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RELATOS DE OTOÑO 2016 Muchas son las personas que acuden a lo largo del año a la Biblioteca Pública de Albacete: unos buscan fantasía, otros información, otros estudiar…. Y hay quienes encuentran en la Biblioteca un lugar, o un motivo de inspiración, para poder escribir. Son escritores. Son NUESTROS escritores, porque escribir es una voluntad, no un don ni un momento de inspiración pasajera. Y los relatos que forman esta “serie” tienen esa determinación. Tienen, en definitiva, algo que contar. Y lo cuentan. Los relatos que te ofrecemos en las próximas semanas no están escritos por autores que puedan consultarse en una Biblioteca: son lectores que, por esta vez, han cambiado la afición de leer páginas por la de escribirlas. Para la Biblioteca de Albacete es un placer ser mucho más que el lugar donde se guardan los libros: queremos contribuir a ese inmenso patrimonio cultural que es una biblioteca con la vida de quienes nos visitan y nos dan la razón de ser. Añadiendo su obra. Suyo es el mérito, nosotros sólo ponemos la intención y los medios. A lo largo del verano y el otoño te ofrecemos el fruto de quienes, con su silencioso trasiego, habitan esta biblioteca. Estás invitado a pasar a leer, estudiar, investigar y… escribir. Disfrútalo.
EL VODEVIL DE GRENELL Llanos Olivas García La sala acondicionada de la Avenida en que antaño se celebraban casamientos civiles se llenó de invitados, mujeres y, en general, familias de los barrios cercanos a Grenelle, habida cuenta del ágil rumor que ponía en la palestra aquella comedia itinerante entre amigos, salvedad hecha respecto a los actores que la interpretarían. Se conocían los unos a los otros y su afición por el arte escénico había facilitado el proyecto de montaje de la obra. Para ello, se contaba con la participación de Jules Deufont, secretario del Teatre Mirbeau que amablemente se ofreció a colaborar en lo necesario bajo la figura del viejo Chemeil, el director cuyo guión modificado más de una vez después de ciertas reposiciones, había determinado fijar de manera definitiva el reparto de la pieza entre los actores aficionados. De aquellas ya representadas fuera del distrito, las dos primeras habían recibido modestas críticas, mientras que la última escenificada más improvisadamente en el Colegio Lamartine se clausuró con una sonora ovación al margen de aislados abucheos por algunos aficionados más jóvenes que no parecían haber entendido la particular filosofía que pretendía transmitir. El rector de la Universidad Nacional llegado a París e invitado a propósito por Chemeil acabó aceptando por adelantado la incertidumbre de la pieza sin que ocultase su deseo de leer a posteriori el guión que aquél guardaba celosamente en su casa de Tremin.
Sólo el viejo traductor y poeta Chemeil y dos antiguos compañeros de instrucción escolar habían compartido la lectura del texto que ahora se mostrara corregido por la mano del secretario con severas recriminaciones y advertencias sobre cualquier desviación sucesiva que alterase la programación de tiempos de Chemeil. En total, se formularon, tras ciertas deliberaciones por escrito, dos actos divididos en veintitrés escenas de las cuales, concurrían los cinco personajes en seis de ellas. En el resto, se procuraba ventilar sutilmente el desarrollo de los diálogos y comprimir ciertos monólogos que aburrirían al público asiduo. Se trataba de articular una pieza ligera sin renunciar a la estrategia de la concentración de las pausas y de los tonos vocales ofrecidos con la irregularidad propia de la farsa de vodevil. Se había renunciado finalmente a poner en liza el recurso de los sobrenombres para proporcionar más cercanía con respecto a la clase de aficionado que se agolpaba en la sala cuya edad bien se sabía que atrasaba la inquietud que por el teatro sentían los amigos del viejo traductor. Chemeil, que pertenecía a la generación de los 50 y se había exiliado durante casi diez años en la otra Francia más alta del Canal de La Mancha olvidando los orígenes para centrarse en la asimilación de la bulimia cultural que impregnaba sus sentidos, decidió volver a hacer las maletas y, después de un paso breve por el Sur de México, retornó a su país con casi cuarenta años. Ahora lo que importaba no eran sus manías y debilidades de almizclero subastador de historias sino la generosidad imprevista mostrada en cada oportunidad que los más jóvenes y la extensa comunidad le ofrecía para dar rienda suelta a su marinera imaginación de eterno náufrago sin maleta. Ése fue, según había confesado a sus amistades hacía
