HEROICA
HEROICA A.P.BolĂvar
Alas Ediciones
El autor quiere expresar su gratitud hacia los lectores como tú, que tienes el libro entre las manos.
Primera edición, febrero de 2019. No cometas la imprudencia de hacer uso de este texto fuera de la ética que todos tenemos en mente y nos esforzamos por mantener y entregar al mundo. Gracias. Derechos reservados de la obra, A.P.Bolívar. Derechos reservados del diseño gráfico, Joe Llorente.
Publicado por Alas Ediciones A.S.L Santander España www.alasediciones.com ISBN: 978-84-09-08126-4 Depósito legal: SA-3-2019 Impreso en los talleres de Estugraf Impresores SL. Diseño de la colección, Joe Llorente.
Este libro es fruto de un cultivo de idealismo que nos caracteriza. No sabemos si es sostenible, pero sí es otra manera de cambiar el devenir de las cosas.
Te recomendamos, antes de emprender la lectura, visionar el video introductorio de Heroica, accediendo al siguiente enlace
http://www.alasediciones.com/video_hrc
A Gabriel Esmero que sabe de lo que habla
Aborrezco este oficio algunas veces: espía de palabras, busco, busco el término huidizo, la expresión inestable que signifique, exactamente, lo que eres. (Ángel González, Las palabras inútiles)
El lenguaje es poesía fosilizada. (Emerson) El estudio de lo bello es un duelo en que el artista grita de espanto antes de ser vencido. (Baudelaire)
Primera parte
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El camino descendía por una suave pendiente. Samuel miró hacia atrás y observó la calle apenas iluminada, el conjunto de jardines y de viviendas arracimadas y el muro de piedras blancas y rugosas que delimitaba el bosque de esbeltos pinos contra el que la ciudad encallaba. Cuántas veces Karen y él habían bajado por este camino e imaginado que se perdían para siempre entre el monte adehesado y las galerías y minas subterráneas que conducían, siglos atrás, el agua hasta las puertas de la villa. Karen decía: «Al principio preguntarán por nosotros, pero después nos dejaran en paz». Y entonces fantaseaba con una vida de robinsones urbanos, refugiados en una cabaña, entre los zarzales de la Fuente la Tomasa y los almendros. Una casa sobre los árboles, construida con tablones de madera, toscos, sin pulir, unidos y atados con ásperas sogas de esparto. Un hogar oculto a la curiosidad de los paseantes por los pinos, los cipreses y los cedros del bosquecillo. «Viviremos como náufragos en una isla», decía ella ilusionada. «Nos despertaremos cada mañana con el canto del verdecillo o del carbonero, y nos alimentaremos de piñones, bayas y plantas silvestres. Nos bastaremos a nosotros mismos y seremos felices, o al menos lo intentaremos, una vez que los otros nos hayan olvidado». Pero te equivocaste, Karen. No se olvidaron de ti ni dejaron de preguntarse por qué desapareciste.
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Tomó un angosto sendero de tierra y grava que discurría paralelo al paseo del Canalillo. Ascendía hasta una zona vallada, entre zarzas y espinos, y después giraba a la derecha, llaneaba un buen trecho y desembocaba a los pies de un altozano, sobre una pequeña plataforma circular, desde la que partían unos escalones de tierra apisonada que conducían al Cerro de los Locos. Antes de subir se detuvo y contempló las siluetas fantasmagóricas de los edificios de la Ciudad Universitaria y del Faro de Moncloa. Un día Karen le contó que el parque le recordaba a una isla. «Si te fijas bien –dijo mostrándole un pequeño plano–, el contorno que lo delimita es muy parecido al de Mallorca. Podríamos decir que es una isla dentro de la ciudad». «Incluso –le señaló con el brazo extendido– tenemos un faro». Le habló entonces de la isla como refugio cerrado sobre sí mismo, como una ciudadela en medio de un mar de peligros, y le leyó unas palabras de Umberto Eco, copiadas en una pequeña libreta de tapas azules y letras doradas, que extrajo de una mochila de cuero marrón que llevaba a la espalda. Unas palabras que a Samuel le parecieron, cuando menos, extrañas o enigmáticas y que le recordaron una famosa serie de televisión. «La isla –leyó Karen– se percibe como un no–lugar, un sitio inalcanzable, adonde se llega por azar y al que, tras abandonarlo, nunca se podrá regresar». Sin cerrar la libreta, levantó la vista de la página separada con una cinta negra, miró a Samuel a los ojos y le dijo en voz baja, como si temiera estar divulgando un secreto: «Si la encuentras y la abandonas, jamás jamás podrás regresar, ¿comprendes?».
