Elena Calderón Toledo
Diario de una cuarentena 1. Me voy. Te vas. ¿Te vienes?
Vuelvo. Me voy. ¿Te vas? Te vienes. Persevero. Me quieres. Me ves. Me muero. No puedo. Espero. Te veo.
Diario de una cuarentena 2. Matices. Como cuando con cuidado te extraño. . . . . . . .
Diario de una cuarentena 3. Ayer soñé que salía, con mis virtudes y mis defectos, me
exponía
como libro que dicta a tu rostro los motivos por los que existía, desnudo de páginas introductorias y con un mensaje vivo como el brillo de un amanecer, en el horizonte de tu ser sentía que volvía a
ser yo y que volvíamos a ser un equipo ganador, sentía débiles esos pasos que aceleraban el ritmo de mi corazón
y me compadecía
y me sobrevenían lágrimas de ilusión y no cumplí más la condena de extrañarte sin razón.
María José Corrales Gualda La cuarentena nos brinda un lapso donde observar, reflexionar y actuar y, también nos descubre y pone en jaque las verdades que encubríamos como sociedad. Este coronavirus, que nos sitúa en un momento circunstancial concreto, nos ha hecho mostrar nuestra naturaleza más individualista, esa que veníamos advirtiendo y, que se ha evidenciado al tomar decisiones tan discriminatorias e inmorales como presuponer y priorizar la vida de una persona joven por delante de la de una persona mayor,
constatando, una vez más, que cohabitamos una sociedad donde prevalece la producción y la funcionalidad económica sobre el ser, el dar y el recibir y, donde entre líneas se puede leer, que hemos elegido que la vida por vivir vale más que la vida vivida. ¿Qué modelo de sociedad, qué educación y qué valores estamos transmitiendo cuando éstos niños y niñas de
la pandemia del covid-19 y de la cuarentena hagan preguntas más allá de éstos días de juego en casa, donde todo se vive desde una extraña lejanía? El mensaje es desgarrador como sociedad, que predispone su estructura económica y social hacia los que son menos débiles, en un comportamiento globalizado, pragmático y utilitarista.
En medio de este escenario, llamativo y aparentemente paradójico, nace imprescindible, en la intimidad de cada
ho-
gar en cuarentena, la vuelta al vínculo con la creatividad y su esencialidad en pro de nuestro ánimo (música, lectura...), la vuelta al vínculo con la solidaridad y su vigor en el alivio de
nuestras necesidades (tanto espirituales como prácticas), la vuelta al vínculo con la compasión – nos identificamos con el sufrimiento
del
otro
y
alabamos
ahora
el
trabajo
minusvalorado de los que cuidan de nuestra salud y abastecen nuestras primeras necesidades - lo que nos hace preguntarnos que quizá habíamos ignorado éstas prioridades, imbuidos por el ruido de la palabrería, absortos en el sálvese quien pueda de cada uno mismo y olvidados de ‘pensar por uno mismo’, y es que quizá habitábamos ya en una pandemia invisibilizada de abandono a nuestra sanidad pública y a la educación, de corrupción, de deshumanización y antivalores perpetrados por
imperativo económico y que nuestro supuesto adversario de batalla, el coronavirus, solo ha subido el telón de esta obra de aparentar y trampantojo de la que todos andábamos participando… ¿o andamos?
Alicia Galiano Aquellos años veinte Recuerdo que nos obligaron a cumplir la cuarentena porque había llegado un virus que mataba sin piedad. Fue en 2020 creo recordar, y para todo el mundo resultó una barbarie, menos para mí. Y tú querida mía, te preguntarás el porqué, pues atenta que te lo voy a contar. Acababa de divorciarme de tu abuelo y guardaba mi pena en el más absoluto silencio. Cuando no trabajaba en el hospital, me dedicaba a leer, escuchar música y viajar por internet. Allí le conocí, en uno de esos grupos en los que nadie viaja juntos, pero todos hablan de lo bien que se lo pasaron en el último viaje que hicieron solos. Se llamaba Jose. Vivía en Sevilla, divorciado desde hacía cuatro años y el hombre con menos palabras que llegué a conocer jamás, pero que sin embargo, todas las mañanas entre las nueve y las diez, me daba los buenos días y cuando terminaba su jornada, me buscaba, y hablábamos por whatsapp de lo que íbamos a preparar para cenar o lo que veríamos en la tele por la noche. No decíamos mucho, pero lo decíamos todo, y mientras que la sociedad hablaba del corona-virus, nosotros vivíamos en nuestro diminuto mundo, discreto y sin sensación de sentirnos encarcelados, compartiendo nuestra felicidad entre los muebles de nuestras casas o preparando el desayuno o el almuerzo a media mañana. Nunca hubo derroche de palabras por su parte y nuestras conversaciones parecían a veces ortopédicas, pero vivíamos en un cielo hermético, que en su día sirvió para revivir nuestro día a día. Nos buscábamos bajo el entusiasmo de poder leernos y nos amábamos bajo el poder de las frases con aroma a ilusión. Nuestros cuerpos se conocían sin verse. Se vivió una pasión que se extendió con el tiempo siguiendo su propio rumbo. Se convirtió en el centinela de mi vida y calmó mi sufrimiento en el peor momento de mi vida, y aunque fuera de lejos, lo consideré un rostro algo más que amigo.
