jardín lleno de flores? —le guiñó el ojo—. Quizás hasta me case con un clérigo. Curiosamente, aquello no le pareció imposible a Darcie. Miró a su hermana bajo la tenue luz de la cocina. No llevaba maquillaje alguno en la cara, y se había hecho una trenza que le bajaba por la espalda. Darcie pensó que estaba fantástica. Limpia y lozana, simbolizando la nueva vida que estaba a punto de comenzar. Abigail empezó a preparar la infusión. Enjuagó la tetera con agua caliente antes de agregarle las hojas de té y echarle agua hirviendo encima. Puso dos tazas y dos platillos en la mesa, así como leche y azúcar, y luego trajo la tetera. Llenó la taza de Darcie, añadiendo dos terrones de azúcar y un poco de leche. —Viejas costumbres —reflexionó Darcie mientras miraba a su hermana servir el té. Abigail la miró con curiosidad. Señalando la taza, Darcie le explicó: —Echaste la leche al final, tal y como nos enseñó nuestra madre. —Ah, sí. He bajado de categoría, pero no he olvidado que una dama nunca echa la leche primero. Se quedaron mirándose fijamente, reflexionando sobre lo mucho que había cambiado su mundo. Las dos mujeres bebieron el té en silencio, coincidiendo en no hablar de lo que pudo haber sido. Darcie miró la llama de la vela. Parpadeaba y bailaba, dibujando vacilantes siluetas en las paredes vacías. Ahora que se encontraba allí, Darcie empezó a tener dudas. Si sus sospechas no eran ciertas, entonces su demencial carrera había sido simplemente el producto de su febril imaginación. No obstante, la posibilidad de que Abigail conociera al asesino de Whitechapel, incluso bastante bien, era demasiado peligrosa para ignorarla. Tomando aire, Darcie miró fijamente el fondo de su taza. —Abigail, dime cómo se llama el hombre que te hizo esto. El hombre que te trajo aquí —dijo, mirando a su alrededor. Abigail oyó el jadeo de su hermana al respirar. —¿Y eso qué importa? —preguntó desanimada—. Fue hace ya mucho tiempo. No puedo hacer nada al respecto. —No fue hace tanto tiempo —señaló Darcie, alzando la cabeza y mirando a los ojos azules de su hermana, ensombrecidos por el recuerdo de un dolor profundo. Una parte de ella quería dejar las cosas así para evitar que Abigail siguiera sufriendo. Podría estar equivocada respecto a lord Albright. Apretando los labios, Darcie eligió sus palabras con sumo cuidado—. ¿Aún viene a verte? Abigail se sobresaltó, echándose hacia atrás bruscamente, como si le hubieran asestado un golpe. Apartó la mirada de la de Darcie, y luego dijo: —Creo que ha dejado de llover. No oigo la lluvia. —Él te hizo daño. Por favor, Abigail, creo que pudo haber sido él quien… —Las palabras se detuvieron en su garganta cuando su hermana se volvió hacia ella. Una - 190 -


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expresión de profundo horror deformó las facciones de su rostro. —No lo digas —la interrumpió ella—. Si no lo dices, quizás no sea verdad. ¡Ay, Darcie! No podría soportar que fuera verdad. Esas palabras le dieron la respuesta que buscaba. Ella lo sabía. A Darcie no le cupo la menor duda. Abigail sabía el nombre del asesino. Se había acostado con él. Lo amaba. Lord Albright. —Abigail, debes dejar de protegerlo. No merece que sacrifiques tu vida por él. Su hermana se puso a temblar. Su taza empezó a sacudirse, tintineando cuando la colocó en el platillo. Se levantó, alejándose de Darcie a grandes zancadas para dirigirse al rincón más oscuro de la cocina. Sus hombros formaban una línea tensa y su acelerada respiración sonaba con fuerza en medio del silencio. —Bueno —dijo con una sonrisa forzada—, esta ropa nunca va a secar si no la colgamos delante del fuego. De repente, se convirtió en un torbellino de actividad. Agarró su silla y la llevó frente a la chimenea, luego, tomando el empapado vestido de Darcie que habían llevado a la cocina, lo sacudió enérgicamente. Gotas de agua se esparcieron en todas las