SU NOMBRE ยกJESร S!
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DEDICACIÓN A mí adorada madre, quien me enseñó a decir “Gracias Jesús” A mi hermosa familia, quienes me acompañan a decir: “ Gracias Jesús”
PRÓLOGO Desde los albores mismos de nuestra historia la oración ha sido el recurso supremo a que ha apelado el hombre en los trances adversos, su reacción espontánea ante la culpa y la necesidad de ser perdonado, y su manera de dar expresión a lo mejor y más profundo de su propio ser. ¿A quien se apela, para contar sus zozobras, sus congojas, sus necesidades, sus agradecimientos? Se apela a Jesús. ¿Porqué? Creo en Jesús; en cuanto a la vida o la muerte no se nada. Creo en Jesús que está presente en cada ser humano que muere cada instante por contribuir a una vida más allá de la suya propia. Creo en Jesús que está presente en todos los pobres, enfermos, en los que defienden al individuo contra la injusticia, la violencia. Creo en Jesús que está presente en todos los que defienden al individuo contra la bota del hierro del Estado. Creo en Jesús porque lo amo. Y para que lo conozca a Jesús le regalo este pequeño libro: SU NOMBRE ¡JESUS!. Y por medio de Él le aseguro que su vida será una continua oración que ofrenda a su prójimo como acto de adoración a Dios.
El autor. Amílcar Villacorta Perales
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SU ORIGEN No conozco mejor comentario anónimo sobre la vida de Jesucristo como éste: “Nació en una oscura aldea, de una mujer de posición humilde. Se crió en otro pueblecito, donde trabajó en un taller de carpintero hasta cumplir los 30 años de edad. Después, durante tres años, estuvo predicando en diferentes lugares. Nunca escribió un libro ni tuvo oficina. Jamás tuvo familia ni casa propia. No asistió nunca a la universidad, ni se alejó más de 300 kilómetros del lugar donde nació. No hizo ninguna de las cosas que normalmente se relaciona con la grandeza ni
asociar con las personas eminentes. No poseía otras
credenciales que su sola persona. Solo tenía 33 años cuando la corriente de la opinión pública se volvió en su contra. Sus amigos huyeron y lo abandonaron. Fue entregado a sus enemigos y se vio sometido a una parodia de juicio. Le clavaron en una cruz entre dos ladrones. Mientras agonizaba, sus ejecutores se jugaron la única posesión que tenía el mundo: la ropa que llevaba puesta. Una vez muerto fue enterrado en una sepultura que un amigo compadecido obtuvo prestada. Han transcurrido 20 siglos, y Jesucristo aún sigue siendo la figura central de la raza humana y el guía del progreso de la humanidad. Todos los ejércitos que jamás hayan marchado, ni todas las armadas que jamás hayan surcado los mares, todos los parlamentos que se hayan reunido ni todos los soberanos que jamás hayan reinado; que ni todos juntos, no han afectado tanto la vida del hombre en este planeta como esa solitaria existencia”.
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Otro narra la increíble historia de lo sucedido en un lejano amanecer y del mensaje que trajo a la humanidad: “Es un hecho indiscutible que hace cerca de 2000 años llegó Jesús a Palestina. Sus amigos le amaron; era para ellos un profeta, acaso un futuro rey. Sus enemigos lo tomaron como fanático y de perturbador. Su vida fue la expresión perfecta del amor que se manifiesta en obras amorosamente encaminadas a servir por igual a pobres y ricos. Su ternura cautivó el corazón de los niños y de los humildes; su filosofía de la vida llamó la atención de los sabios y de los mejores. Pero valeroso radicalismo encolerizó a los partidarios de lo existente... y esos acabaron crucificándolo. Hubiera podido evitar tan espantosa muerte. Pudo no haber ido a Jerusalén. Aun estando allí, el gran número de amigos que tenía en la ciudad le hubiese permitido escapar de sus enemigos. Pudo transigir. Pero con firme resolución marchó a Jerusalén, aunque le advirtieron lo que allí le esperaba. Una vez llegado, soportó con serena constancia cuanto al odio, y la envidia, y la frustrada ambición hicieron para herirle en lo más vivo. Ni un solo reproche asomó a sus labios ante el beso del traidor y el abandono en que lo dejaron hasta los discípulos más amados. La hiriente burla de los sacerdotes, la insolencia de Herodes, la cobardía criminal de Pilatos, la befa del populacho, la brutalidad de la soldadesca: todo lo sobrellevó sin el más leve movimiento de rencor. “¡Perdónalos, señor, porque no saben lo que hacen!” Con esta súplica respondía a las torturas de los que se ensañaban en su cuerpo y en su espíritu. A la deshecha tempestad del odio y la malicia opuso la triunfante serenidad del ánimo. Con lo supremo de su sacrificio hizo patente la realidad del infinito amor. Lo sepultaron y dijeron: “¡Todo ha concluido!” Sus enemigos lo decían gozosos; sus amigos afligidos y desesperanzados. Habían soñado con un reino en el cual sería Jesucristo el rey, y ellos sus auxiliares y ministros. Ahora se lamentaban, diciendo: “¡Nosotros esperábamos que él fuera quien había de redimir a Israel!” Pero todo había terminado. Y huyeron a ocultarse en lugares apartados de la ciudad hasta que cesara la tormenta.
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Pero es lo cierto que en las horas mediantes de la puesta del sol de aquel sábado de los judíos al amanecer del otro día aconteció algo grande. No seré yo quien se atreva a describirlo; menos aun a explicarlo. Sólo que mi fe es sencilla y humilde. Es la que dulcifica lo amargo de mi vida; que me pone un destello de amor y valentía en la diaria faena; que presta sus alas a mi alma”. Y por la Biblia vemos claramente que las necesidades materiales y las limitaciones de Jesucristo no eran diferentes en modo alguno de las nuestras. Nació de mujer, pasó por las inquietudes de la niñez y de la juventud hasta alcanzar la edad adulta, al igual que todos los hombres. Conoció el hambre y la sed, y resistió la fatiga, el frío. Experimentó en lo íntimo el sufrimiento y el dolor y, por último, la muerte. Es indudable que la suprema personalidad de la historia fue, en lo físico, fuerte y carismática; que estuvo muy lejos de ser el hombre endeble y cariacontecido, de semblante y figura dulce y casi femeniles que la mayoría de los pintores, de los poetas e incluso de los compositores de himnos, nos han descrito a través de los siglos. En su juventud, dice la Biblia, “creció en fortaleza”; sus largas horas de trabajo en la carpintería de José debieron fortalecer sus músculos. Por añadidura, durante el tiempo que ejerció activamente su ministerio vivió casi constantemente al aire libre, yendo a pie de un pueblo a otro, durmiendo a la luz de las estrellas. Tan rigurosa existencia no podía menos que hacer de él un hombre enjuto y de piel curtida, de tez que no era ni blanca ni oscura, sino más bien broncínea, como la de la gente del desierto entre la cual vivía. Sin duda el magnetismo en que Él atraía a las multitudes era de origen material a la vez que espiritual. Sólo una figura vigorosa e imponente habría podido aparecer así de pronto y decirles a hombres apegados a sus lares, que lo abandonaran todo para seguirle y lograr que le obedecieran al instante. Solamente un hombre así habría conseguido ganarse voluntades sin más promesa que la de privaciones y sacrificios. “Os envío como ovejas en medio de lobos”, les dijo.. “Os entregarán a los sanedrines y en sus sinagogas os azotarán”. Y sólo tal hombre, al sufrir los horrores de la crucifixión, podía
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haber movido al centurión romano a exclamar: “¡Verdaderamente, este hombre era el Hijo de Dios!” Los rasgos más cautivadores de Jesucristo fue su absoluta sociabilidad. Era hombre amigable y cordial, y todos podían llegar hasta Él: pescadores y sabios, leprosos y letrados, mendigos y gobernantes. Incluso algunos fariseos, a quienes Él censuraba con palabras fulminantes por su estéril religiosidad, se sentían estimulados al oírlo hablar, y los patricios de Jerusalén se honraban con recibirlo en su casa. Con todo, “una gran muchedumbre le escuchaba con agrado”. Jesucristo hablaba el lenguaje del pueblo: sencillo, franco, familiar, desdeñando la elevada retórica de rabinos e intelectuales. Comunicaba su pensamiento por medio de parábolas tomadas de la vida diaria: el sembrador que salió a sembrar; el pastor que dejó a 99 ovejas de su rebaño, a las que juzgaba a salvo, para ir en busca de la que se había extraviado y volverla al aprisco; la maravilla de un grano de mostaza que se convierte en un arbusto frondoso; la manera como Dios alimenta a los cuervos y hace que los lirios del campo florezcan con gloriosos colores. Los Evangelios nos describen a Jesucristo como un hombre alegre. “Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté entre vosotros, y vuestro gozo sea cumplido”. Y a toda la gente le explicaba la misión confiada a Él: “Yo soy la puerta de las ovejas.. Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia”. Si por ese tiempo prevalecía en el mundo el concepto de la sujeción de la mujer al hombre, Jesucristo no vacilaba en tratar al sexo femenino del mismo modo que al masculino, mas no condescendientemente sino con deferencia. Cuando los fariseos quisieron tentarlo con la cuestión del divorcio, refiriéndose a la ley mosaica que permitía al marido desembarazarse de su esposa con sólo redactar un libelo de repudio; Jesucristo les replicó bruscamente “... Lo que Dios unió, no lo separe el hombre”. Fue el primero en reprobar la existencia
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de un código moral para el hombre diferente del aplicable a la mujer, al invitar a los fariseos deseosos de condenar a la adúltera a que Arrojara la primera piedra aquel de ellos que estuviera “sin pecado”. Las reacciones emocionales de Jesucristo no eran otras que las que mostraríamos nosotros en circunstancias semejantes. En diversos pasajes de los Evangelios hallamos referencias a su actitud ante los enfermos y los afligidos: “Viendo a la muchedumbre, se enterneció de compasión por ella”. O bien: “Al desembarcar vio una gran muchedumbre, y se compadeció de ella, y curó a todos sus enfermos”. Sin duda es en Él muy humano el evidente sentimiento de desencanto que experimenta cuando sólo uno de diez leprosos a quienes cura viene a buscarlo para expresarle su gratitud. “¿No han sido diez los curados?” Inquiere entonces con tristeza. Lo peor de todo eran las muestras de infidelidad que le daban aquellos en quienes confiaba. “¿De modo que no habéis podido velar conmigo una hora?” Le preguntó a Pedro en son de queja, cuando sus discípulos se rindieron al sueño mientras Él oraba en Getsemaní. Como nosotros mismos, Jesucristo hallaba su mejor defensa contra las debilidades humanas en una constante comunión con el Padre celestial. No habrá comprendido la profunda humanidad de Jesús si no nos detenemos a meditar en lo que significa el hecho de que “fue tentado en todo a semejanza nuestra...” Porque tuvo en cuenta los combates que Él mismo debió reñir contra todo género de tentaciones, advirtió a sus discípulos: “Velad y orad para no caer en la tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es flaca”. No obstante, el Jesucristo humano mostró mucho más que heroísmo. Lo que es más importante, nos mostró a Dios mismo: el amor, la ternura, la compasión de Dios; su anhelo de restablecer los lazos de Padre a hijo que el pecado había roto. Miles dicen: “Jesucristo es Dios mismo que se expresa en lenguaje comprensible para el hombre”.
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En mi caso jamás olvidaré cuando me operaban del hígado por una herida de bala, sentí la presencia de Dios y que vino a hablar conmigo. Claro que durante toda mi vida, había sentido que Dios era altísimo, sagrado e inasequible. Resulta difícil comprender a un Dios así, y aun más difícil amarle. Pero en mi enfermedad me hizo ver a Jesucristo, me recordó sus palabras: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Y al instante comprendí que si Dios es como aquel que llevó la vida ordinaria de los hombres, que amó y sirvió a los más débiles y cuyo inmenso corazón se hizo pedazos en al cruz para redimirnos de nuestros pecados; entonces puede Dios disponer de mi vida, de mi alma, de todo cuanto soy. Eso mismo le ofrendé, y nunca espero no arrepentirme de ello.
SU MADRE: Parece que su nombre de pila era tan popular entre las familias hebreas del siglo primero antes de Cristo, como lo es hoy en el mundo occidental. Por lo menos cinco Marías aparecen en el Nuevo Testamento. ¿Qué dicen las fuentes sobre la más famosa de ellas, la madre del Señor?. Vivía en el pueblecito de Nazaret, en Galilea. Hay indicios de que pertenecía a una familia modesta: su sacrificio en el templo, “un par de tórtolas o dos palomas” en lugar de una oveja, era la ofrenda de los pobres en Israel. Hablaba el idioma arameo, lengua madre de Cristo, una forma de la cual existe aún en nuestros días en dos o tres aldeas del Líbano y Siria. Vestía la ropa larga y floja que todavía usan los beduinos, calzaba sandalias, se protegía la cabeza contra el sol caliente con una pañoleta o velo de tejido fino. Es de suponer que María no había cumplido aún los 20 años cuando las dos familias arreglaron su compromiso matrimonial, y sin duda José era un hombre vigoroso. Descendía del rey David y ejercía el oficio de carpintero.
