PRÓLOGO Queridos chicos, acá estamos escribiendo, con el grupo de Literatura y TIC, unas palabras de presentación para los hermosos cuentos que van a leer. Estamos seguros de que van a disfrutar muchísimo leyendo las historias que escribió para los niños Laura Devetach. Sus personajes pueden ser imprevisibles, amorosos, simpáticos o muy traviesos, pero les aseguramos que leer sus cuentos es algo de las mejores cosas que nos han pasado en la vida. Algunas veces nos partimos de risa, otras nos quedamos irremediablemente prendidos de alguna emoción indescriptible. Por eso, decídanse y lean este libro. Los llevará de la mano de la fantasía y la imaginación a otro mundo posible.
EL CHICLERO Mascan chicles. Los pegan en los lugares más increíbles, los ponen justo donde uno va a pisar, o sentarse. Hablan en chiclés. Por ejemplo, para saludar, dicen: “¿Hala, cáma eschás?” o “Uen día” o “Ñice i mamá que me pdeste eñ iario un ñatito”. Cuando se reúnen se ponen especialmente activos y realizan verdaderos concursos de destrezas. Están los que prefieren tejer e hilar con el chicle. Los cinco dedos de las manos son maravillosas agujas que van y vienen llevando y trayendo hebras cada vez más finas, más logradas con un vaivén de telar. Ñam nam y forman figuras, estrellas, cunas, rayuelas. Están los chicleros globeros, a los que les encanta ir haciendo explotar globos que, en el estallido, les tapen los ojos. Y si pueden rozar a algún vecino, mejor. En fin, hay cosas peores.
Cuentan que hubo una vez un chiclero que vivía en la vieja casona de una calle arbolada. Todo empezó cuando este chiclero decidió guardar sus chicles de recuerdo. Comenzó a hacer una primera pelota de chicle. Dicen que estaba en primer grado, allá por los años cuarenta y pico. Recién se había puesto de moda el chicle en la Argentina y quedaba bien, parecía, andar mascando con la boca un poquito de costado, mirando como quien no mira y sacando un largo hilo con el dedo de vez en cuando. Con aquellos primeros chicles no se podía hacer globos. El chiclero hizo una bolita con un chicle y la guardó debajo de la cama. En aquellos años no era fácil comprarse cosas. Y menos, chicles. Era uno de vez en cuando, así que el chico tardó bastante en ver crecer su pelota. Para apurarla, se le ocurrió la idea de ir pidiendo a sus amigos los chicles usados. Algunos se reían, le preguntaban para qué, se morían de curiosidad. Pero el chiclero no contó a mucha gente su secreto. Sólo a uno o dos amigos. - Quiero tener –dicen que les dijo- la pelota de chicle más grande del mundo. Ya van a ver. Y les mostró muy en reserva la considerable masa que estaba debajo de su cama, del tamaño de un número cinco, con algunas pelusas y basuritas propias del terreno.
Así se convirtió, además de en un incansable mascachicle, en un pidechicle, en un detectachicles. Si veía a alguien por la calle que iba masticando, lo seguía hasta ver dónde tiraba el chicle usado. Claro que más de una vez se llevó un chasco porque la persona sólo tenía un escarbadientes. O nada, sólo mascaba aire, por eso de estar a la moda. Lo cierto es que el chiclero agrandó y agrandó su pelota. Pasó mucho tiempo. Todos fueron ya personas mayores. Un día uno de los viejos amigos fue a verlo a la casona en la que ahora vivía solo. Él se alegró de verlo, lo invitó a entrar, tomaron unos mates en el comedor que, además, ahora era cocina y dormitorio, y estaba lleno de cosas amontonadas. - ¿Tenés alquiladas las otras habitaciones? –preguntó el visitante. - No –dijo el chiclero con cierto orgullo-. Vení, quiero que veas. Abriendo la puerta que conectaba con el resto de la gran casa, lo enfrentó a una panza inmensa, a la mole de su pelota de chicle que había ocupado todos los espacios interiores, ya sin paredes que los dividieran. En lo alto, asomaba el casquete hacia las estrellas por el lugar en el que antes la casa había tenido techo.
