Benny y Babe Dos enemigos irreconciliables destinados a entenderse
Eoin Colfer
DESTINO INFANTIL & JUVENIL, 2003 Dirección editorial: Patrizia Campana destinojoven@edestino.es
Ilustración de cubierta: © Bryan Alien / The Stock Market Realización editorial: Dolors Escoriza Composición fotomecánica: Anglofort, S. A.
Título original: Benny and Babe
© Eoin Colfer © Edición original publicada por The O'Brien Press Ltd., Dublín, 1999 © de la traducción, Laura Manero, 2003 © Editorial Planeta, S. A., 2003 Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona Primera edición: junio de 2003 ISBN: 84-08-04814-7 Depósito legal: M. 24.931-2003 Impresión y encuadernación: Larmor Encuadernación Impreso en España - Printed in Spain
Esto es una copia de seguridad de mi libro original en papel, para mi uso personal. Si ha llegado a tus manos, es en calidad de préstamo, de amigo a amigo, y deberás destruirlo una vez lo hayas leído, no pudiendo hacer, en ningún caso, difusión ni uso comercial del mismo.
Edición digital Mayo, 2008: Scan Adrastea, Corrección: Ana María.
ÍNDICE
PRÓLOGO ...................................................................................................................... 8 HURLING DE PALETOS .............................................................................................. 9 COSAS DE CRÍOS ....................................................................................................... 19 TREGUA ....................................................................................................................... 31 ARCHIENEMIGOS ..................................................................................................... 52 LA GUERRA DE LOS CEBOS ................................................................................... 72 EL REY DE LA DISCO ................................................................................................ 87 GAFAS DE BUCEO Y ALETAS ............................................................................... 109 PEDIRLE PERAS AL OLMO ................................................................................... 120 BLACK CHAN ........................................................................................................... 143 SE ARMÓ LA GORDA ............................................................................................. 165
El hurling es un juego similar al hockey muy popular en Irlanda. Se juega con un bastón curvo en su parte inferior, llamado hurley, y una pequeña pelota llamada sliotqr. Cada equipo cuenta con quince jugadores y el juego se desarrolla en un campo de 137 m de largo por 82 m de ancho, con unas porterías similares en tamaño a las del hockey. Se cuenta que cuando los celtas llegaron a Irlanda al final de la última glaciación, trajeron consigo este juego, cuya existencia está documentada desde hace más de dos mil años.
Para Noreen y Billy
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PRÓLOGO Cada vez que Benny Shaw se acordaba del verano, el miedo le dejaba sin fuerza en las piernas y hacía que le latiera el corazón como si fuese a explotarle contra las costillas. El simple chirrido del metal hacía que sintiera una oleada de punzadas que le atravesaban la rodilla. «¡Por los pelos, Benny, chico, por los pelos!» El último verano habían pasado muchísimas cosas, y no todas malas. Estaban los cebos, la disco, Black Chan y, por supuesto, Babe. Benny sonrió al pensar en ella. Aún seguían en contacto. Más o menos. Alguna carta de vez en cuando. Tal vez un encuentro accidental en la calle mayor, si ella había ido a la ciudad a comprarse unos vaqueros o cualquier otra cosa que no se encontrara en esas tiendas pueblerinas del quinto pino. En realidad, no era mucho para dos personas que estaban hechas para ser socios de por vida. Un día de agosto había echado por tierra todo eso. Babe vio a Benny tal como era en realidad y decidió que estaba muchísimo mejor sin él. Esa clase de pensamientos eran bastante profundos para un chaval, pero Benny había abundado en ellos desde el accidente. Como que no tenía nada más que hacer. Como que no iba a irse a jugar al hurling ni nada por el estilo. Benny se pasó un imán por la rodilla hasta que entrechocó con la clavija de acero que tenía bajo la piel. Pues no, como que no iba a irse a jugar al hurling. De hecho, todo había empezado jugando al hurling. Una afición que sus padres aprobaban. Y una que se le daba bien. Sin embargo, los problemas son así. Se te acercan a hurtadillas. Tú estás disfrutando de unos cuantos golpes de pelota inocentes y, de repente, te estás tragando la mitad del mar de Irlanda por la garganta, con un chucho de un solo ojo colgado de ti. De todas formas, no era hurling de verdad. Era hurling de paletos. Y en el hurling de paletos las reglas son un poco diferentes.
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HURLING DE PALETOS Duncade era el mejor lugar del mundo. Un pueblecito de pescadores enclavado en los acantilados del sur de Wexford. La cala estaba dominada por la Torre de Dugan, un faro que recibió su nombre en honor al sacerdote galés que les había impuesto el cristianismo a los lugareños. El turismo no se fomentaba, y el privilegiado grupo de visitantes anuales había tenido que prometer guardar el secreto. No en todas partes se consideraba un pasatiempo honorable asomarse sobre un muro del muelle para escupirle a la marea. Nadie quería poner eso en peligro. Benny era uno de los pocos afortunados. Puesto que su abuelo era el farero, los cerrados aldeanos aceptaban a su familia como invitados legítimos. Los chicos de Duncade habían organizado un par de equipos de hurling. Nada de equipos completos de quince, solo ocho contra ocho. O, dicho de forma más precisa: ocho chicos contra seis chicos, una chica y un perro. Como Benny se pasaba todas las horas de luz aporreando una pelota contra el hastial, los chavales fueron al faro a buscarlo. —Mola —dijo Benny, con una expresión de gran inocencia en la cara. A fin de cuentas, ¿podían ser tan buenos esos chavales de granja? Seguro que se pasaban la mayor parte del tiempo corriendo con las vacas y las ovejas. —No te preocupes, mamá, no seré duro con ellos —rugió por el hueco de la escalera de caracol del faro. Su madre murmuró algo en respuesta, demasiado absorta en la tarea artística del día para desperdiciar ninguna palabra con su hijo mayor. Jessica Shaw era una profesora de teatro con auténtica pasión por su especialidad. Lo que la obsesionaba en ese momento era la poesía. Se pasaba horas en la sala del faro pensando en palabras estrambóticas para el mar y las nubes. «Venga ya, poesía, por el amor de Dios», Benny estaba que trinaba. Gato, pato y dato. ¿Qué sentido tenía? Si quieres mirar el mar, vete a la ventana y echa un vistazo. Si quieres describirlo, cómprate una cámara. Todo ese rollo de las olas afligidas y las nubes enfurecidas era para la gente que no era buena 9
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jugando al hurling y que, por lo tanto, llevaba una vida vacía. Como, por ejemplo, su hermano pequeño, George, también conocido como el Pelota. George era el niñito de su madre, claro está. Los dos se sentaban en las rocas en íntima comunión con la naturaleza. Benny amenazó con hacer que su bota entrara en íntima comunión con el pandero de Georgie si le hacían escuchar un solo poema más. El último numerito de su hermano eran las frases rimadas. Cualquier cosa que dijera el pequeño idiota tenía que ser en verso, y se negaba a dar una respuesta hasta que encontraba una buena rima. —¡George, ven a merendar! —Espero impaciente / mi panecillo caliente. —Déjate ya de todo ese rollo poético, ¿quieres? —Tengo que rimar / siempre y sin parar. —Te lo advierto. ¿Ves este puño? —Si siento dolor, / gritaré con horror. Bastaba para volver chiflado a cualquiera. Por lo menos, Benny podía estar seguro de que en el partido de hurling no habría ni rastro de ese pequeño tostón. Georgie consideraba que el deporte en general era el pasatiempo de los salvajes. —El que al hurling tiene afán / no es más que un patán. Benny no estaba seguro de lo que era un patán, pero algún día lo descubriría y, entonces, ¡prepárate, Pelota! Los chicos de Duncade estaban sentados en una tapia, mascando heno y dando patadas a las boñigas de vaca, entre otros entretenimientos de catetos. Benny se alisó el remolino y se acercó sin ninguna prisa, haciendo botar con indiferencia la sliotar sobre el hurley. —¿Cómo lo llevamos, muchachos? —dijo, usando el habla local. —¡Shaw, chico, qué palo más guapo traes! —Y que lo digas, es un pedazo de madera magnífico —repuso Benny, con una entonación chula de verdad. Un chico enorme, grande como un granero, se levantó. Benny tragó saliva. Había pensado que el chico ya estaba de pie. —Dios Santo, Paudie, menudo estirón has dado. Paudie solo tenía catorce años, uno más que el propio Benny, y ya era del tamaño de una torre circular. —Deben de ser todas las balas de heno que vas lanzando por ahí. —Supongo. Paudie sopesó un hurley largo como un poste de teléfonos. Unos clavos irregulares sobresalían de las oxidadas bandas metálicas de la base, donde había una mancha oscura que sospechosamente parecía sangre. —Estoy en tu equipo, ¿no? —dijo Benny. —Supongo. Benny volvió a tragar saliva y dio un suspiro de alivio. —Eso es bueno. Entonces, ¿estamos listos o qué? 10
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Trepó por una verja de hierro. Los puntales estaban medio caídos, como perchas viejas, porque un millón de chicos antes que él habían sido demasiado vagos para abrir el pestillo. La superficie del campo dejaba mucho que desear. Parecía que en el centro había algo semejante a un fortín de hadas, y las ovejas descarriadas buscaban alimento entre la hierba. —Hummm, oye, Paudie, ni siquiera se ve la otra portería. A ver si os organizáis algún día, chicos. —¿Demasiado duro para ti, señoritingo de ciudad? La voz provenía de más abajo de su línea de visión. Benny bajó la mirada. Lo que parecía ser un duende lo estaba mirando fijamente. La criatura volvió a hablar: —Ya os lo había dicho, chavales. No hay agallas. Benny habría farfullado una contestación si no hubiese tenido miedo de que le echaran una maldición de hadas o algo por el estilo. Entonces, el duende se quitó el gorro de lana y se apartó la melena de delante de los ojos. —¡Dios mío! —exclamó Benny. —¿Qué? —dijo el duende. —Ah... nada —masculló el chico. ¿Qué era lo que iba a decir? ¿«Lo siento, jovencita, pero te había tomado por una criatura mitológica»? Puede que Benny no fuese el genio del milenio, pero tampoco era ningún lelo. —Bueno, pues vamos a ponernos manos a la obra —dijo el duende, mientras hacía girar un hurley como si fuera un bastón de kungfu. —Por mí, bien. —¿Seguro que no quieres irte corriendo a casa a buscar un casco y unas rodilleras? —Tú sigue así... —Benny sabía a la perfección que su remolino estaba en posición de firmes. —¿Y qué? Aquí no hay arbitro, chaval. Benny puso los ojos en blanco y miró al cielo para demostrar, o eso esperaba, la inmensa cantidad de paciencia que se necesitaba para soportar las elucubraciones de aquella extraña chica. —¡Paudie! ¿Jugamos o qué? Paudie, por diversión, le dio un puntapié a una boñiga de vaca y la envió volando por encima de la valla divisoria. Benny hizo un gesto de dolor. En el campo de al lado había gente acampada. —Supongo. Los equipos caminaron arrastrando los pies hasta colocarse en algo semejante a una formación. Benny ocupó de forma automática la posición de delantero. Seguramente le pondrían delante a algún monstruo enorme, pero él ya estaba más que acostumbrado a eso gracias a haber jugado en Wexford contra el Colegio de los Hermanos Cristianos. Algunos de los juveniles de ese equipo tenían por lo menos veinticuatro años. —¿A quién marco? —le gritó por el campo a Paudie, que estaba ocupado 11
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echando a empujones del área a un carnero beligerante. —A mí —dijo una voz. Benny miró abajo. Era el duende. —¿A ti? —¿Tienes algún problema, señoritingo de ciudad? —Ningún problema, cateta. Solo que no metas la cabeza delante de mi hurley. La chica dio un suave silbido. —Yo no me pondría a amenazar. A él no le gusta. —¿A quién? ¿Al rey de los duendes? —No, a él. —La chica hizo un ademán con la cabeza hacia una boñiga de vaca. Benny siguió su mirada. La boñiga de vaca le estaba gruñendo. —Se llama Congrio y odia a los señoritingos de ciudad. El pequeño chucho era más o menos del tamaño de una cacerola y parecía estar hecho de energía eléctrica marrón. —¿Y cómo identifica este bicho a los señoritingos de ciudad? Por el olor a jabón, ¿a que sí? Benny nunca sabía cuándo cerrar el pico. El perro pareció percibir el antagonismo, porque dirigió el hocico hacia el chico y cerró un ojo. El otro lo tenía cubierto por una neblina de color azul lechoso, sin iris ni pupila. Los de Duncade se quedaron helados. —¡El mal de ojo! —Congrio te ha echado el mal de ojo. El duende sacudió la cabeza y se santiguó. —Sí, claro —resopló Benny—. Un perro demoníaco. Dejaos de historias, ¿queréis? Se dio cuenta de que a su alrededor se estaba abriendo un espacio. Nadie quería estar demasiado cerca cuando Congrio hacía realidad su promesa de vudú. A Benny, siendo como era, no lo convenció. —Me importa un bledo toda esta porquería para ponerme nervioso. Yo he jugado en el estadio de Croke Park. Paudie se acercó con calma. Una ligera irritación le arrugaba la frente, por regla general tan feliz. —Oye, Babe. Ponle la correa al chucho hasta que empiece el partido. — Congrio no se molestó en echarle mal de ojo a Paudie. No era estúpido. A Benny le sorprendieron dos cosas, y su boca entró en acción antes de que su cerebro tuviera ocasión de pegarle encima una advertencia oficial. —¿Hasta que empiece el partido? ¿Quieres decir que el perro va a jugar? Paudie se encogió de hombros. ¿Y qué? —¿Y «Babe»? ¿Qué clase de nombre es «Babe»? —Uno mejor que George y Bernard Shaw —soltó Babe, el duende, con 12
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desdén. Por enésima vez, Benny echó chispas en silencio pensando en la obsesión de su madre con la literatura. ¡Imaginaos ser la mitad del nombre de un autor teatral! Durante años había estado intentando que se le ocurriera una buena contestación a esa pulla, pero todavía no lo había logrado. —Sí, bueno... —dijo, bajando la voz sin convicción. Babe se encasquetó el gorro de lana sobre su mata de pelo rizado. Había vencido. Benny la fulminó con la mirada. Babe; ese nombre se parecía más a «boba» que a otra cosa. «Has ganado esta batalla, Obi Wan, pero la guerra aún no ha terminado.» La bola entró en juego. Benny, suponiendo con inocencia que jugaban de forma estratégica, ocupó su posición. Los demás se abalanzaron hacia el centro y se zambulleron en una masa de extremidades que se retorcían. Babe se moría por entrar en la refriega. Le chascó los dedos a Congrio. —Marca al señoritingo, chico —ordenó—. Ya sabes lo que tienes que hacer. —Echó a correr y desapareció hasta el cuello entre los cuerpos de los demás paletos. Congrio soltó un pequeño ladrido y volvió su mirada torcida hacia Benny. —¿Qué te ha pasado en el ojo, Congrio? Te lo hiciste bebiendo agua de un váter, ¿a que sí? Congrio se puso tenso, le enseñó unos incisivos feos y pequeños. Esa mirada decía: «Tú sigue así, señoritingo de ciudad, ya veremos a qué sabe esa pierna de Wexford». La maraña de cuerpos del campo se parecía a una de esas peleas de los dibujos animados. Benny casi esperaba ver estrellas y la palabra «PLAF» aparecer en colores fluorescentes sobre la polvareda. Por increíble que pareciera, fue Babe la que se hizo con la pelota. Iba sacudiendo el hurley por todas partes. Paudie cayó a causa de un golpe bajo la barbilla y sus ojos adoptaron la expresión petrificada de una conmoción cerebral. Aunque, claro, Paudie tenía esa expresión en sus mejores momentos. Benny entrecerró los ojos contra el sol. Ya era hora de que su talento divino dejara huella. Se hizo un esquema mental de la jugada: se colaría, le haría una pequeña zancadilla ilegal a esa listilla de Babe —nada doloroso, solo humillación pura y dura—, después recogería la pelota y la lanzaría para conseguir un punto fácil. O un gol, según lo lejos que llegase por encima de la pila de sudaderas que hacían de improvisados postes de portería. Algo sencillo para un hombre de su destreza. La primera fase se desarrolló de acuerdo con el plan. Benny se agachó para colarse entre el revoltijo de pueblerinos. Babe salió tambaleándose de la escaramuza justo cuando él llegaba. Sus miradas se encontraron. O, mejor dicho, la mirada de él se encontró con el flequillo rizado de ella. Benny soltó su mejor gruñido lobuno y la chica hizo su jugada. 13
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Perfecta, tan predecible. Benny extendió un pie para hacerle la zancadilla... Solo que ya no había ninguna chica, solo un pequeño bulto perruno que le mordía la punta de la zapatilla. Babe le había hecho una finta y ya estaba a medio camino hacia el otro extremo del campo. Benny no sabía qué lo indignaba más, que lo hubiese embaucado una chica o coger la rabia por culpa de aquel chucho. Chillando igual que un bebé cuando le salen los dientes, intentó apartar al perro a golpes de hurley, pero lo único que consiguió fue darse a sí mismo en las espinillas. Babe, mientras tanto, había marcado un gol sin resistencia alguna con un suave golpe a la sliotar. Benny en seguida pilló el truco para tratar a Congrio: ese perro diminuto solo apretaba si se movía. Se vio obligado a quedarse quieto como una estatua sobre un solo pie hasta que Babe regresó de la portería. A esas alturas, toda la tribu de paletos se había reunido a su alrededor para burlarse de él. —Ya podéis reíros, ya, granjeros —dijo Benny, en tono amistoso, por si el perro era capaz de captar ese tipo de cosas—. En cuanto consiga desengancharme del pie a este saco de pulgas de aquí, será mejor que vigiléis esa portería. —¿Problemas, señoritingo de ciudad? —Todo lo que se veía de la cabeza de Babe era pelo y una amplia sonrisa. —¿Yo? No. Todo va bien, muchísimas gracias, ¡solo que estoy a punto de matar a este perro estúpido si no me lo quitas del pie! —Ten cuidado, Shaw. El perro huele el miedo, ¿sabes? —¡El miedo! —chilló Benny—. ¿Quién tiene miedo? Sintió un diente puntiagudo como un alfiler que se movía encima de su dedo gordo y obligó a su pulso a aminorar la velocidad. Babe suspiró. —Supongo que más vale que salve al pobre señoritingo del perrito feroz. Volvió a chascar los dedos. —¡Congrio, suéltalo! Congrio escupió el pie de Benny como si oliera peor que un barril lleno de pescado podrido, lo cual, en justicia... Benny meneó los dedos del pie para hacer una comprobación. Todo se flexionaba con normalidad. —Tu perro ha tenido suerte de que hicieras eso. Estaba a punto de… Congrio gruñó. Benny cerró el pico. Paudie había salido del barrizal arrastrando los pies. —Uno a cero. Ha sido culpa tuya, Benny. Tú marcas a Babe. Vale, prepárate para el saque. No servía de nada. Benny había perdido el valor. Ya era bastante malo no estar del todo seguro sobre si debía tumbar a una chica, pero es que, además de eso, tenía al perro gruñéndole cada vez que la sliotar caía cerca de ellos. Apenas había tocado la pelota. Era vergonzoso. Humillante. Si hubiese sido un caballo 14
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de carreras, lo habrían sacrificado para que no sufriera. Final del partido. Seis goles de ventaja para los paletos contrarios. Benny tenía ganas de tirarse desde el final del muelle. Conociendo su suerte, la marea estaría baja. Intentó escabullirse hacia casa sin que lo vieran, pero Babe no iba a permitirlo. —Eh, señoritingo de ciudad, te vas a casa a llorar un rato, ¿no? Benny sonrió de oreja a oreja para demostrarle que no estaba nada molesto. La chica de Duncade se rió. —No te preocupes, señoritingo. La semana que viene puedes jugar con los infantiles. Desde luego, todos los demás pueblerinos pensaron que aquello era gracioso. A quién le importaba en qué equipo estabas, siempre que el señoritingo de ciudad acabara por los suelos. —Sí, sí, sí —repuso Benny, angustiosamente consciente de que eso no era más que un lamentable sustituto de contestación ingeniosa. Luchando contra el instinto de salir como el rayo hacia el faro, saltó la valla con tranquilidad y se marchó paseando por la carretera marítima. Benny Shaw solía considerarse un chico con ingenio. No como un personaje de las obras de Shakespeare, sino más bien como uno de esos chicos que intercambian insultos. Aun así, esa hilera de granjeros sonrientes lo ponía de los nervios. Necesitaba ayuda profesional para enfrentarse a esa gente. Había llegado la hora de hablar con el abuelo.
Paddy Shaw era uno de esos marineros auténticos, de los que no necesitan aparejos para decir por dónde queda el norte. En su carrera naval, que había durado medio siglo, el abuelo de Benny había navegado por todo el mundo, había capitaneado un barco de pesca de altura y se había metido en varios negocios casi legales, a los cuales algunos cínicos podrían referirse como «contrabando». Pasaba los días de su jubilación ejerciendo de farero en el faro de la Roca de Dugan. Benny subió la escalera de caracol a trancas y barrancas, y salió a la plataforma de hierro colado. Como de costumbre, la vista lo dejó sin habla. La península de Dugan se extendía hacia el noroeste en dirección a las luces de Wexford, y hacia el sur en dirección a Rosslare. Cada cinco segundos, la gigantesca luz del faro daba la vuelta y pintaba la noche de blanco. El capitán se estaba liando un cigarrillo delgado como un lápiz con el tabaco acre que guardaba en una bolsa. Esa bolsa, según afirmaba el abuelo, estaba hecha con el cuero cabelludo de un australiano que había intentado asaltarlo en Borneo. Meterse con Paddy Shaw era muy desaconsejable. La leyenda del lugar contaba que una vez había pasado por la quilla a un furtivo de nasas de langosta. Es verdad que había sido bajo un bote, pero solo porque su abuelo resultó estar en el bote en aquella ocasión. 15
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—¿Qué tal, abuelo? —Buenas, chico. —Su abuelo encendió una cerilla y formó un farol a su alrededor con las manos dobladas. —¿Cómo va la torre, capitán? Paddy Shaw resopló. —Bah, a saber. Mejor pregúntale al ordenador. Lo único que hago yo es comprobar que todas las lucecitas estén verdes. —¿Abuelo? —¿Hummm? —Abuelo, hoy la he armado buena. —¿Ah, sí? —Sí, con los palé... los chicos de aquí. Su abuelo rió entre dientes. Le sonó una flema, llena de gases y whisky. —Vaya. Te han educado bien, ¿verdad? Benny meneó el dedo gordo dentro de la zapatilla. —Pues sí. —Seguro que no es la primera vez que te hacen morder el polvo. No te viene mal perder un poco de ese engreimiento. Benny asintió con paciencia, por completo consciente de que los adultos se sentían obligados a darle una pequeña charla antes de ayudarlo en serio con cualquier cosa. —Había una chica, abuelo. —Ah, ahora entramos en materia. Problemas de mujeres, ¿a que sí? Recuerdo que una vez, en Madagascar, estaba yo espiando a una belleza morena mientras lavaba ropa en el río. El problema era que los ancianos de la tribu no permitían... —No tiene nada que ver con eso, abuelo. Es solo que no ha parado de hacerme faltas. Ella y su perro estúpido. El abuelo soltó una carcajada. —¿Has conocido a Babe y a Congrio? Benny asintió, compungido. —Babe Mará. Una amazona, como su madre. Se mudaron aquí desde el cabo Hook el invierno pasado. No te pongas a las Mará en contra, Benny. —Demasiado tarde. El abuelo se encogió de hombros. —Pues tienes los días contados. Esas son como los sicilianos. Nunca olvidan nada. —Pero ¿qué se supone que hay que hacer cuando una chica te hace una falta? No voy a quitármela de encima como haría con un chico. El abuelo se puso serio de pronto. —¿Quieres ganarte a Babe Mará? Benny asintió. —¿De verdad quieres ganártela? 16
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Benny siguió asintiendo. —Entonces tienes que jugar el juego a su manera. Sin prisioneros. Ella envía al hospital a uno de los tuyos, tú envías a la morgue a uno de los suyos. Así se hacen las cosas en Duncade, y así es como se gana uno a Babe Mará. Benny frunció el entrecejo. —¿Abuelo? —Sí, chico. —Eso lo has robado de esa película, Los intocables, ¿verdad? Sean Connery le dice eso a Kevin Costner. El abuelo no se desdijo. —¿Que lo he robado? Seguro que fui yo quien dijo esa frase primero. Esos tipos de Hollywood deben de habérmela robado a mí. —El abuelo dijo todo eso con una cara muy seria, así que Benny decidió creérselo. —Bueno, eso. Sin prisioneros. —Eso es, chico. A no ser, claro, que esté pasando algo más aparte del hurling. Benny se lamió la palma de la mano y se alisó el remolino ancestral y apelmazado por la sal. —¿Qué pasa con las mujeres, abuelo? ¿Por qué son tan diferentes? Mira a mamá, por ejemplo. —Tu madre, una mujer maravillosa. Benny descubrió que estaba de acuerdo. —Supongo que sí, aunque todo eso del teatro... Paddy Shaw se sentó sobre una caja de pescado y dio unas palmaditas en el plástico, junto a él. Benny se sentó. Su abuelo se quitó el sombrero de tela vaquera y su propio remolino cano se irguió en vertical como un rabo de cerdo. —Eres bueno con el hurley, Benny, pero no sabes nada de mujeres. Tu madre es una dama llena de vida, inteligente y preciosa, que no se deja dominar por ningún idiota hijo mío. —¡Abuelo! —Oh, bueno... No pasa nada porque llame idiota a tu padre. Igual que no pasa nada si él te lo dice a ti. —Está bien, pero lo de la poesía... eso no es normal. —Tienes que entenderlo, Benny. Tu madre es de Wicklow... de Greystones, para ser exactos. —¿Y qué? —Greystones está muy cerca de Dublín, la capital. ¿Es que tengo que deletreártelo? Benny sacudió la cabeza. Todo el mundo conocía las rarezas de los dublineses. —Es una cuestión de «ellos y nosotros» —prosiguió su abuelo—. Nosotros no comprendemos lo que tu madre aporta a la familia, solo podemos sentirnos agradecidos de tenerlo. 17
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Benny parecía dudarlo. —Supongo que estarías más contento con una madre que te planchara los pantalones cortos, te preparara comilonas para cenar y no tuviera vida propia. Para su sorpresa, Benny se dio cuenta de que no. —No intentes comprender a la gente de la ciudad, hijo. Lo que sí debes intentar evitar es aceptarles un cheque, si te es posible. —Gracias. Buenas noches, capitán. Paddy Shaw le alborotó el pelo a su nieto. —Buenas noches, contramaestre. Benny dejó atrás la noche y bajó por la escalera de caracol hacia su habitación. Sin prisioneros. No sabía si podría tumbar a una chica. Entonces se acordó de la risita maliciosa de Babe Mará y pensó que a lo mejor encontraría la determinación en alguna parte. Y, si ese perrucho volvía a molestarlo, acabaría volando por encima de la valla igual que una de las boñigas de vaca a propulsión de Paudie.
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COSAS DE CRÍOS Benny era ante todo un solitario. No es que él lo prefiriese así, pero parecía haberle pillado el truco a alejarse de la gente antes de que llegaran a conocer a la persona sensible que se hallaba en el fondo del sabelotodo. Muy, muy en el fondo. Aunque Benny no hacía esfuerzo alguno por hacer amigos, eso no le impedía sentir lástima de sí mismo por no tener ninguno. Se pasaba gran parte del día recriminando en silencio a la gente que era responsable de sus problemas. Estaba su padre, por haberlos enviado a todos a Duncade mientras que él tenía que quedarse en Wexford. Después estaba Georgie, por no ajustarse a la idea que tenía Benny de un hermano pequeño (que sería más o menos un recogepelotas). Su madre estaba en la lista negra por escribir poesía con Georgie y no hacerle caso a él. Y, por último, estaba de mal humor con la gente de Duncade en general, porque eran una panda de granjeros que no lo valoraban como el prodigio del hurling que era. Cada mañana resoplaba durante unos buenos diez minutos antes de bajar corriendo la escalera para sentarse enfurruñado a la mesa del desayuno. La mañana siguiente al desastre del hurling estaba especialmente susceptible. —No es justo. Jessica Shaw reprimió el impulso de volcarle la jarra de leche a su hijo mayor por la cabeza y pensó, como le había dicho siempre su madre: «Santa paciencia». —¿El qué no es justo, cielo? —Nada. —Bien, pues tómate el desayuno. Benny estaba tentado de dejar de lloriquear sin más y disfrutar de la fritura. No todas las mañanas le servían una como ésa, y las lonchas de beicon estaban perfectas, lo bastante crujientes para romperse. Pero él no podía resistirse a la ocasión de expresar sus penas. —Aquí no hay nada que hacer, mama. 19
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Jessica Shaw enarcó una ceja. —¿«Mama», Bernard? No uses esa forma vulgar... —Perdona... mamá. Me aburro. —¿Te aburres? —Sí, estoy muerto de aburrimiento. —Porque, si de verdad te aburres... —Que sí, como un... Muerto de aburrimiento. —Benny no era un entusiasta de la literatura, así que nunca lograba terminar un símil. —Pues resulta que esta mañana estoy preparando una lectura de algunos de mis últimos poemas. En conjunto se titulan La Naturaleza, que todo lo equipara. Benny palideció. —Ah... No sé, mama... Perdón, mamá. Es que tengo que irme y... Me encantaría y todo eso, pero tengo un asuntillo, así que a lo mejor más tarde, ¿vale? Jessica sonrió. La mejor forma de lograr que Bernard olvidara un problema era darle otro. Contempló desconcertada cómo su hijo mayor se embutía un buen bocado de fritura en la boca, aterrorizado por si le pedía que aclarase su pobre excusa. En realidad, no había ninguna lectura poética. Aun así, podría haberla si Bernard no se esfumaba después del desayuno. El chico todavía estaba masticando cuando salió por la puerta. La depresión de la soledad no era nada en comparación con el aburrimiento que te hacía hervir el cerebro mientras estabas sentadito en una lectura poética. Se acercaría hasta el muelle y se dedicaría a una afición secreta y vergonzosa. Benny Shaw había cumplido los trece hacía dos semanas. Era un joven adulto destinado a entrar en el instituto de los Hermanos Cristianos dentro de menos de dos meses. Y Benny Shaw tenía un oscuro secreto. En las profundidades de un bolsillo de sus raídos pantalones de combate guardaba... un muñequito de acción de las Fuerzas Especiales. En el supuesto de que eso llegara a ser descubierto por alguna alma viviente, a buen seguro moriría abochornado. Los muñecos de acción eran para niños de entre cuatro y diez años. Cualquier chico mayor que fuese visto en posesión de uno de esos muñecos sería considerado una nenaza que jugaba con muñequitas. No era un bonito epitafio para que te lo tallaran en la lápida: «Aquí yace Bernard Shaw, a quien se recuerda ante todo por deshonrar a todos los hombres jugando con muñecos de acción a la edad de trece años. También fue una estrella del hurling, pero eso queda invalidado por el episodio de los muñequitos». Benny sabía que no estaba bien. Sabía que tendría que emigrar de nuevo a Túnez si alguien lo descubría, pero no podía evitarlo. El comandante de acción escuchaba incluso lo que le decía. Asentía comprensivamente con su cabecita y hacía girar las cuentas de sus ojos de manera benevolente. Además, al comandante de acción podía estrellarlo contra cualquier superficie concebible y nunca se rompía. Por lo menos no se había roto hasta la fecha. Ese día, sin embargo, era el de la gran prueba. Si el comandante lograba salir de esa, 20
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conseguiría un ascenso. Benny rascó el pelo de pelota de tenis del muñeco. —Tenga serenidad, buen hombre. Pronto habrá terminado. Otra cosa curiosa era que Benny hablaba como en las películas americanas cada vez que se dirigía al comandante de acción. A su madre le habría encantado esa tendencia teatral. Pasó por delante de los veteranos, que estaban escupiendo trocitos de tabaco por encima del muro del muelle. Su abuelo estaba apretujado en el medio, con sus enormes manos abiertas y alzadas. Parecía que volvía a explicar cómo encontró el Santo Grial. George estaba en la rampa, organizando a un grupo de pillines en fila. Benny se detuvo un momento para comprobar una teoría. —Uno, dos, tres —estaba diciendo Georgie—. Ahora os inclináis todos juntos. Benny resopló. Pues sí, todo lo que hacía su hermano lo fastidiaba. Siguió paseando por la avenida hacia la vieja casa solariega y entró en lo que quedaba del patio del castillo de Duncade. Los lugareños habían arramblado con la mayor parte de las piedras a lo largo de los siglos, de modo que solo quedaba el torreón principal. Su restauración ya estaba programada y llevaba años cerrado al público. Solo una sala de la planta baja, que los pescadores utilizaban para almacenar las nasas, permanecía abierta. Benny subió los escalones exteriores y apartó una asquerosa caja de pescado del tiro de una chimenea. Tomó aliento y se metió dentro. La chimenea era lo bastante amplia para que una persona escalase hasta el segundo piso, si no le importaba la oscuridad ni la posibilidad de poner la mano encima de excrementos frescos de gato. Los niños de Duncade llevaban años usando esa entrada secreta. Eran demasiado ingeniosos para permitir que un candado y unos cuantos barrotes los mantuvieran alejados de un auténtico torreón normando. Claro está que se corría un peligro mortal cada segundo que se pasaba en el castillo de Duncade. El barro del suelo tapaba una gran cantidad de zonas hundidas que te podían hacer caer quince metros en un instante. Las almenas parecían dispuestas a derrumbarse sobre tu cabeza en cualquier momento, y las ventarías con arcos tenían justo la anchura suficiente para que un pequeño adolescente sarcástico se cayera por ellas. Según contaba la leyenda del lugar, un compañero del abuelo de Benny, el viejo Jerry Bent, se había caído desde la torre el día que cumplió dieciocho años. Desde aquel día hasta el presente, todo lo que podía pronunciar Jerry era la palabra «mariposas». Benny, seguro de que estaba solo, se sacó el muñeco del bolsillo. —Es hora de ver de qué está hecho usted, comandante. El comandante no respondió porque estaba aterrorizado. (Que fuese un muñeco también pudo tener algo que ver con ello.) Una escalera de caracol conducía al tejado del torreón. Le faltaban varios 21
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escalones y los chicos mayores tenían como pasatiempo predilecto escupir a cualquier pobre desventurado que estuviese ascendiendo detrás de ellos. Benny pasó los escalones huecos de un salto, imaginándose qué habrían hecho los celtas para intentar invadir un torreón como ese. Apretujados, cargados de armas hasta los topes, sin poder ver a más de un metro por delante y esperando que un caballero con armadura los partiera por la mitad con una maza en cualquier momento. Benny siguió el resplandor de luz que veía delante hasta que salió al tejado. Había que mantenerse sobre las almenas, porque el suelo estaba hundido y se desplomaba desde el centro hacia el exterior. Cada año había menos material para sostener en alto ese piso. Su abuelo había predicho que la estructura entera se hundiría en esa década. Benny espió por entre los huecos de las almenas. Estaba a bastante altura. Jerry Bent había tenido suerte de poder decir «mariposas» siquiera. La vista era espectacular, pero Benny no desperdició un momento disfrutando de ella. Para él solo existía una vista, y era la que se veía desde lo alto del faro. —Bien, comandante. Hora cero. El chico amarró el paracaídas a las manos en forma de pinza del comandante de acción. Era un paracaídas casero. Un viejo paño de cocina y unos cuantos cordones gastados. Sin embargo, Benny había visto una vez un programa sobre paracaidismo y estaba seguro de haber absorbido suficiente información para vencer los efectos de la fuerza de la gravedad. ¿Cuánta dificultad podía entrañar? Si el comandante de acción hubiese podido hablar, habría pedido piedad a gritos. «Oh, por el amor de Dios, por favor, no me lances desde esta altura, demonio de irlandés desquiciado.» Por desgracia, era tan mudo como Benny a la hora de ofrecerse como voluntario en clase de oratoria y teatro. —¿Unas últimas palabras? ¿No? Bien. A volar, comandante de acción. Nuestras esperanzas y nuestros sueños vuelan con usted. Y el pobre comandante de acción cayó por el borde. Benny asomó la cabeza por entre los bloques de piedra caliza para seguir la trayectoria del muñeco. El paracaídas no estaba funcionando como había previsto. De hecho, parecía haberse enredado alrededor del cuerpo de plástico del comandante y reducir su resistencia al viento. —Hummm... —musitó Benny, rascándose la barbilla con reflexión científica. El teatrillo improvisado de Benny se vio bruscamente interrumpido al ver que dos figuras subían los escalones exteriores del torreón. —¡No! —gritó, sin aliento. El destino no podía ser tan cruel. Eran esa odiosa de Babe y su chucho. Estaban parados justo debajo, en el punto de impacto estimado del paracaidista reacio. —No —gimió—. No, no, por favor, no. 22
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Habría añadido unos cuantos avemarías a su plegaria, pero no tuvo tiempo. El misil humanoide se estrelló. Benny había leído una vez que un penique lanzado desde lo alto de la torre Eiffel colisionaría con el poder destructor de una bala. Se preguntó qué haría un muñeco de acción. El muñeco golpeó a Congrio en un costado de la cabeza. Espantado y aturdido, el chucho dio un paso a un lado. Por desgracia, ese paso lo llevó al vacío, ya que en ese momento estaban en la mitad de los escalones. La caída se vio amortiguada por el contenido rancio de un barril de cebo, lleno a rebosar de vísceras saladas y cabezas de pescado. Congrio atravesó la tapa de madera y quedó hundido hasta el cuello en trocitos de pescado. —¡Oh, no! —siseó Benny. Una risita frenética amenazaba con estallar en su garganta. En realidad, si se paraba uno a pensarlo, había tenido gracia. Habría sido mucho más gracioso si se hubiese caído la chica. Por ver eso sí que pagaría un buen dinero. Babe saltó de los escalones y rescató a Congrio alzándolo por el collar. El perro empezó a limpiarse a lametazos, pero paró en cuanto sintió la punzada de la salmuera en la lengua. Su aullido herido partió en dos el apacible aire de Duncade, y el desventurado animal echó a correr como una bala en busca de agua dulce. Babe iba a seguirlo pero se detuvo. Se agachó a recoger el muñeco y lanzó una mirada acusadora hacia el cielo. Benny echó la cabeza atrás, deseando que el corazón no le latiera con tanta fuerza. Nunca se sabe qué clase de poderes pueden tener esos duendes pueblerinos. Cuando al fin se permitió echar una miradita, no se veía a la chica por ninguna parte. Estaba claro que se había marchado en busca de su mascota afligida. Benny sonrió con burla. No hay venganza como la venganza anónima. Bien valía un viejo pedazo de plástico ver a ese saco de pulgas dándose un baño de porquería. Pobrecito comandante de acción. Desaparecido en el cumplimiento del deber. Se fue corriendo hacia la entrada del tejado. Babe Mará iría a investigar el escenario del crimen en cuanto Congrio lograra rasparse la lengua contra alguna roca. Benny no tenía ninguna intención de estar allí cuando la chica regresara para transformar en sapo al culpable. Con alegres silbidos, bajó la escalera de caracol bailando. De todas formas ya se estaba haciendo demasiado mayor para jugar con muñecos.
Otro pasatiempo predilecto de Duncade era ir a pescar bichejos, que eran las versiones pigmeas de los crueles cangrejos con pinzas que correteaban por las aguas profundas del fondo del mar. Por tradición, la pesca de bichejos era jurisdicción de los menores de diez, pero de nuevo, en su soledad, Benny experimentaba un retroceso a las actividades de veranos pasados. 23
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Primero se arrancaba una lapa de las rocas con la navaja. Después se sacaba al desafortunado crustáceo de su casa y se espachurraba la carne pálida con los dedos. Benny solía tener pesadillas sobre ese ritual, imaginaba los agudos chillidos de angustia que emitía el crustáceo. Sin embargo, después de haber sabido lo que es la violencia jugando contra los Hermanos Cristianos de Enniscorthy, aquello era una nadería. Había que ensartar la lapa en un anzuelo de tres peniques e introducirla, cuando todavía se retorcía, en el agua del muelle. Precioso. Benny había usado el mismo sedal desde que se lo regalara su abuelo, hacía casi una década: tripa capaz de soportar cuatro kilos y medio de tensión, con un peso de mármol veteado. Estaba convencido de que era la piedra lo que le daba suerte. Una esfera casi perfecta con un agujero limpio que la atravesaba por el centro. Muy poco común. Su abuelo decía que la había sacado del estómago de un tiburón tigre en el mar de la China meridional y le había explicado que el jugo gástrico había deshecho la parte blanda de la piedra. Era una historia fenomenal, así que Benny había decidido creérsela. Desde luego, como adolescente que era, Benny no podía simplemente ir paseando hasta la rampa y dejar caer el sedal a plena luz del día. De ninguna manera. Más le valdría ir chupando un muñequito y ponerse un babero. No. Igual que con los experimentos del muñeco de acción, tenía que tratarse de una operación encubierta. Entrada ya la noche, al amparo de la oscuridad, Benny cargó con los aparejos y se dirigió hacia el muelle interior. La rampa estaba desierta, los mocosos llevaban tiempo metidos en la camita. La marea había empezado a subir, pero estaba todavía muy por debajo de la línea de cieno. Benny se sentó en el borde de la larga rampa, con los pies colgando por encima del agua. Había llegado el momento de sacrificar un crustáceo. Sacó una lapa arrastrándola por la pared de su cubo de cebo vivo. La pobrecita succionaba con desesperación, pero no podía agarrarse al plástico. El chico introdujo la hoja de su cuchilla y la sacó de su concha como si fuera gelatina dentro de un molde. Se tumbó boca abajo y colgó la linterna de un clavo oxidado que había en el lateral de la rampa. Un círculo de luz perforó la superficie del agua y bajó serpenteando en pequeñas ondas hasta el fondo del muelle. Benny fue desenroscando el sedal hacia ese círculo. La teoría de la pesca de bichejos explica que tienen más músculo que materia gris. En cuanto han cerrado las pinzas sobre un bocado suculento ya no renuncian a él, ni siquiera cuando un ser doscientas veces más grande que ellos los saca de un tirón de su medio ambiente. No es el anzuelo lo que los atrapa, es su propia tozudez. Benny meneó el cebo en la charca de luz. Se imaginó a los cangrejos sintonizando con los espasmos agónicos de la lapa. En cualquier momento saldrían correteando de las algas por el fondo arenoso. 24
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Una pinza emergió de detrás del caparazón de un centollo muerto y lanzó un suspicaz tijeretazo a la luz. Benny le dio un tironcito al cebo para desprender así microbios carnosos que se menearon por el agua. La pinza se tensó. Mensaje recibido. El bichejo se dejó ver. Era un bobalicón, más o menos del tamaño de la mano de un bebé. Tenía la concha oscura, casi negra, con motas de color naranja esparcidas por encima. Qué pequeñajos más asquerosos. Te arrancarían el dedo si tuvieran ocasión. Las minúsculas órbitas de los ojos del cangrejo hicieron un zoom sobre la ofrenda de pescado. Benny casi podía ver cómo se le desorbitaban solo con pensar en el inesperado festín. El bichejo salió correteando de lado de los matorrales marinos y casi vuelca a causa de las prisas por cobrarse su presa. Benny tiró del cebo y lo puso fuera del alcance del crustáceo solo por fastidiarlo. Ultrajado, el cangrejo guadañó el agua y dio tijeretazos a los zarcillos flotantes de carne pálida. Benny se preguntó si aquello sería como un Expediente X para los peces y él sería el extraterrestre. A lo mejor los extraterrestres no eran más que eso. Tipos grandes con linternas. Mientras Benny se alejaba por los derroteros de la filosofía, el bichejo dio un salto en el agua reluciente como si estuviera sobre la superficie lunar. Formó un arco ascendente a cámara lenta y se agarró triunfante a su presa. La cuerda se tensó contra los pliegues de los dedos de Benny. Esos pequeñajos eran más fuertes de lo que parecía. Recogió el sedal despacio, enrollándolo alrededor de una falange amarillenta. Ese hueso, según juraba su abuelo, se lo había regalado un japonés como desagravio por haberle robado petróleo del fueraborda. El bichejo luchó mientras lo izaban, le daba tristes tirones a la recién fallecida lapa. La carne no se movía de su sitio, inmovilizada por la punta inversa del anzuelo. Aun así, el bichejo perseveraba, dispersaba la luz de la linterna con sus sacudidas. Benny sacó su presa del agua con suavidad y la dejó sobre las piedras resbaladizas de la rampa. El diminuto cangrejo se dio cuenta de que algo sucedía. Giró en un pequeño círculo, su mirada de periscopio buscó una posible amenaza y aterrizó sobre el mamífero terrestre de doscientas pinzas de altura. —Así es, crustacito —dijo Benny—. Ahora juegas en mi campo. Sin embargo, no fueron más que palabras. Benny ni siquiera pensaba coger al pequeño cangrejo, y mucho menos hacerle daño. Solo lo perseguiría un rato por la rampa y luego lo conduciría de vuelta al agua. El bicho se haría adulto y aterrorizaría a sus nietos bichejos con sus batallitas del gran gigante de dos patas. Se pusieron a trazar círculos como David y Goliat. El bichejo levantaba sus pinzas muy por encima de sí, dando furiosos chasquidos. «Ah —pensó Benny— , un ninja.» Ese tipejo no estaba ni un poquito asustado. Seguramente era un cangrejo psicópata y matón. Con toda probabilidad, los demás cangrejos estaban deseando que Benny les hiciera un favor y aplastara a ese tipo con su 25
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pie de gigante. «Lo siento, chicos, este vuelve con vosotros.» Sin embargo, no llegó a tirarlo de vuelta al mar porque un chucho tuerto y enloquecido saltó encima del animalito y lo aplastó como si fuera una cáscara de huevo. —¡Dios Santo! —aulló Benny, y se cayó de culo. Pero los sobresaltos aún no habían terminado. Antes de que su cerebro se hubiese recuperado del trauma de ver tripas de cangrejo y dientes rechinantes, sus ojos le transmitieron otra imagen espantosa a la que enfrentarse. ¡Era el comandante de acción! Pero esos canallas lo habían torturado. Le habían chamuscado el pelo áspero, y le faltaba un brazo. —¡Coman...! —empezó a chillar Benny. Babe Mará entró en su campo de visión. —Así que sabes cómo se llama el muñeco, señoritingo. Benny reconsideró la situación. Exclamar a gritos el nombre del muñeco lo señalaba sin duda como su propietario. —Eh, no. Yo solo decía... «cómo apesta». Es una forma de hablar de la ciudad. A lo mejor los catetos no lo habréis oído nunca. —Anda ya, gran mentiroso. «Cómo apesta», venga. Benny se puso de lo más contento porque lo hubiese llamado «gran». —¿Cómo sabes que es mío? La telepatía de los duendes, ¿no? Babe lo miró con desdén. —No, Shaw. Huele. Benny sacudió la cabeza fingiendo asco. —El jabón vuelve a delatarme, ¿no? —¡No, lelo! —le gritó la chica de Duncade, e intentó darle un golpe con los restos del comandante de acción—. Congrio te ha rastreado por el olor. Benny soltó una risotada. —¡Congrio! ¡Ese chucho! Si no podría rastrear ni una vaca en un establo. Benny iba a añadir unos cuantos objetos más que Congrio no sería capaz de rastrear, pero sintió que el ojo azul lo estaba enfocando. —¿O sea que esta pequeña muñequita no es tuya? —De ninguna manera —mintió Benny—. Por mi honor de lobato. —Hizo un vago gesto con la esperanza de que se aproximase a un saludo de explorador. —¿Seguro? —preguntó Babe, con dulzura. —Sin duda —repuso él. Un molesto sentimiento le revolvía el estómago. —Bueno, vale. —Babe chascó la lengua y tiró al comandante de acción a la rampa. Congrio soltó al cangrejo destrozado y saltó sobre el desafortunado muñeco. Durante varios minutos, Benny tuvo que quedarse sentado a contemplar con indiferencia cómo el cánido frenético mutilaba a su amigo de la infancia. Fue duro, pero la alternativa era ver su propia carne entre esas mandíbulas, y eso habría sido mucho más duro. Cuando el resistente plástico hubo quedado rajado y pulverizado a conciencia, Babe volvió a chascar la 26
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lengua. —Congrio —ordenó—, suéltalo. El perro tiró el comandante de acción como si fuese un ascua ardiente. Babe recogió los restos del muñeco. —¿Estás seguro de que no es tuyo? Benny tragó saliva. —Seguro. Babe echó un brazo hacia atrás. —¡Entonces no te importará que haga esto! La chica de Duncade lanzó al comandante hasta la mitad del agua del muelle. El agua fluyó por sus innumerables perforaciones recién adquiridas y el muñeco se hundió como una ancla. Benny contempló los círculos del impacto, que se extendieron por el puerto y chapotearon contra los cascos de las barcas pesqueras. ¿Qué podía hacer? Si Babe hubiese sido un chico, podrían haber luchado o algo así. Si hubiese sido una chica como es debido, podría haberse metido con su vestido. Sin embargo, era una extraña criatura marimacho, más desaliñada todavía que el típico granjero soltero. ¿Qué había dicho el abuelo? Sin prisioneros. Oponer resistencia o verse acosado para siempre. Que se aprovecharan de ti ya era bastante malo, ¡pero que lo hiciera una enana! De modo que Benny decidió oponer resistencia, pero sus métodos, como de costumbre, fueron algo extremos. —¡Ay! ¿El pobre señoritingo se siente...? —empezó a decir Babe. Eso fue todo lo que logró articular, porque Benny le había agarrado el gorro de borla y lo había lanzado al agua. —¡Toma! —se regodeó—. ¿Sabe nadar tu gorro de granjera? Parece que no. Babe se quedó sin habla. Se frotó la coronilla como si el gorro fuese a reaparecer. —Yo... Tú... Era mi... —Lo siento. No hablo cateto, solo inglés. —El insulto final. La carita de Babe se retorció de ira. —¡Congrio! ¡Mata! Ups. Los ojos del perro se abrieron como platos, llenos de júbilo. Sus garras sonaron sobre las losas al acelerar por la rampa. Benny se agachó, resuelto a que el chucho no volviera a ganarle. Congrio dio un salto. Benny se retorció hacia un lado. El saco de pulgas pasó de largo volando y sus dientes masticaron el aire en el lugar donde había estado su enemigo. Benny le dio un puntapié en los cuartos traseros, para que no se dijera. El desafortunado perro giró con la cola por encima de las orejas y fue a parar al agua del muelle interior. Cayó con un chapuzón que bien habría valido un nueve coma cinco en una competición. Babe se abalanzó entonces sobre Benny, lo agarró por debajo de las rodillas y lo lanzó por los aires. El chico se las había visto en peores. Algunos tipos habían aterrizado sobre él con tanto impulso que había hundido la cara en el 27
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barro y había dejado un molde con su forma. Eso no era tan horrible. A punto estaba de echarse a reír satisfecho y con sorna cuando le resbalaron los pies. Se habían alejado hasta más allá de la línea de la marea y el limo de la roca estaba tan resbaladizo como jabón mojado. Cayeron los dos peleando, rodando más y más hasta que acabaron sacudiendo los pies en las aguas oscuras. —Vale —resolló Benny—. Ya vale, Mará. Tómatelo con calma. Un movimiento en falso y acabaremos los dos en el agua. —Eso ya lo sé, Shaw —replicó Babe—. La que vive aquí soy yo. Se agarraron uno al otro de los hombros y doblaron las rodillas poco a poco. —¿Qué problema tienes, Babe? Te has estado metiendo conmigo desde que me pusiste los ojos encima. Babe se lo quedó mirando a la cara. —¿Que qué problema tengo? Eres tú el que tiene un problema. Llegas pavoneándote por aquí. Que si paletos esto y granjeros lo otro. Eres tú el que se busca problemas. —Claro, vosotros sois paletos y yo un señoritingo de ciudad. ¿Y qué? —¡Has atacado a mi perro! —¡Me hizo una falta en el partido! —¡Es un perro! ¡No conoce las reglas! —¡Entonces no tendría que jugar! Se sostenían en pie, pero les temblaban las piernas. Todavía se agarraban uno a las mangas del otro. Eran casi como dos amigos probando unos patines nuevos. Babe suspiró. —Escucha. Verás, a veces Congrio puede exaltarse un poco. —¡A mí me lo dices! —¡Eh, que intento ser agradable! —Vale. —¿Y? —¿Y qué? Babe arrugó la frente. —¿Y no tienes nada agradable que decir? —Eh... Bueno, seguro que quien sea que le haya tirado ese muñeco a Congrio solo estaba jugando y no tenía ni idea de que estuvierais allí. Babe sonrió. Benny se dio cuenta de que nadie había mencionado el incidente del castillo. Acababa de confesar. —Está bien. Disculpas aceptadas. —Bien. ¿Podemos salir ya de aquí? Congrio subió la rampa dando resbalones. Estaba enfadado. Se le notaba en el ojo. Babe lo miraba nerviosa. —¡Congrio, siéntate! Congrio no se sentó. Se sacudió con energía y salpicó una capa de agua 28
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sobre los humanos. —¡Uuuh! ¡Está helada! —¡Congrio, siéntate! ¡Te lo advierto! El perro había ido más allá de toda advertencia. Estaba en misión de venganza. La relación ama-mascota había quedado en suspenso. —¡Congrio! Sé buen chico. Por la forma en que le enseñaba los colmillos a Benny, Congrio no tenía pinta de ser un buen chico. —¡No, chico! ¡No! El perro agachó la cabeza y cargó. Babe y Benny no pudieron hacer nada para esquivar a su agresor perruno. Es terrible conocer tu destino y ser incapaz de evitarlo. A cámara lenta, Congrio se lanzó al aire con su ojo azul reluciendo. El perro se estampó contra ellos; un proyectil de huesos y dientes. Benny miró a Babe a los ojos. Se estaba riendo. Él se rió también. Entonces fueron derribados y se les llenó la boca de agua salada e impregnada de gasóleo. Los dos dejaron de reír bastante de prisa.