Y llegó el verano. La cuarentena se terminó. Cogí un tren que me dejó en la estación de Santa Justa. Recuerdo que las piernas me temblaban, las manos me s udaban y el estómago estaba repleto de mariposas de todos los colores. Andaba ligera y con la mirada buscaba el hombre que me salvó no solo del confinamiento y de la epidemia del progreso occidental, sino de mi locura, de mi soledad y de mi alma desnuda. Allí estaba, quieto y firme, parecía como si su cuerpo estuviese dormido, esperando nuestro encuentro. Era la primera vez que lo veía. Nos contemplamos fijamente, sonreímos y nos abrazamos haciendo acopio de todas nuestras fuerzas. Desde ese momento mientras sentía sus brazos sobre mí, sospeché que estábamos predestinados. Era tal como me lo había imaginado. Nos cogimos de la mano y me prometió que no volvería a soltarla jamás.
Andrés García Oñate, 11 años
…y para que contaros la alegría que sentí: baile de la victoria, canto de hurra y un sinfín de monerías que mi madre no entendió. ¿Sabes lo qué mola librarse 15 días extra del cole? ¿No tener que ver durante unos días a tus “menos amigos”? ¡Hasta poder picar algo mientras haces mates! Esto parecía un auténtico chollo. A la mañana siguiente cuando iba a recoger mis cosas del colegio, no parábamos de cruzarnos con gente cargada de paquetes enormes de papel higiénico. Esa tarde, cuando mama decidió ir a la compra, las estanterías del hipermercado ¡estaban vacías! Ni rastro de papel. Hasta hice una foto para inmortalizar la ocasión. Las redes estaban llenas de memes y retos de papel ¡Una juerga muy higiénica! Colas enormes en el híper, en la farmacia, en la panadería, frutería, y hasta en la librería cuando decidimos hacer acopio de libros para soportar el encierro. Aquello parecía el apocalipsis. También aprendí lo que significa cuando mama dice: “ahora que estamos los 2 en casa…”. ¡Hartito he acabado de pintura y limpieza de primavera! Como alarguen esto y me llegue la limpieza de verano me ofrezco voluntario para volver al cole aunque sea yo solo. Los días trascurrieron entre classroom, lectura, entrenamientos de waterpolo en seco, maratones de series, juegos, pelis, dibujos,… pero eran ya demasiados días. Así, que el día que anunciaron 15 más de encierro ya no hubo bailes ni cantos. Más bien ganas de llorar. Mama me explico la importancia de permanecer en casa. Tan solo salgo cada noche a las 20h a mi ventana a aplaudir a los médic@s y enfermer@s que no paran de luchar para que esto termine lo antes posible. Se lo importante de quedarme en casa, lo bonita que esta mi ventana decorada con arcoíris de purpurina animando a los vecinos con un “Todo va a salir bien”, y lo emocionante que es ver cada noche a mis vecinos cantar en las ventanas. Lo sé. Pero lo realmente importante de esta historia es lo que hemos aprendido de esta experiencia. Hoy, viendo un concierto de Dani Martín en Instagram con mama, ella me decía que después de esto “Nada volverá a ser como antes”. Creo que así será. He aprendido lo que realmente es importante en la vida: mi familia, mis amigos, el aire y, para mí, el agua de una piscina. No importa cuánto dinero tengas si no tienes libertad para pasear por el parque. No importa cuanta gente te rodee sino que te rodees de la gente que te quiere. He descubierto que me gusta tan poco que mi madre trabaje como que mi madre teletrabaje, no tiene tiempo ni para dormir. He descubierto que mi mama, a pesar de mis días imposibles de adolescente, es mi mejor amiga. He descubierto que mi casa es un buen refugio aunque no tenga lujos. Y mama ha descubierto que su mundo de unicornios vale para darle color a los días grises de su familia. Así que de verdad que nuestro mundo será diferente cuando esto pase. Este parón nos enseñó la importancia de los abrazos, lo poco que llenan las redes sociales, lo que el planeta agradece que no estemos (¿sabéis que hay pavos reales por el centro de Madrid, cabras en Higueruela, osos paseando por las calles en Asturias, jabalíes en Barcelona, lobos en Pontevedra, peces en Venecia, delfines en la costa de Italia, que China se ve desde el cielo sin una nube que lo cubra, aire limpio en Albacete,…?), y lo mucho que valen el sol, el aire y el agua. Ojala esta pesadilla de ciencia ficción acabe pronto y pueda abrazar a los míos y tirarme al agua en bomba rodeado de mis amigos.
