Incidentes
Alexis Álvarez Manuel Jiménez Mijangos Yury González
Escritores de Hipogeo Taller de Cuento
Incidentes Alexis Álvarez, Manuel Jiménez Mijangos y Yury González
D.R. © Alexis Álvarez, 2019 D.R. © Manuel Jiménez Mijangos, 2019 D.R. © Yury González, 2019 Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio, incluidos los medios electrónicos, sin el permiso por escrito del titular de los derechos. Escritores de Hipogeo Taller de Cuento
Acequia Casa Editorial Cuidado de edición y revisión ortotipográfica Alejandrina Garza de León Diseño editorial, interiores y cubierta Adrián Ramos Garza
Editado en Mérida-México Made in Merida-Mexico
Presentación
La almendra el escritor y la perfección veréis que lo que os queda es propio vuestro Francisco de Terrazas
La creación literaria es un acto de valor. El escritor busca el inescrutable estímulo que lo mantiene en el desaliento provocado por la anhelada perfección; se desprende de su piel, a través del atrevimiento creativo, para adentrarse en sus huesos sin tener la certeza de encontrar la almendra que ahí se esconde. No importa el género, el poeta en pos de la manifestación de un estado íntimo o el narrador acechando detrás de una ficción, ambos con la actitud que acuñó Sergio Pitol en la frase: “Uno sabe quién es solamente por la palabra”. Perpetuarse en el desaliento ante lo inasequible es indudablemente una valentía, mas publicar requiere una osadía mayor. El escritor que publica soslaya las defecciones e infidencias del mundo literario, para magnificar el libro como fulcro entre la creación y la lectura. Los escritores de Hipogeo Taller de Cuento concurren en esta colección con una temeridad mayúscula: no han sido fieles al cuento, algunas de sus piezas corresponden a otra especie. Todos ellos, eso sí, en sus textos exhiben lealtad a la literatura, en esa indagación del saber lo que uno es solamente por la palabra.
Víctor Garduño Centeno
Alexis Ă lvarez Escritor de Hipogeo Taller de Cuento
Alexis ร lvarez. Egresado de la carrera de Mercadotecnia de la Universidad Tecnolรณgica Metropolitana. Ha participado en el Taller de Cuento Hispanoamericano en la Escuela de Escritores Leopoldo Peniche Vallado y de Narrativa del Centro de Experimentaciรณn Literaria. Integrante de Hipogeo Taller de Cuento. Escritor en construcciรณn.
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Lluvia
as ovaciones de pie se prolongaron por varios minutos en aquel teatro victoriano testigo de las magníficas interpretaciones de la sinfónica. El alboroto ensordecedor fue in crescendo hasta envolver el lugar. Los músicos de la orquesta se inclinaron frente a los asistentes en agradecimiento por los halagos. El proscenio empezó a llenarse de flores, un par de guantes, mascadas de seda, prendas en muestra de la admiración hacia aquella perfecta interpretación musical. Frente a los espectadores, luciendo ese traje negro igual de impecable que su trabajo, el joven director con la orquesta detrás contemplaba lo que había provocado con su ejecución. En medio de la celebración, al bajar la cara encontró sobre la duela dos dedos, uno aún llevaba puesto su anillo de esmeralda, la mano a la que pertenecían cayó a unos centímetros y un pie aún con el calzado puesto lanzado desde la luneta llegó hasta los músicos que se dispersaron aterrados al advertir la lluvia de narices, brazos, vísceras y hasta una enorme pierna arrancada de tajo, que se venía sobre ellos. El joven director muerto de miedo no daba crédito a lo que sucedía, por fin miraba cristalizado el sueño de su vida, un público entregado en cuerpo y alma a su arte. Un descabezado vestido de frac surgió de entre las butacas, caminó con un paso torpe hasta llegar al escenario, se dirigió al joven Incidentes
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director y le entregó en ofrenda su cabeza, que todavía mantenía un gesto de excitación sostenida con ambas manos mientras hilos de sangre escurrían de su garganta y le manchaban la ropa; el joven director agradeció el gesto con una reverencia y poco a poco retrocedió al tiempo que apartaba los pies para evitar así que la sangre salpicara sus zapatos de charol.
