Caballero andante

Page 1

giorgio antei

el caballero andante Vida, obra y desventuras de Lorenzo Boturini Benaduci (1698-1755)

MUSEO DE LA BASILICA DE GUADALUPE



el caballero andante

mĂŠxico 2007



giorgio antei

el caballero andante Vida, obra y desventuras de Lorenzo Boturini Benaduci 1698 - 1755

museo de la basilica de guadalupe


Libro-catálogo: El Caballero Andante. Vida, obra y desventuras de Lorenzo Boturini Benaduci, 1698-1755. Exposición: Diciembre 2007 - Marzo 2008 Museo de la Basílica de Guadalupe México

El Autor quiere destacar la colaboración de las siguientes personas e instituciones: Antonio Mestre, el Rector y el Bibliotecario del Colegio Mayor del Patriarca (Valencia), Pilar Valencia, NY Public Library (New York), Luigi Bresciani (Ono Degno), Ateneo di Salò (Salò), Angela Dell’Oca e Museo Valtellinese di Storia e Arte (Sondrio), Elvira Araiza, Mercedes Aguilar, Rodrigo Rivero Lake, Gloria Zea, Fernando Botero Zea y Estilo México, Stella Pecoraro, Dianora Zagato.

© 2007, Museo de la Basílica de Guadalupe (para la presente edición). Insigne y Nacional Basílica de Santa María de Guadalupe, Plaza de las Américas 1, Villa de Guadalupe, C.P. 07050, México, D.F. © 2007, Giorgio Antei (gioantei@gmail.com). Queda prohibida la reproducción total o parcial de los textos e imágenes de la presente publicación sin la autorización expresa de los detentores del copy-right. isbn 978-968-5538-13-8


AGRADECIMIENTOS El Museo de la Basílica de Guadalupe agradece a todas las personas e instituciones que contribuyeron a la realización de la exposición y de este libro-catálogo que la acompaña. Paola Albert Elvira Araiza Paz Cabello Carro Dafne Cruz Porchini Miguel Fernández Félix Julio Fernández Sánchez Concepción García Sáiz Miguel Ángel Gasca Rosa María Gasca Núñez Julieta Gil Elorduy Mercedes González Amezúa Mercedes Lara Aguilar Teodoro de Leste Contreras Dulce María Liahut Mónica Martí Cotarelo Roberto Mayer Desirèe Moreno Carolina Notario José Enrique Ortiz Lanz Alejandra de la Paz Miguel Ángel Riva Palacios Rodrigo Rivero Lake Salvador Rueda Smithers Carlos Enrique Ruiz Abreu Jorge Ruiz Dueñas Américo Sánchez Patricia Sánchez Felipe Solís Olguín Pedro Urquijo Torres Marco Antonio Tovar Ortiz María del Perpetuo Socorro Villareal Roberto Velasco Alonso Gloria Vergara Guadarrama INSTITUCIONES Embajada de Italia Istituto Italiano di Cultura Archivo General de la Nación Archivo Histórico, INBG Archivo Histórico del Distrito Federal Biblioteca Lorenzo Boturini, INBG Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, INAH Biblioteca Nacional de España, (Madrid, España) Biblioteca Nacional de México Coordinación Nacional de Artes Pláticas, INBA Instituto Nacional de Antropología e Historia Museo de América, (Madrid, España) Museo Nacional de Antropología e Historia, INAH Museo Nacional de Arte, INBA Museo Nacional de Historia, INAH Museo Nacional del Prado, (Madrid, España) Museo Naval, (Madrid, España) Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, (Madrid, España) Landucci Editores Ermenegildo Zegna


Advertencia

La naturaleza híbrida de este libro-catálogo ha implicado la exclusión del aparato crítico (su lugar está ocupado por más de 200 ilustraciones); éste aparecerá en una edición venidera concebida como ensayo. La bibliografía boturiniana es muy escasa. El punto de partida sigue siendo la recopilación documental de José Torre Revello, así como su bosquejo biográfico. Otra contribución fundamental está constituida por el trabajo de Miguel León-Portilla, aparecido hace más de 30 años. Es también laudable el libro de Alvaro Matute sobre la relación Boturini-Vico, publicado en 1976. El aporte italiano más fecundo está representado por un corto ensayo de Franco Venturi, publicado asimismo tres décadas atrás. Entre los estudios más recientes son de suma importancia los de Antonio Mestre (a cuya cortesía y colaboración se deben las fructuosas pesquisas del Autor en el Archivo Mayansiano). Estimulantes y bien documentadas son por otra parte las páginas dedicadas al “caso Boturini” por Jorge Cañizares Esguerra. Tampoco puede olvidarse el prometedor trabajo de jóvenes estudiosos mexicanos como Iván Escamilla. Finalmente, ocupan un lugar destacado las acuciosas investigaciones boturinianas de John Glass, iniciadas hace30 años. El presente trabajo es el fruto de una pesquisa de varios años realizada principalmente en: Archivio di Stato, Sondrio Biblioteca Municipal, Sondrio Archivo parroquial de San Gervasio y Protasio, Sondrio Biblioteca Ambrosiana, Milán Biblioteca Braidense, Milán Ateneo di Salò Archivio di Stato, Verona Archivio Diplomatico, Trieste Haus-Hof Staatsarchiv, Viena National Archives, Kew British Library, Londres New York Public Library Archivo General de Indias, Sevilla Archivo de Protocolos Notariales, Madrid Real Academia de Historia, Madrid Biblioteca Nacional, Madrid Archivo Mayansiano, Valencia Archivo General de la Nación, México Biblioteca de Antropología e Historia, México Biblioteca Nacional, México Archivo Histórico, INBG, México Biblioteca “Lorenzo Boturini”, INBG, México Etc.


índice

Agradecimientos..................................................................................................................................................................................... 8 Advertencia................................................................................................................................................................................................. 9 el sueño del caballero (introducción)............................................................................................................ 11 por gracia recibida................................................................................................................................................................ 17 huellas................................................................................................................................................................................................... 53 al servicio del imperio..................................................................................................................................................... 77 de viena a madrid. ................................................................................................................................................................... 97 la llamada de las indias............................................................................................................................................. 117 pasión del caballero....................................................................................................................................................... 141 la infeliz concordia. ....................................................................................................................................................... 203 contra vientos y mareas............................................................................................................................................. 237 la parábola del navegante...................................................................................................................................... 281 apéndice............................................................................................................................................................................................. 314 lista de ilustraciones..................................................................................................................................................... 324 otras obras en muestra............................................................................................................................................... 330 Créditos................................................................................................................................................................................................... 335



el sueño del caballero (Introducción)

E

l sueño más hermoso jamás soñado por un caballero mide 17 x 17 cm. y cuelga de una pared de la National Gallery, en Londres. Se debe al pincel de Rafael, que lo pintó hacia 1504, cuando tenía poco más de 20 años. Desde entonces se conoce como Il sogno del cavaliere (El sueño del caballero). El cuadro está inspirado en el poema épico Punica, de Silio Itálico, y representa a un caballero durmiente —Escipión— entre dos figuras alegóricas femeninas de pie —la Virtud y el Placer—, la una ofreciéndole una espada y un libro, la otra una flor (“Hinc Virtus, illinc virtuti inimica Voluptas” [ahí la Virtud, allá el Placer enemigo de la Virtud], se lee en el poema citado, Libro XV). El sueño de Escipión fue reelaborado en forma de acción teatral por Pietro Metastasio en 1735 y posteriormente Mozart le puso música, pero en este caso las dos doncellas encarnan respectivamente a la Constancia y la Fortuna. Aunque la posibilidad de que Lorenzo llegara a conocer el cuadro de Rafael sea muy remota —tan remota como la eventualidad de que conociera la pieza de Metastasio—, el “sueño de Escipión” ejemplifica una disyuntiva moral a la cual se vio enfrentado también nuestro caballero. En efecto, podría decirse que su decisión de viajar a las Indias se debió a la intervención de la Fortuna (“persistiendo todavía las guerras de Italia, pensó de aprovecharse de la ocasión de ver algo de las Españas”), mientras que en su determinación de escribir la historia guadalupana terció la Constancia (“la Stma. Virgen de Guadalupe destinó a dicho Caballero para Indias, a fin de que soportase el grave peso de escribir su historia”). Hasta su llegada a América, Lorenzo, al igual que la mayoría de los mortales, se balanceó entre la instigación del deseo y la exhortación del deber. Ya en México, su dilema fue desvaneciéndose a la vez que crecían sus intereses históricos y su abnegación, hasta que la Fortuna dejó de representar “la dispensatrice di tutto il ben che l’universo aduna” (la dispensadora de todo bien del universo). Desde entonces la Constancia, como podremos percatarnos en las páginas de este libro, fue su única nodriza… sin olvidar la Fe.


A diferencia del caballero de Rafael, titubeante entre la espada y una flor —o sea, entre la inmortalidad de la gloria y la fugacidad del placer—, Lorenzo se aprestó a los muchos combates que la vida le fue deparando armado de tesón y certeza. La perplejidad de Escipión le era ajena. Alimentada por impulsos complementarios e igualmente decididos como eran la paciencia y la confianza, su visión del futuro no admitía vacilaciones. De hecho, no obstante la injusticias padecidas y los infortunios experimentados, nuestro indómito viajero no albergaba dudas: “No dudo que el Supremo Consejo de Indias reparará en estos, y demás inconvenientes, que se han sucedido, con la persecución, que contra mi se tramó en Indias, y mandará Coronar a la Soberana Imagen de la Divina Señora a pesar de los Infiernos, pues yo no dejaré piedra que no mueva en la Corte a este Glorioso, y Santo fin, y tengo razón [de creer] que no me faltará favor en el Consejo.” Tanta seguridad no implica que entre su sueño y el de Escipión no existan parecidos. Mirándolo bien, la escena pintada por Rafael podría amoldarse al estado de ánimo de Lorenzo con sólo invertir el significado de una de las dos figuras alegóricas, es decir, substituyendo la Voluptas con la Pietas y entendiendo la segunda como acatamiento de la voluntad divina. Educado en un ambiente todavía impregnado de dogmatismo contrarreformista, Lorenzo no estaba en condiciones de concebir, y mucho menos compartir, los términos de la disputa moral plasmada por el pintor de Urbino. El clasicismo de El Sueño del Caballero iba más allá de la elegante simetría compositiva de la tabla, abarcando alusiones al hedonismo y al estoicismo greco-romanos apreciables en el ámbito del humanismo florentino (el cuadro fue pintado durante la estadía de Rafael en Florencia) más lejanas del contexto cultural y espiritual de nuestro personaje. Sin embargo, de


haber conocido el cuadro, Lorenzo, interpretándolo bíblicamente, habría podido identificarse con el personaje durmiente. De hecho, es de esperar que para un creyente erudito la flor de la Voluptas, lejos de aludir al placer de los sentidos, evocara el Salmo 103, allí donde reza: 15 ¡El hombre! Como la hierba es su vida,        como la flor del campo, así florece; 16 lo azota el viento y ya no existe,        ni el lugar en que estuvo lo reconoce.

Desde el punto de vista de un caballero andante que se figuraba a sí mismo como “una pobre hoja, caída, marchita, y seca, que cualquier viento se la puede llevar”, el significado de la ofrenda floral y del cuadro en conjunto consistiría sin duda en una advertencia acerca de la caducidad de la vida humana. Siguiendo con nuestra hipótesis, el que Lorenzo, mientras programaba su futuro, se detuviera a considerar —al igual que Job (14, 1-2)— que el hombre “crece como una flor y cae”, no es de asombrar. La fe en la Providencia divina —en la que abrevaba su firmeza— incluía la aceptación de la muerte. Esto, por otra parte, no quiere decir que en la primavera de 1744, cuando acababa de salir con vida de la toma de la Concordia, nuestro personaje estuviera obsesionado por la muerte. En aquel momento —por ejemplo— el destino del hombre, para él, hacía parte del orden providencial de la Naturaleza, así como lo describiera Homero en


la Ilíada: “Las generaciones humanas son como los géneros de las plantas; si el viento arroja una planta al suelo, otra aparece en el bosque verde, al tiempo que brota la primavera. Así ocurre con las generaciones humanas: cuando crece una, la otra desaparece.” Con todo, en la perspectiva de Lorenzo, el mensaje del Sueño incluiría seguramente un “memento mori”, algo similar a lo que Jorge Manrique expresara en sus Coplas a la muerte de su padre: Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando cómo se passa la vida, cómo se viene la muerte tan callando; cuán presto se va el plazer, cómo después, de acordado, da dolor.

¿Sueño como recuerdo y admonición o como aparición? Ambas funciones producen visiones, ambas acarrean avisos morales, las dos señalan puntos decisivos; empero, la primera, a diferencia de la segunda, trae a la memoria la muerte y la ilusión de la inmortalidad. Al igual que Escipión, Lorenzo, en los momentos culminantes de su vida, tuvo apariciones (aunque inevitablemente entreveradas de llamamientos doctrinarios). Sin embargo, con el paso del tiempo, el carácter de su sueño fue alejándose siempre más del de Rafael para acercarse a otro sueño pintado. Parafraseando las palabras del Eclesiastés —y apuntando de paso a otra posible función del sueño, el olvido—, Andreas Gryphius (1616-1664) dejó escrito en el poema Es ist alles Eitel (“Todo es vanidad”): “La fama de las grandes hazañas se desvanecerá como un sueño”. Hacia 1670, en el momento de plasmar su cuadro más célebre, El sueño del caballero, Antonio de Pereda se acordó de dicho verso y pintó en todo el centro del lienzo un filacterio con las palabras latinas que Gryphius había traducido libremente al alemán: “Aeterne pungit, cito volat et occidit” (o sea, literalmente, atormenta eternamente, llega con rapidez y mata.) El cuadro de Pereda, una de las obras cumbres del barroco español, constituye tal vez el repertorio más completo de los símbolos relacionados con el tema pictórico de la vanitas. La escena muestra a un joven gentilhombre ricamente ataviado durmiendo en forma abandonada en un sillón, frente a una mesa repleta de objetos, mientras un ser angelical a su lado sostiene con las dos manos una banda con la cita aludida. Los objetos esparcidos sobre la mesa representan el poder, el amor, la gloria, la riqueza, el honor, el arte, el estudio y, por supuesto, la muerte. Dos calaveras y un reloj ponen en claro que los bienes terrenales, incluyendo los ideales, son ilusorios y que la vida, al fin y al cabo, no es más que un sueño. Bien lo sabía Segismundo, el príncipe de Polonia salido de la pluma de Calderón de la Barca: ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión. Una sombra, una ficción, Y el mayor bien es pequeño;


Que toda la vida es sueño, Y los sueños, sueños son.

La vida de Lorenzo Boturini Benaduci transcurrió entre dos sueños, el primero parecido al de Rafael, el segundo no tan disímil del de Pereda. Sobre la mesa al lado de la cual nuestro caballero andante se hundió en el sueño final había un libro impreso, varios manuscritos y los rastros de mucho dolor.



por gracia recibida

A

las 22 horas en punto del 28 de abril de 1748, una joven golpeó a la puerta de Joseph Noghera, lugarteniente del gobernador de Valtellina en Sondrio. No obstante la hora aparentemente tardía (10 de la noche en nuestros relojes), el alto funcionario la recibió y acto seguido llamó al notario Cesare Paini para que se hiciera cargo del asunto. 1 La joven pertenecía a una familia conocida y respetable, razón por la cual su petición fue transcrita por el notario en persona. Se llamaba Lucrezia —declaró—, era natural de Sondrio y tenía 30 años no cumplidos. Desde la muerte de su padre, ocurrida dos años atrás, se había visto en graves aprietos debido a que el difunto “había dejado detrás de sí una sarta de deudas que posiblemente excedían su diminuto patrimonio”. El estado de las cuentas paternas era tal que el pago de los intereses absorbía por sí solo casi la totalidad de la renta heredada. Así las cosas, a la angustia provocada por la escasez se unía la opresión causada por el asedio de los acreedores. Entre estos últimos había unos aprovechados que manifestaban pretensiones insubsistentes o dudosas; sin embargo —agregó desconsolada Lucrecia—, debido a su pobreza e inexperiencia no se hallaba en condiciones de pactar ni de enredarse en juicios contenciosos. A fin de responder de la mejor forma a las reclamaciones de los acreedores legítimos, solicitó, pues, que se nombrase a una persona de su confianza como liquidador. Hechos los pagos —que serían proporcionales a las deudas “según justicia y razón”—, la solicitante quedaría “al amparo de las vejaciones, gastos y pleitos” que se cernían sobre su cabeza, “pudiendo así disfrutar y conservar las escasas sobras del patrimonio de su progenitor”. Pidió igualmente que se le concediera usufructuar de los bienes que un medio hermano suyo, hijo “d’altro letto”, heredara de su propia madre a la muerte de ésta en 1707. Justificó su petición aduciendo que su hermanastro se había alejado de Valtellina 27 ó 28 años atrás, y después de haber dado vueltas por distintas provincias y reinos hacía ya ocho o 10 años que se daba por seguro su traslado a América. En todo caso, desde entonces

1

En 1748, y en general durante el siglo XVIII, el cálculo horario obedecía a reglas muy distintas de las actuales. En primavera, cuando el día abarcaba cerca de 14 horas y la noche 10, el sol salía a las 10 y el mediodía correspondía a las 17 horas, siendo que la medianoche llegaba a las 5 del día siguiente. Por tanto, la hora 22 correspondía a las 4 de la tarde en nuestro sistema.


no se había vuelto a saber nada de él (“da quel tempo non se n’è più intesa nova o contezza veruna”). No era la primera vez que Lucrezia reclamaba encargarse de los bienes de su hermano ausente. Dos años antes, el 29 de octubre de 1746, esto es, dos meses después de la muerte de su padre, había presentado una exitosa instancia para que se le otorgaran poderes sobre la herencia paterna de su eximio y culto medio hermano (“excelentisimo doctor en leyes”, se lee en el registro notarial). Sin embargo, el descalabro causado por las deudas insolutas de Giambattista Botterini —así se llamaba su progenitor— era tal, y tan escasa la renta, que tampoco la disponibilidad de las exiguas pertenencias del hermano ausente había bastado para sanearlo. Lucrezia debía de ser analfabeta. Hacia la mitad del siglo XVIII, en Valtellina como en el resto de Italia el acceso a la educación escolar estaba reservado a la nobleza y el clero. Las excepciones eran contadas y, en el caso de las mujeres, prácticamente nulas. Ser iletrado tendía a volverse un asunto de la mayor gravedad toda vez que una persona —a la par de Lucrezia— se hallaba envuelta en líos legales. En dichas ocasiones el analfabetismo equivalía a un estado de total indefensión, superable tan sólo apelando a la honestidad de un apoderado (algo que en efecto Lucrezia hizo). Además de iletrada, nuestra joven era seguramente soltera. Las penurias de Giambattista Botterini, que su muerte sacó inexorablemente a relucir, eran sin duda añejas y es probable que en su momento hubiesen ahuyentado a los ocasionales pretendientes. A falta de una dote congrua no había matrimonio, y Lucrezia debió de sufrir en carne propia la dureza de este axioma (de haber estado desposada no se habría presentado sola ante Noghera). Comoquiera que sea, entre los Botterini el celibato era tan común que en 1705 los solteros eran cuatro, comenzando por Lucrezia, tía abuela de nuestra doncella. En apariencia, lo que alejaba a los Botterini del matrimonio no era tanto la pobreza cuanto la vocación religiosa (el cotejo de los registros parroquiales revela que los clérigos y los presbíteros con ese apellido fueron varios). Sin embargo, la realidad es otra: en el siglo XVIII era costumbre que se casase un solo miembro de la familia, mientras que los demás —pudiendo hacerlo— tomaban el camino del sacerdocio o del convento, no sin antes haber cedido al vástago una parte de sus derechos patrimoniales. Entre los nobles, esto permitía que sus títulos, fortunas y privilegios no se dispersaran. En el seno de la burguesía naciente el objetivo era la consolidación del capital y el progreso de la actividad familiar (generalmente comercial). Por lo que concierne a los pobres… no tenían otra alternativa. Sin llegar nunca a ser ricos, los Botterini, a lo largo del tiempo transcurrido en Valtellina, habían gozado de cierto bienestar. El abuelo de Lucrezia, Lorenzo Botterini, había sido herrero y todo indica que la forja fue heredada por Giambattista, junto al solar de la Plaza Vieja. El que éste pudiera costear los estudios de su primogénito —llamado Lorenzo en honor del abuelo— demuestra que la herrería era una actividad rentable … aunque no tanto como para salvar a Giambattista de la quiebra. Comentaba un viajero francés del siglo XVIII que en muchas partes de Italia “cualquier mendigo tiene la comida asegurada”, toda vez que “los artesanos no


tienen la misma certeza”. 2 Podría parecer una paradoja, pero la verdad es que, en el curso 1700, las clases trabajadoras (incluyendo al campesinado) vieron impotentes la merma de su poder adquisitivo, hasta el punto de que en muchos casos su situación se precipitó al nivel de la pobreza absoluta. Desde hacía siglos la riqueza estaba concentrada en las manos del clero y de la nobleza y a todas luces los dichosos integrantes de estos dos grupos no tenían de que quejarse. Fuera de ellos, tan sólo los funcionarios, los profesionales (es decir, aquellos que ejercían “oficios liberales”) y unas cuantas categorías más gozaban de una situación económica aceptable. En el siglo XVII, los Botterini habían ocupado esporádicamente posiciones prestigiosas y rentables dentro de la administración pública (cuatro habían sido notarios), lo cual se tradujo sin duda en una relativa solidez económica. Pero su condición —al igual que la de la mayoría de los italianos— empeoró con el nuevo siglo, y los apuros de Lucrezia están ahí para confirmarlo. Los Botterini procedían de Ardesio (antiguamente Ardes), una población situada a orillas del río Serio, perteneciente al obispado de Bérgamo, en el territorio de la República de Venecia. Su traslado a Valtellina ocurrió hacia finales del siglo XV, pero el recuerdo de Ardesio permaneció vivo entre ellos a lo largo de los siglos, hasta el punto de que Lorenzo, el medio hermano de Lucrezia, integró temporalmente el toponímico “Ardes” a su apellido (“Botterini y Ardes”). La verdadera razón por la cual lo hizo —¿un tributo a la milagrosa Virgen de Ardesio 3 o una treta para ennoblecer su patronímico?— constituye una de las incógnitas diseminadas en este libro. Comoquiera que sea, los Botterini, aunque no fueran hidalgos, no carecían de distinción: no podían ostentar títulos de nobleza, pero, entre ellos, al lado de tenderos y artesanos habían figurado canónigos,

2

3

Jean-Baptiste Dupaty, Lettres sur l’Italie en 1785.