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Pero antes del acto formal de su matrimonio con José ocurre la célebre escena de la Anunciación. El ángel San Gabriel, enviado por Dios para que la visitara, entra en casa de María, diciéndole: “Bendita tú entre las mujeres”. Esta inesperada visita sobresalta a María. ¿Qué visitante es este y qué es esa salutación?. “No temas”, dice la voz del ángel tranquilizándola, y enseguida informa a la asustada virgen que pronto concebirá un hijo “que será grande y será llamado Hijo del Altísimo”. María vacila: ¿Cómo puede ser esto? El alado mensajero insiste en que nada es imposible para el poder de Dios, y María, súbitamente tranquila, pone fin a la entrevista: “Hágase en mí según tu palabra”. José, angustiado al descubrir que María va a ser madre antes de ser su esposa, quiere “repudiarla”, sin hacer escándalo. Pero un ángel le informa acerca del milagro y entonces accede al matrimonio formal y, lleno de alegría, la lleva a su casa. Y en algunos Evangelios indican que los “hermanos” y “hermanas” de Jesús son los hijos menores de José y María; mientras los católicos, sostienen que María fue virgen toda su vida, y consideran que se trata de parientes cercanos, así llamados por la vaguedad de los términos semíticos para designar a los miembros de la familia. María durante la visita a su prima Isabel en los cerros de Judea, rompe a cantar súbitamente y su improvisación revela sentimientos de extraordinaria profundidad. Ese corto poema: “Glorifica mi alma al señor”, canta María en medio de su felicidad. “Hizo en mi favor grandes cosas el Poderoso”. Con la humildad que la acompañará siempre hasta el final, se maravilla porque “el Señor puso sus ojos en la bajeza de la esclava”. Y por el censo ordenado por el emperador Augusto, lleva a José y María a Belén, la “ciudad de David”, donde José tenía la intención de establecerse. El mesón está lleno, quizá ocupado por otros ciudadanos que también han ido a empadronarse, y la fatigada pareja se aloja en los establos. María da a luz y
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recuesta a la criatura recién nacida en un pesebre. Luego, cuando los pastores de los campos y los magos de oriente solemnemente doblan la rodilla ante el Niño, comprende otra vez que su concepción no es cuestión de familia. Su hijo es un futuro rey. Tal es la época la que media entre los años 8 y 5 de la era Pre – cristiana, según él computo moderno, pues nuestro calendario oficial se basó en un error. Herodes, marrullero gobernador de Palestina
nombrado por los romanos,
siente desasosiego al enterarse de que ha aparecido un “nuevo rey de los judíos”. Abriga intenciones asesinas, pero José, prevenido por un ángel, se lleva a la madre y al niño por el duro camino de Sinaí a Egipto, y sólo regresa después de la muerte de herodes, el año 4 a. De J.C. Los historiadores de la época confirman que arquéalo, hijo de Herodes, había heredado la misma crueldad de su padre, de modo que parece natural que José, a su regreso, evitara el reino de Judea, gobernado por aquel, abandonara su plan de establecerse en belén, y fuera a vivir a galilea, que en la reciente división del reino había quedado bajo el poder de otro hijo de herodes, menos cruel. Así creció el niño en Nazaret, patria chica de María. Ella conoce a todos los habitantes de la aldea. Vecinos, amigos y parientes entran y salen de la casita de piedra; María conversa con una prima o una tía mientras maneja la rueca. Al atardecer, regresan los pastores de los campos, se oye música y se siente el aroma de las viandas que se aderezan para la cena; y mientras las mujeres acuestan a los niños, los hombres se reúnen a charlar en pequeños grupos pequeños al amor de las fogatas. La leyenda aporta algunos toques humanos. Un predicador del siglo V, Cirilo de Alejandría, declara que María “llevaba de la mano al niño Jesús por los senderos, diciéndole: hijo mío, camina un poquito.. Y él se prendía de ella con sus manitas, deteniéndose de vez en cuando y sin soltar sus faldas... hasta que ella lo alzaba en brazos y lo llevaba”. Un Evangelio apócrifo dice que en cierta ocasión, cuando tenía el niño seis años, maría lo mandó por agua al pozo de la aldea. Jesús dejó caer el cántaro, que se hizo añicos, pero a
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pesar de eso trajo el agua en el delantal. Y María “cuando vio esto, se sorprendió y lo abrazó y lo beso”. José preside el hogar, y todo indica que no fue otra cosa que un verdadero padre para el niño. Lo más probable es que la carpintería estuviese adjunta a la casa. El martillar rítmico, el ruido del serrucho y las voces de los parroquianos componen la sinfonía de la niñez de Jesús. Todo se desarrolla en forma normal que María quizá estuvo a punto de olvidar los primeros milagros, la anunciación y los pastores. Vivo recordatorio fue el incidente ocurrido en Jerusalén, cuando Jesús tenía 12 años, se le perdió a sus padres durante la celebración de la Pascua. Lo encontraron, después de tres días de angustiosa busca, sentado en el templo, discutiendo cuestiones de religión con los doctores, que estaban sorprendidos por su sabiduría. María interrumpe esa tranquila escena, y, dominada por la emoción y la fatiga, hace lo habría hecho en su lugar cualquier madre: se muestra enojada. “Hijo, ¿por qué lo hiciste así con nosotros? Mira que tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”. El joven Jesús les dice gravemente que no debieron haberlo buscado: “¿No sabíais que había yo de estar en casa de mi Padre?”. Este es el primero de tres rechazos encaminados a fortalecer a María para el terrible reconocimiento de que Jesús, aunque es su hijo, no le "pertenece”. Por el momento, regresa con ella al hogar, y ella no entiende el significado de este incidente. La siguiente prevención ocurre cuando Jesús, tiene casi 30 años de edad. En Cana, población no lejana de Nazarét, él y su madre se encuentran como invitados a una boda. Durante la fiesta, María se vuelve a él y le dice: “No tiene vino”, como indicando que ella conoce sus poderes mesiánicos y se necesita en ese momento hacer un milagro. La respuesta, “ ¿Qué tenemos que ver tú y yo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora”. Pero esta palabra brusca, “mujer”, vuelve a ocurrir en el más tierno sentido cuando Jesús le habla desde la cruz; y su “rechazo” sirve únicamente para advertirle que, en
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adelante, se han soltado todos sus lazos terrenales. Con todo, aunque es evidente que no quiere apresurar su “hora”, Jesús reflexiona y pronto hace lo que María le pide, y convierte el agua en vino. La próxima vez que encontramos a María, ella y los hermanos de Jesús (Su esposo José sin duda ha muerto para entonces) han venido de Nazarét al mar de Galilea para ver a Jesús, a quien encuentran predicando un sermón. Cuando se le advierte que su madre y sus hermanos esperan al borde de la multitud y quieren hablar con él, sus destinos están claramente separados. Jesús no deja ninguna duda de que está ocupado en las cosas de su Padre y que hay poco tiempo para realizar todo lo que tiene que hacer. Señalando a sus discípulos, los llama su nueva familia: “Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra”. Fácil es imaginar cuán tristes y confusos regresarían a Nazarét esos pocos parientes encabezados por María. Jesús no ha querido herirlos. Simplemente está poniendo en práctica lo mismo que predica. “El que ame a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí”. Posteriormente, cuando recuerda a los escribas el mandato de Dios, “honra a tu padre y a tu madre”, no deja ninguna duda de que, en el más profundo sentido de la ley eterna, él la está obedeciendo. La ausencia de María de esta escena no supone ningún “rompimiento” entre la madre y el hijo. María se mantiene en adelante en el fondo, a tendiendo al hogar en Nazarét, aunque Jesús nunca se aparta de su mente. Mientras él anda por Galilea predicando y curando a los enfermos y su fama se extiende “por toda Siria”, María lo sigue con la imaginación de una madre preocupada. Sabe que muchas veces su hijo no tiene dónde recostar la cabeza, ni que llevarse a la boca. Quizá de vez en cuando ella arrostra los peligros del camino para ir a verlo hablando a las multitudes congregadas a la vera de los senderos; quizá se cuente entre las mujeres que, suelen ir a confortar al pequeño grupo de 13 hombres cansados. Gradualmente, a medida que Jesús se convierte en figura “discutida”, su orgullo por los “éxitos” del hijo se templa con las
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premoniciones que tiene sobre su trágico destino. Empieza a comprender que el reino de su hijo no es de este mundo. Aunque María se crió en una sociedad en que se esperaba que las mujeres permanecieran completamente en la oscuridad, no hay nada automático en su sumisión. Bien pudo haber dicho “No” al ángel de la Anunciación, y así se habría librado de la copa rebosante de dolor. “Se turba”, “ discurre”, vacila... pero acepta. A lo largo de todo el drama del ministerio y pasión de Jesucristo, María conserva su independencia. Sin duda tuvo largos días de lucha interior, largas noches de dudas y tormento. Lo que la hace doblegarse a una voluntad superior en su conocimiento de la confianza que ha sido depositada en ella. Medita y en el fondo de su corazón comprende que realmente es bendita entre las mujeres. Cuando está al pie de la cruz, figura de noble dignidad, la madre y el hijo vuelven a reunirse. La mirada febril de Jesús se posa en María, que se apoya en Juan, el único de los doce que desafió a la multitud hostil, y le dice: “Mujer, he ahí a tu hijo”; y a Juan: “he ahí a tu madre”. En el último aliento de su vida terrenal, el hijo concebido es el seno de María da voz a su amor filial y cumple con su deber filial. La vejez de María será segura porque “el discípulo a quien Jesús amó” la llevará a su propia casa. Han terminado sus sufrimientos; su tarea está realizada. El Señor ha resucitado y el milagro final ha cerrado el ciclo que se abrió con la trompeta de la anunciación: “Darás a luz un hijo”. Así, en su presencia y con su participación, nace la Iglesia Cristiana. En Éfeso, (en la moderna Turquía), según la leyenda, predicó en su ancianidad, los guías turísticos lo llevan a uno a una casita situada en la falda del cerro, donde se dice que murió María. Otros dicen que permaneció en Jerusalén hasta su muerte fue llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial.
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SUS DISCÍPULOS “¡Seguidme!” Un forastero de paso firme dio esta orden concisa. Mateo, el recaudador de impuestos, se levantó de su desordenada mesa y abandonó la cabaña de la aduana. No hizo preguntas ni exigió condiciones. Y sin embargo, sabía como también los otros elegidos, que solo la muerte podría cortar ese lazo. De este modo, Jesús, en el comienzo de su ministerio, escogió doce discípulos para que compartieran las penurias de su breve carrera. Oyen sus enseñanzas y recibirán la fe. ¿Quiénes eran esos hombres? Aunque se han erigido catedrales para glorificar sus nombres y la leyenda ha tejido velos dorados en torno de ellos, sabemos poco de sus vidas. La luz pálida de la historia destaca la dominante figura del salvador, y tendemos a pasar por alto a esas personas de carne y hueso que se mantuvieron a su lado. Sus temperamentos abarcaban desde la áspera impetuosidad de Simón Pedro hasta la fría racionalidad de Felipe, mas todos ellos formaban una estrecha hermandad, cuerpo que se nutría en Cristo: “Yo soy la vid, vosotros, los sarmientos”. Nada había de extraño en el hecho de que un predicador errante eligiera discípulos. Los profetas judíos, como por ejemplo Isaías, habían sido acompañados por fieles seguidores, y los rabinos los tenían en la época de Cristo. Todavía practican esa costumbre los religiosos de la India. Pero el llamamiento de Jesús exigía una aceptación total e inmediata. Significaba abandonar “hogar, hermanos, hermanas, padre, madre, esposa, hijos y tierras”. Un candidato fue rechazado porque antes de convertirse en discípulo deseaba volver a su casa y despedirse de sus parientes. “Ninguno
que,
después de haber puesto mano en el arado, vuelve los ojos atrás es apto para el reino de Dios”, le dijo Cristo. Fue en las aldeas cercanas al extremo norte del mar de Galilea donde Jesús recogió a sus primeros discípulos, dos pares de hermanos que constituirían el núcleo de su grupo: ANDRES y SIMON PEDRO, hijos de Jonás; SANTIAGO
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Y JUAN, hijos de Zebedeo. Pronto se agregaron otros. Si bien el Nuevo Testamento nos da cuatro listas que discrepan, la tradición completa la nómina con los siguientes nombres: FELIPE, BARTOLOMÉ, MATEO (o Leví), TADEO, SANTIAGO “el menor”, otro SIMON llamado “el Zealote”, TOMAS “el Gemelo” y JUDAS Iscariote. ¿Por qué doce? Jesús deseaba que sus discípulos representaran las doce tribus de su pueblo para que fuesen, en espíritu, el “nuevo Israel”. Además, doce era un número místico que sugería el ciclo lunar y las horas del día. Salvo Juan, todavía adolescente, los Doce eran hombres vigorosos, en la plenitud de su vida, endurecidos por sus actividades al aire libre y por los contrates del clima local. Puesto que la misión de Jesús el confortar a los pobres ocupaba un parte tan grande, provenían, en general, de un ambiente modesto. Cuatro de ellos eran pescadores, y en poco tiempo Jesús convirtió a todos en “pescadores de hombres”. Barbados y calzados con sandalias, vestidos con ropas de tejido burdo, tocada la cabeza con un paño suelto, los Doce se parecían mucho a los beduinos nómadas que todavía se ven en las colinas de Galilea. Si bien dos de ellos (Mateo y Juan) escribirían evangelios, y otros nos dejarían epístolas dictadas o manuscritas, pocos habían recibido instrucción regular. Su lengua materna, y también la de Cristo, era el arameo, idioma semítico. No se les haría justicia si se imaginara su actuación como un continuo y excelso drama de la Pasión. Entre las grandes ocasiones relatadas en los Evangelios, la vida continuaba. Hubo, sin duda, ruda camaradería, chanzas y burlas mientras recorrían los caminos abiertos; amistades personales y querellas ocasionales. Cuando la madre de Santiago y de Juan pide a Jesús, con el consentimiento de sus hijos, que los coloque más cerca que nadie de Él en el futuro reino, los otros se indignan, y el Maestro debe suavizar sus exaltados sentimientos diciéndoles que aquel de ellos que pretenda ser jefe deberá comenzar sirviendo a todos. Los trece recorrieron la campiña de Galilea para llevar su mensaje a las aldeas. Uno o dos discípulos solían adelantarse y preparar en un villorrio la llegada del
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maestro. Carecían de alojamiento. (”Las raposas tienen guaridas, y las aves del cielo, nidos; mas entiende que el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza”) Con todo, rara vez era un problema hallar un sitio para pasar la noche. Dormían en cavernas y lugares protegidos, o bien, si les ayudaba la suerte, en casa de algunos amigos, como la que pertenecía a la bulliciosa y hospitalaria Marta. Cuando la fama de Jesús se extendió por la comarca, se reunían, multitudes dondequiera que Él aparecía, y a veces no dejaban al grupo “ni aun tiempo de comer”. En una ocasión el señor se apartó de sus discípulos mucho antes del alba para orar a solas, pero fue en su busca una partida de gente encabezada por Pedro: “Todos te andan buscando”. A juzgar por la reacción de la multitud (una mujer gritó: “Bienaventurado el vientre que te llevó”), el efecto que ejercía la personalidad de Cristo era irresistible. Su magnetismo y autoridad natural, realzados a un más por la sencillez, brillan con claridad a través de las narraciones de los Evangelios. Mientras los Doce compartían la intimidad de su vida diaria y conversaban con él durante prolongadas caminatas por el campo, o en torno al fuego del campamento, una tremenda fuerza penetrada en ellos, modelando en forma casi imperceptible su mente. Pero si el Señor se prodigó sin reservas, recibió también mucho. La presencia calidad e intensamente humana de sus discípulos le habrá confortado. En una ocasión les dijo: “Ya no os llamaré siervos, pues el siervo no es sabedor de lo que hace el amo. Mas a vosotros os he llamado amigos”. Cuando muchos de su s otros seguidores comenzaron a apartarse, él les preguntó: “¿Y vosotros queréis también retiraos?” En aquella pregunta sentimos algo semejante a la angustia. Se exigía a los Doce un valor considerable. Jesús insistía en que, a intervalos, se presentaran solos ante u auditorio, preparándose así para su futuro papel de misioneros y predicadores. No ignoraba los riesgos: “Mirad que os envío como ovejas en medio de lobos”. No cabe duda de que se encontraron en situaciones difíciles, ni de que fueron golpeados y apedreados por lugareños que los miraban con recelo u odio. Pero con los golpes llegó la experiencia.
