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Der Blaue Reiter Wassily Kandinsky Der Blaue Reiter 1912 SOBRE LA CUESTIÓN DE LA FORMA Las necesidades alcanzan su madurez cuando les llega la hora. Dicho de otra manera, el espíritu creador (que puede llamarse espíritu abstracto) encuentra entonces acceso al alma, luego a las almas y provoca una aspiración, un impulso interior. Cuando se encuentran reunidas las condiciones necesarias para la maduración de una forma precisa, esa aspiración y ese impulso interior adquieren el poder de crear en el espíritu humano un nuevo valor, que comienza a vivir consciente o inconsciente-mente en el hombre. A partir de ese instante, el hombre busca consciente o inconscientemente una forma material para el nuevo valor que vive en él en una forma espiritual. Quiere decir que el valor espiritual se halla en busca de una materialización. La palabra material desempeña aquí el papel de un "almacén" en el que el espíritu, cual un cocinero, elige lo que es necesario en su caso. Ése es el elemento positivo, creador. Ése es el bien: el rayo blanco que fecunda. Ese rayo blanco conduce a la evolución, a la elevación; detrás de la materia, en el seno de la materia misma se oculta el espíritu creador. El velo que envuelve el espíritu en la materia es con frecuencia tan grueso que en general pocos son los hombres capaces de distinguirlo. Y es así como en nuestros días mucha gente no ve el espíritu en la religión o en el arte. Hay épocas que niegan el espíritu porque, en esas épocas, los ojos de los hombres son en general incapaces de ver el espíritu. Así ocurría en el siglo XIX y así ocurre aún hoy en términos generales. Los hombres están enceguecidos. Una mano negra se posa sobre sus ojos. Es la mano del que odia. Quien odia trata por todos los medios de frenar la evolución, la elevación. Y aquí tenemos el elemento negativo, destructor: la mano negra que siembra la muerte. La evolución, el movimiento hacia adelante y hacia arriba, sólo son posibles cuando el camino está libre, cuando ninguna barrera se yergue en la vía. Ésta es la condición exterior. 2
La fuerza que impulsa al espíritu humano hacia adelante y hacia lo alto (cuando el camino está libre) es el espíritu abstracto. Naturalmente es preciso que el espíritu abstracto resuene y pueda hacerse oír. El llamado debe ser posible. Ésa es la condición interior. Destruir esas dos condiciones es el medio a que apela la mano negra para oponerse a la evolución. Los instrumentos que utiliza son el miedo a la vía libre, el miedo a la libertad (trivialidad) y la sordera a la voz del espíritu (materialismo estrecho). Ésa es la razón por la cual los hombres consideran con hostilidad todo valor nuevo. Se intenta combatirlo mediante el sarcasmo y la calumnia. Se presenta a quien instaura ese valor nuevo como un individuo ridículo y deshonesto. Se insulta el valor nuevo, se lo escarnece. Ése es el aspecto siniestro de la vida. La alegría de la vida estriba en el triunfo irresistible y constante del valor nuevo. Esta victoria se desarrolla lentamente. El valor nuevo conquista poco a poco a los hombres. Y cuando se hace indiscutible a los ojos de muchos, el hombre convierte ese valor, ahora indispensable, en un muro erigido contra el futuro. La metamorfosis del valor nuevo (fruto de la libertad) en una forma petrificada (muro erigido contra la libertad) es obra de la mano negra. Toda evolución, es decir, el desarrollo interior y la civilización exterior, consiste pues en desplazar las barreras. Las barreras están siempre construidas con los valores nuevos que derribaron las viejas barreras. Comprende pues que en el fondo el elemento capital no es el valor nuevo sino que es el espíritu manifestado en ese valor, además de la libertad, condición necesaria de tales manifestaciones. Siguese de ello que no hay que buscar lo absoluto en la forma (materialismo). La forma está siempre ligada al tiempo, o sea que es relativa, pues no constituye sino el medio, hoy necesario, en virtud del cual la manifestación actual resuena y se comunica. La resonancia es, pues, el alma de la forma que sólo puede adquirir vida en virtud de ella y que obra desde el interior hacia el exterior. La forma es la expresión exterior de contenido interior. Por eso no debería divinizarse la forma, no debería lucharse por la forma sino en la medida en que ésta pueda servir para expresar la resonancia interior. Por eso no debería buscarse lo esencial en una forma dada. Es preciso comprender correctamente esta afirmación. Para cada artista (artista productivo y no "seguidor") su medio de expresión es el mejor, puesto que éste materializa lo que el artista debe comunicar. Pero a menudo se llega a la conclusión errónea de que ese medio de expresión es o debería ser asimismo el mejor para los demás artistas. Como la forma no es más que una expresión del contenido y como el contenido difiere según los artistas, es evidente que pueden existir en la misma época muchas formas diferentes que son igualmente buenas. La necesidad crea la forma. Algunos peces que viven en aguas profundas no tienen ojos. El elefante posee una trompa. El camaleón cambia de color, etc. De esta suerte el espíritu de cada artista se refleja en la forma. La forma lleva el sello de su personalidad. Naturalmente, no se puede concebir la personalidad como una entidad situada fuera del tiempo y del espacio. Por el contrario en cierta medida, está sometida al tiempo (la época) y al espacio (su pueblo). Cada artista tiene algo que decir, lo mismo que cada pueblo, y por consiguiente también el pueblo al que pertenece un determinado artista. Esta relación se refleja en la forma y constituye el elemento nacional de la obra. Y por fin cada época tiene su misión, la cual permite que se manifiesten nuevos valores. El reflejo de ese elemento temporal es lo que se llama el estilo de una obra. La existencia de esos tres elementos que marcan una obra es inevitable. Cuidar para que se hallen presentes resulta no sólo superfluo sino dañoso, pues la violencia, también en este do-minio no puede sino resultar en una obra ilusoria, poco duradera. Por otro lado resulta evidentemente superfluo y dañoso pre-tender que uno solo de esos tres elementos predomine. Muchos artistas se esfuerzan hoy por colocar el acento sobre el elemento nacional, otros sobre el estilo y otros, como ha ocurrido reciente-mente, lo sacrifican todo al culto de la personalidad (de lo individual). Como ya dijimos al principio, el espíritu abstracto se adueña primero del espíritu del individuo para dominar luego un número cada vez mayor de hombres. En ese momento ciertos artistas sufren la acción del espíritu del tiempo, el cual los impulsa hacia formas afines entre sí, y que, por consiguiente, presentan una semejanza exterior. Ese momento coincide con la aparición de lo que se llama un movimiento. Éste es perfectamente legítimo e indispensable a un grupo de artistas (del mismo modo en que la forma individual es indispensable a un 3
artista). Y así como no hay que buscar lo esencial en la forma de un artista particular, no ha de buscárselo tampoco en esa forma colectiva. Para cada grupo, la forma adoptada por él es la mejor, puesto que ella constituye la mejor ilustración de lo que ese grupo tiene por misión comunicar. Pero no habría por ello que llegar a la conclusión de que esa forma es o debería ser la mejor para todos. En este dominio debe reinar una libertad total, debe admitirse, debe considerarse buena (artística), toda forma que sea una expresión exterior del contenido interior. En el caso contrario ya no se está al servicio del espíritu libre (el rayo blanco) sino que se está al servicio de la barrera petrificada (la mano negra). Llegamos pues aquí también al resultado expuesto más arriba en general el elemento esencial no es la forma (materia), sino el contenido (el espíritu). La forma puede pues producir un efecto agradable o desagradable, manifestarse bella o fea, armoniosa o inarmónica, hábil o torpe, refinada o grosera, etc.... y sin embargo no debe aceptársela o rechazársela por cualidades consideradas positivas o por cualidades sentidas como negativas. Todas esas nociones son absolutamente relativas; lo que se comprueba al punto si se considera la serie infinita de formas ya caducas. La forma en sí misma es enteramente relativa. Es así como hay que apreciarla y concebirla. Debemos colocarnos frente a una obra y dejar que su forma obre sobre nuestra alma y, a través de su forma, su contenido (espíritu, resonancia interior). Si no lo hacemos así elevamos lo relativo a la jerarquía de lo absoluto. En la vida práctica será difícil encontrar un hombre que que-riendo ir a Berlín, se apee del tren en Ratisbona. Y sin embargo en la vida del espíritu apearse en Ratisbona es cosa bastante corriente. Y a veces hasta ocurre que, como el maquinista no quiere ir más lejos, todos los pasajeros descienden en Ratisbona. ¡Cuánta gente que buscaba a Dios se detuvo por fin ante una figura tallada en madera! ¡Cuánta gente que buscaba el arte permaneció prisionera de una forma que un artista había utilizado para sus propios fines, por más que se tratara de un Giotto, de Rafael, de Durero o de van Gogh! En suma hay que postular este principio: lo esencial no es que la forma sea personal, nacional, de un hermoso estilo, que corresponda o no a la corriente general de la época, que sea afín o no a un gran número o a un pequeño número de formas, que se encuentre aislada o no; lo esencial, en la cuestión de la forma, estriba en saber si ésta ha nacido o no de una necesidad interior. * Asimismo la aparición de las formas en el tiempo y el espacio debe explicarse por la necesidad interior que rige ese tiempo y ese espacio. Por eso será finalmente posible discernir los caracteres distintivos de una época y de un pueblo dado y componer una lista esquemática de ellos. Cuanto más grande sea una época —o dicho de otra manera, cuanto más numerosas sean sus aspiraciones a lo espiritual— tantas más formas producirá y habrá tantas más corrientes relacionadas con la época entera (es decir, movimientos animados por grupos), lo cual es obvio. Esos caracteres distintivos de una gran época espiritual (cuyo advenimiento se ha profetizado y que hoy se manifiesta en uno de sus primeros estadios) los discernimos nosotros en el arte actual. Esos caracteres son: 1. una gran libertad, ilimitada para algunos, 2. que nos permite oír la voz del espíritu, 1. al cual vemos manifestarse en las cosas con una fuerza particular, 2. que se servirá poco a poco, y ya se sirve, de todos los dominios espirituales como de otros tantos instrumentos. 3. que, en cada dominio espiritual —luego también en las artes plásticas (especialmente en la pintura)— crea numerosos medios de expresión (formas) individuales o de grupos, 4. que dispone hoy de todo el conjunto de las cosas existentes, o dicho de otra manera, que utiliza como elemento formal lodos los materiales, desde el más "duro" hasta la abstracción bidimensional. Volvamos a tomar estos diferentes puntos para desarrollarlos. 1. La libertad se expresa en el esfuerzo que realiza el espíritu para liberarse de las formas que ya han cumplido su papel —de las formas viejas— y para crear formas nuevas, infinitamente diversas. 2. La búsqueda involuntaria de los límites extremos que pueden alcanzar los medios de expresión de la época actual (medios de expresión de la personalidad, del pueblo, del tiempo) implica, por otro lado, que esa libertad, aparentemente absoluta, pero determinada por el espíritu del tiempo, se subordine a la búsqueda y se precise la dirección en que ha de realizarse ésta. El insecto que dentro de un vaso de vidrio corre de aquí para allá en todos los sentidos, cree que goza de una libertad ilimitada, pero pronto choca contra la pared de vidrio y entonces puede mirar al otro lado, pero no ir más allá 4
del vidrio. Sin embargo, si movemos el vaso hacia adelante, daremos al insecto la posibilidad de que recorra un nuevo trecho, pues su desplazamiento está determinado por la mano que desplaza el vaso. Nuestra época, que se cree absolutamente libre, chocará también con límites determinados, pero esos límites se desplazarán "mañana". 3. Esta libertad aparentemente total y la intervención del espíritu se deben a que hoy comenzamos a experimentar el espíritu, la resonancia interior en todas las cosas. Al propio tiempo, esa capacidad que comenzamos a poseer produce un fruto más maduro por el concurso de la libertad, aparentemente total, y de la intervención del espíritu. 4. No intentaremos aquí precisar esos efectos tales como ellos se manifiestan en los dominios espirituales. Así y todo ha de comprenderse que, tarde o temprano, se reflejará en todas partes la colaboración de la libertad y del espíritu. ** 5. En las artes plásticas (y muy especialmente en la pintura), encontramos hoy una cantidad sorprendente de formas que se manifiestan o bien como formas creadas por grandes personalidades individuales, o bien como formas propias de grupos ente-ros de artistas pertenecientes a una gran corriente, cuya dirección es perfectamente precisa.
