Tania Miller
EN LA ESTACIÓN
Estos cuentos que presento en este libro fueron escritos a lo largo de una vida de trabajo literalmente hablando. Responden a distintos momentos de mi relación con la literatura y la palabra. Los primeros son el producto de mis primeras experiencias; los otros fueron escritos durante los meses en que duró la fiebre porcina en Buenos Aires, en un blog que llamamos “el nuevo Decamerón”. Espero que les guste. Nada de lo que digo tiene que ver con la realidad. No son relatos biográficos solo ficción. Lo único genuino es el deseo. T.M , Buenos aires, 2013
En la estación
Marisa miró la hora. Eran las seis de la tarde, pero el reloj del bar seguía con el horario de verano. Encendió un cigarrillo y, como si en aquel leve envoltorio de gramaje equilibrado estuviese contenido el tiempo, se lo fumó. Desde su mesa podía ver el inquietante ir y venir de la gente que, para no perder su tren, corría sin mirarse, esquivando vendedores al paso y mendigos. A unos treinta metros estaba la puerta de la oficina donde trabajaba. Lejos, se oía el ronco movimiento de los trenes entrando y saliendo. Hizo el intento de cambiar de mesa pero se arrepintió. Bajo la mirada del mozo, que la observaba, volvió a su lugar. "No me importa si nos ven. Me hacen un favor. Si se lo cuentan a Miguel sería una buena forma de decirle la verdad. Después de todo yo no tengo la culpa. El culpable es él por dejarme siempre sola y por supuesto también el otro. Si no hubiera aparecido, si no me hubiera hablado, yo nunca me habría atrevido". Buscó nuevamente la hora. El mozo, un muchacho un poco más joven que ella, seguía mirándola. Deseaba pedirle algo pero no se animaba a llamarlo. En los pasillos ya algunos vendedores comenzaban a levantar sus puestos. En pocos minutos la gente entraría a oleadas y no era la primera vez que arrasaba con todo. Marisa sonrió al recordar cómo semanas atrás por un descuido a un pasajero se le había salido el zapato y el incidente había producido una caída en cadena. De esas anécdotas tenía un montón. En otro momento se habría indignado al recordarlas, hoy no. Con el cigarrillo en la mano siguió pensando. ¿Y si la reacción de Miguel no era esa? Estaba casi segura de que si lo dejaba y desaparecía de su vida, él le darla las gracias. "Acaso no dice que yo lo obligué a casarse. Ocho años de novios y todavía no era el tiempo para él. Había que hacer la casa, arreglarla. Tenerlo todo ya, porque después uno no está para hacer sacrificios. Pero, ojo, claro, sin apuros. Tampoco hay que matarse, la cosa no está en ganar más sino en no gastar. No imparta que el tiempo pase. Es lo de menos. Pobrecito. Yo soy la que lo apura y no lo deja vivir. Va a ser un alivio para él." Golpeó el cigarrillo contra el cenicero y de costado miró el reloj, que por alguna razón desconocida le atraía más que el suyo, a pesar de que cada vez que lo hacía se enfrentaba a la operación mental de sumarle una hora. Al hacerlo se encontró con el mozo de pie ante la mesa. Perdón. No quise asustarla. ¿Se va a servir algo?
Un café. ¿Espera a alguien? - preguntó el muchacho con una sonrisa mientras limpiaba la mesa y corría el servilletero. Marisa apagó el cigarrillo. Las mujeres siempre esperan a alguien. No contestó. Se volvió hacia la ventana y él se fue. "Este mozo debe ser nuevo aquí. No sabe que trabajo en la administración. Qué tontos son los hombres. Con tal de decir algo. Claro que todos no. El es diferente. No hizo falta que hablara para que yo lo entendiera Las veces que se me arrima a encenderme el cigarrillo, el modo en que sigue mis pasos o me mira cuando limpia su maletín, y el tono respetuoso y diferente conque me trata, me lo dijeron todo. Tanto tiempo esperando. ¿Desde cuándo? Desde la despedida de soltero del jefe. Para esa noche me había hecho un peinado especial y nadie se dio cuenta, excepto él. Se sentó a mi lado y cuando la música comenzó se me acercó al oído y me dijo que el cambio me sentaba bien, que estaba muy linda. Después salimos a bailar. Toda la noche bailamos. Eso fue hace un ano y hoy cuando me dijo que necesitaba hablarme casi me muero. Soy una tonta. Me puse nerviosa como cuando era chica. El preparó las cosas, esperó a que dieran las cinco, a que mis compañeras se fueran los guardarropas y yo casi echo todo a perder. 'Necesito hablarte'. Qué bien me sonaron esas palabras. El corazón me late todavía. No aprendo más. Menos mal que reaccioné y le dije que lo esperarla aquí." Acá tiene su café. Marisa volvió a espiar la hora. Ese reloj adelanta - dijo cuando se iba. Ya sé - dijo ella. Afuera oscurecía. La gran oleada estaba haciendo su irrupción. Hombres y mujeres, pálidos, casi anémicos, débiles como ebrios se apuraban por llegar nuevamente ante las puertas de esa gran vena férrea que los llevaría de regreso a casa, a terminar el circuito y a oxigenarse. En esta confusión, a Marisa ya se le hacía difícil distinguir la puerta por la que tenía que salir Juan. Se sentía feliz. Una certera esperanza le iluminaba el rostro: él iba a ser atento con ella y realizaría cada uno de sus deseos. Las palabras que toda la vida habla esperado escuchar, él se las diría. Su mirada la llenaría de sentido. "Con razón el otro día me preguntó por Miguel. Si el negocio le andaba bien. Si le gustaba el mar o la montana. En ese momento no me di cuenta. Soy una tonta. Tendría que haberle dicho que estábamos por separarnos. No sé. Cualquier cosa. Algo que lo animara. Hay hombres que no se animan. ¿No pidió permiso la vez pasa da para ir a la consagración de un amigo? Aunque francamente si pensara no tendría ni que mirarme. Pero entonces ¿qué querré decirme? A ver si yo estoy haciendo planes y Juan lo único que quiere es acostarse conmigo. Marisa después de tomar un poco de café continuó. "No puede ser, se le nota en los ojos que yo le gusto, si tardó tanto en decidirse es porque va en serio." Inconscientemente tomó otro sorbo y luego volvió a repetirse la pregunta. "¿Y si lo único que quiere es acostarse? No sé. A mí lo único que me importa es que me gusta y que desde que me gusta me siento otra. Como, trabajo, duermo pensando en él. Hasta tengo miedo de que se me escape su nombre me acuesto con Miguel. Ahora todo va a ser distinto. ¿Quién podría decirme algo después de tantos años? Hacer el amor con Juan no puede ser malo y si Miguel tiene que
ser cornudo que lo sea. A mí una sola vez me alcanza. Algo se me va a ocurrir para que no se entere. Aunque debe ser difícil la primera vez, se debe notar en la cara. La primera vez que mentís, que lo hacés por hacer. Bueno dejá de darte máquina, todavía no pasó nada, y quién sabe, en una de esas está en lo cierto y Juan lo primero que te dice es que sos la mujer de su vida, que no sabe cómo lo sabe, pero lo sabe y no puede vivir sin vos." Llevaba allí casi una hora. Caminando difícilmente entre la gente, maletín en mano, con la mirada en el piso, apareció Juan. Estaba tan distraído que él sólo advirtió las señas que hacía Marisa al tropezar con un grupo de mujeres frente al bar. Al verla, Juan le sonrió y entró. Luego, despacio corrió su silla y se sentó. Perdonáme, me demoré con los muchachos - me dijo mientras abría su maletín sobre la mesa. Ella sonreía. ¿Te pido un café? - dijo. No. No te molestes. No voy a entretenerte mucho. Si te hubieras que dado ya estarías libre de mí - Juan sacó unos folletos y ante la mirada de Marisa los abrió sobre la mesa Estoy vendiendo unos terrenos. Con lo que nos pagan en la oficina no llego a fin de mes. ¿Vos me dijiste que a tu marido le gustan las sierras, no? Ella no contestó. Juan se quedó esperándola. SI. - dijo después, pero tan bajo que apenas él la oyó. ¿Te pasa algo? Creí que ibas a decirme otra cosa ¿Qué cosa? No sé. Te entendí mal. ¿Qué entendiste? - preguntó extrañado mientras cerraba su maletín. No nada. Es sólo que no imaginaba que querías venderme algo - contestó al tiempo que encendía otro cigarrillo. Estás pálida. Me duele la cabeza. Tomáte una aspirina - dijo Juan señalando los folletos - Esta es una gran oportunidad. Son treinta cuotas congeladas. No se la pueden perder SI, claro. Dejámelos. ¿Los puedo ver en casa? - preguntó Marisa mientras él se levantaba. Son tuyos. Los miran, lo charlan y mañana me decís. Chau. Marisa mordió el cigarrillo y lo vio perderse entre la gente. A esa hora la estación ya habla superado el momento álgido y era un torrente deprimido, de pasos incesantes que no despertaban el asombro. Lejos rebotaba la sirena de un tren que se iba. Guardó los folletos en su bolso y se quedó revolviendo lo que quedaba del café con la cuchara.