Julián María Guzmán
SEMANAS DE SIETE DOMINGOS
Como un vagabundo metódico con prisa, sin calma y en chándal, acumulo libros y alimentos en estanterías y alacenas: que dicen por la radio que se avecinan días sin fútbol
y estados de alarma.
Me preparo bien para la cuarentena. Una botellita de alcohol para mis manos y garrafas de ron para mi ánimo, cervezas en la nevera,
la tarifa plana, dos cajas de condones (aunque vivo solo) y junto a mi escritorio, una buena pila de papel, un lujo si resulta ser higiénico.
Pasan los días y observo mi biblioteca, libros impacientes, apretados sobre las baldas, veo como alzan hacía mí sus brazos como niños pequeños, piden atención, cariño y juego, algunos solo quieren que les quite el polvo
como quien cambia pañales.
Los agarro por el lomo, librero que los libera brevemente de su cautiverio, los hojeo con desgana, los sopeso entre las manos
y los devuelvo, con gesto sádico, a su sitio: no encuentro en ellos las palabras que me hagan olvidar la clausura, este goteo hora tras hora de tedio y tortura.
Desde que empezó todo esto, peregrino soy de la cocina al salón, ningún camino conduce a Roma, todas las puertas de mi casa me llevan irremediablemente el balcón.
Se convierte en andanza, toda una aventura, salir a bajar la basura, una epopeya, una odisea, un viaje peligroso al reino de la hipocondría, ir a la tienda sin guantes ni mascarilla. Tras caras embozadas a metro y medio, miradas recelosas, vecinos surgidos de todas las cancelas del país con sus panes como salvavidas bajo el sobaco, campeones olímpicos con bolsas de comida
y los perros como pasaportes: visados recordando viejas libertades. Se acabaron el oro, las joyas, los coches de lujo y los chalets en la playa, lo que te hace ahora rico
es tener mascota en casa. El virus a todos iguala, o eso dicen los expertos. Yo en mi sofá, padeciendo aburrimiento mientras en los hospitales se agotan las camas con tanto muerto,
sudan sueño los médicos y sueñan que duermen las enfermeras.
El único deporte que hago es aplaudir todas las tardes a las ocho, ya desde el segundo día empiezo a notar agujetas en las manos, y alguna ventana vacía, más pájaros en el cielo y una rabia que nace en los periódicos.
Mueren en China, mueren en Italia, mueren en Francia y mueren más allá de cada océano, que una pandemia resulta ser eso,
gente muriendo por todo el mundo y hasta se atreven a morir en España españoles cantando himnos y ondeando banderas, solo los suecos, siguen a lo suyo, en este planeta que tose dos veces a cada paso.
Se acabarán por fin estos días extraños, con sus semanas de siete domingos, pasado todo, nos seguirá sobrando vida, volverán los pájaros a guardar silencio, las estanterías de mi biblioteca
seguirán llenas, aunque vacías la nevera y la alacena.
Pero de estos días no aprenderemos nada, nos dirán por la tele que miremos hacia otro lado, ya se encargarán los de siempre de limpiarlo todo, explicarnos lo que ha pasado y prometernos que no volverá a ocurrir hasta que vuelva a ocurrir. ¿De vuelta a los trabajos, a los gimnasios, a las misas, a los parques, a los estadios y los bares olvidaremos todo lo pensado olvidaremos todo lo intuido olvidaremos haber hallado respuestas olvidaremos haber olvidado olvidaremos haber sentido tedio olvidaremos haber escrito un poema olvidaremos incluso a quién aplaudíamos a las ocho de la tarde?
