Revista etcétera

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Revista ETCÉTERA…

ETCÉTERA… IES VALLE DE LEIVA Curso 2013/2014


PRESENTACIÓN Esta revista surgió el curso pasado con el propósito de ser un espacio para compartir lo que nos hace humanos: la palabra. La palabra como transmisora de pensamientos y emociones. No tiene formato preestablecido. No tiene secciones fijas, mejor dicho no tiene secciones. Los que colaboran son los que diseñan su contenido cada vez. En este número veréis otras cosas, pero siguen siendo nuestras cosas. A los coordinadores nos gustaría que esta presentación fuera también un agradecimiento sencillo pero muy sentido hacia todos aquellos que decidís crear palabras e imágenes para compartir con los demás. A todos nos da cierta pereza salir de la rutina diaria que nos da la sensación de control, comodidad y protección. Pero, sin duda, muchos de vosotros ya sabéis que esa sensación no es más que un espejismo producido por el calor del desierto. La vida es tan tozuda recordándonoslo como nosotros intentando olvidarlo. Gracias a todos los que habéis decidido restar un poco de rutina a vuestra vida y habéis creado tan generosamente para todos esta revista. Espero que la lectura de los demás os compense a unos y nos ayude a todos a seguir colaborando. Gracias.

Ángel Ramírez y Ana Alcaraz (Coordinadores)

DICE GUILLE A SU MADRE “¿NO EZ INCREÍBLE TODO LO QUE PUEDE TENED ADENTRO UN LÁPIZ?”

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RIMA IV No digáis que agotado su tesoro, De asuntos falta, enmudeció la lira: Podrá no haber poetas; pero siempre Habrá poesía. Mientras las ondas de la luz al beso Palpiten encendidas; Mientras el sol las desgarradas nubes De fuego y oro vista; Mientras el aire en su regazo lleve Perfumes y armonías, Mientras haya en el mundo primavera, ¡Habrá poesía! Mientras la ciencia a descubrir no alcance Las fuentes de la vida, Y en el mar o en el cielo haya un abismo Que al cálculo resista; Mientras la humanidad siempre avanzando No sepa a dó camina; Mientras haya un misterio para el hombre, ¡Habrá poesía! Mientras sintamos que se alegra el alma Sin que los labios rían; Mientras se llora sin que el llanto acuda A nublar la pupila; Mientras el corazón y la cabeza Batallando prosigan; Mientras haya esperanzas y recuerdos, ¡Habrá poesía! Mientras haya unos ojos que reflejen Los ojos que los miran; Mientras responda el labio suspirando Al labio que suspira; Mientras sentirse puedan en un beso Dos almas confundidas; Mientras exista una mujer hermosa, ¡Habrá poesía!

Gustavo Adolfo Bécquer

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RELATOS DE LOS MÁS JÓVENES La niña que poseía con los ojos Laura era una niña normal y corriente (o eso creía ella). En la noche del sábado, se levantó de su cama porque no podía dormir. Cuando bajó a la cocina empezó a escuchar voces que provenían del frigorífico, era como si alguien quisiera llamar la atención de Laura. Al abrir el frigorífico… ¡pum!, el frigorífico se cerró con ella dentro. Todo estaba oscuro y daba mucho miedo. Cuando empezó a clarear, encontró un laberinto lleno de arañas sin pelo que tenían los ojos rojos. Laura se acercó sigilosamente y las arañas corrieron hacia ella. Asustada, les preguntó a las arañas: ¿Qué queréis de mí? Ellas hicieron un ruido muy raro, el ruido era para llamar al rey araña, que era medio humano / medio araña y podía hablar con Laura. Le dijo que tenía que ayudar a las arañas, y Laura le preguntó: ¿Para qué queréis ayuda? El rey araña dijo que Laura tenía que poseer a las malas personas que había en el mundo. Ella dijo: ¿Cómo voy a poseer a aquellas malas personas, si solo soy una niña inocente que va a quinto de primaria? El rey araña le dijo que ellas podían darle el poder de hipnotizar y poseer a las personas para que se hicieran buenas. Laura aceptó, el rey araña le dio con un rayo en los ojos y se le pusieron rojos. Laura salió del frigorífico y se fue a la calle para poseer a las malas personas para que se hicieran buenas. Miraba a esas personas y se les ponían los ojos verdes. Laura hizo lo mismo con muchas personas más y pudo ayudar a las arañas para que hicieran buenas a las personas. Las arañas, finalmente, se lo agradecieron y le quitaron el poder de hipnotizar, para que Laura siguiera con su vida de siempre. Mª Carmen Albacete Hernández (Alumna de 1º ESO)

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La niña que no hablaba Hace muchos siglos, había una niña que se llamaba Ana. Era nueva en el instituto y no le caía bien a casi nadie, porque era muy vergonzosa y no hablaba. Todo el mundo pensaba que era muda, o algo así. Se solían meter a menudo con ella, y se aprovechaban de ella porque decían que como no podía hablar no podría defenderse. Pero nadie sabía lo que a la niña le pasaba de verdad, y era que si decía una sola palabra la decía cantando. Y a ella, como le daba vergüenza que la escuchasen, nunca hablaba. Un día la niña tuvo un mal día, se seguían metiendo con ella, había suspendido un examen… No estaba muy animada que digamos. Ana ya no podía más, estaba cansada de que se metieran con ella. Así que ese día la niña explotó y dijo cantando: -¡Estoy más que harta de que os riais de mí, pensabais que no podía hablar, pues aquí estoy, no hablando sino cantando! Ana se calló y todos se quedaron mirándola, asombrados. Al final a Ana se le fue la vergüenza, y ya dejó de cantar en vez de hablar. María Heredia Escudero (Alumna de 1º E.S.O)

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UN RECUERDO DE INFANCIA Niños jugando con un arma 29 de marzo de 1895. Estaba yo jugando con mi hermano y mi hermana pequeña en una pequeña calle alrededor de una finca deshabitada donde en la entrada ponía: “no pasar”. A pesar del cartel, mis hermanos y yo entramos. Cuando estábamos dentro me di cuenta de por qué ponía que no se podía entrar… Era una finca donde habían quedado los destrozos de los tanques y las armas de fuego perdidas. Paré en el tiempo para pensar con claridad dónde me había metido. En cuestión de segundos perdí a mis hermanos de vista, los busqué sin parar, hasta que una fuerte brisa de aire me llevó a su encuentro. Estaban allí, jugando en lo que parecía un campo de guerra, subidos sobre un gran cañón de color frío y antiguo. TIAGO MARTINS (Alumno de 4º ESO)

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Tristes guerras si no es amor la empresa. Tristes, tristes. Tristes armas si no son las palabras. Tristes, tristes. Tristes hombres si no mueren de amores. Tristes, tristes.

Miguel Hernรกndez

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Un cuento… La mujer del pastor De Henry Lawson (1892) (Traducción: Mª Mercedes García Bolós, Profesora de Inglés)

La casa de dos habitaciones está construida de troncos redondos, tablones y corteza fibrosa, y el suelo es de tablones partidos. En un lado hay una gran cocina de corteza, mucho mayor que la misma casa, incluida la terraza. Alrededor la sabana— sabana sin horizonte, ya que el territorio es casi plano. No hay montañas a la vista. La sabana se compone de manzanos autóctonos enanos y carcomidos. No hay maleza. Nada que alivie la vista salvo el verde más oscuro de unas pocas casuarinas que suspiran por encima del arroyo estrecho y casi seco. Diecinueve millas hasta el signo más cercano de civilización— una chabola en la carretera principal. El pastor, un antiguo colono ilegal, está fuera con las ovejas. Su mujer y sus hijos se quedan solos aquí. Cuatro niños andrajosos y secos juegan por la casa. De repente uno de ellos chilla: ‘¡Una serpiente! ¡Madre, hay una serpiente aquí!’ La mujer, flaca y morena, sale corriendo de la cocina, coge al bebé del suelo, lo sostiene sobre la cadera izquierda y agarra un palo. ‘¿Dónde está?’ ‘¡Aquí! Se metió en el montón de leña’, chilla el hijo mayor— un golfillo de once años con cara de pillo. ‘¡Para, madre! Yo le doy. ¡Atrás! ¡Yo le doy a ése!’ 8


‘Tommy, ven aquí o te morderá. ¡Ven aquí ahora mismo, en cuanto te llamo, pequeño infeliz!’ El crío va de mala gana, con un palo más grande que él. Entonces chilla triunfante: ‘¡Ahí va— debajo de la casa!’, y se lanza con el palo levantado. Al mismo tiempo, el chucho grande y negro de ojos amarillos, vivamente interesado en todo lo sucedido, rompe la cadena y persigue a la serpiente. Sin embargo, llega tarde por un instante y mete el hocico en una raja entre tablones justo cuando desaparece la cola. Casi al mismo tiempo, el palo del niño cae y le despelleja el hocico. Aligator no hace caso y se dedica a socavar el edificio; pero tras una lucha es dominado y encadenado. No pueden permitirse perderlo. La mujer del pastor pone juntos a los niños al lado de la caseta del perro mientras vigila a la serpiente. Coge dos platitos de leche y los pone cerca de la pared para tentarla a salir; pero pasa una hora y no se asoma. Es casi el ocaso, y se acerca una tormenta. Los niños deben entrar. No los puede meter en la casa, ya que sabe que la serpiente está allí, y podría salir en cualquier momento por una rendija del tosco suelo de tablones; así que lleva bastante leña a la cocina, y luego lleva a los niños allí. La cocina no tiene suelo— o mejor dicho, es de tierra— llamado terrizo en esta parte de la sabana. Hay una mesa grande y tosca en el centro. Hace entrar a los niños y los sube a la mesa. Son dos niños y dos niñas— apenas unos bebés. Les da algo de cenar, y luego, antes de que oscurezca, entra en la casa, y coge unas almohadas y ropa de cama— esperando ver o echar mano a la serpiente en cualquier momento. Hace una cama para los niños en la mesa de la cocina, y se sienta al lado para vigilar toda la noche. Tiene un ojo puesto en el rincón, y un garrote de madera verde listo sobre el aparador que está junto a ella; también tiene la cesta de la costura y un ejemplar del Young Ladies’ Journal. Ha traído al perro a la habitación. Tommy se acuesta, protestando, pero dice que estará despierto toda la noche y que machacará a esa maldita serpiente. Su madre le pregunta cuántas veces le ha dicho que no hable así. Tiene su garrote con él bajo las sábanas, y Jacky protesta: ‘¡Mami! Tommy me está desollando vivo con su garrote. Dile que lo saque.’ Tommy: ‘Cállate, enano ____! ¿Quieres que te pique la serpiente?’ Jacky se calla. ‘Si te pica,’ dice Tommy tras una pausa, ‘te hincharás, y apestarás, y te pondrás todo rojo y verde y azul hasta que revientes. ¿Verdad, madre?’

