Relatos
Nací en el barrio 11 de marzo. Mi casa era de block adelante y de ladrillo atrás. El techo era de chapa. El paco cierra el estómago, deshidrata, te mantiene despierto (cuatro días por ejemplo) Viví con mi padre y mis abuelos. Cuando tenía catorce murió mi abuela y mi abuelo. No conocí a mi mamá. Mi papá mató a una hija de su hermana. Yo no había nacido. Fue en un accidente automovilístico. Conozco una tía que vive en Tafí Viejo. Tiene una huerta y un quiosco. No me dejan entrar. Tengo un tío que tiene tres colectivos y un taller de tren delantero. Tengo una prima con un hijo enfermo mental. Mi papá me tuvo a los 20 años. Una vez me mandaron a cortar afata para hacer una escoba y la vi a mi prima, empecé a tocarla aunque ella no tenía ganas. Fui sólo hasta tercer grado. Yo quería mucho a mi abuela. Me gustaba la comida que hacía. Se llamaba María. Me trataba con cariño y me leía la biblia. De chico jugaba con los changos de la cuadra. Juntaba etiquetas de cigarrillo y aspiraba Poxi – Ran. Cuando salí del penal fui a un hogar cristiano de rehabilitación. En el penal fumaba porro y tomaba pastillas. Una vez le até una cañita voladora en la cola a un gato. La biblia me transmitía tranquilidad. Creo en Dios pero no en las vírgenes ni en los Santos. Tenía varios amigos, Martin, Fernanda, pero el vínculo más fuerte lo tenía con la pequeña. No me molestó no haber tenido madre. Tampoco sufría por mi padre. Sólo sufría por mi abuela, cuando la veía vieja o cuando falleció. Con la pequeña tenía intimidad. La familia de ella era como una familia para mí. Fuimos amigos como cinco años hasta que consiguió un novio. Era una chica alegre. Jugábamos juntos, hacíamos las compras juntos. Nunca tuvimos nada sexual. Mi padre estaba en el taller o en la cama postrado y alcoholizado. No me prestaba atención, solamente me decía “andá a comprar vino, andá a comprar cigarros” Una vez un tornero me dio laburo cuando tenía doce o trece años. Yo gastaba la plata en giladas. Laburé ahí como seis meses. Hacía los mandados. El tipo era un loco de la velocidad. Mi padre había sido albañil. Era alto y tenía barba. El tío le daba guita para comer y él se la tomaba. No compraba casi nunca comida. En navidad estaba ausente. No era creyente. Yo sí. Dios protegía y cuidaba a mi abuela. Cuando ella se murió me quedé solo. Tenía la sensación de que ya nunca iba a tener nada. Me corrieron de la escuela por faltar. Me escapaba todo el tiempo hasta que un día me dijeron que no vuelva más. Sentí que ya no era la misma persona. Que estaba por cambiar de vida. Mientras mis abuelos estaban vivos no había conocido las drogas ni la comisaría. Empecé a robar con unos amigos más grandes que yo. Rompimos la puerta de una casa y sacamos electrodomésticos. Sabíamos quienes vivían. Eran como ocho personas. Eran de clase media. Habían salido el fin de semana. Entramos a las tres de la mañana. Vendimos todo a vecinos del barrio. Bardié la plata en droga y cerveza. Seguí robando con el Rengo Dante. El rengo Dante había perdido un ojo en la cárcel. Después empezamos a robar con revólveres, como siete u ocho veces. Apretaba muchos remises. Necesitaba la plata y me gustaba la vida fácil. En la cárcel herí a una persona en el hígado y en la tetilla. Tuvieron que mandarme a otra cárcel para que no me linchen. Nadie bate en la cana. No me batieron. Saque una punta carcelaria que encontré. Hecha con el fierro de un haragán. Rompí un foco y me corté el brazo con los vidrios para que me saquen. A los 18 mi padre había empezado a vomitar sangre. Cuando yo choreaba compraba comida. Ya no vivía con mi viejo. Dormía en la casa de mis amigos choros. Si sabés chorear podés vivir bien. Sacás una moto y hacés las gemelas. Las verdes las hacés con papeles truchos. Mudú estaba en cana por estafa y lo aprendió en la novena. A los familiares del tipo que apuñalé los metieron a todos en la cárcel por eso no me buscan ahora. Dos veces robé motos de la vereda nomás. Las arrancaba con un destornillador limado marca Celestal o Bacco. Sólo esos pueden forzar una cerradura. La cadena la cortás con un cortaperro, el tijerón. Valen 200 mangos. Las llevas después a los desarmaderos de la antena, del otro lado de la costanera, cruzando el río. Una mujer y un hijo pueden hacer que dejes de chorear. Choreando conocés cosas que te fascinan. Mujeres, hoteles, conocés otra gente. Empezás a conocer gente chora con plata. Te hacen conocer puntas, revólveres, otras drogas. Otras armas. La metra.
Es la tercera vez que salimos. La primera vez que la vi fue en una fiesta. Me acerqué mientras ella estaba fumando un cigarrillo y le pregunté cómo se llamaba. Fue un poco torpe pero igual nos sonreímos. Hablamos de algunas cosas. Ella era odontóloga. Trabajaba desde hace dos años en un consultorio en el centro médico de su padre que era bioquímico pero tenía intenciones de mudarse este año a otro lugar con unos amigos. Vivía en un monoambiente en barrio sur que alquilaba a $1200 sin expensas. Estaba vestida con un vestido azul bastante corto que tenía unas estrellitas de color blanco en el pecho. Por momentos yo no sabía que decir. Le conté algunas cosas de mi vida, lo que pensaba que podía tener que ver con ella. Después hablamos un poco de música y de la banda que estaba sonando. Le dije mi nombre y le pregunté si tenía ganas de que luego del recital fuéramos a tomar algo. Me dijo que sí. Compramos un vaso de cerveza. Hoy fuimos a una fiesta de un amigo en común, donde pasan música electrónica. Nos cansamos bastante rápido. Estaba lleno de gente y no podíamos hablar. Además las bebidas eran muy caras. Salimos afuera a fumar un cigarrillo y decidimos no entrar de nuevo. Caminamos hasta una avenida y paramos un taxi. Le pedimos que nos llevara a un bar que conocíamos los dos que quedaba en una zona un poco alejada del centro. Pasaban música como de hace 50 años. El lugar ya era un motivo suficiente para hablar de ello y entretenerse. Pedimos un vino. Ella tomó sólo dos vasos y yo el resto. Cuando terminamos le dije si me quería acompañar a mi casa. Me dijo que sí. Ya eran las seis de la mañana. Fuimos hasta una parada y esperamos el colectivo. La primera noche que nos vimos dormimos juntos. Nos besamos en un sofá, fuimos a su pieza, nos desnudamos y nos acostamos. Hablamos poco y fuimos cerrando los ojos con las manos apretadas. Al salir el sol, los dos nos despertamos. Nos quedamos charlando un rato en la cama y después nos levantamos. Fuimos a la cocina y tomamos un té mirando los árboles a través de la ventana. Luego ella se vistió (yo ya estaba vestido) y bajamos por el ascensor hasta la planta baja. No hablamos nada. Yo la miré, sonreí y ella me abrazó. Caminamos por la calle con el sol dándonos a los dos. Tenía en su mano una bolsa con ropa sucia para lavar en la casa de su madre. Le pregunté que tal cocinaba su mamá y qué comería hoy. No lo sabía. La segunda vez que salimos pedí prestado el auto de mi padre y fuimos al cine. Toqué el portero, la saludé y esperé que bajara. Hacía frío y estaba vestida con un pullover negro. Me gustaba como se vestía. En el auto hablamos de nuestra época en la facultad, de la cual los dos nos quejábamos. También me contó que con sus amigos habían jugado al amigo invisible. Le parecía bastante divertido el regalo que le había tocado. Un no se qué para poner en la cartera. Me acuerdo también que compramos papas fritas antes de entrar y que sentía una sensación extraña de volver al cine después de tanto tiempo. Fuimos a sacar el ticket y nos dijeron que solamente tres personas esperaban para ver la película, con nosotros éramos cinco y necesitaban que llegue uno más para poder proyectarla. Nos dio mucha gracia. A los minutos llegó el sexto y pudimos entrar. Ahora el sol nos volvía a dar en la cara pero no molestaba, solamente nos hacía cerrar un poco los ojos. Cuando llegamos a mi casa me di cuenta que mi hermano había dejado la llave puesta desde adentro. Hice el intento de tirarla pero no pude. Nos quedamos acostados un rato en el piso y ella se durmió apoyada en mi pierna. Cuando me quise acomodar se despertó. Golpeé la puerta y mi hermano vino a abrirnos. Subimos a mi habitación sin hacer demasiado ruido. Entramos. Ella se acercó a la biblioteca y comenzó a mirar que libros tenía. Yo me senté en la cama. Después ella. La miré y le apoyé el mentón en su hombro. Me saqué la camisa y ella la suya. Nos acostamos de costado mirándonos. Por momentos hacíamos algún chiste. Cerramos los ojos y nos hicimos caricias hasta dormirnos. A las seis de la mañana me desperté y sentí que mi pierna estaba húmeda. La miré a ella y me di cuenta que se había hecho pis. Le di un beso. Abrió los ojos e hicimos el amor por primera vez.
