Far From Home

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Ce livre est publié à l’occasion de l’exposition Alberto Garcia-Alix / Daido Moriyama « Far from home » à la galerie Kamel Mennour – Paris, du 3 avril au 10 mai 2008.

Co-édition / Co-publishing Kamel Mennour / Paris Musées

This book accompanies the Alberto Garcia-Alix / Daido Moriyama, « Far from Home » exhibition at Kamel mennour gallery, Paris, April, 3rd – May, 10th, 2008.

kamel mennour 47, rue saint-andré des arts 75006 Paris tel. +33 1 56 24 03 63 galerie@kamelmennour.fr kamelmennour.fr

© 2008 Pour les oeuvres d’Alberto Garcia-Alix & Daido Moriyama / For the reproduced works of Alberto GarciaAlix & Daido Moriyama © 2008 Pour le texte de Jenaro Tallens / for the essay by Jenaro Tallens © 2008 kamel mennour, Paris Tous droits réservés. All rights reserved. No part of this book may be reproduced by any means, in any media, electronic or mechanical, including motion picture film, video, photocopy, recording or any other information storage retrieval system, without prior permission in writing from kamel mennour gallery.

Paris Musées 36, avenue des Terroirs de France – 75012 Paris www.paris-musees.asso.fr

Graphisme / Graphic design : Yorgo Tloupas Traduction / Translation : Sarah Finci, Constance Carta, Judy C. Moore Impression / Printing : Snel, Liège ISBN 10 : 2-914171-30-7 ISBN 13 : 978-2-914171-30-4 EAN : 9782914171304

Prix de vente : 29€


SILENCIOS CRUZADOS DE LA FOTOGRAFIA COMO CENOTAFIO Jenaro Talens Visto siempre desde atrás adondequiera que fuese. Mismo sombrero y abrigo que antaño cuando andaba por los caminos. Los caminos de vuelta. Ahora como alguien en un lugar extraño buscando la salida. En la oscuridad. En un lugar extraño a ciegas en la oscuridad de noche o día buscando la salida. Una salida. A los caminos. Los caminos de vuelta.

Samuel Beckett, Stirring Stills Que le siècle de l’objet aura autant été le siècle de l’absence, voilà l’idée. Que l’art nous montre ça, voilà le soupçon. Nos societés font tout pour nous distraire. C’est gentil. Fermez les yeux, telle est l’nvitation au sommeil dont elles nous bercent. Je tient que l’art de ce temps convie à autre chose: à ouvrir l’oeil et regarder (…) C’est dur, mais juste.

Gérard Wajcman, L’objet du siècle

En una entrevista de 1975, concedida al periodista Alberto Ongaro poco después del estreno de su película Profesión: Reporter, Michelangelo Antonioni reflexionaba sobre los nuevos modos de mirar/pensar el mundo a que nos forzaba el avance del conocimiento. Decía Antonioni: “No reaccionamos como reaccionábamos antaño ni al sonido de una campana, ni a un disparo, ni a un homicidio, por poner algunos ejemplos. Incluso algunos ambientes que, tiempo ha, podrían parecer distendidos, convenciones, lugares comunes de un determinado tipo de relación con la realidad, ahora podemos mirarlos de forma trágica. El sol, por ejemplo. Lo miramos de forma distinta que en el pasado. Sabemos demasiado sobre él. Sabemos qué es el sol, qué ocurre en el sol, las ideas científicas que tenemos han terminado por modificar nuestra relación con él. Yo, por ejemplo, a veces tengo la sensación de que el sol nos odia, y el hecho de atribuir un sentimiento a una cosa que es siempre igual a sí misma significa que ya no es posible un determinado tipo de relación tradicional”. A menudo he recordado estas lúcidas palabras del director italiano al enfrentarme con el trabajo fotográfico de Alberto García-Alix y he tenido una extraña sensación equivalente al contemplar la obra del japonés Daido Moriyama. La fotografía de ambos artistas, en efecto, es el resultado, más allá de cualquier racionalización que el espectador pueda impostar a posteriori, e independientemente de ella, de estar obligados a mirar con ojos diferentes un entorno que a fuerza de ser asumido como parte de nuestro imaginario cotidiano, ha terminado por hacernos olvidar que se ha convertido en un universo extraño y deshumanizado. De modo azarosamente paralelo y sin más vínculo que el hecho de compartir una idéntica capacidad para mostrar las grietas que surcan la deslumbrante escenografía de nuestra actual sociedad del espectáculo, ambos dan cuenta de ese lado oscuro del mundo contemporáneo; un mundo donde la homogeneización impuesta por una globalización galopante disuelva cada vez más las diferencias entre unas ciudades y otras, entre unas culturas y otras. La lucidez de un Yu-

kio Mishima, extranjero en un mundo que había visto volatilizarse los valores de la tradición, pero, al mismo tiempo, implacable diseccionador de ese mismo mundo, flota como un aura en la obra de Moriyama. La radicalidad y el sentido trágico de Andy Warhol, otro extranjero en un mundo cada vez más parecido al del novelista japonés, también están presentes en la obra del fotógrafo español, aunque sin la coartada falsamente gratificante del color. Pero tanto uno como otro, Moriyama y García-Alix van más allá de sus predecesores. Lo que en aquellos era un presagio, aquí se ha convertido ya en realidad circundante. El blanco y negro que da forma al trabajo de uno y otro no es, por tanto, una opción, sino una condena y un síntoma. El mundo es un muro opaco, no el cristal transparente que simulaba ser. Lo que en él pudiera haber de espejo no nos devuelve sino el estupor de nuestra propia imagen ciega, sin permitirnos, como le ocurría a la Alicia de Lewis Carroll, atravesarlo para descubrir qué hay detrás. Esta apoteosis de la superficie, en tanto testimonio de la sola profundidad plausible, no reivindica, por tanto, una referencialidad que la sancione, sino que da cuenta de un vacío, de una suspensión. Lo de menos es que en ambos casos (el Buenos Aires visto por un japonés o la nueva y cambiante Pekín del nuevo milenio ofrecida al objetivo de un español) parezcan inscribirse fragmentos de un relato inacabado (o inacabable). El extrañamiento (Verfremdung) y la buscada ausencia de profundidad de la imagen en dos dimensiones son, en todas las instantáneas que aquí se reúnen, la huella de una ausencia. Cuenta Nicolás Combarro, en el texto que acompañaba una de las exposiciones del fotógrafo español, que una vez, acompañando a García-Alix por las calles bonaerenses, Alberto “miraba continuamente hacia el cielo surcado por las crestas de edificios inalcanzables, como molinos de viento a los que debía enfrentarse” y que, cuando le preguntó cómo elegía fotografiar un edificio en vez de otro, el artista respondió “miro a través de la cámara y, cuando siento miedo, tiro”. Pocas veces ha podido resumirse mejor la imposibilidad de una experiencia que no puede ser dicha

