CEIP SAN ISIDRO LABRADOR COTO DE BORNOS. BORNOS CÁDIZ
Nuestro Colegio se asoma a la Edad Media de la mano de la escritora ARACELI ESPEJO GÓMEZ
“La Cueva del Pitito” DÍA DEL LIBRO Y SEMANA CULTURAL CURSO 2016 – 2017
A ti, querida escritora
ARACELI ESPEJO GÓMEZ
Araceli, naciste en Madrid, pero cuando llegaste a Bornos te quedaste. El encanto de Bornos te embrujó, pues de no ser así, no habrías hecho aquí tu vida. Sus paisajes te inspiraron. ¡Vaya si te inspiraron! Los que hemos tenido la suerte de dar contigo, te estamos agradecidos por compartir tu obra, cargada de sentimientos, con nosotros. No es de extrañar que este bello pueblo, se sentara en la ladera de la montaña y se mantuviera ahí esperándote, para acogerte, para que lo retrataras en tus escritos. Nos encantan tus poemas y tus obras en prosa. Esas leyendas, que nos adentran en la historia, con su velo de misterio, nos hacen estremecer. Esas sensaciones que se vislumbran en tus poemas nos hacen vibrar. Y tu presencia entre nosotros llena las horas de esos días en que tenemos la dicha de contar contigo. Viniste a visitarnos con motivo de nuestra aventura en “Todos los Santos” y “Halloween”. Te subiste a la escoba de nuestra fantasía. Te pasa, amiga, como a nosotros, que te agradan las locuras. Esas locuras con las que queremos hacer grandes lectores a estos niños nuestros.
¡Qué alegría, si el día de mañana, muchos de estos niños dijeran que les encanta leer!
CEIP SAN ISIDRO LABRADOR COTO DE BORNOS. BORNOS CÁDIZ
“Hay quien no puede imaginarse un mundo sin pájaros; hay quien no puede imaginarse un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere soy incapaz de imaginar un mundo sin libros” José Luis Borges
Conocimos una historia de la Edad Media ocurrida en nuestra zona, según la imaginación de la escritora Araceli Espejo Gómez Curso 2016 – 2017
CASTILLO DEL FONTANAR
PALACIO DE LOS RIBERA Escenario de leyendas medievales
Lugar donde la realidad se mezcla con la fantasÃa
LA CUEVA DEL PITITO. Escritora: Araceli Espejo Gómez Corre el año del Señor de 1150. En Bornos, el Castillo de Fontanar, cuyo nombre deriva del latino “fonte ~ fuente”, destaca por su gran belleza. Desde su torreón se divisan todos los alrededores de la villa.
Yusuf disfruta del bello paisaje que tanto quiere. Las plantas y la arboleda están en todo su esplendor. Al joven le gusta subir al atardecer y contemplar el sol ocultándose tras las montañas. Su rostro moreno, de abundante barba, está pensativo.
Por la parte alta, la que da al oeste de la población, ve unas señales, algo raro, que le llama la atención poderosamente. -
Algo pasa - se dice.
Baja los escalones corriendo y monta en su caballo sin darle explicaciones a su padre, el Sultán, señor del castillo. Los chinarros de las callejuelas sueltan chispas al paso de los cascos de su caballo, lanzado a un galope desenfrenado.
Sube la ladera de la montaña, llena de plantas aromáticas como el tomillo, el poleo y el romero y florecillas silvestres como las margaritas y las amapolas. Bandadas de pajarillos, asustados, revolotean a su alrededor.
Cuando corona la cumbre, baja de su cabalgadura y se dirige al lugar donde creía haber visto las señales. No descubre nada, ni a nadie. Da vueltas por toda la montaña, mira por todos lados y no encuentra nada. Cansado, se sienta en un peñasco y duda si lo que creyó ver fue realidad o producto de su imaginación.
Se acaricia la barba una y otra vez, cosa que suele hacer instintivamente cuando está preocupado, y piensa en su padre que, seguramente, estaría intranquilo por él, después de haberlo visto salir tan deprisa sin decirle nada.