La intrusa
Aquella noche, entre sueños, me senté en la cama. Un movimiento lento, sinuoso, casi imperceptible, pero a la vez tan real y nitido como el de una serpiente reptando sobre la arena, me había despertado. Al principio, me acuerdo bien, la sensación fue otra. Un rasguño suave me cruzaba el vientre apenas terminaba de comer. Después vinieron el hipo, los vómitos y las grandes hemorragias. Todos me decían que estaba flaca, pero yo de miedo no decía nada. A las semanas comencé a sentir un burbujeo. Sentía que mi panza se había llenado de agua y algo parecía respirarme dentro. Poco a poco, no sé cómo, aquellas uñas se hicieran zarpas y la rata apareció en mi vida. Era insoportable, no sólo iba conmigo a todas partes sino que también soñaba con ella. Luché como pude, pero la idea de que la maldita me estaba comiendo se hizo más fuerte. Pensé que algo en mi interior no funcionaba bien, así que decidi ir a la ginecóloga. Sus palabras me tranquilizaron y nació mi ilusión. Ni siquiera la imagen de la rata pudo con mi alegría. Útero aumentado de tamaño, permeabilidad de cuello: diagnóstico de embarazo. ¿La sangre?, era lo de menos. Compré lana, empecé a tejer y la rata desapareció. Terminaba las primeras vueltas de una batita azul cuando volvió al acecho. Fue inútil decirme a cada instante 'no es una rata'. Quince días después de que la ginecóloga hiciera su apresurado diagnòstico, el ecógrafo descartó mi estado. -Esto no es un embarazo. ¿Tiene chicos? - dijo sin mirarme mientras tecleaba en su aparato. -¿Es grave? -Por ahora no. Hable con su doctora -agregó mientras la enfermera me ayudaba a levantarme para que le dejara el lugar a otra paciente. Yo no le creí al ecógrafo. No le creí que no fuera grave. Sus palabras certificaban mi sospecha. Yo no estaba embarazada, pero dentro de mí crecía otra cosa que los aparatos no podían registrar. Fue entonces que la rata pareció instalarse definitivamente. Hiciera lo que hiciera, ella estaba allí. Cuando tuve el turno volví al consultorio de la doctora, las pérdidas se me habían ido y de algún modo eso me ilusionaba. Aunque tal vez 'ilusionada' no fuera la palabra. Yo necesitaba creer en el bebé para ahuyentar a la rata. Apenas la doctora me vio, hizo un gesto extraño. Le conté lo que pasaba y ella, que dos meses atrás, le había restado importancia a mis abundantes menstruaciones y me había convencido de mi embarazo, trató de darme a entender que mis síntomas, mis vómitos y
dolores en los pechos, eran producto de mi imaginación, de una gran imaginación o de algún deseo reprimido. Por supuesto no le comenté que lo yo sentía era una rata y no un bebe. Que el bebé lo puso ella. Con la ecografía en la mano me subrayó que no había embarazo, que la reciente falta menstrual bien podía deberse a un embarazo psicológico. Al regresar a mi casa tomé el tejido que tenía escondido entre mis ropas y mientras tomaba unos mates tejí con desesperación buscando un efecto milagroso. No es una rata, volví a decirme. Los vómitos siguieron y la rata, que seguía estando ahí, comenzó a crecer. Se me notaba. Yo cada vez estaba peor y ya no quería hablar. Fue mi cuñada la que me convenció de ir a lo tradicional, de olvidarme de los médicos y hacerme el test. Tanto tacto y tanto ecógrafo no sirven para nada. Se te nota que estás embarazada, me decía. Ella compró el frasco y lo llevó al analista. Fue inútil que me dijera que me mostrara el resultado. No le creía al papel, ni a ella, ni a mi marido que estaba refeliz. En el verano, supongo que por el calor, la rata comenzó a ausentarse. Ya no la sentía. Pero no me quedé tranquila. Podía venir algo peor. Y no me equivoqué, entonces la serpiente se instaló en mi vida. Primero fue su movimiento, luego su cuerpo. La veía cómoda y caliente, durmiendo en mis intestinos. Lo último que percibí fue su color. Era roja y eso me confundía bastante porque en distintas oportunidades la serpiente se esfumaba y lo único que veía ara algo parecido a un árbol. Yo ya no tejía. En los últimos días la imagen fue tan real que llegué a verla fuera de mí, como aquella noche antes del parto que del susto me senté en la cama. Se me bajaba la presión y comenzaba a ahogarme de sólo pensar que en cualquier momento la serpiente podía salirme por la boca. Ese día, cuando me descompuse, aunque no podía, me fui a la cocina. Tenía algo que hacer antes de que me llevaran. Sé que a muchas mujeres puede parecerles una bestialidad lo que hice aquel día, pero yo lo volvería hacer, estaba segura de que me daría resultado. Encendí la hornalla. Saqué las batitas y las puse sobre el fuego. Las quemé todas, no para matar a la víbora que sabía que no podía sino para ver al bebé. Yo quería creer en él. Aún adentro de la sala de parto pensé que todo era una gran mentira y que iban a operarme de cualquier cosa. Por eso no quiero ir más al médico ¿me entiende ahora? Supongo que sí. Las mujeres entendemos de estas cosas. Ellos sólo saben de 'lo que es y no es. No se ocupan de lo que parece. Y yo necesito a alguien que me comprenda y que me ayude. Porque no sé bien lo que pasó con la víbora y cada vez que tengo que darle la teta a mi bebé no soporto la idea de que esa intrusa me devore los pechos o lo que es peor, la idea de que esté todavía adentro y en cualquier momento que yo me acerque a acariciarlo, la serpiente se me salga y lo mate de un beso.