Jenaro Talens is xxxxxx xxxxx xxxx

ni representada, sino sólo sintomatizada. Puesto que esa experiencia es del orden de lo poético y ajena, por tanto, a las explicitaciones de la narratividad, quizá una escueta reflexión sobre cómo se inscribe este desconcierto en el interior de una tradición construída por el discurso falsamente testimonial de esa otra variante de la fotografía que es el cinematógrafo pueda arrojar alguna luz sobre el particular. A finales de la década de los años 60 del siglo pasado, el canadiense Marshall McLuhan decía que el cine nos permite enrollar el mundo real en un carrete para poder desenvolverlo luego como si fuese una alfombra mágica de fantasía. De esta manera, aparentemente poética, llamaba la atención sobre los aspectos más materiales del nuevo medio, subrayando que la película cinematográfica no es sino un rollo de material transparente y flexible sobre el que se fija una serie de fotos que son tomadas por la cámara filmadora y que, al ser proyectadas sobre una pantalla blanca, dan lugar a la aparición de una escritura visual que parece realizarse con la materia prima propor¬cionada por los propios objetos del mundo real. Dejando de lado los aspectos estrictamente “literarios” de dicha metáfora, lo que resulta importante subrayar es que el cinematógrafo suponía, en su opinión, un paso adelante, tanto con respecto a la fotografía (inmóvil) como al cómic (en el que la duración de los acontecimientos era simulada), dando lugar al surgimiento de un nuevo espectáculo en el que se fusionaban dos trayectorias históricas diversas: la fotografía instantánea de Marey y Muybridge y el principio de la proyección de imágenes, tal y como se ejemplificaba en la linterna mágica. Esa iconización del flujo temporal, posible por la existencia de la ilusión óptica conocida con el nombre de Efecto phi, permitiría crear la ilusión de que la imagen fílmica era capaz de reconstruir ante los ojos del espectador el desenvolvimiento del mundo. Si sus lazos con la fotografía —su alto grado de iconicidad— iban a ligar al cine directamente con toda una tradición orientada hacia la mímesis, su dimensión temporal iba a orientarlo

hacia las áreas de la narratividad. En ese contexto, lo fotográfico sería, sobre todo, un elemento técnico al servicio de un lenguaje que, en apariencia al menos, le habría subsumido y superado. En efecto, nacido en pleno auge y expansión del capitalismo, el cine se iba a imponer como relevo de todo un conjunto de prácticas de diversión, primero populares y luego burguesas, de comienzos del siglo XIX. Si no se pierde de vista que, en el capitalismo, espectáculo e industria se funden a partir de la instrumentalización económica del primero, y se considera que el cine se convierte en un medio de comunicación de masas a través de la multiplicación de las copias de cada filme mediante procedimientos fotosensibles, podrá caerse en la cuenta de que el cine, en tanto lenguaje, aparece fuertemente contextualizado por una serie de condicionantes industriales que incluso afectan a la situación de visualización socializada —heredada del teatro— a través de la que el espectador se relaciona con el filme. Es evidente que la mediación fotográfica de todo este proceso ha sido durante mucho tiempo elidida en beneficio del que parecía ser, no ya un, sino el lenguaje de nuestro tiempo. Es cierto que, tanto si se habla del cine como inscripción del movimiento (Lumière) o como visión de la vida (Edison), resulta pertinente subrayar que aquél no se limitaba a producir un mero salto cuantitativo en tanto acto comunicativo —como fue el caso de la imprenta—, sino que, por su dimensión espectacular, produjo un salto cualitativo al introducir un nivel participativo entre la obra y el espectador, inédito hasta entonces. Ello no debe llevarnos, sin embargo, a olvidar que en el hecho de priorizar el movimiento (filme) sobre el estatismo (fotografía) se está operando un desplazamiento conceptual importante. La ilusión del movimiento (aparente), producida por el efecto phi, se asocia con el despliegue temporal (el tiempo queda asociado al movimiento) y el carácter fijo de la toma fotográfica con la función ancilar del fotograma en tanto fragmento de espacio que necesita relacionarse con otros fragmentos de espacio en la cadena temporal del filme. Y


ello pese a saber que aunque un fotograma sea una fotografía, no podemos confundir la diferente función que define a cada uno de ellos. Si el tiempo es el que se superpone al espacio y no al revés, el modo narrativo (que es, por principio, temporal) es superior al modo poético (donde prevalece el espacio, aunque sea bajo la forma del tiempo detenido en un instante) en el proceso de organizacón de la mirada. Porque si la percepción que tenemos al desfilar las imágenes en su proyección sobre la pantalla es de carácter real, ¿sucede lo mismo con la percepción del movimiento? Gilles Deleuze, retomando los análisis de Henri Bergson, caracterizó el movimiento cinematográfico como falso movimiento (ese Falsche Bewegung que daba título a uno de los más conocidos filmes del primer Wenders) que, producido a partir de cortes inmóviles —los fotogramas—, lleva implícita su propia posibilidad de corrección. Porque si en la percepción natural las condiciones para una captación correcta del movimiento se encuentran en el cerebro, en el cine la corrección de la ilusión —constituir un falso movimiento en un movimiento real— tiene lugar al mismo tiempo que la imagen se proyecta sobre la pantalla, y para cualquier espectador. Ello es posible porque el cine se edifica sobre un corte móvil capaz de reproducir el movimiento en función de un momento cualquiera, instantes equidistantes escogidos de forma que den impresión de continuidad. El cine parecía alejarse así del momento único —pose, típico de la fotografía— para recomponer el movimiento sobre la base de elementos materiales inmanentes, presentándose como cortes móviles de la duración, gracias al movimiento que se establece entre esos cortes y que relaciona los objetos o partes con la duración de un todo que cambia. La imagen-movimiento se identificaría como un bloque espacio-temporal al que pertenece el tiempo del movimiento que se opera en ella. Contrariamente a lo que ello pudiese suponer, entiendo que el verdadero corte epistemológico respecto de la representación del mundo heredada de la tradición pictórica, no proviene del movimiento