La aparición de la Virgen en las cercanías de Ardesio en 1607 dio lugar a un culto que se ha perpetuado hasta nuestros días.


notarios y cónsules de justicia; no sólo, sino que desde comienzos del siglo XVII se habían hecho merecedores del título de “dominus” o “ser” (“señor”, “don”). La respetabilidad de los Botterini era proporcional a su inegualable devoción y ejemplar sentido cívico. Los cargos ocupados en la administración pública y eclesiástica en el curso del tiempo son de por sí una prueba de ello; pero nada es más ilustrativo, a este mismo propósito, que un hecho eternizado en las crónicas de Valtellina: el obsequio a la villa de Sondrio del busto marmóreo de san Juan Nepomuceno por parte de Lorenzo Botterini, el hermano ausente de Lucrezia. Hablando de su hermano ante Noghera, Lucrezia no utilizó ni títulos ni epítetos. Se limitó a decir que su ausencia se remontaba a 26 ó 28 años, es decir, a 1720 ó 1722. Por entonces ella tenía a lo sumo cuatro años, una edad demasiado temprana para que pudiera recordar a Lorenzo. Después de su partida, los contactos se habían vuelto cada vez más tenues hasta que, hacía una década, se habían interrumpido del todo. ¿Cómo habría podido Lucrezia mantener vivo el recuerdo de un hermanastro que tal vez no había visto nunca y del cual no sabía nada? Pese a todo, entre los naturales de Sondrio había personas que guardaban el nombre de Lorenzo Botterini grabado en la memoria, comenzando por aquellas que atravesaban a diario el viejo puente de piedra sobre el río Mallero. A lo largo de los siglos las crecidas del Mallero habían sido frecuentes y a menudo catastróficas, razón por la cual los sondrieses aplaudieron calurosamente la iniciativa de Lorenzo Botterini de donar a la ciudad, para que fuera colocada en la cabecera del puente en cuestión, la estatua del “mártir del río Moldava”. Ninguna efigie sacra podía competir en eficacia con la de san Juan Nepomuceno, aquel preste que prefirió morir ahogado antes que revelar los secretos de la confesión. Y nadie podía saber esto mejor que Lorenzo Botterini, posiblemente el único habitante de Valtellina que había visitado el santuario del mártir en Praga. En la base de la estatua fue grabado el nombre del donante, “como testimonio del amor que [Lorenzo] seguía guardando hacia su Patria, sin importar la distancia que le separaba de ella.” ¿A raíz de este reconocimiento Lorenzo se ganó, entre los notables de Sondrio, el título de “doctor” y el epíteto de “excelentísimo señor”? ¿O fueron sus reales logros académicos? Sondrio era (y sigue siendo) la capital de Valtellina, un largo y estrecho valle que cruza de Norte a Sur los Alpes centrales, importante desde la época romana como vía de comunicación entre los países de la Europa septentrional y la planicie italiana. Su interés estratégico, puesto en evidencia por las invasiones barbáricas, dio lugar en el curso de los siglos a luchas sin fin por su dominio, Originalmente comprendida en la antigua Recia (Rhaetia), en la Edad Media Valtellina fue anexada políticamente a Como (a cuya diócesis ya pertenecía), pasando luego bajo el dominio de los Visconti, señores de Milán. En 1404, a raíz de funestas peleas dinásticas, Mastino Visconti donó el valle con todas sus pertenencias al obispo de Coira, capital de las Tres Ligas (parte de Suiza), pero en 1447, cuando los Visconti fueron suplantados por los Sforza, pasó nuevamente al ducado de Milán. Sesenta años más tarde, en 1512, hubo otro cambio y el dominio de Valtellina volvió a manos suizas (Grauer Bund o Liga Gris). Carlos V,


quien se apoderó del ducado de Milán en 1535, no se esforzó por recuperar el valle, toda vez que Felipe II lo intentó inútilmente. La Corona española, pues, no logró apoderarse de Valtellina ni controlarla políticamente, pero sí alcanzó a imponer sobre ella una especie de tutela militar y religiosa. En efecto, aunque la Liga Gris no escondiera su intención de favorecer a los reformistas, y como consecuencia la enseñanza de Calvino y Zwinglio se hubiese propagado a Valtellina, España consiguió que el poder religioso del valle permaneciera en manos de la Iglesia católica. El dominio de la Liga Gris (o Grisones) sobre Valtellina fue confirmado por el Tratado de Utrecht —en virtud del cual el granducado de Milán pasó a Austria—, y esto no obstante que el emperador Carlos VI no ocultara sus miras sobre el valle. Terminó con la llegada de Napoleón, cuando Sondrio y Valtellina entraron a formar parte de Lombardía. Sondrio, en suma, llegó a constituir un baluarte de la resistencia católica dentro de un territorio gobernado por un Estado declaradamente protestante. El clima de tensión generado por una situación anómala, por decir lo menos, además de desembocar periódicamente en enfrentamientos violentos (como en el caso de la “Sacra Matanza” de 1620), acabó por intensificar la devoción de los sondrieses, en especial de aquella mayoría leal a la Iglesia romana e inconforme con el gobierno de la Liga Gris. Lejos de comportar beneficios, ser súbditos de un cantón suizo implicaba no pocos problemas, causados por una administración de la cosa pública caracterizada por la ineptitud, la corrupción y los abusos. Previsiblemente, al desasosiego religioso unido al desgobierno y a una exorbitante presión


fiscal, desembocó en un dilatado descontento. “Hasta tanto duró el señorío de los Grisones [finales del siglo XVIII], Valtellina, con sus intransitables caminos y malas escuelas, sus leyes bárbaras y su hostilidad hacia los forasteros, vivió aislada del mundo”. A este paisaje desolador, trazado en 1845 por el abad Pietro Monti, debe agregarse el atraso económico y la involución demográfica. A raíz de las guerras y de una serie de calamidades naturales, Valtellina, que había alcanzado los 200000 habitantes bajo el señorío milanés de los Visconti, en las primeras cuatro décadas del siglo XVII vio reducirse su población a menos de 50000 personas. Al alto índice de mortandad (aumentado excepcionalmente a causa de la peste de 1629-1631), fue sumándose el fenómeno de la emigración, dirigida preferentemente hacia el Milanesado. A comienzos del siglo XVIII, los habitantes de la región debían de ascender a unos 60000, distribuidos en 68 ayuntamientos, siendo que la población de Sondrio, la capital, quizás estaría entre 3000 y 4000. En el curso del siglo XVIII la historia social de Valtellina quedó marcada por el escaso desarrollo de la burguesía o, si se quiere, por la incapacidad por parte de los nobles así como de los artesanos de crear una clase media comercial y empresarial que impulsara la economía del valle. La responsabilidad de este fracaso (especialmentev por lo que se refiere a la falta de vitalidad del sector artesanal) recae en parte sobre los propios habitantes de Valtellina o, mejor dicho, sobre aquellos exponentes de la aristocracia local que integraban la clase dirigente. Pero recae también sobre el gobierno grisón, el cual con su torpeza impidió que Valtellina tomara parte en la dinámica de expansión que, mal que bien, caracterizó la sociedad y la economía del norte de Italia en la misma época. Aun haciendo caso omiso de la cuestión religiosa, las gabelas y los atropellos, esta situación de atraso explica por sí sola las razones del desafecto de Valtellina hacia la Liga Gris y el correlativo apego al granducado de Milán (apego que se extendía a aquellas potencias —Francia, España y Austria— que se alternaron en su gobierno). En particular, ilustra las motivaciones que pudieron haber inducido a Giambattista Botterini a enviar a su hijo primogénito a estudiar a Milán, si bien esta decisión, debido a la sombría situación económica de su familia (y de su patria), representara tal vez un sacrificio excesivo.

4

Con excepción de la viticultura. De hecho, el panorama agronómico de Valtellina estaba dominado por la producción vinícola, la cual constituía una actividad económica importante ya en el siglo XVII.

A lo largo del Renacimiento —periodo correspondiente al dominio de los Visconti—, en Valtellina surgieron centenares de palacios, edificios religiosos e iglesias, lo cual impulsó el desarrollo de las actividades artesanales relacionadas con la construcción, comenzando por la herrería. Sin embargo, la crisis que asoló la región a partir del primer cuarto del siglo XVII, agravada como dijimos por la ineptitud de la clase dirigente y lo obtuso del gobierno, provocó inevitablemente un impulso opuesto. No obstante que los ingresos de los artesanos, en un contexto económico dominado por la agricultura de subsistencia, 4 posiblemente fueran superiores a los de otros trabajadores, su nivel de vida y su solvencia debieron de empeorar notablemente. Y como consecuencia debieron de enrarecerse las perspectivas de mejoramiento para sus hijos. A falta de buenas escuelas en Sondrio, los jóvenes debían trasladarse a Milán y luego a Pavía o Padua (donde existían universidades), y esto implicaba gastos altísimos. Eran muy pocos, pues,


aquellos que podían estudiar y alcanzar un título académico. El común de los jóvenes estaba destinado a una vida mezquina y sacrificada, excepción hecha de aquellos que lograban ubicarse dentro de las estructuras clericales. Pero tampoco esta salida era fácil: aunque numerosas las plazas, eran menos que la demanda, y para obtenerlas era preciso disponer no tanto de vocación cuanto de apoyos o, en último caso, de una inteligencia y una voluntad a toda prueba. 5 El que Lorenzo “el viejo” lograra conseguir sotana para dos de sus hijos significa sin duda que los Botterini, en siglo y medio de permanencia en Valtellina, se habían ganado la benevolencia de la jerarquía eclesiástica (gracias también a aquellos miembros de la familia que en el curso del mismo periodo fueron a engrosar el estamento clerical). Fue posiblemente esa misma benevolencia la que permitió que Lorenzo “el joven”, pese a las penurias familiares, lograra avanzar en los estudios (independientemente de su inteligencia y tesón). De hecho, no sería extraño que su estadía milanesa fuera patrocinada por algún prelado o alguna comunidad religiosa. Siendo así, el obsequio del busto de san Juan Nepomuceno a la colegiata de los santos Gervasio y Protasio constituiría una especie de exvoto, es decir, un signo sempiterno de agradecimiento por la ayuda providencial de la santa Madre Iglesia. Con esto no se quiere insinuar que la pietas de los Botterini fuera menos que sincera. La transparencia de su conciencia religiosa está documentada por las circunstancias que rodean el matrimonio de Giambattista con Margherita de la Ecclesia, madre de Lorenzo. Ésta pertenecía a una antigua familia originaria de la región de Bérgamo llegada a Valtellina en el siglo XV (al igual que los Botterini). Según la costumbre, el apellido Ecclesia era un topónimo y fue adoptado cuando la familia se trasladó a Chiesa (lat. Ecclesia, o sea, iglesia)). A diferencia de los Botterini, los Ecclesia eran nobles y por lo mismo ostentaban un escudo de armas dominado por una iglesia plateada; nobles y muy devotos, aunque no todos fueran católicos. De hecho, si por un lado muchos de ellos llegaron a ser párrocos, monseñores e incluso doctores en teología, otros acataron la doctrina protestante; es más, la defendieron a costa de su propia vida. Ubicada en el contexto de los enfrentamientos que ensangrentaron el panorama religioso de Valtellina en el siglo XVII, la coexistencia en el seno de una misma familia de católicos y reformados constituye hoy por hoy un ejemplo admirable de tolerancia y ecumenismo ante litteram. La reacción suscitada por entonces debió de ser menos favorable. La gran familia cristiana —parecían sugerir los Ecclesia— se funda sobre el entendimiento y la indulgencia de sus miembros, no sobre el arbitrio de los dogmas. Pero el conflicto confesional hacía inútil cualquier llamado a la caritas y sospechoso todo intento de ponerlo en práctica. El amor al prójimo tenía cabida tan sólo en el interior de la ciudadela de la verdadera fe, y todo intento de extenderlo indulgentemente a los que amenazaban su integridad no merecía más que vituperio. 6 Cuando Giambattista Botterini desposó a Margherita de la Ecclesia, el clima religioso Valtellina no era tan exacerbado como unas décadas atrás; sin embargo, el valle seguía representando una frontera espiritual y es probable que la desconfianza hacia los Ecclesia no hubiese desaparecido del todo. Casándose con Margherita, Giambattista supo amalgamar discernimiento y espíritu cristiano, dando prueba de

5

En 1743, en Valtellina, los eclesiásticos llegaban a 1100, lo cual equivale a poco menos de 2% de la población. Aunque altíssimo, este porcentaje, referido a Italia, no era descomunal. En Roma el clero representaba 6.6% de la población, en Bolonia 6%, en Nápoles 3.5%, etcétera.

6

En 1620 los Ecclesia de Malenco (una localidad en la cual vivían muchos de ellos) padecieron muchos sufrimientos a causa de las muertes y las destrucciones sembradas entre los reformados por los fanáticos católicos (cfr. F. Palazzi Trivelli, Stemmi della Rezia Minore, Sondrio, 1996).


una religiosidad elevada a concepción del mundo. Su hermano mayor, Antonio, que compartía con la pareja la casa solariega de la Plaza Vieja, demostró a su vez una inesperada tolerancia. A pesar de ser presbítero, la cercanía de Margherita, con su controvertido historial familiar, no afectó ni su serenidad espiritual ni el equilibrio doméstico.

7

Así apostrofó la Virgen al “testigo” Mariolo de Homodeo: “Bene averastu, sapi che io sono la Gloriosa Vergine Maria, non voia havere pagura. Sapia che questo Anno si è comenso una granda mortalitate de homini et de bestiami et anchora haverà a pezorare in mazore mortalitate, salvo et reservato che qui in questo loco se averà a fare una ecclesia a honore mio, et tuti li personi li quali haverano a visitare questo benedeto et sancto loco, cum qualche bone et sancte elimosine, secundo la lor qualitate, sarano liberi et salvi da questa pestilenza et mortalitate”. (El bien recaerá sobre ti. Sabe que yo soy la Gloriosa Virgen María, no tengas miedo. Has de saber que este año ha ocurrido una gran mortandad de hombres y ganado la cual empeorará en adelante, a menos que en este mismo lugar se edifique una iglesia en mi honor, y todos aquellos que visitaren este santo y bendito lugar, con sus buenas y santas limosnas, según su calidad [¿posibilidad?], estarán librados y a salvo de esta pestilencia y mortandad).

El ejemplo de su padre fue seguramente importante para la formación religiosa de Lorenzo “el joven”, como también lo fueron las enseñanzas de su tío Antonio. En cambio, su devoción mariana surgió espontáneamente, como natural consecuencia de la intercesión de la Virgen en un momento de peligro mortal. Lorenzo subrayó su deuda para con ella en numerosas ocasiones, aludiendo al hecho de que fue la Madonna quien lo restituyó a la vida cuando, recién nacido, nadie creía posible su supervivencia. Margherita lo había dado a luz, pero Lorenzo estaba vivo gracias a María. ¿Quién era, pues, su verdadera madre? Para los habitantes de Valtellina, la veneración a la Virgen de Tirano predominaba sobre los demás cultos marianos, así que la devoción del jovencito se dirigió principalmente hacia ella. La aparición de María en Tirano (un pueblo al norte de Sondrio) había ocurrido en 1504, obedeciendo a un esquema común a muchas otras apariciones del siglo XVI: la Virgen se hace visible a los ojos de un “testigo” para que éste refiera lo ocurrido a fin de promover la construcción de una iglesia en la cual se perpetúe el encuentro de la comunidad con lo sagrado; a menudo el testimonio es recibido con incredulidad, razón por la cual la aparición se repite acompañada por un milagro; a estas alturas, las dudas se transforman en devoción. Así ocurrió el 29 de septiembre de 1504, día de san Miguel Arcángel, en un viñedo cerca del pueblo, en el que el papel de testigo recayó sobre Mariolo de Homodeo. 7 Desde entonces, y a lo largo de más de tres lustros, las curaciones milagrosas y las resurrecciones temporales de niños nacidos muertos siguieron multiplicándose. Por supuesto, la importancia de la Virgen de Tirano no estribaba únicamente en sus intervenciones taumatúrgicas, sino que residía también —como es obvio— en su poder salvífico. Empero, esto no quita que la mayoría de los peregrinos, ateniéndose al mensaje de la Virgen referido por Mariolo, se dirigiera a ella en busca de salvación física antes que espiritual. Desde siempre el nombre de María se ha invocado para conjurar las fuerzas del mal, encarnadas tradicionalmente por la serpiente que la madre de Dios aplasta bajo sus compasivos pies. Sin embargo, a partir de la baja Edad Media, el contenido de las imploraciones se volvió cada vez más mundano, como si el peligro de la muerte corporal hubiese remplazado las amenazas sobrenaturales. En Valtellina, por ejemplo, la Virgen fue invocada para conjurar las calamidades históricas que se abatieron sobre el valle debido a su posición geográfica “privilegiada”. En efecto, tratándose de una ruta transalpina, por Valtellina transitaron en el curso del tiempo ejércitos de varios países, sembrando a su paso muerte y destrucción, miseria y epidemias. A esto agréguese que el dominio del valle, siempre en virtud de su importancia estratégica, fue disputado a sangre y fuego por tres siglos seguidos, con consecuencias imaginables para los lugareños. Finalmente, el hecho de que Valtellina constituyera la mejor vía de acceso a la planicie italiana, convenció a los secuaces de los reformados suizos a edificar allí


una cabeza de puente, dando origen al conflicto reciĂŠn mencionado. La


aparición de la Virgen en Tirano fue considerada como una respuesta benévola a las súplicas que desde hacía mucho tiempo se elevaban en todo el valle. Unas súplicas con las que se buscaba alejar amenazas tan concretas como la muerte, las enfermedades y el hambre, y a las cuales la Virgen María contestó de forma igualmente práctica, esto es, prometiendo librar de las pestilencias a todos aquellos que visitaran su templo trayendo “buenas y santas” ofrendas, aunque la devoción no diera siempre los frutos esperados, y el cómputo de las gracias recibidas no correspondiera en todos los casos al de las ofrendas (un cálculo en cierta forma autorizado por las palabras de la Virgen); si bien las condiciones del valle seguían empeorando, y la mortandad y las pestilencias continuaban asolándolo, el culto a la Virgen de Tirano no cesó en ningún momento de crecer. La pérdida de poder taumatúrgico, esto es, la progresiva disminución de respuestas milagrosas a súplicas individuales, fue compensada por nuevas formas de intercesión social. Acosado por la fatalidad pero obstinado en su decisión de oponérsele, el pueblo de Valtellina se consagró a María en busca de patrocinio moral y político, transformándola en símbolo de resistencia. Ejemplos no faltaban: el auspicio de María, al igual que el de Santiago, había sido impetrado tanto en la época ya remota de la Reconquista como en los tiempos más recientes de la conquista de América. En ambos casos el auxilio se había traducido en un verdadero caudillaje militar, tal que, según cuentan las crónicas, la Virgen y Santiago fueron los artífices de incontables victorias de las armas castellanas sobre moros e indios. Sin embargo, en Valtellina el patrocinio tuvo un tinte mucho menos belicoso, y esto porque los habitantes del valle no se dirigieron a María en busca de un condottiero que los llevara a la victoria sino en busca de inspiración y guía en su camino hacia un futuro pacífico.

8

Cfr. L. Sissa, Storia della Valtellina, Milán, 1861.

9

Del francés mort-main. Conjunto de tierras y edificios sustraídos a la jurisdicción civil y exentos de impuestos, legados a perpetuidad a la Iglesia por herencia o donación. En ciertos casos la “mano muerta” podía abarcar 30 o 40% de todas las tierras de una región. A partir de Carlomagno, este fenómeno dio origen a un interminable conflicto entre el Estado y la Iglesia.

10 “¿Quién le hizo caso?”, pregunta L. Sissa, respondiendo: “[pese al edicto, los reformados] se quedaron o se fueron según sus intereses”.

La Iglesia católica, que al finalizar el siglo XVII podía ufanarse de haber conjurado la invasión protestante, otorgaba a la devoción mariana la máxima importancia, sobre todo por su carácter popular. Sin embargo, la protección de la Virgen de Tirano no salvó al clero, en 1712, de un postrer coletazo por parte del gobierno reformado de los Grisones (resentido por el fracaso de los intentos de conciliación con la curia papal). “Puesto que había sido imposible arreglarse con Roma, la Liga Gris promulgó un decreto que hería gravemente los privilegios clericales”, comenzando por la “prohibición de instituir nuevos beneficios en aquellas familias que ya gozaban de alguno”. 8 Vedaba asimismo las hipotecas sobre los bienes en “manos muertas” 9 y quitaba a los curas, con carácter retroactivo, la tutela de los menores. Engañosamente, la publicación de dichas disposiciones fue acompañada por un edicto, destinado a ser letra muerta, mediante el cual se expulsaba a los reformados de los confines del valle. 1 0 Pese a la airada reacción del clero, fueron muchos en Valtellina los que, una tantum, aplaudieron secretamente la vuelta de tuerca decidida en Coira (la cual, se rumuró, respondía por igual a “razón y gobierno”). En comparación con la “sacra matanza” y tantos otros sucesos cruentos, el decreto de 1712 no deja de constituir un episodio secundario. Sin embargo, para el porvenir de Lorenzo pudo ser determinante. En efecto, dos de las nuevas disposiciones —la primera y la tercera— fueron a recaer directa o indirectamente sobre aquellos jóvenes en edad escolar cuya única posibilidad de estudio


estribaba en la ayuda de la Iglesia; Lorenzo estaba entre ellos: ¿Fue ésta la razón por la cual Giambattista, a costa de graves sacrificios, envió a su primogénito a estudiar lejos de Sondrio? Como se recordará, Lucrezia declaró que Lorenzo se había alejado de Sondrio 26 ó 28 años antes, esto es, en 1720 ó 1722. Pero se equivocó o, más propablemente, refirió una noticia equivocada. Puesto que en el mejor de los casos la joven no podía tener de su medio hermano sino un recuerdo borroso, es probable que toda información acerca de Lorenzo procediera de su progenitor. Pero éste era un hombre enfermo y sería comprensible que su memoria fallara. 1 1 Comoquiera que sea, en un censo familiar practicado en 1713 se dice que en la casa del finado don Lorenzo Botterini “el viejo” residían sus hijos Antonio, Giambattista y Pellegrino; Maria Francesca, segunda esposa de Giambattista, y los dos hijos de este matrimonio, Anna Maria y Claudio Andrea; toda vez que “Laurentius filius soprascripti Johannis Baptistae ex alia uxore… absesns causa studiorum”, Lorenzo, hijo de Giambattista y su primera esposa, estaba ausente por razones de estudio. Se lee en el documento que Giambattista tenía 46 años, su esposa 32 y Lorenzo 16. El hecho de que este último en 1713 estuviera estudiando lejos de Sondrio no quiere decir que no volviera jamás a Valtellina, pero lo más probable es que sus ocasionales reapariciones fueran fugaces. Su ausencia, pues, se remontaba a 35 años atrás.

