Que nada y nada tras de ti

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Juli谩n Alonso

QUE NADA Y NADA TRAS DE TI (Selecci贸n)



QUE NADA Y NADA TRAS DE TI

Soy un pez. Cuando cada tarde acudes a la lonja del pescado, soy yo el que por cientos de ojos redondos te contempla desde las cajas de madera; soy yo quien te observa desde la mirada prohibida del rodaballo. Soy un pez. Cada vez que pides una ración de atún blanco es a mí a quien devoras con ese deleite de las cosas buenas, pero yo te consumo por dentro, recorro tus órganos, tus vísceras y veo lo que tu ves porque soy como el alma que te anima. Soy un pez que nada y nada tras de ti cuando te adentras en la mar, a correr olas. Soy el roce furtivo que sientes bajo el agua, ese algo inconcreto que inspecciona tus muslos. Te engaño con trocitos de alga. Tiro de tu bikini azul a cada nueva ola, me interpongo entre tus manos y la arena. Te hago temblar a mi suave contacto, circulo entre los dedos de tus descalzos pies y me escurro de prisa, para que no me descubras. Soy un pez.


Nado entre las mesas del pub. Entro en los vasos para sentir el roce de tus labios, para que me confundas con el hielo demorándote en mi como quien va a una cita y es demasiado pronto y llueve y hace frío bajo los soportales. Soy un pez enredado en los dedos de los músicos, guiando cada nota de esta bossa-nova que tanto te ha gustado porque sientes y es verdad, que te refleja. Me asiento en tus oídos a través de su ritmo. Soy yo quien la susurra. Soy yo quien te produce el leve cosquilleo que atribuyes al viento amable del ventilador. Yo, cuando te levantas, quien va contigo. Salimos a la noche, somos pasajeros abisales, pero te protejo del peligro, de las turbias corrientes que pueden enredarte y de las aguas muertas donde te anegarías sin remedio si no fuera por mí, que sé de memoria cada calle y dirijo tus pasos hacia puertos tranquilos, lejos de la resaca. Soy un pez de ojos siempre abiertos. Conozco los detalles. Sé de cada resquicio, inspecciono las grietas de tu orgullo y me infiltro por ellas sembrando el desasosiego cuando duermes desnuda y sueñas laberintos de puertas entornadas. Me gusta escuchar tu suspiro de alivio cuando por fin encuentras la salida y soy yo quien dirige tu ignorancia. Soy un pez y la lluvia es mi cómplice si no llevas paraguas. Me dejo deslizar y me demoro en el trazo de tus curvas hasta llegar


al suelo, y repetir camino, y volver a caer por el exacto tobogán de tus caderas. Te rozo con mis escamas doradas, sabes a mí que estoy en todas partes y toda te recorro con mis pisadas de agua. Soy el pez incansable que nada y nada tras de ti como un obseso. Me paro si te paras, me emborracho contigo cuando te encuentras sola y yo no puedo hablar, ni consolarte, porque los peces no hablan, sólo miran, nadan en el alcohol de cada noche, pasajeros absurdos de un absurdo autobús tras cuyas ventanillas se aleja lo que nunca tendrán aunque conozcan todo de memoria, aunque todo lo miren, aunque lo palpen todo, porque todo es hermoso pero ajeno y por tanto, es sólo un espejismo esa mujer que aman.


TRES CUENTOS AFRICANOS EL HOMBRE QUE GOBERNABA EN TOMBUCTÚ

“Dicen que un día el desierto llegará a Tombuctú, que como una ola de arena invadirá el Sahel, cubrirá los campos de cultivo, borrará los pozos. Pero no será así mientras yo pueda impedirlo”. Así hablaba Sidi Muhammad, conocido entonces como “al Sa’id”, que significa “el Afortunado”. Hace ya muchos años que murió, tantos que ya no están entre nosotros quienes lo conocieron y lo secundaron en su imposible propósito. Sidi Muhammad “al Sa’id” se había enriquecido con el comercio caravanero hasta convertirse en el hombre más poderoso de la ciudad. Su nombre era conocido por todas las tribus del Sahara. Su fama llegaba desde Libia hasta el reino de Dahomey. Su hospitalidad le hacía ser un hombre querido por todos y las personas humildes hablaban de él como “al Karim”, que quiere decir “el Generoso”. Dicen que una noche tuvo un sueño. Soñó con un viento muy fuerte, un simún terrible y borrador que arrastraba hacia el Sur


la arena del desierto, levantaba las dunas y las transportaba hasta depositarlas sobre campos y aldeas haciendo desaparecer a su paso todo vestigio de civilización. Sidi Muhammad “al Karim” despertó sobresaltado y ya no volvió a ser el mismo. Se volvió taciturno, apenas hablaba ni comía. Sus ojos brillaban con la incierta luz de la locura. Los amigos más cercanos comenzaron a llamarle “al Zuguybi”, que es como decir “el Desgraciado”. Pasaron varias lunas y Sidi Muhammad volvió a soñar. Ni a sus amigos más cercanos les contó su sueño, pero a la mañana siguiente, lleno de determinación, publicó su primera ley y ordenó fijarla en la puerta del caravasar. En ella dictaba para todas las caravanas que desde el Norte llegaran a Tombuctú la obligación de que cada camello, al abandonar la ciudad, se llevara un saco lleno de arena para arrojarlo de nuevo al desierto del que provenía. Nadie se explicaba tan extraña orden, pero los guardias armados que comprobaban su cumplimiento aconsejaron a todos la conveniencia de obedecerla como una nueva extravagancia del hombre que medía su riqueza por el número de libros y caballos blancos que poseía. Tombuctú llegó a ser una ciudad tan limpia como nadie recordaba. Hubo momentos en los que no quedó arena que llevarse, pero si el viento sahariano soplaba hacia el Sur, los vecinos de la ciudad tenían que cerrar sus puertas y, cuando pasaba la


tormenta, encontraban las calles llenas de pequeñas dunas, montoncitos de arena apilados junto a los muros. De nuevo volvía una tarea que ya era asumida por toda la población, hasta que Tombuctú y sus campos de cultivo quedaban otra vez libres del ataque del desierto. Años después, creyendo encontrar la solución definitiva, tomó una decisión trascendental que se propuso realizar a su costa. En el proyecto emplearía todas sus riquezas. Qué mejor fin, pensó, que el de preservar su ciudad para las generaciones futuras. Contrató trabajadores en todos los lugares donde los pudo encontrar y comenzó la construcción de una gran muralla de adobe que circundaría Tombuctú y sus campos. La tarea consumió años y riquezas, Sidi Muhammad, incansable, inspeccionaba las obras, disponía las cuadrillas de obreros, distribuía tareas al tiempo que la muralla crecía hasta su terminación. Al principio el flamante muro se mostró efectivo. Incluso Sidi Muhammad “al Karim” pudo por un tiempo descansar. Se le veía pasear tranquilo, cumplir con sus deberes religiosos en la mezquita, impartir justicia con sabiduría y equidad; pero cierto día, realizando una visita de inspección por el exterior de la construcción, de nuevo la inquietud se asentó en su pecho: al pie de la gran pared comenzaba a formarse un pequeño pero uniforme montón de arena. Era el desierto que seguía avanzando.


