LIBRO DE RELATOS DIVERSAS

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Esta publicación es parte de la campaña de sensibilización y prevención de violencia de genero en mujeres victimas de discriminación múltiple, que realiza AIETI con el apoyo del Instituto de la Mujer de Castilla La Mancha. AIETI tiene como misión contribuir en la transformación social a nivel global y local, que promueva el desarrollo humano sostenible con justicia social; desde un enfoque de derechos humanos y feminista, fortaleciendo las capacidades y potencialidades sociales e institucionales en cada contexto. Promovemos, en red, una ciudadanía social, política y ética, activa y comprometida en la exigibilidad de los derechos humanos a nivel global y local, que garantice la paz, la justicia social y la sostenibilidad ambiental. Para ello consideramos fundamental poner en el centro la igualdad de género y la erradicación de los sistemas de dominación del género masculino y heterosexual sobre otros, y que nutren a las violencias machistas.


unidas e iguales en der derechos Relatos contra la violencia de genero y discriminaciĂłn mĂşltiple



Edición y Texto: AIETI Diseño: AIETI y Patricia Dubreuil Dibujos: Patricia Dubreuil Imprenta: Euyin Servicios Graficos www.aieti.es · castillalamancha@aieti.es No está permitida la reproducción total o parcial de ilustraciones, ni textos incluidas en esta guía sin autorización.


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Presentación: Esta publicación es resultado del Concurso de Relatos que se enmarca en la Campaña de Sensibilización y Prevención de Violencia de Género en Mujeres Víctimas de Discriminación Múltiple, DIVERSAS, UNIDAS E IGUALES EN DERECHOS, que ha realizado la Asociación de Investigación y Especialización en Temas Iberoamericanos, AIETI, con el apoyo y colaboración del Instituto de la Mujer de Castilla La Mancha. El objetivo de dicho concurso era sensibilizar a la población de Castilla la Mancha e involucrar a colectivos de personas que aficionadas a la escritura y que deseen implicarse y compartir su narración para sensibilizar contra violencia de género y la discriminación múltiple, además de promocionar la creatividad literaria entre las y los castellanas manchegas. Por ello consideramos la importancia del arte y la escritura como herramienta de sensibilización y divulgación frente las diversas manifestaciones de la violencias contra las mujeres y a las diversas formas de discriminación que potencian estas violencias, y de esta manera prevenir la discriminación múltiple de las mujeres, con énfasis en la diversidad, incluida la diversidad funcional, racial, sexual, cultural, para lo cual hay que tener en cuenta las diversas categorías de discriminación construidas social y culturalmente, que confluyen e interactúan contribuyendo a la discriminación y fomentando la discriminación múltiple. En este sentido somos conscientes de que la discriminación de género tiene diferentes vertientes que hay que integrar para dar respuesta a la heterogeneidad de las situaciones que viven las mujeres y así garantizar el avance hacia la igualdad real y efectiva, y hacía la igualdad de trato y de oportunidades. Por ello el valor de los relatos publicados que parten del interés y la creación de ciudadanas y ciudadanos de la región en sensibilizar sobre estos temas y compartir su creación.

Rosario Narro

Directora Provincial del Instituto de la Mujer en Guadalajara

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Agradecimientos: La edición de esta publicación no hubiera sido posible sin el apoyo del Instituto de la Mujer de Castilla La Mancha y su compromiso e implicación en lograr la igualdad real y efectiva y la igualdad de trato y oportunidades entre mujeres y hombres en todos los ámbitos de la vida; y en la promoción del derecho de las mujeres a una vida libre de violencias visibilizando las diferentes causas que confluyen y potencian la discriminación de género y que es preciso integrar para responder a las diversas violencias que sufren las mujeres a lo largo de sus vidas. Tampoco hubiera sido posible sin la participación de todas aquellas mujeres y hombres de las cinco provincias de la región, que consideraron importante participar a través de su arte y su inspiración y con ello contribuir a la sensibilización y prevención contra la violencia de género y la discriminación múltiple. Agradecemos también al jurado calificador de este concurso conformado por Rosario Narro Cortijo, Directora Provincial del Instituto de la Mujer en Guadalajara, Mercedes Ruiz Giménez Aguilar, Presidenta de la Asociación de Investigación en Temas Iberoamericanos (AIETI) y a Silvia Pérez López del colectivo La Mundial, por la valoración de los trabajos presentados y por su compromiso con los objetivos del proyecto. Por último agradecer a Patricia Dubreuil, artista, que con su gran sensibilidad y creatividad, desde una mirada feminista, ha enriquecido el diseño de esta edición. Equipo AIETI

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Índice: 1.- Cuando me alejé del mar Pág.12 Roberto Ibañez Ferrer 2.- El interprete Pág.16 Concha Fernández González 3.- Heroínas Pág.20 Inma Haro 4.- Muñecas Pág.25 Miguel Ángel Molina Jiménez 6.- Infierno sin llamas Pág.30 Laura Ortega Herraiz 7.- La relatividad de los sueños Pág.34 Faustino Lara Ibáñez 8.- El ascensor Pág.40 Enrique Galindo

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Cuando me alejé del mar Mi abuelo siempre decía que podía leer el alma de la gente mirando fijamente el fondo de sus ojos. Decía, de forma solemne, que era un don heredado, de generación en generación. Cogía mi cara entre sus ásperas y cálidas manos y me taladraba con su mirada caída de color cielo, para después, tras unos segundos de inquietante espera, comentar con una sonrisa en sus labios… eres de alma fácil, porque siempre que te miro veo felicidad. Yo no heredé ese don, pero, en efecto, era feliz y siempre estaba contenta. No sé muy bien como pudo acabar todo de esa manera, pero si sé cómo empezó porque como casi todo lo importante que acontece en mi vida, recuerdo que ocurrió a la orilla del mar, una tarde de otoño cuando todavía el sol no calienta y las gaviotas pasean nerviosamente sobre la arena picoteando sin parar. Me gusta, casi más que su vuelo, el caminar torpe de las gaviotas y ese olor salado que sientes al respirar. Mi abuelo en ocasiones decía que la verdadera libertad se encontraba cerca del mar, y así lo pensaba yo. Esa tarde, como casi todas las tardes, estaba sentada en la arena de la playa observando fijamente

como rompían las olas. Desde pequeña ha llamado mi atención el hecho de que en el mar nunca paren de estallar las olas, me fascina el hecho de que, pase lo que pase, el mar seguirá rompiendo una y otra vez, de forma incansable cuando acude a la orilla a su cita constante con la arena. Me relaja y me hace sentir bien. Es ese momento, el de observar las olas de crestas blancas escuchando como rompen, un momento de una belleza y una magia indescriptibles, para dejarse llevar. Es el único del día, en que, aún no haciendo nada, no acude a mí la imperiosa necesidad de tener que hacer algo, la sensación de perder mi tiempo. Es mi momento para poder volar. Esa tarde, como casi todas las tardes, yo acariciaba la arena, y él se acercó a mí sin que lo viera llegar. Rompió mi concentración en las olas de forma tranquila y, sentándose lentamente a mi lado me habló. Me dijo que venía observándome desde hace tiempo, me habló bonito. Me dijo algo más que no recuerdo, tímidamente, algo que me hizo sonreír, eso sí lo recuerdo; y lo que me hace sonreír me atrapa. Era alto, de facciones rectas y 12