11

Giambattista Botterini murió el 16 de agosto de 1746 “post longam infirmitatem summa cum patientia toleratam”. Es de suponer que la larga enfermedad mencionada en el acta de defunción arrastrara consigo graves consecuencias económicas debido tanto a los gastos médicos como a la forzosa interrupción del trabajo de herrero. La quiebra de Giambattista pudo haber sido causada por esta desgraciada circunstancia.

Lorenzo Botterini nació en Sondrio el 18 de abril de 1698, fue bautizado de urgencia “ob imminens mortis periculum”, por inminente peligro de muerte, y 10 días después fue bautizado en toda forma en la colegiata de los santos Gervasio y Protasio: Año de mil seicientos noventa y ocho, día lunes vigesimo octavo del mes de abril, el muy reverendo señor presbítero Giorgio Paini di Montanea, canónigo de Sondrio, por especial facultad del ilustrísimo y reverendísimo señor doctor en Teología Giovanni Battista Negrini, protonotario apostólico y archipreste de Sondrio, suministró el bautizo sacramental a un niño ya bautizado en su casa a causa de inminente peligro de muerte, nacido el día viernes décimo octavo, siendo su padre el señor Giovanni Battista, hijo del señor Lorenzo Botterini de Sondrio, y su madre la señora Margherita, hija del señor Abbondio de la Ecclesia de Malenco, conyuges residenciados en Sondrio, habiéndosele impuesto el nombre de Lorenzo Francesco Antonio. Fueron sus padrinos el señor Lorenzo, hijo del señor Faustino de la Ecclesia, y su esposa Caterina Paini.

No debe pensarse que el doble bautizo fuera un recurso habitual ideado para brindar a los niños de Valtellina doble protección en contra de la amenaza protestante. Era una práctica común, es cierto, pero con finalidades mucho más triviales. Aunque más de una vez el “inminente peligro de muerte” fuera real, por lo general era una treta inventada para que el bautizo —especialmente en el caso de hijos primogénitos— pudiera celebrarse en la iglesia, oficiado por un canónigo, en presencia de la madre (restablecida) y de invitados importantes. 1 2 ¿Ocurrió así con Lorenzo? El que su padre —al igual que sus tíos— deseara que el vástago de los Botterini fuera bautizado con pompa magna es apenas natural, eomo lo

12

Cfr. Pio Rajna, “Lorenzo Botterini”, en ‘Bollettino della Società Storica Valtellinese’, 1933, XI.


es el hecho de que Giambattista cifrara en el recién nacido todas sus esperanzas. Pero todo indica que no hubo “arreglo”: al nacer, Lorenzo estuvo realmente en inminente peligro de muerte y ya sabemos a quién deben dársele gracias por su salvación.

13 Francesco Saverio Quadrio, Dissertazioni critico-storiche intorno alla Rezia di qua dalle Alpi, oggi detta Valtellina, vol. III, Milán, 1756.

Esto no merma la posibilidad de que la ambición del padre marcase el destino del hijo desde sus primeros años, induciendo en él aspiraciones sociales desmesuradas. Al respecto, podríamos preguntarnos si el aludido obsequio del busto de san Juan Nepomuceno consistió realmente en una espontánea ofrenda votiva de Lorenzo o si más bien fue motivado por el anhelo de Giambattista de encumbrar a su primogénito y a los Botterini frente a Sondrio entera. ¿No podría ser ésta la razón por la cual en la base de la estatua, además del nombre de Lorenzo, fue grabado el título de “excelentísimo doctor en leyes”? La coronación de las aspiraciones de Giambattista —si es que realmente alcanzó a abrigarlas— se produjo 10 años después de su muerte, pero en forma tal que, de seguir vivo, le habría causado más desconcierto que regocijo. En efecto, en 1756 salió a la luz el tercer volumen de las Dissertazioni critico-storiche intorno alla Rezia di qua delle Alpi, oggi detta Valtellina, de Francesco Saverio Quadrio, dedicado a aquellos personajes que en el curso del tiempo habían enaltecido a Valtellina con sus obras. 1 3 Y entre ellos figuraba Lorenzo. Sin embargo, su apellido iba unido a otro desconocido en Valtellina y acompañado por un título nobiliario que los Botterini no poseían. Puede leerse en el cap. IX: Botterini Benaducci Cavalier Lorenzo, Signor della Torre, e di Hono. Nació Lorenzo en Sondrio, hijo de Giambattista. Dotado de óptimos talentos, y bien criado por sus Padres, pasó al servicio de España, de donde se trasladó a América, haciéndo de ésta su residencia por mucho tiempo. Puesto que había estudiado con provecho y seguía sacando enseñanzas de los buenos libros, resolvió dedicarse a la historia de aquel País [razón por


la cual] formó en México un Archivo con un crecido número de Manuscritos en Lengua Toltequa y Castellana, muchos lienzos históricos, pieles preparadas semejantes a Pergaminos, Poesías, Mapas, todos recolectados por él. Una de dichas pieles preparadas por los Indios, sobre la cual aparecían algunos memorables acontecimientos de aquel País, representados según su costumbre, fue escogida [por el propio Lorenzo] como homenaje al Rey de España: empero, habiendo caido el Bajel que le transportaba de regreso a Europa en mano de los Ingleses, [la piel] le fue quitada, y Botterini no pudo recuperarla jamás. No obstante, llegado a España, presentó al Rey una propia Idea de una Nueva Historia General de aquella Parte de América llamada Septentrional… Aunque sumergido en sus estudios, Botterini no se olvidó de Sondrio, de donde era originario. Mandó construir a sus expensas una hermosa estatua de mármol de S. Juan Nepomuceno, para que fuera colocada sobre el Puente del río Mallero, que divide el pueblo en dos partes, y en la base [de la estatua] mandó grabar su nombre, como testimonio de aquel amor que, aunque de lejos, seguía profesando hacia su Patria.

El jesuita Francesco Saverio Quadrio, también originario de Sondrio (más precisamente de Ponte), era apenas mayor que Lorenzo. Dedicó gran parte de su vida al estudio de la literatura y la historia, ganándose el aprecio de numerosos eruditos de su época, con los cuales mantuvo frecuentes contactos epistolares. Gozó también de la protección del papa Benedicto XIV, quien le permitió dejar la Compañía para que pudiera dedicar más tiempo al estudio. Entre sus obras se destacan Storia e ragione di ogni poesia, en siete volúmenes, y las citadas Dissertazioni. Transcurrió sus últimos años en Milán, en donde murió el 21 de noviembre de 1756. Aunque el valor historiográfico de las Dissertazioni sea modesto, los tres volúmenes en que están distribuidas contienen una riqueza inigualable de informaciones, de gran utilidad para el conocimiento de Valtellina en la primera mitad del siglo XVIII. Más cronista que historiador, Quadrio no se preocupó siempre por cotejar sus fuentes, limitándose más de una vez a transcribir sin analizar datos recogidos por otros autores. Por consiguiente, su obra demanda una lectura cautelosa, en particular las páginas que aquí interesan. De hecho, volviendo al perfil biográfico de Lorenzo, cabe preguntarse: ¿De dónde sacó Quadrio el apellido Benaducci? ¿Y el título de “caballero”? ¿Y el de “señor de la Torre y Hono”? Las discrepancias entre las afirmaciones de Quadrio y los datos arrojados por las fuentes documentales son tales que parecerían remitir a un caso de homonimia, esto es, a la existencia simultánea en Sondrio en la primera mitad del siglo XVIII de dos diferentes ramas de la familia Botterini. Sin embargo, la probabilidad de que por Valtellina anduvieran al mismo tiempo dos Giambattista Botterini, padres de sendos hijos llamados Lorenzo, es bastante inverosímil, y el resultado de las pesquisas efectuadas en los archivos religiosos y civiles de Sondrio lleva a la misma conclusión. Descartada la posibilidad de un cambio de persona, no queda otra alternativa que reconocer la equivocación de Quadrio… o de la fuente en la cual abrevó. Refiriéndose a la obra de Botterini, Idea de una Nueva Historia General…, el jesuita anota que “los periodistas de Trevoux hacen honrosa mención de ella en el Artículo CXXXVIII de sus Memorias del mes de diciembre de 1746”. Lo cual es parcialmente cierto: un artículo


concerniente a la Idea apareció efectivamente en las ‘Memoires pour l’Histoire des Sciences et des Beaux-Arts’ en diciembre de 1746, pero bajo el número CXXXV. Más conocidas como ‘Journal de Trévoux’, las ‘Memoires…’ —cuyo propósito era el de “estimular la confrontación entre los eruditos y conservar para la eternidad el recuerdo de sus obras”— aparecieron en Francia entre 1701 y 1767, en un total de 878 entregas. La mayoría de sus redactores eran jesuitas, al igual que sus directores. A partir de 1745, el control del periódico pasó a manos del padre Berthier, quien hasta 1761 lo dirigió como algo personal. La reseña de la Idea de una Nueva Historia General..., escrita probablemente por el padre Berthier, comienza con la transcripción del título de la obra junto a su traducción en francés: Idea de una Nueva Historia general de la América Septentrional fundada sobre material copioso de figuras, Caracteres y Geroglíficos, cantares y Manuscritos de Autores Indios, Ultimamente descubiertos. Dedícala al Rey nuestro señor en su Real y Supremo consejo de las Indias, el Cavallero Lorenzo Boturini Benaduci, Señor de la Torre y Hono. Con licencia en Madrid, en la imprenta de Juan de Zuñiga an. 1746…

Las 16 páginas siguientes ponen de manifiesto que Quadrio escribió lo que escribió no como resultado de averiguaciones directas sino copiando y refundiendo párrafos del texto de Berthier. Harina de su costal son unas pequeñas correcciones: “Benaducci” en lugar de “Benaduci” y “Botterini” a cambio de “Boturini”. No fue por equivocación, entonces, si Quadrio se sacó de la manga un apellido (Benaducci) y un título nobiliario (Signor della Torre e di Hono) que nada tenían que ver con Lorenzo, sino por el respeto reverencial que un erudito parisiense como Berthier merecía por parte de un humilde polígrafo montañés. Pero, ¿por qué el autor de las Dissertazioni identificó al caballero Lorenzo Boturini Benaduci con Lorenzo Botterini, hijo de Giambattista? Quadrio permaneció en Sondrio o en sus inmediaciones hasta 1749 para luego trasladarse a Milán. Hasta el año anterior, los familiares de Lorenzo sabían únicamente, y no a ciencia cierta, que éste se había ido a América una década atrás. También Quadrio debía saberlo, por la simple razón de que semejante viaje, en un pequeño centro como Sondrio, no podía haber pasado inadvertido. Además, Lorenzo no era un viajero cualquiera: era o se le reputaba aquel ilustre doctor en leyes que había donado a la ciudad la estatua de san Juan Nepomuceno (la cual siguió en su lugar hasta comienzos del siglo XIX, pese a las devastadora crecida del río Mallero de 1736). Los suscriptores del ‘Journal de Trévoux’ alcanzaban a duras penas los mil, y es improbable que hubiese alguno en Valtellina; por lo mismo, es de creer que Quadrio leyera la reseña de Berthier después de su traslado a Milán. Topándose con un “Lorenzo Boturini” estudioso de cosas americanas, el jesuita dedujo no sin razón que debía tratarse de “Lorenzo Botterini”, su conocido compatriota emigrado a América años atrás. No todo coincidía, es cierto, pero Sondrio quedaba lejos, Madrid mucho más, y el bueno del abad no acostumbraba desvelarse por ir al fondo de las cosas: fue así, al parecer, como el hijo de Giambattista el herrero se volvió todo un caballero. Aunque perseguidas, en el siglo XVIII, semejantes metamorfosis no eran descomunales. La precisión ortográfica, en el terreno de


la onomástica, era asunto de poca monta: Botterini, Botturini, Boturini… daba prácticamente igual. En cambio, los blasones trazaban surcos y perpetuaban privilegios, razón por la cual los impostores incurrían o deberían de haber incurrido en el rigor de la ley. Así las cosas, el que Quadrio trocara Boturini por Botterini es comprensible, pero el que convalidara sin dudarlo los títulos aparecidos en el ‘Journal de Trévoux’ no deja de asombrar. En favor de la condescendencia del abad intervienen la autoridad de Berthier, el prestigio del ‘Journal’ y en particular el hecho de que los títulos en cuestión habían sido consagrados por el mismísimo rey de España en el momento de otorgar licencia para la publicación de la Idea de una Nueva Historia General de la América Septentrional. Siendo que el frontispicio del libro sancionaba urbi et orbi la nobleza de su autor, ¿qué más remedio le quedaba a Quadrio sino el de acatar? Aun cuando dudase de que el hijo de Giambattista mereciera realmente tantos honores, el jesuita —de acuerdo con la regla de la Compañía— disimuló y ratificó.



estudios

L

os años que Lorenzo pasó en Milán están envueltos en una espesa neblina de la cual sobresale únicamente un cuaderno forrado en damasco amarillo. Once o 12 años decisivos para la formación de nuestro personaje, quien, pese a todo, fue siempre lacónico al respecto, limitándose a declarar que “fue criado en Milán, donde estudió”. A falta de datos, no queda más alternativa que proceder por conjeturas, a sabiendas de los riesgos inherentes a este tipo de aproximación, riesgos acrecentados por las dudas acerca de la permutabilidad de los apellidos Botterini y Boturini, o sea, acerca de la identidad misma de Lorenzo. Éste aclarará indirectamente el asunto en 1743, diciéndose natural de Sondrio, pero hacia 1712, en el momento de viajar a Milán, nadie podía suponer que un día el hijo de Giambattista Botterini cambiaría de nombre y condición, volviéndose el caballero Lorenzo Boturini Benaduci, señor de la Torre y de Hono. Pio Rajna y Enrico Vesta, estudiosos sondrieses, fueron los primeros en acreditar la identificación propuesta por el abad Quadrio en las citadas Dissertazioni. Rajna, en particular, llevó a cabo una fructífera búsqueda genealógica sobre los Botterini de Valtellina, remontándose a sus raíces ardesianas. Sin embargo, al enfrentarse con el periodo milanés, ambos investigadores se limitaron a formular suposiciones genéricas. A decir verdad, tampoco estudiaron documentalmente el periodo americano; es más, ni siquiera cotejaron la bibliografía disponible, ateniéndose a la version de Joaquín García Icazbalceta. Dado el enfoque “localista” de la ‘Società di Studi Valtellinesi’, a la cual tanto Rajna como Vesta pertenecían, el que sus pesquisas descuidaran los aspectos sobresalientes de la vida de Lorenzo en exclusivo favor de sus orígenes sondrieses, causa más pesar que extrañeza (con todo, no hay que olvidar que Pio Rajna se detuvo a analizar los reflejos de la formación jurídica del futuro caballero presentes en la Idea de una Nueva Historia General de la América Septentrional). A fin de no caer en vaguedades o, aún peor, en conjeturas descabelladas, hemos creído oportuno proyectar los pocos datos disponibles sobre el


pertinente horizonte histórico y cultural, en espera de que las coincidencias entre ambas dimensiones, la documental y la contextual, avalen la justeza de nuestra reconstrucción. Por esto mismo nos hemos demorado en dibujar el escenario sobre el cual Lorenzo se movió, poblándolo con los personajes que pisaron las tablas milanesas al compás con él. En esta perspetiva, los nombres de Ludovico Muratori y Giuseppe Parini, aparentemente ajenos a Lorenzo, serán útiles para entender el ambiente cultural e ideológico de la primera mitad del siglo XVIII, nos guiarán hacia una red de afinidades y convergencias que, a su vez, deberían acercarnos a una mejor comprensión de nuestro personaje. En realidad, el propósito del presente capítulo no es tanto el de proporcionar datos biográficos (tarea por lo demás imposible), cuanto el de desdibujar el proceso de formación de una conciencia; un proceso entendible únicamente a la luz de la profunda crisis de valores que caracterizó la época de Lorenzo, en particular sus años mozos. Educados según criterios que reflejaban el conformismo recalcitrante de la aristocracia y el clero, pero atraídos por el incipiente reformismo de la burguesía, los jóvenes (mejor dicho, los estudiantes) optaron por una improbable mediación. Improbable no sólo en virtud de las diferencias de fondo existentes entre las dos tendencias (en términos de concepción del individuo, de la sociedad y del Estado), sino también como consecuencia de las circunstancias históricas. De hecho, las secuelas de la Guerra de Sucesión española, comenzando por la llegada de los austriacos a Milán, hicieron que el debate entre tradición y renovación perdiera parte de su inicial connotación moral para adquirir aspectos políticos (esquematizando, los partidarios de los Borbones llegaron a encarnar la tendencia conservadora; los paladines de los Habsburgos, la reformista.) Nuestro personaje se formó en este clima de tensión y no permaneció neutral frente a las implicaciones políticas de las concepciones en juego. Como veremos, hacia el final de su estadía milanesa abrazó abiertamente la causa de Carlos VI de Habsburgo, suscribiendo de paso el programa renovador del partido “gibelino” (opuesto al partido “güelfo”, cuyo objetivo era la defensa a ultranza de la supremacía también política del papa). El que Lorenzo, quien procedía de un hogar papista y conservador, tomara posición por el bando laicista, puede parecer extraño, mas no es así: su decisión obedeció a un cálculo en el que la adhesión al Sacro Romano Imperio no excluía la lealtad hacia la Iglesia católica, sino que al contrario, la reafirmaba. En suma, con su toma de posición, Lorenzo dio prueba de creer que espíritu laico y fe religiosa eran plenamente compatibles, una convicción que siguió alimentando a lo largo de toda su vida. Hay pruebas de que antes de cumplir 15 años Lorenzo Francesco Antonio Botterini, hijo de Giambattista, se alejó de Sondrio por razones de estudio. En cambio, no hay pruebas de que fuera el mismo autor de la Idea de una Nueva Historia General de la América Septentrional. Hasta ahora, los documentos y testimonios examinados conducen a lo siguiente: nacido en 1698 en el seno de una familia honrada y no desprovista de cierta hidalguía, Lorenzo, hijo primogénito, quedó huérfano de madre a los nueve años. Su padre, quien volvió a casarse pronto, quiso que emprendiera la


carrera escolar, razón por la cual, antes de 1713, lo envió a estudiar fuera de Valtellina. Hacia 1720, Lorenzo se alejó definitivamente de su tierra natal y unos 20 años más tarde viajó a América. En Sondrio se hizo merecedor del título de doctor en leyes y acreedor del aprecio público por haber donado a la ciudad el busto de san Juan Nepomuceno. En 1755, Francesco Saverio Quadrio, originario de Valtellina, lo identificó con el caballero Lorenzo Boturini, señor de la Torre y Hono, con base en una reseña bibliográfica aparecida en el ‘Journal de Trévoux’ en 1746. Como acabamos de ver, esta misma identificación ha sido defendida y en cierrto sentido oficializada por los estudiosos sondrieses posteriores, comenzando por Pio Rajna. En las actas de la ‘Società Storica Valtellinese’ (sesión del 16 de septiembre de 1928) quedó consignado: “Según parece, una calle de la ciudad de México ha sido dedicada a Lorenzo Boturini. Nosotros aplaudiríamos si la Municipalidad de Sondrio intitulara a Lorenzo Botterini, restituido a su verdadero nombre, una de las calles de nuestra ciudad, posiblemente en el casco antiguo”. Así se hizo, razón por la cual hoy por hoy en Sondrio y la ciudad de México existe una calle en cada una con nombre distinto pero dedicadas a la misma persona. Lorenzo Botterini pasó largos años en Milán, posiblemente 11 ó 12. Llegó adolescente asustadizo y se fue hecho un hombre de 26 años, emprendedor y seguro de sí mismo. Por las calles de Milán se desenvolvieron sus primeros viajes de reconocimiento, sus primeras incursiones en la historia y sus primeras expediciones hacia lo desconocido. Al igual que cualquier otro joven juicioso, de voluntad firme y timorato, en Milán tuvo experiencias, nutrió su alma, adquirió conocimientos, maduró ideas y labró su identidad. Todo esto sin dejar rastro alguno: de hecho, no se halla en los archivos civiles y religiosos de la ciudad lombarda ni una sola mención, ni un solo registro de su estancia o de sus estudios, nada. A manera de consolación puede argüirse que la falta de pruebas, en determinados casos, constituye a su vez una prueba. Baste este ejemplo: tanto la permanencia en un seminario como la pertenencia a una orden religiosa suelen quedar documentadas en los archivos clericales, razón por la cual —por lo que concierne a Lorenzo— dichas eventualidades pueden descartarse con relativa seguridad. Por otra parte, tampoco hay que pensar que los datos relativos a la población estudiantil de Milán en la primera mitad del siglo XVIII están completos y ordenados. La dispersión del material documental y la falta de sistematización de los archivos (para no hablar de las pérdidas causadas por las guerras y otras calamidades) entorpecen las pesquisas de esta índole por doquier, y Milán no es una excepción. Por último, el que un muchacho de una remota población alpina perteneciente a un cantón suizo pasara inadvertido en la capital de Lombardía no es en absoluto extraño. Sin embargo, pese a la falta de pruebas fehacientes, existen indicios y circunstancias que permiten reconstruir la carrera escolar de Lorenzo con cierta aproximación. Están, por ejemplo, las actas notariales en las cuales el hijo de Giambattista es tildado de “excelentísimo doctor en leyes”, la primera fechada el 29 de octubre de 1746, la segunda dos años después (1 de junio de 1748). Si bien es cierto que la veracidad de dicho título no


