Los h議os de Seymour Mart穩n Kaissa
A L G UNO S E S C R I TO S Ediciones
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Al bosque
Hay una trampa en la que han caído muchos aficionados y es la de decir “yo sigo un cultivo orgánico y no echaré ningún abono artificial en mis tierras”. ¡Pero lo malo es que no les echan nada! Nada surge de la nada, y si se siguen sacando frutos sin dar nada a cambio a la tierra, llegará un momento en que ésta no producirá nada. Si se encuentra un huerto orgánico en el que nada más crecen plantas miserables, roídas por los insectos, y que está erizado de malezas, es probable que se esté ante un ejemplo de este planteamiento negativo. Algunos defensores de la horticultura orgánica tienen nociones tan excéntricas como las de sembrar las plantas según las fases de la Luna, espolvorear sobre la tierra puñados de sustancias oscuras, etcétera. Las semillas germinarán y las plantas crecerán cuando la temperatura, la humedad y los nutrientes sean los adecuados. La agricultura orgánica no necesita recurrir a nociones irracionales y a supersticiones. Se basa en hechos ciertos y en la ciencia, y su práctica puede considerarse eficaz y correcta. La teoría orgánica puede resumirse como la observancia de las seis leyes siguientes: primera, el horticultor debe trabajar con la naturaleza y no en contra de ella; segunda, la naturaleza es diversa y por tanto el horticultor debe practicar la diversidad; tercera, debe criar otras formas de vida -animal o vegetal- en los medios más parecidos posibles al que les sea natural; cuarta, debe devolver al suelo tanto, o casi tanto, como le ha quitado; quinta, debe alimentar al suelo y no a las plantas; y sexta, debe estudiar la naturaleza como un todo y no como una parte aislada.
John Seymour, El Horticultor Autosuficiente
Prólogo En Dolores, el segundo cuento presentado en el libro, el personaje principal se encuentra junto a su padre y su hermano menor viajando en una camioneta vieja a través un camino boscoso, prácticamente a oscuras, que comienza a cubrirse de nieve, cuando la chata se detiene en seco ante una falla mecánica. El padre maldice lo ocurrido y le comunica que tiene que salir a buscar ayuda rápido y que, por ser el hijo mayor, tendrá que quedarse a cuidar a su hermano y a la camioneta. “Me quedé en silencio mientras él se alejaba en la oscuridad. Había querido llorar pero ya estaba grande como para hacerlo (aunque no era lo suficientemente grande como para soportar esa situación). Entonces me ahogué en un silencio del que sólo me sacaba la respiración de mi hermano”, reflexiona asustado este chico de doce años mientras la noche se torna cada vez más cerrada y fría. Hay una tensión manifiesta que atraviesa, en forma transversal, a los cinco cuentos que componen el libro de Martín Kaissa: el siempre desprolijo, irresuelto, incómodo, 9
pasaje entre las etapas de la vida. El final de la niñez y el inicio de ese proceso de iniciación lánguido, ingenuo, básicamente afectado, que caracteriza a la adolescencia; el comienzo de la juventud y la indeseable convivencia con los rastros torpes de ese adolescente que aún se resisten a desaparecer; el cierre de la juventud y el desolado, muchas veces desbordante, inicio de la adultez y la búsqueda de la autonomía. Algo queda en claro después de la lectura: no se trata de una carrera de postas en donde las diferentes etapas irían quedando atrás a medida que se saltan ciertas vallas, sino de retazos vivenciales de los diferentes personajes que se hacen presentes en simultáneo y se entrecruzan y alteran de manera tan inoportuna como, por qué no, inevitable. En Los hijos de Seymour ese pibe entusiasta que se hace la rata con sus compañeros, va a un recital de una banda de adolescentes amigos, antes escucha el consejo repetitivo de su madre para que se abrigue porque hace frío, y más tarde, a pesar de los chistes obscenos y los comentarios sobre una morocha descomunal, no puede dejar de pensar en su amor hacia Mariana. En Eso que sangra, el único relato que se aleja -por lo menos geográficamente- de los paisajes del sur argentino, aparece el después del amor y su correlato conflictivo aunque también placentero y vertiginoso allí cuando se materializa en encuentros carnales furtivos: la imposibilidad de sostener la decisión de ruptura ante una “memoria de los cuerpos” que acosa, sin darles tregua, a dos jóvenes que fueron pareja en el pasado reciente. En Los sueños de Klauss, uno de los puntos más alto del libro, retorna -en una clara continuidad de Dolores- ese 10
chico ultra observador, por momentos solitario, reflexivo, moviéndose bajo las sombras de una inminente separación de sus padres que no sólo intuye sino que presencia a través de situaciones domésticas que entremezclan el sexo intempestivo con la violencia, y que se ve inmerso en febriles sagas oníricas que parecen presentarse como un continuum o, simplemente, una consecuencia lógica del derrumbe familiar. Como cierre, aparece Eduardo y el mundo, una historia protagonizada por un periodista joven que ve alterada su rutinaria y mediocre vida a partir del encuentro con un artista intrigante que pondrá en vilo sus expectativas y anhelos. Si el silencio y el encierro interior son las únicas salidas que encuentran muchas veces los personajes de estos cuentos, la escritura, por el contrario, parece inscribirse para el autor como un método vital para transformar en relato un cúmulo disperso de sensaciones e imágenes propias. Así lo resume en Eso que sangra: “Lo que fuera que estuviese sangrando había hecho una pausa enfrente de esa puerta”. Frase certera para resumir una capacidad única que detenta el acto de escribir: la posibilidad de atraer, enmarcar, y moldear imágenes, recuerdos y sensaciones vivas, sangrantes, que de tan zigzagueantes suelen tornarse demasiado inaprensibles. Ese complejo desafío emprende Martín Kaissa a través de una prosa despojada, por momentos cercana a la oralidad, invariablemente intensa y no menos sensible.
Juan Pablo Hudson 11
Los hijos de Seymour
Había cierto tono de complicidad en las palabras del preceptor. Sabía que no nos íbamos a quedar. De poder hacerlo él también hubiera venido con nosotros. El profesor de Química no va a venir, dijo, y la siguiente clase empieza a las tres menos veinte. Habíamos estado toda la mañana desyuyando frutillas y aprendiendo, para olvidar rápidamente, los cortes que convertirían a un tronco en madera. Después de un recreo en el que embutimos la comida por nuestros esófagos antes de que suene el timbre, se nos decía que teníamos dos horas libres por delante y que nos teníamos que quedar en la escuela en caso de querer tener Geografía. Antes de cruzar la puerta de salida vi el póster de Los hijos de Seymour y recordé que habíamos planeado ir a verlos 13
ese fin de semana. Previa en lo del Colo y después recital. Los pibes de la banda eran de la escuela y en una agrotécnica que promulgaba el cultivo orgánico las referencias a John Seymour eran casi obligadas. Me cruzaba con sus libros en las bibliotecas de las casas de mis amigos, hasta en las más chicas, las de un solo estante. Si hubiera hecho un relevo creo que Seymour se repetía más a menudo que Cortázar, Herman Hesse, incluso creo más a menudo que La Biblia. Entre los que nos íbamos acordamos salir uno a uno para no despertar sospechas. Estaba contento. La puerta de salida había quedado atrás y nadie me dijo nada. Con contarle la situación a mi vieja alcanzaría para que no me haga problemas. Me iba de la escuela. Hasta el día de hoy mis amigos bromean cuando les cuento que no soy técnico agrónomo porque nunca aprobé una materia que se llamaba Frutas de pepita y carozo. John Seymour nunca pensó que aquel pueblito al borde del mar en Essex podría hacerlo tan feliz. Es verdad que hacía mucho tiempo que no veía sonreír a su madre -desde antes de que el viejo Seymour muriera- pero pensó que no podría dejar sus vicios de londinense. Nunca estuvo más equivocado. A los dos meses de vivir en la villa costera ya tenía un amigo con el que ir a navegar y había conseguido un trabajo de medio tiempo en la granja de unos vecinos. La familia que pagaba por sus trabajos en la huerta y con los animales tenía una hija de su edad que se convirtió en fiel compañera. No tardaron en enamorarse. Estaban por cumplir dieciséis.
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La escuela quedaba en un camino que juntaba la ruta de Lago Puelo y la que iba a Esquel. El doble turno y las ausencias de los profesores por demás de frecuentes hacían que me encontrara, al menos una vez por semana, en medio de un cerro entre dos rutas, a treinta kilómetros de mi casa. Las opciones eran simples, o caminar o hacer dedo. Autostop escuché que dicen por ahí. Pero los autos nunca paraban. En general los turistas te pasaban por al lado y creían que uno los estaba festejando, saludaban con una sonrisa al pulgar hacia arriba que imploraba perdón. No vuelvo a salir antes de la escuela, me repetía cada vez. Recuerdo que los autos pasen y la cara de los chicos estampadas contra el vidrio de atrás que seguían saludando hasta que se perdían de vista. El mal humor, el qué te cuesta si tenés la caja de la camioneta vacía. La velocidad de algunos autos en la ruta y lo lento que se hacía caminar cuando no pasaba nadie. Me acuerdo también de la alegría de que pasara algún vecino, algún profesor que salía de la escuela. La parte de atrás de un auto, en general bastante roto por lo caminos de ripio, conjugaba las sonrisas. ¿Vas hasta el pueblo? Sí, hasta el pueblo. Después quedaba llegar hasta casa. Colectivo o esperar hasta las ocho que mamá salga del laburo. Pero ese era otro tema. Seymour tenía veinte años y se estaba cansando de Inglaterra. Cuando se separó de su vecina no tuvo que dudarlo mucho, dejó sus estudios en agronomía y se fue a vivir a África. Necesitaba algo extremo. No soportaba la idea de vivir entre ingleses toda su vida. Odiaba el avance 15
económico. El way of life que Londres estaba exportando a toda la isla lo asfixiaba. No le importaba si tenía que ser peón, marinero o trabajador en las minas de cobre. Ni siquiera le molestó la idea de unirse a una tribu de cazadores-recolectores bosquimanos en la que pasó varios años de su vida acercándose al nomadismo. Lo que planeamos como una previa fue tomando dimensión y ya se hablaba de fiesta en lo del Colo. Yo había ido a casa con un amigo, una manera casi perfecta de que no se me pueda negar la salida. Plata no tengo pero hacé lo que quieras, me dijo mi vieja mientras le ponía leña a la cocina económica, lo que sí abrigáte porque hace frío. Tuve que recurrir a unos ahorros que tenía guardados. Salimos. Yo tenía quince años, mi amigo dieciséis. Eran las ocho y teníamos que estar a las diez. Nos quedaban doce kilómetros hasta el pueblo. La ruta estaba oscura, nos iluminaban los autos que pasaban de vez en cuando y la brasa del pucho que estábamos aprendiendo a fumar. Caminamos bastante, un tipo nos llevó en un Falcon destartalado hasta el cruce de Mallín, cerca del cementerio, nos quedaba un trecho todavía. Terminamos llegando a las once a lo del Colo, nos esperaban en la puerta, la fiesta se había suspendido. El tío del Colo volvió de improvisto de su viaje y nos dejó sin casa para el jolgorio. Con todo lo que nos había costado que Mariana y las amigas accedieran sumarse a la fiesta. Alguien les avisó por teléfono del contratiempo y dijeron que iban a ver qué hacían, quizás para la próxima. Nunca llegaron. Abrimos un vodka y empezamos a tomarlo por la calle. Después los recuerdos se me mezclan. 16
Seymour no hubiera querido nunca ir a la guerra, ni hubiera querido que nadie tuviera que pelear en ella. Odiaba los movimientos totalitarios que amenazaban a Europa, pero descreía de la lucha armada. Sabía manejar un arma desde su adolescencia, su padrastro le había enseñado a cargar, a apuntar y a limpiarlas, pero él estaba convencido de que debían usarse sólo para cazar. La Europa de la que él se fue se partía en pedazos, pensó en sus tardes de infancia al borde del mar, en los miles de chicos que se enamoraban de sus vecinas tan lejos de él, no lo soportó, y la batalla lo encontró enrolado al King’s African Rifles de la armada británica. Pelearon en el norte de África contra los italianos del Duce. Estuvo incluso en Birmania contra los japoneses. Pero lo que nunca pudo perdonarle a los aliados fueron esas dos bombas. Toda esa gente que nunca se despertó. Volvió a Inglaterra y en adelante se rehusó a cobrar una sola libra esterlina en concepto de indemnización. El efecto de la guerra sentó las bases de su militancia. A mediados de los sesenta intercalaba artículos para los radicals de la revista Resurgence y sus emisiones para la radio de la BBC. Creo recordar el borceguí de un policía aplastar una caja de vino y la promesa de que ya nos íbamos a dormir. Caminando por el centro se fue juntando gente, seríamos ocho pibes. Fuimos a ver a Los hijos de Seymour al bar Morena pero estaba lleno y tuvimos que escuchar desde afuera. Para que haya una pared de por medio sonaban bastante bien. Las influencias de Red Hot y de Faith no more eran innegables. Me acomodé en una ventana y llegué a verlos. El pibe de la batería estaba escondido atrás del 17
