Minificciones

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MINIFICCIONES

Iván Palacios Ocaña Alfonso Domínguez

Horchata Sentimental II 02 junio 2012


ARROZ Y SOYA POR LA TARDE

Iván Palacios Ocaña

“Desde hace milenios no ha variado la manera en que se tocan dos cuerpos” Odysseas Elytis ¿Cómo la salsa de soya llega a unirse hasta lo improbable al arroz, si son dos cosas y bien distintas? A cuántos kilómetros habrá nacido el uno del otro, en qué fecha empezaron a ser por obra de la preñez. Y así, una líquida y el otro arroz; uno blanco y la otra soya, azarosamente, llegan a la misma mesa y a la hora del festín; alguien toma la salsa de soya y la vierte sobre el arroz. ¡Oh, dichosa ventura! Al principio el arroz, como no queriendo la cosa, rechaza eso extraño y oscuro, bello por desconocido – pobrecito arroz, como si de él dependiera–, y dice gritando entre su inocencia “¡No lo quiero, Mundo, aparta de mí esto que no sé y déjame estar en soledad!”. Pero los decretos de la Providencia son inamovibles y, por supuesto, no saben de voluntades de arrocitos; o, quizá sólo porque aquellos decretos extraños comprenden las verdaderas voluntades –en especial las de los cereales–, actúan de esa forma tan sorda; pero quién puede saberlo. Lo cierto es que para estas alturas la salsa termina estando hasta lo más adentro del arroz, y pobre de él: ¡ya no podrá separarse de ella! Entonces se abre otro tiempo, ahora un sólo gusto al tacto, siempre más que sólo arroz y menos que sólo arroz; lo mismo va para la salsa de soya. Los dos ahuecándose y retirándose de a poco para que el otro entre y esté cómodo, como si estuviera en su casa, como si estuviera en su verdadera casa. Los dos tan solitos y juntitos, siempre solos, solos, solos. Sufriendo y gritando, aunque también riendo y gozando en el plato sobre la mesa. Cuando de pronto, los devoran. A fin de cuentas nacieron para ser comidos, para nutrir y dar vida a otro cuerpo distinto al suyo. Así es esto de nada más estar para ir pasando. Pero cómo se gozaron en el encuentro. Los únicos


mortales que vivieron para siempre. Pobre de él y pobre de ella, ya no pudieron separarse nunca más, hasta el final de los bocados, más allá de la digestión y los días, siempre eternos el arroz y la soya. Hasta el final de sus días, hasta el fin último del Día. Amén.

JACINTO Iván Palacios Ocaña “Quiso apagar incendios con el fuego. Murió en la selva de Vietnam y en vano.” “Un Marine”, José Emilio Pacheco –No, Juan, ni me veas así; yo sé lo que estás pensando. Si crecimos en la misma casa. Yo también me acuerdo del no matarás. Esa mirada te la conozco. Has de decir "Ay, mi hermano, cómo puede andar matando tanto cristiano sin que le remuerda la conciencia; cómo puede estar tan tranquilo entre tanta barbaridad". Si te digo que tuvimos la misma educación. Pero como que yo siempre vi las cosas de otro modo. No sé si te acordarás de aquella vez, fue hace como diez o doce años. Todavía estabas chiquillo, pero esas cosas no se le deben olvidar a uno. Yo sí me acuerdo, clarito me figuro todo. Es cosa de cerrar los ojos para ver a mamá limpiándose las lágrimas, cuidando que no vinieran a rematar al tío. Ni a gusto la dejaron llorar. Fue en agosto, recién había pasado la fiesta del santo del pueblo; ese año al tío Martín le tocó ser mayordomo. Traía bastante dinero, le acababan de pagar. De eso sí no te has de acordar, pero el tío Marín hacía lo mismito que yo. Si te digo que eso ya lo traemos en la sangre. Martín estaba en el pueblo, ya tenía que no nos visitaba. Dejaba pasar mucho tiempo entre una visita y otra, así que cuando regresaba, a todos en la casa nos daba mucho gusto. Siempre llenas de balazos y correteados, de espantos y cosas que uno ni se hubiera imaginado de tan valientes y tan de otro tiempo que se escuchaban, se sentían como de una época que estaba lejos de los cerros pelones que