que simula definir el lenguaje fílmico, sino del hecho fotográfico en sentido estricto. Fue la fotografía, en efecto, la que puso en evidencia —por contraste frente a la pintura— el carácter de constructo cultural que caracteriza el ojo humano: sólo vemos lo que previamente estamos capacitados y/o preparados para ver, no lo que realmente hay delante de nosotros. Si pensamos en aquel excelente filme que fue la adaptación a la gran pantalla del cuento de Julio Cortázar Las babas del diablo, que (de nuevo él) Michelangelo Antonioni tituló Blow up, entenderemos por qué. Como los lectores de estas páginas sin duda recordarán, en el filme del director italiano, el protagonista es un fotógrafo que sale a hacer fotos al azar por el Hyde Park londisense de mediados de los años sesenta. Cuando regresa a su estudio y revela los carretes, descubre, para su sorpresa, el testimonio gráfico de un asesinato que se ha cometido en sus propias barbas y que él no ha visto, aunque los hechos no han escapado al objetivo de la cámara. El ojo humano, en efecto, necesita códigos para procesar la información que entra por la retina. Si no los posee, la información, a todos los efectos, no existe. La anécdota es, de hecho, una variante de la que estructura La carta robada, el célebre cuento de Edgar Allan Poe de lacaniano recuerdo. El ojo mecánico capta lo que pasa delante de él. Desde esa perspectiva, pues, la fotografía rompía con la tradición pictórica al no hacer depender de la voluntad del trazo del artista la inscripción de la exterioridad. Lo real entraba en la imagen por su propio pie, sin ningún tipo de filtro. Otra cuestión es que más tarde, la mediación retórica (iluminación, encuadre, distancia del objetivo, etc.) interviniese para controlar y reconducir la información. También, claro está, es posible rastrear en la tradición del arte de la fotografía esa voluntad retórica de intervención. Lo que hace, sin embargo, novedosas y arriesgadas propuestas como las que llevan la firma de Moriyama o García-Alix es, por el contrario, la constancia con que se niegan a doblegarse a dicha tentación. A ninguno de los dos le interesa la “belleza” (tal y como solemos definir el

maquillado de la información). La realidad que el objetivo de las cámaras de uno y otro buscan captar asume la banalidad y la falta de trascendencia de lo cotidiano. Los personajes, anónimos o no, al igual que los objetos de la vida diaria en las grandes ciudades, son piezas evanescentes en un trascurrir que nunca protagonizan, salvo en el espacio neutro del encuadre. Hay, por ello, una enorme capacidad de ternura y piedad en la mirada que los rescata de la vorágine del sinsentido. La fotografía, ha dejado dicho Moriyama, “es una acción de fijar el tiempo y no de expresar el mundo”. Fijar el tiempo no significa, sin embargo, necesariamente, anclarse en la temporalidad. ¿Qué ocurre, por ello, cuando en vez de centrarse en la temporalidad, se prioriza el eje espacial; cuando fijar el tiempo significa pensar el espacio? “Miro a través de la cámara y, cuando siento miedo, tiro”, había comentado García-Alix. En mi opinión, el trabajo de éste último, así como el de Daido Moriyama, se sitúa en una perspectiva que hace de esa aparente paradoja el motor de su desarrollo. No se trata de retrotraernos al origen prefílmico de la imagen fija, sino de plantearse cómo utilizar una mirada mecánica sobre cuyos límites y posibilidades lo conocemos casi todo, especialmente, su incapacidad para dar cuenta de una exterioridad incomprensible; de descubrir hacia dónde ir cuando las nociones de “copia” y/o “archivo” visual que parecían serle consustanciales, se han demonstrado carentes de sentido. En 1837, William Henry Fox Talbot, el inventor del negativo fotográfico, acuñó un término, skiagrafía, para definir su invento. También lo denominó con una metáfora paralela, words of light, palabras de luz. Al hacerlo, inscribió en el cliché el alfabeto, el lugar y la fecha, como señalando que que la fotografía iba a ser el primer medio óptico capaz de integrarse en el terreno de la escritura. Más de siglo y medio después, Jacques Derrida recordaría ese concepto en su texto Mémoire d’aveugle al referirse a una cierta escritura de la sombra, una suerte de huella que representaría simultáneamente la memoria del presente y el testimonio de su desaparición. Aquello que la es-

critura fotográfica inscribe sería, así, lo que señala una presencia ausente, o una ausencia disfrazada de presencia. La huella-escritura con relación a la memoria de lo vivido (como la fotografía respecto de la realidad que simularía fijar en el instante mismo de su desaparición) se convertiría de ese modo en un archivo ambivalente: por una parte daría testimonio de algo que sucedió (en pasado) pero que ya no existe y, por otra, sólo permanecería como simulacro, en tanto copia sin un original imposible de utilizar como referente, por cuanto irrecuperablemente perdido. El que la fotografía, como subrayó hace más de un cuarto de siglo Roland Barthes, simule basar su especificidad en el hecho de captar de modo irreductible lo que ocurre sólo una vez, parecería otorgarle una capacidad de dar testimonio. Toda fotografía sería, en ese sentido, una suerte de acta notarial (él hablaba de punctum). En dicha acta se dejaría constancia de que “esto” que aquí aparece ocurrió una vez, y la fotografía sería, a la vez que un certificado de validación, la repetición de lo que ocurrió en el instante, y sólo en él, en que ocurrió. Es evidente que la noción misma de referencia (ya que no el referente, definitivamente perdido) resultaba para Barthes indiscutible. Su lógica, sin embargo, se centraba en una aproximación temporal: la imagen no sería sino la huella presente de un tiempo pasado. En tanto huella, para Barthes, una fotografía sería la respuesta a esa pregunta casi siempre presente en toda práctica artística en torno a la muerte. Valle-Inclán había dicho en su La lámpara maravillosa que todo nuestro arte nace del hecho de que sabemos que un día nos hemos de morir. Detener el tiempo sería, en ese orden de cosas, un modo de sobrevivir. La lectura de Derrida, aún asumiendo la capacidad de sugerencia que subyace en el planteamiento barthesiano, subraya, como línea de fuerza, otra dirección posible de lectura. En la fotografía lo importante, para él, no radicaría en la voluntad de dar respuestas (siquiera sea la del consuelo paliativo ante el horror vacui) sino en plantear preguntas (aunque la ausencia de respuestas conlleve aumentar aún más el horror vacui). Por ello, no se


centra en la noción de “tiempo detenido” sino en la de “espacio sin referente”. Esa es, a mi modo de ver, la lógica que informa el trabajo de García-Alix y de Moriyama. La ausencia de parti pris por parte de ambos a la hora de enfrentarse con lo que entra en el objetivo de sus cámaras es la misma que atormentaba al protagonista de la aventura de esa otra Alicia, la del filme Alice in den Städten (Alicia en las ciudades, 1974), de Wim Wenders, para quien lo importante no es descubrir que su objetivo ha visto cosas que él no ha visto, como ocurría con el David Hemmings en el filme de Antonioni, sino comprobar que el tiempo, incluso detenido y fijado, es irreductible al espacio. En efecto, el protagonista de esta película, un joven periodista gráfico de nacionalidad alemana, se siente perdido en EE. UU., en tanto concreción de un mundo y de un modo de estar en él que le son completamente ajenos. Se trata, sin embargo, de lugares al mismo tiempo familiares, porque es en ellos donde ha transcurrido buena parte de su vida. Completamente desmotivado y harto de un trabajo que ni desea ni puede cumplir y de un país que no comprende, decide regresar a Alemania. Para ello, lo primero que tiene que hacer es reconocer su incapacidad para terminar el encargo que se le había hecho de redactar un artículo sobre la América profunda y, más tarde, sortear una huelga de aviones que dificulta su regreso a Europa. En el aeropuerto se encuentra con una mujer y una niña también alemanas, atrapadas, como él, por la huelga. La mujer desaparece poco después dejándole el encargo de llevar a su hija a Alemania, donde se encontrarán al día siguiente. El viaje físico se convierte a partir de ese momento en un viaje interior hacia la reconciliación consigo mismo. Hasta ese momento, su miedo a mirar a la vida de frente se reflejaba en su adicción a la Polaroid, cámara con la que de manera recurrente intenta captar lo que lo rodea (hace fotos sin parar de todo aquello que lo perturba). El revelado instantáneo de cada toma no consigue sino hacerle entender de manera redundante que lo que su mirada “creyó” percibir no está en la fotografía. Ésta no guarda nada de lo que sus ojos contemplaron