MADRID EN MARZO Necesito salir a beber una cervezas tras otra hasta caer borracha y sin dinero en los bolsillos. Esta reclusión repentina me está matando y me hace pensar en cosas raras. Me vuelve intrépida y me hace soñar con escenas que hace poco no era capaz de imaginar que soñaría. No estoy acostumbrada a pasar tanto tiempo encerrada en un espacio tan reducido y noto como la deriva se apodera de mí. La siento del mismo modo que la playa debe sentir sobre ella al mar abatiéndose ola tras ola. El mar, como la vida, se va llevando sus granos de arena para canjearlos por los restos de un naufragio. Sabe la playa que cada ola es tiempo que pasa, cada segundo transcurrido una estafa que no puede evitar. Siente que el oleaje le marca las horas de su vida como si fuera un preciso reloj y yo siento que todo el tiempo que está durando esta clausura inesperada es simplemente vida desperdiciada. Nos piden que seamos responsables y que nos quedemos en casa. Como si eso fuese tan sencillo. Aquí estoy, agazapada en mi trinchera de algodón aunque me gustaría ser más valiente, saltar desde mi ático y empezar a sobrevolar las calles de Madrid. Enlazar todas y cada una de las fiestas que se estén celebrando en ese momento y estrechar entre mis brazos a todas y cada una de las personas que bailan y disfrutan en ellas. Sin importar condición, estado civil, raza o credo. Abrazaré a un elegante travesti o a una abominable diputada de VOX. Abrazaré igualmente a una futbolista recién terminado su partido o a un escritor inédito, a un bombero torero o a un cirujano en paro, a rey campechano o al bufón de su corte, a Bertín Osborne o a Iván Ferreiro, a una bailaora de flamenco o al conductor de una máquina apisonadora. Una de esas máquinas con enormes rodillos con las que a veces te cruzas en alguna carretera en obras. Su sola visión me desespera, siempre tan parsimoniosa, a ese
hombre que dirige la máquina con tanta paciencia, gordo, con barba de tres días, casco amarillo ladeado, su camiseta de tirantes blanca empapada en sudor, sus vaqueros caídos y sus enormes botas salpicadas con pegotones negros de grasa, a ese le daré el más suave y tierno de los abrazos, a él, al héroe de las jornadas laborales mansas y anodinas.
Quiero entrar en el primer casino que me encuentre abierto y jugarme el resto de mi vida a uno de los juegos cuyas reglas desconozca, con un trébol de cuatro hojas en el tirante de mi vestido. Reventar la banca, coger todo el dinero y volver a sobrevolar toda la ciudad, dejando tras de mí un reguero de billetes que llueva sobre las aceras. Que los transeúntes alcen sus cabezas y me vean levitando sobre ellos, que sea su primera alegría después de tanto tiempo aislados. Todo esto pienso a última hora de la noche, sin haberme levantado aún de la cama, una cama que este día ha sido más una cuna. Una cuna que ha atrapado a la niña que llevo dentro, una niña castigada sin saber porqué y sin haber podido hoy bajar a la calle a jugar con sus amigos. Se me ha hecho eterno este primer día de enclaustramiento. Voy a poner la radio a ver si en las noticias dicen de una vez cuánto va a durar esta puñetera cuarentena. Dedicado a Pili
Carmen Callado Hoy el día ha vuelto a llorar sobre las baldosas
ESTO PASARÁ. Hoy el día ha vuelto a llorar sobre las baldosas. La niña que me acompaña tiene botas katiuskas y le gusta pisar el llanto de los charcos. Es como mágico. Los ríos que se forman en las calles discurren rápidos mientras los pies de goma los siguen intentando atrapar las escurridizas lágrimas. El paraguas que lleva es transparente, dibujado de gatos y perros protegidos por sombreros. La niña que me sigue a todas partes ahora se tapa la boca con una mascarilla y guantes de goma. Cruza las calles a paso
rápido, tiene que ir a una casa, que los mayores llaman consistorial, a conseguir que las cosas sean buenas para las gentes. Pero nadie la saluda por la calle mojada de llanto, porque está vacía, como están todas desde hace varios días. Los gatos que no tienen casa se cruzan con ella y todos se miran sin decirse nada y es raro, porque ella siempre les da los buenos días cuando pasa frente a la iglesia mientras esperan el alimento que le ponen
los vecinos de buena voluntad. Pero ahora, la niña que me sigue a todas partes los mira en silencio y con tristeza, mientras las lágrimas del cielo también los salpican a ellos y les mojan las zarpas en los charcos, porque los gatos callejeros no tienen paraguas ni katiuskas. La niña lleva un bolso que guarda un bocadillo y unas chocolatinas para endulzar la mañana. No puede ir a ningún sitio a tomarse ni un zumo de naranja, porque todo está cerrado,
de momento. Ella sabe que un bicho feo y con pinta
rara
está por
todas partes y asusta mucho a otros niños, hermanos, padres y le pega
muy duro a sus abuelos. La niña con katiuskas
se hace preguntas en
silencio, ella que habla tanto, a veces no dice nada, porque todo está dicho en los ojos que por momentos se cruzan con los suyos. Sabe que es bueno taparse la boca, y por eso las palabras enmudecen para que el bicho no oiga su miedo y pase de largo… Aunque ella sabe, porque un día se
lo dijo su abuela, “que no hay mal que cien años dure” y entonces eso le alegra la mañana, porque la niña sabe que la esperanza se aferra con lazos verdes tras sus orejas.