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‘Basta ya, no asustes al niño. Duérmete’, le dice. Los dos niños menores se duermen, y de vez en cuando Jacky se queja de que está ‘estrujao’. Le hacen más sitio. Luego Tommy dice: ‘¡Madre! Escucha a esas pequeñas zarigüeyas (adjetivo). Me gustaría retorcerles esos puñeteros cuellos’. Y Jacky protesta entre sueños. ‘¡Pero no nos hacen daño, esos pequeños puñeteros!’ Madre: ‘Ves, te dije que le enseñarías a Jacky a hablar mal.’ Pero el comentario la hace sonreír. Jacky se duerme. Luego Tommy pregunta: ‘¡Madre! ¿Crees que conseguirán desenredar al (adjetivo) canguro?’ ‘Señor, ¿cómo voy a saberlo, niño? Duérmete.’ ‘¿Me despertarás si sale la serpiente?’ ‘Sí. Duérmete.’ Casi medianoche. Los niños están todos dormidos y ella sigue allí sentada, cosiendo y leyendo a ratos. De vez en cuando echa un vistazo por el suelo y la platera, y cuando oye un ruido coge el garrote. Llega la tormenta, y el viento, colándose por las rendijas de la pared, amenaza con apagar la vela. La coloca en una parte resguardada del aparador y pone un periódico para protegerla. Con cada destello del relámpago, las rendijas entre los tablones brillan como plata bruñida. Suena el trueno, y la lluvia cae torrencial. Aligator está tumbado en el suelo totalmente estirado, con los ojos hacia el hueco. De este modo ella sabe que la serpiente está allí. En esa pared hay grandes rajas que se abren bajo el suelo de la casa. No es cobarde, pero acontecimientos recientes han debilitado sus nervios. Un hijo pequeño de su cuñado fue mordido por una serpiente hace poco, y murió. Además, no tiene noticias de su marido desde hace seis meses, y está preocupada por él. Era pastor, y se asentó allí de forma ilegal cuando se casaron. La sequía de 18__ le arruinó. Tuvo que sacrificar lo que quedaba de su rebaño y salir a pastorear otra vez. Tiene intención de trasladar a su familia a la ciudad más cercana cuando vuelva, y mientras, su hermano, que tiene una choza en el camino principal, viene a verlos una vez al mes con provisiones. La mujer aún tiene un par de vacas, un caballo y unas cuantas ovejas. El cuñado mata una de ellas de vez en cuando, le da lo que necesita, y se lleva el resto a cambio de otras provisiones. Está acostumbrada a quedarse sola. Una vez vivió así durante dieciocho meses. De niña se hizo los típicos castillos en el aire; pero todas sus esperanzas y aspiraciones infantiles murieron hace mucho. Encuentra

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toda la emoción y el entretenimiento en el Young Ladies’ Journal, y ¡que el Cielo la ayude!, disfruta con las ilustraciones de moda. Su marido es australiano, y ella también. Es descuidado, pero es un marido suficientemente bueno. Si pudiera, la llevaría a la ciudad y la tendría como a una princesa. Están acostumbrados a estar separados, o al menos ella lo está. ‘No sirve de nada impacientarse,’ dice. Puede que a veces se le olvide que está casado; pero si tiene un buen cheque cuando vuelve, se lo da casi todo a ella. Cuando tenía dinero la llevó varias veces a la ciudad— pagó un coche cama en el tren y se alojaron en los mejores hoteles. También le compró una calesa, pero tuvieron que sacrificarla con todo lo demás. Los dos últimos niños nacieron en la sabana— uno mientras su marido traía a un médico borracho, a la fuerza, a atenderla. Estuvo sola esa vez, y muy débil. Había estado enferma con fiebre. Le pidió a Dios que le enviara ayuda. Dios le envió a la Negra Mary— la mujer negra ‘más blanca’ del territorio. O al menos envió a King Jimmy primero, y luego él envió a la Negra Mary. Asomó su negra cara por el quicio de la puerta, comprendió lo que pasaba con un vistazo, y dijo alegremente: ‘Muy bien, señora— traigo a mi vieja, está por el arroyo.’ Uno de los niños murió mientras estaba allí sola. Cabalgó diecinueve millas para pedir ayuda, llevando al niño muerto. Debe ser la una, o las dos. La llama del fuego está baja. Aligator está echado con la cabeza sobre las patas, y vigila la pared. No es un perro muy bonito, y la luz muestra numerosas heridas viejas en las que no crece el pelo. No tiene miedo de nada sobre la faz de la tierra ni debajo de ella. Lo mismo ataca a un toro que a una pulga. Odia a los demás perros— excepto a los perros para canguros — y siente una peculiar antipatía por los amigos o parientes de la familia. Raramente vienen, no obstante. A veces hace buenas migas con los desconocidos. Odia a las serpientes y ha matado muchas, pero un día le morderán y morirá; muchos perros de serpientes acaban así. De vez en cuando la mujer deja su labor y observa, y escucha, y piensa. Piensa en cosas de su propia vida, ya que hay poco más en qué pensar. La lluvia hará crecer la hierba, y esto le recuerda cómo luchó contra un fuego en la sabana una vez que su marido estaba fuera. La hierba era alta, y estaba muy seca, y el fuego amenazaba con quemarla a ella. Se puso un viejo par de pantalones de su marido y luchó contra las llamas con una rama verde, hasta que gruesas gotas de sudor negro como el hollín aparecieron sobre su frente y corrieron a chorros por sus brazos

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ennegrecidos. La visión de su madre con pantalones divirtió mucho a Tommy, que trabajó como un pequeño héroe junto a ella, pero el bebé aterrorizado berreó llamando a su ‘mami’. El fuego la habría dominado de no ser por cuatro entusiastas hombres de la sabana que llegaron justo a tiempo. Fue un asunto totalmente embrollado; cuando fue a coger al bebé, éste lloró y pataleó de forma convulsa, creyendo que era un ‘negro’; y Aligator, confiando más en el sentido del niño que en su propio instinto, atacó furioso, y (viejo y ligeramente sordo) no reconoció en su excitación la voz de su ama, y continuó colgado de los pantalones hasta que Tommy casi lo ahogó con una correa de la silla de montar. La pena del perro por su error garrafal, y el deseo de hacer saber que fue un error, se hicieron evidentes en la cola andrajosa y una sonrisa de doce pulgadas. Fue una ocasión magnífica para los chicos; un día para recordar, sobre el que charlar, y del que reír durante muchos años. Piensa en cómo luchó contra una riada durante la ausencia de su marido. Estuvo durante horas bajo la lluvia torrencial, y cavó un canal de desagüe para salvar la presa al otro lado del arroyo. Pero no pudo salvarla. Hay cosas que una mujer de la sabana no puede hacer. A la mañana siguiente la presa estaba rota, y su corazón casi se rompió también, pues pensó en cómo se sentiría su marido cuando volviera a casa y viera el resultado de años de trabajo barrido por el agua. Entonces lloró. También luchó contra la pleuroneumonía— medicó y sangró al escaso ganado que quedaba, y lloró de nuevo cuando murieron las dos mejores vacas. Otra vez, luchó contra un toro loco que asedió la casa durante un día. Hizo balas y le disparó a través de grietas en los tablones con una escopeta vieja. Estaba muerto por la mañana. Lo despellejó y consiguió diecisiete libras y seis peniques por el cuero. También lucha contra los cuervos y las águilas que se interesan por sus gallinas. Su plan de campaña es muy original. Los niños gritan ‘¡Cuervos, madre!’ y ella sale corriendo y les apunta con el palo de una escoba como si fuera un arma, y dice ‘¡Bang!’. Los cuervos se marchan a toda prisa; son astutos, pero una mujer es mucho más astuta. En alguna ocasión algún hombre de la sabana totalmente abatido, o algún borrachín con muy mal aspecto, viene y le da un susto de muerte. Normalmente le dice al extraño de pinta sospechosa que su marido y sus dos hijos están trabajando por debajo de la presa, o en el corral, ya que astutamente suelen preguntar por el jefe. Apenas la semana pasada un vagabundo con cara de horca— satisfecho al ver que no había hombres por allí — tiró su hato en la terraza y exigió

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provisiones. Ella le dio algo de comer; entonces él expresó su intención de quedarse a pasar la noche. Se estaba poniendo el sol. Ella sacó un listón del sofá, soltó al perro y se enfrentó al extraño con el listón en una mano y el collar del perro en la otra. ‘¡Ahora lárgate!’, dijo. La miró a ella y al perro, dijo ‘De acuerdo, mami’, con un tono servil, y se marchó. Era una mujer de aspecto decidido, y los ojos amarillos de Aligator echaban chispas— además, el aparato masticador del perro se parecía enormemente al del reptil del mismo nombre. Tiene pocos placeres en qué pensar mientras está sentada aquí sola junto al fuego, en guardia por una serpiente. Todos los días son muy parecidos para ella; pero los domingos por la tarde se viste, arregla a los niños, pone guapo al bebé, y sale a dar un solitario paseo por la pista de la sabana, empujando un viejo cochecito. Lo hace todos los domingos. Pone tanto cuidado en arreglarse a sí misma y a los niños como si fuera a dar una vuelta a la manzana en la ciudad. No hay nada que ver, sin embargo, y ni un alma a quien encontrarse. Se podría caminar veinte millas por esta pista sin poder fijar un punto en la mente, a menos que se sea un hombre de la sabana. Es por la eterna y desesperante igualdad de los árboles achaparrados— esa monotonía que hace que un hombre se escape y viaje hasta donde los trenes puedan llevarlo, y que navegue hasta donde los barcos puedan llegar— y más allá. Pero esta mujer de la sabana está acostumbrada a esta soledad. Cuando era una esposa joven lo odiaba, pero ahora se sentiría rara lejos de aquí. Se alegra cuando vuelve su marido, pero no exagera ni hace aspavientos. Le prepara algo bueno de comer, y arregla a los niños. Parece conforme con lo que le ha tocado. Quiere a sus hijos, pero no tiene tiempo de demostrarlo. Parece severa con ellos. El entorno no favorece el desarrollo del lado ‘femenino’ o sentimental de la naturaleza. Debe ser ya casi de día; pero el reloj está en la casa. La vela casi se ha consumido; se olvidó de que no tenía más velas. Hay que traer más leña para mantener vivo el fuego, así que encierra al perro dentro y va corriendo a la leñera. La lluvia ha cesado. Coge un palo, tira y— ¡crack!, se viene todo el montón abajo. Ayer hizo un trato con un vagabundo negro para que le trajera leña, y mientras trabajaba ella se fue a buscar una vaca perdida. Estuvo fuera una hora más o menos, y el nativo negro aprovechó bien el tiempo. Cuando volvió se quedó atónita al ver un buen montón de leña junto a la chimenea, así que le dio una pizca más de tabaco, y le alabó por no ser perezoso. Él le dio las gracias, y se marchó con la cabeza alta y el pecho

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fuera. Era el último de su tribu y era rey; pero había hecho el montón de leña hueco. Está dolorida ahora, y las lágrimas se asoman a sus ojos mientras se sienta de nuevo junto a la mesa. Coge un pañuelo para secarse las lágrimas, pero se mete los dedos desnudos en los ojos. El pañuelo está lleno de agujeros, y descubre que tiene el pulgar en uno y el índice en otro. Esto la hace reír, para sorpresa del perro. Tiene un agudo, muy agudo, sentido del ridículo; y en alguna ocasión entretendrá a los hombres de la sabana con la historia. Ya la han entretenido antes así. Un día se sentó ‘a llorar a gusto’, y el viejo gato se restregó contra su vestido y ‘lloró también’. Entonces tuvo que reírse. Ya casi debe haber luz del día. La habitación está muy cerca, y está caliente por el fuego. Aligator aún vigila la pared de vez en cuando. De repente pone mucho interés; se acerca un poco a la rendija, y un estremecimiento le recorre todo cuerpo. El pelo de la parte de atrás del cuello empieza a erizársele, y los ojos amarillos se le iluminan con la batalla. Ella sabe lo que esto significa, y coge el garrote. La parte baja de uno de los tablones tiene una enorme grieta en ambos lados. Un par de ojos malvados brillantes como cuentas reluce en uno de los agujeros. La serpiente — que es negra — sale despacio, aproximadamente un pie, y mueve la cabeza arriba y abajo. El perro está quieto, y la mujer sigue sentada fascinada. La serpiente sale otro pie. Levanta el garrote, y el reptil, advirtiendo de repente el peligro, mete la cabeza por la grieta del otro lado del tablón, y se apresura a meter la cola. Aligator salta, y sus mandíbulas se cierran con un chasquido. Falla porque tiene el hocico grande y porque el cuerpo de la serpiente está muy bajo en el ángulo que forman los tablones y el suelo. Da otro mordisco cuando la cola vuelve a salir. Ha cogido a la serpiente, y saca a rastras dieciocho pulgadas. Plof, plof. Aligator da otro tirón y saca la serpiente — una bestia negra de cinco pies de largo. La cabeza se eleva para atacar, pero el perro tiene a su enemigo cogido cerca del cuello. Es un perro grande y pesado, pero rápido como un terrier. Sacude a la serpiente como si sintiera la maldición original en común con la humanidad. El chico mayor se despierta, coge su garrote e intenta salir de la cama, pero su madre le obliga a volver agarrándolo con mucha fuerza. Plof, plof — el espinazo de la serpiente se rompe en muchos trozos. Plof, plof — la cabeza está machacada, y el hocico de Aligator pelado otra vez.

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Levanta al reptil destrozado con la punta del garrote, lo lleva al fuego y lo arroja dentro; entonces amontona la leña y observa cómo se quema. El chico y el perro observan también. La mujer pone la mano en la cabeza del perro, y la luz fiera y airada se apaga en sus ojos. Los niños más pequeños se calman, y en seguida vuelven a dormir. El chico de piernas sucias permanece un momento de pie con la camisa puesta, observando el fuego. Luego la mira, ve las lágrimas en sus ojos, y, echándole los brazos al cuello exclama: ‘Madre, yo nunca seré pastor; ¡que me cuelguen si lo hago!’ Y ella lo estrecha contra su consumido pecho y le da besos; y se sientan juntos de este modo mientras la enfermiza luz del día rompe la sabana.