rodeaban al pueblo. Justo en aquella ocasión, Martín pensaba quedarse más tiempo porque abuelita Dolores se había puesto mala, le acababa de dar la fiebre. Yo creo que por lo mismo, que ya sentía lo que iba a pasar. Ese día Martín estaba sentado junto al árbol donde colgábamos el columpio, que después de lo que pasó, ya ni ganas tuvimos de seguir jugando. Tú estabas sentado en las piernas de mamá, si te digo que me acuerdo, clarito escucho los gritos que pegaron todos, a veces hasta que queda un zumbidito en los oídos cuando me acuerdo. Yo estaba en los comales viéndote jugar con mamá, mientras esperaba que la tía Consuelo me diera las tortillas para Martín. Si por algo pasan las cosas Juan, tantito que se hubiera apurado Consuelo y también a mí me tocaba. La cosa es que desde ahí, desde los comales, pude ver todo. Como cuando se iba acercando una camioneta amarilla de redilas –vieras la nube de polvo que venían levantando las llantas, si hasta parecía que el diablo le venía limpiando el camino–. Nomás eso ya impactaba de por sí, como que entre todo el polvo ya venía el miedo, se podía respirar la angustia. Se sentía como tierra seca, raspaba la nariz y dejaba quién sabe cómo la garganta. Ese polvo no era de por acá, te digo que el diablo venía allá adentro. El tío nomás volteó a ver a su mamá, a nuestra abuelita, y luego me dijo con señas que no me acercara. La camioneta se detuvo por donde estaba Martín y el diablo se bajó, traía sombrero negro y un rifle. Y no te miento, hermanito, todo se quebró, hasta escuché cómo tronaba y se iba poniendo seco, seco, de un gris que no he vuelto a ver. Todos nos callamos, nomás vimos porque no se podía hacer otra cosa. Todavía el tío Martín alcanzó a verme otra vez, y esa mirada me hablaba, Juan. Si yo para eso de las miradas tengo otro oído. Escuchaba puritito miedo, no otra cosa. El diablo empuñó su rifle y apuntó hacia el tío. El cielo que se cae como un espejo: todo era un grito sin boca ni dientes. Y salió el primer disparo, ese ruido fue el rugir del mero infierno, de todas sus bestias. No me acuerdo de cuántos balazos fueron, ahí sí me falla la memoria porque no me acuerdo, o no quiero acordarme. Si hasta cerré los ojos de tan feo que estuvo, creo que tembló la tierra, y el diablo nomás se reía y


le decía de cosas al tío mientras caía; pero ya ni las escuche porque también me tapé los oídos. Y mamá se levantó de un grito y tú caíste contra el suelo y lloraste más fuerte, porque de por sí llorabas del susto que te metió la balacera. Mamá se fue corriendo hacia el tío y se iba deshaciendo, se iba volviendo puro dolor y ceniza seca. Pero todo esto pasó al mismo tiempo, si de tan rápido, apenas y me pude dar cuenta. El diablo salió corriendo, yo creo que su camioneta también estaba endemoniada. Y cuando mamá llegó con el tío, que se hacen tumba, Juanito. Y yo nomás lloraba y lloraba y pensaba que eso no podía ser, que nomás no, pues. Que yo cuando fuera grande iba a matar a todos esos malditos diablos, que no iba a quedar uno sólo vivo. Y por eso lo hago, Juan, por eso mato a tanta de esa gente cada vez que puedo. Llámale justicia o venganza, para mí todos son diablos que van por el tío, que nomás nos hacen gritar y llorar a todos. –Ay, Jacinto, ¿no te das cuenta? tú eres el Demonio.