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¿Qué quiso decir con esas palabras?, se preguntó. ¿O qué importancia tenían las islas o un faro en medio de la ciudad para ella? Samuel no supo qué responder. Karen era un ser extraño y en cierto modo una criatura inabarcable e incomprensible. Cuando pensaba en ella, le venía a la cabeza la imagen de un gigantesco océano protoplasmático como el del planeta Solaris, el descrito por Stanislaw Lem en su célebre novela. Su aspecto se asemejaba a una de esas visitas o apariciones que se les presentaban a los exploradores, al despertar, en las habitaciones de la estación espacial de observación, siempre con el nuevo día o entre la salida de una u otra luna. Supuestamente humanas y, sin embargo, producto de los deseos, miedos u obsesiones de los exploradores, las apariciones presagiaban a menudo un cataclismo o un desastre, no inminente, pero sí postergado o aparentemente suspendido, y no por ello menos cierto o inexorable. Y fue, no obstante, esa inquietante forma suya, esa cualidad líquida e inaprehensible, como de arena finísima e imposible de retener entre los dedos, lo que le atrajo desde el principio. Samuel conoció a Karen una noche de primavera, a finales de marzo, seis meses atrás. Se encontraba sola y aterida, a pesar de que la noche era suave y de que las aceras y los bulevares estaban aún concurridos por los vecinos del barrio que paseaban a sus mascotas y por los comerciantes y los dependientes que echaban los cierres y bajaban las persianas metálicas de sus tiendas o locales y regresaban charlando parsimoniosamente a sus hogares. Ella se hallaba a resguardo dentro de un coche, abrigada con una chaqueta de pana de color verde grisáceo y con un gorro
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negro calado hasta las cejas. Llevaba las manos embutidas en unos mitones de color rojo y parecía provenir de otro mundo, un mundo frío y devastado: un escenario apocalíptico, una distopía o un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento. Cuando Samuel la vio, al cruzar en diagonal el aparcamiento, tenía los brazos entrelazados y extendidos hacia el salpicadero en ademán de desentumecerlos o de sacudirse la somnolencia. Al pasar junto al coche, ella había ladeado la cabeza y bajado un palmo la ventanilla del copiloto y le había dicho: «Perdona, ¿tienes un cigarrillo?».
Samuel se dio media vuelta y subió los escalones. Desde los últimos peldaños, al fondo, se divisaba el sanatorio, sobre la falda de una colina, en medio de un bosquecillo de chaparros y alcornoques. Era una gran construcción exenta y alargada de sillares de piedra gris y paredes de ladrillo rojo, con cuatro pisos de gran altura y dos torres cuadrangulares en los laterales, terminadas en pináculos y rematadas con lajas de pizarra negra. En el centro del rectángulo se distinguía el cuerpo de unas escaleras por las que se accedía al recinto. Parece una fortificación en medio del bosque, se dijo Samuel. Y en cierto modo así fue hasta 1947, cuando se descubrió la estreptomicina. Un escritor siciliano, al que había leído recientemente, comparaba el sanatorio de tuberculosos en donde estuvo recluido con un campo de exterminio en el cual, como mucho, solo uno de cada tres pacientes sobrevivía. El sanatorio actual no era un sanatorio de tuberculosos. O no
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solo era un sanatorio de tuberculosos. Ahora las habitaciones con el suelo de linóleo de color amarillo claro, las camas blancas de metal pulido y los grandes ventanales con vistas al parque estaban ocupadas por enfermos de todo tipo. Pero las estadísticas, por suerte, eran mucho más esperanzadoras. O eso pensó él cuando ingresaron a Karen, de urgencias, por una sobredosis.