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VARIACIONES SOBRE UN TEMA EL BEBÉ DORMÍA EN LA CUNA… El bebé dormía en la cuna tranquilamente, teníamos que despertarle a las 5.30 de la mañana porque mis padres se lo llevaban a un internado a que se haga un hombre. Hoy hace un bonito día porque mis padres no están en casa así que me compraré un coche en el quiosco, no un coche de verdad sino uno de esos teledirigido. Al día siguiente no había instituto porque había habido un asesinato en él, y estaban los detectives investigando en la zona. Al día siguiente del siguiente, un relámpago había matado un rinoceronte del zoo, y también una cabra. Al día siguiente del que era el día del siguiente día, comí un plato de arroz que estaba buenísimo en un restaurante. Estábamos ahí celebrando que el bebé estaba lejos de nuestra vista, pero por la tarde nos lo trajeron diciendo que debía de tener un mínimo de ocho años para estar en el internado. David Dalmau Muñoz (Alumno de 3ºESO)

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El niño dormía en la cuna todo era silencioso, estaba nevando fuera. El niño sólo con tres años tiritaba porque sus padres dejaron la ventana abierta. El niño se acurrucaba debajo de su manta, quería llorar, mas no se atrevía a hacer ningún ruido, no quería despertar o molestar a sus padres que egoístas, descansaban después de una noche de copas. Llegó la tarde y su biberón seguía vacío, su estómago ya ni rugía. Ya se acostumbró al hambre. El niño miraba por la ventana, y veía en una rama del árbol un pajarito cantando, escuchaba atentamente, pero sólo oía los gritos enfadados de sus padres, una vez más, discutiendo. Esto le daba miedo, ya que solían echarle la culpa a él, o por lo menos, lo pagaban con él. Esperaba su castigo no merecido, con temor. Pero esta vez no llegaban. En cambio se oían sirenas y mucha gente hablando fuerte. Esto lo confundía… Unos instantes después, un hombre vestido de azul, abrió la puerta de una patada, se acercó a la cuna y cogió al niño en brazos. Resultó que un vecino, les escuchó discutiendo y llamó a la policía. Por fin, su pesadilla de vida, que era lo único que conocía, se había terminado. El niño ya no tenía que temer más, ni pasar otra noche de hambre, ni frío. Hanna-May Jones (Alumna de 4º ESO)

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El desconocido empezó a caminar hacia una esquina de la casa y, de la nada, abrió una trampilla bajó por ella. Después bajé yo. Las escaleras tenían profundidad y apenas veía nada. Con estas condiciones, resbalé y caí rodando un buen rato, y cuando paré de golpearme, me estremecí al pensar en que el desconocido me había descubierto. Pero al levantarme me di cuenta de algo peor y mucho más siniestro, el desconocido llevaba el “fruto” entre sus manos. El “fruto” era rojo escarlata, y estaba como reproduciendo una película o algo así, y en ella se veía una cuna con un niño durmiendo y de pronto dijo el extraño con acento alemán: -El niño dormía en la cuna despreocupadamente, veamos como acaba. En cuanto dijo esto unos hombres entraron en la habitación del niño, lo cogieron y se fueron por donde vinieron. Me percaté de que uno de esos hombres era mi jefe o mentor de la Orden en la que servía, pero el alemán gritó de golpe: -Fueron ellos, ¡malditos bastardos!, me intentasteis matar con cinco años, como a mis padres, pero os aprovechasteis de que no sabía la verdad para instruirme en vuestra causa. ¡Asesinos! Pero qué demonios dice este tarado ¿era el niño que observaba?¿Por qué mi mentor mató a mis padres y me secuestró? Tenía muchas dudas, pero la que resultaba más desquiciante era esta ¿Quién era y qué hacía con un “fruto” rojo? Parecía que no sólo había un “fruto”, sino más de uno, entonces había más “frutos” de esos, pero ¿por qué?.... Cristian Sánchez Sánchez (Alumno de 3º ESO)

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El niño dormía en la cuna mientras en los almendros florecían blancas florecillas. Las amapolas reían con alegría al ver a niño dormir. Mientras su madre le cantaba una canción que empezaba con esta letra: “Que bonito que es mi niño, Que bonito cuando duerme, Que parece una amapola Entre los trigales verdes” Los almendros se asomaban a s ventana para verlo dormido entre sus sábanas blancas. La madre silenciosamente salió de la habitación cerrando las ventanas para que el aire no lo molestara y el niño sonreía mientras dormía en su cama. Gema San Lázaro Rodríguez ( Alumna de 4º ESO)

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EL VERANO De aquella época me gusta recordar sobre todo los veranos. Eran hermosos. En el recuerdo, mi infancia languidece con la indiferencia de días seguidos iguales unos a otros, con la tristeza de niña olvidada por unos padres anclados en la insatisfacción, arrinconados en la desidia. Una niña monótona y gris…como todo en su pequeña vida. Siempre tras los cristales de ventanas pequeñas que apenas intuían el temido mundo, fuera. Sin embargo o precisamente por eso, los veranos de mi niñez eran profundamente azules y olían, olían a aire fresco. Yo los añoraba triste, asomada de puntillas a la vida durante el resto del año. Sólo los libros aliviaban mi espera, aliviaban el miedo que me producía la vida. A mi madre nunca le gustó que leyera lo que, según ella, no eran más que historias que llenaban la cabeza a las niñas y muchachas, de fantasías imposibles. No le hice caso. Leía todo lo que podía, lo poco que caía en mis manos, sin supervisión, selección, ni criterio, simplemente lo que encontraba. Las novelas y la poesía me salvaron tantas veces de la nostalgia del verano, del miedo a sentir y desear algo diferente de lo que tenía... En el verano, mi padre se quedaba trabajando en la fábrica. Cuando daban las vacaciones en el colegio, mi madre nos llevaba a mis hermanas y a mí, a casa de mis abuelos, que vivían en “el pueblo”. Después de pasar unos días con los abuelos y las tías, mi madre se volvía y nos dejaba con ellos hasta septiembre. Era sencillamente genial. Mi madre siempre estaba pendiente de todo de una forma tan obsesiva, que despertaba en mí la creencia de que debía estar siempre alerta ante algo desconocido y malo para todos. Esta terrible sensación se alimentaba con el desconcierto de no saber qué era lo que tanto temía mi madre, ni cómo ni dónde aparecería. Esta terrible sensación aumentaba con mi propio silencio. Crecí, pues, con la solapada angustia de que algo horrible estaba siempre a punto de ocurrir, algo indeterminado y, por eso, doblemente grave. Situación tanto más cruel cuanto más inútil porque, la verdad, era que nunca sucedía nada en nuestras vidas que justificara semejante tensión. Yo suponía que la vigilancia continua de mi madre pretendía espantar lo que fuera que nos acechara, y su temor llenaba mis días de inquietud incontrolada, porque, lejos de espantar el peligro, engrosaba en mí, la 20


terrible sospecha de que nuestras fuerzas serían totalmente insuficientes para conjurar el gran poder de lo desconocido. Esa sensación dio origen a mi carácter miedoso e inseguro, y en más de una ocasión, me dejó desprotegida en mi vida adulta ante peligros reales, incapaz de diferenciar entre éstos y los inventados. Cuando mi madre se despedía de nosotras, nos llenaba la cara de besos, nos apretaba contra su cuerpo a mis hermanas y a mí, en un abrazo emocionado y nos dejaba en la casa de los abuelos con un “portaos bien”, empezaba la tranquilidad, la confianza de sentirme segura y a salvo. La vida con mis abuelos y mis tías en el pueblo era estupenda. Los niños corríamos de acá para allá todo el día. Sólo teníamos que hacernos visibles a la hora de comer o dormir la siesta. El resto del día era nuestro, abierto, libre. Como los perrillos que deambulaban por las calles y no eran de nadie y eran de todos, que se movían libres pero que no excedían los límites conocidos; los niños éramos de todos y corríamos de portal en portal, de casa en casa, por los descampados de secano duro y sudoroso de los alrededores, sin exceder unos límites no fijados por nadie, pero sabidos por todos. Nadie vigilaba porque todos los vecinos sabían dónde estábamos siempre: correteando por las casas que tenían las puertas y ventanas abiertas; haciendo algún recado para el que nos había llamado a gritos alguna madre o abuela y al que íbamos todos juntos; buscando otro lugar donde seguir nuestros juegos, cuando nos echaban, sin culpabilidad ninguna, porque estorbábamos o simplemente habíamos permanecido demasiado tiempo en el mismo. A mí me gustaba quedarme en casa, me agobiaba el calor y me aburría estar todo el día con los demás niños. A mis hermanas, por el contrario, les encantaba salir. Era una combinación perfecta porque así me dejaban para mí sola toda la casa, que se me antojaba entonces enorme, para recorrerla e imaginar misterios y recrear ensoñaciones. Lo que más me llamaba la atención era la cantidad de espacio libre que quedaba entre los muebles del comedor, lo altos que eran los techos y ventanas, lo amplio de las habitaciones señoreadas con ahuecadas camas situadas en medio. Todo era grande y fresco para una niña que se pasaba la vida en un pequeño piso dibujado sobre otros. Recién amanecido el día, mi tía Dolores nos preparaba un desayuno propio de los que estaban acostumbrados al trabajo duro: un vaso de leche, pan tostado, lonchas de jamón, de queso, de chorizo, tomates, aceitunas. En casa, mi madre siempre insistía para que mis hermanas y yo nos tomáramos el desayuno. A mí, que me costaba tragar cualquier cosa

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por las mañanas, curiosamente, en casa de los abuelos, todo me parecía apetitoso sobre aquella mesa espléndida y reposada. En casa, mi madre se levantaba con prisa, ponía el desayuno nerviosa, preocupada, intentando que todos llegáramos a la hora esperada al sitio esperado. Con los abuelos nos sentábamos alrededor de la mesa y no importaba el tiempo, sólo la cadencia de la mañana, fresca aún, sin ganas de ser vencida por el sol inmisericorde del mediodía. Había una mesa grande en el patio de la casa, a la sombra, cerca del corral donde mi abuela ponía la comida a las gallinas, arreglaba las conejeras y desde donde aparecía, al fondo, mi abuelo, con un cubo lleno de leche recién ordeñada. Mi abuelo cimbreado por su leve cojera nos sonreía, satisfecho de que estuviéramos en su casa, quizá pensaba orgulloso que ése era nuestro sitio, del que nunca deberíamos habernos marchado. Yo me sentía feliz, querida y, sobre todo, importante. Mientras estábamos con ellos sentía que no había nada más importante que nuestra presencia, no porque notara que su vida cambiara o nos atendieran de forma especial, sino precisamente por todo lo contrario, porque encajábamos enseguida en su rutina, como si no hubiera pasado el tiempo desde el verano anterior y conservaran pacientes nuestro espacio para cuando regresáramos. Todo seguía el mismo ritmo de siempre, todo estaba en su sitio. Y ese sitio nos reconocía cada vez. Yo era sencillamente, feliz. Mis hermanas y yo después del largo desayuno, nos vestíamos, nos lavábamos la cara y volvíamos al patio donde empezaba el segundo gran ritual del día. Mi tía nos peinaba, una a una, a las tres, y nosotras esperábamos turno y aguardábamos sin prisa a estar las tres listas. Nos sentaba en una silla alta, a la que a veces tenía que ayudarnos a subir. Ella se colocaba detrás y acariciaba nuestro cabello. Porque caricias parecían lo que tanto dolía cuando era mi madre quien lo hacía, de pie, delante del lavabo de nuestro aseo. La tía colocaba a un lado una pequeña zafa con agua, sumergía el peine en ella y lo pasaba mechón a mechón, hasta conseguir domar nuestros rizos y anudarlos en largas trenzas adornadas con lazos de colores. Mis hermanas y yo aguardábamos nuestro turno embelesadas no sólo por el ritual del peinado, sino por las historias que mi tía nos contaba. Surgían de su emocionada voz cuentos de siempre o historias que tenían como protagonistas a tres niñas preciosas y buenas, que por azares de los cuentos se llamaban como nosotras y tenían largas trenzas como nosotras, aunque en su caso eran de oro y seda.