Dedicado a todos los niños y niñas que tienen que #quedarseencasa.
Inmaculada Ortiz García EL CASTIGO
Y de pronto la tierra se despereza, se sacude y al mirar a su alrededor se harta de permanecer sumisa dejando que aquel parásito que es el hombre la destruya. Ella, poderosa, se alza contra el humano y decide castigarlo. No tiene piedad, ni hace
dis-
tinción, aunque ha decidido no ensañarse con los más pequeños. Quizás aún quede
algo
de esperanza, ellos aprendan la lección y ella pueda salvarse. Los hombres, asustados, indefensos ante este repentino ataque de ira, se confinan en sus guaridas y esperan temerosos un futuro incierto. Los animales y las plantas libres al fin de la opresión aprovechan para recuperar lo que es suyo y el ser humano se maravilla de pronto ante tanta belleza olvidada, se regocija
aspirando el aire límpido y se deleita al observar las noches oscuras de cielos cuajados de estrellas que hacía años no veía. Pero son tiempos oscuros, de miedo, de incertidumbre. Todos pierden algún ser querido: Un padre, un hermano, un amigo… Y al cabo de un tiempo el hombre empieza a entender aquel castigo. Solo desea algo que no se consigue con dinero: La libertad. Y empieza a añorar detalles en los que antes no reparaba: Un beso, una caricia, un abrazo. Echa de menos a los amigos, sus risas, su compañía. Llora a sus muertos en absoluta soledad con el desconsuelo de no haber podido despedirse de ellos. Algo se rompe en su interior para siempre. Y entonces la Tierra, que en el fondo es bondadosa, decide que ya es suficiente, que la lección está aprendida, y repliega sus garras… pero no para siempre. A partir de ahora se mantendrá alerta y si vuelve a recibir el más mínimo daño esta vez no tendrá compasión.
Esther Zárate Moya UN ANUNCIO EN EL PERIÓDICO Soy de los que empieza a leer el periódico por la última página y se extravía en algún sudoku o entre anuncios. Eso me sucedió hace unos meses. No pasé de aquella página, anoté el número, llamé, y la alquilé. Un capricho. Alquilé una ventana. Al principio me incomodaba tener que limpiar los cristales y el sonido de la lluvia cuando los golpeaba. Después comencé a sentir la necesidad de asomarme cada mañana pa-
ra ver amanecer, bajar la persiana para que el calor no la incomodase, pegar mi frente y sentir su contacto. Por las noches le encendía una pequeña lámpara por si la oscuridad la asustaba. Nos hemos hecho inseparables. Hablamos durante horas, otras ve-
ces, como desde hace días, me siento a su lado y miramos la calle, vacía. Ella, respeta mi llanto. Yo, su compañía.
Toñi Sánchez Verdejo CUARENTENA EN LA BIBLIOTECA Me gusta leer en la biblioteca. Es una costumbre que tengo desde que era niña, afianzándose con más fuerza en mis tiempos de estudiante.
Fuera de la biblioteca no encuentro la suficiente concentración para engancharme a la lectura; sin embargo, dentro de ella, rodeada de
libros,
escuchando los susurros de la gente y los pasos suaves de los bibliotecarios cuando buscan un libro o colocan los que han devuelto los lectores, me siento cómoda y tranquila. Sobre todo, hay una butaca junto a la ventana que, si llego lo suficientemente temprano, suele
estar
vacía. En ella paso horas y horas, leyendo. El personal ya me conoce; están tan acostumbrados a mi presencia que parece que me he convertido en parte del mobiliario. Por supuesto han dejado de extrañarse de que nunca me lleve libros a casa. ¿Para qué los iba a llevar, si solo leo en la biblioteca?
No obstante, que quede claro, soy una lectora empedernida, así que estos días de obligado confinamiento en casa he tenido que idear una estratagema para poder leer pese a que la biblioteca está cerrada. Y esta ha sido construirme una biblioteca propia en una habitación de mi casa. Como no tengo suficientes libros, he puesto un letrero en la escalera: “Quien quiera prestarme libros, los aceptaré encantada.
Pueden
dejarlos en la puerta de su vecina del 5º A”. Poco a poco, han llegado a mi casa anónimas bolsas de libros. He tenido mucho trabajo ordenándolos,
analizando su contenido para poner en el canto pegatinas según el Sistema de Clasificación Decimal Dewey. Después los he colocado en estanterías. Ha sido un arduo trabajo, pero finalmente ha valido la pena: mi salón es una biblioteca. Incluso tengo una mesa con un ordenador, bolígrafos, un fechador y un tampón con tinta azul. Y una estantería con novedades.
