Finca “El Envero”. Cerca de Leoz. Septiembre de 1915
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ucho antes de que el sol empezara a dibujar sombras en los viñedos y las extensas tierras de labor, Crisanta Echarri y Oyarzun, duquesa de
Zabalza, había caído en manos de ese desvelo que la poseía desde hacía ya casi tres meses, cuando desde su ventana solo podía divisar la negrura que encarcelaba el campo y el cielo. Cerrar los ojos le resultaba un doloroso ejercicio, pues lo recuerdos le llegaban como hábiles puñaladas que le acertaban en el corazón y también en el alma. No eran pocas las veces en las que, justo en mitad de esa vigilia, se preguntaba si acaso el daño era más grande porque siempre había sido mujer de amor propio y de dignidad. Pero la cuestión, las más de las veces, quedaba sin respuesta, de tal suerte que la herida, con el paso del tiempo, había terminado por enquistarse. A sus cuarenta y siete años, la duquesa, enferma de tisis, desgranaba ya sus últimos días, postrada en aquella cama con dosel, en la alcoba donde su vida, plena y feliz, pereció abruptamente.
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XÄ v|xÄÉ wx áxÑà|xÅuÜx La mujer agita la campanilla y espera, incorporada en la cama, a que Teresa aparezca por la puerta. Como cada mañana, la empleada pide permiso para entrar, descorre las cortinas y abre la ventana apenas un instante para que la alcoba se ventile; el tiempo suficiente para que el aire templado renueve la atmósfera del cuarto. Luego, la joven, incorpora a la duquesa colocándole un par de almohadones en la espalda y le sirve el desayuno: invariablemente una taza de café, ainosas con aceite y dos dedos de licor de moscatel contenidas en una preciosa damajuana. La mujer suele compartir el vino con quien viene a atenderla cada mañana, de modo que junto al recipiente de cristal hay siempre dos copas. —¿Ha dormido bien la señora? —pregunta Teresa mientras posa con cuidado la bandeja con el desayuno sobre el regazo de la mujer. —Sí, gracias —le contesta. La muchacha es bien parecida, con la piel blanca como la harina, los ojos del color de la miel y el cabello rubio, rizado y largo. No debe haber cumplido los veinte años. Crisanta la mira en silencio. Esa mañana está más cansada que nunca. No le resulta tarea fácil respirar; tose y siente que las fuerzas la abandonan a pasos de gigante. Su fin, lo sabe, no anda lejos. —¿Está el señor en la casa? —pregunta la mujer antes de dar el primer sorbo al café. 2
—Salió esta mañana temprano, señora. Regresará a la hora de comer. O al menos eso fue lo que dijo —contesta la joven mientras cierra la ventana. —Teresa —la voz dulce de Crisanta, aunque mortificada por el mal que la aqueja, vuela por la habitación—: cierra la puerta y siéntate conmigo, por favor, quisiera contarte algo antes de que sea tarde para mí. La asistenta mira a la señora sin poder disimular su desconcierto. —No diga usted eso… Alza la duquesa de Zabalza una mano y sonríe con la resignación que da lo inevitable. —No debes alarmarte. Todo tiene un principio y un final, hija mía. Ahora, por favor, cierra y siéntate en la butaca, a mi lado —le pide con un gesto dulce. —Señora, no sé si debo... —Ven te digo. Hay ahora una amplia sonrisa en la aristócrata. Teresa asiente, luego cierra la puerta, se pone un pañuelo cerca de la boca y se acomoda en la pequeña butaca a los pies de la cama, a una distancia prudencial de la enferma. —Deja la bandeja sobre la coqueta. Vamos a servirnos una copa, y que le den morcillas a don Antonio Ripalda, que cree que puede prohibir el vino de buenas a primeras. ¡Claro, como él no bebe! Así tiene la cara el doctor, que parece un ánima —habla Crisanta mientras la criada abre la licorera. Hay entonces un silencio solo interrumpido por el murmullo denso del moscatel al llenar las copas. Luego, Crisanta Echarri coge la copa, mira a su empleada a los ojos y le dice: —Sé que el señor me engaña, Teresa. —Señora… La mujer niega con la cabeza dando por zanjada la tímida protesta de la joven. 3
—Don Ignacio no sería capaz. Además, no debo saber de esas cosas, no son de mi incumbencia, perdóneme si le parezco impertinente —se atribula la sirvienta antes de dar un trago largo al vino. —Mira. Ya sabes que no he podido darle hijos a mi esposo, y tampoco tengo familia a la que contar este sinsabor que me roba el sueño, de modo que deja al menos que esta pobre moribunda te cuente sus desvelos, ¿de acuerdo? La empleada del servicio musita un «lo que usted diga, señora». Después apura el moscatel y se dispone a escuchar a la duquesa. —Conocí a mi marido —habla Crisanta— durante la vendimia de 1890. Nuestro capataz había enfermado gravemente y mi padre contrató a Ignacio, quien se terminaría quedando con nosotros porque el pobre Xabier murió al poco de acabar la recogida de la uva. Yo tenía entonces veintidós años, y aunque a esa edad ya podría estar casada y haber traído hijos al mundo, no permití ninguna imposición. A pesar de ser mujer y vivir en un entorno de hombres —mi madre murió muy joven— fui clara en eso: solo me casaría con quien fuera el hombre de mi vida, aquel del que estuviese profundamente enamorada. Mi padre, que me adoraba, no pudo hacerme cambiar de opinión, a pesar de que fueron muchos hombres —casi todos ellos muy ricos — los que me pidieron matrimonio.