fuertes, bien parecido, la cabeza siempre ligeramente ladeada, y su largo pelo cobrizo y ensortijado bailaba constantemente con la brisa marina. Ese día no pude leer en el fondo de sus ojos de color esmeralda porque no había luz suficiente, ya que la tarde moría lentamente y el sol, de un precioso color anaranjado, empezaba a hundirse en el mar. Por eso y porque no tenía el don, ese don que mi abuelo decía tener. Y como todo tiene un comienzo, a partir de ese momento, todos los días coincidíamos en el mismo punto de la playa donde, con las gaviotas como testigo, conversábamos sobre todo, de él y de mí; siempre jugando con la arena que lenta y repetitivamente se escurría entre nuestros dedos, y siempre como música el ruido de las olas al llegar a su final. Empecé a sentirme bien, como cuando yo sola y con calma, observaba los azules y verdes del agua del mar. Me decía cosas, cosas bonitas con las que sonreía. Supongo que en ese momento me hacía feliz. Todo empezó a cambiar cuando nos alejamos del mar. Nunca debimos salir de la arena, como si el sonido de las olas y el olor a sal siempre presentes en nuestros encuentros hicieran de burbuja protectora contra todo y contra

todos, como si la playa fuera el principio y el final. El cambió. O supongo que más que cambiar, salió a la luz lo que estaba escrito en el fondo de sus ojos, lo que sólo mi abuelo podía ver y yo no. Se mostró como realmente era, como siempre debió ser y había sabido esconder. Fue un proceso lento. En pocos meses cambió como cambia la marea por la atracción que ejerce la Luna, como cambia el tamaño de las olas al pasar la tormenta; cambió, de una manera en la que poco a poco dejé de sonreír. Y así me resulta difícil vivir. Dejó de ser hombre… Primero fue un control obsesivo de mis tiempos, de mis espacios, de mis amistades, en nombre de su equivocado amor, si así se podía llamar; en lo que era un control desmedido, insoportable, cruel. El intento de dejarme aislada de lo que yo antes buscaba, de lo que antes tenía, de lo que yo antes quería, los celos obsesivos, las miradas de acero. Con el paso del tiempo. Después, cuando transcurrían los días, cuando morían los meses, vino la ácida crítica de mi aspecto, lo que yo era, mi esencia; ese que tanto le había gustado, el mismo

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que descubrió al conocernos el primer día en que comenzamos a hablar. Me hizo llorar. Y por último, con el inexorable paso del tiempo, demasiado tiempo, vino el daño físico, arrepentido pero brutal, seco, doloroso, irreal, repentino, de forma inesperada, al no permitirle, eso nunca, que no me dejara acudir yo sola a la orilla del mar. Y eso volvió a hacerme llorar. Lágrimas saladas. Ahí terminó todo, ya no quise continuar, terminó sólo por mi parte lo que empezó una tarde en que observaba como rompían las olas, mientras el sol a lo lejos, en el horizonte, se empezaba a ocultar. Terminó lo que tenía que acabar, lo que no debió comenzar. Por lo que decidí alejarme para poder pensar, decidí distanciarme

y marchar lejos, a otro sitio, donde reparar mi interior dañado, volver a darle sentido a todo y poder volverme a encontrar. Me fui donde podía ir sin querer, ir sin desear; otro lugar donde el aire no olía a sal, donde la brisa cambiaba a viento seco, y donde no había arena para filtrarse por mis dedos mientras mi mirada perdida encontraba la paz. Ahora pienso que diría mi abuelo que ya no está, si pudiera volver a leer el fondo de mis ojos, el fondo de mi alma ahora distinta, lastimada, ahora cambiada, que siempre decía poder mirar. Y también pienso, constantemente, que ya es hora de volver al sitio al que pertenezco, el sitio que anhelo y deseo ver intensamente, donde habita la calma y huele distinto y donde siempre, pase lo que pase, siguen rompiendo… las olas del mar.

Primer puesto Concurso de Relatos Autor: Roberto Ibáñez Ferrer. Roberto Ibáñez Ferrer, albaceteño de siempre. Aficionado a la escritura y lector compulsivo. Amante de las historias sencillas y firme y convencido defensor de la igualdad en todos sus ámbitos como único medio para conseguir un mundo mejor, el único mundo posible.

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"El feminismo eficaz tiene que luchar contra la homofobia, la explotación de clase, raza, género, el capitalismo y el imperialismo"”

Angela Davis


El Intérprete Tres a dos. Teníamos el partido ganado, pero ahora, con un jugador menos, seguro que vamos a perder. No entiendo, ni he entendido nunca por qué tengo que acompañar a mi madre al médico cada vez que se pone enferma. Me cuesta comprender por qué debo de hacerle de intérprete. Aunque mamá me habla y yo la oigo, parece que nadie fuera de casa lo hace. Que está muda y aunque mueva los labios nadie oye su voz. Cada vez que pregunto sobre este tema los mayores me dicen que ya lo comprenderé cuando crezca. Espero que sea así porque estas cosas me confunden mucho. Tres a dos y estaban desmoralizados. Ahora que me he tenido que marchar seguro que recuperan el ánimo. Mi madre debe de sentirse muy mal porque anda encogida y se lleva la mano al estómago como si un dolor fuerte la mordiera. Los viajes a la casa del médico me aburren. Todo forma parte de un extraño comportamiento. Durante el camino mamá me explica lo que le pasa para que yo sepa lo que le debo transmitir al doctor. Siempre es igual. Cuando llegamos a casa del doctor, ella se

queda fuera retirada varios pasos de la entrada. Yo me asomo a la puerta y el doctor me hace un gesto para que entre. Le explico que es mi madre la que está enferma. Entonces él despliega una cortina colgada del techo y divide la sala en dos. Me indica que llame a mi madre y que la haga pasar al otro lado de la cortina. Luego, él se da la vuelta y espera de espaldas a que mi madre entre. Cuando este ritual termina me siento en el suelo, junto al borde de la cortina que separa los dos espacios y comienzo mi actuación. - Dile al doctor que me duele mucho el estómago – me indica mi madre con un hilo de voz. - Que dice mi madre que le duele mucho el estómago –le traslado yo al doctor. - Pregúntale qué ceno anoche – me dice el doctor. - Que qué cenaste anoche –le pregunto a mi madre… Todo es absurdo, es imposible que mi madre no oiga lo que dice el doctor y que éste no oiga a su vez a mi madre, sin embargo ambos actúan como si fueran sordos a las palabras del otro y sólo pudieran comunicarse a través de mí. Yo parezco un loro repitiendo al uno lo 16