65 MIL UNO o NO HAY MAL QUE PUEDA SERNOS AJENO Iván Palacios Ocaña A todas las personas que por su ambición, por su hambre de poder, riqueza y quién sabe cuántas porquerías más, muchas familias hoy tienen un hueco irreparable. A esa clase política despiadada, a ese crimen organizado, le hablan estas palabras. Hoy lo padecemos los mexicanos, pero esto ha ocurrido a lo largo de toda nuestra historia como especie. Historia de cómo nos hemos negado a nosotros mismos, de lo mucho que podemos llegar a odiarnos y reducirnos a treinta monedas de plata. ¿Qué le puedes decir a una madre sin hijo? ¿Qué haces cuando en el periódico sabes de un niño de catorce años que cuando tuvo once fue secuestrado y obligado a ser asesino? Si es verdad que sólo vivimos una vez, ¿cómo le destrozas la vida a tanta gente? Si en verdad vivimos una vez


¿cómo llegas y haces que esa única vida sea un infierno? Si es cierto que sólo vivimos una vez, ¿cómo se le haces para hacer que alguien desee nunca haber nacido? Si es verdad que sólo vivimos una vez, ¿con qué derecho les destrozas la vida? ¿Cuánta desgracia puede soportar un mortal? ¿Cuánto sufrimiento cabe en un cuerpo como el nuestro? ¿Cuánta desgracia podemos cargar nosotros, los más débiles? ¿Qué haces cuando abrazar y besar a una madre sin hijo parece que no basta? Qué le dices a una persona con un amor tan profundo cuando grita: – ¡Que me lo devuelvan! Aunque sea en pedazos, que me lo devuelvan. ¡Aunque sea con gusanos!

MANUAL DEL JUEGO (Cuento para leerse en voz alta) Alfonso Domínguez

“Observad con atención el comportamiento de esa gente: encontradlo extraño, aunque no desconocido, inexplicable, aunque corriente, incomprensible, aunque sea la regla.” Bertolt Brecht Tú serás la mamá. Despertarás temprano para hacer el desayuno a las hijas y las llevarás a la escuela en auto; irás al supermercado a comprar lo necesario para la despensa semanal; te detendrás dos minutos frente al aparador de la zapatería, que está en el camino de regreso al auto, y contemplarás las botas de piel que te gustaría comprar o que te las regalaran el día de tu cumpleaños. Regresarás a casa y prenderás la televisión; verás el programa matutino de espectáculos (donde comentarán y analizarán lo sucedido en el capítulo de la telenovela con más rating de la noche anterior) mientras preparas la comida para la tarde. Antes del medio- día saldrás nuevamente de la casa; te dirigirás hacia el club deportivo (donde tomarás tus clases de spinning y yoga) y, posteriormente, te encontrarás en el café con las amigas que has hecho en el club para platicar de hijos, esposos