Así que el confinamiento se me está haciendo muy ameno. Me siento en un cómodo sillón junto a la ventana y paso horas enfrascada en la lectura. Horas y horas porque esta biblioteca nunca cierra. Y tampoco tengo que ir a ninguna parte. Solo interrumpo mi lectura un momento a las ocho de la tarde para asomarme a la ventana y aplaudir. Mi homenaje es para los bibliotecarios, a quienes tanto echo de menos.
Por supuesto, mientras estoy en la sala, llevo guantes y mascarilla. No hay que desdeñar los consejos para evitar el contagio por covid-19. La distancia de seguridad me es más fácil guardarla: en esta biblioteca soy la única lectora. #yomequedoencasaleyendo
Cristina González Garrido EN LA MENTE DE UN BEBÉ
No sé escribir y apenas balbuceo los nombres de papá y mamá de vez en cuando. No sé hacer la gran mayoría de cosas que hacen los adultos; solo sé que todo
a mi alrededor me resulta extraño. Hace algo más de cuatro semanas, un mes de marzo frío pero, sobre todo raro, mis papás cambiaron su rutina y mis horas del baño. Ahora todos los días eran sábado, los besos y el tiempo se multiplicaron, las noches más cortas y los días más largos, los ratos en el sofá fueron ratos de
letargo, la luz de la cocina que tu enciendes, yo apago. Durante este tiempo aprendí a correr en lugar de andar, aprendí a dormir en lugar de llorar, aprendí que lo mejor que en la vida es estar con papá y mamá. Jugar en el suelo es como volar sin descanso, que me lean un libro mientras recibo abrazos. Que me dediquen tiempo, solo eso, tiempo... ¡Dichoso tiempo que vuela de verano en verano! Hay días grises y días blancos, hay días buenos y días malos. Días que noto a mamá con los ojos empañados y otros que la alegría se palpa entre mis manos. Debe haber miedo ahí fuera, lo sé. Ahí fuera y aquí adentro. En casa, en el cuerpo.
Debe haber confusión y rabia en ciertos momentos.
Yo, como el resto de niños, estoy dando una lección. Lección de fuerza, de armonía, de vida y de pensar con el corazón. Me escaparía de casa y me iría al parque, pero luego pienso: ¡Animo Sergio, un poco más de aguante! Correría a ver a mis abuelos por la calle "alante" pero la paciencia me puede y digo: ¡Ya queda menos para abrazarles! Pediría al reloj que se parase para pasar más tiempo juntos, en casa... pero miro a los que están sufriendo y de repente se me pasa. Y a vosotros, los adultos, mil gracias por vuestra solidaridad. Sois magia, sois
nuestro espejo y la voz de la verdad.
Mª Nieves Ruiz López
Aceptación Un mes ya desde que comenzó el aislamiento, y me sigo despertando con la misma sensación de estar viviendo una película con un final incierto. Abro
los ojos a diario y mi cerebro sigue dedicando unos segundos para procesar una misma certeza: no, esto no ha sido un sueño. Y es que, la
incredulidad
de los primeros días ha dejado paso a la realidad, y ésta a su vez, a la aceptación. El ser humano es capaz de adaptarse a las situaciones más complicadas con una relativa facilidad, y me doy cuenta, de que gozo sin problemas de ese singular poder de adaptación. Aunque si lo pienso, tampoco es que sea algo tan meritorio. ¿Tan difícil es quedarse en casa con comida, agua, calefacción y entretenimiento?
Esperanza Un día más, un día menos, me repito una y otra vez. Cumplido ya, con suer-
te, la mitad de este confinamiento, procuro mantener el ánimo de espíritu, y a pesar de la prolongación de las ausencias que tanto duelen, de los temores que amenazan con cerner sobre mí toda clase de malos
augurios, sigo
diciéndome: pasará, esto pasará, y dentro de unos meses todo quedará reducido a un mal recuerdo. El después, da tanto miedo
como el ahora, y
eso no es demasiado alentador, pero hay que mantener la esperanza.
Gratitud Miro la vida pasar detrás de esta ventana, intento leer y escribir en los ratos libres, trabajar... aunque está resultando ardua tarea. Difícil concentrarse y evadirse de esta realidad que nos ha tocado vivir. Se suceden los días desde nuestros hogares sin otro proyecto que vivir el presente. Días casi idénticos que transcurren sin sobresaltos, sin novedades, sumidos en la monotonía...