Asedio
scribo este cuento para desembarazarme de él, para quitármelo de encima. Llegó como los otros, de golpe, con la fiel promesa de ser el mejor cuento que yo pudiera escribir. El relato por el que me recordarían más allá de mi muerte. Mi consagración literaria. Al igual que a los otros le di su justa importancia, presté atención a sus motivos, escuché lo que tenía que decirme, lo dejé acompañarme unos días, estar, madurar; para después valorar si es que tanto esfuerzo suyo valía la pena el mío. Disponer de mis noches, único tiempo en el que puedo escribir tranquilo, frente a la computadora, para darle cuerpo con un esqueleto sólido y una voz que parezca más la suya que la de mi conciencia, hacerlo funcionar, para por fin liberarlo al mundo. De la misma forma, antes que este cuento, hubo unos tantos a los que por confiado les aposté sin titubear. Sobre los cuales dispuse ejercer las destrezas de mi oficio; pero las horas de trabajo sentado frente a la hoja en blanco no servían más que para empeorar mis dolores de espalda y que al final tras varios intentos terminaban en el fondo del cesto de la basura, sin oponer resistencia, resignados al olvido. Por ello este cuento del que ahora escribo no era la gran cosa en un inicio. No hallaba en él algo por lo que tuviera que hacer una distinción, por lo tanto, llevaría el mismo proceso que los anteriores. No me daba Incidentes
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garantía de la efectividad que me juraba, aquel ímpetu sólo podía ser una estrategia burda para persuadirme. A estas alturas no podía darme esos permisos. Aceptar a ciegas significaría sucumbir ante el peso de mi propio ego. En resumidas cuentas, parte del éxito o fracaso era mi responsabilidad, mi manufactura sumada a la esencia del relato lo que completaba la ecuación. En ocasiones el instinto me ha fallado y he terminado por parir algunos que nacieron muertos, pero nada que no se resolviera arrugando la hoja y fin de la historia. En mis años de trayectoria ninguno como este puso tanto empeño. Por lo general, mis cuentos, después de que exponían todas las cartas, se hacían dos pasos para atrás y seriamente (de mala gana) ocupaban su lugar en mi escritorio –como quien impaciente sin más remedio se ve obligado a esperar en fila del banco o en el supermercado– en forma de notas, pequeños atisbos de una frase inicial. Lo siguiente para ellos era esperar por mí, por mi elección, que dicho sea de paso a veces era bastante dura de tomar y en otras tan obvia. Variaba de uno a otro. De alguna manera había encontrado el gusto en inyectarle algo de suspenso al asunto. Podían pasar días o incluso un par de horas según la circunstancia. Pero este en cuestión no estaba decidido a claudicar. Sin duda la paciencia no figuraba dentro de aquellos tantos atributos de los que alardeaba. Un día aciago comenzó el asedio. Al igual que los anteriores, sabía que no tardaría en optar por aquel recurso burdo, para ese entonces ya no tan efectivo de invadir mis sueños. Se coló incluso en aquellas siestas vespertinas en las que 10
Alexis Álvarez
no se logra entrar en plenitud en los terrenos de lo onírico, donde aprovechaba para atacar con mayor rudeza. Me hizo padecer, despertar sobresaltado en la madrugada; logró arruinar sistemáticamente aquella tan bien establecida rutina de sueño, privado de ella, la jornada siguiente siempre iba cuesta arriba y tendría que recurrir al café que me pone ansioso, para terminar en una constante alerta innecesaria que no me deja conciliar bien el sueño por las noches, creando así un bucle interminable hasta que no regulara mis horas de dormir. A pesar de sus sucios trucos no pudo conmigo, y por fin una noche que auguraba sería igual que la anterior, no se apareció y pude dormir sin interrupciones, sin saber que preparaba el contraataque. La aparente calma, ya extraña a mi alrededor