direcciones. —Abigail, van a morir más mujeres. Con la misma rapidez con la que había empezado, la vorágine de actividad se detuvo, y ella se quedó paralizada en medio de la cocina. En su rostro se había dibujado la desesperación. —¿Cuánto tiempo hace que lo sabes? —preguntó con la voz entrecortada. —Sólo en este momento lo he sabido con certeza. Pero tú sí lo sabías; tenías que saberlo. Abigail negó con la cabeza, dejando caer sus manos pesadamente. El vestido cayó al suelo. —Lo supe ahora, cuando me preguntaste por él. Sólo entonces encajaron todas las piezas. —Se dejó caer en la silla que estaba a su lado, como si hubiera perdido toda su fuerza—. Lo he sabido en este instante. A lo mejor cerré los ojos para no ver lo que estaba pasando. No quería saber —dijo, ocultando la cabeza entre las manos. Darcie sintió que el mundo giraba a su alrededor. En lo más recóndito de su ser había esperado estar equivocada. Abigail miró a su hermana. —Estuvo aquí, en mi casa, en Whitechapel, todas las noches en que se produjo un asesinato. Nunca pensé que… El prolongado chirrido de una bisagra resonó en medio del silencio de la casa. Darcie dio un grito ahogado de terror. Sus manos se aferraron con fuerza la taza de té, mientras dirigía su mirada hacia los oscuros rincones de la cocina. Quizás lo hubiese imaginado. Quizás… Sonó de nuevo, seguido por el sonido de unos pasos dentro de la casa. Ya no estaban solas.

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Capítulo 17 —¿Qué ha sido eso? —preguntó Abigail en voz baja, mirando a Darcie con los ojos muy abiertos. Levantó una mano para apartar de su rostro los mechones de pelo que se habían escapado de su trenza, y se apretó el pecho con la otra mano. Darcie se llevó un dedo a sus labios para indicarle a Abigail que guardara silencio. Cuando su hermana abrió la boca para hablar de nuevo, sacudió furiosamente la cabeza. Se puso de pie y se dirigió al otro extremo de la cocina. Los cuchillos, cuyos mangos sobresalían del taco de madera que se encontraba sobre la encimera, atrajeron su atención. No, no le servirían de nada. No tenía ni la fuerza ni la habilidad para blandir un arma semejante. Era mejor buscar algo que pudiera mover como un garrote, algo sobre lo que pudiera apoyar todo el peso de su cuerpo, algo como… sí. Hizo un movimiento sinuoso con la mano para agarrar el pesado rodillo de madera. Sintió la presencia de su hermana a su lado y, extendiendo un brazo hacia atrás, buscó a tientas la mano de Abigail. Sus dedos se entrelazaron, y Darcie se aferró a ella para adquirir fuerza. Transcurrieron algunos segundos, o quizás minutos, y no se volvió a oír sonido alguno. La cocina olía a lejía y a moho. Darcie se preguntó por qué no se habría dado cuenta antes. Acercándose, Abigail le susurró al oído: —A lo mejor han sido imaginaciones nuestras. Es posible que no haya nadie aquí. A la muchacha le habría gustado creerla. Con el corazón encogido y tembloroso, se esforzó por distinguir algún sonido, por débil que fuera. Sacudió con la cabeza. Él estaba allí. Podía percibir su presencia, al igual que aquella noche lejana en que tuvo que esconderse en un oscuro portal, y desde allí aspiró el olor del mal y vio el dobladillo de su larga capa negra. Entonces comprendió que él la había estado siguiendo. La había elegido como víctima desde aquella noche, y la buscaba con insistencia, anhelando vehementemente su sangre. Pero ella se la había negado. Se estremeció ante aquel pensamiento. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso y dispuesto para actuar, pues sospechaba que él estaba cerca. Durante todos aquellos meses, un sexto sentido le había advertido entre susurros que corría peligro. Pero a quien tenía que temer no era a Damien. ¡Dios santo! Él nunca le habría hecho daño. Había sido una tonta al pensar lo contrario. - 192 -