¿QUIÉN SE SENTÓ SOBRE MI DEDO? La siesta zumbaba y el campo era todo de sol. Las langostas hacían tic, tic y las flores del aromo se balanceaban en el aire con un tonito de arrorró. El conejo andaba por el campo con los ojos entornados, sintiendo que el sueño de la siesta se le enroscaba en la cabeza como si fuera una capucha. Medio dormido, llegó hasta la sombra de un árbol que tenía un agujero en la base. - ¡Esto es para mí! –dijo mirando casi con la nariz para no abrir más los ojos–. Podré dormir una siestiiita. Exploró un poco el agujero para ver dónde terminaba y vio que subía, subía, subía a lo alto del árbol como una chimenea. Y por la otra punta, se veía el cielo. Y como eso le gustó mucho, se tumbó para dormir ahí nomás, medio adentro, medio afuera, y se puso a soñar sueños de conejos, que son suaves, saltarines y, a veces, de color zanahoria. Y las chicharras hacían ronrón. Y las abejas hacían ronrón. Y el conejo hacía ronrón. Y el campo entero ronroneaba como un gato al sol. Desde cerquita nomás, llegó el compadre puma con los ojos entornados y la cola medio dormida. Cuando vio la fresca sombra del árbol bostezó y se desperezó muy contento diciendo: - Juuum, jeeeem, jeeeem, prrr, prrr. Se rascó un poquito la panza y cayó dormido, con tanta puntería, que fue a tapar el hueco donde estaba el conejo. Y las chicharras hacían ronrón. Y las abejas hacían ronrón. Pero el conejo, no. Porque eso de estar en el hueco de un árbol tapado por un puma, no le hacía gracia. Medio ahogado y con pelos de puma en el hocico, el conejo pensaba y pensaba cómo salir de allí.
No se animaba a mover ni los ojos, ni la cola, ni la patita. Y ya estaba quieto pensando en cómo sería convertirse en un conejo quieto para toda la vida, cuando ¡plup! Salió la idea. Estiró el hocico y con la voz más gruesa que puede tener un conejogritó, mirando hacia arriba por el hueco del árbol: - ¡Quién se sentó sobre mi dedoooo! El grito salió por la parte de arriba del árbol, espantó a los pájaros y rompió toda la siesta. El puma paró la oreja muy preocupado, creyendo quién sabe qué. - ¡Quiéeeeen! –volvió a gritar el conejo. Haciéndose el disimulado, el puma empezó a palpar debajo suyo hasta que encontró la panza del conejo, redondita y caliente y dijo: - ¡Pa-pasto seco…! ¡Si esto es un dedo, cómo será la mano! Y haciéndose el que no pasaba nada, salió a los saltitos hasta que desapareció como un relámpago entre los pastos. El conejo tomó un poco de aire, hizo callar el tamborcito de su corazón y se volvió a tumbar en el hueco del árbol para soñar sueños de conejos, que son suaves, saltarines y, a veces, de color zanahoria.