desde que comenzara su acoso, debió advertirme algo. Infiltrado en mi vida, logro resquebrajar mi concentración, estropeo mi trabajo. Dictar cátedra se volvió un suplicio, se presentaba donde no debía, rayó en lo inoportuno, por culpa de su imprudencia estuve a nada de perder el empleo, llegó a tornarse tan castrante como un niño malcriado y ruidoso; si en algún instante me había parecido simpático su afán, en ese momento ya era insoportable, no pensaba tolerarlo más. Tuvo el atrevimiento de quererse salir a fuerzas en escritos en los que no cabía, en una carta, un texto académico para la revista de la universidad, anotaciones en la pizarra, en los mensajes de texto del celular, mientras llenaba un cheque. A la segunda semana después de su aparición decidí enfrentarlo, ver qué es lo que traía. Hice varios intentos para calmarIncidentes
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lo, pruebas que no avanzaban del medio párrafo, iluso, pensé que tal vez así daría tregua, pero si no era paciente ni prudente, mucho menos tonto; presentía mis intenciones y la situación no hacía más que agravarse, me exigía atención, era tanta su premura por salir de un tirón, no quería conceder pausas. Me ha obligado a tomarme unos días, ausentarme de la escuela, cancelar mis citas, no ver a nadie, recluirme en mi estudio a escribirlo, desconectar el teléfono, estar aislado de todo. Ha tomado mi vida. Sus amenazas se han encrudecido y mientras más pasa el tiempo y más postergo el encuentro, se muestra más violento y cruel. Así que me tiene donde me quería, sin hacer otra cosa que no sea escribir, sin probar bocado, ni una gota de agua, con la boca seca, los brazos exhaustos, las yemas de los dedos llagadas por el impacto contra el teclado sin poder apartar la vista del monitor de la computadora. Si no fuera por el dolor pensaría que llevo tiempo siendo un cadáver, sin moverme de esta silla, putrefacto, que el hedor se ha escapado por las rendijas de la puerta, que alerta a los vecinos, y no tardan en venir a tocar la puerta y preguntar si es que sigo vivo. Mi cuerpo ya resiente el encierro y aún tengo dudas sobre cómo acabar con él, encontrar el final que tendrá, uno que lo deje satisfecho. Antes que me obligue a sacar el revólver del cajón, será mejor terminarlo aquí.
Souvenir
a Verónica no busca conquistar su inmortalidad, sólo aprovecha el momento, quiere un recuerdo de lo que sucede.
Picnic
erá un entierro largo, se lo han encargado a las hormigas.
Minificción
o sólo soy un cuento lo bastante maduro que no tiene necesidad de crecer más.
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Migajas
e cuando en cuando me acuerdo de ella, así que bajo al sótano con un vaso de agua y un pedazo de pan.
Premonición
ueño que puedo predecir el futuro, ayer soñé que tendría este sueño en el que iba a descubrir que puedo predecir el futuro.
Bloqueo
on largas brazadas avanza. Nada, nada, nada, nada. Naufraga en las orillas filosas de una página en blanco. 14
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Goma de borrar
lguna vez soùó con cruzar el canal de la Mancha.
Noche
miedo.
ra enero, la luna se asomaba, se morĂa de
Tortuga
enta, apenas llueve, apenas se mueve.
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Réquiem
ncapuchado llega entre tinieblas, silencioso, exquisito, con voz dulce y un terrible encargo. Viejo y abandonado sólo acompaña la escasa luz de las velas. Unas manos huesudas le tocan el hombro. Le queda poco tiempo para terminar la canción, sin saber que se va a tocar para él, tres días después de aquel encuentro.
Nómada
aminó, caminó y caminó hasta que tuvo que ponerse los pies de repuesto.
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Alexis Álvarez
El síndrome de la luciérnaga
odía brillar en la oscuridad, odiaba jugar escondidas con los otros niños, si apagaban la luz, el brillo lo delataba.