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Lenta y penosamente los discípulos se iban convirtiendo en verdaderos apóstoles (la palabra griega apóstolos significa “enviado”). Iban a ser esforzados paladines que, con una notable excepción, continuarían el apostolado del Maestro después de su muerte, se expondrían a brumadores peligros y cambiarían el mundo. Sin embargo, mientras el señor estuvo con ellos, ni el más perspicaz de los Doce alcanzó a comprender bien el sentido de su misión. En una ocasión le pidieron que les explicara una parábola. Suspirando, Él repuso: “¿conque vosotros no entendéis esta parábola? ¿Pues cómo entenderéis todas las demás?” Cuando Felipe pide pruebas para afirmar su fe, le contesta tristemente: “Tanto tiempo ha que estoy con vosotros, ¿y aún no me habéis conocido?” Cumple recordar que los Doce se habían criado en la tradición mesiánica. Humillados por el dominio que ejercía Roma sobre su amado país, veían en Cristo al “rey” que libertaría a Israel del odiado conquistador. Que el Mesías pudiera redimir al mundo padeciendo una muerte ignominiosa era algo que escapaba a su entendimiento. Cuando Él entró en Jerusalén en triunfo, se alegraron, pero por una razón equivocada. Juan, uno de ellos, se avergüenza al recordar que los discípulos “no comprendían”. A medida que pasaba el tiempo, el antagonismo entre Jesús y los dirigentes locales (fariseos y escribas) se volvía más violento. Cristo previno a los Doce: “Dichosos seréis cuando los hombres por mi causa os maldijeren”; “Beberéis el cáliz que yo bebo”. Y, presintiendo por primera vez las cosas que ocurrían, los sorprende al preguntarles: “¿No soy yo el que os escogí a todos doce, y con todo uno de vosotros es un diablo?”. A partir de ese momento hay dispersas por los Evangelios señales premonitorias de traición, y finalmente Judas resulta ser el malvado. Lo único que dice la Biblia de Judas es que hacía las veces de tesorero del grupo, y que preguntó a los sacerdotes: “¿Qué queréis darme, y yo le pondré en vuestras manos?” Pero si la codicia fue el motivo de la perfidia, ¿serían 30 shekels
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(ciclos) bastante dinero para el crimen? ¿O se trataría solo del pago inicial de una cantidad mayor? No se sabrá la verdad. “Mi tiempo se acerca”, dice Jesús. Es la fiesta de la Pascua hebrea. Se ha preparado una tranquila habitación en el piso alto de una casa rica situada en los verdes confines de Jerusalén. Cuando están a punto de terminar la cena pascual, en la que hay pan, pescado, cordero y vino, cristo lava los pies de los discípulos en un acto de amor y de suprema humildad. Entonces, melancólico y tranquilo, pronuncia las trascendentales palabras: “Uno de vosotros me traicionará”. Y, aprovechando el clamor de protestas indignadas y alarmadas, Judas se escabulle. San Juan registra en el Cuarto Evangelio la oración en la cual el Señor, en la Última Cena, encomienda a su padre los que quedan. En todo el Nuevo Testamento no hay expresión más excelsa del amor que tenía el Maestro a sus discípulos: “Padre, yo he manifestado tu nombre a los hombres que me diste... por ellos ruego yo ahora... Mientras estaba yo con ellos, yo los defendía en su nombre... y ninguno de ellos se perdió, sino Judas, el hijo de la perdición.. Mas ahora vengo a ti, y digo esto estando todavía en el mundo, a fin de que ellos tengan en sí mismos el gozo cumplido que tengo yo... Guárdalos del mal.. Santifícalos en la verdad”. Entrevemos a hora a Cristo “turbado en su espíritu”, como un condenado a muerte. Como para multiplicar el terror de su situación humana, toda su vida terrena se desmorona en torno de Él. Los hijos de Zebedeo, y Pedro, íntimos a quienes lleva consigo al jardín para que los conforten durante su agonía, le fallan y se quedan dormidos. Horas más tarde, pedro niega tres veces haberle conocido. La soledad de Cristo parece absoluta. Sin embargo, habiendo amado a sus discípulos en los memorables días de su apostolado, “los amó hasta el fin”. Y, según la tradición, al morir en al cruz halla la recompensa de ese amor, pues allí está Juan, y es a ese valiente y joven discípulo a quien confía a María, su madre, para que la honre como un
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hijo. Así se ha forjado el último eslabón humano, pues los discípulos se convierten en su propia familia. Once ovejas sin pastor. ¿Qué será de ellas? Los Hechos de los Apóstoles relatan cómo los discípulos, después de la Ascensión del señor, se reunieron en Jerusalén y eligieron a Matías, que le había conocido, para ocupar el lugar de Judas. Sabían que lo ocurrido no era un fin, sino un principio. Ungidos por el espíritu santo, daban testimonio de la vida y resurrección de su Maestro, y predicaban el evangelio “a todas las criaturas”. Santiago, hijo de Zebedeo, fue el primero de los Doce que sufrió el martirio, pues se le acuchilló por orden del rey Herodes. Pedro marchó a Roma, donde, al parecer, lo crucificó el emperador Nerón. Una vigorosa tradición, respaldaba en algunos casos por pruebas históricas, indica que casi todos los apóstoles “bebieron el cáliz” que su señor había bebido, y cumplieron, al morir triunfantes, la obligación que se les había impuesto. Así, una docena de hombres escogidos aparentemente al acaso, llegaron a constituir el vínculo viviendo entre Cristo y la Cristiandad. Su victoria, como lo había predicho San Juan, salvó al mundo. Y el mismo imperio romano se rindió tres siglos y medio después, a la buena nueva que venía de Oriente.
SU PRIMER DISCÍPULO. Lo conocemos a principios del Evangelio, cuando Jesús llega de Nazaret a las márgenes densamente pobladas del Mar de Galilea para enseñar en las sinagogas y predicar a las multitudes en los caminos. Al ver a Simón pescando con su hermano Andrés, les pide que lo sigan, y de inmediato le da al primero el curioso sobrenombre de Cefas, que significa “piedra” en arameo y que, traducido al dialecto griego que entonces se hablaba en la Galilea oriental, se convierte en Petros. Sin duda, Jesús se percató de que el tosco pescador tenía madera para una misión de vital importancia.
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Incluso durante sus años de preparación, pedro es reconocido como jefe nato. Con frecuencia funge portavoz de los discípulos, y en ocasiones los Doce son llamados “Simón y sus compañeros” Pedro seguramente hablaba griego, pues su aldea natal de Betsaida tenía una población mixta de judíos y gentiles. Algunos retratos suyos que datan del siglo IV nos muestran a un hombre de espaldas anchas, cejas espesas y barba cerrada, con facciones enérgicas y expresión feroz. Cuando Andrés y él cruzaron el Jordán y llegaron a Cafarnaúm para hacerse compañeros de pesca de Santiago y Juan, es probable que se hayan instalado en una espaciosa casa de bloques de basalto negro. No hay duda de que Jesús estuvo allí con frecuencia, a veces para pasar la noche. La barca que siempre tenía a su disposición para predicar a la gente que se congregaba a la orilla del mar pertenecía a Pedro. Cuando Jesús le manda remar mar adentro y echar sus redes, él replica: “Maestro, toda la noche hemos estado trabajando sin pescar nada”. Aun así obedece, y al ver que las redes se llenan de peces hasta que comienzan a romperse, cae a los pies de Jesús y le dice: “Apártate de mí, Señor, que soy un pescador”. En otra ocasión, cuando los discípulos ven a Jesús caminado sobre las olas en una noche tormentosa, Pedro le pide una señal, y Él le dice: “Ven”. Pedro salta de la agitada barca y da unos pasos sobre el agua, pero se asusta y empieza a hundirse. “Hombre de poca fe”, lo reprende el señor, tendiéndole la mano, “¿por qué dudaste?”. Sólo una vez Jesús pierde la paciencia con él. Tras revelarse al fin como el Mesías, les anuncia a los Doce que ha de padecer y ser muerto. Pedro lo lleva aparte y lo reconviene: “Dios no lo quiera, Señor, no te ocurrirá eso”. A esto, Jesús responde con ira: “¡Lárgate atrás, Satanás, que eres mi tropiezo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres!” En efecto, Pedro no ha comprendido el mensaje. Imbuido de la idea de que el
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Mesías es un libertador político, aún no entiende que es “de Dios” y debe ser crucificado antes de volver al Padre. Se aproxima la Pascua. Pedro y Juan han hecho los preparativos de la cena tradicional en Jerusalén. Jesús se humilla lavándoles los pies a sus discípulos. Todos se someten a este acto simbólico; todos, menos Pedro. Cuando Jesús le dice que su negativa lo privará de su parte en la Salvación, él exclama: “¡Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!”
Esa
misma noche fatídica, cuando Cristo se retira al huerto de Getsemaní, lleva consigo a Pedro, a Santiago y a Juan para que velen cerca de Él durante su angustiosa oración. Pero como han tomado una cena abundante y luego han atravesado el valle del Cederrón, los tres discípulos se quedan dormidos. “¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?”, Le pregunta Jesús a Pedro. Al poco rato, cuando las voces de una cuadrilla armada, dirigida por Judas Iscariote, perturban la tranquilidad del huero, el primer discípulo trata de compensar el descuido de su deber. En son de bravata, saca su espada y le corta una oreja al siervo del sumo sacerdote. Pero Jesús le ordena guardar el arma. Las desventuras de Pedro llegan al colmo poco antes del alba, cuando se está calentando junto al fuego en el atrio del palacio del sumo sacerdote, y varias personas lo reconocen como discípulo de Jesús. Él niega tres veces a su Maestro. “No conozco a ese hombre”, dice. Luego canta un gallo. Se ha cumplido la predicción de Jesús: “En verdad te digo que esta misma noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces”. Pedro se escabulle y llora amargamente. La pequeña iglesia de San Pedro Gallicanti (“Canto del gallo”), en Jerusalén, conmemora este episodio de debilidad humana. Jesús se va, y
a Pedro le toca tomar su lugar en el mundo. Sus dudas,
tropiezos y equivocaciones son cosa del pasado. Con mano firme asume la dirección de la Iglesia de Jerusalén. El mismo Señor lo ha nombrado su vicario: “Tú eres Pedro”, le dijo con solemnidad, “ y sobre esta piedra edificaré mi
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Iglesia... A ti te daré las llaves del reino de los Cielos... y lo que desates en la Tierra quedará desatado en el Cielo”. Cuando el Espíritu Santo desciende en forma de lengua de fuego sobre la asamblea de discípulos, Pedro pronuncia un audaz discurso en el que compara a Jesús con el idolatrado rey David, y concluye que es infinitamente superior porque “David “murió” y fue sepultado, y su sepulcro subsiste entre nosotros hasta hoy, en tanto que Jesús fue resucitado por Dios, y de ello somos testigos todos nosotros.. Tenga, pues, toda la casa de Israel la certeza de que Dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús”. Es un discurso electrizante, y seguramente su efecto se vio acentuado por la fuerte presencia y la voz del orador. Ese día unas 3000 almas “se compungieron de corazón” y se agregaron a la comunidad cristiana. Al extenderse la fama de Pedro, comienzan a buscarlo hombres y mujeres deseosos de recibir la palabra. Entre ellos está Pablo, quien tres años después de su conversión en el camino de Damasco viaja a Jerusalén para conocerlo. Siempre que Pedro tiene oportunidad de dejar su grey, emprende viajes misionales para cumplir el mandato de Cristo: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes”. En la aldea de Jope le devuelve la vida a una costurera llamada Tabiza y luego, emulando la solidaridad de Cristo para con los parias de la sociedad, se hospeda en la vivienda maloliente y solitaria de un curtidor, junto al mar. En Cesarea, la capital provincial romana. Pedro acoge al centurión Cornelio en la nueva fe. La enorme autoridad del apóstol salta a la vista cuando el funcionario imperial cae de rodillas para adorarlo, y él lo levanta, diciendo: “levántate, que yo también soy hombre”. No es de extrañar que su notable éxito como “pescador de hombres” acabe por enfrentarlo con las autoridades. El rey Herodes Agripa, que se ha propuesto maltratar a los cristianos al ver que ello “agrada a los judíos”, lo encarcela durante los días del pan ázimo con intención de someterlo a un juicio público después de la Pascua. El relato bíblico nos presenta la imagen de
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Pedro durmiendo en su celda, atado con cadenas entre dos soldados. Un ángel acude a soltar sus grilletes, le dice que se calce las sandalias y lo ayuda a pasar las dos guardias de la prisión hasta llegar a la puerta de hierro, que se abre por sí sola. No es sino hasta que el apóstol se encuentra solo en la calle oscura cuando comprende que el señor ha enviado al ángel para salvarlo. Va entonces a una casa donde hay cristianos reunidos en oración y llama a la puerta. Una sirvienta, al reconocer su voz, se alegra tanto que se olvida de abrirle, y los allí presentes creen que el que está a la puerta es un ángel. Cuando al fin lo dejan entrar, lo reciben con júbilo; él les cuenta lo que le ha ocurrido, y luego se marcha “a otro lugar”. Después de estos hechos, Pablo se encuentra con él en Antioquia, ciudad donde los seguidores de Jesús fueron llamados “cristianos” por primera vez. En el año 49 de nuestra era, tanto Pedro como Pablo asistieron al Concilio Apostólico de Jerusalén, en el que los jefes de la Iglesia resolvieron que los gentiles podían ser bautizados sin antes convertirse al judaísmo, lo cual hizo del cristianismo una religión universal. No es sorprendente que más tarde Pedro fuese a Roma, centro del mundo occidental. Una obra apócrifa conocida como Hechos de Pedro contiene el conocido relato de su intento de escapar de Roma. Cuando va caminando por la Vía Apia en dirección al puerto de Brindisi, de donde zarpan barcos hacia Oriente, pedro encuentra a Cristo. “¡Señor!”, Exclama, ”¿a dónde vas?” “A Roma”, le responde Jesús, “a que me crucifiquen otra vez”. Entonces Pedro da madia vuelta y regresa a la ensangrentada ciudad, donde es capturado y clavado a una cruz. La Cárcel Mamertina, lúgubre mazmorra situada al pie del monte Capitolino, en la cual se dice que Pedro estuvo preso. Hacia el año 330, Constantino, primer emperador romano que abrazó el cristianismo, honró a Pedro erigiendo una espléndida iglesia junto al circo de Nerón, en el lugar donde se creía que habían enterrado al apóstol: la basílica de San Pedro, que fue reconstruida en el siglo XVI.