Al cabo de un rato, Yusuf se pone de pie y dirige su mirada al pueblo sereno y acogedor que tiene a sus pies. Su caballo está entretenido a sus espaldas, paciendo la fresca hierba.
De pronto, el joven oye un tremendo relincho del animal, se vuelve rápidamente y ve que se le ha enganchado una pata en una argolla que, inexplicablemente, está allí, en la cima de la montaña, sujeta a una roca.
Trata de quitarle el enredo, pero no puede. Prueba a romper el hierro con una piedra de pico y, cuando al fin consigue desenganchar el casco de la pata del caballo de aquel hierro, descubre, asombrado, que debajo de la argolla hay una losa grande, cubierta de matojos que la hacen invisible a cualquier curioso.
Tras despejarla de las plantas que la cubren, escarba con su cuchillo hasta dejarla completamente al descubierto. Luego, ata la argolla con una cuerda que siempre lleva consigo en la montura de su caballo, fija el otro extremo en el arzรณn del animal, y hostiga a este con una rama.
Relincha el caballo, tira con fuerza de la losa y, al cabo, consigue arrastrarla dejando al descubierto un pozo profundo con una estrecha escalinata de piedra, adosada a cada una de sus paredes.
Yusuf, excitado por el descubrimiento, decide bajar sin dilación. Sin embargo, se da cuenta de que viene anocheciendo y, como no lleva nada para alumbrarse en la oscuridad, poca cosa podría hacer en aquella profunda y oscura oquedad. Así que oculta la entrada del pozo como puede, con ramas y matojos, para que no se vea y decide volver al día siguiente.
Su llegada al castillo era esperada con expectación e impaciencia por su padre, el Sultán, que sale a su encuentro.
Yusuf, no sabíamos dónde habías ido y estábamos preocupados. Padre – responde el joven -, vi señales extrañas en la montaña y me dirigí allí para ver qué pasaba; pero no encontré a nadie ni nada especial. Aquello me pareció raro.
Cuando ya estaba empezando a creer que mis ojos me habían engañado, mi caballo quedó enganchado en una argolla que, misteriosamente, estaba allí, en la cima de la montaña. Al quitársela, quedó al descubierto una losa que cerraba una cueva profunda, como un pozo, a cuyo interior se podía bajar por unos escalones adosados a una de sus paredes. La he tapado otra vez porque se hacía tarde y pensé: “Volveré mañana para rastrearla”.
El Sultán, que ha escuchado con interés la narración de su hijo, le dice que se lleve todo cuanto crea que le pueda hacer falta y algunos hombres de su ejército.
Amanece un día luminoso. Yusuf prepara todo y se lleva consigo varias lámparas de aceite y dos hombres, Almed y Abud, con sus correspondientes cabalgaduras.
Su padre, el Sultán, lo está esperando para despedirlo. Su madre también lo aguarda en el patio principal del castillo, con cuatro jóvenes doncellas, para hacerle entrega de cuatro talismanes que han de darle suerte: un anillo con la cabeza de un león, una flauta, una medalla con un arco de plata repujada y una cajita de marfil y plata con un trozo de seda dentro.
Se despide el joven de todos y, seguido por sus dos acompañantes, emprende el camino. Cuando llegan a la cumbre de la montaña, Yusuf indica el sitio donde se encuentra la losa cubierta por las ramas. Entre los tres preparan todo lo necesario para bajar a las profundidades del pozo.
Dejan los caballos bien atados y encienden las lámparas de aceite. Empiezan a descender por la escalera de piedra y encuentran tres pasadizos que van en direcciones opuestas. Yusuf ordena: Almed, coge tú por el de la izquierda. Y tú, Abud, por el de la derecha. Yo seguiré por el del centro.
Siguen descendiendo y, de pronto, ven brillar en la lejanía una luz clara, como si del sol se tratara. Simultáneamente, llegan los tres a aquel lugar luminoso y quedan maravillados.
Ante sus asombrados ojos hay una fuente de cristal rodeada de perlas de nácar. El agua, al caer en cascadas diminutas, hacía sonar unas bellísimas melodías que penetraban por todos los sentidos. Los jóvenes quedan mudos de asombro. Nunca habían visto ni oído nada igual.