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Aferró con fuerza el mango del rodillo. Todos sus tensos músculos protestaban contra aquella inactividad. Huye, se decía a sí misma, mientras el terror hacía un nudo en su garganta. Pero en el fondo de su mente una vocecita le decía que se quedara, ya que no sabía dónde estaba aquel asesino, y darse a la fuga sin reflexionar podía llevarla a los brazos de la muerte. Sentía a Abigail contra su espalda, temblando de terror; sus dedos apretaban los suyos con tal fuerza, que su mano se adormeció. Él había matado a Sally. Le había hecho daño a Mary. ¿Acaso por culpa suya? ¿Porque había ido a buscarla aquella noche? Aquella idea le resultaba repugnante. —Debemos correr hacia la puerta principal —susurró Abigail. La puerta principal. Darcie frunció el ceño, volviéndose para mirar a su hermana. —Te dije que cerraras la puerta con llave —musitó—. ¿No lo hiciste? Abigail apretó los labios. La expresión de su rostro era de tristeza infinita. —Él tiene las llaves. —La puerta de atrás… —Su voz se fue apagando al ver que Abigail negaba con la cabeza. —La cerré con tablas y la bloqueé con un armario después de la muerte de Sally. Tenía miedo de que el asesino entrara a hurtadillas y nos matara a todas en nuestras camas. Aquella explicación le resultó irónica. —Subamos —dijo entre dientes—. Iremos por las escaleras de atrás. Tal vez podamos salir por una ventana u ocultarnos en algún lugar. Vamos, Abigail. No podemos quedarnos aquí esperando a que la muerte venga a buscarnos. Sin esperar el consentimiento de la otra mujer, Darcie la obligó a seguirla a la estrecha escalera que se encontraba en la parte posterior de la casa. Subieron al primer piso. —Abigail. —El sonido de su voz subió por la escalera, unido a la repugnante promesa de sus más oscuros deseos—. ¿Por qué corres? Espérame, Abigail. Darcie se apretujó contra la pared. El corazón le latía con fuerza y el terror entorpecía sus movimientos. Una sensación de irrealidad la invadió al recordar la noche en que vio cómo apuñalaban a Steppy. Imaginó el destello del cuchillo subiendo y bajando una y otra vez hasta dejarlo sin vida en el suelo. Ocúltate en las sombras de la noche. Corre, muchacha. ¡Corre! Aquella noche ella vaciló, casi fue demasiado lenta. Oyó sus pisadas en las escaleras, acercándose cada vez más. —¡Vamos! —exclamó Abigail, tirando con fuerza de su brazo. Corrieron juntas por el pasillo hasta llegar a la habitación que se encontraba en el otro extremo. Al entrar, cerraron la puerta de un portazo, y luego intentaron empujar una cómoda de gran tamaño para bloquear el paso. —¡No se mueve! —chilló Abigail. El miedo había hecho que su voz se volviera aguda y débil. —La ventana —dijo Darcie, levantando el cierre—. ¡Rápido! - 193 -


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Empujó a Abigail para obligarla a salir a la noche lluviosa. El viento que azotaba el agua hizo que ésta cayera sobre su rostro como si se tratase de miles de alfileres. Darcie, que se encontraba frente a la ventana, se volvió hacia la puerta. Un rayo iluminó la habitación, proyectando su espeluznante resplandor en el rostro de su verdugo. Él sonrió, enseñando sus puntiagudos y afilados dientes. —Tú tenías que haber sido mía aquella noche. Pagué por ti y huiste. ¡Pagó por ella! ¡Ay, Dios! Él era el hombre a quien la habían vendido aquella noche, la noche en que asesinaron a Steppy. —Y luego volviste a mí. Me alegré mucho al verte aquí aquella noche. Te había estado siguiendo en la calle, ¿recuerdas? —Muerta de miedo, Darcie lo vio avanzar hacia ella—. No estaba seguro, pero ya me doy cuenta de que sí te acuerdas… ¿Pensaste que no te encontraría? —Le lanzó una mirada lasciva y levantó un cuchillo —. Esta noche no podrás escapar. Al mirar sus crueles ojos, vio en ellos la promesa de su muerte. La joven apretó con fuerza el rodillo que el instinto le había hecho traer de la cocina. Damien. Susurró