Subió el último escalón, avanzó unos pasos por el camino de tierra y alcanzó en pocos segundos la plataforma del Cerro de los Locos. Echó un vistazo alrededor y, viendo que no había nadie por allí, nada más que unas sombras a lo lejos, desdibujadas y ocultas, entre la masa de pinos, arbustos y lomas agostadas, vació las cenizas de la urna en el almendro. Cuando terminó se quedó unos segundos observando el árbol. Era el mismo bajo el cual Karen solía sentarse a descansar después de su paseo vespertino. Llevaba a cabo aquella actividad rutinaria como si de una ceremonia sagrada se tratara. Los paseos estaban cortados siempre por el mismo patrón: sobre las ocho o las ocho y media de la tarde partía de casa, se dirigía a los colegios mayores y los edificios de la universidad situados al final de la calle de los Pirineos, bajaba por la senda empedrada que corría paralela a la residencia de estudiantes Antonio Gistau hasta el inicio del paseo del Canalillo y se dirigía desde allí, por la pista de tierra construida sobre la antigua acequia, hacia la primitiva carretera que atravesaba la Dehesa. Cuando a medio camino, detrás de un recodo, vislumbraba el cerro, Karen se apartaba del paseo principal y tomaba
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un estrecho atajo que la conducía por una suave pendiente hasta la cima del montículo. Una vez alcanzada la cima, oteaba el horizonte unos segundos e inhalaba el intenso y aromático olor de los grandes cedros diseminados a lo largo del camino. Tras ello, se acercaba a su árbol favorito, se agachaba con cuidado, se sentaba y apoyaba la estrecha y frágil espalda contra el tronco negro y retorcido. Dejaba las piernas colgar, inertes, sobre el muro de cemento y contemplaba, bajo las ramas protectoras, el atardecer anaranjado y violeta sobre la sierra de Guadarrama. «Me gusta estar aquí», le dijo a Samuel en una de aquellas últimas tardes en las que ambos compartieron el paseo. «Y, sobre todo, me gusta comprobar que el sol se oculta por igual, cada día y para todos, independientemente de quién seas o de cuál sea tu pasado», dijo Karen.
El Cerro de los Locos o Cerro de las Balas es un espacio elevado, llano y, en cierto modo, insólito. Se encuentra en uno de los extremos del parque de la Dehesa, en una curva, y lo domina un transformador eléctrico en cuyas paredes de ladrillo rojo los jubilados, al mediodía o por las tardes, juegan al frontón. Está sitiado por una fuente de piedra, unos bancos de madera y unos muros de mampostería ordinaria entre chumberas, palmeras y eucaliptos. El sendero desde el sanatorio desciende por una ligera vaguada entre los altos pinos. Al final del camino, el transformador eléctrico se alza en el horizonte como un macizo torreón medieval coronado por antenas de telecomunicación y erizado de largas y puntiagudas estructuras metálicas.