Éramos hermanos o algo así. Estuvimos juntos desde el principio. Yo me mantuve siempre igual. A él se le encogieron los brazos, se hizo cada vez más pequeño, se torció cada vez más. Su piel empezó a plegarse y su pelo se emblanqueció. Finalmente se detuvo por completo. Dejó de moverse y de hablar, lo dejé allí mismo, donde quedó.
Relatos 1 Era una persona inquieta y desinhibida que se reía todo el tiempo de él, de los demás y de las cosas. Llegaba emporrado a trabajar, se sentaba en su silla y trabajaba callado. Tipo diez de la mañana se metía al baño y salía a la media hora. Discutía los proyectos como si todos estuvieran equivocados menos él. No tenía razón, pero terminaba poniendo una sonrisa que complacía y convencía a todos. Cuando se iba el jefe se cruzaba al frente y compraba sanguchitos de esos que vienen en bolsas de plástico y en aquella época costaban $2,50. Después de su almuerzo y cuando no quedaba nadie salvo él y yo, nos poníamos a ver pornografía en las computadoras del estudio. En caso de que yo no estuviera, se masturbaba en el mismo lugar donde horas antes había estado trabajando. Después fumaba un porro en el baño y se iba caminando por la calle 25 de Mayo con lentes oscuros para presumirle a soderos, mecánicos, rugbistas, abogados, empresarios, comerciantes hasta llegar a su casa fumarse otro porro y acostarse a dormir un rato para luego volver al estudio. Los viernes a la tarde noche, después de trabajar, íbamos al parque a ver travestis. Tipo nueve y media o diez cada uno volvía a su casa a hacer lo que quería. A veces nos volvíamos a ver, a veces no. Un Sábado, en Febrero creo, me llegó un mensaje de texto. “Vamos al carnaval de Ranchillos. Te buscamos en una hora” Me bañé, me cambié y me puse a hojear una revista hasta que me pasaran a buscar. A la hora llegó el auto. Subí. Saludé a todos y abrí la ventanilla. No hablé mucho durante el viaje. Yo no hablaba mucho con ellos. Al llegar vimos una gran cantidad de vehículos y de personas rodeando al predio. Los autos, si no estaban estacionados en un descampado que funcionaba como estacionamiento, daban vueltas a la manzana como inspeccionando algo. Las personas a pie hacían una cola de más o menos 70 metros para entrar o bien estaban amontonadas en una hilera de aproximadamente media cuadra de quioscos rojos que en su mayoría vendían artefactos para mojar y ensuciar al otro. Lo que más se vendía era un polvo que se usa para teñir cementos llamado ferrite. Por alguna razón el único color disponible era el negro. Eran las cuatro de la tarde y el carnaval duraría hasta las ocho de la mañana. Pasarían una cumbia tras de otra y los vendedores de cerveza facturarían de forma continua. José, mi amigo, estaba muy entusiasmado. Yo no, pero sentía que tenía que ser cómplice de él porque lo éramos en otras cosas. Compramos ferrite y fuimos a la cola. Yo estaba vestido de forma totalmente inadecuada, demasiado formal quizás. Afuera nadie molestaba, todos mantenían la calma pero yo tenía una sensación de ansiedad bastante fuerte. Cuando entramos era lo que esperaba. Una banda de cumbia tocando en vivo y una marea humana moviéndose en todo el terreno, algunos policías en los costados bostezando y el cubículo donde vendían bebidas lleno de gente. Esa era la cosa. Nos ubicamos en un lugar e hicimos una pequeña ronda para bailar. Nos mirábamos entre nosotros y mirábamos hacia afuera del círculo. Había que hacer un clic. A nuestro costado un grupo de hombres bailaba con un travesti viejo y se tiraban espuma blanca. Yo tenía ferrite negro en mi mano. Dejé de prestarle atención a mis amigos. Contuve cualquier acción. Al rato comenzamos a tirarnos espuma y polvo negro entre nosotros sin saber bien por qué. Cada media hora alguno de nosotros hacía una vaca e iba a comprar cerveza. Teníamos todo el día para hacer esto. Se bajó la banda de cumbia y subió otra. Hacía mucho calor. La gente bailaba transpiraba y se manchaba con el agua negra. Todos estaban sucios y borrachos. En un momento se armó un tumulto de gente. Dos personas estaban peleando. Desde atrás apareció un tercero y lo golpeó a uno en la quijada. Cayó inconsciente al piso. Yo me alejé y salí de abajo del tinglado buscando aire. Me fui al fondo del predio. Era un lugar bastante descuidado. Había unos montículos de tierra y el pasto estaba bastante crecido. Dos chicos vestidos con camisas se escondieron bajo uno de los montículos. Al minuto llegó la policía, los levantó del piso y les pegó cachiporrazos hasta sacarlos. Seguí caminando rodeando el tinglado donde se concentraba la mayor cantidad de gente. Di vuelta por detrás de la construcción de los baños y los quioscos. También estaba el pasto crecido. No había nadie. Me hacía acordar a un lugar en mi escuela primaria donde a veces hacíamos algunas actividades. Era detrás de las aulas y separaba el colegio de una casa vecina por una tapia muy baja. Al trepar se podía observar una pequeña galería, algunos árboles de no se qué y un auto blanco con patente de Santiago del estero, que algunas veces estaba y otras no. También se veían algunos juguetes tirados en el piso. Era el espacio más íntimo del Colegio y el que más recuerdo. Ésta vez no subí a la tapia. Me quedé parado apoyado sobre la pared sin hacer nada. Al rato llegó uno de los chicos con los que había venido con la cara negra y verde. Estaba eufórico y alcoholizado. Me contó que cuando era niño sus padres le habían hecho un test intelectual y le había dado sobresaliente. Me preguntó que opinaba de él. Yo le dije que me hacía acordar a Picasso. Me preguntó por qué. No sé, le contesté. Después continuó hablándome de su infancia. Estuve treinta minutos escuchándolo hasta que llegó José manchado y sonriendo. ¿Dónde estaban? Preguntó. A vos te buscaba, le dijo a mí amigo. Tuve la intención de dejarlos solos pero me siguieron. Volvimos a un lugar parecido al que habíamos estado al principio. Hicimos una ronda y tratamos de hacer un baile coordinado. Me acusaban de no coordinar. Fuimos a comprar más cerveza y dimos más vueltas bajo el tinglado. Todos estaban cada vez más manchados. Tuve un lapsus. Recordé un instante donde muy borracho le sonreí a una chica que me gustaba. Ella también me sonrió y me tocó la barba. Nos fuimos caminando hacia la salida y pasamos junto a la ronda donde bailaba el travesti viejo. Me puse ferrite negro en la mano y le toqué la cola. Ella se dio vuelta, sonrió y nos pusimos a bailar. El maquillaje se había mezclado con la tinta de carnaval y formaba un líquido que le caía por las arrugas. No estaba bien afeitada pero el pelo le llegaba hasta la cintura y le daba cierta femineidad. Noemí se llamaba. Le di un beso. Se bajó la banda de cumbia y subió otra. Ya no los veía a mis amigos. ¿Qué vamos a hacer? me preguntó. Compramos dos latas de cerveza y nos fuimos al patio que me hacía acordar a mi colegio. Volví después de cuarenta minutos y vi a mis amigos que seguían bailando. Les sugerí que nos vayamos. Esperamos unos minutos más y salimos. Era aún de noche. Buscamos el auto y tomamos la ruta. La hilera de quioscos estaba casi vacía. Atravesamos la primera cuadra y empezamos a perder rastro del carnaval. El año pasado buscando en el ropero de mi casa unos apuntes encontré una bolsa blanca con un bulto de cosas. Al abrirla recogí un puñado de tela negra y dura. Me acordé de la noche en Ranchillos, de José y de mi amigo que se creía Picasso. También recordé cuando era niño y mi papá me había regalado el primer billete. Yo lo arrugué sin saber que era y lo metí
en el bolsillo. ¿Vos vas a arrugar todo? me preguntó. Yo no supe qué contestar porque en ese momento no había entendido la pregunta.