que me dice el otro. Ahora podría estar jugando con mis amigos. No dejo de pensar en ellos mientras sigo traduciendo a los dos sordos que están en la sala. - Que dice mi madre que sólo tomó un vaso de leche. Siempre me han gustado los doctores y quería estudiar mucho para dedicarme a curar gente cuando sea mayor, pero estoy pensando que, a lo mejor, si estudias medicina, te quedas sordo y eso me echa un poco para atrás. - Que dice el doctor que cómo es el dolor que sientes, si agudo o sordo. La medicina es muy rara porque un dolor, que es algo que no se ve ni se toca, sólo se siente, puede ser agudo como un alfiler o sordo como el propio médico. - Dile que es agudo –contesta mi madre. Hasam es un portero estupendo. Si no fuera por él no habríamos llegado a semifinales. Como no ganen hoy me voy a llevar un disgusto. Si al menos termináramos pronto y pudiera incorporarme antes del final del partido… - Pregúntale si tiene vómitos. - Que dice el doctor que si tienes vómitos. El doctor me escucha y me mira a mí como si fuera yo el enfermo. Mi madre, además de ser muda, para

él también es invisible. Aunque, a decir verdad, invisible es cada vez que sale a la calle y tiene que cubrirse con el burka. No se ve a la madre que hay debajo, sino unos ropajes tétricos que parece que andan solos. - Que dice mi madre que vómitos no, pero que va muchas veces al baño. - Dile que se toque la frente y que me diga si está caliente. - Que dice el doctor que te toques la frente y le digas si tiene calor. Me ha contado el primo de Hasam que en occidente los doctores sí oyen a las mujeres y hablan con ellas sin intermediarios. A lo mejor me tengo que ir a occidente a estudiar medicina para no quedarme sordo. - Que dice mi madre que sí, que está muy caliente. En occidente los doctores también tocan a las mujeres para ver dónde les duele y Alá no se enfada. Bueno, eso no es del todo verdad, el primo de Hasam nos ha contado que en occidente son infieles y no creen en Alá. No sé en qué creerán, pero sea en lo que sea, su dios es menos estricto que el nuestro. Esto sólo lo pienso para mí, no puedo decírselo a nadie más. Ya me ha costado más de un castigo el hacer preguntas inapropiadas, como dice mi padre. 17


Así que, aunque no entienda algún comportamiento de los adultos, como el de acompañar a mi madre al médico y hacerle de intérprete, me aguanto y no pregunto. - Dile a tu madre que parece que padece una gastroenteritis. - Que dice el doctor que tienes una gastroentitis. - Gastroentitis, no, gastroenteritis. - Que dice el doctor que no es una gastroentitis, sino una gastroenteritis, que a lo mejor es menos grave, eso lo digo yo. ¿Cómo irá el partido? ¡Qué de preguntas hace el doctor! Parece que no vamos a terminar nunca. Si ganamos hoy tendremos que jugar la final la semana que viene. Espero que para entonces mi madre ya se haya recuperado. No querría perderme, por nada del mundo, el jugar. Es la primera vez que llegamos tan lejos, siempre nos eliminan en los primeros partidos. ¡Claro!, no tenemos botas de fútbol y, a veces, chutamos mal porque nos hacemos daño en los dedos. - Dile a tu madre que esté tres días a dieta blanda. Purés de patata y zanahoria y arroz hervido y que se hidrate mucho, que beba agua o té a pequeños sorbos. - Que dice el doctor que tienes

que comer puré y beber té. - Dale las gracias al doctor y pregúntale que cuánto le debo. - Que dice mi madre que cuánto le debe. - Dile que doscientos afganis. - Que dice el doctor que son doscientos afganis.

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Mi madre mete la mano en el bolsillo y saca dos billetes rojos de 100 afganis y me los tiende. Los recojo y se los doy al doctor. Luego, él se vuelve de espaldas y espera a que mi madre salga de la consulta. Nos alejamos despacio, porque el dolor no le permite a mi madre andar con rapidez. No sé qué hora es, pero el sol está ya muy bajo, seguro que el partido ha terminado. Caminamos mucho rato en silencio y me da tiempo a pensar en todo lo que ha ocurrido. Al llegar a casa he tomado una gran decisión

y quiero que mi madre la sepa, así que, cuando se quita el burka y veo de nuevo sus inmensos ojos negros, esos que hablan sin palabras y acarician con sólo mirar le digo: - No te preocupes mamá. Cuando sea mayor voy a estudiar medicina. Pero no voy a ser un médico como los de aquí, voy a ser un médico muy especial. Un médico al que tú y todas las demás mujeres podréis visitar solas porque yo os voy a oír. Yo, mamá, cuando sea mayor voy a ser el médico que te va a devolver la voz.

Segundo puesto Concurso de Relatos Autora: Concha Fernández González. Cursa estudios de Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de Madrid. Actualmente trabaja como colaboradora de la editorial LITERAUDIO. Ha obtenido más de ciento veinte premios literarios, entre ellos el “Ciudad de Irún” , “Manuel Díaz Luis” y “Café Bretón” de novela y el “Ciudad de Tudela” “Alfonso Martínez Mena”, “Ciudad de Marbella” y “Ciudad de Torremolinos” de relato corto. Así mismo ha publicado las novelas tituladas “El último chachachá”, “Lo que queda de camino” y “Al otro lado del tabique” y varios relatos en volúmenes conjuntos.

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Heroínas Eran dos. Eran cualquiera. Eran. O al menos, eso creían. No se tenían miedo. Pero a veces, tenían miedo. Eso lo descubrieron cuando aquella tarde de abril decidieron darse la mano por la calle. Antes, el temor absurdo e ilógico de una ciudad que no creía en otro tipo de amores, les había hecho tatuarse en el hemisferio derecho de sus cabezas que no podían dar manifiesto alguno de un vasto sentimiento proyectado fuera de la heteronormatividad. Ellas, que ya no eran niñas como para justificar a través del juego el arrojo que sintieron en sus cuerpos. Ellas, que a fuerza de silencio, una tarde en hora vespertina quisieron agarrar al mundo con sus manos, así, sin más. Fue entonces cuando el espacio se les hizo inabarcable, y la osadía de arañarse dócilmente, yema a yema, fue mutando en un alarde de piel a piel, roce a roce, fuego a fuego. Y ahí se les torció la boca, se les cruzaron los labios y explotó el beso. Tal vez, si quiera, el único beso de su historia que aquellas calles conocieron, entonces naciente y abocada a un futuro no demasiado prometedor. Una de ellas, la ella clara, tenía los ojos redondos y soleados, las costillas marcadas, las manos