Aquí dentro intentamos protegernos y proteger a los que más queremos, y mientras tanto, ahí fuera, un ejército de hombres y mujeres tienen que salir de casa sin remedio, sin armas, con el miedo metido en el cuerpo por ellos, y por sus familias. Todos los días, minutos antes de las ocho, salimos de nuestras casas todos los vecinos, como conejos de sus madrigueras, y a las ocho en punto comienzan las palmas. No sé a quién le aplauden ellos, pero yo dedico mis aplausos a mis hermanos. En esos rostros tan conocidos y parecidos al mío deposito mi ovación. Pienso en ellos, y al hacerlo, pongo rostro a los miles de sanitarios que trabajan para intentar paliar los efectos de esta pandemia, para intentar salvar el mayor número de vidas posible. Aplaudo,
aplaudo sonoramente con todo lo fuerte que puedo, como si hubiese sido testigo de una maravillosa obra de teatro. Aplaudo a esos grandes actores, desde esta cómoda butaca que es mi casa. Pienso en ellos, y no puedo evitar emocionarme cada tarde; en ellos, enfundados en capas y más capas, que ojalá sirvan para protegerles. En ellos, solos desde hace semanas, lejos de su familia, sin salir de casa salvo para ir a trabajar,
rodeados de enfermedad y angustia. Los imagino, como soldados en la primera línea de batalla, intentando ocultar sus miedos entre todas esas
capas de plástico y tela, intentando esconder sus temores tras una sonrisa. Aplaudo, y me recreo en ese momento tan especial de cada día, en ese minuto en el que todos nos unimos en un mismo acto, en un mismo sentimiento, como si con ese gesto remáramos todos a una, unidos para intentar parar esta pesadilla. "Ya sé quiénes son mis héroes, mamá. Los tíos", me dijo hace unos días mi hijo. Pues sí, aunque ellos no quieren serlo,
estamos muy orgullosos de nuestros héroes... Tristeza y Emoción Cientos de muertos, cientos de historias diferentes que tienen en común la soledad, el dolor inenarrable, completo, todo para sí, sin posibilidad de compartirlo, sin abrazos en esos durísimos momentos. A medida que pasa
el tiempo vamos poniendo nombre y apellidos a esos fallecidos de los que se habla en los telediarios. Me emociono con las imágenes de televisión de enfermos saliendo de las UCIs o de los hospitales. Sonríen bañados en lágrimas, llenos de gratitud por haber vuelta a la vida, por haber ganado una batalla que creían perdida, rodeados por sus salvadores que les despiden con aplausos, y con una felicidad desbordada, celebrando cada
enfermo recuperado como una auténtica victoria. Amor Es curioso que, aunque separados, este virus esté haciendo que estemos más unidos que nunca. "Te echo muchísimo de menos", le dice mi pequeño a través de la pantalla a su abuela, mientras ella lo mira casi al punto del
llanto. Es ahí, justo en ese instante irrepetible cuando me digo: Sí, definitivamente, esto nos servirá para apreciar lo verdaderamente importante...
Mª Ángeles Marcos A nuestros mayores
En su blanca cabellera
llena de hebras de plata albergan sabiduría e inteligencia innata; la experiencia de los años, la vivencia de la edad, nos enseñan cosas nuevas que no sabemos valorar; sin embargo, aunque mayores, nos saben aconsejar;
son nuestros sabios abuelos aquellos que muchas veces aun sin querer, ignoramos y por las prisas del mundo, de nuestro lado apartamos.
Ellos, en cambio, nos han dado lo más grande, nuestra vida;
la suya... ¡qué pena! ha pasado llena de lágrimas vivas por haber sufrido tanto. ¡hay que darles la alegría, nuestro amor y de regalo,
también nuestra compañía así agradeceremos lo que nos dieron: LA VIDA!
Dedicado a esos mayores que se nos están yendo, cuidemos a los que nos quedan
Karonte IRREALIDADES Se despertó como todos los días y se vio sorprendida por gritos y también ruido de mucha gente en la calle y de música festiva. Miró el reloj por si fuesen las 8 de la tarde, aunque le extrañaba estar
en la cama a esas horas; ella seguía con sus rutinas habituales y a esas horas, como de costumbre, estaría en casa de su padre. No, no son las 8. Son las 9 de la mañana- Se dijo a sí misma. Se dirigió a la cocina y puso la radio. Allí también sonaba música festiva y cuando acabo la canción, que no era el Resistiré, el locutor dijo entre risas y sorpresa: Nadie lo hubiese creído. Esto es inaudito: Los gobiernos de todos los países se habían puesto de acuerdo en hacernos creer que había una pandemia, que había habido muertos y todo lo que ya sabéis. En ese instante María se desvaneció.