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Y ¡Quién sabe! , Algún día podríamos encontrarnos cara a cara con él: el barbado y eterno guardián de las puertas del cielo que, haciendo cascabelear sus llaves, nos buscará en un enorme libro para ver si puede dejarnos entrar.
SUS MANDAMIENTOS El encuentro del Sinaí, que ocurrió alrededor del año 1250 a. de J.C. se alza como un hito en la historia de la civilización. Es el acontecimiento principal del Antiguo Testamento desde la creación y el diluvio. Los israelitas habían huido de Egipto, donde estuvieron sometidos a trabajos forzados. Con escasos víveres, vagaban por el desierto en busca de la tierra prometida. La emigración era lenta; corrían riesgo de extraviarse y levantaban sus tiendas de negras pieles de cabra donde encontraban un lugar protegido. Les mantenía el ánimo su heroico libertado, Moisés, una de las figuras más grandes e inspiradoras de la antigüedad. De ascendencia hebrea, Moisés nació y se educó en Egipto. Por matar a un capataz egipcio que maltrataba a un esclavo israelita, huyó, probablemente a Arabia, donde contrajo matrimonio y se estableció, en la creencia de que pasaría allí el resto de su vida. Pero Dios había elegido para otros fines a aquel hombre atlético, enérgico e instruido. Hablándole desde una zarza ardiente, ordena a Moisés que vuelva a Egipto para libertar a sus atribulados compatriotas. Moisés obedece de mala gana, y de esa manera se convierte en mediador entre Dios e Israel. Mientras Moisés escala el monte Sinaí, se comunica con Dios, y el Señor le da dos tablas de piedra en los cuales Él ha escrito, con sus propios dedos en ambas caras, los diez mandamientos. Moisés desciende con las tablas de la ley. Al acercarse al campamento hebreo presencia una escena vergonzosa. Los israelitas han fundido los zarcillos de sus mujeres para hacer un becerro de
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oro, ídolo pagano que en ese momento adoran con una danza ceremonial. Sorprendiéndolos en el acto, Moisés, “irritado sobremanera, arrojó de la mano las tablas y las hizo pedazos a la falda del monte”. Sólo después de haber sido castigados los culpables dice: Dios a
moisés que prepare dos
nuevas tablas y que inscriba, esta vez por su mano, el mismo Decálogo. El convenio o tratado del monte Sinaí era una alianza. Desde su elevada posición, el señor ofrecía su mano a Israel en un acto de gracia. Él protegería a su pueblo; este guardaría su ley. Evidentemente algo de gran importancia ocurrió a este pueblo “de dura cerviz” en el camino de Canaán. Lo que contemplamos es el nacimiento de una nación: guiados por Moisés, los viajeros cambian el yugo de Egipto por el yugo de Dios. A partir de entonces las tablas iban a servir como símbolo de su nacionalidad. Con madera recubierta de láminas de oro hicieron el arca de la alianza, y dentro pusieron las dos piedras. Cuando las tribus descansaban, la guardaban en un sencillo templete: el tabernáculo. En los viajes llevaban el arca con ellos (incluso en las batallas). Más tarde el rey Salomón la colocó en lo más sagrado de su templo; en ese lugar, custodiado por dos querubines dorados, sólo el sumo sacerdote podía entrar una vez al año. Probablemente las tablas fueron rotas y desaparecieron en la destrucción que sufrió el templo en el año 587 a. de J.C. Yo soy el Señor Dios tuyo, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de casa de la esclavitud. No tendrás otros dioses delante de mí. No te harás para ti imagen escultura ni imagen alguna de las cosas que hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. “Adoraras al señor tu dios y le servirás” “Amarás al señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” La fuerza del primer mandamiento está comprobada por el hecho de que Israel —con su tenaz y exclusivo culto de un solo Dios invisible, ratificado entre humo y fuego—se irguió durante más de mil años como una fortaleza solitaria del
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monoteísmo en el mundo pagano. El historiador romano Tácito se maravilla al comprobar que “los judíos creen en un Dios único, a quien perciben tan sólo con la mente”.”El deber de dar a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado”
No tomarás el nombre del señor tu Dios en vano... “El nombre del Señor es Santo” En esos dos mandamientos resuenan ecos de viejas prohibiciones. Los pueblos primitivos, hasta los que hoy perduran, tienden a atribuir a los nombres propiedades mágicas: creen que al nombrar a alguna persona se ejerce poder sobre ella. Lo mismo se aplica a la posesión de una imagen suya, ya sea una figura de arcilla o una fotografía. Por tanto, hay que abstenerse de nombrarla o representarla. Dios debe ser soberano y libre, sin intrusión de magia. No debe decirse su nombre, salvo en el acto de adoración; no se debe representar en efigie, ni ha de inclinarse uno ante ella. Acuérdate de santificar el día de sábado... El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado. De suerte que el Hijo del hombre también es Señor del sábado. Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para el señor, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tu, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad. Pues es seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, el séptimo descansó; por eso bendijo el señor el día del sábado. La Biblia nos ofrece dos versiones del Decálogo, una en el Éxodo (20) y otra en el Deuteronomio (5). En la primera nos recuerda la razón de observar el descanso sabático: el hecho de que Dios trabajó seis días para hacer el mundo y descansó en el séptimo. Así el hombre, en señal de respeto por el descanso divino, reposa al terminar la semana. Pocas leyes antiguas han tenido tan profundo efecto como la de un día sagrado cada siete. Con su prohibición de realizar trabajo alguno, tanto para el amo como para el criado.
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Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas largos años sobre la tierra que te ha de dar el Señor Dios tuyo. Hasta entonces el Decálogo se había ocupado en la relación del hombre con Dios. Ahora se preocupa de la relación de los hombres entre sí. Y el quinto mandamiento es como un puente, pues al honrar a nuestros padres honramos también en su persona al Padre Eterno. Este hermoso mandamiento no se dirige sólo a los jóvenes, sino también a los adultos, y se interpreta de modo que abarque la correspondiente obligación de bondad para nuestros hijos. Sus consecuencias sociales son profundas. Por el hecho de mostrar piedad hacia los padres, incluyendo a los ancianos y a los desamparados, cada generación contribuye a mantener la estructura familiar y la de toda la colectividad. El acatamiento de esta ley moral contribuyó en considerable medida a la supervivencia de Israel. No matarás. Habéis oído que se dijo a los antepasados: “No matarás”; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal. La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente. Toda vida humana, desde el momento de la concepción hasta la muerte, es sagrada, pues la persona humana ha sido amada por sí misma a imagen y semejanza del Dios vivo y santo. Causar la muerte a un ser humano es gravemente contrario a la dignidad de la persona y a la santidad del Creador. No cometerás adulterio. No habéis oído que se dijo: “No cometerás adulterio”. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón.
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Existen tres formas de la virtud de la castidad: una de los esposos, otra de las viudas, la tercera de la virginidad. No alabamos a una con exclusión de las otras. En esto la disciplina de la iglesia es rica. El amor es la vocación fundamental e innata de todo ser humano. Cristo es el modelo de la castidad. Todo bautizado es llamado a llevar una vida casta, cada uno según su estado de vida. No hurtarás. No robarás. El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y perjudicar de cualquier manera al prójimo en sus bienes. Prescribe la justicia y la caridad en la gestión de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres. Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. El derecho a la propiedad privada no anula el destino universal de los bienes. Los animales están confiados a la administración del hombre que les debe benevolencia. Pueden servir a la justicia satisfacción de las necesidades del hombre. No levantarás falso testimonio contra tu prójimo. No darás testimonio falso contra tu prójimo. Se dijo a los antepasados: No perjurarás, sino que cumplirás al señor tus juramentos. El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Este precepto moral deriva de la vocación del pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es y que quiere la verdad. Las ofensas a la verdad expresan, mediante palabras o acciones, un rechazo a comprometerse con la rectitud moral: son infidelidades básicas frente a Dios y, en este sentido, socavan las bases de la Alianza. La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse verdadero en sus actos y en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía. La mentira consiste en decir algo falso con intención de engañar al prójimo que tiene derecho a la verdad.
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El rápido ritmo de esos cuatro mandamientos tiene un peculiar sonido magnetizante. Aquí nos encontramos ante al forma más antigua de todo el Decálogo: una simple lista de prohibiciones que corresponden a las palabras reales de las tablas de Moisés. “El texto del Decálogo tal como ahora lo conocemos contiene 600 letras hebreas”, y los mandamientos seis, siete, ocho y nueve se conservan como
fueron escritos, respetados por el tiempo e impresionantes por su brevedad. No desearás a la mujer de tu prójimo, no esclavo, ni esclava, ni buey, ni asno, ni cosa alguna de las que le pertenecen. El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón y .. No codiciarás los bienes ajenos. Los mandamientos son el código de conducta moral. El respeto por la vida, el matrimonio, la propiedad y la reputación era condición mínima e indispensable para que una sociedad primitiva y cerrada pudiera sobrevivir. El último mandamiento del Decálogo presenta una situación más evolucionada, y revela de pronto la transición de la vida nómada a la de una colectividad establecida: la Tierra de promisión, con buey, asno y casa. Pero el aspecto más revolucionario del último mandamiento es que apela a nuestros mejores sentimientos: “No codiciarás”. Es este un nuevo avance en el frente moral. Mientras los cuatro mandamientos anteriores condenaban hechos reprobables, el pecado de la codicia tiene asiento en la mente humana. Se nos pide que vigilemos los secretos abismos del corazón. Obedecer este severo precepto que sigue la pista a la bestia hasta su escondido cubil, requería del pueblo un raro sentido de la moralidad. El
único
castigo
que
ocasionaba
desobedecer
alguno
de
los
diez
mandamientos era afrontar la ira de Dios. Si bien varios de los delitos que se mencionan, como el adulterio y el asesinato, podían castigarse con la muerte, según la ley hebrea, el Decálogo no es un código penal. El pecado lleva en sí su propia pena. O, para decirlo con las palabras de Moisés: “Vuestro pecado os descubrirá”. El juez es la conciencia individual.
Vistos en este aspecto, los diez mandamientos son un modelo de legislación: fuera de ellos no podemos ser buenos ni malos.
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Los diez mandamientos constituyen el eslabón vivo entre el Antiguo y el Nuevo testamento. Se ve a Cristo como un nuevo Moisés: “No penséis que yo he venido a destruir la doctrina de la ley ni de los profetas: no he venido a destruirla, sino a darle cumplimiento”. Jesús había sido educado según los
mandamientos, y los sabía de memoria: “si deseas la vida eterna, guarda los mandamientos”, aconseja bruscamente a un joven rico que solicita consejo.
Pero en su ministerio fue mucho más allá del hecho de reconocer mecánicamente el decálogo. Vio en él no sólo un conjunto de reglas rígidas, sino un paso hacia un concepto totalmente nuevo: el amor cristiano. Cuando se le pidió que nombrara el mayor de los mandamientos, respondió Jesús: “Amarás al señor Dios tuyo de todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente... Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos está cifrada toda la ley y los profetas” . Y luego, unas pocas
horas antes de su muerte: “Un nuevo mandamiento os doy: que os
améis unos a otros”. Así, paso a paso; Cristo elevó los diez mandamientos en la cual brillaron con pura luz espiritual. Su antigua calidad prohibitoria, nacida entre humo y fuego en el monte Sinaí, se halla ahora eclipsada por la esperanza. Pero su mérito como norma moral universal perdura.
LA ORACIÓN QUE ENSEÑÓ. Estaba orando Jesús y, cuando acabó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”. Y Él les dijo: “Cuando oráis decid:
Padre, santificado sea tu nombre; venga tu reino; danos cada
día nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe; y no nos expongas a la tentación.” “ Padre nuestro, que estás en el cielo,--santificado sea tu nombre,-- venga tu Reino,- hágase tu voluntad,- en la tierra como en el cielo.Danos hoy nuestro pan de cada día,- perdonándonos nuestras ofensas,- como
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también nosotros perdonamos a los que nos ofenden,- no nos dejes caer en la tentación,-y líbranos del mal. Amén” Pues la oración que Él enseñó es revolucionaria. Su brevedad, fervor y sinceridad la apartan de las vanas repeticiones de los rezos paganos. No es extraño, que los primeros cristianos la recibieran gustosamente. Esta oración, tan admirablemente compuesta y sutilmente equilibrada, adquiere mayor profundidad y significación cuanto más pensamos en ella. Padre nuestro....... Estas primeras dos palabras crean un estado de ánimo. Nos acercamos a Dios con serenidad, apartados de las diarias preocupaciones, y le llamamos Abba, palabra que en arameo, lengua materna de Jesús, más que padre significa “papá”, y era término que él mismo utilizaba. No se advierten indicios del temor con que un pueblo receloso se dirigía a su Creador. Se establece entre suplicante y oidor una relación de confianza. Llegamos como niños a tratar con Él asuntos de familia. Al autorizarnos a acercarnos a Dios de este modo, Jesucristo hace extensivos a nosotros los beneficios de su propia relación íntima con su Padre. ..Que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre. Sin embargo, Dios todopoderoso está en su cielo; lo sabe todo y vela sobre su creación desde las alturas. Nuestros pensamientos deben elevarse a Él. Y entonces rogamos que su nombre, y por tanto su sagrada persona, sean siempre sagrados para todos los hombres. ....venga tu reino. Toda la esperanza humana está concentrada aquí. El reino de Dios es el tema central del Nuevo Testamento y de nuestra oración. Compartimos con los primeros cristianos las ansias de ese eterno estado de bienaventuranza pura en el cual, según las célebres palabras de San Pablo, “ya no veremos a Dios a través de un cristal empañado, sino cara a cara”.
Hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo. Implica una promesa de mansedumbre y resignación, pues no podemos conocer la voluntad de Dios, y caso debamos acatarla tal como se manifieste. No oramos tanto para obtener
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determinados favores, sino para integrar nuestros deseos humanos y nuestra vida entera en los inescrutables designios del Creador. Danos hoy nuestro pan de cada día. En las tres primeras súplicas hemos mantenido los ojos fijos en el cielo. Ahora pedimos cosas relacionadas con nuestro bienestar material y espiritual. Nada más natural que pedir a Dios, que nos concedió la vida, que nos ayude a conservarla proporcionándonos el pan diario. El pan era la base de la alimentación judía en la época de Cristo; los pobres y oprimidos, entre los cuales Él vivía, no esperaban mucho más para nutrirse. Por ello se convirtió en el símbolo de la subsistencia. Pedimos pan, para que Dios nos conceda alimento y bebida, ropa, casa y hogar y un cuerpo sano; para que haga crecer las sementeras y las frutas del campo... y para que nuestra albor dé buen resultado. Aunque Dios puede muy bien darnos esas bendiciones sin que se la pidamos, agregó el gran reformador, desea que reconozcamos que procedan de Él, pues son un indicio de su preocupación de padre. ..Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los
que
nos
ofenden.