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En una de las paredes laterales, sobre una placa de chapa azul, puede leerse: CERRO DE LAS BALAS Y LOCOS. OLIMPO MADRILEÑO 1931. ESCUELA DE CAMPEONES. CIRCO, PELOTARIS, BOXEO, LUCHADORES, CICLISTAS, FÚTBOL Y ECOLOGISTAS». Uno de los jubilados que juega al mediodía al frontón, Federico del Valle, Fede para los amigos, le cuenta a Samuel que el cerro fue un punto de encuentro, en otros tiempos, de naturistas, culturistas, aprendices de torero, jardineros aficionados y jugadores de chito. Y que, aún hoy, su terraza y sus bancos de madera son utilizados como solárium. «Se dice –incluso– que Young Martín llegó a entrenarse por aquí». Federico recuerda con todo detalle la noche en que Young Martín, el famoso boxeador apodado el Zurdo, disputó el título de campeón mundial de los pesos mosca en Buenos Aires. Combatió contra Pascualito Pérez, y retrasmitieron la pelea por radio desde la Bombonera. Era el año cincuenta y siete, él tenía doce años y quería ser también boxeador. Escuchó el combate en el bar Chumbica, en la glorieta de Cuatro Caminos. «Allí fue donde se jodió todo», le dijo a Samuel. El Zurdo perdió por nocaut en el tercer asalto y después de aquella derrota se retiró. «Y ese mismo año –añadió Federico mientras se secaba el sudor de la frente con una toalla ajada de color azul desvaído– el bar Chumbica cerró para siempre». En su lugar se construyeron unos edificios de oficinas. «Monstruosos», dijo. «Tendrías que haber visto qué pegada tenía el Zurdo». Durante unos segundos Samuel, allí de pie en el cerro solitario, rememoró el rostro de Federico mientras hablaba. Era un rostro surcado por profundas hendiduras. Un ros-
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tro cansado, derrotado, como si hubiera sido golpeado o noqueado por la vida en numerosas ocasiones y aun así, persistiera en el fracaso. Y, sin embargo, Fede había triunfado en la vida como el doctor Federico del Valle, primero como director del Departamento de Psiquiatría de una importante universidad madrileña, y luego como conferenciante de éxito en diversos foros internacionales y como invitado de honor a congresos y ponencias en distintos países. Disponía de un confortable y espacioso chalé en la calle de los Pirineos, una zona agradable y acomodada de clase media alta con edificaciones de uno o dos pisos y verdes jardines de césped alrededor, y poseía además una segunda residencia en la sierra de Guadarrama, en Los Ángeles de San Rafael, en donde pasaba los domingos con su mujer (a la que quería), sus cuatro hijas (a las que idolatraba), sus cuatro yernos (a los que comprendía y soportaba) y sus nueve nietos (a los que malcriaba con perseverancia y pasión). Pero todo esto parecía no interesarle o desaparecer por unos minutos cuando hablaba del Zurdo y de sus compañeros de gimnasio y de la novia aquella a la que besó por primera vez aquí, frente al trasformador («en este mismo banco», le dijo a Samuel aquél día), y que luego lo dejó por uno que decía ser cantante o guitarrista de un grupo de rocanrol. Samuel oyó entonces el chasquido de una rama al partirse y se le desdibujó el rostro de Federico como si fuera humo y el viento se lo hubiera llevado junto con la hojarasca caída de los árboles y lo hubiera esparcido entre las ramas desnudas del oscuro bosque. Se dio media vuelta y antes de emprender el regreso observó el paisaje en sombras que se extendía a sus pies. Las
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lomas, las pequeñas colinas y las angostas vaguadas que se abrían frente a la plataforma como profundos abismos siderales o como fosos ciegos de una singular atalaya. Giró la cabeza y vio a lo lejos las luces rojas y blancas de los coches que circulaban por la autovía de La Coruña y trató, una vez más, de desentrañar el misterio de la vida. Mientras observaba la hilera de coches sintió un ligero escalofrío en la espalda, como si una gélida mano se hubiera posado sobre su hombro y una voz sibilante le dijera que debía regresar a casa, que no debía permanecer por más tiempo allí o, simplemente, que todo había terminado.