De repente, una puerta que no habían visto al llegar, pues estaba oculta por grandes figuras y cuatro columnas de mármol, se abre y aparece un emir, cubierto con un turbante de raso y zafiros, y una capa plateada, al igual que el resto de su vestimenta. Con una sonrisa en los labios se dirige a los atónitos jóvenes:
No sé cómo habéis podido entrar, pues hace mucho tiempo que no me visita nadie; pero sed bienvenidos a mi palacio de cristal. Acercaos.
Yusuf y sus acompañantes se acercan lentamente y, el primero, hace las presentaciones. Yo soy Yusuf, hijo del sultán Jasufín y estos son mis servidores, Almed y Abud. A continuación le narra el descubrimiento de la losa y cómo habían llegado hasta allí. El emir los invita a seguirle y pasan todos al interior del palacio.
Al entrar, quedan sorprendidos, Aquello era todavía más maravilloso que la fuente de cristal. Están en un jardín con toda clase de plantas y flores, donde pájaros de mil colores se encuentran por doquier, entonando con sus trinos una música igual a la de la fuente.
El emir da una palmada y se abre otra puerta. Esta da a los salones del palacio. Grandes lámparas cuelgan de las columnas, todas repujadas, que parecen de encajes, en tanto unos asientos hechos de mármol, sobre los que hay cojines de seda de Damasco, rodean una mesa muy baja, de madera de cedro con incrustaciones de marfil, que se encuentra en el centro de la enorme sala.
A una nueva palmada del emir aparecen varias jĂłvenes con el rostro tapado y cubiertas de velos de tul. La mĂĄs alta se acerca a ellos y hace una reverencia. El emir la coge de la mano y se la presenta a los tres jĂłvenes: Esta es mi hija Zeila. Ellos, a su vez, devuelven la reverencia a la hermosa joven y le dicen sus nombres.
Sois mis invitados – responde la bella Zeila, al tiempo que da una palmada. Inmediatamente, empiezan a parecer vasallos, con bandejas de exquisitos manjares y toda clase de frutas. Otros les ofrecen bebidas en copas de cristal y oro fino.
Da el emir otra palmada y empiezan a entrar músicos que, tras colocarse cada uno en el sitio adecuado, comienzan a interpretar, con manos prodigiosas, suaves melodías. Empiezan el baile las hermosas jóvenes, que parecen volar al son de la música, con ritmos insinuantes.
Pasa el tiempo y los jóvenes deciden regresar al castillo, pues el sultán debe estar impaciente por la tardanza. El emir y su hija Zeila se despiden de ellos, advirtiéndoles que pueden volver cuando quieran, pero que no deben decir a nadie lo que han visto.
Cuando Yusuf y sus dos acompañantes salen del pozo, los caballos siguen en el mismo sitio pastando. Los jóvenes montan en ellos y marchan hacia el castillo.
Allí los recibe el sultán, que abraza a su hijo, pues por la tardanza en llegar se había temido lo peor. Cuéntame, hijo, ¿por qué has tardado tanto? Padre, nos perdimos y no encontrábamos la losa. La hemos buscado durante horas y, como ya iba anocheciendo, decidimos volver, pero mañana, al amanecer, continuaremos la búsqueda. Cada uno se retira a su aposento a descansar.
A la mañana siguiente amanece un poco nublado, pero Yusuf le dice a su padre que no le importa la amenaza del mal tiempo y que desea seguir buscando la losa. Parte el joven con sus fieles Almed y Abud, como el día anterior, pero con más alegría y ansia de llegar pronto. Suben al galope hasta la montaña, dejan los caballos atados, destapan la losa y bajan.
La misma luz brillante lo alumbra todo y la misma fuente de cristal, con sus finas cascadas, rodeadas de perlas de nácar, repite la inigualable melodía. Comprenden los jóvenes que no lo habían soñado, pues todo está igual que el día anterior.
De pronto, se abre la puerta y aparece, sonriente, el emir: Mis queridos amigos, os estaba esperando. ¡Pasad! Tras saludarlo, con una respetuosa reverencia, los tres jóvenes atraviesan la puerta. Os voy a enseñar el jardín de las princesas – continúa el emir.