Diluvio
abía llovido como nunca, Fernando veía aquel espectáculo desde una perspectiva diferente, sentía la cara mojada, pudo ver cómo los muebles menos pesados flotaban, sabía que toda la casa estaba llena de agua, pudo ver cuadros desteñidos y otras cosas que colgaban de la pared, deshechas por el agua. Sintió algo que pudo ser una rana andando debajo de él, su piel fría, pegajosa. Fernando tenía los pies desnudos, la cara llena de moretones, no sabía por qué tenía los brazos abiertos como quien espera un abrazo que no llega mientras flota a la deriva. Incidentes
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La orilla
odo iba a cambiar después del accidente. Nunca iba a olvidar el sonido del teléfono en la madrugada y mucho menos la noticia que una voz desconocida le daba. Con un café humeante en la mano, mientras caminaba por los pasillos del hospital, apenas esbozaba una sonrisa. El resultado de la intervención a su marido no era nada favorable, pero algo en aquel ambiente la tranquilizaba, quizá las paredes blancas o el murmullo típico de los hospitales, pero algo la aliviaba, y mientras bebía el café se regalaba un poco de resignación. Después de que él regresara y pasara su primera noche en casa luego del accidente, ella podría dormir tranquila, ya no sentiría los pies fríos de su marido bajo las sábanas.
Manuel JimĂŠnez Mijangos Escritor de Hipogeo Taller de Cuento
Manuel JimĂŠnez Mijangos. (Oaxaca, Oaxaca; diciembre de 1947). Egresado de la Escuela de Escritores Leopoldo Peniche Vallado. Participa en Hipogeo Taller de Cuento.
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Cuando cambien mis tiempos
uando la noche se empapaba en una tormenta furiosa y agresiva, se desprendió de la oscuridad aquella figura de hombre. La tenue luz dibujó las oscilaciones que hacía salvando los espejos encharcados a lo largo de su cansino andar, acercándose poco a poco a mi casa. Desde la ventana lo vi repiquetear la puerta. Salí, para ver a un viejo de mi estatura empapado hasta los huesos, con ropa raída gruesa de mugre, barba y bigote unidos por el tiempo, y en sus zapatos asomaba un dedo sin calcetín; con su mirada suplicante, adiviné su infortunio. Luego, con palabras entrecortadas y poco audibles, dijo: señor, señor, me muero, el hambre me mata, ¡ayúdeme, por Dios! La tristeza y la compasión me invadieron. Y a la velocidad de un parpadeo recordé aquel monólogo que alguna vez leí. ¿Por qué vaga el indigente? ¿Por qué se quedó con hambre? ¿Por qué nos es indiferente y está fuera del enjambre? Y sin pensar más, lo tomé del brazo, y como si fuera mi padre lo invité a pasar a mi morada para ofrecerle incondicionalmente lo mucho o poco que tenía; ésta es su casa, disponga usted de ella con toda confianza, dije, tal vez abrí demasiado la boca pero lo dicho, dicho quedó. La toalla que le ofrecí, la dejó como estopa de mecánico; luego se sentó ancho a la mesa como un rey, mientras un olor nauseabundo invadía el Incidentes
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recinto. Serví café y pan acompañando a la lluvia. Fue entonces que habló: ¿Tendrá algún relleno para este pan?, rajas con queso y crema formaron la torta que desapareció rápidamente, y volvió a pedir otro pan y más agua preparada; cuando vació el almacén, aseveró una frase propia, exclusiva de él: señor, todo esto yo se lo pagaré cuando cambien mis tiempos, no sé por qué pero lo creí. Habló de su vida... y del postre, de sus viajes... y de la botana... brindó por sus amores desaparecidos... por sus riquezas perdidas... y otra copa; después calló para hacer un gran eructo. Luego me dije, indigente parece, rico no es; lo definí sincero, ameno, antes de que volviera a recordar su pasado, pero no, sólo culminó diciendo su frase exclusiva: señor, todo esto yo se lo pagaré cuando cambien mis tiempos. La duda empezó a invadirme, sin embargo, me agradaba escucharle su historia sin fin. ¿Me permite su baño? Dijo esto cuando ya estaba adentro, ahí se tardó una eternidad, imaginé que taparía el sanitario, oí la regadera y quise demostrar mi apoyo incondicional trayéndole ropa limpia llena de mis recuerdos. Cuando salió ¡vaya! pero qué cambio, nadie se imaginaría, fue una sorpresa verlo sin barba ni bigote, bien peinado; olía a mi perfume, la ropa le entalló muy bien, mis zapatos nuevos que olvidé en el baño estaban al servicio de sus pies, y aquel viejo que llegó anoche no era tan viejo, le tiraba a la media vida. Con una ligera sonrisa y una inclinación agradeció la benevolencia y repitió una vez más, con solemnidad para que quedara bien estipula22
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do, su frase exclusiva que ya me había aprendido de memoria. Con un apretón de manos y un abrazo fuerte que me dejó sin aliento, se despidió, deseándome los buenos días, no sin antes descolgar del perchero mi bufanda, mi sombrero y mi gabardina; me sorprendió su abuso. Y él, muy feliz y seguro, repitió la misma tonada: señor, todo esto yo se lo pagaré… sí, ya sé, le dije, “cuando cambien sus tiempos”. Desde el pórtico lo vi alejarse con paso firme y decidido y con su diestra expandía mi sombrilla, que me pagará ésta, lo otro y todo lo demás… Cuando cambien mis tiempos.