Al
enseñarnos esta
plegaria,
Jesús
pensó
acertadamente que ningún hombre puede vivir sin pecar, ni sin hacer daño a su prójimo. Por eso, y reconociendo estar en deuda con la propia conciencia y con Dios, confesamos ser pecadores y solicitamos su misericordia. Pero ¿Cómo podríamos esperar el perdón si cuando se trata de nuestros deudores les exigimos el ciento por uno? Aquí el padre nos enseña que es
nuestro deber mantener la paz; entendernos armoniosa y alegremente con nuestros vecinos. De este modo la regla de oro de hacer al prójimo lo que desearíamos que éste nos hiciera a nosotros. ...no nos dejes caer en tentación. Por desgracia, “el espíritu está pronto, mas la carne es flaca”. Al pedir a Dios que no nos deje caer en tentación,
confesamos que nuestra carne se inclina hacia el mal, pedimos al padre que nos auxilie; que nos exima de la prueba.
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..Y líbranos del mal. Casi con el mismo aliento y con igual ansiedad, proferimos esta ferviente súplica. En su mayoría los estudiosos de la Biblia suponen que “el mal” se refiere “al malvado”, a Satanás. Otros ven en ella al fuerza impersonal y destructora que amenaza nuestras salvación eterna. La diferencia no afecta al profundo sentido de la última petición. Rogar al señor que libre a la humanidad del mal, que estalla en torno nuestro en un pandemónium de violencia y crimen, es una de las súplicas más apropiadas para nuestra época. Amén.. El Señor nos ha oído. ¡Así sea! Durante esta oración el vocablo “yo” no se ha mencionado. Nada indica con mayor claridad el espíritu con que hemos orado. No hay aquí lugar para el egoísmo. Nos hemos dirigido al creador como individuos de la hermandad humana; lo que pedimos para nosotros también pedimos para el prójimo. Jesucristo nunca quiso imponerla como fórmula exclusiva que sustituyera expresiones tan profundamente humanas como las oraciones de acción de gracias; plegarias por amigos en peligro, por la cura de las enfermedades, por la seguridad en los viajes, por la justicia, la libertad y la paz. Con todo, el padre nuestro abarca todas nuestras necesidades principales, tanto del alma como del cuerpo. En toda oración nos encaramos voluntariamente con la verdad sobre nosotros mismos. El que ora debe preguntarse a sí mismo: ¿cuáles son mis móviles, cuáles mis deseos dominantes? ¿Cuál es la actitud frente a los demás? Por ejemplo al decir “Dios mío, haz de mí un hombre honrado”.. Pero ¿estoy dispuesto a sacrificar mis ambiciones favoritas? ¿Quiero obrar como un hombre honrado?.
La oración para que tenga sentido y validez, ha de vivirse. No basta recitarla. Debe ser, también, sincera para con Dios. Debe de ser detallada de toda la verdad acerca de nosotros, cabal y completa. Por encima de todo, la oración es, en su forma más alta y depurada, una acción de gracias. El de la vida y el de la caridad, o sea decir que “todo es santo”.
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SUS MILAGROS “Y mandando a la muchedumbre que se recostara sobre la hierba, tomó los cinco panes y los dos peces y, alzando los ojos al cielo, bendijo y partió los panes y se les dio a los discípulos, y estos a la muchedumbre. Y comieron todos y se saciaron, y recogieron de los fragmentos sobrantes doce cestos llenos, siendo lo que habían comido unos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños”. ¿Qué pensar de esto? Por definición, un milagro es un acontecimiento contrario a las leyes de la naturaleza, obrando por un agente sobrehumano como demostración de su poder. Al cristiano de hoy, educado en lo que tenemos por “verdades” científicas, le cuesta a veces aceptar todos los milagros como hechos. Desde nuestra niñez conocemos los milagros más extraordinarios de Jesucristo: transforma el agua en vino en las bodas de Cana, aplaca la tormenta en el mar de Galilea, de la vista a un ciego de nacimiento, camina sobre las aguas hasta la barca de sus discípulos, resucita a Lázaro; por otra, sus acciones milagrosas están escritas en las Sagradas escrituras: 17 curaciones, tres resurrecciones, seis expulsiones de espíritus malignos, seis víctimas contra fuerzas naturales. La aceptación de los milagros hunde fuertemente sus raíces en nuestra alma y en la historia. En la mitología griega los dioses invisibles respaldan a sus héroes predilectos y los asisten en el combate ante las circunstancias más adversas. Los hebreos de la antigüedad prosperaron gracias a los milagros, de los que el Antiguo Testamento recoge algunos: las aguas del amor Rojo se dividen para permitir el paso de los israelitas; moisés hace brotar agua de una peña, el pueblo, hambriento, se alimenta del maná que cae del cielo. Los milagros en la época medioeval. Dondequiera que se veneraban las reliquias de algún santo, corrían noticias de portentosas curaciones. Los millones de peregrinos que acudieron a Lourdes, en el sur.- oeste de Francia, donde la iglesia ha reconocido no menos de 83 curaciones milagrosas desde 1858. Según pensaban los hebreos, Jesucristo necesita milagros que lo acreditaran como sucesor de los profetas. “Pues tú, ¿ qué señales haces para que
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veamos y te creamos?” Y las señales del Maestro reafirmaban las muchas veces vacilante fe de sus discípulos. “¿Quién será este, que hasta el viento y el mar le obedecen?” Se preguntan después de que el hijo del carpintero calma la tempestad en respuesta a su empavorecida voz: ”Maestro, ¿ no te da cuidado de que perecemos?” Sus actos le granjearon la voluntad de centenares de personas. “ Ya que no me creéis a mí, creed a las obras, para que sepáis y conozcáis que el Padre está en mí y yo en el Padre”, decía Jesús. Hasta Nicodemo, el fariseo que acudió a El una noche, declaró: “Rabbí, sabemos que has venido como maestro de parte de Dios, pues nadie puede hacer esos milagros que tú haces si Dios no está con él”. Pero Jesucristo, no prodigaba “señales” y a veces hasta se mostraba recatado en cuanto a ellas. “Mira, no lo digas a nadie”, advierte al leproso a quien acababa de sanar sin más que tocarlo con la mano. A menudo le basta una palabra, una caricia, un simple ademán para realizar el prodigio: “Ve, tu hijo vive”. “. Sé limpio. “Levántate, toma tu camilla y anda”. La mayoría de estos milagros nace de su compasión por los tullidos, los ciegos, los inválidos y los paralíticos de las aldeas de Palestina. Al pasar al lado de dos ciegos que, sentados a la vera del camino, le pidieron a gritos ayuda; “compadecido Jesús, tocó sus ojos”. En espontáneo gesto, y aquellos vieron. San Lucas relata que devolvió la vida al hijo único de una viuda en el momento en que el cortejo fúnebre salía del pueblo, porque se compadeció de la madre. Claro muchos se han dedicado a poner en duda los milagros descritos en los evangelios. De vez en cuando algún incrédulo formula explicaciones racionales. Jesucristo, por ejemplo, no alimentó a la multitud, sino que algunos individuos compartieron sus víveres con los demás; lo de que el Señor caminó sobre las aguas fue ilusión óptica: probablemente los discípulos lo vieron en la playa, justo por encima del agua; y la tempestad debe de haber amainado por sí sola. En apoyo de los textos evangélicos existe una tradición oral que se remonta a los tiempos mismos del ministerio de Jesucristo, y lo que por ella nos ha llegado se basa en gran parte En lo dicho por testigos presenciales. Y, sin duda, como señalan quienes creen en milagros, Dios que creó el mundo y lo gobierna, bien puede interrumpir o “violar” un orden natural que El mismo estableció. Existe, sin embargo, otro aspecto. Dado su tremendo efecto, tanto en sus partidarios como en sus detractores, esos prodigios marcan el camino al
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Calvario. Después de que el Señor sana al enfermo junto a la piscina de Betzatá, los fariseos piensan por primera vez en “quitarle la vida” por trabajar en día sábado y afirmar que Dios era su Padre. Otra vez lo acusan de blasfemia al ver que ha dado la vista aun ciego de nacimiento”.. Porque tú, siendo hombre, te haces Dios”. La muerte de su amigo Lázaro lo hacer regresar a las inmediaciones de Jerusalén, ciudad para El peligrosa, y precipita su Pasión. “Convocaron entonces los príncipes de los sacerdotes y los fariseos una reunión, y dijeron: ¿Qué hacemos, que este hombre hace muchos milagros? Si lo dejamos así, todos creerán en Él.” De ese momento en adelante celebraban consejo entre sí con el propósito de hacerle matar. Por tanto, los milagros fueron la prueba capital contra el carpintero de Nazaret. Al confirmar en la fe a quienes ya le eran leales y al ganar a cada paso nuevos corazones para el Maestro, sus obras convencieron a los enemigos de que era peligroso y había que liquidarlo. En un breve acto de compasión ejecuta su última señal en el huerto de Getsemaní cuando Pedro le corta la oreja a Malco, siervo del sumo sacerdote. Jesucristo lo sana solamente con tocar la herida, como para ilustrar con el ejemplo la advertencia de: “Amad a vuestros enemigos”. No obrará ya prodigios en esta vida. Llevado ante Herodes para ser juzgado, el tetrarca espera “ver de El alguna señal” y se encoleriza porque el Galileo responde a sus preguntas con el silencio. Ya clavado en la cruz y escarnecido (“A otros salvó, y a sí mismo no puede salvar”), sufre hasta la muerte por obediencia al Padre. Y con el extraordinario milagro de la resurrección, el día de Pascua, Dios pone su sello sobre la misión de Jesucristo en la tierra y autentifica a su Hijo amado, en mucho se complace. “¿Crees tú esto?” Le había preguntado Cristo a Marta, la hermana de Lázaro. Cada generación encarna la misma pregunta. La fe
no puede apoyarse
exclusivamente en al razón, y triste sería la época que no hiciera un pequeño sitio a los signos y los portentos. El hecho de que el cristianismo haya aparecido en alas de los milagros y arrebatado al mundo entero, sigue siendo motivo de meditación. Hasta, para los escépticos. Por ejemplo cuando Jesús estuvo en Galilea durante su segundo año de predicación, realizó muchas obras poderosas en Corazínm Betsaida,
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Capernaum y sus alrededores. Pese a ello, la mayoría de su oyentes mostraron orgullo e indiferencia y se negaron a creer. Él se hizo recordar con firmeza las consecuencias de su incredulidad, compadeciéndose del penoso estado espiritual que se hallaban la gente común, las personas humildes que había entre ellos. Las acciones posteriores de Jesús demostraron que conocía plenamente el Padre y lo imitaba. Por ejemplo, hizo una invitación a la gente humilde: “Vengan a mí, todos los que se afanan y están cargados, y yo los refrescaré. Tomen sobre sí mi yugo y aprenderán de mí, porque soy el genio apacible y humilde de corazón, y hallarán refrigerio para sus almas”. Hoy también nos ayuda a nosotros.
SUS BIENAVENTURANZAS Jesús les enseñaba a sí, no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos. Felices los que tienen espíritu de pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos. El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma. Todo lo que hay de nosotros es de Dios. En cualquier sitio, en cualquier rincón, da muestras de respeto a tu señor. No te atrevas de hacer delante de Él lo que no harías contra Él. ¿Dudas en creer en Él a quien no ves? Felices los que lloran, porque recibirán consuelo ¿Qué esperanza debe inspirarnos más entusiasmo que nuestro Señor? Señor al buscarte, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma. Felices los pacientes(mansos) , porque recibirán tierra en herencia La paciencia debe ser como las cuatro humillaciones que tiene el cuerpo humano: Las enfermedades, el gasto progresivo, la agonía, la descomposición.
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La bienaventuranza de la vida eterna es un don gratuito de Dios, y hay que esperar siendo pacientes. Felices los que tienen hambre y sed de Justicia, porque serán saciados Tenemos médicos en todo lugar, sin embargo, los hombres permanecen fieles a su vieja costumbre de tener esperanza y morir. El hombre es racional, creado por Dios libre y dueño de sus actos. Felices
los
compasivos
(misericordiosos),
porque
obtendrán
misericordia. Pobre Dios, cómo siempre se le trata. Felices los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios. Dirá la arcilla al que la moldea: Qué es lo que haces. El Señor tiene sobre todos nosotros los derechos de la creación. Todo tenemos prestado de Dios, todo, hasta el poder de dejarlo a un lado, y que para obrar contra Él tenemos también necesidad de Él. Felices los que trabajan por la paz, porque serán recocidos como hijos de Dios. El amor se debe poner más en las obras que en las palabras. Felices los que son perseguidos por causa del bien, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Si dios se hiciera visible, si Dios se levantara ante las multitudes bajo una forma palpable, el primer deber del hombre sería rehusar la obediencia, y considerarle como una igual con quien se discute, no como un amo. Dichosos ustedes cuando por causa mía los maldigan, los persigan y les levanten toda clase de calumnias. Si el hombre está decidido a salvar su alma, nadie se lo puede impedir. Si el hombre está decidido a perder su alma, nada es capaz de forzar su resolución Alégrense y muéstrense contentos, porque será grande la recompensa que recibirán en el Cielo. Toda oración con alegría y esperanza es un incienso de alabanza La felicidad Dios puso en el corazón del hombre.