curtidas y huesudas, el fondo de su esternón acolchado para los golpes del corazón, el dedo meñique del pie izquierdo montado sobre su vecino, un lunar intenso poniendo fin a una constelación imaginaria, las puntas de su cabello desobedientes y una boca que de cuando en cuando sentía y de mucho en mucho pensaba. Era en esta última parte cuando un esbozo de mueca se dejaba caer sobre su rostro y sin tener que hablarlo sabías que ella clara, elucubraba algún plan de carácter indómito pero marcado, rompedor y sutil a partes iguales. La otra, la ella oscura, solía dibujarse frente al espejo antes de irse a dormir. Lavaba su cara y se reconocía a sí misma, una y otra vez, una y otra vez. A veces, también se desconocía, y eso le dolía, porque era poner cuerpo a las incontables ocasiones en las que había salido por distintas puertas con la mochila entre las piernas y las botas colgadas en la espalda. Por eso tenía los hombros gruesos, marcados, pudientes. Su andar era regio, ella apenas lo sabía o quería reconocerlo, pero allí donde estaba, ella oscura, iluminaba a todas y todos con su sola presencia, llenaba el espacio de un halo incomparable 20


a cualquier otra luz posible. Ella clara creció revolviéndose contra el mundo. Ella oscura creció buscando identificarse de una manera suave y armónica, como si la vida se le fuera en meandros que solo quisieran desembocar allí donde un río sabe que en realidad es un apéndice invitado directamente por el mar. El día que se encontraron, ambas supieron que venían de lugares distintos y quisieron no saber que terminarían en contornos distintos también. Primero fueron los suyos, después los del resto y al final los del espacio vacío que dejó la obligada distancia cuando una y otra se alejaron. Lo intentaron, pero eso no era suficiente. Entre amar y amarse, el universo, casi entero, confluyó para que ningún tiempo de ese verbo pudiera conjugarse entre ellas. Ellas como sujetos. Cualquier día hubieran deseado marcharse cerca y lejos a la vez. Mirar el horizonte con la vastedad que implica el llano cuando solo el canto de los pájaros, un tejado inclinado y el desamparo de una habitación hermosa les hubiera encontrado. Cualquier día hubieran deseado no esconderse, no tener que dibujar las distancias con esa cinta blanca que no da demasiado dolor al despegarla y que solo

si miras de cerca puedes apreciar que se llevó impresa un trozo de piel. Cualquier día, digo, cualquier absurdo día, hubieran deseado también ir a comprar medio kilo de tomates juntas, para que el otro medio no se les estropeara en la nevera de alguna, porque una casa aquí, otra allí, nunca estaban en ningún lado. Comprar también una crema hidratante sin marca, para caer en la cuenta de que las manos de la otra podían rellenar con creces la ausencia de huellas en esos rincones de la espalda que nunca fueron vadeados por nadie, ni siquiera cuando alguien del otro sexo hacía el esfuerzo de convertirlas en quienes no eran. Al juntarse, ellas se hicieron. Clara hizo a oscura y oscura hizo a clara. Cada vez que nacían, volvían a empezar de nuevo. Morían muchas veces, en cada zancadilla, omisión o falta, así que, tenían la sensación de estar naciendo constantemente. Unidas, mientras pudieron, mutando el corazón, en cada pulso noventa y siete de sus latidos. Y así pasó el tiempo, y ellas mismas fueron pasando… Hubo cientos de despedidas, de palabras dichas irremediablemente sin freno que después no había manera de devolver a ningún lado. Intenciones de decirse a gritos, certezas de desdecirse enmude21


ciendo. Locuras colgadas de un techo que atrapaba sus sueños cada noche, esos en los que sin darse cuenta no tenían que dar explicaciones a su familia, a su amigo más cercano de la infancia, a su jefa, a su ginecólogo, a su profesora de alemán, al exmarido de su vecina con el que se encontraron cara a cara al girar aquella esquina por la que nunca pretendieron pasar. Por no hablar de aquello que en sus pieles también las hacía diferentes. Ella oscura era exótica o de clase b, ella clara tenía la suerte o la desgracia de ser occidental y por supuesto, de clase media. Disidencias corporales que a ellas no les servían para nada y a los demás les regalaban aun más motivos para dejarlas en un cansino y repetitivo “no existir”. Y así, poco a poco, se fueron gastando, desgastando y aun peor, desvaneciendo. Un día se alejaron. Sin más. Se alejaron como quien tiene el pretexto de ir a buscar un puñado de flores secas en los campos vetustos de su historia. Ella clara abrió la puerta, y salió cargando la mochila que ella oscura había arrastrado tantas veces. Esta vez pesaba más que nunca. Llevaba mucho trajín dentro, batallas y más batallas donde las derrotas habían salido vencedoras de una contienda que 22

ni clara ni oscura habían elegido. Al principio pensaron que solo sería una vuelta de tuerca más. Un afinar el estómago y regurgitar lo que la digestión de lo convencional les había hecho vomitar una y otra vez. Pero no, aquella vez, clara no volvió y oscura tampoco se quedó esperando mucho más


tiempo. Clara no regresó y oscura, esta vez, no fue a buscarla. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que ya, no eran. Una tarde, cuando ninguna lo esperaba, las voces se les cruzaron derramándose entre la cabeza y el corazón. Casualidad o no, ella

clara cayó en la cuenta de que mientras cerraba por última vez la puerta el Sr. Bowie cantaba we can be heroes, y sutilmente, como solo ella oscura solía hacer, atándose vagamente los cordones de sus botas, soltó un terso y silencioso just for one day…

Tercer puesto Concurso de Relatos Pseudónimo: Ana Moros Autora: Inma Haro (Cuenca, 1977) Creadora multidisciplinar, Arteducadora y Agente de Igualdad. Utiliza la creatividad como punto de partida tanto en terreno plástico como de investigación del movimiento. En sus propuestas imprime la mirada de género, habla del cuerpo como sujeto y busca el sentido crítico del arte como estímulo y transformación a través de una óptica educativa. Trabaja de forma individual bajo el nombre de missharo. Actualmente forma parte del Colectivo de Mujeres Artistas de Guadalajara (CMAG) y de Mujeres en las Artes Visuales (MAV).

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Pies, Âżpara quĂŠ los quiero si tengo alas para volar?

Frida Kahlo


Muñecas Un dedo trémulo pulsó el timbre con intermitencia. Retrocedió un par de pasos, juntó los pies en posición paciente y abrazó a su muñeca. Lo hizo con ternura, dándole amparo y seguridad en el refugio de su vientre. Con la cabeza asomada entre los barrotes de unos brazos menudos y delicados, indiferente al cielo turbio y preñado que se cernía sobre la ciudad, avivando las prisas de sus gentes, por fin dejaba de colgar oscilante de la mano de una dueña harta ya de deambular. La mujer que llegó del otro lado para abrir la puerta, al descubrir a la joven, no pudo abstraerse de lo significado del detalle. - Hola - dijo- . ¡Qué muñeca tan bonita! ¿Es tuya? La joven crispó los dedos sobre el juguete y dio un nuevo paso atrás. - No temas, no te la voy a quitar añadió la mujer, mostrándole las palmas de las manos con gesto calmoso-. No tienes porqué desconfiar, sólo quiero ser amable y ayudarte. Yo me llamo Marta, ¿y tú? Las primeras palabras de aquel encuentro resultaban cruciales para no acrecentar el temor y la mudez de la joven. La cordialidad trabajada desde la experiencia, la