redoblante, le habían traído un banquito más chico para que los pies le lleguen a los pedales. Los otros caminaban por un escenario improvisado, una tarimita apenas sobre el suelo, el guitarrista hacía un solo y prometía ser el último hijo de Hendrix. Él estaba más tranquilo, los demás se miraban todo el tiempo, terminaban los temas y se sonaban los dedos entre risas compulsivas y movimientos eléctricos. Pero sonaban bien. La gente de adelante estaba parada y llegaban casi al cuerpo a cuerpo. Hacia el final hubo un mini pogo y cuando la gente pidió otra más los pibes tuvieron que repetir porque se habían quedado sin canciones. De los cuarenta y dos libros que escribió Seymour dedicó al cultivo del campo menos de la mitad. Le preocuparon la situación en África, los pesqueros y su inserción en el sistema económico de Namibia, un viaje a la India, la navegación en Inglaterra y las canciones tradicionales galesas que se están perdiendo irremediablemente. Cuando terminó el recital dejamos la puerta, algunos no lo habían resistido y se habían ido a dormir, otros que estaban adentro se nos unieron y se armó un grupo con el que caminamos hasta el cerro de la cruz. El pueblo estaba lleno de policías dando vueltas y el bosque nos daba un refugio donde terminar un vodka que se había salvado milagrosamente de las manos de los oficiales. Había también un licor de mandarina. Al día de hoy no puedo oler de esa mierda sin que me den arcadas. La pasábamos bien. Puteábamos al tío del Colo, hablábamos de Mariana 18
y sus amigas. Se hablaba mucho de una morocha que era prima de una de las chicas y que hizo echar chispas a más de uno cuando se supo de la posibilidad de que asistiera a la fiesta, pero yo sólo pensaba en Mariana. Hacíamos chistes sobre la supuesta homosexualidad de un compañero de apellido árabe y de nuestras escapadas en los recreos a los campos de frutillas -strawberry fields forever-; la ventaja de una escuela que desaconsejaba el uso de agroquímicos inorgánicos era que podíamos agarrar las frutas de las plantas sin riesgos de una diarrea por intoxicación. Se había enamorado de una australiana ceramista que no le sacaba sus enormes ojos azules de encima. Le propuso vivir en el mar -sobre el mar-. Compraron un bote barato por la última crisis del pescado y lo refaccionaron. Vivían una temporada surcando canales en Inglaterra y otra en Holanda. Escribieron un libro juntos y tuvieron una hija que nació a bordo de aquel velero. Cuando Sally empezó a crecer la pareja pensó en echar raíces y alquilaron un par de hectáreas al este de la isla, al borde del mar. Seymour armó una granja en la que trabajaba todas las mañanas. El primer recuerdo de Sally sobre su padre fue que él hablara de las bondades de la tierra. A eso de las tres de la mañana bajamos del cerro. Tardamos un rato en encontrar a uno de los chicos que supuestamente había ido a mear y no contestaba nuestros gritos. Cuando volvió tuvimos que esperar que otro de los pibes bajara del árbol al que se había subido para llamarlo. Se quería quedar sentado en una rama. Decía que todo 19
se veía distinto desde ahí arriba. Dudábamos entre tratar de convencerlo y bajarlo a piedrazos. Al final bajó sólo cuando empezamos a irnos. En la última bajada corrimos mientras gritábamos, los perros de las casas ladraban, un vecino nos chistó, tropecé, no sé cómo no terminé en el ripio. Los pibes se empezaron a morir de risa y no pude más que reírme con ellos. Empezamos a separarnos, cada uno se iba a dormir y me di cuenta que estaba muy lejos de casa. El viejo Seymour ya se había hecho conocido, mal que le pesara, y era común que tuviera un par de visitas en la semana que llegaban para conocer su granja. Se había mudado a Gales y la gente seguía llegando. En realidad lo que más le pesaba era que lo querían conocer a él. Se la pasaba escribiendo sobre canciones de pescadores y técnicas para aprovechar la tierra y la gente se empecinaba en sacarse fotos al lado suyo. Con el tiempo cuando llegaban los turistas el viejo abría las puertas de su chacra, saludaba y después se encerraba en el altillo. Desconfiaba sobre todo de los que llegaban con cámaras. Empezó a estar irritable. Una tarde, cansado por el uso indiscriminado de herbicida de la chacra del al lado, el viejo Seymour agarró unas pinzas, una pala y cruzó el alambrado. Hizo un desastre entre las remolachas. Se salvó de conocer la cárcel porque tenía ochenta y cinco años. La granja pertenecía a la General Motors. El viejo murió una mañana de primavera cinco años después. A los pies de la cama lo despidió su última hija. Se llamaba Marianne.
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A pesar de la invitación de uno de los chicos para que me quede a dormir en su casa, quise llegar a mi cama. No me importó la hora. Empecé a caminar. Pensé que quizás algún auto me pararía. El efecto del alcohol se me había pasado y no me podía sacar a Mariana de la cabeza. Pasé el puente, el cementerio, el cruce de Mallín. Recuerdo que pensé que estaba haciendo demasiado frío y que llegado un punto podía ser peligroso. Mis mejillas se congelaron. Nunca más volví a tener esa sensación. La carne de los cachetes se había quedado dura. Tenía dos bultos que ya no eran parte de mi cuerpo. El frío los había vuelto ajenos. Me asusté. Quedarían siete kilómetros cuando empecé a correr. Qué habrá pasado con Mariana. Empezaba a amanecer.
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Dolores
Yo tenía doce años y no sabía qué hacer. Empecé a sentirme incómodo en lugares que antes me eran cotidianos: la escuela, los juegos con mi hermano, las comidas familiares. Lo que pasaba en mi casa dejó de interesarme, aunque tampoco había nada que ocupara ese lugar. Esa tarde mi viejo llegó a eso de las siete. Estaba todo lleno de aserrín de la obra, según nos contó había terminado el piso de la segunda cabaña. El invierno lo obligaba a cambiar de trabajo, la feria abría nada más que los sábados y nadie estaba comprando los móviles en los que él trabajaba. Lago Puelo era así, la gente cambiaba la manera de pagar las cuentas tres veces por año. Cuando no había feria mi viejo laburaba de albañil, o de carpintero en alguna obra, y en primavera en la chacra de un amigo con las frambuesas. Lo de las 23
cabañas había salido después de dos meses de sequía, de pelearse con las casas de reventa en Bariloche y de muchos días comiendo casi nada más que arroz. Él había intentado hacer algunos arreglos en la casa, pero para todo necesitaba plata. Siempre se le había hecho difícil estar sin hacer nada. Cuando mi vieja lo vio entrar, le dio un beso y le empezó a sacudir el aserrín; ella lo cuidaba, lo seguía cuidando. - Hoy cobré la guita de la primera cabaña, así que le cambié la pieza al carburador de la estanciera que estaba andando mal. - Lo que también tendríamos que arreglar es la mochila del inodoro, está haciendo mucho frío para salir con el balde afuera. - Sí, pero para eso ya te dije que tenemos que esperar a que me paguen todo el trabajo. - Andá a bañarte que estás hecho un asco, tenés viruta hasta en el pelo. - ¿Hay agua? - No, hay que ir a cebar la bomba, con la helada de anoche se congeló toda la manguera, pero ya debe estar descongelada. Hacía un tiempo que cuando escuchaba las conversaciones entre mis viejos me ponía de mal humor; mi hermano no se daba cuenta, siempre estaba en otra cosa, pero yo desconfiaba. Nunca supe cuándo comenzó a pasarles, pero como pareja se habían quedado sin brillo. De solo escucharlos me subía un enjambre de lombrices por la espalda. Un tiempo después decidieron distanciarse, de alguna manera 24
todos lo estábamos esperando. Pero la separación no se convirtió en una lucha interminable como solía ocurrir con los padres de mis amigos, más bien fue como ponerle un filtro gris a la imagen de la pareja y a mi casa que se volvió una tierra estéril donde ellos siguieron conviviendo. Habían dejado de amarse, por lo menos del modo en que lo habían hecho en otros tiempos, y simplemente se dejaban estar en las situaciones, cada uno siguiendo su camino con cierta marca de resignación, casi como si el mundo hubiera decidido que no podían estar más juntos y ellos no hubieran tenido fuerzas para seguir resistiendo. Las peleas casi no ocurrían, pero la distancia se olía en la indiferencia de sus charlas. Mientras tanto ahí estaba yo, tratando de pescar qué era lo que estaba pasando y viendo como la imagen de mi familia se rompía. De repente había perdido el mapa del suelo que durante tanto tiempo había pisado. Mientras mi viejo se bañaba, mi vieja llenaba planillas, desde que era maestra de plástica no hacía otra cosa que no fuera llenar formularios. Ser maestra especial es así, es mi trabajo y lo tengo que hacer, me dijo. Después mi viejo salió con una toalla en la cintura y subió a cambiarse. La escalera crujía a cada paso y no me dejaba pensar en otra cosa. - Che, ¿tengo limpia alguna de mis remeras? - Sí, fijate que están al lado de los pantalones. - ¿Está limpia la naranja? - Está para lavar. - ¿Vos tenés ganas de que vayamos al asado de los Rossner? 25
- Uh, no, no puedo, tengo que terminar los registros. - Ah, porque yo le dije a Rubén que iba a ir. ¿Te molesta que vaya solo? - No, andá, pero llevate a los chicos, necesito terminar con esto. - Dale. - Chicos cámbiense que nos vamos a un asado. Se abrigan que hace frío. Mientras mi vieja me insistía con que me pusiera un pulóver más grueso, nos subimos a la camioneta y mi viejo arrancó. El aserrín que había en el asiento se fue pegando a la lana de mi abrigo. Me gustaba ir a lo de los Rossner. Pedro, uno de los hijos, tenía un año menos que yo y un par de veces habíamos ido a andar a caballo, aunque esta vez se estaba haciendo tarde y no nos iba a quedar mucho tiempo para preparar las monturas. La entanciera andaba despacito y antes de subir al cerro, donde vivían los Rossner, mi viejo tuvo que pasar por el pueblo para cargar nafta. Cuando llegamos ya era de noche. Pregunté por los caballos y me dijeron que estaban pastando en el campo del vecino, y que estaba muy oscuro para ir a buscarlos. Vas a tener que esperar hasta la próxima, pichón, me dijo mi viejo mientras se reía de mi cara de desencanto. Me metí en la casa y vi que mi hermano había agarrado un autito y ya se estaba peleando con el dueño que insistía en llamar a su mamá. Yo conocía las fiestas como esas. Me limitaba a mirar a los chicos jugar y a aburrirme, y a mirar a los grandes 26
comer y tomar y a no entenderlos. No era parte de ninguno de los dos grupos y, aunque lo quisiera, no encontraba mi lugar en la fiesta, simplemente observaba. A pesar del frío, los hombres estaban preparando un chivo a la estaca. El animal, que había sido un regalo de cumpleaños, fue crucificado en honor a la fiesta. La grasa chorreaba por la varilla de hierro y hacía ruido al llegar a las brasas. Ya había gente que había tomado de más y que se reía a carcajadas roncas. Un grupo de mujeres preparaba la ensalada en la cocina e iba volcando todas las verduras cortadas en una palangana naranja como la que usaba mi vieja para bañarme cuando era más chico. La carne no estaba mal, lástima que me tocara comer en los almohadones que habían improvisado como mesa para los chicos. El tiempo pasaba y los chicos se iban durmiendo e iban siendo repartidos en los cuartos, acostados de a tres o de cuatro por cama. De vez en cuando uno se despertaba llorando, despertaba a los demás, y alguna de las madres venía a buscarlo para quedarse con él hasta que se volviera a dormir. Yo me había aburrido de no hacer nada. Vi a Pedro que se acercaba mirando la mesa de la cocina, que ya había subido el volumen de la discusión. Todo parecía trastabillar. Entonces Pedro, compungido, como quien hace una revelación, me dijo: Ya están todos en pedo, ahora seguro van a tomar droga. Y puso esa cara de preocupación que usan los actores en las películas. Pero nada de eso ocurrió. Yo no supe qué decirle (en este momento me pregunto: ¿acaso Pedro y yo no habíamos visto ya miles de veces la escena 27