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EN EL DESIERTO Era una tarde en el desierto. Jesús parecía interrogar a las estrellas tempranas. Su cabellera negra, enmarañada, y su mirada sin fondo le daban expresión de visionario: ¿Cuál de vosotros, oh, astros, decía, es el elegido de mi padre?..En este mundo hay demasiada maldad... ¿cuál de vosotros es morada de bienaventurados?... He interrogado al Sol hace un instante, pero el Sol a puesto tinieblas en mis ojos.. Ya no veo nada y, sin embargo, creo que muchos de vosotros, astros, posee bellezas menos efímeras; hombres menos ingratos que no necesitan de un redentor.. ¿Es preciso que no vierta mi sangre para que el mal sea destruido. Para que el hambriento sea harto; el triste, consolado, y el esclavo recupere su libertad en esta tierra?.. A estas palabras sucedió un gran silencio, y en medio de este silencio, una voz que parecía salir de las profundidades terrenas, habló así: “tanto valdrá que viertas tu sangre sobre una arena de este desierto.. Como una arena de este mar agotado así es la pequeñez de la tierra en la inmensidad de los cielos” ¿De qué te servirá tu sacrificio sobre una sola arena, si todo el desierto sufrirá eternamente sed? “Tu sangre no purificará, porque será sustento de las mismas pasiones que antes de ti han alimentado otras víctimas. Y que otras nuevas víctimas alimentarán después.. Cuando tú hayas perecido en la memoria de los hombres por quienes quieres sacrificarte.. Pues nada hay perdurable.. Y los dioses, como los hombres, son una constante renovación”. Una sombra de duda se detuvo un instante en la frente. Jesús, quien dijo: “¡Quiero romper cadenas.. Quiero que el hombre vaya dichoso y libre a la eternidad!.. Y la voz replicó “No romperás cadenas, con preceptos que pongan valla a las conciencias.. Tu doctrina será como compuerta de dique a las aguas encauzadas de todos los deseos.. Deja que los ríos de las pasiones hallen expansión en el mar, si no quieres que se
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desborden sobre la tierra fértil y la arrasen y la inunden convirtiéndola en un pantano estéril.. ¿Qué es la eternidad, sino un camino en circulo lleno de sorpresas?. ¿Qué es la tierra, sino una ciudad de tránsito?.. ¿Qué es la vida, sino un paso, sin medida, en el camino infinito de la eternidad?”.. “Y siendo esto así, ¿Porqué poner en esta CIUDAD puertas prohibidas.. Y por qué erizar este paso de abrojos y de obstáculos?”. “Sembrando nuestra senda de flores, al eternidad no será un camino de torturas.. Porque si la eternidad es el TODO, la existencia del hombre en esta tierra es una pequeña parte de ese TODO, y no debe ser sacrificada. Porque la vida, tal como es, llena de gracias y deseos debe ser gozada en toda su duración. Y la misión del hombre es dejar en ella toda la belleza y todo el bien de que es capaz, para que los que lleguen después encuentren lo mismo que él halló a su llegada, y gozó, y restituyó. Porque todo lo que es de este mundo queda en este mundo.. Y el hombre, haciendo grata su morada de tránsito, hará feliz su vida eterna.. Sin pensar en una recompensa futura que destruya la bondad de sus instintos y lo haga avaro y egoísta.. Y misántropo” Jesús oía atentamente, y la voz prosiguió: “¡OH, los sacrificios inútiles!.. ¿Qué es la humanidad antes de ti?.. ¿Qué será después de ti? ¡Diversidad, oh, diversidad, quimera de vuelo incierto!. El bien y el mal florecerán eternamente en la tierra, como dos frutos indispensables para la existencia del hombre.. Pretender crear una conciencia uniforme, es tanto como querer destruir el color en sus diversos matices.. Destruir la luz apagando el sol y haciendo una naturaleza muerta” ¿Porqué el hombre, qué es sino un reflejo fiel de la naturaleza? Tempestades y bonanzas.. Luz y nieblas.. Frío y calor? ¿Y esas noches serenas en las que el cielo esta lleno de palabras, y el espíritu de interrogaciones? ¿Y esas noches en las que el mar es como una terrible imprecación a los gigantes que le hostigan, y el viento hace sonar sus clarines, en los que vibran todos los lamentos de ultratumba?.. Jesús gemía a los acentos de la voz misteriosa que prosiguió: “lee en ti mismo el misterio de la vida, y dime si tu espíritu está constantemente azul” “¿No sufres, no luchas, no te sientes mil veces en el torbellino de ideas y pasiones que despiertan de ti, a pesar tuyo, del mismo modo que en este desierto despierta el
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huracán?.. ¿No viste tu nave agitada de pronto y en peligro de zozobrar, cuando creías ir navegando sobre aguas dormidas?. ¿En la soledad de este desierto, no has visto surgir las visiones de grandezas y de miserias ignoradas?. ¿No has oído nunca la voz de la tentación? Tras una pausa, Jesús dijo: “Pasaron ante mí, en este desierto mismo, todas las visiones del mundo, al conjuro del tentador..” “Sobre un camello blanco, que parecía tener alas, me he visto conducido por este desierto, y a mi paso nacía, en un instante, toda la vida de la tierra.. Primero un lago de fuego. Después una montaña abrupta.. Después una selva solitaria.. Luego un bosque poblado de fantasmas. Un valle de ríos y ganados. Un jardín con un hombre y una mujer desnudos. Luego tierras áridas.. Selvas llenas de animales y hombres salvajes. Viviendas que eran cuevas o chozas con ramas de árboles.. Hombres que adoraban el fuego y celebraban orgía en torno de una hoguera, en la que arrogaban.. Y se tendrán voluntariamente al paso de un gran carro arrastrado por elefantes, en el cual, sobre un túmulo, iba la imagen gigantesca de un ídolo exterminador.. He visto ciudades llenas de magnificencias, donde los hombres, divididos en castas, se entregaban a todas las licencias. He visto a la humanidad en todos sus aspectos, en todas sus convulsiones de placer y dolor” “Y sobre una ciudad he visto llover fuego. Y en otra ciudad he visto una torre que humillaba a las montañas altas.. Y en otra ciudad he visto pirámides que habían esclavizado a cien generaciones. He visto al ciudad de las estatuas y de los peristilos y la ciudad de los césares.. Y he visto la omnipotencia de los césares.. El poder de los patricios.. Y el dolor de la esclavitud. Y porque vi todo esto, y no he visto en ninguna parte la libertad y la fe, es por lo que quiero decir a los hombres de Buena Nueva y enseñarles el camino que conduce al reino de la paz y del amor perdurable. Y Jesús, dicho esto. Se aleja lentamente por el desierto, y en vano la voz desconocida tornó a hablar. Jesús no la escuchaba ya, caminado abstraído en
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al idea fija, hacia su destino inevitable. En el cielo las primeras estrellas trazaban una Cruz.
LA ULTIMA CENA “Tomad y comed todos de él, que este es mi cuerpo... Tomad y bebed, que este es el cáliz de mi sangre”. En Jerusalén corre el mes de Nisán. (Noche del 14 del año 33 de la era común) Según el calendario hebreo, mes que corresponde más o menos a abril. El ambiente en la cena es ominoso; hay presagios misteriosos, y se plantean preguntas desconsoladoras. Se respira traición. Jesús, atribulado, celebra la Pascua con sus doce discípulos. El traidor y su víctima comparten la mesa por última vez. Ambos estarán muertos al cabo de 48 horas. Tal es el drama que tiene lugar aquel fatídico jueves, como preludio del enjuiciamiento, la muerte y la resurrección de Jesús el Cristo. La última Cena tal como se narra en los Evangelios y en la Primera Carta del apóstol San Pablo y los Corintios, constituye un momento crucial en la Historia sagrada. Fue en ella cuando quedó instituido el sacramento de la Eucaristía (“acción de gracias”, en griego) y con él también uno de los ritos centrales del culto cristiano. Consciente de que se le ha acusado de blasfemo, una falta capital, Jesús “ya no se deja ver en público, entre los judíos”. Permanece en Betania y en los alrededores de Jerusalén. Los preparativos de la celebración de la Pascua se llevan a cabo con todo cuidado. “Vayan a la ciudad”, les indica
a sus
discípulos, “y encontrarán a un hombre con un cántaro; síganlo. Cuando vean que entra a algún sitio, pregunten allí por el señor de la casa y díganle: El Maestro ha preguntado por el cenáculo donde celebrará la cena pascual con sus discípulos. Aquel hombre les mostrará un gran salón en el piso alto, ya preparado”.
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No es posible precisar en la actualidad dónde tuvo lugar esa celebración. Sin embargo, se ha especulado que aquel salón en un piso alto puede haberse encontrado en el barrio de los Esenios, la secta judía que legó al mundo los rollos del mar muerto. Los huéspedes, ya fueran que pagaran o no, solían instalarse en el piso alto ciertas casas típicas de Oriente Medio. Y el “gran salón”, alquilado o prestado, sin duda debe de haber sido un lugar respetable. En el siglo I se usaban mantelería, vajillas y juegos de copas finos. No se necesitaban cubiertos; la gente comía con los dedos, muy refinadamente. La fiesta de la Pascua se celebraba con la primera luna llena de primavera, en recuerdo de la liberación del pueblo judío de su cautiverio en Egipto. Se trataba de una comida hogareña, en la cual no se admitía la presencia de extranjeros. La hora de la comida para los hebreos era, por norma, a media tarde, pero la cena Pascual comenzaba al anochecer. Solía servirse cordero asado con pan ázimo y cuatro copas de vino mezclado con agua. En los evangelios no se especifica si Cristo y los doce cenaron sentados o reclinados en estrecho divanes, como se acostumbraba en Tierra Santa. En una demostración de humildad que sólo San Juan Evangelista registra; Jesús asumió de pronto el papel de los sirvientes, se despojó de su túnica y les lavó los pies a sus discípulos. La tragedia se cierne sobre el grupo. Los apóstoles comprenden que se trata de la cena de despedida de su Maestro, y que su mundo entrañable está a punto de derrumbarse. “He querido celebrar esta Pascua con vosotros, antes de padecer”, les había dicho Jesús. Nunca menciona la cruz, infamante instrumento de tortura física y mental, pero sabe que al día siguiente va a sufrir la lenta agonía de la crucifixión. Esta castigo, uno de los crueles que se hayan ideado jamás, se reservaban para esclavos y súbditos de las colonias del Imperio Romano. En aquella hora vespertina; Jesús no oculta su angustia y declara: “Ya no volveré a beber el fruto de la vid”. ¿Se va de viaje? Simón Pedro se ofrece a acompañarlo a dondequiera que vaya, pero Él le dice: “No puedes seguirme ahora, pero seguirás después”. Y escoge precisamente
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ese momento de tensión para instituir el ritual que constituye para el entonces nacimiento religión universal una esencia duradera. Difícil considerar espontáneo ese acto. En realidad, todo el banquete parece haber sido planeado en torno al sacramento del pan y el vino. La manera como tiene lugar participa de una maravillosa sencillez: “Jesús tomó pan lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomad y comed todos de él, que
seto es mi cuerpo. Luego tomó el cáliz dio gracias y lo pasó a sus discípulos, diciendo: Tomad y bebed todos de él, que es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados” Desde tiempos inmemoriales se usaba sangre a manera de tinta para sellar los pactos solemnes. Así pues, el sentido de la Última Cena es que en ella se estableció un nuevo pacto, una nueva alianza entre Dios y los hombres, sellada con la sangre del sacrificio del Salvador. La eucaristía arraigó de inmediato en el culto cristiano. “Haced esto en conmemoración mía”, recomendó Jesús. El misterio de la Última Cena sigue encerrando para la cristiandad entera. Jesucristo dijo en aquel banquete postrero: “Yo ruego por que todos los hombres sean como uno solo”. “En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me traicionará”. Sabemos, como Jesús lo sabe, que Judas Iscariote lo ha vendido a los sumos sacerdotes y a los fariseos por 30 ciclos de plata, cantidad suficiente para comprar un campo pequeño. Pero los demás apóstoles no tienen idea de contubernio, y la declaración del Maestro, que hace Él como si tal cosa, les cae como un rayo, y sacude al hasta entonces tranquilo ágape . “¿Soy acaso yo, Señor? ¿Soy yo?. Mientras se suscitan estas preguntas de parte de los discípulos, nuestra atención se concentra en la enigmática figura del traidor. Se trata del avariento tesorero del grupo. “Era un ladrón, y las talegas estaban en su poder”. Seis días antes de la Pascua, durante la estancia de Jesús en casa de Lázaro, en Betania; Judas había protestado porque María, una de las hermanas de Lázaro, le había enjuagado los pies a Jesús con un ungüento muy caro. Y aunque el Maestro sabe quien es el traidor, no lo delata; no ignora que aquel
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hombre tiene un papel central de los designios del padre, y lo protege con tal dé que se cumpla la voluntad de Dios. Entonces, cuando le toca su turno a Judas para preguntar : “Maestro ¿soy yo?, Jesús lo mira y le responde: “Tú lo has dicho”. En ese momento; Simón Pedro le indica señas a Juan, “el discípulo bien amado de Jesús”, que le pregunte de quien se trata. Juan, en actitud de doloroso desamparo, tiene la cabeza apoyada en el pecho de su Maestro, y la reacción de Simón Pedro es característica del pescador tosco y arrojado que lleva una espada y no dudaría en traspasar con ella al traidor. Jesús está consiente de lo que ocurre y le indica a Juan, en un murmullo: ¡Aquel a quien le dé un pedazo de pan remojado en mi plato, ese es” (el plato
contiene hierbas amargas, que constituyen un recuerdo de las penurias sufridas por los judíos durante su exilio en Egipto; actualmente siguen incluyendo esas yerbas en las cenas judías de Pascua) tan pronto como Judas Iscariote recibe el bocado, se dirige a la puerta. “Lo que tienes que hacer hazlo pronto” le ordena Jesús. Ninguno de los discípulos entiende el significado de tal orden. Judas se pierde en la noche. Después, Jesús y sus seguidores leales disfrutan de un momento de sosiego. “Todavía estaré con vosotros un poco más “ Ora vez forman una familia unida. El Maestro llama a sus discípulos “amigos”, ruega al Padre que los proteja y les expone su último mandamiento ; “Amaos los unos a los otros, como yo os he amado”. Una vez más habla de su verdadera misión: “Yo he venido del padre al mundo, y ahora abandono el mundo y vuelvo al Padre”. “Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulaciones, pero confiada: Yo he vencido al mundo”
“¡Vaya, estás hablando claramente!”. Exclaman los discípulos, es decir, que no se está expresando por medio de parábolas. La celebración termina. Maestro y apóstoles entonan un himno, que bien puede haber sido un salmo del rey David, y luego se van al monte de los Olivos, que se encuentra a media hora de camino a pie por el valle del cederrón. Ahí, en el
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huerto de Getsemaní, donde todos ellos habían pasado la noche a menudo, Jesús ora en un verdadero estado de agonía; tanto que su sudor cae a la tierra como “grandes gotas de sangre”. “Padre mío”, dice, “Si es posible, que pase de mí esta cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieras Tú”.
Judas aparece en el huerto, a la cabeza de una tropa armada, se le acerca, lo saluda diciendo: “Salve Maestro”. Y lo besa. Entonces prenden a Jesús.