su nombre, o quizás lo dijo a voces. Damien. Él era su talismán, su amuleto contra el mal. El amor que él sentía por ella, y ella por él, le daba fuerzas. No moriría allí aquella noche. No lo dejaría solo y sin esperanzas una vez más. Llevando un brazo hacia atrás, Darcie apuntó con el rodillo de madera a la aterradora cara del asesino de Whitechapel y lo lanzó con todas sus fuerzas. Acto seguido, salió por la ventana con dificultad y se entregó a los fríos brazos de la tormenta. Sus pies resbalaron peligrosamente mientras intentaba mantener el equilibrio en la cornisa mojada. El viento le arañaba la falda y la lluvia la calaba hasta los huesos. Se movió lentamente hacia su izquierda, alejándose de la ventana abierta. Pese al estrépito de la tormenta, oyó que alguien pronunciaba su nombre. Apretujándose contra la áspera pared, echó un vistazo hacia su derecha. Abigail se encontraba en el tejado de la casa vecina, gritando y agitando los brazos frenéticamente. El viento huracanado se llevaba su voz. Darcie podía ver que los labios de Abigail se movían, pero no podía oír los gritos desesperados de su hermana. Se quedó mirando fijamente el movimiento de sus brazos y la dirección de su mirada, y en aquel momento entendió lo peligrosa que era su situación. No importaba que no pudiese oír las palabras, pues el mensaje era muy claro. Había ido en la dirección equivocada. Una mano helada le oprimió el corazón cuando miró hacia su izquierda y vio la pared lisa de la otra casa. No tenía cornisa ni lugar alguno en donde pudiera agarrarse. No había donde esconderse. Un débil gemido de desesperación escapó de sus labios cuando volvió a mirar hacia la derecha y vio a lord Albright asomar la cabeza por la ventana abierta. No había posibilidad de retroceder, no podía escapar en aquella dirección. Empezó a respirar con dificultad, y el corazón le latía con dolorosa violencia. Un - 194 -


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pánico ciego se apoderó de ella cuando comprendió que no le quedaba ninguna opción. Miró hacia abajo, mientras intentaba calmar su agitada respiración. Se preguntó a qué altura se encontraría respecto a la calle. Demasiado alto. Un salto semejante la llevaría a una muerte segura. Entrecerró los ojos para intentar mirar a través de la espesa cortina de lluvia que caía con fuerza torrencial. Se quedó sin respiración a causa del asombro. Abajo se encontraba Damien, mirando fijamente a la cornisa con la cabeza echada hacia atrás y las piernas separadas. Su Damien, iluminado por la luz de una farola. Gritó su nombre una y otra vez. El horror hizo que las facciones de Damien se deformaran cuando dirigió su mirada hacia la derecha de Darcie. Ella sabía perfectamente lo que él estaba viendo. Veía a la muerte esperando hacerla suya. Avanzando lentamente por la estrecha cornisa para alejarse aún más, miró hacia un lado y se percató horrorizada de que lord Albright había salido por la ventana y se dirigía hacia ella. Empezó a perseguirla, dando un paso cada vez que ella lo hacía. Sus labios se abrieron para lanzar un furioso gruñido. —Estabas destinada a ser mía aquella primera noche, mi apetitoso plato. Ahora serás mía para la eternidad. Una luz de maldad brilló en sus ojos, y sus palabras hicieron que a Darcie se le helara la sangre en las venas. Retrocedió instintivamente. Su pie izquierdo resbaló, y en aquel mismo instante dejó escapar un grito. El pánico recorrió todo su cuerpo cuando luchaba por mantener el equilibrio para no caer. Sus dedos intentaban desesperadamente agarrarse de la áspera superficie de la pared, y sus ojos escudriñaban la calle buscando a Damien. En lo más profundo de su ser pensaba que si al menos pudiera ver al hombre que amaba y aferrarse a esa imagen, encontraría la fuerza para sobrevivir a aquella pesadilla. Abigail ya se encontraba abajo. Su cara levantada parecía un