Calculó el tiempo transcurrido desde la construcción del muro, midió la altura que la arena había alcanzado y, tras una larga noche en vela, tomó una nueva decisión: junto a las puertas de la muralla mandó instalar un aparato de medida lleno de líneas horizontales separadas entre sí por una distancia regular. Con él podría conocer la velocidad a la que la arena progresaba y, en función de ese progreso, podría ir incrementado la altura de la pared en la misma proporción. Ello obligó a mantener varias brigadas permanentes de albañiles que, durante algunos años, tantos como vivió el hombre que gobernaba en Tombuctú, siguieron trabajando. Pero inexorable como el desierto, llegó la muerte a llevarse a Sidi Muhammad “al Karim”. Todos los habitantes lloraron la pérdida del que desde entonces fue considerado como un hombre santo, el hombre que había empleado sus tesoros en preservar el más preciado de todos: su ciudad. Desde aquel día aciago, fue conocido como “al Mubarak” que es como se conoce a los “Benditos”. Durante los primeros años, hombres piadosos continuaron su obra, pero poco a poco la pereza se fue apoderando de la gente, el muro dejó de crecer, en algunos puntos comenzó a desmoronarse y la sigilosa arena siguió avanzando.


Ya no quedan hombres como Sidi Muhammad “al Mubarak”. La conformidad y el fatalismo ante lo que parece inevitable hace tiempo que se instalaron en nuestros corazones endurecidos por el egoísmo. Cada uno trata de defender su casa con los precarios medios de que dispone, pero todos asumimos ya la terrible certeza de que un día el desierto nos engullirá. Está llamando a nuestras puertas. Lo escucho inexorable en las noches de insomnio. Hace meses que rebasó la muralla semiderruida con sus lenguas de arena y las avanzadillas se arremolinan en huertos y patios sin que nadie se moleste ya en retirarlas. Tal es el grado de desidia que nos invade, que algunos no guardan ni el recuerdo de Sidi Muhammad, el hombre que gobernaba en Tombuctú


EL PÁJARO MNENGUÉ

Una vez, hace muchos años, un hombre de la tribu vio al pájaro que parece un mnengué. El hombre que vio al pájaro que parece un mnengué, se lo explicó a otros hombres del poblado. Les dijo que el pájaro que parece un mnengué es grande y veloz como un avestruz, que sus plumas son largas y hermosas y que realiza una curiosa danza para ahuyentar a los leones. Les contó que, escondido entre unos matorrales, estuvo observando al pájaro que parece un mnengué hasta que se puso el sol y les habló de sus extrañas costumbres. De cómo escarbaba la tierra en busca de las raíces con las que se alimenta, pero no con las patas, sino con su largo pico espatulado; de cómo protege a sus crías del ataque del león. Y de este modo les describió la danza del pájaro que parece un mnengué: -“Cuando los leones merodean cerca del nido, el pájaro que parece un mnengué comienza a caminar formando un círculo, al principio despacio, rítmicamente, para aumentar poco a poco su velocidad.


Sin interrumpir su giro, comienza a saltar alternativamente sobre una de sus patas al tiempo que, con el pico, va dando golpecitos que forman unas pequeñas marcas en el suelo. Los leones se quedan quietos, observando sorprendidos al pájaro que parece un mnengué, sin atreverse a atacar. Entonces, el pájaro que parece un mnengué finaliza su danza, se mete dentro del círculo junto al nido y, levantando la cabeza hacia el cielo, inicia un canto que va creciendo en intensidad hasta que bruscamente lo interrumpe. El pájaro que parece un mnengué se acomoda por fin junto a sus crías y los leones huyen despavoridos”. Esto contó a otros hombres de la tribu el hombre que vio al pájaro que parece un mnengué. Y los ancianos del poblado se sentaron a deliberar. Ellos, aunque tenían ya muchos años no habían visto al pájaro que parece un mnengué, nunca nadie lo había visto, pero pensaron que de la historia que el hombre les había narrado sacarían, sin duda, algún provecho para la tribu. Por eso llamaron al hombre que había visto al pájaro que parece un mnengué y le pidieron que les llevara al lugar donde lo había encontrado.


El hombre lo hizo, pero el pájaro que parece un mnengué ya no estaba allí. Sin embargo, aún quedaba el círculo de marcas en el suelo. Los ancianos se sentaron de nuevo a deliberar y, finalmente, pidieron al hombre que les enseñara cómo era la danza del pájaro que parece un mnengué. El hombre se puso a girar imitando los movimientos del pájaro que parece un mnengué mientras los ancianos le miraban entre la alarma y la fascinación porque ,en ese mismo instante, algunos leones se acercaban. Pero el hombre que vio al pájaro que parece un mnengué seguía danzando sin percatarse del peligro. Realizó todos los pasos tal como les había contado y, acercándose a ellos, entonó el mismo canto que escuchara al pájaro que parece un mnengué . Cuando el canto cesó, el hombre miró a los ancianos, pero éstos sólo tenían ojos para los leones que, como por arte de magia habían salido huyendo. Entonces, los ancianos y el hombre que vio al pájaro que parece un mnengué regresaron al poblado. Aquella misma noche, por primera vez, todos los hombres de la tribu se colocaron en círculo y comenzaron a danzar como les indicaba el hombre que vio al pájaro que parece un mnengué.


Desde entonces, todas las noches de luna llena, los hombres danzan como el pájaro que parece un mnengué. No sé cuándo empezó esto. A mí me lo contó mi padre, a este su padre y a aquél el padre de su padre. Por primera vez, esta noche danzaré con los demás hombres del poblado como el pájaro que parece un mnengué y, cuando llegue el momento, también lo hará mi hijo y el hijo de mi hijo mientras la tribu exista. Así, los leones no se acercarán a nuestra casa, aunque nadie, nunca más, haya vuelto a encontrarse con el pájaro que parece un mnengué


EL HOMBRE QUE FUE A DEVOLVER LA PIEDRA QUE CAYÓ DEL CIELO

En alguno de mis numerosos viajes, había oído historias extrañas, pero ninguna llamó tanto mi atención como la que escuché a unos pescadores en el puerto de Mombasa.

Mientras aparejaban sus redes el más joven, un negro alto y fuerte que por su aspecto parecía proceder del interior del país, contaba a sus compañeros la historia del hombre que fue a devolver la piedra que cayó del cielo.

Su narración comenzaba más o menos así:

“Una mañana de primavera, muy temprano, Namsú Foloko, hombre temeroso de los dioses, había salido de su casa y se dirigía a los campos de café que cultivaba en la ladera de una colina.

Por el camino se paraba a escuchar el canto de los pájaros. Trataba de distinguir los distintos trinos convencido de que siempre había alguna divinidad que, de forma sibilina, transmitía su mensaje. Estaba seguro de que, si lograba descifrarlo, sería capaz de pronosticar la llegada de las lluvias, la plaga de la langosta y la luna más propicia para plantar sus semillas.


De este modo continuó andando, Namsú Foloko, colina arriba hacia sus campos de café.

La cuesta era empinada y él ya no tenía el vigor de la juventud, por eso, a media ladera, se sentaba todos los días a descansar en la misma roca, al pie de un árbol que le procuraba sombra. Para Namsú Foloko era una roca mágica, pues creía con firmeza que tenía la virtud de aliviarle el cansancio.

Allí estaba mirando al cielo como siempre hacía, estudiando las caprichosas formas de las nubes, cuando un ave que pasaba sobre su cabeza dejó caer algo que llevaba en el pico.

Namsú Foloko siguió con la vista el objeto que se le venía encima sin moverse de su sitio.

Lo que al principio parecía algo ínfimo, en su caída iba adquiriendo mayor tamaño. Fue cuestión de segundos. Con un golpe seco, el objeto fue a parar entre los pies de Namsú que continuaba inmóvil.

Repuesto a duras penas del susto, se agachó y cogió el pequeño meteoro entre sus manos. Era una piedra, un guijarro de color azul, iridiscente y cristalino.


Contempló lo que tenía entre las manos con reverencia, miró otra vez al cielo y lo escrutó con detenimiento hasta la línea del horizonte sin apreciar nada extraordinario.