* Es decir, que no hay que convertir la forma en un uniforme. Las obras de arte no son soldados. En el mismo artista una única y misma forma puede ser a veces la mejor y otras veces la peor. En el primer caso la forma procede de la necesidad interior; en el segundo caso, de la necesidad exterior: de la ambición y de la ambición y de la codicia. * He tratado de manera más detallada este tema en mi obra Du spirituel dans l'art (ed. R. Piper y Cía.), Munich.
Sin embargo, detrás de la gran diversidad de esas formas, es fácil reconocer una aspiración común. Y precisamente en ese movimiento masivo discernimos el espíritu de las formas que se imponen a toda una época. De manera que basta decir: todo está permitido. Pero lo que está permitido hoy tiene así y todo límites que no pueden franquearse y lo que está prohibido hoy se mantiene inquebrantablemente. No deberíamos fijarnos límites, puesto que de todas maneras esos límites existen. Y ello ocurre así no sólo en el caso del transmisor (el artista), sino también en el caso del receptor (el público) Este puede y debe seguir al artista y no debería abrigar el menor temor de que el artista lo dirija por malos caminos. El hombre no es capaz de moverse en línea recta ni físicamente (pensemos en los senderos abiertos de los campos); y menos aún espiritualmente. De todos los caminos espirituales, el camino recto es a menudo el más largo, pues es el camino equivocado, siendo así que el que parece malo resulta frecuentemente el mejor. El "sentimiento" expresado con elevación colocará tarde o temprano al artista y al público en el buen camino. El apegarse temerosamente a una forma conduce inevitablemente a un callejón sin salida, pero el sentimiento sincero conduce a la libertad. En el primer caso se obedece a la materia, en el segundo al espíritu: el espíritu crea una forma y pasa a otras formas. 3. El ojo dirigido a un punto (ya se trate de la forma, ya se trate del contenido) no puede abarcar una gran superficie. El ojo que vaga distraídamente sobre una gran superficie percibe en ella el conjunto o una parte, pero se aferra a disparidades exteriores y se pierde en contradicciones. La causa de esas contradicciones estriba en la diversidad de los medios que el espíritu actual toma (en apariencia sin el menor plan) del conjunto de los materiales disponibles. Mucha gente habla de "anarquía" cuando quiere calificar el estado actual de la pintura. Y el mismo reproche se hace a la música contemporánea. Esa gente cree, equivocadamente, que está asistiendo a una conmoción desordenada Pero la anarquía implica método y orden, método y orden no producidos por una violencia exterior que en última instancia es engañosa, sino creados por el sentimiento de lo que está bien. Vemos pues que también aquí se levantan límites, pero límites que debemos calificar de interiores y que deben reemplazar a los límites exteriores. Y tales límites se llevan cada vez más lejos, de lo que resulta una libertad que crece sin cesar y que, por su parte, abre el camino a nuevas manifestaciones. El arte actual, que cabe en efecto calificar como anárquico en este sentido, no sólo refleja el punto de vista espiritual ya alcanzado, sino que, en virtud de su fuerza de materialización, traduce lo espiritual suficientemente maduro para manifestarse. Las formas que el espíritu tome del conjunto de materiales disponibles se ordenan en general alrededor de 5
dos polos: • la gran abstracción. • el gran realismo. Esos dos polos abren dos caminos que conducen en última instancia a un solo fin. Entre esos dos polos se sitúan las numerosas combinaciones de lo abstracto y de lo real en sus variadas formas. Esos dos elementos existieron siempre en arte. Uno designado como "puramente estético"; el otro como "objetivo". El primero se expresaba en el segundo en tanto que el segundo estaba al servicio del primero. Tratábase de una cuestión de dosificación variable que aparentemente trataba de alcanzar la cúspide de lo ideal en un equilibrio absoluto. Parece que hoy ese ideal ya no constituye un fin para nosotros, que el astil que sostenía los platillos de la balanza hubiera desaparecido y que los dos platillos tuvieran la intención de desarrollar una existencia independiente. También aquí, el esta destrucción de la balanza ideal, se barrunta algo "anárquico". Según todas las apariencias, el arte ha puesto término a la agra-dable complementación de lo abstracto y de lo objetivo. Por una parte, el artista quita al elemento abstracto el apoyo anecdótico a expensas del elemento objetivo y deja al público en la incertidumbre. Suele decirse: el arte abandona la tierra firme. Por otra parte el artista aparta, mediante la abstracción, toda idealización anecdótica del elemento objetivo, de manera que el público se siente clavado en la tierra. Y entonces se dice: el arte abandona lo ideal. Las quejas provienen de que el sentimiento no está suficientemente desarrollado. La costumbre de prestar especial atención a la forma y de atenerse a la forma tradicional del equilibrio de que hemos hablado extravía el sentimiento del público y le impide sentirla obra de arte con espíritu libre. El gran realismo, que apenas está aflorando, se esfuerza por eliminar del cuadro el elemento estético exterior a fin de expresar el contenido de la obra por la simple restitución ("inestética") del objeto en toda su simplicidad y toda su desnudez. La envoltura exterior del objeto —así concebida y fijada en el cuadro y la concomitante eliminación de la importuna belleza convencional liberan con máxima seguridad la resonancia interior de las cosas. Cuando el elemento "estético" se encuentra reducido al mínimo, precisamente por medio de esta envoltura, se manifiesta más vigorosamente el alma del objeto, y entonces la halagadora belleza exterior ya no desvía al espíritu. * Y esto es posible únicamente porque nosotros nos hacemos cada vez más capaces de entender el mundo tal como es, es decir, sin agregarle interpretaciones embellecedoras. El elemento "estético" reducido al mínimo debe reconocerse como el elemento abstracto más vigoroso. * * A este realismo se opone la gran abstracción que se esfuerza por eliminar de una manera aparentemente total el elemento objetivo (real) y procura traducir el contenido de la obra en formas "inmateriales". Así concebida y fijada en un cuadro, la vida abstracta de las formas objetivas reducidas al mínimo, con notable predominio de las unidades abstractas, revela con la máxima seguridad la resonancia interior de la obra. Y así como el realismo refuerza la resonancia interior eliminando lo abstracto, la abstracción refuerza esa resonancia eliminando lo real. En el primer caso, trátase de la belleza convencional, exterior y halagadora; en el segundo, del objeto exterior, al que el ojo está acostumbrado y que sirve de apoyo al cuadro. La "comprensión" de esta clase de cuadros exige la misma liberación que la "comprensión" de los cuadros realistas: también frente a ellos debemos ser capaces de entender el mundo entero tal como es, sin agregarle interpretación alguna referida a objetos. Esas formas abstractas (líneas, superficies, manchas, etc.) no tienen importancia como tales sino que la tienen únicamente por su resonancia interior, por su vida, así como en las obras realistas lo que cuenta no es el objeto mismo o su envoltura exterior, sirio que lo que cuenta es su resonancia interior, su vida. En el arte abstracto, el elemento "objetivo" reducido al mínimo debe reconocerse como el elemento real más vigoroso.*** Vemos pues que en definitiva si en el gran realismo el elemento real aparece como ostensiblemente importante y el elemento abstracto aparece como ostensiblemente débil —relación que parece inversa en la gran abstracción—, esos dos polos son en última instancia equivalentes, es decir, en relación con el fin perseguido. Realismo = abstracción Abstracción = realismo. La mayor desemejanza exterior se convierte en la mayor semejanza interior. Algunos ejemplos nos permitirán pasar del dominio de la reflexión al terreno de las cosas tangibles. Si el lector considera con nuevos ojos cualquier letra de estos renglones, o dicho de otra manera, si no la considera como un signo conocido que forma parte de la palabra, sino que la mira como una cosa, ya no verá en esa letra una forma abstracta creada por el hombre con miras a un cierto fin —la designación de un 6
determinado sonido— sino una forma concreta que por sí misma produce una cierta impresión exterior e interior, independiente de su forma abstracta. En este sentido, la letra se compone: 1. de una forma principal -su aspecto global- que puede manifestarse (dicho muy groseramente) como "alegre", "triste", "dinámica", "lánguida", "provocativa", "orgullosa". 2. de diferentes líneas orientadas de diversas maneras que a su vez producen una impresión "alegre", "triste", etc. Si el lector adquiere conciencia de esos dos elementos, experimentará en seguida el sentimiento que produce esa letra como un ser que posee una vida interior.