simpatía y el trato laudatorio, no eran sino medios con los que establecer contacto, los lazos con los que lograr una confianza mutua y, a la postre, necesaria. Por eso mintió acerca de la muñeca. Su pelo, fosco y nudoso; sus ropas, sucias y deshilachadas; sus ojos, inertes y sombríos. Todo en ella era miseria, todo en ella irradiaba humillación. Con la intención de atraer a la joven, insistió. - Aquí, en el albergue, tenemos muchas clases de cosas. También muñecas, incluso tan bonitas como la tuya. Un primer rayo cruzó el velo de la tarde y algunos transeúntes, anticipándose a su tronar, echaron a correr. En su huida, un hombre de tez cetrina y mirada extraviada tropezó con la joven, invisible desde la esquiva altura del mundo adulto. Cayó de espaldas sin soltar la muñeca, con las piernas abiertas y el miedo en los ojos. Cuando el hombre se inclinó sobre ella y la agarró del 25


brazo, a la muchacha las lágrimas y los recuerdos le cegaron la garganta. Fue izada de un tirón y, para su alivio, solo recibió el aliento y la disculpa de quien la había derribado. Luego el hombre continuó su torpe y demoledor caminar dejando una estela avinagrada tras de sí. Marta tardó en reaccionar más de lo que hubiera deseado. El borracho ya había desaparecido, tragado por la primera esquina de la calle, cuando desocupó el vano de la puerta. Se acercó a la joven con cautela y posó una mano sobre su hombro. Adoptando un tono maternal, preguntó: - ¿Estás bien, cariño? La mirada de la muchacha se tornó acuosa. Le hubiera gustado responderle a aquella mujer que le tendía los brazos con un sencillo “sí”. Un “sí” sin trasfondo, carente de cualquier tipo de interpretación. Sin embargo, la instantánea de aquel hombre aferrándola por el brazo se transmutó de inmediato en la de su padre. El hedor a taberna prendido de la ropa, la sudoración densa y profusa por el esfuerzo, los dedos ásperos hundiéndosele en la piel… Y luego el jadeo, aquel jadeo agónico y abrasador que no cesaba de retumbar en sus tímpanos desde que tuvo uso de razón. - ¿Por qué no me dices cómo te lla-

mas? - volvió a preguntar Marta-. Sólo si confías en mí podré ayudarte. En un continuo goteo, por la puerta entreabierta del albergue fueron dejándose ver nuevos rostros. Todos de mujeres, pulcros y peinados. Miraban al exterior con precaución, observando la escena con las reservas propias de quien no siempre estuvo allí dentro, a ese lado del muro. Entre los cuerpos de las adultas, abriéndose paso como una anguila entre las rocas del lecho marino, surgió la cara iluminada de una niña. Vestía una blusa blanca y una falda estampada de vivos colores. Al encontrarse sus ojos con los de la joven, le dedicó una ilusionante sonrisa. Fue, de todas, la única que lo hizo sin juzgarla, de manera inocente. - Aquí no hay nada que ver, pasad dentro ahora mismo- ordenó Marta a las intrusas- . Vais a asustarla más de lo que ya está. Desaparecieron como se habían mostrado, una a una y en silencio. A la niña de la falda estampada se la llevaron tirándole del brazo, dejando como recuerdo su mano libre extendida y oferente antes de desvanecerse en la penumbra. Fue entonces cuando la joven, alzando la vista hacia Marta, dijo: - Le suplico que nos ayude, señora. Mi nombre es Rosa y no tenemos 26


donde ir. Aliviada de haber vencido su resistencia, Marta se acercó a la muchacha para reforzar el vínculo. Mientras atusaba el pelo de aquella muñeca mugrienta, el único bien de aquel ángel caído en la ciénaga del desamparo, dijo: - Ninguna de las dos tenéis de qué preocuparos, en el albergue hay sitio de sobra. Además, seguro que hacéis muchas y buenas amigas. Si ahora me quieres acompañar dentro… - No estaba hablando de mi muñeca - la interrumpió la joven Rosa. Marta creyó haberla oído expresarse en plural. Extrañada, retiró la mano de aquel despojo con cos-

turas y preguntó: - ¿A quién te refieres entonces? La muchacha dejó caer un brazo con la muñeca agarrada de la mano. Luego su mirada guio a Marta hasta la que aún descansaba sobre su vientre, un vientre curvilíneo e incipiente que le reveló la vergüenza hasta entonces oculta. - A mi hermana y a mí, nosotras somos las que no tenemos donde ir - anunció con gravedad la joven Rosa- . Se lo ruego, no deje que a ella le ocurra lo mismo. Cayeron las primeras gotas, pesadas y frías como piedras. Marta rodeó con un brazo los hombros de Rosa y la condujo dentro del albergue. Luego cerró la puerta.

Autor: Miguel Ángel Molina Jiménez. (Madrid 1971). Licenciado en Derecho y funcionario del Cuerpo de Gestión de la UCLM en Albacete. Escritor de relatos cortos, género en el que ha logrado varias decenas de premios literarios, tanto de categoría nacional como internacional, entre los que cabe destacar el 1er Premio Platero de Cuento del Club del Libro en Español de las Naciones Unidas (Ginebra. Suiza). Ha publicado dos colecciones de relatos: El llanto de la vieja Hilda y otros relatos (Ed. Que vayan ellos, 2011) y Muerte en Lima y otros relatos (Ed. Uno, 2017).

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Infierno sin llamas Arremetió una vez más contra mí. Noté como se me erizaba todo el vello de mi cuerpo cuando me arrastraba por el suelo agarrándome del pelo tal como si de una pesada bolsa de basura se tratase. Últimamente me había aficionado a meditar sobre palabras cotidianas, ya fueran meros sustantivos o adjetivos, y sus simbologías en los respectivos géneros. La cabellera. A los hombres como Sansón les da fuerza, mientras que según relatan muchos cuentos las mujeres solo debemos usarla para que un apuesto caballero trepe por ella para salvarnos. ¡Qué ironía! Pues aquel príncipe que torpemente escaló por mi larga melena para rescatarme de mi impetuosa torre ahora trata de despellejarme viva. En ese episodio ya lejano me colmó de rosas y caricias, pero en este negro presente cada noche las bofetadas y los insultos son sus únicos regalos. Cuando la botella vacía de whisky chocó contra el suelo y el reloj dio las doce algo se removió en mi interior. Deseé imitar la conducta de Cenicienta y salir huyendo del ebrio príncipe, pero mi hija dormía plácidamente ajena a toda aquella pesadilla. Así que, una vez más es-