Gala
Ache miró el reloj y salió como eyectado de la cama. Eran las nueve y media. Sobre la mesa de luz adivinaba la nota de Gala diciéndole que lo esperaba al mediodía. Levantó a Dushell Hummet del piso y fue leyendo a ciegas hacia la cocina como. Tanteó la heladera, luego la cocina. Mientras daba vuelta una página abrió el cajón de los cubiertos: el encendedor no estaba. No habla fósforos ni diario viejos para hacer fuego. Se metió en el baño. Torpemente tiró del papel higiénico pensando que podría haber usado una hoja del libro». Regresó a la cocina sin darse cuenta de que enganchado al pantalón arrastraba lo que quedaba del rollo de papel y de que, inconscientemente, construía con él, un precario pero ineludible laberinto entre las sillas y los muebles. Después de hacer fuego en el mechero del calefón, encendió la hornalla. Puso la cafetera y se sentó a leer. Al escuchar las burbujas se levantó sin abandonar los lúdicos entuertos de su autor preferido. Entonces, y antes de recomendarse a la putísima madre porque algo que luego reconocería coma el acto espontánea de su propia estupidez, le impedía avanzar a salvar el café que se volcaba, tuvo dos segundos de iluminación para recuperar el valor metafórico de lo que estaba ocurriendo y reflexionar sobre las extrañas y fortuitas redes que va tejiendo el ser humano a cada paso. Después lo dijo: la puta madre, estoy dormido y si no debería estarlo. Se sentó y deshizo el enredo. Las cosas no podían suceder así porque sí, sin embargo sucedían. Se preguntó si aún tendría tiempo para darse un baño y miró la hora. Eran las nueve y media. Eligió su ropa y abrió la ducha. Un viscoso comedón sanguinolento saltó de su cara y reventó contra el espejo. Pensaba en otra cosa cuando en un tris trás lo miró y recapacitó. No pueden ser las nueve y media. En dos pasos llegó a su habitación y con el reloj en la oreja le dio cuerda. Deben ser las diez. Se preparó otro café y se lo tomó tan rápido que antes de lo acostumbrado ya le dolían los intestinos. No tengo que tomar más esta porquería, dijo en voz alta y pateó la mesa al acordarse de que había dejado la ducha abierta y de que ya no tendría agua caliente. Corrió. El baño estaba todo mojado y también la ropa. Cerró los ojos.
Se duchó tiritando y aún así no despertó. Envuelto en la toalla se tiró en la cama. Quería relajarse pero las agujas del reloj se le clavaron como dos escarbadientes. Eran las nueve y media. Pegó un salto y revisó todas las habitaciones hasta el patio. "¡Gala!", gritó. Debía ser ella, seguramente habría regresado temprano o lo que era peor quizás nunca se hubiera ido y ahora estaba jugando con él, espiando escondida desde algún rincón. "Gala", insistió. Pero no hubo respuesta. Volvió al reloj y lo puso a las once. Camina para atrás Dentro de un rato serán las diez y media calculó y se terminó de arreglar en el baño. Talco, peine, perfume. No habían pasado quince minutos cuando entró a la pieza. Eran las nueve y media. Antes de salir agarró el reloj y lo tiró en el cesto de la copa sucia. Al poner la llave en la puerta tuvo la sensación de que eso que estaba haciendo ya lo había hecho otra vez. No abrir la puerta, por supuesto, sino ir a buscar a Gala. Se puso los anteojos para sol y una vez en el coche encendió un cigarrillo y arrancó. Al mirar por el espejo retrovisor sintió que algo no andaba bien. Nadie atrás, nadie adelante. Aprovechando pisó el acelerador e inmediatamente el semáforo pasó de rojo a rojo y tuvo que frenar. También los otros semáforos estaban locos. Hacia adelante podía verse una guirnalda de luces rojas a lo largo de la avenida. Desvió entonces por la autopista y al hacerlo no pudo evitar leer un cartel: " A 200 metros entrada al acceso oeste”. Se sintió aliviado. Le faltaba poco para ver a Gala y puso un poca de música. De pronto frunció el entrecejo: otro cartel se le acercaba. “A 200 metros, entrada al acceso oeste". Frené. La reputa madre. Pisó el pedal a fonda y a los pocos segundos reapareció. Se bajó y apagó el cigarrillo. Iba a hacer una prueba. Con una lapicera escribió bien grande 'Gala te amo'. Cuando volvió al coche comprendió que no sabía por qué había escrito eso: ¿quién era Gala? ¿a dónde iba? Apagó la radio y, mientras se preparaba nuevamente para fumar, trató de recordar lo que había sucedido esa mañana. Había salida disparado por una nota que tal vez ni siquiera existía. Por una idea grabada en su mente quién sabe cuándo. Encendió el motor y se puso en marcha. Ache se sintió condenado, aquello era irremediable. Se acercaba otro cartel "A 200 metros entrada al acceso oeste. Gala te amo". Instantáneamente se detuvo. Cerró de un portazo la puerta de su automóvil y aplastó el cigarrillo contra el asfalto. "Esta porquería tiene la culpa", se dijo mientras caminaba hacia uno de los teléfonos para pedir ayuda. Estaba dispuesto a no avanzar, a quedarse ahí. No lo rompió porque ya no tenía fuerzas. El tono de ocupada lo sacaba de sí. Cansado volvió al auto. Hubiera sido mejor seguir durmiendo. Aunque lo intentó, no pudo deshacerse de la sensación de estar haciendo algo repetido, algo que se esperaba que él hiciera. Tenía la triste seguridad de que subiera o bajara; entrara o saliera, todo estaba sucediendo con o sin su voluntad. Simplemente sucediendo. Afiebrado, con la maldita esperanza de que de un momento a otro alguien llegaría para explicarle aquella sarta de estupideces, y con la segura convicción de que no podía hacer nada, se sentó en el cordón de la banquina y pensó en Gala.
¿El amor vuelve?
Only women bleed Todos los veranos le pasaba lo mismo. Cuando tenía tiempo libre, su cuerpo y su alma le recordaban que no sabía cómo era sentirse una mujer amada. Su padre la había ignorado, su marido la había convencido de que el amor no existía y la mayoría de sus amantes, distantes y esquivos, habían estado más preocupados por jugar a James Bond que por amarla. Harta de esperar que los oídos se le enrojecieran de palabras bonitas, se metió en internet en encuentros.com como le habían aconsejado y escribió: “Busco un hombre sensible, que guste de los placeres de la vida. Advertencia: hombres que no sepan llorar de amor abstenerse. Estoy aburridísima de hombres mediocres”. Se rió de la ocurrencia. Ella no necesitaba de la tecnología para conocer a un hombre. Cada tanto descubría una mirada, un gesto, una voz, que le interesaba. Los cruzaba en la facultad, en la calle, en alguno de esos cursitos que hacía para mantenerse despierta. Los miraba y al rato ya sabía si el sujeto era de amar o no. Los clasificaba con colores. Los rojos eran su perdición, por ellos había terminado sus estudios tarde, se había casado tarde, sobre todo por esperarlos. Vivían de ella como parásitos. Aunque la metáfora no resultara nada sensual, era cierto. Esos hombres se volvían más seductores e inteligentes con su pensamiento. Crecían con ella y en ella vaya a saber por qué. Por eso, cuando los reconocía, sobre todo si era enero, por lo general, viraba a la derecha y huía solo para cruzarlos más adelante, cuando estuviera preparada. Pero este verano tenía ganas de jugar y no corría riesgo alguno, no habría miradas, no habría voces, no habría gestos. Después de todo, solo se trataba de juntar experiencia para escribir un cuento para María Rosa, su amiga, que quería publicarlo en un blog de la Universidad. Sabía por sus amigas que una o dos respuestas por semana eran un buen promedio para ese tipo de anuncios. Que solo el 30 % de las respuestas serían de hombres verdaderamente “disponibles”. Y que de esos, solo uno estaría “dispuesto” a ofrecer eso que ella tanto deseaba. Cuando al día siguiente recibió más de una veintena de mensajes pensó que era muy buena escritora o algo en ese juego que había inventado para estimular su escritura no andaba bien. Dos incluían respuestas previsibles. “Pájaros del mismo plumaje vuelan juntos”, le contestó uno. “A mujeres mediocres, hombres