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Los mayores ya no aparecían hasta la hora de comer, cuando mi abuela, mis tías u otras abuelas, madres o tías, gritaban desde la puerta de la casa nuestros nombres, los de los niños, seguidos de un contundente y cadencioso “a comeeeeer”. Muchos días yo me quedaba dentro de la casa. Una vez hechas las camas y cerradas las contraventanas al desasosegante sol del verano, la casa quedaba sola. Todos tenían tareas que hacer en los patios, corrales y cuadras. A mí me gustaba refugiarme en la casadedentro, como la llamábamos. Me sentaba en las losas frescas del suelo y seguía sus dibujos geométricos, verdes, rojos, amarillos. Miraba las ventanas, las lámparas brillantes, los muebles oscuros, los espejos y las fotos de las paredes colgadas de cordones rojos o dorados. Jarrones sin flores, tazas y cafeteras nunca usadas, evocadoras de una China remota y desconocida para todos, excepto en aquellas porcelanas, que nadie había visto comprar y que allí estaban desde siempre. Me pasaba horas imaginando lugares, historias entrañables que sucedían en aquel espacio amado y deseado, en medio de figuras y seres creados a veces por mí; a veces, rescatados de las sombras de la casa. Durante la siesta, de nuevo, mi tía Dolores, nos contaba historias y nos amenazaba con hombres que nos llevarían en un saco si, mientras los mayores dormían la siesta, la desobedecíamos y nos levantábamos de la manta cubierta con una sábana que ella nos había preparado en el suelo, en el sitio más fresco de la casa. Mi abuelo era el primero que se levantaba y con una sonrisa delicada, abierta y franca nos hacía gestos para que le siguiéramos “sin hacer ruido”. Yo quería a mi abuelo por muchas cosas, pero sobre todo, por su sonrisa amable, nueva, salvadora, confiada, firme. Para una niña asustadiza como yo, no había remedio más eficaz, terapia más adecuada. Mi abuelo podía vencer al monstruo de lo desconocido, yo lo sabía. Me sonreía, cómplice, me guiñaba un ojo. No hacía falta más: él sabía cómo destruir su poder, así que yo podía descansar y sentirme a salvo mientras fuera verano.

Ana Alcaraz Iniesta (Profesora de Lengua y literatura)

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¿Y qué decir de nuestra madre España,

(…)

Este país de todos los demonios

Pido que España expulse a esos demonios.

en donde el mal gobierno, la pobreza

Que la pobreza suba hasta el gobierno.

no son, sin más, pobreza y mal gobierno,

Que sea el hombre el dueño de su historia.

sino un estado místico del hombre,

Jaime Gil de Biedma

la absolución final de nuestra historia? (…) A menudo he pensado en esos hombres, a menudo he pensado en la pobreza de este país de todos los demonios. Y a menudo he pensado en otra historia distinta y menos simple, en otra España en donde sí que importa un mal gobierno.

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Para triunfar en la vida, no es importante llegar el primero. Para triunfar simplemente hay que llegar, levantándose cada vez que se cae en el camino y es mucho mejor viajar lleno de esperanza que llegar vacío.

Nawal Karachi (Alumna de 3º ESO)

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TE ANDABA BUSCANDO Suelo adelantarme a la hora acordada para empezar el taller de escritura, prefiero evitar preguntas incómodas que entorpezcan mi conspiración. Cuando subo las escaleras, permanezco silenciosa, observando el lugar, los pósters, las cucarachas muertas que se posan sobre el suelo frío. Conforme lo hago, pienso dónde voy a posicionarme esta vez. Me gustan las esquinas, en ellas puedo permanecer medio oscura, sin despertar demasiadas sospechas. Aunque parezca distraída, ando espabilada, y observo. No todo el mundo está preparado para ver mi verdadero rostro. Mientras finjo que trabajo, los miro a todos con detenimiento. Piensan qué escribir, agitan el lápiz, miran al infinito… ¡qué ilusos!, no tienen idea de que allí no encontrarán nada. Rebuscan en sus cerebros, manidos por la rutina de la semana, a ver si en ellos hay algo interesante que contar, y si no lo encuentran, se ponen nerviosos. Depende del día, unos vienen más concentrados que otros. El peso de la noche anterior se visualiza en sus rostros; si han dormido bien, están sonrientes y concentrados, si no, andan distraídos y desganados. Lo que no saben es que sin mí no avanzarán jamás. En ocasiones, me producen terribles dolores de cabeza porque la suya no funciona ese día como debería; en otras, me embaucan con sus historias, jugando a ser quién no son. Y yo, estoy cansada de que jueguen conmigo… La clase ha terminado por hoy. El profesor, se despide como siempre: ¿Ha venido Inspiración, hoy, a clase?

María Rubio Del Amor (Antigua alumna del Centro y alumna del máster de Educación el curso pasado)

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GURÚ DEL CIELO AZUL A los alumnos de 3º C, 4º D y 2º Bach. A, con la esperanza de que alguna vez se sientan como Sofía.

 Papá, ¿Me vas a leer un cuento esta noche? A Sofía le fascinaban los cuentos. Cuando leía se adentraba totalmente en un maravilloso mundo de ilusión, fantasía y ensueño. Un mundo donde todo era posible y del que había aprendido que todo problema tiene solución.  Esta noche tampoco voy a poder, Sofía. Hacía unos meses que Gustavo, su padre, no iba a la habitación de Sofía para esconderse bajo las sábanas junto a ella y allí, en ese micro mundo que ambos habían creado, sumergirse en la lectura de tantos y tantos cuentos que dejaban anonadada a la pequeña. Desde hacía un tiempo, Sofía notaba a su padre muy ensimismado, pensativo, como distraído, y sabía que tenía en la cabeza algo que le preocupaba. La pequeña pensaba que ese desasosiego quizá fuese debido a algún asunto de trabajo porque veía a su padre encerrado horas y horas en su pequeño despacho, del que apenas si salía era para comer y dormir. A los ojos de Sofía el trabajo de Gustavo era maravilloso: su padre se encargaba de hacer preciosos dibujos que, más tarde, con ayuda de otras personas, podían llegar a hacerse realidad, con el fin de embellecer un poco el mundo. Gustavo era una persona muy trabajadora, enamorada y volcada de lleno en su trabajo, sin embargo, su carrera no terminaba de despegar por completo. Él sabía que tenía mucho que ofrecer al mundo y que aún poseía un gran ingenio que explotar, pero por alguna extraña razón no lograba sus propósitos. Le habían rechazado ya muchos de los grandes trabajos que había presentado, así que él y su familia vivían de los pequeños proyectos que le salían por aquí y por allá. A pesar de esto, Gustavo no perdía la esperanza y soñaba que algún día contribuiría a pincelar este insólito mundo. 27


Desde hacía meses estaba inmerso en un concurso de exposición universal pero nada de lo que hacía le terminaba de convencer y todo quedaba al final en un cúmulo de hojas arrugadas en la papelera. Sofía, tras verlo tantos días así, decidió, durante la comida, preguntarle:  Papá, ¿qué escondes en la cabeza?  ¿Por qué preguntas eso, hija?  Hace mucho que no me lees un cuento. ¿Acaso ya no te gusta?  Hija, claro que me gusta. No pienses eso.  Entonces, ¿qué te preocupa? Gustavo miró los dulces ojos de su hija y la vio allí, sentada en la mesa, tan aparentemente pequeña. Comenzó a hablarle sobre el concurso. Pasaron los días y la niña solo veía a su padre romper hojas y hojas. Pocas eran ya las noches en que juntos se adentraban en su pequeño mundo bajo las sábanas, así que ahora era su madre la encargada de leerle los cuentos, algo a lo que Sofía se oponía. Con su madre podía estar durante todo el día y compartían juntas otras muchas cosas, sin embargo, ese era el momento de unión con su padre y no quería perderlo. Su padre tenía algo en su interior que lo hacía mágico. Sofía tenía un cuento muy especial para ella, el llamado Gurú del cielo azul. No se cansaba nunca de leerlo y mucho menos de que se lo leyera su padre. Sabía de memoria cada letra, cada palabra, cada frase… había imaginado el cuento tantas veces en su cabeza que casi parecía haberlo vivido. Cuando lo recordaba, se imaginaba ella misma con un extenso cuello, como el de la jirafa protagonista, con el que podía observarlo todo, porque cuando ella le preguntaba a su padre por qué las jirafas tenían el cuello tan largo, este siempre le respondía que era para poder contemplarlo todo e, incluso, para poder llegar a tocar las estrellas. A Sofía le encantaban esos momentos con su padre, de modo que inquirió a toda costa el modo de recuperarlo. Así, un día se le ocurrió que, si lograba ayudarle en su tarea, volverían de nuevo esas noches de juego y fantasía en las que la princesa Sofía era la protagonista de innumerables aventuras. Su padre le había enseñado que en todo cuento hay un protagonista que se enfrenta a un problema del que tiene que encontrar una solución, la cual a veces puede resultar difícil de encontrar, pero para eso están los personajes secundarios del cuento. Ellos siempre nos ayudan y nos protegen de cualquier lobo feroz que obstaculice nuestro camino. 28


Pensando en todo esto, Sofía lo vio claro. Se dio cuenta de que ella debía ser el personaje secundario en la historia de su padre y decidió actuar ipso facto. A la mañana siguiente, Gustavo encontró sobre la mesa de su despacho el cuento que tanto le gustaba a su hija (Gurú del cielo azul) con una nota encima de él que ponía: “Para papá”. Pensó que su hija le estaba reclamando un poco de atención. Era cierto que había descuidado la hermosa costumbre que tenía de pasar las noches con ella. A él esos momentos también le hacían muy feliz, incluso conseguían que volviera a sentirse niño otra vez. Así que aquella noche fue a la habitación de su hija para leerle un cuento con el que poder vivir alguna aventura junto a la princesa Sofía. Ella estaba contentísima disfrutando de ese tiempo junto a él. Al acabar el cuento, intrigada por si su padre había comprendido su gesto de ayuda, le preguntó:  ¿Te ha ayudado mi idea?  ¿Qué idea, princesa? -Preguntó extrañado.  He pensado en el concurso. Podría ser una jirafa, ya sabes… como la de mi cuento, con su cuello largo largo y muy erguido para poder verlo todo, ese suave color amarillo de su cuerpo recubierto con miles de manchas por todas partes, sus cuatro patitas finas pero muy resistentes y esas antenas tan graciosas que le salen de la cabeza para no perder detalle alguno. ¿No me digas que no es una buena idea? Mientras Gustavo la escuchaba, sus ojos se iban iluminando, las palabras de su hija no le parecían ninguna locura, ¿por qué no hacer una jirafa? ¡Sí! Diseñaría una jirafa, pero sería diferente a todas las demás. Después de todo no era una mala idea, de hecho, era la mejor idea que había tenido hasta entonces y esta había salido de la mente de su pequeña criatura, de un pensamiento puro e inocente. «Esos son los mejores pensamientos y las mejores ideas», pensó, «los que son simples y salen del corazón». Antes de marcharse de la habitación dio un fuerte beso en la frente a su cándida musa y le dio las gracias. A la salida se dirigió directo a su despacho, las palabras de su hija le habían abierto los ojos por completo y había conseguido ver las cosas desde otra perspectiva.

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Pasó toda la noche diseñando, estaba fascinado, los trazos le salían solos. Se encontraba completamente inspirado. Parecía como si mente, corazón y mano se hubieran fundido y no hiciera falta esfuerzo alguno para que aquella obra pudiera nacer. Y de hecho… así fue. El tiempo pasó volando, meses después padre e hija se encontraban paseando de la mano por los Jardines del Trocadero. Ella estaba tan tranquila, caminaba mirando todo lo que su inocente vista abarcaba, fijándose en cada detalle. Él estaba tremendamente nervioso, había llegado el momento de enseñarle a la pequeña musa el fruto de su inspiración y lo último que deseaba era defraudarla. Anochecía cuando atravesaron el río Sena por el puente de Lena, los nervios de Gustavo cada vez aumentaban más, estaban ya a punto de llegar. Sofía aún no había visto nada porque su padre le había pedido que fuera todo el camino mirando hacia el suelo para que la sorpresa fuera mayor. Y la pequeña, habitual seducida por la fantasía, aceptó intrigada. Llegaron a su destino justo cuando el reloj marcó las en punto, pero no fue casualidad, Gustavo lo había planeado todo. Tapó los ojos de su princesa con las manos y elevó su cabeza. Tenía la respiración acelerada, sentía los latidos del corazón a mil revoluciones. «Ya ha llegado. ¡Sí!, este es el gran momento» pensó mientras quitaba las manos del rostro de su hija. Sofía abrió los ojos y, de repente, todo se iluminó. Su rostro fue inexplicable. Es difícil encontrar las palabras adecuadas para describir lo que corría por su interior. Fue todo tan rápido pero tan hermoso… Sus ojos brillaban como nunca, la sonrisa le llegaba a cada extremo de la cara, era algo mágico y verdaderamente maravilloso. Todo, absolutamente todo, parecía acompañar este asombroso momento, incluso el aire se sentía repleto de los más embriagadores aromas.  ¿Llega a tocar las estrellas? Preguntó So a totalmente hipno zada . Sin embargo, aún su padre no había abierto la boca para contestar cuando ella se adelantó y dijo: « Por supuesto que sí, cómo no iba a llegar».  Entonces, ¿de veras te gusta?  Es la jirafa más bonita que he visto nunca… respondió con su dulce voz . ¿Le has puesto nombre? ¿Cómo se llama? A lo que Gustavo contestó colmado de una intensa placidez al ver la felicidad de su hija.