Benny recorrió el camino de entrada al faro con agua en las zapatillas. El abuelo se estaba fumando un último cigarrillo de liar en el banco. —Buenas noches, contramaestre. —Buenas noches, capitán. El abuelo vio la ropa de Benny. —¿Babe? Benny asintió, atribulado. —Pues sí. El abuelo rió entre dientes y escupió. —Una vez conocí a una mujer en Bríndisi, cuando trabajaba de espía durante la guerra. Los italianos son muy exaltados, ¿lo sabías? Muy temperamentales. Sus hermanos me ataron, me torturaron para descubrir la fecha de la invasión de los aliados. «¿Esperáis que hable?», les dije. «No, señor Shaw», contestaron. «Esperamos que muera.» Benny hizo cálculos. El abuelo debió de ser el único espía en pañales. Además, estaba bastante seguro de que eso de la tortura lo había sacado de una película de James Bond. Sin embargo, no tenía sentido interrumpirlo. Benny se quedó allí plantado, temblando, hasta que terminó la batallita. —El caso es que esa dama italiana, Maria, cada vez que me veía se tomaba muchas molestias para humillarme de cualquier forma posible. —Miró a Benny a los ojos—. Resulta que esa era su forma de buscar atención. Se suponía que siendo vengativa haría que yo empezara a mirar en una dirección en que mis ojos normalmente no se habrían molestado en mirar. ¿Me sigues? Benny asintió con buena educación y se escabulló hacia el interior del faro. ¿Qué clase de batallita era esa? No tenía final ni nada. Ni siquiera se la podía 29
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llamar batallita. No eran más que un par de frases. El abuelo estaba cada vez peor. Benny ya iba por la mitad de la escalera cuando captó el sentido del cuento del abuelo. ¿Buscar atención? No, no podía ser. ¿Babe Mará? Pero si lo odiaba... No podía ni verlo. Y él también la odiaba a ella. A ella y al atontado de su perro... Salvo por ese único segundo, justo antes de caerse al agua, cuando le había sonreído. Benny se sorprendió al sonreír sin querer. «¡Y qué más, hombre!» Ni siquiera había sido una sonrisa de verdad. Había sido la histeria. Babe Mará odiaba a todo el que viniera de un sitio donde había más personas que animales. Y Benny tenía que dejar de vagar por las escaleras pensando en ella. Lo único que sacaría de eso sería una neumonía.
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TREGUA Benny se hizo una solemne promesa a sí mismo. Se habían acabado las cosas de críos. Basta de jugar con muñecos y pescar bichejos, así no hacía más que buscarse problemas. Desde ese momento solo tendría actividades propias de un adolescente duro. Ya era hora de crecer. El domingo por la mañana, Benny fue a buscar al capitán después de desayunar. Lo encontró abajo, en el muro del muelle, escupiéndole a la marea. Un pasatiempo con una larga tradición entre los de Duncade. También se consideraba un deber cívico de todos los marineros adultos holgazanear por el muelle burlándose de todas las embarcaciones que había amarradas al espigón. Según razonaban ellos, eso no era chismorrear, ya que sus comentarios podrían salvar vidas algún día. Benny se colocó con sigilo entre su abuelo y Jerry Bent. Los dos estaban particularmente poco impresionados por una embarcación de recreo de fibra de vidrio de Dublín. —Vamos, míralo, anda —dijo su abuelo, y escupió en vaga dirección al barco—. Fuerza cinco... no, fuerza cuatro y está perdido. Jerry asentía con sabiduría. —Mariposas —repuso. —Lo que quiero decir es que no tiene lastre, y el orificio de esa bomba es del tamaño de un alfiler. —Mariposas. —Mejor le iría intentando achicar un transatlántico como el Queen Elizabeth 2 con una bolsa de patatas fritas. —El abuelo se tomaba los barcos como algo personal. Para él, una embarcación en mal estado en su puerto era un insulto a todos los marineros—. Dublineses, supongo. Jerry puso los ojos en blanco. —Mariposas —dijo, con un marcado acento de Dublín. —Sin duda, esos tipos no sabrían distinguir un barco de una fosa séptica. Lo único de lo que saben hablarte es de golf, hasta el último de ellos es un gran 31
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golfista. Pero ¿qué hacen aquí, te pregunto? ¿Hay algún club de golf por aquí cerca, señor? Ya les daré yo clubes de golf. Benny asintió con comprensión. —Clubes de golf. Y aventuró un escupitajo hacia la embarcación ofensiva, pero solo logró babearse toda la parte de delante de la sudadera. —No vayas a avergonzarme, chico. Mira. El abuelo acumuló una gran bola de saliva en la parte de atrás de la garganta y luego la lanzó en un arco suave por encima del muro. Era una clásica formación de cometa. Un glóbulo como cuerpo principal, complementado por una cola aerodinámica. No había más remedio que quedar impresionado. —Ahora tú, contramaestre. Benny se mentalizó. Menuda presión. Tosió para extraer un gran pegote líquido de la parte de atrás de la garganta y cerró los labios con fuerza sobre él. —Buen chico. Pero recuerda, el volumen no lo es todo. Se necesita proyección. El truco está en el aire comprimido. Benny asintió y aumentó la presión de su boca. Las mejillas se le hincharon como globos y lo echó a volar, sacando la barbilla hacia adelante por sí las moscas. —No está mal —admitió su abuelo, mientras seguía el progreso del escupitajo hacia el bajío—. Tienes que trabajar en la distancia. En eso y en la actitud indiferente. Jerry se aclaró la garganta. El abuelo se frotó las manos. —Oh, ahora prepárate para una delicia. El maestro nos va a hacer una demostración improvisada. Jerry comprobó el aire con un dedo y frunció los labios. —Jerry no suele escupir en público si no es en una competición —susurró Paddy Shaw. Se oyó un suave golpecito y una masa en forma de bala salió disparada de entre los labios de Jerry. Fue demasiado de prisa para que la vista humana pudiera seguirla, pero una gaviota que había por allí chilló y se cayó de la caja de pescado en la que estaba posada. Jerry guiñó el ojo con orgullo. —Mariposas. El abuelo le dio un cariñoso puñetazo en el hombro. —Cállate ya y deja de fanfarronear. «Esto ya es más adecuado —pensó Benny—. Cosas de hombres.»
La mayoría de jóvenes tienen un sitio al que van a hacer el gandul durante horas enteras. Benny, claro está, tenía que tener el escondite más ingenioso de la provincia. Hacía muchos años que había excavado un escondrijo en una de las zonas de zanjas con más maleza de Duncade. Y lo ampliaba cada año, de modo 32
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que la estructura de arbustos ya era poco más que un caparazón. Sin embargo, Benny no se iría allí en ese momento. Los fuertes estaban catalogados en el grupo mental marcado como «cosas de críos». Nunca más volvería a arrastrarse sobre la barriga por un túnel abierto en una zanja. Nunca más volvería a sentarse en su escondite semiesférico, a quitarse los insectos de todas las partes del cuerpo que no llevara tapadas por la ropa y, sin duda, no volvería a sacarse astillas de las rodillas después de un duro día de pelearse con la maleza. Esos días habían tocado a su fin. Ya era un hombre. En vez de eso, escaló los muros de la fábrica de sal y se puso cómodo para disfrutar de una sesión de autocompasión. Hubo un tiempo en que ese tejado habría estado ocupado por una hilera de jóvenes, bebiendo Fanta y lanzando bolsas de patatas fritas llenas de agua a los transeúntes. Pero ese verano solo estaba Benny. A los demás los habían obligado a trabajar durante las vacaciones. Paudie recogía patatas en la granja de su tío. Seanie y Sean Ahern estaban en la barca pesquera, y Furty Howlin seguía en el reformatorio. Menuda panda de desertores. La fábrica de sal era un edificio alargado y de un solo piso en el que, en algún momento del pasado colonial, los campesinos habían extraído sal del agua marina. Generaciones de lugareños de Duncade habían utilizado su enorme tejado como lugar natural de reunión. Estaba orientado al sur y mullido por el musgo; era el perfecto mirador para la haraganería veraniega. La escarpada subida le otorgaba la atracción añadida de ser inaccesible para los adultos y los críos. Era una regla tácita: nadie subía a la fábrica de sal hasta que tenía al menos doce años, o hasta que pudiera darle una paliza a alguien que tuviera al menos doce. Benny estaba atrapado en el limbo. Entre generaciones. El próximo año, un nuevo aluvión de jóvenes reclamaría la fábrica de sal, pero de momento él era el único muchacho cuyo padre no lo había puesto a trabajar en verano. Benny sacó un telescopio de la funda que llevaba en el cinturón y apuntó hacia el mar esperando ver unos cuantos barcos. El truco para utilizar ese instrumento era moverlo con lentitud. Cualquier movimiento de más de cinco grados al segundo resultaría en una imagen borrosa. Su mirada aterrizó sobre la embarcación de los Ahern: una palangana oxidada y asquerosa que no habían pintado nunca, por lo que recordaba Benny. Una costra de escamas y tripas cubría el noventa por ciento del casco. Cuando los Ahern estaban atracados, no era necesario ver su barco, se olía. Seanie y Sean estaban recogiendo una ristra de nasas. Su padre, Big Jim Ahern, estaba en el arpón. Era un trabajo agotador. Big Jim enganchaba una boya con el garfio del arpón, luego los dos chicos tiraban para sacar veinte brazas de cuerda empapada hasta que aparecía por la borda una nasa cargada. La mayor parte de las veces un centollo sin valor se había apoderado del cebo y estaba allí inmóvil, con una gran expresión de culpabilidad. Después de unos cuantos reniegos de aúpa, los Ahern ponían otro cebo salado, destrozaban el 33
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centollo contra el casco y lanzaban la nasa de vuelta a las profundidades. Una vez se habían llevado a Benny a pescar con nasas. Pese a todos sus comentarios despectivos de señoritingo de ciudad, había logrado atrapar una boya a la primera. Benny ya les estaba guiñando el ojo con chulería a los Ahern cuando la tensión de la cuerda de la nasa cedió y arrancó de sus manos el garfio. El pesado tope de acero lo envió haciendo espirales a las profundidades. Naturalmente, el garfio era una herencia de familia. Había pasado de generación en generación de los Ahern. El primero en utilizarlo había sido Jack Ahern el Contrabandista, para sacar cofres de la orilla. Big Jim tuvo que pasarse una semana bebiendo para superar la pérdida. No volvieron a llevarse a Benny de pesca. Algo correteaba entre las rocas que había junto a la charca de Babby. Benny retrocedió con la lente hacia el movimiento. Era Congrio. El pequeñajo iba como una bala. ¿Dónde estaba el duende enano? Benny rastreó el afloramiento rocoso, pero no había ni rastro de Babe. Entonces el estómago le dio una sacudida como cuando hay desniveles en carretera: dos botas sobresalían de las algas. Apartó el telescopio para comprobar solo con sus ojos lo que había visto. Seguían allí. Dos botas marrones que asomaban en vertical de entre un montón de algas arrastradas por la marea. —¡Oh, no! —exclamó. ¿Qué pensaba hacer esa idiota? Benny se dejó caer de culo desde lo alto del tejado de la fábrica de sal y se lanzó al campo de abajo. Aterrizó corriendo y de inmediato adoptó un ritmo de larga distancia. El corazón le estallaba contra la caja torácica a causa del pánico apenas reprimido. Un pensamiento ridículo le vino a la cabeza. Él era el responsable, porque se lo había deseado. No es que le hubiese deseado eso en concreto: «Espero que Babe Mará se ahogue en la charca de Babby», pero sí le había querido mal en general. Benny subió por el prado que llevaba a las rocas. Las botas seguían allí, meneándose un poco. ¡Seguía con vida! ¡Gracias a Dios! Bajó resbalando por la piedra caliza, evitando todo lo que fuese oscuro o verde. Lo último que necesitaba era partirse también él la crisma en el intento de rescate. Imaginaos las burlas que tendría que soportar en el cielo por eso. Congrio lo oyó llegar. Daba vueltas como una bailarina perruna y señalaba con el morro húmedo al señoritingo que se acercaba. Benny no le hizo caso y se lanzó a recorrer los últimos metros de roca plana. Congrio volvió a sentarse sobre los cuartos traseros, ofendido porque no le había hecho caso. Seguramente necesitaría horas de terapia canina para recuperar la autoestima. Benny agarró las botas. —¡Aguanta! —chilló con valentía—. ¡Ya te tengo! Esa afirmación solo era precisa en caso de que les estuviera hablando a las botas, porque se quedó con ellas en las manos. Con las botas y con un calcetín de los Boyzone. Allí quedaron dos pies que se meneaban sobresaliendo de las 34
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algas. Los pies parecían molestos. Benny se sentó, mirando las botas como si de ellas fuese a crecer una persona. Empezaba a tener esa vieja sensación familiar de «acabo de meter la pata hasta el fondo». Babe Mará salió de una grieta que había entre las rocas. Llevaba largas trenzas de algas liadas en la gorra de lana de repuesto, y Benny habría jurado que también vio una gamba. —¿A qué crees que estás jugando, Shaw? Benny sonrió sin convicción. —Eh... Admiro mucho a los Boyzone por la imagen positiva que dan de Irlanda. La cara de Babe iba pasando por varios matices de rojo. —¿Qué? ¿Eres corto o algo así? ¿Es eso? ¿De qué me estás hablando? ¿Boyzone? —Tu... —Benny le sacudió delante de las narices la cara del cantante Roñan Keating tejida en lana. Babe agarró el calcetín y fue dando saltos a la pata coja mientras se lo volvía a poner en el pie. —Me los han regalado. —Ah. —De todas formas, ¡no cambies de tema, señoritingo! ¿Qué hacías intentando asesinarme? El ataque, como siempre le había aconsejado a Benny su entrenador, el padre Barty Finn, es la mejor forma de inmovilizar al contrario. —¿Que qué hacía? ¡Eras tú la que tenías la cabeza metida en un agujero! Creía que te ahogabas o algo así. Por un momento ilusorio, el rostro de Babe se suavizó. —¿Intentabas salvarme? Los labios de Benny se curvaron hacia la barbilla. —Para como me lo agradeces... —Menudo idiota —soltó Babe, sin duda ya se había recuperado del momento de ternura—. Eres un gafe. Eso es lo que eres. Una zona catastrófica con patas. Quieres que te dé las gracias, ¿verdad? Pues gracias. Un millón de gracias. Pero la próxima vez que me veas en peligro de muerte, vete en dirección contraria, ¿vale? —Cuenta con ello. Benny sabía que tenía que marcharse indignado. Eso habría sido lo adulto. Estaba claro que se odiaban, así que ¿para qué iba a quedarse? —Bueno, ¿y qué te proponías? Si es que no intentabas suicidarte... —No es asunto tuyo. —Es algún gran secreto de paletos, ¿a que sí? ¿Clonabas ovejas o algo por el estilo? Babe lo fulminó con la mirada. —Eres todo un encanto, ¿verdad? Seguro que por eso tienes tantos amigos. 35
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Ese comentario había sido mezquino. Benny decidió fingir que se había ofendido. —Eso no es muy... —comenzó a decir, luego escondió el rostro entre las manos, derrotado. Babe, que en el fondo era humana, se arrepintió del comentario al instante. —Bueno, yo no quería... Es solo que... —La chica arrugó el entrecejo, furiosa. No estaba preparada para disculparse justo en ese momento, pero sentía que le debía algo a Benny—. ¿Quieres saber lo que hacía? —Sí, por favor —dijo Benny con docilidad. —Bueno, pues ven y dame la mano. Benny, calmado de pronto, atravesó al trote la roca plana y le lanzó a Congrio una mirada desagradable al pasar. Había una gran mata de algas que colgaba hasta la charca de Babby, llamada así porque, según la leyenda, en sus aguas sulfurosas bañaban a los bebés débiles para fortalecerlos. Babe metió un brazo estirado por debajo de las algas y, con un gruñido, las dobló hacia atrás como un edredón. —Mira —dijo. El chico inspeccionó la pequeña grieta que había debajo. Brillantes anémonas se retrajeron ante la luz del sol y un bichejo se escabulló en busca de refugio. —¿Y? Babe suspiró. —¿Y? Es una trampa de cebos. Una trampa natural de cebos. La mirada de Benny seguía en blanco; era exasperante. Babe habló despacio, como se haría con un niño o con un señoritingo de ciudad bobo. —Una trampa. —Sí. —Para cebos. Benny parpadeó. —¡ Ah, los cebos se quedan atrapados en las algas y la roca! —Exacto. —¿Y? Babe le lanzó una mirada de odio. —¿Intentas hacerte el gracioso? —No necesito intentarlo. —Una de las respuestas estándar de Benny—. Mira, ya capto lo de los cebos y todo eso, pero aún se me escapa lo de meter la cabeza en el agua. Babe se frotó los ojos como si le dolieran. —De acuerdo, Benny, vamos a empezar por el principio, ¿quieres, bobalicón de ciudad? Benny asintió. ¡Lo había llamado por su nombre de pila! —Verás, todas las noches de verano, señoritingos de ciudad tarados como 36
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tú vienen al pueblo esperando pescar unas cuantas caballas o unas bacaladillas para cenar. —Hasta aquí te sigo. —Bien. Así que, de camino, paran en una tienda de aparejos de pesca y se gastan dos libras con cincuenta en un cebo artificial alemán, nuevo y reluciente. Benny silbó. —Dos libras con cincuenta. ¿Tanto? —Después de enganchar el cebo al sedal, lo lanzan de cualquier forma a la pleamar, y se les enreda en las algas o en las rocas. —Ya lo sé. Te encantaría oír los reniegos que sueltan. —Bueno, nuestro hombre ha perdido su cebo nuevo y acaba comprando pescado a uno de los chicos del muelle solo para no volver a casa con las manos vacías. —¿Y lo que quieres decir es...? —Lo que quiero decir es, obviamente, que yo busco esos cebos durante la marea baja y se los vuelvo a vender a mitad de precio a los tipos que los perdieron. Benny se mordió el labio. —¿Eso no es ilegal? —Pues no. Legítimo rescate. La ley del mar. Benny asintió con la cabeza. Su abuelo apelaba a la ley de rescate con cualquier cosa que quedara sin vigilancia más de diez minutos. Una vez, Benny había puesto una botella de zumo de manzana en una charca entre las rocas para que se enfriara y, al regresar, vio al capitán tragándose las últimas gotas. Había sido una lección cara. —Nunca te he visto vender nada. Babe tiró de una bolsa de cuero que llevaba en el cinturón. —Aún no tengo bastantes. Ten, mira. Abrió la bolsa. Dentro, enganchada en cientos de nudos diminutos, había una fortuna en cebos rescatados. Exquisitos alemanes, plomos romos hechos en casa, cucharillas con escamas y anguilas de goma. —¿No es bastante? —Se necesita una buena selección. El cliente quiere variedad. En El Anzuelo solía ganar hasta veinte libras cada noche. Un puente de agosto me saqué ciento veintiséis libras. Benny la miró fijamente, prestando atención. —¡Santo cielo! Babe cerró la bolsa con un nudo. —Como le hables a alguien de estos cebos, te... —¿Me qué? La chica diminuta sacó una navaja de aspecto complicado del bolsillo y abrió la hoja con un solo gesto. —Adivina. 37
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Benny recordó el consejo de su abuelo. Sin prisioneros. —Oh, qué miedo. Te quitaré esa navaja y te destriparé con ella. Y después destriparé a tu perro. Babe sonrió burlona. —Lo estoy deseando, Benny. Una vez intercambiadas las amenazas de rigor, ya podían reanudar la conversación normal. —Bueno, duende. ¿Has encontrado algo en el agujero? —Sí, señoritingo. La verdad es que sí. Una preciosa cucharilla. Pero no la alcanzo. Benny se tumbó en las rocas y metió la cabeza en la grieta. —¿Dónde? —Allí. Miró con los ojos entrecerrados hacia la selva de algas y agua. Las algas rojas y las encinas de mar cubrían la roca y despedían un millón de destellos de luz del sol. —¿Dónde? No veo nada. Babe le dio un codazo para quitarlo de en medio. —Allí. Mira, bobo cegato. Junto al nivel del agua. De pronto, Benny lo vio. No era más que otro destello en la charca, pero ese tenía un ojo rojo. Tendió el brazo hacia abajo y escarbó a ciegas en busca del metal. —Cuidado con el... —¡Ay! —... anzuelo —terminó de decir Babe, intentando tragarse una sonrisita. —Ja, qué graciosilla eres, duende. Los dedos de Benny se cerraron sobre el anzuelo y lo sacaron vengativamente de la grieta. —¡Lo tengo! —dijo, con un suspiro triunfal. —Eso que tienes en la zarpa es una libra con setenta y cinco. —Venga ya —se maravilló Benny—. Así de fácil... —Pues sí. Esos ojos rojos son el no va más. Sólo uno dorado alcanza mejor precio que un ojos rojos. Benny se metió el dedo lastimado en un lado de la bocaza. —Y todo ese dinero está por ahí tirado... —No está por ahí tirado. Hay que saber dónde buscar. Como si hubieses encontrado nada tú solo con esa cabezota de señoritingo de ciudad. Benny se erizó. —Acabo de encontrar al viejo ojos rojos, ¿o no? —¡En tus sueños! Tú solo lo has cogido. Dámelo. —No sé. La ley del mar y todo eso. —¡Shaw! Benny hizo girar el anzuelo entre los dedos. 38
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—Nunca lo habrías alcanzado sin mí. Babe Mará le chascó los dedos a Congrio. —Alerta roja, chico. El perrito se agazapó como un corredor en los tacos de salida, con unos hilillos de baba asquerosa que le caían por las patas. Benny no se dejó impresionar. Estaba bastante seguro de que podía con el perro. —Caray, eso es asqueroso. ¿Se lo has enseñado tú? Benny se estaba buscando una buena pelea. Una de esas con montones de insultos a la familia. Babe, no obstante, jugó su baza. Una lagrimita minúscula le brotó del rabillo del ojo. —Oh, venga —dijo Benny, indignado—. Quédatelo, si vas a ponerte a lloriquear. Babe gimoteó con la cara escondida entre las manos. —Vamos. De todas formas, no quiero este estúpido cebo. La chica, supuestamente consternada, tendió una mano temblorosa y le arrebató el ojos rojos. —Imbécil —soltó, regodeándose. Benny arrugó la frente. ¿Es que esa chica no pensaba dejar de jugar con él? Hasta ahí había llegado. Era el final lógico de su encuentro. Visto cómo se odiaban uno al otro, ¿qué más podían tener que decirse? Sin embargo, por alguna misteriosa razón, ninguno de los dos adolescentes se movió de las rocas lisas. —¿Y bien? —dijo Benny. —¿Y bien? —Entonces, supongo que te irás por la costa. ¿En busca de algún otro tesoro escondido? Babe cerró un ojo. —Sí, capitán. Benny se rió y al instante se enfureció consigo mismo. Regla número uno de las situaciones de confrontación: nunca responder al humor. Las mujeres no respetaban eso en un hombre, te hacía parecer una nenaza. —¿Te gustaría apuntarte? Benny se burló para sus adentros. ¿Apuntarse? No solo no le gustaría apuntarse, ni siquiera le gustaba la palabra «apuntarse». Sonaba a algo parecido a ir de compras. «Será mejor que tu perro psicópata y tú os internéis en algún manicomio de alta seguridad, si crees que voy a apuntarme a ir a ninguna parte con tipos como vosotros», pensó. Sin embargo, en voz alta dijo: —Estaría bien. —Y, aunque seguramente moriría antes de admitirlo, eso era lo que el humano que había detrás del listillo había querido decir desde el principio. Babe respiró tranquila; estaba dejando de sentir tanta tensión. Por un 39
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segundo, Benny atrapó un destello en sus ojos de color avellana. Después, la chica se recolocó el gorro con borla y volvió a ser ella. —Pero no te pongas a destruir ecosistemas con tus enormes pies torpes. —¿Yo? ¡Eres tú la que lleva botas de granjero! —Resulta que son unas Timberland. El mejor calzado que hay para las rocas. Benny observó las suelas. Tenía gran fe en el equipo adecuado y, de pronto, sus zapatillas de deporte le parecieron terriblemente endebles. —¿Unas Timberland? —Pues sí. Estas chicas me han sacado de unos cuantos agujeros, ya te digo. —Hummm —masculló Benny, como si tuviera idea alguna sobre el tema—. Buena suela. —Y también un buen refuerzo en el tobillo. —¿Cuánto? —Ochenta libras. —¡Venga ya! —Lo que oyes. Las ganancias de una semana de venta de cebos del verano pasado. Cada centavo ha merecido la pena. Benny dio un silbido. Si había tenido alguna duda acerca de la calidad de las botas, había desaparecido al escuchar el precio. Cualquier cosa cara tenía que ser buena. —¿Las ganancias de una semana? —Pues sí. Benny sentía crecer su interés. Fuesen cuales fueran sus principios, la riqueza material era su debilidad. La idea de llegar a ser capaz de comprar algo por valor de ochenta libras era más que tentadora. —O sea que si yo, no sé, me apuntara... Babe se mordió el labio inferior. —Este es el trato: me vendría bien un socio, cuatro ojos ven mejor que dos. Eso puede verlo hasta un... hasta tú. Pero no sirve de nada contratar a un idiota que no hace más que tropezar y no es capaz de encontrar un cebo ni en la boca de un pez. No estoy diciendo que seas un idiota que no hace más que tropezar, ya me entiendes, pero tienes potencial. Benny entrecerró los ojos. —¿Eso ha sido un insulto? —Bueno —prosiguió Babe, sin hacer caso de la pregunta—, por regla general encuentro alrededor de una docena de cebos vendibles al día. Si consigues encontrar, digamos, seis, tú sólito, entonces somos socios. Si no, te vuelves con tus muñecos y tus bichejos, señoritingo de ciudad. Benny meditó sobre ello. Dejando de lado las burlas de señoritingo, parecía una proposición bastante decente. Seguro que lograba encontrar seis cebos a lo largo de toda la costa pesquera. Vamos, que si ella podía, ¿tan difícil iba a ser? 40
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—Muy bien, jovencita, trato hecho. —Perfecto. —Babe se escupió en la palma de la mano y la tendió—. ¿Un apretón? Benny sintió que se le tensaba el labio. Estaba seguro de que todo eso de escupirse en la mano había terminado con los piratas. Aun así, esa chica era paleta hasta la médula. Seguramente tenía suerte de que no hubiese querido practicar un ritual de socios de sangre. De modo que le estrechó la mano, haciendo muecas cuando los chorros de líquido se le escurrieron entre los dedos. Congrio llegó trotando y selló el apretón de manos con un lametazo baboso. —Y recuerda esto, Benny Shaw —recitó Babe—. Todo lo que te enseñe a partir de ahora es información confidencial. Si se lo cuentas a alguien, te... —Ya sé, ya sé —dijo Benny, entre suspiros, limpiándose la mano en las rocas—. Me rajarás el cuello con tu navaja. ¿Cuánto te costó, por cierto?
Todas las rocas tenían nombre, y nunca podías declarar que eras de un pueblo costero hasta que los conocieras todos y cada uno. Desde luego, era posible navegar utilizando los números que el departamento de turismo había hecho pintar en la costa, pero ningún pescador auténtico se rebajaría jamás a usar esas pautas. Cómo no, ¿qué historia podía haber en un montón de números recién pintados? De modo que todas las rocas tenían nombre, y cada nombre tenía una historia. Cuando le preguntabas a tu abuelo el nombre de un afloramiento en concreto, tenías que estar preparado para escuchar la saga que iba ligada a él. Estaba la ya mencionada charca de Babby con todo ese rollo de bañar a los bebés. Y el puente de Horario, el paso elevado natural, donde el padre Horario Mac Manus había intentado suicidarse cuando lo descubrieron comentando las confesiones... Uno de sus feligreses se había zambullido en los mares tempestuosos para darle una buena paliza antes de que se ahogara. El pico de Frenchy sobresalía de camino al buque faro. Según contaba la leyenda local, un soldado de la flota francesa desembarcó allí unos cuantos cofres de fusiles de camino a la bahía de Bantry, en 1798. Benny consideró que, puesto que lo habían obligado a soportar esas batallitas, era su deber de sabelotodo fastidioso hacérselas tragar a Babe Mará. Con cada anécdota veía cómo le bajaba el ánimo a la chica, y eso a él lo reconfortaba de manera infinita. Lo fantástico de matar a la gente de aburrimiento es que se creen que tienes nobles intenciones. Bajaron por un acantilado escarpado hasta una meseta conocida como la Cinta de Katie. —Espera a que te cuente esta —dijo Benny, con una expresión entusiasmadísima—. Aquí es donde dos grandes amigos se batieron en duelo por el afecto de una moza lugareña. 41
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Babe refunfuñó. —No me gusta esa palabra. —¿Cuál? ¿Lugareña? Solo intentaba evitar decir «pueblerina». —¡Lugareña no! Moza. —¿Moza? ¿No te gusta «moza»? ¿Por qué no va a gustarte «moza»? Congrio gruñó. Babe también. —Deja ya la clase de historia, ¿quieres? Estoy intentando concentrarme. Benny se sintió herido. —Pero esas historias nos dicen mucho acerca de la zona. Babe se tumbó en las rocas y metió los dedos en el agua. —¿Nos dicen que aquí, a lo largo de la línea de la marea, tenemos una pequeña cueva perfecta para atrapar cebos? —No —admitió Benny—. Eso no nos lo dicen. Se postró y metió la mano en el agua. —Cuidado con los... —¡Ay! —... anzuelos —terminó de decir Babe con una risita. —Qué graciosa eres, de verdad —protestó Benny, retirando la mano. Un alemán reluciente le colgaba del dedo índice. Babe tiró de la punta y se lo desenganchó del dedo. El chico chilló sin querer. —Venga ya, niño grande. ¿Por qué no te vas corriendo a casa a buscar a tu mamá y que te lo cure con un beso? Benny arrugó la frente. —¿Y por qué no lanzo al mequetrefe de tu perro al Atlántico de una patada? —Porque el Atlántico queda al otro lado del país. —Ya lo sabía —tartamudeó Benny—. Me importaba más el efecto que la precisión. —Por dentro, se maldijo por no haber prestado nunca atención en clase de geografía. Otra burla que le estallaba en la cara—. Bueno, ¿y cuánto por este? Babe rascó un punto del borde que estaba oxidado. —Hummm. Lleva un buen tiempo ahí abajo. Está algo dañado. Digamos que seis peniques. —¿Nada más? —Pues sí. Esa es la media. Bien, vamos a terminar este arrecife. Benny asintió y se recostó en las rocas. —Ah, y... Benny. —¿Hummm? —Cuidado con los anzuelos. Peinaron la costa durante tres horas, escarbaron en todas las charcas y todas las grietas. Hicieron una criba entre las algas, se deslizaron por las pendientes, se colaron por las ranuras. Benny estaba hecho trizas cuando llegaron a Black Chan. 42
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—Mira qué dedos llevo —se quejó—. ¡Y tengo los pantalones destrozados! Babe se rió. —¡Cómo vas a presentarte así en la recepción! —Tú cállate, granjera. —Venga ya, nenaza. Benny se dio cuenta de que sus insultos cada vez tenían menos resentimiento. Se movían por un terreno seguro y familiar. —Este trabajo es duro, señoritingo. Y también es una mala hora. Hay que salir cada día con la marea baja. Eso puede ser en cualquier momento desde las cuatro de la madrugada hasta las diez de la noche. —¿Existen las cuatro de la madrugada? —dijo Benny, con aire dubitativo. Babe dio unos golpecitos con una bota. —¿Quieres un par de estas o no? —Supongo. Sería una aventura, eso era lo que intentaba repetirse Benny. Levantarse en mitad de la noche sería una aventura. Black Chan bostezaba delante de ellos: era una gran sima en forma de herradura con cuevas sombrías que se adentraban en la pared de roca. Alcatraces y cormoranes se zambullían en las olas de allá abajo con una precisión calculada, y unas estriaciones blancas surcaban la roca como si fuesen rayos petrificados. —El Dorado —susurró Babe. —¿Qué? —Yo diría que allí abajo hay una mina de oro. —¿Por qué? Aquí no viene nadie a pescar, hay demasiada altura. Babe señaló la boca de Black Chan. —¿Ves aquello? ¿Esos pequeños remolinos? Benny se protegió los ojos del sol. —Sí. —Son corrientes. Lo arrastran todo justo al pie de los acantilados. Apuesto a que ahí dentro hay cosas que han venido hasta de Rosslare y del cabo Hook. Benny se asomó con cautela, mirando la enorme altura de las paredes del acantilado. —No iremos a bajar ahí, ¿verdad? —En tus sueños. Todos los cadáveres perdidos en la costa sureste están enganchados en las rocas de ahí dentro. No pienso rebuscar entre esqueletos por unos cuantos cebos viejos y mohosos. —Tú eres la jefa —dijo Benny, intentando sonar un poco asqueado. En realidad se sentía de lo más aliviado, porque Black Chan era el único sitio al que el abuelo le había prohibido aventurarse. —No. No llegaremos más que hasta aquí. Desde la charca de Babby hasta Black Chan con marea baja. —¿Conoces la historia de este sitio? 43
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Babe rezongó. —Déjalo un rato, ¿quieres, señoritingo? Si quiero aburrirme como una ostra, puedo leer un libro o algo así. Benny dio un respingo. Esa era exactamente su misma filosofía. —No, escucha. Esta es buena. Y verídica. Babe resopló. —Seguro. —No, de verdad. Me lo contó mi abuelo. Él estuvo allí. Babe se dejó caer en el suelo, al borde del precipicio, y unos trozos de arcilla cayeron al abismo. —Venga, vale. Sorpréndeme. Benny se sentó a su lado, lo cual fue desafortunado, porque Congrio ya ocupaba ese lugar. El perro salió corriendo y aullando una promesa de venganza. —Pues bueno —empezó a contar Benny—. ¿Ves esa gran cueva de ahí abajo? La vista de Babe siguió la dirección en que apuntaba el dedo de Benny. —Sí. —Hace siglos era como una cueva de fiestas, cuando mi abuelo no era más que un chaval. Cada vez que encallaba un gran barco, llevaban allí toda la bebida ilegal para darse una gran juerga. Hasta tenían peldaños excavados en la roca y todo. Así que una noche la mayor parte del pueblo estaba ahí abajo, todos borrachos como cubas. Mi abuelo dice que incluso él iba trompa, y entonces solo tenía ocho años. También hacía pocos años que fumaba. —¿Hay alguna coincidencia con la realidad en algún punto de esta historia? —Por la Biblia, que venga Dios y lo vea. Bueno, el caso es que allí estaban, bailando danzas irlandesas. Y, además, irlandesas de verdad, nada de mover los brazos ni nada de eso. Y entonces llega un pollo negro a la cueva y se pone a cacarear. Babe metió los labios hacia dentro intentando reprimir un bostezo. —Bueno, como sabe todo el mundo, los pollos negros traen muy mala suerte. —Sobre todo si te los comes. Benny, ¿cuánto va a...? —Espera, un momento. Ahora viene lo bueno. La madre de mi abuelo, mi bisabuela, agarró a su familia y se largó por la escalera. Era muy supersticiosa y le daban no sé qué los pollos negros. Pero los demás ignoraron la advertencia del pollo y abrieron otro barril de vino. Congrio intentó tirar a Benny por el acantilado de un topetazo. —Cinco minutos después, una ola monstruosa llegó e inundó la cueva. Se ahogaron veintisiete personas. Los que escaparon a la ola fueron tragados por el remolino. Babe se rascó la barbilla. —¿Qué le pasó al pollo? 44
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—¿Qué? —Ya sabes, el pollo negro. Supongo que, ya que había dado la alarma, habría sido estúpido que se quedara por allí. —¡Era un pollo! ¿Son muy listos los pollos? —Está claro que ese pollo tenía un don. —Ese no es el significado de la historia —espetó Benny. —Ah, ¿cuál es el significado? —El significado es que Black Chan es conocido por sus olas y sus corrientes monstruosas y que estaríamos locos si bajáramos allí. —Bueno, podrías haber dicho solo eso en lugar de freírme el cerebro de aburrimiento. —Muchísimas gracias. —De nada. Bueno, manos a la obra. Babe extendió el botín del día sobre la hierba, a su lado. Había sido un día muy bueno. Dos anguilas de goma, una cucharilla plateada, tres alemanes, dos plomos, un ojos rojos y cuatro cucharillas normales. —No está mal. Unas diez libras, diría yo. Ahora tú. Benny desenredó los anzuelos con cautela y extendió sus hallazgos en el suelo. Algo menos impresionante. Dos juegos de plumas destrozadas, un plomo, el alemán y un anzuelo largo de una cucharilla rota. —Hummm —dijo Babe—. Eso son unas dos libras con cincuenta. Yo ni siquiera vendo plumas. Dan demasiados problemas, no hay margen de beneficios. Benny suspiró. Se acabó. Jamás lo querría como socio. No se había dado cuenta de lo mucho que quería participar en esa empresa hasta que se le había cerrado la puerta en las narices. —Habíamos dicho seis, ¿verdad? Benny asintió con pesadumbre. Babe agitó la cabeza, como un mecánico cuando examina un motor. —Bueno —dijo al fin—. Si te concedo el ojos rojos, eso hace seis. Más o menos. —¡Genial! —chilló Benny en falsete, aliviado—. Vamos, qué genial —repitió con una voz grave y masculina—. ¿O sea, que somos socios? —Socios —dijo Babe, abriendo la navaja—. Dame el pulgar. Así pues, Benny por fin tenía una amiga. O quizá «soda» era mejor palabra. No quisiera Dios que nadie pronunciara las palabras «chica» y «amiga» en la misma frase. El bochorno sería demasiado perjudicial para su imagen de hombre de mundo. Benny tenía poca fe en la ideología pueblerina, pero en cuestiones de confraternización con el sexo opuesto tenía que admitir que su sistema era infinitamente superior al de ciudad. En Wexford, todos los chavales empezaban a pasearse por el colegio del 45
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Convento de la Presentación a esperar a las chicas. ¡Se perdían el entrenamiento y todo! ¿Adónde llevaba todo eso? Acabarían, sin darse cuenta, echándose desodorante por dentro de la sudadera y yendo a clases de ballet. ¡Luego vendría el gel para el pelo y un estúpido pendientito! Después ir al cine a ver películas sin que te gusten. Vamos que ¿de qué sirve todo eso? Tal como lo veía Benny, a las jóvenes solo les interesaban los tipos a los que pudieran convertir en chicas. Si de ellas dependiese, todos los hombres llevarían falda (si no fuera ilegal, salvo en Escocia). Los granjeros, por otro lado, ni siquiera saludaban a las mujeres en público. Si ibas a un baile de paletos, los chicos estaban a un lado y las chicas al otro. Y las mujeres ya podían dar las gracias si el tipo que las sacaba a bailar se había molestado siquiera en quitarse los guantes veterinarios, qué decir de lavarse. En una discoteca rural no había que preguntarle a nadie cómo se ganaba la vida, lo llevaban escrito por toda la ropa. En algún momento del camino le señalabas una chica guapa a tu madre, ella llamaba a la madre de la chica y la boda ya estaba arreglada. Luego tú te ibas a cuidar de la granja o a pescar y ella se quedaba en casa con los niños. No había que escribirle versos a nadie. Era un buen sistema. Había demostrado su eficacia durante siglos. Qué suerte la suya de ser el hijo de La Mujer Que Iba A Cambiar Todo Eso. «Aquí yace Benny Shaw, hijo de Jessica, la mujer que destruyó la civilización. Benny también ganó tres medallas del Campeonato de hurling de Irlanda, desde luego, pero eso queda declarado nulo por lo de la madre revolucionaria.» Por eso era tan perfecto asociarse con Babe. Jessica Shaw estaría encantada al saber que su hombrecito salía con una lugareña. Pero él, Benny, sabría que Babe no era nada parecido a una chica, solo una especie de marimacho paleta. Vamos, ¿qué clase de chica iría por ahí con botas de escalada y una navaja? Benny reflexionó que, si las chicas fueran así, la guerra de los sexos se solucionaría en cuestión de minutos. Las punzadas del hambre arrastraron a Benny a casa. Entró a zancadas, chupándose el pulgar pinchado y dejando manchurrones de algas por las baldosas. —Mamá —gruñó de forma lastimera—. ¿Qué hay? Benny consideraba de lo más injusto que su madre no estuviera en ese momento sirviéndole sándwiches y bebidas gaseosas. Un descuido terrible de sus tareas. Estaría demasiado ocupada cultivándose, sin duda. —¡Mamá! ¡Me muero de hambre! Georgie apareció en el umbral de la puerta. —Quien chilla sin razón / es un faltón. —¡Tú cállate, lelo! —lo increpó Benny. Después se dio cuenta de que «faltón» rimaba con «bofetón» y de que, si hubiese dicho: «¿Quieres un bofetón?», George se habría indignado. Con la respuesta del «cállate» solo estaba confirmando lo que le decía el Pelota. —No quiero para nada / tener la boca cerrada. 46
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Esa era bastante buena. Nada, cerrada. Era tan buena que Benny se sintió obligado a repartir unos cuantos golpes. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un puño cerrado. —Ven aquí, Georgie, mira lo que tengo para ti. El pobre e inocente Georgie se acercó. —¿Qué, oh, dime qué / es lo que tienes, qué? —¡Esto! —exclamó Benny, y le plantó los nudillos justo en la parte dolorida del brazo. —¡Aaay! —chilló el pobre niño de diez años. —¿Qué? —dijo Benny, riendo entre dientes con crueldad—. ¿No encuentras nada que rime con «Aaay»? Jessica Shaw, como todas las madres, era capaz de distinguir un grito auténtico de dolor desde más de quinientos metros y había aprendido a filtrar las imitaciones a lo largo de años de falsas alarmas. Como por arte de magia, apareció junto a la mesa de la cocina. —¿Qué problema tenéis, chicos? George se frotó con furia los ojos para enrojecérselos. —Me ha destrozado el brazo / y duele más que un mazazo. —¿Bernard? —No lo he tocado. —¡Bernard! Con ese tono ya no podía andarse con juegos. Benny recordó de pronto la interpretación de su madre como Lady Macbeth. —Vale, le he dado un golpecito suave. Ha sido culpa suya. Estaba... —¿Estaba qué, Bernard? —Bueno, estaba rimando... Benny se fue quedando callado. Qué excusa más pobre. No podía creer que no se le hubiese ocurrido algo como que George estaba destruyendo la capa de ozono. Las arrugas de la frente de su madre se hicieron más profundas. —¿Rimando? ¿Has pegado a tu hermano porque estaba rimando? Benny siguió cavando su hoyo. —Lo estaba haciendo adrede, mama. —¿Mama, Bernard? ¿Mama? —Perdona, mamá. —O sea que el malvado de George estaba rimando adrede, ¿eh? Sin duda habrá que ejecutarlo. —Jessica olvidaba a menudo las reglas de los Buenos Padres acerca del sarcasmo, en especial la que decía que no había que utilizarlo. Benny estaba convencido de que por eso él había salido todo un listillo—. George, diablo malvado, has estado usando las fuerzas de la poesía contra san Bernard. Benny suspiró. Era hora de cortar por lo sano. 47
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—De acuerdo. De acuerdo. Lo siento, ¿vale, Pel... George? Jessica sonrió, y su sonrisa fue una promesa dentuda de castigo. —Ah, no, Bernard, cariño mío. Hay que frenar esta tendencia a la violencia. —Ay, mamá. ¡Un golpe! Casi no ha sido ni un rasguño. —Has invadido su espacio. Benny maldijo en silencio al grupo hippie de mujeres de su madre. —Preveo una larga tarde de tareas. Benny tragó saliva. Sería mejor que se le ocurriera algo, de prisa. —Para empezar, la franja de abajo del faro necesita una mano de pintura. Oh, horror. Pintar no. —Y luego está el... —He conocido a una chica —espetó Benny. Jessica se quedó de piedra y se olvidó de la lista. —¿Cómo dices, Bernard? Creo que has dicho... «Te he impresionado», pensó Bernard. —Que he conocido a una chica, mamá. Jessica escrutó el rostro de su hijo en busca de señales que delataran su mentira. —¿Una chica? Para la mayoría de los padres, esa es una frase cargada de premonición. Al instante prevén meses de largas noches, arranques de mal genio y el inevitable malhumor tras la ruptura. Jessica Shaw, sin embargo, llevaba dos años rezando por que llegara ese día. Al fin su hijo demostraba un poco de interés por algo que no fuera aporrear una pelota como un neandertal. Le agarró las manos a Benny y las estrechó con fuerza. —¿Y cómo se llama? —Babe —dijo Benny. Jessica le clavó la mirada. —¿Babe? ¿Como baby? —dijo, apretando los dientes. Benny se encogió de hombros. No la había bautizado él. —Sí, Babe. El malhumor de Jessica regresó como una riada súbita. —Las mujeres no somos objetos, Bernard. No nos han puesto en esta tierra para diversión de cochinillos sexistas como tú, demasiado superficiales para apreciar cualquier cosa que vaya más allá de vuestros propios intereses primarios. Benny asintió con vacilación. La cosa estaba tomando un rumbo inesperado. —Comprendo... Jessica avanzó hacia él. —¿Comprendes, Benny? ¿Ah, sí? Porque yo no creo que comprendas nada. Creo que estás bastante contento de ocupar tu lugar en el panteón de los hombres de la edad de piedra que pasan por cultos aquí, en los últimos confines 48
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de Europa. Benny dio marcha atrás. Era una locura. Por todos los santos, ¿qué era un panteón? —Mama... A Jessica se le salieron los ojos de las órbitas. —¿MAMA? —¡Mamá, quería decir mamá! —Esa chica no es tu baby, Bernard. Tiene un nombre. —Ya lo sé —interpuso Benny con desesperación—. Es Babe. Se llama Babe. Jessica se detuvo. La cabeza le daba vueltas, llena de chispas de confusión. —¿Se llama Babe? ¿Ese es su nombre de verdad? —A mí no me digas nada —dijo Benny, en un suspiro—. Y yo que pensaba que Bern... hummm... que otros nombres eran horribles. —¡Babe! Qué nombre más curioso. Benny sintió que el sudor del miedo se le enfriaba en la espalda. —No sabes la mitad de la historia, mamá. Si esa chica no fuera una chica, sería un chico. —Pero ¿es una chica? —Sí, mamá. Una chica. Te lo juro por Dios. Jessica suspiró. —Bueno, entonces vale. Tráela a merendar algún día. —Claro, mamá —dijo Benny en voz alta, mientras pensaba, tomando prestada una de las frases de Babe: «En tus sueños». —De acuerdo. Bien. —Jessica regresó a la sala del faro, con una repentina necesidad de tumbarse. Benny dibujó una sonrisita. Una vez más, su ataque de confusión fulminante había dado resultado. Además, su madre se había olvidado por completo de las tareas. Libertad condicional anticipada por comportamiento inesperado. Georgie intentó avanzar hacia la puerta. —Ni te muevas —dijo Benny, con toda tranquilidad. Los dos sabían quién ganaría si acababan echando una carrera. Georgie, como era de esperar, no se movió, pero si lo hubieseis mirado con mucha atención habríais visto que el cuerpecillo le temblaba un poquitín. Benny se paseó alrededor de la mesa de pino, doblando los dedos con crueldad. —Has actuado mal, Georgie, chico. Te has vuelto contra los tuyos. Vas a tener que recibir una paliza. —El acento paleto que le puso a la frase era prueba de lo mucho que Benny estaba disfrutando—. Puesto que me siento muy generoso, te voy a dar a elegir. ¿Barriga o trasero? Georgie se lo pensó, intentando animosamente encontrar algo que rimara con trasero. Al final, solo se lo señaló. —Así sea —dijo Benny, arrastrando las palabras—. Bien, recuerda la regla: si te oigo gritar / más dolor sentirás. —Se le daba bien la ironía, aunque no fuese 49
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capaz de rimar muy bien. George se preparó, inclinado sobre la mesa en una pose como las del capitán Kirk preparado para el impacto. Benny se lo pensó. ¿Punta o planta? La punta concentraba el dolor en un solo lugar, mientras que la planta del pie distribuía el impacto. Para el pateado, sin duda la planta era preferible. Qué narices, se sentía magnánimo. Benny cogió impulso con la zapatilla y le dio a su hermano un porrazo simbólico en el trasero. Sonó más de lo que dolió pero, aun así, las facciones de Georgie se retorcieron haciendo un esfuerzo por tragarse el dolor imaginario. —Ocho sobre diez —dijo Benny, admirado—. Estoy casi impresionado. George se marchó cojeando, agarrándose con ambas manos la fuente de su agonía. Al llegar a la puerta, le lanzó una mirada fulminante a su hermano mayor. Entonces abrió los ojos como platos y aplastó las manos contra una pared imaginaria. Benny gruñó. Otra vez mimo, no. —¿Es que no puedes fingir que eres normal durante diez segundos? Los dedos de Georgie se curvaron alrededor de un objeto invisible. Era largo y esbelto, un fusil o quizá... —¡Un hurley! —gritó Benny, intrigado muy a su pesar. El Pelota era bueno, eso había que admitirlo; incluso había tenido en cuenta la resistencia al aire. George dio unos cuantos golpes, silbando un poco para añadir más efecto. —Oh, qué ganas de bostezar me están entrando —suspiró Benny. Entonces su hermano levantó las manos muy por encima de la cabeza y estampó el hurley imaginario contra el suelo de baldosas. Casi se pudo oír cómo se astillaba la madera. —¡No! —chilló Benny—. ¡Nooo! Pasaron varios segundos antes de que su cerebro le recordase que en realidad no había pasado nada. George le guiñó un ojo con una maldad superior a sus años. —Cogeré tu precioso hurley y lo iré quebrando / en el momento en que menos lo estés esperando. Benny registró su cerebro en busca de la amenaza adecuada, algo tan atroz que le borrara a George el hurleycidio del cerebro para siempre, pero no le salían más que gruñidos monosilábicos. —Te... Ah... Si... Dios... George cerró la puerta y dejó tras de sí una risa en falsete flotando en el aire. Benny se reprochó en silencio. «Tendrías que haberle dado con la punta. Nunca te hacen un comentario listillo después de una buena patada con la punta del pie.» Era triste que un hermano pequeño amenazara con dañar la propiedad de su hermano mayor. El versito enfermizo de George le resonaba en los oídos. «En el momento en que menos lo estés esperando.» Bueno, ¿y cuándo lo estaría esperando menos? Se detuvo. Si lograba adivinar eso, entonces ya no sería cuando menos lo estuviera esperando. Simplemente tendría que estar en 50
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guardia las veinticuatro horas del día. Si el Pelota deseaba un aumento de las hostilidades, eso sería justo lo que obtendría.