Va a continuar hablando Crisanta, pero un ataque de tos la interrumpe. La mujer se pone su pañuelo en boca mientras no para de toser. Su piel palidece y se cubre de un sudor frío. La asistenta va a atenderla, pero la duquesa se aparta el pañuelo y le hace señas de que ya ha pasado. Teresa vuelve a sentarse, aunque ve alarmada la tela del lienzo manchada de sangre.
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La mujer carraspea un par de veces, pliega el pañito bordado con sus iniciales y prosigue: —Cuando ya se bromeaba en la finca con que yo quedaría para vestir santos y heredar, como hija única que era, todas las bodegas, viñedos y propiedades de don Pedro Echarri, apareció Ignacio. Era muy apuesto a pesar de sus ropas humildes, y casi un muchacho cuando llegó aquí, pues apenas tenía la edad que debes tener tú ahora. A pesar de su aspecto demostró no solo un gran respeto por el lugar donde estaba trabajando, sino una capacidad de sacrificio y de mando impropia para una persona tan joven. Se ganó a mi padre enseguida. Y a mí también, a qué negarlo. No hay nadie en “El Envero” que no quede atrapado durante un momento por los ojos verdes que tiene, por su tono de voz; por ese brillo en la mirada que los años no han logrado avejentar un ápice. ¿No es cierto, querida? Teresa balbucea un «sí». Crisanta huele a enfermedad y a perfume viejo. —Es un hombre muy guapo aún. La vida lo ha tratado bien y no se me escapa que todavía conserva toda su apostura. Todos los años, desde pequeña, —prosigue la duquesa— me gustaba ayudar en la vendimia, de modo que cogía las tijeras de podar y andaba entre las cepas cortando racimos de uvas. Adoraba el trasiego de las cuadrillas avanzando en la recogida, las mulas con los capachos cargados, el aire suave de finales de verano... No podré olvidar cuando Ignacio me tocó por primera vez. Pero no, Teresa, no te azores. No voy a contarte secretos de alcoba —ríe, dulce—. Me había quedado rezagada cortando, entonces el muchacho, que me confundió con una de las vendimiadoras, me dijo cómo tenía que coger las tijeras, aunque días más tarde 5
me confesara que solo fue una excusa para acercarse. Sin dudarlo, se puso tras de mí, me agarró la mano y me ayudó a empuñar la herramienta. No creo que sea capaz de describir con exactitud qué sentí, hija —le dice a la criada—, pero recuerdo que el corazón se me aceleró y mi pecho pareció arder. Después Ignacio se fue sin decir más nada, aunque yo lo seguí con la vista hasta que volví a mi tarea. Esa noche no pude dormir. Tampoco él, según se atrevió a contarme la siguiente vez que nos encontramos, durante las fiestas de la vendimia. Como hago yo ahora, mis padres organizaban aquí, en el viñedo, tras la pisada de la uva y la bendición del primer mosto, un banquete al que acudían todos los empleados y sus familias. No faltaba de nada en la mesa, y la fiesta casi siempre se alargaba hasta el amanecer. Durante la ceremonia de la pisada, y luego en “El Envero”, apenas pude apartar mis ojos de los de Ignacio. Mi padre reprobó aquella actitud mía, pero no me importó. Y menos sabiendo que el nuevo capataz tampoco dejaba de mirarme.
Vuelve la tos. Un ruido pedregoso toma los pulmones de Crisanta Echarri impidiendo respirar a la duquesa. Pero esta vez el ataque dura poco y puede continuar hablando.