Al abrir la puerta del apartamento, Samuel notó un olor rancio, como a algo podrido o caducado. Soltó la urna vacía en el mueblecito de la entrada, dejó las llaves en el cestillo de mimbre, sobre el cubrerradiador, y se dirigió a la cocina y se cercioró de que no se había dejado el cubo de la basura abierto. Después abrió la puerta de la nevera y comprobó si el olor provenía de ahí. Tampoco. Así que volvió sobre sus pasos y entró en el salón, en donde el olor aún era más fuerte. Después de una inspección minuciosa, en un rincón, detrás del sillón, descubrió un pájaro. Estaba muerto. Se preguntó cómo habría entrado en el apartamento. Se acercó a la ventana que daba a la avenida y vio que estaba cerrada. Comprobó también las otras ventanas, las del mirador, e igualmente constató que estaban cerradas. Regresó a la cocina, abrió el armario, cogió una escoba y un recogedor de plástico, se fue adonde yacía el pájaro y antes de barrerlo observó que tenía el
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cuello torcido, formando un ángulo inverosímil, como si hubiera sido retorcido a propósito o como si hubiese entrado a gran velocidad en el cuarto y se hubiera dado un fuerte golpe contra la pared. Levantó la vista y miró hacia el tabique blanco del salón. No vio ninguna señal que le indicara un golpe o un roce de aleteos o de arañazos contra la pared. ¿Cuánto tiempo llevaría allí?, se preguntó. Al menos dos o tres días. Y se dijo: ¿cómo no lo habré visto antes o notado el olor? Retiró el pájaro con ayuda de la escoba y lo puso sobre el recogedor y lo trasladó hasta la cocina. Lo echó al cubo de la basura y cerró la bolsa. Tenía apetito, pero no le apetecía quedarse en el apartamento, así que abrió las ventanas para que se fuera el mal olor (la casa se quedaría fría, pensó, pero se dijo que eso sería mejor que el tufo a putrefacción), cogió la bolsa de basura, las llaves y bajó en el ascensor. Dejó la basura en el contenedor de color naranja, en la esquina de su avenida, cruzó la calle y entró en la cervecería Dom. Samuel saludó a Klaus, que se encontraba solo detrás del mostrador, y le pidió una Coca–Cola Zero y un mollete de ventresca con pimientos rojos. Por la tele daban las noticias del tiempo. El veranillo de San Miguel traería en los próximos días, como cada año, un ascenso generalizado de las temperaturas con valores superiores a las de las anteriores jornadas. El locutor añadió en tono jocoso: «Por el veranillo de San Miguel están los frutos como la miel». Samuel, sentado a una mesa del fondo y con la mirada ensimismada en el mollete de ventresca a medio comer, creyó oír «como la hiel».
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Al regresar al apartamento, una hora después, ya no olía a rancio o a podrido. Solo a frío y a soledad. Después de cerrar la ventana, Samuel pensó que lo mejor sería centrarse en el trabajo, en terminar la transcripción. Pero primero tenía que buscar un sitio para la urna. No podía dejarla en la entrada ni tampoco quería tirarla o desprenderse de ella. Al menos, no por ahora. Decidió colocarla en la estantería del salón, en la balda de arriba, junto a las botellas semivacías de ginebra y de vodka, la coctelera y las copas de balón. No tenía ningún motivo para ocultarla, así que se dio por satisfecho. Después se duchó, cogió un comprimido efervescente de paracetamol del armarito de las medicinas, lo disolvió en un vaso de agua, se lo bebió y se preparó un café en la cocina. Se lo tomó de pie mientras contemplaba, a través de la abertura en forma de arco que comunicaba la cocina con el salón, la pila de libros que se amontonaban sobre su mesa de trabajo. Samuel tenía muchos libros y pocos amigos. Los pocos que tuvo, o bien se habían casado, o bien se habían trasladado de ciudad. Para el caso era lo mismo, pensó Samuel. Unos y otros se fueron distanciando por motivos familiares o laborales. Terminó el café, enjuagó la taza y, ya en el salón, despejó la mesa de libros y de mapas, conectó el ordenador portátil, lo encendió y, una vez que todos los iconos del escritorio dejaron de parpadear, buscó la carpeta y el archivo de Word en el que había estado trabajando esa mañana y continuó transcribiendo la conversación que había grabado con el móvil unos meses atrás.