* El contenido de la belleza convencional ha absorbido al espíritu y ya no encuentra en él alimento nuevo. La forma de esta belleza procura al ojo corporal —que es perezoso— los goces a qué está acostumbrado. Así, el efecto de la obra no sale del dominio de lo corporal y la experiencia espiritual se hace imposible. Por eso esta belleza constituye con frecuencia una fuerza que no conduce hacia el espíritu sino que desvía de él. ** La disminución cuantitativa del elemento abstracto equivale pues a su aumento cualitativo. Nos hallamos aquí ante una ley esencial: la amplificación exterior de un medio de expresión puede disminuir su fuerza interior: 2+ 1 son entonces menos que 2 - 1. Esta ley se verifica naturalmente también en la más pequeña forma de expresión: una mancha de color pierde frecuentemente su intensidad y en consecuencia su efecto, por la intensificación exterior de su fuerza. Para dar a los colores un movimiento particularmente feliz a menudo hay que trabar el ritmo: una resonancia dolorosa puede obtenerse mediante la suavidad del color, etc.… Todo esto resulta de la ley de los contrastes y de sus consecuencias. En una palabra, la forma verdadera nace de la combinación del sentimiento y de la ciencia. Por ejemplo, si me es lícito apelar a una nueva comparación culinaria, un buen manjar resulta de la combinación de una buena receta (en la cual se indican exactamente todas las cantidades) y del sentido del cocinero. El auge del saber es uno de los grandes rasgos característicos de nuestro tiempo: la ciencia estética va ocupando paulatinamente el lugar que le corresponde. En el futuro será el "bajo fundamental", por más que su desarrollo comporte un número infinito de vicisitudes . *** Volvemos a encontrar, pues, en el polo opuesto, la ley ya mencionada, según la cual la disminución cuantitativa equivale a un aumento cualitativo.
Y que no se nos objete que la letra en cuestión no producirá en cada cual la misma impresión. Esa diferencia es secundaria; en general cualquier cosa obra de una determinada manera en un individuo y de otra manera en otro individuo. Comprobamos que la letra se compone de dos elementos que expresan así y todo y en última instancia una sola resonancia. Las líneas tomadas aisladamente pueden ser "alegres", en tanto que la impresión global (elemento 1) puede producir un efecto de "tristeza", etc. Los diferentes movimientos del segundo elemento, son partes orgánicas del primero. En toda melodía, sonata o sinfonía, observamos la misma subordinación de los elementos aislados a un solo efecto de conjunto. Y lo mismo cabe decir de un dibujo, de un bosquejo, de un cuadro. Aquí se manifiestan leyes de la construcción. Pero por el momento sólo queremos subrayar un punto: la letra produce cierto efecto y ese efecto es doble: 1. obra como signo que tiene un fin, 2. obra, primero en cuanto forma, luego en cuanto resonancia interior de esa forma, por sí mismo y de una manera completamente independiente. Llegaremos a la conclusión de que el efecto exterior puede diferir del efecto interior, producido por la resonancia interior, lo cual constituye uno de los medios de expresión más vigorosos y más profundos de toda composición. * Consideremos otro ejemplo. En el mismo libro vemos un guión. Si éste está bien colocado —como lo hago yo aquí— nos hallamos frente a un signo que posee una significación práctica y un fin. Si prolongamos ese pequeño trazo, conservándole así y todo el lugar correcto, el signo conservará su sentido, pero el carácter insólito de esa prolongación le conferirá una coloración indefinible: el lector se preguntará por qué el rasgo es tan largo y si esa longitud no poseerá una significación práctica y un fin. Coloquemos el mismo guión de manera incorrecta (como —yo lo hago aquí). El trazo perderá su significación y su fin, suscitará la sensación de un error de imprenta, asumirá un carácter negativo. Coloquemos el mismo rasgo sobre una página en blanco y, por ejemplo, prolonguémoslo y démosle una forma redonda. Este caso se parece mucho al anterior, salvo que ahora pensamos (mientras subsista la esperanza de una explicación) que el trazo posee una significación y un fin. Pero luego, si no le descubrimos ninguna explicación, tomará un carácter negativo. Sólo que como el libro presenta este o aquel rasgo no podemos excluir definitivamente que tenga un sentido. Tracemos ahora una línea en un medio que escape completa-mente a toda finalidad práctica, por ejemplo, sobre una tela. Mientras el espectador (aquí ya no se trata de un lector) la considere como un medio de delimitar un objeto, permanecerá sometido a la impresión de la finalidad práctica. Pero en el instante en que ese espectador se diga que en pintura el objeto práctico desempeña casi siempre sólo un papel fortuito y no ya puramente pictórico y que la línea posee a menudo una significación puramente pictórica ** su alma se hará capaz de sentir la resonancia puramente interior de esa línea. 7
El objeto, la cosa, ¿quedan por ello eliminados del cuadro? No, la línea, según vimos, es una cosa que tiene un sentido y una finalidad práctica, lo mismo que una silla, una fuente, un cuchillo, un libro. Y, en nuestro último ejemplo, se utilizó esa cosa como un medio puramente pictórico, con exclusión de los otros aspectos que puede poseer… o sea, en su resonancia puramente interior. Si en consecuencia una línea queda exenta de la obligación de designar una cosa en un cuadro y se comporta ella misma como una cosa, su resonancia interior ya no se encuentra debilitada por ningún papel secundario y ella adquiere su plena fuerza interior. Llegamos así a la conclusión de que la abstracción pura (como el realismo puro) se sirve de las cosas en la existencia material de éstas. La mayor negación del objeto y su mayor afirmación son equivalentes. Y esa equivalencia se justifica por la persecución de un mismo fin: la expresión de la misma resonancia interior. Vemos pues que en principio no tiene importancia que el artista recurra a una forma real o a una forma abstracta, pues ambas son interiormente equivalentes. La elección ha de corresponder al artista que debe saber mejor que nadie por qué medio será capaz de materializar más claramente el contenido de su arte. En términos más abstractos podemos decir que en principio no existe el problema de la forma. En efecto, si existiera en principio un problema de la forma, éste podría tener también una solución. Y todos los que conocieran esa solución estarían en condiciones de crear obras de arte, lo cual querría decir que el arte ya no existiría. En términos prácticos, el problema de la forma se transforma en otra cuestión: ¿Qué forma debo utilizar en este caso para llegar a la ex-presión necesaria de mi sentimiento interior? En un caso dado la respuesta es siempre de una precisión científica absoluta, pero sólo tiene un valor relativo * Aquí no puedo sino rozar estos grandes problemas. Al profundizar-los por sí mismo, el lector descubrirá por su propia cuenta lo que, por ejemplo, entraña He misterioso y excelente esta última conclusión. ** Van Gogh utilizó la línea como tal con particular fuerza y sin intención de delimitar el objeto.
en otros casos; dicho de otra manera, la forma, que en un caso es la mejor, puede ser la peor en otros casos: todo depende de la necesidad interior que es lo único que puede hacer que una forma sea correcta. Una forma no puede tener significación para un público sino cuando la necesidad interior la elige, obedeciendo a la presión del tiempo y del lugar, entre otras formas que le son afines. Esto en nada modifica la significación relativa de la forma que puede ser correcta en un caso y falsa en muchos otros. Todas las reglas que se descubrieron en el arte antiguo y las que se descubran después —reglas a las que los historiadores del arte asignan una exagerada importancia— nada tienen de general esas reglas conducen al arte. Si yo conozco las reglas de la carpintería, siempre seré capaz de construir una mesa. Pero aquel que conoce las presuntas leyes de la pintura nunca estará seguro de poder crear una obra de arte. Esas reglas, que pronto constituirán la "base fundamental" de la pintura, no son otra cosa que el conocimiento del efecto interior que puedan producir los diferentes medios y sus combi-naciones. Pero nunca existirán reglas que permitan en un caso dado emplear la forma necesaria para producir este o aquel efecto y que permitan combinar los diferentes medios. Resultado práctico: Nunca hay que creer a un teorizador (historiador del arte, crítico, etc.) cuando afirma que ha descubierto una falta objetiva en una obra. Lo único que un teorizador tiene derecho a afirmar es que todavía él no conocía esta o aquella aplicación de un medio. Los teóricos que censuran o alaban una obra partiendo del análisis de las formas ya existentes son los agentes intermediarios más perniciosos y engañosos, pues levantan una pared entre la obra y el espectador que la contempla ingenuamente. Desde este punto de vista (a menudo, ¡ay! el único posible), la crítica de arte es el peor enemigo del arte. El crítico de arte ideal sería, pues, no aquel que trata de descubrir las "faltas",* los "errores", las "ignorancias", los "plagios", etc.., sino aquel que trata de sentir cómo obra esta o aquella forma y luego comunica al público lo que él ha experimentado. Por cierto que para hacer tal cosa el crítico debería poseer un alma de poeta, pues el poeta siente las cosas objetivamente para traducir subjetivamente su sentimiento. En una palabra, el crítico debería estar dotado de una fuerza creadora. Pero en realidad los críticos son muy frecuentemente artistas frustrados que fracasaron por carecer ellos mismos de esa fuerza creadora y que por esa misma razón se sienten llamados a dirigir a los demás. El problema de la forma tiene repercusiones funestas en los artistas por otra razón más. Al servirse de formas que les son extrañas hombres desprovistos de dotes artísticas (es decir, hombres a los que ningún instinto interior impulsa a ser artista crean obras artificiales que siembran la confusión. Precisemos nuestro pensamiento. Para la crítica, para el público y a menudo para los propios artistas, utilizar una forma extraña constituye un crimen, un engaño; pero en realidad esto es así sólo si el "artista" recurre a una forma extraña sin estar impulsado por una necesidad interior, pues en tales condiciones crea una obra artificiosa, sin vida. En cambio, cuando para expresar sus movimientos interiores y su experiencia, el artista se vale de ésta o de aquella forma "extraña" que corresponde su verdad interior, no hace sino 8
ejercer su derecho: el derecho que tiene de utilizar cualquier forma cuya necesidad interior él experimenta, ya se trate de un objeto de uso corriente, ya se trate de un cuerpo celeste, ya se trate de una forma materializada estéticamente antes por otro artista. Todo el problema de la "imitación" ** dista mucho de tener la importancia que le atribuye la crítica. *** Lo que está vivo permanece, lo que está muerto desaparece. En efecto, cuanto más lejos dirijamos la vista hacia el pasado, menos obras artificiales, mentirosas, descubrimos en él. Tales obras han desaparecido misteriosamente, únicamente subsisten las creaciones auténticas del arte, las que poseen", un alma (contenido) dentro de su cuerpo (forma). Si el lector considera cualquier objeto posado sobre su mesa (aunque sea tan sólo la colilla de un cigarro) captará su sentido exterior y al propio tiempo experimentará su resonancia interior, cosas siempre independientes la una de la otra; y así le ocurrirá en cualquier lugar y en cualquier tiempo, en la calle, en una iglesia, en el aire, en el agua, en una cuadra, en un bosque.