pálido óvalo contra el telón de fondo de la calle. Darcie sintió un momentáneo alivio al saber que su hermana estaba a salvo. Con el rabillo del ojo, vio que lord Albright seguía avanzando por la cornisa y se acercaba cada vez más. Tendió una mano hacia ella. A Darcie se le puso la carne de gallina sólo de pensar en que aquel hombre estaba a punto de tocarla. El inspector Trent apareció en la calle junto a otros agentes de policía vestidos de uniforme. Pero, ¿dónde estaba Damien? Se sintió extrañamente distante mientras miraba el carruaje que se acercaba por la calle, haciendo salpicar agua en todas las direcciones con sus ruedas. Tenía un solo pensamiento en la cabeza. Damien. Damien. Damien. Quería desesperadamente verlo por última vez. Los ojos se le llenaron de lágrimas, nublándole la visión. El carruaje se detuvo justo debajo de ella. Damien trepó al techo. El viento hinchaba su capa y la agitaba violentamente alrededor de su imponente figura. No - 195 -


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apartaba sus ojos de ella. Al verlo, el corazón de Darcie dio un leve salto de alegría que atravesó la barrera de terror que la rodeaba. Su mundo pareció reducirse hasta que sólo Damien quedó en él, mirándola con amor y preocupación. —Salta, Darcie —gritó él, venciendo la tormenta con su voz y mirándola con una intensidad indescriptible. Ella se apretó contra la pared. Lord Albright estaba ya muy cerca, empuñando el cuchillo que brillaba con su diabólica promesa. Estaba dispuesto a matarla allí, delante de toda aquella gente. Había enloquecido por completo. Darcie volvió a fijar su mirada en Damien. Él aún se encontraba encima del carruaje. Había adoptado la misma postura que tenía en la calle: las piernas separadas, la cabeza echada hacia atrás y cada fibra de su ser centrada en ella. Lo amaba desmesuradamente. —¡Darcie! —gritó de nuevo—. Salta. ¡Dios santo! No quería que él la viera morir, no podía soportar la idea de que él tuviera que sufrir por su muerte tanto como lo había hecho por la de su hermana. Salta. Salta. Salta. A la calle que parecía tan lejana. Petrificada, miró fijamente los adoquines de abajo. —Salta, Darcie. —Su voz era tensa, apremiante—. Confía en mí. Confía en mí. Estas tres palabras la sacaron de su estupor. Y oyó el eco de las otras que no pronunció. Confía en que te amaré para siempre. Confía en que te recibiré en mis brazos cuando caigas. Su corazón se contrajo al sentir las afiladas garras del terror. Si saltaba y él no lograba cogerla, ella se estrellaría contra la calle adoquinada. Confía en mí. Sacudió la cabeza sin apartar la mirada de él. Confiaba en Damien con todo su corazón. Él extendió sus brazos en silencio, invitándola a caer en ellos. Confía en mí. Agarrándose firmemente las manos para impedir que siguieran temblando, Darcie se dejó caer. Sintió como si estuviese volando. El viento hizo que su falda se hinchara y se agitara en torno a ella como las alas de un enorme pájaro. No quería apartar su mirada de Damien, pero la lluvia la golpeaba con fuerza, mojándole la cara y nublando su visión. Sintió que había sobrepasado la barrera del tiempo al caer volando en medio de la noche. Chocó contra el cuerpo de Damien con una fuerza violenta, y casi al mismo tiempo sintió sus brazos estrechándola. El sólido peso de su amado cedió bajo el suyo y los dos cayeron en el techo del carruaje, que se meció y chirrió en señal de protesta. Luego, se deslizaron juntos por su superficie resbaladiza, y por un instante ella pensó que no lograrían sostenerse. Damien extendió la mano para agarrase al borde del techo. Los músculos de su pecho y de sus brazos se flexionaron para sujetarla con fuerza e impedir que corriera peligro alguno. Completamente desorientada, ella permaneció sobre su cuerpo. Apoyó la cabeza contra su pecho, y su corazón empezó a bramar en sus oídos. Transcurrido un instante, ella se percató de que él estaba susurrando su nombre una y otra vez. La estrechaba con tanta fuerza entre sus brazos que casi no podía - 196 -