hace un instante, por primera y última vez. Lo que la fotografía le muestra es su incapacidad para re/ presentar el mundo y dotarlo de un sentido. El cuestionamiento de la referencialidad, tal y como suele abordarse al hablar de la relación entre vivencia y escritura, entre discurso y experiencia, no podría explicitarse mejor ni con mayor economía de medios. A partir de ese momento, asumirá la radicalidad de la intemperie, sin buscar (falsas) autoayudas. No hay tragedia, sin embargo. Más bien lo contrario. Lo trágico no es una postura sino una condición. Esa opacidad de lo real y la imposibilidad de interpretarla no son una condena, sino los mimbres con que construirse una vida donde ya no sea necesario reducirlo todo a los estrechos límites de lo comprensible. La supuesta derrota no es sino el inicio de una nueva vía de ascesis y serenidad. Ese triple extrañamiento del protagonista del filme que acabo de citar, cultural, tecnológico y, a la postre, casi diría metafísico, es el mismo que aquí se manifiesta. Moriyama, una mirada culturalmente oriental, fija en sus tomas el estupor del universo occidental de la capital argentina, pero podría haber elegido cualquier otra ciudad en una aldea global cada vez más clónica; García-Alix se pierde por la callejuelas de un Pekín en pleno proceso de occidentalización acelerada para responder al “miedo”, no ya de lo desconocido, sino de lo incomprensible. Pocas veces se ha puesto tan en evidencia la banalidad de considerar el proceso de homogeneización a que aspira la actual sociedad globalizada como un avance ¿hacia dónde?, ¿para llegar a qué? Pero volvamos a Derrida. Aludiendo a la lectura barthesiana de lo fotográfico, el filósofo francés apuntaba que lo que guía dicha interpretación es la cronología del instante, una especie de Einmaligkeit que supone “la simplicidad in/descomponible, más allá de todo análisis, del tiempo del instante: el parpadeo (Augenblick) de la vista tomada”. Lo que interesa a Derrida de la reflexión barthesiana es que desde el momento en que asumimos el tiempo no como una suma de instantes irreductibles, sino como duración, la fijación de la toma

deja de ser sólo un acto artístico para convertirse en un registro pasivo de la relación con la muerte; y lo hace porque “capta una realidad que está allí, que habría estado allí, en un ahora imposible de descomponer”. En esa línea que separa la voluntad de “poner en escena” artísticamente lo que ve el ojo de la cámara del hecho de dejar simplemente entrar en él la verdad de lo que hay delante, se inscribe lo que podríamos definir como “lo sublime de la fotografía, pero también su cualidad fundamentalmente no artística”, por cuanto señalaría una experiencia “no domesticable” ni reductible a los principios de la composición. Sería, así, una suerte de cenotafio. El DRAE define el término como “monumento funerario de cuyo interior estaría ausente el cadáver a que se dedica”. Toda fotografía es, en ese sentido, una tumba vacía a la que acudimos para rendir homenaje a un muerto (el referente) que no está y para llevarle el ramillete de flores de nuestro estupor. Las fotografías de García-Alix y Moriyama corporeizan de modo radical esa propuesta. Sus silencios cruzados serían como esos murmullos fantasmáticos que pueblan las páginas de Pedro Páramo, la célebre novela de Juan Rulfo: un doble monodiálogo sin palabras o un monólogo a dos voces calladas que renuncian a reconstruir el sentido de un universo cuya opacidad ha vuelto terrorífico e incomprensible. Da igual que se trate de figuras humanas anónimas bailando un tango en el interior de un salón o en plena calle, de unas niñas inscritas en un arrabal de Buenos Aires o en el triste habitáculo de una vivienda pobre y mal equipada; de una bandada de zapatos como golondrinas puestas a secar al sol en una cuerda que apenas se destaca sobre los grises nubarrones del fondo; de la mirada sin profundidad de un gato o de la sombra sin relieve de un hombre que pasea por un callejón: las imágenes de Moriyama no describen ni interpretan; no pretenden re-presentar nada, sino meramente presentar un tiempo convertido en espacio dentro de los límites bidimensionales del encuadre. Otro tanto ocurre con las instantáneas de GarcíaAlix. El mendigo cuyo abrigo parece ocultar unas

piernas ausentes o en posición arrodillada muestra una guitarra en bandolera que unas manos (invisibles) no alcanzan a tocar. No hay nada patético ni sentimental en esa estremecedora imagen: simplemente el absurdo que provoca la desubicación de los elementos que enmarcan el conjunto; el hombre de los brazos en jarras sobre un muro del que sólo percibimos la ausencia de profundidad; o esas tomas borrosas de una ciudad desmembrada, de la que apenas si percibimos cables eléctricos, árboles sin hojas, tejados fantasmagóricos; o esa impresionante imagen de la estatua de Mao, proyectando sobre un incierto fondo mal iluminado, su enigmática sombra. Ni siquiera el autorretrato que nunca falta en sus trabajos escapa ahora del carácter fantasmático del conjunto. El fotógrafo, no por azar con los ojos cerrados, se funde en sobreimpresión con unos ideogramas decontextualizados y reducidos a su mera presencia sin significado. Escribe Derrida, “se diría que el retrato capta los ojos, es decir, la mirada (…) se supone que la mirada es lo que un sujeto no puede ver de sí mismo. Cuando nos miramos en un espejo nos vemos o bien siendo vistos o bien viendo, peor no las dos cosas a la vez”. Y, en efecto, aunque parezca que el objetivo fotográfico (ese ojo mecánico sin aparentes filtros culturales) tiene el poder de sorprender una mirada que no puede verse a sí misma, el revelado (técnico) no “revela” nada oculto, sino la propia ausencia de profundidad. No ordena un mundo para volverlo comprensible sino que se expone en su desnudez sin poder verse ni remitir a nada. La fragmentación y falta de secuencialidad narrativa de las imágenes, es decir, la radicalidad poética que constituyen este doble recorrido en torno a la extrañeza y el extrañamiento del ser humano en una realidad cuya lógica se nos escapa, no son, por ello, un rasgo de estilo sino el síntoma de un estupor. ¿No fue Samuel Beckett quien dijo que hay que dejar entrar el desorden del mundo en la escritura, no porque sea bello, sino porque es la verdad?