—Aquello terminó como yo había soñado desde el mismo momento en que se acercó a mí para “enseñarme” a empuñar las tijeras: con un beso largo en las caballerizas, con el olor del heno y las bestias, y el rumor de la fiesta, cuando hacía ya mucho que el reloj había dado la media noche y el cielo se había cuajado de estrellas. 6
Y a partir de ahí… —la mujer suspira —a partir de ahí no hubo nada que pudiera detener nuestro amor. Nada. Ni la oposición de mi padre, ni el qué dirán. Ignacio me amaba y yo lo amaba a él. Era lo único que me importaba, así que, tras un año de noviazgo, nos casamos. La boda fue el dieciséis de septiembre de 1891 en Santa María la Real, el mismo sitio donde se casaron mis padres y mis abuelos, que eran de Olite. Pero aquello, aun siendo hermoso, para mí no significó más que otro tramo del camino feliz que habíamos emprendido juntos. Un camino que ha durado veinticinco años. Veinticinco, Teresa, hasta que, en julio, descubrí que Ignacio había dejado de amarme, que ese beso en el establo con el que sellamos nuestro amor se había hecho pedazos, y con él la pasión de toda mi vida. Imagino que te preguntarás cómo lo supe. Estoy enferma, pero no he perdido aún la perspicacia, ni mucho menos el instinto. Pronto fui capaz de saber que aquellos ojos verdes que no dejaban de mirarme en la fiesta y el resto de todo este tiempo, ya no se fijaban en mí. El brillo seguía ahí, sí, pero remoto, como una de esas estrellas que se ven desde aquí en una noche sin nubes. Un noche le pregunté si me seguía amando como el primer día y me contestó con un seco «claro». Luego se dio la vuelta y se durmió. ¿Cómo crees que pude sentirme? Tú aún eres joven, pero si te destrozan el corazón, podrás entenderlo. Durante toda esa noche, tras su respuesta escueta y gélida, me quedé pensando en qué podía haberle fallado, en qué, aparte de tener el vientre como la tierra yerma. En qué, además de haber sucumbido al mal que me atormenta. Mi piel y mi cuerpo ya no son iguales que cuando me conoció, pero mi corazón sigue siendo el mismo. 7
Más tos y más manchas en el pañuelo. La duquesa bebe un poco de agua y tras aclararse la garganta, aunque sudorosa y exhausta, prosigue:
—Aquella madrugada me hice muchas preguntas, pero la respuesta y la cara y el nombre de quién me lo arrebató, me llegaron unos días más tarde. Después de comer necesitaba descansar, así que le di un beso y me retiré. Un olor familiar, de rosas frescas, me llegó a la nariz cuando me acerqué a él. Era un aroma que yo olía a diario, pero no sabía dónde. Entonces me llevaste a esta misma alcoba y comprendí. Comprendí el destino de esas miradas, de esa luz que nacía en su rostro. No fue solo eso, Teresa. Cuando me dejaste en la cama olí las almohadas y las sábanas: todo estaba impregnado de ese perfume de flores. Aquella tarde la sangre me hirvió. Pero no solo por la traición, porque puedo entender su debilidad ante una piel joven y firme como la tuya. No solo le odié porque ese «claro» llegara a mí una y otra vez haciéndomelo entender todo, sino porque a Ignacio no le importó yacer contigo aquí, en nuestra cama, como si no hubiese más sitios para el adulterio en esta casa. Nunca le he dicho que lo sé. Ni llegaré a decírselo, Teresa. ¿Me oyes? ¿Me oyes, Teresa…? Crisanta Echarri y Oyarzun, duquesa de Zabalza, mira a la sirvienta pero ésta ya no se mueve, no respira. La esposa de Ignacio no sabe en qué momento el veneno que puso en la damajuana, mientras la muchacha se volvía para cerrar la ventana, ha hecho efecto. Desconoce cuánto tiempo ha estado hablando sola,
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pero le es indiferente: la joven ha caído fulminada hacia delante, de rodillas, con la cabeza a los pies de la señora y el rostro ladeado en dirección a Crisanta. Por un momento, la mujer observa la palidez deletérea de la joven, su boca abierta, sus ojos entrecerrados y el cuerpo laxo, entregado a la muerte. Piensa la duquesa también en si merece la pena o no ver la cara de Ignacio cuando se entere de que su esposa ha terminado con su amante, con los proyectos que habían trazado cuando la tisis se hubiese llevado por delante a su mujer. Pero no. Cree que nada gana con ello, y concluye que le da lo mismo morir dentro de tres días o siete, que esa misma mañana. Con toda calma observa la copa y el vino. Luego bebe despacio pesando que esa muerte en realidad es un trago dulce. Crisanta deja la copa a su lado y recuerda, mientras le llega el fin, a su padre, el primer beso con Ignacio, y a la cuadrilla de hombres en la recolecta. Cuando apenas tiene fuerzas para nada, toma la campanilla y la hace sonar en un gesto inútil. Después mira a la ventana. A través del cristal ve las cepas a medio vendimiar, sus interminables posesiones y el cielo azul de septiembre.
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