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ARCHIENEMIGOS Benny, como señoritingo de ciudad, tenía mucho que aprender de las cosas rurales. Aunque su familia solo llevaba una generación sin ser pescadores, el chico había logrado tirar por la borda siglos de memoria de su estirpe en trece cortos años. Benny no consideraba adecuado reservar un espacio de su cerebro para nada que considerase inútil, como la gramática, el respeto por los demás o las órdenes de sus padres. Su educación comenzó una mañana, a las seis en punto, cuando lo despertaron de un precioso sueño con una bofetada. Benny, como hombrecito duro que era, solo se permitía ser sensible cuando tenía la completa certeza de que nadie lo veía, ni siquiera él mismo. «Cuando estás dormido —razonaba—, no tienes control sobre nada, y todas esas emociones femeninas que tu madre te ha metido en los genes a escondidas salen a hurtadillas para perseguirte en sueños.» De modo que allí estaba esa mañana, mordiéndose la manga de su pijama del osito Rupert y teniendo un sueño de lo menos masculino: había un pequeño conejito sobre la hierba y le estaba entregando una medalla ecológica especial a Benny. —Por tus servicios a la humanidad, Bernard —le dijo el conejito, con una adorable voz de dibujo animado. —Gracias, Conejito Feliz —respondió Benny con modestia al tiempo que inclinaba la cabeza para la entrega. —Más te vale llevarte estas también —gruñó el conejo. «¿Gruñó? Los conejos no gruñen.» Levantó la vista y se encontró con que la cabeza benévola del conejito se transformaba en algo mucho más siniestro. ¡En algo con dientes! —¡Llévate todas estas! —rugió entonces el monstruoso Conejito Feliz, haciendo rechinar las muelas con un sonido parecido al que hace una bolsa cuando se aplasta. Los colmillos irregulares se hincaron en la carne tierna de Benny y le llegaron hasta el hueso. Benny se despertó gritando. 52
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—¡Déjame! —aulló—. ¡Déjame en paz, Conejito Feliz! Sin embargo, el Conejito Feliz no lo soltaba, ni siquiera a este lado de la tierra de los sueños. De hecho, los colmillos parecían más materiales que nunca. Benny abrió los ojos. El Conejito Feliz era, en realidad, Congrio. Junto a él estaba Babe, con una sonrisa que parecía más ancha que su rostro. —¿Conejito Feliz? —inquirió la chica, con inocencia—. ¿Y quién es, si puede saberse, el Conejito Feliz? Benny arrugó el entrecejo. Detestaba esos modales tan educados que adoptaba la gente al ponerse sarcástica. Ya estaba a punto de saltar con unas cuantas contestaciones cuando de pronto cayó en la cuenta de varios hechos inquietantes. En primer lugar, había una chica en su habitación. Además de eso, él llevaba puesto un pijama del conejito Rupert. Por lo visto, había estado parloteando sobre alguien llamado Conejito Feliz y... ¡Que había una chica en su habitación! Eso era de una importancia monumental y sin duda valía la pena repetirlo. El hecho de que un saco de pulgas le estuviese mordisqueando la pierna como si nada, dadas las circunstancias, era casi trivial. Benny se estiró la sábana hasta debajo de la barbilla, en un intento por esconder el pijama de dibujitos. —¿Qué estás haciendo aquí? —farfulló, indignado. La sonrisa de Babe se hizo aún más grande, si era posible. —Me he hartado de esperar a que el Conejito Feliz y tú os presentarais en el muelle. Así que... —Pero esta es mi... —¿Tu qué? Benny se sonrojó. No se podía ir diciendo palabras como «habitación» delante de una chica. —Mi... zona... residencial privada. Babe se rió a carcajadas. Unas enormes risotadas roncas que habrían enorgullecido a un pirata. —¿Zona residencial privada? ¿Qué has hecho? ¿Te has tragado uno de esos libros con palabras? —¿Un diccionario? —Uno de esos. Benny decidió cambiar de táctica. —Bueno, pero ¿cómo has entrado? —En helicóptero. —¿En helicóptero? ¿De dónde has sacado un helicóp...? —Tu abuelo me ha dejado entrar, idiota. Dios mío, por las mañanas no estás muy espabilado, ¿verdad? Benny le lanzó a Congrio la sliotar que guardaba bajo la almohada, y consiguió darse un golpe en el dedo gordo. El perro se fue al lado de su ama y añadió sus dientes a los de la sonrisita de ella. 53
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—¿El abuelo te ha dejado entrar? —Pues sí. Me ha dicho que subiera. Se ha disculpado porque seas un vago tan inútil y ha dicho que estaba profundamente avergonzado de que un nieto suyo se perdiera la marea el primer día. —¿Qué marea? Todavía había grupos de conejitos saltando por la cabeza de Benny. —La marea baja, señoritingo. Hoy la marea será la más baja de todo el mes. Ya tendríamos que estar en las rocas. —No me lo habías dicho —dijo Benny, enfurruñado. Babe hizo que no con la cabeza. —No soy tu mama. —Mamá —corrigió Benny automáticamente. —Mama, mamá, lo que sea. Todas las noches dan el horario por la radio. Se supone que hay que estar en el arco cuando baja la marea. —Bien —dijo Benny, intentando parecer convenientemente arrepentido mientras se preguntaba cómo iba a sacar de su habitación a esa chica intratable—. ¿Y? —¿Te vienes o tienes cosas por terminar con el Conejito Feliz? —Vale, ya voy. Solo tengo que... —¿Qué? —¡Vestirme! Tengo que vestirme, ¿vale? O sea, que si no te importa... Babe sonrió. —Ay, ¿el pobre niño es tímido? Vamos, Congrio, dejaremos que el pequeño señoritingo se ponga la ropa. Benny soportó el silencio incómodo, aliviado al saber que sus ositos permanecerían ocultos. Babe se volvió al llegar a la puerta. —Ah, Benny. —¿Qué? —soltó el adormilado chico de Wexford. —Me encanta el pijama —dijo ella, con una sonrisita, mientras acompañaba a Congrio para que saliera por la puerta, delante de ella. Benny hundió la cabeza en la almohada. A lo mejor debería intentar despertarse de nuevo.
—Esto es demasiado fácil —dijo Babe, entusiasmada—. Tengo mucha munición. No sé con qué fastidiarte primero. Benny iba arrastrando los pies detrás de ella y tiraba tierra al trasero de Congrio al caminar. El perro esquivaba los misiles con facilidad. —Está lo del muñeco —continuó Babe—. Y lo de pescar bichejos... —Sí, sí, sí. —Por no hablar del Conejito Feliz. —Dame un respiro, duende. 54
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—Y no nos olvidemos de ese pijama del osito Rupert. —Me lo regalaron, ¿vale? —repuso Benny, que echaba chispas. Sin embargo, la chica lo tenía atado de pies y manos. Babe Mará conocía tantos secretos sobre él que podía escribir uno de esos libros de revelaciones: La secreta vida femenina de Benny Shaw. Ese día habría una larga cola en la librería. El muelle estaba desierto, salvo por un pescador solitario que estaba echando cemento al fondo de sus nasas. Se detuvieron a intercambiar un comentario, como era costumbre. Babe metió el dedo en el cubo del cemento. —Mala mezcla, Clipper —observó—. El agua salada lo disolverá dentro de pocas semanas. Clipper cogió un poco de mezcla con el puño y la probó. —Pues mira, creo que tienes razón, jovencita —dijo, y añadió otra palada de polvos al cubo. —El consejo no es gratis, ¿sabes?, por él espero una langosta para cenar. Clipper se rió. —Te conformas con una gamba, ¿a que sí? —Qué remedio, supongo. Continuaron hasta pasar de largo por la fábrica de sal hacia el arco medio derruido que separaba el paseo marítimo de Duncade y la costa. El arco era poco más que unos escalones elevados que en su día habían constituido un paso hacia los pastos de las fincas. —Este es nuestro sitio —dijo Babe, y le dio una palmadita a un baluarte de adoquines que sobresalía de la base del arco. —Para vender, ¿verdad? —replicó Benny con entusiasmo, agradecido de estar hablando de algo que no fueran sus humillaciones privadas. —Pues sí. Es perfecto. Extendemos la mercancía aquí. Ponemos un pequeño cartel y... a contar el dinero que nos llueva. Benny asintió. La mañana iba mejorando. —Deberíamos tenerlo todo listo para el fin de semana, siempre que consigas levantarte de la cama por las mañanas. —Preocúpate de ti misma, Mará. A mí no me verás el pelo. —Eso ya lo veremos —dijo Babe, con aire dubitativo. Pasaron por encima de la piedra plana y empezaron a registrar las rocas. El sol ya atravesaba la niebla matutina y tostaba pequeñas láminas de alga que desprendían vapor. Benny y Babe se pusieron a trabajar a lo largo de la línea de la marea, agachados por las rocas, a menudo escarbando a ciegas en grietas profundas. Tamizaron las algas fibrosas en busca del brillo de un cebo. Se acuclillaron junto a las charcas, entre las rocas, y ahuyentaron a sus habitantes tirando piedras dentro. Había millones de lugares donde podía esconderse un anzuelo, y el buscador descuidado siempre pagaba un precio. Cuando llegaron al pico de Frenchy, los dedos de Benny goteaban sangre por un montón de rasguños. —Mételos en el agua —le aconsejó Babe—. Mata los gérmenes y te 55
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endurecerá esos deditos suaves de señoritingo. —Por no mencionar que escuece más que una bolsa llena de ortigas. Babe sacudió la cabeza. —No sé si eres capaz de trabajar de verdad, señoritingo. No hemos llegado ni a la mitad y ya estás llorando. —No es verdad —contestó Benny, intentando que no se le notara el apuro en la voz. Babe avanzaba con sumo cuidado por el estrecho saliente, su mirada rauda recorría la pared de roca y la devoraba palmo a palmo, sin vacilación, con la frente arrugada por la concentración bajo todo ese pelo rizado. —¡Caray, mira esto! Benny la siguió hasta donde estaba. —¿Qué? Babe señaló abajo, a la destellante agua verde. —Allí, mira. Benny miró, entrecerrando los ojos para no deslumbrarse. Había dos filamentos azules enganchados por debajo de la línea de la marea que desaparecían en las profundidades. —¿Qué son? Babe se remangó. —Cuerdas —respondió, y se tumbó sobre las rocas. Su brazo atravesó la superficie y al instante se volvió de un blanco fantasmal. La refracción lo separaba del resto de su cuerpo. —¡Bueno, venga! —dijo, haciendo un ademán hacia la otra cuerda. Benny se quitó la sudadera y la tiró sobre las rocas. A lo mejor no lo habría hecho de haber sabido lo mucho que le gustaba a Congrio jugar con trapos. El agua estaba helada, el sol todavía no había caldeado la fría agua de lluvia de la superficie. Benny se tragó un berrido y agarró la cuerda azul. Le resbalaba entre los dedos, las algas y los mariscos se envolvían con avaricia alrededor de cualquier superficie desnuda. Benny y Babe tiraron de las cuerdas, la línea de flotación descendía con cada metro que sacaban. Al final las tiraron sobre las rocas: era una red tupida, lastrada por cuatro piedras angulares. Había varios cebos enredados entre las cuerdas deshilachadas. —Me lo había imaginado —dijo Babe, indignada. —¿El qué? —Es una trampa de cebos. Alguien la ha puesto aquí abajo adrede para que los cebos se enganchen. Benny movió el brazo de un lado a otro para hacer que le circulara la sangre. —Pero ¿no habías dicho que las trampas estaban bien? —Las trampas naturales están bastante bien, pero esto es... robar. El que haya colocado esto les está timando el dinero a esos pobres señoritingos idiotas. De todas formas, es ilegal. 56
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—¿Y qué hay del rescate? ¿La ley del mar y todo eso? Babe se enderezó la borla. —Lo del rescate está bien siempre que no seas tú el que ha hundido el barco. No, a nosotros no nos interesa tener nada que ver con un botín como este. —Ah. Babe abrió la hoja más larga de su navaja. —Esta costa es blanco legítimo para todo el que quiera rastrearla, no solo para un chaval demasiado vago para trabajar. Babe serró de prisa las cuerdas del ancla y envió la trampa de cebos a las profundidades. Benny vio cómo la red se fundía con el azul del mar y luego desaparecía por completo. —¿Estás segura de que puedes hacer eso, duende? Alguien se ha tomado muchas molestias para colocarla ahí. Babe sonrió con temeridad. —Bueno, si no les gusta, que vengan a hablar con Congrio y conmigo. Benny asintió, no muy convencido. De repente, Babe no era más que una chiquilla y Congrio un chucho escuálido. No creía que tuvieran muchas posibilidades contra un granjero atiborrado a filetes y dispuesto a saldar cuentas. Benny miró alrededor con nerviosismo, convencido de que un cateto enorme llegaría corriendo por el prado blandiendo una horca. —Bueno, vayámonos. La marea no espera a hombre alguno, ni a una chica, ni a un perro. Sin embargo, Babe no estaba de humor para bromas. No con un pirata de cebos en la costa.
El jueves era el gran día para los vendedores de cebos. Puesto que la costumbre de comer pescado los viernes seguía siendo muy popular en la Irlanda católica, a Duncade llegaban cargamentos enteros de ansiosos señoritingos enviados por sus esposas para que les llevasen a casa algo que comer... bueno, si podían. Llegaban a cientos, con la sed de sangre de los cazadores metida en las venas, con las armas elegidas colgando de los puños o trenzadas en la cinta del gorro. Tenían cañas telescópicas, carretes con contrapeso, señuelos artificiales de fibra de vidrio y pintados a mano, luminosas cucharillas de aguas profundas. Cualquier cosa con tal de conseguir ventaja sobre los pobres peces. Se pavoneaban por el paseo marítimo vestidos con su equipo de pesca de diseño, intentando no hacer caso del grupo de lobos de mar que estaban apoyados contra el muro del muelle tronchándose de risa. Ningún marinero que se precie pondría jamás sus manos sobre una caña. Esos eran aficionados. Salían a lanzar el sedal en cualquier charca de agua y esperaban que algo se enganchara en el anzuelo por pura suerte. Muchos de los peces que salían de entre las rocas estaban mal enganchados, con un anzuelo que les 57
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atravesaba el costado o un ojo. Literalmente aturdidos por un proyectil aéreo. Babe y Benny estaban preparados para forrarse de dinero. Benny estaba a punto de estallar; era su primer gran negocio. No veía más que botas Timberland y navajas Leatherman por todas partes. Incluso había hecho un pequeño cartel. Después de mucho pensarlo, al final se le había ocurrido el eslogan de «Se venden cebos», y estaba bastante orgulloso de sí mismo. Habían pasado la tarde haciendo los preparativos. Después de una noche a remojo en licor, a los alemanes y a las cucharillas había que sacarles brillo con un trapo suave. Cualquier mota de óxido se camuflaba con pintura plateada, y los plomos caseros se rascaban con un cuchillo romo para sacarles el lustre. Todas las tácticas de venta legítimas; nada que no se hiciera también en un concesionario de coches. El grupo Mara-Shaw expuso su mercancía sobre un viejo tablón de corcho pintado de negro para que el brillo de los cebos resaltara más. Muy profesional. Lo único que les faltaba todavía eran unos cuantos clientes. Desde luego, antes que los clientes, fueron los lugareños quienes le echaron un vistazo a la nueva empresa. Jerry Bent y Clipper llegaron paseando, intentando no parecer interesados. —Vaya, Dios Santísimo, ¿qué tenemos aquí? —exclamó Clipper, como si no los hubiese observado mientras montaban la tienda durante la última media hora. Babe apartó la mano de Jerry del tablón dándole un tortazo. —Sin tocar. Solo clientes. —Mariposas —masculló Jerry, ofendido. —Bueno, ¿y cómo sabes que no somos clientes? —comentó Clipper. Babe resopló. —Porque si vosotros, viejos lobos de mar, quisierais señuelos, los estaríais buscando a cuatro patas en las rocas. Clipper miró la mercancía de reojo, con las manos a la espalda. —Bonita colección. ¿No tenéis plumas? —Dan demasiados problemas —dijo Benny—. No hay margen de beneficios. —Bien dicho, señoritingo —observó Babe, con una gran sonrisa—. Vas aprendiendo. Jerry señaló a una cucharilla dorada. —¿Mariposas? —preguntó. Babe dijo que no con un chasquido de la lengua. —Yo diría que más o menos una libra con cincuenta. —¡Una con cincuenta! —exclamó Clipper—. ¡Dios Santísimo, que no vendéis lingotes de oro! —Mariposas —convino Jerry. El abuelo de Benny fue el siguiente en llegar. —Buenas tardes, contramaestre. Buenas tardes, retaco. 58
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—¿Retaco? —espetó Benny. Babe lo fulminó con una mirada gélida y sacó la navaja de la funda. —Si alguna vez... No fue necesario que terminara la frase. El abuelo hizo un ademán con la cabeza hacia el cartel. —Bonita propaganda. Buen emplazamiento. Podría funcionar. Sabe Dios, los señoritingos son lo bastante estúpidos para volver a comprar su propia mercancía. —Eh —exclamó Benny, ofendido. —Tú no, contramaestre. Tú solo llevas una generación fuera del agua. La estupidez todavía no te ha calado hondo. Eso solo logró aplacar un poco a Benny, sobre todo porque los demás estaban disfrutando de unas risas a su costa. Paddy Shaw se rascó la barba blanca de tres días que le cubría la barbilla. —Yo mismo estuve metido en el negocio de los cebos, ¿lo sabías? —¿Ah, sí, abuelo? —Benny presentía que se acercaba una batallita. —Oh, sí. Bueno, no de este tipo, de trocitos de metal y goma. Yo te hablo de cebo vivo para oreas. —El abuelo se sacó una colilla de detrás de la oreja y se reclinó contra el arco—. A una orea nada le gusta más que una cría de tiburón. Pero viva, tiene que estar viva. Benny se mostró incrédulo. —¿Ibas a pescar crías de tiburón? El abuelo asintió. —Pues sí. Allá en la Gran Barrera de Arrecifes. El Instituto Oceánico buscaba una pareja de oreas, así que las atrajimos con una bolsa llena de crías de tiburón y luego las dejamos sin sentido con pistolas eléctricas. Babe se estremeció. —¡Te puedes electrocutar haciendo eso! El abuelo lo meditó. —No, si llevas botas de goma. —¡Botas de goma, cómo eres! —dijo Clipper, con una risilla. Incluso Benny estaba ya escuchando, a pesar de saber que había un cincuenta por ciento de posibilidades de que solo fuera un cuento chino. —Por supuesto, esa pequeña bolsa de crías de tiburón atrajo a muchísimas criaturas además de las oreas. Había peces martillo, grandes tiburones blancos y tiburones tigre. A esos chicos les trae sin cuidado el canibalismo. Nos los cargamos con un rifle y vendimos los cadáveres a los lugareños para que hicieran fotos con los turistas. Benny tragó saliva. Su pequeño cartel empezaba a parecer un poco aburrido. El abuelo se levantó la camisa. Su barriga velluda estaba atravesada por una cicatriz curvada y salpicada de agujeritos desiguales, que habían sido los puntos. —Un tiburón tigre me dio un bocado una vez que tuve demasiada prisa por 59
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darme un baño. —Asintió de manera elocuente—. Así es como te coge, cuando ya crees que vuelve a ser seguro meterse en el agua. Babe frunció el ceño. —¿No usó Steven Spielberg esa frase en Tiburón? Paddy Shaw escupió un pegote de jugo de tabaco sobre la grava. —¿Qué? ¿Otro yanqui plagiario? ¡Uno de estos días los voy a demandar! Con el abuelo nunca se sabía. La gente lo acusaba de ser áspero, pero Benny sospechaba que en las profundas arrugas que rodeaban sus ojos acechaba una perversa picardía. Una hora después llegaron los primeros clientes. Dos dublineses bajaron de un vehículo de tracción en las cuatro ruedas y descargaron su equipo cerca del arco. —Mira eso, Anto —dijo uno—. Un poco de capitalismo palurdo. «Palurdo» era la palabra de moda de la temporada para designar a la gente de campo. Benny soltó una risilla. Babe no. Anto le echó una miradita al tablón de los cebos. —¿Ves ese, Frank? Creo que es mío. Lo perdí la semana pasada. —¿Tienes el número de serie? —preguntó Babe, con dulzura. Frank se rió. —¿El número de serie? El número de serie, ¿eh? Oh, ahí te ha pillado, Anto. Bien hecho, chica. Benny arrugó la frente. —No sabía que tuvieran nú... Se interrumpió de golpe, al ver a Babe dando unas palmaditas a la funda de cuero en la que guardaba la navaja. Anto sacudió la cabeza. —No sé. Me parece que ya tengo suficientes señuelos para ir tirando. —Qué pena —dijo Babe. —¿Qué? —Como tienes esa caña tan cara... Anto agitó la caña como un Zorro náutico. —Es la Oceanmaster 2000. Caña de grafito, aros de aleación, empuñadura moldeada y retráctil hasta un tercio de su tamaño original. Ultimo modelo, niños. Arrodillaos ante el rey. —Caray —suspiró Babe—. Por eso es una verdadera lástima lo del cebo. Anto movió un dedo en dirección a Babe. —Déjalo ahora mismo. No voy a caer en ninguno de tus trucos de palurdos. No intentes timar a un timador. —Vale. Nos veremos dentro de un par de horas. Pondrán pescado a la venta allí, junto a los noráis. —¿Los noráis? —Bueno, con esas plumas no vas a pescar nada. No atraen a los espadines. Los peces no son estúpidos, ¿sabes? 60
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Benny pestañeó. El abuelo siempre decía que, sin duda, los peces eran las criaturas más atontadas del planeta, a excepción, quizá, de los turistas. Anto había mordido el anzuelo. —¿Me estás diciendo que los peces reconocen las plumas? Babe bufó. —Está claro que se pasan todo el día vigilando a las gaviotas. ¿De qué te crees que están cubiertas? Frank asintió. —Buen argumento. —Entonces, ¿qué me recomendarías? Babe se lo pensó. —Bueno, con la curvatura de ese grafito, querrás algo pesado para lanzar a larga distancia, pero seguro que eso ya lo sabías. —Evidentemente. —Si no, es como disparar un guisante con un cañón. Benny convino con sabiduría. —Un guisante con un cañón, chico. Anto arrugó el entrecejo, era muy consciente de que le estaban tomando el pelo. Aun así, lo que decía el pequeño elfo tenía mucho sentido. —O sea que ¿cuanto más grande, mejor? —Sin duda, mister. Frank puso los ojos en blanco. —Menos mister, jovencita, que no somos americanos. —Entendido —dijo Babe. —Supongo que el cebo más grande será también el más caro. Benny se encogió de hombros. —Resulta que... —Bueno, está bien, oportunistas —gruñó Anto—. Dádmelo. Babe cogió el ojos rojos del tablón. —Será una libra con setenta y cinco, por favor. Anto contó el cambio. —Supongo que no puedo llevármelo a prueba. —Claro que sí —repuso Babe—. Solo que tendrás que pagar una prima de seguro de una libra con setenta y cinco. Frank se sacó de la cartera una tarjeta de visita. —Llámame cuando hayas terminado el colegio. Nos vendría bien alguien como tú. Babe examinó lo que ponía. —Abogados. Una panda de ladrones. Al menos mis clientes obtienen algo por su dinero. —¡Bueno, Frank! —soltó Anto con una carcajada—. Es la primera vez que te dicen la verdad a la cara. El intercambio tuvo lugar con cautela, ambas partes tendieron la mano con 61
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cuidado. Al final canjearon el producto por dinero. —Volveré si no pesco nada con esto —advirtió Anto. Babe hizo que sí con la cabeza. —Si puedes esperar hasta mañana, te volveré a vender el cebo. Riendo entre dientes, los dos hombres subieron los escalones y siguieron su camino. Anto ya estaba enganchando el ojos rojos en su sedal. Benny estaba de lo más impresionado. —Estoy de lo más impresionado —dijo. Babe se echó las monedas a la riñonera. —Verás, señoritingo, esto es diversión además de negocio. El cliente tiene que sentirse desafiado. Ese tipo se pasará el resto del verano intentando pillarme. Benny asintió con aire pensativo. Un trabajo en el que «sarcasmo era un extra. Había nacido para ello. —El siguiente déjamelo a mí —dijo. —No sé —repuso Babe, dubitativa—. Todavía no he acabado con el señoritingo que llevas dentro. —Oh, venga ya. En mi familia siempre somos sarcásticos. —Ah, entonces de acuerdo, pero solo porque eres un quejica patético. Benny observó el muelle. Se acercaba una niñita que se aferraba a una linda caña de color rosa que podría usar Barbie si fuese una persona de verdad. Sonrió con picardía, sería como quitarle el caramelo a un niño. La niñita se paró frente al puesto, mordiéndose la punta de una trenza. Bueno, una persona normal tal vez habría tenido escrúpulos en quitarle el dinero a una simple niña, pero no Bernard Shaw. Benny le habría abierto la mano a una monja dormida, si eso significaba conseguir esa venta delante de su socia. Se arrodilló al nivel de la niña. —¿Cómo te llamas, pequeña? —dijo con una voz vivaracha y cantarina. La niña se lo quedó mirando con la seriedad extrema de los menores de seis años. —Victoria —contestó. Benny dio una palmada, una vomitiva muestra de deleite. —¡Victoria! Qué nombre más bonito. Bueno, Victoria, ¿en qué podemos servirte hoy? —Me guztaría comprar un pececito de pláztico —dijo la niña, con un ligero ceceo que se le escapaba por el hueco de los incisivos. —Y a nosotros nos gustaría venderte un pececito de plástico —dijo Benny, cada palabra que pronunciaba rezumaba adulación. Si hubiese habido alguien cerca recuperándose de las náuseas de un mareo, el tono de Benny bien podría haberle provocado una recaída. Victoria contempló el tablón. —Hummm... —Seguramente estás decidiendo qué cebo quedaría más bonito en tu preciosa caña. 62
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La niña sacudió la cabeza y señaló una cucharilla rosa y blanca. —¡Mío! —exclamó. Benny sonrió con indulgencia. —Ah, ¿quieres este? Victoria siguió sacudiendo la cabeza, sus trenzas rubias daban vueltas como auténticas hélices. —¡No! ¡Es mío! ¡Mi pececito! Benny sintió que el remolino se le erizaba en la coronilla. —No, Vicky. —Victoria. —Ah... No, Victoria. Ese pescadito no es tuyo. Solo se parece al que tú perdiste. Hay millones de pescaditos como el tuyo, igual que hay millones de pescados de verdad en el mar. Benny le guiñó un ojo a Babe, encantado con esa lógica tan convincente. Por desgracia, la mayoría de niños pequeños no tienen ni idea de lógica. —¡Mi pececito! —repitió la pequeña. —¿Te sabes el número de serie? —preguntó Benny, un poco irritado. Victoria no respondió. En lugar de eso, le dio media vuelta a la cucharilla sobre el tablón. —Mira —dijo—. VB, Victoria Byrne. Mío. Benny miró. Era cierto que las iniciales VB estaban troqueladas en la pintura de la cucharilla. —Bueno, verás, Victoria —expuso—. Tú lo perdiste y nosotros lo encontramos en el fondo de un enorme agujero negro con tiburones y pulpos, así que, como casi nos comen, la cucharilla es nuestra. —Mío —repitió la niña con tozudez. —El que lo encuentra se lo queda. —¡Mío! —La ley del mar. —¡Mío! Esa palabra raspaba los oídos de Benny como lija sobre madera. Ya era hora de ponerse firme. Pensándolo bien, en realidad le estaba haciendo un favor a la niña, le estaba enseñando una lección de la vida. —Lo siento, Victoria —dijo, con frialdad—. Cincuenta peniques o no tienes pececito de plástico. Victoria le disparó con sus grandes ojos azules a la máxima potencia. Benny sintió que su determinación flaqueaba, pero no cedería. —Cincuenta peniques —siseó, con los dientes apretados. A esas alturas, de haber público, ya lo habrían abucheado. A Victoria le empezó a temblar el labio. —Por favor, ceñor. Benny parpadeó para quitarse del ojo una gota de sudor. —Cincuenta peniques —tartamudeó. 63
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Entonces Victoria jugó su baza. Abrió la boca más allá de los límites de una mandíbula humana, infló los pulmones para conseguir volumen y chilló una sola palabra: —¡PAPÁ! La palabra se hinchó y flotó por encima de la calma del muelle. Benny tuvo la visión de un campesino embadurnado de estiércol que le arrancaba los brazos de los hombros. Victoria volvió a coger aire. —¡Toma, toma! —dijo Benny, colocándole la cucharilla en la palma de su manita—. ¡Quédate con esta tontería y vete! Victoria sonrió como un ángel. —Graciaz, ceñor. —Sí, sí, sí —masculló Benny, con indignación. Para acabar de redondear la sesión de humillación, Victoria decidió darle un beso al vendedor. Por desgracia no le llegaba a la mejilla, así que se lo plantó en el codo desnudo. —¡Puaj! ¡Vete ya, pillina! —gritó el adolescente babeado. Victoria, canturreando de felicidad, se fue dando saltitos para enseñarle el trofeo a su padre. Benny sentía que la mirada de Babe le taladraba dos agujeros en la nuca. Se volvió al tiempo que entonaba una débil defensa. —¿Qué remedio tenía? Ya has visto las letras. Sin decir palabra, Babe fue dando media vuelta a las demás cucharillas que había en el tablón. Las letras VB estaban troqueladas en todas ellas. —Todas tienen esas letras —dijo Benny, con voz débil. —Son VB, lelo —espetó Babe—. ¡Es la marca! —Pensaba que... —Oh, todos sabemos lo que pensabas, ¿verdad, Congrio? Congrio se rascó la oreja con repugnancia. Benny protestó. Hasta los animales bobos lo despreciaban. —Pues has pensado mal. ¡Típico de un señoritingo! —¿Cómo iba a saberlo? ¡No es culpa mía que las paletas seáis unas bribonas! —¡No somos unas bribonas, solo es que tenemos cabeza! Benny se tapó la cara con las manos. Al menos su abuelo no había presenciado el bochornoso episodio. Se arriesgó a echar una miradita hacia el muelle por entre los dedos. Había cuatro personas en el banco de los pescadores: su abuelo y Jerry se morían de risa, y Clipper le estaba dando una bonita moneda reluciente a una niñita. La niñita tenía agarrada una caña de pescar de color rosa. —Eso está bien —murmuró Babe. Benny no se lo podía creer. —¿Bien? —dijo con un resoplido—. ¡Dios Santo! ¿Es que eres de otra dimensión, duende? —Tu abuelo nos está haciendo un verdadero favor, Benny. 64
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Benny no lograba decir nada. No tenía palabras. —Es algo del campo —le explicó Babe—. Verás, técnicamente somos unos intrusos. Al jugárnosla así, les demuestran a todos que no les importa que montemos el negocio. Benny no quería renunciar a su pataleta. —Supongo que no podían decírnoslo y ya está. Babe le dio un puñetazo en el brazo. —¡Eh! —Eso por decir que las del campo somos unas bribonas. Bueno, siéntate, cállate y maravíllate ante el trabajo de la maestra. Benny hizo lo que le ordenaban. Las palabras como «maravillarse» siempre le recordaban a su madre y por eso le inspiraban una obediencia automática.
No cabía duda de que Babe era una maestra. Era capaz de sacarle sangre a una piedra, o dinero a un hombre de Enniscorthy, que era lo siguiente más difícil. El truco estaba en la comunicación. Vender una risa y un chiste junto con el cebo. No ser nunca perverso ni desagradable, no era necesario que nadie se sintiera inferior. Y, cada vez que alguien afirmaba haber perdido uno de tus cebos la semana anterior, actuar como si fuera la primera vez que oías algo así. Al atardecer ya se les había acabado todo menos los plomos caseros. La gente, incluso los señoritingos de ciudad, era reacia a pagar por algo que no se podía comprar en una tienda. Además, con aquella escasa luz ya no se veía un cebo con plomo ni el fondo de la bañera, y mucho menos bajo diez brazas de agua salada y turbia. Aun así, Babe los fue desenganchando del tablón y fue alisando las muescas con un poco de papel de lija fino. —Los colocaremos —murmuró, en tono confidencial—. Siempre hay algún idiota que se muere por gastarse el dinero. Benny no la escuchaba. En primer lugar porque no escuchar cuando alguien le hablaba era una mala costumbre que tenía. Y en segundo lugar porque estaba contemplando una figura sombría que paseaba por el muelle. Conocía esos andares, holgazanes y seguros, que se detenían para darle una patada a un guijarro, a una lata o a un perro que estuviera a su alcance. El joven llegó caminando hasta el sonoro resplandor de la única farola de Duncade e hizo un gesto pensativo hacia el tenderete. —Shaw —dijo. —Furty —contestó Benny, estirando la boca para construir algo semejante a una sonrisa—. Pensaba que estabas en el... —¿Reformatorio? —Furty se apoyó en un noray y empezó a hacer estallar con el mechero las hormigas que había allí encima—. No. Ya cumplí mi temporada y ahora estoy... reformado. —Sonrió mucho—. Es evidente. —Así que... —dijo Benny—. ¿Cómo lo llevas? Furty se subió encima del noray. 65
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—De miedo, Shaw. De miedo. He estado ocupado. Me he estado dedicando a los cebos, de hecho. Benny tragó saliva. Furty Howlin no. —El otro día fui a sacar mi trampa y ahí lo tienes... había desaparecido. Benny intentó encogerse de hombros con inocencia. El espasmo resultante se pareció más a una convulsión por descarga eléctrica. —Bueno, primero les eché la culpa a mis propios nudos. A lo mejor tendría que haberles dado otra vuelta a las cuerdas. Pero ahora que os veo a los dos la mar de bien, acurrucados y juntitos, empiezo a pensar que habéis tenido algo que ver en ello. Benny se erizó. —¿Quién está acurrucado? Furty sonrió con frialdad. —No te molestes en intentar cambiar de tema. Sé lo que habéis hecho y no pienso olvidarlo. En fin, Benny estaba bastante preparado para salir de aquel pequeño apuro a base de mentiras. Era una solución de probada eficacia que había demostrado darle resultado muchas veces en el pasado. Una pequeña mentira no hace daño a nadie, tal como él decía siempre, y una grande, de hecho, podía hacer mucho bien. —Un momento, Furty —empezó a decir—. No tengo ni la menor idea de qué... Benny no llegó a tener oportunidad de terminar la refutación, porque su pequeña socia beligerante decidió defenderlos a los dos. —Sí, la cortamos nosotros, Furty, o como sea que te llames. ¿Y qué? Furty parpadeó, no estaba acostumbrado a que lo desafiaran con tanto descaro, sobre todo cuando lo hacía alguien que parecía ser una especie de hada. —¿Y qué? Ya te diré yo y qué... —Furty se detuvo un momento, inseguro de cuál de sus amenazas estándar sería más eficaz contra una representante de la gente menuda—. Pues que ahora somos enemigos y voy a hacer todo lo posible por recuperar lo que es mío. —¡Oh, qué miedo! —se mofó Babe. Benny gruñó. Cuando te enfrentabas a un defensa grandullón y neandertal, lo esquivabas, no cargabas contra él. —Furty, ¿podemos hablar de esto un momento? —¡No! —gritó Babe. —¡Ni hablar, chico! —dijo también Furty. —¡No pienso hablar con un pirata con aires de grandeza! —sentenció Babe. —¿Qué? —farfulló Furty. —¡Ya me has oído! Ningún marinero de verdad se rebajaría jamás a poner trampas para cebos. Las cejas de Furty se unieron en un ceño. No era ningún tonto. Sabía 66
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exactamente dónde se encontraba. En el muelle, con el viejo abuelo cuentabatallitas de Shaw observándolos. «No, Furty, chaval —se dijo—, este no es el momento.» De modo que, en lugar de abalanzarse sobre los dos intrusos, respiró hondo y con escalofríos, y se tranquilizó. Si había aprendido algo en el Hogar para Jóvenes de Saint Julian, era a esperar el momento oportuno. —Pirata, ¿eh? Esa sí que es buena. Aunque yo diría que los piratas sois vosotros dos. Venís aquí y me robáis lo que es mío. —Te da miedo la competencia, ¿es eso? Furty resopló. —Un señoritingo y una niñita. Yo a eso no lo llamo competencia. Más tarde, Benny no lograba recordar qué mosca le había picado, pero en aquel momento sintió un impulso irresistible de defender a Babe, por mucho que Howlin no estuviera diciendo nada que él mismo no hubiese pensado unas cien veces. Se puso en pie de un salto. —Babe no es solo una niñita, Howlin. Se acabó lo de llamarse por el nombre de pila. Aquello pasaba de castaño oscuro. —¿Es verdad eso? —¡Sí! Es mucho más hombre de lo que tú serás jamás. —Benny se estremeció. No había sonado tan heroico como él habría querido. Furty se rió. —Eso la convierte en tres veces más hombre que tú. Babe interrumpió la pequeña discusión multiplicativa. —Callaos ya los dos —espetó—. Y tú escucha, hay un montón de costa y un montón de señoritingos idiotas para que todos podamos seguir con el negocio. No tienes por qué ponerte a buscar en nuestro tramo. Y, si quieres jaleo, tendrás que vértelas con algo más que conmigo. También tendrás a Congrio. Congrio hizo el numerito del mal de ojo, tensó todos los tendones de su pequeño cuerpo y apuntó su órbita azul en dirección al enemigo. —¿Él? —exclamó Furty, riendo—. ¿Ese pequeño mequetrefe? Te demostraré lo que pienso de él. —Se agachó y escogió una piedra de filo cortante. Babe lo fulminó con la mirada. —¡No te atreverás! —Claro que sí —dijo Furty, al tiempo que lanzaba la piedra en dirección a Congrio. Le dio al pequeño perro en los cuartos traseros y lo hizo caer por los escalones del arco. El animal se puso en pie con dificultad y salió disparado por los peldaños. Babe le clavó a Furty una mirada que habría partido hasta un átomo y luego corrió tras su mascota afligida. —¿Qué te ha pasado, Furty? —preguntó Benny—. Antes éramos amigos. Durante un largo rato, la mirada de Furty estuvo desenfocada, se dirigía a la lejanía por encima del hombro de Benny. —Solíamos ir a la fábrica de sal, ¿te acuerdas? 67
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Furty no respondió. Era como si su vista se dirigiera hacia el exterior, pero estuviese mirando a su interior. Si Benny se hubiese callado justo ahí, podría haber impedido los acontecimientos de las siguientes semanas, pero tuvo que seguir y estropearlo todo con su enorme bocaza estúpida. —De todas formas, ¿qué es lo que te han hecho en ese sitio para reformarte? Y ¡bam!, Furty regresó, sacudiendo la cabeza como si el comentario de Benny lo hubiese golpeado igual que un bofetón. Su mirada se acercó y zumbó como un zoom, enfocó al impertérrito chico de Wexford que tenía delante. —Te voy a contar lo que me han hecho, Shaw. Me han espabilado. He aprendido que nadie es tu amigo. Así que, a partir de ahora, solo me preocuparé de mí mismo. Benny intentó salir con una contestación aguda, pero no se le ocurrió ninguna. —Mira, Furty —dijo—, no sabíamos que esa trampa era tuya. Olvidémoslo y empecemos de nuevo. Furty agitó la cabeza con resentimiento. —Lo siento, Shaw. No es posible. Otra cosa que he aprendido en el reformatorio es a no perdonar nunca, ni olvidar. La gente se aprovecha. A Benny empezaba a fastidiarle un poco todo ese melodrama. —¿Qué has hecho durante el año? ¿Leer libros de gángsteres o algo así? Haz algo o vete a casa. Eso habría quedado muy impresionante si en la voz de Benny no se hubiese colado un pequeño gorgorito al decir la última palabra. —Oh, no te preocupes, Benny. Ya estoy planeando algo. —Furty se levantó del noray y se sacudió la parte de atrás de los pantalones—. Buenas noches, Shaw —dijo en voz alta—. Me ha gustado volver a verte. —Le guiñó un ojo de forma exagerada—. Agradéceselo a tu abuelo. Benny le devolvió el guiño con la más falsa de sus sonrisas. Sin embargo, su estómago no era tan chulito como su cara y le resonó bien fuerte a causa de los ácidos segregados por los nervios. —Ya nos veremos por ahí, Furty, chico. Furty se fue paseando por el muelle, las siguientes palabras flotaron de forma inquietante por encima de su hombro. —Cuenta con ello, Bernard, chaval. Cuenta con ello. Benny suspiró. No es que Furty fuese una mole ni nada por el estilo. Se las había visto con tipos más grandes que él, que pretendían arrancarle la cabeza de los hombros. Es que todo el asunto del reformatorio tenía algo. Algo que iba más allá de los acostumbrados follones de adolescentes. Tendrían que vigilarlo de cerca, no cabía duda. Babe cruzó los escalones pensando en cometer un asesinato o, como mínimo, un descuartizamiento. Congrio estaba acunado entre sus brazos, sonriendo con una feliz sonrisa perruna. 68
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—¿Dónde está? —Se ha ido. —¿Crees que volveremos a verlo? Benny recogió las palabras del aire. —Cuenta con ello.