El chorro por más pequeño cae y limpia. No sólo a pesar del chorro sino a pesar de todo.
La madre de Diego está internada de urgencia. El padre lo llama a su teléfono, como casi todos los días pero esta vez tiene un sentido. A las nueve tienen que encontrarse en el sanatorio. Hace mucho frío. Diego deja de lado sus trabajos y prende el calefón para tomar un baño. Acomoda la ropa que está sucia y busca entre la nueva. Toma una media de un color y otra de otro, el pantalón de corderoy, una camisa con dos semanas de uso, los zapatos negros y una campera verde comprada en la feria de Mar del Plata de 1995. Pone todo en una silla y entra al baño. Se desviste por completo. Siente frío. No se mira en el espejo y entra al agua. Han pasado ya quince minutos desde que habló con su padre. El único chorro de agua le golpea en la cabeza. Se pasa rápido el jabón por su cuerpo y hace gemidos por el frío. Cuando Diego está solo no es muy diferente de cuando está con alguien. Termina de enjuagarse, cierra el chorro de agua y busca rápido con que secarse. No tiene toallón, sólo una toalla de mano. Es la época más fría del año. Ahora Diego vive solo pero antes vivía con su padre y su madre. Prende la radio y se viste con la ropa que había separado. Agarra la bicicleta, apaga las luces y sale a la calle. Pedalea de parado para no sentir tanto frío. Cruza el parque, llega a la zona del centro y gira en la calle del sanatorio. Cuando está treinta metros distingue a su padre parado en la vereda. Detiene la bicicleta, se baja y lo saluda con un abrazo “esperá que ate la bicicleta” Empiezan a caminar por el pasillo principal del sanatorio hasta el ascensor. Se demora. Adentro del ascensor ninguno dice nada. Se detiene el ascensor. “Es por aquí, vení, habitación 16” Al abrir la puerta entre alrededor de quince personas Diego ve a su madre. Tiene los ojos cerrados y la boca un poco abierta. Se acerca y se detiene frente a la cama. Su padre lo mira y le apoya la mano en el hombro. Diego le sostiene el brazo y le arruga un poco la campera azul, también, recuerda, comprada en la feria de Mar del Plata de 1995.
Se llama o se llamaba Nora. Se levanta a las siete de la mañana. Una hora más tarde abre el cyber. Es una mujer de barrio. El marido tiene un trabajo irregular. Atiende el cyber desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche. Sus hijos se fueron a trabajar a Catamarca buscando mejores oportunidades laborales. Salvo el menor que le dice vieja puta cuando no tiene la comida lista.
Ante un estímulo pienso, y luego la acción se desencadena. ¿Podría haber sucedido de otra forma?
Él es un linyera. Lo conocí una vez que me ofreció una bolsa de naranjas frente a mi casa. Le compré. Después me preguntó si estaba alquilando donde vivía y le dije que sí. Me preguntó a cuánto y le conté que a $1200. Le pareció mucho y quizás tenía razón. Según él, del otro lado de la manzana alquilaban una cosa parecida a $800. Seguro era mentira. Pero no importaba, él quería decir algo, asegurar algo. Nos quedamos charlando esa tarde hasta la noche. Los días siguientes volvió a visitarme, yo lo hacía pasar a mi casa, él se tiraba en el piso y fumaba paco todo el tiempo que quería. Como yo necesitaba un ayudante a veces le pedía algunos trabajos que él hacía sólo con el fin de comprar más papeles y a veces porro, pero nunca comida o ropa. Podía pasar días sin comer y meses sin bañarse. Era realmente sucio y tenía mucho olor. Pero recuerdo alguna vez a mi padre decir que el olfato es uno de los sentidos que más rápido se adapta. Ese puede ser un buen principio para acercarse a un linyera. Le digo linyera porque lo era. Había abandonado demasiadas cosas de la vida civilizada como para ponerlo en otra categoría. El linyera vive de los restos de la sociedad. No trabaja y nunca dejará de ser linyera a menos que lo metan preso o se enamore de alguien. Había abandonado su casa cerca de los 18 años. Fue ladrón. Adicto al paco, clonacepan, ribotrin y poxiran. Estuvo preso dos años por asalto con armas de fuego y para poder salir de la cárcel se cortó el antebrazo con el vidrio de un foco que el mismo rompió. Yo le vi la marca. Pero ahora no tenía intenciones de robar, la había pasado mal en la cárcel y como él decía – Si estás en el choreo alguna vez vas a caer en cana –. Yo lo consideraba una persona inofensiva, por lo menos conmigo. Trabajaba en la calle todo el día, cargando y revendiendo cosas que encontraba o le regalaban. A veces cortaba el pasto, ayudaba en mudanzas, cuidaba autos y cualquier otra tarea que le fuera permitido hacer. Se llamaba Raúl.