Siempre se había sentido orgulloso de la agudeza de su vista y, entrecerrando los ojos para observar mejor, dio un nuevo repaso al firmamento tratando de confirmar su sospecha, hasta que finalmente creyó encontrar lo que buscaba: una mota apenas, un mínimo punto negro en el azul, ínfima grieta muy pronto ocultada por una nube.

Eso le bastó para convencerse de lo que su intuición le dictaba: la piedra que tenía entre las manos no era una piedra cualquiera, era un trozo que se había desprendido del cielo. Inmediatamente le desapareció el cansancio. Los dioses habían puesto su atención en él, la tarea para la que había sido elegido era urgente. Estaba seguro de que aquel hecho, en apariencia fortuito, podía ser el principio de una desgracia mayor. Si el cielo se derrumbaba piedra a piedra, reinaría la noche, se interrumpiría el ciclo de las cosechas, se extinguiría la vida.

Así fue como Namsú Foloko tomó la determinación que marcaría lo que le quedaba de existencia, él era la persona predestinada y lo aceptaba sin vacilar: tenía que devolver a los


dioses la piedra que cayó del cielo. Sólo así podría mantenerse el orden de las cosas.

Ni siquiera regresó a su casa.

Con la mano apretada con fuerza sobre la piedra, Namsú Foloko se puso en camino y, con una fuerza inusual en él inició la ascensión a la colina más alta de los alrededores. La subida no era difícil, de modo que al atardecer había llegado a la cima.

Allí volvió a observar el cielo. El lejano punto negro parecía seguir en el mismo sitio. Hacia él alargó la mano abierta con la piedra azul sobre su palma. Cerró los ojos y comenzó a entonar una salmodia para él tan mágica como todo lo que le rodeaba. Era la forma de propiciar que los dioses se hicieran presentes y recogieran el guijarro.

No sucedió nada. Permaneció en la misma postura hasta que se hizo de noche y entonces, consciente por primera vez de su cansancio, se refugió al abrigo de una roca y se quedó dormido.

A la mañana siguiente, tras comer algunos frutos silvestres, se puso a pensar en la mejor forma de devolver la piedra. Se dijo: “Si los dioses no vinieron ayer a recogerla, debe ser porque esta


colina no es lo bastante elevada. Tendré que buscar una que esté más cerca de ellos”.

Con esa idea se puso en camino, recorrió poblados siempre preguntando por la montaña más alta, subió una tras otra, cada vez más arriba, incansablemente, sin éxito pero más y más convencido de su misión, con el pequeño guijarro azul aferrado en su mano.

Pronto se corrió la voz de que un hombre santo trataba de devolver una piedra que había caído del cielo. En los lugares por donde pasaba lo miraban con reverencia y le procuraban alimento. Algunas veces, rodeado de gente que le escuchaba con atención, narraba su historia y finalmente abría la mano para mostrar el objeto. Su fama le precedía y en muchos lugares salían a recibirle.

De este modo, tras años de caminar inútilmente, se encontró con un viajero que le habló de una montaña que era, con seguridad, la más elevada de la Tierra. Le contó cómo su cima, llena de nieves perpetuas, se situaba más allá de las nubes, cómo nunca nadie había llegado a alcanzar la cumbre porque se decía que era tan alta que, con sólo alargar la mano, se podía tocar la morada de los dioses.

Namsú Foloko lloró de alegría. Estaba seguro de que ese era el lugar que durante años había estado buscando. Por fin podría finalizar su tarea.


Pidió al hombre que le guiara y éste, impresionado por la decisión y las lágrimas del anciano, así lo hizo. Caminaron juntos varios días y finalmente llegaron a la falda de un monte que los nativos llaman Kilimanjaro.

Namsú miró la imponente mole sobrecogido. Su compañero no le había mentido. Se despidió de él con lágrimas de emoción, contó por última vez su historia en el poblado cercano, mostró la piedra azul y se retiró a descansar.

A la mañana siguiente, guiado por algunos hombres del lugar, comenzó la que estaba seguro sería su última ascensión. Caminaron varias jornadas siguiendo sendas de vegetación cambiante hasta el lugar donde reinaba la niebla. Allí los hombres se despidieron temerosos y dejaron que prosiguiera solo su camino hasta que se perdió entre las nubes.

Nadie supo más de Namsú Foloko.

Han pasado muchos años desde entonces y la leyenda circula por todas las tribus del África Oriental.

Algunos expedicionarios cuentan que en lo alto del Kilimanjaro, entre las nieves perpetuas, expuesto a los elementos,


vieron un anciano con el brazo derecho perennemente extendido hacia el cielo y una piedra azul en la mano”.

Esta es la historia que el pescador narraba a sus compañeros en el puerto de Mombasa.

Así la escuché y así la cuento, mientras preparo mi viaje hacia la montaña desde la que, con sólo alargar la mano, se puede tocar el cielo.


EL POETA

Valeriano de la Gala tenía un nombre octosílabo, octosílabo y con los acentos bien puestos. No es de extrañar que, llamándose así, quisiera ser poeta y a fe que se empeñó en serlo: aún no había cumplido la mayoría de edad cuando ganó sus primeros y únicos juegos florales, gracias a unas décimas bien rimadas y celebradísimas, que fueron radiadas innumerables veces y reproducidas en la prensa local, saludando la irrupción de Valeriano en el mundillo literario como si de la llegada de un nuevo Bécquer se tratara y sacando un mural cerámico coleccionable con una de ellas. No hubo por aquel entonces un solo hogar de la ciudad, que no tuviera en lugar destacado la afortunada composición que decía así: Dicen que es un niño Amor, caprichoso y volandero que cuando llega, primero da placer, después dolor, mas, si con todo su ardor hasta mi alma ha llegado, yo doy por bien empleado todo lo que antes sufrí, pues que al fin lo conocí y te amé, dulce pecado.


Animado por el éxito y, sobre todo, por la repercusión que tuvo el premio, el bueno de Valeriano comenzó a creerse un elegido de las musas y a dar recitales por toda la provincia que, al no tener una obra demasiado dilatada –diez décimas en realidadcompletaba recitando largos poemas patrióticos de don Eduardo Marquina y las celebradas coplas de “El Piyayo” y terminó por hacerse imprimir una tarjeta de visita en la que se podía leer: VALERIANO DE LA GALA (VATE PROFESIONAL)

Nacimientos, Bodas, Óbitos, Homenajes

Especialidad en romances Y hay quien afirma que era cierto, aunque no en el sentido que él pretendía, pues no concluyó ningún encargo en su vida y romances poéticos se desconoce que completara alguno, pero en cambio, los más cercanos afirman que entre unas y otras llegó a tener no menos de treinta novias, romances al fin y al cabo aunque más palpables que los escritos mas, inconstante por naturaleza, tampoco se casaría con ninguna, aunque debió prometer matrimonio a todas. Porque si algo caracterizaba a Valeriano eran los grandes proyectos que nunca conseguía llevar a término. Y no picaba bajo, no. Aprovechando su amistad con un periodista local que le publicaba todas las notas y fotografías que enviaba -siempre al lado de famosos o personalidades para acrecentar su fama- un día


anunció a bombo y platillo que se proponía el magno empeño de poner la Biblia en verso y adelantaba en primicia el primero de ellos que, según él, acababa de pulir y decía así: “En el principio era el verbo”. Con un empuje que ya no se le volvió a conocer, una semana después había compuesto seis versos que enviaría al periódico y saldrían publicados en las páginas culturales: “En el principio era el verbo y un pronombre personal de la primera persona, primera del singular que más tarde se hizo trino y se llamó Trinidad”. Pero hasta ahí llegó, porque muy pronto sus intereses giraron hacia otros derroteros. Relativamente cercano el año del centenario del Quijote, decidió cambiar de tercio y nuevamente la prensa local se hizo eco cumplido del magno proyecto que pensaba concluir a tiempo para la magna conmemoración. Adelantaba, como hiciera con la Biblia, el primer cuarteto que había conseguido culminar y que decía así: En un lugar de la Mancha, nombre de cuyo lugar, por mucho que me lo pidan yo no quiero recordar….