Sería bastante sencillo presentar a Furty como al malo y dejarlo ahí. Eso, sin embargo, no sería del todo justo, porque nadie nace siendo malvado. Hay algo que sucede y moldea a una persona de uno u otro modo. A veces es algo grande, que se envuelve alrededor del cerebro y le da forma a su antojo. No obstante, por regla general suelen ser hechos cotidianos que van dando golpecitos en la mente hasta que han esculpido una nueva personalidad. Esos hechos cotidianos se llaman padres. Furty no había tenido suerte. Sufrió uno de esos grandes hechos que hacen temblar la tierra, pero también los de menor relevancia. Todo remitía a su madre y a su padre. Cuando cualquier otra cosa va mal en la vida de un niño, es más que probable que lo supere si tiene detrás el apoyo de sus padres. Bueno, pues Furty no tenía el apoyo de sus padres tras de sí, ni delante, ni en ningún lugar de las inmediaciones, para el caso. No se le podía echar la culpa a su madre, que había muerto cuando él no tenía más que nueve años. Un viernes por la tarde, el pequeño Furty volvía a casa del día deportivo con dos medallas apretadas en las zarpas mugrientas y se encontró el patio de delante lleno de gente. Todo el mundo agitaba la cabeza y algunas mujeres estaban sollozando en pañuelos de papel. Furty pensó que debía de haber ocurrido algo triste en el culebrón «Coronation Street»... Eso era lo que normalmente hacía llorar a las mujeres. Así que entró en su casa corriendo y agitando las medallas por encima de la cabeza. Y allí estaba su madre tumbada, con el sacerdote y el sargento mirándola. Furty supo de inmediato que su madre no estaba dormida, porque no emitía su pequeño ronquido cantarín. Y normalmente el sacerdote y el sargento no iban a mirar cómo dormía alguien. Un terrible accidente, según le dijeron después. La punta de una espina de una rosa del jardín se le había metido en el pulgar y había recorrido las arterias hasta llegarle al cerebro. «Una posibilidad entre un millón», había dicho el doctor. Esa frase se convirtió en el latiguillo de su padre siempre que se producía una desgracia. «Una posibilidad entre un millón», gruñía cuando se le pinchaba una rueda. «Una posibilidad entre un millón», le gritaba con furia al caballo perdedor por el que había apostado el último billete de cinco. Lo decía como si estuviera maldito. El pequeño Furty tenía la sensación de que, de algún modo, era culpa suya. Así pues, Jonjo y Furty Howlin se quedaron solos en su humilde casita. Las cosas fueron bien durante una temporada, el padre hacía todo cuanto podía por 69
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cuidar de su pequeño. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que Furty era muy capaz de cuidar de sí mismo en la mayor parte de cosas. Sabía lavar y planchar, y la fritada le salía mejor de lo que Jonjo había conseguido jamás. No había nada malo en dejar solo a un chico así. Y, si el jovencito decidía no ir al colegio cada dos días, ¿qué? De todas formas, ¿de qué le servían la gramática y la poesía a un pescador? De modo que, poco a poco, Furty se convirtió en su propio amo. Cocinaba, limpiaba y tomaba algunas decisiones que a buen seguro no habría tomado de haber tenido una mano firme que lo guiara. La mano de Jonjo era todo lo contrario de firme; liberada de la aleccionadora influencia de su esposa, solía temblarle junto con el resto del cuerpo a causa de los efectos secundarios de la bebida. Seguramente Furty estuvo mucho mejor al principio. Sabía lo suficiente para mantenerse alimentado y limpio, y todos sus amigos eran bastante inofensivos. El mayor aprieto en el que se metieron con Paudie, el joven Benny y los demás chicos fue la moda pasajera de robar en los huertos. No obstante, cuando Furty fue a parar al colegio regional de secundaria, empezó a frecuentar malas compañías. La primera vez que la policía lo llevó a casa por robar en una tienda, Jonjo le dio una soberana paliza. Después, sin embargo, ya no le importó. «Ahora ya eres un hombre, Furty —le decía—. Solo debes estar dispuesto a pagar el pato.» La factura del pato llegó dos semanas después del décimo sexto cumpleaños de Furty. Una fecha marcada con bolígrafo rojo en el calendario de la Garda, la policía irlandesa. Furty y sus colegas decidieron ir a investigar el interior de un puesto ambulante de patatas fritas que estaba aparcado junto a una playa del lugar. Para desgracia de Furty, resultó que el propietario del puesto estaba durmiendo en la cabina en ese momento. Al oír que alguien abría el tragaluz con una palanqueta, arrancó y dio gas hasta la comisaría de la Garda más cercana. ¡Imaginad la alegría de los policías cuando encontraron a Furty todavía atascado en el tragaluz! Todos los que estaban de servicio salieron a echar un vistazo antes de sacar de allí al joven delincuente. El juez lo sentenció con regocijo a un año en Saint Julian, y fue entonces cuando Furty descubrió que no tenía amigos. En los nueve meses que pasó al final allí, nadie fue a visitarlo. Ni su padre, ni ninguno de los que se hacían llamar sus colegas, y desde luego ninguno de los antiguos amigos del pueblo, a los que había menospreciado durante los últimos años. Los primeros seis meses, la amargura se enconó en su interior. Se sentaba y le echaba la culpa a cualquiera que se le ocurriese. A su madre por haber muerto, a su padre por haberlo abandonado prácticamente y a sus profesores por tildarlo de problemático. Después, con la rabia ya consumida, Furty empezó a considerar su propia contribución en las cosas. No era estúpido, ni mucho menos, y tuvo que admitir que nadie lo había obligado a subirse al puesto ambulante de patatas fritas. 70
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Sintió que el peso de la responsabilidad caía sobre él. Furty empezó a imaginar una nueva vida para sí tras su liberación. Buscaría un trabajo en las barcas pesqueras de Duncade. Empezaría a preocuparse por su padre y restablecería el contacto con sus viejos amigos. Se había acabado el robar en tiendas y el dar vueltas en busca de diversión. Y desde luego nada de allanamientos de morada. Una vez tomada esa decisión, Furty se quitó un peso de encima. Se convirtió en la persona que deseaba ser. Por una vez parecía que la rehabilitación sí estaba funcionando. Entonces lo dejaron ir. Con la mejor intención del mundo, Furty se dispuso a recomponer los pedazos de su vida. Sin embargo, las cosas no progresaron tal como él había imaginado durante aquellas solitarias noches de Saint Julian. Era como si llevase colgado del cuello un cartel que dijera: «Delincuente». No consiguió trabajo ni cogiendo patatas, y menos aún en las barcas. Su padre ya había perdido por completo el control con la bebida y solo dejaba de beber para dormir. Estaba de malhumor e insultaba, no quería participar de la desgracia de su hijo. Furty estaba seguro de que su padre habría intentado apalearlo de no ser porque en esos últimos meses había dado un estirón. Como vivía en casa de su padre, Furty no podía cobrar el paro, así que solo le quedaba una forma de conseguir algo de dinero: la venta de cebos. Le dolía rebajarse a eso, una ocupación que solía estar reservada a enanos y a chicas, pero eran tiempos duros y él se conocía la costa como la palma de la mano. De manera que ya podéis imaginar el disgusto que se llevó al descubrir que le habían cortado su trampa de cebos. Se puso hecho una furia. Aquello fue la gota que colmó el vaso. Estaban intentando robarle la costa. Decidió que no, que ya tenía bastante. Tendría que hacerlo con astucia, pero de una forma u otra les iba a dar una lección a esos intrusos.
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LA GUERRA DE LOS CEBOS A la mañana siguiente, Benny estaba esperando junto a la puerta del jardín. Había dos razones para ello. Una: quería evitar otro episodio como el del Conejito Feliz. Y dos: estaba entusiasmado porque su padre iba a pasar con ellos el fin de semana. Cuando Pat Shaw llegaba a Duncade, se sentía tan culpable por dejar a la familia sola entre semana que los mimaba a todos hasta la saciedad. Benny, que era como era, explotaba eso al máximo. Congrio dobló la esquina a la velocidad del rayo, las patas le resbalaron sobre la gravilla del sendero de entrada. —¡Quieto, chico! —exclamó Benny, esperando el acostumbrado gruñido de desprecio. ¡Pero no! Congrio derrapó y se puso a danzar alrededor de los tobillos del muchacho. Benny se rió, encantado. —¡Buen chico! —Se arrodilló, olvidando que eran enemigos mortales, y se puso a hacerle cosquillas al perro en la barbilla. —Habéis hecho las paces, ¿eh? —Babe se les acercó paseando, con su uniforme de siempre: vaqueros, camiseta holgada y gorro de lana. —Bueno, ya tenemos bastante de lo que preocuparnos con Furty. Necesito todos los amigos que pueda conseguir. Babe asintió con la cabeza. —Supongo que sí. De todas formas, ¿cuál es la historia de ese tipo? —No estoy seguro —contestó Benny—. He oído que le pegó una paliza al propietario de un puesto ambulante de patatas fritas con un trozo de bacalao congelado. —¿No lo dirás en serio? —Es lo que he oído. Babe dejó caer la cabeza hacia adelante de manera que un mechón de pelo rizado le cubrió el rostro. —Gracias por defenderme ayer por la noche. —¿Qué? —tartamudeó Benny—. Bueno, ya sabes, somos socios y eso. 72
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—Aun así, prefiero ser una chica que dos veces más hombre que Furty Howlin. El rubor de Benny se hizo más intenso. —¿Eso es lo que dije? —Me temo que sí. —Ya sabes lo que quería decir, que no eres solamente una chica... —¿En serio? —No es que ser una chica tenga nada de malo. Es solo que las chicas normales no hacen las cosas que haces tú, solo les gusta estar guapas y esas cosas... Babe se echó el pelo hacia atrás y, por un momento, Benny le vio los ojos. Eran grandes y castaños. —Benny —dijo con firmeza. —¿Sí? —Cállate. —Vale. Sí. Parece que esa es la mejor medida para... —¡BENNY! —¿Qué? Ah, que me calle. Eso.
Alguien había limpiado todas las rocas. Benny y Babe se pasaron dos horas registrando todas las charcas que había dejado la marea y todos los campos de algas, y solo encontraron unos cuantos míseros plomos. Al principio, Benny dio por supuesto que no era más que otro mal día de los suyos, pero luego vio que Babe estaba farfullando misteriosamente para sí y se dio cuenta de que no era el único que llevaba las manos vacías. Se sentaron mirando hacia Black Chan con su escaso botín extendido sobre la hierba delante de ellos. —¡Tres plomos caseros! —dijo Babe, sacudiendo la cabeza con incredulidad—. Incluso en pleno invierno se consigue más que esto. Por todos los santos, ¿qué está pasando? Benny entrecerró los ojos para mirar al sol de la macana. Sabía lo que habría dicho su antiguo entrenador de hurling, el padre Barty. —No hemos sido los primeros en llegar a la pelota. —¿Qué? —Alguien se nos ha adelantado. ¿Alguna idea? Babe se dio una palmada en la frente. —Claro. Ese pirata de Howlin. Debe de haber llegado al romper el alba. Benny asintió, muy aliviado porque ese día no los había retrasado quedándose dormido. —Pues sí, ha debido de ser él. Congrio gruñó, alimentándose de su frustración. —Nosotros llegamos primero —gritó Babe—. Este tramo es nuestro. Él tiene toda la costa desde aquí hasta el cabo Hook para buscar, pero no, tiene 73
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que escoger justo este sitio. —A lo mejor deberíamos trasladarnos —sugirió Benny, con docilidad. Babe sacudió la cabeza con ímpetu. —¡No! ¡Ni hablar! Me he pasado seis meses aprendiéndome estas rocas. ¡Pasaría todo el verano antes de que pudiéramos hacer dinero en otra zona! ¡No pienso moverme de aquí! Benny alzó las manos en gesto de rendición. —Vale, vale. Era por decir algo. —Lo siento —repuso Babe, con un suspiro—. Es solo que habíamos empezado tan bien... Veintiséis libras anoche, ya sabes. Benny casi se atraganta. —¿Cuánto? —Pues sí. No está mal, ¿no? El chico hizo que no con la cabeza. De algún modo se había olvidado del dinero. Babe le pasó una bolsa llena de monedas. —Ahí tienes. Tu primer y último día de cobro decente. Con estos tres plomos, hoy ya no tiene sentido que montemos el puesto. Benny sintió el peso del dinero en la palma de su mano. —Espera, duende. No corras tanto. —Claro que sí. ¿Qué otro remedio nos queda? —murmuró Babe con desánimo—. Ese tipo debe conocerse todas las grietas de las rocas de por aquí. —¡Eh, un momento! No te rindas tan fácilmente, jovencita. Hay formas y maneras. Babe tiró un pedazo de arcilla hacia Black Chan de una patada. —¿Como qué, por ejemplo? Como de costumbre, cuando intentaba pensar, Benny tuvo que poner las cosas en el contexto del hurling. —Bueno, si piensas en esto como en la media parte, nos ganan por unos cuantos puntos y nos vamos al vestuario. Así que ahora toca cambiar de táctica. Creo que la estrategia básica es segura, lo único que falla es la coordinación. —¿No hablarás mi idioma, supongo? —Furty llega a los anzuelos antes que nosotros, tan simple como eso. —O sea, que lo único que hay que hacer es... —... llegar aquí antes que él. Babe empezó a prestar atención. —Nuestro hombre seguramente llega aquí con la marea baja. O sea, que si venimos una hora antes, aún podremos buscar por la mayor parte de las rocas antes de que ese pirata levante de la cama su trasero holgazán. —Exacto —dijo Benny con una gran sonrisa. Los socios se sonrieron, unidos por su plan, y olvidaron por un momento la rencilla de paleta y señoritingo. Se olvidaron de que, debajo de todas esas poses y esos comentarios listillos, no eran más que un chico y una chica.
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Furty estaba tumbado en la fábrica de sal fumándose uno de los cigarrillos que le había quitado del bolsillo a su viejo. A su lado había una fiambrera llena de cebos encima de una mata de hierba. Giró la arandela de sus viejos binoculares de latón y enfocó al borde de Black Chan. Dos figuras diminutas estaban sentadas allí, con la cabeza gacha y desanimada. Un saco de pulgas correteaba a su alrededor, reclamando atención. Furty se rió entre dientes. «¿Te ha gustado esa, Shaw? ¿Te han gustado los pocos plomos que os he dejado?» Se recostó sobre el tejado y soltó una columna de humo hacia el cielo. Furty decidió que era agradable poder ver el cielo todo el día. Y también toda la noche, si le apetecía. Aunque admitía que sería más agradable tener con él a unos cuantos chavales allí arriba. Paudie y los chicos, incluso el señoritingo de Shaw, haciendo el tonto y peleando como en los viejos tiempos. Los viejos tiempos ya no existían. Todos lo habían abandonado. El mundo había seguido girando mientras él estaba encerrado en aquel agujero infernal. Preocuparse de sí mismo, esa era la única regla que merecía la pena recordar. Esa y, tal vez, que no te atraparan. Furty decidió que lo del puesto de patatas fritas había sido una estupidez. Había malgastado nueve meses de su vida por pura estupidez. No volvería a ser tan estúpido. No. Si Shaw y esa chica se metían con él, no habría ni una sola prueba para demostrar que él había tenido nada que ver con cualquier desgracia que les sucediera.
Benny y George tenían la cara presionada contra la ventana del último piso. Desde esa posición estratégica disfrutaban de una clara vista de todo el promontorio. Desde luego, la vista habría sido mucho mejor desde el balcón, pero Jessica Shaw no se fiaba de su descendencia a una altura de más de un metro y sin vigilancia. Ella intentaba preparar una cena admirable, y el abuelo estaba abajo, en el muelle, mirando con desdén la barca del club de submarinismo. De modo que los dos chicos tendrían que conformarse con mirar desde detrás de una ventana. Ya eran las seis y media... Su padre tenía que aparecer a toda velocidad por la carretera de la costa en cualquier momento. Se empujaban para tener más espacio en la rendija de la ventana del faro. —¡Quieres echarte para allá, Pelota! —No moveré ni un meñique / por mucho que me pellizques. —¡Ah! —alardeó triunfante—. ¡Has forzado una rima! He oído a mamá hablar de eso. Meñique, pellizques. ¿Qué tiene que ver el meñique en todo esto? Y ni siquiera rima bien «pellizques». ¿Y tú te llamas poeta? Qué patético. George se disgustó. Jamás habría usado una rima como esa delante de su madre, pero no creyó que Benny, ese bruto, fuera a darse cuenta nunca. Todo sea dicho, Georgie se estaba empezando a hartar un poco de tanta rima, pero no podía echarse atrás hasta que no se lo ordenasen sus padres. Calculó que Benny 75
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estallaría al cabo de un par de días y que entonces le dirían que desistiese, para tener paz. Georgie se libró de mayor bochorno gracias a la aparición de un coche familiar azul que avanzaba por la estrecha carretera. Benny hizo una rápida comprobación con su telescopio y desapareció como una bala. —¡Mamá! —gritó—. ¡Mamá! ¡Papá está aquí! Con una mano sobre el pasamanos de latón, bajó zumbando la escalera de caracol, la fuerza centrífuga casi le arranca el brazo del hombro. Georgie lo siguió con vacilación, pisando con cuidado, como si cada escalón fuese a convertirse de repente en la caída de un acantilado. Si Georgie era hijo de su madre, Benny era el muchachote de su padre. Dos fanáticos del deporte con una baja tolerancia por lo artístico... A Jessica Shaw casi le asustaba lo mucho que se parecían. Hasta el mismísimo remolino en forma de anzuelo que tenían en la coronilla. Ella había intentado, Dios lo sabía, inyectarles un poco de cultura en ese pellejo curtido, pero cada intento culminaba sin remedio en una vergüenza para sí misma. Las ocasiones más notables habían sido cuando Bernard le había preguntado a un artista abstracto de fama mundial si no sabía dibujar bien, y cuando Pat Shaw había echado unas cabezaditas durante El lago de los cisnes y se había dado un porrazo en la cabeza con la barandilla del palco. Jessica se estremecía solo con recordarlo. Para cuando salió a la puerta del faro, Pat y Benny ya estaban dando tumbos sobre la hierba, fingiendo que se peleaban. Cada vez que Pat y Jessie se reunían de nuevo, era como en una de esas películas a cámara lenta. Se miraban uno al otro, luego sonreían y se abrazaban durante un buen rato. A Benny le entraban ganas de vomitar. Todo eso del acaramelamiento era para la gente joven, no para los padres. —¡Venga, venga! —dijo, intentando meterse entre sus padres—. Que hay menores presentes, ¿sabéis? Se separaron a desgana. Jessie se colocó un rizo rojo tras la oreja. Pat estaba sonrojado como un chico en una cita. Se volvió hacia sus hijos. —¿Y bien, chavales? ¿Habéis pasado una buena semana? Georgie fue el primero en hablar. —Me ha causado graves lesiones corporales / en el brazo y toda esta parte. Pat gruñó. Otra vez quejas. Y poesía. Benny saltó en defensa propia. —Espera un momentito, Pel ... Georgie, chico. Ya me han castigado por eso. De todas formas, se había puesto a rimar y me amenazó con romperme el hurley. Su padre ahogó un grito. —¿Qué? Georgie se encogió de hombros. —Solo era una amenaza. —Miró a Benny con malicia—. No lo he hecho... aún. Pat levantó las manos. —¡Basta ya, los dos! ¡Descansad un rato, por el amor de Dios! —Les dirigió 76
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a sus hijos la más severa de sus miradas—. Bueno, así están las cosas. Benny, no pegues a tu hermano, en ninguna circunstancia. Y tú, George, aléjate del hurley de Benny, y deja ya de rimar. Me estás volviendo loco. —Pero, papá —rezongó George—, intento ser creativo. —Ya sé lo que intentas hacer —dijo Pat, con una clara indirecta—. Escucha, George, si sientes que se te ocurre un verso, escríbelo en tu cuaderno y yo dedicaré un rato especial a escuchar todas tus creaciones. Todos lo haremos. —¿Algo así como un espectáculo? —Exacto. —¿Todos, papá? Pat miró a Benny a los ojos. —Lo escucharemos todos... y nos gustará, o puede que me piense otra vez eso de la discoteca para jóvenes a la que me has suplicado que te deje ir. Benny abrió la boca para protestar, pero la expresión de «venga, te desafío» que tenía el rostro de su padre le hizo cambiar de opinión. Jessica cogió a su marido del brazo. —Qué capacidad de negociación tan deslumbrante. Estoy impresionada. —A lo mejor ahora podremos disfrutar del fin de semana. Jessica le alborotó el pelo a su hijo mayor. —¿A que no sabes qué? Benny ha hecho una amiguita. Benny se erizó. —¡Que no! Pat se rió. —¡Venga, Benny! Benny luchó por mantener el ceño. —¡Es mi socia! —Es Babe —añadió Jessica. —¡Una baby! ¡Hombretón! Jessica le dio un codazo en las costillas. —Babe, cerdo. Se llama Babe. —Ah, bueno. Jessica sacudió la cabeza con desesperación. ¿Dónde, pero dónde se habían metido todos esos a los que llamaban «nuevos hombres»? En Duncade no había ninguno, eso seguro.
El Conejito Feliz estaba felicitando a Benny por su Contribución a la paz mundial cuando la vida real lo interrumpió. Todavía era de noche, todo estaba oscuro salvo por el paso del haz de luz cada cinco segundos. De manera que ¿qué estaba haciendo despierto? En el resplandor momentáneo del haz del faro, Benny vio un punto azul que brillaba de forma espeluznante junto a la puerta. El puntito iluminado bien podría haber sigo el ojo de vudú de Congrio si no hubiese estado flotando a metro y medio del suelo. La luz de la habitación se 77
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encendió. Benny se tapó los ojos para protegerlos del resplandor repentino. Tenía miedo de abrirlos de nuevo por si lo que creía haber visto seguía ahí. Alguien se aclaró la garganta. Era su padre. Ese sonido había interrumpido demasiadas veces las travesuras de Benny como para que no lo reconociera. A desgana, abrió los ojos. Refunfuñó. La visión seguía allí. Su padre estaba en la puerta, en pijama. Sostenía a Congrio con una mano, y con la otra agarraba a Babe. Tenía una expresión de sumo fastidio en el rostro. Pat Shaw enarcó una ceja. —¿Benny? —No había visto a esa persona en mi vida. Tampoco conozco al chucho. —¿Benny? —Oh, está bien —dijo, con un suspiro—. Es Babe, ya sabes, mi... —¿Amiga? —Socia —resopló Babe, indignada. —Comprendo. ¿Y forma parte de tu práctica empresarial colarte en las casas de la gente en plena noche, jovencita? —El capitán dijo que no pasaba nada. El padre de Benny suspiró. —No dudo de que lo hiciera. Tienes suerte de que no os pegara un golpe en la cabeza a los dos por ladrones. Se veía que la mente de Babe estaba trabajando, decidiendo si contestar o no a esa advertencia. Benny hizo que no con la cabeza disimuladamente. Ya tenían bastantes problemas. —Bien, Benny, vístete. Babe estará aquí afuera esperándote. —Vale, papá. —Guay, señor Shaw. —Me dan igual vuestros «vale» y vuestros «guay», que no os vuelva a pillar en este faro antes de que haya salido el sol. —Pat Shaw apuntó a Congrio con una mirada horrible—. Porque, si eso pasa, me haré un sándwich coreano. Babe no tenía ni idea de qué había querido decir con eso, pero sonaba de muy mal agüero.
Benny se puso los vaqueros y el jersey, y bajó corriendo la escalera de caracol. Babe lo esperaba junto a la puerta, con una mochila colgada del hombro. —¿Qué es un sándwich coreano, señoritingo? —No sé —contestó Benny, frotándose los ojos para ahuyentar el sueño—. Uno de Corea, supongo. Miró al cielo; una franja de rojo tenue ascendía por el horizonte. —Pero ¿qué hora es? —Eso de las cinco menos cuarto, supongo. —¿Las qué menos cuarto? 78
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—Fue idea tuya, Benny. Los primeros en llegar a la pelota, eso dijiste. El chico arrugó la frente. —Bueno, entonces vale, supongo. ¿Qué llevas ahí dentro? Babe lanzó la mochila sobre la tapia y abrió el cordón. —Un poco de equipo extra que he improvisado. —Sacó dos faros de bicicleta con unas cintas elásticas que colgaban de los cierres—. Se colocan en la cabeza, ¿ves?, como la linterna de un minero. Benny estaba impresionado. —Bien pensado, duende. ¿Te lo ha explicado el rey de las hadas? —Tiró de la cinta elástica, se la colocó alrededor del cráneo y encendió la luz—. Espero que nadie crea que somos el faro. Babe rió por lo bajo. —¿Quién sería el estúpido...? —Se detuvo. —No lo digas. —A lo mejor algún señoritingo de ciudad. —¡Sabía que ibas a decir eso! ¿Cuándo vas a dejar en paz lo de los señoritingos de ciudad? —Cuando tú pares con lo de duende. —Entonces, nunca. —Por mí bien... Ah, ¿y Benny? —¿Qué? —La goma de tu linterna la he sacado de unos calzoncillos viejos de mi padre. Benny se arrancó la linterna de la cabeza. —No lo has hecho, ¿verdad? Babe se encogió de hombros. —A lo mejor sí. —Venga ya, Babe. No tiene gracia. —A mí me parece graciosísimo. —Pues cambiamos. —Ni hablar, señoritingo. No quiero tus pulgas. —¡Yo no tengo pulgas, duende! —Ah, pues deben de ser piojos. Benny presintió un dolor de cabeza. No estaba acostumbrado a esa cantidad de bromas antes del desayuno. Incluso a oscuras, sintieron que la marea estaba bajando. El hedor de las algas al descubierto, el gasoil y el pescado podrido se elevaba desde el muelle como una niebla rancia. Sin la luz del sol, era fácil imaginar que el olor tendía sus zarcillos humeantes para retorcerse bajo tu nariz. Clipper estaba arrastrando una batea hacia el pequeño muro, exhausto tras pasar la noche en el territorio de los bacalaos de aguas profundas. —¿Ha habido suerte, Clipper? —le gritó Babe. El hombre tiró de un trozo de saco que tapaba una caja de cebo: unas 79
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cuantas docenas de bacalaos llenos de arena que todavía movían las barbas. —¿Queréis ganaros una libra cada uno? —les preguntó a voz en grito. Benny sintió en el estómago una extraña sensación, como si se hubiese acabado de comer un gusano vivo. Babe se miró el reloj. —Claro que sí. Tenemos unos minutos. —Bien, bien. Toma, coge esa caja. Clipper se puso en equilibrio sobre la quilla de la batea varada y le pasó la caja de plástico. Los peces se estaban asfixiando, coleteaban con debilidad, amontonados en la parte más baja. —¿Qué tenemos que hacer? —preguntó Benny, con un miedo horrible por si ya conocía la respuesta. Babe sonrió de oreja a oreja y sacó de la funda el cuchillo de escamar. —Limpiarlos todos —dijo—. No será ningún problema para ti, ¿verdad, señoritingo? —No —graznó Benny, en un susurro—. Ya lo he hecho antes, cientos de veces. Eso, claro está, no era estrictamente cierto. En realidad era una mentira como una casa, pero Bernard Shaw no podía admitir delante de una chica que se había pasado los últimos ocho veranos evitando tener que limpiar pescado. —Fantástico. Entonces eres un veterano. Entre los dos solo tardaremos cinco minutos. Lanzaron hacia la rampa la caja, que temblequeaba, y la pusieron al borde del agua. El sol de la mañana asomó por el horizonte y esparció motas carmesíes sobre las olitas del puerto. Benny no se fijó en esa belleza, estaba más preocupado por tener que meter las manos en las tripas de un pescado. —Bueno, de todas formas —dijo con indiferencia—, ¿qué método prefieres? Babe escogió el bacalao más grande de la caja. Uno gordo, de unos cuatro kilos y medio de peso y al menos medio metro de largo. —Bueno —dijo, mientras arrastraba al desventurado pescado por las agallas hacia la piedra lisa—. Personalmente, me gusta cortar primero la cabeza y luego seguir por el agujero del cuello hasta la cola. Hizo una demostración y rebanó la cabeza del bacalao con tres fuertes golpes de cuchillo. La espina dorsal sobresalió un segundo y luego se partió bajo la presión de la hoja irregular. Benny casi habría jurado que la cabeza degollada miraba al resto del cuerpo, preguntándose qué sucedía. Babe recorrió con su Leatherman el interior de la barriga blanca del pescado y la sacó hacia fuera. La carne jugosa se abrió en dos lomos, y salieron los nervudos globos de los intestinos. La chica cogió las tripas con una mano y las arrancó de las vértebras. —Así es como se hace más de prisa —dijo, y lanzó esa masa viscosa al agua del muelle. Una bandada de gaviotas de ojos redondos y brillantes se reunió sobre el 80
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festín. Desgarraron el venoso banquete con sus picos amarillos y crueles. Benny palideció. —Pues sí, así es como lo hago yo también. —Muy bien —masculló Babe, enfrascada en la tarea—. Vamos a darnos prisa para llegar a las rocas antes de que se presente Furty. Benny escogió un pescado. Uno pequeñito que parecía muerto y requetemuerto. Por supuesto, en cuanto lo colocó sobre las losas, el pobrecillo empezó a coletear y a mover las agallas intentando extraer oxígeno del aire. Benny se sacó el cuchillo de la funda casera. Como seguía escaso de fondos, era más bien un cuchillo de cocina en lugar de uno de escamar auténtico. Tragó saliva e hizo un corte en el cuello del bacalao. El pescado enloqueció unos momentos, quién no lo haría, y luego quedó inerte. Antes de dejar marchar su espíritu, el último acto del pescado fue echar un chorro de porquería marrón por todo el jersey de Benny. Babe se rió. —Apunta siempre la parte de atrás lejos de ti, señoritingo. —¿Qué? —refunfuñó Benny—. ¿Quieres decir que eso era...? —Pues sí. —¡Oh, no! Tras esa vejación, Benny ya no tuvo ninguna compasión por ese pescado en concreto. Lo embargó una extraña sensación de orgullo. Sus manos quedaron cubiertas de sangre, porquería y tiras de carne. No estaba ni mucho menos tan mal. Escogió a su segunda víctima, esta vez uno bien grande. Clipper fue abriendo cada uno de los pescados para examinar el trabajo de la pareja. —Muy bien, supongo —admitió—. ¿Cuánto era? ¿Cincuenta peniques cada uno? Benny se echó a reír. —Muy buena, Clipper. Pásanos la pasta antes de que volvamos a meterles las tripas dentro. Clipper abrió los cierres de su impermeable. —Escuchad, chavales, no llevo un penique encima. Os veré más tarde junto al banco. ¿Vale? Babe asintió. —Perfecto, Clipper, chico. De todas formas no hay tiendas en alta mar. Clipper bostezó y, al hacerlo, se le resquebrajó la máscara de escamas que le cubría la cara. —Está bien. Me voy a echar una siestecita. —Le guiñó un ojo a Benny—. Ojalá tuviese un trabajo bonito, fácil y de chiquilla como tu abuelo. Y ya puedes decirle que te lo he dicho yo. —Sin dejar de reír, se alejó arrastrando los pies hacia la bomba de agua dulce y se puso a enjuagar el equipo. El cielo se estaba aclarando de forma considerable. El sol ya era una semiesfera que se elevaba desde un mar en calma. 81
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—Bueno, duende —dijo Benny—. Vamos a acabar con esto. Ya estoy muerto de hambre. Los socios cruzaron el arco normando y comenzaron a buscar en la charca de Babby. Congrio metía las patas en las charcas de las rocas intentando cazar quisquillas plateadas. Hundía el morro entre los zarcillos de las anémonas que habían quedado al descubierto y daba marcha atrás cuando éstas volvían a la vida con un temblor. Como era un chucho estúpido, se sorprendía de veras cada vez que pasaba eso. Se colocaron las linternas. Benny sentía ciertos reparos al pensar en los orígenes de la goma elástica, pero no podía negar que resultaba eficaz. La noche no se había retirado todavía y la luz del alba no lograba penetrar en los lugares protegidos por los salientes de piedra caliza. Su nueva estrategia los recompensó casi de inmediato: el foco de Benny descubrió una esquirla de metal varada en una madeja de algas rojas. —¡Bingo! —exclamó; se acercó para cobrarse el cebo y por primera vez no se enganchó siquiera los dedos. Era un alemán gigante. Y se había conservado bien en el agua, no tenía ni un puntito de óxido. Solo manchas verdes de las algas. Eso se le quitaría con unas friegas de licor. Babe sonrió. —El primer tanto es nuestro. Tengo la sensación de que hoy va a ser un buen día. Babe estaba en lo cierto. Las rocas produjeron una cosecha extraordinaria de cebos. Incluso bajo el sol naciente, las linternas descubrían rincones oscuros que jamás habían sido investigados por nadie. Descubrieron señuelos artificiales que llevaban años ocultos en la oscuridad. Algunos estaban oxidados y no eran más que palitos, mientras que otros se podían salvar con un anzuelo nuevo y un poco de cirugía estética. Se detuvieron a hacer inventario en el puente de Horatio. Solo estaban a medio camino de Black Chan y la bolsa de Babe ya estaba repleta. —¡Furty Howlin! —dijo la chica con desdén—. ¿De dónde se saca nadie un nombre como Furty? ¿De una tienda de artículos de broma? A Benny le vino a la cabeza un viejo dicho sobre ver no sé qué en el ojo ajeno, pero se lo guardó para sí. —Furt es un término de fútbol americano —explicó—. Un furt es cuando algún palé... alguien no sabe chutar bien la pelota y solo consigue impulsarla a ras de suelo con el dedo gordo del pie. Alcanza mucha distancia, pero no es nada preciso. Yo diría que nuestro hombre debió de ganarse el nombre como jugador paleto de fútbol en su infancia. —Entonces, ¿cómo se llama de verdad? Benny se encogió de hombros. —No sé. Seguramente Patsy, Mickser o algún otro nombre de catetos. No lo entiendo. Los paletos sois millones, y todos tenéis los mismos cuatro nombres. No me extraña que todo el mundo tenga un apodo. 82
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Babe soltó una risita. —Ojalá tuviésemos madres creativas como la tuya, Bernard. Benny se rió. —Oh, ja ja, qué gracioso, duende. En realidad, ese fue un momento trascendental. Por primera vez en su corta vida, Benny Shaw se había reído verdaderamente de sí mismo. Había ocurrido con naturalidad, le había sucedido sin más. Y tenía mucho que ver con su socia, porque era muy difícil tomarse como una ofensa nada que viniera de Babe. Esa chica tenía algo. A lo mejor era el hecho de que, si se molestara por todos sus insultos, tendría que pasarse todo el día quejándose. —Bueno, ¿qué es lo que tienes? Babe extendió los cebos sobre las rocas. —Dos alemanes, uno gigante, gracias a ti. Cuatro cucharillas, dos de ellas en perfecto estado. Cinco VB, ninguno que nos delate. —No te preocupes, ya he aprendido la lección. —Y un ojos rojos, como el que le vendimos a Anto el otro día. —No está mal —dijo Benny. —Y aún nos queda un buen trecho. El sol ya había salido del todo y hacía hervir la gasa de nubes matutinas que había en el cielo. Un azul mediterráneo asomaba por agujeros cada vez más grandes. Iba a hacer un día abrasador. Aun así, no apagaron las luces. Se agachaban hasta muy cerca del suelo y metían la cabeza por debajo de las cornisas de roca y por fisuras frías y húmedas. Era un trabajo castigador, tenían la ropa húmeda, empapada, los hombros doloridos por el sol y el esfuerzo. Sin embargo, cada vez que vislumbraban el brillo del metal enganchado entre las algas o atrapado en los dedos pétreos de la caliza erosionada, el esfuerzo merecía la pena. Benny sentía una determinación especial. Se estaba valiendo por sí solo, y lo sabía. En el pico de Frenchy le fue contestada una pregunta que había tenido la intención de formular. Mientras los buscadores estaban a gatas al borde del agua, Congrio seguía investigando las charcas de las rocas. De pronto se puso a gruñir de manera amenazadora, con el pelo del lomo erizado como si fueran cuchillas. —¿Qué le ocurre? —preguntó Benny. Babe se enderezó y miró a su mascota. —¡Sal de ahí! —ordenó de inmediato, mientras se ponía en pie y muy tensa. Benny fue corriendo a la charca y se puso junto a ella. Congrio estaba mirando a las umbrías profundidades, su ojo perseguía a una sombra escurridiza. —El abuelo me habló de esta charca —comentó Benny. —Ahora no, señoritingo —protestó Babe. —No, no. Es interesante. Por lo visto, esta charca en particular está unida al mar por un túnel submarino. El abuelo dice que por el canal llegan nadando toda clase de cosas que no pueden volver a salir. En los años cincuenta se metió 83
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aquí un tiburón. Le arrancó la pierna a un jovencito que iba a darse un chapuzón. Pero lo que suele entrar son... —Congrios —interrumpió Babe. —Sí, pero ¿cómo sabías...? Era difícil decir si el perro fue a por el congrio o si el congrio atacó al perro. Fuera como fuese, una masa de carne y dientes que no dejaba de moverse golpeó la roca antes de que Benny supiera qué estaba sucediendo. Babe lo agarró del brazo. —¡A las rocas! ¡Súbete a las rocas! Benny subió de un salto a la cornisa más cercana y esquivó por poco la cola del congrio. Observaron con total fascinación cómo luchaban el cánido y el pez. Era una extraña batalla. El perro tenía maniobrabilidad, pero el congrio tenía fuerza y dientes: más de un metro de ágil violencia negra con una hilera de navajas en un extremo. El congrio se sacudía de una forma salvaje, haciendo rechinar los dientes sin cesar. Era un espectáculo sobrecogedor. Benny era del todo consciente de que, si esas fauces se cerraban sobre hueso, solo una vez, la lucha habría terminado. Se tomó un momento para mirar a Babe. También ella era consciente del peligro en que se encontraba su mascota. Congrio iba esquivando los coletazos del pez sin dejar de acosarlo. Babe le gritó que retrocediera, pero el animal, que solía ser obediente, no quería ni oír hablar de eso. Congrio, durante el tiempo que duró esa confrontación, olvidó todo rastro de domesticación que le hubiese inculcado su ama. De repente, el perro dio un salto. Vio una abertura y se lanzó hacia ella. En un abrir y cerrar de ojos, sus fauces asían con fuerza la garganta del congrio. Los dientes del pez quedaron inutilizados, de modo que puso enjuego la única arma que quedaba a su disposición. Una onda lo recorrió cuan largo era y, de pronto, dos espirales carnosas envolvieron el cuerpo del perro. Se había convertido en una cuestión de resistencia. El perro mordía con más fuerza, quitándole a su adversario la sangre de la vida, mientras que el congrio apretaba con la desesperación del que va a morir. La lucha se prolongó durante un largo minuto tras el cual las espirales se relajaron de repente y se deshicieron sobre las rocas. Congrio le hincó una última vez los dientes en la garganta para asegurarse y luego cayó exhausto. Babe fue corriendo junto a su perro. —¡Animal estúpido! —gritó, examinando cada centímetro de su piel por si veía marcas de mordeduras. Benny no saltó tan de prisa de la roca elevada. —¿Seguro que esa cosa está muerta? Babe miró al congrio. —Sin duda. Los congrios nunca abandonan mientras les queda una pizca de vida. Recógelo y se lo venderemos a Clipper como cebo para langostas. Benny le dio un golpecito al cuerpo con la punta del pie. —No sé. Es un cadáver horrible, tiene una pinta malévola. —Se inclinó 84
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mientras miraba el ojo del congrio. Un disco plano y reluciente que parecía devolverle la mirada. Ya estaba tendiendo una mano para recoger el pescado cuando el perro se levantó y se quedó medio agachado sobre la presa muerta. —Está bien —dijo Benny—. Te lo has ganado. Babe se secó el sudor de la frente. Le había vuelto un poco de color a la cara. —Este perro me va a provocar un ataque de corazón —declaró. Benny asintió con la cabeza. —Bueno, al menos ahora no tengo que preguntarte por qué le pusiste Congrio. —Antes se llamaba Idiota, pero se lo cambié a petición popular cuando apareció trotando por el muelle con un congrio en el hocico. Benny miró al chucho, que hostigaba al congrio muerto. —No sé. Me parece que Idiota le pega. Cuando regresaron por los prados ya tenían como mínimo veinte cebos vendibles. Más que suficiente para montar el puesto esa tarde. Benny estaba cansado y tenso, y apestaba a escamas de pescado y a cosas peores, pero se sentía de maravilla. Los cortes y los rasguños con los que antes habría ido lloriqueando a su madre le parecieron entonces insignias del duro trabajo. Fueron paseando entre la hierba crecida, conversando tranquilamente por una vez. Congrio se divertía persiguiendo a las ovejas extraviadas que se encontraba. Las ovejas, sin embargo, no se inquietaban mucho. Parecían notar que el perro jamás renunciaría al congrio que llevaba en la boca el tiempo suficiente para darles un bocado. Tropezaron con Furty en los escalones. Eran las seis y cuarto, marea baja. La situación no podía pasarse por alto, eran tres personas y solo había sitio para que pasara una. Sería algo así como un duelo. La sorpresa encendió por un instante el rostro de Furty, pero en seguida recuperó su expresión glacial. —¿Habéis ido a la mina, chicas? Benny se echó la mano a la linterna que llevaba, olvidada, en la frente. —Oye, Furty —empezó a decir—. La marea está ahora en lo más bajo. Hay un montón de rocas que no hemos rastreado. —¡Rastrear! —gruñó Furty—. Rastrear es para niños como vosotros. Hoy voy a poner otra trampa. —Le dio unos golpecitos a una madeja de redes que llevaba al hombro—. Voy a colocarla en el pico de Frenchy, y que Dios asista al intruso desgraciado que le ponga un dedo encima. —Pirata —masculló Babe. Furty la fulminó con la mirada. —Ser una chica no te va a proteger siempre. A lo mejor no puedo pegarte a ti, pero sí que podría dejar un filete envenenado a la puerta de tu casa alguna mañana. Babe palideció. —Eres... eres... 85
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Antes de que pudiera formular una contestación, Furty pasó rozándola y silbando esa canción que decía: «¿Cuánto vale ese perrito del escaparate?». Benny se lo quedó mirando, horrorizado porque alguien a quien había considerado un amigo pudiera haber cambiado tanto.
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EL REY DE LA DISCO La inquisición celebraba una sesión. Benny estaba sentado a la mesa de la cocina, flanqueado por los adultos de la familia. —Bueno —dijo su padre—. Vuelve a explicarme lo de esa discoteca. El chico bostezó con todas sus fuerzas. —Ya hemos pasado por esto un millón de veces. Su padre entrecerró los ojos. —Y volveremos a pasar por esto un millón de veces más, hasta que quedemos satisfechos. —¡Ay, papá! —Bien. Olvídate de todo. No vayas. Jessica puso una mano sobre el brazo de su marido. —Pat, tranquilízate. Benny se conocía la estrategia. Lo había visto en la tele. Poli bueno, poli malo. Sin embargo, con el abuelo allí, más bien era poli bueno, poli malo y poli listillo. Era un ritual por el que le hacían pasar cada vez que quería ir a alguna parte. Ni que fuese a meterse en líos o algo así. Benny recompuso su expresión hasta que le quedó angelical. —¡Oh, venga! —dijo Pat—. Mira qué cara pone. Nunca me fío de Benny cuando se hace el inocente. —¿Qué cara? —protestó Benny. —¡Hay algo que no me dices! —¿Como qué? —Bueno, esa es una pregunta estúpida, ¿no? ¿Cómo voy a saber algo que no me dices? Georgie se estremeció. Tenía un interés personal en esa conversación y Benny lo estaba estropeando todo. Su padre respiró hondo. —Muy bien. Desde el principio. Benny resistió el impulso de pedir un abogado. 87
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—¿De qué se trata exactamente? —De una discoteca para jóvenes. —¿Dónde? —¡Oh, papá! Ya te lo dicho to... —¿Dónde? Benny suspiró con todas sus fuerzas. —En el salón de Saint Brigid, que está en Newford, por cierto, por si te lo preguntas. Su padre sonrió con frialdad. —Oh, sí, Bernard. Este es un momento fantástico para ponerse sarcástico. Buena elección. Benny arrugó la frente. Sospechaba que también su padre se estaba poniendo sarcástico, pero no estaba seguro. Su madre intentó seguir con el interrogatorio. —¿A qué hora, Bernard? —De las siete a las diez. —¿A las diez? Eso es muy tarde. Benny puso pegas. —¿Tarde? Ya tengo trece años, mama... mamá. —Físicamente, a lo mejor. No sé si mentalmente... —¿Estás diciendo que soy inmaduro? —Bueno... —No soy inmaduro. ¡Que no! Los progenitores Shaw intercambiaron una mirada de complicidad. —Verás, lo que decimos es esto, Bernard: escúchate a ti mismo, ni siquiera eres capaz de hablar con tus padres sin que te dé un síncope. Benny respiró hondo, sacudiéndose. —No me está dando un síncope —dijo, con una calma excepcional—. Solo creo que es injusto que me hagáis un juicio por algo que es parte natural de mi desarrollo. No puedo ser un niño para siempre. Era un buen argumento, bien presentado. Vio que había hecho mella en la armadura. «Eso os ha tocado», pensó. Era una basura, desde luego, pero efectivo, no obstante. Jessica se retorció un mechón pelirrojo. —Bueno, por supuesto que queremos que crezcas, Bernard. Es solo que no podemos dejar de preocuparnos por ti. Es porque te queremos. Benny sonrió comprensivamente. —Ya lo sé, mamá, pero no tenéis de qué preocuparos. Vamos a ir muchos. Iremos todos juntos en bici, y hay un par de sacerdotes al cargo. Su padre hizo un último intento desesperado. —¿Has comprobado los frenos? —Sí, papá. —¿Tienes herramientas por si pinchas? 88
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—Sí, papá. —¿Ropa interior limpia? El abuelo perdió el control y soltó unas risitas por su propia agudeza. —¡Paddy! —espetó Jessica, intentando contener una sonrisa. Hasta su padre tuvo que sonreír. A lo mejor sí estaba siendo un poco protector. —Bueno, está bien. Lo consideraremos como una vuelta de prueba. Si regresas un segundo más tarde de las once menos cuarto, se acabaron las discotecas durante todo el verano. —Sí, papá —dijo Benny, con humildad. Su padre lo miró con los ojos entrecerrados. —¡No hagas eso! —¡No hago nada! —¡Bueno, pero no lo hagas! Georgie estaba esperando junto al cobertizo del combustible. —Te lo dije —soltó. Benny le sonrió a su hermano pequeño. Menuda novedad. —Tengo que admitirlo, jovencito. Ha sido lo de «parte natural de mi desarrollo» lo que los ha convencido. —¿Y? Benny se sacó cincuenta peniques del bolsillo y se los lanzó a Georgie. —Buena idea... Ha valido cada penique. George, siendo como era, no atrapó la moneda y tuvo que ir tras ella por el sendero. Benny suspiró. Ah, bueno, al menos su hermano tenía cabeza.
El convoy llegó a las cinco y media. Eran los equivalentes ciclistas de Congrio: una manada de perros callejeros. Paudie iba montado en su antigua High Nellie negra, despojada de todo lo que no era esencial. Sin guardabarros, sin luces y, por supuesto, sin frenos. Los frenos, por lo visto, eran para las chicas. Seanie y Sean Ahern llevaban unas Triumph Twenties idénticas... Hasta las manchas de óxido parecían similares. Con esas ruedas tan pequeñas, los chicos iban a tener que darle mucho a los pedales para seguir la marcha. Babe, desde luego, llegó con la Rolls Royce de las bicicletas de montaña, una Rough Rider de doce marchas que hasta tenía reposacodos y botella de agua. Benny hizo un ademán con la cabeza en dirección a la bicicleta. —¿Con los cebos? —preguntó. —Pues sí —respondió Babe—. El penúltimo verano. Benny observó a su cohorte de paletos. Todos parecían lucir una especie de uniforme de discoteca, Babe incluida. Vaqueros holgados, camiseta larga colgando por fuera y grandes botas de montaña. Babe también llevaba el consabido gorro de lana calado hasta la frente. Benny sintió que desentonaba horrores con su sudadera y sus pantalones 89
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de algodón. Aun así, era demasiado tarde para cambiarse. Pasó una pierna por encima de su bici de carreras de cinco marchas. —Bueno, ¿nos vamos o voy a tener que esperaros todo el día, granjeros? Paudie se rió. —Cállate, señoritingo, o tendré que decirle a Babe que te dé una paliza. Babe le dio una patada a la enorme pierna del granjero. —El señoritingo es mi socio. No puedo darle una paliza por menos de dos libras con cincuenta. El parloteo se vio interrumpido por los padres de Benny, que llegaban por el sendero del faro. —Eh, Benny —dijo su padre—. ¿Qué hay? A Benny, como a la mayoría de adolescentes, no le hacía gracia que su independencia fuese puesta en tela de juicio delante de sus amigos. —Nos vamos a la disco para jóvenes —dijo entre dientes—. ¿Te acuerdas? —Pensaba que no empezaba hasta las siete. —Y no empieza, papá, pero tardaremos media hora en llegar allí en bici. Luego iremos a comer algo a Badger's Burgers. —Tengo medio kilo de grasa en la nevera —dijo Jessica—. ¿Por qué no te comes eso? Benny luchó con su paciencia. Sabía que esa era la prueba final. Si lograba pasarla sin estallar, iría de camino a su primera discoteca. —Mejor tomaré la hamburguesa vegetariana. Su padre sonrió, a su pesar. Las hamburguesas grasientas no ocupaban un puesto muy alto en la lista de cosas que lo preocupaban. —Está bien, contramaestre. A las once menos cuarto, ¿recuerdas? Jessica le dio un beso en la mejilla a su hijo. —Ten cuidado, Bernard. —Que sí, mamá. Hasta luego. Los padres de Benny se alejaron a desgana por el sendero, mirando hacia atrás, a su hijo mayor, como si se marchara a la guerra. Sean Ahern saltó a su bicicleta. —Ten cuidado, Bernard —dijo con voz melosa, y le dio un sonoro beso a Benny en la mejilla. Benny sintió que aquello merecía una pelea y se abalanzó sobre el gemelo. Solo dejaron de reñir al darse cuenta de que el resto del convoy se había marchado sin ellos. Benny le dio a Sean una última patada y se montó en la bici de un salto. Metió la quinta y apoyó todo su peso en los pedales. Sintió que la emoción se le acumulaba en el estómago. Su primera discoteca. Benny no estaba seguro de qué esperaba, pero iba a ser algo distinto. Otro paso que lo alejaba de la infancia. Estaba impaciente. El primer tramo era el peor. Tres kilómetros de carretera recta y llana sin apenas una curva ni un bache que rompiera la monotonía. A lo lejos, el rectángulo gris de la iglesia parroquial se alzaba en el horizonte, pero, por 90
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mucho que pedalease, no parecía acercarse nunca. Los lugareños llamaban a ese tramo «la carretera que mató al mendigo». Según su abuelo, un pobre vagabundo había conseguido llegar allí desde el cabo Malin y cayó muerto al ver esa franja de asfalto que parecía interminable. Con el sudor empapándole la espalda de la sudadera, Benny bien podía creerlo. Benny y Babe ya estaban descansando junto a la bomba de agua de la iglesia cuando llegaron los demás. Al no tener frenos, Paudie detuvo su cacharro llevándolo hasta la cuneta y haciéndolo rodar en el borde. Era un método, como poco, arriesgado, y prácticamente garantizaba que la ropa de Paudie quedaría destruida antes de que lograra llegar a la discoteca. Desmontaron para descansar un rato y todos metieron la bocaza bajo la bomba de agua, por turnos. Aquella bomba era un mecanismo antiguo, con un brazo curvado y la boca de un león como caño. Una persona bombeaba, otra bebía. Controlar el chorro era una operación delicada. Demasiado despacio y el agua salía en un hilillo que no satisfacía, demasiado de prisa y ahogabas al que tuviera la cara vuelta hacia arriba para dar un trago fresco. De modo que, evidentemente, la idea era atraer al bebedor con un chorro regular y luego intentar empaparlo con un súbito diluvio. Babe sacó un paquete de galletas de la bolsa y lo escondió en una zanja que había detrás de la bomba. —Para la vuelta. —Bien pensado, duende —dijo Benny, sacudiéndose el agua del pelo. —Pues sí. A las diez y media nos alegraremos de tenerlas. Benny se alisó el remolino. —Me pregunto dónde andará Furty. Babe se encogió de hombros. —Bueno, no irá a la disco para jóvenes, eso seguro. Supongo que estará en las rocas, intentando robarnos a los clientes. —Déjalo. Con su genio no hará muchos amigos. —A lo mejor sabe ser amable cuando quiere. —Lo descubriremos mañana por la noche, de una u otra forma.