Manuelito
–¿Encontraste tu libro, Manuelito? –Pues no. Pero déjame contarte. Recorrí varias calles del centro y nada. Al ver un local grande, elegante, con cuadros de paisajes al óleo, acuarelas y fotografías, la curiosidad me llevó al interior. Ahí vi a una linda dama que me llamó la atención, estaba en un cuadro hermoso, el busto adornado con bellas flores y al fondo un jardín. La miré y la miré, fue entonces que… –¿Qué, Manuelito? ¿Qué? –¡No lo vas a creer, Tarsicio! Me pareció que su hermosa cara tenía una ligera sonrisa. –¡Ay! Amiguito, no inventes. –Tenía una pose imperceptible. –Imaginaciones tuyas, Manuelito. –¡No! Tarsicio sonreía. Revisé a los lados pensando en algún control de video, miré arriba, abajo y nada. Fue entonces que… –¡Ora! Ya se rayó el disco. ¿Qué, chaparrín, qué? –Me estaba viendo. –¡Ya te dio duro! ¡Claro, tonto, si la tenías de frente! –Entiéndeme, Tarsicio, me estaba viendo ¡de veras! Sentí nerviosismo, el complejo me invadió, perdí la seguridad, temblaba, entonces… –¿Entonces qué, Manuelito? –Me, me… 24
Manuel Jiménez Mijangos
–¡Otra vez el tartamudeo! –Me, me, guiñó con los ojos. –Ni modo que con los pies, todo por no desayunar, amigo; te sales con el estómago de farol. –Pero eso no es todo. –¡Ah!, ¿pero todavía hay más? Que te lo crea tu suegra. –Tarsicio, te recuerdo que soy soltero. –Mejor hablemos de otra cosa, esto ya me huele a tomada de pelo. –Esa hermosa mujer me di… me di… me dijo ¡hola! –¡Vaya, vaya! Pero si estás como operado del cerebro. –En verdad, amigo, quedé mudo, lelo viendo ese retrato. –Entonces ella te retrató, y tú loco, loco, pero no loquito. –Pero no me retiré y le contesté con firmeza hola, luego me preguntó ¿cómo te llamas? Firmemente hablé: Manuel, pero me dicen Manuelito, y dijo: he visto que tienes interés por mí. Contesté: bueno, pues sí, me impresionaste desde que te vi. Entonces me dijo: cómprame. Quedé impávido; anda, cómprame, insistió, quise explicarle pero no pude. En seguida, coqueteando, me dijo ¿pero es que no te gusto? Claro que sí, aseguré, entonces cómprame, Manuelito, luego agregó: Tú y yo podríamos formar una bonita pareja, una excelente pareja. Y siguió diciendo: mírame bien, soy bonita, ¿si o no? Sí, dije, y lo de más abajo, señaló con la vista, está mejor, ¿qué decides? Quise explicarle pero la tartamudez me dominó ¡vamos, vamos! Incidentes
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me azuzó o acaso ¿a ti te dicen el indeciso? Y desde entonces, mi querido amigo, ella está en casa, vive conmigo y quiero que la conozcas. Te dejo las llaves de mi casa por si no me encuentras cuando me visites. –Está bien, Manuelito, en estos días te caeré. –¡Manuelito! ¡Manuelito! ¡Caramba! no sale, ¿dónde estará el pequeñín? Por suerte me confió las llaves, quedamos que aquí nos veríamos para conocer la foto ¿le habrá pasado algo? Dicen los vecinos que no lo han visto en toda la semana, ¿qué pasaría? Voy a entrar a esperarlo. Miro alrededor, todo luce impecable como él, muebles y piso limpio y ¡en la pared! ¡Oh no! es la foto que tanto me describió, ahí están los dos, ¡abrazados y sonriendo!, estoy sorprendido, y mi amigo… me guiña un ojo.