Después de esto y enredado en otros romances de carácter más carnal, aunque llevó a cabo varios intentos de continuar el trabajo que se había impuesto, llegó el momento de las conmemoraciones, pasó todo el año de fastos y Valeriano no conseguía avanzar ni un solo verso, pero lo peor fue que se enteró por “El Norte de Castilla” de que otro versificador más empeñado y constante que él, había conseguido llevar a buen término el mismo proyecto y lo había recitado de principio a fin en una maratoniana velada poética en la Casa Cervantes de Valladolid. ¿Qué objeto tenía continuar?. “Lo dejo porque se me han adelantado”, fue su escueto comentario. Decidió entonces decantarse por los clásicos latinos y tomando un ejemplo de “Las Metamorfosis” de Publio Ovidio Nasón, en edición popular de Espasa Calpe, se puso en marcha con entusiasmo y en menos de una semana había logrado dar por concluido un primer verso: “Antes de existir el mar” que le dejó tan exhausto como satisfecho mientras su amigo el periodista le cambió el apelativo de “estudioso” para calificarlo de “erudito” en el correspondiente artículo donde daba noticia del empeño. Así anduvo, tan emocionado con una crónica que había mandado enmarcar para colgar en su despacho, que pasó el tiempo y se le olvidó continuar. Cuando alguien le preguntaba, contestaba siempre con evasivas o decía que había perdido el libro en la mesa de un restaurante y, por ser edición descatalogada, no había logrado aún


conseguir un nuevo ejemplar, lo que le había obligado a posponer sine die su trabajo. Se fijó entonces un objetivo más difícil todavía. Un reto que nadie había intentado hasta el momento y que consistía en convertir en verso la mítica “Rayuela” de Julio Cortázar, pero para hacerlo más complicado y dada la manera aleatoria en que esa novela puede leerse, decidió comenzar al mismo tiempo por tres capítulos: el 1, el 29 y el 34 y de este modo envió a la prensa tres versos bien medidos, como prueba de su decisión irrevocable: “¿Encontraría a la Maga?”, “-Tiens- dijo Oliveira” y “En setiembre del 80”. Y por aumentar la dificultad y dar muestra pública de su virtuosismo y lo vasto de su cultura literaria, tratando de entrar en el Guiness, añadió también la obra inmortal de un indiscutible Premio Nobel colombiano y escribió como adelanto: “Cien años de soledad / de Gabriel García Márquez”. Mas, pronto empezó a pensar que en estos tiempos más propios de best sellers, esos libros no le interesarían a nadie, así que en tiempo record redactó una nota de prensa anunciando que muy a su pesar posponía –que no abandonaba- ese proyecto para dedicarse a poner en verso otras dos obras, pero esta vez de aventuras: “El Señor de los Anillos” y “Harry Potter”. Consiguió una vieja edición de Círculo de lectores y emprendió el primero de la forma siguiente: “Cuando el señor Bilbo Bolson…”. En cuanto al segundo, eligió para comenzar, como era


lógico, la primera entrega que se titula “Harry Potter y la Piedra Filosofal”, escribiendo: “El señor y la señora…” y cuando ya parecía que todo iba bien encarrilado, en un momento de crisis reflexionó: “¿Qué vas a hacer, Valeriano? ¿para qué esforzarte en obras menores cuando hay grandes novelas de aventuras con las que puedes trabajar¿ ¿por qué no coges “La isla del tesoro?”. Y así lo hizo. Pidió prestada a su sobrino una edición comentada de Vicens Vives que le habían puesto como lectura obligatoria en el instituto y atacó el capítulo primero, convirtiendo en verso el título: “El viejo lobo de mar / en el Almirante Bembow” e iniciando ya decididamente el capítulo: “El Squire Trelawney…”. Pero él, hombre de conocimientos casi enciclopédicos si nos fiamos de su amigo el periodista, no podía emplearse en obras de corte infantil y juvenil. No debía perder de vista que su objetivo principal era ingresar en la Real Academia de la Lengua y para ello tenía que demostrar de lo que era capaz. Trató con esa intención, de reinterpretar el “Romancero Gitano” de Federico García Lorca y comprobó con sorpresa que ya estaba escrito en octosílabos, así que declaró con elegancia: “Lo dejo porque me parece demasiado fácil y yo necesito retos más importantes”. Quizás por eso volvió la vista hacia Borges, al que no entendía mucho pero era un autor muy recomendado y, por eso, espigando entre sus “Ficciones”, dio comienzo a la titulada “La otra muerte” de la siguiente manera: “Un par de años hará…”, pero al


poco lo dejó también con el argumento de que tanto misterio y tanta metafísica no iban con su carácter franco y campechano. Así, después de un tiempo de aparente inactividad, un día, reflexionando frente al periódico, un nuevo camino pareció abrirse de pronto. “Valeriano –se dijo- ¿qué es lo que la gente lee de manera habitual?. Y se contestó a sí mismo en un arrebato de inspiración: la prensa diaria”. Dicho y hecho: cogió los ejemplares del día de “Diario Palentino” y “El Norte de Castilla” y, en un más difícil todavía, empezó a trabajar de manera simultánea. Tomó primero el decano de la prensa local y escribió decidido: “El Diario Palentino”, consiguiendo así, en un abrir y cerrar de ojos fruto de su ya contrastada experiencia, el primer verso con el que recuperaba el nombre tradicional del periódico. Cogió después “El Norte de Castilla” y redactó: “Cardenal Almaraz, 3”, dando fe de la sede palentina de dicho periódico y a partir de ahí se apoderó de él una duda insuperable. No era capaz de decidir por dónde continuar la tarea: ¿empezaría por las “cartas al director”, los “Anuncios por palabras”, las “Cotizaciones en bolsa” o por la “Sección de deportes”?. En esas cavilaciones estaba, cuando un día nefasto tuvo lugar el hecho trastocaría toda su vida, llevándolo tras un penoso periplo a decir de muchos, a la tumba.


Nadie sabe cómo llegó a sus manos. Algunos afirman que fue un paquete con acuse de recibo, entregado por un cartero ajeno a lo que aquel envío iba a provocar en Valeriano. Otros que se trató de un hallazgo casual en un banco de los Jardinillos e incluso hay quien asegura que todo fue fruto de un pedido realizado ex profeso por el propio Valeriano de la Gala. Lo cierto es que un día aciago se encontró entre las manos con la guía telefónica de San Sebastián y fue en ese preciso instante cuando se inició la hecatombe, pues inasequible al desaliento, dicen que dijo: “Esto lo tengo que conseguir” y con un empeño que no se le conocía, se aplicó día y noche, sin salir de su estudio, a poner en verso el nefasto libro, cosa a todas luces imposible incluso para una mente privilegiada como la suya. Sea como fuere, llegó un momento en que se bloqueó por completo y sus amigos piensan que, incapaz de reconocer públicamente el fracaso, comenzó a adelgazar, a perder el color, a encorvarse, a mirar con ojos vidriosos y extraviados a todo el mundo y, en definitiva, a no levantarse de la cama hasta que, poco a poco, su vida se fue consumiendo como se consume una vela, ante el estupor de todos cuantos le conocían y apreciaban, que eran muchos. A su muerte, sus amigos más íntimos descubrieron con horror que había quemado todos sus versos, o al menos así lo supusieron, pues por más que buscaron entre los pocos papeles que quedaban, el epitafio que les había asegurado estaba escribiendo, en su mesa de trabajo sólo consiguieron encontrar, como había pasado con tantos otros proyectos de su malograda vida, un único


verso que daba pie a pensar en un poema inacabado. Un verso huérfano en medio de un folio en blanco, mudo testigo de los intentos vanos del poeta: “Valeriano de la Gala…”. Por eso, y como póstumo homenaje, entre todos terminaron los dos cuartetos que sus devotos admiradores e innumerables exnovias pueden hoy leer esculpidos sobre la lápida del cementerio palentino de Nuestra Señora de los Ángeles donde reposan sus inmortales restos: Valeriano de la Gala fue un hombre de gran empeño que aunque nunca acabó nada murió persiguiendo un sueño Sit tibi terra levis como leve fue su paso, pues vivió siempre en las nubes hasta que subió al Parnaso. Descanse en paz.