* Por ejemplo, "faltas de anatomía", "errores de dibujo", etc., o más adelante, transgresiones del "bajo fundamental" futuro. ** Ningún artista ignora las aberraciones de la crítica en este terreno. La crítica sabe que sobre todo en este punto puede formular las afirmaciones más desprovistas de sentido con impunidad completa. Por ejemplo, hace poco la Negra de Eugen Kahler, que es un buen estudio naturalista, se comparó... con un cuadro de Gauguin. Lo único que podía autorizar semejante comparación es la piel oscura del modelo (véase "Münchner Neueste Nachrichten", 12 de octubre de 1911). Y así se acumulan disparates de este estilo. *** La importancia exagerada que la crítica asigna a esta cuestión, le permite por eso mismo desacreditar impunemente al artista.
El mundo está lleno de resonancias. El mundo constituye un cosmos de seres que ejercen una acción espiritual. La materia muerta es espíritu vivo. Si del efecto independiente que resulta de la resonancia interior, sacamos las consecuencias que interesan a nuestro tema, vemos que esa resonancia interior se refuerza cuando el sentido exterior de objeto se pone entre paréntesis. Ese sentido está en efecto ligado al mundo práctico y en virtud de esa circunstancia ahoga la resonancia interior. Así se explica la impresión profunda que produce un dibujo de niño en un espíritu imparcial y sin prejuicios. El mundo práctico y sus fines son extraños al niño que mira todas las cosas con ojos ingenuos y que posee todavía bastante frescura para considerarlas en sí mismas. Sólo después y a través de múltiples experiencias a menudo penosas, el niño aprenderá paulatinamente a conocer el mundo práctico y sus fines. En todo dibujo de niño, sin excepción, la resonancia interior del objeto se manifiesta por sí misma. Los adultos, especial-mente los maestros, se esfuerzan por inculcar al niño el cono-cimiento del mundo práctico y critican su dibujo, situándose en el punto de vista de la chatura: "Tu hombrecito no puede andar, puesto que sólo tiene una pierna". "Tu silla es coja, nadie puede sentarse en ella." * Entonces el niño se burla de sí mismo, cuando en realidad debería llorar. Además el niño dotada posee no sólo la facultad de eliminar del objeto lo que éste tiene de exterior, sino el poder de revestir el alma del objeto con la for ma en donde aquélla se manifiesta más vigorosamente, donde aquélla actúa (o "habla", como también se dice) con la mayor intensidad. Toda forma comporta muchos aspectos. Continuamente descubrimos en ella felices propiedades. Sólo quiero hacer resaltar aquí un rasgo característico e importante de los dibujos logrados de niños: su composición. Lo que en esos dibujos salta a la vista es la realización inconsciente, espontánea de lo que decíamos más arriba al hablar de la letra de un libro. Su aspecto global es frecuentemente preciso, de una precisión que a veces llega hasta lo esquemático y las formas particulares, constitutivas de la forma global, están dotadas de una existencia propia (véase por ejemplo, los Árabes de Lidia Wieber). En el niño hay una inmensa fuerza inconsciente que se expresa en sus dibujos y que lleva a cabo obras que igualan a las de los adultos (cuando no las superan de lejos).* Todo fuego termina en cenizas. Todo brote demasiado precoz está amenazado por la helada. Todo talento por una academia. Y esto no es una humorada, sino la triste realidad. La academia es el medio más seguro de dar el golpe de gracia al genio infantil de que acabamos de hablar. La academia pone trabas hasta a un talento impar y vigoroso. En cuanto a los genios menos brillantes, perecen por centenares. Un hombre medianamente dotado que haya recibido una formación académica puede caracterizarse como un individuo que asimiló la práctica, pero que se ha con-vertido en un ser sordo a la resonancia interior. Confeccionará dibujos "correctos", pero carentes de vida. Cuando un individuo sin formación artística, es decir, desprovisto de conocimientos artísticos objetivos, pinta cualquier cosa el resultado nunca es una obra falsa. Tenemos aquí un ejemplo de la acción de la fuerza interior que sólo se ve influida por el conocimiento general del mundo práctico y de sus fines. 9
Pero como en ese caso tal conocimiento general sólo puede intervenir de una manera limitada, el elemento exterior del objeto se encuentra asimismo eliminado (menos que en el niño, pero así y todo en buena medida) y la resonancia interior gana en vigor: aquí nace una cosa no muerta sino viva. Jesucristo dijo: "Dejad que los niños vengan a mí, pues el Reino de los Cielos les pertenece". El artista, que se parece mucho al niño durante toda su vida, es a menudo más apto que cualquier otro para percibir la resonancia interior de las cosas. En relación con esto es interesante ver con qué simplicidad y seguridad el compositor Arnold Schönberg utiliza los medios de la pintura. En general, sólo le preocupa la resonancia interior. Deja a un lado todos los floreos y adornos y de esta manera la forma más "pobre" se convierte entre sus manos en la más rica (véase su autorretrato). Estamos tocando aquí las raíces del nuevo gran realismo. Al mostrar sencilla y exclusivamente la envoltura exterior de una cosa, el artista la aísla ya del mundo práctico y de sus fines para revelar la resonancia interior. Henri Rousseau, a quien debemos considerar como el padre de ese realismo, mostró el camino de una manera tan sencilla como convincente (véase su retrato y sus otros cuadros).* Henri Rousseau abrió el camino para posibilidades nuevas de la simplicidad. Para nosotros este aspecto de su talento tan variado es en la actualidad el más importante.
* Como ocurre tan frecuentemente, aquí se dan lecciones a quienes deberían enseñar... y luego nos maravillamos de que los niños dotados no den nada. ** Encontramos este asombroso don de la composición en "el arte popular" (por ejemplo, en los exvotos de los apestados procedentes de la iglesia de Murnau).
Una relación cualquiera debe unir entre sí los objetos o las partes del objeto. Ésta puede ser ostensiblemente armoniosa u ostensiblemente inarmónica. El artista puede crear un ritmo esquematizado u oculto. La dirección actual del arte, que empuja irresistiblemente a los artistas a valorizar la composición de sus obras y a revelar las leyes futuras de nuestra gran época es la fuerza que los obliga a orientarse hacia un solo fin a través de diversos caminos. Es natural que en ese caso el hombre se vuelva hacia lo que es lo más regular y a la vez lo más abstracto. Vemos así cómo diferentes períodos artísticos utilizaron el triángulo como base de la construcción. Ese triángulo era frecuentemente equilátero, lo que ponía de relieve el valor del número, es decir, el elemento abstracto de esa forma. En la búsqueda de relaciones abstractas que caracteriza a nuestra época, el número desempeña un papel capital. Toda forma numérica es fría como la cúspide de un pico cubierto de hielos y, en virtud de su regularidad absoluta, firme como un bloque de mármol. La fórmula numérica es fría y firme como toda necesidad. En el origen de lo que se llama cubismo se encuentra el deseo de reducir la composición a una fórmula. Tal construcción "matemática" es una forma que ha de conducir a veces —y en efecto, conduce cuando se la aplica metódicamente— a la destrucción completa de los lazos materiales que unen las partes de un objetos (considérese por ejemplo, a Picasso) . Este tipo de arte tiene por fin último la creación de obras que vivan por su propia organización y que por ello se conviertan en seres autónomos. Si, de una manera general, puede reprocharse algo a ese arte, es únicamente que recurra sólo a un empleo restringido del número. Todo puede traducirse en una fórmula matemática o sencillamente en un número. Pero existen muchos números: 1 a 0,3333… son seres parejamente legítimos, dotados de una resonancia interior igual. ¿Por qué contentarse con el 1? ¿Por qué excluir 0,3333 . .. ? La cuestión que se plantea es ésta: ¿Por qué habría que restringir la expresión artística recurriendo exclusivamente a los triángulos o a formas geométricas análogas? Repitámoslo: el esfuerzo de composición de los "cubistas" está directamente ligado a la necesidad de crear entidades puramente pictóricas que, por un lado, obran por intermedio del objeto representado y, por otro lado, alcanzan la abstracción pura por obra de las combinaciones variadas de sus resonancias. En un cuadro hay lugar (para la combinación de los elementos realistas y abstractos) entre la composición puramente abstracta y la composición puramente realista. Esas posibilidades de combinación son grandes y múltiples. En todos los casos la obra puede vivir con fuerza y el artista puede imponerle libremente su forma. El artista es y será libre de combinar los elementos abstractos y los elementos objetivos y de elegir entre la serie infinita de formas abstractas o entre los materiales que le ofrecen los objetos; dicho de otra manera, el artista tiene la libertad de elegir sus medios. Al hacerlo no obedece más que a su deseo interior. 10
Una determinada forma, hoy despreciada y desacreditada pues parece situada fuera de la gran corriente de la pintura, aguarda sencillamente a su maestro. Esa forma no está muerta, sólo está aletargada. Cuando el contenido —el espíritu que sólo puede manifestarse a través de esa forma aparentemente muerta— alcanza a la madurez, cuando suena la hora de su materialización, entrará en esa forma y hablará a través de ella. El profano (especialmente él) no debería aproximarse a una obra preguntándose lo que el artista no ha hecho; o dicho de otra manera, no debería formular esta pregunta: "¿En qué se permite el artista pasar por alto mis deseos?". Por el contrario debería preguntarse lo que el artista ha hecho y formularse esta interrogación: "¿Qué deseo interior personal ha expresado el artista en esta obra?". Creo que llegará la época en que la crítica considere también ella que su misión no es la de señalar los aspectos negativos, sino la de discernir y hacer conocer los resultados positivos, los éxitos, lo logrado. Frente a un producto del arte abstracto, la crítica contemporánea se pregunta ante todo: "¿Cómo puede distinguirse aún lo verdadero de lo falso en semejante obra?", o dicho con otras palabras: "¿Cómo descubrir aquí las faltas?". Ésa es una de sus principales preocupaciones. Frente a la obra de arte no deberíamos guardar la misma actitud que asumimos frente a un caballo que nos disponemos a comprar. En el caso del caballo, un defecto importante reduce a la nada todas las otras buenas cualidades que pudiera tener el animal y le quita todo su valor; en el caso de la obra de arte, la relación es inversa: una cualidad importante reduce a la nada todos los defectos que pudiera tener la obra y la hace preciosa. * La mayor parte de los cuadros de Rousseau mencionados aquí fue-ron tomados del libro caluroso y simpático de Uhde (Henri Rousseau, París, Eugéne Figuiére et Cié). Aprovecho esta ocasión para agradecer desde el fondo del corazón al señor Uhde por su amabilidad.