Newford era lo que Anto habría llamado el Paraíso Palurdo. Un pequeño pueblito de pescadores en la costa del sudeste que le llevaba un paso de ventaja a Duncade porque tenía dos calles. En invierno, Newford era coto de actividades rurales. Los tractores avanzaban con estruendo por la calle mayor y dejaban estiércol en las huellas de sus neumáticos monstruosos. Jóvenes a caballo se echaban carreras por los campos y los ancianos con traje se sentaban en el alféizar de la ventana de delante a fumar cigarrillos sin filtro. Sin embargo, en cuanto sonaba el timbre que anunciaba las vacaciones del verano, la mitad de Dublín bajaba a los dos campings de caravanas del pueblo y durante ocho semanas, en Newford resonaba el barullo de niños que gritaban, 91
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radios que atronaban y chicos y chicas que no se hacían caso unos a otros. Y es sorprendente la cantidad de ruido que puede hacerse para no hacer caso a alguien. La pandilla de Duncade llegó al centro del pueblo intentando parecer todo lo indiferentes y sofisticados que podían. No se trata de una hazaña sencilla cuando acabas de recorrer nueve kilómetros y medio en bicicleta, y una capa de sudor salado te nubla la vista y añade varios kilos de peso a tu ropa. De manera que, mientras Benny y compañía se imaginaban como extraños misteriosos y posiblemente mortíferos, lo que parecían en realidad era una panda de cadáveres andantes que acababan de salir a rastras de un volcán. Se detuvieron derrapando a la puerta de Badger's Burgers, un garito de patatas fritas del lugar, de calidad discutible. Siempre era sensato morder con cuidado la hamburguesa por si todavía estaba congelada. Mo obstante, el atractivo de Badger's era que tenía videojuegos al fondo, y que Badger te dejaba quedarte todo el día si le comprabas aunque solo fuera un sobrecito de salsa de tomate. Los chicos bajaron de las bicis y, si hubiese habido un poste, las habrían atado a él. Paudie fue el primero en entrar y sacar un fajo de billetes de cinco del bolsillo. —¿Qué tal vamos, Badger? Badger, un personaje desgarbado con una mata de pelo rizado y pelirrojo, gruñó un saludo y luego siguió quitando un pelo de una salchicha que se estaba friendo. —Hamburguesas y patatas para todos, ¿verdad? Benny asintió, aunque su estómago le suplicaba que dijera que no. No podía. Era casi como un rito de iniciación. —Eso es, Badger —dijo Paudie—. O sea, que serán cinco hamburguesas y cinco de patatas. Badger gruñó un «sí». —Yo quisiera la mía bien hecha, por favor —saltó Babe. Badger levantó la vista bruscamente y, al hacerlo, dejó caer ceniza de su cigarrillo sobre la parrilla. —Ah, una listilla, ¿no? —No —contestó Babe—. Solo una inspectora de sanidad. Badger gruñó. —Oh, es fantástica, ¿eh, Paudie? ¿Por qué no te la traes más a menudo? —La traería, pero sus piernecillas no pueden seguirme el paso. —¡Cállate! —¡Qué genio! Ahora no tienes a ningún perro que te proteja. Seanie sonrió con malicia. —Sí, a lo mejor la salva su novio. Benny se rió con sorna hasta que se dio cuenta de que hablaban de él. —¡Seanie! Me estoy cansando de darte palizas. 92
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—¡Oh, no! —gritó Seanie—. Es sir Señoritingo que ha venido a rescatar a la doncella. Y las cosas seguramente habrían seguido así —tomándose el pelo con buen humor y una pizca de verdad oculta— de no ser por la llegada de un tal Furty Howlin. —¡Pero mirad quién ha venido! —sonó su voz, cargada de desprecio. Benny sintió que el estómago se le empezaba a revolver, como si un mono estuviera tocando unos bongos ahí dentro. —Furty, chico —saludó Paudie—, ¿qué tal vamos? Furty sonrió con magnanimidad. —Bueno, no demasiado mal, Paudie. —¿Cómo te trata el mundo libre? —Mejor que el otro. El momento de la risa nerviosa. Nadie se sentía cómodo con los chistes de la cárcel. Furty hizo un ademán con la cabeza hacia Babe y su socio. —Bueno, ¿y cuándo habéis empezado a codearos con furtivos? Paudie se puso tenso. —¿Qué? —Furtivos. Esos dos intrusos, que se presentan aquí y se ponen a rastrear mi zona de cebos. —Las rocas son del que se las trabaja, Furty. —¿Tú qué eres? ¿Alguna clase de indio norteamericano o algo por el estilo? Esa es mi zona y estos dos no son más que un par de sucios furtivos. Badger se enderezó tras el mostrador. Solo era un tipo flacucho, pero tenía la mirada de ojos desorbitados de un maníaco. —¿Ves esto, Furty? —preguntó con amabilidad, sosteniendo en alto una espátula humeante. Furty asintió. —Bueno, pues te marcaré como a un ternero de ojos castaños si no paras de armar jaleo en mi establecimiento. Todos se sintieron unidos por la conmoción ante el hecho de que Badger se refiriera a ese tugurio como «establecimiento». Aun así, con la hoja de la espátula humeando a través de la grasa, la amenaza resultó efectiva. Badger reforzó la imagen espachurrando una hamburguesa con el utensilio. Un chorro de grasa y vapor salió escupido del trozo de carne. —Vale, Badger —dijo Furty—. No te sulfures. Esto puede esperar. Tengo todo el verano. —Le lanzó a Benny otra mirada venenosa y salió del establecimiento. —Eran cinco hamburguesas, ¿verdad? —dijo Badger, con el incidente ya olvidado. Cuando tratas toda la temporada con los dublineses de las caravanas, no tardas en volverte insensible. Paudie cogió la bolsa de papel que le tendían y se apresuró hacia una mesa 93
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antes de que se le rompiera. —Espero que vosotros dos sepáis lo que hacéis metiéndoos con Furty. —Eso espero yo también —murmuró Benny. La frente normalmente despreocupada de Paudie se había arrugado. —Ese tipo trae malas noticias. Malas noticias. Babe le dio un mordisco a su hamburguesa y la tiró a la papelera. —Olvidémonos de él. Esta es nuestra noche de marcha y vamos a divertirnos. Benny asintió con la cabeza, sin mucha convicción. —Sí, más os vale —dijo Seanie—. Seguro que mañana Furty os mata de todas formas.
El salón de Saint Brigid parecía sacado de una vieja película en blanco y negro. En realidad, habría tenido un aspecto considerablemente mejor en una película en blanco y negro, porque la pintura de color verde oliva que embadurnaba las paredes era horrorosa. Se trataba de uno de esos salones multiusos de los pueblos, utilizados para partidos de baloncesto, reuniones de la Legión de María, reuniones de granjeros haciendo propaganda política y, durante el verano, discoteca para jóvenes. Las únicas concesiones que se hacían ante el hecho de que se trataba de un baile de gente joven eran unos cuantos globos medio desinflados que habían clavado encima de la puerta y dos focos destellantes de color naranja, que Benny sospechaba que habían afanado de las obras en carretera más cercanas. Pagaron sus dos libras y se dirigieron directos a la barra. Refrescos para todos. Mientras sorbía por una cañita a rayas, Benny observó con atención su primera discoteca. Aunque la música no sonaba todavía, había bastante gente pululando por el salón. Era fácil distinguir a los de Dublín. Todos los chicos llevaban pendiente y todas las chicas iban enseñando la tripa como jovencitas Spice Girls. Sin embargo, por muy guays que quisieran parecer, era demasiado temprano para que nadie se aventurara a cruzar por el desierto centro del salón. Las chicas estaban a un lado y los chicos al otro. Benny le dio un codazo a Babe. —Eh. ¿No tendrías que estar a aquel lado, duende? Babe le devolvió el codazo, un tanto forzadamente. —¿Por qué? —Ya sabes. Chicas, chicos, ese tipo de cosas. —¿Qué quieres decir, señoritingo? —Bueno, que eres... ya sabes... una chica. —¿A quién llamas...? —empezó a decir Babe, luego se interrumpió—. Ya sé que soy una chica, idiota. Es solo que no soy una chica chica. Benny asintió. 94
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—Lo comprendo a la perfección. Babe frunció el entrecejo. —¿Y qué quieres decir con eso? —Bueno, lo que tú has dicho. Que eres una chica, pero no una chica chica. Cintas y risitas y todo eso. —Eres un cavernícola, Bernard Shaw. —¿Has estado hablando con mi madre? —preguntó Benny, con recelo. —¿Así que crees que no puedo ser una chica? —Espera un momento, socia. Eso no es lo que he dicho. —¡Me importa un bledo que seamos socios! Puedo ser tan chica como cualquier hombre de los que hay aquí. Eso no era lo que... Ya sabes lo que quería decir. ¡Dios Santo, Benny, me sacas de quicio! Benny fue lo bastante listo para darse cuenta de que eso tenía poco que ver con él. —Tranquilízate, Babe. Yo solo decía que... —¡Te lo voy a demostrar, señoritingo! —¡No tienes que demostrarme nada! —¡Eso ya lo veremos! Babe se fue indignada hacia el lavabo, la mochila le rebotaba a cada paso. Benny suspiró. Allá iba un duende enfadado. Así pues, Babe iba a intentar ser una chica de verdad. ¡Babe! La regordeta y desgarbada de Babe Mará. Aquello iba a ser vergonzoso.
Benny tenía que admitir que ese asunto de la disco no estaba resultando como había esperado. No estaba seguro de qué era lo que había esperado en concreto, ¡pero seguro que eso no! Había estado especulando con vagas visiones de adolescentes sonrientes y modernos que meneaban el esqueleto al ritmo de los últimos éxitos y nubes de hielo seco notándoles por las rodillas. Y en mitad de todos ellos estaría Benny Shaw, que acababa de descubrir un talento natural para el baile. Las chicas pasarían flotando a cámara lenta, se detendrían solo para admirar las habilidades del chico de Wexford mientras giraba bajo las luces estroboscópicas. Bonito sueño, lástima de realidad. En el mundo real, ningún chico se había movido de su asiento desde hacía más de media hora. Estaban sentados persiguiendo las últimas gotas del fondo de las botellas de refrescos, mirando con envidia a los dublineses que bailaban sin ningún tipo de complejos. Porque, encima, eran guays de verdad, con todos esos giros y esos gestos de la mano como los que se ven en «Los cuarenta principales». Todo cambió en cuestión de segundos en cuanto llegó el heavy metal. Antes de que los primeros compases de alguna canción de Iron Maiden hubiesen dejado de reverberarle dentro del cráneo, Benny se vio arrastrado al centro del salón. Como por arte de magia, todos los dublineses de la sala habían 95
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desaparecido de la pista de baile. Un gran círculo de lugareños se puso a ejecutar extrañas acciones con las manos. Era como si estuviesen afinando guitarras. Guitarras que no tenían. Benny rezongó. «¡Oh, Dios, no! Guitarras invisibles no.» En realidad era bastante impresionante. Al final de la primera estrofa, unos cincuenta adolescentes tañían las cuerdas invisibles en perfecto unísono. Era una fantástica hazaña coreográfica. Daban fuertes patadas y golpeaban con la cabeza y cantaban los acordes de guitarra en lugar de la letra. Benny sintió una emoción primaria en las entrañas. Primero empezó a movérsele la punta del pie, luego los hombros y, antes de que se supiera lo que sucedía, estaba dando cabezazos como cualquiera de ellos. A la tercera canción, Benny había perdido por completo el control de sí mismo. Había decidido que estaba harto de la guitarra invisible y decidió tocar la batería imaginaría. Al principio, los metálicos contemplaron su iniciativa con cierto escepticismo; algo semejante a la reacción que recibió Colón al sugerir que el mundo era redondo. Sin embargo, luego los chicos vieron las posibilidades. Se podía mantener un bonito ritmo regular en las estrofas y luego estallar en espasmos durante los solos. Al final de Highway to Hell, la mitad de la orquesta estaba golpeando baterías imaginarias y Benny se había ganado un lugar de por vida en el círculo del heavy. Su danza tribal se vio interrumpida por una tanda de lentos. Volvía a ser el turno de los de Dublín, que se desparramaron por la pista bailando en serio con las chicas. Benny no estaba seguro de si sentía envidia o asco. Un año atrás, habría dicho con pelos y señales lo que pensaba de las chicas, pero ya no estaba tan seguro. Sin embargo, sí estaba seguro de una cosa: por nada del mundo iba a atravesar la pista de baile para que cualquier jovencita lo despreciara. Benny se pasó una lata de Coca-Cola por la frente. Por nada del mundo. Se iba a quedar ahí sentadito hasta la siguiente tanda de heavy metal. Paudie se dio una palmada en las rodillas. —Muy bien. Deseadme suerte. —¿Adónde vas? —Pues, no pensarás que voy a quedarme aquí sentado con vosotros, cazurros, cuando todas esas chicas de Dublín se mueren por que las saque a bailar. A Benny se le secó la garganta de golpe. —Supongo que no. —Esperaba con fervor que eso no fuera el comienzo de una moda—. Buena suerte. Paudie sonrió. —¿Suerte? ¿Quién necesita suerte? «Yo», pensó Benny. Uno a uno, todos lo abandonaron y avanzaron por entre las parejas que bailaban hasta la fila de chicas del otro lado. Los adultos que hacían de carabina rondaban por la pista lanzando miradas cargadas de fuego eterno y azufre a 96
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cualquiera que pareciera estárselo pasando demasiado bien. Benny se sentía presionado para hacer ese recorrido. En ese momento, caminar sobre ascuas le hubiese parecido una opción preferible. No era justo. Estaba haciendo todo lo posible por integrarse entre esos granjeros. Se había comido la hamburguesa con pelos, había bebido un refresco con ellos y se había puesto a dar cabezazos. Pero encima le pedían que incurriera en un acto vergonzante delante de cientos de dublineses. No pensaba hacerlo. No pensaba... Al menos no de momento. Benny fue observando a los demás tapándose los ojos con las manos. Era patético lo que los chicos tenían que soportar solo por bailar con una chica. Paudie escogió bastante de prisa: una un poco punki, con un pendiente en la nariz. Los pobres gemelos Ahern, sin embargo, fueron rechazados por todas las chicas de la fila antes de arrastrarse abochornados hacia el lavabo. «Ni hablar —pensó Benny—. Yo no. Prefiero quedarme solo aquí sentado a unirme a la triste brigada del lavabo.» Iban a tener que quedarse ahí dentro hasta que terminaran las lentas. —¡Ejem! —Alguien se estaba aclarando la garganta en dirección a él. Benny alzó la vista, casi esperando encontrarse a Furty cernido sobre él. Pero no. Era una chica. ¡Oh, Dios mío! Era Babe, que le lanzaba una mirada desafiante—. ¿Y bien? Benny tragó saliva. —Bueno, yo... eh... ¿Cómo te va, duende? —¿Y ya está? —inquirió Babe—. ¿Eso es todo lo que tienes que decir? Benny quería hablar. Quería decir algo inteligente e ingenioso, pero su cerebro todavía estaba procesando las imágenes que le habían transmitido sus ojos. Era Babe, la reconocía por la voz, pero no era la Babe que él conocía. O quizá sí lo era y él no lo había sabido. «Oh, no seas bobo —se dijo—, ya discutirás contigo mismo más tarde.» Era obvio que Babe había llevado buena parte de una boutique escondida en la mochila, porque se había hecho una puesta a punto como las que no se ven ni en esos programas de entrevistas yanquis. Para empezar, se había quitado el gorro. Llevaba la rizada melena castaña apartada de la cara. Y la cara era... bueno, bonita. Benny no se entretuvo en la forma de los ojos, ni en sus muchas pecas, ni en nada de eso. Eso se lo dejaba a Georgie. Pero sin duda era guapa. Eso tenía que admitirlo. Había guardado la ropa holgada y la había cambiado por un simple vestido de flores. Aunque seguía llevando las Timberland, el único punto de unión con la antigua Babe. —Estás... —tartamudeó Benny. —¿Sí? —Pareces una chica. Igualita que una chica. Babe puso los ojos en blanco y, por un instante, Benny pensó que iba a recibir un codazo en las costillas. Después, su socia se calmó y alzó la mano de manera automática para arreglarse la borla del gorro. Benny le señaló a la cabeza. 97
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—En realidad no llevas... —Ya lo sé, señoritingo. —Vale, lo siento. —Benny no tenía ni idea de por qué se estaba disculpando. Sentía que era lo más sensato. —Me voy para allá —dijo Babe—. A sentarme con las demás chicas. Estaré allí, en caso de que alguien me busque. Con las chicas. —Entendido, duende —dijo Benny—. Mensaje recibido. Estarás allí. No soy un zopenco. —A veces lo dudo —gruñó Babe, avanzando en zigzag hacia el otro lado de la sala. Benny miró cómo se alejaba. Sintió que se estaba perdiendo algo. ¿Por qué no podía la gente hablarse sin dobleces? Al menos con Furty sabías a qué atenerte. Las chicas, sin embargo, se pasaban todo el rato riéndose de ti y luego te pedían que fueses su socio. Y, justo cuando creías que os llevabais bien, ella tenía que volverse esquizofrénica. Una vez, Benny había visto una película en la que una monja iba por ahí haciendo un montón de cosas santas durante el día y luego asesinaba a tipos por la noche. Sintió un escalofrío. Era típico de él acabar con una psicópata como socia. «Aunque una psicópata guapa.» ¡Pero bueno!, ¿de dónde había salido ese pensamiento? Él estaba pensando en psicópatas y, de repente, su cerebro le recordaba que Babe era guapa. Benny miró hacia el otro lado del salón solo para asegurarse de que no estaba alucinando con toda esa transformación. Babe lo estaba atravesando con una mirada negra. ¿Qué sucedía? Si quería hablar con él, ¿por qué estaba al otro lado? Benny lo captó de pronto. Le golpeó en la cabeza igual que una vez había hecho un lateral del equipo de Gorey. Aunque esa es otra historia. Babe quería bailar. ¡Lo que quería era bailar con él! Y quería que se lo pidiera. Benny casi oyó el «ping» que hizo su remolino al ponerse de punta. ¿Qué iba a hacer? No tenía escapatoria. Se levantó como si estuviera en las nubes. Sentía todo el cuerpo recubierto por una capa de sudor. Imaginó un rastro de huellas húmedas que indicaban el camino de regreso a su silla. «No pasa nada —se dijo—. No es nada serio. Tú llega al otro lado sin llamar la atención y márcate un baile cortito. No tiene nada de malo.» Siempre que nadie llamara la atención sobre él, no pasaría nada. —¡Venga, Shaw, muchacho! —rugió Paudie, por encima del hombro de su pareja punki. Amplificada por la acústica de la sala, la grandiosa voz del granjero resonó como si saliera de un megáfono. —Gracias, compañero —dijo Benny, casi sin fuerza. Hasta la última persona de la sala lo estaba mirando. Sentía que las miradas de todas las chicas que había sentadas parpadeaban sobre él. Carne fresca y en su punto para la humillación. «Venga, chiquitín. Pídeme que baile contigo. Te desafío.» Benny casi se sintió aliviado de tener ya un blanco. Sin embargo, Babe no le hacía caso. Él ya estaba a no más de tres metros, 98
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yendo en línea recta hacia ella, y ella estaba mirando a un espacio lejano, como si no tuviera ni idea de lo que sucedía. Benny respiró hondo. Ya era hora de acabar con eso. Y, de repente, se le adelantó un tipo meloso de estilo hip-hop. Benny sintió un inesperado retortijón en el estómago al pensar que algún otro fuera a bailar con el duende. Se echó atrás. Babe no tardaría en librarse de ese chaval. —¿Cómo estás, preciosa? ¿Te apetece mover un poco el esqueleto? Babe sonrió con dulzura. Los que la conocían lo habrían tomado por una señal de que era mejor salir huyendo. Y en seguida. —No, gracias. El jovencito no quería rendirse tan fácilmente. Tenía una reputación que defender. —Oh, venga. No me importa que no seas más que una paleta. Benny se estremeció. Seguro que con eso el duende se le echaba encima. Pero no. Babe actuaba como una dama. —No, gracias. Estoy bien aquí, gracias. Nuestro hombre seguía sin captar el mensaje. —Vamos, anda. Una feúcha como tú no puede catar muchas veces a un Romeo como yo. Babe tiró como sin querer su lata de bebida y, cuando el galante Romeo se inclinó para recogerla, lo agarró del pendiente. —Escucha, tarado —le susurró—. Si no te largas, te voy a pegar una paliza delante de todos tus coleguitas y no volverás a bailar en esta ciudad. El pretendiente parpadeó sin estar muy seguro de si había oído de verdad lo que creía haber oído. Una mirada a los ojos de Babe se lo confirmó. Se retiró a toda prisa, chocando con un Benny sonriente. —Yo no me molestaría, colega —le dijo—. Esa es toda una ortiga. Benny se mentalizó para la gran pregunta. Dio un paso hacia el espacio que había quedado vacío delante de su socia. —¿Qué tal, duen... Babe? —Hola, Bernard. —¿Bernard? ¿Por qué se ponían tan formales las mujeres cuando estaban molestas con él?—. ¿Puedo ayudarte en algo? Benny no había estado nunca tan nervioso. Ni siquiera aquella vez en que se preparaba para el tiro decisivo de la final del condado. Ni siquiera la vez en que iba a toda pastilla por Túnez con Omar, montado en su ciclomotor. Ni siquiera la vez en que se había salpicado gasolina en la barriga, por accidente, y se había pasado todo el día convencido de que iba a explotar. —Me preguntaba... —¿Hummm? —Me preguntaba, si te gustaría, ya sabes... —No, Bernard, me temo que no lo sé. ¿Otra vez Bernard? ¿Había estado hablando con su madre? —¡Bailar! —soltó Benny—. ¿Te gustaría bailar? 99
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Babe sonrió. —Bueno, no suelo bailar con señoritingos, pero supongo que sí, visto que me lo has pedido con tan buenos modales. Benny se quedó cortado. Creía que era él quien le hacía un favor a Babe. Y de repente se encontró sintiéndose patéticamente agradecido. Babe lo agarró de la mano y tiró de él hacia la pista de baile. Una vez allí, se quedaron incómodos, uno delante del otro. —Bueno, ¿cómo va esto? —farfulló Benny. Babe se encogió de hombros. —No lo sé. ¿Nunca habías bailado con una chica? El muchacho repuso con desdén: —Claro que sí. —Con tu madre, ¿a que sí? —Pues sí. Mira, es la primera vez que vengo a una disco. Ten un poco de piedad, ¿quieres? —Yo tampoco he bailado nunca con un chico —confesó Babe. —Menuda pareja formamos. Bueno, ¿qué hacen todos los demás? Observaron a las otras parejas que daban vueltas a su alrededor. Parecía bastante sencillo. Las manos en la cintura y un poco de balanceo. Había unas cuantas parejas de viejos que se movían por los lados con un buen juego de pies, giros y todo eso. Sin embargo, aquello parecía un tanto complicado. Mejor ceñirse al método básico. Murmurando una disculpa, Benny colocó las manos alrededor de la cintura de Babe. Intentó hacerlo sin llegar a tocarla. Ella, a su vez, le puso las manos sobre los hombros. Hasta ahí, todo bien. Probaron con un simple balanceo. —No es muy difícil, ¿verdad? Benny asintió, con miedo a decir nada por si perdía el ritmo. —¡Pon cara de contento, ¿quieres?, por el amor de Dios! Benny estiró los labios en una mueca amarga. ¿Cómo iba a sonreír con tantísima presión? Iban dando vueltas hacia un lado, todos los demás iban hacia el otro, la sala parecía estar dando botes. La música salía de unos altavoces enormes, distorsionada por el volumen. La sudadera de Benny estaba como una esponja, se le pegaba allí donde le tocaba el cuerpo. Estaba seguro de que las manos de Babe debían de estar empapadas donde estuvieran en contacto con él. No estaba acostumbrado a tener a nadie tan cerca. La chica debía de oír todos los sonidos que hacía su cuerpo. De repente, la barriga de Benny se puso a rugir sin parar. Unos burbujeos y unos silbidos extraños le daban vueltas por los intestinos. Después no lograba dejar de tragar saliva. La garganta le hacía ruiditos ásperos con una ferocidad que jamás había conocido. Babe debía de pensar que era una especie de bicho raro. Estuvieron bailando durante lo que les pareció horas pero seguramente solo fueron minutos. Benny nunca se había alegrado tanto de oír Los pajaritos. Se desenredaron con cautela. 100
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Ella tenía una extraña sonrisa en el rostro. —Bueno, vaya. No ha estado tan mal. «¡Mal! —pensó Benny—. ¡Mal! Ha sido terrible. ¡Una pesadilla! Si no vuelvo a poner un pie en una pista de baile nunca, ya será demasiado pronto.» No obstante, en voz alta dijo: —No, no ha estado tan mal. Volvieron a sus sillas y se encontraron con los gemelos Ahern, que ya habían regresado del lavabo. —Todas esas chicas son unos adefesios. No bailaría con ninguna de ellas — anunció Seanie. Sean asintió con vehemencia. —¡A mí me lo vas a decir! Son todas unas vaquillas. Babe soltó una risita. —Supongo que hay una selección mucho mejor en el lavabo de chicos. Los gemelos quedaron abochornados. Entre los chicos existía el acuerdo tácito de que nunca se cuestionaba la incapacidad de un compañero para conseguir bailar. Y de repente Babe se convertía en una chica y empezaba a romper las normas. Puesto que Benny volvía a estar sentado entre los chicos, el baile ya no le parecía tan horrible. Sentía el orgullo cansado de alguien que ha sobrevivido a un campamento de entrenamiento de reclutas. Los gemelos Ahern tampoco le hicieron ningún comentario. Él había alcanzado un estatus superior, al mismo nivel que Paudie. Pertenecía al misterioso grupo de Los Que Han Bailado Con Chicas. Quedaba otra tanda de lentos. Para entonces, Benny ya se había preparado para otro baile, pero los Ahern decidieron que Babe les debía una vuelta por la pista, como muy poco, por soportarla durante todo el año. En cuanto las primeras notas gorjeantes de My Heart Will Go On flotaron por el salón, Sean y Seanie empezaron a pelearse por ser el primero. Ganó Seanie, que se llevó a Babe a rastras y dejó a su hermano retorciéndose en el suelo. Babe estaba demasiado sorprendida para negarse. No es que se lo hubieran pedido, precisamente. El baile fue más un ejercicio de relaciones públicas que un baile en el propio sentido de la palabra. Seanie quería demostrarles a todas las chicas que lo rechazaban siempre que era capaz de conseguir una pareja para bailar. Eso significaba que tenía que lucir a Babe cerca de todas las mujeres de la sala. La arrastró agarrada como en un placaje de rugby mientras les gritaba de mala manera al resto de las bailarinas: —Me ves ahora, ¿no? »¡Esto es lo que te has perdido! »Podrías haberme tenido a mí si hubieses jugado bien tus cartas. Babe lo toleró durante dos canciones, antes de remacharle la punta del pie con el talón y regresar corriendo con el grupo. Para entonces, Sean ya se había 101
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recuperado y exigía su baile. —Ahora me toca a mí. —¿Cómo que te toca? No soy un videojuego. Que te zurzan. —Oh, venga. Has bailado con ese otro idiota. —Ese otro idiota es tu gemelo idéntico. —¿Y qué? Babe suspiró. —Bueno, que si él es idiota... No importa. Oh, vamos. Acabemos ya con esto. Seanie se compadeció de Benny. —Ya ves, esto es lo que pasa cuando se tiene una novia guapa. —No es mi... —empezó a decir Benny, y luego se detuvo—. Sí, supongo. Supongo que sí.
Los chicos se iban a una barbacoa de palurdos que había en la playa. Montones de música para dar cabezazos garantizada. A Benny ya le pitaban los oídos a causa de la música de la discoteca. Casi se alegró de tener una excusa para irse a casa. —¿Te apuntas, señoritingo? —No, Paudie. Tengo que volver o esta será mi última disco del verano. —¿Babe? —Pues no. Si no estoy en casa a las once, mis padres mandarán una patrulla de rescate por mar y aire. Paudie echó una pierna sobre su bicicleta monstruosa. —Pues vale. Ya nos veremos durante la semana. Le dio a los pedales y se fue por la calle del pueblo, con los Ahern siguiéndolo como dos cachorros fieles. La carretera de Duncade estaba a oscuras. En cuanto se alejaron del resplandor anaranjado de las farolas de las calles de Newford, la única iluminación aparte de las luces de las bicis era el paso regular de la luz del faro. Un norte que les indicaba el camino a casa. Avanzaron un rato en silencio, cogiendo ritmo. Era extraño cómo podía cambiarlo todo un bailecito. Benny se dio cuenta de que Babe no lo había insultado desde hacía siglos, y eso lo inquietaba mucho. No había coches en la carretera. Hasta la hora de cerrar estaría desierta. Después, los que tuvieran que conducir cargarían sus vehículos con veraneantes que no dejarían de cantar y los transportarían a sus habitaciones de hotel o a sus caravanas. —¿Y bien? —dijo Babe, al final. —¿Y bien? —No ha sido una mala noche, ¿verdad? Benny sacudió la cabeza, intentando sacarse el heavy metal que seguía 102
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atronándole ahí dentro. —No, no ha sido una mala noche. —Esos dos idiotas casi me rompen todos los dedos de los pies con sus enormes pezuñas. Benny se rió. —Ha sido gracioso, la verdad. Los chicos estaban desesperados. —¿Ah, era eso? Benny refunfuñó. —No, Babe, no es eso lo que quería decir. Es horrible. Ya no sé qué decirte ahora que eres una chica. —¡Vete por ahí! —soltó Babe, con la voz rezumando sarcasmo—. A mí me parecía que ibas muy bien. —Todo lo que digo resulta ser un insulto. Antes nunca te había importado, pero ahora... —¿Ahora? —Bueno, ahora es como si insultase... ya sabes, a una chica de verdad. —Benny. —¿Qué? —¡Cállate! —Está bien. Un paseo en bici pasa de prisa cuando tienes la cabeza llena de música y recuerdos. Benny no tenía ni idea de qué pequeños planes circulaban por la cabeza de mujer astuta del duende, pero estaba seguro de que él tenía algo que ver en ellos. Al menos, eso esperaba. Ya se imaginaba las caras de los chicos de Wexford cuando les informara de que había estado saliendo con una chica todo el verano. ¿Estarían celosos o asqueados? No estaba seguro. Benny sonrió en la oscuridad. No le importaba. En un periquete, eso les pareció, ya estaban subiendo por el extremo más alejado de la colina de la iglesia y bajaron sin pedalear hasta la bomba de agua. Benny se bajó de la bici y accionó la vieja palanca. El primer chorro de agua fue cobrizo, después fluyó cristalina. —Tú primero —dijo, con galantería. Babe se lo quedó mirando, perpleja. —Sigo siendo yo, señoritingo. Con vestido. No tienes por qué comportarte como si fueras Lanzarote. —Está bien —dijo Benny, y metió la cabeza bajo el chorro. —Ah, bueno —suspiró Babe—. Ha sido bonito mientras ha durado. Una luz solitaria se arrastraba colina arriba. El petardeo del motor de una moto les resonó en los oídos. —Una moto —comentó Babe—. ¿Qué hace parada ahí arriba? Benny se sacudió el agua del pelo. —¿Qué? —Hay alguien allí arriba en una moto. Parado. 103
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Benny escudriñó la penumbra. No le sirvió de nada, lo único que veía era una luz. —¿Sabes quién tiene una moto? Babe gruñó. —No me lo digas. —Me temo que sí. Furty Howlin. Como si con eso le hubieran dado la señal, un grito fantasmagórico perforó la oscuridad. —¡Bennyyyyyyyyy! —¡Oh, no! ¡Se ha vuelto tarumba! —¡Baaaaaabe! Benny se montó de un salto en su bici. —¡Vamos! Babe sacó el labio inferior. —No, no pienso huir. —Usa la cabeza, duende. Noche cerrada. Reformatorio. Sin Congrio. Sin testigos. Babe lo consideró un momento. —Vale. Le plantaremos cara otro día. Pusieron la primera y pedalearon hacia el otro lado de la colina de la iglesia. Era evidente y doloroso que no lograrían escapar de la moto, pero no tenían más remedio que intentarlo. Por detrás de ellos, el motor de la motocicleta cambió de tono cuando Furty le quitó el punto muerto. ¡Salía tras ellos! Benny se puso de pie sobre los pedales y los impulsó todo lo de prisa que pudo. El estruendo del motor se oía cada vez más cerca, a un paso aterrador, y la luz de la moto proyectaba las sombras de Benny y de Babe sobre la carretera. En cuestión de segundos, Furty los había alcanzado y estaba acelerando a sus talones. Para incordiarlos. —He pensado que podríamos jugar al ratón y al gato —gritó, por encima del rugido del motor—. Vosotros dos podéis ser los ratones. Y aquí está el gato. Benny se arriesgó a mirar de reojo. Furty sostenía en alto un gato muerto en su mano enguantada. El animal tenía el estómago aplastado y marcado con huellas de neumático. Benny maldijo a los conductores de coches que no ven correr a los gatos. —¡Oh, no! —masculló. De algún modo, Babe lo oyó. —¿Qué? ¿Qué pasa? —No mires —gruñó Benny—. Sigue pedaleando. Babe miró, claro que sí. ¿No miraríais vosotros también? Sin decir palabra, agachó la cabeza y aceleró el ritmo. Furty se echó a reír. Se puso junto a los ciclistas, agitando el gato por encima de su cabeza. Era terrorífico verlo por el rabillo del ojo y desear que no 104
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lanzara su asqueroso misil sabiendo que lo haría. La luz de la moto le hacía resaltar las facciones en crudo blanco y negro. Furty estaba exultante, el viento y la alegría le estiraban los labios hacia los lados en una mueca salvaje. Benny fue el primero en recibir el golpe. El cadáver húmedo le atizó en el hombro y lo hizo caer a la cuneta. Las espinas y las ramitas le arañaron la cara y la ropa, pero eso a Benny no le importaba, solo quería alejarse del gato. Su bici se estrelló contra el asfalto, con los radios girando en la luz de la moto. El chico se puso en pie de un salto, con la cara desfigurada por el asco. Se sacudió la ropa, como si se le hubiesen quedado pegados trozos del gato. —¡Déjalo ya, Furty! —gritó, con el temblor del ultraje en la voz—. ¡Ya basta! ¿No me oyes? Furty trazó un círculo para recuperar el cuerpo del gato. —¿Ya basta? ¿Me tomas el pelo? Ni siquiera he empezado aún. Aceleró la moto y se fue tras Babe. Benny enderezó la bici y los siguió. Furty no podía. No lo haría. A una chica no. Pero Furty podía y Furty lo hizo. Babe estaba atrapada como un conejo en la luz del matón. Benny llegó justo a tiempo de ver cómo volcaba en la carretera, con el gato enroscado de forma grotesca alrededor del cuello. Desmontó en marcha y corrió a socorrer a su socia. —¿Estás bien? —¡Quítamelo de encima! Agarró con cuidado el cadáver pegajoso y lo lanzó por lo alto al otro lado de la cuneta. —¡Bueno, se acabó tu estúpido juego! Furty bajó el caballete. —De eso nada, señoritingo. Esto solo os da unos segundos de ventaja. —Y trepó por la cuneta para recuperar su arma. Benny tiró de los hombros de Babe. —¡Vamos! ¡De prisa! Babe seguía temblando. —¿Qué? —¡Tenemos que salir de aquí! La chica se puso en pie con dificultad. —Ese... —No logró encontrar palabras para describir su indignación. —¡Eso ahora no importa! Tenemos que alejarnos de Furty. Sin embargo, Babe no pensaba marcharse sin represalias. Buscó por ahí con desespero un palo, una roca, cualquier cosa. Su mirada aterrizó sobre la moto parada de Furty. —¡Eso! —exclamó, frotándose las manos. —¡Duende, no! ¡Solo lo empeorarás! —¡Empeorarlo! ¿Acaso podría ser peor? Benny se detuvo. ¿Cómo podía discutirle eso? Babe apoyó el hombro contra el depósito de combustible y la hizo caer de 105
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lado. El estrépito fue ampliado por el silencioso aire nocturno, y lo último que iluminó la luz antes de apagarse de golpe fue la cara de terror de Furty asomando por detrás de un seto. —Métete esto en la pipa y fúmatela —gritó Babe Mará, ya no tan femenina. Se volvió hacia Benny, el rubor de sus mejillas era evidente incluso en la oscuridad—. Bien. Vayámonos antes de que salga de detrás del seto. A Benny no hubo que decírselo dos veces. Salieron pedaleando con furia por la carretera serpenteante. Solo los pálidos círculos de las luces de las bicis impidieron que se metieran varias veces de cabeza en la cuneta llena de zarzas. Benny sintió una punzada en un costado. Había empezado como el pinchazo de una aguja y luego se le había extendido por todo el abdomen como si fuera electricidad. Tenía que seguir adelante. Recobrar energías. El sonido de los reniegos de Furty atravesaba el viento y llegaba a sus oídos. Benny sonrió con denuedo. A lo mejor tendría que pagar un precio muy caro por ese pequeño gesto. La moto volvió a lanzarse en su persecución. Benny habría jurado que sentía sus vibraciones por el asfalto. Al menos esta vez Furty iba sin luz. —Benny —siseó Babe—. Apaga la luz. ¡De prisa! Benny obedeció y el mundo quedó envuelto en la oscuridad, incluso la luz de la luna parecía demasiado débil para llegar a la tierra. —¡A la cuneta! Benny dudó un instante. Ya había estado en la cuneta y no había sido una experiencia agradable. Lo sopesó frente a que le embutieran un gato muerto por la garganta. Tras reflexionarlo, la cuneta no le pareció tan horrible. Bajaron hacia la misteriosa vegetación del borde de la carretera arrastrando las bicis tras de sí. En el fondo del canal, un charco lodoso los hizo chapotear con los zapatos y los pringó hasta las espinillas. Las hojas mojadas les daban en la cara y cientos de insectos y bichos arrastrados por el viento se les aferraban a cualquier trocito de piel al descubierto. —Bonita idea, duende. —Cállate. Ya llega. Benny contuvo la respiración y usó su cuerpo para ocultar el cuadro brillante de su bici. «Abrillanta la bicicleta —le había dicho su padre—, así te verán de noche.» «Muchas gracias, papá.» Furty pasó rugiendo junto a ellos, una sombra oscura y voluminosa. Benny pudo distinguir la forma del gato, que colgaba fláccida de su puño izquierdo. Volvieron a ver sus facciones cuando pasó el haz de luz del faro. Una máscara de frustración y odio. —¿Qué le ha pasado a ese tío? —volvió a preguntarse Benny—. Antes éramos amigos. —¡Chisst! ¡Que vuelve! El rugido del motor se hizo más fuerte. Era obvio que Furty se había percatado de su pequeña estratagema. 106
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—¡Bennyyyyyy! ¡Baaaaaabe! ¡Sé que estáis cerca! ¡Os encontraré! Benny contuvo el impulso de darle un manotazo a una araña que se dirigía a un agujero de su nariz. —¡Salid y plantadme cara! ¿Sois unos gallinas o qué? Benny sintió que Babe se ponía tensa. Estaba lo bastante loca como para salir ahí afuera. Le puso una mano en el hombro. —No —susurró, sin apenas aire—. No, Babe. La chica se relajó y volvió a hundirse en el agua salobre. Furty aminoró la velocidad, iba muy despacio, los neumáticos crujían sobre la grava. —Sé dónde estáis. Lo sé exactamente. Os daré diez segundos de ventaja, ¡luego voy a por vosotros! Era un farol. Tenía que serlo. Y entonces Furty se plantó allí, justo delante de ellos. Su cuerpo parecía petrificado a la luz del faro. Con la nariz levantada, como si pudiera olfatearlos. Benny y Babe se abrazaron para darse valor. La mirada de Furty se movía como un periscopio, escrutando cada centímetro de matorral. Tenía que verlos. ¡Tenía que verlos! Estaban agachados a menos de un metro de la rueda delantera de la moto. —Bueno, muy bien. Allá voy. Uno, dos… Empezó la cuenta atrás. Lenta y terrible. Benny se echó a temblar. A lo mejor Furty sí sabía dónde estaban. A lo mejor los veía con tanta claridad como si fuera de día. Se dijo que no, que la gente como Furty nunca da ventaja, que si supiera dónde estaban ya estarían catando el gato muerto. —... ocho, nueve, ¡diez! ¡Allá voy! Pero no fue, porque todo había resultado ser un farol. —¡Al infierno con los dos! —renegó—. Tengo cosas mejores que hacer que pasarme aquí toda la noche. Pero no os preocupéis, siempre queda el mañana. Después de eso, le dio al acelerador de la moto, puso la primera y salió rugiendo hacia Duncade. No se dijeron nada durante varios segundos. Podía ser un truco. —Lo odio, y no te miento —dijo por fin Benny. —Yo también —repuso Babe, mientras salía de la cuneta. Sacudió con repugnancia las Timberland empapadas—. Ha conseguido quitarle lo bueno a la noche, ¿no? —Pues sí. Fueron pedaleando sin decir nada, todavía convulsos por los acontecimientos de la velada. —Vamos a tener que pensar en algo. —Ya lo sé, pero ¿el qué? Benny se mordió el labio. —No lo sé. Tendré que preguntarle al abuelo. —¿Y tu padre? 107
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—¿Mi padre? No. Solo iría a casa de Furty y echaría la puerta abajo. Tenemos que ocuparnos nosotros. —Conforme. Benny se preguntó qué estaban haciendo, decidiendo que se ocuparían de Furty ellos solos. Su padre no había podido con él. La policía tampoco, y ni siquiera el reformatorio parecía haber hecho muy buen trabajo. Sin embargo, los valientes de Benny y Babe iban a arremeter contra él. Una locura. Una completa locura, pero al mismo tiempo tenía muchísimo sentido. En cuanto los padres se metieran de por medio, las cosas se exagerarían de forma desmesurada. Para empezar, no habría más discoteca. Y tampoco nada de ir a las rocas. Sin duda surgiría una rencilla entre los Shaw y los Howlin. Al cabo de seis generaciones ya no recordarían por qué se mataban unos a otros. Sin embargo, preguntarle al abuelo iría bien. Él no era un adulto. No del todo. Él estaba por encima de todo eso. —¡Oh, no! —gruñó Babe, cada vez menos femenina. —¿Qué pasa? —preguntó Benny, alarmado. —Las galletas —respondió ella—. Nos las hemos dejado detrás de la bomba de agua.
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GAFAS DE BUCEO Y ALETAS El abuelo estaba fijando un rodamiento en la lente del faro cuando fueron a verlo. —Capitán, ¿tienes un minuto? —Pues no —contestó Paddy Shaw, con un destornillador entre los dientes—. Tengo trabajo. —Señaló a la consola—. Aprieta ese botón azul. El dedo de Benny se movió sobre el complicado despliegue de mandos. Escogió uno. —¡No, por el amor de Dios, no! ¡Ese es el de autodestrucción! Benny apartó la mano de golpe. Babe sacudió la cabeza, asqueada. —Imbécil. —Venga, subid aquí los dos —dijo el abuelo, entre risas. Subieron los escalones de metal que llevaban al faro en sí. Era como estar junto a una bombilla gigante. El mundo exterior se deformaba y se difuminaba a través de las lentes que tenía instaladas. El escaso destello del sol irlandés casi parecía mediterráneo. —Caray —dijo Babe. —Y que lo digas, retaco —dijo el abuelo, mientras atornillaba un panel para tapar un entramado de cables—. Bueno, ¿cómo fue el bailoteo de anoche? Contadme, venga, ¿sois mods o sois roqueros? —Guiñó un ojo para demostrar que estaba en contacto con la generación más joven. —Abuelo, tenemos un pequeño problema. —Furty Howlin, ¿a que sí? Benny parpadeó. —¿Cómo lo sabías? —Me lo ha dicho Jerry Bent —contestó el abuelo, muy serio. Babe resopló. —Pero si solo dice «mariposas». —Imbécil —soltó Benny, con una risilla. 109
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—Este pueblo es pequeño. Todo lo ve alguien. La otra mañana me percaté de la pequeña confrontación en el arco. ¿Qué problema tiene? —Dice que le robamos sus cebos. —El ladrón es él —interpuso Babe—. Está colocando trampas de cebos por todas partes. —Trampas de cebos —repitió Paddy Shaw, con mala cara—. Eso son malas noticias. Dan mal nombre a todo el pueblo. —Intenta echarnos del negocio. —Bueno, tal como él lo ve, vosotros lo estáis echando del negocio a él. —¿Qué? El abuelo se sentó junto a ellos en la estera de goma. —Dejadme que os explique una cosa de Furty Howlin. Desde que salió de Saint Julian, les ha pedido trabajo a todos los capitanes en un radio de treinta kilómetros. Nadie quiere saber nada de él. Con el agotamiento de las reservas de pesca ya es bastante complicado llegar a final de mes sin tener en cubierta a alguien de quien no te fías. —Es culpa suya —interrumpió Babe. El abuelo asintió con la cabeza. —A lo mejor sí. Pero para un chico de campo de dieciséis años, no ganar nada es una gran lacra. La mayoría de los chicos de su edad llevan a casa doscientas libras a la semana. O sea, que para él los cebos son el último recurso. Y ahora ni siquiera lo tiene para él solo. —Bueno, ¿y qué se supone que debemos hacer? ¿Dejar los cebos porque Furty está deprimido? El abuelo sonrió. —Dios, retaco, veo que eres una caradura. ¿Alguna vez has pensado en dedicarte a la psiquiatría? —No. Estoy dedicando toda mi energía al salto de altura. —Empiezo a ver por qué quiere estrangularos Furty. Benny estaba empezando a sentirse algo frustrado con todas esas pullas. ¿Acaso no podía nadie que él conociera tener una conversación seria? —Abuelo, ¿vas a ayudarnos o no? Paddy Shaw se rascó pensativamente la barba de tres días. —Verás, Benny. Dentro de todos nosotros hay un poder. Una fuerza. Usa la fuerza, Luke... Quiero decir, Benny, usa la fuerza. Babe escondió la cara entre las manos. —Creía que los pescadores eran demasiado duros y curtidos para robar frases de películas yanquis. —¿Qué frases? —protestó el abuelo. —Venga, abuelo. Esto va en serio. Anoche nos persiguió con un gato muerto. El abuelo se encogió de hombros. —Ya, ¿y corre muy de prisa un gato muerto? 110
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Benny contó hasta diez. —No nos persiguió con un gato muerto. Nos lo lanzó. —Ah. —Bueno, capitán —dijo Babe—, ¿hay alguna posibilidad de que nos des algún consejo o sería mejor que fuésemos a hablar con Jerry Bent? —Ya entiendo por qué vas con esta jovencita, Benny. Es un verdadero encanto. —Tendrías que verla jugar al hurling. —¿Ya habéis terminado? El abuelo se limpió la grasa de los dedos con un trapo. —Necesitáis encontrar algo que vosotros podáis hacer, pero que Furty no. De esa forma no competiréis con él. —¿Como qué? —No lo sé. Algo que tenga que ver con cebos. No os retiréis por completo. Adaptaos. Esa es la clave de la supervivencia. El pescador irlandés es el ejemplo perfecto. Sabían que se avecinaba una batallita, pero el abuelo los hizo esperar mientras se liaba un cigarrillo delgado como un lápiz. —Allá por los años cincuenta, en Duncade los peces salían del agua a saltos. La caballa entraba en el puerto unas veinte veces al año. Todo lo que había que hacer era echar un cubo al agua con una cuerda y conseguías unas cuantas docenas de caballas. Los peces, que son las criaturas más estúpidas de la creación, ni siquiera sabían salir nadando con la marea, de modo que, cuando el muelle se vaciaba, morían a miles. Era como una manta plateada que cubría la arena. Los destellos se veían desde las islas Saltee. El abuelo le dio una calada al cigarrillo, con la mirada perdida en el recuerdo. —Sí, y entonces llegaron a nuestras aguas todas esas barcas pesqueras europeas que acabaron con las reservas, y los vertidos de las fábricas, por no hablar de la caída de los precios. Una raza menor habría sido erradicada. Los irlandeses, por el contrario, no. De ninguna forma. ¿Qué es lo que hicieron? —Se adaptaron —entonaron Benny y Babe de forma automática. —Pues sí. Eso es lo que hicieron. Fuimos a por los crustáceos. Mejillones, langostas, gambas, cangrejos y cigalas. El marisco crece de lo lindo con un poco de contaminación. Mutan y se convierten en gigantes. ¿Veis lo que quiero decir? Miradas en blanco. El abuelo suspiró. —Lo que quiero decir es que no abandonaron la pesca por completo. Solo cambiaron un poco su objetivo. Babe enarcó una ceja. —¿Y eso cómo nos ayuda exactamente? —¿Qué podéis hacer vosotros que Furty no pueda hacer? —Yo qué sé. Tiene que haber algo. 111
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—Bueno, pues pensadlo. Seguro que a un par de listillos repelentes como vosotros se les ocurre alguna cosa. El abuelo bajó los peldaños hacia la plataforma. —Aquí hay algo que suele ayudarme a pensar. Retiró una cubierta protectora y apretó un botón rojo. Poco a poco, las poleas que movían la lente cobraron vida. Benny y Babe se quedaron paralizados mientras los paneles gigantes de cristal biselado se movían a su alrededor. El mundo se transformó. Las nubes se derramaron sobre las montañas como vetas de pintura colorida. La luz del sol se reflejó en los bordes del cristal y estalló en un brillo irisado. Benny ya lo había visto cientos de veces, pero ¿cómo podía nadie cansarse de semejante vista? Para Babe era la primera vez. —Nadar —dijo Benny, cuando la cúpula se detuvo al fin. —¿Hummm? —profirió Babe, aún un poco atontada por la experiencia. —Bueno, por lo que yo recuerdo, Furty Howlin siempre ha detestado meterse en el agua. No sabe nadar. Babe enfocó la mirada, una sonrisa astuta le cubría el rostro. —Hummm —dijo, pensativa.