mediocres”, sostuvo otro afectado por el discurso. Un tercero la retrucó con sarcasmo: “¿Desde cuándo los hombres mediocres no lloran?”. Los diecisiete restantes le hablaban de amor. Mientras escuchaba J’ai deux amours, miraba el fuego que había encendido, se le ocurrió que todos esos hombres mentían. Inmediatamente se corrigió, las generalizaciones le resultaban groseras. Luego sabiendo que a su naturaleza emotiva los silogismos no le iban bien y que le sería difícil deducir cuál de aquellas respuestas podía ser la del hombre que buscaba, se sirvió un poco de vino y se puso a pensar qué les contestaría. Pensó en la prueba del teléfono. No admitiría a nadie que no fuera capaz de darle un número de línea o de llamarla a su casa. Su personaje no podía ser tibio. La protagonista de su relato era una mujer cuidadosa pero intensa que necesitaba cambiar de vida. Su mundo se había vuelto demasiado estático y un hombre así no ayudaría para nada. “Estás rara”, le dijo su sobrina menor mientras pasaba la sandía hacia el otro lado de la mesa, y la escritora sonrió. “Sugestiva”, corrigió la mayor y la escritora pensó que jamás la conocerían verdaderamente. A lo largo de su vida recordarían las charlas del verano con la tía, sus anécdotas, pero no sabrían por qué lloraba, qué la emocionaba, por qué escribía realmente, cuál era esa sensación interior que la llevaba a acariciar libros y a amar a los hombres a pesar del dolor. Y lloró. Esa imposibilidad de hacerse conocer la afligía tanto o más que el desamor. Se sentía una sirena atrapada en un frasco de mermelada. Después de cenar, durante media hora pensó el mail que iba a enviar. No quería parecer una intrusa ni una maniática. Eligió las palabras una por una y cuando sintió que estaba bien cliqueó y lo vio desaparecer. Como calculó, tardaron unos días en contestarle. De los veinte, cinco le enviaron un teléfono y solo uno la llamó directamente después del mediodía. “Me agrada su voz”, fue lo primero que él le dijo. “Un tanto desentonada pero clara. Pero más me gusta su modo de decir las cosas”, insistió él. Intercambiaron dos o tres frases y él le pidió seguir la conversación en el chat porque tenía asuntos pendientes. Ella le dijo que no chateaba, que no tenía ni msn, ni feisbuc, ni nada de nada; que solo le interesaban las comunicaciones que no le generaran dependencias. Al rato él le envió un mail y el semáforo se le encendió. Tenía que evitar confundir a la escritora con el personaje y cerró los ojos. Sabía que la vida era aprendizaje –no tenía dudas- pero no quería sufrir. Para eso le habían puesto la luna en géminis, el sol en acuario y regalado la venus más juguetona del zodíaco. Leyó el mensaje. Lo que le escribía era tan viejo como Homero pero ahora que todos leían a Murakami parecía nuevo. Años de filosofía oriental y de sincretismo new age no habían podido borrar la atracción por el fatum y la arethé. “La felicidad es un bien tangible, ¿usted cree que alcanza para todos?”, le preguntó su personaje en una letra a tamaño 16. “¿Tangible? ¿Material?… No lo había pensado… Si es así, con más razón, reclamo mi frutilla de la torta”, le contestó ella. “Tengo tanto derecho como el resto en el reparto”. “Me encanta su arrogancia”, le dijo él, “pero si todos peleamos por la misma “frutita” moriremos en el intento. Alguien tiene que dirigir el tráfico. Deje que el destino elija su parte, confíe en él, es más justo y más inteligente, a cada uno le da lo que corresponde en el momento apropiado”, dijo repitiendo al japonés. “Usted me causa
risa”, escribió y le devolvió el mensaje con palabras de un poeta menos sacro: “El destino del que habla me ha hecho comer muchas manzanas que no he querido”. El siguiente mensaje tardó en llegar: “Oiga… ya sé que usted no cree que los hombres tenemos corazón pero, ‘si se anima’, se lo hago sentir”. “Ja, ja. ¿No diga?”, le contestó ella, justo cuando su marido le decía entre risas que estaban dando por centésima vez esa estúpida película que tanto le gustaba. Al rato sonó el teléfono: “Yo también quiero que se muera por mí. Pero no sé llorar… y creo profundamente que el amor es un valor en alza, aunque sea pasajero. Sin fuego los besos no son besos”, le dijo y le cortó. Dos días después, no supo bien cómo, estaba en El Soberbio. Allí había vivido su adolescencia, trabajando para la comunidad de migrantes. Ni bien el camión de la gendarmería comenzó a arañar las curvas verdes de la sierra vio sobre el horizonte dos manchas que palpitaban, la escuela y la iglesia que había ayudado a levantar. “Nunca debí irme de aquí”, pensó ahora que volvía para hablar con aquel cura con quien había hecho el amor por primera vez. Él sí que la conocía. A su lado la vida le parecía clara, luminosa, un oasis. Él la había enviado a la ciudad y le había vaticinado que la literatura guardaba un tesoro para ella. “¿Por qué me fui?”, se dijo y volvió a sentir ese dolor en el pecho que le humedecía los ojos. No sabía si lo que le había hecho tanto mal era la conversación de aquel hombre, la risa de su esposo en medio de la noche o no saber cómo terminaría su cuento.
Trabajo de campo (notas preliminares )
A H. Miller * La gripe estacional se caracteriza por fiebre alta que cede con antitérmicos. La gripe porcina no. En la gripe común, la tos es seca y discontinua; en la animal, es persistente. El dolor en el cuerpo, en la estacional, es leve. En la otra es insoportable. Doctor, ¿usted me dejó esta información en el messenger para que la incluya en el informe o porque quiere asustarme? Ya le dije que no le tengo miedo a la fiebre. A mí sus besos no me pueden hacer mal. Contésteme doctor. ¿Está ahí o se fue? ¿Si se fue al hospital por qué no se desconecta? ¿No tiene miedo de que encuentren mis mensajes? ¿Borró los besos que le mandé? Los pueden encontrar ¿me oyó? Doctor, me cansé. Hice tiempo como para ver si andaba por ahí pero veo que se fue sin avisarme. Hablamos más tarde. Necesito que me confirmes el itinerario. * Hoy es 9 de julio, Buenos Aires está casi abandonada, la provincia está en emergencia. Hay poca gente en los supermercados, en las calles, en los cines. Las conversaciones son esquivas, los encuentros postergados; en el gimnasio ayer me dieron por todo saludo un beso estampado en un papel. Aquello que nos une como comunidad – trabajo, vocación, amistad, amor- está a prueba y no puedo evitar los malos pensamientos: el mundo que conozco se desmorona y no estás conmigo. Tenerte en la cama esta mañana hubiera sido un milagro. Tendría que saberlo, pero me dejé llevar por los besos que ayer me enviaste y me ilusioné. Ya no va a suceder. Estás quien sabe dónde, pensando en cualquier cosa menos en mí. Ojalá nos veamos esta noche. * Si hay algo que no esperaba, era seguirle los pasos a un médico: nunca me gustaron los delantales. De Salud Pública pidieron ayuda a la Universidad para un trabajo de campo y la secretaria del departamento, una amiga, me llamó. No por mis conocimientos en metodología sino porque siempre ha estado muy interesada en que mis virtudes intelectuales no sucumban bajo el peso de mis debilidades. Ella se encargó de arreglar mis horas para que el convenio se hiciera y yo pudiera ayudarte. La entiendo, tenerme ocupada es su forma de cuidarme, pero esta vez le salió mal. Sin quererlo me envió a tus