de las dos manos que toman el terrón blanco, como si fuera azúcar, y sobre un espejo van serruchando con la gillette hasta reducirlo a polvo, y después una tarjeta de crédito que abre el montoncito, como quien abre el mar, separa la porción y dibuja una línea? ¿Acaso en ese pueblo la madera de las casas no tenía olor a marihuana? ¿Pero yo qué podía decirle?) Ahí estaba Pedro y yo no tenía ganas de hacer nada para cambiar su cara, ni su temor sobre la droga, de modo que seguí en silencio. Pedro, que comprendió mi indiferencia, se fue para uno de los cuartos. Yo, entretanto, después de mirar un rato las bibliotecas y de no encontrar nada que me pareciera interesante, terminé viendo la tele con los únicos chicos que quedaban despiertos. Cuando mi viejo vino a buscarme, no me importó que la película no hubiera terminado, en definitiva era mala. Yo lo único que quería era irme a dormir a mi cama, quería descansar, que se acabara ese día, las risotadas turbias, Pedro, los caballos, la estanciera. - Nos vamos pichón, ¿sabés dónde está tu hermano? - Creo que está en aquel cuarto. - Andá a buscarlo y decile que nos vamos. - Bueno. Nos vamos para casa, ¿no, pa? - Primero vamos a ir un ratito a lo de Rubén. - No pa, quiero ir a casa. - No seas así hijo, además tengo que ayudar a Rubén a llevar unas cosas. - Pero si Rubén tiene auto. - Igual lo tengo que ayudar. Andá a buscar a tu hermano que nos vamos, dale. 28
Cuando convencí a mi hermano de irnos, mi viejo ya estaba en la camioneta. No me sorprendió que no hubiera cosas de Rubén en la chata, sabía que él tenía suficiente lugar en su auto. Pero era inútil discutir con mi viejo. El camino se hizo corto, aunque yo no podía disimular mi cara de mal humor. Además del sueño, nunca me gustó la casa de Rubén, los hijos eran chicos y siempre me parecieron aburridos. Lo único que me atraía, y que me mantenía despierto, era la posibilidad de que estuviera Dolores y así encontrarme con esa mujer que me generaba una oscura admiración. En esa mezcla de sentimientos estaba yo cuando mi viejo se bajó a cerrar la tranquera que Rubén había dejado abierta unos minutos antes. Los perros salieron a ladrar. Mi hermano, que otra vez estaba dormido, no llegó a despertarse. Me bajé tratando de que la puerta no sonara –ese chirrido del metal viejo- y caminé hasta la casa. Cuando entramos, Rubén había abierto una botella de vino. - Los pibes se fueron a dormir - le dijo Rubén a mi viejo en tono cómplice. - ¿Y Dolores va a querer? - preguntó mi papá. - No creo, está acostada. - Llamala, no seas pijotero. - Te digo que esta acostada. - No seas amarrete, es tu mujer. Dolores era una mujer de unos cuarenta años. A diferencia de las mujeres que yo conocía, entre las que se encontraba mi madre, Dolores había empezado a tener hijos entrados los treinta. Nunca supe bien qué 29
había hecho antes, pero cuando llegó al pueblo estaba bastante mal, parece que Buenos Aires -esa máquina infernal- le había sacado el brillo al mostrarle los dientes y le había dejado ese rictus frío en la cara. Un año después de llegar a Lago Puelo nació Abelardo, su primer hijo, después llegaron las gemelas y finalmente nació Martincito, que tenía un año y medio. Yo la había visto por primera vez en un asado en lo de los Rossner y enseguida empecé a reconocerla en los recitales de rock a los que yo iba con mi viejo. Dolores tenía una voz ronca y una boca gigante, fea, con labios que parecían dos bifes rancios; siempre con jeans mugrientos y pelo sucio. Le encantaba el whisky, pero no le hacía asco a nada. Ella fue la primera mujer que vi vomitar; nunca voy a poder sacarme esa imagen de la cabeza, ella doblada al medio tratando de agarrarse de un árbol con una mano y con la otra sosteniéndose los rulos así no se los enchastraba. El ruido era visceral, no era un ruido de mujer, era un sonido espantoso. Por suerte fue tanto el asco que cerré los ojos. Esa noche Dolores estaba tirada en la cama de la pieza, sólo nos separaba de la cocina donde nosotros nos encontrábamos una pared de cantoneras a medio hacer, como todas las paredes en este pueblo. De su boca salieron, gastadas, algunas palabras inentendibles. Mi viejo y Rubén se reían y seguían tomando vino, mientras mi hermano dormía en la camioneta. Yo me puse a mirar un libro porque el televisor estaba roto. Dolores en una pelea con Rubén había tirado un plato que tuvo el fatal destino de dejar a los chicos sin 30
dibujitos de las cinco de la tarde; tenía sueño, hacía frío, habían dicho que esa noche nevaba. Yo le había dicho dos veces a mi viejo que me quería ir a dormir; la segunda vez reconocí en la mesa el espejito y la gillete y entonces supe que la estancia en casa de Dolores iba a ser larga. Mientras mi viejo y Rubén abrían otra botella de vino, desde el cuarto se escuchó de nuevo la voz de Dolores. Se quejaba de que no podía dormir; Rubén le dijo algo que no escuché y ella le respondió: - ¡Pero por qué no me chupas la concha! - Dolores, ¿pero por qué no te dejas de joder y me decís dónde esta la frula que dejé en el mueblecito? - Ya te dije pelotudo que me la tomé. - Pero, ¿toda te la tomaste? - No, toda no. - Entonces, ¡¿me podés decir dónde mierda está lo que dejaste?! - No sé, pero no me la tome toda - le dijo empezando a llorar. - No puedo creer que te hayas tomado dos gramos enteros, ¡son como catorce rayas! - No, te lo juro, diez capaz, doce, pero las catorce no. - ¡La puta que te parió! Te das cuenta que no te puedo dejar en un lugar donde hay merca. -¡Te digo que no me la tomé toda! - O sea que no me puedo ir tranquilo a un asado. - Pero por qué no te vas a cagar, dejame en paz. Andá, andá a ponerte en pedo por ahí. 31
- Yo te dejo en paz, uno de estos días te voy a dejar en paz. - Andá a cagar, pelotudo. Lo único que faltaba que me amenaces. Después se escuchó un llanto entrecortado. Mi viejo, ante la situación, ya se había puesto de pie y me dijo que agarrara mis cosas. Rubén, que estaba claramente borracho, repasaba los estantes, los cajones y cada rincón de la casa. Resoplaba como peleándose con el aire y no podía dejar sus manos tranquilas. - Pará Rubén, lo dejamos para la próxima. - No, no seas boludo. Aguantá que me diga dónde la dejó. - No, pará que no quiero estar en el medio. - Pero, no pasa nada, si ya sabés cómo es ella. - No, Rubén, no da, aparte los pibes están cansados, lo dejamos para más adelante. - Te digo que no pasa nada, no seas boludo. En ese momento apareció en la puerta Dolores con unas ojeras inmensas, los ojos rojos, llorosos, con la mandíbula desencajada y el pelo como un campo de batalla. Mientras intentaba buscar en un mueble, repetía: No se dónde la dejé, no se dónde la dejé. Me acuerdo que me quedé helado, y no podía hacer otra cosa más que mirar esa cara de desesperación, los movimientos eléctricos de sus brazos flacos y la mancha de sudor en la remera de los Rolling Stones. Yo creo que Dolores me vio, esa sonrisa chueca fue un modo de decirme que sabía quién era, que de alguna forma me quería. Me impresionó su torpeza, chocándose con 32
Rubén, peleándose con él por abrir los mismos cajones. Yo no podía dejar de mirarla, de seguirla con mis ojos, quieto, impotente, sentado en el sillón. Quise pararme para salvarla, hacer que terminara su sufrimiento y también el mío. Pero no, me quedé ahí mientras mi viejo cambiaba la cara y empezaba a verse preocupado. Después me miró, volvió a decirme que agarrara mis cosas y le dio a entender a Rubén de que nos íbamos. Rubén no llego a verlo, se metió en el cuarto buscando la merca que no aparecía. Dolores había perdido todas sus fuerzas y lloraba en la mesa del comedor. Yo seguía en el sillón sin poder moverme. Mi viejo me sacó de ahí, buscó mi abrigo, me agarró de la mano y mientras saludaba a Rubén, abrió la puerta y nos fuimos para la camioneta. No me acuerdo si ladraron los perros, del camino, ni cómo yo entré a la camioneta, casi podría decir que no guardo ninguna imagen de lo que pasó en ese momento (la secuencia vuelve a aparecerme cada tanto: los dedos de Dolores, apretando la madera de los cajones, su pelo casi sin moverse, la voz ahogada por el whisky). Después mi viejo arrancó y nos fuimos en silencio; lo único que se escuchaba era el ruido del motor. Eran como las seis de la mañana pero el invierno no se terminaba y todavía estaba oscuro. La estanciera se prendía a los caminos de tierra y yo no podía dormirme, la excitación se me había metido en el cuerpo: todavía me latía el corazón al galope y ya no tenía frío. Mi hermano seguía atrás con los ojos cerrados. De vez en cuando se movía, rezongaba un poco y volvía al silencio. Los árboles alumbrados 33
por los faroles de la estanciera adquirían un volumen inmenso, gigantesco, y me daban un poco de miedo; la camioneta casi se queda en una subida embarrada por la humedad de la helada, pero finalmente pudo subir. En la segunda curva, después de llegar a la cima del camino, apareció una liebre que quedó encandilada por las luces y salió corriendo hacia delante. Mi viejo empezó a decirme que cómo no tenía el rifle, que si yo le tenía el volante él le hubiera disparado, que qué pena, que si no mañana comíamos liebre. Secretamente a mí me alegró que no tuviera el rifle en la camioneta, no me gustaba la idea de tener que manejar mientras él le disparaba en medio de la noche a la pobre liebre que, por suerte, se escapó en la siguiente curva. Yo no entendía como él podía pensar en cazar después de lo que habíamos vivido. ¿Una liebre? Qué significaba una liebre, el rifle; de pronto todo me pareció extraño. ¿Por qué yo estaba envuelto en esa escena? ¿En qué punto mi camino se separó de los demás? Y mi viejo encima pensando en cazar liebres. Un tiempo después pensé que quizás estaba tratando de desviar la atención, pero bueno, ahí estábamos, andando en ese bosque de pinos negros, altos hasta que se perdían en la oscuridad, cuando la estanciera empezó a toser, como si tuviera espasmos, y de pronto se paró. Mi viejo empezó a putear: Este carburador de mierda, cómo puede ser, ¡hoy lo cambié! Intentó arrancarla pero la camioneta no se movió, Después se bajó, abrió el capot y me pidió que le diera arranque; no hubo caso, la camioneta no andaba ni 34
para atrás ni para adelante. Yo me empecé a preocupar. Estábamos en la bajada del cerro pero alrededor era todo bosque y estaba oscuro y hacía mucho frío. Empezó a nevar. Mi viejo entró en la camioneta y me dijo: - Voy a tener que decirle a Miguel que nos venga a tirar con el camión, no estamos lejos, pero necesito que vos te quedes con tu hermano. - No pa, no me quiero quedar solo. Me da miedo y hace mucho frío. - ¿Miedo? ¿Miedo, de qué, pichón? - No sé, pero por favor pa, no me quiero quedar acá. - Dale hijo, necesito que me ayudes, no podemos dejar la chata acá. Yo lo busco a Miguel y en media hora estoy de vuelta. - Pero, ¿no puedo ir con vos? - No, ya te dije que no, necesito que cuides a tu hermano, si me voy con lo dos vamos a tardar un montón, además no quiero dejar la chata sola. Dale, ayudame. - Hace frío. - Bueno tapate ahí con tu hermano, con las frazadas. - No, pa. - Dale hijo, te lo pido por favor. Me quedé en silencio mientras él se alejaba en la oscuridad. Había querido llorar pero ya estaba grande como para hacerlo (aunque no era lo suficientemente grande como para soportar esa situación). Entonces 35
me ahogué en un silencio del que solo me sacaba la respiración de mi hermano. Me acosté al lado de él; la frazada estaba caliente, de modo que pensé que podría soportarlo; después de diez minutos de silencio, mi hermano se despertó y empezó a preguntarme por mi viejo. Antes de que intentara contarle lo que había ocurrido ya estaba llorando; lloraba así, sin resguardos, descarnadamente como si lo único que importara fuera su llanto. Yo lo miraba y sentía que era la excusa perfecta para abandonar todo, para dejar de resistir y dejarme llevar por esa marea de lágrimas. Al principio pensé que no podría soportarlo y que pronto lloraría como él pero rápidamente comprendí que si lo hacía la situación iba a empeorarse. Entonces tuve que tratar de explicarle que no era nada, y que papá ya venía (yo, mientras tanto, también trataba de convencerme). Por suerte empezaba a aclarar y el bosque iba perdiendo ese tinte siniestro. Convencí a mi hermano que dejara de llorar con el pretexto de mirar la nieve. A los dos siempre nos había gustado la nieve. Después de un rato de mirar por la ventana, mi hermano quiso bajarse para jugar con la manta blanca que se había formado a nuestro alrededor, pero no lo dejé con el pretexto de su seguridad; en realidad, lo confieso, no hubiera soportado quedarme solo. Hay que cuidar la camioneta y yo soy el encargado de hacerlo, no puedo dejarla sola, me repetía intentando convencerme de que no era un cobarde. El tiempo pasó y fue amaneciendo. Un rato mas tarde, interminable, escuché a mi viejo que nos llamaba entre 36
la nevada. Había vuelto con el gordo Miguel, un amigo que vivía por ahí cerca y que tenía un camión. Mi hermano ya se había dormido de vuelta y ni siquiera se despertó mientras ataban el cable al paragolpe de la estanciera. Cuando subió, mi viejo me dijo: Ya está pichón, nos vamos a casa. Yo necesita llegar a casa y poder dormir hasta la hora que quisiera. Por suerte al otro día no iría a la escuela, la nieve me había salvado. Cuando llegamos mamá estaba despierta y ya estaba llenando planillas otra vez.