Un pescador que no sabía nadar. Pensaréis que se trata de un punto del argumento del todo inverosímil. ¡Pues no! Un porcentaje sorprendentemente alto de marineros creen que da mala suerte aprender a mantenerse a flote en alta mar. No solo no saben nadar, sino que ni siquiera permiten que haya chalecos salvavidas en sus embarcaciones. Si sabes nadar, solo estás tentando a la suerte para que te envíe una tormenta y te obligue a hacerlo. No es una lógica muy propia del señor Spock. Sin embargo, a pesar de las estadísticas y del triunfo de la ciencia sobre la superstición en muchas áreas, un gran número de pescadores nunca han sumergido el cuerpo en nada más grande que una bañera. Benny y su socia estaban sentados en el puente de Horatio, dejando colgar las piernas en el vacío. Por insistencia de Babe, habían llevado consigo el equipo de buceo. Las corrientes batían la marea y la espuma amarillenta volaba hacia el cielo con el viento. —Antes nunca había sido amarilla —comentó Babe—. Es por todas esas fábricas de la costa que vierten toda clase de productos químicos al mar. —Eso es ilegal, ¿verdad? Babe le dirigió esa mirada de «los señoritingos de ciudad sois bobos». —Sí, claro. Es ilegal. Supongo que eso quiere decir que nadie lo hace, ¿no? Congrio dio un pequeño ladrido para mostrar que estaba de acuerdo e intentó tirar a Benny por el borde. —¡Eh, chucho! ¡Pensaba que ya éramos amigos! —Eso ha sido amistoso. ¿Recuerdas lo que le hizo al congrio? 112
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Benny asintió. —Cierto. Bueno, explícame otra vez ese plan. Babe se frotó las sienes. ¿Por qué no pillaban nada a la primera los señoritingos? —Tu abuelo dijo que encontráramos algo que Furty no pudiera hacer. ¿Verdad? —Verdad. —Y tú dijiste que no sabe nadar. —Vale. Hasta aquí te sigo. —Y nosotros sí sabemos nadar. —Cierto. —O sea, que deberíamos usar esa habilidad en nuestro provecho. —¿Sí? Babe señaló al caldero turquesa que tenían debajo. —O sea, que aquí estamos. Benny arrugó el entrecejo. —Creo que ahí te has saltado un paso, duende. Ya volvían a insultarse otra vez. Aunque no con el rencor de antes. No desde la discoteca. Entre los dos se había establecido un vínculo gracias al trauma de haber sido tocados por el minino muerto. Eso y el baile. Benny se dio cuenta de que Babe había dejado en casa el gorro de lana. Parecía que ya era una chica permanentemente. ¿Eso era bueno o malo? Bueno. Bueno sin lugar a dudas. Babe suspiró. —Mira ahí abajo, señoritingo. ¿Qué ves? Benny miró entre sus Reebok. Seis metros más abajo, el canal se ensanchaba en una charca ovalada. Unos salientes en forma de herradura descendían hacia las rutilantes profundidades. Destellos de una fosforescencia azur y esmeralda atravesaban la superficie. —Eh... Agua. —Buf. —Bueno, ¿qué se supone que tengo que decir? —Mira debajo de tu trasero, señoritingo. Benny buscó bajo sus vaqueros. Sobre la roca había escrito un número siete con pintura al agua blanca, y una estrella. —¿Y? —Esos números son marcas. El siete les dice a todos los dublineses que esta roca de aquí es buena para pescar. La estrella significa que es una zona segura. No hay orificios ni olas extrañas. Este sitio está abarrotado todas las noches. —Eso a nosotros no nos sirve de mucho, visto que la charca nunca se vacía, ni siquiera cuando baja la marea. Babe se dio una palmada en la frente. —Bueno, sí, pero sabemos nadar, ¿verdad? 113
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—¿Quieres ir a bucear allí abajo? —Te digo que es una mina de oro. Nadie ha trabajado nunca ese agujero. Allí abajo hay una fortuna. —No sé, Babe. —Podrías comprarte las botas el fin de semana que viene. Una táctica injusta. Babe sabía lo débil que era Benny cuando se trataba de dinero contante y sonante. —Vale. Lo intentaremos. Se separaron para cambiarse. Benny empezó a sentir un poco de vergüenza mientras se ponía el bañador vaquero. Tenía las rodillas cubiertas de costras, como siempre, y ese bronceado a medio hacer, que no iba más allá de las muñecas y los tobillos. No era exactamente un dios de la playa. Todos los chicos tenían grandes músculos tensos que se les marcaban en el pecho. A Benny lo único que le sobresalía del torso eran las costillas huesudas. Solo podía hacer una cosa. Tendría que lanzarse a la charca de Horatio antes de que Babe le viera el cuerpecillo lechoso. —¿Y bien, señoritingo? ¿Estás listo o qué? Babe ya estaba detrás de él, con una máscara de un amarillo transparente que le cubría el rostro. Se había escondido el pelo rizado en un gorro de piscina azul que hacía que se pareciese a Marge Simpson. Benny dio un grito. —¡No deberías acercarte a escondidas cuando alguien se está cambiando! —Oh, deja de quejarte y vámonos. Mientras bajaba por la pendiente rocosa, Benny reflexionó que Babe parecía tan atontada con ese atuendo que él no tenía de qué preocuparse. Se sentaron en el borde de la charca a ponerse las aletas. Babe se quitó las gafas y escupió en el cristal. —La saliva impide la condensación —explicó. —Encantador. —Bueno, si se te acerca un tiburón, a mí no me eches la culpa. Benny acumuló una gran bola de babas en la garganta y la depositó en las gafas. Babe puso una mueca de asco. —Solo una gota, señoritingo. No hay por qué llenarlas hasta arriba. Benny estaba especialmente orgulloso de sus gafas. Tenían tres lados, para ofrecer una visión total. Un regalo de cumpleaños de su abuelo. Metió la punta de un pie con aleta en las olas. Estaba congelada. —¡Está congelada! —exclamó. —¡Calla! —ordenó Babe, con teatralidad—. Me ha parecido oír un cloqueo de gallina. Benny soltó una risa. El duende nunca descansaba. La punta del pie se le estaba empezando a acostumbrar al agua, de modo que probó con el pie entero. Ahogó un grito. Iba a tardar unos cuantos minutos en meterse en la charca. 114
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Babe se puso de pie, dio media vuelta y saltó al agua hacia atrás. Un agujero con forma de Babe apareció en la espuma. Y, por supuesto, la espuma que había estado en ese agujero salpicó a Benny. Un grumo le aterrizó incluso en el tubo de buceo y le bajó hasta la boca. El chico escupió y se rascó la lengua con los dientes. Congrio se tiró desde un saliente elevado. Hizo el molinillo Heno de entusiasmo en pleno vuelo y luego se zambulló junto a su ama. Al zambullirse, naturalmente, salpicó a Benny por completo. Al menos le quitó de encima la espuma. Benny tomó una honda bocanada de aire con sabor a goma por el tubo. El perro lo había avergonzado. A nadie le importaría que Congrio llevara un abrigo de pieles encima y que por eso no sintiera el frío del agua. Solo se reirían porque un perro se había metido antes que él. Fue dejándose caer del saliente. El agua iba subiendo por su cuerpo como un cuchillo gélido. Su respiración se hizo más corta. Benny estaba convencido de que del tubo de las gafas debían de salir nubes cristalizadas. Babe había cruzado la charca y estaba sentada en un saliente bajo el puente. El suave oleaje la alzaba y la bajaba como si fuera el latido de un corazón gigante. Benny fue pataleando hacia ella, contento de librarse de los dedos pegajosos de la espuma. —Ahí abajo —comentó Babe con los labios azules—. Los chicos lanzan el sedal desde la señal, justo debajo del puente. Es un buen lugar si se consigue acertar. Aunque peligroso. Demasiado lejos y te enredas en las rocas. Si no recoges carrete lo bastante de prisa, el cebo se arrastra hacia las algas. Benny escupió la boquilla del tubo. —Esperemos que así haya sido. Se colocaron bien las gafas de bucear y miraron bajo la superficie. El musgo naranja reflejaba la luz del sol. Cualquiera habría dicho que el agua estaba templadita y rica, si es que no estaba allí dentro. No había mucha vida. Unos cuantos bichejos se escabullían por las zonas arenosas y algún que otro espadín nadaba a lo largo de la pared de roca. Benny se separó de la roca con una patada y flotó boca abajo, remando con las manos para mantener su posición. —¡Veo uno! —dijo, o quiso decir. Como tenía el tubo metido en la bocaza, lo que dijo en realidad fue: «¡Eo uo!». Respiró hondo, lanzó las piernas hacia arriba y estiró todo el cuerpo como una barra de acero. Su forma «acuodinámica» lo llevó directo hacia el fondo. El frío lo envolvió al instante. El frío y la presión. Sintió un leve dolor en los oídos y una faja invisible que le comprimía el pecho. Tuvo treinta segundos antes de que esa faja lograra sacarle todo el aire de los pulmones. Bajo la superficie caldeada por el sol había un mundo diferente. Un mundo que no se podía comprender viéndolo en la televisión. A lo mejor se podía notar el cambio de luz, pero jamás se podrían apreciar los pinchazos instantáneos de 115
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un millón de puntitos de carne de gallina en la piel, ni cómo el cuerpo se veía arrastrado de vez en cuando por corrientes irresistibles. Benny pataleaba, las aletas multiplicaban la fuerza de sus piernas. Poco a poco expulsó por entre los labios el aire, que subió a la superficie como en una cadena. El agua se resistía a su presencia, intentaba propulsarlo hacia arriba, pero él se impulsó con más fuerza y bajó como el rayo hacia el lecho marino. El destello que había visto era una cucharilla dorada, con su triple anzuelo atrapado en una cornisa de rocas afiladas como cuchillas. El que lo hubiese perdido había protagonizado una lucha tremenda y casi había enderezado uno de los anzuelos. Benny lo desenganchó con cuidado y luego dejó que el aire de sus pulmones lo llevara hacia arriba. Babe flotaba por encima de él, sus pálidas extremidades ondeaban con pereza, y Congrio pedaleaba en círculos desiguales. Benny contempló la tierra y el cielo plegándose allá arriba, como si los viera reflejados en un espejo de feria. Por un momento creyó que podría quedarse en ese reino subacuático para siempre. Jamás necesitaría oxígeno y nunca pasaría frío. Luego su cerebro le recordó que probablemente era la falta de oxígeno lo que hacía que pensara esas tonterías, para empezar. Irrumpió en la superficie e inspiró una bocanada gigante de aire. —Mira —dijo, sin aliento—. Una cucharilla dorada. Sin embargo, Babe ya no estaba allí... Benny había emergido justo a tiempo de ver las puntas de sus aletas meterse bajo la superficie. El chico nadó hacia los bajíos y dejó el cebo con cuidado por encima de la línea de la marea. Como de costumbre, Babe tenía razón, aquello era una mina de oro. Y Furty no podía estar celoso. No le hacían la competencia. Él no podría llegar nunca a ese sitio, y seguramente tampoco querría. Furty iba riéndose entre dientes por el episodio del gato muerto. Era lo primero que le provocaba una sonrisa sincera desde que había salido. Había hecho callar a aquellos dos. Ni siquiera a Babe Mará se le había ocurrido un comentario listillo para esa situación. Aunque lástima del gato. A Furty le gustaban los gatos. Los admiraba por su independencia y su astucia. El típico gato sobrevivía gracias a su ingenio. Un gato no necesitaba que ningún estúpido capitán de pesquero le diera trabajo, y desde luego no esperaba que ningún padre vago e inútil se ocupara de él. Furty decidió que, si pudiese ser un animal, le gustaría ser un gato. Se estremeció. ¿Qué clase de porquería era esa? ¿Que le gustaría ser un gato? Esa era la clase de tonterías fantasiosas con las que no paraba de dar la lata la madre de los Shaw. Él no era un gato y nunca lo sería, así que no tenía sentido fabricarse historias estúpidas en la cabeza. Furty estaba de mejor humor por el hecho de que había conseguido un botín bastante decente en las rocas. Había llegado convencido de que los otros dos las habrían dejado peladas, igual que hace una gaviota con una cabeza de pescado. Sobre todo porque se había dormido y había perdido la primera marea. Ya era media tarde cuando cruzaba el arco, convencido con desaliento de que lo único con lo que regresaría serían unas cuantas plumas oxidadas y lo 116
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que se hubiese enganchado en su trampa. Al contrario de lo que había anunciado con jactancia, seguía rebuscando por las rocas además de echar la trampa. No podía creer la suerte que estaba teniendo cuando recogió un alemán gigante de entre las algas de la charca de Babby. Estaba allí tirado, apenas escondido entre las algas varadas. Esos dos debían de estar más ciegos que un topo si no lo habían visto. Una idea le vino a la mente. A lo mejor sus tácticas de terror habían funcionado de verdad. ¿Era posible que de veras los hubiese asustado? Furty parpadeó. No podía ser cierto. Por lo que él había experimentado, sus pequeños planes siempre le habían dado como fruto represalias y nada más. Sin embargo, a lo mejor esta vez... A fin de cuentas no estaba enfrentándose a ningún tipo duro, tan solo a un par de intrusos bocazas. A lo mejor lo del gato los había convencido. Furty se dio cuenta de que no se sentía mejor. Seguía enfadado. Solo que no estaba seguro de con quién. No entró directamente en su casa, la rodeó y fue al cobertizo de detrás. Aquel cobertizo había sido un taller bastante impresionante. Todos los chicos del pueblo le llevaban cosas rotas a su padre para que se las arreglara. Un motor de fueraborda, una brújula de latón o, en una ocasión, un rifle de caza. No importaba lo que fuese. Su padre lo miraba y decía: «Ni hablar, no hay forma de que pueda arreglarlo», y luego desaparecía en el cobertizo y se pasaba allí la mitad de la noche. Su madre se ponía pesada, pero a la vez estaba medio encantada. Furty cogió una vieja lata de galletas. Los metales estaban oxidados y no servían de nada. El sitio se había convertido en un vertedero. Su padre llevaba años sin hacer nada. Ya habían llegado al punto en que los antiguos amigos de su padre habían dejado de intentar convencerlo para que volviera a trabajar. Furty tiró de una lona impermeabilizada y buscó a tientas su caja de cebos. Incluso antes de abrirla, supo que había sucedido algo. Debería pesar, arrastrarse por el suelo. Debían de haber más de doscientos cebos allí dentro. Furty no había vendido ninguno. Ni uno solo. Los estaba guardando para el fin de semana del puente. No solo había estado rebuscando durante semanas por las rocas de Duncade, sino que había ido en moto hasta Slade, y también a Duncannon. El plan era forrarse y conseguir lo suficiente para la fianza de una habitación amueblada en Dublín. Había conocido a un tipo en Saint Julian, un dublines que sabía de alguien con habitaciones baratas. Un nuevo comienzo. Lejos de borrachos, de pescadores y de sabelotodos de pueblo. En Dublín sería solamente el bueno de Furty Howlin. Furty Howlin con un futuro y sin pasado. Sin embargo, la caja no pesaba. Pesaba tan poco que bien podría estar vacía. Furty sintió que la palidez le cubría el rostro. No podía ser. Sacó la caja. ¡Estaba vacía! ¡Vacía! Cerró los ojos un buen rato y volvió a mirar. Seguía vacía. Su pesadilla se había hecho realidad. Sabía lo que había sucedido. Su cerebro se lo decía y también se lo decía su 117
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estómago revuelto. Lo mismo que había sucedido con todas las joyas de su madre. Lo mismo que había sucedido con la colección de discos del propio Furty mientras había estado fuera. Lo mismo que había sucedido con todo lo de valor de la casa. Furty lanzó la caja sobre el agrietado suelo de cemento. Pero con eso no bastaba. La rabia ya se había apoderado de él. Cogió una palanca oxidada y tiró todas las herramientas de los estantes. Hizo añicos la ventana y destrozó el banco de trabajo hasta que se hizo daño en los brazos. Con lágrimas cayéndole por la nariz, Furty entró en la casa hecho una furia. Su padre estaba desplomado en un sillón raído frente a una chimenea fría. —¿Dónde están mis cebos? —inquirió Furty. Jonjo Howlin levantó un párpado caído. —¿Qué hay, hijo? Un buen día, ¿eh? —¡Eso qué importa! ¿Y mis cebos? ¿Qué has hecho con ellos? —¿Cebos? ¿Qué cebos son esos? —¡Los cebos del cobertizo! ¡Ya sabes de qué te estoy hablando! Jonjo Howlin se pasó la lengua por los dientes y se estremeció a causa de su sabor. —No me obligues a levantarme ahora del sillón, hijo. Aún no eres demasiado mayor para una paliza con el cinturón. Furty dio un bufido. —Sí que soy demasiado mayor. Demasiado mayor, al menos para ti. Y no creo que nada lograra que te levantaras del sillón, a no ser un milagro. Su padre sacudió la cabeza. —No me tienes respeto. Ese ha sido siempre tu problema. No tienes respeto por nada. —Jonjo Howlin sacó una botella de whisky de detrás del cojín y se sirvió un trago tembloroso. —Ese es del bueno —exclamó Furty—. ¿De dónde has sacado el dinero para comprarlo? —¿Hummm? —El whisky. ¿Cómo has podido permitírtelo? Su padre lo examinó con curiosidad. Para su cerebro aturullado, ese era el principio de una nueva conversación. Furty estaba convencido de que a menudo Jonjo Howlin no reconocía a su propio hijo. —¿El whisky? —Sí. ¿De dónde has sacado el dinero? Jonjo se concentró. —¿El dinero? Ah, he vendido una caja de cebos viejos que había en el cobertizo. Un turista estúpido me ha dado un billete de diez por ellos. El muy idiota. Furty se estremeció. Su futuro se había esfumado. Vendido por una botella de whisky. Una pequeña fracción de su valor. Tardaría meses en volver a acumular las existencias. Sobre todo con competencia. Furty sintió que le 118
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abandonaban las ganas de luchar. Dejó caer los hombros, agachó la barbilla. Su propio padre. Jonjo Howlin le dio otro tiento al licor. —Anda, hijo. Haznos unas judías con tostadas, ¿quieres? Tengo un poco de gazuza después de todo el día. Furty asintió con la cabeza, derrotado. —Vale, papá. Judías con tostadas. —Buen chico. No eres tan malo como me quieren hacer creer algunos. Furty se arrastró hacia la cocina. Sabía que tendría que zarandear a su padre para despertarlo para la cena y seguramente llevarlo después a la cama. Entonces tendría toda la noche para llorar la pérdida de su colección de cebos. Tendría que empezar desde cero. No había vuelta de hoja. Se detuvo, su mano se dirigía hacia la puerta de la nevera. No había vuelta de hoja, a no ser...
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PEDIRLE PERAS AL OLMO La idea del buceo resultó ser todo un éxito. Babe reclamaba los honores, puesto que la idea había sido suya. Benny también reclamaba los honores, puesto que había sido su abuelo quien los había animado a pensar en una idea y a él se le había ocurrido lo de nadar. Benny, claro está, era un antiguo maestro en exigir reconocimiento por cosas con las que solo estaba ligeramente relacionado. ¡Una vez había reclamado los honores de un gol porque era él quien se había lanzado para conseguir el tiro libre! Esa primera mañana lograron rescatar treinta y seis cebos vendibles de la charca. Casi otros cincuenta estaban demasiado estropeados por el agua del mar para tener ningún valor. Algunos, sin duda, llevaban años sumergidos. Fue un golpe tremendo para la empresa Shaw-Mara. Habían logrado incrementar su media de hallazgos sin pisar a nadie. Furty tenía las rocas; ellos tenían la charca. Todos estaban contentos. Bueno, al menos esa era la teoría. Y el pequeño bote de Benny no cesaba de crecer. Despilfarraba un poco de calderilla en helados de chocolate y en la discoteca, pero Benny Shaw, en general, resultó ser más bien como el avaro señor Scrooge. De haber entendido el chiste cuando Georgie le preguntó cuántos espíritus lo habían visitado las últimas Navidades, Benny le habría dado unos cuantos golpes. Jessica Shaw estaba empezando a preocuparse por su hombrecito. La euforia que había sentido al saber que Benny había conocido a una chica había pasado en cuanto conoció a Babe. La zagala del lugar no solo no era tan... bueno, femenina como le habría gustado, sino que Bernard parecía estar transformando a Babe en un modelo en miniatura de sí mismo. Cuando no estaban en las rocas sacando cebos de las algas, estaban sacándose chispas el uno al otro jugando al hurling. No eran exactamente Romeo y Julieta. Eran más bien como Bonnie y Clyde. Así pues, decidió que dependía de ella inyectar algo de cultura en su existencia primitiva. Jessica estaba convencida de que les encantaría en cuanto le encontraran el gusto. Bueno, no estaba convencida del todo, pero Benny se lo 120
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agradecería en su discurso de los Oscar. Los socios en cuestión estaban dándole unos golpes a la sliotar en los pastos de las ovejas, para gran molestia de sus inquilinas, que estaban hartas de que las acribillaran con la pelota de hurling. Babe tenía problemas con la recepción. —No tienes por qué cavar una trinchera, ¿sabes? —gritó Benny, ya que Babe había vuelto a enterrar el extremo del hurley en el estiércol. —¡Cuidado, señoritingo! Benny hizo girar la bola sobre su hurley con indiferencia. —¡Mira, ese es el problema que tienes! —¿Cuál es el problema que tengo? —Es como lo de paletos y señoritingos. Vosotros, quiero decir los granjeros, sois lo que yo llamo «bucaneros». Os abalanzáis, babeando, y le dais a la pelota, o a las piernas de alguien, o a lo que resulte estar en medio. No tenéis gracilidad, no tenéis sutileza. Babe lo abucheó. —Te has leído un libro, ¿a que sí? —¡Que no! —exclamó Benny, a la defensiva. —¿Vas a enseñarme esa recepción con la que no dejas de darme la lata o me vas a dar otra charla? A Benny no le gustó nada que lo acusaran de culto, así que decidió hacer una demostración. —Mira. Colocó la sliotar sobre una mata de hierba y dio varios pasos atrás. Trotó hacia la pelota con el hurley rozando casi el suelo, pero, en lugar de darle a la sliotar desde abajo y alzarla, golpeó la pelota por arriba y la atrapó al saltar. No se podía negar que era una maniobra impresionante, fastidiada tan solo por una raíz medio escondida que hizo caer a Benny cuando se paseaba pavoneándose. La raíz y la boñiga de vaca que le embadurnó el jersey cuando cayó. Babe no hizo ningún intento por reprimir una risita. —¿Eso es parte de la jugada? Benny yacía inmóvil, preguntándose si debía fingir que se había hecho daño para librarse de unas cuantas humillaciones. La voz de su madre decidió por él: —¡Bernard! ¿Qué narices...? ¿Bernard? ¿Qué estaba haciendo allí su madre? Eso no estaba permitido. Ese era su sitio. A él jamás se le ocurriría invadir las reuniones de mujeres de ella. En ese momento, las dos únicas mujeres con las que había llegado a tener una conversación estaban esperando para ver la mancha de la salpicadura en su jersey bueno. A regañadientes, se separó del suelo tirando de la prenda destruida para separársela del cuerpo. Jessica y Babe estaban de pie frente a él, las dos en una postura idéntica, con los brazos en jarras. Daba miedo. 121
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—Presumiendo otra vez, Bernard, ¿verdad? —dijo Jessica. —Pero ¿cuándo vas a aprender, Bernard? —añadió Babe, con una expresión de total desprecio en el rostro. —¡Esperad un momento! —¿Sí, Bernard? Benny abrió la boca para decir algo ingenioso. Algo que hiciera callar a ese par y lo dejara a él como una autoridad. La mandíbula le colgaba abierta esperando a que el cerebro le enviara algún comentario cáustico, pero no llegó ninguno. ¿Cómo se podía superar medio kilo de bosta de vaca goteando del jersey? —Nada, mama... —¿Mama, Bernard? ¿MAMA? —Perdona, mamá. Jessica sacudió la cabeza. —Bueno, esto ha hecho que me decida. Mírate, estás cubierto de... eso. Eres un cavernícola, Bernard. ¡Mi pequeño troglodita! —No podría estar más de acuerdo —convino Babe. Jessica le sonrió a la chica. —Me alegra ver que te has quitado ese gorro asqueroso, Babe. Tienes un pelo muy bonito. En Francia, las mujeres pagan una fortuna por hacerse rizos como esos. —Su mirada escrutadora bajó por la ropa de la chica. Una vieja sudadera holgada y unos vaqueros. Ambos recubiertos de escamas de pescado—. Aunque todavía queda un poco de trabajo por hacer. Benny arrugó la frente. Su madre quería llegar a algún lugar. A algún lugar al que él no quería ir. —Bueno. He tomado una pequeña decisión —anunció Jessica. Benny se preguntó si estaría conforme con la palabra «pequeña». —He decidido que vamos a montar una obra. Benny se tambaleó. —¿Qué? —Una obra, Bernard. Un espectáculo. Tú, Babe, George y yo. —¡Pero mamá! ¿Qué he hecho? Jessica sonrió con indulgencia. —No es un castigo, Bernard. Es para ayudar a ampliar vuestros horizontes. —Mis horizontes son fantásticos, muchísimas gracias. Son tan amplios como... algo amplio. —Las aptitudes de Benny para los símiles volvían a dejarlo tirado. —Oh, deja de ser tan egoísta, Bernard. Piensa en los demás, para variar. A lo mejor Babe está harta de ir dándole golpes por ahí a una pelota apestosa. —¿Babe? —se mofó Benny—. ¡Sí, claro, pero si ella es peor que yo! A Babe le encantan las cosas apestosas, y los perros y las navajas y todas las cosas de chicos. Vamos, que Babe no es ninguna chica. —De nuevo, la lengua de Benny operaba con independencia de su cerebro. Si hubiese mirado a Babe a la cara, a 122
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lo mejor se habría dado cuenta de que iba por mal camino. —¿Ah, sí, Bernard? ¿Por qué no dejamos que decida Babe? Babe ya estaba harta de Benny y de sus comentarios, y allí tenía a esa dama elegante pidiéndole que participara en una obra, nada más y nada menos. Bueno, por regla general, Babe habría caminado descalza varios kilómetros con tal de evitar el teatro, la poesía o cualquier clase de declamación. Sin embargo, últimamente pensaba cada vez más en eso de ser una chica de verdad. Aunque habría soportado que la torturaran antes que admitirlo, se había probado incluso el pintalabios de su madre. Además de eso estaba el hecho de que la madre de Benny era más o menos como alguien a quien a Babe le gustaría parecerse... a lo mejor, más o menos. De modo que dijo: —Sí, una obra. Nunca he hecho una obra. Vale. Jessica sonrió de verdad. —Buena chica. ¡Bueno, Bernard! A lo mejor no conoces a tus amigos tan bien como crees. Benny se había quedado sin habla. «A lo mejor no.» —Bueno, levanta la barbilla, Babe, y endereza los hombros. Si sigues así tendrás una desviación en la columna antes de cumplir los cuarenta. La voz de Benny saltó en seguida: —No la escuches, Babe. Intenta convertirte en una... —¿En una qué, Bernard? Benny luchó por que se le ocurriera el peor insulto posible. Algo que hiciera que Babe renunciara para siempre a todas esas tonterías teatrales. —Intenta convertirte en una... ¡enorme blusa de volantes! A juzgar por las ácidas miradas de las dos mujeres, había vuelto a decir lo que no debía. Benny suspiró. Por lo visto, iban a montar un espectáculo. Jessica puso un brazo sobre el hombro de Babe y se la llevó hacia el faro. Se pusieron a cuchichear y a reír. Benny oyó mencionar la palabra «neandertal» y se preguntó de quién estarían hablando. Las siguió alicaído, forzando su número de mártir hasta el extremo. Dos mujeres y él, el único hombre.
Aunque Jessica solo tenía buenas intenciones, la decisión de sumergir a su hijo mayor en la cultura iba a desencadenar una serie de acontecimientos que terminarían con un intenso dolor. Culpar a Jessica no es justo, de veras. Fue Furty el que se aprovechó de la situación. —He venido a rescatar a la princesa del rey Vampiro —masculló Benny. Jessica se frotó entre los ojos. —¿Qué has dicho, cielo? Benny alzó una pizca la voz. —La princesa. Que la quiero rescatar. Jessica consultó el guión. 123
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—Eso no es lo que dice aquí. —Es lo mismo. —No. En realidad no, Bernard. «Que la quiero rescatar», eso no puedes decirlo. Es incorrecto. —No me importa. —Bernard, por favor. No te pongas en ridículo delante de Babe. Babe hizo lo indecible por parecer abochornada. —¡Mamá! —¿Sí, cielo? —¿Puedo hablar un momento contigo? —Claro que sí, Bernard. Benny se dirigió a grandes pasos a un lado del escenario, que en realidad era la plataforma de la base del faro. —Mamá, no es buena idea. —¿Eso por qué, Bernard? —Porque yo soy jugador de hurling, mamá. A un jugador de hurling no se le puede hacer actuar. Está mal. Es como pedirle peras al olmo. —¿Has terminado, Bernard? —Supongo. —Bien. Ahora vuelve al centro del escenario y di la frase como es debido. —¡Mama! Jessica le dirigió una mirada que habría roto un panel de cristal. ——Vale... mamá. Ya voy. ¡Que ya voy! Benny arrastró los pies hasta el escenario. —Bueno, cuando quieras. —Ah... ¿Cómo estamos? He venido aquí por esta. —¡BENNY! Benny tragó saliva. Su madre lo había llamado Benny. Eso solo había sucedido otras dos veces, y en ambas ocasiones Benny había terminado dando lástima. Leyó su frase. Se aclaró la garganta. —He venido a rescatar a la princesa del rey Vampiro. Su madre asintió. —Mejor. ¿Georgie? George sacudió la cabeza. —No sé, madre. No me lo he acabado de creer. No dice la frase con convicción. —Bernard. Dilo como si te lo creyeras. ¡Y mira al público! —¿Qué público? —El público que estará aquí el sábado por la mañana. Incluidos tu padre, tu abuelo, Jerry, Clipper y todos tus amiguitos que podamos encontrar. —¡Ay, Jesusito! —exclamó Georgie. —¡Ay, Dios! —dijo su hermano mayor.
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Benny creía estar en el infierno. Y, si no, preferiría estar allí. Alguien había hecho pedazos su vida y dos mujeres enloquecidas por el teatro se la estaban recomponiendo. ¡Una obra! Una obra, pero ¡qué se habían creído! Benny no podía creerlo. No solo tenía que leer fuera del colegio, sino que tenía que aprenderse las frases de memoria. Era una desgracia. Ningún chico tenía por qué soportar algo así. Benny habría escrito una carta al Tribunal Europeo de los Derechos Humanos si eso no hubiese comportado escribir además de leer. Y no solo había que aprenderse las frases, también había canciones. Ay, Georgie había adaptado con gran ingenio algunos clásicos para que se ajustaran al tema del vampiro. Entre ellos estaban Sangre, gloriosa sangre y No hay nada como una vena, por no hablar de ¿Me puedes robar la sangre esta noche? Era ridículo. Y eso no era ni mucho menos lo peor. También estaban los disfraces, ¡y el maquillaje! ¿Maquillaje? ¿Y por qué no se colgaba del cuello un cartel que dijera: «Excomulgadme del género masculino para siempre»? Benny ya preveía otra lápida para él. En esta se leía: «Aquí yace Bernard Shaw. Permitió que su madre lo embadurnara de maquillaje para una obra fuera del colegio. También ganó el premio Guinness al Mejor Jugador del Campeonato de hurling tres veces, pero eso quedó ensombrecido por el espectro del brillo labial». Benny sintió un escalofrío. ¿No había nadie a quien pudiera recurrir? Babe no le servía de nada, eso seguro. Estaba demasiado ocupada encontrándose a sí misma. La pequeña marimacho estaba floreciendo bajo la tutela de Jessica y cada día se convertía más en una chica. Para su sorpresa, Babe había descubierto que en realidad le gustaba la interpretación. Podía ser una especie de señoritinga sin sentirse avergonzada, porque no era ella la que era una señoritinga, sino su personaje. Babe sabía que ese era un argumento barato, así que intentó no pensar demasiado en él. Y el disfraz era tan... precioso. Todo encaje y gasa. No era lo que ella se pondría normalmente, pero sin duda una princesa lo luciría en un baile de palacio. Babe también descubrió que Georgie no era el anticristo que Benny le había hecho creer. No era un mal hombrecito, de hecho. Le gustaba un poco lo intelectual, pero, bueno, era malísimo en deportes, así que ¿qué otra opción tenía? Los ensayos para preparar la representación del sábado duraron toda la semana. A sugerencia de Babe, Benny había accedido a regañadientes a reservar los cebos para forrarse durante el puente de agosto. Eso les dejaba más tiempo para ensayar y, además, el domingo la charca estaría a reventar. En opinión de Benny, tener más tiempo para ensayar no era una ventaja. Cualquier cosa que separase a un joven sano del deporte y lo llevara en dirección a una palabra escrita tenía que ser malo por naturaleza. Por desgracia, últimamente las opiniones de Benny sobre cualquier tema cada vez eran compartidas por menos personas. Ensayo de vestuario la tarde del viernes. Todos vestidos, maquillados... y otra cosita más. 125
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—Hoy tenemos que hacer el beso —dijo Jessica con firmeza. —¡Mamá! —Bernard. Estrenamos mañana. Es vuestra última oportunidad de practicar. —Mamá. ¿No podemos cortar esa parte? —No. El príncipe tiene que besar a la princesa. Es la tradición. —Eso es otra cosa, mamá. ¿El príncipe Parsifal? ¿No puedo tener un nombre más guay? Jessica enarcó una ceja. —¿Como cuál, por ejemplo? —No sé. El príncipe Comecerebros o algo así. —No, Bernard. Bueno, vamos a empezar. Babe, ¿estás lista, cariño? —En seguida —gritó Babe, mientras se daba otra capa de pintalabios. Benny gruñó. Había perdido a su amiga para siempre. —Bien. Bueno, desde el final de No hay nada como una vena y luego el beso, ¿vale? Benny suplicó una última vez. —Mamá, ¿no ves que esto es embarazoso para Babe? Jessica tiró al suelo la carpeta de clip. —¡Oh, por el amor de Dios, Bernard! ¡Es un besito de nada en la mejilla! — Agarró a Georgie de la cabeza y le dio un beso sonoro—. ¡Ya está, no ha sido tan horrible! —Su madre marchó hacia la plataforma y besó a Benny en la frente—. ¿Tiene alguien vergüenza? No. Para completar la demostración, Jessica le dio un abrazo y un beso a Babe. —¿Estás bien, cielo? Babe asintió, con una risita. —No te he traumatizado, ¿verdad? —No. Jessica se volvió hacia Benny, las manos en las caderas. —¿Qué mensaje estás transmitiendo, Bernard? ¿Qué se supone que va a pensar Babe si ni siquiera quieres darle un beso en la mejilla? Benny tragó saliva. Babe lo estaba mirando mal. —Vale. Está bien. Terminemos con esto. —Buen chico. Será divertido, te lo prometo. —Ya, ya —murmuró Benny—. Casi tan divertido como un golpetazo en el ojo con un palo puntiagudo. —¿Qué has dicho, Bernard? —Nada. —Bien. Bueno, final de la canción del rey Vampiro y escena del rescate. Georgie salió a grandes pasos a la plataforma, resplandeciente con su capa y sus colmillos, y se lanzó a cantar la última estrofa de su gran número: —No hay mejor bebida que una vena, clavas los colmillos en una vena, nada hay más atractivo que una vena, ni reacciona como una vena, mataría por 126
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una vena, ¡bebería hasta hartarme de una vena! Georgie dio un pequeño pasito doble antes del gran final. —¡Nada de lo que a un hombre suceda carece de cura si se le acerca una larga y preciosa, burbujeante y roja veeeeeenaaaaaa! Y saludó. —Magnífico, George. Ahora, Benny levanta la barbilla. Con gracia y bien alto. Benny se colocó bien la corona de papel de aluminio y salió de bastidores. —¡Esperad un momento, rey Vampiro! George se quedó petrificado. Justo a punto de morder a la princesa en el cuello. —¡Prrínsipe Parrsifal! ¿Cómo habéis entrrado en el Castillo de la Oscurridad? George, para ser justos, conseguía un acento transilvano bastante decente. Aunque a veces se pasaba de largo hasta Pakistán. —Los cazadores de topos me han excavado un túnel. —¿Los cazadorres de topos? ¡Jamás se atrreverrían! —Oh, sí que se atrre... atreverían. ¡Les he prometido patatas! Llegados a este punto, debéis saber que toda la historia empezaba a sonar un poco tonta. —¡Desacolmillad a la princesa Daphne! Georgie avanzó de una forma espeluznante y, por un segundo, Benny se sintió nervioso de verdad. —Habéis cometido un grrave error al venir, prrínsipe Parrsifal. Este es el Castillo de la Oscurridad. La lus del sol es lo único que puede destrruirrme. Benny se alegraba de no tener que hacer todo eso de las erres. —Aquí, en el Castillo de la Oscurridad, la lus del sol no entrra nunca por las ventanas. ¡Estáis condenado, prrínsipe Parrsifal! —Ahí es donde os equivocáis, vampiro sinvergüenza. A eso le seguía una dramática persecución a cámara lenta por el castillo, con muchas miradas perversas y muchos «casi te pillo». Al final, el príncipe Parsifal extrae un espejo de debajo de su capa y lo saca por la ventana. El cristal refleja un rayo de sol que se dirige derecho al rey Vampiro, el cual muere de una forma horrible. Los más listillos de vosotros a lo mejor observáis que un simple espejo de mano no podría eludir la sombra proyectada por un torreón del siglo XII en la Europa oriental, a no ser que el mango tuviera como mínimo sesenta metros de largo. A esos les digo: relajaos un poco. Había llegado el momento de la verdad para Benny. Una vez vencido el rey Vampiro, tenía que liberar a la princesa Daphne, que estaba maniatada. Benny arrastró los pies hasta donde estaba Babe peleándose con unas cuerdas imaginarias y las cortó con su espada de cartón. —Oh, príncipe Parsifal. Me habéis salvado. Acudid aquí y cobraos vuestra recompensa. —Babe le presentó la mejilla. «Vamos, Benny, chaval —se animó el chico a sí mismo—. Finge. Un beso astuto, sin tocarla pero con mucho ruido.» Como hacía su madre cuando se acababa de maquillar. Nadie se daría cuenta. Se inclinó y besó el aire desde un 127
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ángulo en que su madre no lo veía. —Otra vez, Bernard. —¿Qué? —Ha estado fatal. Si de ti dependiera, el príncipe Rana seguiría siendo una rana. Venga, otra vez. La mejilla de Babe seguía en el mismo sitio. Benny le dio un besito todo lo de prisa que pudo. —Otra vez, Bernard. Intenta que no parezca como si estuvieras besando a un reptil. —Eso, Benny —siseó Babe por la comisura de los labios. Benny volvió a intentarlo. «No pienses que es la mejilla de Babe —se dijo—. Haz como si le dieras a mamá el beso de buenas noches.» —Perfecto. Buen chico. No ha sido tan terrible, ¿a que no? —No —admitió Benny. —Ahora que ya lo has hecho una vez, debería serte mucho más fácil mañana con todos tus amigos mirándote. Benny gimió por dentro con miedo de que, si dejaba que se le viera la menor consternación, Babe creyera que estaba enfurruñado por el beso. Y lo estaba, aunque no era ese el motivo primordial del enfurruñamiento. Todo eso de los disfraces, de ser una nenaza, tralará, bailemos y brinquemos, vamos a montar una obra, lo tenía molesto de verdad. El beso en sí no había estado tan mal. Fríamente, había sido tan fugaz que no había sentido nada. Bien podría haber besado a Congrio. Sin embargo, sabía que había significado algo. Era otro paso que lo alejaba de ser el pequeño Benny. Una parte de él quería olvidarse de ir pasito a pasito y saltar de golpe. No obstante, era como si a otra parte de él le gustara el pequeño Benny y todas las cosas que podía hacer sin recibir represalias porque no era más que un niño.
Furty estaba montando una operación. Decidió que el secreto de un delito con éxito eran los preparativos. Ahí era donde se había equivocado con la furgoneta de las patatas fritas. No había hecho preparativos. Había sido un trabajo improvisado. Si hubiese tenido vigilada la furgoneta, habría sabido que el dueño dormía en la cabina. Un error estúpido que le había costado nueve meses de su vida. No volvería a suceder. En un principio había tenido intención de montar vigilancia desde el tejado de la fábrica de sal, pero había descubierto que no estaba lo bastante alto. De modo que se había decidido por el torreón del castillo. Desde ese punto aventajado gozaba de una vista panorámica de todas las rocas hasta Black Chan. Y hacia el noroeste podía seguir la carretera hasta más allá del torreón y su propia casa. Perfecto. Una punzada de mala conciencia atravesaba la mollera de Furty de vez en 128
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cuando, pero él no hacía caso. Era lo correcto. Justicia. Él solo les hacía a esos dos intrusos lo que ya le habían hecho a él. Les devolvía el favor. A esos dos intrusos en cuestión era patéticamente fácil seguirles la pista. Todos los días hacían lo mismo. El puente de Horatio por la mañana, unos golpes de pelota después de comer y luego teatro por la tarde. Jamás había imaginado que Shaw sería uno de esos a los que les gusta disfrazarse, pero por todo el pueblo se hablaba ya de su estúpida representación del sábado siguiente. Así pues, Furty se sentaba en el torreón, con sus viejos prismáticos de latón enfocando a Benny y a su socia. No tardó en conocer todos sus secretos. Sabía, por ejemplo, que Babe imitaba la forma de andar de Benny a sus espaldas. Sabía que Benny practicaba a escondidas su papel en la obra. Y sabía que limpiaban y almacenaban sus cebos en el cobertizo que había detrás del faro. Eso era un misterio. ¿Cómo iba a llegar allí sin que lo vieran? Aquel sitio por la noche estaba iluminado como un árbol de Navidad. Bueno, de día entonces. Cuando no hubiera nadie por allí. O tal vez cuando todos estuvieran por allí, pero mirando a otra parte. Furty se sonrió. Se lo estaban poniendo demasiado fácil.
Benny rezó por que lloviera. «Oh, Dios, por favor, envía un tifón hasta aquí para aislar la Torre de Dugan del resto del mundo.» O, si eso fallaba, no estaría nada mal que una buena niebla se enroscara alrededor de la base del faro. Pero no sirvió de nada. Todos los que estaban involucrados en la producción eran mucho más benditos que él. Benny se imaginó a Dios mesándose las barbas blancas, sopesando las plegarias. Por un lado estaban Jessica, Georgie y Babe, que esperaban un día de sol para poder representar una obra ante los niños del pueblo. Luego estaba Benny Shaw, que rezaba por que cayese una tormenta. Benny, con una lista de acusaciones larga como un brazo, con un historial de quedarse dormido durante las oraciones y con motivos puramente egoístas. Ni comparación. De manera que, antes incluso de abrir los ojos ese sábado del puente de agosto, Benny supo que el sol iba a brillar tanto que partiría las rocas. Y, por supuesto, así fue. Benny tenía su propia teoría de la relatividad. Calculaba que el tiempo era inversamente proporcional a la necesidad. Aunque él no lo pensaba justo en esos términos. Benny jamás habría usado palabras como «inversamente» ni «proporcional», en caso de que alguien fuera a acusarlo de prestar atención en clase. Sus palabras exactas eran: «Cuanto más despacio quieres que pase cualquier cosa, más rápido pasa». Esa mañana era un ejemplo de primera. Quería que el tiempo que faltaba para la obra se alargara una eternidad, como pasaba cuando esperaba a que le dieran la paga. Sin embargo, antes de que se diera cuenta de lo que ocurría, llegó Babe con su disfraz. 129
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—¿Cómo va eso, socio? —dijo, con una gran sonrisa. —¿Por qué estás tan contenta? —Dios Santísimo, Benny, eres un gallina enorme. Todo esto se habrá acabado antes de comer. —¿Acabado? Mi vida habrá acabado. Espera a que los chicos me vean con esta pinta. Con capa y medias. Para morirse. —Venga. Estás muy guapo. Benny examinó el comentario en busca de sarcasmo. Limpio. ¿Estaba guapo? No podía ser. Benny Shaw, con su remolino y sus rodillas huesudas. Babe solo estaba siendo amable. —¿Ejem? Benny se dio cuenta de que la chica esperaba que le devolviera el cumplido. Su mirada glacial le decía que sería mejor que se le ocurriera un comentario rápido y por propia voluntad. —Tú también estás muy bien, duende. Babe sonrió de oreja a oreja. —¿Sí? ¿De verdad? Gracias, Benny. La chica se fue haciendo frufrú, como un gran paquete de tela vaporosa, para pasar revista con la directora. Aquello se les estaba yendo de las manos. Primero el baile, luego el teatro y de pronto el intercambio de cumplidos. Cumplidos sinceros, además. Algo no iba bien... Si le decías a un hombre que estaba guapo, era evidente que lo decías con sarcasmo y que en realidad querías decir que parecía el interior de un estómago de caballo. Benny miró por la ranura de la ventana. La gente ya se estaba reuniendo en el césped. El abuelo había sacado todas las sillas que tenía y las había complementado con bancos, tablones y cajas de pescado. Clipper y Jerry estaban apalancados en la primera fila, contemplando fascinados el simple telón de fondo pegado con cinta adhesiva a la pared del faro. Benny vio que Paudie y los Ahern llegaban en bici por el sendero. Sus padres debían de haberles dado la hora libre a propósito. También había extraños, domingueros que llegaban paseando por la carretera. Benny, conociendo su suerte, estaba seguro de que los seleccionadores de hurling del condado de Wexford se presentarían y lo tacharían para siempre de su lista. —Maquillaje. Benny se volvió y vio a Jessica avanzar hacia él, blandiendo una barra gruesa y grasienta de maquillaje de teatro. —¿Mamá? ¿Tenemos que hacerlo? —Sí, Bernard. Tenemos que hacerlo. La pared de esa torre refleja muchísimo resplandor. Sin un poco de base parecerás un fantasma. En ese preciso instante, Benny habría estado contento de cambiarle su sitio a un fantasma. Cualquier cosa con tal de evitar la humillación que le esperaba. Jessica le pringó la cara con un montón de porquería. —No frunzas el entrecejo, Bernard. No cubro las arrugas. 130
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Benny intentó desarrugar la cara. —Ahora sonríe. Quiero hacerte la barba. —¿Barba? No, mamá. ¡Ten piedad! —El príncipe siempre lleva barba. Muy a su pesar, a Benny le intrigaba la idea. Sería una pequeña visión del futuro. —Pero algo chulo, ¿eh, mamá? Nada de una barba de leñador. Jessica sonrió. —Oh, ahora estamos interesados, ¿eh? Le puso un dedo bajo la barbilla y le dibujó una pequeña barba con el cepillito del rímel. Benny corrió a examinarse en el espejo. «No está mal — pensó, admirado—. Soy un tipejo guapo. No me extraña que les mole a las nenas.» Sintió un escalofrío. Su padre tenía razón, veía demasiada tele yanqui. —Bueno, Benny. Repasa tu papel. Cinco minutos y subimos el telón. ¿Telón? ¿Qué telón? Los actores siempre se comportaban como si estuvieran en un gran teatro. Telón, bastidores, escenario. Reconozcámoslo: estaban en una plataforma de piedra delante de un faro. —No hay telón, mamá. Jessica Shaw tomó el rostro de su hijo entre sus manos. —Bernard. Inténtalo. Si tú no te lo crees, nadie lo hará. Benny, que no era un bobo rematado, captó que aquel era un momento significativo. La madre le transmitía información vital a su hijo. Aquello pedía una reacción apropiada. Parpadeó una vez, desenfocó los ojos como si estuviera profundamente concentrado y luego asintió. —Vale, mamá. Lo intentaré. —Buen chico. Rómpete una pierna. ¿Que se rompiera una pierna? ¡Actores! Una panda de bichos raros todos ellos. ¿Qué otra persona te animaría a que te rompieras una pierna, o cualquier otra extremidad, para el caso? —No pienso romperme una pierna, mamá. No más de lo que hiciste tú en Macbeth. Jessica dio un hondo suspiro. —¡Benny! Nunca debes decir esa palabra en un camerino. ¡Jamás! Benny sonrió con maldad. —¿Qué palabra? ¿Mac...? —¡Basta, Bernard! Trae muy mala suerte. Ahora, para compensar el karma negativo, tienes que salir de la habitación, dar la vuelta tres veces y volver a entrar, ¿vale? —Claro, mamá. Ningún problema. Jessica le dio un besito en la mejilla. —Buen chico. Nos veremos en la recepción con queso y vino. Para ti será queso y cola, por supuesto. —Mola. 131
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Benny vio cómo su madre salía disparada a embadurnar a la siguiente víctima. ¿Salir fuera y dar la vuelta tres veces? «¡En tus sueños! No somos una panda de paganos, ¿sabes?» Soltó un bufido. Como si decir Macbeth en un camerino pudiese traer mala suerte. —Macbeth —susurró—. Macbeth, Macbeth, Macbeth.
