Alicia Galiano
Alicia Galiano Aquellos años veinte Recuerdo que nos obligaron a cumplir la cuarentena porque había llegado un virus que mataba sin piedad. Fue en 2020 creo recordar, y para todo el mundo resultó una barbarie, menos para mí. Y tú querida mía, te preguntarás el porqué, pues atenta que te lo voy a contar. Acababa de divorciarme de tu abuelo y guardaba mi pena en el más absoluto silencio. Cuando no trabajaba en el hospital, me dedicaba a leer, escuchar música y viajar por internet. Allí le conocí, en uno de esos grupos en los que nadie viaja juntos, pero todos hablan de lo bien que se lo pasaron en el último viaje que hicieron solos. Se llamaba Jose. Vivía en Sevilla, divorciado desde hacía cuatro años y el hombre con menos palabras que llegué a conocer jamás, pero que sin embargo, todas las mañanas entre las nueve y las diez, me daba los buenos días y cuando terminaba su jornada, me buscaba, y hablábamos por whatsapp de lo que íbamos a preparar para cenar o lo que veríamos en la tele por la noche. No decíamos mucho, pero lo decíamos todo, y mientras que la sociedad hablaba del corona-virus, nosotros vivíamos en nuestro diminuto mundo, discreto y sin sensación de sentirnos encarcelados, compartiendo nuestra felicidad entre los muebles de nuestras casas o preparando el desayuno o el almuerzo a media mañana. Nunca hubo derroche de palabras por su parte y nuestras conversaciones parecían a veces ortopédicas, pero vivíamos en un cielo hermético, que en su día sirvió para revivir nuestro día a día. Nos buscábamos bajo el entusiasmo de poder leernos y nos amábamos bajo el poder de las frases con aroma a ilusión. Nuestros cuerpos se conocían sin verse. Se vivió una pasión que se extendió con el tiempo siguiendo su propio rumbo. Se convirtió en el centinela de mi vida y calmó mi sufrimiento en el peor momento de mi vida, y aunque fuera de lejos, lo consideré un rostro algo más que amigo.
Y llegó el verano. La cuarentena se terminó. Cogí un tren que me dejó en la estación de Santa Justa. Recuerdo que las piernas me temblaban, las manos me sudaban y el estómago estaba repleto de mariposas de todos los colores. Andaba ligera y con la mirada buscaba el hombre que me salvó no solo del confinamiento y de la epidemia del progreso occidental, sino de mi locura, de mi soledad y de mi alma desnuda. Allí estaba, quieto y firme, parecía como si su cuerpo estuviese dormido, esperando nuestro encuentro. Era la primera vez que lo veía. Nos contemplamos fijamente, sonreímos y nos abrazamos haciendo acopio de todas nuestras fuerzas. Desde ese momento mientras sentía sus brazos sobre mí, sospeché que estábamos predestinados. Era tal como me lo había imaginado. Nos cogimos de la mano y me prometió que no volvería a soltarla jamás.