brazos. Quien podía saber que, detrás de tu apariencia de especialista preocupado por lo demás, se escondía un hombre abocado también a los placeres de la vida. Nadie imaginó que en tus manos y en tus piernas podía haber un peligro para mí. Fue un imprevisto. No investigaron tus antecedentes y yo tampoco, es el colmo de cualquier investigador. Tendría que haber atendido a mi primera impresión, a tus movimientos mecánicos, estudiados, desprovistos de todo sentimiento, pero insististe y ahora me encanta. * Reviso los mails…uno, dos, llegan diez preguntando si mañana hay clases. Tipeo. Las cla-ses- se- reinician- en -agosto-, – siempre -y –cuando-, -ustedes –y- yo – estemosvivos. Lean –la- página- de- la- Universidad, queridos- míos ¿para- qué- está? Lo- quehay- que- saber- está- en- la- página. Veo un mail de mi nuevo tesista. Lo leo. Profe, ¿por qué me dejó plantado el otro día…? La esperé en el barcito una hora. Dígame que tiene una buena razón y la perdono. ¿Cuándo puedo verla…? Ahora, le escribo. ¿Es-tás le-jos? Ve-ní, te espe-ro. Ha-ce frío y, si sos co-mo ima-gino, me ven-drí-an muy bien u-nos besos. Borro, por supuesto. No es tan fácil la cosa. En realidad tendría que decirte que los besos por sí solos no me bastan. Por eso es que el doc abusa de mi paciencia, avanza, pide más y después no aparece, pone excusas. Sabe que cualquier sujeto no me conforma. No me quejo. En los últimos tiempos no he conocido nada mejor. Su voz pone mi alma en su lugar y eso es para mí incomparable. ¿Te pasará lo mismo, bebé? Te-mando- esto. No- tie ne nada que- ver- con- tu- tema de investigación. Es -una- pintura- de – Schielle. La- uso- como- test. Si- haces-un-buen-trabajo y me-sorprendés-, quizás -acepte-ser-tu-directora.Quiero-que-me-digas-qué-ves-en-esa-imagen. Lamentablemente-estoy- muy-ocupada- y- selecciono- muy-bien- a –mis-tesistas. ¿Soy -clara? * Me visto con lo que encuentro y salgo. Igual sigo desnuda. Soy puro deseo y los hombres se dan cuenta, con cualquier excusa se me acercan, me sonríen, me hacen favores, también me agreden. Ahora pienso en las horas que faltan para verte. Voy al Paroissien, apenas dejo atrás el circo de luces de la ciudad, siento que aquí y allá la pobreza palpita como un corazón recién sacado de su cuerpo, veo los rostros, adivino las manos y un hedor a muerte me llena las narices. No es la gripe. Pero era lo que faltaba para que este mundo sea más estrecho todavía. Dos psicólogas y una médica de guardia me salen al encuentro. No tengo barbijo. Me retan. Me dicen que apenas te marchaste entraron más enfermos. Abro mi estadística y cargo los datos. No están las medicinas. Llamo por teléfono adónde me dijiste y me dicen que espere. Pregunto en qué hospital estás. Pero ellas tampoco tienen la agenda del día, estabas apurado y no dejaste nada, te llamo al celu y no contestás. No sé qué decirles. A último momento llega un paciente de unos quince años que no responde al tratamiento. Le digo que vas a investigar su caso pero no sé. * Llego a Esteban Echeverría, una hora después que te subiste a un ¿helicóptero? ¿No tenés miedo de caerte? Vos mejor que nadie sabe que todo anda mal. Los datos que tenés y los míos, por supuesto, nuevamente no coinciden, te lo digo en el mensajito que me enviaste para decirme donde andabas. A las tres de la tarde estoy en Ezeiza. La gente tose por todas partes y arrastra sus pies por los pasillos. Las enfermeras hablan a mis espaldas, dicen que los enfermos llenan las camillas, que esta gripe en el 20 mató a cincuenta millones de personas. Me comprometo, les digo que mañana tienen las
vacunas y las mascarillas. Me hago responsable. ¿Có-mo fue que de a-seso-ra ter-miné siendo tu asis-tente en este de-sastre? Te llamo otra vez y tu teléfono sigue apagado. ¿Para que lo lle-va, doc? Si no fue-ra porque la situa-ción es tan gra-ve co-mo para ju-gar, pen-saría que hu-ye. Ya le dije que yo no es-pero na-da de us-ted, excep-to, claro, y a menos que le dis-guste, que ca-da tanto me deje mor-derlo. ¿No se lo dije? Me encan-ta. Sí, quédese tran-quilo. Que us-ted y yo este-mos enre-dados o-bede-ce a un lige-ro cru-ce de planetas. Es cier-to que cuan-do estoy a su la-do cada po-ro de mi cuer-po le sonríe y la luz me inun-da, pero na-da más. Ya es-tuve a os-curas. No co-rre peli-gro. Hace ra-to que deci-dí no aferrar-me a na-da y go-zar de lo que hay. Ni me per-tene-ce ni le pertenez-co. Créa-me. Es así como se lo digo, y eso es lo más diver-tido. * Estoy en Cañuelas. Después de controlar los pisos del hospital, de juntarle la información que necesita, me siento en el único banco que encuentro. A solas con mis deseos y con el mundo. Tomo algo caliente. Un hombre está de pie contra la pared, mira para abajo y sostiene entre sus brazos la ropa de un enfermo. Llora. Gime de dolor. Está desconsolado. Le daría mi sangre. Pero creo que es inútil. Se necesita mucho más. Entonces advierto que en este mundo oscuro, hay pocas chispas. Usted y yo somos dos. Nos aterra el aspecto agotado de las cosas. Me pregunto cuándo la suerte va a cambiar; también me pregunto cómo es posible que pueda pensar en esta gente y en usted al mismo tiempo. ¿O es porque pienso en usted que pienso en esta gente? Enfermedad de Nin la llamo yo. Los síntomas son parecidos a los de la fiebre porcina, pero estoy obligada a moverme y la fiebre, por suerte, no tiene consecuencias negativas, al contrario, me hace feliz. * Es tarde, acabo de bañarme y no puedo esperar. Si no hablo con usted, hablo con cualquiera. Mensaje del tesista… Estoy analizando a Schielle. La voy a sorprender, profe. Quédese tranquila. Qué puedo decirte, bebe, me encantan los atrevidos. No sé si lo sos. Para mí, si los hombres no pueden contenerse, mejor, señal de que están vivos. El freno siempre está a mano. Tengo chuchos de frío. Me parece que me estoy enfermando… * ¿Doctor, está? Acabo de llegar. No te oí entrar al messenger. Es que entré en puntas de pie. Sí, claro. Son casi las nueve y todavía tenés humor. ¿Leíste lo que te mandé? No. Estoy en eso. Me estás mintiendo. No, te leo, te leo, lo imprimí recién. Me imagino. Vio todas las irregularidades que encontré. Es mejor cometer errores que no hacer