SU TRAICION Hablar de traición es hablar de Judas Iscariote, el hijo de Simón; pues era él quien había de hacerle traición a Jesús. Judas era un hombre común entre los hebreos; pero el sobrenombre de Iscariote es un hueso duro de roer para los eruditos. Quizá derive de una voz aramea que significa ”hipócrita”,
o “mentiroso”; pero la mayoría de los
escriturarios opina que designa a quien lo lleva como natural de Queriot, villa meridional de Palestina. Sería, pues, Judas, el único de los compañeros de Jesucristo que no hubiese nacido en Galilea, lo que lo hacía forastero entre ellos. No existe, sin embargo, razón conocida, o válida, para sospechar que Judas se uniese al grupo con intenciones torcidas. Reconocía en Jesucristo a un guía de enorme influencia y excepcional personalidad; y, como los demás discípulos, lo dejó todo por seguir sus pasos y abrazar su doctrina. Al principio no se advirtió nada que lo distinguiese de los otros once con los que recorría los caminos de Palestina proveyendo solícitamente a las necesidades del Maestro. Juntos se aventuraban a entrar en las aldeas hostiles, desafiando la furia de los perros y la granizada de certeras piedras. Comían en el mismo plato, bebían el agua fresca de las mismas fuentes, se sentaban por la noche en el torno del mismo fuego, oyendo a Jesucristo explicar esta frase o esta parábola. Judas era el
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tesorero del grupo: guardaba los fondos comunes, recibía los donativos y desembolsaba el dinero para los gastos y las limosnas. Es obvio que si Jesús y los otros hubiesen desconfiado de él, no le habrían asignado esa función. El hecho de haber optado Judas libre y deliberadamente por el mal constituye el más interesante y complejo fenómeno psicológico del Nuevo Testamento. Vemos cómo empieza su trayectoria de malvado cometiendo irregularidades. San Juan nos dice que fue un “ladrón”, un desfalcador de los fondos que custodiaba, y que no se ocupaba gran cosa de los pobres que Jesús había puesto a cargo de él. La revelación de su sordidez nos conturba tanto más cuanto que nos sorprende en medio de una escena profundamente conmovedora. Estamos en Betania, tranquila aldea situada del otro lado del Monte de los Olivos, a unos tres kilómetros de Jerusalén. Jesús tiene allí un amigo entrañable, Lázaro, a quien poco antes había sacado milagrosamente del reino oscuro de la muerte. Se agasaja al señor y a sus discípulos con un banquete al que asiste el redivivo Lázaro. Una de las dos hermanas de Lázaro; María, unge los pies de Jesús con un bálsamo precioso y se los seca con su propia cabellera. A Judas le contraría la generosa acción. “¿Porqué no se vendió ese bálsamo en 300 dineros para dárselos a los pobres?” Pregunta con malévola sorna. El Maestro lo ataja: “¡déjala!” Y explica que el acto de tierna devoción de María no es sino un prenuncio de su propia e inminente muerte: son los cuerpos muertos los que se ungen, no los vivos.
Faltan dos meses para la Pascua, y el drama va cobrando intensidad. Cristo, cazador de almas, va a ser cazado. Hasta el Sanedrín, el Consejo Supremo judío, compuesto de ciudadanos eminentes, altos sacerdotes y jurisperitos, llegan rumores que encienden la llama de la sospecha. ¿No incita Jesús a desacatar las antiguas leyes hebreas? ¿No ha acusado públicamente de hipócritas a los escribas y a los fariseos? ¿No constituyen las muchedumbres que le salen al encuentro, y que él mantiene como hechizadas con su palabra, materia propicia para la revuelta?.
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El Sanedrín acordó eliminar al peligroso agitador. No había tiempo que perder. Pronto re reunirían en Jerusalén millares de peregrinos para celebrar la Pascua, como hacían todas las primaveras. Si Jesús los arengase, podrían ocurrir graves sucesos. Un motín popular haría salir de sus cuarteles a la guarnición romana, y las autoridades judías perderían el menguado poder que aún les quedaba. Para apresurar la detención de Jesús, los fariseos y las cabezas de los sacerdotes expidieron el mandato de que “si alguno supiera dónde se hallaba, estaba en la obligación de decirlo, para proceder a su prendimiento”. En tanta tensa situación acaso el miércoles por la noche, Judas compareció ante los sacerdotes “¿Qué me dais si os lo entrego?” ¿Y porqué obró así? ¿Qué fue lo que impulsó a Judas a hacer eso? Los Evangelios no lo dicen. No obstante, de su conducta durante la memorable unción en casa de Lázaro se desprende que había perdido la fe en Jesucristo. Sin género de duda, al igual que otros, había visto en Jesús al largamente ansiado Mesías político que habría de acaudillar un levantamiento contra Roma. El dicho de Jesús de que su reino no era de este mundo produjo dolorosa conmoción a la mayoría de los apóstoles. Según leemos, pedro llamó aparte a Jesucristo y, en privado, lo “reprendió” por su renunciamiento a todo poder mundanal. Jesús, en respuesta, lo apostrofó con insólita vehemencia: “Atrás; Satán. Pues no gustas de las cosas de Dios, sino de las de los hombres”. Si Judas fue un patriota decepcionado, como piensan algunos escriturarios, su desengaño se tornó en odio. Obró como un hombre irritado y vengativo el que hizo el infame trato con los sacerdotes. En realidad, las 30 monedas de plata que le prometieron como recompensa era el precio corriente de un esclavo varón. Pero Judas, ya lo hemos visto, no desdeñaba las pequeñas raterías y bien pudo el amor al dinero haberle dado el impulso final. En la Última Cena flota en el aire como un augurio siniestro. Jesucristo presiente ya que uno de sus discípulos se ha comprometido a traicionarlo
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villanamente por dinero. Aunque lavó humildemente los pies a Judas, como a los otros once discípulos, formuló, sin embargo, una salvedad: “Estáis limpios, pero no todos”. Ahora cuando pasea su mirada en derredor de la mesa, sus ojos indagadores se detienen en Judas. Si delatara a Judas, los otros discípulos se precipitarán sobre él con la rapidez de un rayo justiciero. Son muy leales a Jesús, y algunos están armados. Sin embargo, Jesús, “turbado el espíritu”, comunica a los apóstoles su mortal congoja: “Uno de vosotros me hará traición”. Todos se quedan atónitos. Se miran los unos a los otros, sumidos en angustiosa incertidumbre. De pronto, empezaron cada uno de por sí a preguntar: “Señor, ¿soy acaso yo?” Cuando Judas Iscariote pregunta, Jesús responde con un murmullo solo audible para él preguntante: “Tú los has dicho”. Sólo a Juan, el discípulo predilecto que se sienta a su lado, le revela el Maestro: “El que mete conmigo su mano en el plato para mojar el pan, ese el traidor”. Al estilo tradicional de los anfitriones, Jesucristo moja el pan en vino y se lo ofrece a Judas, que lo acepta. Recordando su larga camaradería; Jesucristo, tristemente recita las palabras del Salmo XVI: “un hombre con quien vivía yo en dulce paz, de quien yo me fiaba, y que comía de mi pan, ha urdido una grande traición contra mí”. Durante la cena Jesús trató a Judas con indulgencia, dándole una última oportunidad de apartarse de la conjura. Como nos dice San Juan, “Satán entró en él”. Cuando Judas se levantó de la mesa, Jesucristo le dirigió una súplica: “Lo que vayas a hacer, hazlo pronto”. Los que oyen estas palabras creen, sencillamente, que Jesucristo le encarga que vaya a la villa a comprar víveres o a repartir limosnas. Judas, resuelto a consumar su traición, sale a ejecutarla. Sabe que Jesucristo habrá de pasar la noche con sus discípulos en el Huerto de los Olivos, de Getsemaní. Para evitar que los soldados cometan un error, Judas se adelanta hacia Jesucristo y le da un beso en la mejilla. Es la manera usual de saludar un rabino, y Judas lo habría hecho ya, sin duda, en muchas ocasiones.
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“¡Dios te guarde, Maestro!” Al saludo del felón contestó Jesucristo afablemente:
“¡Oh, amigo! ¿A que has venido aquí?” Un momento quedan los dos grupos frente a frente. Las armas despiden reflejos a la luz ondulante de las antorchas. Pedro hiere con una espada aun criado del sumo sacerdote, cercenándole la oreja. “Vuelve la espada a la vaina”, le ordena Jesús, “porque todo el que se sirviere de la espada, a espada morirá. El cáliz que mi padre me tiene destinado, ¿no le he de apurar hasta las heces?” Un momento después se llevaron de allí a Jesús. Nadie quedó en el huerto, sino el silencio mortal y el viento cortante del alba entre los olivos. ¿Asistió Judas al juicio de Jesucristo? ¿Figuró entre los testigos que depusieron contra Él? Todo lo que sabemos es que la emoción de ver condenado a Jesucristo lo desequilibró y que el remordimiento hizo presa en su alma. “Yo he pecado”, gritó. “He vendido la sangre inocente”. Los sacerdotes salen
del Sanedrín para dirigirse al templo. Judas los sigue hasta allí y arroja las monedas contra el suelo de piedra. “Judas se partió de allí y fue y, desesperado, se ahorcó”. Unos apuntan la posibilidad de que lo que Judas se propuso fue empujar a Jesucristo, cuando se viese preso, a proclamarse Mesías, aniquilar a sus enemigos y erigirse en rey de una Palestina libre. Otros, reacios a creer que uno de los discípulos pudiese deliberadamente planear la muerte de su Maestro, argumentan que Judas obró por orden y permisión del mismo Dios para suscitar la Pasión de Cristo y que, por consiguiente, no es culpable. Jesucristo, sin embargo, denostó a Judas de “hijo de perdición” y predijo públicamente su castigo: “¡Ay del hombre que vendió al Hijo del hombre! Más le valiera no haber nacido”.
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Pregunta: Qué hubiese sucedido si Judas, en vez de suicidarse, ciego de desesperación, se hubiese arrojado al pie de la Cruz e implorado perdón. ¿Se lo hubiese negado su divina Víctima expirante?
SU CONDENA Los que prendieron a Jesús lo llevaron a casa de Caifás, el pontífice, donde los escribas y los ancianos estaban reunidos. Pedro lo siguió de lejos hasta el palacio del pontífice y, entrando se sentó junto con los criados para ver el fin. Estos buscaban un falso testimonio contra Jesús para matarlo. (para dictarse sentencia de muerte se necesitaba dos testigos) Pero no encontraron, aunque se presentaron muchos testigos falsos. Al fin llegaron dos, que dijeron: “Este dijo: Puedo derribar el templo de Dios y en tres días reedificarlo” Y el pontífice, levantándose, le dijo: “¿Nada respondes a lo que éstos atestiguan contra ti?” Pero Jesús callaba. Y el pontífice le dijo: “¡Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el hijo de Dios!” Le dijo Jesús: “Tú lo has dicho. Y os declaro que desde ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Padre y venir sobre las nubes del cielo.” Entonces el pontífice dijo: “¡Has blasfemado!; ¿qué necesidad tenemos ya de testigos? Habéis oído la blasfemia. ¿Qué os parece?” Ellos respondieron: “¡Reo es de muerte!”. Luego lo escupieron y lo abofetearon. Pedro estaba, sentado en el atrio. Se le acercó una criada, y le dijo: “Tú también estabas con Jesús, el Galileo.” Pedro negó, diciendo: “No sé qué dices” Al salir vio otra criada y dijo “Este estaba con Jesús, el nazareno” él negó con un juramento: “No lo conozco a ese hombre”. Al poco tiempo se acercaron otros que sentaban allí, y le dijeron: “En verdad que tú también eres de ellos, pues tu misma habla te descubre” Pedro enojado juró: “No conozco a ese hombre” Y al punto canto el gallo. Jesús le había dicho “Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces.” Salió y lloró.
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Llegada la mañana, celebraron consejo todos los pontífices y los ancianos del pueblo contra Jesús, para darle muerte; y atado lo llevaron al procurador Poncio Pilato. Jesús al comparecer ante el procurador, Pilato salió afuera, y les dijo; “¿Qué acusación traéis contra este hombre?” le respondieron: “Nosotros hemos encontrado a éste agitando a nuestra nación, impidiendo pagar tributo al césar y diciendo que El es el Cristo rey” Pilato le dijo: “Pues tomadlo vosotros y juzgadle según vuestra ley”. Los judíos replicaron: “A nosotros no se nos permite condenar a muerte a nadie” Volvió a entrar Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y este le pregunto: “¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús le respondió: “¿Dices esto por ti mismo o te lo dijeron otros de mí?” Respondió Pilato: “¿Soy acaso judío? Tu pueblo y los pontífices te entregaron a mí. ¿Qué hiciste?” Jesús respondió: “Mi reino no es de este mundo, mis súbditos lucharían para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí” Entonces le dijo Pilato: “¿Luego tú eres rey?” Jesús respondió: “Tú lo dices: Yo soy rey; Yo para eso nací y para eso vine al mundo, para testificar la verdad Todo el que es de la verdad escucha mi voz” Pilato le dijo: “¿Qué es la verdad?” Y dicho esto , salió fuera otra vez y dijo a los judíos: “Yo no hallo en El culpa alguna . Pero ellos insistían con más energía: “Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí.” Al oír esto Pilato, preguntó si aquel hombre era Galileo. Al asegurarse de que era de la jurisdicción de Herodes, se lo envió, porque Herodes estaba también en Jerusalén por aquellos días. Herodes se alegró mucho de ver a Jesús; porque hacía bastante tiempo que quería verlo, pues había oído hablar de El y esperaba verle hacer algún milagro. Le hizo muchas preguntas, pero El nada respondió. Por su parte , los pontífices y los estribas lo acusaban con vehemencia. Herodes, despreció a Jesús y burlándose de El, le puso un vestido blanco y lo envió a Pilato. Pilato convocó a los pontífices, a los magistrados y al pueblo, y les dijo: “Me habéis traído a este hombre como alborotador del pueblo; yo lo he interrogado delante de vosotros y no le he encontrado culpable de las cosa que los acusáis. Herodes tampoco, puesto que nos lo ha devuelto. Nada ha hecho, pues que
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merezca la muerte. Por lo tanto lo pondré en libertad después de haberlo castigado.” Pilato nuevamente dijo: “Como vosotros acostumbráis a que os suelte un preso por la Pascua; ¿A quién queréis que os deje en libertad: a Barrabás o a Jesús el llamado Cristo?” Pues sabía que lo habían entregado por envidia. Estando en el tribunal, su mujer envió a decirle: “No resuelvas nada contra ese justo, porque he sufrido mucho hoy, en sueños, por causa de él”. Pero los pontífices y los ancianos convencieron a las muchedumbres que pidiesen a Barrabás e hicieran perecer a Jesús. Y al decirles el procurador: “¿A quien de los dos queréis que os suelte?” ellos respondieron: “A Barrabás.” Les dijo Pilato: “¿Qué haré entonces con Jesús, el llamado Cristo?” Dijeron todos: “¡Sea crucificado!” replicó él: “Pues ¿Qué mal ha hecho?” Ellos gritaron más fuerte; “Sea crucificado”. Viendo Pilato que nada conseguía, sino que aumentaba el alboroto, tomó agua y se lavó las manos ante el pueblo diciendo: “Soy inocente de la sangre de este justo; ¡vosotros veréis!” Y respondió todo el pueblo. “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos.” Queréis que suelte al rey de los judíos?” Entonces gritaron nuevamente: “¡A ése no! ¡A Barrabás!” ¡Y Barrabás era ladrón!. Dejó en libertad al que pedían, el cual había sido encarcelado por una sedición y homicidio. Pilato tomó a Jesús y lo azotó. Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza, le vistieron con un manto de púrpura y se acercaba a El diciendo:” Salve, rey de los judíos”, y le daban bofetadas. Salió Pilato llevando a Jesús fuera; Jesús con la corona de espinas y el manto de púrpura. Pilatos les dijo: “¡He aquí el hombre1” Cuando lo vieron todo el pueblo gritaron: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!” Pilato les dijo: “Tomadlo yo no encuentro culpa en El.” Los judíos respondieron: “Nosotros tenemos ley, y según la ley, debe morir, porque se hizo Hijo de Dios.” Al oír Pilato estas palabras. Entró de nuevo al pretorio, y dijo a Jesús: “¿De dónde eres tú?” Pero Jesús no le contestó. Pilato le dijo: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que puedo soltarte o crucificarte?” Jesús le respondió: “No tendrías ningún poder sobre mí, sino se te hubiera dado de arriba; por eso el que me entregó a ti, tiene mayor pecado que tú.”