cupí ahogados lamentos mientras que aquella bestia me golpeaba sin reparo. Sus insultos resonaban en mi mente. “Todas sois iguales: débiles, estúpidas, cobardes, conformistas” decía continuamente. No pude evitar soltar una sonora carcajada. Hubo un tiempo en el que me creí a pies juntillas todos aquellos adjetivos. Me sentí menos inteligente cuando cada mes la cifra de mi nómina era menor que la de mi marido por el desempeño del mismo trabajo. Realmente, creía ser una cobarde por no denunciar el hecho de que mi jefe me despidiera por albergar en mi interior a un ser maravilloso que en nueve meses llegaría a formar parte de ese injusto mundo. Por supuesto, que me vi como una persona débil cuando cada madrugada al salir del trabajo iba con el corazón en la boca cada vez que un hombre me gritaba como si fuera ganado. Me sentí una persona miedosa y asustadiza por creerme las amenazas de mi marido y ser incapaz de huir con mi hija. Sin embargo, todo ello sucedió en un tiempo pasado pues aquella noche me vinieron a la mente diversos nombres. Lidia Valentín, 30


campeona olímpica en halterofilia, referente por ser una de las mujeres más fuertes de la historia. Marie Curie, primer ser humano en recibir dos Premio Nobel, por lo que el sustantivo que lleva inherente a su personalidad es la inteligencia. Emily Davison, Emmeline Pankhurst y Carmen Karr las primeras sufragistas que en absoluto se conformaron con el hecho de que las mujeres no pudieran votar. Y por último, mi mente me gritaba el nombre de Olimpia de Gouges, valiente mujer y autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadanía. Aquellos grandes referentes rondaban en mi mente cuando al fin me decidí por agarrar el teléfono. Mis dedos temblorosos comenzaron a marcar aquellos números que se habían convertido en mi mantra los últimos cinco años. De esta forma, comencé por el 0, que simbolizaba el nuevo comienzo que me esperaba, nada fácil, pero de una tonalidad de gris marengo, más lejano de este presente negro lleno de sombras. Seguí por el 1, cifra que coincidía con la edad de mi hija que dormía en la habitación contigua. Finalmente, mientras derramaba la última lágrima marqué el 6, dígito que concordaba con el número de costillas que aquel

hombre me había roto. Me quedé mirando la cifra completa en la pantalla del móvil: 016. En cuanto oí la voz tranquilizadora de una mujer al otro lado de la línea supe que la pesadilla en la que él era el protagonista se había terminado. Quince años han pasado ya desde aquella llamada. Quince años sin un solo rasguño. Quince años sin que se me cortará la respiración cada vez que oía el tintineo de sus llaves al otro lado de la puerta. Me encantaría decir que a partir de ese momento fue un camino de rosas, pero no es difícil de imaginar

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que para nada fue así. Sentía su presencia en todas partes. Creía ver su cara en el cartero que nos traía la correspondencia cada mañana, en el indefenso vagabundo que dormía en el cajero o en todos mis compañeros de trabajo. Realmente llegué a pensar que era una persona débil cuando aguantaba sin rechistar todas sus humillaciones y golpes. Pero alguien frágil no habría sido capaz de montar una gran empresa y llevarla hasta el éxito tras afrontar ella sola aquella pesadilla. Alguien enclenque jamás habría podido criar ella sola a una preciosa niña y mentirle cada día sobre el pasado de su padre, pues no era necesario que aquella adolescente albergara en su interior aquellos sentimientos: ira, odio y rabia. Alguien pusilánime no habría sido capaz de enfrentarse a su agresor en un juicio sin temblores ni lágrimas. En estos quince años me he convertido en una heroína más, que nunca saldrá en los libros de historia ni en Internet. Invisible para la mayoría de la gente como todas aquellas mujeres que han conseguido superar esta pesadilla. Vivimos escondidas bajo el anonimato, pegadas a un dispositivo que contactará con la policía si nuestro

agresor nos encuentra y rezando porque nuestros hijos no descubran la veracidad de los hechos. Temblando día y noche cada vez que nuestro abogado nos informa de que le han dado la libertad provisional y no pegamos ojo cuando los agentes avergonzados nos dicen que le han perdido el rastro. Nuestras casas se llenan de cerrojos, pero desafortunadamente todavía no existen cerraduras para nuestro corazón que sangra continuamente. Incluso nos culpamos por desearle la muerte, aún sabiendo que él nos quiere ver sin un halo de vida. Sin embargo, no debemos pensar que es un castigo de la naturaleza, sino una prueba para demostrar nuestra fortaleza y valía en este mundo colmado de desigualdad. A lo largo de estos años creí sentir miedo cada vez que me encontraba a cinco centímetros de mi marido. No obstante, eso no era terror. Miedo es el escalofrío que hoy me ha recorrido por todo mi cuerpo cuando aquel niño le ha regalado un ramo de flores a mi hija de dieciséis años. Entonces, he comprendido que lo que realmente siempre he temido es que la historia se repita en su piel, pues eso sí que no podría soportarlo.

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Autora: Laura Ortega Herraiz Nació en Cuenca el 12 de enero de 1999. Es una lectora empedernida e interesada desde su juventud en la escritura. Actualmente estudia la carrera de Finanzas y Contabilidad en la Universidad de Valencia. De esta forma, trata de compaginar sus dos grandes pasiones: la economía y la literatura. Ha sido premiada en varios concursos literarios de microrrelatos y relatos cortos. Recientemente, tiene un contrato con la editorial de novela negra “La marca del este”. Reseña: Gritos, golpes, insultos: Ese es el infierno en el que vive esta luchadora día tras día. No puede escapar pues el demonio le ha hecho creer que ese es su lugar. Buscará amparo en sus grandes referentes y verá que no hay abismo que las separe de ellas. ¿Será esto suficiente para que logré marcar los números prohibidos: 016?

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La relatividad de los sueños Siempre has creído en los sueños, en su hondura. Sin embargo, hoy, ofuscada por la ansiedad de sentir que la vida se te escapa entre espasmos incontrolables, que has perdido el control sobre tus acciones, sí, hoy, cuando te sientes zarandeada por un destino injusto, pero contra el que sabes que no te puedes rebelar porque crees que solo perderías energías en realizar un esfuerzo inútil, baladí, pues existe una fuerza inabarcable, enigmática, que todo lo ordena a su antojo, sí, hoy, presientes que es el fin. Algunos dirán que se trata de un sentimiento muy negativo que arrastras desde hace años, pero se equivocan, ellos se equivocan; ahora que vas a cruzar a la otra orilla tienes más claro que nunca que todo es relativo, incluidos los sueños. Sí, todo es relativo. Hoy lo tienes más claro que nunca: la relatividad es el corazón de este mundo obtuso, esa fuerza capaz incluso de ensombrecer la magia de los sueños más fascinantes, de esos sueños que tendrían que ser capaces de liderar los proyectos más ambiciosos, esas ilusiones que tú empezaste a alimentar desde pequeña en la vieja Titel, desde que seguiste alimen-