tiempo, el propósito de su exilio y de su crisis de identidad temprana: mostrarse como un individuo arremangado y no servil al denunciar las viles peonadas que otros habían sacrificado en búsqueda del ascenso antes que de la exaltación artística, de la derrota de los viejos afeites que empañaban todavía los biombos de la escena y enranciaban la vista de los palcos por modestos que pareciesen. Después de una prolongada selección, había somatizado la imagen de los siete voluntarios, tres de ellos conocidos suyos para formar su particular reparto. Tres mujeres y cuatro varones, incluyendo otros tantos potenciales sustitutos en la misma proporción en que se había valorado de lo mejor a lo peor sus reminiscencias de alumno en el antiguo Le Grand. Dos meses antes de la popular acogida en Grenelle, dieron comienzo los ensayos de la obra, a su vez, dos semanas antes de la primera representación en el pequeño Teatro Lacousine, cerca de Monmartre. Sin apenas público curioso que despistase a los asistentes, los trabajos se complicaron desde el comienzo por la ausencia del camarero que representaba a Monsieur Lermice, el mayordomo, el ágil servidor de la familia en la amplia residencia y por la impuntualidad de la madura mujer en el papel de Beatrice Grousset, la amante del apuesto actor de teatro cuya esposa enferma, sin saberlo hasta entonces, seguía sufragando el devaneo amoroso con Beatrice, a cuenta de la demostrada humildad que el actor infiel había mostrado sin poder compensar en general el agravio de la infidelidad. Por otro lado, no era un compromiso de fácil solución restituir la imagen de Lemice si se suponía su colaboración en el asunto de los robos, además porque se trataba de insinuar un contrapunto estético frente a G. Paury, que representaba un joven muchacho de más corta edad.
Al final se contó con la eventual colaboración de una joven empleada de un comercio para cubrir el personaje de Beatrice mientras se contaba, a su vez, para la primera representación con el compromiso de un funcionario como Lemice. Respecto al resto, no hubo contratiempos aunque en palabras del secretario, el deseo de Chemeil era encauzar el desarrollo contando con los mismos mimbres al ser su prioridad la de sacrificar el texto para hacer los cambios que fuesen inevitables en función de la adaptación de los primeros. Por buenas que fuesen las críticas, teniendo en cuenta sólo los recursos, había que pasar página a aquellas primeras voladuras y centrarse en el reto inmediato cuyo armazón iba más allá de la inspiración del texto de Chemeil. En la segunda representación, el elenco decepcionó ligeramente al público y lo que se suponía como un déficit para la confianza, se convirtió en una farsa extraordinaria que invocó el humor de los reporteros enviados del Le Parisien cuando tres de los actores olvidaron algunas entradas en el segundo acto. La señora Fleibeau en el papel de Marien, resbaló junto a una pequeña escalera de mano situada en el proscenio provocando un doble ataque de risa que inclinó a pensar que el tropezón formaba parte del papel hasta que se interrumpió en plena flema por el desmayo inminente que apagó las risas. El final se abordó como se pudo con Chemeil desesperado y deseoso de despejar sin prudencia el enfado que suponía tanto despropósito. Por si fuera poco, él mismo tuvo que lamentar la pérdida inexplicable de un añadido que de todos modos impuso e iba a incorporar en los próximos ensayos para la representación en el Lamartine. Cuando recuperó la calma, recordó haberlo desechado con el objeto de recomponer otro en su lugar.