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 Eiffel, querida hija, su nombre es Eiffel. Nada hizo a Gustavo más feliz en su vida que presenciar el rostro de Sofía al sentir que su padre había sido capaz de construir la jirafa que tantas veces imaginó. La jirafa de todas las noches, el gurú del cielo azul que tantas veces escuchó. Su hija le devolvió la inspiración. A Gustavo le hizo falta pensar como un niño para que su imaginación brotara de nuevo. Aprendió que si soñaba debía hacerlo a lo grande, porque la vida es para jugar con ella, pero un juego inocente donde para participar no debemos olvidar que todos fuimos niños una vez, aunque pocos lo recuerden. Rosa Mª López Fernández (Alumna del máster de Educación este curso)

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COMENTARIO SOBRE LA VEJEZ Y EL TRATO A LOS ANCIANOS COMENTARIO SOBRE UN TEXTO PERIÓDISTICO El tema principal del texto es el mal trato generalizado que muestra la sociedad hacia las personas mayores. En una sociedad donde cada vez las parejas tienen menos hijos y los avances médicos permiten una mayor esperanza de vida, el número de ancianos se ha incrementado notablemente y las injusticias que padecen son aún más visibles. Asimismo, hace referencia a la íntima relación entre una buena o mala vejez y el hecho de tener o no tener dinero. La finalidad que busca el autor es, principalmente, hacer ver al lector los problemas y dificultades que tiene hoy en día ser viejo. Para ello comienza aludiendo a un problema que nace en el propio seno familiar, el hecho de que los hijos del anciano no quieran ocuparse de él ya que les supone ‘’un estorbo’’ en sus productivas y ajetreadas vidas. Por otra parte, denuncia que a los ancianos sin dinero se les trate con desprecio y despreocupación, mientras que a los ricos y adinerados se les trate bien y con respeto quizá solo por querer estar presente en su herencia. Me gustaría empezar aludiendo a un hecho que muchas veces olvidamos: a través de la historia y, sobre todo, en las civilizaciones más antiguas y tribus aisladas, el papel de los ancianos era de vital importancia para su progreso , mejorando la convivencia y el respeto entre todos. El anciano era considerado la persona de más experiencia de la vida, y por ello era el más respetado, la persona idónea para pedir consejo e incluso la autoridad del grupo (‘’Gerontocracia’’). Hoy en día, estos valores prácticamente se han olvidado y desgraciadamente no hay conciencia de los muchos beneficios que nos ha aportado su trabajo y esfuerzo. Por tanto, es importante no olvidar que somos libres y hemos alcanzado tal desarrollo social gracias a ellos. En segundo lugar, me gustaría desarrollar el tema del miedo a envejecer. Debemos olvidar el sueño narcisista de querer ser siempre jóvenes, ya que inevitablemente todos envejecemos. Hemos de mostrarnos positivos ante la vejez, ya que en ella alcanzamos nuestra máxima experiencia de la vida;

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como ya decía Arthur Schopenhauer ‘’Los primeros cuarenta años de vida nos dan el texto; los treinta siguientes, el comentario’’ y Marie von Ebner ‘’En la juventud aprendemos, en la vejez entendemos’’. Además, es erróneo relacionar la senectud con la muerte ya que todos podemos morir en cualquier momento, y no únicamente los ancianos. Como bien afirma Fernando de Rojas ‘’Nadie es tan viejo que no pueda vivir un año más, ni tan mozo que hoy no pudiese morir’’. En tercer y último lugar, otro de los temas que trata el autor es el injusto trato que reciben las personas mayores. Uno de los problemas más frecuentes es que se les suele tratar como a niños pequeños; con la intención de protegerles, muchas familias les privan de sus derechos o les impiden que elijan por sí mismos. Sin embargo, existen casos peores, como el que apareció en televisión hace un par de meses, en el que la policía había encontrado a dos ancianos cobijados en una parada de autobús la madrugada de Nochebuena porque su hijo los había echado de casa porque estorbaban. Casos como éste, o como el de una clínica de Valencia que mantuvo a un paciente anciano durante diez horas sin atención ni alimentación en su habitación, nos hacen ver que el problema dista mucho de ser solucionado.

En conclusión, me gustaría refutar el sinsentido del maltrato e humillación que sufren los ancianos. Esta parte del refrán popular ‘’No hagas a los demás, lo que no quieres que te hagan a ti’’, puesto que estamos creando una sociedad que le da un lugar de desecho a los viejos, un rechazo generalizado a lo que en algún momento todos seremos. Esta contraposición también se aprecia en la cita del escritor irlandés Jonathan Swift, autor de la conocida obra Los viajes de Gulliver, ''Todo el mundo quisiera vivir largo tiempo, pero nadie querría ser viejo‘‘. Por lo tanto, ¿seguirías tratando mal a un anciano, sabiendo que tú recibirás el mismo trato cuando alcances su edad? José Serrano Díaz (Alumno de 2º BACH)

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Homenaje al poeta Luís Cernuda Donde habite el olvido Donde habite el olvido, En los vastos jardines sin aurora; Donde yo solo sea Memoria de una piedra sepultada entre ortigas Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios. Donde mi nombre deje Al cuerpo que designa en brazos de los siglos, Donde el deseo no exista. En esa gran región donde el amor, ángel terrible, No esconda como acero En mi pecho su ala, Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento. Allá donde termine ese afán que exige un dueño a imagen suya, Sometiendo a otra vida su vida, Sin más horizonte que otros ojos frente a frente. Donde penas y dichas no sean más que nombres, Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo; Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo, Disuelto en niebla, ausencia, Ausencia leve como carne de niño. Allá, allá lejos; Donde habite el olvido.

Luís Cernuda

Francisco Vicente (Alumno 4º ESO)

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Vieja Casa que guarda entre sus muros historias de vida de aquel pasado que ya no volverá

Vieja Casa triste… olvidada… sola… amargada…

Vieja Casa que espera volver a ser recordada Vieja casa Que recuerda Como en su vientre pasa todo Los juegos, las risas, el silencio De las noches

Ángel Romero (Alumno de 4º)

Vieja Casa Ella fue…

Mi sombra es la única que camina a mi lado Mi corazón superficial es lo único que late A veces deseo que alguien me encuentre Hasta ese entonces caminaré solo.

Salvador Rosell (Alumno de 4º ESO)

Donde mi nombre quede marcado en las piedras de esta olvidada pared que algún día será el único recuerdo de mi vida.

Meryem Aynaou (Alumna de 4º ESO) 35


Te quiero Te lo he dicho con el viento, jugueteando como animalillo en la arena o iracundo como órgano impetuoso; Te lo he dicho con el sol, que dora desnudos cuerpos juveniles y sonríe en todas las cosas inocentes; Te lo he dicho con las nubes, frentes melancólicas que sostienen el cielo, tristezas fugitivas; Te lo he dicho con las plantas, leves criaturas transparentes que se cubren de rubor repentino; Te lo he dicho con el agua, vida luminosa que vela un fondo de sombra; te lo he dicho con el miedo, te lo he dicho con la alegría, con el hastío, con las terribles palabras. Pero así no me basta: más allá de la vida, quiero decírtelo con la muerte; más allá del amor, quiero decírtelo con el olvido.

Luís Cernuda

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Francisco Vicente (Alumno 4º ESO)

Hay tantas cosas Que nunca te dije en vida, Que eres todo cuanto amo Y ahora que ya no estoy junto a ti Te cuidaré desde aquí. Titulo

Ángel Romero (Alumno de 4º Eso)

Aya, quiero decirte que te quiero, aunque te lo he dicho muchas veces en los besos que te mando: quisiera que estuvieses a mi lado.

Meryem Aynaou (Alumna de 4º ESO)

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Estoy cansado Estar cansado tiene plumas, Tiene plumas graciosas como un loro, Plumas que desde luego nunca vuelan, Mas balbucean igual que loro. Estoy cansado de las casas, Prontamente en ruinas sin un gesto; Estoy cansado de las cosas, Con un latir de seda vueltas luego de espaldas. Estoy cansado de estar vivo, Aunque más cansado sería el estar muerto; Estoy cansado del estar cansado Entre plumas ligeras sagazmente, Plumas del loro aquel tan familiar o triste, El loro aquel del siempre estar cansado.

Luís Cernuda

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Francisco Vicente (Alumno 4ยบ ESO)

Estoy cansada de estar cansada, de tanto estudiar y de estar despierta.

Meryem Aynaou (Alumna de 4ยบESO)

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CUANDO MIS ABUELOS TENÍAN MI EDAD. Voy a presentar a mi abuelo, Juan Diego Jiménez Martínez, apodado “Orcetas” por parte de su padre y “Bacharol” por parte de su madre. Mi abuelo es un hombre de 91 años que nació en Totana pero se fue trasladando de lugares en busca de un mejor trabajo hasta que finalmente se estableció en Alhama de Murcia. En su familia eran 6 hijos de los cuales 3 eran mujeres y otros 3 hombres. Su padre era tejero, es decir, se dedicaba a cosas de cerámica mientras que su madre se dedicaba al empapelamiento de manzanas en almacenes, aunque mi abuelo tiene un vago recuerdo de su madre ya que cuando él tan solo tenía dos meses, esta murió con 20 años a causa de un error en un telegrama que recibió en el que le decían que su marido había fallecido en la guerra, pero este apareció a los pocos días. Sin embargo, este error le produjo a su madre una parada cerebral. Por ello, mi abuelo se crió con sus abuelos hasta que su padre llegó de la guerra. La casa donde nació era una casa de piedra y yeso, con tejado de teja de cañón en la que no existían los tabiques sino que las distintas partes de la casa se separaban con cortinas. Los aseos no tenían agua corriente y el váter era un agujero en el suelo. Las camas eran de palillo, de hierro o castras mientras que la cocinas, que eran de leña, tenían una dentro y otra fuera de la casa y estaban hechas con ladrillos. Su pueblo, Totana, empezaba en los tubos y acababa en la salida para Lorca, en la cárcel (plaza vieja).En él las mujeres se solían reunir en las puertas para charlar mientras hacían ganchillo o manualidades mientras que los hombres se reunían en las tabernas. Las calles eran de tierra y piedra aunque en las capitales eran de adoquines y las aceras, de piedras anchas de canteras. La gente de clase media se movía en carros de burros mientras que las familias más adineradas usaban las galeras con caballos, tartanas e incluso algunos ya utilizaban los coches. Por otro lado, los trenes y barcos eran de vapor. Mi abuelo no estudió ya que empezó a trabajar muy pronto, con 8 años, de tejero con su padre pero sin embargo cuenta que las carteras eran de tela y que los libros que había eran la Cartilla, el Catón, etc. Los niños y las niñas estudiaban lo mismo solo que por separado y en su pueblo había una o dos escuelas. En las capitales solía haber más. 40


En su época, cuenta que solían divertirse yendo a algunos cines o a los circos que ponían de vez en cuando en el pueblo, a los que cada uno debía llevar su propia silla. También se divertían jugando a la rayuela, el trompo, la gallinita ciega, etc. Mi abuelo se desplazó junto a su familia primero, a Cartagena donde vivieron durante un año, después a Alcantarilla y más tarde a los Garres (Murcia), todo ello en busca de trabajo. En cuanto a la comida, los días de semana, cuenta que solían comer guisado con pimiento, en conclusión, comían las cosas que criaban. Mientras que en las fiestas comían torraos, avellanas, turrón, puros de dulce (dulce alargado y con azúcar), cascarujas, etc. Su comida favorita era el cocido con carne y tocino, pero sólo lo hacían cuando se podía. Para mantener las cosas frías las metían en el agua del pozo o bien en un hueco en la pared que tenían algunas cocinas. Los manteles eran sacos o bien un trapo mientras que la vajilla era de porcelana o barro. Durante la semana solía llevar ropa reciclada, desgastada. Para las fiestas se dejaban las ropas más nuevas, aunque tampoco tenía mucha elección ya que sólo tenía un traje en casa y otro en la tienda. En los pies solía llevar alpargates de lona que se amarraban con cintas, con suela de goma que se los compraba su padre advirtiéndole que debían durarle 2 meses por lo que en muchas ocasiones caminaba descalzo para que no se desgastasen. Como peinado llevaba la famosa ralla para el lado. Cuenta que recuerda con especial cariño el traje de su boda ya que fue el único que él mismo estrenó. Mi abuelo tuvo 2 o 3 novias según recuerda. Cuenta, que solían verse sólo en los bailes (ventorrillos) de los domingos. Mi abuelo conoció allí a mi abuela, y comenzaron su noviazgo cuando él tenía 16 años y medio mientras que ella tenía ya los 18. Su noviazgo duró 15 días ya que en ese poco tiempo mi abuelo alquiló una casa y se la llevó a vivir con él. Los padres de ella, no estaban de acuerdo con este “noviazgo” porque mi abuelo era un simple jornalero y ellos querían juntarla con un labrador, que en esos momentos los labradores eran los mejores pagados. Lo que más le gustó de mi abuela fue ella en sí, su buen ver, que era una chica graciosa, etc. Cuando mi abuelo hizo la mili, se casaron en los Garres en el 46 y la boda fue una simple ceremonia con los padrinos. La casa ya la tenían y era una casa más parecida a las actuales. Ya tenían tabiques para separar las diferentes habitaciones, por ejemplo. Su primer trabajo fue a los 8 años, como jornalero ayudando a su padre en temas de cerámica en el que cobraba 4 pesetas por 8 horas. En su