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Eso que sangra
Era viernes a la noche. Yo estaba esperándola en un bar en el que sonaba una banda horrible. El punk no fue hecho para agradar, dijo el cantante y los quince pibes que estaban adelante lo festejaron. Agustina no había aceptado que la pasara a buscar, nos vemos directamente ahí, me había dicho. Ella sabía lo que yo odiaba esperar en los bares, pero bueno, las cosas entre nosotros siempre fueron complicadas. Con Agustina habíamos sido novios durante tres años y hace uno decidimos cortar, pero de vez en cuando nos volvíamos a ver. En general no hacíamos más que recriminarnos las cosas que no habíamos hecho por el otro. Eso y tener sexo. Pero lejos de pensar que era una vuelta atrás, un mambo oscuro que se revolvía, yo estaba seguro de que esos encuentros me hacían bien. Trataba de confirmar mi teoría de que la mejor manera de perder a una mujer 39
es cojérsela repetidas veces. Que en el ida y vuelta de los cuerpos se muestra claramente que no es posible que la cosa encaje, que el muchacho que creía en las dos mitades estaba horriblemente equivocado. La memoria de los cuerpos, me había dicho tantas veces, intentando no culparme por lo que hacía. Agustina llegaba tarde. La chica de la barra me cobró quince pesos un vasito de plástico que supuestamente tenía Gancia y en realidad era sólo limón y dos hielos enormes. Por lo menos está frío, pensé. Me di vuelta y la vi entrar, caminó tres pasos y me vio. Cuando estaba llegando a la mesa se chocó con una silla, estaba claramente borracha. Qué manera de empezar, le dije. Nosotros ya empezamos hace mucho, me respondió. El humor no lo había perdido. Ella se sentó, hablamos un rato y le dije: vamos para casa, ¿dale? Por supuesto las cosas no serían tan fáciles. Ella le había dicho a una amiga que se verían en el bar, se puso a llamarla pero no la encontraba, quiso tomar un trago y terminó en el baño, no estaba tan mal como para vomitar, pero estuvo un buen rato. Cuando volvió tenía los ojos pintados y detrás una mirada triste. ¿Estuviste llorando?, le pregunté. No, ¿qué decís? Vamos si querés. Salimos del bar y caminamos un par de cuadras. Ella me estaba contando del trabajo y yo miré al piso. Gotas de sangre. Pensé en mi perra, en las gotitas casi rojas por todo el piso de la cocina, en el caminito rosado que mostraba que no iba a procrear. Pero miré de vuelta 40
y me di cuenta de que no era igual. Esto era sangre, densa, una gota al lado de la otra. Lo que fuera que estuviese sangrando lo hacía a un ritmo problemático. ¿En qué pensás?, me preguntó ella, te siento como en otro cosa. En nada, le respondí, en que tenía ganas de verte, y seguimos caminando. Yo también tenía ganas de verte, me dijo, ¿te conté que con Martín se fue todo a la mierda? La escena se repetía, te dije que no quiero que me cuentes esas cosas. Ella me pidió que no me enoje, que no tenía ganas de pelear. ¿No podemos, simplemente, pasarla bien? me preguntó, y lo dijo con una sonrisa que hacía parecer que fuera posible. Se paró a acomodarse el zapato y yo me quedé masticando la pregunta. Dos cuadras y seguía la sangre. Enfrente de una vieja puerta de madera, las que hasta ese momento eran gotas se convirtieron en un charco. Lo que fuera que estuviese sangrando había hecho una pausa enfrente de esa puerta. Agustina no le daba importancia a la sangre. Estaba empecinada en demostrar que nuestros encuentros ocurrían al azar, que yo no hacía otra cosa que provocarla y que siempre que dormíamos juntos era porque estábamos borrachos y no sabíamos lo que hacíamos. Yo ya no pude contenerme y le pregunté: ¿vos nos ves algún futuro a nosotros? Seguimos caminando en silencio. Cinco cuadras de sangre, doblamos en la esquina, caminamos por la peatonal y a mitad de cuadra vimos un patrullero. La sangre iba derecho para ahí. 41
Al principio no pude ver bien. A la vez no podía dejar de pensar en el silencio que se había armado entre nosotros. Llegamos a mitad de cuadra. Detrás del patrullero ví a un chico de unos doce años que giraba su cabeza para los costados y caminaba lento, claramente perdido. Lo seguían dos policías que le hablaban, pero sin tocarlo. El pibe iba en zigzag y de pronto se quedó quieto, un brazo doblado, la palma al cielo, la muñeca empapada de rojo y la otra mano intentando sostener el gesto de Padre por qué me has abandonado, el hilo de sangre llegando hasta él. ¡No mirés! Le dije a Agustina mientras la abrazaba. ¿Por qué? ¿Qué pasó? Ahora te cuento, pero no mirés. Entonces le dije que era un chico pobre, que seguramente estaba pasado de Poxiran, que no podía sacarme la imagen de la retina, le conté de los policías que trataban de hablarle desde lejos, que no sabían qué hacer, que tenían menos idea que el pibe. Seguimos caminando y vimos cómo la ambulancia entraba andando por la peatonal. Yo ya no podía pensar en nosotros, en lo que nos pasó.
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Los sueños de Klauss
Esa tarde Klauss encontró, entre las cajas de la última mudanza, una toalla naranja un tanto desteñida que utilizaba como capa de superhéroe. Se había acostumbrado a jugar solo, no tenía muchos amigos en el cerro y la única vecina cercana se había empecinado en jugar a las muñecas o al casamiento. Odiaba esos juegos, para él eran juegos de nenas. Estar solo no era un problema, se las arreglaba para imaginar un monstruo terrible que tenía atrapada a una mujer a la que él con sus superpoderes debía salvar. Se escondía entre los árboles del monstruo que lo perseguía, sin que le importara salirse del camino de las vacas y de a poco se metía en el bosque. Un árbol caído de pronto encarnaba la bestia y él, defendiendo a su amada imaginaria, gritaba: no temas, yo te protegeré. Y el grito atravesaba el bosque. Más tarde el bosque le respondía: Klauss, Klauss la comida. Era la voz de 43
su mamá que había estado toda la mañana leyendo la receta de un guiso. Él tardó un rato en poder bajarse de aquel gigante caído, se enmarañó con unas mosquetas que estaban alrededor del árbol hasta que por fin pudo salir. Cuando encontró el camino de las vacas escuchó que su mamá lo llamaba otra vez. Al fondo del camino se veía la casita todavía a medio hacer en la que vivían. El piso de la cocina era de tierra y algunas ventanas tenían plásticos esperando por el vidrio. Al mudarse al pueblo los tíos encargaron al papá de Klauss que cuidara la casa. Él había aceptado diciendo que era por un tiempo, hasta que construyeran una propia. Pero lo que empezó como una situación momentánea se había vuelto permanente. Klauss se dió cuenta que había estado toda la mañana en el bosque, cuando abrió la puerta y se mezclaron el chirrido de la madera y el olor a guiso que inundaba la casa. - ¿Dónde estabas? - En el bosquecito. - Y ¿de dónde sacaste esa toalla? - De las cajas del galpón. - ¿Qué hablamos de esas cajas? - Pero me aburro, mamá ¿puedo jugar con la toalla? - Mirá, más vale que dejés todo ordenado antes de que llegue tu padre. - ¿Puedo sacar mis cosas de las cajas? - ¡No! Ya te dije que las cajas de la mudanza no se tocan. 44
- ¡Pero mis juguetes! - Cuando vayamos a la casa nueva. - Ufa. - Klauss, comé que se te enfría la comida. Estar afuera toda la mañana le había dado hambre y a pesar de que el guiso no tenía gusto a nada, se comió dos platos. Pensó en volver al bosque, pero quería sus juguetes. Sabía que no convencería a su mamá, nunca lo lograba, pero no quería rendirse tan fácil. No iba a hablarle del tema, pero empezó a dar vueltas por la casa, a cambiarse de ropa, a preguntar por su papá. - ¿Por qué no vas a lo de los abuelos? - ¿Vos me acompañás? - No, Klauss, ya estás grande, andá solo. Pasó la tarde ayudando a su abuelo a arreglar unos alambrados que se habían roto en el camino de la leña. De tanto ir del establo al galpón llegó a su casa agotado, apenas le alcanzaron las fuerzas para saludar a su mamá y llegar a su cama. Dormí bien, que mañana vamos a ir al pueblo. Armó así como pudo su cama, tenía las frazadas revueltas de la noche anterior. Se acostó. ¿Me apagás la luz ma?, dijo y no se dio vuelta hasta que ella apretó el interruptor. Klauss dormía. Un hombre enorme con cara de cerdo lo viene persiguiendo. Una mujer, que se parece mucho a la de la película que vio en lo de los tíos, grita. Mientras camina sobre un suelo empantanado un pozo va creciendo a su espalda. Empieza a apurarse, corre, sin dejar de correr, siente la respiración de su perseguidor cada vez más cercano. El hombre cerdo no le pierde el 45
paso. Siente que no puede mirar atrás, seguir corriendo es la única posibilidad y el pantano se hace cada vez más denso. Poco a poco una voz va tomando claridad. - No entiendo de qué te quejás. - ¿De qué me quejo?, ¿De qué me quejo? - Repitió la voz de su mamá subiendo cada vez más el volumen. - De que vos no estás nunca, de que la que se queda con el pibe soy yo, mientras vos desapareces y cuando volvés estás en pedo. ¡De eso me quejo! - La verdad que no te entiendo. - ¿Qué es lo que no entendés? - ¿No querías un pibe? Ahí tenés un pibe. ¿Qué querías que te lo cuide yo? - ¡También es tu hijo! - Sí, pero el que labura soy yo. Vos estás todo el día al pedo y llego y la casa es un desastre. La comida está quemada, no puedo ni llegar a mi casa y comer bien. Klauss se revolvía en la cama mientras los gritos cruzaban las paredes de la casa. Él hubiera querido irse al bosque, que todo fuera silencio, pero la oscuridad le daba miedo. Pensó en la escuela. Cuando terminaran las vacaciones tendría que empezar cuarto grado. Pensó en el día en el que se había peleado con Guillermo después del partido de fútbol y en sus gritos: ¡gringo sucio! Las compañeritas del grado que se reían del pelo rubio y sin embargo le robaban su regla de colores. Estaba perdido en la escuela, pero a las que menos entendía era a sus compañeritas. Casi había logrado irse de ahí cuando escuchó un ruido que no era nuevo para él. Su 46
mamá empezó a gritar. - ¡Hijo de puta, nunca más vas a ponerme una mano encima! - Vení, no seas así. No quise hacerlo. - Salí de acá. Sos un borracho de mierda. - Yo a vos no te importo. ¿No te das cuenta? Yo laburo para vos y mirá cómo me tratas. Vení acá, no quise hacerlo. - Salí de acá te dije, andate, andate a lo de tus viejos. No te quiero ver. A la mañana siguiente cuando Klauss preguntó por su papá, su mamá le dijo que había subido al cerro con el abuelo a buscar leña. No quiso seguir preguntando. Después de las discusiones entre sus padres sentía muchas ganas de estar con ellos, pero con cada uno por separado. Esa mañana, ella, al verlo sin hacer nada le propuso: - ¿Por qué no vas a lo de la vecina? - No ma, me aburro. - Haceme un favor, llevale a Carmen este frasco de dulce, que el otro día mandó torta y de paso te quedás un rato. - No, si querés le llevo el dulce, pero me vuelvo. - No te podés quedar acá todo el día. Hacé algo. Su mamá sacó de la repisa uno de los frascos de dulce que había hecho con las frambuesas de la cosecha. La chacra estaba funcionando mejor que el año anterior. Klauss agarró el frasco, se puso la campera, las botas de lluvia (su mamá se la pasó repitiendo que había llovido toda la noche) y salió de su casa. Agarró la picada que 47