SILENCIO

Se acostó temprano aquella noche, como siempre, con esa dejadez de la costumbre.

Preparó el despertador para que sonase a las ocho menos cuarto de la mañana, apagó sin mirar el interruptor de la luz y cerró los ojos para no abrirlos más.

La consciencia le llegaría con el desacostumbrado bullicio mañanero, los gritos penetrantes que escuchaba no sabía muy bien cómo, puesto que sus oídos, como el resto de su cuerpo, no obedecían a los impulsos de su cerebro, el sacarle en volandas de la cama, sin que pudiera oponer resistencia y vestirle con ese traje negro que nunca le gustó y tanto olía a cerrado y naftalina.

Le bajaron después, entre su hermano y un vecino, las pocas escaleras que unían los dos pisos de la casa y que chirriaban de forma poco habitual. Sudorosos y en silencio, le dejaron sobre la mesa del comedor y que habían cubierto con una colcha para la ocasión, cerraron la puerta y comenzó el cuchicheo exterior, la frenética actividad de unos y otros, el continuo girar del disco telefónico por el que salían voces de parientes a los que ya no recordaba.


¿Por qué ocurría todo aquello?, ¿Estaría muerto? -se preguntaba-. Pero no, eso no podía ser, el cura se lo había dicho muchas veces: “En el momento de la muerte el alma flota ingrávida fuera del cuerpo y acude, de forma instantánea al “Juicio de los Santos”.

Sin embargo, él estaba allí, percibiéndolo todo de una nueva forma, distinta de otras veces. Cierto que su cuerpo no le obedecía, pero la situación resultaba tan placentera… Si acaso, sólo sentía que hubieran interrumpido su sueño de safaris africanos para vestirle ese horrible traje que ya le empezaba a molestar, esos zapatos de puntera que le apretaban tanto y no reconocía como suyos.

Poco después llegó el médico de guardia, con cara aburrida y aspecto de forzado interés y, tras tomarle brevemente el pulso y observar sus pupilas, dijo lo que algunos familiares y el vecino que lo había bajado del primer piso, distribuidos a su alrededor, esperaban que dijera: “Este hombre ha fallecido”.

Trató de sacarles de su error, se esforzó en hablar, hacer un gesto, algo que denotara su presencia, pero todo fue imposible, las lágrimas brotaron de todos los pares de ojos que, casi hipnotizados, le miraban y pensó que ya era demasiado tarde para convencerlos.

Llegaron después unos hombres con guardapolvo gris y cara de pocos amigos que, con manos expertas, comenzaron a hacer


hueco entre sillas y objetos de adorno y, sobre dos caballetes niquelados, colocaron un ataúd con asideros de plástico y una tosca cruz clavada con puntas sobre la tapa.

Pese a sus casi noventa kilos, lo metieron en la caja sin muchas dificultades y colocaron a su alrededor cuatro cirios encendidos.

Otra vez se escucharon llantos a su alrededor. Momentáneo silencio y, casi a renglón seguido, llamadas a la puerta, timbres intermitentes del teléfono, las consabidas letanías de “no somos nada”, “resignación”, “te acompaño en el sentimiento”, pronunciadas entre dientes y de forma mecánica, las lágrimas compungidas de las mujeres de negro que en la cocina contigua rezaban el rosario entre suspiros e interrupciones histéricas, los pequeños corros de hombres, vecinos, amigos, compañeros de trabajo, familiares, que hablaban de lo bien que le habían encontrado el día anterior, los niños corriendo por todas partes y pasándoselo mejor de lo acostumbrado por la novedad de una situación que no entendían, los ojos expertos que miraban muebles, cuadros, cortinas y paredes.

Si hubiese sentido el cuerpo, seguramente le hubieran mareado los humos y la algarabía, pero todo lo que le rodeaba era de un azul pegajoso y a la vez liviano que le hacía sentir muy bien, relajado como nunca recordaba haberse sentido. Si acaso un poco


impaciente por que cerrasen de una vez la tapa y la gente dejara de mirarlo con prevención y un leve gesto de asco en el rostro.

En alguna parte un reloj dio cinco campanadas y con ronco murmullo y arrastrar de sillas, toda aquella gente se fue dirigiendo hacia la calle. Se sintió elevado en volandas y ya no fue consciente de nada hasta que cierta percepción de humedad e incienso le hizo deducir que se encontraba en la iglesia.

Desde muy lejos le llegaba la inconfundible voz de un cura hablando de la “otra vida” con palabras llenas de una mezcla de convicción y monotonía que le produjeron cierto desasosiego.

Se adormeció levemente con el ronroneo de los rezos y no supo nada más hasta que un balanceo violento le avisó de que estaba en el cementerio. Alguien arrancó de la tapa la vulgar cruz de serie que salió con las puntas dobladas y se la entregó al familiar más cercano, metieron la caja en el estrecho hueco forrado de ladrillo y lo último que escuchó fue un llanto que se iba perdiendo entre el acompasado ruido de la tierra que inexorablemente le cubría.

Después no fue sino el silencio.


Ni siquiera llegó a sentirse solo. Una gran paz le invadía, una nueva sensación que no lograba definir porque no conocía palabras que la expresaran.

Se relajó infinitamente y sólo entonces tuvo la definitiva certeza de que estaba muero. Abandonó su cuerpo. Se disolvió en la nada.


QUE VALE POR UN MAR A Juan José Cuadros, in memoriam. A Rafael Oliva y José Mª Fernández Nieto que tuvieron la suerte de conocerlo.

I LA ADORACIÓN DE LA TIERRA

“Como alguien que, desde más allá de los cincelados palacios de la memoria, llega con las últimas luces...” (J. J. Cuadros)

Regresa a una tierra que no sabe si es la suya -la que dejó de niño- intentando escuchar aún el eco de aquella voz que le enseñó a amarla con la pasión de lo desconocido. Cuando las portezuelas del tren se abren con sonido neumático, mira a uno y otro lado, asume una estación como otras


tantas y baja al andén casi de puntillas, sin atreverse a levantar la vista, como quien penetra en un lugar sagrado. Sale al parque. Nadie le mira cuando lo cruza camino de una fonda que podría estar en cualquier ciudad. Pero no es una ciudad cualquiera, es la suya, su ciudad castellana en el recuerdo idealizado y ajeno que por fin comienza a pisar. Llega a la calle con soportales que tantas veces recreó en su imaginación y la encuentra intacta, tarjeta postal de un tiempo en blanco y negro. Como le habían indicado, en el primer portal, junto a la farmacia, encuentra el letrero: “Fonda Santos –habitaciones-“ sube sin pensarlo unas escaleras de madera que crujen y huelen a lejía. Intenta llamar con los nudillos –no hay timbre- pero no es necesario. La puerta se abre como si le estuvieran esperando y en el vano se interpone el cuerpo de un hombre gordo y de aspecto amable que recibe su santo y seña: - Buenas tardes, vengo de parte de Don José María. - Buenas tardes, pase usted, le tenemos preparada la habitación tal como nos ha pedido, con vistas a la Calle Mayor. Es pequeña, pero tiene una mesa y una silla para que pueda usted escribir.