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respirar. Poco a poco, empezó a percibir otros sonidos: el llanto histérico de Abigail, la voz del inspector Trent y el relincho de uno de los caballos. Estaba viva. ¡Estaba viva! Damien enredó sus dedos en el cabello de Darcie y sus manos hicieron que su cabeza se echara hacia atrás mientras su boca buscaba la de ella. Le dio un beso desesperado y ardiente; la besó con desenfrenado frenesí. Sus dientes chirriaban contra los suyos y su lengua la lamía, la saboreaba. Aspirando su olor impregnado de lluvia, Darcie recorrió con sus dedos la tela mojada de su capa. Soltando un débil gemido, desabrochó dos botones de su camisa y metió la mano bajo el suave lino para posarla sobre el húmedo calor de su cuerpo vivo y palpitante. No la había abandonado a su suerte. Estaba allí. —Has venido a buscarme —dijo, echando la cabeza hacia atrás para contemplar cada una de las líneas bellamente esculpidas de su amado rostro. La expresión de Damien reflejaba a la vez asombro y alegría absoluta. —Saltaste. —Salté —repitió ella, soltando una fuerte carcajada, en parte histérica, y en parte expresión de una euforia incontenible. Darcie intentó asimilar lo que acababa de suceder, el hecho de haber escapado por un margen tan escaso y la magnitud de su alivio. Permanecieron en el techo del carruaje, entrelazados, sin moverse, sin hablar, mientras la lluvia amainaba, se convertía en llovizna y luego cesaba del todo. Vagamente consciente de los sonidos de las voces del inspector Trent y de los agentes que él había llevado consigo, ella no pudo despertar por completo para averiguar la causa del alboroto. —¿Cómo supiste que estaba aquí? —le preguntó ella, centrando toda su atención en Damien, en la sensación de su piel bajo su mano y en el grato calor de su abrazo. Él la besó en la frente. —Poole te vio salir de casa. Corrió detrás de ti, pero no pudo alcanzarte. Cuando llegó a Hyde Park, tú ya te estabas subiendo al carruaje. —Le lanzó una mirada recriminatoria—. Estuviste a punto de matarme del susto, Darcie. Cuando te vi en esa cornisa, mi mente dejó de pensar de forma racional. Las emociones de Darcie también quedaron a flor de piel cuando percibió el dolor que había en su voz. —No totalmente. Tu inteligencia me salvó. Damien soltó una carcajada. —No, Darcie. No fue mi inteligencia. Fue la desesperación. —Sostuvo la cara de ella entre sus manos—. Y la confianza. Tú confiaste en mí. —Sí. —Aquella simple palabra estaba cargada de significado—. Pero el hecho de que Poole me haya visto salir no explica cómo supiste dónde me encontraba. —Eso, amor mío, fue pura suerte. Cuando regresé de la calle Bow, Poole me estaba esperando en la puerta para contarme que te habías marchado precipitadamente. Como no sabía dónde empezar a buscarte, te seguí el rastro hasta Hyde Park. El coche de alquiler regresó allí después de dejarte en casa de tu - 197 -


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hermana. Entonces pude interrogar al cochero. Darcie se quedó mirándolo atónita. —Le pedí al hombre que me esperara, pero no le gustó el vecindario y se negó a hacerlo. —¡Bendita sea la suerte que permitió que te dejara aquí!, pues de no haberlo hecho… —Su voz se fue apagando. Ella frunció el ceño. —Nunca habría imaginado que creyeras en la suerte, Damien. —No creía hasta esta noche. Sus miradas se cruzaron, expresando una mutua comprensión. —¡Lord Albright, no se mueva de ahí! La voz del inspector Trent resonó en la calle, haciendo que Darcie tomara plena consciencia de dónde se encontraba, recordándole que el asesino aún no había sido detenido. Incorporándose, se volvió para mirar la escena surrealista que se desarrollaba ante sus ojos. Lord Albright aún se encontraba