SILENCES CROISES DE LA PHOTOGRAPHIE COMME CENOTAPHE Jenaro Talens Art is the apotheosis of solitude.

Samuel Beckett, Proust Que le siècle de l’objet aura autant été le siècle de l’absence, voilà l’idée. Que l’art nous montre ça, voilà le soupçon. Nos societés font tout pour nous distraire. C’est gentil. Fermez les yeux, telle est l’nvitation au sommeil dont elles nous bercent. Je tient que l’art de ce temps convie à autre chose: à ouvrir l’oeil et regarder (…) C’est dur, mais juste.

Gérard Wajcman, L’objet du siècle

Dans une interview de 1975 accordée au journaliste Alberto Ongaro peu après la première de son film Profession : Reporter, Michelangelo Antonioni réfléchissait aux nouvelles façons de regarder le monde qui nous forcent à avancer dans la connaissance. Antonioni disait : « Nous ne réagissons pas comme nous réagissions autrefois ni au son d’une cloche, ni à un coup de feu, ni à un homicide, pour donner quelques exemples. Nous pouvons même regarder de manière tragique certaines ambiances qui, il y a quelque temps, pouvaient sembler détendues, des conventions, des lieux communs d’un type de relation déterminé avec la réalité. Le soleil, par exemple. Nous le regardons différemment que par le passé. Nous en savons trop sur lui. Nous savons ce qu’est le soleil, ce qu’il s’y passe, les idées scientifiques que nous en avons ont fini par modifier notre relation avec lui. Moi, par exemple, j’ai parfois la sensation que le soleil nous hait, et le fait de pouvoir attribuer un sentiment à une chose qui est toujours pareille à elle-même signifie qu’un type déterminé de relation traditionnelle n’est plus possible ». Je me suis souvent rappelé des lucides paroles du réalisateur italien lorsque je me suis confronté au travail photographique de Alberto García-Alix, et j’ai eu la même impression bizarre en contemplant l’œuvre du Japonais Daido Moriyama. En effet, la photographie des deux artistes donne le résultat, au-delà de n’importe quelle rationalisation que le spectateur puisse formuler a posteriori, et indépendamment d’elle-même, d’être obligé à regarder avec des yeux différents un environnement qui à force d’être assumé comme faisant partie de notre imaginaire quotidien, a fini par nous faire oublier qu’il s’est transformé en un univers étranger et déshumanisé. De façon hasardeusement parallèle et sans autre lien que le fait de partager une capacité identique à montrer les fissures qui sillonnent l’éblouissante scénographie de notre actuelle société du spectacle, tous deux rendent comptent du côté obscur du monde contemporain ; un monde où l’homogénéisation imposée par une globalisation galopante dissout chaque fois plus les différences entres les villes et

entre les cultures. La lucidité d’un Yukio Mishima, étranger dans un monde qui a vu se volatiliser les valeurs de la tradition, mais, à la fois implacable disséqueur de ce même monde, flotte comme une aura dans l’œuvre de Moriyama. La radicalité et le sens tragique de Andy Warhol, autre étranger dans un monde chaque fois plus semblable à celui du romancier japonais, sont également présents dans l’œuvre du photographe espagnol, bien que sans l’alibi faussement gratifiant de la couleur. Toutefois, aussi bien Moriyama que García-Alix vont au-delà de leurs prédécesseurs. Ce qui était un présage dans ces derniers se transforme ici en réalité environnante. Le noir et blanc qui donne la forme au travail de l’un et l’autre n’est, par conséquent, pas une option mais une condamnation et un symptôme. Le monde est un mur opaque, et non pas le cristal transparent qu’il semblait être. Ce qu’il y aurait pu avoir de miroir en lui ne nous renvoie que la stupeur de notre propre image aveugle, sans nous permettre, comme cela arrivait à Alice de Lewis Carroll, de le traverser pour découvrir ce qu’il y a derrière. Cette apothéose de la superficie, en tant que témoin de la seule profondeur plausible, ne revendique pas par conséquent une référencialité qui la confirme, mais rend compte d’un vide, d’une suspension. Dans les deux cas (Buenos Aires vu par un japonais ou la nouvelle et changeante Pékin du nouveau millenium offerte à l’objectif d’un espagnol), des passages d’un récit non terminé (ou interminable) semblent s’inscrire. L’étrangeté (Verfremdung) et l’absence de profondeur recherchée de l’image en deux dimensions montrent, dans tous les instantanés qui sont réunis ici, la trace d’une absence. Dans le texte qui accompagnait une des expositions du photographe espagnol, Nicolas Combarro racontait qu’une fois, en accompagnant García-Alix dans les rues de Buenos Aires, Alberto « regardait continuellement vers le ciel sillonné par les crêtes d’édifices inatteignables, comme des moulins à vent auxquels il aurait dû faire face ». Lorsqu’il lui demanda comment il choisissait de photographier un bâtiment plutôt qu’un autre, l’artiste répondit : « je regarde à travers l’appareil

Jenaro Talens (Tarifa, Espagne, 1946) est poète et essayiste. Il enseigne la Littérature Hispaniques et la Littérature Comparée à l’Université de Genève. Auteur d’une vingtaine de recueils de poésie réunis en trois volumes (Cenizas de sentido, Madrid,1989; El largo aprendizaje, Madrid, 1991 et Puntos cardinales, Madrid, 2006) et de plusieurs ouvrages sur la sémiotique, la théorie littéraire et la théorie filmique, il a également traduit en espagnol, des auteurs tels Francesco Petrarca, William Shakespeare, Friedrich Hölderlin, Georg Trakl, Rainer Maria Rilke, Ezra Pound ainsi que la majorité de l’oeuvre de Samuel Beckett.