Ahora además, la sala se encontraba abastecida por la visita de cierto personaje de la buena sociedad que, a pesar de la temperatura, apareció rematado por un sombrero que dificultaba la identidad de sus rasgos. El caballero habría recibido, en palabras de algunos reporteros de ciertos medios, “un gazapo folletinesco” para acudir a la cita y otorgar vagamente un clima más tolerable a los deprimentes y , a la vez, afeminados gustos de la oficiosa crítica teatral. Al hacer su entrada, se situó en los últimos bancos del aula adaptada, y, por fin sentado, despejó su cabeza del calor que reinaba entre el público desperdigado. Antes de ser señalado por la atención de los vecinos por su noble indumentaria, fue nombrado por Deufont quien corrió hasta Chemeil para pedirle que lo recibiera en un lugar más adecuado a su rango. El secretario se le adelantó y tropezó con un bolso de mano perdido en el centro del pasillo dando de espaldas y dobladas las pantorrillas antes de recibir el auxilio del director y del resto del público. El notable invitado se apartó del banco y después de recibir la calurosa bienvenida del traductor, abandonó el recinto excusando el interés de la visita. Un cuadro situado en la pared lateral trasera junto al acceso se había descolgado infinidad de veces debido al rumor vociferante de los asistentes y ahora miraba de costado en dirección al patio de fondo a través de la estrecha puerta de acceso. En el momento en que se cerró la puerta para impedir el paso de la sala repleta, desprendió su fijación de la pared y ,al caer, se partió en dos con parte de la naturaleza muerta ofreciéndose como vianda decorativa. El acto primero se demoró lo suficiente como para desatascar de asistentes la sala en cuanto el director comparecía para reconocer las limitaciones y las faltas que atribuía a su carácter,
en ocasiones, poco premeditado. El conciliábulo situado tras el telón se entretenía engrasando la memoria que antes había errado una y otra vez en los ensayos, a pesar de las previsiones del secretario, que ahora se acicalaba oculto como un personaje sin papel detrás del biombo. Sus zapatos faltos de lustre se habían prestado para la entrada en escena de Monsieur Lemice que, bien pertrechado, era el único que parecía disimular la risa entre los compañeros por la reciente caída de Deufont. El secretario, por su parte, mandó a un subalterno que se encargaba de la limpieza temprana del Colegio para que encargase a su mujer la compra de un par descordonado y de puntera ancha, y cruzó los dedos deseoso de un hipotético tropezón de Lemice en ausencia del buen ánimo con el que despegó, y que lo mantenía descalzo y hambriento de reprimenda. El pequeño teatro improvisado ajustó al unísono la vorágine entusiasta para que quedar en silencio con el apagón de las luces y la comprobación del cierre general de las entradas, también desde el piso superior donde se concentraba el resto del público al que se exigió no descargar su peso sobre las protecciones metálicas para no añadir más episodios que engrosasen la exposición de accidentes. Un nuevo encendido de la corriente despertó las gargantas fuera, cuando se interrumpió la presentación de Chemeil ante los espectadores con motivo de la ausencia de uno de los actores. El viejo Ferigeau que toda su vida se había caracterizado por una expresiva firmeza en el ejercicio de sus obligaciones como pintor, no había podido evitar la frustación que generaban sus prolongados achaques desde que se marchase de la ciudad para tratar de olvidar la reciente viudedad. Se sentía un trozo de madera hinchado de gotas podridas que buscaba refugio