Yury Gonzรกlez Escritor de Hipogeo Taller de Cuento
Yury González. Nacido en una familia de maestros, las letras han formado gran parte de mi vida, igual la escuela. Desde que tengo memoria, recibo y ofrezco conocimiento; no ha sido distinto después de mi jubilación, hace dos años. Encontré a Hipogeo Taller de Cuento formado por un grupo de escritores de cuento con un increíble espíritu altruista, gente de buen corazón, que proporciona una suerte de enseñanzas con sus dinámicas que me hacen sentir en ambiente. Mi compromiso es lograr algún día hacer algo que nos permita reconocer lo aprendido del amor que tenemos en este taller de cuento.
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Plagio
a plaza está bloqueada por una reja negra oxidada; junto a ésta, una banca de concreto pulida por el uso cotidiano. Ahí están, unos sentados en la banca y otro parado frente a ellos. Miran, sin soltar palabra alguna, cómo Fulgencio camina al poniente cruzando la plaza. El que se encuentra de pie amplía la comisura de los labios, levanta la cabeza como pavo reclamando su terreno; ensanchando el pecho, empuja el dorso hacia atrás. Así, de tal manera, consciente del momento adecuado, de un tajo, alcanza la sorpresa de sus oyentes y rompe el silencio. –Miren a Fulgencio, camina altivo llevando a cuestas las huellas del fracaso. ¡Se perdió la oportunidad de su vida! Si no, que se lo pregunten a Cleo. Entonces las miradas se hicieron compañeras de carcajadas. Fulgencio, a pesar de las risas, mantiene el paso lento y tiene tiempo para pensar: “La dicha de unos es la desgracia de otros, así se vive en estos lugares. Ahora me toca, ya me quedé sin los favores de Cleo: el carro, los préstamos sin devolver, los regalos, la oportunidad de no hacer nada, y ahora tener que soportar este trato. Es sólo un tiempo, hasta que se le pase o la cambien, ya me tocará mi turno con aquellos”.