LEYENDA DE LOS CANTOS RODADOS Cuentan que hace miles de años, unos muchachitos se pasaban el día jugando en un río cercano. Era un río tumultuoso, con caídas, ollas de piedra pulida y playas de arena. Según la hora del día, todo se ponía dorado o violeta o azul. En realidad, los chicos jugaban con el río, que se portaba como un gran animal. Por tramos galopaba, trotaba o se dejaba ir manso, como flotando boca arriba. Venía lleno de piedras que rodaban y hacían ruido de nueces cayendo a canastadas desde las sierras. Se dice también que esas piedras son palabras del río. Con ellas jugaban los muchachitos en aquellas montañas que hoy se llaman las sierras de Córdoba. Andaban siempre de aquí para allá, con las manos llenas de piedras, inventando cosas. - Ruedan cantando –decían. - Cantan rodando –decían. - Cantan cantos rodados. Poco a poco las piedras tuvieron nombre: cantos rodados. Los muchachitos buscaban las más pulidas, las que más se parecían a los huevos de los pájaros y las amontonaban en nidos cavados en la arena, hechos con pasto o protegidos con otras piedras. - El río pone huevos –decían. Todos los años los hermanos grandes y los hermanos chicos acomodaban piedras como pájaros cluecos. - Cloc cloc –decían, imitando el chocar de las piedras. Bailaban a su alrededor en un solo pie. Saltaban por sobre los nidos, inventaban palabras. - Con el calor del sol van a nacer montañas. De cada canto rodado saldría una sierra pelada como un pichón que pronto se iriía cubriendo de plumón de piquillines.
Pero un buen día el agua empezó a saltar más rápido. Vino como corrida por los perros, llena de ramas, de espuma y palitos. Era la creciente. El río se hinchó y arrasó con todo. Ya no era un animal para jugar, sino una tropa enfurecida. Durante varios días se borraron los vados, algunas piedras grandes cambiaron de lugar, se esfumaron las orillas conocidas, muchos árboles desaparecieron. Ni qué hablar de las nidadas de huevos construidas por los chicos. - Ellos ruedan –decían–. Van a nacer en otra parte –repetían, esperanzados. Y soñaban con lugares extraños a los que nunca llegarían pero en los que un día, pácate, nacería una montaña enorme del huevo del río de Córdoba. Desde aquella vez, siempre antes de las lluvias, los muchachitos arman nidos de cantos rodados para que la creciente los siembre por otros lugares. Para que nazcan montañas. Eso, dicen, es el secreto que murmuran los cantos rodados. Que el Aconcagua, el Monte Everest, el Himalaya, el Chimborazo, el Popocatépetl, nacieron de las piedras que los niños de las sierras anidaban en la arena.
EL GARBANZO PELIGROSO Un día un garbanzo peligroso se cayó de la cama. Hizo "kec" y despertó a la pulga que vivía sobre el gato. La pulga hizo "bú" y despertó al gato que se colgó de la soga de la campana. La campana hizo "clin clon" y despertó a las palomas azules. Las palomas hicieron "rucucú" y despertaron a las gallinas. Las gallinas hicieron "cloqui" y despertaron a tía Sidonia para que les diera maíz. Tía Sidonia hizo "muaaa" y despertó al ratón que duerme en su zapato. Y el ratón tropezó con un garbanzo peligroso que estaba debajo de la cama. - Kiii -dijo el ratón, y salió volando a contar a todos que bajo la cama había un garbanzo peligroso que seguramente estaba por explotar como una bomba. La pulga del gato, el gato, las palomas, las gallinas y tía Sidonia salieron corriendo de la casa y se sentaron en la vereda de enfrente a esperar que el garbanzo peligroso hiciera buuum. Pero el garbanzo se había dormido debajo de la cama con un sueño chiquito y redondo. Como tía Sidonia estaba cansada de esperar, tapándose los oídos, tomó una jaula y una escoba y valientemente fue a cazar al garbanzo peligroso. Y lo cazó. Y lo encerró en la jaula. - Un garbanzo peligroso debe ser enterrado - dijo el gato. Cavó apuradísimo un pocito y allí fue a parar el pozo con la patas y las palomas con el pico. Pero entonces el garbanzo peligroso empezó a cantar como cantan los garbanzos cuando están bajo tierra. Y cantando se puso a brotar y a crecer. Llenó el patio de hojitas, de ramas que parecían serpentinas, de flores y de vainas llenas de garbanzos peligrosos, redondos, redondos, que ahora sirven a los chicos para contar en la escuela y para jugar a las bolitas.