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…yo ya tengo ochenta años, ¿sabe usted?, pero aunque las piernas me fallen de vez en cuando, la cabeza la tengo muy bien todavía… Como le decía, al apardear andaba yo enredando con las gallinas en el corral… Tenía cuatro o cinco años y era muy traviesa, un mal bicho, decía la abuela… Madre me dio una voz desde el zaguán y me dijo que la sopa estaba lista y que si no entraba en un periquete me molía a palos… Al salir por la puerta del corral e ir hacia la entrada de la casa me di de bruces con un hombre… Tenía el pelo blanco, sucio y enmarañado y la barba muy tupida, y me dijo: Anda, niña, dame un beso que soy tu padre. Lo dijo muy bajito, sin separar los labios agrietados ni abrir mucho la boca… Una boca con mellas en las encías y unos pocos dientes raquíticos y amarillentos, ¿sabe usted?, que así se entreveían en las pocas veces que yo lo vi sonreír… Me quedé de un aire, pero antes de que me echara la mano encima y me besuqueara, salí corriendo de allí… Al entrar en el zaguán me topé con madre que se dirigía a la gatera con un pocillo de leche para los michos… Sofocada aún por el susto y por la carrera le dije: Madre, madre, mire usted que ahí fuera hay un hombre que dice que es mi padre… En cuanto terminó la guerra…
Vibró el teléfono a su lado. Samuel oyó el zumbido del aparato sobre la mesa repetidas veces. Lo miró, vio en la pantalla el nombre de Bernardo y se preguntó qué querría a aquellas horas. No le apetecía hablar con él ni con nadie y por eso siguió mirando el móvil sin hacer ademán de alargar el brazo ni de con-
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testar. Cuando paró de vibrar oyó un par de zumbidos más. Eso significaba que había saltado el buzón de voz. Esperó unos segundos, guardó lo que había escrito en el ordenador, pulsó la pausa en la grabadora del móvil, deslizó la pantalla hacia arriba y vio que Bernardo, su jefe, le había dejado un mensaje de voz. «Samuel… Hola… He estado intentando localizarte todo el día, pero no contestabas… ¿Cómo vas…? Me preguntaba cuándo podrías enviarme las pruebas del libro… Tengo que hablar con los de la imprenta y no quiero que nos retrasemos más… Además, necesitaría verte… Debo pedirte un favor… ¿Te podrías pasar por la editorial?… En fin, llámame o mándame un whatsapp… Un abrazo».
Samuel, después de escuchar el mensaje, decidió que lo mejor sería contestar a Bernardo al día siguiente y no interrumpir el trabajo en ese momento. Además, si le devolvía la llamada o le escribía inmediatamente él sabría que había oído el teléfono y que no había querido contestar. Pensó que eso sería lo más idóneo, pero cuando se disponía a retomar la transcripción oyó un fuerte golpe en el cristal del mirador. Se levantó, atravesó el salón, miró con atención las tres hojas de cristal del ventanal y no vio nada. Pero al bajar la vista se dio cuenta de que había algo sobre el alféizar, en el reborde frontal de una de las ventanas. Un cuerpo pequeño, redondo, negro y con el pico anaranjado. Parecía un mirlo o un estornino. Le pareció que era igual al otro pájaro, el que había bajado al contenedor de basura unas horas antes. No sabía si
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estaría muerto o solo herido o aturdido. Abrió una de las hojas del mirador, sacó un brazo al exterior y le dio unos golpecitos suaves con los dedos. El pájaro no se movió. Quiso tocarlo de nuevo y darle la vuelta para comprobar si estaba con vida, cuando un golpe de viento se lo llevó. Cerró las hojas de las ventanas y aprovechó que estaba levantado para prepararse otro café. Mientras hervía el agua de la cafetera, Samuel recordó que para algunas culturas las aves son portadoras de buenas noticias. Dicen que un pájaro negro significa una noticia importante. Dos, que el amor te llegará. Lo que Samuel no sabía era si el mensaje cambiaba en función de si el pájaro estaba vivo o muerto. Tendría que preguntárselo a Federico la próxima vez que lo viera, se dijo. Seguro que él sí lo sabía. Se sirvió el café en la misma taza que había enjuagado, se dirigió al salón, se sentó a la mesa, desbloqueó la pantalla del ordenador, pulsó el play de la grabadora del móvil y siguió trabajando.