de ser confirmada, no quedan dudas de que Lorenzo recibió una educación jurídica de nivel universitario. Verdadero o falso, un título académico no garantiza de por sí el grado de preparación de quien lo ostenta. Asimismo, el que un notario de Sondrio tratara a Lorenzo de doctor no significa necesariamente que éste hubiese realizado profundos estudios jurídicos, menos aún que los hubiese aprovechado. Sin embargo, como se verá más adelante, existen circunstancias objetivas que ponen de manifiesto la excelente preparación del joven Botterini en este campo: con base en ellas, es lógico inferir que el título de doctor en leyes, aunque apócrifo, reflejaba sus verdaderos conocimientos. Su fama de joven talentoso y aplicado estribaba, pues, en hechos reales, los mismos que permitieron a Francesco Saverio Quadrio identificar a Lorenzo con el autor de la Idea de una Nueva Historia General de la América Septentrional. Ahora bien, a sabiendas de que el hijo de Giambattista estudió derecho, es posible formular una serie de conjeturas acerca de su carrera estudiantil en Milán. Como ya se dijo, la posibilidad de que Lorenzo ingresara al seminario se esfumó en el momento en que las autoridades de Coira, capital de los Grisones, resolvieron restringir los privilegios del clero de Valtellina, y es probable que la decisión de Giambattista de enviar a su hijo primogénito a estudiar a Milán tuviera que ver con esta misma circunstancia. En 1713 —año en el cual se practicó el censo del que consta que ya Lorenzo no residía en Sondrio— las arcas de la familia Botterini tal vez estaban menos vacías que 30 años después, pero cierttamente no estaban atiborradas. Sin contar los altibajos dependientes de la mejor o peor coyuntura económica general, los ingresos de un fabroferrarius, es decir, de un herrero, eran reducidos, y no permitían egresos excepcionales. Costear la carrera escolar de un hijo en una gran ciudad implicaba sacrificios y renuncias por parte de los demás familiares, incluso en el caso de que los gastos del muchacho fueran medidos hasta el último centavo. Por consiguiente, es de suponer que Lorenzo, llegando a Milán con muchas esperanzas, muchas recomendaciones y poquísimo dinero, ingresara a una escuela pública o religiosa para jóvenes de escasos recursos. En 1609 abrió las puertas en Milán, en la plaza de San Alessandro, un nuevo centro escolar llamado Scuole Arcimbolde, bajo la dirección de los padres barnabitas. El objetivo de la escuela —fundada gracias a un conspicuo legado de G. B. Arcimboldi, camarero secreto del papa Clemente VII— era el de brindarle posibilidades de formación a los jóvenes “especialmente pobres” de Milán. Lorenzo no era milanés y su patria no pertenecía al Milanesado (aunque sí estaba dentro de los límites geográficos de Lombardía), pero con la ayuda de algún religioso amigo de la familia, bien pudo ser recibido en esta escuela. Después de 1770, el programa de estudios llegó a incluir teología dogmática, derecho canónico, civil y penal, economía pública, diplomacia y arte notarial, matemática y astronomía; sin embargo, en la primera mitad del siglo las asignaturas comprendían únicamente gramática, retórica, filosofía moral, teología y desde luego humanidades (humanae litterae). Puesto que en las primeras décadas del siglo XVIII el derecho no figuraba entre las materias de enseñanza de las escuelas Arcimbolde, es de suponer que Lorenzo, después de haber cursado los ciclos iniciales, pasara a


un centro de estudios superior público. Hasta avanzado el siglo, las únicas instituciones de este tipo eran la Universidad de Pavía, con facultades de teología, derecho, artes y medicina, y las Escuelas Palatinas de Milán, en cuyo programa figuraban cursos de derecho, humanidades y matemática. Existían además varias escuelas eclesiásticas, entre las cuales descollaba el colegio jesuita de Brera. Éste era una verdadera universidad, con el privilegio de otorgar diplomas académicos en filosofía y teología. Por último, había varios colegios profesionales, monopolizados por nobles y patricios, que impartían cursos de entrenamiento en diferentes campos y a los cuales se podía acceder después de haber frecuentado una escuela religiosa. Así las cosas, es probable que Lorenzo completara sus estudios o en las Escuelas Palatinas o en el Colegio de Brera (también el cuerpo docente de las primeras estaba compuesto por jesuitas). En efecto, de haberse graduado en la Universidad de Pavía habría quedado constancia de ello en los archivos, sin considerar que Lorenzo no habría dejado ni de mencionar su pasado universitario ni de aludir a su estancia en Pavía. Ser admitido en el Colegio de Brera, el más exclusivo de Milán, era dificil y oneroso. Allí se formaba la elite del clero lombardo y los candidatos laicos debían pertenecer a la nobleza o contar con apoyos importantes. Total, es improbable que el hijo de Giambattista estudiara en dicho colegio (de haberlo hecho, Francesco Saverio Quadrio, Servus Jesu, no habría dejado de mencionarlo). Lorenzo, pues, tuvo que estudiar derecho en las Escuelas Palatinas, una excelente institución que, a diferencia del Colegio de Brera, no estaba autorizada a expedir títulos universitarios. Esta hipótesis explicaría tanto su


cabal formación en el campo del derecho cuanto la ausencia de pruebas tangibles de la existencia de un diploma. A estas alturas, la carrera estudiantil de nuestro personaje podría resumirse así: Lorenzo recibió sus primeras enseñanzas en Sondrio, entre los seis y los 12 años de edad; cumplido el ciclo básico y alcanzada la adolescencia, hacia 1712 fue enviado a Milán, en donde frecuentó las escuelas Arcimbolde hasta completar el segundo ciclo (suponiendo una duración de tres años, éste debió acabarse en 1715); posteriormente, pasó a las escuelas Palatinas, que frecuentó hasta concluir el ciclo superior (posiblemente hacia 1720 ó 1721, en consideración del hecho que la carrera universitaria de derecho civil y canónico duraba en promedio cinco años). Desde luego, este esquema presupone una frecuencia escolar constante y resultados invariablemente positivos. Acerca de estos últimos no debería haber ninguna duda, pero es posible que, dada la situación económica de Giambattista, la frecuencia no fuera siempre regular. Entre los indicios que permiten suponer que Lorenzo tuviera una formación esencialmente laica (o no confesional), está su actitud frente a S. M. Cesárea, el emperador Carlos VI (1685-1740). Como ya se dijo, durante su estancia en Milán el joven Botterini dio prueba de una incondicional adhesión a la causa imperial, una adhesión que, en su contexto, podía significar algo más que lealtad. Como consecuencia de la Guerra de Sucesión española (1702-1713), que había enfrentado a Felipe V de Borbón (1683-1745), sobrino de Luis XIV, con Carlos I de Habsburgo (quien fuera coronado emperador con el nombre de Carlos VI en 1711), Italia volvió a ser el escenario bélico de las grandes potencias europeas, las cuales en Italia sostuvieron sus batallas y a expensas del territorio italiano trazaron sus acuerdos de paz. Las victorias de Carlos I en la primera fase de la guerra y su posterior coronación reavivaron entre los italianos el sueño de una patria unida anexada al Sacro Romano Imperio. Este anhelo chocaba con la aspiración “particularista” de quienes defendían la autonomía y fragmentación de los diferentes Estados italianos, sus formas de gobierno y su ordenamiento dinástico, bajo la superior potestad del papa (cuya tiara simbolizaba sus tres poderes: padre de los reyes, rector del mundo, vicario de Cristo). Posiciones ideológicas tan encontradas no podían sino desembocar en militancias políticas furiosamente antagónicas. En efecto, de un lado se colocaron los filofranceses y filoespañoles, que apoyaban el expansionismo de los Borbones y la supremacía papal, defendiendo de paso los privilegios clericales; del otro se situaron aquellos que, contrarios a los designios seculares del papado y a la omnipotencia del clero, simpatizaban con los Habsburgos, reconociendo en la política de Carlos VI una propensión hacia el progreso social y la apertura cultural. Prescindiendo de sus motivaciones coyunturales, dicha contraposición se enraizaba en el atávico enfrentamiento entre Imperio y Papado, enfrentamiento que a partir del siglo XII y por un lapso de 300 años había ensangrentado la península italiana. Los dos bandos originarios se llamaban güelfos y gibelinos, los mismos nombres adoptados seis siglos después por los partidarios de los Borbones y de los Habsburgos con ocasión de


la Guerra de Sucesión española. Como acabamos de ver, ésta, además de oponer a dos dinastías y dos sistemas de alianzas internacionales, reinició el conflicto político e ideológico entre papistas y laicistas, o si se quiere, entre conservadores y reformistas. Un conflicto no resuelto por la paz de Utrecht (1713), la cual —a raíz de las transformaciones dinásticas y territoriales introducidas en Italia— acabó por dejar descontentos a unos y a otros. Desafortunadamente, el fervor patriótico y el ansia reformista despertados por Carlos VI —sin hablar de otras aspiraciones más concretas avivadas por un programa de gobierno basado en la renovación administrativa, el estímulo a la producción y el desarrollo mercantil— se disolvieron en el momento mismo en que el Emperador, olvidándose del Sacro Romano Imperio, se dedicó en cuerpo y alma a promover la Pragmática Sanción entre las casas reinantes europeas, a lo cual hay que agregar que los gibelinos, víctimas, al igual que los güelfos, de una insufrible presión fiscal, pronto se vieron obligados a enfrentarse a la odiosa realidad del manejo tributario imperial. Sin embargo, durante los primeros años de la hegemonía austriaca en el norte de Italia, el Sacro Romano Imperio —a los ojos de los “librepensadores”— siguió representando una alternativa “progresista” frente al dominio borbónico, a todas luces reaccionario y papista. Las repercusiones del impulso regresivo ejercido por la Iglesia sobre la sociedad civil eran tan desoladoras, que las ideas gibelinas se habían propagado al mismo estamento clerical. Los intelectuales reformistas sostenían que las condiciones de miseria en las cuales vivía el campesinado y la depresión económica que afectaba las ciudades, así como la corrupción


y la impunidad que caracterizaban la administración pública y la justicia, dependían en gran medida de la concentración de la riqueza y del poder en manos de la Iglesia. Sustraído a la jurisdicción civil y penal por un conjunto de inmunidades que permitían cualquier abuso, el clero conjuraba los peligros que amenazaban sus privilegios mediante la perpetuación de la ignorancia y la incultura de los estratos populares, así en el campo como en los centros urbanos. No era un hombre el que tiranizaba a los italianos —pregonaba Alberto Radicati (1698-1737)—, sino la profunda ignorancia en la cual estaban sumidos; era la ignorancia la que los volvía miserables, haciéndolos “respetar y amar como bienhechores a los autores de su miseria”. Por esto, Radicati, un gibelino de pura cepa, se empeñó (vanamente) en convencer a los gobernantes más sensibles de su tiempo para que adoptaran una política capaz de “emancipar a Italia de la cruel opresión de los eclesiásticos, bajo la cual nuestra nación ha padecido inútilmente durante muchos siglos”. Pietro Giannone (1676-1748), un “iluminista radical” napolitano, a fin de desenmascarar el poder religioso y mostrar cómo se había constituido, en sus obras recorrió la historia de la humanidad desde sus orígenes hasta sus días. Coherente y valeroso, defendió sus ideas a costa del exilio y la cárcel. La persecución de los “disidentes” era parte de una política represiva común a la mayoría de los Estados italiano. “Los reformistas italianos —anotó Luis Antonio Verney en 1768—, se hallan entre dos extremos peligrosos: de un lado está el presidio del otro el Santo Oficio. Si alguien se bate por la causa del bien público sugiriendo reformas para las irregularidades y las fallas, termina sus días enclaustrado en una torre. Si opina acerca de los límites de la libertad del príncipe y de la libertad de pensamiento, acaba en las manos de la Inquisición”. Ante esta situación, algunos de los clérigos más cultos y comprometidos se hicieron voceros de un programa de reformas que permitiera a la Iglesia recuperar su verdadera función social y con ella su credibilidad moral. La figura más destacada de este “conciliábulo” de religiosos de avanzada es indudablemente Ludovico Antonio Muratori (1672-1750), literato, historiador y erudito entre los más importantes de su época. Después de haber pasado por un colegio de jesuitas, Muratori se graduó en derecho civil y canónico en la Universidad de Módena. Fue ordenado sacerdote en 1694 e inmediatamente después se trasladó a Milán, en donde, por espacio de cinco años, formó parte de la “junta de doctores” de la Biblioteca Ambrosiana. Allí realizó sus primeras investigaciones filológicas y documentales, luego recogidas en Anecdota latina. En 1700 regresó a Módena para ocupar el cargo de bibliotecario y archivista del duque de Este. Algunos años después le fue confiada una de las parroquias más pobres de la ciudad. A la vez que avanzaba en su imponente obra historiográfica —comenzando por Rerum italicarum scriptores, recopilación de textos y documentos para la historia de la Edad Media publicada en 27 tomos entre 1724 y 1751—, desarrolló una fervorosa obra de apostolado. Sin descuidar los aspectos espirituales de su misión, Muratori abordó las problemáticas sociales de sus parroquianos, poniendo en marcha proyectos asistenciales audaces y novedosos. Expuso las conclusiones teóricas de su propia labor social en un libro intitulado Della pubblica felicità, oggetto de’ buoni principi (Venecia, 1749). Hombre prudente y moderado, Muratori no llegó a


compartir la actitud de quienes, al igual que Giannone, propugnaban una “religión de la verdad… punto de partida hacia una moral integralmente humana basada sobre la libertad, la tolerancia y el respeto por la conciencia individual”. Sin embargo, su lúcida actitud intelectual, su innovador método histórico y su generosa visión del papel de la Iglesia, hacen de él un intérprete ejemplar del ansia de renovación moral y política de los italianos cultos e inconformes, incluyendo a un sector minoritario del clero. Más audaz en su juventud que en la edad madura, en 1712 Muratori se atrevió a poner en entredicho los cimientos jurídicos del poder temporal de la Iglesia con ocasión de una controversia político-territorial entre la Santa Sede, por un lado, y el duque de Este y el Emperador por el otro. De hecho, en un escrito intitulado La piena esposizione dei diritti imperiali ed estensi sopra la città di Comacchio (Modena, 1712), Muratori, además de someter a un cotejo sistemático las actas de donación que en el curso de los siglos habían desembocado en la anexión de buena parte de Italia al Estado de la Iglesia, se arriesgó a impugnar teóricamente la naturaleza misma de las relaciones Estado-Iglesia. Volviendo a Lorenzo y su carrera escolar, dijimos al comienzo de esta larga digresión que su postura frente al emperador Carlos VI parece remitir a una formación esencialmente laica. Laica, sin embargo, no quiere decir laicista. Las simpatías del joven Botterini por Austria y los Habsburgos, sobre las cuales volveremos pronto, no lo convierten necesariamente en gibelino y mucho menos en reformista radical; con todo, ponen de manifiesto un sentido histórico y una conciencia política no sólo precoces sino decididamente insólitos. Hacia 1720, cuando Lorenzo estaba a punto de completar sus estudios, los milaneses confiaban todavía en las señales positivas lanzadas por el gobierno imperial. Austria era muy diferente de España, y el hecho de que esta última, al retirarse de Lombardía después de siglo y medio de dominio, hubiese dejado un pésimo recuerdo, había suscitado casi automáticamente la esperanza o la ilusión de que la administración austriaca sería más proficua y eficiente y, aún más importante, menos vejatoria y corrupta. Tales expectativas se habían irradiado al ambiente estudiantil, especialmente en los centros de enseñanza sustraídos al control directo de la Iglesia, como en el caso de las escuelas Palatinas. Sin embargo, la posición adoptada por Lorenzo no fue el simple reflejo del clima prometedor generado por el fin del domino español. La causa debe buscarse antes que nada en su visión crítica y al mismo tiempo sensible de las condiciones de Valtellina (tampoco se debe descuidar el posible influjo ejercido por Ludovico Antonio Muratori y La piena esposizione dei diritti imperiali ed estensi sopra la città di Comacchio.) A comienzos del siglo XVIII, Milán aún resentía los efectos de la gran peste de 1628-1630, que había causado más de 80 000 víctimas en una población de 150 000 habitantes. Otro factor histórico negativo había sido la dominación española, iniciada en 1535, la cual —como acabamos de ver— se había caracterizado por la ineptitud, lo obtuso y el despotismo. Como era de esperasrse, la merma demográfica y la postración moral, unidas a una depresión económica ya casi endémica, habían frenado el crecimiento de la ciudad, lo cual no significa que la hubiesen derrotado. Aun


que los tiempos en los cuales Milán era citada como ejemplo de desarrollo urbano y mercantil se perdieran en el pasado, la proverbial laboriosidad de la población, su sentido práctico y su espíritu de empresa habían impedido que el impulso productivo se apagara del todo. De una u otra forma, Milán se destacaba como una de las ciudades más importantes del norte de Italia, superada únicamente por Venecia. Por carecer de universidad, su importancia cultural no se igualaba a la de Florencia, Padua o Bolonia (para no hablar de Venecia), pero era rica en escuelas, colegios y bibliotecas, colecciones privadas de arte y un número envidiable de espléndidas iglesias y palacios. Recuerdos del Renacimiento estaban esparcidos por doquier, comenzando por Santa Maria delle Grazie, en cuyo refectorio se hallaba la Ultima Cena de Leonardo da Vinci. A propósito de este fresco, ya por entonces su fama era tal que los viajeros extranjeros, en el curso del infaltable grand tour por los centros artísticos italianos, hacían escala en Milán únicamente para rendirle homenaje. Entre los viajeros que visitaron a Milán en la primera mitad del siglo XVIII y dejaron una descripción de la ciudad, hay que recordar al barón de Montesquieu. Al igual que Fenelon, Montesquieu creía que para poder entender la política y la moral de un pueblo, por principio de cuentas había que detenerse a observar cuál era el lugar ocupado por las mujeres. Tal vez por esto, cuando en septiembre de 1728 el futuro autor de De l’esprit des lois llegó a Milán, su primer encuentro fue con Clelia del Grillo Borromeo, renombrada femme savante. “La condesa Borromeo —anotó Montesquieu— es muy culta, además del italiano conoce el francés, el inglés, el alemán, el latín e incluso el árabe, domina las matemáticas, la física y el álgebra y ha realizado una gran cantidad de experimentos científicos.” Pese a sus numerosos empeños, la Condesa, que por entonces tenía unos 40 años, se esmeró para que el viajero (que tenía su misma edad) aprovechara al máximo su estadía en Milán. Con este fin organizó un intenso programa de visitas a monumentos, palacios, iglesias y academias. Montesquieu no dice si presenció algunas de las clases de ciencias naturales que Clelia del Grillo dictaba en la Academia de los Vigilantes, pero cuenta que al día siguiente de su llegada visitó la Biblioteca Ambrosiana, acompañado por el bibliotecario de los Borromeo. La hermosura del edificio, la riqueza de las colecciones y la amabilidad del personal de servicio sorprendieron al visitante, quien no dejó de anotarlo en su cuaderno de viaje. Las bibliotecas públicas no eran comunes, mucho menos aquellas que —como la Ambrosiana— proporcionaban al lector papel, tinta y plumas; tampoco era común un fondo tan antiguo y copioso de manuscritos, algunos de ellos tan finamente miniados que parecían estar allí para demostrar cómo el arte de la miniatura había retrocedido con el paso del tiempo… Admirado y curioso, Montesquieu pasó de sala en sala deteniéndose ora sobre un libro ora frente a un lienzo. En un momento dado se topó con una recopilación de escritos y documentos históricos en varios tomos intitulada Rerum italicarum scriptores. Obras por el estilo eran insólitas y el visitante, consciente de ello, se quedó ojeándola. No estaba completa, se percató, había sido publicada únicamente la parte relativa a los papas. Montesquieu tomó nota y se alejó sin preocuparse por apuntar el nombre del recopilador, al fin y al cabo ¿qué importancia podía tener?


