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HEIMAT IST EIN RAUM AUS ZEIT
HEIMAT IST EIN RAUM AUS ZEIT THOMAS HEISE
Salvador Amores
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Con un letrero de madera que dicta: “Según la leyenda, aquí yacía la casa de la abuela” abre la última épica fílmica de Thomas Heise (Berlín del Este, 1955). Estamos en un bosque que podría ser —como parecen afirmar las imágenes que siguen a este plano, en las que vemos las figuras de un cazador, un lobo, una anciana y una niña, hechas de cartón— el escenario de cualquier relato clásico del folclor germánico. El breve montaje —único segmento en color de toda la película que funge de preludio—, concluye con una vieja fotografía de un niño pequeño que sostiene una bandera de Alemania apenas más grande que su propio cuerpo. A la imagen le sucederá, en sobria tipografía, la enigmática sentencia que titula al film. Heimat es un espacio en el tiempo; concepto elástico, inabarcable e inasible, la película nunca toma por misión definir llanamente a ésta, que sería quizás la palabra alemana por antonomasia, aún si tras sus casi cuatro horas de duración se esbozan, tenues, los puntos a unir para entrever una posible hipótesis de significado.
El procedimiento es sencillo y transparenta su intención desde los primeros minutos: la condensación de la historia alemana en el siglo XX a través de la voz de Thomas Heise, quien lee cartas, diarios, documentos pertenecientes o relacionados directamente con las generaciones anteriores de su árbol familiar, en atonal choque con los paisajes urbanos y rurales de la Alemania actual, las fotografías familiares y los documentos escritos que desfilan por la pantalla.
La palabra leída —en un tono decididamente antidramático— en realidad articula lo visible (el espacio), por medio de la duración (el tiempo). Sus pausas, respiros y silencios son los que parecen determinar el destino de la imagen presentada ante nuestros ojos: la hacen ilustrar, otorgar rostro a los nombres propios que oímos una o repetidas veces; colisionar, fungir de contrapunto a la sordidez y al dolor inherente a algunos de los hechos relatados; aparecer o desaparecer, marcando con precisión plástica segmentos internos dentro de los cinco capítulos que dividen el filme; o la hacen también permanecer, como sucede en una de las secuencias más notables. En ella, toda la tensión dramática a la que podría aspirar una obra cuyo objeto fuera representar la Shoah es superada por una solución simple: la crecien-
te desesperación de las cartas enviadas por sus familiares a la abuela del cineasta, escritas entre 1942 y 1943, mientras la pantalla es invadida en su totalidad por el desplazamiento vertical con la lista completa de los nombres de judíos vieneses elegidos para la deportación.
Son ya seis décadas desde que Jacques Rivette denunciara lo abyecto de un travelling contenido en la película Kapò (Gilo Pontecorvo, 1959) —una sentencia que después se transformaría en la clásica frase “un travelling es una cuestión de moral” de Jean-Luc Godard y Luc Moullet, y que Serge Daney actualizaría definitivamente en 1992 con su artículo “El travelling de Kapò”— donde aquel cineasta italiano embellecía y subrayaba la horrorosa muerte de una prisionera en un campo de concentración por medio de un plano de meticulosa coreografía que concluía con la mano inerte de la protagonista. Sin embargo, la exaltación unánime de películas con procedimientos equivalentes demuestra que tal discusión parece haber sido olvidada. Heise, en dicha secuencia, —la más larga de la cinta en la cual sienta las bases para un recorrido cinematográfico que en adelante no cesará de arrebatarnos el aliento con la firmeza de sus decisiones—, se revela como un cineasta comprometido con las preguntas fundamentales de la práctica documental: ¿Cómo filmar el horror, la muerte, en fin, las cosas que escapan a las capacidades del cinematógrafo sin traicionar no sólo las nobles herramientas, sino al mundo que refieren, a la memoria que rescatan y al futuro en el que serán proyectadas? ¿Cómo, pues, en viejos términos, representar lo irrepresentable? Heise opta, allí, por una respuesta concreta, casi historicista, que demuestra al vuelo algún otro rasgo de su tenue y disimulada metodología fílmica: más allá del documento no hay nada.
La gran cantidad de personajes desplegados por la voz en off, en lo que se erige como una polifonía narrativa, elaboran, más que un relato, un esbozo del mismo. Trazos simplemente, a modo de nombres de amigos, amores y familiares, de anécdotas de un despertar sexual o de conversaciones entre un padre y su hijo sobre la teoría estética brechtiana; andamios de una edificación cuyos ladrillos principales serán cimentados por la imaginación del espectador.
Heise selecciona poco más de lo que sería esencial para sostener en el aire el perfume trágico que constituye aquel décor macrohistórico y social que acompaña a la microhistoria de su familia. Las decisiones visuales rayan en ocasiones, oscilando entre lo abstracto y lo figurativo, en lo lírico. La despedida de dos jóvenes amantes en una nocturna estación berlinesa, el movimiento lejano de un tren reencuadrado por una constelación de helechos o el vaivén de un cisne en un riachuelo,
conforman algunos de los momentos donde Heise opta por retraer su épica hacia lo mínimo, por tomar un respiro de los recurrentes travellings laterales, de los ponderados recorridos a lo largo y ancho de fotografías antiguas y de las estaciones de tren que aparecen una y otra vez a lo largo del metraje. Como los diarios que escuchamos, que alternan entre el relato histórico y el personal, la partitura visual de la cinta se presenta, rítmicamente, con el pudor necesario en todo gran tragedista —la tragedia de los Heise es la tragedia de Alemania— que posee la mesura exacta de sus medios, tal como Homero, en cuya épica Hölderlin admiraba la capacidad de mostrar al bello Aquiles sólo en determinados segmentos, sólo en la justa medida.
Tras trepidar sobre una tangente que ha atravesado la Gran Guerra, la segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, hacia la conclusión del filme, llega el turno al propio Thomas Heise de tomar el relevo. En un giro quizás anunciado por cierta cita a Brecht que funcionaría también como llave para comprender las bases epistemológicas de la película —“la objetividad puede alcanzarse por medio de una intensificación de la subjetividad”— se habla en primera persona y el cineasta lee la tragedia que él mismo ha presenciado: la llegada del capitalismo en su acepción tardía a las ciudades de Alemania y, con ella, de sus conocidos parásitos. La gentrificación, la xenofobia, el desempleo o la alienación narrados por Heise, por primera vez bajo una elocución que por estar completamente asumida como propia alcanza lo pasional, nos suenan familiares. Y las dos partituras, visual y sonora, que hemos visto correr paralelamente, en atracción y rechazo oscilantes, parecen alcanzar gradualmente la sincronía. Allí, en esos momentos finales del filme, la invasión del tiempo presente sigue su curso y la épica, finalmente, se ve desbordada por la estrepitosa corriente de los acontecimientos. En el último plano de la película miramos por la ventana de un edificio mientras la voz revela los sentimientos más íntimos de su protagonista, Thomas Heise. Su romance, de algún modo puramente alemán. La emoción causada por el deceso de aquellos cercanos a él, de su hermano y de su madre: su verdadera política.
Heimat ist ein Raum aus Zeit, a pesar de lo extenso y disperso de su alcance,es una épica emocional. Lo indeleble de la cinta no reside tanto en su ambición histórica totalizadora, sobre la que se podría, a riesgo de alejarse de lo que concierne en sentido estricto al arte cinematográfico, especular ampliamente, reside en las cosas simples, concretas, a veces fugaces. Una lista de nombres, el relato de un primer beso, un inventario visual de trenes en movimiento; aquellos instantes donde la historia