…en cuanto terminó la guerra padre se presentó en el pueblo… Estuvo escapado por los caminos, alimentándose de hierbas, robando fruta, huyendo de las alimañas y con cuidado de que no lo apercibieran… Hasta que se le gastaron las fuerzas y no aguantó más y decidió regresar… Su quinta, después de la guerra, había sido llamada a filas, pero él no se presentó… Apareció por casa al caer el sol, cuando el monte y los gatos se vuelven todos pardos… Su intención era entregarse en el cuartelillo, a las autoridades, al día siguiente… Madre le contó lo que le había pasa-
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do a fulano y a mengano, a este y al otro, todos muy amigos suyos, afiliados como él, pero sin haber cometido fechoría alguna, y le dijo que ni se le ocurriera escaparse de allí… Los ánimos estaban muy crispados, ¿sabe usted?, se tramaba algo muy grave… Así que le dijo a padre que lo que tenía que hacer era adecentar el desván, que estaba lleno de escombros y de trastos, y esconderse por unos días, hasta que se calmara la cosa, en espera de otra atmósfera… Eso fue lo que convinieron… Lo que ellos no se imaginaron, claro está, es que la espera durara tanto… Pensaban que sería cosa de unas semanas. O, a lo más, de unos meses. Pero las cosas no tenían miras de arreglo para padre… Fueron treinta años… Treinta años de reclusión, ya ve usted…
Samuel desvió la vista de la pantalla y suspendió los dedos sobre el teclado como un pianista abstraído de los aplausos del público antes de acometer las siguientes notas musicales. Siguió oyendo la grabación pero ya sin escucharla. ¿Treinta años de reclusión?, se preguntó al recordar una vez más el relato de Rosa. ¿Quién puede aguantar eso? ¿Quién que no tenga un miedo muy intenso o se sienta del todo acorralado y sin ninguna opción de escapatoria puede encerrarse de por vida de ese modo? Y pensó, recordando a Karen, que cualquiera puede tener, o creer tener, motivos para esconderse y olvidarse de todo, aunque las condiciones externas no sean determinantes o los vínculos familiares no lo presupongan. Karen desapareció varias veces durante su juventud. Sin ninguna excusa, sin dar ninguna explicación. Simplemente
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se esfumaba días enteros o semanas y luego regresaba a casa como si nada hubiera sucedido. Pero esta vez no fue así. Se marchó y ya no volverá. Karen comenzó a consumir heroína a los diecisiete años, cuando estaba en el primer curso de la Escuela de Bellas Artes. Entonces, tomar heroína estaba de moda. «Si no la tomabas, no eras cool», decía. Pero no se enganchó de forma permanente y constante hasta mucho después. A lo largo de aquellos años de estudiante la disponibilidad de la droga era ocasional. La consumía en fiestas con los amigos, los fines de semana, y se la suministraba una compañera de la escuela, Suzette, que trapicheaba en el mismo quartier en donde ambas residían y también en la cafetería de Bellas Artes. Suzette decía que de ese modo se pagaba el hábito y los caprichos. Las dosis que compraba Karen en ese periodo eran pequeñas. El consumo regular comenzó mucho más tarde, después de abandonar el trabajo, embarcarse en sucesivos viajes y alejarse de los pocos amigos que había conseguido conservar. Fue entonces, por aquella época, cuando comenzó a inyectarse (hasta entonces nada más que la esnifaba o la inhalaba) y a vivir de forma errática y a subsistir con contratos esporádicos que tan solo le duraban unos pocos meses. Llegó a pincharse hasta dos gramos al día e intentó rehabilitarse en varias ocasiones cuando abandonó Francia y se instaló por una temporada en España, antes de viajar a Sudamérica. Pasó por una granja de desintoxicación en Valencia y por otra en Navarra. Logró, por un tiempo, limpiarse, pero cuando Samuel la conoció, había vuelto a recaer. Aquella noche, él volvía cansado de un viaje de trabajo que, a la postre, había resultado