iba para lo de Carmen y se perdió en el bosque. El camino era largo, pero él ya lo había hecho varias veces. Carmen lo recibió y le regalo una bolsita de jirones de manzana seca. Ella sabía que a él le gustaban. Mi hija no está, así que no vas a poder quedarte. Él fingió desilusión, pero en el fondo no tenía ninguna intención de pasarse la tarde jugando a las muñecas. Al otro día llovió y tuvo que quedarse todo el tiempo en la casa. Le divertía poner frascos para las goteras, pero estar encerrado lo cansaba rápido. Su mamá empezaba a impacientarse con él dando vueltas en un espacio tan reducido, pero se deprimía si la dejaba sola y no lo dejaba salir a jugar con la lluvia. Te vas a enfermar, no quiero que después andés con mocos todo el día. Finalmente, él se fue a dormir temprano, ya no sabía más qué hacer. Klauss ve a su mamá mientras lava los platos y mira por la ventana de la cocina. Ella le pide que la ayude a limpiar la casa, que junte los juguetes. Él se siente bien ayudando a su mamá y va metiendo los juguetes en una caja. Se distrae y piensa: ¿pero cómo, los juguetes no estaban en el galpón? y llega a ver de reojo que su papá entra a la cocina. Cuando quiere preguntarle a su mamá sobre los juguetes ve a su papá avanzando hacia la mesada. Ella está de espaldas, su papá se acerca lentamente. Klauss ve como le besa el cuello, está tranquilo. Ella se queda quieta y después gira la cabeza y sonríe. Entonces él la agarra bruscamente de las caderas y la aprieta contra sí. Klauss se asusta, 48
no puede entender porqué ella responde ante eso con una sonrisa repetida. El papá que intenta sacarle el pantalón. ¿Klauss dónde estás?, pregunta ella. Buscando los juguetes que quedaron en el otro cuarto, responde. Porqué no buscás la toalla que quedó en el bosquecito, así la lavo. Mientras él se dirige al bosque el ambiente se pone más oscuro y empieza a escuchar un ruido, como un barullo, pero cada vez que mira atrás el sonido se acrecienta. Le parece que es su mamá, luego escucha gritos entrecortados, más ruidos y comienza a desesperarse porque no encuentra la toalla, el ruido aumenta y aparecen más voces, del papá que putea, de sus compañeritas que le dicen: ¡gringo sucio! ¡gringo sucio!; su mamá que vuelve a gritar, pero ahora el grito es distinto. Klauss empieza a correr y la escena se oscurece, se escuchan los gritos más fuerte y cada vez que se da vuelta el sonido lo aturde y él que corre y ya no le dan más las piernas, cae al piso y se despierta en su cama. De la pieza de al lado se escuchaban ruidos, al principio pensó que estarían otra vez discutiendo pero después empezó a dudarlo, no parecía una pelea. Se escuchaba la cama desvencijada. Su papá vociferaba cosas que él no llegaba a entender y su mamá resoplaba. Klauss todavía estaba aturdido por el sueño, pero comprendió que ya no podría dormirse. No quería que volviera el sueño, no quería volver a correr pero tampoco quería escuchar más a sus padres. No pudo hacer otra cosa que quedarse quieto esperando que por fin se callaran.
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Klauss, despertate que tenemos que ir al pueblo, la voz de su mamá salía de la cocina. No tenía ganas de salir de la cama, afuera hacía frío y su cama estaba calentita. Dale hijo, que te preparé el desayuno, tu papá se fue a buscar el camión y me dijo que te pregunte si querés acompañarlo. Klauss se estaba poniendo los pantalones y no había terminado su pan con manteca cuando los perros empezaron a ladrar. Se escuchó la bocina del Canadiense. A él siempre le había parecido que la bocina sonaba más a un barco que a un auto. Para subirse al camión tenía que agarrar la escalerita que llegaba hasta la puerta. Detrás del cubo de hierro que hacía de cabina sólo había unos tirantes de madera montados sobre el chasis, algunas sogas y un cajón de manzanas. Aprovechamos y les llevamos a los tíos para que hagan dulce, dijo su papá. Bajar del cerro no era fácil, el camino de ripio lleno de pozos hacía que fuera imposible llegar en auto hasta la casa. Sólo llegaban las cuatro por cuatro y los camiones leñeros o algún tractor. Para colmo con las lluvias del invierno el camino se llenaba de pequeños canales y de barro. En el camino Klauss y su papá tuvieron que ayudar a desempantanar una camioneta. La F100 había intentado cruzar uno de los canales por la banquina del camino y se quedó atrapada en el barrial. Para un camión de ruedas de un metro no era un problema mayor. Ataron con una soga el paragolpe del camión a la camioneta y en quince minutos estaban andando otra vez. - Antes de cargar nafta nos podríamos tomar un helado, ¿no? 50
- Pero papá es invierno. - ¿A vos no te gustan los helados? - Sí. - Entonces vamos a tomarnos un helado. La heladería estaba cerrada y tuvo que conformarse con un helado que comprarían en el supermercado. Vos andá a la heladera y elegite el que más te guste. Klauss recorría las góndolas contento, no prestaba atención a la gente que se amontonaba en las colas para pagar, ni siquiera se dio cuenta de que una maestra de la escuela lo saludaba, él sólo pensaba en su helado. Tardó, pero finalmente se decidió por un bombón de chocolate que alguna vez ya le había regalado su abuelo. Cuando volvió a buscar a su papá lo encontró en las góndolas de alcohol. Al verlo, su papá agarró rápidamente una botella de whisky y la puso en el carrito tapándola con un paquete de arroz. - ¿Te elegiste un helado? - Sí, bombón de chocolate. - ¿Ya estamos, entonces? - Sí. - Bueno, buscá un queso de rallar grande. Nos vemos en las cajas. Klauss y su papá se pasaron toda la tarde buscando un cliente que les debía la plata de dos camionadas de leña y finalmente el tipo les dio sólo un adelanto y prometió pagar la semana siguiente. Antes de volver al cerro tenían que pasar por lo de los tíos a dejar las manzanas, pero cuando llegaron al barrio se dieron cuenta de que en la casa no había nadie. Klauss se sintió defraudado. 51
La casa de los tíos era el único lugar en donde él podía ver televisión, le encantaban las películas. Dejaron el cajón de manzanas en la puerta de la casa y se subieron de vuelta al camión, de todas formas se estaba haciendo tarde y no se hubieran podido quedar mucho más. No convenía subir de noche al cerro. Cuando llegaron a la casa, los perros los recibieron en la tranquera; daban vueltas alrededor del camión, ladraban. Klauss estaba seguro de que se ponían contentos cuando él llegaba. Debajo del árbol en donde guardaban el Canadiense estaba oscuro y se podía ver la luz de una ventana al final del camino. Mientras su papá descargaba las cajas de comida, él corrió hasta la casa y abrazó a su mamá que cargaba leña en la cocina económica. ¿Preparaste algo de comer?, preguntó su papá mientras se peleaba con la puerta y las cajas. No, estaba esperando que lleguen con las compras. Te dije que hoy quería comer temprano, dijo él con un leve tono de fastidio. Pero qué querés que haga si no hay comida, respondió ella copiando el tono. El papá salió a buscar otra caja que había quedado en el camión. Tengo que buscar unas cosas en el galponcito, dijo mientras cerraba la puerta. Ella se puso a guardar las compras del supermercado y Klauss le contó lo que había pasado en el pueblo. - ¿Y te quedó lugar después del helado para comer algo? - Sí, mamá. - ¿Qué te parece si hacemos unos fideos? ¿Compraron sal? 52
- Sí. - No la encuentro. - Por ahí quedó en la otra caja. - ¿Por qué no vas a buscar a tu papá y le pedís que traiga las compras que faltan? - Afuera está oscuro, mamá. - Dale Klauss, andá a buscar a tu papá. Cuando entró al galponcito la puerta hizo ruido. Vio a su papá esconder una botella. ¿Qué haces acá Klauss? Me dijo mamá que te venga a buscar, que te diga que necesita la sal. Vos andá, que ahí voy. No quería volver sólo pero la voz de su papá no le dejaba muchas opciones. Así que dio media vuelta y se volvió a su casa. - ¿Dónde está tu papá? - En el galponcito, ahí viene. - Y ¿qué estaba haciendo? - Nada, no sé. De todas maneras no sabía qué decir. Cuando su papá entró a la casa, él decidió irse para el cuarto. No quería estar ahí cuando su mamá sintiera el olor a Whisky que rodeaba a ese hombre. Se tiró en la cama y empezó a pensar en cómo habían rescatado esa camioneta, en el helado de chocolate y en las ganas con las que se había quedado de ver una película. Estaba cansado. Klauss ve un animal de dos cabezas detrás de unos árboles. No llega a verlo con precisión, pero parece una vaca aunque mucho más grande. Una de las cabezas, la más larga, está comiendo pasto y se parece un poco a una jirafa. Casi no puede ver la otra cabeza, entonces se acerca y pisa sin querer algo en el suelo que hace ruido. 53
La reacción es instantánea, las dos cabezas se levantan. La otra cabeza, hasta ahora invisible, se parece a la de un tigre y tiene unos colmillos gigantes. El animal, entre sorprendido y amenazante, empieza a caminar hacía él a paso firme y le lanza algo que no llega a ver pero que le da en la boca antes de que pueda cerrarla y se lo traga. Parecen pelos. A Klauss le da mucho asco e intenta escupir, pero no lo logra. Se mete la mano en la boca y agarra un pelo para sacárselo pero está enredado a otros pelos que hacen resistencia. Se desespera, sigue tirando y cada vez salen más y más pelos. Mientras tira de la maraña, se da cuenta de que no son pelos comunes, son más gruesos y cada uno se retuerce sobre sí mismo y sobre los otros. Él sabe que los vio en algún otro lado. Sin saber qué hacer tira cada vez más y una bola se le atraganta en la glotis, siente que nunca va a poder sacarlos a todos. La bola no lo deja respirar y se le nubla la visión. Klauss va perdiendo las fuerzas. De pronto se despertó en su cama. En el aire había olor a quemado. Su mamá se habría olvidado otra vez de la comida, pensó, mientras se levantaba y se dirigía hacia la cocina. De la olla que estaba en el fuego salía humo. No estaban ni su mamá ni su papá. Salió afuera y gritó. ¿Qué pasa Klauss?, le preguntó su papá saliendo de la sombra. Estaba borracho. Se quema la comida, dijo Klauss desesperado. ¿Vos dejaste la comida en el fuego?, preguntó su papá. Su mamá salió de la oscuridad y entró a la casa, volvió con la olla y la dejó en el piso. Una cortina azul de humo se mezcló con la noche.