en el alcohol y condenaba su suerte y soledad de enfermo en que se había convertido. En tono más bajo y sin parar de lloriquear se dió la vuelta antes de caer desplomado en el pasillo. Los presentes dentro lo levantaron y llamaron al médico adjunto que también visitaba con frecuencia el Lamartine. Después de ser reanimado, arropado y de que se lo tomase la temperatura que indicaba más de un grado sobre lo que era habitual, el doctor prescribió descanso y le recetó que tomase, con moderación en la ingesta, unas pastillas para la tos. La situación obligaba a adoptar medidas sin que se demorase más la espera del público que, pasados unos minutos, comenzó a abuchear el silencio con entrecortados silbidos desde donde el reducido escenario se veía más centrado. Chemeil, tras asegurarse el abandono del viejo Ferigeau, se presentó en escena anunciando la suspensión de la obra. Pidió cuantiosas disculpas y convocó al público para que esperase en pocos días a recibir confirmación del aplazamiento que debía ser anunciado en las gacetas locales sin poder evitar el desasosiego, la incomprensión y la renuncia de algunos que, faltos de entendimiento, habían resuelto dar la espalda a la siguiente reposición. Con tanto desbarajuste acaecido en tan breve tiempo, los mismos voluntarios se revolvían en las sillas de los pasillos intentando recomponer el ánimo que la contingencia había propiciado, no sin antes, volver a repasar más tranquilos el papel que entretanto pudiese modificar el gusto cambiante de Chemeil. Dos semanas después del fallido acto general en el Lamartine, se montó un nuevo escenario, en esta ocasión, a escasa distancia del anterior. Se eligió el patio interior de la instalación, y hasta allí se trasladaron los viejos efectos de la obra, entre ellos un molde completo como decoración de entrada de la
cabeza de Pasteur con que se había contado para el recogido salón de los Paury y algunas otras bagatelas además de los gastados zapatos prestados de Deufont. Las discrepancias iniciales entre los nuevos voluntarios en escena contribuyeron a reavivar la incomodidad y el mal humor de Chemeil, quien, dos días después, emplazó al grupo de cuatro personajes de la primera entrega a conocer mejor y adaptarse al tiempo y al ritmo de los actores entrantes que formaban ya parte de la representación. La trama de la comedia , menos ligera en lo objetivo que las reacciones poco escrupulosas de los personajes, obedecía al expreso deseo del director por hacer un severo desprecio hacia ciertos valores que alguna que otra creencia se encargaba de sacralizar a cargo del contribuyente aunque aquellos fuesen menos fielmente dependientes de la fe que de las leyes o de la intolerable economía que arrastraba débiles imágenes de felicidad. Al nuevo elenco se sumaba, a excepción del viejo, cuatro nuevos aficionados, que de una u otra manera habían sido admitidos por el montador. Dos hombres, en el papel papel del ex-marido de Beatrice como Eduard Groudhe, por un lado, y, por otro, el reconocido hermanastro del mayordomo Lemice de nombre Benoit. Por otra parte, dos mujeres de gran peso en la pieza, Eloise Breniere, esposa del apuesto Paury en cuya residencia se desarrolla la comedia y Belinde, la hija de Beatrice que mantiene una buena relación con su padre adoptivo. La adición de estos actores añadía complejidad en la trama de humor no exenta de abscesos de expresión dramática y de lagunas temporales que remarcaban, por expreso deseo de Chemeil, los, a veces, vanos efectos del tiempo en las vidas de los personajes. La introducción de ambas féminas suponía, por entero, recomponer el montaje y
sacrificar, además, al secundario de Marien por Fleibeau. Lo que no podía ser modificado era el título de la obra. “Échauffoureé” nacería de una tumultuosa aventura de placer que llevó a Chemeil hasta las costas de Argelia. Gracias a ella, recogió los efectos del conflicto para trasponerlos al personaje de Paury cuyo padre habría nacido en aquél lugar y regresado con su madre al país como sucedería en realidad con el abuelo de Chemeil. Esta versión, reconocida por el autor, contradecía la opinión de Deufont sobre la experiencia que motivaría la escritura de “La Escaramuza”. Según su versión, se trataría de una experiencia no relacionada con el director sino la lectura de una carta reconvertida y adaptada de Merimeé en su juventud lo que habría inspirado el personaje de Paury y sus amores con Grousset, composición cuya identidad desconocía el secretario porque su narrador no la precisó con más detalle con objeto