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Ya había escuchado antes el grito de Cleo: –¡Fulgencio! No has limpiado tu área, ¡muévete! Así estaban las cosas, lo sabía. El pasillo de entrada se extiende al oriente; a unos pocos metros, casi al final de éste, se encuentra la puerta de la oficina. Ahí está Cleo, parada en una actitud amenazante, lo mira con rencor amoroso, la ansiedad del fracaso la conduce a una crema batida de emociones, miedo a una soledad agridulce. El paso de Fulgencio le dio tiempo para pensar… “¡Maldito perro! después de todo lo que he hecho por ti. Ahí vas, sigue, sigue, pero sigue destilando por los poros tu raza”. Ya en la tarde, al norte de la ciudad, el cielo abre la gama de colores cercanos a la obscuridad. Y Cleo, sentada en el sillón de la sala, por momentos sujeta con fuerza los descansabrazos, moja con lágrimas las mejillas entre gemidos y suspiros, ante el recuerdo de aquel hombre. Su mente, centrada a un solo tema, casi perdida de la realidad, le lleva a pensar en la jugada que le había hecho la vida. Con la cercanía de la noche poco a poco se fue calmando; al mirar el altar de Santo Tomás pensó en sus velas. Mientras las encendía, se permitió hablar con su protector... Por años te he pedido con fervor, esperanza y toda pasión posible, a ti, Santo Tomás, lo sabe el Señor, me concedieses la gracia de encontrar al amor de mi vida; al futuro responsable de esto que siento por María madre de Dios, a cuyo destino conferido me encuentro dispuesta en deseo, cuerpo y alma. Te he construido tu nicho, mira, mantengo tus flores frescas todos los días, he invitado a 30
Yury González
todas mis vecinas, hasta a doña Cristel, que me odia, sé que me odia, pero he seguido tus pasos; cada 28 de enero y 7 de marzo, sin falta, pago la música, la rezadora y las llamo para participar de mi devoción por Ti, pero la coperacha la tengo que hacer, Tomasito, no las voy a mantener, además las vecinas ¡tienen qué colaborar! ¿me escuchas por las noches? y ¿al amanecer, antes que salga el sol? ¡Te rezo fervorosamente! Lo sé, tú me diste a ese hombre y ese hombre me quitó a mi hijo, ese desgraciado, que si era tarde para los dos, que si las leyes, ¡Tú me lo diste, Dios me lo había dado!”. –¡Ese maldito hombre me lo quitó! –escuchó su voz solitaria en la sala. Baja la cabeza, y se hace una recriminación por el desliz de su vocabulario, toma el rosario sobre el altar para iniciar los rezos que guían su vida. Al mismo tiempo, al sur de la ciudad, la tarde despliega en el cielo una variedad de tonalidades rojas, antes de caer oculta por una cortina nocturna acompañada de frescos movimientos de los árboles. En esos caminos, Fulgencio pedalea su bicicleta a paso lento, alejándose de la familia que ya había abandonado, sin llegar a ningún acuerdo con Antonia por lo de la separación. Ella, que aún sentía que recuperarlo era posible ¡pero ya! ni por sus hijos, ni por ese sentimiento profundo que se niega a sí mismo, como quien sabe que es mala esperanza pensar nadar en cálidas y quietas aguas de una piscina, cuando realmente se trata de cruzar en una noche sin luna aguas pantanosas con alimañas y todo. Ahora prefiere Incidentes
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conducir hacia lo que siente es su destino, alegre y lleno de energía, a pesar del cansancio. Su pensamiento se cruza con la cercanía a su nueva casa y reafirma la decisión tomada. “Aún faltan siete cuadras, está loca Cleo, no voy a permitir semejante barbaridad, qué futuro tengo con ella, ninguno, estoy mejor así”. Se detiene junto a la barda empedrada. Ve la puerta de la casa abierta, en el fondo Cinthia veía su celular cuando escucha la voz de Fulgencio: –Ya llegué. –¿Ya te firmó? –revira. –Todavía no, tenemos que arreglar lo de los niños. –A mí no me vengas con eso, no me importan esos niños, ¿a poco estás seguro que son tuyos? Además, me lo prometiste. La mirada tierna de Fulgencio se encuentra con la cabeza inclinada y el rostro dulce y juvenil de Cinthia.
Índice
Presentación
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Alexis Álvarez Lluvia
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Asedio
9
Souvenir
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Picnic
13
Minificción
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Migajas
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Premonición
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Bloqueo
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Goma de borrar
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Noche
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Tortuga
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Réquiem
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Nómada
16
El síndrome de la luciérnaga
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Diluvio
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La orilla
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Manuel JimĂŠnez Mijangos Cuando cambien mis tiempos
21
Manuelito
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Yury GonzĂĄlez Plagio
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Incidentes de Alexis Álvarez, Manuel Jiménez Mijangos y Yury González se editó en octubre de 2019. Escritores de Hipogeo Taller de Cuento, en Mérida, Yucatán, México. Editado por Acequia Casa Editorial calle 10 Núm. 372 x 39 y 39 A, colonia Pedregales de Tanlum, Mérida, Yucatán, México CP 97210 Tels. (999) 9 94 92 69 y 9999 94 92 60 gdeleonster@gmail.com