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- Klauss andá al cuarto que tu papa y yo estamos hablando. - Pero no quiero que se peleen. - Andate al cuarto, no te lo repito más. Empezó a llorar mientras volvía a su cuarto. Se tiró en la cama y escuchó cómo la discusión subía de tono. Se quedó otra vez sin saber qué hacer. Agarró la almohada y se tapó la cabeza, no quería escucharlos. De pronto un ruido a algo que se rompía lo asustó y sin pensarlo fue para la cocina. Su mamá tenía un plato en la mano y en el piso había un montón de vidrios rotos. ¡Klauss agarrá tu campera que nos vamos! dijo ella. Su papá estaba parado contra la pared, al verlo se acurrucó y se tapó la cara con las manos. Klauss empezó a llorar. Fue a su cuarto con pasos cortitos y agarró su campera. Cuando volvió su mamá todavía estaba en la misma posición; el plato en alto y la cara fija, como si hubiera quedado congelada. Pero el llanto de Klauss la sacó de la inmovilidad; lo agarró fuerte del brazo y salieron de la casa. No podemos quedarnos más acá, dijo ella tratando de explicarle. Su papá se quedó ahí, en el rincón de la cocina que olía a fideos quemados mirando los vidrios desparramados por el piso. Klauss siguió a su mamá en silencio hasta que se metieron en el galponcito. ¿Qué vamos a hacer, mamá? Nos vamos a ir a lo de los abuelos, dijo ella tratando de no llorar. Pero es de noche. No importa hijo, agarramos la linterna y nos vamos a lo de los abuelos. Él se dedicó a seguir a su mamá. Una lata de leche Nido acostada y sin tapa, con una vela adentro y un alambre enganchado que 55
hacía de manija creaba un cono de luz que los guiaba por el bosque. Los árboles iban armando un juego de sombras alrededor de ellos. Él se agarraba fuerte de su mamá, sabía que tendrían que pasar por dos canales de riego antes de llegar a lo de los abuelos. El camino era largo pero estar con su mamá lo dejaba un poco más tranquilo. A la altura de la chacra de Carmen ladraron los perros, pero no se acercaron. En medio de la oscuridad, el ruido, aunque fuera de perros, era algo en qué pensar. La vela se apagó dos veces y Klauss pudo ver las estrellas entre las copas de los árboles. No había luna, pero era una noche clara. Podía imaginar las ramas movidas por un viento suave al ver que las estrellas aparecían y desaparecían en el cielo. Ya falta poco, dijo ella ahora más serena. Cruzaron el primer canal por un tronco viejo que hacía de puente. Tendría que haberme puesto las botas, pensó Klauss. Caminaron unos quince minutos antes de encontrarse con el segundo canal. Esta vez pisó el agua, después de intentar saltar a la luz de la vela. Su mamá, a su turno también hizo lo mismo. No importa, llegamos y les pedimos unas medias a los abuelos, dijo ella sabiendo que faltaba cada vez menos. Cuando llegaron a la casa debían ser las dos de la mañana. Después de un rato de tocar la puerta salió el abuelo medio dormido. ¿Qué hacen acá? ¿Qué pasó?, dijo preocupado. ¿Podemos pasar? Ahora te cuento. Si, por supuesto, dijo él y miró a Klauss, ya mismo le digo a la abuela que te prepare el sillón para que puedas dormir. Gracias abuelo. No podía creer que por fin 56
terminaría ese día. La abuela, que tampoco entendía mucho, abrió el placard y sacó unas frazadas. Vení Klauss, vení que armamos una cama en el living. Él vio a su abuela hacer la cama con la paciencia que la caracterizaba, después se acostó y la abuela le dió un beso. Ahora dormí que mañana va a ser otro día, le dijo ella mientras acomodaba las frazadas. Klauss camina por el bosque, es de día y no sabe qué, pero sabe que está buscando algo. Escucha ladridos, cree ver perros a lo lejos y siente un ruido extraño que no puede identificar, pero sigue caminando. Escucha pasos y cuando se da vuelta, alguien lo viene siguiendo. De repente lo ve. El hombre cerdo le muestra los colmillos. Klauss se queda petrificado un segundo, piensa en correr pero ya es demasiado tarde, entonces agarra un bastón blanco que encuentra en el piso y lo usa para defenderse. El hombre cerdo le tira tarascones que él va esquivando. Desesperado busca contraatacar y del bastón blanco se dispara un rayo de luz que al tocar al monstruo, lo convierte en madera. Y ese mismo bastón se convierte en un machete con el que Klauss empieza a darle al árbol-hombre-cerdo hasta partirlo en dos. Klauss tiene una sensación de placer que no olvidará en mucho tiempo. Esa mañana vio a sus papás juntos por última vez, discutían pero en otro tono, más tranquilos. Escuchó que su mamá decía que estaba harta de esa casa y que se irían con Klauss a lo de una amiga, al menos por unos días.
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Una semana después volvió a ver a su papá. Se había mudado al pueblo. Empezó a trabajar con su hermano en una ferretería y estaba cuidando una casa de unos amigos que se habían ido a Europa por un tiempo. Hay un cuarto para vos, para cuando vengas a visitarme. Él se emocionó cuando su papá le mostró la habitación. Tenía una cama con un sobretodo rojo y un armario para guardar sus cosas. Hay tele pa? No, pero fijate lo que hay al lado de la cama, respondió. Klauss vio contra el borde de la cucheta unas cajas. Conocía esas cajas.
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Eduardo y el mundo
Vivir en Bariloche y trabajar para el diario Río Negro no era lo que yo había esperado toda la vida, pero me permitía comer y por momentos me dejaba pensar que con eso me alcanzaba. Desde que me vine al sur que no escribía. Noticias, sí, pero no es lo mismo. Choque en el kilómetro cuatro. Dos muertos. Uno de los conductores estaba ebrio. Inauguración de la Escuela 737 en Llao Llao. El intendente cortó la cinta y brindó por el progreso de la región. El gobernador no pudo asistir, tenía otros compromisos. No hay nada que pensar, es un ejercicio técnico, nada más. Creí que eso me hacía bien. Había pasado mucho tiempo desde mi última crisis, no fue fácil, no volví a ver una botella. Tampoco volví a agarrar el papel. Me acuerdo que mi casa en Buenos Aires estaba llena de hojas escritas, no había 59
espacio que no estuviera lleno de recortes, notas, ideas. Y muchas botellas vacías. No la pasaba bien. Tampoco fue fácil para mi dejar la ciudad. Me separé de Laura, después de cuatro años de idas y vueltas le dije que me venía al sur. Solo. Quiero nuevos horizontes, murmuré, y las palabras sonaron como una patada en el estómago. Se lo podría haber dicho de otra manera, pero quería que fuera así, que no le gustara. Nunca pensé que podía ser tan hijo de puta. No me estoy escapando, me dije y me repetí hasta el hartazgo. No lo soporté. La vida de intelectual sólo había conseguido deprimirme, y dejé de pensar que quería ser un escritor. O al menos de eso me había convencido hasta que apareció la posibilidad de la nota. La revista Zurich Museum Review estaba desesperada tratando de conseguir un corresponsal ocasional en la Patagonia que le salvara la situación. El editor se acordó de que yo había hablado de un trabajo para una revista de Humanidades y Artes al principio de mi carrera y pensó que el artículo podía ser para mí. El diario tenía esas cosas. La amistad del embajador suizo con un artista local había hecho posible la presentación de unas obras en el Museo Nacional de Zurich y apostaban a repetir la presentación en otros museos europeos. La revista necesitaba urgente algún material sobre el autor. Sólo tenían dos fotos de sus obras, las mismas que yo tenía y que no decían mucho: un tigre de madera agazapado en una piedra y una cara gigante tallada sobre un árbol muerto, como si fuera un tótem caído atrapado por la tierra. Por el tema de las fotos contrataron a un fotógrafo 60
de la zona, pero las nuevas no llegaban hasta el martes y ese día había que entregar todo el material. Para la nota querían a alguien de mayor experiencia. Cuando el editor me llamó yo estaba limpiando mi escritorio, acababa de explotar el cartucho de tinta de la lapicera. La secretaria me miraba y se reía por lo bajo. No era la primera vez que me pasaba. Después de charlarlo decidimos que yo haría la nota. Querían una historia de vida mezclada con una crónica del encuentro con el artista, típico vicio europeo -el proceso de producción-, no pueden entender una obra sin entender de dónde viene, qué cosas atraviesan al autor y con quién está dialogando. A mí me parecía un exceso de información, si la obra lograba transmitir algo de eso, las explicaciones estaban de sobra. Y si no lo hacía, qué sentido tenía ponerse a explicarla. Pero no era un momento para sacar a la luz mis viejas discusiones académicas. Era un trabajo y punto. Si los suizos querían una historia del autor, entonces eso es lo que les iba a dar. El editor me dio un poco más de información sobre el artista y me dijo que iba a ser una nota importante; parece que el director tenía ganas de leerla antes de que la mandaran a Suiza. Era un desafío. A pesar de que hacía tiempo que no escribía, menos sobre el mundo del arte, del que finalmente nunca escribí mucho, me tentaba la idea de viajar para escribir. A mí nunca me habían traducido y no dejaba de sorprenderme que habría una versión de la nota en alemán y posiblemente una en inglés. Por supuesto conocería al artista personalmente y eso tampoco era un dato menor. 61
El tipo se llamaba Eduardo Iuso. La oficina del embajador había hecho los arreglos, nos encontraríamos con Eduardo en Epuyén, un pueblo a doscientos kilómetros de Bariloche y me llevaría a su casa para mostrarme sus obras y hacer la entrevista. Me habían alquilado una cabañita para pasar la noche y pensé que sería una buena ocasión para alargar mi estadía y pasar el fin de semana en el lago. Necesitaba un descanso. Durante el viaje me dediqué a pensar en la entrevista. Usaría la voz de Eduardo en bruto. Del grabador a la hoja sin escalas. Me dedicaría a algunos comentarios de color, a lo sumo a describir el paisaje. Si los suizos le pagaban un viaje a un artista patagónico era porque estaban buscando algo rústico, no los comentarios de un crítico sin experiencia, de eso seguro tenían de sobra. Yo esperaba que Eduardo no fuera uno de esos tipos callados que no saben hablar de lo que hacen, el típico escultor escondido detrás de su obra. Prefería un personaje, un tipo raro, un poco loco que haga comentarios fuertes sobre la escultura. Qué cosas tiene en la cabeza un tipo que se va a vivir al medio del monte, del otro lado del lago y se pasa la vida haciendo esculturas con troncos caídos, arrastrados por el agua. Sabía que hacía eso desde hace treinta años, saqué cuentas y me pareció evidente, Eduardo era un perseguido político. Un chico bien de Buenos Aires que milita en la secundaria y antes de darse cuenta se ve atrapado en un enfrentamiento armado que lo asusta tanto que deja todo, se viene al sur y pone un lago de distancia con el siguiente vecino. No estaba 62
mal. Pero por qué la escultura. Eduardo tiene diecisiete años se enamora de una escultora apenas mayor que él. Quiere hacer todo con ella, se enamora de la forma, del volumen y piensa que puede vivir su vida copiándola: empieza con arcilla, después la escultora lo deja, él desesperado se va al lugar más lejos que encuentra en el mundo pero no puede dejar de copiar sus formas en todos los troncos que le trae el lago. Tenía que dejar de pensar en historias posibles sobre Eduardo y esperar a encontrarme con él, el escultor desconocido que viajaría a Suiza, el ermitaño que trabaja sobre árboles muertos, el tipo que vendría a buscarme la mañana siguiente. Desde la parada de ómnibus en Epuyén, que se reducía a un almacén de barrio al que le habían puesto un cartel de madera con letras verdes (que en otras circunstancias me hubieran parecido lisa y llanamente de mal gusto), tomé un remís que me llevó a la inmobiliaria donde además de recibir las llaves y algunas indicaciones percibí que lo de los carteles se repetía y se seguiría repitiendo a lo largo del viaje. La gente de pueblo no tiene el diseño metido en sus vidas y está lejos de ser un problema para ellos. Llegamos a la cabañita del lago, el hombre me dejó su número y me indicó una despensa a unos quinientos metros que tenía un teléfono público. La casita estaba bien, salvo el calefón que no pude prender, lo demás me alcanzaba. Un ambiente grande, un bañito y una pieza donde sólo entraba una cama y unas repisas improvisadas con unas maderas contra la pared. La vista al lago fue lo que más me sorprendió, más que Bariloche. El agua era totalmente cristalina, 63