Todo lo que ganaba lo invertía en papeles. O sea dosis de paco. Tenía una pipa hecha con el tubito metálico de una bombilla donde introducía de uno de los lados un poco de virulana apretada. En ese lado se coloca el polvo. Se le da un toque de calor para que se queme un poco y luego se fuma como pipa. Después de tres pitadas se vuelve a cargar el polvo en la punta. Con tres o cuatro cargadas se acaba el papel de $5 y se pasa la virulana a la otra punta del tubo. Así se puede quemar una especie de resina que se forma en el lado de adentro de la virulana. Fumaba todo el tiempo que podía. Por lo general lo hacía en el parque, en alguna vereda o en mi casa. Era un buen tipo, entraba a mi cocina, se sentaba en el piso y charlábamos un poco. Sonreía mostrando la dentadura incompleta y después entraba como en un estado adormecido que duraba como media hora. Al rato me preguntaba si no necesitaba sacar alguna bolsa de basura o comprar algo en el quiosco como para recibir propina. Yo vivía solo y poca gente me visitaba. Me agradaba estar con él. No hablábamos mucho y realmente no había necesidad. Raúl sabía que en un mes tenía que mudarme, entonces me visitaba con la mayor frecuencia posible. Por lo menos tres o cuatro veces al día. Me ayudaba a acomodar las cosas para la mudanza y se llevaba todo lo que yo consideraba que no necesitaría más. Lo que era basura lo cargaba sobre su hombro en bolsas de consorcio y lo llevaba hasta el basural que quedaba a dos cuadras. Las otras cosas como plumeros viejos, espejos, sillas viejas, salía a venderlas por el barrio. El penúltimo día antes de mudarme estaba empacando la ropa en bolsas de consorcio en mi pieza mientras él estaba sentado en el piso de la cocina, tomando soda y fumando paco. Me ofreció unas secas. Acepté y fumé unas cuantas como parte de la despedida. En el primer sacudón no acepté más y volví a mi pieza. – Ves que pega flaco – me dijo. - Más vale – dije – Che, te acordás la bolsa con ropa que te había prometido. Acá estoy armándotela. Fijate si te interesa. La mayoría es ropa de invierno, pero vos ve que vas a hacer. - Todo bien flaco, me sirve. Arma vos el paquete y dame. Fui sacando del ropero toda la ropa y seleccionando que me llevaría. Dejé muchos pulóveres de lana, algunas remeras y un par de zapatillas que estaban bastante rotas. Le mostré una remera negra Benethon vieja que en la parte inferior trasera dice colors con letra mayúscula. La remera tenía alrededor de 15 años de uso. Era casi gris. Estaba gastada y estirada. Guau, dijo que fachera esta remera flaco, gracias. Seguí escarbando un poco más en la ropa y vi el piyama de invierno de seda. Era azul oscuro con rayas blancas. Lo doblé y lo tiré en la cama. -Te lo regalo - dije. Pero esto no es para que lo vendas. Es un regalo. ¿Entendés? Agarró el piyama y sonrió. A las ocho de la noche Raúl tomó las bolsas con ropa y se fue. A mi me quedaba acomodar las herramientas, la cocina y luego limpiar todo. Pero ya era tarde y decidí descansar. Sentí que golpearon la puerta. Era Raúl. Tenía puesta la remera Benethon que decía Colors. Como andas, le pregunto. De diez flaco, me dice. Tengo unos papeles acá, ideal para fumar. Tenía en la mano una de las bolsas de consorcio con la ropa que yo le había dado. Cuando la dejó en el piso la abrí y miré las ropas que quedaban. Y el piyama? Le pregunté. No, ese lo tiene uno por ahí. Ah, a ese lo dejé en la casa de un viejo para que me lo tenga un rato. Sacó el tubito metálico, acomodó la virulana y la untó con el polvo. Sacó el encendedor, lo quemó un poco y empezó a hacer unas secas. Mientras fumaba miraba el techo. No decía nada. Le convidé un vaso de soda y me serví uno para mí. Fumó cinco papeles más o menos y se abstrajo. Yo volví al taller para acomodar las herramientas mientras él estaba sentado en el piso. A la media hora me gritó que se iba y yo le dije meta. Después de dos horas ya tenía casi todo listo para limpiar. Volvió a sonar la puerta. Entró Raúl con la bolsa ahora un poco más vacía. Dejó la bolsa en el piso y me pidió permiso para ir al baño. Cuando él no estaba abrí la bolsa y vi el piyama de seda hecho un bulto. Me imaginé el diálogo con el tipo– Che no sabes, te acordás del piyama ese de seda. Sabes que ese me lo ha regalado un flaco de la vuelta y me ha dicho que no lo venda que era para mí. Que voy a hacer yo con un piyama de seda. Prestamelo 20 minutos para que el flaco lo vea nomás, después te lo traigo. – Cerré la bolsa. Raúl volvió del baño, se sentó en el piso, sacó el tubito, acomodó la virulana y empezó a quemar otra vez. Le acerqué un vaso de soda y le hizo un trago. Busqué uno para mi y le puse un poco de limón. Estuvimos veinte minutos más sin hablar de nada. Raúl se levantó y me pidió que le abra la puerta. Le di la mano y le dije que mañana al mediodía ya me iría. Pero yo no me fui al mediodía, me fui a las diez y nunca más lo volví a ver.
Tomamos todos los riesgos, los más peligrosos. Nos convertimos en animales responsables de nuestros deseos. Yo perdí mis deseos. Aprendí a hacerlo a lo largo de mi vida. Otra gente aprendió lo mismo. Cada vez que voy a enfrentar a alguien como yo siento miedo y él debe sentir lo mismo. Todos sentimos lo mismo. No tenemos reglas. Los hombres tienen reglas. Nosotros sólo infundimos miedo.
Relatos 2 Teníamos esbozado un plan. Yo había tratado que él vaya a mi departamento o que nos encontremos en un bar pero él no quiso. Me dijo que hacía varias semanas que no salía y que no lo haría tampoco ahora. El ascensor estaba roto y tuve que subir por las escaleras. Recordaba su cara, sus gestos, la forma en que se vestía. Usaba siempre camisa celeste a pesar de que el uniforme de la escuela era blanco. No usaba corbata ni corbatín pero siempre se abrochaba el último botón. Solía peinarse al costado. Le costaba mirar a los ojos y hablaba muy poco. Luego de decir algo hacía un gesto con la boca. No era un tic. Era intencional. Ahora subía los escalones del edificio viejo donde el vivía. Después de 25 años lo vería de nuevo. Por casualidad se encontró con K en un bar y él le dijo como encontrarme. Tardó tres semanas hasta marcar mi número. Las primeras cinco veces levanté el tubo pero no dijo nada. Yo sentía su respiración e imaginaba el mismo movimiento de abdomen, la misma ropa, la misma cara, el mismo cuerpo de antes. Subí nervioso los escalones del último piso hasta el final de la escalera. Caminé por el pasillo. A, B, “C”. La puerta estaba apenas abierta. La moví despacio y entré. Z me esperaba sentado con los codos sobre la mesa y los dedos entrecruzados. No me miró ni me saludó. Me acerqué, le toqué el hombro y él levantó los ojos. Saqué por reflejo un paquete de cigarrillos del bolsillo de mi camisa y le ofrecí uno. No lo aceptó. Lo hallaba muy cabizbajo. Tenía puesta una bufanda que le tapaba hasta el mentón. Habíamos sido amigos. Podía reconocerlo al estar frente a él. Su mirada era similar pero el tiempo había avanzado y su cara estaba arrugada y ensanchada. Fuimos casi hermanos. Dos personas solitarias, que compartían el mismo vacío sin necesidad de hablar de eso. Me senté en la silla frente a él. Me miró unos segundos y luego volvió la mirada hacia abajo. Le conté que K me había contado todo, pero no se asombró. Movía la cabeza de un lado a otro, inquieto, sin decir nada ni siquiera mirarme. Me preguntó si todavía tenía el Fiat 147 gris oscuro. Le dije que sí. Me pidió dar una vuelta. Lo miré a los ojos, dudé un segundo pero acepté. Sacó un sobretodo, una boina, se acomodó la bufanda y salimos del departamento. Durante los siete pisos de escalera no hablamos nada. Salimos del palier. Cruzamos la calle y subimos al auto. Cerró la puerta, sacó un cigarrillo y lo encendió. Z era un criminal. Me pidió que diéramos una vuelta, que vayamos hasta las quintas. -Te acordás, desde donde veíamos la ciudadEntre el sobretodo, la boina y la bufanda, Z pasaba desapercibido. Detuvimos el auto. Z se sacó la boina. Aflojó un poco la bufanda y bajó la ventanilla. - Vos eras un buen tipo – me dijo. - No se - contesté. Z observó el paisaje durante varios minutos. - Eras un buen tipo– dijo – volvé vos, yo me quedo acá Le pregunté por qué me había hablado. Me contestó que simplemente me extrañaba. Lo miré sin decir nada. Abrió la puerta, tiró el cigarrillo y se fue.
Doblaba en el auto por una calle de tierra de barrio de esas que a uno le resultan familiares pero que nunca antes las ha visto. En una esquina pasaron dos autos sin fijarse quien venía – Hacen lo que quieren – pensé. Miré por el retrovisor y vi la extensión de polvo que yo mismo dejaba. Era domingo y estaba nublado, tenía que visitar a mis padres y llegaba medio tarde. Por primera vez iría a su nueva casa. Ellos estaban solos, mis hermanos se habían ido a vivir a otros países buscando mejores oportunidades laborales y yo me había quedado a vivir acá, de alguna manera velándolos. De repente me llamó la atención un anciano que caminaba muy despacio. Lo observé a través de la ventanilla a medida que me acercaba a él. Caminaba muy lento, demasiado lento, con la cabeza agachada. Llegué hasta el punto donde iba a pasarlo. Lo miré atentamente, ni siquiera se movía. Nunca pude pasarlo.