nada. Doctor, usted siempre disculpa todo. Me parece que es demasiado indulgente con las autoridades, con los médicos, con los enfermo. Pero conmigo no tiene consideración. Habíamos quedado en vernos esta mañana. Sí. Disculpáme, pero fue imposible. Tenés miedo. La cuido. Estoy todo el día con enfermos. Usted y sus imperativos. ¿Sabe qué pienso? No. Acérquese a la pantalla y se lo digo, de paso lo acaricio un poco y me tira un beso. Ya está. Qué bien huele, profesora. No me lo diga así. Me quiere matar. ¿Por qué no me llama?, quiero oír su voz. Usted habla y yo le canto eso que tanto le gusta. No puedo. Va el beso. Gracias, que avaro. ¿Ibas a decirme algo? Sí, a veces, y volviendo al tema de los imperativos,lo imagino haciendo la gran kierkegaard. ¿Lo conoce? Claro. Todo duerme en paz, menos el amor. Si sabe quién es, sabrá que carta va, carta viene,la pobre Cordelia, seguramente se fue al río. No te imagino en el río. Ni lo pienso. Pero no se lo digo por eso, es que usted estudia tanto a los enfermos, les toma la fiebre, les controla la tos, examina sus fluidos, que llegué a la conclusión de que lo único
que le interesa es medir mi deseo. Me hacés reír. Me alegra que se ría. ¿Se sacó el barbijo? Recién, ¿me da permiso entonces para sentarme arriba suyo? Claro. Le aviso que estoy sin ropa. Qué bien, ¿estás cómoda? Muy cómoda. ¿Peso? No. Bien, ahora que estoy más cerca quiero que en secreto me diga si para usted tengo fiebre o no. Profesora… Dele, tóqueme. Quiero que sepa del placer que siento cuando me toca, ¿qué hace ahora? Le beso los hombros, el cuello, ¿no siente mi boca? Ahora estoy en sus pechos, me gustan, se encienden cuando la acaricio. Quiero besarlo. Espere, todavía no llego a sus caderas. Me encanta, siga por favor. Profesora, corto. Alguien viene. * Le escribo un mensaje. No sé si se lo voy a enviar. Pero lo escribo o me muero. Doctor, quie-ro decirle dos cosas. No- me- llame- más- profesora, usted- no -es- mi- alumno. ¿Sabe mi nombre? A-veces- creo- que-no. Estoy harta de su vir-tua-li-dad, de- susfrases-bonitas. Aunque- le- juro que podría- jugar-a-sí- hasta la próxi-ma pan-demia… nosoy- una- mujer-platónica… -me- gustan –los amores fuertes y reales… Pare!!… Está siempre corriendo… y yo- no- se- lo- digo-pero- me- pone- loca… Arregle- su- agenda- y déje-me –un- lugar- o termine- con-esto. No -quiero –más- pinturas ni más música… Me está llenando la cabeza de humo y no me deja pensar… Guardo el mensaje en la carpeta de borradores. Si no me calmo, se lo mando. Me toco la frente, estoy sudada. Me parece que realmente no estoy bien. * Media hora más tarde. Doctor, ¿qué hace conectado otra vez? Me escapé, hay una cena en casa, pero no podía dejarte así. Doctor por qué no viene… les dice que tiene una urgencia, se viste y sale. No puedo, mañana a las seis llevan las vacunas y quiero estar ahí cuando lleguen… Venga, dele, necesito que escuche mi corazón, me parece que no anda bien, lo tengo enfermo de desesperanza. Sos muy cómica. Me duele el pecho, doc. Y tengo tos. No puedo, en serio. Yo también hablo en serio. Ardo, doctor, y no es la fiebre y no es un antojo. Son todas esas cosas que me dice y no me dice. Todas esas frasecitas que me escribe. Profesora, el amor no duerme y la gripe tampoco. Quiero que me entienda. No diga nada, soy una tonta, la gente lo necesita. No me haga caso. Vaya, vaya. Acuérdese de ese chico que necesita otra medicación. No sé si voy a cumplir con todo. Pero trate, esto está en sus manos. Yo voy a seguir escribiendo el informe. Mañana hablamos, ¿le parece? Pero no me deje colgada, se lo pido. No, no, te lo prometo. Mañana nos vemos. Besitos. Besotes, doc. * Me hago unos mates y vuelvo al trabajo. Me queda todavía observar algunos casos y relevar los datos de los hospitales. Borroneo algunas ideas.Hasta ahora en la región encontramos dos grandes grupos de enfermos. Los que presentan todos los síntomas (y arden como antorchas en la oscuridad, pero esto no es académico, lo digo para mí) y los asintomáticos (los que tienen las entrañas de piedra e ignoran las consecuencias que provocan). Lamentablemente prevalecen los del segundo grupo. Ello explica la rápida reproducción de la enfermedad en la provincia….En lo social, sugiero que la fiebre no ha hecho más que acelerar algunos procesos ya iniciados… coexisten tres (¿??) grupos bien diferenciados. Un grupo A, que ha fortalecido los vínculos endogámicos y suspendido todo tipo de actividad con el exogrupo, incluso el más próximo. Un grupo B, que no puede limitar su comportamiento al endogrupo y ha migrado con otros a zonas menos peligrosas. Estos dos compondrían lo que denomino provisoriamente la clase de “los
temerosos” (los que andan por la vida con barbijo). El grupo C, todavía sin nombre, está constituido por… Timbre. ¿Quién será? Necesito un termómetro. * Soy yo, profe. Su tesista. Antes de atenderlo me miro de arriba abajo en el espejo. Estoy vestida. Abro. ¿Qué hacés acá? Un compañero me dio su dirección y me vine. Pero son las diez de la noche. Profesora no pude esperar. Quiero aprovechar estos días para escribir mi tesis. No me siento bien, creo que tengo fiebre, bebe. No sé si te conviene que hablemos…Profe, no se preocupe, invíteme a pasar, me estoy congelando. Lo miro. Está muy bueno el futuro licenciado. Un caso extraño, como decimos las profes. Lindo, inteligente, interesado en una y con fines altruistas. Pasá, le digo. Miro como me mira. Sus ojos me dicen cosas que las palabras todavía no se animan. Hiciste mal en venir… ¿vos no le tenés miedo a la gripe? Se ríe. No…no… claro que no. Trajiste el análisis que te pedí. Sí, lo tengo aquí, en un power. Dice y me muestra el pendrive que tiene en la mano. Lo miro y después miro otra cosa. Tiene una erección. Disimulo. Te veo más alto, le digo. Es que usted está descalza, profe… Es cierto, miro mis pies desnudos. Lo hago pasar a la sala y le doy mi lugar en el escritorio. Pase, me ordena y me palmea la cola con una desfachatez que no había visto. La computadora es suya. Me río de nuevo. Paso por delante. Lo rozo sin querer. Me siento. Pongo el pen y solo hay un archivo. Dice Satie. Lo abro y la música empieza, lenta, envolvente, y con ella, las imágenes esplendorosas y obscenas de las mujeres de Schiele se engarzan con la colección roja de Capel, entonces siento su mano en mi entrepierna y su lengua en mi cuello. Sabe que estoy caliente con usted y se hace la tonta. No me huya más, me dice, y al oírlo no puedo más que humedecerme y temblar con el flujo de su voz. Sigue. Abre con manos sabias uno a uno los botones de la blusa y mis pechos quedan al descubierto. Se me prende como un amante viejo, como si me conociera, como si supiera todo lo que quiero. Me estremezco una vez más, pienso en el doctor, en que afortunadamente no le mandé la nota. Me gusta su juego, me provoca y este también. No hago más que abrir el cierre de mi pantalón y ya siento sus dedos buscándome, llenándome de más deseo. ¿Qué pasa si te contagio la gripe?, le susurro al oído. Qué más quiero, profe. Me quedo encerrado con usted hasta que la fiebre pase, dice y me llena la boca con un beso que me deja muda.