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infructuoso. Eran las nueve y media y ella dormitaba en un coche, un Peugeot 206, azul oscuro o negro, muy sucio, aparcado frente a su portal, bajo una farola que proyectaba una luz tenue y mortecina. El coche parecía no haberse movido en mucho tiempo. Tenía hojas secas y excrementos de pájaros sobre el parabrisas y el techo, y el resto lo cubría una espesa capa de polvo y de polución. Además, se observaban varias abolladuras y algunos arañazos en la chapa de las puertas y en los parachoques delanteros, y una rueda trasera pinchada o desinflada. Al pasar junto al vehículo y oír las ruedecillas de la maleta sobre las losetas irregulares de la acera, ella se despertó, abrió la ventanilla del copiloto y le preguntó: «Perdona, ¿tienes un cigarrillo?». Samuel le dijo que no. «No fumo», añadió como disculpa. «¿Y alguna moneda para dejarme?», dijo ella con una sonrisa triste, apagada. Él la observó unos segundos antes de responder o decidirse a darle algo de dinero mientras hacía ademán de palparse los bolsillos del pantalón. Se asemejaba a uno de esos personajes que describe Chéjov en sus cuentos: escuálida, frágil y desamparada. A pesar de estar dentro del coche iba muy abrigada. Llevaba un gorro negro de lana sobre la cabeza y tenía los labios cortados por el frío, los ojos húmedos como de haber llorado y los pómulos muy marcados. No obstante, a Samuel le pareció una mujer muy hermosa. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y le dio un billete de veinte euros. «Es lo único que llevo encima», le dijo mostrándole el bolsillo vacío. Ella se secó las lágrimas con el dorso de la mano y se le iluminaron los ojos. Le dijo dubitativa o incrédula y con voz trémula sosteniendo el billete
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entre los dedos: «Si quieres puedes entrar». Samuel apartó por un instante la vista del billete y del mitón rojo que lo sostenía, y pensó en aquella otra chica, la de las noticias de la televisión, la que había aparecido por la mañana estrangulada con su propia ropa interior en el aparcamiento de una gasolinera en donde pernoctaban los camioneros antes de cruzar la frontera. La policía dijo que a la mujer le faltaban algunos mechones de pelo. Supuestamente habían sido cortados por el asesino. Quizá los guardara como trofeo o como fetiche, especuló el periodista. No había ninguna denuncia por su desaparición, añadió. Nadie sabía quién era o de dónde venía. No se encontró ninguna documentación ni ningún papel al lado del cadáver que ayudara a identificarlo. Tenía entre veinte y veinticinco años. Medía un metro sesenta, el pelo lo llevaba teñido de rubio y recogido con un coletero de color rojo. Era de complexión delgada y vestía mallas negras y un top blanco con encaje negro. Calzaba botines camperos de color negro. Le faltaba uno de ellos. La policía no pudo dar con él. Rastrearon toda la superficie del aparcamiento, pero no lo encontraron. Conjeturaron que estaría junto con los mechones de pelo. Los trabajadores de la gasolinera, por su parte, dijeron haberla visto otras veces merodear por allí, pero también dijeron que no conocían su nombre ni si vivía por los alrededores o si pertenecía a algún municipio del otro lado de la frontera. Nadie la echaría de menos, pensó Samuel. Y volviendo la vista hacia la mujer del coche, le dijo: «No. Quédate con el dinero. Y no olvides subir la ventanilla antes de quedarte dormida. Todavía refresca por las noches».