Era un monoblock cerrado. No tenía ni galerías ni patios. Seguí avanzando por la misma calle hasta encontrar una estación de servicio. Frené la moto en el estacionamiento y entré en el drugstore, fingí comprar algo y salí. Miré a los policías y playeros como si me estuviera aprovechando de algo y volví a pie de donde venía. Ayacucho 919. El monoblock era blanco y tenía un portero como de 100 departamentos enumerados linealmente 1, 2, 3, 48, 49, 50. Éste era el 36. Toqué el timbre. Me atendieron. - Hola te hablé por teléfono hace una hora, había visto tu anuncio en internet - Ah, hola. Eee, si esperá ahí abajo - Tenía voz de hombre o de chico, no sé. Esperé 20 minutos hasta que apareció con short apretado, pelo largo, panza y cara de adolescente. Abrió la puerta, la saludé con un beso y caminamos por el pasillo. Subimos la escalera y le pregunté si era de otra provincia. Me dijo que no, - ¿por qué, tengo cara? - No - le dije. - Recién llego a Tucumán, soy del campo– Al entrar en el departamento sentí olor a comida. En la mesa había un plato de fideos con salsa a medio comer. - Justo estaba comiendo - me dijo riéndose. Me tocó la espalda y me hizo señas que pase a una habitación que estaba separada del comedor por un placard de aglomerado. En la esquina había una cama de una plaza con dos colchones viejos uno arriba del otro. El velador estaba apoyado en el piso y hacía visible toda la suciedad que había debajo de la cama. No vi ningún cuadro o imagen colgada y además del placard no había otro mueble, salvo unas cajas de cartón que, cuidadosamente acomodadas, daban la sensación que quedarían ahí para siempre. Arriba del mantel estaba su celular, un llavero, un paquete de cigarros Red Point y una máquina para afeitar. Me acerqué a la cama y pateé sin querer la cadena de la moto – Ay, disculpa -me dijo con la misma voz de chico u hombre – es que recién vengo del almacén. Me miró y sonrió un poco. Tenía el pelo largo y recogido con una traba. No tenía maquillaje y en apariencia tampoco tenía silicona. Acomodó un poco el cubrecama, volvió a sonreir y se sentó. - Que te gusta hacer - No se - le contesté. Se sacó el pantalón y esperó unos segundos sin hacer nada. Yo me senté a la par de ella, nos miramos y comenzó a bajarse el calzoncillo (no tenía bombacha) Su pene quizás medía doce o catorce centímetros. Comencé a tocarlo. Le miré la cara y me di cuenta que tenía un lunar cerca de los labios. Sentí de nuevo un poco de olor a fideos. ¿Cuánto pagará por este lugar, 1000, 1200. - Me tengo que ir. No se que me pasa, no tengo ganas – dije. – Está bien – contestó. Bajamos las escaleras y salimos por el pasillo. Me abrió la puerta y le di un beso. – Nos vemos – me dijo. Volví caminando hasta la estación de servicio y entré en el drugstore. Pedí una gaseosa. En la televisión hablaban de cambios en la iglesia con la asunción del nuevo papa, afuera los policías se apoyaban sobre sus motos y cada vez que se reían se tocaban el arma que tenían en el bolsillo sin saber por qué. Yo no pensaba en nada, y, seguramente Steffanía tampoco, sólo terminaba los fideos medio fríos con la sensación de incertidumbre propia de una mudanza reciente.
Me imaginé sacando una pistola, amenazando al guardia pidiéndole que tire su arma y me entregue el dinero, apuntando a las personas y obligándolos a quedarse boca abajo, callados, con las manos en la nuca. En el intersticio entre lo fantástico y lo real estábamos desarmados.
No está bien pintada, se ve revoque. La puerta principal está en la esquina y es de madera. Es una casa de barrio. La mayoría de los árboles, no se por qué, son flacos y poco frondosos. De la esquina misma se extienden, una cuadra para ambos lados, las otras casas. Todas tienen una altura similar, tres metros cincuenta aproximadamente. Por encima de ellas aparecen unos edificios aislados. Un poco más allá está el río. Está anocheciendo. Sobre el dintel hay colgados diez globos de colores. La puerta está abierta y a través de ella se ven las manchas de masilla para tapar los tornillos de un tabique de durlok que no fue pintado. A la par está la mesa. Un hombre de unos cincuenta años está sentado con su mujer tomando gaseosa. Ya no se ven niños. Corre viento. La casa tiene dos ventanas que también dan hacia la calle, una en cada lateral adyacente a la ochava. Son ventanas pequeñas. Arriba de cada una de ellas hay un agujero para un equipo de aire acondicionado. En uno está colocado el equipo y el otro solo es una mancha de cemento. La persona que atiende el comedor donde estoy sentado me trae la comida. A la par mía se encuentra un grupo aproximadamente de diez personas cenando. Ahora serán las nueve de la noche. Pido un vaso con agua. Una de las personas pide la cuenta. Comienza a discutir con el mozo y luego con otro de los comensales. Sube la voz, se levanta de la silla y golpea un vaso de vidrio contra el piso. Yo termino de comer y pido la cuenta. Hago el último trago de agua, pago y me voy. Hay muy pocas personas a esta hora en el barrio. Camino muy despacio por la vereda frente a la casa de la esquina. Los globos siguen colgados. Miro a través de la puerta que sigue abierta y vuelvo a ver la pared de durlok con las manchas de masilla. La mesa está vacía ahora. Sigo caminando y paso frente a una de las ventanas. A través de la cortina bordeau a medio correr miro al señor de cincuenta años agacharse y tender un poco la cama. La puerta de entrada ahora está cerrada. El señor se acuesta y apaga la luz. Su mujer vendría en un rato pero esta vez decidió subir a la terraza a que le de el viento y sólo bajar cuando esté lo suficientemente cansada como para tener la certeza de que no va a pensar nada al acostarse.
No es algo nuestro, algo personal, es algo que es propio de la condici贸n en la que vivimos
Uno a uno los fueron sacando y fueron callando pero el último no.