Una vez admitido este punto de vista, las cuestiones de forma planteadas en nombre de principios absolutos caerán por sí mis-mas; el problema de la forma tendrá el valor relativo que le conviene y el artista será libre por fin de elegir él mismo lo que le es necesario en cada obra. Antes de poner fin a estas breves consideraciones, desgraciadamente demasiadas someras, sobre la cuestión de la forma, quisiera hablar todavía en este libro de algunos ejemplos de construcción. Me veré obligado aquí a subrayar sólo un aspecto de las obras y a dejar de lado sus otras numerosas particularidades que caracterizan no sólo a una obra sino además al alma del artista. Los dos cuadros de Henri Matisse muestran cómo la composición "rítmica" (La danza) posee una vida interior y por lo tanto una resonancia diferentes de las de la composición en las que las partes del cuadro se yuxtaponen de una manera aparentemente arrítmica (La música). Esta comparación muestra acabadamente que lo esencial estriba sólo en un esquema claro, en una rítmica clara. La fuerte resonancia abstracta de la forma corporal no exige en modo alguno la destrucción del objeto. El cuadro de Marc (El toro) demuestra que tampoco existe una regla general en este dominio. El objeto puede pues conservar perfectamente su resonancia interior y exterior, sus diferentes partes pueden mudarse en formas abstractas de resonancia independiente y producir una impresión de conjunto abstracta. La naturaleza muerta de Münter muestra que la traducción desigual de los objetos sobre una tela puede realizarse no sólo sin daño sino que puede crear (si está correctamente efectuada) una resonancia interior vigorosa y compleja. El acuerdo exteriormente inarmónico es en este caso la causa del efecto interior armónico. Los dos cuadros de Le Fauconnier representan un ejemplo particularmente instructivo. Análogas formas "en relieve" producen aquí dos efectos interiores diametralmente opuestos sólo por la repartición de los "pesos". Abundancia da un sonido casi trágico por el acrecentamiento de los pesos; Paisaje lacustre hace pensar en un poema claro y transparente. Si el lector de esta obra es capaz de olvidar por un instante sus deseos, sus pensamientos y sus sentimientos y hojea estas páginas —que lo harán pasar de un exvoto a un Delaunay, de Cézanne a un grabado popular ruso, de una máscara a Picasso, de una composición pintada sobre vidrio a Kubin, etc., etc.- su alma experimentará múltiples vibraciones que lo harán penetrar en el dominio del arte. En esas obras no descubrirá imperfecciones flagrantes, faltas irritantes, sino que obtendrá de ellas un enriquecimiento del alma, ese enriquecimiento que sólo el arte es capaz de procurar. Después, el artista y el lector podrán pasar a consideraciones objetivas, a llevar a cabo un análisis científico. Quedará entonces manifiesto que todas las obras examinadas obedecen a un impulso interior (composición) y se asientan sobre una base interior (construcción). El contenido de una obra procede de uno u otro de los dos procesos en que hoy confluyen todos los movimientos secundarios (¿solamente hoy?, ¿no se tratará de un fenómeno que es particularmente visible hoy?). Esos dos procesos son: 11
1. La desintegración de la vida material, sin alma, del siglo XIX, esto es, el abandono de los apoyos materiales, considerados como los únicos sólidos, y la descomposición y disolución de las partes aisladas. 2. La edificación de la vida intelectual y espiritual del siglo XX, de la cual ya somos testigos y que se manifiesta y encarna ya hoy en formas expresivas y vigorosas. Estos dos procesos constituyen los dos aspectos del "movimiento contemporáneo". Sería presuntuoso pretender calificar lo que ya se ha alcanzado o restringir con un término preciso ese movimiento: la pérdida de la libertad nos castigaría en seguida y cruelmente. Como ya lo hemos dicho frecuentemente no debemos tender a la limitación, sino que debemos aspirar a la libertad. No debemos rechazar nada sin realizar un tenaz esfuerzo para descubrir la vida. Más vale tomar la muerte por la vida que la vida por la muerte. Aunque sea una sola vez. Lo que crezca no podrá hacerlo sino sobre un suelo liberado. El hombre libre se esfuerza por enriquecer todo lo que existe y deja que obre sobre él la vida de cada cosa… por más que se trate sólo de la de una cerilla a medias consumida. Sólo la libertad nos permite acoger el futuro. De esa manera no permaneceremos apartados, como aquel árbol seco en el que Jesucristo percibió la espada pronta a herir.
DE LA COMPRENSIÓN DEL ARTE La atmósfera espiritual de las grandes épocas está tan preñada de un deseo preciso, de una necesidad bien definida, que entonces resulta fácil hacerse profeta. Generalmente es esto lo que ocurre en períodos de cambio: la madurez interior que escapa a la mirada superficial imprime entonces una sacudida invisible e irresistible al péndulo de la vida espiritual. A los ojos del observador superficial, ese péndulo continúa oscilando en el mismo lugar. Sube siguiendo su marcha regular, se detiene un instante, un instante extremadamente breve en el extremo de su curva, y toma la dirección nueva, el camino nuevo. En ese instante increíblemente breve, cualquiera puede profe-tizar la nueva dirección del péndulo. Por eso resulta aún más curioso, casi increíble, que la "gran masa" no crea al "profeta". La "precisión", el espíritu analítico, las definiciones tajantes y rigurosas, las leyes rígidas, todo lo que vivió durante siglos para "desarrollarse" en el siglo XIX hasta dominarlo todo se hizo repentinamente tan extraño para espanto de nosotros, los hombres del siglo XX, se hizo tan caduco y, para muchos, tan inútil que es menester hacerse violencia para pensar que todo eso era de "ayer mismo" y para recordar que… "en mí subsisten aún muchos rasgos de aquella época". Este último pensamiento nos parece tan poco verosímil como la inminencia de nuestra propia muerte. Y el conocimiento en este dominio no es cosa fácil. No creo que hoy exista un solo crítico que no sepa que "el impresionismo está terminado". Algunos de ellos saben también que el impresionismo fue la conclusión natural de la voluntad de ser natural en el arte. Parece que hasta los procesos exteriores quisieran recuperar el "tiempo perdido". Las "cosas evolucionan" con una rapidez desesperante. Hace tres años, todo cuadro nuevo era recibido con insultos del gran público, del conocedor, del aficionado y del crítico. Hoy ya no se habla más que de cubo, de distribución de superficies, de yuxtaposición de colores, de verticalidad, de ritmo. Y eso es precisamente lo desesperante. Para decirlo de una manera sencilla: es absolutamente imposible que se empleen todos esos términos y se los comprenda. La gente se llena la boca con palabras de corte moderno y así "salen las apariencias". Se tiene miedo de parecer tonto y generalmente no se tiene idea del aire tonto que da justamente esa actitud. ¡Ni de la tontería real de esa actitud! En una palabra: no existe mal peor que la comprensión del arte. Porque el artista siente oscuramente ese mal, siempre tiene miedo de "explicar" sus obras y, en última instancia, de hablar de sus obras. Hay algunos que hasta piensan que se rebajan dando explicaciones. Por nada del mundo quisiera yo hacerlos descender de sus pináculos. 12
Dos leyes bien antiguas y eternamente jóvenes gobiernan el mundo del espíritu: 1. El miedo a la novedad, el odio a lo que todavía no se ha vivido. 2. La tendencia a dar presurosamente a esta novedad, a la cosa desconocida, un rótulo que le dará muerte. ¡Que se regocijen los malévolos! ¡Que se rían, pues esas son las más hermosas flores de su maloliente jardín! ¡Odio y palabras vacuas! ¡Viejos y fieles compañeros de lo que es grande y necesario! El odio cuida de darle muerte. Las palabras vacuas, de enterrarlo. Pero habrá resurrección. En nuestro caso, la resurrección vendrá de la no comprensión del arte. Hoy semejante afirmación podría parecer todavía una paradoja. Pero están cercanos los tiempos en que tal paradoja se convertirá en verdad clara e ineluctable. Explicar el arte, permitir que se lo comprenda, puede tener dos consecuencias: 1. Las palabras obran sobre el espíritu y suscitan en él numerosas representaciones. 2. Una consecuencia posible y feliz de este primer hecho es la de que asistimos así a un despertar de las fuerzas del alma, capaces de descubrir lo que constituye la necesidad de una obra dada: en ese caso se trata de una experiencia vivida de la obra. Existen dos clases de individuos: unos se contentan con vivir interiormente la realidad (y por lo tanto también la realidad interior y, entre otras cosas, la realidad de la obra dada); los otros procuran definir la experiencia que han vivido. En nuestro dominio únicamente cuenta la experiencia vivida, puesto que no puede darse definición alguna sin la experiencia previa. Sea ello lo que fuere, las dos consecuencias que acabamos de mencionar constituyen los resultados positivos de la explicación. Esas dos consecuencias son susceptibles (como toda realidad viva) de desarrollos ulteriores, ya que, en virtud de las representaciones que ellas suscitan y en virtud de la participación en la vida de la obra que ellas provocan, enriquecen el alma y la hacen progresar. Pero esta misma explicación (de la obra de arte) puede tener consecuencias enteramente diferentes: 1. Las palabras no suscitan nuevas representaciones sino que se limitan a aportar algún paliativo a los males de que sufre el alma; suele decirse: "Ahora yo también sé"; y la gente se regodea con esas palabras. 2. Una consecuencia posible y lamentable de este primer hecho es la de que esas palabras no suscitan el despertar de fuerza espirituales; por el contrario, una palabra sin vida (un rotulo ocupa el lugar de una obra viva. Resulta pues claro que la explicación como tal no puede acercarnos a la obra de arte. La obra de arte es el espíritu que, través de la forma, habla, se manifiesta, ejerce una influencia fecunda. Podrá criticarse la forma, podrá mostrarse qué forma se empleó en una determinada obra y por qué razones se hizo Pero todo ello no permite empero captar el espíritu de la obra. Del mismo modo, es fácil explicar de qué sustancias químico se compone un alimento: entonces se conocerán los componentes de dicho alimento, pero no su gusto. Y el hambre no se aplaca. Es evidente que, en el dominio del arte, las explicaciones sólo pueden obrar de una manera indirecta, que tienen, pues, dos aspectos y que por lo tanto abren dos caminos: el de la muerte y el de la vida. Se comprenden pues claramente las consecuencias espantosas que puede tener una explicación de la cual esté ausente toda vida Es claro, por último, que una real voluntad de comprensión aunque esté sublimada por el amor, no llega necesariamente a una explicación fecunda. Habrá una explicación fecunda únicamente si esa voluntad real sublimada por el amor se encuentra frente a otra voluntad real sublimada por el amor. De modo que no hay que abordar el arte con la razón y la inteligencia, sino que hay que hacer con el alma, con toda la existencia vivida. En el artista encontramos la razón y la inteligencia, así como encontramos provisiones en la alacena de una buena ama de casa, pues el artista debe disponer de todos los medios para alcanzar su meta. Y aquél para quien ha sido creada la obra debe abrir sus reservas su alma para vivirla. Entonces, también él conocerá la felicidad.