esposos, amantes, sociedad y cultura, etcétera. Pasarán las horas. Irás por tus hijas a sus respectivos colegios y les preguntarás cómo estuvo su día, qué tareas tienen y por qué ensuciaron su uniforme; llegarás a la casa y ordenarás que cada una de las hijas arregle su cuarto antes de bajar a comer. Calentarás la comida, pondrás la mesa, servirás los platos, se enfriará la sopa, bajarán las hijas y te enojarás con ellas; te frustrarás porque el niño que has designado como esposo no llega a tiempo para comer. Ahora tú vas a ser el papá. Serás el primero en despertar y tendrás como primera tarea despertar al resto de la familia para que a nadie se le haga tarde. Te bañarás en cinco minutos para compensar la media hora que se tarda la mujer en la regadera; tratarás de vestirte rápidamente, pero no podrá ser así porque tu camisa no está planchada; exclamarás y se escuchará en toda la casa la queja que harás cuando veas a la señora que ayuda en el hogar a hacer la limpieza. Después de quince minutos de retraso, bajarás las escaleras furioso y con la corbata mal puesta. Tú no desayunarás. Llegarás a la puerta principal y justamente cuando intentes tomar las llaves del auto, recordarás que es de color rosa metálico, que no podrás ir en él a la oficina, así que apresurarás el paso para llegar a la parada del autobús y arribar tarde al trabajo. Estarás sentado frente a un escritorio sin hacer nada hasta que sea la hora de la comida y alguien recuerde que tú también tienes que regresar a la casa para comer; pero nadie lo hará hasta después de un tiempo, te quedarás olvidado en el lejano buró que se ha designado por consenso como la oficina donde trabajarías. Mejor, serás la hija. Te despertarán al último porque eres quien necesita más horas de sueño y menos de vigilia. Tardarás poco más de medio siglo en vestirte y arreglarte para ir a la escuela. Finalmente bajarás a desayunar; tomarás la leche fría y el plato de cereal sin fruta que con tanto amor te han preparado. Te llevarán cómodamente en el auto hasta la puerta del colegio mientras escuchas durante todo el trayecto la música que sale de los audífonos y choca contra tus


tus oídos. Te darán las clases más aburridas toda la mañana hasta el mediodía, cuando, al fin, podrás seguir platicando con tus amigas de esos temas que sólo les interesan a las chicas del mañana. Quedarás en verlas después de la merienda en el centro comercial; allí caminarán a lo largo de todas las tiendas departamentales –deteniéndose en cada mostrador para escrutar cuál es la tendencia en la ropa de la estación en turno; también sopesarás la cantidad de maquillaje que usan tus amigas y la compararás con la que tú usas, pues se te hará extraño que algunas chicas como tú –de edad incalculable– puedan usar más plastas de colores, así que les pedirás que te den su consejo para maquillarse bien y, posteriormente, para vestirse bien. Nunca regresarás a casa porque la vida es mejor en el centro comercial y porque allí seguirá el juego hasta el fin de los tiempos, o hasta que tu padre o madre te pida, por favor, que dejes de jugar y te prepares para bañarte, cenar y dormir, ya que al día siguiente tendrás que ir a la escuela. (No, no puedes ser el hijo porque no hay muñecos para que las niñas jueguen a ser el hijo; eso concierne a los niños: ellos juegan con figuras de acción, no con muñecos dentro de una casa de plástico rosa). Pero también puedes jugar a ser la policía; no te gustará serlo porque tendrás que perseguir al ladrón sin fundamentos; correrás y correrás tras él durante mucho tiempo y pocas veces lograrás alcanzarlo. Cuando lo logres, podrás convertirte en el ladrón: huirás de la policía porque así lo dicta el juego, porque un ladrón siempre huye, siempre se escabulle, se escapa. Correrás y te cansarás de hacerlo, pero seguirás andando porque el ladrón, el maleante, en el juego, nunca va a encontrar justo que, después de ser el perseguido, se convierta en el perseguidor como castigo, porque así –dialécticamente– funciona la Ley en el juego, porque si no persigues, eres perseguido, porque si no oprimes, eres oprimido, y así hasta el infinito.


Dejarás de jugar cuando lo creas conveniente, cuando todos los juegos infantiles dejen de ser un simulacro de la realidad y tropiecen con ésta, pues, efectivamente, los juegos que juegas ya no te prepararán para la vida adulta –en el peor de los casos, te predispondrán para que tu vida no sea un juego; y tú, cuando seas grande, intentarás jugar a la realidad como cuando fuiste niño alguna vez.