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siguiente trabajo, almacenando, cobraba 4 pesetas por 8 horas también, mientras que en su último trabajo, que fue en el servicio de limpieza de Murcia, cobraba entre 24 y 25 pesetas por 8 horas. Todo en lo que ha trabajado le ha gustado y no considera nada como mejor o como peor en ninguno de los trabajos ya que él lo veía como algo con lo que ganaba dinero y eso era lo que le importaba. Trabajó hasta los 70 años y los trabajadores tenían derechos reconocidos. Lo que echa de menos de su época joven es la juventud, la vitalidad, la mejor salud, etc. El cambio actual que no le gusta es la justicia. Considera que actualmente es penosa y que hay más injusticia que justicia. Cree que actualmente la vida no ofrece demasiadas oportunidades, a causa de la crisis y de las mínimas, incluso inexistentes, mejorías que se producen con respecto a este tema. Aunque pudiera no cambiaría nada de su vida ya que piensa que no sirve de nada arrepentirse de lo vivido, más que para sentirse culpable o tener calentamientos de cabeza innecesarios. A lo hecho pecho. Su consejo: Que aproveche todas las oportunidades que la vida me dé.

Ana Jiménez (Alumna de 2º Bachillerato)

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Mis abuelos

Mi abuela por parte materna, María Rosell Alcaraz, más conocida como la “Hija de la Morena” es la pequeña de 7 hermanos. Tiene 69 años y vive en Alhama. Sus padres trabajaban en el campo, pero su padre murió durante la Guerra Civil, cuando faltaba un mes para el nacimiento de mi abuela, con tan sólo 40 años. Vivían en una casa de campo con 4 dormitorios. Alhama era mucha más pequeña que ahora, el pueblo se basaba básicamente en la Calle de la Feria, la Corredera, la calle Empedrá y el Barrio de los Dolores, además de las dos iglesias que aún existen actualmente, la de San Lázaro y la de la Concepción y el Ayuntamiento. Las familias se agrupaban por apodos, algunos de los que recuerda son: La Chota, La Pilila, Los Cantalobos, La Rubia y Los Rescorlos. Con 3 años ingresó interna en un colegio de monjas en Murcia llamado “Las Carmelitas” dónde estudio hasta los 9 años, entonces volvió a Alhama 43


para ir a trabajar y cuidar de la casa. Durante toda su escolarización sólo tuvo tres libros (Primer Raya, Segundo Raya y Tercer Raya) donde daban las operaciones matemáticas básicas, historia y geografía. Los nombres de las profesoras que tuvo son Doña Encarnación, Doña Fuensanta, Doña Trinidad y Doña Caridad, todas ellas mujeres ya que estudiaban niñas por un lado y niños por otro, y los profesores eran del mismo sexo que los alumnos. A mi abuela le hubiera gustado seguir estudiando pero “Era o estudiar o comer”. El recuerdo más destacado de su infancia fue el día de su comunión. Para divertirse se juntaban todos en la puerta de algunos vecinos los domingos o los días de fiesta y bailaban. Nunca ha viajado fuera de Alhama, tan sólo a los 16 años viajó a Francia y fue para irse a trabajar. Todos los días comía lo mismo: verduras, guisados o como ella dice “se comía lo que se podía”. Su comida preferida eran los dulces que tomaban por el día de Navidad, “esperaba con entusiasmo esa época del año”. Cocinaban en la leña, con vajillas de cerámica y manteles de tela, todo lo que comían era natural o “del tiempo” como ella dice, ya que no había frigorífico ni nada para enfriar la comida. Siempre iba vestida con vestidos o faldas largas, pero tenía un vestido que guardaba siempre para las ocasiones especiales o los días de fiesta, además de llevar siempre sus “apargatas” o zapatos, no tenía mucha ropa. Un traje que recuerda especialmente es un traje de chaqueta negro con una falda negra, que fue el primero que se compró después de casada. En cuanto al peinado siempre llevaba trenzas o el pelo suelto. Mi abuela tan sólo tuvo un novio, mi abuelo, al que conoció trabajando en Francia a los 16 años y él 26, y tan sólo 2 años después volvieron a España para casarse. Tras la boda, “mi viaje de novios fue volver a Francia a trabajar en la vendimia con el frío y la nieve que había”. A los 20 años tuvo a mi tía, a los 22 a mi madre y a los 24 a mi tío. Todos ellos nacieron en Francia y se vinieron a vivir a España cuando tenían 11, 9 y 7 años respectivamente. Su primer trabajo fue a los 9 años y consistía en arrancar hierba en los pimientos, recogerlos y abrirlos: trabajaba “de sol a sol”. Y, su último 44


trabajo fue a los 60 años y consistía en trabajar en las parras cortando uva, y trabajaba durante 8 horas. No había desempleo ni nada parecido, “si no trabajabas no comías”, y mucho menos tenían derechos. Lo que más añora de su juventud es estar en casa junto a su madre e irse a bailar con las vecinas. Los cambios que más le gustan son los electrodomésticos en general, ya que “han facilitado mucho la vida”. Un consejo que me da para que mi vida sea mejor es: “Estudia y haz la carrera que te guste para que puedas trabajar en algo que te guste y seas feliz”.

Yolanda Tudela Cotillas (Alumna de 2º Bachillerato)

¿Es sólo un dibujo?

José Óscar López (Profesor de Lengua y Literatura)

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MI GRAN FAMILIA Mi pareja y yo tenemos 15 niños. Son demasiados y a veces muy, muy difíciles de llevar, manejar, controlar, mantener… podéis coger el infinitivo que queráis. Pero fue nuestra decisión y hoy no nos arrepentimos de ello. De hecho, es que no sabemos qué haríamos si ellos no estuvieran en nuestras vidas. El primero nació un 8 de enero, como regalo de Reyes. Era Manuel, un bebé delgado de carácter fuerte, siempre pataleando… ¿a quién le habría salido? No había día que no nos montara una pataleta o nos trajera un desaguisado con alguno de sus amiguitos. Raquel, fue la segunda en llegar un 3 de febrero. Linda, de rasgos dulces, muy delgadita. Siempre estaba dispuesta a ayudar. Su forma de ser apaciguaba el carácter de Manuel que se amansaba si era Raquel la que le pedía que se calmara. Raquel es hoy en día casi una mujercita que quiere llegar a ser alguien en la vida. Su ilusión es ser enfermera aunque aún desconoce que deberá esforzarse mucho para lograr sus sueños. Kevin llegó a nuestra familia el 27 de febrero. Era y es un chico tímido y algo despistado. Es difícil conseguir que nos cuente algo sobre lo que piensa, cómo se siente, qué quiere hacer en el futuro. Aunque de carácter desconcertante, a veces sorprende con sus ocurrencias y travesuras. Antonio llegó en primavera, el 31 de mayo. Al principio era un chico tímido, pero poco a poco fue descubriendo su potencial. Chico muy responsable y simpático aunque cuando nadie le mira le gusta hacer alguna que otra trastada. Todo se le perdona porque responde muy bien si se le llama la atención. Un 2 de junio llegó Javier. Un rubito muy gracioso con dotes para el deporte y las manualidades. Ahora andamos en tensión ya que se ha 46


empeñado en ser torero, esperemos que se le pase pronto y no nos dé ningún disgusto. Es el único que tiene novia formal, Judith, muy mona, por cierto. Rosa era muy linda de bebé, una niña rubia de tez blanca preciosa nacida un 16 de junio. No ha perdido nada de su infancia, ahora es una niña preciosa y muy cariñosa. Se esfuerza mucho en conseguir buenas notas, aunque a veces le preocupa más ir bien conjuntada. De mayor quiere ser escritora de libros para niños, pienso que es algo que le viene como anillo al dedo por su carácter dulce y amable. Sebas es el siguiente. Un chicazo moreno y fuerte que nació el 26 de junio. Todos los demás obedecen a Sebas, sin embargo, a veces no están de acuerdo con sus formas. Es el más difícil de llevar porque a veces le cuesta contener su carácter respondón. Por mucho que se lo decimos, le cuesta contenerse. Sé que en el futuro tendrá algún que otro problema por su forma de ser, pero también espero que su otro yo, ese que tiene un buen corazón y un alma sensible, sea el predominante en su día a día. Fernando nació un 12 de septiembre. Reservado y a veces distraído sabe cumplir con sus obligaciones. Desde pequeño ha sido un buen chaval aunque es normal que ahora que es mayor con el resto de los niños intente hacer alguna que otra travesura. A veces se contagia de los mayores y le da por las manualidades o el dibujo. Amanda llegó un 3 de noviembre. Es muy tímida y a veces es extremadamente sensible, lo que la hace parecer diferente del resto de los niños. Sin embargo, encaja perfectamente con ellos cuando se tratan temas más serios. Le gusta ser independiente, pero también le gusta trabajar e equipo prestando a los demás todo lo que tiene. Es una dulzura de niña. Soraya, una niña con una sonrisa de película, nació el 12 de noviembre. Romántica a más no poder se deleita escribiendo sensaciones, poemas y cartas. Seguro que en el futuro se dedica a algo relacionado con las letras porque disfruta escribiendo sus vivencias como si fuera una gran novelista. Ingrid es con creces nuestra niña más madura, aunque llegara un 21 de enero y fuera del grupo de los pequeños. No tenemos quejas de ella en

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ningún sentido, sólo cuando sus sentimientos se desbordan tanto por arriba derrochando felicidad, como por abajo, llorando en la amargura más desoladora. Ella es consciente de este tema, y eso la hace grande como persona. Nos encanta Ingrid ya que tanto por dentro como por fuera es belleza pura. Álvaro era el más bonito de todos los que por allí andaban cuando nació, un 5 de febrero. Actualmente, es muy hábil en el deporte, sabe jugar a todo y es bueno en todo, siempre respetando al contrincante, algo que con estas edades aún no está muy claro. Es muy agradable hablar con él aunque a veces le cuesta distinguir la broma de lo que realmente va en serio. Mario, del 9 de junio, era muy gracioso cuando pequeño y lo sigue siendo. Es el más trabajador de todos, al que menos pereza le da hacer las cosas, y el primero en ayudar si se necesita algo. Bueno por naturaleza aunque a veces se deja llevar por las bromas de Antonio o Kevin. Es un encanto de niño, seguramente llegue muy lejos este chavalillo. Daniela, inteligente y aplicada, nació un 11 de junio. Cuando más pequeña era muy trabajadora y responsable, ahora lo sigue siendo aunque a veces le gusta olvidarse de que lo es por unas horas. Imposible hablar con ella sobre un tema que pueda interesarle si está enfadada. No sé de dónde habrá aprendido a tener ese carácter tan fuerte ya que entre todos intentamos ser lo más respetuosos posible. Supongamos que son cosas de la edad y en cuanto pase esta edad tan crítica volverá a ser la que ella es, la mejor entre las mejores. Finalmente está Santi, un bombón de niño, es el pequeñito (16 de diciembre) y el más mimado, aun así, quiere a los demás con locura y creo que no sé qué sería de él sin ellos. Los demás disfrutan haciéndole rabiar, aunque en el fondo lo hacen por el juego, nunca en serio. Santi es muy deportista, adora la natación, puede pasarse horas y horas haciéndose largos en la piscina. Tiene todos los accesorios para practicar su hobby perfectamente, disfruta de lo lindo todos los fines de semana compitiendo con otros niños de su edad. Pues esta es nuestra familia, como podéis ver, un poco extensa. Esto, a veces, hace que nos digan que somos unos vecinos algo escandalosos. Igualmente, hay algún amigo que cuando viene a casa nos dice que son

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encantadores y que se portan divinamente, es ahí cuando una sensación de orgullo nos invade y nos dan ganas hasta de llorar de la emoción. Es verdad que somos muchos y también es cierto que somos muy diferentes, pero a pesar de eso, nos queremos tanto que a veces cuando alguno de ellos falta, lo echamos mucho de menos. Os invito a que nos visitéis cuando queráis en nuestro hogar, nunca os aburriréis y seréis siempre bienvenidos.