En Milán, en 1728, eran muchos los que conocían a Muratori. Entre ellos figuraban los eruditos, un gran número de jesuitas, algunos curas seculares, los poetas y los literatos, los estudiosos de historia y en particular los frecuentadores ancianos de la Biblioteca Ambrosiana, quienes todavía se acordaban de aquel cura emiliano, perorador de la felicidad pública, que había dirigido la biblioteca tres décadas atrás. Cuando llegó a Milán para ocupar el cargo aún no tenía 24 años, pero estaba dotado de una especie de sabiduría innata que le permitía forjar frases memorables, profundas y provocadoras al mismo tiempo. Si Montesquieu hubiese interrogado a su acompañante acerca del recopilador de Rerum italicarum scriptores, éste no sólo le habría informado a cabalidad sobre Muratori, sino que podría haberle referido algunas de sus máximas 1 . El Barón se habría percatado así de la curiosa mezcla de impulsos que caracterizaba la actitud mental del historiador modenés, haciendo de él un personaje sui generis, idealista y pragmático, escéptico y confiado, moderno y anticuado… pero el autor de las Lettres Persanes tenía la cabeza puesta en otra parte. En 1728, cuando Montesquieu visitó a Milán, en los anaqueles de la Biblioteca Ambrosiana se hallaba un pequeño manuscrito de 59 páginas ­forrado en seda amarilla intitulado: La Valtellina vindicata da’ Grigioni. Opera umigliata all’Illustrissimo ed Excellentissimo Signor Girolamo del Sacro romano imperio conte Coloredo ecc.ecc. (Valtellina reivi ndicada a los Grisones. Obra humildemente sometida [a la consideración] del Ilustrísimo y Excelentísimo conde del Sacro romano imperio Coloredo etc.) Puesto que el conde Girolamo Colloredo fue gobernador de Lombardía de 1719 a 1725, la obrita fue compuesta con seguridad en esos años. Hoy por hoy sigue en los estantes de la misma biblioteca y su perfecto estado de conservación da a entender que muy pocos, en el curso de casi tres siglos, le han prestado atención. En la contraportada aparece un retrato impreso de Carlos VI, ricamente enmarcado y coronado por la divisa “Carolo servire libertas”. Como de costumbre, las primeras páginas están ocupadas por la dedicatoria, la cual en este caso empieza así: “Sacratissime Caesar, Augustissimam maiestatis tuae effigiem opusculo huic opponendum…” O sea, parafraseando: “Colocando el retrato de Carlos VI al principio de esta obra, el autor, apoyándose por lo demás en hechos y razones incontrovertibles, quiere dar a entender que las gentes de Valtellina desean que su patria sea restituida a Austria y a la Augusta Majestad imperial, etc.” Previsiblemente, los argumentos expuestos en las páginas siguientes llevan a la conclusión de que el traslado o devolución de Valtellina a su legítimo señor redundaría tanto en favor de S. M. Cesárea como del valle. Reivindicando sus derechos sobre una provincia que la Historia hizo suya siglos atrás —se lee entre líneas— el emperador se convertiría en el instrumento de la felicidad del pueblo de Valtellina. Excepción hecha por un monarca carismático y generoso como Carlos de Habsburgo —se pregunta calladamente el autor— ¿quién más podría llevar a cabo semejante cometido? La puesta en juego no se reducía a la posesión de una vía de comunicación de gran importancia estratégica, sino que abarcaba la hegemonía religiosa sobre el valle. Reclamando el dominio político de Valtellina, Carlos VI se alzaría a la vez en defensa de la devoción católica de sus habitantes, asediada por el gobierno protestante de los Grisones, poniendo fin así a los

1

Para la prueba un botón. Entre las frases que Muratori dejó sembradas en uso de su proverbial ironía y sentido común, recordemos la siguiente: “Tiene más valor un libro que sepa enseñarle el arte de su oficio a un mercader o a un marinero, a un jardinero, a un agricultor o a un farmacéutico, que cien libros de filosofía reseca, de blandengue erudición o de poesías hechas tan sólo de sartas de palabras”.




intentos de penetración en suelo italiano de los reformados suizos. Había llegado la hora —parece insinuar el autor— de que Su Majestad Cesárea, sin por esto frenar su victoriosa avanzada en contra de los turcos, voltease su mirada a las amenazas espirituales que atribulaban el sector central de los Alpes. Dicha argumentación no era nueva. En 1709, frente a la embestida evangelizadora de la iglesia protestante de Valtellina, el obispo de Como (Valtellina era parte de la diócesis de Como), Francesco Bonesana, redactó un memorial para la Curia vaticana en el cual sostenía que, con el fin de contrarrestar los intentos del “infame” gobierno grisón de introducir en Valtellina el libre ejercicio de “la falsa secta de Zwinglio”, no quedaba más remedio que el de invitar al emperador de Austria a valerse de sus antiguos derechos sobre el valle. La unión de los Estados hereditarios de Alemania con los de Italia —en opinión de Bonesana— suscitaría sin duda el beneplácito de Valtellina, ya que el pueblo del valle era “muy devoto al emperador, que venera como a un dios tutelar, y espera gozar en el futuro de su eficaz protección, como ya ocurrió en el pasado”. Frente a la acometida protestante, las inclinaciones gibelinas del César no importaban, como no importaba que las gentes de Valtellina fueran hispanófilas. Dadas las circuntancias, aseguraba el obispo, se volverían austrófilas. Así como la solución presentada por el obispo de Como puede parecer desprejuiciada, la propuesta del autor del manuscrito podría ser tildada de simplista. Instigando a un príncipe a anexarse una provincia perteneciente de facto a otro príncipe, con base en títulos viejos de siglos y nunca antes reclamados, el autor, en efecto, desestimaba la complejidad de los mecanismos reguladores del equilibrio político y religioso europeo. No hay que olvidar que para comienzos del siglo XVIII, el Sacro Romano Imperio representaba una entidad abstracta, políticamente inconsistente, pues en términos reales el dominio de los Habsburgos abarcaba tan sólo a Austria y los estados hereditarios. Para que Carlos VI se decidiera a invandir a Valtellina era preciso obtener de antemano no sólo el aval de sus aliados europeos, sino también el visto bueno de la Dieta de Ratisbona, el organismo consultor del “Cuerpo Germánico”, la cual difícilmente iba a consentir en que una comarca fronteriza gobernada por reformados entrara en la órbita de la Iglesia romana, y esto por la simple razón de que algunos de los principados alemanes eran a su vez protestantes. Con todo, la ingenuidad política de La Valtellina vindicata da’ Grigioni halla compensación en el acervo documental aducido: una exhaustiva recopilación de antiguas sentencias, privilegios, acuerdos, etc., que, independientemente de su eficacia práctica, sacan a relucir una larga y provechosa pesquisa en bibliotecas y archivos. En lugar de proyectar las anheladas reivindicaciones imperiales sobre el contexto geopolítico, sopesando sus posibles consecuencias y reacciones, el autor se dedica, con el rigor y la perspicacia de un filólogo consumado, a reconstruir la historia de una controversia jurídicodiplomática, valiéndose para ello del cotejo de fuentes documentales poco o nada conocidas (entre los materiales consultados figuran seguramente algunos manuscritos conservados en la Biblioteca Ambrosiana, como el Discorso in fatto et in iure circa le ragioni di sua maestà Cattolica come duca


di Milano sopra la Valtellina de Paolo Rho o la Capitolazione fra lo Stato di Milano e le tre leghe di Grisoni ai 25 agosto 1604). 2 Es asimismo posible que el autor, para redactar su manuscrito, aprovechara las instalaciones y los servicios de la misma biblioteca. Allí debió de leer Li tre governi politico, medico, ed ecclesiastico, utilissimi, anzi necessarj in tempo di peste (“Los tres gobiernos político, médico y eclesiástico, muy útiles e incluso necesarios en épocas de peste”) de Ludovico Muratori, obra que entró en el catálogo de la Ambrosiana hacia 1720. Del mismo Muratori debió conocer también la ya mencionada Piena esposizione dei diritti imperiali ed estensi sopra la città di Comacchio, y no es de descartar el que la utilizara como modelo metodológico para su propio trabajo. En realidad, la relación Estado-Iglesia, telón de fondo polémico de la Piena esposizione, no atañe a La Valtellina vindicata, la cual —como acabamos de ver— concierne más bien a la relación entre católicos y reformados. Sin embargo, el manuscrito se acerca a la obra del cura modenés en cuanto a criterios historiográficos e investigativos. El ejemplo de Muratori favoreció la superación del dogmatismo aristótelico y del enfoque escolástico, encauzando el método histórico hacia la revisión crítica de la tradición historiográfica, a partir de la recopilación y el estudio sistemático de las fuentes documentales. Hizo más: aleccionó a las nuevas generaciones de estudiosos a dotarse de una nueva ética, sosteniendo que la busca de la verdad histórica era ardua y sacrificada, muy diferente de una lista glosada de autoridades. Decía Muratori con fino humor que podía aspirar a volverse historiador quienquiera que tuviese al alcance libros en cantidad y a una copiosa erudición juntara de buen grado la lectura de los monumentos antiguos. La historia estaba encerrada en bibliotecas y archivos y el investigador debía ir a su encuentro armado de tiempo y paciencia, dispuesto a gastar la vista sobre documentos casi ilegibles. Y bien, lo que se desprende del manuscrito que nos ocupa es que su autor acató plenamente esta lección, tal vez mediante la lectura de la Piena esposizione, tal vez por una prístina intuición personal. Sea como fuere, La Valtellina vindicata es indudablemente el fruto de una copiosa erudición unida a la lectura de los monumentos antiguos. El nombre del autor del manuscrito aparece latinizado y abreviado al pie de la dedicatoria a Su Majestad cesárea (aparece por extenso en el frontispicio.) Después de la acostumbrada fórmula “umilisimus et obsequentisimus subditus”, se lee: “Don. Laur. An. de Botterinis y Ardes”, o sea, Dominus Laurentius Antonius de Botterinis y Ardes. Se trata sin duda alguna de “nuestro” Lorenzo, aunque su manera de suscribirse —y de comparecer por vez primera ante nosotros— no deja de causar perplejidad. En efecto, el retrato del hijo juicioso y aplicado de un honesto herrero montañés bosquejado hasta ahora no parece coincidir con el perfil que Lorenzo trazó de sí mismo firmando como firmó. Al definirse “dominus” (señor), Lorenzo se hizo acreedor de un título de distinción que otros Botterini —comenzando por su abuelo Lorenzo (“ser Laurentius”)— habían ostentado anteriormente. En esto no hay nada extraño: el que un joven de 23 ó 24 años, emprendedor y ambicioso, escudriñara en su pasado familiar en busca de una remota hidalguía con que ataviarse ante el emperador, es

2

Otros manuscritos pertenecientes a la misma biblioteca seguramente conocidos por Lorenzo fueron: Istruzione generale del stato dei Grigioni; Relazione della Valtellina; Privilegi e convenzioni colle valli Bregaglia e colle comunità delle Tre leghe di Grisoni dell’anno 1604; A sua maestà riguardo gli alunni svizzeri e grigioni nei seminari diocesani di Milano; Trattati, convenzioni e capitolazioni riguardanti gli Svizzeri e li Grigioni dal 1315 al 1552; Rapporti storici, atti, lettere e memorie diverse sui fatti dei Grigioni commessi contro la Valtellina per distruggervi la religione cattolica.


todo comprensible. De por sí, el apelativo “señor” no indicaba “limpieza de sangre” (los Botterini, siguiendo a Pio Rajna, nunca estuvieron adscritos a la nobleza de Sondrio), sino una forma de deferencia social lograda por méritos personales o profesionales. Consciente de ello, Lorenzo debió sumergirse en el archivo notarial de Sondrio en pos de algo más consistente. Su talento de sabueso lo llevó hasta un contrato de compraventa de 1610 en el cual se nombraba a cierto “ser Baptista filius ser Bartholomaei de Ardesio dicti Botterini de Ponchiera” (don Bautista hijo de don Bartolomé de Ardesio llamados Botterini de Ponchiera). Era la prueba que necesitaba: la constancia del antiguo señorío y de la procedencia lombarda de sus antecesores (Ardesio era parte de la diócesis de Bérgamo, ciudad que desde el siglo XV pertenecía a la República de Venecia, aunque estuviera dentro de los límites histórico-geográficos de Lombardía). Basándose en este descubrimiento, Lorenzo —que ya tenía que conocer algo de español— agregó ingeniosamente a su patronímico la partícula “y” y el topónimo latino “Ardes” (la misma Ardesio). Ya que la “y”, en esa posición, actuaba como preposición de lugar, el nombre se leía “Señor Lorenzo Antonio de Botterini de Ardes”, en la que la primera “de” aludía a la alcurnia, mientras que la segunda indicaba el lugar de origen. Con toda seguridad, la decisión de “arreglar” el nombre para que sugiriera más de lo que en realidad decía no se debió a simple vanidad. Además de establecer una neta distinción entre su propio linaje y otras ramas de la familia —dando a entender que los Botterini de casta descendían de una familia señorial de Ardes trasplantada en Valtellina—, además y por encima de esto Lorenzo sacó a relucir su ascendencia lombarda. No era asunto de poca importancia: esgrimiendo su originaria pertenencia al ducado de Milán (Bergamo había pertenecido a los Visconti), el hijo de Giambattista de habitante de un valle alpino en manos de herejes suizos pasaba a ser ciudadano del imperio habsbúrgico, o sea, un “muy humilde y obsecuente súbdito” de Su Majestad cesárea. Como súbdito distinguido de Carlos VI, Lorenzo podía aspirar a un empleo en la administración ítalo-austriaca de Lombardía y posteriormente, quizás, a un cargo (o incluso una dignidad) en la corte. ¿Fue el propósito de encontrar la evidencia de su antigua raigambre lombarda lo que hizo que el hijo de Giambattista se dedicara a escudriñar en los papeles de familia? Indudablemente Lorenzo descendía de don Bartolomé de Ardesio. Éste a su vez había nacido de don Andrea de Ponchiera (aldea próxima a Sondrio), presumiblemente hacia la mitad del siglo XVI. Por ese entonces el apellido “Botterini” no existía aún. Apareció unas décadas más tarde, pero no como patronímico sino —en un comienzo— como apodo. Haciendo hincapié en la ascendencia bergamasca de su familia, Lorenzo dejó en el olvido a Ponchiera y los fútiles orígenes de su apellido. Curiosamente, el joven Botterini se adentró en la genealogía de su familia con un propósito análogo al que le guió en su investigación histórica, o sea, el de corregir un entuerto: devolviéndole al César lo que era del César en un caso, rescatando el abolengo de los Botterini en el otro… y dando prueba en ambos casos de mucho ingenio y bastante ingenuidad. Empero ¿qué podría esperarse de un joven cuyos “óptimos talentos” eran decididamente superiores a su modesta extracción social y a las expectativas que


esta abría? Lorenzo tuvo que aprender muy pronto que ni la inteligencia ni la erudición ni el hecho mismo de ser súbdito de Austria eran suficientes para garantizarle un futuro a la altura de sus esperanzas. El título de doctor en leyes le habría permitido, de regreso a Sondrio, acceder a la carrera notarial, pero Lorenzo no disponía de diploma ni quería volver a Valtellina. Confiaba en el porvenir y creía en la enseñanza del pasado; en cambio, no estaba conforme con el presente, o mejor dicho, con su actual estado. Pertenecía a la “società di mezzo”, esto es, a ese grupo social que se hallaba entre la masa plebeya y la elite aristócrata que con la consolidación de la burguesía dio lugar a la clase media, pero no compartía sus ideales en formación. Era abierto al mundo, mas el mundo parecía cerrado a los jóvenes de su condición. A comienzos del siglo XVIII, así en Lombardía como en los demás Estados italianos, los cargos de alguna importancia estaban en manos de la nobleza. En Milán, ciudad desprovista de una aristocracia tan numerosa como la de Roma o Nápoles, los nobles representaban entre 1 y 2% de la población, es decir, unos mil individuos como mínimo. El que la frivolidad y la altivez, la necedad y la desidia fueran sus rasgos característicos no mermaba sus privilegios. El abad Giuseppe Parini, figura prominente de la poesia italiana del siglo XVIII, reconstruyó en un largo poema intitulado Il Giorno (“El Día”) un día en la vida de un gentilhombre —un típico “giovin signore” vacuo e ignorante. Con sus versos irónicos y punzantes, Parini pone al descubierto la naturaleza insustancial de su personaje, convirtiéndolo en el emblema de un vacío moral. Esta flaqueza es el resultado de un embuste “original” —opina el abad—, el mismo engaño por medio del cual la nobleza, sin mérito ni razón, ha logrado colocarse en una posición de superioridad. Tras observar que la abundancia de servidores no compensa la futilidad constitutiva del “joven señor” (“da tutti servito a nulla serve”, servido por todos de nada sirve), Parini reitera que los nobles existen y se perpetúan gracias a la superchería. Impostura e Hipérbole unidas crean un torbellino de títulos estruendosos con los cuales tapan las vergüenzas de la “desnuda humanidad” (“nuda umanitate”) de nobles y monarcas, permitiéndoles erigirse sobre los comunes mortales: Tu dell’altro a lato al trono Con la Iperbole ti posi: E fra i turbini e fra il tuono De’ gran titoli fastosi Le vergogne a lui celate De la nuda umanitate 4 .

Además de farsantes, los nobles son incapaces de tener ideas y gustos propios, motivo por el cual actúan de manera estereotipada e innatural, al igual que títeres. Así sucede, por ejemplo, en el momento en que el “joven señor” se presenta ante una dama: Tengasi al fianco la sinistra mano sotto il breve giubbon celata; e l’altra sul finissimo lin posi, e s’asconda vicino al cor: sublime alzisi il petto; sorgan gli omeri entrambi, e verso lei

4

Tu [Impostura] te colocas al lado del trono/ junto a la Hipérbole/ y entre los truenos y ventiscas/ [provocados] por los títulos fastuosos/ escondeis las verguenzas/ de la desnuda humanidad [del rey].


5

Hay que tener la mano izquierda contra la cadera/ escondida por debajo del jubón; la otra/ apoyada sobre el lino finísimo [de la camisa]/ a la altura del corazón: levántese el pecho sublime/ enderécense ambos hombros, y hacia ella/ dóblese el cuello flexible; apriétense/ las comesuras de los labios;/ y tiéndanse [los labios] hacia el centro en forma aguda [hacia fuera] y por la boca/ así arreglada, emítase/ un murmullo poco intenso.

le labbra un poco; vèr lo mezzo acute rendile alquanto, e da la bocca poi, compendiata in guisa tal, sen esca un non inteso mormorio 5 .

En el Dialogo sopra la nobiltá (“Dialogo de la nobleza”), Parini se imagina que un Noble y un Poeta se hallan sepultados en la misma tumba. Después de haber reconocido que la superioridad de los nobles no deriva ni del nacimiento ni de la sangre, el Noble afirma que ésta, debido a su antigüedad y limpieza, ejerce un poder especial sobre un alma aristócrata y explica: “[la fuerza de nuestra sangre] despierta nuestros espíritus proporcionándonos donaire y virtudes; la vuestra os vuelve obtusos, rudos y viciosos”. ¿Quiere esto decir —pregunta el Poeta— que todos los nobles disponen de inteligencia, donaire y virtud? Ante la respuesta afirmativa del Noble, su interlocutor objeta: ¿Cómo se explica que cuando yo estaba todavía allá arriba entre los vivos me parecía que la gran mayoría de vosotros [los nobles] fuera ignorante, estúpida, prepotente, avara, mentirosa, holgazana, ingrata, vengativa y otras finuras por el estilo? ¿Será que a raíz de algún accidente inopinado una parte de nuestra sangre heterogénea se ha metido en los purísimos canales de vuestros antepasados? ¿Y cómo se explica, además, el que entre la plebe se cuenten tantas personas letradas, valientes, emprendedoras, liberales, amables, generosas y honestas? ¿Será que una parte de vuestra purísima sangre, por algún accidente inopinado, se ha metido en los oscuros canales de nosotros los canallas?

Nacido en 1729, Giuseppe Parini era 30 años más joven que Lorenzo Botterini, tres décadas marcadas por guerras dinásticas, reajustes territoriales y políticos, cambios de gustos y de costumbres y el progresivo afianzamiento de aquella “società di mezzo” a la cual pertenecieron, cada uno en su momento, tanto el uno como el otro; 30 años en los que se agudizó la crisis moral e intelectual que caracterizó la primera mitad del siglo (y que directa o indirectamente abrió el camino de la Ilustración). Pese a la distancia en el tiempo, Botterini y Parini compartieron experiencias e inquietudes. Parini nació en el norte de Lombardía, hijo de un modesto comerciante. A los nueve años, su padre lo envió a estudiar Milán, para que su talento y vivacidad pudieran fructificar. Entró así a las Escuelas Arcimbolde, en donde pasó por los cursos inferiores. A la muerte de la tía que lo hospedaba en Milán, Giuseppe recibió una pequeña renta, exigible únicamente si hubiese sido ordenado sacerdote. El estado de estrechez en el que se hallaba —y en el cual estuvo sumido a lo largo de toda su vida— lo obligó a trabajar como repetidor y tutor (desempeñando este oficio pudo observar de cerca el carácter y las costumbres de la nobleza.) Finalmente, le fue confiada la cátedra de Bellas Letras en las Escuelas Palatinas. No es necesario seguir; por lo visto, entre Giuseppe y Lorenzo hay más de una circunstancia común. En esto no hay nada extraño: el que a la distancia de 30 años dos muchachos procedentes de regiones aledañas llegaran a Milán y (tal vez) frecuentaran las mismas escuelas es bastante normal, sobre todo si se considera el hecho de que existían muy pocas opciones. Sin embargo, hay más. Observando las dos biografías en perspectiva, podría decirse que entre ambas existe una especie de reflejo, como si Lorenzo y Giuseppe


fueran dos encarnaciones de un mismo personaje típico, antítesis del giovin signore: un joven resuelto e inteligente, nacido en un hogar honesto e industrioso, dotado de sólidos principios morales, en busca de afirmación personal y social, pero desprovisto de títulos y hacienda; un joven que, pese a todo, no tiene más salidas que el sacerdocio o… el improbable ascenso a un estrato social superior. Parini, asustado por el fantasma del hambre, optó a regañadientes por el estado clerical. Con la ayuda providencial de sus supuestos antepasados, Lorenzo emprendió la escalada sin dudarlo .