Precedidos por él, Yusuf y sus amigos caminan por pasadizos de mármol labrado y llegan a un jardín con cientos de surtidores de agua cristalina cuyas gotas, al caer, emitían dulces melodías, pájaros de hermosos plumajes de mil colores, flores de pétalos finos como la seda y fragancias inigualables… Los jóvenes no salen de su asombro ante tanta belleza.
El emir los mira y sonríe satisfecho. Más tarde, después de pasear por tan bellos rincones y escuchar tan lindas melodías, los invita a que se sienten con él en unos bancos hechos de conchas marinas y perlas.
Mientras conversan amigablemente, aparecen unos robustos sirvientes con flautas y cestos, que se sientan en mullidos cojines que había en el suelo y empiezan a tocar. Como por encanto, de los cestos comienzan a salir serpientes que parecen danzar al son de la musiquilla de las flautas. Los jóvenes están maravillados y preguntan a su anfitrión cómo no se escapan aquellos reptiles.
Transcurrido un gran rato el emir da unas palmadas e, inmediatamente, aparecen esclavos con bandejas de oro llenas de manjares y ricas frutas. Yusuf y sus acompañantes comen y beben, probándolo todo. El emir les indica que si quieren descansar pueden hacerlo, cómodamente, en el salón contiguo.
Pasan allí y se encuentran en una habitación con grandes cortinas en las ventanas, para tapar la luz que entra por ellas. El suelo está cubierto por alfombras de mil tamaños y colores. En el centro, unos bancos especialmente preparados para el descanso les aguardan. Los jóvenes, cansados como estaban de tantas emociones, tardan poco en dormirse.
Cuando despiertan, comprenden que es tarde. Temen que haya oscurecido y envían recado al emir con un esclavo que había estado sentado en la puerta, velando, a la espera de que despertaran.
Cuando llega el emir, Yusuf le agradece tanta amabilidad, pero le dice que han de marcharse. Les repite el emir, igual que el día anterior, que pueden volver cada vez que quieran, pero insiste también en que no deben decírselo a nadie. Ellos asienten y se marchan.
Salen del pozo, montan a sus cabalgaduras después de haber dejado bien tapada la losa con arbustos, matojos y arena, y regresan al castillo.
El sultán está muy impaciente, pero se tranquiliza al ver llegar a su hijo con sus dos acompañantes. El portalón del castillo se abre y las tres cabalgaduras penetran en el amplio patio. Yusuf dice a su padre que no ha encontrado nada; que a pesar de que habían rastreado toda la montaña, no habían hallado ninguna señal de la losa.
Tras estas explicaciones, cada cual se marcha a descansar, pero Yusuf, al despedirse de su padre, le comunica que a la mañana siguiente, irían otra vez a la montaña por si descubrían, al fin, la extraña losa.
Es muy temprano aun cuando los jóvenes montan en sus cabalgaduras y vuelven a subir a la montaña. Como en días anteriores, dejan los caballos amarrados, descorren la losa y ven, de nuevo, el resplandor que les avisa que están cerca de la fuente maravillosa.
Al llegar a ella, el emir los está esperando. Se saludan entre sí con una respetuosa reverencia y el emir los invita a pasar: Hoy os voy a enseñar el salón del trono.
Los jóvenes lo siguen llenos de curiosidad, por seguir viendo tantas maravillas. Atraviesan unas habitaciones cuyas paredes son de cristal y espejos, con muchas estatuas de alabastro que sostienen en sus manos jarrones de oro con flores de porcelana y nácar. Yusuf y sus dos amigos no salen de su asombro.
Por fin llegan al salón del trono. Allí se encuentran un resplandor tan grande que casi les ciega los ojos. El techo es todo de mármol labrado, formando una bóveda, que parece de encajes; las columnas que lo sostienen, torneadas, son igualmente de mármol; en el centro, ven una hermosísima fuente de plata, bordeada de preciosas flores y peces de todos los colores y tamaños; alrededor del salón hay asientos de alabastro con cojines de seda y, al fondo, como presidiendo el salón, hay un gran sillón de plata con cojines de damasco.
