Banda de pueblo

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BANDA DE PUEBLO JOSÉ DE LA CUADRA

Eran nueve, en total: ocho hombres y un muchacho de catorce años. El muchacho se llamaba Cornelio Piedrahita y era hijo de Ramón Piedrahita, que golpeaba el bombo y sonaba los platos; Manuel Mendoza, soplaba el cornetín; José Mancay, el requinto; Segundo Alancay, el barítono; Esteban Pacheco, el bajo; Redentor Miranda, el trombón; Severo Mariscal, sacudía los palos sobre el cuero templado del redoblante; y, Nazario Moncada Vera chiflaba el zarzo. Cornelio Piedrahita no soplaba aparato alguno de viento, ni hacía estrépito musical ninguno; pero, en cambio, era quien llevaba la botella de mallorca, que los hombres se pasaban de boca en boca, como una pipa de paz, con recia asuididad, en todas las oportunidades posibles. Además, aunque contra su voluntad, el muchacho había de ayudar a conducir el armatoste instrumental del padre, cuando a éste, cada día con más frecuencia, lo vencían los accesos de su tos hética. Era, así, imprescindible, y formaba parte principalísima de la banda. Por cierto que los músicos utilizaban al muchacho para los más variados menesteres; y, como él era de natural amable y servicial, cuando no lo atacaba el mal humor... prestábase de buena gana a los mandados. La única cosa que le disgustaba en realidad, era alzarse a cuestas el bombo. Del resto, dábale lo mismo ir a entregar, hurtándose a los perros bravos y a los ojos avizores, una carta amorosa de Pacheco, que era el tenorio lírico de la banda, y a cualquier chola guapetona; o adelantarse, casi corriendo, cuadras y cuadras, al grupo, para anunciar como heraldo la llegada, o, en fin, aventurarse por las manngas yerbosas en busca de un ternero, un chivo, un chancho o cualquier otro "animal de carne", al que hundía un largo cuchillo que punzaba el corazón, si no era que le seccionaba la yugular para satisfacer los nueve estómagos hambrientos, en las ocasiones, no muy raras, en que los "frejoles se veían lejos". Cuando andaban por las zonas áridas de cerca al mar, Cornelio Piedrahita, tenía que hacer mayor uso de sus habilidades de forzado abigeo. -Estos cholos de Chanduy son unoh fregaoh -decía Nazario Moncada Vera, contando y recontando las monedillas de níquel-. Tre'sucreh, hermo'sacao.

PABLO NERUDA


"La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos". El viento de la noche gira en el cielo y canta. Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Yo la quise, y a veces ella también me quiso. En las noches como ésta la tuve entre mis brazos. La besé tantas veces bajo el cielo infinito. Ella me quiso, a veces yo también la quería. Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos. Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido. Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella. Y el verso cae al alma como al pasto el rocío. Qué importa que mi amor no pudiera guardarla. La noche está estrellada y ella no está conmigo. Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos. Mi alma no se contenta con haberla perdido. Como para acercarla mi mirada la busca. Mi corazón la busca, y ella no está conmigo. La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. De otro. Será de otro. Como antes de mis besos. Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos. Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido. Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos, mi alma no se contenta con haberla perdido. Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.


EMOCION VESPERAL-ERNESTO NOBOA CAAMAÑO

Hay tardes en las que uno desearía embarcarse y partir sin rumbo cierto, y, silenciosamente, de algún puerto irse alejando mientras muere el día Emprender una larga travesía y perderse después en un desierto y misterioso mar no descubierto por ningún navegante todavía. Aunque uno sepa que hasta los remotos confines de los piélagos ignotos le seguirá el cortejo de sus penas. Y que al desvanecerse el espejismo, desde las glaucas ondas del abismo, le tentarán las últimas sirenas.


MEDARDO ÁNGEL SILVA

A mi amada Cuando de nuestro amor la llama apasionada dentro tu pecho amante contemple ya extinguida, ya que solo por ti la vida me es amada, el día en que me faltes, me arrancaré la vida. Porque mi pensamiento, lleno de este cariño, que en una hora feliz me hiciera esclavo tuyo. Lejos de tus pupilas es triste como un niño que se duerme, soñando en tu acento de arrullo. Para envolverte en besos quisiera ser el viento y quisiera ser todo lo que tu mano toca; ser tu sonrisa, ser hasta tu mismo aliento para poder estar más cerca de tu boca. Vivo de tu palabra y eternamente espero llamarte mía como quien espera un tesoro. Lejos de ti comprendo lo mucho que te quiero y, besando tus cartas, ingenuamente lloro. Perdona que no tenga palabras con que pueda decirte la inefable pasión que me devora; para expresar mi amor solamente me queda rasgarme el pecho, Amada, y en tus manos de seda ¡dejar mi palpitante corazón que te adora!


JORGE CARRERA ANDRADE

Yo vengo que la tierra donde la chirimoya, talega de brocado, con su envoltura impide que gotee el dulzor de su nieve redonda, y donde el aguacate de verde piel pulida en su clausura oval, en secreto elabora su sustancia de flores, de venas y de climas. Tierra que nutre pájaros aprendices de idiomas, plantas que dan, cocidas, la muerte o el amor o la magia del sueño, o la fuerza dichosa, Animalitos tiernos de alimento y pereza, insectillos de carne vegetal y de música o de luz mineral o pétalos que vuelan. Capulí ?a cereza del indio interandino?, codorniz, armadillo cazador, dura penca al fuego condenada o a ser red o vestido, Eucalipto de ramas como sartas de peces ?soldado de salud con su armadura de hojas, que despliega en el aire su batallar celeste? Son los mansos aliados del hombre de la tierra de dónde vengo, libre, con mi lección de vientos y mi carga de pájaros de universales lenguas.


CARTA A UNA COLEGIALA DE CÉSAR DÁVILA ANDRADE

Para leer esta carta baja hasta nuestro río. Escucharás, de pronto, una cosecha de aire pasar sollozando en la corriente. Escucharás la desnudez unánime del agua y el sonido. Y el rumor del minuto más antiguo formado con el átomo de un día. Más, de repente, escucharás, oh bella música femenina, la catarata inmóvil del silencio. Entonces, te hablaré desde las letras: Era enero. Salimos del colegio. Veo tu blusa de naranja ilesa. Tus principiantes senos de azucena, y ciento que me duele la memoria. Bella aprendiz de cartas y de melancolía, con los ojos cerrados y las bocas unidas, tomamos esa tarde una lección de idiomas sobre el musgo que hablaba de la cartografía. ¿Cómo has pasado estas vacaciones? ¿Sientes alguna vez entre los labios ese azúcar azul de la distancia? Mañana son dos años, siete meses. Te conocí con toda mi alma ausente; sufría entonces, por la primavera, un bellísimo mal que ya no tengo. Recuerdo: producías con los labios un delgado chasquido de violeta. Pienso en la estatua de aire de tu olvido


mirándome de todas las esquinas, mi colegiala mía, música femenina. Tú, en el divino campo. Yo, en la ciudad terrestre. La calle pasa con su algarabía. Un fraile. Unas mujeres de la vida… Un niño con un cesto de hortalizas… Un carro lento dividido en siglos… Mañana entramos ya en el mes de junio. Flotarán en su cielo de anchos aires objetos de uso azul como las aguas; y una lejana inquietud de rosas habrá en el horizonte de la tarde. En este claro mes de agua plateada te conocí. Entonces yo sufría una enfermedad de primavera, un bellísimo mal que ya no tengo…


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