Por la ventana, sobre los soportales, se van perdiendo las últimas luces mientras el viajero abre su maleta y con demora, cuidando de no romperlos, va desplegando unos recuerdos todavía de cristal. Se tumba en la cama preguntándose por un instante qué hace allí, tratando de inventar un pasado que no sabe si alguna vez tuvo y abisma el pensamiento en esa memoria todavía ajena. Muy adentro encuentra el eco de unas palabras que le suenan a letanía de un antiguo culto de adoración a la tierra. Las enumera con parsimonia: Torre de San Miguel, Puentecillas, Calle Mayor, Cuatro Cantones, Jardinillos, Árbol del Paraíso. Con esta oración le vence el sueño.


II EL SACRIFICIO ... habla, en un idioma extraño, de una guerra muy larga en la que perdió su corazón,... (J. J. Cuadros)

Ya de mañana, tratará de seguir el itinerario que su intuición le marca. Saldrá a la calle como un joven explorador en busca de la ciudad perdida, se demorará en los escaparates, los rótulos de las tiendas, las placas de las calles. Atravesará por dentro la catedral, entrando tal como le contaran de niño, por la plaza de la Inmaculada y saliendo por la de San Antolín, se detendrá en el sepulcro que la tradición quiere de “Doña Urraca” –“Si tocabas la coleta de la estatua y rezabas un Ave María aprobabas los exámenes” -le dijo una vez su madre- e ingresará en la luz de mediodía frente al río, frente a las Puentecillas, el puente iniciático que tendrá que cruzar hacia el Sotillo de los Canónigos en un camino que empieza a no tener retorno. Llegará deslumbrado, se sentará sobre el “Bolo de la Paciencia” mientras el agua discurre hacia un mar portugués y cerrará los ojos para reconciliar realidad y evocación.


Un transeúnte le preguntará si le pasa algo y él contestará con acento de otra tierra: - Nada, muchas gracias, es que yo soy de aquí, ¿sabe?. Se perderá en un parsimonioso paseo entre castaños de Indias y más tarde, cruzando de nuevo el puente, subirá por la calle del Portal de Belén. Allí, en un mesón que dicen fue en tiempos parte de un palacio del cardenal Cisneros, parará a comer y a preguntar: - Por favor, ¿la calle Árbol del Paraíso?. Nadie la conoce. Nadie la recuerda. Nadie le puede indicar. Ya fuera, al azar, preguntará a una señora mayor, de luto, que le revelará la verdad: - Está usted en ella, pero ya no se llama así, ahora lleva el nombre de un comandante, de cuando la guerra. ¿Por qué la busca si no es mala pregunta?. - Mire, es que yo soy de aquí, señora. - Pero su habla es un poco rara, parece forastero. - Me crié en otras tierras, pero de aquí era mi madre y de aquí mis recuerdos. He venido a buscarlos.


- Usted perdone, pero pocos ha de encontrar ya. Todo se perdió hace muchos años. Aquí ya sólo vivimos viejos y cada vez quedamos menos. - Pero yo he venido a recuperar la memoria, a que nada se pierda. - Déjelo, ya no hay lugar. El viajero se aleja, la mujer mueve la cabeza con conmiseración mientras él memoriza lo que algún día escribirá: “Aquí dejo una lágrima que vale por un mar, en esta calle...”. Casi sonámbulo llega a la Calle Mayor, perdida la noción del tiempo, recorriendo los círculos del recuerdo como quien gira una noria. Declina la tarde cuando cansado de andar entra en una cafetería. La encuentra solitaria, apenas el camarero y un hombre apoyado en la barra. Pide un café y, mientras se lo sirven el único cliente trata de entrar en conversación: - ¿Forastero, eh?. - No señor, yo soy de aquí. - Pues para ser de aquí, habla usted un poco raro.


- Pero soy de aquí, me llamo Juan José y soy poeta. - Yo también soy de aquí, me llamo Rafael y no soy poeta, soy pintor, bohemio y gasto muy mala leche, no necesariamente en ese orden. Todo esto a usted no le importa, pero voy a tener el gusto de invitarle al café. - Y yo voy a tener el gusto de tomarlo a su salud, por ver si se le dulcifica el carácter. - Me parece muy bien, pero entonces le recomiendo que eche un poco más de azúcar. Así comienza lo que será una larga charla. Así muere la tarde y el viajero habla, al joven pintor, en términos de poeta loco que ha renunciado a su realidad en pos de una quimera posible y le dice de qué modo, en tan larga guerra entre realidad y deseo perdió su corazón y, con un acento entre andaluz y madrileño, le repite entre copa y copa: - Porque yo soy de aquí, ¿sabe, Don Rafael?. Y el joven pintor empieza a vislumbrar cómo el enajenado sacrificio del poeta no va a ser en vano y le coge del brazo y le adentra por calles estrechas y, en medio de la noche, le hace alzar los ojos que atónitos verán, por vez primera, la que desde entonces será su novia, la única infidelidad que en toda su vida se permitirá


el poeta, “la torre blanca que septiembre hace de oro y llaman San Miguel”. Allí derramará otra lágrima “que vale por un mar” y Rafael le llevará a la pensión para que no yerre el camino, con la promesa de irlo a buscar al día siguiente.


III SUSURROS AL OÍDO DE LA LUNA

… “así hablo esta tarde, entre la soledad de un mundo amedrentado y hermoso…” (J. J. Cuadros)

El joven pintor bohemio le sacó de la cama. Era temprano todavía cuando salieron a la Calle Mayor aún vacía y torcieron hacia la calle donde estaba la casa que había visto nacer al poeta, la calle de Barrio y Mier, llamada “de los bares”. Entraron en uno de ellos, aquél que se situaba frente a un edificio con la puerta cerrada a cal y canto y los palpables estragos del abandono en su fachada y allí tomaron el primer “sol y sombra”. - Esa era tu casa -dijo Rafael-. - ¿Quién te lo ha dicho?. - Yo lo se todo de esta ciudad y de sus gentes. - Ah… - Y he decidido ser tu ángel de la guarda. No quiero que te pierdas en el laberinto de unos recuerdos que todavía no son tuyos.


- Pero… yo debo encontrar mi camino. - Claro que lo encontrarás, pero conmigo. Ahora vamos a ver a José María. - ¿Cómo lo sabes?. - ¿Cómo sé el qué?. - Que tengo que ver a José María. - Te he dicho que lo sé todo. Vamos. A paso ligero llegaron, Calle Mayor abajo, hasta una farmacia recién abierta. “Hasta los gallos ponen con Aviolina Rojo”, rezaba un cartel. Extrañado, el viajero, se quedó pensativo tratando de alcanzar el sentido del reclamo publicitario. - Venga, no te despistes. Entraron como Pedro por su casa en la rebotica donde un hombre en bata blanca corregía las pruebas de una revista poética. - José María, aquí te traigo este pollo, mira a ver si necesita un poco de Aviolina.. - Así que tu eres Juan José. - Lo soy para servirle, Don José María.


- Pero bueno -terció el pintor- ¿sois o no sois amigos?, ¿a qué viene tanto protocolo?. - Es que, como sólo nos conocemos por carta... - Nada, nada; un apretón de manos y a la calle. De este modo, charla que te charla viendo pasar las fuerzas vivas de la ciudad desde la terraza del Café Ideal, se olvidaron de comer. El hambre de los poetas no es de este mundo, pero el de los pintores sí, por eso fue Rafael el encargado de sacar a los otros dos de su propensión al ayuno proponiendo una merienda en las bodegas de un pueblo cercano. - Vamos a ver, José María, tú tienes un 600, Juan José muchas ganas de recuperar Castilla y yo un hambre que no me aguanto, así que cada quién ponga lo suyo, vámonos para Autilla del Pino y vosotros, si queréis, os quedáis en el Mirador mientras yo meriendo. Dicho y hecho, para Autilla se fueron a ver el “mar de trigo”, tan tópico y tan típico, a observar a vista de pájaro y batidos por el viento una “Tierra de Campos”, que para Juan José era hasta entonces tan sólo una postal desvaída y a comer la tortilla que apaciguaría el estómago traicionero del pintor.