huellas

L

as huellas de Lorenzo, aparecidas inopinadamente entre los manuscritos de la Biblioteca Ambrosiana, se pierden en la nada de la misma forma repentina e inexplicable con que, poco antes, salieron a flote. Hasta donde llegan nuestros conocimientos, ningún otro escrito o documento está firmado por “Botterini” o “de Botterini y Ardes”, de manera que, mientras no haya prueba en contrario, La Valtellina vindicata da’ Grigioni constituye el único testimonio directo de la existencia de Lorenzo. Las demás pruebas son la fe de bautismo (1698), un par de referencias en registros parroquiales (1711), dos o tres menciones en documentos notariales (1746-1748), la declaración de Lucrezia Botterini (1748) y el perfil biográfico trazado por Francesco Saverio Quadrio (1756). Este último, sin embargo, discrepa de la fuente utilizada por el abad —el ‘Journal de Trévoux’(1746)—, la cual no menciona a “Botterini” sino a “Boturini Benaduci”. A partir de estos datos, la historia de nuestro personaje podría ser contada así: a finales del siglo XVII vio la luz en Sondrio, un pueblo de los Grisones, un niño enclenque, bautizado in articulo mortis con el nombre de Lorenzo Francesco Antonio. Al parecer, la intervención de la Virgen de Tirano volcó los pronósticos y el recién nacido, quien jamás olvidó su deuda para con María, sobrevivió. Honrada y devota, su familia era originaria de Lombardía, región de la cual se había alejado a mediados de 1500. Pese a su modesta procedencia, en el curso de siglo y medio los antepasados de Lorenzo habían ocupado cargos administrativos y eclesiásticos, distinguiéndose por su competencia y honestidad y haciéndose acreedores a la pública distinción. Al igual que su abuelo, su padre era herrero, mientras que sus tíos, que compartían el mismo hogar, eran curas. Fueron ellos quienes inculcaron en el niño los gérmenes de su futura devoción, así como quienes le impartieron los primeros rudimentos de gramática italiana y latina. La muerte de su madre, ocurrida repentinamente, hizo que el cuidado de Lorenzo pasara del todo a sus tíos. Éstos hubiesen deseado que se encaminara hacia la carrera eclesiástica, pero sus esperanzas se vieron frustradas por ciertas disposiciones restrictivas adoptadas a destiempo por


e

l gobierno grisón. El padre, en cambio, aspiraba a que su hijo primogénito llegara a ser notario, una profesión rentable y prestigiosa ya escogida por algunos de sus antecesores. Con este propósito, cuando Lorenzo alcanzó los 12 años, le envió a estudiar a Milán, sin importar los desmesurados sacrificios que esta decisión implicaba. El título y la toga que su hijo iba a vestir de regreso a Sondrio, sin hablar de los aspectos más venales de su futuro empleo, le compensarían con creces de cualquier privación. Inteligente y aplicado, Lorenzo frecuentó en sucesión, y con igual provecho, las dos escuelas públicas más importantes de Milán, ambas dirigidas por jesuitas. Aunque el pensum de tales escuelas fuera parcialmente distinto de la ratio studiorum de los colegios de la Compañía, nuestro joven recibió esmeradas enseñanzas de derecho civil y canónico, nociones de teología y clases avanzadas de humanidades. La pasión por la historia, unida a una cabal preparación jurídica y al amor por su tierra natal, le llevaron, finalizando ya su estancia en Milán, a componer una obrita intitulada La Valtellina vindicata da’ Grigioni. Por medio de un cuidadoso cotejo de antiguas piezas documentales, Lorenzo se propuso demostrar, en contra de las pretensiones grisonas, la indiscutible validez de los derechos imperiales sobre Valtellina. Dedicó el manuscrito al emperador Carlos VI, suscribiéndose inesperadamente como “Lorenzo Antonio de Botterini y Ardes”, y a la vuelta de pocos años hizo que sus huellas se perdieran, no sin antes haber donado a la villa de Sondrio una estatua marmórea del Mártir del río Moldava. Según declaró su media hermana mucho tiempo después, la última aparición de Lorenzo en Sondrio se produjo hacia 1720. Le constaba a Lucrezia que posteriormente Lorenzo había viajado por Europa, y sabía también, por las voces que corrían, que finalmente se había dirigido al Nuevo Mundo. Sin embargo, jamás había recibido noticias suyas. El notario que transcribió la declaración de Lucrezia antepuso al nombre de Lorenzo el título de “Exelentisimo Doctor en Leyes”, dando así a entender que los estudios de nuestro personaje habían concluido exitosamente. Francesco Saverio Quadrio, autor de un prolijo repertorio biográfico de personajes destacados de Valtellina (1755-1756), dejó anotado que Lorenzo había vivido varios años en la Nueva España, volviéndose gran conocedor de la historia de aquella nación. Quadrio copió tal información de una reseña que el ‘Journal de Trévoux’, en diciembre de 1746, dedicara a la Idea de una Nueva Historia General de la América Septentrional, obra publicada en Madrid ese mismo año por Lorenzo Boturini Benaduci, Señor de la Torre y Hono. A sabiendas de que Lorenzo Francesco Antonio Botterini, cuyo ingenio y erudición eran notorios en Sondrio, se había trasladado a América, Quadrio, con razón o sin ella, no dudó en afirmar que el autor de la Idea era su mismo paisano. Relatada así, la historia de nuestro personaje pone de manifiesto su espíritu inquieto, o mejor dicho, su inconformidad con el ambiente asfixiante y retrógrado que le tocara en suerte y con el porvenir no menos estrecho que esa misma suerte le asignara. Nacido en una región fronteriza y turbulenta, Lorenzo se fue en busca de otro mundo y de otra vida: un lugar seguro y promisorio donde poder asentarse y realizarse. Pero no


disponía de mapas ni de brújula y, en su afán por alejarse de la marginalidad geográfica y humana de su patria, procedió a tientas, avanzando y retrocediendo. Y como suele suceder a los viajeros improvisados, se extravió más de una vez. Peor aún, cuando alcanzó la tierra prometida no logró afincarse en ella. Por ahora, sin embargo, lo que nos interesa es averiguar las razones de la desaparición de Lorenzo, después de que apareciera en la Biblioteca Ambrosiana. Giambattista Botterini no alcanzó a ver coronada su esperanza de que su primogénito, educado a costa del derrumbe económico de la familia, se convirtiera un día en el báculo de su vejez. Es más, a partir de 1720, y a lo largo de los 26 años transcurridos hasta su muerte, tampoco tuvo el consuelo de volver a verlo. Durante esos larguísimos años esperó inútilmente que su hijo, vuelto ya afamado y acaudalado príncipe del foro, apareciera de pronto, lleno de amor filial y gratitud, poniendo fin a sus tribulaciones. Se sintió resarcido al saber que Lorenzo había conseguido el suspirado título de doctor en leyes, esto sí, y por cierto se enorgulleció cuando el busto de san Juan Nepomuceno, con el nombre de los Botterini grabado en la base, fue entregado a la ciudad. Pero esto no debió bastar para atenuar su agobio. Como tampoco sirvió para mitigar la amargura de Lucrezia, cuyas aspiraciones de mujer se vieron disminuidas, si no totalmente negadas, por la preferencia que su progenitor otorgara desatinadamente al primogénito. Desapareciendo, Lorenzo faltó a las obligaciones contraídas con su familia en el momento de ser escogido para llevar a cabo el “rescate” de los Botterini. Saldó las cuentas con su patria (como anota puntualmente el abad Quadrio), mas no honró la deuda que tenía con su padre y hermana. ¿Llegó a creer de buena fe que se trataba de una misma “contabilidad”, o sea, que enalteciendo públicamente el nombre de los Botterini satisfacía de paso las expectativas de sus allegados? Imposible saberlo. En todo caso, no es ésta la pregunta que puede ayudarnos a enfocar la verdadera historia de Lorenzo sino otras: ¿Desapareció a raíz de un plan deliberado o por causas accidentales? Y de haberlo hecho a propósito ¿cuál pudo ser su intención? En cuanto a la primera pregunta, no cabe duda de que la desaparición de nuestro personaje se debió a una decisión premeditada. No puede haber duda por la simple razón de que Lorenzo, pese a las apariencias, jamás desapareció: lo que en realidad se produjo fue una transformación, o mejor dicho, una mutación voluntaria a raíz de la cual nuestro personaje, hecho irreconocible, se volvió otro. Toda vez que las mascaradas suelen obedecer a impulsos momentáneos, fruto de circunstancias igualmente pasajeras, otros artificios, como por ejemplo la simulación o la sustitución de persona, responden por lo general a planes cuidadosamente preparados. Ni taimado ni espontáneo, el cambio de identidad obrado por Lorenzo fue, a la inversa, un ardid sensato e inculpable, fruto de una mente reflexiva y acuciosa vuelta pragmática por necesidades a la vez personales y contextuales. Esto no quiere decir que la impostura fuera una práctica laudatoria, pero hay que reconocer que en la primera mitad de 1700 era (o podía llegar a ser) cultural y moralmente tolerable. Por esto mismo Giuseppe Parini la eligió como blanco de sus versos punzantes en una oda satírica intitulada precisamente La Impostura:


1

Venerable Impostura/ En el templo hermoso consagrado a tu nombre/ Ando a tientas a través del aire oscuro/ Y a tu santo simulacro/ Asediado por el gran gentío/ Me arrodillo humildemente.

2

Mente lista y siempre fértil/ De oportunos cuan útiles cuentos/ Poseen tus dignos secuaces:/ Pero tenaz, y casi roca/ inquebrantable la frente.

Venerabile Impostura, Io nel tempio almo a te sacro Vo tenton per l’aria oscura; E al tuo santo simulacro, Cui gran folla urta di gente, Già mi postro umilemente 1.

Desde el punto de vista del poeta milanés, la impostura y otros artificios por el estilo eran típicos, aunque no exclusivos, de los ambientes aristócratas, de los cuales ponían de manifiesto la corrupción moral. De hecho, los nobles constituían una categoría de personas acostumbradas a defender sus privilegios —obtenidos por demás sin mérito ni razón— mediante engaños y recovecos. Sin embargo, Parini, consciente de que nadie estaba exento de incurrir en faltas de esa clase, no apunta únicamente a la nobleza: “Tu [Diosa Impostura] il discorso volgi amico/ Al monarca ed al mendico”. Es más, en cierto punto el poeta invoca irónicamente a la Impostura para que le reciba entre sus acólitos: “Or, se tanta potestade/ Hai qua giù, col tuo favore/ Ché non fai pur me impostore?” (Si tan grande es el poder/ Que tienes acá entre los hombres, con tu venia/ ¿Por qué no me haces impostor a mí también?) Luego, siempre dirigido a la Diosa, agrega: Mente pronta e ognor ferace D’opportune utili fole Have il tuo degno seguace: Ma tenace, e quasi monte Incrollabile la fronte 2.

Una imaginación incansable y una desenvoltura a toda prueba: he aquí las “dotes” del perfecto Impostor, sin olvidar —agrega el autor en la estrofa siguiente— el respeto de la verosimilitud. La descripción del aspirante embustero no resulta en absoluto repulsiva. Al contrario, hay en el retrato algo familiar que lo hace casi atractivo. La razón es simple: tal vez a conciencia, los rasgos del Impostor trazados por Parini coinciden con los lineamientos propios del Artista, tales como aparecen consignados en las poéticas y los tratados: creatividad, audacia, credibilidad. Una coincidencia plausible, en realidad, ya que tanto el Impostor como el Artista aspiraban (aspiran) a alcanzar la verdad mediante la ficción. Pese a la ambigüedad del retrato y al carácter sarcástico de la oda, la denuncia de Parini no admite excepciones: no había ni podía haber fingimientos buenos o perdonables, menos aún en un momento en el cual los efectos desmoralizadores de la falsedad estaban corroyendo los cimientos de la sociedad. Al engaño había que oponerle la Verdad (“Verità mio solo nume”, [Verdad mi única diosa]) puesto que únicamente ella tenía el poder de restablecer la razón y la justicia entre los hombres. Total, el hecho mismo de que Parini dedicara una de sus odas a la Impostura pone de manifiesto que su veneración había alcanzado las dimensiones de fenómeno cultural, obteniendo de paso una perversa legitimación. Si la tolerancia frente a la impostura era un síntoma inequívoco de decadencia moral, su práctica por parte de personas de alto nivel cultural e intelectual era un signo de aquella “crisis de la conciencia europea” que



carácterizó la primera mitad de 1700. Esto nos devuelve a la segunda pregunta: ¿por qué Lorenzo decidió cambiar de identidad? Como todas las respuestas concernientes a los interrogantes sobre la conducta humana, las que se nos deparan en este caso son ambiguas y parciales, no sólo porque los hombres son contradictorios y polimorfos por naturaleza, sino porque la conducta individual depende en gran medida de factores contextuales difícilmente ponderables. En el caso de nuestro personaje, el contexto está constituido por la historia social y cultural de la primera mitad del siglo XVIII, uno de los períodos (relativamente) menos conocidos de la historia moderna: una época de transición carácterizada por la debilitación, mas no el abierto enjuiciamiento, de los valores heredados de los siglos anteriores; una época anticipadora, en la cual algunos pensadores introdujeron temas de reflexión destinados, al cabo de pocos años, a confluir en la filosofía del Iluminismo… Una época, habría que agregar, en la cual una progresiva recalificación de la curiosidad —un novedoso espíritu inquisitivo— hizo que algunos individuos no sólo formularan preguntas nuevas e indiscretas sino también que dudaran de las respuestas dadas hasta entonces a viejos interrogantes; todo esto, sin embargo, en el aparente respeto de la tradición y las instituciones, es decir, sin desafiar ni el sistema del saber ni las formas de gobierno. Por su carácter personal, por no decir íntimo, este cambio de actitud tocó menos las esferas social e ideológica que la moral. Incluso podría decirse que se trató, en primer lugar, de una mutación psicológica, determinada por una cambiada posición del individuo frente a sí mismo antes que frente al mundo. Impulsados por su renovada voluntad de conocimiento, hombres particularmente lúcidos y perceptivos como Lorenzo sometieron la realidad a una revisón crítica que mal se acoplaba al dogmatismo heredado de la época barroca. Lo lograron sometiéndose a sí mismos a una igual revisón, y asumiendo los riesgos inherentes a una actitud inconforme y, a los ojos de los conservadores, moralmente dudosa. Entre las consecuencias que este doble examen acarreó en hombres como Lorenzo (o Muratori o Giannone) caben una conciencia de sí más audaz y deshinibida, un mayor compromiso intelectual y una tendencia más o menos explícita hacia posiciones político-ideológicas laicas y reformistas. No menos decisivos fueron los efectos provocados en el terreno de la investigación histórica, la cual, según vimos hablando de Muratori, fue sometida a un replanteamiento radical, comenzando por la prioridad concedida al estudio documental. La decisión de Lorenzo se inscribe en este peculiar ambiente psicológico e intelectual y en parte se explica por medio de él; pero no hay que descuidar otras motivaciones más personales y prácticas, como el rechazo del anonimato y el afán de mejoramiento social y económico. A este propósito es oportuno recordar que el panorama laboral que se desplegó ante Lorenzo al finalizar o interrumpir sus estudios hacia 1720, era francamente desolador. Los mejores puestos estaban destinados invariablemente a la aristocracia y el clero y los restantes, cuando no eran vendidos, eran distribuidos con base en criterios que nada tenían que ver con las aptitudes, la preparación o los méritos de los candidatos. Desprovisto de títulos de nobleza y diplomas universitarios, nuestro personaje únicamente podía aspirar a un empleo humilde, mal pagado y temporal (como el de ofici-


nista o de tutor). Poco importaba que fuera inteligente y culto: las leyes que gobernaban el mercado del trabajo eran ciegas y sordas tanto a las cualidades como a las necesidades de los solicitantes. Sin importar este cuadro, Lorenzo debía encontrar empleo a toda costa. Durante el periodo escolar, que, como ya dijimos, se prolongó por ocho o nueve años, había vivido en todo o en parte a expensas de su familia, pero ya no podía contar con esa ayuda. Aunque su padre siguiera apoyándolo, Lorenzo no podía no sentirse obligado a liberar a sus familiares de una carga que no sólo duraba desde hacía demasiado tiempo sino que tampoco había dado los frutos esperados. Por cuanto hemos hablado de ellas en más de una ocasión, las dudas que circundan la autenticidad del título académico merecen una digresión. A lo ya dicho hay que agregar que Lorenzo jamás se suscribió como “doctor”. No lo hizo en su “primera vida” —en el momennto de firmar la Valtellina vindicata da’ Grigioni—, como tampoco lo hizo en la “segunda”, las veces que signó memoriales o despachó su correspondencia privada. Además, en las dos o tres ocasiones en las cuales se refirió a su carrera escolar, no sólo no entró en detalles sino que omitió el asunto. Dirigiéndose al marqués de la Ensenada, por ejemplo, se limitó a decir: “Acabados mis estudios en Italia…”; no fue más locuaz con el alcalde del Crimen de la ciudad de México, ante el cual declaró que “fue criado en Milán, donde estudió”. Todo esto acrece la importancia de una carta dirigida a Joseph Cevallos firmada en Madrid el 13 de abril de 1751, en la cual Lorenzo escribe: “Yo, Señor Doctor [Cevallos], nací en Lombardía, estudié en Milán la Jurisprudencia Civil y Canónica…” Menos de 10 palabras, pero densas de implicaciones, principiando por el hecho de que no las suscribió Lorenzo Botterini sino su doble, el caballero Boturini Benaduci. No agregan mucho a lo que ya sabemos, pero confirman que nuestro personaje estudió derecho y que, como sospechábamos, no se doctoró (ningún graduado habría dejado de divulgarlo) 3 . Significativa, además, es la referencia al nacimiento en Lombardía, que sabemos imprecisa. ¿Por qué Lorenzo trastocó su lugar de origen, para simplificar o para confundir? Es posible que Cevallos, al igual que el común de los españoles, ignorase la existencia de Valtellina y los Grisones. ¿Para qué, entonces, desafiar sus conocimientos de geografía política? Pero no es menos probable que nuestro personaje, o mejor, su doble, hablara de Lombardía para borrar las huellas de su pasado grisón. Como decíamos, una reconstrucción plausible de los hechos y motivaciones que dieron lugar a la “desaparición” de nuestro personaje tiene que ver con sus escrúpulos. Cada vez era más urgente que Lorenzo, acabada o truncada la carrera estudiantil, se emancipase de su familia para no seguir pesando sobre ella (o para poner fin a sus presiones y quejas). El tiempo se había acabado y había llegado el momento de los resultados: el título por un lado y el regreso a Sondrio por el otro. Entonces, Lorenzo se perdió. Prescindiendo de lo económico, la deuda moral para con su progenitor era tan grande que su desaparición bien pudo ser motivada por la decepcionante conclusión de sus estudios. Giambattista quería que su hijo primogénito fuera notario y para conseguirlo no había ahorrado

3

Después de recibir el encargo de cronista de Indias, Boturini, como veremos, solicitó un puesto de oidor en México, para compensar con un segundo sueldo el insuficiente salario de cronista. Los aspirantes a una “plaza togada”, como era la de oidor, tenían que ser graduados en derecho. Boturini dio a entender que su diploma universitario se había perdido en el naufragio de la Santa Rosa; luego pidió la ayuda de Gregorio Mayans a fin de que la Universidad de Gandia, con la cual el valenciano tenía vínculos, confirmase sus estudios y le expidiese un nuevo título de doctor en leyes. Por consejo de Mayans, Boturini registró en un juzgado madrileño una declaración de la cual constaba la pérdida de su diploma original. Indudablemente esto confirma que nuestro personaje no consiguió el famoso título; al mismo tiempo demuestra que tenía conocimientos jurídicos superiores a los de un diplomado cualquiera: de hecho, pidió la ayuda de Mayans porque éste, una lumbrera de la jurisprudencia, estaba perfectamente enterado de su preparación y, por ende, en condición de recomendarlo.


esfuerzos: ¿podía su hijo desilusionarle? Lorenzo no debió dudarlo: dio a entender a su padre que había conseguido el título de doctor en leyes. Con este (hipotético) engaño hizo feliz a Giambattista, pero al mismo tiempo se condenó (hipotéticamente) al destierro, ya que, de regresar a Sondrio, su treta habría salido inevitablemente a la luz.

4

A este propósito, no hay que olvidar que Carlos VI siguió considerándose rey de España a pesar de lo establecido por el Tratado de Utrecht. Tampoco puede olvidarse que la administración imperial de Lombardía dependía del Consejo de España, siendo que los funcionarios de mayor rango eran españoles. Por consiguiente, presentándose ante Colloredo envuelto en resonancias castellanas —“y Ardes”—, Lorenzo se colocaba en principio en un punto favorable.

5

Sobre la comparación con el personaje de Quevedo volveremos más adelante. Si bien el fenómeno de la picardía tenga su propia historia y sus propios referentes culturales y sociales, puede ser estimulante contrastar las expectativas de Lorenzo con las de don Pablos. Salta a la vista que el segundo es incapaz de soñar (con razón, pues el cinismo mata la esperanza).

Permaneció en Milán dando a los suyos ilusorias y despistantes explicaciones acerca de las circunstancias que le impedían volver. Y mientras lo hacía, se absorbió en el estudio de las cuestiones jurídico-diplomáticas relativas al dominio de Valtellina. Como gobernador austriaco de Lombardía —calculó Lorenzo—, el conde Girolamo von Colloredo-Mels und Wallsee no podía dejar de interesarse en una obra que apoyaba razonadamente los derechos cesáreos sobre aquel estratégico valle alpino, y no era improbable que, ante la solidez y coherencia de los argumentos expuestos, resolviera patrocinar su publicación. Convencido de la sutileza y erudición del autor del manuscrito, seguro de su lealtad a la causa imperial, informado de la distinción de su linaje, el conde iba a tener razones de sobra para concederle su protección. Era lo que Lorenzo buscaba. El favor del gobernador le abriría puertas de otra manera infranqueables, brindándole oportunidades de empleo a la altura de sus expectativas. Los retoques introducidos en su nombre en el momento de suscribir la dedicatoria a Carlos VI debieron de obedecer al mismo cálculo 4 . Gracias a La Valtellina vindicata o en virtud de otros méritos, la protección del conde Colloredo no debió hacerse esperar. Incluso no es improbable que Lorenzo entrara a su servicio con anterioridad a la redacción del manuscrito, tal vez hacia 1720. De ser así, La Valtellina vindicata podría haber sido compuesta por encargo del mismo gobernador. Desde este punto de vista, el hecho de que nuestro personaje, además del derecho civil y canónico, dominara el latín (y muy pronto otros idiomas) hace pensar que podría haber ocupado el cargo de secretario privado o “de cartas”. Esta eventualidad, es decir, su posible cercanía al entourage del gobernador, explicaría por qué Lorenzo se sintió impulsado a cambiar de nombre y condición. Es más, de haber realmente desempeñado un cargo por el estilo, las circunstancias —si no las razones de fondo— que ocasionaron su “metamorfosis” deberían ser reconstruidas e interpretadas diversamente. En todo caso el proceso de transformación personal que lo hizo repudiar su pasado quedaría inalterado. Desdeñando oportunistamente la verdadera, modesta historia de sus orígenes, Lorenzo dio el primer paso hacia un cambio definitivo de identidad. Una decisión inexorable que saca a relucir la determinación y la temeraridad, para no decir el descaro, de nuestro personaje. Si hubiera ocurrido 100 años antes, semejante conducta habría sido tildada de pícara. De hecho, la literatura española del Siglo de Oro abunda en personajes, entre cínicos y desventurados, diestros y taimados, que se la pasan rebuscándose, atentos sólo a mejorar su suerte. Pero Lorenzo vio la luz en un mundo muy diferente, ajeno al fenómeno social y cultural de la picardía, menos sojuzgado por la moral católica y más abierto a las iniciativas personales, Su oportunismo es el signo de una conciencia crítica y un sentido de la realidad que ningún Lazarillo o ningún Buscón puede enarbolar 5 . El repudio de los suyos equivale, en el caso de Lorenzo, a la superación de un


pasado familiar vivido —por su progenitor y antecesores— con resignación, en obediencia a un sistema de valores tan coercitivo como obsoleto. Las aspiraciones de Giambattista pertenecían al siglo XVII, las de su hijo al XVIII: históricamente era inevitable que ganaran las segundas. En fin, la prueba de la decisión de Lorenzo —el pequeño manuscrito forrado en seda amarilla intitulado La Valtellina vindicata da’ Grigioni—, permaneció olvidada en los estantes de la Biblioteca Ambrosiana, y nadie en Sondrio llegó a saber de su existencia. Francesco Saverio Quadrio no lo menciona y Lucrezia no se da por enterada. En cuanto a Giambattista, murió sin imaginarse que su hijo había cambiado de padre.