se veían las algas del fondo sin dificultad. Salí y se podía oler el bosque. Volví a pensar en Eduardo y en la decisión de venirse a vivir a Epuyén. Ya no me parecía que se estuviera escapando, quizás simplemente se enamoró del lugar. Cómo no hacerlo si desde la puerta un camino de piedras blancas esquiva algunos árboles y te lleva al agua. Habían pintado las piedras con látex, pero no dejaba de gustarme. Me acordé de que en otro momento yo también había pensado en vivir en un lugar así y no me pareció una idea descabellada. No necesitaba más que eso: la cabañita que podría alquilar por un tiempo indefinido (tenía algunos ahorros) y ya encontraría la manera de trabajar a la distancia para el diario o me dedicaría de lleno otra vez a la literatura, todo a condición de que el lago siga ahí cada vez que abriera la ventana. El lago y el olor a bosque. Acomodé mis cosas y pensé en ir a dar una vuelta por la orilla del lago, para entrevistar a alguien primero tenía que hacerme una idea del lugar que había elegido. Tardé poco, no había traído muchas cosas. Por más que pensaba quedarme el fin de semana, Epuyén no parecía tener una oferta de salidas nocturnas (que son las únicas que me obligan a cargar más equipaje) y la idea de quedarme tomando un vino barato en una peña folklórica me parecía más amable que moverme cuarenta kilómetros a un barcito donde todos se conozcan y me miren con cara de “y éste de dónde salió”. No quería una fiesta, Epuyén no era una fiesta, como tampoco lo había sido para mí Bariloche con sus hordas de adolescentes en busca de experiencias cruciales que 64
nunca llegaban. ¿Qué hacía Eduardo cuando tenía ganas de emborracharse, de sentir un poco de vértigo, de conocer una mujer? Eduardo seguramente estaba en pareja. ¿Le dedicará sus obras? Tomá amor, hice este tigre pensando en vos. Y ella que lo mira con actitud comprensiva y tibia e intenta buscarle un lugar entre las otras esculturas que le regaló. Caminé unos veinte minutos antes de cruzarme con alguien. A juzgar por cómo estaba vestido era un tipo del lugar. Saludó y siguió su camino. No suelen haber turistas con boinas y bombachas de campo, pensé y casi me caigo sobre las piedras. Eso por chistoso, me dije. Agarré a la piedra culpable y la tiré al lago. Nunca entendí por qué cada vez que me encontraba con el lago me ponía a tirar piedras. Es un ejercicio idiota, no hay nada a lo que darle, no tiene importancia tirar más fuerte o más despacio, no hay malas o buenas piedras para tirar al agua. Simplemente escuchar el ruido y ver las estelas que se forman hasta que llegue la siguiente piedra. Después de una curva que formaba la costa apareció una pequeña playa de arena y confirmé mi alegría y mis ganas de vivir en un lugar así. El color del lago se fue oscureciendo hasta que se hizo un espejo mientras se terminaban las luces del día. Habría podido continuar caminando de forma indefinida si el frío no se hubiera colado por entre mi campera -mi campera optimista-. Antes de irme para la casita fui hasta la despensa y compré, además de un sandwich de la década pasada, una botellita de Bols para que me acompañe. Me prometí tomarla de a poco. 65
Me desperté y tardé en acordarme dónde estaba. Encontré la lapicera bañada de azul, otra vez el cartucho. La puta madre que los parió a los chinos, cuándo van a aprender a hacer cartuchos como la gente. Me preparé unos mates y revisé mi libreta de anotaciones que había crecido la noche anterior. La ginebra siempre me sirvió para empezar a escribir, para retomar viejas deudas y para acordarme de ella y del Buenos Aires imposible. Eduardo llegaría a buscarme a eso de las diez, todavía tenía una hora para disfrutar mi mañana en el lago. Dejé las notas de la entrevista, unas anotaciones para un cuento sobre el bosque y una poesía absurda que hablaba de los ruidos mientras camino y que repetía que no es tan fácil para la piedra mientras se hunde en el agua esperar el sonido de la segunda, que la acompaña. Poemas de la noche anterior sería un libro que nadie entendería, ni yo, aunque recordé que mientras las escribía me habían parecido palabras exactas y acabadas. Recalenté el agua y me llevé una pavita y los mates a la orilla, me senté sobre un tronco a ver cómo subían las columnas de bruma sobre el lago. Todavía estaba ahí cuando escuché el motor de la camioneta, la bocina confirmó que Eduardo estaba llegando a horario. Cuando lo vi supe que la entrevista iba a ser un éxito. Una barba descuidada le enmarcaba la cara. El pelo desprolijo, como si no reparara en ello. Era un tipo raro. Cuando te miraba enseguida te sentías raro como él, lograba dejarte extraño, compartiendo su extrañeza. Me lo había imaginado más alto y sin embargo no, levantaba apenas la cabeza para hablarme. ¿Ta lindo 66
el lago no? Impresionante, me quedaría a vivir acá, le dije. Eso mismo dije yo hace muchos años y todavía no me arrepiento. Vos debés ser el periodista. Ese mismo, vos debés ser Eduardo. Exactamente. Nos subimos a la F100. El asiento tenía olor supuse a perro, la puerta apenas cerraba. Me di cuenta que había acertado en eso del artista rústico. En la caja de la camioneta estaban las compras del supermercado, dos bidones de nafta, una motosierra y un par de troncos. Eduardo me preguntó sobre el viaje y estuvimos un buen rato hablando del bosque, sobre incendios forestales y sobre plantas nativas. Después me contó que estaba contento con la entrevista. No sabés lo importante que es para mi viajar para allá, yo nunca fui más lejos que Chile. La posibilidad de vender las obras y sobre todo que después puedo usar esto como chapa, la cosa cambia, viste. Para ser un escultor en medio del bosque patagónico sabía lo que hacía. También me sorprendió no verlo nervioso. En mi viejo trabajo de revista de arte cada vez que entrevistábamos a alguien, casi siempre jóvenes promesas, se ponían por demás de nerviosos. Estaban los que respondían por sí o por no. O los que alardeaban e intentaban dar explicaciones interminables sobre los conceptos en sus obras. Eduardo no, él sabía a lo que estaba jugando y eso me gustó. Iba a ser una gran entrevista. Quiso saber cómo sería el proceso, le dije que tenía pensado ir primero a ver las esculturas. Que si le parecía, más tranquilos, en su casa yo le haría algunas preguntas sobre su trabajo. Le pareció bien. Me preguntó sobre 67
mi vida, le conté un poco de Bariloche, del laburo en el diario y de mis vicios de escritor. No mucho más, alcoholismo y frustraciones son cosas que uno nunca tira en la primera mano. Me gustan los escritores, me dijo, aunque son complicados, siempre enredándose con las palabras. La madera tiene menos vueltas, es mucho más noble, continuó y pensé que la frase era un poco encorsetada, pero lo tomé como un cumplido. Intentaba caerme bien. La embarcación en la que cruzaríamos el lago no me trajo ninguna confianza, por suerte el agua estaba tranquila. Eduardo me contó que muchas veces cuando hay viento el lago se pica y se vuelve imposible cruzarlo en lancha. Si está del lado de su casa agarra un caballo y se viene por el bosque, pero que si el viento arranca después de que cruzó, tiene que caminar bordeando el lago para poder volver. Pero hoy está lindo, me dijo. Al final el viaje duró menos de lo que hubiera querido; el medio del lago era el mejor valle para mirar el paisaje, las montañas verdes casi hasta la punta y los manchones rojizos de los bosques de lenga. Ya cerca de la costa me mostró cuál era su chacra: desde aquella alameda hasta el canalcito que se ve allá y desde el borde del lago hasta la base del cerro. Serían unas treinta hectáreas. También me contó que después de algunos problemas familiares el padre le había hecho una herencia en vida y le había comprado las tierras a una familia de paisanos. Mientras escuchaba sobre los problemas de escrituras y tierras fiscales miré ese pequeño paraíso y lo envidié. ¿Era sólo un tipo con suerte? 68
Al borde del lago vi algo que no podía llegar a entender, parecía la punta de un obelisco de madera, a medida que íbamos llegando la construcción crecía y crecía. Le pregunté a Eduardo y me dijo que espere a verla, que ya me iba a contar. Llegamos a un muellecito de troncos. A unos veinte metros una pirámide gigante de madera se alzaba sobre el agua. Unos troncos hacían de guía en cada arista y cada pared estaba hecha de tablas seguramente sacadas con motosierra de otros troncos. Tenía incluso unos vidrios a mitad de cada pared. ¿Cómo explicar que no se trataba de realismo mágico? El prisma gigante realmente estaba ahí con sus maderas viejas y sus ventanitas. Le pregunté cómo había hecho para construirla, para sentar las bases en el fondo del lago, porque a esa altura ya parecía profundo. Me dijo que no hizo falta, que era una balsa. Los troncos del piso mantienen a flote toda la estructura. Fijate que la tengo atada a la costa. Saqué mi libreta y empecé a anotar, él sonreía. Me acerqué hasta la costa y ahí estaba, flotando. Sería un piso de seis por seis de troncos y tendría cuatro metros de altura hasta la punta. Él me dijo que si quería tirábamos un rato de la soga y podía subirme. No quise que nos detuviésemos en eso, pero no me sacaba la idea de la cabeza. Quizás a la vuelta, le respondí. Caminamos por el bosque unos cinco minutos. Llegamos hasta una casa que había construido sobre una piedra al borde de un barranco subiendo una lomita. Es por el sol, me explicó, hay que aprovechar todo el sol posible. Después de la pirámide flotante ya no me sorprendía 69
una casa en una piedra, ni un ventanal que acaparaba todo el lago, ni que la casa no tuviera electricidad. Una casa flotante. Cómo será cuando hay olas. ¿Tenés hambre?, me preguntó. Si querés caliento un guiso que hice anoche, siempre es más rico al día siguiente. Yo asentí, no sabía si era la entrevista o era yo el que quería saber pero no podía esperar para prender el grabador. Él reavivó un fuego en la cocina económica, puso dos leñas mientras esquivaba el humo, revolvió una olla, acomodó un poco la mesa mientras yo buscaba mis cosas, se sentó y me dijo: ¿empezamos? Contame de la casa sobre la balsa. Eduardo volvió a sonreír. En algún momento pensé que podía vivir ahí, me gustaba la idea de vivir sobre el agua. Eran otros tiempos, probamos un par de veces con Gabi (mi ex mujer) y nos cagamos de frío, sabés lo que es el aire del lago a la noche. Después la usé como balsa para traer troncos, es mucho más fácil traerlos por agua que por tierra y ni siquiera se mojan. Ahora me gusta por lo que es, una casa sobre el lago, terminé pensando que esa también era una de mis esculturas, una distinta porque yo estoy más acostumbrado a sacar que a construir y además como te podrás imaginar no se la puedo vender a nadie, salvo que también viva al borde del lago (risas), la verdad es que muy pocas de las cosas que hago son para vender. Tengo mucho amor por mis trabajos, me cuesta desprenderme y en general son obras bastante grandes por lo que también se complica el transporte. Ahora con lo del viaje fue un tema elegir esculturas para llevar, siento que las que puedo llevar 70