tándolas en el instituto de Sremska Mitrovica cuando buscabas explicaciones a través de la Física y la Química a tantas preguntas como te hacías, experimentando en un espléndido laboratorio que era tu refugio ideal, ese paraíso inmenso y radiante en el que cualquier persona con tus mismas inquietudes hubiera anhelado quedarse a vivir eternamente. No entiendes cómo te pudiste dejar llevar, cómo pudiste caer en sus redes cuando tenías por delante un futuro brillante que habría de depararte una gloria acorde a tu inteligencia y capacidad de sacrificio. Sin embargo, nada ni nadie pudo evitar que os conocieseis en el Instituto Politécnico de Zúrich, cuando tú eras la única mujer de la clase y, lo que resultó incluso más determinante: que te enamoraras de él. Hoy sientes que ya nada es como habías imaginado, aunque el pasado sigue siendo una rémora que nunca ha dejado de generar en tu ánimo un triste sentimiento contradictorio. Tuviste que haberle plantado cara cuando te hizo renunciar a la pequeña Leiserl. Pero entonces estabas enamorada. Ni siquiera podrías llegar a intuir que de aquel amor bello, puro, podría 34


nacer también algo tan tenebroso, oscuro y displicente. Amabas a ese joven alemán que se había fijado en ti durante una clase, mientras exponías un caso práctico con una decisión y una clarividencia impropias de una mujer. Él te reconocería más adelante que se sintió tan atrapado por el ingenio demostrado que no se había dado cuenta de esa manifiesta cojera que, debida a una artritis congénita, arrastrabas como un pesado fardo. También te reconocería más adelante que el primer sentimiento que provocaste en él fue el de una profunda admiración y luego un deseo muy físico de besarte, de acariciarte, de poseerte con una pasión desbocada. Supo sacarte de tu introspección, elevar tu autoestima, obviar tu semblante taciturno y descubrir la belleza de tu corazón, ilusionarte con prometedores planes de futuro y poner de manifiesto tu brillante inteligencia y la asombrosa formación académica que atesorabas. Ahora que presientes el fin, ahora que ya no sientes miedo ni las diferentes categorías en las que podría clasificarse, crees que, si pudieras volver hacia atrás, hubieras hecho acopio de la suficiente valentía como para enfrentarte a él y a esa misoginia retrógrada y

lacerante que tuviste que aprobar cuando te permitió convivir con él en Berlín siempre que le tuvieras la ropa ordenada, le sirvieras tres comidas diarias en su estudio para que él no perdiera la concentración y que, por supuesto, se lo mantuvieras siempre en orden y limpio pero sin tocar jamás el escritorio, renunciaras a todo tipo de relaciones personales con él, amén de otras directrices denigrantes que aceptaste como última oportunidad para salvar vuestro matrimonio y la unidad familiar en torno a vuestros hijos. Tú estabas absorbida por la pureza del amor, la terquedad de un sentimiento que creías tan poderoso que te impedía descifrar la delirante cartografía afectiva de aquel ogro con el que convivías, al que te entregabas, al que animabas a no desistir en su empeño de encontrar soluciones coherentes a tantos interrogantes para los que ni reconocidos científicos ni laureados sabios tenían res35


puestas lógicas. Sabías que a él le fascinaba estar al acecho de una naturaleza finita como la humana a la que pretendía engrandecer hallando esa fórmula mágica que le posicionara al frente de una sociedad pacata; estaba convencido de que acabaría descubriendo una explicación razonable y plausible que justificara que materia y energía podrían ser dignas parejas de baile. Ahora te das cuenta de que muchos sueños se habían diluido en esperanzas frustradas, en ilusiones que habían sucumbido ante la cruel realidad contra la que tuviste que luchar desde el mismo instante en el que su madre despotricó de ti delante de su hijo por, entre otras razones, ser varios años mayor que él. Él calló. No supo, o no quiso, defenderte. Sin embargo, te demostró su amor dándote a una hija que vino a colmar de un fulgor esperanzador vuestras vidas, aunque nunca se atrevió a hablar de ella a familiares ni a conocidos pues, al no estar casados, la repudió por ser el fruto de un amor pecaminoso. Él te repetía hasta la saciedad que estaba enamorado de ti, que quería casarse contigo; sin embargo, debías entender que la pequeña Leiserl había sido un error que debías subsanar viviendo con tu

hermana en Novi Sad hasta que se hallase una solución adecuada al problema. Fueron meses difíciles en los que hallaste refugio y consuelo en los cuidados que brindabas a la pequeña y en tus libros de Física cuando ella dormía. Aunque no lo sintieras así, estabas siendo víctima de una humillación que no solo aceptaste, sino que asumiste como un mal menor para, al cumplir un año la pequeña Leiserl, hallar las fuerzas necesarias para entregarla en adopción y poder así borrar esta mácula de tu pasado que te permitiera casarte con la persona a la que, en el fondo y, muy a tu pesar, amabas más allá de los límites de la razón. ¡Qué ciega estabas! ¿Cómo no pudiste reconocer su incapacidad para amar de verdad? ¿Cómo no descubriste a tiempo su falsedad, esa tóxica dulzura que te derretía, que te armaba de una seguridad viciada? Ahora reconoces que no ha habido un solo día de tu vida en el que no hayas rendido tributo a la memoria de aquella pequeña indefensa recordando alguno de los momentos que viviste con ella. Aunque has sentido una cómoda paz interior evocándola, sabes que esa sensación no te exonera de un sentimiento de culpabilidad que crees te va a perseguir incluso al otro lado de la orilla. Pero 36


entonces no te quedaba otra opción. Se trataba de una desgracia que tenías que asumir como mal menor para, una vez borrada de tu vida aquella pequeña indefensa, poder casarte con él en Berna. Afortunadamente, el nacimiento de Hans Albert vino a paliar en apariencia cualquier lastre de tristeza que pudiera quedarte. Tanta fue la dicha que encontraste en aquel pequeño retoño de mirada vivaracha que decidiste renunciar a tu futuro profesional y a seguir investigando en la teoría de los números, en la teoría del calor y la electrodinámica, así como en otros proyectos muy interesantes y atractivos que tenías en mente para dedicarte a la crianza de Hans Albert y a servir de apoyo incondicional a tu marido. Fueron años de una dicha relativa que alcanzó su cénit con el nacimiento de Eduard en Zúrich. No obstante, tu esposo pronto se desvinculó de la crianza de ambos hijos y, de repente, tuviste la amarga sensación de que todos tus sueños, todas esas ilusiones por las que habías luchado desde que eras una niña dotada de una inteligencia especial parecían irse al traste. Sin embargo, tenías muy claro que en esta ocasión no ibas a renunciar ni a Eduard ni a Hans Albert, que te ibas a dedicar a cuidarles en cuerpo y alma y que

compensarías tus ansias de aprender y seguir encontrando respuestas ayudando a tu esposo a redactar estudios, ensayos y ponencias con las que luego él se luciría ante la opinión pública y, aunque entonces no lo veías, cuanto mayor era el prestigio y el renombre que él iba logrando, vuestro amor más se iba empequeñeciendo, más iba languideciendo. Luego vinieron las recurrentes y premeditadas infidelidades, el odio, el rencor, el miedo, su Nobel de Física en 1.921 y el paso irremediable de un tiempo que parece envolverte a ti, Milena Marić, en un abrazo consolador para llevarte consigo al otro lado de una orilla en la que, al fin, esperas descansar acariciada por un último sueño que dejará de ser relativo para convertirse en algo inmensamente bello e inmortal. 37


Autor: Faustino Lara Ibáñez Arquitecto Técnico por la UPM. Ha logrado reconocimientos literarios por sus cuatro novelas breves, como el “Ciudad de Monzón” por El fulgor de las estrellas (Mira Editores). Acaba de ver la luz su primer libro de relatos, Soñadores furtivos (Diputación de Badajoz), obra ganadora del XIX Certamen Literario Rafael González Castell. También ha publicado una novela infantil, El rescate de la princesa Galiana (Editorial Tilia). Además ha obtenido primeros premios en certámenes literarios de narrativa breve como el “Ategua”, “José María Franco Delgado”, “Santoña la mar”, “Hermandad Pandorgos”, y ha publicado numerosos relatos cortos en ediciones colectivas bajo distintos sellos editoriales.