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Munich, Septiembre de 1912
LA PINTURA COMO ARTE PURO Contenido y forma Dos elementos constituyen la obra de arte: el elemento interior y el elemento exterior. El primero, tomado aparte, es la emoción del alma del artista. Esa emoción posee la capacidad de suscitar una emoción fundamentalmente análoga en el alma del espectador. Mientras el alma esté ligada al cuerpo, normalmente no puede entrar en vibración sino por intermedio del sentimiento. Éste es pues el puente que conduce de lo inmaterial a lo material (el artista) y de lo material a lo inmaterial (el espectador). Emoción-Sentimiento-Obra-Sentimiento-Emoción. El elemento interior de la obra es su contenido. Debe pues haber aquí una vibración del alma. Si esa vibración no existe no puede nacer la obra. Dicho con otras palabras, sólo puede nacer una apariencia de obra. El elemento interior, creado por la vibración del alma, es el contenido de la obra. No puede existir ninguna obra sin contenido. Para que el contenido, que primero vive "abstractamente", se convierta en obra, hace falta el segundo elemento —el elemento exterior— que sirve para materializarlo. Por eso el contenido aspira a un medio de expresión, a una forma "material". La obra es pues la fusión inevitable e indisoluble del elemento interior y del elemento exterior, es decir, del contenido y de la forma. El elemento determinante es el contenido. Así como la palabra no determina el concepto sino que el concepto determina la palabra, el contenido es el que determina la forma: la forma es la expresión material del contenido abstracto. De suerte que la elección de la forma está determinada por la necesidad interior y propiamente es ésta la única ley inmutable del arte. 14
Una obra nacida de la manera que acabamos de describir es "bella". Una obra bella es por consiguiente la relación regular de dos elementos, el interior y el exterior. Esa ligazón confiere a la obra su unidad. La obra se convierte en sujeto y, como pintura, es un organismo espiritual que, lo mismo que todo organismo material, consta de un gran número de partes diferentes Éstas, tomadas aisladamente carecen de vida, cual un dedo separado de la mano. La vida del dedo y su función racional están condicionadas por su combinación racional con las otras partes del cuerpo. Esta combinación racional es la construcción. La obra de arte está sometida a la misma ley a que está sometida la obra natural: la ley de la construcción. Sus diferentes partes cobran vida por obra del conjunto. En pintura, el número infinito de partes se divide en dos grupos: la forma dibujada y la forma pictórica. La combinación de las diferentes partes de los dos grupos, combinación que obedece a un plan y apunta a un fin, da como resultado el cuadro. La naturaleza Si aplicamos a obras estas dos definiciones (a componentes de la obra y especialmente del cuadro) nos encontramos con la presencia, aparentemente fortuita en el seno del cuadro, de componentes extraños a él. Queremos referirnos a lo que se llama la naturaleza. En nuestras dos definiciones no se ha asignado ningún lugar a la naturaleza. ¿De dónde proviene su presencia en el cuadro? El origen de la pintura fue el mismo origen de todas las de-más artes y de todos los actos humanos. Dicho origen fue pura-mente práctico. Cuando un cazador salvaje acosa durante días a la presa, lo hace impulsado por el hambre. Cuando en nuestros días un cazador principesco acosa a la presa, lo hace impulsado por el placer. Así como el hambre es un valor corporal, el placer es aquí un valor estético. Cuando un salvaje necesita sonidos artificiales para ejecutar su danza, es el instinto sexual lo que lo impulsa a emitirlos. Los sonidos artificiales, de los que procede al cabo de milenios la música contemporánea, incitaban al salvaje a realizar movimientos de acercamiento erótico que hoy llamamos danza. Cuando el hombre de hoy asiste a un concierto, no busca en la música un auxiliar práctico, sino que busca el placer. También en este caso, el instinto corporal y práctico se ha hecho estético. En otras palabras, la necesidad original del cuerpo se ha convertido, también en este caso, en necesidad del alma. Este refinamiento (o esta espiritualización) de las necesidades prácticas (o corporales) más simples comporta siempre y en todas partes dos consecuencias: el elemento espiritual se aísla del elemento corporal y se desarrolla de una manera independiente, en una evolución de la cual derivan las diferentes artes. Las leyes (del contenido y de la forma) que acabamos de mencionar intervienen aquí de una manera gradual y cada vez más precisa; son leyes que, en definitiva, obtienen de cada arte de transición un arte puro. Trátase de un crecimiento tranquilo, lógico y natural, semejante al crecimiento de un árbol. La pintura En la pintura se registra la misma evolución. 15
Primer período. Origen: deseo práctico de fijar el elemento corporal efímero. Segundo período. Desarrollo: la pintura se libera progresivamente de este fin práctico y progresivamente domina en ella el elemento espiritual. Tercer Período. Meta: la pintura alcanza el estadio más ele-vado del arte puro en el cual quedan totalmente eliminados los vestigios del deseo práctico. Aquí la pintura habla de espíritu a espíritu en una lengua artística; ella es un dominio de seres pictóricos espirituales (sujetos). En la situación actual de la pintura podemos distinguir estos tres rasgos en combinaciones diversas y en diversos grados. Desde este punto de vista, el rasgo característico del segundo período (desarrollo) es determinante. Precisemos: Primer período. Pintura realista (el realismo se entiende aquí tal como se desarrolló a través de la tradición hasta el siglo XIX): preponderancia del rasgo característico de origen, o sea, del deseo práctico de fijar el elemento corporal efímero (retratos, paisajes, temas históricos en un sentido directo). Segundo período. Pintura naturalista (en la forma del impresionismo, del neoimpresionismo y del expresionismo, bloque al que se incorporan parcialmente el cubismo y el fauvismo): eliminación del fin práctico y preponderancia gradual del elemento espiritual (eliminación cada vez más rigurosa y preponderancia cada vez más acusada a través del impresionismo, el neoimpresionismo y el expresionismo). Durante este período, la necesidad interior de conferir a lo espiritual una importancia exclusiva se hace tan intensa que el credo impresionista ya puede formularse así: "En arte, lo esencial es no lo que representa el artista (entendamos no el contenido estético sino la naturaleza) sino cómo lo representa. Manifiestamente, se asigna aquí tan poca importancia a los vestigios del primer período (origen) que la naturaleza se considera exclusivamente como un punto de partida, como un pretexto que permite expresar el contenido espiritual. En todo caso, los impresionistas adoptan y proclaman ya estos puntos de vista que forman parte de su credo. Sin embargo ese credo es en realidad sólo un pium desiderium de la pintura en su segundo período. En efecto, si la elección del objeto (naturaleza) fuera indiferente a esta pintura ella no debería lanzarse a la búsqueda de ningún "motivo". En esta pintura el objeto condiciona su tratamiento, de suerte que la elección de la forma no es libre, sino que depende del objeto. Si eliminamos de un cuadro de esta época el elemento objetivo (naturaleza) para dejar en él sólo el elemento puramente artístico, inmediatamente advertimos que ese elemento objetivo (naturaleza) constituye una especie de soporte, faltando el cual el edificio puramente artístico (construcción) se viene abajo por indigencia formal. O bien, adviértese entonces que tal eliminación sólo deja subsistir en la tela formas absolutamente indeterminadas, fortuitas e ineptas para vivir (en un estado embrionario). En esta pintura, la naturaleza ("lo que" se pinta en el sentido de esta pintura) no es pues un elemento accesorio, sino que es esencial. Esta eliminación del elemento práctico, objetivo (de la naturaleza) es posible sólo en el caso en que ese componente esencial sea reemplazado por otro, igualmente esencial: la forma puramente artística que puede conferir al cuadro el vigor de una vida independiente y elevarlo a la jerarquía de sujeto espiritual. Resulta claro que ese componente esencial no es otra cosa que la construcción que acabamos de describir y definir. Encontramos esa sustitución en el tercer período de la pintura, que comienza en nuestros días: en la pintura de composición. Según nuestro esquema de los tres períodos, en nuestros días hemos llegado, pues, al tercero, que designamos como la meta. En la pintura de composición que se está desarrollando ahora, distinguimos inmediatamente el rasgo característico de ese acceso al estadio ¡superior del arte puro!: los vestigios del deseo práctico pueden quedar enteramente eliminados, la pintura puede hablar de espíritu a espíritu en una lengua puramente artística; la pintura constituye un dominio de seres pictóricos espirituales (sujetos).