Una cuestión de talento[1]
A Hilario, in memoriam. Dame tu lengua y apóyate en el muro Junta los muslos y apriétalos sin duelo…
Se levantó las medias negras por encima de las rodillas y con un suave movimiento se ajustó el culot sobre las caderas que deslumbraban a Hilario. Le encantaba la ingenuidad con que él la amaba creyendo que todo aquello que le daba, y por lo que otras mujeres tal vez lo buscaban, la satisfacía. Es cierto, Hilario “había” clasificado en más de una de las categorías de ganadores (los que tienen pinta, los que tienen labia y saben el rollo, los que la van de intelectuales, los que creen que la tienen grande, los que piensan que la ponen como los dioses) pero los ganadores no ganan en la cama siempre, y menos con su mujer. En algún momento “ganar” requiere de trabajo y estos hombres, que confían en su estrella, ignoran el esfuerzo. Nada más inalcanzable para Hilario y más atemorizante que el deseo de esa mujer que lo conocía tan bien y que desde hacía tiempo lo ignoraba. María Paula se miró al espejo y se palpó los glúteos. Los ardores que había olvidado con Hilario, habían regresado y le ponían rojos los cachetes, esos, y los de la cara. Lejos de su mente estaba pensar en “la peste del sexo”. Ese bolazo de las prácticas zoofílicas de las mujeres de Burkina Faso olía más a prejuicio que a ciencia. No era por la fiebre que estas mujeres habían resuelto lanzarse a los fornidos brazos de los veinteañeros que valían lo que pesaban. Se abrochó la pollera y tras delinearse los labios con un brillo muy suave pero sensual, salió de la habitación y luego de la casa. Caminó las calles de su barrio rumbo al domicilio de su amante sin ningún temor. Sabía que llevaba a sus espaldas las miradas de sus vecinos. Al llegar a la esquina cruzó la plaza. De solo pensar en el granuja, los pechos se le iban poniendo duros y ablandando las carnes. Hasta sus pasos se volvían indecentes. En la puerta del café, vio a los amigos de Hilario. El que se la daba de escritor la miró de arriba abajo con ojos encendidos. La providencia le había dado a María Paula un hermoso trasero y él hubiera pagado por conocerlo y tirarse a sus pies, pero Hilario
era un amigo. Cuando pasó a su lado, María Paula lo vio desconcertarse, parpadear y abrir la boca para no decirle nada, quiso tomar la iniciativa pero no se animó y ella sintió lástima. Caminó los metros que le quedaban sintiendo el peso de sus ojos sobre cada uno de sus pasos, pero apenas entró a la casa del granuja, el amante la alzó en sus brazos y María Paula se olvidó del escritorcito. La acostó sobre la cama y, lentamente, tras desabrochar todo lo que ella había abrochado antes, la beso desde los labios hasta los pies. Cuando se cansó, el “adolescente lleno de granos”, como le decían los vejetes del bar, se tendió boca arriba y le dejó ver su pene maduro y tenso. El rostro de María Paula se iluminó y, casi con devoción, lo besó lentamente hasta sentirlo palpitar en la boca. El ligero roce de su lengua en las zonas indicadas lo hizo contraer lleno de placer. Entonces comenzó a endiosarlo con tiernos susurros y el órgano masculino cobró una dimensión inusitada. El granuja, buscando excitarla y desahogarse al mismo tiempo, se puso en cuatro patas y le agitó el sexo en su interior hasta que la sintió desarmarse al otro lado de su cuerpo. Se jugaba el todo por el todo y a doble banda. Al lado de María Paula estaba conociendo un cielo que algunos hombres desconocían y se labraba un nombre entre los ciudadanos ilustres del café. También para él era bueno que los hombres supieran que los números importan, los de la cintura, las caderas, las tetas, la mente, la billetera, la edad y también los del pene, único objeto al que los hombres se han resistido a ponerle un valor. Le daba risa los viejos, que ahora que tenían unos añitos demás, se la daban de intelectuales al hablar de minas. Eran esos colosales seis centímetros de diámetro los que habían sacado a María Paula de su casa para abrasarse a su falo. La causa por supuesto no era la enfermedad. Siempre había sido así. La fiebre solo había hecho visible lo invisible y por primera vez, los hombres sabían lo que ellas deseaban, lo que sentían cada vez que se encontraban con esos pititos fláccidos que sólo podían sostenerse con manualidades o escenas rimbombantes. Eso al granuja lo llenaba de orgullo y a María Paula de compasión, también él perdería alguna vez. Le dio un beso, cerró la puerta y regresó por el camino de siempre, sintiéndose “casi” feliz. Cuando llegó a la plaza, el amigo de Hilario todavía estaba allí y la miraba. Ella se animó y le habló. “¿Tenés un caramelo?”, le preguntó y, como si ella hubiera entendido en su gesto un reproche, le explicó: “No es cuestión de edad ¿sabés?” El escritor sintió entonces que un deseo de años le llevaba las manos al cuerpo de María Paula y que el código poco le servíría para resistirse, tenía su piel y su olor tan cerca que hasta Hilario le hubiera dicho que retroceder habría sido de cobardes. María Paula insistió: “Es una cuestión de talento, de cualidades que deben perdurar en el tiempo”. María Paula le dio un beso en la punta de los labios y prosiguió: “¿Vos qué decís?… O tengo que pensar que solo te gustan las golosinas”.
Nunca Más
La vista se me había oscurecido. Las paredes, el techo y el piso ya no los veía. Las piernas parecían de algodón. Ni siquiera sabía si estaba de pie. La gente me hablaba pero solo eran sombras para mí. Yo sabía qué pasaba y no me asusté. Entonces, cosa rara, vi sus ojos y las cosas empezaron a resurgir, a volverse nítidas. No sé por qué. O en ese momento no supe. Ella estaba sentada en un banco tomando algo caliente que le trajeron las enfermeras y no dejaba de observarme. Después, cuando las lágrimas aflojaron y pude ordenar el lío que tenía en la cabeza, pude entender por qué… Era tu amor en sus ojos, era tu forma de decirme que nada malo iba a sucederme… que Dios está también conmigo. “Puede pasar”, me dijeron las enfermeras y las seguí como un autómata, hacía rato que esperaba. Entonces me olvidé inmediatamente de la mujer que estaba en el pasillo, de sus ojos negros, de su decidida atención y me senté a tu lado, a mirarte, a darte mi aliento. Te traje tu libro, el que dejaste sobre la mesa de noche, vos me hablaste una vez de la magia de los libros, me dijiste que funcionan como amuletos, yo aunque sé de qué se trata, quise traerlo igual porque siempre lo tenías en tu bolso junto al de Bataille. Los vi el primer día que entraste al Borda. Yo estaba bajo los plátanos juntando hojas de distintos tamaños, o más que juntarlas las corría, porque el viento, que sopla tanto detrás del servicio 16, se las llevaba y me hacía trampas para que no me quedara quieto como los otros que parecían estatuas de jardín. Yo todavía no me recuperaba del corte en las muñecas y tenía las dos manos vendadas. Pero te vi entrar acompañada por el sol y te seguí. Me enviaron un ángel, dije y sin que te dieras cuenta te caminaba atrás imitando cada movimiento. El de tus pies… el de tus brazos… el de tu cuello… Me viste y te reíste, y te seguí así hasta el taller, ni me hablaste de las vendas. Pasamos por la morgue y subimos juntos por la escalera hasta el segundo piso. Te dije que yo te cubría por si algún pedazo de techo se te caía en la cabeza y vos dijiste que estaba loco. Claro, te expliqué. ¿Por qué crees que estoy acá? Y después de largar una carcajada que se me clavó en el pecho para siempre, empezaste a subir de a dos y de a tres los escalones, y yo subí detrás también a los saltos. Llegaste, saludaste uno por uno a los locos y le dijiste a cada uno algo para que se sintiera feliz. A Gaspar le estampaste un beso en la boca que se oyó hasta en la China. Me acuerdo como si fuera ayer. Se puso tan contento que te hizo bailar el vals por todo el piso. Los muchachos aplaudían, porque Gaspar te hacía volar y vos te reías, te reías… como si lo mejor de tu vida pasara allí entre esos hombres sucios y tristes, y entre esas paredes de mierda que en cualquier momento nos iban a enterrar vivos. Después, ellos,