- Aquí la tienes, una de las muchas Castillas posibles. Apúntalo en esa libretita que llevas para que no se te olvide. Y entre vino y tortilla siguió la conversación hasta que Juan José propuso: - ¿Por qué no volvemos a la ciudad?. Tengo que decirle unos versos a mi novia. - ¿Qué novia? -preguntaron los dos amigos al unísono- ¡si no te hemos dejado solo ni un momento!. - Cuál va a ser, la torre de San Miguel. - Pues vamos allá. Que no se diga que no te facilitamos las relaciones. Regresaron tomando las curvas como podían. Las calles estaban ya escasamente transitadas y los tres, cogidos por los hombros como buenos camaradas, se plantaron frente a la torre despreciando el tráfico ocasional de algún coche rezagado. Tambaleante, Juan José comenzó a recitar sus declaraciones de amor: “Hermosa es la ciudad; cabal y a punto, como una fruta. Cantad amigos”


Pero José María parecía ensimismado y a Rafael sólo le salía “Asturias, Patria querida”. - Mirad, ahí está la luna. Parece que nos vigila -insistía el poeta-. - Déjala, que se muera de envidia. - “Ay, torre de San Miguel, bien plantada y talle esbelto…” -suspiró José María-.


IV VOCES DE SOL

…”de que si, acaso, me oye alguien de mi país entienda estas palabras, donde el amor ha puesto sus racimos incesantes y le sirvan para algo.” (J. J. Cuadros)

Así llegó la última mañana antes de la partida.

Reunidos en la farmacia como conspiradores, trataban de recuperarse de los estragos de la noche anterior. Juan José juraba por Manrique que volvería en la primera ocasión propicia. Rafael torcía el gesto y carraspeaba para que no se notase que en el fondo era un sentimental. José María hacía planes para el futuro.

- Tengo en mente iniciar una colección de libros y quiero que el tuyo sea el primero con una condición.

- Me llevo de esta ciudad mucho más de lo que pensaba encontrar. Tú dirás, ¿cómo iba a negaros nada?.


- Que incluyas el primer poema que anoche recitaste frente a la torre.

- Cuenta con ello.

El poeta, impresionable, dejó escapar dos lágrimas furtivas, otras dos lágrimas “que valían por un mar”. Había regresado a su ciudad castellana como un extraño en busca del pasado que nunca tuvo y partía hacia el Sur con el corazón lleno de campos, de torres y de buenos amigos.

A sus pies yacía la maleta. Poco antes, en la pensión, había recogido los recuerdos, los había plegado poco a poco, con cuidado, utilizando las mismas dobleces del mucho uso, hasta formar pequeños montoncitos como de cartas antiguas que marcan el ritmo de un tiempo ido pero definitivamente recuperado. Con cierta reverencia, minuciosamente, había cerrado la tapa, apretado las hebillas y por un momento sus ojos se habían perdido más allá de la ventana, resbalando por ese territorio de gatos que eran los tejados de la ciudad .

Antes de que la congoja de la partida le hiciera mella, había abandonado la fonda y bajado a los soportales en pos de una última cita.


- Vamos, se hace tarde -apremió Rafael-. Calle Mayor arriba caminaron como viejos compañeros, desafiando al sol de mediodía en busca de la estación. De nuevo atravesó Juan José el parque de los Jardinillos esta vez bien escoltado, sacó el billete y, casi ya sin tiempo, entre hipidos, les dio un largo abrazo antes de subir al tren, que en ese momento lanzaba su último pitido.

Desde el andén, dos pares de manos le decían adiós sin que él las viera. No quería mirar atrás: tenía miedo a perder su corazón.

Ensimismado en su asiento, medio ciego por el sol que entraba por la ventanilla, pensaba lo que contaría al llegar a su casa. Diría que en su tierra habitaba el silencio, que se podía palpar de puro denso.

“Esas piedras respiran -les diría- las oigo respirar con un sonido asmático en la noche y me da mucha pena su mundo de intemperie”.

Se sentaría a la orilla de cualquier camino a ver pasar el día con los ojos entrecerrados, como queriendo ver en un aleph imposible, el paso de los días en su ciudad, la adoración de la tierra, el sacrificio de estar lejos, la sucesión de las estaciones que notaría


discurrir con reverencia, los poemas recitados como susurros al oĂ­do de la luna frente a una torre hecha casi de sueĂąo, las voces de sol de los amigos.

Se sorprendiĂł hablando solo.


SILENCIO

Se acostó temprano aquella noche, como siempre, con esa dejadez de la costumbre.

Preparó el despertador para que sonase a las ocho menos cuarto de la mañana, apagó sin mirar el interruptor de la luz y cerró los ojos para no abrirlos más.

La consciencia le llegaría con el desacostumbrado bullicio mañanero, los gritos penetrantes que escuchaba no sabía muy bien cómo, puesto que sus oídos, como el resto de su cuerpo, no obedecían a los impulsos de su cerebro, el sacarle en volandas de la cama, sin que pudiera oponer resistencia y vestirle con ese traje negro que nunca le gustó y tanto olía a cerrado y naftalina.

Lo bajaron después, entre su hermano y un vecino, las pocas escaleras que unían los dos pisos de la casa y que chirriaban de forma poco habitual. Sudorosos y en silencio, lo dejaron sobre la mesa del comedor, que habían cubierto con una colcha para la ocasión, cerraron la puerta y comenzó el cuchicheo exterior, la


frenética actividad de unos y otros, el continuo girar del disco telefónico por el que salían voces de parientes a los que ya no recordaba.

¿Por qué ocurría todo aquello?, ¿Estaría muerto? -se preguntaba-. Pero no, eso no podía ser, el cura se lo había dicho muchas veces: “En el momento de la muerte el alma flota ingrávida fuera del cuerpo y acude, de forma instantánea al “Juicio de los Santos”.

Sin embargo, él estaba allí, percibiéndolo todo de una nueva forma, distinta de otras veces. Cierto que su cuerpo no le obedecía, pero la situación resultaba tan placentera… Si acaso, sólo sentía que hubieran interrumpido su sueño de safaris africanos para vestirle ese horrible traje que ya le empezaba a molestar, esos zapatos de puntera que le apretaban tanto y no reconocía como suyos.

Poco después llegó el médico de guardia, con cara aburrida y aspecto de forzado interés y, tras tomarle brevemente el pulso y observar sus pupilas, dijo lo que algunos familiares y el vecino que lo había bajado del primer piso, distribuidos a su alrededor, esperaban que dijera: “Este hombre ha fallecido”.


Trató de sacarles de su error, se esforzó en hablar, hacer un gesto, algo que denotara su presencia, pero todo fue imposible, las lágrimas brotaron de todos los pares de ojos que, casi hipnotizados, le miraban y pensó que ya era demasiado tarde para convencerlos.

Llegaron después unos hombres con guardapolvo gris y cara de pocos amigos que, con manos expertas, comenzaron a hacer hueco entre sillas y objetos de adorno y, sobre dos caballetes niquelados, colocaron un ataúd con asideros de plástico y una tosca cruz clavada con puntas sobre la tapa.

Pese a sus casi noventa kilos, lo metieron en la caja sin muchas dificultades y colocaron a su alrededor cuatro cirios encendidos.