et, lorsque je ressens de la peur, je prends la photo ». Il a rarement été possible de mieux résumer l’impossibilité d’une expérience qui ne peut être ni dite ni représentée, mais seulement symptomatisée. Étant donné que cette expérience est de l’ordre du poétique et étrangère, peut-être qu’aux explicitations de la narrativité, une succincte réflexion sur comment s’inscrit ce désarroi à l’intérieur d’une tradition construite par le discours faussement témoin de cette autre variante de la photographie qu’est le cinématographe peut éclairer le particulier. A la fin de la décade des années 60 du siècle passé, le canadien Marshall McLuhan disait que le cinéma nous permet d’enrouler le monde réel sur une bobine pour pouvoir ensuite le développer comme s’il était un tapis magique d’imagination. De cette façon apparemment poétique, il attirait l’attention sur les aspects plus matériels du nouveau media, soulignant que le film cinématographique n’est autre qu’un rouleau de matériel transparent et flexible sur lequel on fixe une série de photos qui sont prises par une caméra qui filme, et qui, lorsqu’elles sont projetées sur un écran blanc, donnent lieu à l’apparition d’une écriture visuelle qui semble se réaliser avec la matière première fournie par les propres objets du monde réel. Si on laisse de côté les aspects strictement « littéraires » de cette métaphore, il est important de souligner que le cinématographe supposait, d’après lui, un pas en avant, aussi bien en comparaison avec la photographie (immobile) qu’avec la bande dessinée (où la durée des événements était simulée), donnant lieu à l’émergence d’un nouveau spectacle où l’on fusionnait deux trajectoires historiques différentes : la photographie instantanée de Marey et Muybridge et le début de la projection d’images, comme on l’illustrait dans la lanterne magique. Cette iconisation du flux temporel, possible grâce à l’existence de l’illusion optique connue sous le nom de Effet phi, permettrait de créer l’illusion que l’image filmique est capable de reconstruire sous les yeux du spectateur le développement du monde. Si ses liens avec la photographie –son haut

degré d’iconicité- allaient relier directement le cinéma à toute une tradition orientée vers l’imitation, sa dimension temporelle allait l’orienter vers les zones de la narrativité. Dans ce contexte, ce qui est photographique serait surtout un élément technique au service d’un langage qui, au moins en apparence, aurait été additionné et dépassé. En effet, né en plein essor et expansion du capitalisme, le cinéma allait s’imposer comme la relève de tout un ensemble de pratiques de diversion, d’abord populaires et ensuite bourgeoises, dès le début du XIXe siècle. Si l’on ne perd pas de vue que, dans le capitalisme, spectacle et industrie se mêlent à partir de l’instrumentalisation économique du premier, et que l’on considère que le cinéma se transforme en un moyen de communication de masse grâce la multiplication des copies de chaque film permise par des procédés photosensibles, on pourra se rendre compte que le cinéma, en tant que langage, apparaît fortement contextualisé par une série de conditionnements industriels qui affectent même la situation de visualisation socialisée –héritée du théâtre- à travers laquelle le spectateur se rattache au film. Il est évident que la médiation photographique de ce processus a été pendant longtemps élidée en faveur de ce qui semblait être déjà, non plus un, mais bien le langage de notre époque. Que l’on parle du cinéma comme inscription du mouvement (Lumière) ou comme vision de la vie (Edison), il est pertinent de souligner qu’il ne se limitait pas à produire un vrai saut quantitatif en tant qu’acte communicatif –comme ce fut le cas de l’imprimerie-, mais que, par sa dimension spectaculaire, il produisit un saut qualitatif en introduisant un degré de participation entre l’œuvre et le spectateur, inédit jusque là. Cela ne doit néanmoins pas nous pousser à oublier que dans le fait de donner la priorité au mouvement (film) plutôt qu’au statisme (photographie), un déplacement conceptuel important est en train de s’opérer. L’illusion du mouvement (apparent), produite par l’effet phi, s’associe au déploiement temporel (le temps reste associé au mouvement) et au caractère fixe de la prise de


photo avec la fonction ancillaire du photogramme en tant que fragment d’espace qui a besoin de se relier à d’autres fragments d’espace dans la chaîne temporelle du film. Et cela tout en sachant que bien que le photogramme soit une photographie, nous ne pouvons confondre la fonction différente qui définit chacun d’eux. Si le temps est celui qui se superpose à l’espace et non pas le contraire, le mode narratif (qui est, en principe, temporel) est supérieur au mode poétique (où l’espace prévaut, bien que sous la forme d’un laps de temps suspendu pendant un instant) dans le processus d’organisation du regard. En effet, si la perception que nous avons devant les images qui défilent lors de leur projection sur un écran est de caractère réel, est-ce aussi le cas pour la perception du mouvement ? Gilles Deleuze, qui reprend les analyses de Henri Bergson, caractérisa le mouvement cinématographique comme faux mouvement (ce Falsche Bewegung qui fut le titre d’un des films les plus connus du premier Wenders) qui, puisque produit à partir de coupes immobiles –les photogrammes-, contient de manière implicite sa propre possibilité de correction. En effet, si dans la perception naturelle les conditions pour capter de façon correcte un mouvement se trouvent dans le cerveau, au cinéma, la correction de l’illusion –créer un faux mouvement dans un mouvement réel- a lieu au même moment que lorsque l’image se projette sur l’écran, et ce pour tous les spectateurs. Tout cela est possible parce que le cinéma se construit sur une coupe mobile capable de reproduire le mouvement en fonction de n’importe quel moment, des instants équidistants choisis de manière à ce qu’ils donnent une impression de continuité. Le cinéma semblait s’éloigner ainsi du moment unique –pose, typique de la photographie- pour recomposer le mouvement sur la base d’éléments matériels immanents, en se présentant comme des coupes mobiles de la durée, grâce au mouvement qui s’établit entre ces coupes et qui relie les objets ou des éléments d’objets entre eux avec la durée d’un tout qui change. L’image-mouvement s’identifierait comme un bloc spatio-temporel auquel appartient le temps

du mouvement qui s’opère en elle. Contrairement à ce que cela pourrait supposer, je comprends que la vraie coupe épistémologique en rapport à la représentation du monde héritée de la tradition picturale, ne provient pas du mouvement qui simule définir le langage filmique, mais du fait photographique au sens strict. En effet, ce fut la photographie qui mit en évidence –en fort contraste avec la peinture- le caractère de construction culturelle qui caractérise l’oeil humain : on ne voit que ce que nous sommes capables et/ou préparés à voir au préalable, et non pas ce qu’il y a réellement devant nous. Si on pense à l’excellent film qui a été l’adaptation au grand écran du conte de Julio Cortázar Las babas del diablo, auquel (de nouveau) Michelangelo Antonioni donna le titre Blow up, on comprendra pourquoi. Les lecteurs de ces quelques pages se souviendront certainement que dans le film du réalisateur italien, le protagoniste est un photographe qui sort faire des photos au hasard dans le Hyde Park de Londres du milieu des années soixante-dix. Lorsqu’il rentre dans son studio et développe ses pellicules, il découvre, par surprise, le témoin graphique d’un assassinat qui a été commis devant lui mais qu’il n’a pas vu, bien que les faits n’aient pas échappé à l’objectif de l’appareilphoto. L’œil humain, en effet, a besoin de codes pour traiter l’information qui entre par la rétine. S’il ne les possède pas, l’information n’existe pas. L’anecdote est en fait une variante élaborée sur La lettre volée, célèbre conte d’Edgar Allan Poe qui conserve des échos de Lacan. L’œil mécanique capte ce qui se passe devant lui. Depuis cette perspective, la photographie se sépare de la tradition picturale en ne faisant pas dépendre de la volonté du trait de l’artiste l’inscription du monde extérieur. Le réel entre dans l’image sans aucun filtre. Cela devient une autre question ensuite, lorsque la médiation rhétorique (illumination, cadrage, distance de l’objectif, etc.) intervient pour contrôler et reconduire l’information. Il est possible, bien sûr, de retrouver cette volonté rhétorique d’intervention dans la tradition photographique. Cependant,