CUENTO UN CUENTO Hace muchos años, cuando yo vivía en Reconquista, allá por el norte de Santa Fe, había llovido muchísimo. Tanto había llovido que los caminos de tierra parecían flanes, gelatinas, cintas de sopa negra. Nosotros teníamos que ir a otro pueblo y, como los colectivos se empantanaban en los flanes, las gelatinas y las sopas negras, había que viajar en tren. Aquellos trenes comían paladas de carbón, soltaban un humo negro que hacía bellos dibujos. Empezaban las ruedas a traquetear sobre las vías chu–cu–chú chu–cuchú chu–cuchú chucuchú cuchichú chucuchú chucuchú... y un silbido largo acompañaba al humo que se desflecaba como una cabellera PFUIIiiii PFUiiii... Primero era lindo, novedoso, vertiginoso. Pero después... Venían largas paradas misteriosas. El tren se empacaba en medio del campo, como si obedeciera al capricho de algún Dios. Las vacas de los campitos se cansaban de mirarnos y el guarda contestaba "¿Quién sabe?" a cualquier pregunta que se le hiciera. Después de un montón de tiempo el frío era más frío y empezaba a faltar el agua y la comida. Y eso que siempre llevábamos una caja de zapatos con pollo, pan y manzanas. O milanesas y dulce de membrillo. Pero había que convidar y éramos muchas personas. Los grandes comentaban sobre el estado de los caminos, la creciente del Paraná y si habría o no cosecha de algodón. Después rezongaban, qué barbaridad, el gobierno. Después se iban quedando callados. Y a mí empezaba a darme sueño, tristeza y una rabia... De pronto el tren caminaba de nuevo.
La gente se miraba sonriendo, acomodándose, menos mal. Y yo escuchaba el lenguaje de las ruedas. A veces decían: Che–qué–chica che–qué–chica chequechica chequechica chequechi... Otras veces decían: Cinco pesos poca plata cinco pesos poca plata cincopesos pocaplata cincopesos pocapla... Pero un día espantoso y embarradísimo las ruedas no dijeron nada a pesar de ir rodando, la lluvia entraba por las ventanillas y yo pensaba que nunca más iba a salir el sol. Entonces, una viejita de pañoleta que venía con una canasta me dijo, como leyéndome el pensamiento: —¿Sabés lo que dice el tren hoy? dice: Tres–pre–gun–tas tres–pre–gun–tas tres–pre–gun–tas... A ver, a ver, preguntemos tres preguntas de ésas que no se preguntan nunca. Y yo: —¿Los perros quieren decir que no, cuando mueven la cola? Y ella: —¿Quién habrá inventado el agujero del mate? Y yo: —Cuando los trenes silban, ¿quién les contesta?
Entre las dos hicimos más de tres preguntas. Después escuchamos de nuevo las ruedas del tren, y decían: Cuento un cuento cuentouncuento cuentoun... También decían: Mecontaron y te cuento mecontaronytecuento mecontarony... Y ella me contó más de un cuento y yo le conté los cuentos que sabía. Y salió el sol. Por suerte conocí muchas viejas preguntonas, muchos trenes, hice viajes, y resultó lindo eso de escuchar y a veces callar, sólo callar para que las voces de algunas cosas llegaran. Ahora, como mi vieja de pañoleta, cuando viajo, escucho qué cosas dicen las ruedas, la gente. Y si se da la ocasión cuentouncuento, cuentouncuento, cuentoun...
Laura Devetach: Su infatigable labor en la creación y difusión de la literatura infantil, su respeto y compromiso con la infancia muestran un rol clave de la autora en la literatura nacional. Recibió el premio Casa de las Américas e integró la lista de honor del Premio Andersen. Nació en Reconquista (Santa Fe), estudió Licenciatura en letras modernas en la Universidad Nacional de Córdoba. Se dedicó a la docencia además de escribir. Algunos de sus libros son “La torre de los cubos”, “El ratón que quería comerse la luna”…