Mª Carmen Maldonado (Profesora de Inglés)

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MICRORRELATOS ¿JUEGO VIRTUAL? El niño cogió al perro y al gato y jugó con ellos. Los pobres animalillos estaban contentos, pero no sabían lo que les esperaba. Cuando nadie los veía, el niño disparó contra los indefensos animales; estaban inmóviles en el suelo y los remató con otro disparo, apuntando justo en el centro de la frente. El niño reía, se divertía, había completado su misión. ¿Ahora a quién le tocaba?

COCA Quise despertar, pero no podía. ¿Por qué no? Al día siguiente comprendí todo: esa sensación de volar no era un sueño, tan solo lo parecía; todas esas cosas que me fascinaban no eran un sueño, tan solo lo parecía; todas esas emociones no eran un sueño, tan solo lo parecía; no era harina, tan solo lo parecía. José Rodolfo Soto Roda (Alumno de 4º ESO)

ROMANCE DE UNA NOCHE O UNA VIDA Y en esta noche oscura tan solo quedamos tú, la luna, las estrellas y yo. ¿A quién bajarás del cielo? ¿A ellas, si decides quedarte, o a mí, si decides marcharte?

MALA DIGESTIÓN Por la mañana quedó con su amado, él no paraba de repetirle cuánto la quería. Después volvió a su casa a comer y le entró angustia, no sabía qué le había sentado mal, si las lentejas o las mentiras. Silvia Blázquez Cabrera (Alumna de 4º ESO) 50


LA GRAN SONRISA La historia que voy a contar está basada en hechos reales, tan reales que me sucedieron a mí. Aterrizamos en Nueva Delhi un 6 de febrero de 1993, era media tarde, viajábamos un grupo de unas 6 personas y todos teníamos una misma idea, tenía que ser un viaje inolvidable. Nos dirigimos al hotel en el centro de Nueva Delhi y una vez que dejamos las maletas en nuestras respectivas habitaciones decidimos llamar a la familia, pero nuestra guía nos dijo que las llamadas desde el hotel costaban mucho dinero y que buscásemos un S.T.D., que era una especie de locutorio donde nos saldría un 70% más económicas y después de darnos algunas indicaciones salimos a buscar el S.T.D. Dimos vueltas y más vueltas y después de andar un buen rato por fin lo encontramos, era un edificio estrecho y ruinoso y el cartel se situaba en un segundo piso. Entramos y había unas escaleras estrechas donde la pared desconchada servía de barandilla Llegamos al S.T.D. y era una habitación pequeña, donde había una mesa de despacho detrás de la cual había un hombre de unos dos metros de alto, con turbante y vestido con un traje típico hindú; nos dio un papel para que le anotásemos el número de teléfono y el país, y nos señaló para que entrásemos a una de las cabinas que había detrás de nosotros, 3 habitáculos con un teléfono colgado, con cristales para separar una de otra pero sin puertas. Por fin pudimos hablar con nuestras familias. Cuando terminamos, le pagamos, nos despedimos y salimos de nuevo a la calle, estaba ya de noche y decidimos andar por donde creíamos que era el camino, pero después de mucho dar vueltas, nos perdimos. Estábamos perdidos pero asombrados, veíamos como en las aceras las familias encendían un fuego para calentarse y pasar la noche, no conseguíamos encontrar el camino y de pronto vimos como frente a nosotros venía un 51


niño de unos 7 años. Su piel era oscura, el torso desnudo y un pantalón típico hindú, los ojos negros y grandes, pero lo que más me llamó la atención era su sonrisa; tenía una sonrisa grande con unos dientes blancos y perfectos que iluminaban la noche, llevaba en la cabeza un cesto donde le quedaba una sola flor. Se paró frente a nosotros sin parar de sonreír y le dijimos entre gestos y hablando a media lengua el inglés y el español (idiomas de los que el niño conocía palabras), que nos habíamos perdido, que si nos podía llevar al hotel “Holliday Inn”. El niño dijo que sí, pero que a cambio le teníamos que comprar la única flor que le quedaba en el cesto, se lo prometimos y el niño empezó a andar. Tenía un paso rápido, como si tuviera prisa por llegar y de vez en cuando miraba para atrás, asegurándose de que le seguíamos, y no dejaba de sonreír. Después de unos 20 minutos andando, llegamos al hotel, el niño fue a entregarnos la flor, pero nosotros se la devolvimos y le dimos 10 dólares cada uno; el niño los cogió, se llevó la mano al corazón y bajó la cabeza en señal de agradecimiento. Su sonrisa esta vez era tan grande que nos contagió, se dio la vuelta y empezó a andar a paso ligero. Solo se volvió una vez más, nos dijo adiós con la mano y lo perdimos de vista. Todos quedamos unos segundos en silencio sin saber que decir y subimos las escaleras del hotel. Cuando llegamos, ya habían cenado y la guía nos esperaba preocupada. Cuando nos vio llegar y le contamos lo ocurrido, nos dijo que con el dinero que le habíamos dado su familia y él tendrían para comer durante 3 o 4 meses. Nosotros nos sentimos contentos y llenos de satisfacción. Hay lecciones que solo la vida te da y esta es una de ellas. Con el paso del tiempo, esto quedó en una bonita historia, y cuando de pequeña le preguntaba a mi hija qué cuento quería que le contara, su respuesta siempre era la misma: “el del niño de la sonrisa grande”.

M.J.L.C (Madre de una alumna)

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MOI, CLOCHARD André expelía humo desde el portal de la cafetería para sacarse con nicotina el mal sabor de la bilis acumulada. Acababa de plantarle cara al dueño. Más de dos meses sin cobrar y un comentario desacertado por parte del patrón, mientras servía los desayunos de aquella jornada, habían prendido la mecha. André le había advertido que estaba harto, que se largaba. El aroma del Gauloises que sostenía entre los dedos y la certeza de que aquel sería su último día en el café Piccard del boulevard d’Antigone, le procuraba una extraña paz que le resultaba ajena. Al despertar, aquella mañana, había tenido un mal pálpito. Había intuido que algo nefasto iba a suceder. Horas más tarde, en un intento por salvar lo que quedaba de su autoestima, le había dicho a su jefe que él no había nacido para que lo mangonearan, que Montpellier era demasiado grande, que encontraría otro trabajo, que no soportaba recibir gritos ni amenazas, y menos de un idiota con cara de mono, con trazas de no haber abierto un libro en su vida, y cuya única destreza era la velocidad con que sus dedos retiraban los billetes de la caja. Eso último no lo había dicho, pero lo había pensado. Mientras fumaba, intentaba convencerse de que él era un hombre hecho a sí mismo y que, pese a que apenas tenía estudios, sería muy capaz de abrirse paso en el mundo caníbal de los trabajos precarios. La reaparición del rostro malhumorado de su ex jefe difuminó la nube de sus pensamientos. Éste lo rodeó hasta situarse frente a él y le estampó contra el pecho un pequeño fajo de billetes. Luego, como si lo maldijera, le escupió un no vuelvas más por aquí. Estrujando en sus manos los billetes del finiquito, André se apartó del lado sombrío de la acera y buscó el calor del sol a través de las ramas de los árboles. Se sentía envalentonado. Seguro de sí mismo. Miraba con descaro y prejuzgaba con altivez a cada viandante que se le cruzaba y en todos creía percibir lo gris y patético de unas vidas de molde. Chaquetas almidonadas. Camisas impolutas. Corbatas que pendían, como horcas flácidas, de los gaznates aprisionados. Poca libertad tras el uniforme de rutina. Sin embargo, él parecía levitar más y más sobre el asfalto con cada metro recorrido. Reflexionaba, de camino a casa, sobre la sensación liberadora de romper con un trabajo de mierda. Era una sensación que, en su opinión, todos deberíamos experimentar. Pensaba esto mirando al 53


gendarme que dirigía el tráfico. Pensaba esto viendo al obrero que arrastraba una carretilla. Pensaba esto contemplando el mecánico gesto de la joven del lector de códigos de barras, tras la cristalera de una tienda de ropa. Allí se detuvo. A peinar con los dedos el desorden de cabellos que constituía su flequillo. Sólo entonces reparó en que su imagen se reflejaba en el escaparate de una tienda de abrigos de piel. No es que le importaran demasiado los animales. De pequeño tuvo un gato que siempre le arañaba los pies. Lo que realmente le removió fue el precio de los artículos expuestos. Era inmoral pagar algo así. Él prefería una existencia mucho más sencilla. Sin lujos. Pensando sólo en el ahora y en esa búsqueda tan infructífera, a veces, de la felicidad. Memento mori. Recuerda que la vas a palmar, solía decir para sí. A sus treinta y cinco, seguía con el culo asentado en casa de sus padres. Estos lo animaban a prosperar con la misma cantinela. Los tres pilares de su padre para una vida de provecho: tener casa propia, un trabajo respetable y una mujer que te soporte. André pensaba que su padre y él no daban el mismo sentido a la expresión vida de provecho. Pese a todo, se sentía responsable del gesto de preocupación que se había instalado en el ajado rostro paterno, cuando aquella noche les contó lo de su renuncia. Por eso decidió no retrasar la búsqueda de empleo. Al menos así, ellos no podrían reprocharle que no hiciera nada. Al siguiente día, imprimió un buen grueso de copias con su nombre, sus proezas laborales y su cara y se dedicó a repartirlo por todos los locales de copas, bares, restaurantes y terrazas que se le pusieron a tiro. No hubo suerte. Todo fueron ya te llamaremos. Pero no se conformó, ni regresó a casa hasta deshacerse del último folio. Luego, descansó. Un día y otro, y otro más. De modo que, el tiempo pasaba y nadie parecía necesitarle para nada. André empleaba todo ese tiempo libre en leer y retomar el contacto con su vieja guitarra. Por aquel entonces, sus padres aprovechaban las comidas en familia para recriminarle su holgazanería, cada vez con peores formas. Arrastrando su desánimo, volvió a patear las calles, currículum en mano, un par de ocasiones más. Hasta que una tarde se detuvo a sopesar la situación, sentado en un banco de l’Esplanade de la Musique. Sostenía en las manos una última copia y la leía una y otra vez, como si buscara entre líneas una solución a sus problemas. No tenía ganas de regresar a casa. La noche anterior había discutido con su padre. Le había ladrado como un perro rabioso, porque estaba cansado del discurso del viejo. Porque no soportaba ya aquel deje de desprecio y autoridad. Aquella era

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su vida y, aunque no fuera una vida de provecho, él debía dirigirla. No su padre. No un jefe idiota. ¡Putin de merde! Arrugando su cara y sus méritos hasta hacerlos una pelota, logró encestarlos en una papelera cercana. A partir de ahí, se sumergió y, sin preverlo, comenzó a dar brazadas en aguas turbias. Esa misma noche fue la primera que pasó fuera de casa. No es que la calle fuera su primera opción, es que era la única. Todos sus amigos llevaban cómodas vidas de casados y él no quería resultar un estorbo para nadie. En la ciudad, no tenía más familia que a sus padres. No barajó pedir ayuda a nadie. Como el otoño se cernía sobre la región, calculó que, de madrugada, debía arreciar el frío. Se hizo con un buen arsenal de cartones de los contenedores de reciclaje, emulando a todos esos clochards con los que se había cruzado tantas veces de camino al trabajo. Después de cenar una baguette de jamón con queso para llevar y un refresco, decidió rondar diferentes soportales, en busca de refugio. Aquella noche, el miedo le hizo compañía, al sentir la presencia cercana de otros vagabundos. Casi no pudo pegar ojo. Cuando despertó tras la última cabezada, toda la ciudad era una melodía desafinada de cláxones, motores, pasos y voces. Al verse allí, un metro por debajo de todos ellos, no pudo reprimir cierto pudor. Los edificios se alzaban sobre él como dioses que, desde las alturas, juzgaran y le reprobaran lo que estaba haciendo. Pero André decidió aguantar la respiración. Seguir ahondando en el abismo. Fue su propio orgullo quien lo levantó del suelo y lo condujo hasta el contenedor más próximo, donde arrojó todas las tarjetas y carnés que lo identificaban como al antiguo André. Se deshizo también del teléfono móvil y de las llaves de casa. Sólo se quedó para sí el paquete de tabaco, el encendedor y lo que le quedaba de finiquito. Decidió que, aunque fuera buceando por el submundo, sobreviviría. Como no era estúpido, no tardó en adquirir habilidad para la supervivencia. Descubrió formas eficaces de alimentarse en los comedores sociales de la periferia, los contenedores cercanos a los hipermercados y las puertas traseras de las cocinas de los restaurantes. Comenzó a mendigar unas monedas, más que nada, por aplacar el mono de tabaco. Por lo general, le repugnaba tener que pedir nada a nadie. Atravesaba los días deambulando y dando cabezadas en la biblioteca pública. Por las