de ser sondeada y evitando que Chemeil se enterase por sí mismo de la gestión del asunto. La historia real distaba, como era el fondo de la representación, de ser un parabólico malentendido entre hombres y mujeres sino, más bien, una jaula de gallos con las féminas removiendo el fuego de la atracción y suponía un nexo entre temas relacionados con el supuesto pasado de Chemeil fuera del país. Ninguna de las nuevas incorporaciones alteraba el espíritu de aficionado con que se había montado la pieza a pesar del interés de la crítica por sustituir con poco sentido algún que otro desconocido papel por el auxilio de voces profesionales para dar resonancia en toda la ciudad más allá del reducido círculo de conocidos de Grenelle. Al margen del todo de la representación y de los forzosos cambios en la escena, tras la última interrupción y retomando el posterior ensayo, los actores se reencontraron cerca del
Boulevard Alphonsine donde, dos días después de la cancelación en el Lamartine, fueron convocados con el objeto de repasar los dos primeros actos. Chemeil, ausente, además de contar con la ayuda del secretario, envió a un joven ayudante que se enfrentaba por vez primera a los rigores de la dirección, si bien sabía como actor que ya era lo importante de mantener el control impasible y respetuoso ante los gritos del público aficionado. El ensayo posterior en el Lamartine fue mejor de lo esperado y más positiva la adaptación y el entendimiento entre el elenco. Una trifulca puntual en la valoración del papel de Beatrice entre la actriz protagonista y el actor que interpretaba a Groudhe empañaron la correlación del ensayo sin que pudiese evitarse la pérdida de autoridad en manos de Deufont y del joven actor auxiliar que lo dirigía. En el momento en que se alcanzaba el final del primer acto con el profundo sueño de Paury en el comedor frente a la esposa y la infiltrada amante comenzó la discusión. Mientras se interrumpe la acción con la advertencia, por un lado, de que Monsieur Lemice debía despertar a Paury por orden del director, postura defendida por la actriz amante, el actor que interpretaba a Groudhe, el ex -marido, se posicionaba a favor de aplicar la versión modificada después que formaba parte de los apuntes del joven ayudante, en la que él mismo debía hacerlo. Por su parte, el mayordomo apoyado por la amante insinuaba con ironía aplicar la solución del descargo sentimental que supondría, como antes se había propuesto por Chemeil, relacionar al más estable servidor con Beatrice en otra historia más sostenible que la del esposo desdichado e infiel sobre el que caen las duras críticas de la ambiciosa Eloise por culpa de la inexplicable generosidad ofrecida a la amante oculta dentro de la propia casa.
Así las cosas, las variadas opiniones del círculo aficionado no sirvieron más que para enredar la trama y deslegitimar los deseos confirmados por el ayudante de pacificar la escena inundando de alcohol a la comitiva antes de desvelar la verdadera identidad de Grousset y la presentación del personaje de Belinde, separada desde hacía años de su padre por la rechazada una y otra vez amante en público. Los crecientes celos hacia Eloise Paury despiertan el ánimo de venganza de la amante. Beatrice se lanza a confesar a Lemice las disparatadas maniobras del marido para conservar a la esposa sin renunciar a la amante con el fin de mantener la doble vida y denunciar la postura ingenua e irresponsable de Paury frente a Lemice y a los hijos cualesquiera fuese su ascendencia. El hombre acomodado, todavía joven, desea, ante todo, dilatar la conquista para no perder la costumbre de la emoción que insufla el conocimiento de toda mujer que se cruce en su camino con tal de compartir y sumar una nueva experiencia amorosa. Los actuantes descansaron aliviados por la resolución del segundo acto mientras asimilaban los cambios introducidos por obra y gracia del ausente en el desenlace a pesar de la oposición de Deufont. La reanudación se aceleró con las disueltas acotaciones hechas por el ayudante con el beneplácito del viejo traductor hasta que se entró de lleno en la escena final del enfrentamiento burlesco simultáneo entre las féminas y los varones dividido por una espesa pared que impedía la comunión y la desbandada general. De nuevo, la mala pata de los aficionados desembocó en la risotada del escaso público cuando, en el curso del desenlace, los planes de Chemeil se frustaron sumados a la presentación en el Lamartine. El fatídico día comenzó con la incompleta presencia del elenco