Visto en retrospectiva, fue un poco insensato desafiar así al destino. Teniendo en cuenta lo que sucedió. No es que los espíritus del teatro fueran responsables. Fue todo un error humano. De un humano en concreto. Adivinad de quién. Las cosas empezaron bastante bien. Georgie salió a grandes pasos, interpretó su papel de «vampiro malvado en busca de princesa» y al público le encantó. Y menudo público. Parecía que hasta el último habitante del pueblo estaba allí. Además de los turistas y el clero del lugar. Incluso había un granjero que los miraba desde el campo de al lado, sentado en su tractor. Por lo que todos recordaban, aquella era la primera obra que se representaba en Duncade desde la trágica recreación que había hecho Murt Hanrahan del asalto de Strongbow sobre Waterford, allá por 1962. El público esperaba con fervor que la nueva obra no terminara en un derramamiento de sangre ni en vendettas familiares. Georgie exageró a más no poder. Sacó del público todos los abucheos que pudo. Y así, tras una estrofa de Sangre, gloriosa sangre, Babe es secuestrada y llevada al Castillo de la Oscuridad. Entra nuestro héroe, resplandeciente con su corona de papel de aluminio y su hermosa barba, para salvar a su amada. Así hizo Benny Shaw su debut, saliendo alicaído al escenario, mirando con determinación a sus zapatos de punta, con las mejillas bullendo de humillación. Y Congrio escogió ese momento para hacer su aparición. El chucho callejero logró librarse de la correa no se sabe cómo y decidió continuar con el juego diario de «a por el señoritingo». Golpeó a Benny como una bala de cañón, a toda velocidad y directo hacia el telón del fondo. Los dos cayeron al suelo y arrastraron consigo el telón. El público, por supuesto, pensó que eso tenía muchísima gracia y todos se echaron a reír. Mientras tanto, Benny y Congrio luchaban por liberarse y el telón se inflaba como si fuese un extraño fantasma de dos cabezas. Al final, Babe salió corriendo y se llevó el telón y al perro sin dejar de pedir perdón. Benny se arrastró para ponerse de pie, blandió la espada y continuó como si nada hubiese sucedido. A fin de cuentas, ya nada podía salir peor. Por sorprendente que parezca, en realidad nada salió peor. El público rugía con risas sinceras a cada oportunidad, y aplaudía y abucheaba en los momentos adecuados. Benny miró de reojo unas cuantas veces a la primera fila y se asombró al ver lágrimas de risa cayendo por el rostro de su padre. Un brillo empezó a surgir poco a poco en su interior y se puso a recitar sus frases con un 132
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poco más de entusiasmo. Desde luego, era Georgie el que se llevaba todos los aplausos con sus posturitas de villano, pero a Benny no le importaba. Se daba por satisfecho solo con que no le tirasen nada. Naturalmente, el beso fue el plato fuerte. Benny sintió que los labios se le secaban segundos antes de la hazaña. ¡Ay, Dios mío! ¿Y si se quedaba pegado a la cara de Babe? ¿Y si tenían que arrancarlo como si fuese cinta adhesiva en la boca de un rehén? Se estremeció solo con pensarlo. De acuerdo con la teoría Shaw de la relatividad, el momento llegó a una velocidad asombrosa. Allí estaba Babe con la mejilla apuntando a la cabeza de Benny, y allí estaba él intentando aspirar un poco de aire por la tráquea comprimida. —Venga —siseó Babe, manteniendo la sonrisa. —Venga —susurró el cadáver del vampiro. —Bésala, idiota —gritó algún bruto del público. Así que lo hizo. Dos pasos, besito, y todo había acabado. El público se puso en pie, gritando y pataleando. No hay nada como una buena obra llena de buenos sentimientos, en la que el bien triunfa sobre el mal, con un poco de romanticismo añadido. La voz de Jerry resonó por encima de las demás. —¡Mariposas! —rugió con entusiasmo. Le asomaba una lágrima en el rabillo del ojo. No se puede conseguir un elogio mucho mayor que ese. Hicieron tres reverencias y Benny no se dio cuenta de que le había estado dando la mano a Babe todo el rato hasta que hubieron terminado. Sus miradas se encontraron a la tercera reverencia. El rostro de Babe irradiaba felicidad y Benny se dio cuenta de que la había perdido para siempre. Babe Mará ya no era uno más de los chavales, era una chica al ciento por ciento. Después, los chicos estuvieron bebiendo cola en copas de vino. —No está mal esta cola —comentó Seanie—. Buen aroma, pero un poco afrutada para mi gusto. Sean asintió. —Es el complemento adecuado para el queso. —En lonchas, si no me equivoco. Del noventa y nueve. Un buen año. —Callaos, par de alelados —dijo Paudie. Babe y Benny se unieron al grupo. Babe todavía llevaba el vestido, la gasa de su sombrero cónico flotaba tras ella. Benny había intentado quitarse el maquillaje sin espejo, o sea que parecía un veterano de la Tormenta del Desierto de camuflaje. Paudie les dio la mano con formalidad. —Buen espectáculo, muchachos. ¿Cómo narices conseguisteis que Congrio hiciera eso? —Con entrenamiento —repuso Babe—. Solo hay que hacerle saber quién es el jefe. Seanie le dio a Benny un puñetazo en el brazo. —¿Significa esto que vas a dejar del todo el hurling para concentrarte en 133
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cosas de chicas? —Me concentraré en ti dentro de un minuto. —¡Ay, qué genio! ¡Los actores sois muy susceptibles! Benny y Seanie cayeron boxeando sobre la hierba. Paudie se miró el reloj. —Hummm. Diez segundos. Un nuevo récord. Normalmente tardan casi medio minuto en ponerse a pelear. Babe le dio una patada a Benny en la pierna. —Eh, señoritingo. Ya hay pescadores allí abajo. Podríamos vender unos cuantos cebos de camino a la charca. Benny se separó de su sonriente antagonista. —Ah, o sea que quieres volver a vender cebos. Bueno, ya iba siendo hora. —Deja de protestar y ve a por la lata. Benny se sacudió la hierba del jersey y se dirigió al cobertizo. La gente seguía pululando por ahí después del espectáculo. Muchos le daban una palmada en el hombro para felicitarlo. Georgie le estaba explicando su técnica a un público embelesado. Benny le mostró los pulgares levantados y al instante se quedó horrorizado consigo mismo. Pero ¿qué estaba pasando? ¡Un comportamiento cortés hacia su hermano! Lo siguiente sería darle un beso de buenas noches. Pegó una nota en el tablón de anuncios de su cerebro: «Hacérselas pasar canutas mañana al Pelota para que deje de ponerse gallito». Pero no ese mismo día. Dejaría que disfrutara de su momento de gloria. Se lo merecía. Benny estaba tan ocupado felicitándose por su generosidad que no se dio cuenta de que la puerta del cobertizo estaba entreabierta hasta que puso los dedos en el picaporte.
Furty estaba indignado. ¿Qué estaba pasando en el mundo cuando un pueblo entero de pescadores levantaba los remos para ir a ver no sé qué espectáculo de señoritingos? Vergonzoso. Sobre todo después de lo que había pasado con el montaje de Murt Hanrahan en el 62. Todavía había familias enemistadas por ello. Dirigió los prismáticos hacia la Torre de Dugan. Había bancos dispuestos sobre el césped. Una pequeña recepción de jardín. Qué sensacional. Furty sabía que tendría que andarse con cuidado. Si lo descubrían, significaría regresar a Saint Julian el resto del año. El viejo Paddy Shaw le tenía puestos los ojos encima como un cormorán. Era capaz de encontrar un ratoncillo en un campo de maíz. Los demás temerían demasiado por sus vidas como para hacer nada. Sin embargo, el abuelo Shaw se lo llevaría a rastras a la comisaría de la Garda sin dudarlo un segundo. Bajó trotando la escalera de caracol y salió por el viejo cañón de la chimenea. Nadie lo vio marcharse. No había nadie que pudiera verlo. Estaban 134
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todos mirando embobados a sus nuevos mejores amigos. El sol estaba alto y calentaba. Unas cuantas nubes ralas vagaban como ovejas en una charca azul, pero a media tarde el calor ya habría frito al público y habría acabado con todo. El pueblo estaría lleno de familias que habían ido a pasar el día. Familias con dinero para gastar. Alguien estaba cantando. Una voz aguda y perfecta. Probablemente el señoritingo más pequeño. ¿Qué clase de idiota era, con sus disfraces y sus poemas? Furty no se encontró a una alma en el camino hasta la Torre. Estaban todos al final del sendero, al pie del faro. Fue caminando por la gravilla, intentando dar pasos indiferentes, como si se supusiera que tenía que estar allí. Como si en realidad fuese a ver la obra. El cobertizo estaba al final en la curva en forma de herradura del camino. Perfecto. Furty asomó la cabeza para asegurarse de que no se acercaba nadie. Todo despejado. Con una facilidad ensayada, alzó el pestillo y se metió en la fresca sombra. Volvía a sentirlo todo otra vez: el sudor nervioso, las chispas en la tripa, las insistentes punzadas de culpabilidad que le cubrían el cerebro como si fuesen una manta húmeda. Le deslucían su victoria. En realidad, aquel era el primer delito que cometía Furty después de que lo hubiesen dejado salir. Una gran parte de él se lamentaba de regresar a esa vida, de romper una promesa que se había hecho a sí mismo una noche solitaria en la residencia. Sin embargo, no había otra forma de hacerlo. Así era la vida. De nada servía pasarse el día alicaído deseando ser otra persona. Había que sobrevivir, como se pudiese. El cobertizo le trajo recuerdos. Olía a grasa y a trabajo, como solía oler el cobertizo de su padre. Las herramientas estaban lustrosas y afiladas, todas colgadas en orden de sus soportes o adheridas a una tira de imán. Furty se sorprendió al descubrir que se le hacía un nudo en la garganta. Parpadeó de prisa para arrinconar esa debilidad al fondo de su conciencia, donde debía estar. Estaba claro que le habían dejado un rincón de trabajo a Benny. Papel de lija y pintura plateada extendidos sobre un periódico. Cebos mojados que colgaban de un tablón de corcho, y otros oxidados que estaban enganchados al borde de una lata de espíritu de petróleo. Una hormiguita trabajadora. Había una fiambrera grande sobre el taburete. Bingo. Furty abrió la tapa para mirar qué contenía. Estaba llena hasta los topes de señuelos. Abrillantados y todo. Qué considerados. Furty se metió la caja bajo el chándal. Sin embargo, no tocó los que estaban en reparación. Los dejaría allí. Eso provocaría cierta confusión entre sus enemigos. Les haría preguntarse si a lo mejor Benny no se habría dejado la caja de los cebos en alguna parte. A lo mejor no se los habían robado. A lo mejor el señoritingo los había perdido. Abrió la puerta, solo un resquicio. Nadie miraba en dirección a él. Estaban demasiado ocupados viendo a Babe Mará cantar su cancioncita. Parecía que era 135
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una princesa o algo por el estilo, y el pequeñajo era un vampiro que intentaba convencerla para sacarle unos litros de sangre. Era bueno ese Georgie, con esos dientes y esos andares. Casi te creías que era un chupasangre. Furty se horrorizó al reírse sin querer con las payasadas del escenario. Imaginad que, después de todos sus preparativos, lo pescaran mirando el espectáculo. Se zarandeó. «Muévete, Furty, chico. Llévate esto directo a casa. Esconde las pruebas.» Se marchó con sigilo por el otro lado del cobertizo. El gentío seguía embelesado por el destino de la princesa Babe. Y, para ser sinceros, a Furty no le habría importado ver cómo terminaba todo aquello. Se preguntó cómo sería poder sentarse sencillamente a disfrutar de algo, sin que los problemas de la vida te quitaran ni una chispa de juventud. En cuestión de segundos, Furty ya estaba en la carretera principal y camino de su casa. Se sentía mal por haber robado los cebos, pero se sentía peor por haber dejado los que no estaban en la caja. No porque valieran nada, sino porque su presencia haría que los amigos de Shaw dudaran de él. Y a lo mejor haría que el propio Benny dudase de sí mismo.
—¡Te lo estoy diciendo! —gritó Benny—. ¡Puse la caja ahí! ¡Justo ahí! —¿Estás seguro? —preguntó Babe. —Claro que estoy seguro. Justo ahí, en el taburete de los cebos. Igual que cada noche. —¿Había candado la puerta? —No hay candado. ¿Quién lo hace en Duncade? Solo la cierras para que no entren sabandijas. —¿Sabandijas? —Ya sabes, ratas, tejones, los Ahern. Sabandijas. —Oh, ja ja. Me alegro de que estés de broma, señoritingo. Aquí estamos, en el fin de semana más importante del verano y sin un solo puñado de cebos entre los dos. Los socios estaban reunidos alrededor del taburete en el que no estaban los cebos. Benny sentía que las preguntas lo presionaban. Estaba seguro de que había dejado la caja en su sitio. Seguro del todo. Había ido a ver los cebos a remojo por la mañana, y la caja estaba ahí. —¿No puedes haberlos dejado en otro sitio? Esa pregunta pasó de la raya. —¡No! ¡No puedo haber hecho eso! Tú sabes qué ha pasado tan bien como yo. —¿El qué? —¡Howlin, por supuesto! Furty Howlin. Llevaba semanas diciendo que iba a por nosotros. —Ya lo sé, pero... —Pero ¿qué, Babe? No es la primera vez que se cuela en un sitio, ¿no? 136
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—No, pero... A esas alturas, Benny ya estaba perdiendo los estribos. —¡Pero nada! ¡Dios Santísimo! Pero ¿qué? Venga, pero ¿qué? Babe tomó aliento. —Si Furty, o alguien, ha robado la caja, ¿por qué no se ha llevado todos esos otros cebos? Benny arrugó el entrecejo. —No lo sé. A lo mejor tenía prisa. —No tardaría más que dos segundos. —Te acabo de decir que no lo sé. No lo sé. —Vale. Vale, Benny, cálmate. ¿Cuándo los has visto por última vez? —Esta mañana, antes de la obra. —¿Esta mañana? Benny contó hasta diez. —Sí, esta mañana. ¿Es que hay eco en esta habitación o algo así? —Bueno, si ha sido esta mañana, Furty debe de haber entrado durante la obra. Benny parpadeó. Eso le parecía poco probable incluso a él. —Podría. Podría haberlo hecho. —Aquí había un montón de personas, Benny. —Ya lo sé. ¿No estaba yo también? —O sea, que dices que Furty Howlin ha venido a plena luz del día, con decenas de personas rondando por aquí. Y que después de hacer todo eso, no se ha molestado en coger los demás cebos. —Pues sí. Eso es lo que digo. —Hummm. —¿Hummm qué? —Benny, ¿estás seguro...? —Sí, estoy muy seguro. Absolutamente seguro. Y, si fueses mi socia de verdad, me creerías. Babe se mordió el labio. —Vale, te creo. Será mejor que se lo digamos a tu padre. Benny sacudió la cabeza. —No. Es nuestro problema. Si metemos a los padres, se nos ha terminado el verano. Tendremos que ocuparnos nosotros solos. —No sé, Benny. Esto es ilegal. ¿Cómo nos vamos a ocupar nosotros? —Ya pensaré algo. —¿Qué clase de algo? —Dame una oportunidad, ¿quieres? No lo sé. Todavía. Eso era una mentira como una casa. Benny sabía exactamente lo que tenía pensado hacer. Tenía pensado volver a robar los cebos. De todas formas, no era robar robar, porque, para empezar, los cebos eran suyos. Sin embargo, la nueva Babe femenina pondría objeciones a su estrategia. Diría que era ilegal, o muy 137
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peligroso. ¿Qué iba a hacer Furty? ¿Denunciar que le habían robado los cebos robados? No era probable. —Bueno, mientras tú te lo piensas, vamos al puente de Horatio. A ver si podemos rescatar algunos cebos para mañana por la noche. Benny dijo que sí con la cabeza. No tenía sentido malgastar el día. La noche tampoco iba a ser una pérdida de tiempo.
No era la primera vez que Benny salía de extranjis. Por lo que le había enseñado la experiencia, podías salirte con la tuya durante una buena temporada antes de que te cayera una maza sobre el cráneo. El castigo, por lo general, era rápido y severo. La libertad y la paga solían quedar interrumpidas durante períodos prolongados. Benny, no obstante, se dijo que por aquello merecía la pena arriesgarse. Su padre podría criticarlo, pero comprendería a la perfección por qué su chico había tenido que salir de extranjis. La noche en el campo no es como la noche en la ciudad. No hay reconfortantes luces naranja flotando por encima. Las cunetas son agujeros negros que se abren a ambos lados y que pueden esconder cualquier cosa, desde una cosechadora hasta un asesino enloquecido por el alcohol y con una hacha en las manos. Benny salió a hurtadillas de su habitación y se fue de extranjis por la carretera de Duncade hacia la casita de los Howlin. Tuvo que luchar consigo mismo a cada paso del camino. Le habría resultado sencillísimo convencerse para dar media vuelta. Había un millón de razones perfectamente aceptables para no continuar, y todas clamaban por conseguir espacio en su cerebro. Sentía como si llevara atada al cinturón una enorme cinta elástica, y cada paso que daba incrementaba la tensión. «¡Da media vuelta, por el amor de Dios! Está oscuro. No tienes pruebas, ni plan, ni ninguna posibilidad. A Furty podría darle un ataque, podría lanzarte desde la cima de un acantilado. Nadie lo sabría jamás. Ni siquiera has dejado una nota. Vuelve y olvídate de toda esta idea ridícula. Verás mejor las cosas por la mañana.» Sin embargo, la parte tozuda de Benny no quería rendirse. «Son mis cebos. Me los ha robado. Voy a recuperarlos. Fin de la cuestión.» La casita estaba a apenas un kilómetro siguiendo la carretera, pero la teoría Shaw de la relatividad estaba surtiendo todo su efecto. No importaba cuánto avanzase, el caminito hacia la casa de Furty no parecía acercarse. Benny tuvo tiempo de sobra para pensar en todas las formas en que podían matarlo o lisiarlo durante su aventura ilícita. Podía verse corneado por un toro escapado. O atropellado por algún conductor borracho embriagado por la luz de la luna. Podía caer en picado a alguna zanja del borde del camino. O podía soltarse un cable de un antiguo poste eléctrico que se le enroscara alrededor del cuerpo. Después estaba lo supernatural. Por lo general, Benny se burlaba de todas 138
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las cosas sobrenaturales, pero la oscuridad había hecho creer a hombres más fuertes que él. Por supuesto, el abuelo lo había deleitado con gráficos relatos de las leyendas locales más espeluznantes. La que le venía a la cabeza con mayor insistencia en ese momento era la historia del cabo Bradshaw, un miliciano cuyo cuerpo llevaba doscientos años muerto, pero cuyo espíritu seguía luchando en la rebelión irlandesa de 1798. Patrullaba los caminos susurrando: «¿Amigo o enemigo?», y te ensartaba como un pincho tanto si eras lo uno como si eras lo otro. Benny tragó saliva con sequedad. De pronto, todas las ramas que sobresalían de un grupo de arbustos se convertían en bayonetas relucientes. Benny solo se dio cuenta de que había pasado de largo el camino de los Howlin cuando llegó al cruce. Desanduvo sus pasos. Al fin había llegado al caminito. La casita achaparrada se entreveía gracias a una luz tenue que brillaba en una ventana del piso de abajo. Seguían despiertos. ¿Qué clase de personas seguían despiertas a las dos de la madrugada? Solo las que no se proponían nada bueno. «Más o menos como tú», le recordó su cínico interior. Benny avanzó con cautela por el sendero, siguiendo el caballón cubierto de hierba del centro. A ambos lados se extendían largos charcos en cuya superficie quedaban atrapados los puntos de luz de las estrellas. El seto verde se curvaba por encima de él y oscurecía el cielo nocturno en algunos lugares. Parecía una selva. Era evidente que nadie se había acercado a ese sitio con una podadera desde hacía años. En esas películas antiguas que le encantaban a su madre, el cazador de marfil siempre tenía un machete para abrirse paso por ese tipo de vegetación. Benny se arrastró hacia la pared de la casa por la gravilla llena de malas hierbas, agradecido por el pedacito de luz que salía por la ventana. Sintió que la cal de la pared estaba húmeda y cubierta de musgo bajo sus dedos. La arcilla blanda asomaba por algunos sitios medio derrumbados. El tradicional barril de agua estaba en el hastial, del todo oxidado tras pasar años rebosando. «Menudo antro —pensó Benny—. ¿Cómo puede vivir nadie en un basurero así?» Se acercó a la ventana. Los nervios hacían que el menor ruido se amplificase. El «clic» de las piedrecitas parecía una avalancha alpina. La cortina era en realidad una bolsa de la compra colocada sobre el viejo riel de la cortina. No tenía las medidas adecuadas y dejaba un montón de agujeros por los que mirar. Benny espió el interior de la casa de los Howlin. La ventana estaba abierta. Un humo rancio de cigarrillo salía a raudales hacia la noche; palomillas y segadores entraban en tropel. El interior de la casa estaba en peores condiciones que sus tierras. El papel amarillento de las paredes colgaba en tiras delgadas. De los brazos de unos sillones raídos saltaban matas de espuma, y los platos con porquería incrustada desbordaban el fregadero y el escurridero. La chimenea estaba repleta de colillas de tabaco y latas aplastadas, y parecía que no hubiese sentido calor en muchos años. A su lado había un viejo 139
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desplomado en un sillón. Un pie se le meneaba como con espasmos y arañaba dibujos en el polvo con el talón. En su cara se movían unos ojos angustiados, solo se le veía el blanco a través de unas ranuras en forma de media luna. Benny vio entonces que el hombre no era ni mucho menos viejo. Solo estaba avejentado. Tenía el mismo ceño que Furty, incluso dormido. Era su padre. El hombre se estaba quejando. Un gemido inquietante salía de sus labios y de su nariz. Fue aumentando el volumen, subiendo y bajando de tono. Al final se despertó asustado por su propio ronquido y recobró la conciencia con una sacudida. El padre de Furty se incorporó como por un resorte, con los ojos abiertos de par en par por el miedo, y luego se hundió en el familiar abrazo de su sillón. Sacó una botella de whisky de detrás de un cojín. Benny la reconoció por la que guardaban en la vitrina de las visitas en su casa. El hombre desenroscó el tapón y bebió un largo trago directamente de la botella. Casi se podía seguir el recorrido del alcohol hasta el estómago, pues cada parte de su cuerpo se estremecía a su turno. Después se echó a llorar. Unos sollozos largos y encadenados, con un nombre de mujer escondido en ellos. Alcanzó una fotografía enmarcada de la repisa de la chimenea y se la apretó contra el pecho. La madre de Furty. Benny había oído hablar del accidente. Como todo el mundo. Benny miró entonces hacia la escalera. Furty estaba bajando. Primero aparecieron sus zapatillas con los cordones desatados, luego un viejo chándal, después una cabeza adormilada y despeinada. —Vamos, papá —dijo—. Es hora de irse a la cama. Jonjo Howlin dio unos torpes golpecitos a la foto. —Tu madre —logró decir con dificultad. —Ya lo sé, papá. Ahora nos vamos arriba. Su padre se resistió. —No. Estoy aquí y aquí me quedo. Me acabo la copa. Furty agarró a su padre del codo. —Te la puedes tomar por la mañana. Ahora es hora de dormir. Estás despertando a las vacas. —No me importa. Déjame en paz, chico. No eres demasiado mayor para probar el cinturón. —¡Probar el cinturón! —se mofó Furty, mientras guiaba a su padre hacia la escalera—. Se te han acabado los días del cinturón, papá. Jonjo le puso la foto a su hijo en la cara. —Tu madre —masculló con insistencia—. No lo olvides, chico. —No se me olvidará, papá —dijo Furty, con un suspiro—. No te preocupes. Desaparecieron escalera arriba. Los pies de Jonjo golpeaban los escalones como los de un niño pequeño. Benny los siguió con la mirada, avergonzado de sí mismo y de lo que había descubierto espiando. ¿Qué eran los cebos comparados con eso? Quizá por 140
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segunda vez en sus trece años de edad, Benny apreció su propia vida. Ese sentimiento humanitario duró unos cuatro segundos. Después descubrió la caja de los cebos allí mismo, en el alféizar de la ventana. —¡Lo sabía! —siseó triunfante—. ¡Qué ladrón! ¡La caja sería suya con solo alargar el brazo! Tendió la mano despacio, sintiendo en el brazo la calidez del interior de la casa. Sus dedos rozaron el borde de plástico. Entonces oyó un crujido en la escalera y apartó el brazo de la luz como el rayo. Furty apareció de nuevo, bajando despacio y con parsimonia. Limpió las manchas de la fotografía de su madre con el dobladillo de la sudadera y la dejó en la repisa de la chimenea. —No te preocupes, mamá —susurró, con una ternura poco usual en él—. No te olvidaré. Furty se hundió despacio en el sillón de su padre, escondiendo los ojos entre las manos. Las lágrimas le manaban entre los dedos y se derramaban sobre su cara. Unos enormes sollozos hicieron que su cuerpo se sacudiera y se doblara en el sillón. Benny se alejó de la ventana. Hora de marcharse. Había hecho el viaje en balde. No importaba. No era importante.
Furty había vivido en esa casa toda la vida. Sabía cuándo un sonido no era normal. Esa vieja casita tenía miles de ruidos nocturnos, pero aquel no era uno de ellos. Había alguien, o algo, en el arriate de flores secas que había junto a la ventana. Miró de reojo, por entre los dedos, justo a tiempo de ver la cara de Benny Shaw escondiéndose en la oscuridad. ¿Shaw? ¿Allí? ¡Claro! Había ido a buscar sus cebos. Furty se sorbió la nariz. ¿Cuánto tiempo llevaba Shaw allí y qué había visto? Seguramente todo el bochornoso episodio. El chico sintió crecer una rabia fría en su interior, un bien recibido sustituto de la tristeza. ¡No tenía derecho! ¡Ir allí a espiarlo! Esa vez, el señoritingo había ido demasiado lejos. Se había pasado, y mucho. Aquello había llegado más allá de los cebos. Mucho más allá. A ese chico habría que darle una lección, de una vez por todas. Sin embargo, acechando tras la ira de Furty se encontraba una pregunta molesta que no lograba desoír. ¿Por qué no se había llevado Benny los cebos? Estaban ahí mismo. Seguro que los había visto, de manera que ¿por qué no los había cogido? Furty sacudió la cabeza. No tenía sentido intentar comprender a los señoritingos de ciudad. Era como pedirle peras al olmo.
El abuelo estaba esperando a Benny en el primer escalón. —Buenas noches, contramaestre —dijo su voz, flotando desde la oscuridad. A Benny casi le da un infarto del susto. 141
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—¿Abuelo? —El único e inigualable. Una cerilla se encendió cerca del cigarrillo del abuelo. Por un instante, Benny vio la boca de Paddy Shaw. No sonreía. —¿Y bien? —¿Y bien qué? —Bueno. Iré a buscar a tu padre. A Benny le dio un vuelco el estómago. —No, abuelo, espera. He ido a casa de Furty. —A casa de Furty... ya. ¿Has visto lo que tenías que ver? Benny asintió. —Y más. Un montón más. El abuelo dio un suspiro. —¿O sea que has avistado a Jonjo? —Sí. —Bueno, ¿a lo mejor ahora comprendes un poco mejor a Furty? —Supongo. Paddy Shaw agarró a su nieto del brazo. —Navegas por aguas peligrosas, Benny. ¿Lo entiendes? —Benny asintió—. Bueno, si me dices que el asunto está zanjado, entonces te creo. Pero si vas a seguir metiéndote con Furty, acabarás involucrando a todo el mundo. —Se acabó, abuelo. No me meteré más con Furty. Ya he tenido bastante. —Bien. Me alegra oír eso. Bueno, vete a la cama. Descansa bien porque el lunes empiezas a pintar la franja inferior. Benny abrió la boca para protestar, luego lo pensó mejor. Un día de pintura era un precio muy pequeño que pagar por el silencio del abuelo.
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BLACK CHAN Lo estaban preparando todo para la regata. Unos tipos de tez morena habían montado unos puestos en el muelle. Había un tenderete de baratijas, dardos y una piscina circular de aspecto curioso que resultó ser una carrera de patos. La idea era que apostabas qué pato de plástico sería el primero en cruzar la línea de meta. Una noción tan absurda que sin duda tenía que hacer ganar una fortuna. Familias de todo el condado bajaban hasta Duncade. Los bruscos pescadores las toleraban solo por un día. Los niños competían en el poste engrasado, las carreras a nado y las de canoas. No hace falta decir que ninguno de los niños del pueblo metió un solo dedo del pie en el agua del muelle, habiendo visto lo que sacaban de allí y volvían a echar allí todos los días. Los niños visitantes, sin embargo, parecían bastante contentos incluso al salir del agua cubiertos de los dibujos irisados del gasoil que flotaba en ella. Benny no rebosaba precisamente de espíritu vacacional. A la luz del día se arrepentía de la decisión de haber dejado los cebos. Los problemas de Furty no excusaban sus acciones. —Estaban allí mismo, delante de mis narices —dijo, arrancando otro pedazo de musgo del tejado de la fábrica de sal—. No tenía más que alargar la mano. —Para empezar, estás loco por haber ido hasta allí —dijo Babe—. Furty podría haberse puesto como una fiera. No son más que cebos, Benny. Ya encontraremos más. —Pero no se trata de eso. Eran mis... nuestros cebos. —Hizo un ademán en dirección al gentío que pululaba por el paseo—. Mira a todos esos. Habríamos hecho una fortuna. Babe agarró a Congrio del collar para impedir que se lanzara desde el tejado. —Solo es dinero. —Eres tú la que no hace más que hablar de comprarse esto y lo otro. ¿Y tu 143
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bicicleta? ¿Y esas botas? —Yo también estoy harta, ¿sabes? La mayor parte de los cebos los encontré yo, acuérdate. Pero toda esta guerra de los cebos está empezando a asustarme. Benny dio un respingo. ¿Babe Mará asustada? —¿Tú, asustada? En tus sueños. Babe se erizó. —No quiero decir asustada asustada. Quiero decir más bien preocupada. Creo que tendríamos que hablar con tu abuelo. —¡No! —Está bien. Solo era un decir. —No pienso correr a casa llorando. Eso es lo que quiere Furty. Pobrecito señoritingo, buá, buá. Ni hablar. —Entonces, ¿qué? ¿Volver a su casa? A Benny le vino una imagen a la cabeza: un viejo sollozando en su sillón. —No, es demasiado espeluznante. Tenemos que hacer lo que dijo el abuelo. Adaptarnos. —El padre Barty, el entrenador de Benny, siempre había dicho: «La mejor venganza es la del marcador». Benny no lo había comprendido hasta entonces—. No tenemos que hacerle nada a Furty —explicó—. Solo tenemos que vender más cebos que él. Babe se rascó la barbilla. —Un plan brillante, Einstein. Salvo que en la bolsa solo tenemos doce viejos señuelos asquerosos. Por no hablar del hecho de que hoy no podemos ir a bucear porque ya hay gente en las rocas. —Tengo algo parecido a una idea. —¿Qué? No me lo digas. ¿Vamos a sacar los cebos de una bolsa mágica? No sé, señoritingo. Pensaba que ya te había curado la estupidez. —Lo único que necesitamos son unos cincuenta cebos. —¿Cincuenta? Claro, ¿y por qué no cien? ¿Mil? Más o menos tenemos las mismas posibilidades. Benny se detuvo. —No, si sabes dónde buscar. Babe casi grita de frustración. —¡Benny! Olvídalo, ¿quieres? El único lugar donde encontrarías cincuenta cebos es en... ¡No! —Pues sí. —¡Benny! Tú mismo dijiste que es demasiado peligroso. —Ya, pero eso era cuando no sabía lo que me hacía. Ahora podríamos lograrlo. Sin problemas. La idea ya empezaba a tentar a Babe. —No sé, Benny. —Imagínate la cara de Furty si montamos el puesto esta noche. Una sonrisa empezaba a tirar de los labios de Babe. Ella, a fin de cuentas, era Babe Mará. 144
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—Eso sí que sería chulo, sí señor. —O sea que... ¿bajamos a Black Chan? Babe levantó las palmas de las manos. —Espera un momento, señoritingo. No prometo nada. Antes tengo que verlo más de cerca. —Pues vamos. —¿Qué? ¿Ahora? Benny se encogió de hombros. —¿Por qué no? La marea estará baja dentro de una hora, más o menos. —¿Y el pollo negro? —Sí, ya, solo era otra de las viejas batallitas del abuelo. Seguramente, la ha sacado de alguna película. Bajaron del tejado de la fábrica de sal y se fueron hacia los prados. Por su expresión se notaba que tramaban algo prohibido. Les brillaban los ojos, y una palidez cerúlea relucía bajo sus rostros bronceados por el sol. Incluso Congrio estaba exaltado y correteaba en pequeños círculos alrededor de sus pies. Ya olfateaba el botín.
Black Chan parecía mucho más profundo que el día anterior. Así sucedía siempre. Las cosas parecían más sencillas, más suaves o más bajas hasta que te enfrentabas a ellas en persona. En ese momento, Black Chan parecía una boca gigante, con su hilera de dientes irregulares guardando la entrada. Las algas verdes fluían entre las rocas molares y el destello de viejos motores oxidados les hacía guiños a través de las olas. —Caray —susurró Babe. Benny silbó. —Menuda bajada. —No estás asustado, ¿verdad? —Aterrorizado. —Yo también. Había llegado el momento. Todo lo que habría bastado en ese instante era que uno de ellos mostrara una pizca de duda y podrían haberse retirado sin quedar mal. Pero no. El orgullo de los adolescentes no conoce barreras. Saltaron la valla de alambre de espino y recorrieron el borde hacia lo que parecía la zona más accesible. Una señal típicamente rotunda se alzaba inquietante en el límite del abismo. Decía: «MUERTOS HASTA AHORA: 36». El tres estaba pintado, pero el seis estaba pegado encima de la cifra anterior. Bajo los datos estadísticos había una leyenda de seguridad pública que decía: «Si ven a una o más personas en el canal, por favor, llamen a San Pedro y díganle que alguien va de camino». Algún gracioso del pueblo había escrito la parte final encima del texto original. Babe tragó saliva. 145
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—Han muerto treinta y seis. Eso son unos cuantos. —Solo lo han puesto para asustar a los turistas. De todas formas, la mayoría murieron con lo del pollo negro. —Pues es un alivio —dijo Babe, con sequedad. En fin, todos los adolescentes tienen un gen defectuoso. Provoca un pequeño cortocircuito en el cerebro que se conoce como Síndrome del No Sé. La razón de esto es que, cuando les preguntan por qué narices hicieron algo en concreto, siempre responden: «No sé». Por suerte, se trata de un estado pasajero, pero mientras están bajo su influjo esos adolescentes creen que pueden realizar cualquier hazaña, por absurda que sea, porque son invencibles. Fue una desgracia que tanto Benny como Babe estuvieran en el punto álgido de su ciclo del No Sé en el momento del descenso. —Bueno, ¿estás bien? —preguntó Benny. —Tú primero. Benny respiró hondo. —Bueno, vale. Pues yo primero. Miró abajo, a sus endebles zapatillas. Al día siguiente se compraría unas Timberland. Sin duda. El acantilado bostezaba allá abajo, lo retaba a poner un pie en él. Las losas de piedra caliza se alzaban como agrestes lápidas, con oscuras grietas en los bordes. Había partes fáciles... cuestas no muy empinadas y fisuras anchas. Sin embargo, la mayor parte era una pared lisa. —¡Peldaños excavados en la roca! —masculló Benny—. ¡Ja! Muchísimas gracias, abuelo. Benny se volvió para darle la espalda al océano y empezó su descenso. Todo parecía tener dimensiones desproporcionadas. El sol le quemaba más el cuello. El viento pareció pasar de una brisa fresca a ser una peligrosa borrasca. «¿Qué narices estoy haciendo?», pensó un breve instante. Pero el pensamiento en seguida desapareció, se desvaneció en la extraña emoción del momento. Bajó un pie, luego el otro. Se había comprometido a no ir a ningún lugar que no fuera allá abajo. En realidad Benny era afortunado. Tenía la agilidad de una cabra, aunque él habría preferido compararse con algo más noble. Había dado sus primeros pasos a los diez meses de edad, y ya corría antes de cumplir el año. En secreto, su padre había llegado a la conclusión que eso le había causado la ligera curvatura de sus piernas, pues las piernecillas no habían podido soportar el peso de su cuerpo regordete. Era como poner un elefante sobre zancos. Para cuando cumplió tres años, ya se lanzaba de cabeza desde lo alto del muro del jardín, con lo que casi le provoca a Jessica Shaw varios infartos. Cuando empezó a ir al colegio, uno de los pasatiempos preferidos de Benny era trepar a los árboles con las manos en los bolsillos. De manera que, para él, Black Chan no era más que el último eslabón de una cadena de desafíos a la gravedad. Babe llevaba años trepando todos los días de su vida. Estaba hecha para ello. Bajita y nervuda, con un centro de gravedad bajo. Sus dedos delgados 146
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podían meterse por las grietas más minúsculas y anclarla a una roca como una lapa. Claro que llevar un par de Timberlands, el mejor calzado para roca conocido por el hombre, no hacía daño a nadie. Bajaron lentamente, golpeando a conciencia cada lugar en el que ponían el pie antes de fiarse. No charlaban ni comentaban nada. Todas las energías disponibles se dedicaban al descenso. Congrio no experimentaba el mismo grado de dificultad que los humanos. En realidad, no estaba experimentando ninguna clase de dificultad. Lo que para Babe y Benny solo era el más estrecho de los salientes, para aquel chucho diminuto era toda una plataforma. Saltaba con facilidad de un nivel a otro, dando pequeños ladridos impacientes para que los otros dos se dieran prisa. El último tercio del descenso era el más duro. Ya por debajo de la línea de la marea era más difícil encontrar dónde asirse a las rocas gastadas. El verdín extendía su pelusa por la pared del acantilado y se escondía en los huecos de cualquier grieta, esperando para descolocar un pie incauto. A Benny empezaban a entumecérsele los dedos y sentía punzadas de dolor en la espalda. Estaba estirando músculos que no suelen usarse en la actividad diaria. Hasta los dedos de los pies le dolían, doblados hacia atrás dentro del endeble material de sus zapatillas. Al final, cuando le faltaban dos metros y medio para llegar abajo, no encontró ni un solo sitio donde apoyar el pie. —¡Estoy atrapado! —le gritó a Babe. —¡Pues salta! —¿Que salte? —¿Qué quieres hacer? ¿Subir otra vez? Tenía razón. No había más remedio. Benny se apretó contra la pared de piedra lisa y se dejó resbalar por su superficie. Aterrizó sobre una pizarra suelta y dobló las rodillas en el impacto. En cuestión de segundos, Babe estaba de pie a su lado, sacudiéndose el polvo de los vaqueros. —No ha sido ni la mitad de difícil de lo que creía —comentó Benny. Babe se reclinó contra la pared del acantilado, el color le iba volviendo poco a poco a la cara. —No. Un paseíto. Volvamos a hacerlo mañana. Benny se estremeció. Por lo que a él respectaba, aquello era algo que se hacía una sola vez. Y, si el abuelo llegaba a descubrirlo, seguramente sería la última vez que ponía un pie sobre las rocas en todo el verano. —Bueno, solo espero que haya valido la pena. Black Chan parecía muy diferente desde ese ángulo. Era como estar en el interior de un caldero de piedra. El acantilado se tambaleaba por encima de ellos, de veras parecía estar a punto de derrumbarse. —¿Acabamos de bajar por ahí? —graznó Benny. —Pues sí. La ensenada en sí era oscura, no le llegaba la luz del sol. Allí no sobrevivía la vida vegetal normal. O la arrancaba el agua salada o la oscuridad la mataba 147
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de hambre. Unas grutas irregulares se internaban hacia una negrura total en la pared de piedra. —Ya te digo dónde no pienso meterme —dijo Babe, haciendo un gesto en dirección a las grutas. —A mí no tienes que decírmelo —repuso Benny—. Tampoco pienso ir allí. —Me alegra haberlo decidido. No me hubiese gustado abandonar tu cadáver de señoritingo para que se pudriera en uno de esos agujeros negros. —Muchísimas gracias. —De nada. El hecho de que Benny y Babe volvieran tan de prisa a su charla habitual da testimonio de los poderes de recuperación de los adolescentes. Ya se habían sobrepuesto al estrés del descenso. Después de un trance como ese, cualquier adulto habría sufrido pesadillas durante meses y seguramente habría necesitado terapia. Sin embargo, para Benny y Babe fue mucho menos estresante que, por ejemplo, tener que besar a alguien en la mejilla delante de todos tus amigos. Se apresuraron a cruzar la zona de sombra y llegar a la iluminada, ansiosos de la tranquilidad que da ver y oler cosas familiares. Hasta los grupos de siemprevivas moradas eran un agradable elemento del inhóspito paisaje. Ya estaban como en casa. Aquel era su negocio. Las losas planas fueron sustituidas por guijarros aplastados, y las piedras, a su vez, fueron reemplazadas por manojos de algas. Los dos socios fueron saltando por las rocas protuberantes hasta que llegaron a los dientes de Black Chan. Babe le dio unos golpecitos a una roca irregular del tamaño de un buzón. —Esto es los que nos va a hacer ganar dinero —explicó—. Son como un tamiz gigante. Cualquier cosa que traen las corrientes se queda atrapada aquí. Los dientes recorrían toda la ensenada en un rudo semicírculo. Una cordillera en miniatura. Fuera, el océano azotaba la base de los pilares, pero la marea estaba demasiado baja para sobrepasar la barricada. Benny espió por entre dos de los dientes. Una espesa capa de suciedad y podredumbre se había acumulado con el pasar de los años. Fragmentos de metal y madera asomaban por el cieno. El hedor era espantoso. Arrugó la nariz. —¡Oh! Es peor que un establo lleno de granjeros. —Demasiado para tus delicadas narices de señoritingo, ¿verdad? —No. A estas alturas, ya estoy acostumbrado. Entre todos vosotros esparciendo estiércol todo el rato... Babe le dio un puñetazo. —Yo personalmente no esparzo estiércol. —Lo que sea. Eso, movámonos y salgamos de aquí. Babe asintió. —Tú ve a estribor. Yo iré a babor. 148
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Benny frunció el entrecejo. —Estribor... No me lo digas. Eso es... —A la derecha, ignorante. Tú a la derecha. —Ya lo sabía. —Claro, señoritingo. Por supuesto que sí, igual que sabías lo que era un VB. —¡Eso!, ¿por qué no lo sacas a relucir? La zona que quedaba justo en la parte interior de los dientes estaba salpicada de charcas de rocas y agujeros donde torcerse el tobillo. Benny fue de camino al lado derecho del acantilado sobre las rocas que había secado el sol. Mientras avanzaba, tiró de una barra retorcida de metal que había bajo una roca. Si vas a limpiar dientes, necesitas un palillo. La uve que formaban las dos primeras columnas estaba llena de porquería. Una gaviota estaba posada sobre ella, aferrada a las algas con sus garras palmeadas. Era una gaviota grande. Grande y de aspecto malvado. Como ese cuervo del demonio que sale siempre en las películas. Miró mal a Benny. «¿Qué me pasa con los animales?», pensó él, zarandeando un poco la barra de hierro hacia la gaviota. Si el pájaro hubiese podido reírse con sorna, lo habría hecho. En lugar de eso, se conformó con un chillido poco convincente y no meneó ni una ala. «Ya volveré después», decidió Benny, arrastrándose hacia la siguiente roca. Si existía algún trabajo más asqueroso, a Benny le habría gustado verlo. Aquello le resultaba bastante nauseabundo. Primero el hedor te atacaba las narices. Después, cuando rascabas y apartabas la corteza seca, se liberaba todo un revoltijo de aromas nuevos. Pescado putrefacto, bolsas de basura rajadas, gaviotas muertas y algas empapadas de gasoil por nombrar solo unas cuantas cosas. Benny hincó su palo en el centro de una pila y la removió. La masa pastosa cayó sobre las rocas haciendo «plaf». El chico contuvo la respiración y se arrodilló junto a la pila. A primera vista había localizado varios brillos metálicos. Se armó de valor y hundió las manos en la masa nauseabunda. Al tacto era peor que a la vista. Viscoso, resbaladizo, con trozos duros y cosas que se retorcían. Luchando contra el impulso de salir despavorido, Benny aferró uno de los trocitos brillantes y tiró de él. Era un cebo. ¡Era un alemán gigante! Y a la primera. —¡Tengo uno! —gritó, agitando su presa. Babe estaba retirando tiras de algo lodoso de una cucharilla. —Yo también. Este sitio está plagado. «Plagado —pensó Benny—. Los cebos no son la única plaga que hay aquí.» Pero sabía que no podía quejarse. Al menos no en voz alta, porque todo aquello había sido idea suya. Se quitó la sudadera y se la ató alrededor de la cara. Consideró que la sudadera no tendría un olor tan ofensivo como la porquería por la que estaban 149
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rebuscando.
Furty volvía a estar de vigilancia. Por lo que a él se refería, el conflicto con Shaw se había intensificado hasta convertirse en una guerra total y, puesto que los preparativos habían valido muchísimo la pena en su última pequeña travesura, los vigilaría durante un tiempo antes de decidir cómo se vengaría mejor. Ese día, Furty estaba de especial mal humor. Detestaba la regata, con todas esas familias melosas pululando por ahí, chupando polos como si no tuvieran un solo problema en el mundo. Era todo mentira. No era más que una representación para demostrarles a todos lo felices que eran. En cuanto volvieran a meterse en el coche, papá se pondría a gritarles a los niños para que se callaran. Tampoco podía lanzar su trampa con toda esa gente en las rocas. Ni siquiera podía salir a las rocas en busca de señuelos legítimamente enganchados. Cierto, había fanfarroneado diciendo que lo de rebuscar era para críos. Sin embargo, solo habían sido palabras. En realidad necesitaba todos los cebos que pudiera conseguir si quería irse de Duncade ese verano. Furty necesitaba más cebos todavía que Benny y Babe, porque tenía un intermediario. El propietario de la tienda de aparejos de pesca había convenido con él un buen precio por cualquier cosa que le llevara. Furty podía haberse encargado él mismo de las ventas, pero ni siquiera le gustaba hablar con esos señoritingos, y menos aún mendigarles dinero. Furty agitó los viejos prismáticos, intentando obligarlos a que enfocaran mejor. Allí estaban los dos tortolitos, cruzando el prado. Dentro de nada irían cogidos de la mano. ¿Qué se proponían? Alguna estupidez, sin duda. A lo mejor algo de lo que él podría sacar partido. Ese día no irían a bucear al puente de Horatio, no con todos esos anzuelos perdidos volando por ahí. Aunque, tal como algunos de esos señoritingos apuntaban con las cañas, a lo mejor el agua era el lugar más seguro de todos. Bueno, pero ¿qué estaban haciendo? ¿Un servicio personal? ¿Venta ambulante? Entonces, ¿por qué habían pasado de largo las rocas más ocupadas? Furty fulminó con la mirada a la lejana pareja. Aquello no le gustaba. El no saber. A lo mejor esos dos habían sido lo bastante listos para hacerle algún truco. Sobre todo si habían ido a pedirle consejo a aquel viejo cascarrabias de Paddy Shaw. Ese tipo tenía más trucos guardados en la manga que una sala repleta de magos. Había una posibilidad entre un millón de que lo derrotaran de alguna forma, pero, con la suerte que tenía su familia, eso era más o menos todo lo que necesitarían. «¡Saltan la valla! ¡Increíble!» Seguro que no eran tan tontos como para... ¡No! Sí, sí que eran tan tontos. Estaban bajando a Black Chan. Furty sonrió con malicia. Eran más bobos de lo que parecía. En realidad, eran tan bobos como 150
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parecía. Volvió a sonreír, disfrutando de su propio chiste. Debería recordarlo para explicarlo en el funeral de esos dos. Furty se dejó caer del tejado cubierto de musgo. Aquello, sin duda, merecía ser visto más de cerca.