Relatos 3 Agarré la bici a las nueve de la mañana y fui a la casa de un herrero que quedaba como a 30 cuadras de mi casa. Tenía que buscar un caño estructural de 3 metros de largo que necesitaba para terminar un trabajo ese mismo día. Me demoré 20 minutos en llegar. Golpeé las manos y al rato salió el tipo. Se refregó los ojos y antes de saludarme se metió de nuevo en su casa. Al volver tampoco me saludó, me entregó el tubo y se sacudió las manos. “Después me pagas”, me dijo. Dejó el caño apoyado contra una pared y se metió adentro. Traté de acomodarme en la bicicleta con el tubo en la mano. Logré avanzar unos metros pero no me sentí seguro. Decidí dejar la bicicleta en lo del tipo y llevar el caño caminando hasta mi casa. El recorrido era largo. Cinco cuadras por calles céntricas, 23 cuadras de parque y dos por mi barrio. Golpeé las manos, le dije que mañana buscaría mi bicicleta y empecé a caminar. La primeras cuadras las hice sin problemas, no había tanto tránsito de personas ni de vehículos. El caño se balanceaba un poco pero no me molestaba. Imaginé que podría llegar a mi casa sin acalambrarme. Después de la Avenida que rodea la ciudad, a través de los autos, apareció el parque. Eran los primeros días de invierno. Había un poco de sol. El semáforo se puso en verde y crucé. Imaginé la dirección hacia mi casa y sin importar si había camino o no comencé a caminar por el césped. Se escuchaba el sonido de los pájaros y de algunos chicos que jugaban. Era un lapsus en el día. Podía ver detalles del parque en los cuales nunca antes me había fijado. Caminé mojándome los pies por el rocío sin que me importara. Pateaba algunos papeles o cartones que iba encontrando. No me hacía ni frío ni calor y el caño no pesaba demasiado. Seguí caminando hasta encontrar una acequia que en apariencia atravesaba todo el parque. Del otro lado había un grupo de trabajadores. Algunos con máscaras metálicas, cortaban el pasto con bordeadoras haciendo movimientos semicirculares, otros, con camisas y zapatos de construcción, construían en apariencia un monumento. El rocío seguía mojándome los pies y la mano me comenzó a sudar un poco. Los árboles a veces dejaban pasar poca luz y a veces hacían claros donde se iluminaba todo. Seguí avanzando hasta llegar a una pista de asfalto que parecía un circuito de autos abandonado. Algunas personas trotaban y otras caminaban. Crucé la pista y llegué a un sector que estaba un poco empantanado. Se hundieron los pies en el barro. Me detuve bajo un árbol, dejé el caño en el piso y me saqué las zapatillas para limpiarlas. Descansé unos minutos y seguí. El parque se fue tornando un poco más denso y oscuro. Crucé una vía vieja que había sido invadida por un gomero. Agarré la hoja de una rama baja, la corté, dejé caer la leche y la froté con mis dedos. Las raíces eran muy grandes, parecían troncos que se hundían. Encontré una senda angosta y comencé a seguirla. La vegetación fue cerrándose hasta formar un pequeño bosque. Escuché un sonido de agua. Levanté la mirada y vi una manada de pájaros que volaban sobre las copas de los árboles. El suelo era cada vez más irregular y el pasto me llegaba hasta los tobillos. La senda se elevó a través de una roca y por abajo vi una vertiente de agua cristalina que nacía. El camino comenzó a empinarse. Estaba cansado, transpirado y tenía la ropa sucia. Ahora la vertiente había crecido hasta parecer un arroyo. A mi derecha, el terreno se elevaba como una pequeña montaña y hacia mi izquierda caía hasta el curso de agua. Seguí avanzando a medida que la vegetación cerraba las orillas. Estaba húmedo y caluroso. Avancé como pude entre las ramas y las piedras hasta llegar a un remanso a cielo abierto donde se formaba una especie de laguna. En la orilla estaba encallada una canoa vieja hecha con troncos y sogas vegetales. Comenzó a llover. Desaté la soga con que estaba amarrada la canoa y subí. Me sentía muy cansado y mi ropa estaba sucia. Apoyé el caño estructural contra un borde del bote, me senté en el piso y esperé que la corriente me lleve sola.
– Pone play, te va a gustar– Volví. Estaba dormido en la cama, la película seguía en stop, al costado de su cama estaba el libro de la vida de Marcelo Bielsa. “Los jugadores se abrazaban y recibían todo tipo de felicitaciones. Algunos hinchas ingresaban al campo para quedarse con algún souvenier pero eran los menos. La fiesta era de los verdaderos protagonistas. Los jugadores empujaron el alambrado e ingresaron a las tribunas.
Pensaba que era necesario salir tres o cuatro veces antes de darle un beso. La pasábamos muy bien cuando estábamos juntos. Teníamos bastantes cosas en común y nos divertíamos hablando de cualquier cosa. En la adolescencia y primeros momentos de la juventud los dos habíamos sido un poco rebeldes, fumadores de porro, tomadores de tetrabrik a veces, ricoteros, un poco intelectuales, iconoclastas y todas esas cosas. Ahora los dos estudiábamos en la universidad y a pesar de que nos quejábamos de la educación académica seguramente nos recibiríamos en algún momento y entraríamos en el sistema. Comprendíamos esa contradicción y en algún sentido era la base de nuestro humor. Era la cuarta cita. Le mandé un mensaje de texto para ir a fumar al cerro. Subimos al auto, armé el porro como pude y empezamos a fumar en cualquier calle. A las primeras dos secas estábamos muy colocados. Era porro flor. Todo nos daba gracia. Dimos vueltas en el auto sin saber hacia donde íbamos. Por primera vez tuve la sensación de que más allá de llevarnos bien nos queríamos un poco. – No entremos al recital – me dijo - ¿Qué recital le dije? - Vamos al cerro a seguir fumando, pero antes compremos un vino – ok - Compramos el vino y subimos el cerro. Por momentos no hablábamos nada pero no sentíamos incomodidad. Cuando llegamos a un mirador estacioné el auto. Puse un tema de The clash que dice algo del supermarket. Abrí el vino y tomamos hasta que quedó por la mitad. Prendí de nuevo el porro. Salimos afuera y observamos la ciudad en el mirador. Al iniciar la caída al precipicio, luego de la baranda, se formaba una selva oscura. – Qué tenebroso ese lugar – dije y los dos nos quedamos mirando entre las ramas la oscuridad que se iba hacia abajo. Tiré la tuca y dije – Todas las tucas deberían ir ahí- Si, me dijo – todas las tucas deberían ir ahí. Volvimos al auto. Nos quedamos callados un rato. – Bueno – dije. Son las 4. Podemos volver. Hizo un gesto de que sí. En el camino hablamos cosas parecidas a las cosas que hablábamos cuando salíamos las primeras veces pero esta vez sin que nos causara gracia.
Algo se movía. Me desperté. Era cada vez más intenso. Empezaron a caer cosas de los estantes. Algunas se rompieron, otras no, temblaban en el piso. Demasiado tiempo. Empecé a asustarme ¿Qué hago? El temblor paró. Existe una pequeña brecha a través de la cual uno puede decidir. Mis vecinos, Juan y Mariela son una pareja joven. Cuando comenzó el temblor Juan se despertó primero que ella y la levantó, la agarró del brazo y la llevó por las escaleras. Yo preparé un café y fui al balcón. Miré los autos, las motos, las bicicletas que pasaban por la calle. Taxistas y canillitas, médicos, obreros de la construcción. Me acerqué hacia la estantería de mi escritorio y vi los libros caídos sobre el estante. Me puse pantalón, zapatos, camisa y me ajuste el nudo de la corbata. La brecha es muy pequeña.
Ella explicó que se había hecho actriz porno para poder coger en todas las posiciones, cosa que no pasaba con su novio. Él está construyendo la casa de su hija que quedó embarazada a los diecisiete. Ricardo se hizo boxeador profesional porque peleaba en las calles y no tenía para comer. Federico se hizo Arquitecto para seguir la tradición de su familia y su hermano Jorge quiso romper con todas las reglas pero no lo logró. Luis corría Kartings en su infancia. En su juventud corrió rally pero nunca sacó un podio a nivel nacional. José Ivankov de adolescente era encorvado y no hablaba. En su juventud estudió abogacía y aún vive con su madre. Ramón estudió artes plásticas, tuvo un reconocimiento en los primero años de su carrera pero sigue haciendo lo mismo desde hace diez años. Ahora es gordo. Valeria quiso ser bailarina. A los 25 se casó y tuvo tres hijos. Florencia es mística. No se por qué. Juan Cristóbal es carpintero, hace sillas de pino, todas iguales. Raúl es herrero pero no tiene taller. Diego es músico pero no compone canciones. Raúl compone canciones y hace cinco años que no ve a su familia. Ariel era excelente alumno y gran jugador de fútbol en la secundaria. Estudió teología a los veinte y se hizo párroco de una Iglesia Cristiana. A los 28 abandonó los hábitos y se dedico a la filosofía. María es contadora. A la noche escribe poemas y los publica en un blog. Yo solía jugar al fútbol en mi barrio con personas más grandes. Me decían rata por ser más chico. Un día fue a jugar un chico más chico que yo. En el entretiempo se acercó con una botella de gaseosa y me dijo “querés un poco rata”.
Ante el deseo de lo desconocido no es posible desconocerse a uno mismo en primera instancia. ¿O sí?