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noches, aprovechaba para asearse con disimulo en fuentes públicas, por miedo a la reacción de los demás. Pero no todo resultaba desagradable en la calle. Ahora era capaz de valorar cosas que antes pasaba por alto, como dejar que el sol le dorara el rostro en el Parc de l’Aiguelongue, mientras observaba la lascivia con que algunos estudiantes de las facultades cercanas se comían la boca tirados en el césped. Insignificancias como ésas siempre le sonsacaban una sonrisa. Lo que antaño le contaron que era la vida real le parecía ahora contra natura. Estaba cansado de competir con los demás. Aquello era otro grado de libertad. Y él, según el día, llegaba a creerse un privilegiado. Como quien encuentra pepitas de oro dentro de un contenedor de basura. La vida de clochard transcurría, con sus más y sus menos, hasta la noche en que despertó al notar que algo, o alguien, hurgaban sus bolsillos. Frente a él se agazapaban un par de yonquis enjutos que, antes de que le dieran tiempo a reaccionar, huían calle abajo con los pocos euros que había obtenido pidiendo. Se sintió rabioso. Iracundo. Él no tenía nada en contra del mundo, pero el mundo parecía estar en contra de gente como él. Maldijo a aquellos drogadictos, a todos los clochards y a la sociedad que los fabricaba en serie en cada ciudad. Ahogado entre lágrimas de impotencia, se revolvió entre sus sábanas de cartón y siguió durmiendo. Necesitaba dar una bocanada de aire en la superficie, pero se encontraba nadando ya a demasiada profundidad. Donde apenas llega la luz del sol. Sin saber bien cómo, transcurrieron dos años desde que se lanzara a la vida en la calle. Desde entonces, sus allegados no habían vuelto a saber nada de él. En un par de ocasiones, creía haber reconocido a sus padres desde la distancia. Un colega de la infancia lo descubrió en otra ocasión, a las puertas de un supermercado, aunque él negó su identidad y continuó su camino. A esas alturas, resultaba difícil reconocerlo: Su sonrisa habitual había dejado de ser tal, para dar paso a una mueca siniestra. La expresión de sus ojos era ahora ceniza, apagada. Lo comprobaba cada día, al pasar junto a los escaparates de los comercios de Montpellier. Hacía tiempo que ya no era André. Era otra persona. Alguien anónimo y sin importancia. Carne seca en movimiento. Una noche del mes de febrero, en la que el frío del invierno amenazaba la supervivencia de los habitantes de la calle, dormitaba en el banco metálico de una caja de ahorros, cuando escuchó un coro de voces a su alrededor. Al principio, pensó que no serían más que unos jóvenes, extrayendo dinero del cajero para continuar la fiesta. Hasta que el primer golpe de bate recayó en sus costillas. La reacción fue rodar hasta el suelo a

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causa del dolor. Cuando fue capaz de abrir los ojos los vio: Metro ochenta. Pelo rapado. Botas militares. En torno a dieciocho años. Un golpe tras otro, le sacudieron como a un muñeco de trapo, mientras el pánico lo mantenía inmovilizado en el suelo. Oía sus burlas e increpaciones sin ánimo de ofrecerles respuesta. Sólo hasta que se oyó el canto de una sirena cercana, éstos dejaron de golpearle para salir corriendo. Después, todo fueron palabras lejanas de los uniformados. Shock. Su propia sangre manchando sus dedos. Un pitido agudo e interminable replicándose en su oído. No, señor agente, no tengo documentación… No soy nadie… Sólo un clochard. Ni Cousteau había buceado tan cerca del fondo. Durante su estancia en el hospital, no hizo otra cosa que reflexionar sobre el tiempo transcurrido. En la calle, él había creído hallar su propia libertad. Pero la crueldad de ese mundo hostil estaba igualmente presente. Sólo el trato cariñoso de una enfermera recién licenciada, consiguió devolverle cierta fe en el ser humano. Realmente estaba asustado. ¿Aceptaría la sociedad, de nuevo, a un tipo como él? Necesitaba ayuda, que alguien le echara un salvavidas. Necesitaba salir a flote, regresar a la orilla y reunirse con los suyos en la playa. La trabajadora social que lo visitó durante su convalecencia trató de convencerlo para que abandonara la calle, para que buscara un trabajo, para que volviera a intentarlo. Sus planes conducían por otros derroteros: podía dar clases de guitarra o ayudar a otros que, como él, sólo hallaron una salida a sus problemas refugiándose en su propia soledad. Mientras meditaba todo esto, la enfermera en prácticas entró en su habitación para advertirle de que tenía una llamada. Ya que hacía más de dos años que no mantenía contacto con nadie, le extrañó que aquello fuera cierto. Una equivocación, sin duda. Alguien debía apellidarse como él. Tras descolgar con esfuerzo el auricular que reposaba a su lado, lo condujo hasta su oído, y emitió un ahogado allô? Al otro lado de la línea se desató un llanto irreparable. Sólo al percatarse de que aquel sollozo pertenecía a su padre, comenzaron a manar lágrimas de sus propios ojos. Ambos gimotearon a coro durante largos minutos. Lloraron y lloraron, sin decirse nada, por aquellos dos años de silencio. José María Fernández-Luna (padre de una alumna)

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UN HOMBRE DE POCAS PALABRAS Siempre había sido un hombre de pocas palabras. Pero, desde que conoció a aquella chica, su discurso se iba quedando cada vez más breve, hasta reducirse a dos palabras, tres sílabas, ocho letras: - Te quiero. Le decía cuando se veían. - Te quiero. Le decía cuando se despedían. - Te quiero. Le decía cuando miraba sus ojos, cuando le acariciaba la mano, cuando se besaban, cuando paseaban, cuando comían o cuando ella hablaba de otros temas. A veces, salían de él más palabras seguidas, pero eran la misma: - Te quiero, te quiero, te quiero. Al principio, ella estaba encantada. A la semana, empezó a arquear sus cejas, a las dos semanas le respondía con un “Ya lo sé”, a la tercera con un “Sí, claro”, al mes con un “Dime algo que no sepa” y a los dos meses con un mal disimulado “¡Vaya novedad!”. Lo convenció para ir al médico. Pero ni el de cabecera ni el especialista sabían de ninguna pastilla que curara este atasco verbal. Tampoco los análisis mostraban ninguna anomalía que diera alguna pista. - Cariño, si de verdad me quieres, acude a un sicólogo. - Te quiero – dijo él asistiendo. Después de montañas de tranquilizantes, horas de hipnosis y una antología de películas de Woody Allen, la frase empezó a difuminarse de su mente y de su lengua y ahora otras palabras, quizás carentes de sentimiento e incluso de sentido, pero otras, al fin y al cabo, comenzaron a salir de su boca. Por fin estaba curado. Cuando salió de la consulta por última vez, se cruzó un momento en la salita de espera con una mujer que había acudido al mismo sicólogo porque sólo repetía una frase: - ¿Me quieres? Un profesor (sin firma)

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SOBRE LA LECTURA COMENTARIO SOBRE UN ARTÍCULO PERIODÍSTICO. El autor del texto comienza diciendo que una de las preguntas que con más frecuencia se le hace a un escritor es qué haría para lograr que los niños y jóvenes leyeran más. Todo el mundo parece estar de acuerdo en que un niño que lee adquiere mayor dominio del lenguaje, desarrolla más su capacidad de discernir, su agilidad mental y aumenta su imaginación y su curiosidad. Sin embargo, según el autor, no tomamos medidas suficientes para dejar atrás la educación que se construía sobre la idea de que “la letra con sangre entra”. Para él leer no solo sirve para conocer a grandes maestros, sino también para mejorar la manera de utilizar “la herramienta más extraordinaria con la que cuenta el ser humano, la palabra”. Añade que son carencias de nuestro sistema educativo no enseñar el manejo de la oralidad, ni ofrecer recursos que alienten la elocuencia. En primer lugar voy a comentar la pregunta con la que el texto introduce el tema central: “¿Qué haría para lograr que los niños y jóvenes lean más?” En mi opinión, los niños son por naturaleza curiosos, les gusta aprender. Tendríamos que aprovechar esa época en que podemos llegar a imaginar y vivir en un sueño, construir lo imposible. Deberíamos enseñarles a apreciar, a amar la lectura, algo realmente valioso. Mi pregunta es: ¿amamos los adultos suficientemente la lectura como para poder transmitir nuestro interés a nuestros hijos? ¿Nos gusta leerles por las noches?¿Contarles historias?¿Sumergirles en fantasías? Yo crecí durmiéndome con libros. Me introducía en cada libro y me gustaba mucho que me leyeran. Yo pienso que tenemos que hacer que la lectura sea un juego. Un juego que te puede hacer viajar y sentir emociones. Descubrir la lectura en los más pequeños tendría que ser necesario para nuestros padres. Desde pequeños deberían animar su curiosidad por las historias de los libros y potenciar su imaginación. Por otra parte, me gustaría comentar la siguiente afirmación del texto: “leer es la mejor manera de utilizar la herramienta más extraordinaria con la que cuenta el ser humano, la palabra”. A veces, nos olvidamos que las palabras, el lenguaje nos sirve para comunicarnos, que esta es su función principal y le quitamos importancia. Le damos demasiada importancia al análisis gramatical, los tiempos verbales, a la función de los

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complementos, pero nos olvidamos de la comunicación. En un mundo hiperconectado la comunicación es algo importantísimo. Los libros nos enseñan a comunicarnos, a hablar de forma más rica y expresar nuestros sentimientos. Todos deberíamos leer, pero no por obligación. Porque todos sabemos que se suele aborrecer lo obligatorio. Tendríamos simplemente que amar sumergirnos en historias de ilusión e imaginación porque nos gusta y nos ayuda. Irene Ramírez (Alumna de 2º Bachillerato)

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¿UN MAL SUEÑO? Sobre la mesa reposaban los restos del desayuno. Pero lo más extraño de todo era que yo vivía sola, y no recordaba haberlo preparado. Al ver aquellos restos de comida sobre la mesa, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Sentí que había alguien más allí observándome. Rápidamente, cogí un cuchillo que había sobre la mesa, y me dispuse a buscar por toda la casa a la persona causante de aquello. Empecé por el salón, miré detrás del sofá, debajo de la mesa. Nada. Hice lo mismo en el aseo y en mi dormitorio, pero tampoco hallé nada extraño. Sólo me faltaba mirar en la planta de arriba, así que me armé de valor y, atravesando la oscuridad que había en las escaleras, llegué arriba. Allí solo había una buhardilla. Entré, con el cuchillo en la mano, pero no había nadie allí. De repente, escuché un ruido que provenía de la planta de abajo. Me quedé quieta, sin moverme. Se seguían escuchando sonidos extraños. Poco a poco, bajé la escalera, temblorosa, al llegar abajo…había frente a mí una silueta, grande y oscura, que me miraba fijamente y no se movía. Yo me quedé inmóvil, casi sin respiración, pero entonces, la silueta se abalanzó sobre mí. Me sentía impotente y me faltaba el aire… ¡Ring, ring! Suena la alarma. Todo había sido un sueño, ¡menos mal! Pero ¿qué es esto? Estaba acostada en mi cama, pero en mi mano sostenía un cuchillo, el mismo que el de mi sueño. Me levanté deprisa y fui a la cocina. Sobre la mesa había restos del desayuno, un desayuno que no recordaba haber preparado Patricia Fernández-Luna Martínez (1º Bachillerato)

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PARA QUE NADIE TERMINE CON “MAL SABOR DE BOCA”

Morcilla de chocolate Ingredientes 1 tableta de chocolate para fundir (200 gr) 200 gr de galletas maría 100 gr de almendras crudas o nueces 100 gr de mantequilla 150 gr de nata para cocinar

Elaboración 1. En un bol poner la mantequilla con el chocolate en el microondas a fundir. 2. En un cazo calentar un poco la nata líquida. 3. Mientras tanto, en otro bol grande picar las galletas en trozos pequeños (pero no completamente). 4. Mezclar todos los ingredientes y meterlos en una bolsa transparente de autocierre (que ocupe una tercera parte de la bolsa, se pueden llenar varias

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bolsas) compactamos bien todo en el final de la bolsa y la enrollamos. A la nevera 24h. 5. Al día siguiente, cuando la saques de la nevera y la cortes verás que tiene el mismo aspecto que la morcilla, pero con riquísimo sabor dulce. 6 Añadir azúcar glass por encima.

Luís Miguel Espadas (1º Bachillerato)

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