EL ROBO Alfonso Domínguez Es martes al mediodía, Mario va camino a la Facultad y debe usar el transporte público porque este día no circula su automóvil. Mario detesta el viaje en autobús de Periférico a Cuatro caminos, pero no tiene más remedio que hacerlo de esta manera si quiere ir a la Universidad; llega al andén del metro antes de las mil trescientas horas, transborda en Tacuba y baja en Barranca del muerto, donde toma otro autobús que lo lleve hasta el Estadio Olímpico. Mario cruza Insurgentes sur a las mil trescientas treinta horas, a tiempo para comer con Eduardo, con quien ha quedado de verse en la cafetería de Arquitectura. Eduardo renta una casa cerca del metro Universidad, pero los fines de semana regresa a casa de sus padres, para lo cual debe recorrer de Universidad hasta Hidalgo, y de Hidalgo hasta Cuatro caminos. Afuera de los andenes del metro, Eduardo escucha música y espera el autobús que lo lleve por Periférico en dirección Norte hasta Valle Dorado –donde habitan sus padres–. Mientras aguarda, dos hombres se aproximan a él, lo amagan por la espalda sin miramientos. No te muevas, voy a desconectar los audífonos. Eduardo siente un ardor en su costado derecho; los hombres se alejan rápidamente. Las personas del derredor prosiguen con su espera como si nada hubiera pasado, es más: nunca la interrumpieron. Mario se encuentra con Eduardo en la entrada a la Facultad de Arquitectura; ha tiempo que no se veían. Caminan hacia la cafetería, llegan a la caja, ordenan, esperan su turno; mientras, platican de desamores. El sábado pasado –comenta Mario–, anduve hasta casa de Daniela. ¿A qué hora pasaste por


allí? –Pregunta Eduardo–, yo estuve cerca de su casa pasado el mediodía y me quitaron el teléfono. Mario explica que él también pasó por casa de Daniela a esa hora, después de salir del Servicio Militar; Eduardo le muestra su herida: una quemazón que incomoda cuando la playera roza la piel enrojecida. Comen. ¿Y qué celular era? –Interroga Mario, después de un rato–. Un Nokia Xperia, el más nuevo. Mario se sorprende y recuerda. Es martes al mediodía, Mario va rumbo a la Facultad y usa el transporte público porque este día no circula su automóvil; detesta el viaje en autobús de Periférico a Cuatro caminos, mas no tiene más remedio que hacerlo de esta manera; llega al andén, se sube al metro, transborda en Tacuba y baja en Barranca del muerto donde toma otro autobús; encuentra un asiento en la parte trasera del vehículo. Mario lee todo el camino, pero olvida decirle a Andrea que llegará temprano a la Facultad y que podrá verla antes, después de comer con Eduardo. Así que saca su iPhone –algo que no hace a menudo debido a su paranoia–, escribe y envía el mensaje. A su lado, dos hombres jóvenes platican sobre desamores. Ya no sé qué hacerle, ya la dejaré en paz. Te lo he dicho desde siempre, wey, Yanira no te conviene, está juntada con otro pendejo. Neta que lo pienso así, sin en cambio la quiero un chorro. Pero si se pasó de lanza contigo con lo del teléfono, wey, ¿ya te distes cuenta de eso o no? Pus sí, wey, yo que acá bien buena onda le consigo un celular chingón, calientito, y me sale con la pendejada de que su wey se lo quitó que porque de dónde lo había sacado, que quién se lo había dado y esas madres… Ya deja de decir chingaderas, ya vamos a bajarnos aquí. Mario –que todavía sigue al lado de ellos– guarda inocentemente su iPhone en la mochila, saca de nuevo su libro y simula leer. Está nervioso y reacciona torpemente cuando uno de los hombres le pide permiso para salir; toma su mochila con fuerza, la abraza, se hace a un lado. Pero ya ni vi qué celular era, wey, ¿cuál era? –Pregunta uno mientras ambos avanzan a la puerta del autobús–. Un Nokia Xperia, el más nuevo –contesta el otro–. Bajan. Mario se tranquiliza y retoma la lectura.

Ilustración de portada: Santiago Quiénsabequécarajos


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