Moriyama et García-Alix refusent de se soumettre à cette tentation ; c’est précisément cela qui rend leurs œuvres novatrices et audacieuses. La « beauté » (terme par lequel nous définissons le maquillage de l’information) n’intéresse pas ces deux artistes. La réalité que l’objectif de l’appareil photographique de l’un et de l’autre cherche à capter adopte la banalité, l’absence de transcendance du quotidien. Les personnages, anonymes ou non, à l’instar des objets de la vie quotidienne dans les grandes villes, sont des fragments évanescents d’un écoulement du temps dont ils ne sont jamais les acteurs, excepté dans l’espace neutre du cadrage. Il y a, pour cette raison, une grande tendresse et une grande compassion dans le regard qui les sauve du gouffre de l’absurde. Moriyama a dit que la photographie « est une manière de fixer le temps et non d’exprimer le monde ». Cependant, fixer le temps ne signifie pas nécessairement s’ancrer dans la temporalité. Qu’arrive-t-il, justement, quand, au lieu de se centrer sur la temporalité, on donne la priorité à l’axe spatial, quand fixer le temps signifie penser l’espace ? « Je regarde à travers l’objectif et, quand j’ai peur, je shoote », avait dit García-Alix. Selon moi, le travail de ce dernier, tout comme celui de Daido Moriyama, se situe dans une perspective qui fait de cet apparent paradoxe le moteur de son développement. Il ne s’agit pas de nous faire revenir à l’origine précinématographique de l’image fixe, mais de se demander comment utiliser à bon escient une vision mécanique dont nous connaissons presque tout de ses limites et de ses possibilités, en particulier son incapacité à rendre une extériorité incompréhensible ; il s’agit de découvrir jusqu’où on peut aller alors qu’il a été démontré que les notions de « copie » et/ou d’ « archive » visuelle qui semblaient lui être consubstantielles sont en réalité privées de sens. En 1837, William Henry Fox Talbot, l’inventeur du négatif photographique, utilisait pour la première fois le terme skiagraphie pour définir son invention, qu’il désigna aussi par une métaphore, words of light, mots de lumière. Ce faisant, il inscrivit sur le cliché l’alphabet, le lieu et la date, com-

me pour montrer que la photographie allait être le premier moyen visuel capable de s’intégrer au domaine de l’écriture. Plus d’un siècle et demi plus tard, Jacques Derrida se souviendra de ce concept dans son texte Mémoire d’aveugle lorsqu’il fit référence à une certaine écriture de l’ombre, à une sorte de trace qui représenterait à la fois la mémoire du présent et le témoin de sa disparition. Ainsi, ce que l’écriture photographique fixe serait ce qui indique une présence absente, ou une absence déguisée en présence. La trace-écriture par rapport à la mémoire du vécu (comme la photographie par rapport à la réalité qu’elle ferait semblant de figer dans l’instant même de sa disparition) deviendrait, de cette façon, une archive ambivalente : d’un côté elle serait le témoin de quelque chose qui a eut lieu (dans le passé) mais qui n’existe plus, de l’autre, elle survivrait en tant que simulacre, en tant que copie sans original auquel se référer, puisque irrémédiablement disparu. Le fait que la photographie, comme le souligna Roland Barthes il y a plus d’un quart de siècle, semble puiser sa spécificité dans le fait qu’elle capte de manière irréductible ce qui a lieu une fois seulement, paraît lui conférer la capacité de témoigner. Toute photographie serait, en ce sens, une sorte d’acte notarié (Barthes parle de punctum). Cet acte rendrait compte du fait que « ceci », qui y apparaît, n’a eu lieu qu’une fois et la photographie serait, outre un certificat de validation, la répétition de ce qui eut lieu en tel instant, et seulement en cet instant. Il est évident que, pour Barthes, la notion même de référence (non pas le référent, définitivement perdu) était indiscutable. Cependant, son raisonnement se centrait sur une approche temporelle : l’image serait la trace présente d’un temps passé. En tant que trace, une photographie, pour Barthes, serait la réponse à cette question qui se pose dans presque toute production artistique autour de la mort. Valle-Inclán avait dit dans La lampe merveilleuse que tout notre art naît du fait que nous savons qu’un jour il nous faudra mourir. De ce point de vue, arrêter le temps seraît une manière de survivre. La lecture de Derrida, tout en assumant encore la


capacité de suggestion sous-jacente à l’exposé barthésien, souligne, comme ligne de force, une autre possibilité de lecture. Pour lui, l’important, dans la photographie, ce ne serait pas tant la volonté de donner des réponses (ni même d’offrir une consolation palliative face à l’horror vacui), que la formulation de questions (même si l’absence de réponses fait augmenter encore plus l’horror vacui). C’est pour cela qu’il ne se centre pas sur la notion d’« arrêt du temps » mais sur celle d’« espace sans référent ». Je crois que c’est cette logique qui préside aux travaux de García-Alix et de Moriyama. Au moment de faire face à ce qui passe dans l’objectif de leurs appareils, leur absence de parti pris est la même que celle qui tourmentait le protagoniste de l’aventure de cette autre Alice, celle du film Alice in den Städten (Alice dans les villes, 1974, Wim Wenders), pour qui l’important n’est pas de découvrir que son objectif a capté des choses que lui-même n’a pas vues, comme c’était le cas pour David Hemmings dans le film d’Antonioni, mais de constater que le temps, même lorsqu’il est arrêté et fixé, n’est pas réductible à l’espace. En effet, le personnage principal de ce film, un jeune journaliste et photographe de nationalité allemande, se trouve aux États-Unis, où il se sent perdu : cette terre est la concrétion d’un monde et d’une façon de s’y intégrer qui lui sont complètement étrangers. Dans le même temps, il s’agit de lieux qui lui sont familiers, car il y a passé une bonne partie de son existence. Totalement démotivé, lassé par un travail qui ne l’intéresse plus et par un pays qu’il ne comprend pas, il décide de retourner en Allemagne. Pour cela, il doit d’abord reconnaître son incapacité à mener à bien le travail qui lui a été demandé - écrire un article sur l’Amérique profonde -, puis faire face à une grève du transport aérien qui retarde son retour en Europe. À l’aéroport, il fait la connaissance d’une femme et d’une enfant, allemandes comme lui et bloquées, elles aussi, par la grève. Cette femme lui demande d’emmener sa fille en Allemagne, puis disparaît après avoir convenu avec lui qu’elle les y retrouvera le lendemain. Pour le jeune homme, le voyage physique devient à partir de cet instant