Mario esperaba sentado en la sala contigua fumando de a uno el paquete entero de Philip Morris, mirando de reojo todos los rincones que necesitaba para tener limitado su entorno, y en ese momento pareciera que necesitara de todos. Cada cosa, un papel en el piso, tierra en aquel rincón, un chicle de dos, tres semanas, el granito de unos 40 años, las ranuras de los rieles de la carpintería de aluminio que nunca nadie saco, las manchas del vidrio, la suciedad de sus propios lentes, el desgaste de su camisa, la cara caída de la enfermera y cosas que, haciendo un intervalo a este infinito recurrido por la incapacidad de sentirse bien, aparecían en su cabeza como otro infinito, volviendo al pasado, ennumerando cosas, hacia lo ficticio, de repente de nuevo en el zócalo y las vetas de madera, la chorreadura del barniz, el tono del barniz, el centímetro que se había despegado en aquella parte dejando un espacio negro y oscuro, único espacio que relajaba, por la posibilidad de meterse ahí y que no haya nada, quedar suspendido para siempre en esa negrura milimétrica entre el zócalo y la pared, o bien, observar, como de esa ranura aparecería una forma con vida, una pequeña forma vital que no puede otra cosa que salir de algún abismo, infinito o minúsculo.
Sólo vemos sujeto transparente sobre fondo opaco.
Cuando a uno le pasa algo, hace algo o hace que le pase algo el hecho puede surgir de tres lugares; de un deseo, del deseo de otro o del azar. Algunos de esos actos dejan marcas. Algunas de esas marcas van y vuelven, se modifican, son inestables. Otras no.
Relatos 4
- Sos un atado -Tenés razón -¿Por qué no bailas? El cuerpo expresa todo. - No sé – no tengo muchas ganas, estoy cansado – Y para qué estás parado acá en medio de toda la gente – No sé, estoy esperándolo a los chicos - Bueno yo sí quiero bailar –No, esperá un rato. Hablemos un poco, hace mucho que no hablamos – -¿Cómo que no? Hablamos la semana pasada. Yo quiero bailar. Sos un atado. – ohhh, bueno está bien, está bien –después hablamos. ………………………………………………………………………………. –che, yo me voy al auto creo, estoy cansado, me voy a escuchar música, un cassette de cromo de Jhon Lennon que tengo ahí, -ok- si querés vení después así lo escuchamos. -¿Y por qué no te vas a tu casa a escuchar música?-No, tengo que llevarlos a los chicos a su casa después, no puedo dejarlos en banda – Bueno, yo me quedo un rato ya veo si después voy. - Ok, nos vemos………………………………………………………………………………. – Pasá – Le dije y abrí la puerta. Ella se sentó en la silla de acompañante y me acarició el pelo. – ¿Por qué no me miras? Sos un atado. ¿ves? – Yo sentí que quería decirme era otra cosa. Nos abrazamos. – Podés hacer lo que quieras – La miré a los ojos y le di un beso. A los treinta minutos llegaron mis amigos, primero uno y los otros después. Ella subió en otro auto y nos fuimos de la fiesta. Esa misma noche volvimos a encontrarnos cada uno en un auto diferente. Ella estaba sentada en el asiento de atrás con la ventanilla bajada. Paramos en una estación de servicio para tomar algo. Ella me miraba. La miré un rato y luego bajé la mirada. El cuerpo expresa pero cuando uno pierde expectativa de que determinadas cosas puedan expresarse a veces elige quedarse quieto, un poco alejado de todo.
El núcleo es intocable, inaccesible, inmodificable, permanente.
Estaba acostada en la cama desnuda, tapada por una sábana azul. Tenía los labios pintados de rojo. Estaba oscuro, sólo había una luz violeta. Me acosté. La miré a los ojos. Había extravío en los dos. Ella estaba vestida de mujer y yo de hombre. Se llamaba Daniela. No recuerdo cual era mi nombre.
-¿Y tu mamá ? -Solamente se ponía el vestido blanco, comía arena y me preguntaba si en catequesis había tantos montículos de arena como vestidos blancos.
Pude seguirla durante toda la fiesta mientras ella tenía la cámara de video. Hacía calor y todos estábamos transpirando un poco. Me acerqué a decirle algo y me respondió al oído “sos un cuadrado”. Me reí. Tenía razón. Y a pesar que no me importaba me hice el ofendido y me fui. Ella me siguió. Me acompañó hasta la cocina y se acercó para darme un beso. Cuando salió el sol la acompañé hasta la parada. En el camino vomité. Llegamos a la avenida. Esperamos un rato hasta que llegara el colectivo. Cuando llegó nos despedimos pero luego ella decidió volver a mi casa para acompañarme porque yo estaba muy borracho. Al alejarnos después de saludarnos se dio vuelta y me dijo que tenía linda cola. Yo tenía vomitada la remera. Al día siguiente le mande un mensaje de texto diciéndole que la amaba. No me contestó. A los dos días me habló por teléfono y me pidió explicación. Yo le volví a decir que la amaba, que era cierto. Ella me contestó que también me amaba, pero que nunca íbamos a tener relaciones sexuales. Creo que nos encontramos ese fin de semana en un bar y hablamos del tema. Después no volví verla. Luego de dos años me habló por teléfono para invitarme a su cumpleaños. Me dijo que tenía un regalo. Yo fui. No había mucha gente. Cerca de las doce puso una canción. Me invitó a bailar. Era un bolero. En el estribillo decía te amo. Fui feliz mientras bailaba a pesar de que no podía coordinar.
Percibí una forma extraña en el agua. Me aproximé y pude notar que era un pájaro que por alguna razón había caído a la pileta. Noté que aún estaba vivo, agonizando. Decidí venir y escribir esto, ahora probablemente esté muerto.
Aprender a caminar, aprender a desdoblarse, multiplicarse, a resolver y disolver, enojarse, retroceder e imaginarse, presentarse, detenerse y deambular, sepultar, simular, enrarecer, cuestionar y destronar, juzgar, discernir y subyugar. Perder, ganar, animarse, vestirse, tomar en cuenta, perfilar, estudiar, disimular, permanecer, un poco, mitificarse, creer que uno puede captar lo suficiente y creer que uno puede desembarazarse de las cosas. Sentir que uno puede creer lo suficiente como para enmudecerse o como para decir algo. Tomarse un minuto de descanso. Sentirse místico o bajo presión, sentir que el tiempo pasa o sentir que no pasa. Sentirse siempre vigilado. Repudiar. Sumirse en un problema técnico y enamorarse de la cultura. Abandonar los hábitos, renunciar a las herencias. Apoyarse en las habilidades, pensar demasiado en nuestros créditos. Tener distintas formas de esperar, desesperarse o irse. Postular cosas, en un papel o en la mente. Cuando uno se impone algo y lo sigue. Cuando no. Casi siempre escuchamos los consejos aunque las decisiones importantes son arbitrarias. Sigo pensando en que la noche es el mejor momento. Poder cambiar, poder actuar sobre los demás. Influenciar, persuadir. Avanzar. No existe la expresión. Olvidarse de los pies. Caminar. No pensar ni hablar. Lo otro. Penetrar. Llegar al otro lado pero sin agachar la cabeza. Todos los actos juntos. Los objetos que accionamos, los que mencionamos. El objeto. Sitiar cosas alrededor de cosas. Recordar demasiado. Sentirse un sujeto social. ¿Por qué? No hablar desde la soledad. No hablar por la sociedad. No deberíamos estar tan orgullosos de saciarnos. Creamos una imagen de nosotros mismos y ponemos la cara frente a otra persona. ¿Qué hacemos con esa imagen cuando la otra persona no está?
Luego la volví a encontrar y me enteré que ella pensaba que yo era soberbio. A mi me gustaba y como hacía mucho tiempo que no sentía lo mismo por una persona quería mostrarme seguro. Traté de llamarle la atención pero con cada cosa que yo decía ella me hacía quedar como un estúpido. Parecía serlo, pero la realidad es que yo era una persona insegura que necesitaba mostrar algo que no era.