Grupos de danzarinas esperan la señal del emir para empezar a bailar. Una suave música proviene de un rincón, donde músicos y malabaristas ejecutan un bello espectáculo. El emir los invita a sentarse, cosa que ellos hacen con gusto y, a una señal, las danzarinas empiezan a bailar. Cinco sirvientes les presentan ricos manjares, que culminan con un exquisito té, pastas y dulces riquísimos.
El tiempo pasa sin sentirlo. Los jóvenes se miran y deciden que tienen que marcharse. Se despiden del emir y de sus acompañantes e inician el regreso al castillo.
Cuando salen del pozo recuerdan las palabras que el emir, una vez más, les acaba de decir: “¡No le digáis a nadie lo que estáis viendo!” Suben a sus caballos y siguen el camino de siempre hasta el castillo. Las calles de la población, pavimentadas de piedras, están desiertas. Yusuf se da cuenta, y así se lo dice a sus acompañantes, que es más tarde que las dos noches anteriores.
El sultán, malhumorado, les espera a la puerta del castillo. Yusuf, al verlo, siente remordimientos por haberle mentido y decide contarle la verdad. El sultán escucha, con asombro, el relato de los tres jóvenes. Yusuf, una vez concluida la narración, comunica a su padre: Padre, iremos otro día más, y le pediré al emir que permita que tú nos acompañes para que también veas las maravillas que encierra esa montaña.
A la mañana siguiente, como siempre, el emir los está aguardando dentro de la cueva. Yusuf no sabe cómo decirle que le ha contado toda la verdad a su padre. Después de saludarlos con una reverencia, el emir les dice: Hoy os voy a mostrar una mezquita pequeña donde guardo todos mis tesoros y toda clase de talismanes.
Yusuf se acuerda, entonces, de que él lleva consigo cuatro talismanes, y se los enseña. El emir, al verlos, le explica las singularidades de cada uno de ellos. El anillo con la cabeza de león significa la fuerza y la bravura; la medalla, nobleza; la cajita, su cuerpo, delicado como todos los cuerpos, que pueden quebrarse, pues no somos nada; la flauta, en fin, ahuyenta todo lo malo y mantiene con alegría en tiempos difíciles a todo el que la toque.
Yusuf no puede más y le comunica al emir que tiene que hablar con él. Se sientan y el joven le cuenta la conversación que tuvo la noche anterior con su padre. El emir se pone de pie, muy serio, y con la voz ronca de ira le dice que lo ha desobedecido. ¡Yusuf, has roto tu promesa! Como castigo, no saldréis ya nunca de aquí, ni tú, ni tus acompañantes.
El joven palidece y pide perdón; pero el emir se muestra inflexible y se marcha sin hacerle caso. Cuando se quedan solos, los tres amigos intentan salir de la cueva, pero no encuentran la salida. Dan vueltas y vueltas, suben y bajan durante días, pero no consiguen hallar la escalera que los conducirá al exterior. Comen cuando el emir les manda la comida.
Un dĂa ven una luz que entra por un hueco. Ilusionados, se acercan y contemplan, al fondo, la boca de una cueva. Intentan pasar por ella pero, misteriosamente, el hueco de la entrada se achica a cada intento de ellos.
Yusuf, desesperado, se sienta en el suelo y empieza a tocar la flauta para mantener la esperanza. Desde entonces, cada vez que puede, allĂ se va, a aquel lugar, para tocarla.
Según la leyenda, el sultán no pudo encontrar a su hijo ni a los dos compañeros, por más que los buscaron. Entonces, se encerró en su castillo. Dicen que algunas noches de luna se oye en el torreón llamar a su hijo.
En el exterior de la cueva, de vez en cuando, las personas que pasan por allí escuchan un “pitito”, pero no consiguen ver nada: solo una cueva casi cerrada. Por eso la gente la llama “la cueva del pitito”. Esta cueva se encuentra cerca de la carretera Jerez – Cartagena, a su paso por Bornos, frente a la antigua fábrica de harinas.