El asco hizo retroceder a Benny. Las órbitas huecas de una calavera lo miraban desde detrás de dos columnas. Un cangrejo ermitaño se paseaba por una de las cavidades de los ojos. —¡Dios Santísimo! —exclamó, sintiendo que el desayuno amenazaba con reunirse con el mundo exterior. —Una foca —dijo Babe. —¿Qué? —Es una foca. Mira, aletas. Benny miró. Solo la calavera estaba completamente limpia. Los restos de una aleta colgaban fláccidos de unas cuantas tiras de piel. —Esto es encantador. Adoro este trabajo. —Ha sido idea tuya, señoritingo. No me gustaría verte en un matadero. —Ni a mí. —Benny intentó llevar el tema de su debilidad por otros derroteros—. La marea sigue estando bastante baja. Babe asintió, pensativa. —Ya lo sé. Llevamos aquí abajo una buena hora y media, y la línea de la marea no se ha movido. Benny se encogió de hombros. —Bueno, ya sabes lo que dicen: el que espera desespera. —Se exaspera. —Desespera. —Se exaspera. —Por el amor de Dios, duende, discutes por todo. Desespera. Babe solucionó la discusión retorciéndole el brazo. Benny se frotó el hombro. —Será mejor que sigamos antes de que el agua empiece a subir. No quiero estar aquí cuando llegue el pollo. —Ni yo. Le daremos otra media hora. Después será mejor que nos larguemos. Benny asintió. No tenía sentido ponerse en peligro. Ya tenían cebos suficientes para montar la tienda esa noche. Miró con recelo el cráneo de foca; el cráneo le devolvió la mirada. Seguramente podía meter la barra en la órbita del ojo y lanzar la calavera fuera de allí. Aunque a lo mejor no. Benny caminó con cuidado de vuelta hacia la primera columna. Quizá ya no estuviese allí esa gaviota endemoniada.
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Furty miraba Black Chan desde arriba. Se apartó los prismáticos de la cara para confirmar lo que le decían las lentes. Pues sí. Seguían allí, recogiendo cebos entre los dientes, por lo que parecía. Dio un resoplido de incredulidad. Ya de paso ¿por qué no se tiraban desde lo alto del castillo? Shaw lo sorprendía, de verdad. Actuaba como un turista estúpido. ¿No habían visto el cartel? Lo decía con bastante claridad, de eso no había duda. El problema con Black Chan no era bajar hasta allí. Los acantilados eran bastante practicables. El mismo Furty había estado allí abajo en varias ocasiones. El problema era el efecto que tenían las columnas de roca en la marea. Los huecos entre los dientes estaban atascados con toda clase de porquería y actuaban como un dique natural. El agua quedaba retenida tras el muro y daba la impresión de que la marea estaba baja. Entonces, de repente, en cuestión de minutos, el agua pasaba por encima y abría muchos de los huecos obstruidos. En cuanto pasaba una ola, quedaba atrapada, no podía retroceder. Black Chan se llenaba como un cuenco bajo el grifo. La corriente contenida se transformaba en una maliciosa resaca que azotaba las piernas de todo lo que estuviera en pie. En ese caso, los intrusos y su perro. Había otro problema. La escalada. El descenso era fácil, pero la marea castigadora había gastado hacía mucho todos los asideros de los últimos tres metros, más o menos. Si querías salir de Black Chan, más te valía haber dejado una cuerda atada al último asidero. Si no, la única forma de escapar era por mar. Y, por lo que veía Furty, esos dos no habían llevado ningún bote. Ya podías gritar todo lo que quisieras, nadie te oiría desde el fondo de Black Chan. A fin de cuentas, ¿quién sería tan estúpido como para no hacer caso del cartel y saltar la valla? Se metió los prismáticos en el bolsillo del abrigo. Si una persona tuviera un bote y fuese a la boca de Black Chan, esa persona estaría en una posición aventajada para regatear. Furty echó a correr por el terraplén. En realidad él no tenía bote, pero conocía a un hombre que sí. Un hombre que no estaría por allí en un buen rato.
Había un ojos rojos atascado justo entre dos de los irregulares dientes. Benny llevaba los últimos diez minutos haciendo trizas la porquería para alcanzarlo y no pensaba desistir de ninguna forma. —También podrías rendirte —le gruñó al trozo de metal—. Benny Shaw no deja nada atrás. —¿Qué? —dijo Babe. —Nada. Solo amenazaba a un cebo. —Ah. Babe volvió al trabajo, para ella esa respuesta era del todo aceptable. Benny estaba poseso. Aquel sería el mayor botín conseguido en una sola salida. Él ya tenía treinta y dos cebos, por no hablar de un viejo reloj, dos 152
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monedas alisadas (de oro, con suerte) y una vieja lata de galletas ideal para almacenar el botín del día. Benny ya veía las botas Timberland y una navaja Leatherman en su futuro inmediato. Sería como una patada en los dientes para Howlin. Y aún no habían terminado. Había una gran roca cubierta de algas que lo separaba de su ojos rojos. Benny metió la barra debajo y puso su peso sobre ella. No se movía. —¡Ni hablar, roca! —¿Qué? —Solo amenazaba a la roca. —Ah, vale. Benny caminó sobre la barra y saltó sobre un extremo. La barra chirrió y se combó. La piedra rechinó, protestó y ¡saltó! Dio un respingo, salió rodando y envió el cebo tintineando a una charca de rocas. —¡Sí! —gritó Benny con alegría, al tiempo que alcanzaba el ojos rojos. La mano se le quedó petrificada a medio camino. Entraba agua por el hueco donde había estado anclada la roca. Mucha agua. Benny arrugó la frente. —¡Babe! La cabeza de su socia apareció detrás de la base de un monolito de piedra caliza. —¿Y ahora qué, señoritingo? ¿Otra foca que te da miedo? —No —respondió Benny—. Creo que será mejor que nos vayamos. Ahora mismo.
El pueblo estaba plagado de visitantes. ¡Apostar por patitos de goma, por el amor de Dios! Furty avanzaba furtivamente por el muelle, intentando calmar su cuerpo después de la carrera. El corazón le latía con tanta fuerza que se lo sentía hasta en las orejas, y estaba seguro de que tenía la cara roja como un tomate. La batea de Clipper estaba justo donde debía estar, amarrada al lado de su pesquero. Clipper estaba pescando el bacalao esas últimas semanas, de modo que estaría arropado en la cama hasta la marea nocturna. Perfecto. Furty habría devuelto el pequeño bote antes de que lo hubiese echado en falta siquiera. Y si, por desgracia, lo pillaban, podía decir que era una emergencia y que solo intentaba ayudar. El chico sonrió. Eso de la vigilancia estaba mereciendo mucho la pena. Dentro de nada tendría su piso en Dublín. Había unos mocosos en los escalones, pescando bichejos. Furty resistió la tentación de tirar a un par al agua como por accidente. No era momento de llamar la atención sobre sí mismo. Los botes estaban amarrados al muro de tres en tres. Pasó por encima del Mary Jane, el Mary Eileen y el Mary Rose antes de saltar a la batea. La embarcación de fibra de vidrio se balanceó sin rumbo bajo sus pies. Furty aflojó las piernas y se balanceó también. Los marineros de agua dulce se ponían tensos automáticamente y absorbían el choque. Los marineros 153
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de verdad no intentaban resistirse a la mar. Furty se dio cuenta de que era la primera vez que se subía a un bote desde que había salido. Ni siquiera se había dado cuenta de que lo echaba de menos. Le quitó la funda de plástico al fueraborda. Solo cinco caballos de potencia. No es que tuviera un motor a reacción, pero tendría que valer. Furty lo preparó y enroscó la cuerda alrededor del motor de arranque. Se encendió a la primera. Había que reconocer que Clipper mantenía sus motores en buen estado. El chico tiró el cabo de proa y recogió las defensas. Después puso el motor a toda marcha, trazó un arco cerrado con la embarcación y subió por la costa.
Clipper y Jerry estaban apostando algo de suelto en las carreras de patitos. Clipper le había jurado a su mujer que se mantendría alejado del tenderete, después del escarmiento que se había llevado el año anterior. Directo a casa, a dormir, lo había prometido. Sin embargo, ¿cómo podía resistirse a esos pequeñines, con sus bonitos picos rojos, haciendo lo que podían por ganar la carrera? «Solo una apuesta —se dijo—. Solo una. Una libra a ese valiente con el número nueve y yeso en el ala.» El propietario cogió la moneda y puso en marcha el pequeño compresor que había bajo el puesto. Resultó que el número nueve llevaba yeso en el ala porque tenía un agujero. Se hundió a medio camino de la segunda vuelta. Clipper protestó con amargura, pero fue en vano. Pensó que probaría suerte con otra apuesta para recuperar la inversión. Una hora después, Clipper seguía intentando recuperar la inversión. Había perdido veinte libras y parecía que gafaba todos los patos que escogía. Ya los veía de otra forma. Su lindeza tenía algo de perverso. Sus sonrisas alegres se habían transformado en muecas aduladoras. Eran patitos endemoniados. Jerry Bent se le asomaba por encima del hombro para mirar. Él no se gastaría un penique. Jerry no. Pero se contentaba con distraer a una persona con su consejo de una sola palabra. Clipper sentía que la fiebre del juego se apoderaba de él. —Jerry, quieres callarte con tus «mariposas». Estoy intentando concentrarme. —Mariposas —soltó Jerry con desdén, muy ultrajado. —Bueno, perdóneme, don Susceptible. Estoy intentando recuperar el dinero de la compra. Jerry sabía cuándo molestaba. Se fue paseando hacia el banco para lanzar unos cuantos escupitajos de calentamiento antes del concurso del día. Una victoria más y tendría un trofeo perpetuo. El muro ya estaba repleto de aspirantes lanzando largas serpentinas a las aguas poco profundas. Y había un par de buenos competidores, además. Una jovencita de Fethard-on-sea los hacía aterrizar siempre más allá de la marca de los diez metros. 154
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La mirada de Jerry se dirigió al muelle exterior. Allí estaban los Ahern, el hedor salía a vaharadas de su embarcación. Y allá estaba el barco de Clipper, el Mary Rose. Inmaculado, como siempre. Los ojos de Jerry dejaron de moverse. Había alguien en la batea de Clipper. Era ese canalla de Furty Howlin. ¿Qué se proponía esa calamidad andante? ¡Estaba zarpando! ¡Era un completo horror! ¡Ese ladrón se llevaba el bote de Clipper a plena luz del día! Jerry corrió hacia el puesto de las carreras de patos. Clipper estaba en el trance de alentar a su patito. —Vamos, bonito. ¡Vamos, campeón! Jerry lo agarró del codo. —Mariposas —dijo con apremio. —Ahora no, Jerry —espetó Clipper, retirando el brazo—. Lo estoy consiguiendo. Jerry volvió a zarandearlo. —Mariposas. ¡Mariposas! —¡Que te vayas! Jerry suspiró. Era como mirar un episodio de «Scooby Doo». Agarró a Clipper con sus brazos de oso y lo arrastró hacia el muelle. —¡MARIPOSAS! —gritó, moviendo la cabeza de su prisionero hacia el muelle exterior. Tuvieron el tiempo justo de ver la batea saliendo a mar abierto. —¡Qué demonios! —renegó Clipper—. Ese ladrón... Vamos, no pienso quedarme aquí sentado con ese dando vueltas en mi batea. —¿Mariposas? —preguntó Jerry. —Vamos tras él, por supuesto. En esa cosita no irá más de prisa que el barco grande. Corrieron hacia el muro del muelle y solo se detuvieron para quitar las amarras de los antiguos noráis de cobre. En cuestión de segundos, Clipper había encendido los motores diesel del Mary Rose. Con veinticinco caballos de potencia bajo la cubierta, solo tardarían unos minutos en atrapar a Furty. Y entonces se armaría la gorda.
Benny estaba buscando asideros en la pared de roca. No había ninguno. El mar había desgastado la superficie de piedra hasta dejar una capa brillante. Fue recorriendo el acantilado, pasando las manos sobre la lisa caliza. Nada. Todo plano o con suaves ondas. —¿Encuentras algo? —le gritó a Babe. —Pues no. Nada en lo que se pueda meter más que un meñique. Tenían problemas. Problemas gordos. El agua iba subiendo a un ritmo despiadado. Entraba a borbotones por entre las rocas y se llevaba consigo pedazos de cieno. Con cada pedazo aumentaba el volumen del flujo. Era difícil creer que estuvieran en verdadero peligro, que algo malo pudiera ocurrirles a ellos. Eso solo pasaba en las noticias. A niños de los que 155
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nunca habían oído hablar. Niños que desobedecían las advertencias públicas. Benny se dio cuenta de que, si se ahogaban, la televisión los trataría como a un par de idiotas que habían muerto por su propia estupidez. —¿Y las grutas? Babe frunció el ceño. —No. Solo nos quedaríamos atrapados. Tenemos que llegar tan alto como podamos e intentar esperar. —A lo mejor viene a buscarnos alguien. —A mí no. Mi madre está acostumbrada a que me pase horas recogiendo cebos. Era cierto, Benny se dio cuenta de ello. Todos supondrían de forma natural que estarían rebuscando en las rocas. No en esa roca en concreto, no obstante. Saltó otra obstrucción. Un chorro de agua roció a los dos adolescentes y los hizo caer en las olas poco profundas. Era como que te disparase un cañón de agua. Resoplando y medio ahogados, se pusieron en pie como pudieron. Benny se dio cuenta, espantado, de que toda la zona estaba cubierta de agua. Se les acababa el tiempo. —¡De prisa! —gritó por encima del estruendo de la inundación—. ¡Sobre el diente más alto! Vadearon el agua revuelta. La resaca les tiraba de las piernas con dedos líquidos, intentando hacerlos caer en las olas. Babe agarró a Congrio bajo el brazo. —Ahí. ¡Mira! Había una columna que era plana por arriba y que tenía una superficie lo bastante amplia por el lado que quedaba protegido. Tenía al menos tres metros de alto. A lo mejor sería lo bastante alta para mantener los pies fuera del agua. Benny agarró a Congrio del collar. —Bien, tú primero. Te pasaré los cebos. —Congrio primero. —Sí, claro. Congrio primero. —Olvídate de los cebos, Benny. Esto va en serio. —Ni hablar, Babe. No he bajado hasta aquí para nada. —¡Benny! —No hay tiempo para discutir. ¡Sube! Babe cogió aliento para protestar, pero se lo pensó mejor. Benny tenía esa expresión en el rostro. La misma que se le ponía a su perro cuando masticaba un congrio. Babe se limpió la espuma de la cara y alcanzó el primer asidero. Benny la impulsó desde abajo y, al cabo de unos segundos, la chica ya estaba sentada a horcajadas sobre el pilar. —Vale —gritó—. Pásame al perro. Benny puso una mano bajo los cuartos traseros de Congrio y lo alzó en el aire. El chucho intentó correr verticalmente y sus patas dieron contra la roca lisa. Babe agarró un mechón de pelaje erizado y arrastró a Congrio a la roca 156
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seca. —Ahora estos —dijo Benny, alzando la lata con los cebos. —Los tengo —gruñó Babe, sosteniendo la lata bajo el brazo. Benny metió el pie en un hueco y se lanzó hacia arriba. La roca era fácil de escalar, estaba llena de grietas y cornisas. No tardó en llegar a la cima, con el agua helada calándole la parte del trasero de los pantalones. —Me traes a unos sitios muy románticos —masculló Babe. —Solo lo mejor para mi socia. Estaba claro que aquel era un caso de risa para ocultar las lágrimas. Nada le habría gustado más a ninguno de los dos que una gran llorera en los brazos de sus madres. Pero eso no podían admitirlo. Incluso enfrentados a un peligro mortal, era importante mantener la sangre fría. Sobre todo delante de un miembro del sexo opuesto. Se sentaron acurrucados, las gotitas de las olas al romper les caían encima como una niebla. El agua subía sin cesar, burbujeando y siseando alrededor de la base de la columna. En las corrientes giraban tiras de algas que luego eran arrastradas por la resaca maligna. —Yo diría que aquí estamos bien —dijo Benny, por hablar. Le castañeteaban los dientes—. No creo que la marea llegue tan arriba. Babe revisó la columna con ojos entrecerrados. —No sé. No se ve ninguna línea de la marea. Será por poco. —A lo mejor pasa algún barco y nos ve. —Lo dudo. En estas aguas no se pescaría ni un resfriado. Con todos esos remolinos... Y aquí tampoco hay nasas de langosta. Nadie va más allá de la Cinta de Katie. No hay fondo de arena. Benny rezongó. —Bueno, es fantástico, ¿verdad? Más bien parecía funesto. Atrapados en una columna de piedra con la marea subiendo por todos los costados. Lo único que podían hacer era rezar por que las aguas retrocedieran antes de llevárselos por delante. Lo mejor que podían esperar era quedarse allí atrapados un par de horas hasta que el océano se retirase. Es gracioso las vueltas que da la cabeza en ocasiones así. Benny solo podía pensar en que su madre lo mataría por no ir a cenar.
El mar abierto estaba algo picado, pero Furty encaró la batea directa hacia él y luego se dirigió un rato hacia la costa. En cuanto hubo rodeado la Cinta de Katie, todo el refugio que habían proporcionado las rocas se esfumó. Había caballos blancos en las crestas de las olas, lo cual era una mala señal. Nada que preocupara a un barco pesquero, pero sí era suficiente para volcar una batea en malas manos. Furty colocó su mole sobre la borda de babor y enderezó la pequeña 157
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embarcación. La boca de Black Chan empezaba a verse. Los dientes actuaban de vaporizadores y hacían flotar una niebla baja alrededor de la gran boca. El chico escudriñó la neblina. La mayor parte de las columnas estaban sumergidas y en su base giraban remolinos. Las obstrucciones entre los dientes hacían que saltaran respiraderos de manera irregular. No se veía a los dos socios por ningún lado. Furty se sacudió el agua del pelo y puso el motor al máximo. Tendría que acercarse más.
—¡Escucha! —exclamó Babe—. ¿Eso es un motor? Ya estaban de pie sobre el pilar, las olas coronaban la cima de su emplazamiento. Un respiradero escupía agua con cada embate de las olas. Congrio luchaba con desesperación en los brazos de Babe. La chica le cerró las fauces con una mano. —Chisst. ¡Calla, chico! Benny aguzó el oído e imaginó el ritmo regular de un motor oculto entre el barullo de la naturaleza. —No lo sé. A lo mejor. Una ola les pasó por los tobillos e hizo que Benny perdiera pie. Cayó sobre la roca y el pecho se le rasguñó con las lapas que la poblaban. —¡Benny! —chilló Babe, las lágrimas reprimidas le fluyeron entonces por las mejillas. Benny abrió la boca para tranquilizarla, pero una bocanada de agua salada aprovechó la oportunidad de colársele por la garganta. Babe sujetó a Congrio con las rodillas y estiró el brazo para ayudar a su socio. —¡Suelta la lata, Benny! Incapaz de decir nada, Benny sacudió la cabeza. Ni hablar. —¡Suéltala! Benny sacó tosiendo un montón de porquería. —No, nunca. Babe agarró a su socio del pelo y lo arrastró a la cima de la roca. —¡Señoritingo estúpido! ¿Pretendes matarte? Benny sacó tosiendo otra buena parte de sus contenidos estomacales. ¿De qué estaba hablando esa chica? Tenía que salvar los cebos, ¿no? Se fue poniendo de pie con cuidado y se abrazó a Babe. Ya habían pasado la barrera de la vergüenza. El resbalón de Benny les había hecho comprender que estaban en un grave apuro.
Furty los vio. Estaban atrapados en la roca alta, con el mar hecho una furia a su alrededor. Ya eran cadáver, sin duda. Todos los pensamientos acerca de los 158
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cebos y la venganza se evaporaron de la cabeza de Furty. Aquello era grave. Ya no eran sus enemigos, solo eran dos chicos empapados y en peligro de muerte. Furty estudió las corrientes del agua. Sintió cómo la marea tiraba de la quilla y supo que esos pequeños remolinos harían girar la batea como una araña en un desagüe. Tenía que acercarse de la forma adecuada e, incluso así, solo tendría unos segundos para hacer subir a bordo a esos dos tarados. Furty balanceó la batea a modo de prueba. Tendría más lastre con otros dos cuerpos. Pero también más peso. A lo mejor demasiado para el pequeño motor de cinco caballos. No había tiempo para convencerse de que era una locura. Tenía que acercarse ya, antes de que Benny y Babe fuesen arrastrados de la roca y lanzados contra la pared del acantilado. Furty se colocó en el centro del bote y se estiró para controlar la caña del timón. La embarcación ya estaba algo mejor equilibrada. Tendría que entrar marcha atrás, controlando la potencia para mantenerse lejos del arrecife. Si su cálculo no era exacto, acabarían siendo tres en esa roca.
Babe se apartó de la cara la melena empapada y se la escurrió en la nuca. —Es Furty —gritó, señalando a la batea que se aproximaba. Benny miró por entre las olas. —¿Furty? ¿Qué narices quiere? —¿A quién le importa? Ya nos pelearemos por eso después. Benny estrechó la lata contra su pecho. Cuando más tarde le preguntaron, no logró explicar qué le tenía el cerebro poseído en esos momentos traumáticos. Una especie de egoísmo tozudo. Si lograba salvar los cebos, todo lo demás saldría bien. —Solo viene por nuestros cebos. Lo conozco. —¡Olvídate de esos estúpidos cebos! —gritó Babe, con la voz quebrada por algo más que un ligero matiz de histerismo. El agua ya les lamía las rodillas, cada ola amenazaba con lanzarlos a los remolinos. La chica intentaba con desesperación agarrarse a su perro, que no dejaba de retorcerse, y Benny estaba gastando energías con esos cebos estúpidos. —¿A quién le importan los cebos? Yo solo quiero salir viva de aquí. Benny no dijo nada. Miraba al bote con suspicacia y se aferraba más a la lata. —¡Furty! —chilló Babe—. ¡Aquí! La figura sombría les hizo señas con una mano. —Ya viene —suspiró Babe; el alivio le inundaba el rostro—. Gracias a Dios. —Ya veremos —dijo Benny entre dientes. Furty se fue acercando lentamente marcha atrás, con pequeños golpes de potencia del motor. —¡Venga! —les gritó a los dos chicos, que estaban temblando. 159
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Benny sacudió la cabeza. —No, es alguna clase de truco para quedarse con los cebos. —¡Salta! —¡No! Babe no se lo podía creer. —¡Benny, por favor! Furty les tendió la mano que tenía libre. —¡Mará! Vamos, de prisa. Babe le lanzó otra mirada suplicante a su socio. —¿Benny? El chico mantuvo su expresión glacial. —¡Vamos! No tengo todo el día. Babe saltó. No llegaba a un metro, pero el ángulo era extraño. El fueraborda bloqueaba la popa y la quilla se bamboleaba con el oleaje. Lo logró. Casi. Consiguió agarrar la borda con los dedos. Furty la asió por el pescuezo y la subió hasta la sentina. La chica se enderezó escupiendo gasoil. —Benny —dijo, tosiendo—. ¡Salta! Entonces Babe se dio cuenta de que ya no tenía a Congrio bajo el brazo. Lo había perdido entre la confusión. —¡Oh, Dios mío! ¡Congrio! Benny divisó al perrito, que pataleaba con ánimo entre las corrientes. No tenía ni la más remota posibilidad. La marea lo arrastraba sin esfuerzo hacia las rocas. —¡Que viene una grande! —bramó Furty por encima del hombro. Intentó dar gas para eludir el peligro, pero lo hizo un instante demasiado tarde. La ola lanzó a la embarcación contra uno de los pilares de piedra caliza. No fue un golpe muy fuerte. No lo suficiente para hundirlos, pero sí lo bastante para doblar las hélices como si fueran pétalos de rosa. Soltando montones de reniegos, Furty agarró un remo e intentó impulsarlos y alejarlos de las rocas. —¿Dónde está Congrio? —gritó Babe. Benny escudriñó la superficie negra. Ni rastro. Sin embargo, oía algo, unos aullidos agudos que atravesaban el rugido de las olas. —¡Allí, mira! Benny siguió la mirada de Babe. Congrio estaba atrapado entre las rocas, atascado en los restos de una antigua embarcación. Se retorcía sin energía, era evidente que estaba herido. —¡Benny! A Benny le pareció que estaba atrapado en un torbellino. Estaban sucediendo demasiadas cosas a la vez. Cuando intentaba concentrarse en algo, aquello se desvanecía para ser reemplazado por otra crisis. De pronto Congrio estaba atrapado, las olas sucesivas le sumergían la cabeza. Babe y Furty se estaban desplazando a lo largo de los dientes, se alejaban de él. Y él estaba atrapado y sin ayuda a la vista. Con una fortuna en cebos bajo el brazo, además, 160
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y con pocas esperanzas de venderlos. —¡Benny! El grito de Babe lo sacó de su aturdimiento. Esperó a que hubiera una calma entre las olas y entonces se tumbó sobre la roca. —¡Congrio! Ven, chico. El perro estiró la cabeza, los tendones parecían cables bajo su pelaje. Una ola les rompió encima y a Benny le sacó el aire de los pulmones. Lo dejó maltrecho y sin aliento. Se dejó caer un poco más, sujetándose a la roca solo con las piernas. —Vamos, chico. Vamos. Tocaba las orejas de Congrio con las puntas de los dedos. Solo unos centímetros más y alcanzaría el collar. Otra ola. Fue como un martillo que metiera cuñas líquidas entre Benny y la roca. Para el perro fue peor. Su único ojo se estaba apagando, sus patas colgaban inertes e inútiles. Benny se lanzó una última vez. Sus dedos rebuscaron y se cerraron sobre el collar del perro. Tiró con fuerza. No había tiempo para preocuparse de qué heridas podía tener Congrio. Ese tirón liberó al perro, pero también arrancó la lata de los cebos de debajo del pecho de Benny. —¡No! —gimió. Después de todo eso, no. Furty puso todo su peso tras el remo para propulsarlos a lo largo de los dientes de Black Chan. Como por milagro consiguieron acercarse de lado. —Benny —bramó—. De prisa. Babe estaba en la proa con los brazos extendidos hacia el chico y el perro. Benny acunaba en sus brazos al chucho tembloroso, que sangraba por un largo tajo que tenía en el costado. —¡Cógelo! —rugió en el viento. Babe asintió, al tiempo que doblaba los dedos. Benny lo balanceó dos veces y lo soltó. Congrio salió volando por los aires, se le resbaló a Babe de las manos y aterrizó con un golpe sordo en la cubierta. Furty le puso con cuidado una bota en el lomo para sujetarlo. Babe casi sonrió. —Ahora tú, Benny. Ahora tú. Benny sacudió la cabeza. Aún veía los cebos. Estaban cerquísima. Solo un poco más arriba de donde había estado Congrio. Solo tenía que inclinarse. Solo un segundo. No tardaría más. —La lata —gritó, señalándola—. Solo un segundo. —¡No, Shaw! —protestó Furty—. No puedo sujetar más el bote. Babe hundió el rostro entre las manos, incapaz de mirar. Benny se postró y alargó un brazo hasta casi sacárselo del hombro. Y habría alcanzado los cebos. Con facilidad. Sus dedos ya estaban tocando el metal cuando llegó la ola. No fue una ola grande. No en cuanto a altura. Fue más como un tren de carga. Rápida y baja. La ola partió el remo de Furty y envió las dos mitades girando hacia Black Chan. Se llevó el cuerpo de Benny por delante 161
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y lo lanzó al oleaje. El chico sintió el agua fluir bajo su ropa, hinchándola como si fuese un disfraz de payaso. Fue rodando hacia el bajío, arrastrando el pecho por las piedras. Entonces, como gran final, la ola lo arrastró de vuelta al punto de partida y lo dejó atrapado en la embarcación naufragada. La maquinaria escogió ese preciso instante, tras décadas de inmovilidad, para rendirse a la fuerza del mar. Gruñó y chirrió con unos sonidos que hurgaron en la parte de las pesadillas del cerebro de Benny. Entonces, se balanceó, perdió el equilibrio y se precipitó despacio desde donde estaba anclada. De camino a su tumba acuática, un lado plano de la embarcación entró en contacto con la pierna de Benny. Se oyó un crujido, como el de una nuez bajo un mazo. «Ups —pensó Benny—. Eso no ha sido solo una fractura. Han sido varias.»
Jerry estaba inclinado sobre la barandilla de proa, oteando las ensenadas con ojos entrecerrados. Casi había abandonado toda esperanza de pescar al canalla cuando llegaron a Black Chan. Furty no estaría allí. Había que ser un completo idiota para meterse en los remolinos con una batea. Esa idea hizo que Jerry volviera a mirar, porque, al fin y al cabo, en su opinión Furty era un completo idiota. Lo que vio hizo que a Jerry se le removiera el estómago más que con cualquier mareo. Regresó hacia la cabina aferrándose con fuerza a la barandilla. —¡Mariposas! —espetó sin aliento. Clipper arrugó el entrecejo. —Voy todo lo de prisa que puedo. Jerry agarró el timón y los hizo virar hacia tierra. Directos a la boca de Black Chan. —¿A qué estás jugando, Jerry? ¡No pienso meterme allí! Seguro que solo un idiota... —Se detuvo, evidentemente había llegado a la misma conclusión que su amigo. Clipper miró a través del parabrisas del Mary Rose y vislumbró la batea. —Tiene problemas —dijo escuetamente, recuperando el control del timón—. Quédate junto al arpón. Jerry saludó al estilo de la marina y desenganchó el arpón de la borda. Clipper redujo a primera y dirigió el barco hacia las olas, de lado. Lo calculó a la perfección, el ligero impulso hacia adelante y el embate de las olas los llevaron junto a la batea en unos instantes. Jerry se inclinó sobre la borda y enganchó la popa de la pequeña embarcación. Furty agarró el Mary Rose con ambas manos e hizo chocar las quillas. —Coge a la chica —gritó. Jerry asintió, abarcó a Babe con sus manos inmensas y la subió a bordo. La chica sostenía en brazos a su mascota, que respiraba con la rapidez y superficialidad de los heridos graves. Con Babe a salvo y fuera de la batea, Furty echó las piernas por encima de la borda del pesquero y se tiró exhausto a 162
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la cubierta. Clipper lo señaló con un dedo rígido. —Hablaremos de esto más tarde —prometió. Furty se puso de rodillas. —¡Shaw! —gritó sin aliento—. Él sigue ahí. Está herido. Clipper palideció. —Oh, Dios mío. ¿Dónde está? —¡Allí! Entre las rocas altas. ¡Está allí! Clipper miró a las olas que rompían. El cogote de Benny apenas si se veía entre el oleaje. Se movía débilmente con la corriente. —¡Jerry! —exclamó Clipper, con un temblor de terror en la voz—. Súbete a la barandilla de proa. Sácalo a rastras de ahí al pasar. Solo vamos a pasar una vez. Jerry asintió y se encaramó a la cabina para llegar a la barandilla. —Ten cuidado ahí arriba. No quiero a dos hombres en el agua. —Fulminó a Furty con la mirada—. ¿Sabes usar la radio? Furty asintió, limpiándose el agua de la frente. —Llama a los guardacostas. Diles que necesitamos transportar por vía aérea a un herido al hospital de Wexford. De inmediato. Furty se metió en la cabina y empezó a hablarle con apremio al auricular. —Y en cuanto a ti, vieja compañera —le dijo entonces Clipper a la barca—, hoy no es día para uno de tus berrinches. No es el momento.
Benny estaba conmocionado. Tenía la rodilla destrozada y se estaba ahogando, pero se sentía de maravilla. Un poco atontado, quizá, pero por lo demás bastante bien. Su cuerpo había decidido sabiamente que no tenía sentido sufrir el dolor que solía ir asociado a las heridas y le había inundado el cerebro de endorfinas. De manera que, para Benny, todo iba requetebién. El agua ya ni siquiera estaba fría. Sus pensamientos estaban algo borrosos... Seguían ahí, pero como desenfocados. Excepto uno: los cebos. Tenía que salvar los cebos. Y allí estaban. Justo allí, en el agua. Todo cuanto tenía que hacer era liberarse de esa roca y los alcanzaría. Intentó ponerse de pie en la cornisa, pero por alguna razón no podía. Ah, entonces lo recordó. Esa vieja embarcación le había destrozado la pierna. Qué pena. Se acabó el hurling, pero al menos tendría los cebos. Llegó a ver con el rabillo del ojo unos dedos que se movían. ¿Eran los suyos? Pues no. Los suyos no eran tan rechonchos. Volvió la cabeza despacio y vio a Jerry estirándose para llegar a él. —Mariposas —masculló Jerry, la barandilla de proa se había combado bajo su peso. Benny sonrió, le salía agua entre los dientes. —Solo un segundo, Jerry. Voy a por los cebos. Una ola rompió y le lanzó la cabeza hacia atrás. Más agua salada se abrió 163
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camino hasta sus pulmones. Cuando se le aclaró la visión, Jerry seguía allí, con la cara congestionada por el esfuerzo. —Mariposas —suplicó, exhortando a Benny para que se cogiera a su mano. —Casi los tengo. Un segundo. Jerry habló entonces lenta y claramente: —Benny —dijo—. Benny, por favor. Benny parpadeó. «¿Benny, por favor?» Eso no era «mariposas». ¿Quién lo había dicho? Miró boquiabierto al amigo de su abuelo. Al hombretón le caían lágrimas por las mejillas. —Benny —volvió a decir, tendiéndole la mano—. Por favor. Benny se encogió de hombros. ¿Cómo se podía negar a un ofrecimiento como ése de una persona que no había dicho dos palabras diferentes en cuarenta años? Se soltó de la roca y, con el último ápice de fuerzas de su pierna buena, se impulsó hacia los brazos que Jerry le tendía.
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SE ARMÓ LA GORDA Benny se arrepentía de algunas cosas de aquel día de agosto. En primer lugar, estaba indignado por haber pasado inconsciente el trayecto en helicóptero. Imaginaos que os amarran al exterior de un helicóptero de salvamento marino y vosotros os pasáis todo el rato roncando. Después estaba el hurling. Con la clavija de acero que le sostenía la articulación de la rodilla no podría ponerse el equipo durante una buena temporada. Un par de chavales se habían dejado caer por el hospital con una lata de grasa de motor para su pierna. Él se había pasado todo el rato riendo, pero después había lanzado la lata bien lejos y la había enviado rodando por las baldosas de la sala. Se arrepentía de que todo fuese culpa suya. Que lo mimaran a uno perdía la gracia cuando todo se lo había buscado él sólito. Al final se armaría la gorda. Y él se las cargaría. Oh, todos le sonreían y le decían que no se preocupara por nada más que por su recuperación. Sin embargo, él lo veía en sus miradas. La decepción. La traición. Sobre todo en su abuelo. Solo le había impuesto una regla a cambio de su hospitalidad, y Benny había logrado romperla en pedazos, más o menos como su rodilla. Sin embargo, su mayor pesar era Babe. Había destruido para siempre la fe que la chica tenía en él. Su tozudez casi los había matado a los dos. ¿Y por qué? Por un puñado de cebos. ¿Cómo debía de haberse sentido Babe al verlo preferir aquella lata a su propia vida? ¿Qué decía eso de él? Nada bueno. Babe no había ido a verlo al hospital. Ni una sola vez en cuatro meses. Ni una vez en las dieciséis semanas agónicas que había pasado postrado en esa cama solitaria. Al principio, Benny se había dicho que solo estaba enfadada con él. «Mañana. Mañana vendrá.» El día siguiente llegaba, pero Babe no. Al final, Benny tuvo que enfrentarse a los hechos. Babe había visto cómo era en realidad y había decidido que en su vida no había sitio para alguien como él. No se le podía echar la culpa. Ni por un segundo. 165
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Así pues, Benny apretaba los dientes y seguía adelante con su rehabilitación. El fisioterapeuta era un gigante de Kerry al que no le gustaban los comentarios desdeñosos de Benny sobre el equipo de hurling de su condado, y que parecía obtener una malévola satisfacción enderezando la rodilla del chico de Wexford. Fuera cual fuese el castigo final de su padre, no sería peor que esas tardes aprendiendo a caminar por los pasillos del hospital. Benny lo intentaba todo para evitar tener que leer. Veía culebrones australianos o se iba a dar largos paseos por el hospital en su silla de ruedas, hasta que le prohibieron los ascensores. Incluso jugó a «adivinar la enfermedad» con otros pacientes de su planta. Sin embargo, al final tenía el cerebro tan entumecido por el aburrimiento que escogió uno de los libros de bolsillo que le había llevado Georgie. A su pesar, Benny descubrió que le gustaban las payasadas de Júpiter Jones y los tres investigadores. Y, cuando Georgie llegó esa tarde, Benny masculló que no le fastidiaría demasiado tener que leer otro libro de la colección. Al cabo de dos meses le quitaron la prótesis de la pierna y le dejaron solo una clavija que le sobresalía del costado de la rodilla. Benny odiaba esa clavija. Era lo que se interponía entre él y un campo de hurling. Se dijo que por eso estaba siempre de tan mal humor, pero eso solo era parte de la verdad. La auténtica razón era Babe. Al final lo dejaron marcharse a casa. Benny sospechaba que era más un caso de expulsión que de alta médica. Había oído rumores de que el personal montaba una fiesta la tarde de su marcha. Normalmente eso le habría alegrado una enormidad, pero en esos últimos tiempos molestar a la gente ya no le satisfacía tanto como antes. Su vida volvió a la normalidad, con unas cuantas excepciones mayúsculas. Una: no podía correr ni hacer nada que fuese remotamente atlético. Dos: toda su clase había estado aprendiendo francés y él no tenía ni idea de qué decían. Y tres: por primera vez en su vida, descubrió que pensaba sin parar en una persona que no era él mismo. Benny estaba tumbado en el sofá viendo un vídeo de la Final de Irlanda del 96. Al menos en casa tenía acceso al mando a distancia, lo cual significaba que nunca tendría que recurrir otra vez a la lectura. Se aprovechaba de la herida de la rodilla para obtener un poco de compasión, aunque últimamente ya casi nunca sentía punzadas. —Mamá —llamó, con debilidad. Jessica dejó lo que fuese que estaba haciendo para atender a su hijo mayor. —¿Sí, Bernard? ¿Qué sucede esta vez? —Su tono era de mal genio. A lo mejor estaba presionando demasiado a su madre—. ¿Quizá puedo ahuecarte los almohadones? ¿O a lo mejor podría tejerte un reposacabezas de ganchillo? Ya lo sé, te tiraré encima un cubo de agua fría y a lo mejor así se te pasa ese estado de enfurruñamiento en el que has caído. —Lo siento, mamá —farfulló Benny—. No sé qué me pasa. 166
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Jessica se sentó a su lado en el sofá y le apartó los mechones de los ojos. —Tienes que seguir adelante con la vida, Bernard. Aprender de tus errores. Benny le dio un golpe a la clavija de la pierna. Hizo «tin», igual que un diapasón. —Ya es algo tarde para eso, mamá. —No seas tonto. Los médicos han dicho que dentro de seis meses estarás como nuevo. —¡Seis meses! —dijo Benny—. Me perderé toda la temporada. —Podría haber sido peor —le recordó Jessica, con gravedad. Benny se estremeció. Su madre llevaba razón. Sí que podría haber sido mucho peor. De no ser porque Jerry había expandido su vocabulario... Bueno, ¿quién sabe? Sonó el timbre de la puerta. —Será tu abuelo. Antes ha dado un telefonazo. Benny estaba indeciso respecto a ver al abuelo. Claro que quería verlo, pero todavía se sentía algo culpable por haber hecho naufragar la batea de Clipper. El abuelo entró sonriente, con la gorra de capitán echada hacia atrás sobre la frente. —¿Cómo está Long John Silver? —preguntó, haciendo un ademán hacia la rodilla. —No demasiado mal. —Tu padre me ha dicho que el pronóstico es mejor de lo que pensábamos. —Pues sí. Volveré a salir al campo dentro de seis meses. El abuelo se llevó un cigarrillo de liar a la comisura de los labios. —Has salido airoso, entonces. —¿Airoso? —Bueno, mira lo que le pasó a la madre de Furty, y ella solo estaba arreglando el jardín. —Supongo que sí. ¿Cómo le va, por cierto? El abuelo sonrió. —De maravilla. Clipper lo ha contratado, visto el trabajo de valor tan incalculable que realizó al timón de la batea. Le pagará una hélice nueva con su sueldo, por cierto. —Después de todo lo que me metí con él... —Con la gente nunca se sabe. El mismo al que la gente no le daría ni la hora... —¿Y Jerry? ¿Cómo está? El abuelo abrió la ventana del salón y echó una bocanada de humo por la rendija. —¿Jerry? —Se echó a reír—. Tienes mucho de lo que responder, Benny chico. Ese tipo no ha dicho una palabra que no sea «Benny» desde el accidente. Benny esto y Benny lo otro. Me está volviendo loco. No te lo tomes a mal, pero creo que prefería «mariposas». 167
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Benny respiró hondo. —¿Abuelo? —¿Sí, contramaestre? —¿Me dejarás que vaya el verano que viene? Paddy Shaw se lo pensó un momento. —Supongo que sí. Si puedes soportar las malas lenguas. Con esto los chicos tendrán para darse un festín. Ya te llaman el Pollo Negro. —¿Crees que Babe volverá a hablarme algún día? El abuelo lanzó la colilla del cigarrillo al jardín. —Bueno, eso es algo en lo que puedo ayudarte. —¿Qué? —Está fuera, en el coche. La nuez de Benny se expandió y le ocupó toda la garganta. —¿Qué? ¿En tu coche? ¿Ahora mismo? El abuelo asintió, haciendo salir por la ventana con la mano el humo que quedaba. —Voy a buscarla. No salgas corriendo, eh. ¡Ja ja! Antes de que Benny pudiese protestar, el abuelo ya había desaparecido. El chico se recolocó en el sofá y escondió de prisa una bolsa de nubes rosa bajo un cojín. Babe entró en la habitación de un trompicón. Daba la impresión de que la habían ayudado un poco... Tal vez cierto farero le había dado un ligero empujón. Ambos se quedaron mirando con decisión a la moqueta durante un rato, hasta que Benny por fin rompió el silencio. —¿Cómo te va? Un comienzo de prueba. Indiferente aunque amistoso. —Bien —masculló Babe. Era difícil juzgar su estado anímico por esa frase. Tal vez tenía demasiada vergüenza para decir nada, aunque era más probable que estuviese demasiado enfadada para decir nada. —Estás diferente. Era cierto. Estaba diferente. Babe había crecido unos cuantos centímetros. Un nuevo corte de pelo, más corto pero bonito, y un uniforme del Convento de la Presentación. —¿Ahora vas a un colegio de Wexford? —Pues sí. —Eso es... eh... genial. —Benny no podía entusiasmarse demasiado por el colegio—. Yo también. Quiero decir que voy al colegio en Wexford. No al Convento. —No estoy de humor para tus chistes, Benny. Eso sí que era un indicador del estado de ánimo. Estaba harta. Hasta arriba. —Lo siento. Ya se habían abierto las compuertas. 168
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—Siempre lo sientes, señoritingo. Estoy cansada de oírte decir que lo sientes. Yo no tenía ninguna gana de venir aquí, ¿sabes? El capitán me ha secuestrado al salir de clase. —Ah. —¿Ah? ¿Y ya está? ¿Es eso todo lo que puedes decir? ¿No tienes nada más que decirme? Benny se quedó perplejo. Estaba pensando en pedir perdón, pero estaba claro que Babe no quería oír eso. No estaba acostumbrado a encontrarse en una situación así. Si hubiese sido otra persona la que se estuviera metiendo con él, Benny habría soltado unos cuantos golpes o habría apagado el cerebro del todo. Sin embargo, todo cuanto podía hacer era quedarse allí sentado a escuchar esos reproches que le lanzaban. Ni siquiera podía salir corriendo. —No lo sé, Babe. No recuerdo casi nada de lo que sucedió. Babe no pensaba aceptar eso por excusa. —Bueno, pues yo sí. Recuerdo cada segundo, y deja que te diga otra cosa... Benny miró de reojo para ver por qué el duende había interrumpido su invectiva. Estaba mirándole la rodilla, y la clavija que le salía de ella. —Te duele, ¿verdad? Benny se encogió de hombros con heroicidad. —A veces. Por la noche, ya sabes. —Te lo ganaste. —Salí bien parado. —Sin duda. Podíamos habernos matado todos. Babe se acercó despacio y tocó la clavija. —¿Te dolería ahora si te la retuerzo? —A lo mejor —tartamudeó Benny. —¿Y no crees que te mereces un poco que te la retuerza por hacerme ver cómo mi mejor amigo intentaba matarse por una lata de cebos? —¿Tu mejor amigo? —Antes lo eras. Ahora ya no lo sé. Benny se sorprendió al sentir que se le aceleraba el corazón. Y no tenía nada que ver con la amenaza de Babe. —Babe. —Tú cállate. No quiero oírlo, sea lo que sea. —Babe, escucha. Babe asió la clavija con más fuerza. —Cállate. Te lo advierto. —Babe, ese día, en Black Chan. Fue lo peor, lo más atontado que he hecho nunca. Toda esa idea, lo de la guerra de los cebos, todo fue culpa mía, por estúpido. —Dime algo que no sepa. Benny se detuvo. Tenía que contestarle algo de veras especial. Algo que diría Georgie. A las chicas les gustaban esas cosas. Y, viendo a Babe en ese 169
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instante, estaba claro que era una chica. Al ciento por ciento. Sin embargo, lo que se le ocurriese tenía que ser verdad. Sabía, por experiencia con su madre, que las mujeres descubrían una mentirijilla a un kilómetro de distancia. —¿Sabes lo peor de ese día? —Que perdiste los cebos, ¿no? —No —respondió Benny, rezando por conseguir pasar a la siguiente frase sin deshacerse en una risa histérica—. Lo peor no fue que me destrozara la pierna, ni que casi nos ahogamos, ni que el motor de Clipper quedara hecho chatarra. —Babe lo escuchaba, esperaba la frase graciosilla—. Fue decepcionarte, Babe. Decepcionar a mi mejor amiga. Benny miró a la moqueta. Ya lo había dicho, era todo lo que podía hacer. Un poco exagerado en el temblor de la voz, quizá, pero ya era demasiado tarde para cambiarlo. Se arriesgó a mirar a su antigua socia. Babe hacía todo lo que podía por mantener una expresión implacable, pero su máscara se desmoronaba. —Sí que me decepcionaste, señoritingo. —Lo sé, y lo... —No lo digas. —Pero es que lo siento. De verdad. Babe suspiró. —Bueno, Benny. ¿Qué vamos a hacer? No tiene sentido tener un socio que va por ahí disculpándose todo el tiempo. Es patético. Benny sonrió. —Ya lo sé. —Y vas a ser inútil en las rocas con esa pata coja. —En julio ya estaré en forma. No hay problema. —Hummm. Supongo que sí podría darte otra oportunidad. —¿De verdad? —El Pollo Negro cloquea de nuevo. —Voy a tener que oírme eso todo el verano, ¿no? Babe sonrió con malicia. —Eso no es todo. También está el pequeño asunto de retorcerte esta clavija de aquí. Benny tragó saliva. —Me tomas el pelo, ¿verdad? —¿Ah, sí? —Oye, Babe. La violencia no es necesaria. —Es de lo más necesaria. Tengo que asegurarme de que lo sientes de verdad. —Que sí, te lo juro. Babe dobló los dedos sobre la clavija. —Solo hay una forma de descubrirlo. Apretó los dientes y retorció. Benny chilló como un bebé afligido. 170
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—¡Imbécil! —se regodeó Babe, que, claro, no había retorcido la clavija de verdad. Benny respiró hondo varias veces. Se dio cuenta con desaliento de que aquello no era más que el principio. Babe le haría pagar el último verano durante una larga temporada.
Jessica miró a Paddy con suspicacia. —¿Estabas fumando en mi casa? El abuelo sonrió inocentemente. —¿Yo? Dios, no. Ni en sueños. Jessica le miró a los ojos. —¿Paddy? —Está bien, solo un pitillito, pero estaba junto a la ventana. Te lo juro. —Ya conoces las reglas. En esta casa hay pulmones jóvenes. —De acuerdo —repuso el abuelo con humildad—. Lo siento, Jessie, chica. El interrogatorio se vio interrumpido por un grito penetrante que procedía del salón. —¡ Ay, Señor! —gritó Jessica sin aliento, corriendo a la puerta—. ¿Qué está pasando ahí? El abuelo sonrió. —Déjalos, Jessica. Creo que nuestro Benny por fin empieza a pagar sus pecados. —Le guiñó un ojo con descaro—. Le advertí que nunca se pusiera a Babe Mará en contra.
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