en la cornisa, sujetando el puñal firmemente con una mano. Sacudía la cabeza desesperadamente de un lado a otro, como si buscara una manera de escapar. —No se acerquen más —gritó. Un policía alto y fornido empezó a golpear con el hombro la puerta principal de la casa de Abigail. Se oyó el sonido de la madera astillándose, y luego un ruido sordo en el momento en que lo que quedaba de la puerta se abrió por completo, chocando contra la pared. Dos agentes de policía entraron corriendo en la casa. —No se acerquen —gritó Albright—. Soy un lord. No tienen derecho a… — Sacudió la cabeza de un lado a otro como si intentara despejarla—. ¿Dónde está mi ayuda de cámara? Mi abrigo está mojado. Necesito a mi ayuda de cámara. Dirigió la mirada hacia Darcie y luego la apartó. Finalmente, descubrió a Abigail, que se encontraba sola en medio de la calle. —Abigail, querida —dijo de un modo lastimero—. No puedo encontrar a mi ayuda de cámara. Su cabeza pareció desplomarse bajo su propio peso, dejando el resto de su cuerpo en aquella peligrosa cornisa, muerto de frío y mojado. Se encontraba absorto en su propio mundo. Ladeando la cabeza, miró a Trent antes de volver a echarle un vistazo a la ventana abierta con una expresión de dolorosa perplejidad. Y luego se tiró de la cornisa. Darcie, paralizada por el terror, dio un grito. No pudo apartar la mirada del cuerpo de lord Albright cayendo del cielo, estrellándose contra la calle adoquinada con un escalofriante ruido sordo, como un saco de ropa sucia. Soltando un grito ahogado de horror, ocultó su cara en el hombro de Damien. En lo único que pudo pensar era que de no haber sido por el ingenio de su amado, aquél habría sido su destino. Él la estrechó contra su pecho con una dulzura infinita. Damien descendió del techo del carruaje. Enseguida, extendió los brazos para bajar a Darcie. Se quitó la capa y la envolvió alrededor de los hombros de la joven. - 198 -


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Besó sus labios, sus mejillas, sus ojos, y luego echó la cabeza hacia atrás para mirarla con profunda ternura. —Ven, ya es hora de regresar a casa. Al oír unos pasos acercándose, se volvieron y descubrieron que se trataba del inspector Trent. —Tengo que hacerles unas preguntas… Damien levantó una mano, haciendo un brusco gesto de rechazo. —Eso puede esperar hasta mañana. Vaya a verme por la tarde —dijo él con un tono de voz amable, pero firme. Sin esperar una respuesta, le hizo señas a Abigail para que se acercara, y condujo a las dos mujeres al carruaje. Abigail vaciló sin saber qué hacer. Miró primero a John, que se encontraba a un lado sosteniendo la puerta abierta, y luego a Damien. —Usted siempre ha sido muy amable conmigo, y por eso no puedo ir a su casa. Piense en el escándalo que provocaríamos —dijo Abigail susurrando. Las lágrimas contenidas habían apagado su voz, y sus hombros se habían doblado bajo el peso de lo sucedido en las últimas horas. Damien se rió de manera cortante y alzó las cejas con escepticismo. —¿Cómo puede usted hablarme de escándalos? Darcie se mordió los labios para contener el impulso de reírse del tono de voz de incredulidad de Damien, pues sus emociones estaban tan a flor de piel que temía perder el control por completo. —Usted es la hermana de mi futura esposa y, como tal, mi casa es también suya. —Sus palabras rasgaron el aire de la noche. —¿T… tu esposa? —exclamó Darcie con voz entrecortada. Alzó la cabeza sorprendida cuando fue plenamente consciente del significado de aquellas palabras —. Yo… yo… Sonriéndole, Damien apartó un mechón de pelo mojado de su frente. —No he tenido ocasión para decirte lo que hice durante el día. He conseguido que me dieran una licencia especial. —Sonrió de oreja a oreja—. Espero que mañana por la mañana no sea demasiado pronto. Darcie tomó aire, intentando asimilar lo que él le estaba diciendo. Su esposa. Él quería