Otra vez se escucharon llantos a su alrededor. Momentáneo silencio y, casi a renglón seguido, llamadas a la puerta, timbres intermitentes del teléfono, las consabidas letanías de “no somos nada”,

“resignación”,

“te

acompaño

en

el

sentimiento”,

pronunciadas entre dientes y de forma mecánica, las lágrimas compungidas de las mujeres de negro que en la cocina contigua


rezaban el rosario entre suspiros e interrupciones histéricas, los pequeños corros de hombres, vecinos, amigos, compañeros de trabajo, familiares, que hablaban de lo bien que le habían encontrado el día anterior, los niños corriendo por todas partes y pasándoselo mejor de lo acostumbrado por la novedad de una situación que no entendían, los ojos expertos que miraban muebles, cuadros, cortinas y paredes.

Si hubiese sentido el cuerpo, seguramente le hubieran mareado los humos y la algarabía, pero todo lo que le rodeaba era de un azul pegajoso y a la vez liviano que le hacía sentir muy bien, relajado como nunca recordaba haberse sentido. Si acaso un poco impaciente por que cerrasen de una vez la tapa y la gente dejara de mirarlo con prevención y un leve gesto de asco en el rostro.

En alguna parte un reloj dio cinco campanadas y con ronco murmullo y arrastrar de sillas, toda aquella gente se fue dirigiendo hacia la calle. Se sintió elevado en volandas y ya no fue consciente de nada hasta que cierta percepción de humedad e incienso le hizo deducir que se encontraba en la iglesia.


Desde muy lejos le llegaba la inconfundible voz de un cura hablando de la “otra vida” con palabras llenas de una mezcla de convicción y monotonía que le produjeron cierto desasosiego.

Se adormeció levemente con el ronroneo de los rezos y no supo nada más hasta que un balanceo violento le avisó de que estaba en el cementerio. Alguien arrancó de la tapa la vulgar cruz de serie que salió con las puntas dobladas y se la entregó al familiar más cercano, metieron la caja en el estrecho hueco forrado de ladrillo y lo último que escuchó fue un llanto que se iba perdiendo entre el acompasado ruido de la tierra que inexorablemente le cubría.

Después no fue sino el silencio.

Ni siquiera llegó a sentirse solo. Una gran paz le invadía, una nueva sensación que no lograba definir porque no conocía palabras que la expresaran.

Se relajó infinitamente y sólo entonces tuvo la definitiva certeza de que estaba muerto. Abandonó su cuerpo. Se disolvió en la nada.


MEDIAS DE SEDA

Abstemio empedernido, solía entrar en aquel bar no por beber, sino por contemplar, una vez más, las piernas de mujer que me ataban a este mundo. Me acercaba a la barra, me sentaba en el alto taburete de terciopelo verde y, sin mirar, dirigía la mano hacia el vaso de agua mineral sin gas que estaba seguro de encontrar por el camino. Tal era mi familiaridad con el camarero de noche. Mis ojos, tras las gafas oscuras -maldita la falta que me hacían en aquel local de poca luz- se clavaban en el tacón de aguja de la mujer que cada noche se sentaba al fondo del local, discurrían despacio, desde los tobillos a las rodillas y de las rodillas a los muslos encaramándose a sus medias de seda. Allí se demoraban un instante para seguir ascendiendo, rodeaban la mesa impostora, leían el título del eterno libro de poemas de Leonard Cohen que la mujer sostenía entre sus dedos, saltaban sobre los pechos comprimidos por el jersey de lana para aterrizar en unos labios que a veces se movían despacio, como para devorarlos o como recitando en voz baja, ascendían la curva del pómulo izquierdo, penetraban, rápidos y furtivos, en sus ojos marrones y terminaban el diario viaje en el columpio de su pelo rojo. Emprendían después el camino de regreso para de nuevo andar lo desandado, una y otra vez, el tiempo que tardaba en tomar mi tercera botella de agua.


“Estuve pensando en ti y estuve a punto de seducirme a mi mismo”. * le dije una noche que me sentía más lúcido que de costumbre, mientras ella esperaba en la barra el cambio de su consumición. Me miró. Tuve que quitarme las gafas por no parecer descortés. Contestó: “Un día de estos serás el blanco del desprecio de los esclavos”. * como respuesta a mi contraseña. Esa fue la primera vez que la llevé a su casa en mi coche. Lamenté no poder pedirle que me invitara a una copa como excusa para subir a su piso, lamenté ser abstemio y le di las buenas noches. No era eso lo que le hubiera querido dar en mejores circunstancias. Así, entre contraseñas, transcurrieron varios días, probablemente semanas, que culminaban siempre con el ritual de aparcar a la puerta de su casa, darle las buenas noches, encender un cigarrillo mientras ella abría el portal, ver sus piernas infinitas perderse por la escalera en penumbra y arrojar al asfalto la colilla sin apagar antes de volver a poner el coche en marcha. No podía más y un día le dije:


“El amor es un fuego. Arde por todas partes”. * -“Veo el océano desde mi ventana * -contestó ella- sube”. Abrí la puerta y la seguí. No apagué los faros, no encendí el cigarrillo, sólo la seguí escaleras arriba hasta su piso. Se movía como una pantera marcando su territorio, con paso elástico. No me daba la cara. Apoyada en el alféizar de la ventana sus ojos se perdían en algún lugar, en la noche sólo rota por los faros encendidos de mi automóvil. Me acerqué despacio. Con fervor casi religioso cogí sus hombros. Ella se volvió. Seguía sin mirarme pero bajó de sus zapatos y comenzó a caminar por la habitación con exasperante lentitud. Pulcramente, fue dejando sus ropas apiladas en un extremo del sofá; sólo las medias seguían cubriendo sus piernas. B.B. King nos llegaba desde alguna radio del vecindario. Me atrajo hacia ella no necesitó mucho esfuerzo- y la besé largamente. Ella me dejaba hacer, pero no ponía nada de su parte, como si oficiara un deliberado rito de pasividad del que yo era un simple instrumento. La recosté sobre el sofá y mis manos la recorrieron como quien toca una escultura griega hasta que tropezaron con la costura de sus medias.


Rompiendo con mi carácter de hombre tranquilo, intenté quitárselas. Sólo entonces se mostró viva. Sólo entonces sus manos fueron a mi cara demorándose en ella, clavándome unas uñas afiladas que dejaron en mí los surcos del deseo. Mi grito de dolor fue lento, de animal herido. Ella no se movió. Me levanté, recogí mis cosas y antes de marchar le dije: “Soy feo a mis propios ojos por no haberte conseguido”. * Desde el sofá, cuando ya cerraba la puerta, me llegó su voz: - “Te tengo reservada una mueca de desprecio”. * Esa noche volví andando a casa. El coche se había quedado sin batería. No pude dormir. Las heridas de mi rostro escocían más que mi fracaso. Escribí estos versos para ella:

De toda esta historia


sólo quedaron huecos de angustia y de tus manos la huella de unas uñas marcadas en mi cara. Macabro tatuaje para que no te olvide.

La noche siguiente acudí al bar más pronto que de costumbre. No me senté en el taburete verde. El camarero se extrañó tanto que olvidó ponerme el vaso de agua. Sobre la mesa aún vacía, dejé mi poema como último mensaje. Tomé un güisqui que me quemó por dentro y salí despacio de aquel local al que nunca volvería. Días más tarde, mezclado entre propaganda y cartas de banco, encontré en mi buzón este poema: “De toda esta historia sólo quedaron mis medias y de mis piernas el recuerdo del nombre que las cubre: Christian Dior”. **


Nunca más vi a aquella mujer. Nunca supe su nombre.

NOTAS: Las citas señaladas con un asterisco pertenecen al libro de Leonard Cohen “La energía de los esclavos”. El poema señalado con dos asteriscos pertenece a Mercedes Herrer.



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