Todo había empezado tres meses antes en China; un virus había provocado miles de muertos. De allí se había trasladado a otros países, entre ellos España y al resto del mundo. En España, el gobierno decidió confinar a los habitantes del país en sus casas y sólo saldrían a comprar y los trabajadores esenciales: sanitarios,
limpieza, tiendas de alimentación… seguirían con sus trabajos.
Se trata de un virus altamente contagioso, de ahí el distanciamiento social. María lo llevaba bastante bien pues iba a comprar y a casa de su padre a cuidarlo.
Estaba bien aunque observaba en la gente un comportamiento neurótico, mucho miedo a estar cerca de otros. Muchas personas creían que las muestras de solidaridad que se estaban produciendo estos días iban a seguir cuando todo volviese a la normalidad y todas las tardes salían a los balcones y ventanas a las 8 a aplaudir a los sanitarios que estaban siendo considerados “héroes”. María no lo veía así al observar a mucha gente; veía muestras de egoísmo y no de solidaridad y eso le hacía creer que todo volvería a ser como antes del encierro. Así pasaban los días y las semanas y María y su familia seguían manteniendo la normalidad: se levantaba pronto, hacía ejercicio,
desayunaba, “trabajaba”… Cuando despertó no sabía dónde estaba, abrió los ojos y le pareció que estaba en un hospital.
Intentó moverse y no pudo pues estaba atada a la cama. Había gente vestida de modo muy raro y cuando intentó hablar con ellos no le hicieron caso. Ella gritaba y parecían no oírla: “¿Qué hago aquí?; quiero ir a mi casa” Alguien se acercó a ella y le dijo al oído “ Despierta”
El aturdimiento fue mayor que el día anterior. Se despertó en su cama, en su casa. El silencio era total, no recordaba qué día era y se dirigió a la cocina, puso la radio y allí decían que era domingo de Resurrección y los nazarenos se estaban preparando para iniciar la procesión del Encuentro.
Teresa Sandoval Parrado LA VENTANA INDISCRETA Me considero un voyeur, eso sí, en el término más casto de la palabra, pues no hay en mí ningún afán morboso, sino más bien yo diría que se trata de un interés antropológico en observar el comportamiento de las
personas en sus hábitats, cuando se creen a salvo de escrutinio. Si se pudiera decir que el confinamiento me ha aportado algo positivo es que ha favorecido esa observación. Vivo desde hace años frente a un edificio robusto de diez plantas, gemelo del mismo en el que yo habito, por tanto sólo tengo que asomarme a alguna cristalera de mi casa para que docenas de grandes ventanales idénticos a los míos queden expuestos ante
mis ojos, como las peceras de un gran acuario. Esas ventanas que hasta hace muy poco tiempo apenas ofrecían distracción,
con la reclusión
obligatoria se han llenado de vida. Por las mañanas teletrabajo desde casa; las tardes y parte de la noche las dedico a mi trabajo de campo. He modificado la disposición de mi sillón favorito, antes frente al televisor, y ahora esquinado, junto al ventanal. Las cortinas las dejo semi abiertas, lo suficiente como para tener una visión completa del edificio sin llamar la atención. Cuento con unos prismáticos que hace años usaba para avistar aves, pero mis vecinos son más entretenidos que los pájaros. Tengo mis favoritos, claro. La viuda del tercero A, por ejemplo, que se pone guapa para bailar en su salón agarrada
a un fantasma. La familia del cuarto C: una pareja con cuatro hijos y un abuelo. Son los más entretenidos y los más ruidosos; el abuelo, que antes se mostraba totalmente inerte, ahora parece haber recuperado la infancia
mientras se bate al parchís con los nietos. También está la chica del sexto A; vive sola, y apostaría a que es profesora. Se pasa las mañanas frente al ordenador;
por las tardes hace gimnasia y luego
lee durante horas
tumbada en el sofá. Es curioso, porque su vecino del piso de arriba, otro soltero, hace exactamente las mismas cosas, como si estuviesen sincronizados. Qué buena pareja harían… El que me está haciendo recelar desde hace días es el tipo que vive en el octavo B. Es un jubilado ocioso de aspecto severo. Hace días que lo único que hace es sentarse frente a la ventana y observar… yo diría que “observarme”. He tenido que cerrar las cortinas cada día un poco más
porque me inquieta esa machacona impertinencia. Ayer no me asomé en todo el día. Ni siquiera encendí la luz. Y hoy tampoco. Sé que sigue ahí. Mi hobbie se está viendo altamente perjudicado, y lo peor de todo es encontrar otro con el que llenar tantas horas muertas. Tengo que pensar una estrategia. No sé si llamar a la policía o simplemente abandonar, pero me resisto a asomarme de nuevo al fondo del televisor.