no son representativas de mi trabajo y las que me gustan no las puedo llevar o podría llevar sólo dos o tres. Es complicado. Lo que me gustó fue lo que pasó en el Bosque Encantado, nosotros íbamos y hacíamos las esculturas ahí con los árboles quemados, así mi trabajo no se veía comprometido y no era un quilombo estar transportando. En un momento la pensé, porqué no hago las esculturas allá, agarro un tronco en Suiza, pero no, es un bardo, necesito tiempo, además no conozco la madera. Es más, creo que no debe haber troncos caídos en Suiza, con lo prolijos que son. ¿Estás grabando? ¿Como querés que hagamos? Le propuse que después de desgrabar y editar yo le pasaría la entrevista y él me diría qué le había parecido, inclusive si quería cambiar algo. No, está bien, lo dejo en tus manos. Me gustaba esa confianza. Quise seguir la entrevista y pregunté por la casa. El primer piso era un solo ambiente. Arriba está el cuarto y lo que era el taller de Gabi. Ella pinta, ahí tenía su espacio con sus cuadros y sus cosas, todavía hay algunos que quedaron. El baño está afuera. Ahora estoy construyendo un tanque australiano y quiero hacer un baño adentro. Siempre es un tema con el agua. Para bañarse hay que calentar unas ollas en la cocina y usamos una palangana. Tiene su magia, pero ya quiero poner un termotanque. Y acá abajo, como ves, un poco de cocina, un poco de lugar de trabajo. Había varias esculturas, alrededor de una que estaba al lado del ventanal había viruta. ¿Qué busca Eduardo Iuso con su obra? Qué busco. No sé si busco algo. Me parece importante transmitir esto de trabajar con lo que nos 71
da la naturaleza, en el fondo la que trabaja es ella. Yo, en todo caso, la sigo. Hay cierta idea de armonía, ¿no? La gente antes tenía en claro eso, los mapuches no se iban a poner a cortar árboles para hacer un santuario. Lo sagrado es la naturaleza. Yo tomo lo que me da el bosque, lo que trae el lago y trabajo sobre eso ¿Y cómo hacés para trabajar? Eduardo se levantó a revolver el guiso y se quedó pensativo. Agarré mi libreta y me iba a poner anotar sobre la vista del ventanal cuando la lapicera se cayó al piso y se explotó el cartucho de tinta. Eduardo me dijo que los objetos le hablan, que hay que saber escucharlos. Al ver mi cara dijo que no está loco, no es que escucha voces, pero que llega un momento en la vida de un escultor que se concentra tanto en un tronco, por ejemplo, que es capaz de escuchar sus líneas. Líneas de expresión y líneas de excedente, de sobra. Una línea de excedente en un tronco sacado del lago te muestra todo lo que sobra en ese objeto, lo que tenés que sacar. Ser escultor es saber escuchar lo que quiere ser mostrado y lo que está de más. Me quedé pensando. La lapicera siguió tirada ahí y la tinta fue manchando la piedra. Vos como escritor ¿escuchás a la lapicera? ¿Qué escuchás cuando escribís? Algo no me gustó, empecé a desconfiar. Todo demasiado estudiado. Pero no podía frenar, tenía que seguir. ¿Por qué no le preocupaba la tinta sobre el piso? Y otra vez mis derivas académicas. Él sabía que nadie compra un pedazo de madera. Lo que se compra es el mito que lo rodea. Una sucesión de representaciones que se enlazan a ese cacho de materia. Eduardo sabía 72
que lo que vendía era su personaje y no una destreza para sacar madera. Quería hacerme su cómplice, quería que nos pareciéramos. Decidí guardar distancia. A él qué le importaba como hacía yo para escribir. No podía ponerme a discutir, ni siquiera tenía en claro qué era lo que me estaba molestando. Era una sensación, nada más, tenía que volver a la entrevista. La casa era grande, por lo que no pude evitar preguntarle ¿y ahora vivís solo o vivís con alguien? Vivo con Sofía, mi mujer, ahora se fue de vacaciones. Nació su sobrina y fue a ver a su hermana a Buenos Aires. Viste cómo son las mujeres con esas cosas. Pensé en lo difícil que iba a ser para los suizos que leyeran la entrevista entender la posibilidad de que alguien se tomara vacaciones en abril. Fuimos al galpón donde había varias obras más. Veo que tenés muchas esculturas muy distintas. Aunque hay cierto aire de naturaleza en todo tu trabajo, no es constante. Inclusive hay algunas obras abstractas. ¿Vos cómo definirías tu obra? No sé si puedo definirla, son elecciones. Te acordás de las líneas, bueno yo elegí estas líneas, no se explican, están ahí. Miralas, tocalas, pero no tengo una explicación para mis esculturas. Son eso. Lo bueno es que a la gente le gusta, aunque si no les gustara lo haría igual. Me sale así. Cuando le pregunté por sus influencias dijo que no sabía, que él trabajaba con lo que le traía el lago, que eso ya era una influencia. Pero que si le preguntaba por personas no tenía mucha idea. Me dijo que él se había dedicado a trabajar la madera y no a leer sobre otra gente. Que lo que él hacía seguro alguien lo había hecho 73
antes, pero que eso no tenía importancia, al menos no para él. Pero en algún lugar aprendiste a esculpir, a darle forma a las cosas. Sí, claro. Yo iba a un tallercito cuando era chico, te estoy hablando de hace treinta y cinco, casi cuarenta años. Ahí empecé, pero después trabajé solo, soy muy autodidacta. Decidí entonces pasar por alto las preguntas sobre el panorama de la escultura actual y sobre el arte en general. De todas maneras con el material que tenía me alcanzaba. La entrevista se estaba terminando. Sin embargo sentí que había algo que no le había preguntado. Algo que se me escapaba. No sabía qué, pero la sensación me acompaño durante la despedida. Volví a la casita y estuve pensando en lo que había dicho Eduardo: no se trata de explicaciones, se trata de elecciones. No quería ponerme a cocinar, tampoco tenía hambre. Estuve un rato dando vueltas en la cama, no podía dormir. Pensé en masturbarme. No me alcanzó con las tetas de la secretaria del diario, ni con Laura buceando entre las sábanas. Me levanté, fui al baño. Me empecé a sentir mal. Prendí el velador y agarré la botellita de Bols. Explicación-elección, la ginebra quemándome la garganta, eso resumía todo para mí. ¿Tendrá noches como estas, en su casa tallando, inventándose mujeres que viajan, mujeres a las que esperar, que no lo dejen solo con los cuadros de su ex? No, no parecía que las tuviese. Quería ser como él. Eduardo escultor de árboles caídos, buscando formas en lo muerto, en el desperdicio. No me gustó lo que estaba escribiendo, conocía ese sentimiento, lo había tenido muchas veces 74
ya. Por momentos oprimido, por momentos vacío. La cabeza me daba vueltas, más ginebra. Todo lo escrito me parecía una basura. Irrecuperable. Así me fui de la revista. Así perdí a Laura, así me vine al sur, así fue que no pude volver a escribir. Soy un periodista en un diario mediocre, un repetidor. El diario y yo, repetidores de otros diarios publicando cosas que la gente ni siquiera lee. Gente aburrida a la que ya ni le alcanza la televisión y yo el peor de todos. Eso me vendría bien. La casa de Eduardo. No la de la piedra, una casa sobre una balsa, un espacio donde dejar de aterrarme, que se bambolee, dormir con las olas en mi espalda. Eduardo mi doble con suerte. ¿Cómo hizo para irse del mundo? Algo me estaba escondiendo, se podía oler. Tenía que verlo, lo buscaría al día siguiente. Sabía que eso no me iba a llevar a nada. Si pudiera dormir, la puta madre. Y la ginebra de mierda que se terminó. Eduardo y la desesperación. Calma. Tengo que calmarme. No me pude dormir en toda la noche. A la mañana siguiente estuve buscando a Eduardo, pregunté en todo el pueblo pero nadie supo decirme nada. Era domingo y el pueblo estaba vacío. Recién a la nochecita una gente del almacén me dijo que Eduardo volvía el lunes a la mañana. Pensé en caminar por el borde del lago hasta su casa, pero con el sueño que tenía iba a terminar cayéndome en un pozo, o muriendo congelado. No tenía mas remedio. Pasé por una farmacia, compré un Rohipnol y volví a la cabañita. Al día siguiente, todavía medio aturdido, busqué a Eduardo toda la mañana. Finalmente lo encontré 75
en el almacén. Al verme se sorprendió, yo tendría la cara desfigurada. Pensé que te volvías a Bariloche, me dijo. Le pedí por favor que necesitaba hablar con él. Creo que se asustó. Te invito al bolichito, dijo, de paso tomamos algo. Yo pedí agua. Nos sentamos contra la ventana, ahora él me miraba a mí, yo era el extraño. No sabía cómo empezar, quería preguntarle tantas cosas, pero qué contarle. No podía, me quedaba callado. Pensé en darle lo que había escrito ¿Vos qué decís, a los suizos les gustará esto? No, quería hacer el intento, que me entendiera. Lo miré. Lo miré sentado en esa mesa de bar de borrachos, con su pelo todo desprolijo. Algo en su mirada había cambiado, me di cuenta de que ya no era el mismo. Qué podía decirle, que creí ver en él… no tenía sentido. Ya estaba ahí, pero tampoco quería inventarle. No me iba a poner a hablar de una infancia traumática, esas son boludeces, los problemas los tengo ahora. Ni hubiera querido meter a Laura en esto, ella no tiene nada que ver. Pero algo tenía que decirle, así que empecé a hablar sobre la entrevista, que me estaba costando terminarla, pero que eso que me estaba costando es lo que siempre me costaba en la escritura y que no sólo era un problema con la escritura. Por ejemplo, no sé que título ponerle, siempre termino poniéndole títulos absurdos a lo que escribo. Eduardo y el mundo, ¿te parece que puede andar? Él sabía que mi cara no era porque no podía ponerle un título a la entrevista, me miraba en silencio mientras yo seguía hablando de la escritura. Dormir sobre el lago, ese sí que sería un buen título, pero no pega con la entrevista. 76
¿Vos me querías hablar de algo? Eh, no. La verdad que no sé en qué estaba pensando. Disculpá si te encaré así, le respondí nervioso. ¿Dónde me meto? Me pregunté mientras él me miraba y dejaba en claro que desconfiaba de la situación. Encima yo que no podía dejar de hablar de la escritura. Le conté que cuando escribía cuentos siempre estaba pensando en cómo destruir personajes, que si no no les creía. Y el final absurdo, agregué. Siempre me gustaron los finales inconexos, no sé, es así, no sabría explicarlo. Y siempre demasiado rápido. No me estoy escapando, volví a repetir, aunque creo que está vez él me escuchó. No dijimos mucho más. En algún momento me dijo que tenía que volver a la chacra. Asentí. Me ofreció volver cuando quisiera. Los dos sabíamos que eso no iba a pasar, pero estuvo bien. Me quedé solo en ese bar con olor a cuero de oveja y a rancio, mirando por la ventana cómo se iba Eduardo. La fecha de entrega era el martes. Bariloche, el diario, pensé en el viaje de vuelta y me dieron náuseas. No sabía qué hacer. Pensé en mandarle algo parecido a esto mismo que estoy escribiendo a mi editor. De seguro sería un fiasco. Tenía que escribir sobre un artista y al final me la pasé hablando de mí. Aunque también se podría decir: de lo que a mí me pasó con el artista. Ya no me importaba, lo mandé por correo y me quedé un par de días más. Quería ir al lago. Y cerrar la entrevista por acá.
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Qué te puedo decir. Volví a Bariloche, voy más al lago. Al final nunca le pregunté a Eduardo cómo había hecho para decidir irse a vivir a un lugar así. Igual, ¿qué me iba a decir? Sabés que a los suizos les gustó la entrevista, y eso que mi director no la quería mandar. Quién los entiende. Cambié de lapicera. Esta tampoco me habla pero no deja de explotarse el cartucho. La culpa la tienen los chinos, si la gente hiciera las cosas como las hacen los suizos el mundo sería de otra manera. ¿Estás grabando?
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Índice
Prólogo
9
Los hijos de Seymour
13
Dolores
23
Eso que sangra
39
Los sueños de Klauss
43
Eduardo y el mundo
59