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Para cualquiera debe ser claro e indudable que un cuadro de este tercer período, sin el soporte procedente del fin práctico (del primer período) o procedente del contenido espiritual objetivamente sostenido (del segundo período) sólo puede existir como ser nacido de una construcción. El esfuerzo de reemplazar el elemento objetivo por el elemento constructivo —esfuerzo consciente o a menudo todavía inconsciente que hoy se manifiesta con vigor y se manifestará con vigor cada vez mayor— constituye el primer estadio del arte puro que ya se anuncia y para el cual las pasadas épocas del arte fuertes fases inevitables y lógicas. Con estas someras observaciones he intentado exponer esquemáticamente y a grandes trazos el conjunto de la evolución muy especialmente la situación actual. A ello se deben las numerosas lagunas que no me era posible llenar. De ahí proviene también la omisión de las desviaciones, tan inevitables en todo desarrollo como las ramas laterales de un árbol, a pesar de que ésta crezca hacia arriba. El desarrollo que todavía espera a la pintura mostrará a numerosas contradicciones y desviaciones aparentes, como ocurrió en el caso de la música que hoy es ya un arte puro. El pasado nos enseña que la evolución de la humanidad consiste en la espiritualización de numerosos valores. Entre tantos valores el arte ocupa el primer lugar. Entre las artes la pintura recorre el camino que va de la finalidad práctica a la finalidad espiritual, de lo objetivo a lo compositivo.
Conferencia de Colonia 1914
Mi desarrollo comprende tres fases: 1. La época de aficionado, que abarca mi niñez y juventud, época de impulsos indefinidos, las más veces atormentados, preñados de aspiraciones que para mí eran incomprensibles. 2. La época de mis estudios, en el curso de la cual esos impulsos cobraron poco a poco una forma más definida, más clara para mí mismo. Intentaba yo entonces expresarlos valiéndome de todas las clases de formas exteriores que me ofrecía la naturaleza exterior, valiéndome de los objetos. 3. La época en que ya utilicé conscientemente el material pictórico y en la cual adquirí conciencia de que la forma real era para mí superflua, en la que paulatina y penosamente me fui haciendo cada vez más capaz de extraer de mí no sólo el contenido, sino también la forma que le era adecuada; fue en consecuencia la época de paso a la pintura pura, llamada también pintura absoluta y la época en que tuve acceso a la forma abstracta que me era necesaria. Durante ese largo camino que yo debía recorrer, hube de apelar todas mis fuerzas para luchar contra la pintura tradicional. Un prejuicio caía después de otro, pero lentamente. Aparte de mis numerosos intentos prácticos, reflexioné mucho, quise resolver dichos problemas por la lógica. Y lo que lógicamente era fácil, o conseguía realizarlo en la práctica. Llegar al ergo representa por regla general una empresa fácil y llena de alegría en la mayoría de los casos. Sabemos lo que queremos con mucha más frecuencia que cómo realizarlo. Ese cómo es realmente bueno con la condición de que se haya presentado espontáneamente, cuando la mano, inspirada con felicidad no obedece a la razón sino que realiza por sí misma, a veces contra la razón, lo que conviene hacer. Y únicamente una forma tal depara, además de la satisfacción, un júbilo que no puede compararse con ningún otro. 17
Esta gran cuestión, aparentemente sencilla pero en realidad compleja, asume en nuestros días una importancia decisiva. La forma actual de este problema puede definirse así para el futuro; la intuición y la lógica, ¿intervienen de la misma manera legítima en la creación de la obra? No puedo profundizar aquí este problema. Me contentaré con dar la sucinta respuesta que corresponde a mi modo de pensar. La génesis de una obra es de carácter cósmico. El creador de la obra es pues el espíritu. La obra existe abstractamente antes de su materialización, que la hace accesible a los sentidos humanos. En consecuencia todos los medios, tanto la lógica, como la intuición, son buenos para llevar a cabo esa necesaria materialización. El espíritu creador examina estos dos factores y rechaza lo que es falso en uno y en el otro. De manera que la lógica no debe rechazarse porque sea de naturaleza extraña a la intuición. Y la intuición no debe rechazarse por el mismo motivo. Sin el control del espíritu los dos factores son en sí mismos estériles y están desprovistos de vida. En ausencia del espíritu, ni la lógica ni la intuición pueden crear obras perfectamente buenas. Caracterizaré del modo siguiente y en términos generales los tres períodos de mi desarrollo que acabo de mencionar. Cuando pienso en el primero, en la época de artista aficionado, descubro en él la acción simultánea de dos elementos distintos que mi evolución ulterior muestra como radicalmente diferentes 1.
El amor a la naturaleza.
2. Los indefinidos impulsos de la necesidad de crear. Aquel amor a la naturaleza se componía principalmente de la alegría pura y del entusiasmo que me provocaban los colores A veces una mancha de un azul límpido y de una vigorosa resonancia que yo había percibido en las sombras de una espesura me subyugaba tan intensamente que pintaba todo un paisaje sólo para fijar aquella mancha. Por supuesto que esos estudios me salían mal y yo andaba en busca de "motivos" cuyos componentes todos obraran con fuerza igual en mi espíritu. Por supuesto nunca descubría nada que reuniera tal condición. Luego me esforcé por dar efecto, en la tela, a aquellas partes que por sí mismas tenían poco efecto. De esos ejercicios procede mi facultad, adquirida después, y también a ellos se debe mi manera de pintar paisajes vibrantes de resonancias; esta exposición ofrece ejemplos de ello. 3. Al mismo tiempo sentía en mí impulsos incomprensibles, una necesidad que me impulsaba a pintar un cuadro y oscuramente sentía que el cuadro podía ser otra cosa que un hermoso paisaje, que una escena interesante y pintoresca o que la representación de un ser humano. Como yo amaba los colores por encima de todas las cosas, desde aquella época pensé, aunque de manera muy imprecisa, en realizar una composición de colores y busqué el elemento objetivo que fuera capaz de legitimar esos valores. 4. Me referiré ahora al segundo período de mi desarrollo, a la fase de mis estudios. Pronto comprendí que las épocas pasadas (porque ya no existían realmente más) podrían suministrarme pretextos que me permitieran emplear más libremente esos colores cuya necesidad yo experimentaba. Elegí primero la edad media alemana de la que me sentía espiritualmente próximo. Para llegar a conocer mejor aquella época, dibujaba en museos, en el Gabinete de Láminas de Munich, visitaba viejas ciudades. Al acumular ese material procedía muy libremente y me preocupaba poco saber si un determinado traje era contemporáneo de otro o saber que carácter tenía cierto edificio. Muchos esbozos nacieron espontáneamente y, en el período ruso que siguió, llegué hasta el punto de dibujarlo y pintarlo todo libremente; sólo me dejaba guiar por el recuerdo o la imaginación. Menos libre era en la aplicación de las "leyes del dibujo". Por ejemplo, consideraba necesario situar bastante exactamente en una línea las cabezas de los personajes, así como se los ve en la calle. En Vida abigarrada (Buntes Leben), que tenía para mí la atrayente dificultad de representar una confusión de masas, de manchas y de líneas, recurrí a la "perspectiva aérea" a fin de poder colocar las figuras una encima de la otra. Para ordenar a mi gusto la distribución de las manchas y la utilización de los rasgos, tenía que encontrar cada vez un pretexto para legitimar la perspectiva. Se lo muy lentamente logré liberarme de este prejuicio. La Composición II representa una libre utilización de los colores sin mirar a las exigencias de la perspectiva. Sin embargo siempre me resulta desagradable, y a veces hasta insoportable, mantener la figura dentro del marco de sus leyes fisiológicas y, al propio tiempo, introducir las deformaciones queridas por la composición Abrigaba el sentimiento de que, si un orden físico aparece destruido en beneficio de la necesidad pictórica, el artista tiene el derecho estético y el deber estético de negar también los demás órdenes físicos. En cuadros que no eran míos no me gustaba ver alargamientos que violentaban la estructura del cuerpo o contornos que confundían la anatomía, y sabía con certeza que en mi caso no se encontraba allí, no podía encontrarse allí la solución del problema del 18
objeto. Y fue así cómo en mis cuadros el objeto no dejó de disolverse por sí mismo, como puede comprobárselo en casi todos mis trabajos de 1910. El objeto no quería ni debía desaparecer todavía completamente de mis cuadros. En primer lugar una época no debe llegar artificialmente a su madurez. Nada más dañoso ni más culpable que buscar la forma haciéndose violencia. El instinto íntimo, el espíritu creador, pues, creará de manera irresistible y en el momento conveniente la forma de que el artista tiene necesidad. Podrá filosofarse sobre la forma, podrá analizársela y hasta podrá edificársela, pero de cualquier manera la forma debe entrar espontáneamente en la obra y esto ocurrirá en el estadio de realización que corresponde al desarrollo del espíritu creador. Me veía pues obligado a esperar pacientemente la hora que debía conducir mi mano a la creación de la forma abstracta. En segundo lugar (y esto se relaciona íntimamente con mi desarrollo interior), yo no tenía la intención de abandonar enteramente el objeto. He dicho en varias oportunidades que el objeto tomado en sí mismo emite una resonancia espiritual determinada que puede servir y sirve efectivamente de material al arte, en todos los dominios. Estaba yo aún demasiado deseoso de buscar las formas pictóricas puras a través de esa resonancia espiritual; de manera que en mis cuadros disolvía más o menos los objetos a fin de que no se los pudiera reconocer de golpe y para que, por consiguiente, el espectador pudiera experimentar poco a poco y una después de otra esas resonancias espirituales concomitantes. Aquí y allá se introducían en la obra por sí mismas formas puramente abstractas, formas que debían obrar de manera puramente pictórica, sin las resonancias a que acabo de referirme. En otros términos, no tenía yo todavía bastante madurez para experimentar la forma abstracta pura sin apoyo objetivo. Si en aquel momento hubiera poseído tal facultad, habría producido cuadros absolutos