Mañana por la mañana vienen alumnos particulares. Son dos. Una mujer y un chico. Les tengo aprehensión. Limpié el baño por ellos. Les tengo aprehensión pero limpié el baño para ellos. Tienen que venir porque necesito plata. Los correría. Se llaman Natalia y Jorge. Son muy amables. A la mañana siguiente a la misma hora de siempre, suena el portero. Escucho la voz de mi hermano Federico: “José, la mamá ha muerto”.
Pero era una seguridad que venía de ideas, ideas que no incluían interacción con otras personas, eran algo cerrado, cerrado para mi fantasía, entonces entre ese juego de fantasía personal yo tenía que incluirla o seducirla y que ella se acerque y una vez compartida esa instancia de fantasía generar una fantasía que avance con un sentido de continuidad e ingenuidad. La cosa era inventar un juego, porque en el juego el cuerpo se mueve solo.
Desaparece la respuesta externa.
Una multitud rodeaba la calle. Se escuchaba un murmullo constante. Yo estaba entre todos ellos, desde las 6:30 de la mañana, parado en el mismo lugar sin haber hablado con nadie. Llegué con mi equipo y me ubiqué donde sabia que tenía que estar. Al principio el predio estaba casi vacío y el sol comenzaba a salir. Hacía frío. Con el correr de las horas las personas empezaron a llegar. A media mañana, tipo diez, el frío fue cediendo. Algunas personas empezaron a sacarse un poco de abrigo y sostenerlo con sus brazos. Cerca del mediodía la multitud era densa e incluso algunos irrumpían el espacio de la calle, no demasiado, para no llamar la atención de los policías que por esa hora se habían aproximado para controlar. Yo seguía parado y callado. Mi participación se esperaba fuera a las 16hs. El murmullo era permanente y el sol ahora daba pleno sobre nosotros. Pasado el mediodía muchas personas comenzaron a movilizarse. Los policías pusieron orden y la calle volvió a quedar vacía… No había almorzado y me dolían los pies. Mantenía la espalda recta pero el cansancio se notaba en mis ojos. Esporádicamente hacía un recorrido en círculo que no iba más allá de los cinco metros. La gente estaba cada vez más ansiosa. Pasadas las cuatro de la tarde los policías comenzaron a comunicarse con su Handy. Los murmullos crecieron y todos miramos hacia una de las direcciones de la calle. A los 5 minutos aparecieron tres personas en moto y se hizo silencio Pasó un minuto más y entre la multitud apareció un africano. Era el treintaiochoavo kilómetro de correr. Todos comenzaron a aplaudir. Unos diez metros atrás venían otros tres competidores uno a la par del otro, también africanos. Detrás de la valla de policías se hicieron paso algunas personas con credenciales y les entregaron trapos y bolsas con agua. Me acerqué hasta el borde de la calle y miré atentamente para ver de donde vendrían los próximos. Después del cuarto corredor, apareció un camada de seis o siete, dos blancos y los otros africanos. Hice un rastreo rápido y vi la camiseta negra y verde con el número 36. Pedí permiso a los policías mostrando mi credencial. Saqué rápidamente la botella de agua que estaba en la mochila, tiré la tapa y me acerqué trotando hacia el corredor. A un metro de él estiré el brazo, giró apenas la cara, me miró de reojo, agarró la botella de agua y siguió su recorrido.
¿Es posible que el objeto deseado no pueda ser reconocido dentro de nuestro sujeto?
Desembraga y el auto avanza tres metros de golpe para después detenerse. Es de noche, saca la cabeza por la ventanilla, mira por el costado pero no ve más que una hilera de autos hasta no poder dejar de verla, vuelve la cabeza adentro y se sienta recto como si esa posición solucionara algo, algo soluciona, la ansiedad o por lo menos piensa que así es. Es una idea que dura unos segundos porque sabe que está atascado, que son las nueve de la noche en punto y que llegará por lo menos treinta minutos tarde a la primera reunión del trabajo que desde hace cinco años trata de conseguir y a causa de un despido ahora logró acceder. La masa de autos avanza pero solamente otros tres metros más. Insulta al aire porque no sabe que otra cosa hacer, la posición recta no le sirve, sólo, quizás cerrar los ojos como si durmiera y quedar en un estado semi dormido mientras todo sigue pero en este caso lo que le preocupa es saber que ya están todos reunidos y pensando en por qué el no aparece, encima que… Encima que…Se imagina a sus jefes pensando en él durante los treinta y quizás cuarenta minutos que se demorará en llegar. Encima que… sólo puede pensar lo que los demás piensan de él. Lo que el otro le concede que sea. No está en la silla donde tendría que estar. Y esa concesión del otro es tan precisa al punto que lo inhabilita a actuar. Por eso le angustia que el tráfico no avance. Le angustia porque no está en su silla, porque sin querer se rebela a la posición concedida por los demás. Porque sin querer dejó pasar una avenida a las nueve menos cuarto y dobló luego hacia un estancamiento…No está en la silla donde tendría que estar. Se imagina la silla y avanza otros tres metros más. Tocan bocinas. Avanza el embotellamiento un poco más. Se levanta de su asiento y vuelve a sentarse, como si algo le pasara. Nunca va a tocar bocina. Son las nueve y media. La masa de autos se mueve otros veinte metros más. Saca la cabeza nuevamente y ve el final. Vuelve a sentarse sobre el asiento y ahora sí endereza la espalda con algún sentido. Avanza de a tres, cuatro, seis metros hasta llegar a una malla de plástico naranja y ver que a las nueve y media de la noche una máquina pica el pavimento en toda la cuadra. Dobla y mira de reojo el sector de calle cortado. El tránsito ahora fluye más rápido, casi normal, normal, rápido. Acelera, son las nueve y cuarenta. El edificio de oficina queda pasando el microcentro. Busca donde estacionar y deja el auto. Corre la primera cuadra y camina la segunda. Entra en el palier, no sabe si acomodarse la camisa por dentro o por fuera. Se la
deja por dentro. Llama al ascensor, son las nueve y cuarenta y ocho. Se mira en el espejo. Sale del ascensor en el piso ocho, camina por el pasillo, toca la puerta y abre su jefe, le estira la mano, se saludan. Pasa a la sala y saluda a todos los demás como pidiendo disculpas. Se sienta en su silla. Escucha la conversación. Se acomoda de nuevo la camisa. Mira atento a cada uno de sus compañeros cuando hablan. A las diez y cuarenta termina la reunión. Nadie le pide explicación. Bajan por el ascensor en dos grupos y en el palier de la planta baja se despiden concretando otra reunión para el jueves a la misma hora. Camina hacia su auto pero no entra. La noche es agradable y decide buscar un bar para tomar algo. Camina dos, tres, cuatro cuadras. Pasa por la calle cortada. La maquina percutora ya no rompe el pavimento. Son las once de la noche y no hace ni frío ni calor.
La multitud fue formándose
Di vueltas durante veinte minutos, abrí el cuaderno y me puse a escribir… “Al salir la mañana siguiente el hombre de campera de cuero seguía sentado en la vereda…” Eran las nueve menos cuarto y la reunión comenzaba a las nueve. Pensé en todo lo que había querido decir sabiendo que hay algo que no se puede ¿Hay algo que se que no se puede?
Sucede que estaba y ya no está.
Ayer pasaba en auto por una avenida del parque de acompañante y en una curva intercambié miradas con una persona que viajaba en moto. Tenía un casco negro sin anteojos y sin protección en la boca. Era una moto gris con carcasa rearmada como la mía. Tenía los ojos concentrados en algo. No sé en qué. Al instante de cruzarnos nos miramos y luego volvimos la mirada cada uno hacia el frente. Que poco sabe uno de uno mismo, y cuando uno piensa y piensa todo el tiempo está desligado a la vez de eso y es una persona que simplemente pasa en una moto y levanta los ojos para cruzar mirada con otra persona.
Está el miedo y está el amor. El pensamiento concluye cuando interviene algo. Y la vagina es algo abstracto.
Ahora el hombre de campera negra se puso a escribir…“Me sale agua, bilis y todas las secreciones al mismo tiempo”
Ambos elegimos pegarnos
Al cuerpo Pibe