un voyage intérieur vers une reconciliation avec lui-même. Jusque-là, sa peur de regarder la vie en face se traduisait par une addiction à son Polaroïd, avec lequel il essaie de capter ce qui l’entoure (il ne cesse de photographier tout ce qui le perturbe). Le développement instantané de chaque cliché lui fait comprendre clairement que ce que son regard « a cru » percevoir n’apparaît pas sur la photographie. Celle-ci ne conserve rien de ce que ses yeux ont contemplé un instant auparavant, pour la première et la dernière fois. Ce que la photographie lui fait voir, c’est son incapacité à re/présenter le monde et à lui donner un sens. Le questionnement sur la référentialité, tel qu’on a l’habitude de l’aborder lorsqu’on parle de la relation entre le vécu et l’écriture, entre discours et expérience, ne pourrait s’expliciter mieux ni avec une plus grande économie de moyens. À partir de ce moment, le personnage assumera le caractère radical de sa tempête intérieure, sans se chercher de (fausses) aides. Il n’y a pourtant pas de tragédie. Ce serait même plutôt le contraire. Le tragique n’est pas une attitude mais une condition. Cette opacité du réel et l’impossibilité de l’interpréter ne sont pas une condamnation, ce sont les fils avec lesquels il est possible de se construire une vie où il n’est plus nécessaire de tout réduire aux étroites limites du compréhensible. L’echec n’est qu’apparent : en realité, c’est le début d’une nouvelle voie d’ascèse et de sérénité. Ce triple étonnement du personnage principal du film auquel nous venons de faire allusion – un étonnement culturel, technologique et, je dirais même, en fin de compte, métaphysique – est identique à celui qui se manifeste ici. Moriyama, dont le regard est, culturellement, oriental, fige dans ses clichés la stupeur de l’univers occidental de la capitale de l’Argentine, mais il aurait pu choisir toute autre ville de notre village mondial toujours plus « clonique » ; García-Alix se perd dans les ruelles d’un Pékin en plein processus d’occidentalisation accélérée, pour répondre à la « peur » non plus de l’inconnu, mais de l’incompréhensible. Rarement on a si bien mis en évidence la banalité qui consiste à considérer le processus d’homogénéisation

Traduit de l’espagnol par Sarah Finci et Constance Carta

auquel aspire la société globalisée actuelle comme un avancée vers où ? pour arriver à quoi ? Mais revenons à Derrida. Quand il faisait allusion à la lecture barthésienne de la photographie, ce philosophe français notait que ce qui guide cette interprétation, c’est la chronologie de l’instant, une sorte de Einmaligkeit qui suppose « au-delà de toute analyse, la simplicité in/décomposable du temps de l’instant : l’instant (Augenblick) de la prise de vue ». Ce qui éveillait son intérêt est le fait qu’à partir du moment où nous considérons le temps comme une durée et non plus comme une somme d’instants irréductibles, l’immobilisation par le cliché n’est plus seulement un acte artistique mais devient un registre passif de la relation avec la mort ; s’il en est ainsi c’est parce que le cliché « capte une réalité qui est là, qui aurait été là, dans un maintenant impossible à décomposer ». Dans cette optique qui sépare la volonté de « mettre en scène » artistiquement ce que voit l’objectif et le fait de laisser simplement y entrer la vérité de ce qu’il y a devant lui, s’inscrit ce que l’on pourrait définir comme « le sublime de la photographie, mais aussi sa qualité fondamentalement non artistique », en tant qu’elle révélerait une expérience qui ne peut être domestiquée ni réduite aux principes de la composition. Ce serait, en ce sens, une sorte de cénotaphe. Le Dictionnaire de l’Académie royale espagnole (DRAE) définit ce terme comme étant « un monument funéraire qui ne contient pas le cadavre de la personne pour qui on l’a édifié ». En ce sens, toute photographie serait une tombe vide qui nous servirait à rendre hommage à un mort (le référent) qui n’y est pas, à lui apporter le bouquet de fleurs de notre stupéfaction. Les photographies de García-Alix et de Moriyama incarnent cela de manière indiscutable. Leurs silences croisés seraient comme ces murmures fantasmatiques qui peuplent les pages de Pedro Páramo : un double monodialogue sans mots ou un monologue à deux voix qui se taisent et qui renoncent à reconstruire le sens d’un univers dont l’opacité est devenue à la fois terrifiante et incompréhensible. Peu importe alors qu’il s’agisse de figures humaines qui dansent un tango dans un

salon ou en pleine rue, d’enfants vus dans les bas quartiers de Buenos Aires ou dans la morne pièce d’une habitation pauvre et mal équipée ; d’une série de chaussures qui, telles des hirondelles, sont alignées au soleil sur une corde qui se détache à peine sur un fond de gros nuages gris ; du regard sans profondeur d’un chat ou de l’ombre sans relief d’un homme qui se promène dans une rue : les images de Moriyama ne décrivent rien, n’interprètent rien ; elles ne prétendent pas représenter quelque chose, simplement présenter un temps devenu espace à l’intérieur des limites bidimensionnelles du cadre. Il en est de même des clichés de García-Alix. Le mendiant dont l’habit semble camoufler des jambes absentes ou recroquevillées sur elle-mêmes tient une guitare en bandoulière dont des mains (invisibles) ne parviennent pas à jouer. Rien de pathétique pour autant dans cette bouleversante image, ni de sentimental : seule l’absurdité provoquée par la désorientation des éléments qui forment cet ensemble. Il y a encore cet homme aux mains posées sur ses hanches contre un mur dont nous ne percevons que l’absence de profondeur ; ou ces clichés flous d’une ville démembrée dont on ne voit que câbles électriques, arbres dépourvus de feuilles, toits fantasmagoriques ; ou encore cette impressionnante image d’une statue de Mao projetant son ombre mystérieuse sur un fond incertain et mal illuminé. Même son autoportrait – qui ne manque jamais n’échappe pas, cette fois, au caractère fantasmatique de l’ensemble. Le photographe, dont les yeux sont clos – ce n’est pas un hasard – se fond en surimpression avec des idéogrammes sortis de leur contexte, dépourvus de signification et réduits à leur simple présence. Derrida écrit : « on dirait que le portrait capte les yeux, c’est-à-dire le regard (…) le regard est la chose de soi que le sujet ne peut jamais voir. Lorsque nous nous regardons dans un miroir, nous nous voyons ou bien être vus ou bien en train de regarder, le pire étant quand les deux choses ont lieu à la fois ». En effet, même s’il semble que l’objectif de l’appareil photographique (cet œil mécanique ap-




































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