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“No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente�.

Virginia Woolf


El ascensor Presionó varias veces el timbre de la puerta. Sexto A. Al quinto B le faltaba el botón y en su lugar se podía ver un agujero. Además, a través de la vibración del dedo índice, percibió el sonido característico de ranas en electroshock. Esperó. No es posible que no estuviera, hacía menos de diez minutos que había hablado con ella por teléfono. Tenía la oreja aún caliente de palabras dichas y escuchadas. No habría tenido tiempo suficiente para arreglarse y marchar. Le dijo: «espérame, que voy». Ella se negó en más tres ocasiones. Le pidió que no volviera nunca: «si apareces, lo hará también la policía». «Te quiero», le dijo él en cuatro ocasiones seguidas y sin pausas. «Espérame, no quiero hacerte ningún daño, de verdad», repitió, por si conseguía con esas palabras algún resultado. La puerta permanecía impasible, cerrada en un mutismo de barreras de aluminio y cristal. Se abrió cuando una señora con traje castaño, el pelo recogido en moño blanco y perrito chihuahua con cadena dorada, salió de la penumbra. El perrito le ladró como suelen hacer esos bichos. Sujetó la puerta con la zapatilla deportiva derecha, a rayas negras, en el último instante, antes del sonido metálico de

cierre, mientras decía a la mujer que no pensaba entrar, pero que sujetaría la puerta. El hall, amplio y forrado de mármol amarillo, dejó a la vista las puertas del ascensor al fondo, de madera clara, protegido por dos escalones y unas rejas con ornato de flores de hierro. Había sido más fácil de lo que pensó inicialmente. Estaba dentro a pesar de que ella no le había abierto. Tenía que estar en casa. No había tenido tiempo de salir, seguro. Solo quería abrazarla, decirle que no tuviera miedo de él, que la protegería siempre, que era su hombre, que... Las puertas del ascensor se desplazaron, cada una a un lado, con un leve siseo. Dentro ya se hallaba una chica, más bien niña, con dos coletas de lacito azul enmarcando su cara risueña, Llevaba un pantalón tejano cortado a la altura de las ingles, y camiseta con una carta impresa a la altura del pecho, incipiente y jugando a apuntar a los hombres. Por las sandalias asomaban los dedos gordos pintados de escarlata. La carta recordaba a las que veía en la televisión en noches de insomnio. Pulsó el botón del sexto piso. La chica no dijo a dónde iba, no 40


apretó ningún botón. Vendría del sótano. Ya habría pulsado. Él dijo un «hola» escueto y no esperó correspondencia. Seguro que pronto se bajaría, pensó el hombre, metiendo las manos en los bolsillos traseros de pana fina y marrón. Miró al techo, tocó algo duro en el pantalón. La chica observó las manos inquietas del hombre. - Las tiene sucias - dijo la joven. - ¿Cómo? - Tiene usted las manos sucias. Lo veo en sus palmas. - Anda, cría, métete en lo tuyo. ¿Por qué dices eso? -rio con la mitad derecha de la boca y enseñó un diente mellado al espejo. - Déjeme, es solo un minuto. El ascensor llegó al segundo piso, iluminado por un número verde fósforo en el frontal. El espejo le devolvió la imagen de la camisa leñadora del hombre, con la mitad fuera del pantalón. La chica le tomó la mano, tiró de las mangas raídas para sacarlas del bolsillo. Le dio la vuelta a las dos manos. Eran gordezuelas pero no muy grandes, como salchichas alemanas. Observó los nudillos, las falanges desviadas en los dos dedos extremos, las uñas descuidadas, la palma... En esta se entretuvo recorriendo con su dedo índice derecho las líneas más destacadas. Repaso la «M» ha-

cia arriba y hacia abajo. Luego volvió sobre la raya, en su solo trazo, como confirmando su grafía. El hombre observó el pecho apuntado de la chica; la carta formaba parte del tarot, creyó recordar. Una dama con amplio vestido rojo sentada en un trono y corona dorada. Debajo una palabra: «Justice». El ascensor pasó por el tercero. - Está sucia. Mire aquí. Señaló un montículo entre el anular y el medio de la mano izquierda, donde la marca del anillo dejaba un círculo claro, de ausencia de sol. - Va usted a un lugar oscuro, pequeño, con rejas fuertes. - Pero, qué dices, mocosa. ¡Anda y vete con tu madre! ¿En qué piso te bajas? El ascensor llegó al cuarto. - Rojo, veo rojo. No quiere hacer daño, pero lo hace. El patio es estrecho, las habitaciones sombrías. Tienen puertas de hierro. Hay gentes con uniformes.

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La puerta del quinto se abrió con un siseo mecánico. La chica se fue mientras el hombre se miraba la mano izquierda y levantaba la vista hacia el botón ausente del quinto piso, con un agujero en el tablero. La vio alejarse. En la espalda se vislumbraba la misma carta, pero invertida. Las puertas iniciaron el

cierre con un leve chirrido. Se volvió un instante para mirarlo. —Me enseña mi madre. Trabaja para la tele. De madrugada. La puerta se cerró del todo. El hombre metió la mano derecha en el pantalón. Tocó algo duro. ¿Por qué mierda no habría dejado la navaja en el coche?

Enrique Galindo http://enriquegalindoliterario.blogspot.com Natural de Villarrobledo (Albacete). Vive en Cobisa (Toledo). Es psicólogo y escritor. Trabaja en la Consejería de Sanidad de Castilla-La Mancha. Tiene publicado el libro de relatos “BARRER LA CARRETERA”, la novela “LA CONFERENCIA DE LA MUERTE” y el poemario “ÁNGELES AL DOBLAR LA ESQUINA”. Todas en editorial Celya. Entre los premios obtenidos, se encuentran los premios internacionales Gabriel Miró (CAM), UNICAJA, y Universidad de Jaén; además de los nacionales Narrativa social Al Margen (Ateneo de Valencia), “Tinta Negra” y “Pasión por leer” (Biblioteca de Castilla-La Mancha (Fundación Caja Rural).

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