II El encuentro con Ottavio Botturini pudo producirse alrededor de 1725, poco antes de la llegada de Lorenzo a Viena. Como acabamos de ver, no es improbable que el conde Colloredo lo favoreciera realmente, sea ocupandolo pro tempore en algún cargo menor de la administración austriaca, sea nombrándolo secretario privado. Así las cosas, el conocimiento de la maquinaria burocrática imperial, estéril en sí mismo, podría haber sido fundamental para que Lorenzo se convenciera de que tan sólo cambiando de condición social tendría la posibilidad de alcanzar una posición respetable y bien remunerada (de haber ocupado una posición de responsabi


lidad al lado del gobernador, habría llegado a la misma conclusión). Los reajustes introducidos en el nombre en La Valtellina vindicata no eran suficientes: aludían sí al señorío y a la raigambre ibérica de su linaje, pero de forma imprecisa e inconsistente. Para ser admitido en el círculo restringido de la nobleza se necesitaban otras credenciales. Era imperativo conseguirlas, ya que —siendo que los empleos estaban reservados en su mayoría a los nobles— de aquello dependía su misma subsistencia. “Los oficios considerados más despreciables en Francia, como los cargos aduaneros, aqui [en Italia] están en manos de los nobles, practicamente sin excepción.” En su brevedad, esta anotación asombrada e indignada de Montesquieu, dice mucho acerca de los aprietos de nuestro personaje y sus semejantes. Disponiendo de bienes de fortuna era posible comprar un título nobiliario. El gran duque de Toscana, por ejemplo, vendía por 10 000 escudos el diploma de “comendador de la orden de Santo Stefano” (con el derecho de transmisión a los descendientes). En Lucca los títulos valían 12 000 escudos, toda vez que en Génova la inscripción en el Libro de Oro costaba 10 000. En Nápoles, al lado de la nobleza “generosa”, esto es, de sangre, existía la nobleza “de privilegio”, que se obtenía después de haber conseguido un cargo público de cierta importancia. Lorenzo, que no poseía (ni jamás poseió) 10 000 escudos, resolvió fabricarse su propia prosapia, echando mano al único bien de fortuna del que disponía, es decir, su ingenio y erudición. Como resultado, primero fue Lorenzo Antonio de Botturini Benaducci y posteriormente el Caballero Lorenzo Boturini Benaducci, Señor de la Torre y de Hono. Esta transformación comenzó cuando Lorenzo, hacia 1725, se topó con Ottavio Botturini, jurisconsulto y filósofo veronés. En las actas levantadas en México en 1742, cuando nuestro personaje fue llamado a declarar ante el alcalde del Crimen, puede leerse: En la ciudad de México, a veintiocho de noviembre de mil setecientos cuareta y dos años, en conformidad de lo mandado por el Auto antecedente, estando presente D. Lorenzo Boturini, ante mí, el Sr. D. Antonio de Roxas y Abreu, del Consejo de S.M., su Alcalde del Crimen, y Juez de Provincia en esta Corte, para efecto de recibirle declaración que tiene pedida el Sr. Fiscal de S.M., en orden a los puntos que expresa su pedimento de veintidós del corriente, le recibió S.S. juramento que hizo por Dios Ntro Sr. y la señal de la Sta. Cruz, según derecho, só cargo del cual ofreció decir verdad, y preguntado al tenor de dicho pedimento, dijo…

Además de responder con lujo de detalles a las preguntas sobre su persona, Lorenzo entregó varias piezas documentales de apoyo que el alcalde enumeró y describió escrupulosamente. Figuraba entre ellas: Sub N. 4. un libro impreso en Verona el año de mil setecientos veinte y tres: Su título Pompe Lugubri nel funerale del Signor Ottavio Boturini Jure Cons. e Filosofo veronese, en dos partes, La primera en toscano hasta la pág. 97; la segunda en Latín y acaba en la Pág. 105, ordena además de las atinadas prendas y virtudes de dicho Filósofo que explican las plumas más pulidas de Italia, como fué la virginidad con la cual murió; las muchas doncellas que dotó; los pleitos que venció abrigando a los clientes en su casa, y saliendo a defenderlos a propia costa y gasto; y por fin aviarles con


dinero para volver a sus casas; consta que tuvo dos Palacios en Verona, que hizo tajar una peña para fabricar un jardín y casa de estudios, donde respondía a las Ciudades de Italia, consultando con los negocios más graves; que poseyó en grado excelente las Ciencias humanas, la Jurisprudencia, la Oratoria, la Poesía, la Astronomía, Medicina y las Matemáticas, y en dicha obra fúnebre, que se dio a la estampa por el Caballero Locatelli, su pariente, se celebra la nobleza de un notorio esclarecido linaje, ni menos cuidado dicho Caballero Boturini de imitar las pisadas de su tío abuelo el filósofo.

¿Existía realmente un lazo de parentesco entre Ottavio y Lorenzo? Probablemente no. Por medio de los archivos eclesiásticos y civiles de Sondrio conocemos a los antepasados de nuestro personaje, incluyendo su procedencia geográfica, con suficiente precisión, y nada, a primera vista, hace pensar en que haya existido jamás un nexo entre los Botterini de Valtellina y los Boturini de Verona. Como veremos más adelante, los segundos venían de Francia y a su llegada a Italia se establecieron cerca de Brescia, para luego expandirse hacia Verona. Pese a todo, no puede excluirse que Lorenzo, magnífico sabueso, hubiera descubierto alguna raíz común, algún eslabón perdido. Su habilidad para hallar documentos e interpretarlos era excepcional, y dio una convincente prueba de ello durante su estadía en la Nueva España. Por lo mismo, no puede descartarse que en algún archivo hoy desaparecido diera con documentos que atestiguasen un parentesco que hoy consideramos imposible (más adelante veremos cómo en realidad Lorenzo no descansó hasta reunir las pruebas de la antigüedad y nobleza de los Boturini, exponiéndose en este trance a grandes sacrificios.) Sin embargo, su habilidad de investigador no le socorrió en el momento de formular la temeraria afirmación de que Ottavio Boturini era su tío abuelo. Afirmación doblemente infundada, primero porque no hay pruebas de que Ottavio fuera su tío abuelo, segundo porque Lorenzo no podía ignorar que era objetivamente imposible que lo fuera. De hecho, el abuelo de nuestro personaje (del cual, como se recordará, Lorenzo había heredado el nombre de pila) había nacido en 1624, esto es, 48 años más tarde que Ottavio, lo cual permite negar una vez por todas que los dos fueran hermanos. Si por un lado Lorenzo mintió, por el otro puso de manifiesto su firme moral cristiana al hacer explícito el propósito de “imitar las pisadas de su tío abuelo el filósofo”, o sea, comprometiéndose a amoldar su conducta al ejemplo de un hombre virtuoso como pocos, que había elevado el altruismo a ley de vida. ¿Se puede ser perjuro y piadoso al mismo tiempo? Así como hay siete maneras de decir la verdad —o mejor dicho, así como pueden decirse siete verdades diversas y aparentemente contradictorias acerca de una misma cosa—, también se puede ser perjuro en siete formas distintas, algunas veces maliciosamente, otras sin culpa. Esto, sin embargo, no impide que en principio la mezcla de devoción e impostura que carácteriza ciertas actuaciones de nuestro personaje suscite perplejidad y desconcierto. Acercándonos más, la perspectiva cambia. Cuando fue llamado a declarar, Lorenzo no ignoraba a qué riesgos se exponía; conocía los farragosos mecanismos de la justicia española, su obtusidad y dureza, y sabía que la única forma de escabullirse era la de impresionar a alguaciles y fiscales ostentando por un lado títulos y benemerencias, por el otro un alma resueltamente cristiana. Una de las siete maneras de ser perjuros se


da cuando el falso juramento se hace bajo tortura o en condiciones de alto riesgo ¿Puede haber culpa en ello? En una carta escrita en 1727, nuestro personaje se firmó inopinadamente “Lorenzo Antonio de Botturini Benaducci”. El primer ajuste de identidad había consistido en agregar al apellido “Botterini” la partícula “y” y el topónimo ”Ardes”. Eligiendo un nuevo patronímico, Lorenzo repudió fatalmente el anterior, se desprendió de su pasado y dio un paso definitivo hacia una vida más promisoria. Al mismo tiempo, elevó a don Ottavio, que ya representaba un modelo de conducta, a encarnación (o fantasma) de sus raíces familiares y nobiliarias. En cuanto a nobleza, Ottavio jamás ostentó su abolengo, algo que se refleja en los epitafios de sus amigos, quienes, por respeto, aludieron sólo de paso a la “claridad” de su sangre. Después de los discursos de despedida, sus títulos nobiliarios, tan descuidados en vida, pasaron al olvido. Por algún tiempo perduró el recuerdo de sus virtudes, luego se borró también aquél. En el momento de adoptar el patronímico de Ottavio, Lorenzo no ignoraba que la noble genealogía de los Boturini había quedado sepultada junto a su supuesto tío abuelo. Por esto mismo, mantuvo la “de” y agregó “Benaducci”, a sabiendas de que para sus nuevos semejantes —los nobles— el segundo patronímico aludía sin falta a un cruce de linajes señoriales. A menos de que el nombre no fuera altisonante y no aludiera de por sí a la antigüedad y a las glorias familiares, para que surtiera el justo efecto en los oídos de la gente, había que colgarle un título. En una ciudad ensimismada como Venecia, por ejemplo, los apellidos eran tan dicientes que cualquier adorno habría resultado superfluo y hasta ramplón. Lo mismo sucedía en otras ciudades y estados de la península. Pero, por la época en que Lorenzo se percató de la necesidad de embellecer su nombre, ya había salido de Italia. El ambiente que ahora frecuentaba, aparentemente cosmopolita pero en realidad cerrado y jactancioso, dividía a la humanidad entre “hidalgos” y “don nadie”, y nuestro personaje, que había sufrido en carne propia las implicaciones del anonimato, quiso unirse a los primeros. Lo consiguió a su manera, esto es, hundiéndose en dilatados estudios de genealogía y heráldica, al cabo de los cuales se halló siendo parte, junto con Ottavio —su mentor— de una familia vieja de nueve siglos: los Boturini Benaduci, señores de la Torre y de Hono. Tan profundo fue el sondeo y tan insospechados los hallazgos, que hoy por hoy ningún descendiente de los Boturini estaría dispuesto a creer que en sus venas late la misma sangre de los duques de Aquitania o de los señores de La Tour. En el curso de la citada declararación juramentada, Lorenzo hizo entrega a don Antonio de Roxas y Abreu de un “instrumento” que atestiguaba la antigüedad y nobleza de su ascendencia: Sub N. 3. un Arbol Genealógico de la prosapia de su familia [de Lorenzo], que empieza del Conde Vilfredo de Borge, desde el año de ochocientos veinte y ocho, y acaba en su persona, donde constan las líneas de los Condes Poitu, Condes de Aubergne, Mason y Marqueses de Hebers, de los duques de Aquitania, a quienes sucedieron los Condes de Aubergne, de Borge y Tolosa y a ellos Sres. de la Torre y Hono, autorizado por el Dr. Henrique Reinke, Notario Imperial, en veinte y ocho de dicho mes y año,


y legalizado en el mismo día en el respaldo de los Banqueros Hermanos Palou y Bad, e Hogliu, según se acostumbra en Europa, por ser sus firmas conocidas en todas las Cortes y Plazas de Comercio, y queda probada la Nobleza, y linea recta ascendiente de su Casa de novecientos y catorce años a esta parte, con sus Armas y Blasones, ornadas de dos laterales coronas de Conde, y de la Ducal de Aquitania y Aubergne que se hallan pintadas desde el año de mil trescientos veinte y siete en una de las dos Torres más inmediatas a los Palacios y antiguo Solar de Hono…

Aunque no fuera su tarea juzgar la validez de los “instrumentos” exhibidos, Roxas y Abreu tuvo que quedar impresionado por una nobleza tan clara, y lo demostró reservándo al indagado un trato humano. El virrey, en cambio, se portó como si semejante abolengo no mereciera la menor consideración (lo cual ofendió profundamente al italiano) empero no expresó dudas acerca de su autenticidad. En 1744 los documentos heráldicos en cuestión fueron sometidos a un cotejo más exigente, o por lo menos pasaron bajo los ojos de personas más experimentadas. En efecto, de regreso a España, nuestro personaje presentó al Rey un memorial de agravios al cual anexó otros y más importantes testimonios de su nobleza (que por seguridad no había llevado a las Indias) 6 . Se trataba de un acervo documental tan completo que no pudo dejar insensibles a quienes examinaron su reclamación. No sólo la sangre del “suplicante” se había mantenido impoluta a lo largo de nueve siglos, sino que entre sus antecesores figuraban los más ilustres exponentes de la aristocracia francesa desde los tiempos de Carlomagno. Lejos de limitarse a exhibir un diploma de nobleza, Lorenzo presentó el fruto de una pesquisa de más de tres años: para comenzar, decenas de piezas originales de enorme valor tanto para la genealogía de la familia Boturini Benaduci como para la historia europea; luego, un estudio pormenorizado y seguramente riguroso de las vicisitudes, hazañas, títulos, distinciones y propiedades de sus antepasados. En fin, un escrutinio cabal, elaborado con método y fundamento. Los “instrumentos” volvieron casi seguramente a manos de Lorenzo (quien en el memorial “pide se le debuelvan”) y, para nuestra desilusión, corrieron la misma suerte de la mayoría de las pruebas de su existencia terrenal. Juzgando por la lista, el material anexado no podía no ser auténtico. De ser espurio, a los méritos de Lorenzo Boturini Benaduci habría que agregar el de haber sido, no sólo un insigne historiador y anticuario, sino uno de los máximos falsarios de su época. Si bien es cierto que Parini, entre los requisitos del impostor, enumera la “incrollabile fronte”, es decir, el descaro (en italiano “sfrontatezza”), el que Lorenzo sometiera al examen del propio rey de España un acopio de piezas adulteradas es francamente inverosímil (y el respeto a la verosimilitud —no hay que olvidarlo— es otra de las condiciones del buen embustero). Para comenzar, los topónimos enumerados en el “compendio histórico” corresponden a lugares reales, hoy por hoy pertenecientes a la comunidad de Pertica Bassa en Val Sabbia (provincia de Brescia, Lombardía): Ono Degno, Forno d’Ono, Presaglie, Levrange, Avenone, Lavinio, Livemmo, etc. En segundo término, el apellido “Boturini” (particularmente la variante “Butturini”) sigue siendo relativamente común en aquella región. Algo parecido puede decirse de “Benaduci”, hoy más frecuente como “Beneduci”.

6

“Primeramente un Arbol Genealógico de su Familia, que empieza por el Conde Wilfredo de Bourges en el año de 828. y continua por linea recta hasta su persona, autenticado por el Doctor Reincke en 28. de Junio de 1734. y legalizado por los Cambistas Palm, Rad, y Hoslin. Más, doce Cartas pergaminas auténticas, que son los Monumentos de los Señores de la Torre, Condes de Auvernia, y Duques de Aquitania, que sus sucesores hicieron pintar el año de 1327. en las Torres y Palacios de Hono, como pertenecientes a su Linage, y se citan en dicho Arbol. Item, la Chrónica Albergina, que empieza el año de 1230. hasta el de 1487. con el Suplemento hasta el año de 1590. que se cita en dicho Arbol. Item, un instrumento en pergamino de 29. de Agosto de 1464. Otro en pergamino de 16 de Marzo de 1466. Otro en pergamino de 10. de Abril de 1471. Otro en papel común de 4. de Junio de 1478. Otro en pergamino de 27. de Mayo de 1492. Otro en pergamino de 14. de Septiembre de 1499. Otro en pergamino de 20. de Noviembre de 1510. Otro en pergamino de 18. de Enero de 1541. Otro en papel común de 5. de Enero de 1551. Otro en papel común, y es copia simple, de 18. de Marzo de 1581. Otro en pergamino de 5. de octubre de 1588. Otros dos en papel común, y en cabeza del Suplicante [Lorenzo] de 5. de Marzo de 1727. Otro en papel común, y en cabeza del Suplicante de 5, de Mayo de dicho año. Otro en papel común, y en cabeza del Suplicante de 13. de Julio del mismo año. Otro en papel común, y en cabeza del Suplicante de 26. de Julio de 1728. que en parte se citan en dicho Arbol. Más, un Compendio Histórico de la Familia del Suplicante, desde que de la Francia llegó a Italia, y fabricó el Castillo de Hono, su título: Botturinorum de Benaducis, Conditorum Castri Honi, et Dominorum Perticae Vallis Sabij, id est, Honi, Preseliarum, Furni Honi, Averoni, Levrangiarum, Prati, Livemi, Navoni, Utinis et Lavini, vindicata Gentilitas, que él mismo escribió el año de 1730, y está en cuaderno a parte. Más, una Relación de diligencias que hizo, preparatorias a la Historia de su Familia, escrivióla el mismo año, y está en cuaderno a parte, su título: Manuductio ad vindicatum Botturino. Benaduceam Gentilitatem. Más, la Historia de su Familia, su título: Historia Genealogica della casa Benaduci, giustificata con Historie, Carte antiche, Monumenti, Iscrizioni, Titoli e Documenti publici di fede inviolabile, divisa in due Tomi, que tenía intención de completar a su inmediato retorno de Indias; pero por haberse engolfado allá en la


General de la Nueva España, y embelesado en la de Nuestra Señora de Guadalupe, olvidó enteramente las propias conveniencias, y los intereses de su Casa…”

En fin, si los papeles de Lorenzo se hubiesen salvado, estaríamos contando otra historia. Incluso sin ellos, valiéndonos tan sólo de la escasa información hoy disponible, podemos afirmar que los verdaderos orígenes de los Boturini Benaduci coinciden con los resultados a los que llegó nuestro personaje: lo cual, a fin de cuentas, indica que sus estudios genealógicos merecen el mismo respeto que sus trabajos históricos. Sin embargo, queda por ver cómo Lorenzo enlazó sus propio pasado con el de don Ottavio y por qué afirmó que éste era su tio abuelo cuando no existía la menor posibilidad de que lo fuera. Afirmando algo que contradice lo evidente, nuestro personaje infringió las leyes de la verosimilitud, o sea, dijo una verdad en forma de mentira: aunque descendiera realmente de don Ottavio, exagerando el grado de parentesco que le unía a éste, volvió improbable todo su testimonio, induciéndonos a dudar de su buena fe. Si esto fue lo que ocurrió, Lorenzo demostró ser un pésimo aprendiz de impostor, ya que pasó por alto la ley fundamental de la impostura: decir mentiras en forma de verdades. Total, pese a todo lo dicho anteriormente, llegados a este punto hay que concluir que o bien su ascendencia se remontaba realmente a los señores De la Tour o bien Lorenzo se lo creyó.

III Exceptuada una sola prueba indirecta, la averiguación de los orígenes nobiliarios de Lorenzo Boturini no puede valerse más que de lo expresado por él mismo en varias declaraciones y memoriales y de un libro, Pompe lugubri nel Funerale del Sig. Ottavio Botturini iurecons. e filosofo veronese. Elementos insuficientes para sustentar una conclusión definitiva, pero bastantes para bosquejar un cuadro sumamente verosímil. Aunque no perteneciera a la rama principal del linaje Boturini (Botturini o Butturini), Lorenzo cabía entre los parientes lejanos. El mismo Comparoni, historiador de Val Sabbia —el antiguo señorío de los Boturini— lo consideraba parte de la familia. Fue Lorenzo quien reconstruyó la genealogía de la estirpe recorriendo sus raíces hasta el siglo IX, dotándola de títulos insospechados; por lo mismo, sea cual fuese su verdadera relación con los Butturini de Val Sabbia, fue seguramente su héroe epónimo: los sacó de un olvido centenario para volverlos “Boturini Benaduci”, valerosos señores venidos de Francia, devotamente fieles a la etimología de su apellido. Para esta historia el libro citado arriba reviste gran importancia. Ottavio Botturini nació hacia 1578 en Verona, barrio de San Marco alle Carceri, en el hogar de Bernardino y Constanza, siendo el menor de seis hermanos (Francesco, Alessandro, Orazio, Virginia y Bartolomea). Su padre era un acaudalado “mercator ferramentorum”, mercader de herramientas. Su hermano mayor, Francesco, se doctoró en filosofia y murió prematuramente. Orazio, dotado de un gran talento musical, le siguió a la tumba al poco tiempo. El negocio paterno fue heredado por Alessandro, a cuyo cuidado quedó también la educación del hermano menor. Ottavio manifestó desde niño “l’ammirabile sua indole, e singolar attitudine a tutte le cose” (una índole admirabble y una descomunal inclinación hacia todas las cosas). Al igual que un campo arado y bien abonado, su intelecto recibía las semillas del saber con extraordinara docilidad (“il ben disposto terreno del suo intel-


letto con istraordinaria docilità il seme della dottrina riceveva”). Cumplidos los 17 años se inscribió en la universidad de Padua —“Italica Atene”—, en donde estudió filosofía guiado por un insigne maestro, Francesco Piccolomini (1540-1604), filósofo moral de escuela aristotélica aunque sensible a los llamados platónicos. Al cabo de cinco años obtuvo el doctorado en filosofía. Al mismo tiempo, dio prueba de su erudición y perspicacia al componer una obrita explicativa sobre la reciente aparición de un cometa. Fue tan aguda y precisa la flecha de su pluma —escribe Maffeo Lorenzoni— que el mismo cometa, si hubiese podido hablar, habría confirmado la justeza de la argumentación del joven filósofo. Aún insatisfecho, Ottavio se dedicó a estudiar derecho civil y canónico y al cabo de un lustro, cuando contaba con 27 años de edad, consiguió el doctorado en Leyes. De regreso a Verona, con sus libros y mirabilia formó una biblioteca-museo de respetables dimensiones. Desde allì —al parecer residía en el barrio de San Tomio, en el corazón de la ciudad— respondía a las consultas jurídicas de sus clientes. A los 30 años, el doctor Ottavio Botturini tenía “bellissimo sembiante, membra proporzionate, fianco vigoroso, voce sonora, lingua sciolta e spedita” (bellisimo semblante, cuerpo proporcionado, robustas caderas, voz sonora, lengua suelta y expedita) y en opinión de sus conciudadanos encarnaba el ideal del perfecto orador. Comenzó a litigar en el foro de Verona hacia 1610, “in su la maestosa scena del Palazzo delle civili e criminali contese”, en el maestoso escenario del Palacio de las causas civiles y criminales. Non fur già in Te queste virtuti sole, Nobiltà le seguiro, e splendidezza, Vidersi humanitate, e gentilezza. 7