durante los prolegómenos de la actuación a puertas abiertas. Un aficionado accedió al patio con solemnidad identificándose como uno de los actores que faltaba cuyo papel apretaba manchado bajo el ancho cinturón desabrochado. Al grupo, se sumaba, por tanto, el personaje del cerrajero informado de la buena situación de Paury. Se había descubierto una alternativa circunstancial objetiva sin apenas esfuerzo que definía al esposo infiel. Chemeil hubiese preferido centrarse en las trifulcas de la escasa familia y de los extraños que invaden el espacio más intimo de la pareja. No obstante, le parecía adecuado para enturbiar la tranquilidad aparente, reforzar el papel de Lemice y cargar sobre su conciencia la culpa y la maledicencia del hermanastro, quien se había enterado desde fuera de la ubicación del dinero y de algunos otros objetos de valor que eran propiedad exclusiva de Eloise años antes de conocer la abundante vida amorosa de Paury. La confusión de la culpabilidad incierta de Lemice aumenta poco a poco. El cerrajero trata de implicar falazmente al mayordomo al sustraer y utilizar los zapatos que Deufont le había prestado para implicarlo. La situación se aclara después por la dejadez del responsable, hábil abriendo puertas y ciertas cajas de seguridad sin que llegue a darse cuenta del cigarrillo dejado en el interior del zapato que lo delata en plena batalla verbal. Mientras esto sucede a ojos de Groudhe, la entrada de Belinde aplaca y trata de neutralizar la furia incontenible de Eloise, al escuchar las poco convincentes excusas que recibe por separado tanto del marido como de la amante que ha querido sobornar a Groudhe pagando su silencio para evitar la menor confesión ante Breniere sin que éste acepte finalmente. La esposa escéptica había desistido su búsqueda después de interrogar a Belinde a solas sin
conseguir apenas pruebas que demostrasen la infidelidad de Paury y diesen detalle de la magnitud temporal del engaño mantenido. Belinde le reprocha, en todo caso, el tono y la desconfianza hacia la madre de quien parece estar convencida de la tolerancia ajena de esa relación al tratarse de una mujer separada que mantiene buena relación con Groudhe a pesar de la prolongada incomunicación y el distanciamiento paternal. En todo caso, aquella doble y conflictiva fluctuación de interés por Paury acercaría a las dos mujeres en su afán por mantener y huir con el conquistador en sacrificio del amor y con la mente puesta en la cómoda vida que han disfrutado a cambio de mantener la apariencia de la felicidad que supone un difícil contrapunto. Cierto que Chemeil había tenido paciencia para aguardar al actor que encarnaría al hermanastro del mayordomo. Lo que ignoraba era que el anfitrión cerrajero se había presentado borracho y se aventuraba por cuenta propia a invertir los acontecimientos ya desde el comienzo. Nada más introducirse en escena, enarboló unos papeles, los de su personaje, frente al público, y, pidiendo clemencia por su falta de educación, comenzó a expirar un viejo discurso de bienvenida que había aprendido de Chemeil, tambaleándose y gritando al unisono con los labios pegados a la barbilla:”Todo esto es mío, y me lo llevo a casa. Lemice no es mi hermano y yo soy el cerrajero. Están todos detenidos. Yo soy la Autoridad. Yo soy la Autoridad. Abajo no pasa nada. Detengo al Señor Paury por quererlo todo”. Un espectador se abalanzó sobre el falso cerrajero y trató de golpear al actor mientras otro desde atrás gritaba cerca de la portería: “La culpa es de Eduard. Deténgalo usted, Chemeil en nombre de la divina justicia”.
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