tus talleristas, que ya te conocían de hacía rato, se sentaron junto a la mesa grande. Vos te sentaste en el centro y sacaste tus dos libros y tu agenda. Fernando se puso a hacer mate y mientras Luis María chusmeaba tus tareas del día, vos empezaste a hablar de la Filosofía de la Composición. Yo casi no te daba bola porque siempre había querido escribir. Y ya sabés, como de poetas y de locos todos tenemos un poco, yo nunca quise hacerlo. Para que en casa no me rompieran más. Porque siempre me dijeron que iba a terminar así… Yo mientras hablabas, te miraba con ojos de enamorado… Vos leíste esos versos y recuerdo tu tono de voz, tu forma de recalcar cada palabra, los suaves movimientos de tu mano al leer, tu forma de mirarnos a los ojos cuando una frase te gustaba. Recuerdo todo, vos sabés que algunos locos tenemos ese problema. Tampoco olvidé los versos: “Y desde aquella noche, el cuervo clavado siempre está… fiero demonio… no aparta de mí su mirar…larga sombra arroja sobre el suelo… ¿podré esquivarla?… Recuerdo ahora con tristeza tu boca… me encantaba como temblaban tus labios… cuando decías… “Nunca más”. Siempre me dijiste que la vida sin emoción no tenía sentido… Que sin fuego y sin pasión preferías la muerte… Elegiste la literatura por eso… porque te abría a otras experiencias y a otros personajes… y siempre te inventabas algo para estar de pie… un concurso…una investigación…un trabajo… Tu vida fue triste, tal vez más que la mía, una infancia sin amor y muchos hospitales… pero yo siempre te vi llena de ternura y llena de vida… no conocí a nadie que tuviera tantas ganas de vivir y de hacer vivir… Siempre fuiste para mí intocable, no quería rozarte ni siquiera con el pensamiento, pero vos tenías otra lógica… que por cierto no encaja con nada, te gustan los descosidos, los hambrientos, los que no saben que hacen en el mundo, los que tienen sed. Yo jamás pensé que podíamos amarnos. Por empezar, no soy como los otros externados, no soy pobre y llegué al Borda porque mi familia me odiaba, no porque no tenía dónde vivir… Vos no lo supiste hasta que fuimos al Congreso de Mar del Plata… Donde vos estabas, estaba yo… viajamos juntos, comimos juntos… y además de decirte cosas tiernas… te regalaba corazoncitos de chocolate… ¿te acordás? El último día, me convertí en tu sombra, me reprochaste, pero no quería molestarte. Te lo dije más de una vez, yo no esperaba nada, te hubiera adorado en mi mente toda la vida, pero vos lo hiciste todo. Abajo estaban en el baile de despedida y yo no sé cómo después de la cena te perdí. Te busqué hasta en la playa y me puse a llorar, como buen loco, porque no te veía. Sabía que dos de los coordinadores hacía rato te miraban con ganas y absolutamente perdido de la bronca me fui a dormir antes de hacer una locura. Y todavía hoy no lo creo… vos estabas ahí… esperándome… desnuda y en lo oscuro… para alumbrarme… como dice la canción… para despertar todas mis vocaciones…la de poeta venido a menos y la de amante totalmente acobardado….Te dije cuando anunciaron el aislamiento que no tenías que ir más al hospital, que tenías que cuidarte. Vos me dijiste que si no ibas, los enfermos se dispersaban, que necesitaban del taller para saber en qué día estaban, que necesitaban escribir todos los viernes. Te pedí que lo pensaras, que siempre había talleristas nuevos, que quién sabe de dónde venían. Te advertí que te ponías en riesgo y te pusiste a filosofar… “La muerte es siempre la posibilidad… Si pensara en la muerte jamás hubiera salido de la cocina de mi madre”, dijiste, y agarraste tu portafolio para irte. Eso fue lo último que te oí decir y supongo que fue lo último que
querías enseñarme. Desde que te desmayaste en el comedor del Borda no volví a oír tu voz ni a ver tus ojos felices… Y ahora estoy acá… viéndote atrapada en este respirador mientras las enfermeras te pinchan… pálida y absolutamente ida… yo… abrazado a tu libro, espero que vuelvas… para que leas esto que te escribo…porque sin vos….esto no significa nada… soy un poeta muerto ….y no quiero volver a caer en la oscuridad nunca más.
MINIFICCIONES Ilusiones de Navidad Lo hizo lentamente, confesándole a cada instante su deseo. No le daba pudor, al contrario. Allí donde sus manos se aquietaban en caricias, dejaba oír su voz como un rezo. Con las volutas en las manos subió por los senderos conocidos duplicando las sugerencias. Cuando estuvo a la altura de sus ojos, colgó la estrella. Había pedido por todos: por la salud de sus padrespor trabajo, para los que no tenían, por las materias de su hijo. Finalmente pidió por ella casi llorando: quiero estar viva de verdad, se dijo. Cuando la noche de año nuevo la ciudad se volvió un destello de esperanza, se dio cuenta de que nada cambiaría. Eran las mismas luces, los mismos ruidos, la misma mesa, las mismas caras, las mismas alegrías y la misma desesperación. Entonces se acercó al arbolito que año tras año despertaba su entusiasmo y le juró destruirlo para siempre. (continuación) Aquí está otra vez. No ha pasado nada y ha vuelto en son de guerra. Yo lo sé. Busca su río, el que la conduzca al océano que una vez conoció y tanto añora. No sabe que soy yo el que la enciende y no ella. Yo no dependo de su voluntad. Por algo he logrado imponerme en el mundo. Año tras año, mientras me susurra sus deseos, suspiro en cada uno de sus poros y activo su oleaje interior para que su vida cambie pero no se da cuenta. Ahora va a destruirme sin entender que tiene que romper con todo lo viejo, no solo conmigo. Me da lástima. Todos me dan lástima. Aunque me queme, el año que viene volveré a verla. No puede deshacerse de mí. El mar Le costaba abandonar el lugar. Escribió sobre la arena el nombre de su desamor, recitó los versos que había terminado y regresó. Se hundió con los ojos cerrados. Las olas le aflojaron los cabellos y se dejó llevar. Pensó que así viviría el instante de la muerte, flotando entre dos fuerzas. Una que la traía hacia la orilla y otra que la internaba en el mar. Cuando abrió los ojos se vio en una habitación de hospital, en una cama, nuevamente en los brazos de su madre, observada por ese padre que nunca había sentido suyo, extrañando las risas de su hijo y se arrepintió. Hubiera deseado no volver. Deseo Su abuela y su madre le habían revelado oportunamente las propiedades de los alimentos: un poco de nata y un poco de miel aromada con canela abría los labios al
deseo; las vainas de chocolate hacían lo suyo, aceleraban las pulsaciones y las secreciones del sexo. Terminó la preparación y tras perfumar su aliento, sus pezones y sus nalgas con regaliz, Afrodita dejó junto a su amante su preparación y el licor que el propio Zeús le confesara vigorizaba los genitales y prolongaba los encuentros. Para finalizar, selló su plato con las palabras que había escrito con los sueños de la noche y se las dijo al oído. Sabía por su abuelo Eros que el lenguaje del corazón era indispensable para despertar el amor. Interruptus Miró el mensaje en el celular. El segundo. Estoy acariciando algo que le gustaría tener, decía. Una mezcla de excitación y preocupación le recorrió el cuerpo. Cumplía años y la familia esperaba en el comedor. “¿Me presta?”, preguntó. Es todo suyo. “¿Le parece en mi auto?”. “Baje sin ropita, debo abreviar”, contestó y se escapó por la puerta de servicio. Cuando llegó, ella le abrió la puerta de adelante. “¿No le importan los vecinos hoy? “Están en mi casa, esperando que apague las velitas”. “Veo. Y vino por el fuego.“ Sí, no pude evitarlo”, dijo y le mordió los labios una y otra vez mientras la entraba en el auto y la acomodaba de espaldas al volante. Ella entraba en el amor cuando él leyó un mensaje de su hijo. “Te busca mamá”. Él ni siquiera contestó, se fue corriendo sin pedir disculpas, cantándose el cumpleaños feliz y arreglándose los pantalones. Femicidio Cada 30 horas, una Rosa, una María, una Mujer, Una muere. El año pasado murieron 282. Tienen 60, 50, 40, 30, 20, 15 años todas las mujeres en peligro. 346 juanitos, maritas, daianas, luisitos quedaron sin mamás, otros 346 hijos, o más, están a punto de perderlas. Ojo con los padres, con los novios, los amantes, con los hombres. Muchos de ellos todavía no domesticaron al animal y salen como lobos a comerse a caperucita, a dormir con el beso a la princesa, a encerrarla nuevamente en la torre, a tronchar con su puño la esperanza. Mi amiga murió ayer. Su bebé llora en mi cama. El hijo de puta era mi hermano y yo no me di cuenta.
La gata
El miedo me llevó a las alturas, no quería amarlo y perderlo en esta vida. Vi sus ojos de gato, intuí la dulzura de sus garras y me convertí en mujer.