que ella fuese su esposa. —No tengo palabras —susurró ella. —Sólo necesitas una —respondió él conciso—. Y esa palabra es sí. Los latidos del corazón de Darcie martilleaban en sus oídos. —Sí, sí, y mil veces sí. Ella se arrojó en sus brazos abiertos, llorando, riendo, buscando sus labios con los suyos. —Tenía tanto miedo de perderte, tanto miedo de que te cayeras… —Los ojos de Damien reflejaban sus sentimientos más íntimos. Su amor y su pasión brillaban en ellos para que ella pudiera verlos—. Tenía miedo de llegar demasiado tarde. El corazón de Darcie estaba a punto de estallar. - 199 -


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—Tú estabas ahí para recibirme en tus brazos cuando cayera. —Sí —contestó él con una sonrisa—. Y así será siempre. La luz de la farola brilló en el cabello húmedo de Damien, haciendo que se formara una especie de aureola dorada alrededor de su cabeza. Darcie recordó la primera vez que lo había visto, cuando se había caído en la calle, y pensó que un ángel se le había aparecido para llevarla a casa. Tomó una bocanada de aire, dejando que éste llenara sus pulmones, fresco, limpio y nuevo. En sus labios apareció una enorme sonrisa cuando la mano de Damien buscó la suya, entrelazándose en sus dedos. Sus miradas se cruzaron, y sus labios se fundieron en un beso en el instante mismo en que un mensaje silencioso se cruzó entre ellos; un mensaje de fuerza, amor y confianza. Darcie se dejó sumergir en el milagro de su beso, pensando que después de todo no había estado tan equivocada aquella lejana noche. Damien era su ángel, y en el amor que él le ofrecía había encontrado su hogar.

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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA EVE SILVER Leyó su primera novela romántica cuando era apenas una adolescente. Desde entonces se enamoró de estos relatos de amor, honor, fuerza y perseverancia que la extasiaban y la ayudaban a superar los momentos difíciles de la vida. Eve ha obtenido dos licenciaturas. Enseña microbiología y anatomía en un instituto de su ciudad. Cuando termina de trabajar, regresa a su idílico territorio, pues en su hogar ha encontrado la felicidad eterna de las novelas de amor junto a su marido y sus dos hijos. A Eve le complace enormemente conocer la opinión de sus lectores. Usted puede ponerse en contacto con ella entrando en la página web www.evesilver.net

DESEOS VELADOS CALLES OSCURAS Un hombre abandona las sombras veladas por la niebla en busca de compañía. Las mujeres siempre se alegran de percibir sus monedas… instantes antes de recibir su cuchillo. SECRETOS OSCUROS Darcie Finch ha acudido a un prostíbulo en la zona este de Londres como una alternativa final y desesperada. La madame le permite regresar a la noche inclemente con una nueva esperanza, la de encontrar empleo gracias a alguien que le debe un favor: el doctor Damien Cole. Sin embargo, se da un último aviso: «Ten cuidado. Mantente alejada de su trabajo y de sus secretos. Es un nombre temible…». DESEOS OSCUROS La residencia Cole es un lugar extraño de verdad. La servidumbre desaparece y tipos patibularios llaman de noche a horas intempestivas, y Darcie ha visto al doctor salir de su laboratorio lleno de manchas de sangre. Entonces, Damien le ofrece la oportunidad de su vida: trabajar a su lado usando sus dotes artísticas. La mutua compañía durante un prolongado lapso de tiempo prende el fuego de una pasión inesperada e irresistible, pero cuando más cerca está ella de Damien y sus secretos, con más intensidad se pregunta si es un sanador abnegado y encantador o un asesino a sangre fría.

*** © Título original: Dark Desires © 2005, Eve Silver © De la traducción: 2007, Pedro Lama Lama © De esta edición: 2008, Santülana Ediciones Generales, S. L. Editorial: Manderley / Enero, 2008 ISBN: 978-84-8365-062-2

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