Además de filósofo, jurisconsulto y abogado, don Ottavio era un hombre devoto y dadivoso. Acabados sus estudios en Padua, antes de regresar a Verona emprendió una peregrinación a Loreto con el propósito de rendir homenaje a la Virgen. De allí viajó a Roma y a Milán, siempre con la intención de visitar los santuarios de su devoción (“…longa et laboriosa itinera quae Romam, Lauretum, Mediolanum pietatis ergo suscepit”, largos extenuantes viajes a Roma, Loreto y Milán inducidos por la piedad). En cuanto a su generosidad, fueron muchas las personas menesterosas que recibieron su ayuda. Llegó incluso a dotar a una doncella desamparada para que pudiera casarse o entrar en el convento (probablemente su sobrina Lucrezia Locatelli, que junto con sus dos hermanos quedó al cuidado del tío hasta la muerte de éste). Su rigor moral era igual a su riqueza. Fue casto por toda la vida, ya que “honestum est uxorem in matrimonium ducere; sed honestius illibatum virginitatis florem servare… cum ab Hieronymo didicisset virginitatem aurum esse, nuptias vero argentum” (“contraer nupcias con una mujer es honesto, pero más honesto es conservar la flor de la virginidad… como dijo San Gerónimo la virginidad es oro, el matrimonio plata”.) 2 Amaba la compañía de sus amigos y la buena mesa, pero nunca se excedía. Era un hombre acaudalado: poseía un espléndido palacio a inmediaciones de la Piazza delle Erbe, suntuosamente decorado, repleto de esculturas y cuadros, en cuya fachada se destacaba el escudo de armas de su familia. Además, poseía una huerta en las afuera de la ciudad, “nel fianco del colle dell’amenissima, ammirabile e delitiosa valle di San Giovanni di questa gran Città [Verona]”, sobre el costado de una colina, en el bello, admirable y

7

“No fueron tus virtudes estas solas,/ agregarle es preciso nobleza y esplendidez,/ sin olvidar la humanidad y el ánimo cortés.”


delicioso valle de San Juan (“una huerta en el valle de San Giovanni in Valle con dos casas, la una patronal, la otra del hortelano Domenico y su esposa Laura”, reza un documento de la época). Era un lugar ameno —que él mismo había arreglado limpiándolo de piedras y maleza— en el cual solía pasar largos y gozosos ratos. Allí estudiaba las causas y preparaba sus arengas, allí organizaba sus tertulias. Murió repentinamente antes de cumplir los 45 años. Como única memoria de su paso por este mundo queda una abultada recopilación de oraciones fúnebres y epitafios publicada en Verona a las pocas semanas de su muerte, al cuidado de su sobrino Marco Locatelli: Pompe lugubri nel Funerale del Sig. Ottavio Botturini iurecons. e filosofo veronese. Un ejemplar de esta rarísima obra se halla en la biblioteca Braidense de Milán, biblioteca que está en el antiguo Colegio de Brera y en la cual se conservan los fondos bibliográficos de las diferentes escuelas jesuitas de la ciudad (incluyendo las Escuelas Palatinas, centro de enseñanza pública regido y administrado por la Compañía). Otra copia se encuentra en la Biblioteca Nacional de París. Nuestro personaje poseyó un tercer ejemplar. Cómo llegó a sus manos el libro tan sólo puede suponerse. Lo más probable es que diera con él fortuitamente en el curso de sus pesquisas, o por indicación de algún maestro o condiscipulo. En todo caso, el encuentro con don Ottavio debió de dejarle profundamente impresionado. No podía ser casual el que a distancia de un siglo resurgiera del olvido un hombre que no sólo encarnaba un insuperable modelo de vida virtuosa, no sólo reunía las envidiables prerrogativas negadas a “los del medio”, sino que —lo más importante— llevaba el mismo patronímico de Lorenzo. Pese a su aparente casualidad, el hallazgo de las Pompe lugubri, al igual que cualquier descubrimiento decisivo, encerraba significados e implicaciones que no podían dejar de involucrar el porvenir del descubridor. Seguro de ello, Lorenzo debió de convencerse de que la aparición de don Ottavio era un signo del destino, o mejor, una anagnórisis. Así como Edipo se vio fatalmente obligado a identificar a su victima con su propio padre, Lorenzo se sintió impulsado a reconocer en don Ottavio Botturini a un pariente inesperado, un tío abuelo bondadoso que salía de ultratumba a fin de encaminarlo hacia un destino a la altura de sus ambiciosas expectativas. Entre los Botturini de la rama veronesa el nombre Bernardino era bastante común. Sin ir más lejos, así se llamaban el padre y uno de los sobrinos de Ottavio. En Italia, como en otras partes, los hábitos onomásticos han cambiado con el tiempo, paralelamente a los cambios sufridos por la estructura familiar y en particular por la figura del paterfamilias. Sin embargo, en los siglos XVII y XVIII la perpetuación del nombre del padre o del abuelo era parte de las costumbres de nobles y plebeyos, especialmente de los primeros. De acuerdo con esto, es posible que también el abuelo de Ottavio se llamara Bernardino. Es igualmente posible que la llegada de los Botturini a Verona se debiera a este último. En efecto, pese a que don Ottavio era considerado un veronés ejemplar, sus antepasados procedían de Val Sabbia, un estrecho valle situado al pie de los Alpes surcado por el río Degnone, no lejos de la ciudad de Brescia:


La qual Val di Sabbio si stende poi verso l’Oriente alla riviera di Salò; all’Occaso confina colla Val Trompia; a Settentrione col Trentino; e nella parte Australe con altre Terre confinanti con la Pianura piedemontana in distanza di quattro o cinque miglia dalla Città; Valle senza dubbio cospicua non solamente per le molte Terre e Villaggi, che la compongono, ma eziandio per il lustro di molte qualificate Famiglie, le quali la rendono decorosa. La situazione è parte parte al Monte, e parte al Piano, tutta però distrubuita in un tal’ordine di natura, che formala Valle non solo amena, ma ancora fruttifera; trovandosi in questa con respettiva proporzione e Vigne, e grani, e pascoli, e boschi, e fiumi, ed edifizi di ferro, che la rendono sempre più pregievole per il mercantile commerzio.8

Los Botturini habían llegado allí hacia Miltrecientos (o tal vez unas décadas antes) y desde el comienzo se habían dedicado a fabricar y comerciar con herramientas y armas. En las cercanías de Val Sabbia abundaban las minas de hierro y ellos supieron aprovecharlas. En efecto, a orillas del río Degnone fueron multiplicándose las fundiciones alimentadas con el material ferroso procedente de Val Trompia. Con el paso del tiempo la familia prosperó y se extendió, llegando a ser una de las más respetadas de la región. Además de descollar por su industriosidad y riqueza, los Botturini se dieron a conocer por sus dotes morales e intelectuales, lo que les permitió ocupar cargos importantes en la administración local. Probablemente el hecho de disponer de antiguos títulos de nobleza coadyuvó a acrecentar su prestigio y poderío. Last not least, tenían fama de ser bellos, alegres y generosos, razón por la cual se ganaron el apodo de “bonebél” (bueno y bello) o también “belarís” (bella risa). La familia se asentó en Ono Degno, un pintoresco villorrio montañés desde el cual se dominaba todo el valle. Según afirma Luigi Bresciani, historiador aficionado, autor de varios libros y opúsculos sobre Val Sabbia, la llegada de los Botturini a Ono Degno se produjo hacia la mitad del siglo XIII: En 1265 el ejército francés de Carlos de Anjou baja en Italia con el general Robert al mando y un séquito de barones y caballeros, a fin de apoderarse del reyno de Nápoles y prestarle ayuda al papa Urbano IV. Alentados por esta noticia, los güelfos de Brescia (partidarios del Papa), recién expulsados de la ciudad, vuelven a levantar la cabeza y se unen al ejército francés. Éste acampa en las cercanías de Brescia sembrando el terror entre la población gibelina (partidaria del imperio). Al cabo de nueve días, mientras las tropas se aprestan a retomar el camino, estalla una violenta revuelta popular (un tumulto gibelino, según el historiador Gabriele Rosa). Esto hace que la retaguardia francesa se desbande y que cada uno trate de salvarse como puede, con la ayuda de los militantes güelfos. Es así como en un día de verano de 1265 un grupo de soldados y caballeros llegó a Ono entre el estupor de los habitantes. El grupo iba al mando de los barones Boturain, personas nobles y poderosas. Traían consigo buena cantidad de dinero. En Ono, los franceses hallaron un ambiente tranquilo, alejado del peligro gibelino, así que resolvieron quedarse.

Entre las fuentes utilizadas por Bresciani, figura la Istoria della Beata Vergine d’Hono, recopilada por Carlo Bellavite y aparecida en 1734. En la noche del 30 de abril de 1601, en la casucha de Antonio Dusi en Ono Degno, aconteció un hecho portentoso: de los ojos de la Virgen, pintada

8

“Extiéndese Val Sabbia al levante hacia la ribera de Saló [Lago de Garda], limita al poniente con Val Trompia, al Norte con la región de Trentino, al Sur con tierras colindantes con la planicie piedemontana, a cuatro o cinco millas de Brescia; un valle sin duda rico por las muchas haciendas y pueblos que lo componen, y también por los grandes méritos de muchas familias que contribuyen a su buena fama. Su situación es en parte montuosa y en parte plana, pero distribuida en forma tal que el valle resulta bello amén de fructífero, hallándose en él en igual proporción viñedos y sembradíos, bosques y pastizales, y ríos, y fundidoras de hierro que lo hacen cada vez más atractivo para el comercio.”


sobre una tablita che Antonio trajera de Venecia, manaron abundantes lágrimas. La noticia de semejante maravilla se esparció velozmente por toda la región y los peregrinos no se hicieron esperar. Al poco tiempo la efigie fue declarada “milagrosa” por la curia obispal y trasladada al oratorio de San Salvador, para ser reubicada, al cabo de unos años, en el santuario de la Virgen de las Lágrimas (o del Llanto), siempre en Ono Degno. Además de relatar en detalle el milagro, las peripecias de la tablita —disputada por años entre los dos sectores en los que se dividía el pueblo— y las gracias otorgadas, Bellavite difunde noticias sobre Val Sabbia y Ono Degno. En particular, describe con detenimiento los edificios religiosos existentes en el pueblo, y hablando del más antiguo entre ellos se refiere a la llegada de los Botturini y a su importancia para el desarrollo del pueblo:

9

“El oratorio de S. Lorenzo… es el más antiguo de esta tierra [Ono], la cual fue fundada, según se dice comúnmente, por la noble familia Butturini. Muchos creen que [dicha familia] llegó de Francia empujada por alguna revolución o guerra civil, trayendo consigo buena cantidad de dinero, además de marcas y resplandor de nobleza, y [creen asimismo] que fue ella sola quien echó los cimientos del pueblo. Lo cual se desprende de sus primeros edificios, que en realidad ostentan una grandeza no vulgar no sólo en su estructura arquitectónica sino también en la hermosura de varias antiguas pinturas que los enriquecen por dentro y por fuera, además de la variedad de adornos y motes franceses, que parecen acreditar esta antigua tradición.”

L’ Oratorio poi di S. Lorenzo… è un’Oratorio il più antico, perchè fu la prima Chiesa di questa Terra, fondata, come comunemente si dice dalla Nob. Famiglia Butturini, la qual credesi da alcuni, che qua capitasse dalla Francia in contingenza di qualche rivoluzione o guerra civile, e che quivi fermandosi con qualche cumulo di denaro, fregio e lustro di nobiltà ella sola gettasse i primi fondamenti della Terra, il che pare potersi congetturare da loro primi Edifizi, che veramente ostentan grandezza non volgare non solo nella struttura delle fabbriche, ma assieme nella vaghezza delle antiche Pitture, che dentro e fuori l’adornano, oltre la diversità de’ fregi, e caratteri francesi, che pare dian credito all’antica tradizione. 9

Fueran o no los fundadores del pueblo, a los Botturini se debe sin duda la construcción de los edificios más significativos. “En Ono Degno —escribe Alfredo Bonomi— las casas-torres con frescos y decoradas con esculturas que recuerdan las tipologías góticas de las catedrales francesas mostrando cabezas de animales fantásticos, conforman todavía, no obstante las muchas transformaciones, el centro de una villa noble, que se consolidó a partir de 1300 hasta 1500”. Acto seguido agrega: “Las fuentes orales y escritas han identificado unánimemente la primera matriz de este desarrollo edilicio de gusto refinado con la llegada a Ono, después de 1200, de la noble familia Butturini, de linaje francés”. En ciertas notas manuscritas redactadas por Mattia Butturini en 1896 (‘Cenni genealogici della famiglia Butturini’) se lee: “In detta Terra [Ono Degno] esiste ancora una Torre, chiamata Torre de’ Butturini, fregiata di antiche pitture recanti lo stemma della famiglia Butturini. È tradizione essa venisse, in tempi remotissimi, dalla Linguadoca; e “Butturien” fosse il nome del capo della famiglia” (en aquella comarca existe todavía una torre, conocida como la “Torre de los Butturini”, adornada con antiguas pinturas en las que aparece el blasón de la familia Butturini. Es tradición que ésta procedía en tiempos muy remotos del Languedoc, y que “Butturien” era el nombre del jefe de la familia). A comienzos de 1779, un antepasado de Mattia Butturini, Giovan Francesco, se había empeñado a su vez en la reconstrucción de la genealogía familiar, recurriendo a la ayuda de Gio. Pietro Comparoni, el máximo cronista de la región, autor de una Storia delle Valli Trompia e Sabbia. Comparoni puso manos a la obra y para mayo de ese mismo año le hizo entrega a Giovan Francesco de “un albero genealogico da lui disegnato e annotato, ricchissimo di rami e fronde, ma complicato ed involuto”


(un árbol genealógico diseñado y anotado de su puño y letra, muy rico de ramas y frondas, pero complicado y enrevesado) al punto de que resultaba imposible entenderlo. Entre los antepasados que figuraban en dicho árbol en primer lugar aparecía el siguiente: Butturino Benaduci, 1380 - Butturino Banaduci qual visse circa l’anno 1380; fu uomo di gran valore, qual si ha per tradizione ch’avesse giurisdizione nella Pertica di Ono di Valsabbia; come anco di ciò appaiono alcuni segni antichi nelle case antiche de’ Butturini in detta Terra di Ono, qual di più si ha per tradizione dei più vecchi, ed in particolare del Sig. Alessandro Fischio [?] uomo versatissimo nelle scritture antiche, che andava a certi tempi e occasioni a sedere nel Consiglio di Brescia come ne consta dai libri antichi di detta città. 1 0

Si bien enredado, el árbol de Comparoni (que afortunadamente se ha conservado) incluye información de sumo interés no tanto para Giovan Francesco, que al parecer no le dio mayor peso, cuanto para nosotros. A través de la anotación citada descubrimos que en el siglo XIV el apellido del linaje que nos interesa era “Benaduci”, toda vez que “Butturino” era un apodo. Aunque no pueda establecerse a ciencia cierta, es de suponer que su adopción se remontara a mucho tiempo atrás. Lo que puede afirmarse con certeza es que continuó utilizándose por gran parte del siglo siguiente: en 1400 el jefe de la familia se llamaba Beneduco de Benaduci (o Beneduci), en 1430 respondía al nombre de Giacomino de Benaduci (o Beneduci), luego fue Antonio di Giacomino de Beneduci. El último de los Beneduci fue otro Botturino, quien vivió alrededor de 1460, dándose a conocer como “hombre rico y raro”. Sus cuatro hijos le rindieron homenaje adoptando como apellido su apodo, o sea, volviéndose otros tantos “Butturini”. Etimológicamente, el patronímico “Beneduci” o “Benaduci” tiene su origen en la tradición neotestamentaria, más precisamente de un precepto contenido en los Hechos de los Apóstoles: “Qui bene ducit, bene sequi facit” (el que conduce bien, hace que los que le siguen anden bien.) Traducida libremente, esta máxima puede cobrar un doble significado, el uno profano, o sea, “A buen caudillo, buena hueste”; el otro religioso: “El buen pastor hace el buen rebaño”. Semejante etimología indica varias cosas, entre otras la antigüedad del apellido, su raigambre culta, su trasfondo moral y su alusión social. En efecto, “Beneduci” era apelativo de “condottieri” y obispos, de amos y nobles, es decir, de aquella contada humanidad destinada a “ducere”, guiar, a los demás. Un apelativo, hay que agregar, que acarreaba simbólicamente no sólo privilegios sino también responsabilidades: el buen conductor debía ser paciente y caritativo como el buen pastor de la parábola, debía recordar a cada instante que un conductor infalible le guiaba (y le vigilaba) desde lo alto. Si la probabilidad de que Comparoni alcanzara a apreciar el peso simbólico del nombre “Beneduci” es mínima, la posibilidad de que se percatara de ello Giovan Francesco Butturini es nula. El que sí entendió plenamente el asunto fue Lorenzo Boturini Benaduci. La certeza de que nuestro personaje recorrió Val Sabbia deteniéndose por algún tiempo en la tierra de Ono, se debe a una mención inequívoca contenida en la Istoria della Beata Vergine d’Hono. Hablando del oratorio de S. Lorenzo, Bellavite agrega a lo citado arriba:

10 “Botturino Benaduci vivió alrededor de 1380, fue hombre de gran valor, que según la tradición ejercía jurisdicción sobre Pertica de Ono de Val Sabbia; de lo cual aparecen vetustos rastros en las casas antiguas de los Butturini en dicha Tierra de Ono, información o tradición que se debe a los más viejos, en particular al Sr. Alessandro Fischio hombre muy versado en los documentos antiguos, quien de vez en cuando era invitado por el Concejo de Brescia, como consta en los registros antiguos de dicha ciudad.”


11

“Sea lo que fuere, lo cierto es que en tiempos recientes dicho oratorio fue restaurado y arreglado nuevamente; últimamente, el señor caballero Lorenzo Butturini, quien llegó a Ono hará unos seis años, mandó sacar las pinturas francesas que estaban impresas en varios lugares del oratorio, así como aquellas que estaban en las casas cercanas, y al mismo tiempo con grandísima piedad proveyó el Oratorio de paramentos sacros a fin de poder celebrar allí la Santa Misa, celebrándose allí mismo los Divinos Oficios el día de San Lorenzo.”

Ma che sia di ciò, questo è certo, che il detto Oratorio negli ultimi anni fu restaurato e ridotto in miglior forma; e finalmente il Sign. Cavaglier Lorenzo Butturini, portatosi ad Hono sei anni fa incirca fece cavar le Pitture Francesi, ch’erano impresse in varie parti entro dell’Oratorio, come pur quelle, ch’erano nelle Case contigue, e nello stesso tempo con una somma pietà provvide l’Oratorio di sacri Paramenti, per celebrarvi la Santa Messa, facendosi ivi pure nella Festa di S. Lorenzo gli altri Divini Uffizi. 1 1

Nuestro caballero, pues, llegó a Hono (ésta era la grafía inicial) en 1728, poco más o menos. Ya ostentaba el título de “Cavagliere” (más probablemente por derecho adquirido que por ufanía) y sabía a lo que iba. Sus familiares le habían contado que el linaje de los Botterini procedía de Ardesio, en el valle del río Serio, razón por la cual sus pesquisas genealógicas comenzaron precisamente por este pueblo (conocido por un célebre santuario, el de la Virgen de las Gracias, que seguramente Lorenzo no dejó de visitar). Es posible que en Ardesio el futuro cronista de Indias descubriera los rastros de un antiguo parentesco entre los Botterini y los Butturini de Val Sabbia, llegando a Hono tras esta pista. Sin embargo, es más probable que don Ottavio, su “tío abuelo” (cuyos antepasados habían nacido a orillas del río Degnone) lo guiara. Lo cierto es que, atando estos o aquellos cabos, Lorenzo llegó a Hono y sacó a luz lo que muchas generaciones de Butturini habían ignorado: las pruebas del prístino orígen francés de la estirpe, los testimonios de su antigua nobleza, la evolución del patronímico y los posibles derechos sobre el señorío de la Torre. Dicho de otra manera descubrió los documentos con cuya ayuda, en los años siguientes, fundamentaría la historia genealógica de su familia, obteniendo así la ansiada patente de nobleza. No sólo los descubrió, sino que al parecer se apropió de ellos, seguramente con la intención de rescatarlos y preservarlos (sin poder prever que la furia de la naturaleza, la burocracia española y la marina británica pronto se encargarían de echarlos a perder definitivamente). En Val Sabbia Lorenzo inició su carrera de investigador de campo: viajó sin descanso, husmeó, inquirió, desenterró y, conditio sine qua non, se ganó la confianza de la gente; o sea, hizo en pequeña escala lo que 10 años más tarde haría en México, abarcando regiones enteras casi inexploradas. En 1728 Comparoni era todavía un muchacho; Alessandro Fischio, en cambio, era un hombre hecho y derecho, ya famoso por su prodigiosa memoria y su conocimiento único de los archivos locales. Los que querían adentrarse en la historia de la región, o saber algo de su propio pasado familiar (como Giovan Francesco Butturini) debían acudir buscando su ayuda. Debió de hacerlo también Lorenzo. ¿Fue Alessandro Fischio quien le mostró el escudo marmóreo ubicado en el borde de la fuente pública de Hono, o por él supo únicamente que procedía de la vetusta “Torre de’ Butturini”? Imposible saberlo, pero mediante dicho escudo nuestro personaje pudo remontarse al parentesco político que unía a su familia con el noble linaje de los condes de la Torre, por ese entonces ya extinto. Con la ayuda de Alessandro Fischio averiguó también que el blasón de los Butturini tenía su origen en la “Loma de la Cruz” (“Colle della Croce”). En cambio, el descubrimiento del antiguo escudo de los Benaduci (al cual debió llegar observando una de las “pinturas francesas” del oratorio de san Lorenzo)


debió ser mérito enteramente suyo: una corona nobiliaria cruzada por un bastón de mando, comprensible transposición heráldica de “bene ducit”. Mérito exclusivamente suyo fue también la averiguación del lema de familia: “Dieu estant conducteur rien n’est a craindre”, el cual resumía, mejor aún que el blasón, el origen del patronímico Benaduci, poniendo de manifiesto su fe inquebrantable en la Providencia divina.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.