desde esa época. Pero desde esa época sabía yo, de una manera general y con certeza, que llegaría a la pintura absoluta. Mis experiencias me recomendaban una gran paciencia. Pero en ciertos momentos me resultaba infinitamente penoso conformarme. En mi libro Spirituel dans l'art definí la armonía moderna como el encuentro y el conflicto dramático de elementos aislados. En aquella época buscaba yo todavía esa armonía, pero nunca deseé exagerarla y tratar todas las formas pictóricas a fin de que sirvieran sin excepción al elemento trágico más puro. Un íntimo sentimiento de mesura me impidió siempre descender a esta concepción unilateral. Fue así como en Composición II, por ejemplo, atenué lo trágico (en la composición y el dibujo) valiéndome de colores más o menos indolentes. Trataba voluntariamente de oponer la grandeza del dibujo al carácter trágico de los colores (Cuadro con una barca, varios paisajes), Durante cierto tiempo concentré todas mis energías en el dibujo, porque en mi fuero interno sabía que debía trabajar aun más ese elemento. Los colores que usé luego se extendían en cierto modo sobre una sola y misma superficie, pero su peso interior era desigual. De esta manera esferas diferentes obraron espontáneamente de acuerdo en mis cuadros. Y así evitaba también los colores lisos que fácilmente conducen a la pintura de estilo orna-mental. Esta diversidad de las superficies daba a mis telas una profundidad nacida de la perspectiva. Distribuía yo las masas de manera que no apareciera ningún centro arquitectónico. A menudo el elemento pesado estaba arriba y el elemento liviano abajo. A veces dejaba débil el centro de la composición y reforzaba los lados. Colocaba una masa pesada, que producía un efecto de opresión, entre partes ligeras. Así hacía resaltar lo frío y atenuaba lo cálido. Trataba los tonos de la misma manera, es decir, daba frialdad a los tonos cálidos y calor a los fríos, de suerte que un solo color se encontraba ya elevado a la categoría de elemento de composición. Resulta imposible y bastante vano pretender enumerar todos los medios a los que recurrí para llegar a tal fin. El visitante atento descubrirá por sí mismo muchas cosas que yo acaso ni sospeche. Por otra parte ¿qué pueden hacer las palabras en quien no quiere oír? . . . En Alemania el verano de 1911 fue excepcionalmente caluroso y se prolongó de manera desesperante. Todas las mañana, al levantarme, tornaba a encontrar a través de la ventana un cielo azul, incandescente. Estallaban tormentas que dejaban caer algunas gotas de lluvia para luego alejarse. Yo tenía la impresión de encontrarme en presencia de un enfermo grave que debe traspirar a toda costa, pero que se resiste a todos los tratamientos que se le aplican. Apenas aparecen unas gotas de sudor, su cuerpo atormentado torna a arder. Se le desgarra la piel. Le falta la respiración. Repentinamente la naturaleza se me manifestó toda blanca; el blanco (el gran silencio preñado de cosas posibles) se mostraba por todas partes y se extendía visiblemente. Después recordé aquel sentimiento al observar que había asignado al blanco un papel especial, cuidadosamente estudiado, en mis cuadros. Desde aquel momento sé qué posibilidades insospechadas contiene este color. Comprendí que hasta entonces había alimentado una concepción falsa, pues sólo lo había considerado necesario en las grandes masas para hacer resaltar el dibujo y además tenía miedo de la ligereza de su fuerza interior. Esta experiencia fue para mí inmensamente importante. Sentí con 19
una claridad nunca experimentada que la resonancia fundamental, el carácter íntimo e innato del color, puede cambiar infinitamente en virtud de aplicaciones diferentes, que, por ejemplo, el elemento más soso puede hacerse más expresivo que el que se considera más expresivo. Ese descubrimiento revolucionaba toda la pintura y abría ante mis ojos un dominio antes no sospechado. Dicho de otra manera, el valor íntimo, múltiple, ilimitado de una sola y misma cualidad y la posibilidad de discernir y de emplear series infinitas únicamente en las combinaciones de una sola cualidad abrieron ante mí las puertas del reino del arte abstracto. Una de las consecuencias espirituales y lógicas de este descubrimiento fue impulsarme a hacer la forma exterior aun más concisa y a revestir el contenido con formas mucho más frías. Sentía entonces, de manera aún enteramente inconsciente que el más elevado elemento trágico se revestía de la mayor frialdad; veía pues que la máxima frialdad es lo trágico más elevado. Se trata de lo trágico cósmico, en cuyo seno el ser humano no es más que una resonancia, una sola voz que habla al unísono de las otras, lo trágico cósmico cuyo centro está desplazado en una esfera que se aproxima a lo divino. Impónese usar estas palabras con prudencia y no jugar con ellas. Pero yo las empleo aquí con plena conciencia y siento que tengo el derecho a hacerlo, pues hablo, no de mis cuadros, sino del arte que todavía no se materializó nunca y cuya esencia abstracta aguarda aún cobrar cuerpo. En lo que me concierne, pinté muchos cuadros bajo el imperio de estos sentimientos {Cuadro con zigzag, Composición V, Composición VI, etc.). Con todo eso, tenía la seguridad de que si me era dado vivir penetraría alguna vez en aquel campo que se abría frente a mí. De tal suerte se percibe desde abajo la cúspide de una montaña. Por la misma razón me sentía ahora cada vez más atraído por la torpeza. Atenuaba las cosas expresivas recurriendo a la inexpresividad. Hacía resaltar un elemento que no era muy claro en su expresión, mediante la situación exterior en que yo lo colocaba. Privaba a los colores de la nitidez de su resonancia, suavizaba su superficie y les hacía exhibir su pureza y su verdadera naturaleza como a través de un vidrio esmerilado. Así pinté Improvisación 22 y Composición V, y también, en su mayor parte, Composición VI. Di a esta última tres centros, con lo que la composición asumió una gran complejidad que yo hube de describir exactamente en mi álbum. Pinté la Composición II sin tema y tal vez haya temido yo entonces elegir un tema como punto de partida. En cambio, tomé tranquilamente la Resurrección como tema de la Composición V y el Diluvio como tema de la Composición VI. Es menester cierta audacia para tomar temas tan gastados como puntos de partida de la pintura pura. Para mí fue como someterme a una prueba cuyo resultado fue, a mi juicio, satisfactorio.
Composición V Los cuadros que pinté en seguida no tienen como punto de partida ni un tema, ni formas de origen corporal. Todo se desarrolló sin ninguna violencia, por sí mismo, con toda naturalidad, En el curso de estos últimos años, las formas que habían nacido primero espontáneamente se afianzaron cada vez con mayor solidez y yo no cesaba de absorberme en los valores múltiples de los elementos abstractos. Por eso las formas abstractas se hicieron predominantes y silenciosas y seguramente expulsaron a las formas de origen objetivo.
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Composición VI
Evitaba así y dejaba en el pasado los tres grandes peligros que había visto surgir en mi camino: 1. el peligro de la forma estilizada, una forma nacida ya muerta o una forma demasiado débil para vivir; 2. el peligro de la forma ornamental, que es esencialmente la forma de la belleza exterior, pues puede ser (y por regla general lo es) exteriormente expresiva e interiormente inexpresiva; 3. el peligro de la forma experimental, que nace por vía de ensayo, es decir, sin ninguna intuición y que, como toda forma posee cierta resonancia interior que sugiere engañosamente la presencia de la necesidad interior. La madurez interior, con la que yo contaba firmemente en general y que me deparó así y todo muchas horas de desesperación, creó por sí misma el elemento formal. Se ha dicho frecuentemente que es imposible hacer comprender con palabras lo que se propone una obra. Por más que esta afirmación se repita y, sobre todo, se la explote de manera un poco superficial, es en general exacta y sigue siéndolo aun cuando se la emplee con el mayor cuidado del lenguaje y de sus medios. Tal afirmación es exacta —y aquí abandono el terreno de la razón objetiva— aunque más no fuera porque el mismo artista nunca puede aprehender y conocer por completo su meta. Por fin, impónese decir que las mejores palabras no sirva de nada para aquél en quien el sentido del arte se encuentra en un estado embrionario. Para terminar, quiero definirme negativamente y decir también con la mayor claridad posible lo que no quiero. De este modo refutaré no pocas afirmaciones de la crítica de arte actual, afirmaciones que hasta ahora han producido frecuentemente un efecto perturbador y han pregonado falsas verdades para quienes estaban dispuestos a escucharlas. No quiero pintar música. No quiero pintar estados de ánimo. No quiero pintar con colores o sin colores. No quiero modificar, ni combatir, ni derribar un solo punto de la armonía de las obras maestras que nos vienen del pasado. No quiero señalar el camino del futuro. Dejando aparte mis trabajos teóricos que hasta ahora dejan mucho que desear en lo tocante a objetividad científica, lo único que deseo es pintar buenos cuadros, necesarios y vivos, que puedan comprender y sentir debidamente por lo menos algunas personas. Como todo fenómeno nuevo, que tiene y que conservará cierta importancia, mis cuadros son objeto de numerosas críticas. Para uno yo pinto demasiado rápido y fácilmente, para otro lo hago con demasiado esfuerzo; para un tercero soy demasiado abstracto, para un cuarto demasiado poco abstracto; para el quinto mis telas son de una claridad chocante, para el sexto son incomprensibles. Más de uno deplora que no haya permanecido fiel a los ideales de que proceden mis cuadros de hace diez años. Otros estiman que ya en aquella época yo había ido demasiado lejos, otros sitúan la línea que separa lo lícito de lo ilícito más cerca del momento actual. Todos esos reproches y todas esas prescripciones podrían ser justas y agudas si el artista trabajase como se lo imaginan esos espíritus críticos. El error fundamental de tales críticos se debe principalmente a que ellos se forjan una idea falsa de la actividad artística: el artista no trabaja para merecer alabanzas y 21
granjearse admiración o para evitar las censuras y el odio, sino que lo hace obedeciendo a la voz que lo manda con autoridad, a la voz que es la voz del amo y ante el cual debe inclinarse, pues es su esclavo.
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