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Pilato buscaba la manera de soltarlo, pero los judíos gritaban: “ Si sueltas a ése, no eres amigo del César ;todo el que se hace rey va contra el César”. Pilato sacó fuera a Jesús y se sentó en el tribunal. Y dijo a los judíos: “Mirad a vuestro rey.” Ellos gritaron: “¡Fuera! ¡Fuera! ¡Crucifícalo! Pilato dijo: “¿A vuestro rey voy a crucificar?” Los pontífices respondieron: “No tenemos más rey que el César.” Y se lo entregó para crucificarlo. Después que se mofaron de El, le quitaron la túnica, le vistieron sus ropas y lo llevaron a crucificar.
SU MUERTE Tomaron, a Jesús, y cargándole la cruz, salió hacia el Gólgota.(que quiere decir cráneo o calavera, se llamaba así por la forma del monte) Cuando salían,, encontraron un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo obligaron a llevar la cruz, para que la llevará detrás de Jesús. Lo seguía una gran multitud del pueblo, y de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por El. Jesús se volvió a ellas y les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad, más bien por vosotras, y por vuestros hijos. Porque vienen días en los que se dirá: Dichosas las estériles, y las entrañas que no engendraron, y los pechos que no amamantaron. Entonces comenzarán a decir a las montañas: Caed sobre nosotros, y a los callados: Ocultadnos. Porque si esto hacen al leño verde, ¿Qué será del seco?”. Ya en el Gólgota, Pilato por su parte, escribió y puso sobre la cruz este rótulo:” Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos.” Entonces los pontífices de los judíos dijeron a Pilato: “No escribas “El rey de los judíos, sino que El dijo: Soy rey de los judíos” Pilato respondió:”Lo que he escrito, escrito está”. Los que los crucificaron se repartieron sus vestidos; y como era una túnica sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo. Dijeron “No lo rasguemos echémosla a al suerte, a ver a quien le toca”. Jesús fue crucificado junto a dos malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.”. Los que pasaban por allí lo insultaban moviendo la cabeza y
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diciendo”¡Tú, que destruirías el templo y lo reedificabas en tres días, sálvate a ti mismo, si eres hijo de Dios, y baja de la cruz”. Uno de los malhechores crucificados, lo insultaba, diciéndole: “¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros.” Pero el otro le reprendió, diciendo:”Ni siquiera temes a Dios tú que estás en el mismo suplicio. Y nosotros, a la verdad, justamente, porque recibimos lo merecido por nuestras obras, pero éste ningún mal ha hecho.” Y decía:”Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu reino.” Y le contestó: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.”. Estaban en pie, junto a la cruz de Jesús, su madre, María de Cleofás, hermana de su madre, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre, y junto a ella el discípulo que El amaba, dijo a su madre: “Mujer, he ahí tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “He ahí a tu madre.”. después de esto, sabiendo Jesús que todo se había acabado, dijo, con voz fuerte: Eli, Eli, ¿Lema Sabajtani? (Dios mío, Dios mío ¿Porqué me has abandonado?):. Algunos de los presentes, al oírle decían: “Este llama a Elías”. Después Jesús dijo: “Tengo sed”; uno de ellos, tomó una esponja, la empapó con vinagre, la puso en una caña, y le daba a beber. Pero los otros decían: “Deja a ver si viene Elías a Salvarlo.”. Cuando Jesús tomó el vinagre, dijo: “Todo está cumplido” El Sol se eclipsó, Jesús después dijo: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu.” Y al decir esto expiró. El centurión, al ver lo que había ocurrido, glorificaba a dios, diciendo: “Verdaderamente este hombre era justo” Y toda la multitud que había asistido al espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho. Mientras los conocidos de Jesús se encontraban a distancia. Los judíos, como era la preparación de la pascua, para que quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, rogaron a Pilato que se les quebrara las piernas y los quitaran. Vinieron los soldados, quebraron las piernas del primero y luego al otro que había crucificado con El. Más al llegar a Jesús y verlo muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza, y seguidamente salió sangre y agua. Se presentó ante Pilato José de arimatea, hombre rico, que era discípulo de Jesús, y le pidió el cuerpo de Jesús, y Pilato mandó que le dieran. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia, y lo depositó en su propio sepulcro nuevo, que había hecho cavar en al roca. Llegó Nicodemo, hasta el sepulcro con unas cien libras de una mezcla de mirra y de áloe. Tomaron el cuerpo de
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Jesús y lo envolvieron en lienzos con aromas, hizo rodar una piedra grande a la puerta del sepulcro, y se retiró. Estaban allí María Magdalena y la otra María sentadas frente al sepulcro. Y se retiraron. Al otro día, el siguiente a la preparación de la Pascua, los pontífices y los fariseos concurrieron juntos a Pilato, y le dijeron: “Señor, nos hemos acordado que ese seductor dijo cuando aún vivía: A los tres días resucitaré. Manda pues asegurar el sepulcro hasta el día tercero, no sea que vengan los discípulos, lo roben y digan al pueblo: Ha resucitado entre los muertos, y el último engaño sea peor que el primero” Pilato les dijo: “tenéis guardias; id y aseguradlo como creáis” Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y montando guardia.
SU RESURRECCION Pasado el sábado muy de madrugada, el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. Y se encontraron con que la piedra había sido rodada del sepulcro. Entraron, y no hallaron el cuerpo de Jesús. Y mientras ellas estaban perplejas por lo visto. Pero María se quedó fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba Cuando vio dos varones con vestidos deslumbrantes, y les dijo: “ Mujer ¿Porqué lloras?”. Contestó: “Porque quitaron a mi Señor, y no sé donde lo han puesto.” Al decir esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús allí en pie; pero no sabía que era Jesús. Jesús le dijo: “Mujer, ¿porqué lloras? ¿A quien buscas?” Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: “Señor si lo has llevado tú, dime donde los has puesto, y yo lo tomaré.” Jesús le dijo: “¡María!” Ella se volvió y le dijo en hebreo: “¡Rabbuní!” (Maestro) Jesús le dijo: “Suéltame, que aún no he subido al Padre; ve a mis hermanos y diles que subo al Padre mío y vuestro” Fue María Magdalena a anunciar a los discípulos que había visto al señor y lo que le había dicho. Más Pedro se levantó se fue al sepulcro, se asomó y solo vio lienzos, y regresó maravillado.
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Aquel mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea distante de Jerusalén, llamada Meaux. Conversaban de todo estos sucesos, mientras hablaban, Jesús mismo se les acercó y caminaba con ellos. Y les dijo:¿Qué conversación es la que lleváis en el camino?” Y se detuvieron entristecidos. Uno de ellos llamado Cleofás, respondió: “Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha sucedido en ella estos días.” Y les dijo: “¿Qué?” Y ellos les contestaron todo lo sucedido. Entonces les dijo: “¡OH necios y tardos de corazón para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que Cristo sufriera todo eso para entrar en su gloria?”. Llegaron a la aldea donde iban, y El aparentó ir más lejos, mas ellos lo forzaron, diciendo: “Quédate con nosotros, porque es tarde y ya ha declinado el día.” Y entró para quedarse con ellos. Puesto a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Y sus ojos se abrieron y lo reconocieron, y desapareció de su lado. Y este hecho se le dijeron uno a otro. En la tarde de aquel día, el primero de la semana y estando los discípulos con las puertas cerradas, por miedo a los judíos, llegó Jesús, se puso en medio y les dijo: “¡Paz a vosotros!” Y diciendo estos les mostró las manos y el costado. Ellos se llenaron de gozo, viendo al señor. El repitió: “¡Paz a vosotros!” Como me envió el Padre, así os envío yo.” Después sopló sobre ellos y les dijo: “recibid el espíritu Santo. A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos.” Como Tomas no estaba con ellos, cuando llegó Jesús. Los otros le dijeron “Hemos visto al Señor” Tomas dijo: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no creeré”. Ocho días después estaban nuevamente allí los discípulos, y Tomas con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y les dijo: “¡Paz a vosotros!” Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo aquí y metelo en mi costado, y no sea incrédulo, sino creyente” Contestó Tomas: “¡Señor mío y Dios mío!” Dijo Jesús: “Has creído porque has visto. Dichosos los que creyeron sin haber visto.” Para los cristianos la Pascua de la Resurrección es la festividad suprema. En esa fecha repican las campanas de todas las iglesias y se entonan himnos gozosos y triunfales. ¡Cristo ha resucitado! Es una proclama extensiva a la
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humanidad y al mundo. Todo lo que separa y daña y destruye ha sido derrotado por lo que une y cura y crea. La vida prevalece sobre la muerte. Es una visión magnífica y subyugadora... mientras dura. Quizá para algunos perdure constantemente, pero no son esas personas que tratamos cada día. Otras sienten profunda emoción cuando cantan en una ceremonia religiosa de Semana Santa, mas al cabo de poco tiempo descubren que son los mismos de antes, y que la vida sigue siendo trivial. Para otros, en cambio, la Pascua de Resurrección no significa absolutamente nada. Si acaso, la considerarán un día de fiesta como tantos otros. Habrán oído hablar de la resurrección, pero suponen que este misterio queda fuera del ámbito de su experiencia e interés. Si la visión de la Pascua se esfuma pronto, quizá se deba a que la resurrección, al menos en la cristiandad occidental, se ha descrito siempre como fenómeno de otro tiempo y lugar. Se insiste en lo que sucedió en los alrededores de Jerusalén, al tercer día de ser crucificado Jesucristo, o en lo que nos espere después de nuestro tránsito. Enfocada así, en el pasado o en el futuro, se despoja a la resurrección de cualquier influencia en el presente. No creemos tener ninguna experiencia personal de ella. La verdad, sin embargo, es que podemos tener ahora mismo una vivencia de la resurrección y de la muerte que habrá de precederla. En este caso, la muerte es el perecer de las certidumbres preconcebidas e infantiles. Vivir la resurrección significa elevarnos para tener una vislumbre fresca e indudablemente fugaz del inefable misterio. ¿Cómo identificar esta vivencia? ¿Cómo saber que ha ocurrido o está ocurriendo? Lo que todo cristiano anhela es una inequívoca señal del cielo, una experiencia que nos eleve y nos aparte de las lágrimas, el dolor, el sudor y la bajeza de nuestra condición humana para elevarnos a un sereno edén donde nuestra vida de todos los días se quede atrás y en el olvido. Tenemos que percibir el milagro precisamente en la rutina diaria de nuestra vida. Vivimos la resurrección en nuestra situación todos los días, y su revelación suele ser callada y recatada, casi sin advertir su poder creador. Sólo aveces nos percatamos de que, sin saber cómo, nos hemos elevado a una vida nueva, y por ende hemos oído la voz del Verbo eterno. Algunos ejemplos: Un matrimonio descubre que sus mutuas relaciones, alguna vez satisfactorias y llenas de dicha, poco a poco van decayendo y convirtiéndose en un mero
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guardar las apariencias, al punto de que parece imposible que el fuego vuelva arder en esas cenizas. Mas de pronto surge una nueva relación, más honda, más estable, más satisfactoria que la anterior, con un nuevo hábilo de vida, inagotable, pues no depende de la constante recarga emocional. Decimos que las personas no vuelven a ser las mismas después de sufrir una grave enfermedad o si han soportado la muerte prematura de un ser querido. A veces se marchitan y atrofian. Pero en esto las apariencias suelen ser engañosas. Bajo devastación de su tortura, que deja huellas profundas y permanentes, puede uno advertir que ha entrado en contacto con una nueva dimensión de la realidad. Sin saber cómo, hemos llegado hasta el centro del universo. Nos hemos hecho más grandes. Estamos más profundamente más vivos. La resurrección es siempre un misterio. Es en todo momento el acto creador del verbo eterno. Porque, a sí como ese Verbo se pronuncia hora, en el presente, en términos de lo que llamamos las circunstancias comunes de la vida, no hay nadie que en algún momento no haya resucitado de entre los muertos. Lo que pasa es que casi nunca conocemos la resurrección cuando llega a nosotros. La presencia del Verbo es evidencia sólo en la nueva vida que nos ofrece. ¿En que consiste estar completamente vivo en cuerpo y pensamiento? Significa ser una persona. Y este alcanzar la calidad de persona es la resurrección. ¿Qué objeto tiene la existencia de la persona? Existe para ser el instrumento de la bondad creadora. Cuando creamos bondad, nos levantamos de entre los muertos, y al mismo tiempo somos los instrumentos de la resurrección de otros. Porque la verdadera bondad siempre crea vida. Si hemos aprehendido la resurrección en este mundo, entonces, y sólo entonces, estaremos preparados para la esperanza de la resurrección final, después de la muerte corporal.
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¿SU REALIDAD? Jesús de Nazaret fue un judío pobre de un oscuro rincón del Imperio Romano, que tuvo una muerte oprobiosa y cuya vida casi no dejó huella en los registros seculares. Sin embargo, 2003 años después, el enigma de Jesús sigue fascinando no sólo a los cerca de mil millones de cristianos que creen que Él era Dios, sino también los ateos, agnósticos y herejes que no niegan. Entre las razones por las que la historia de Jesús conserva su irresistible poder está el misterio que rodea su vida. Hasta hace relativamente poco tiempo, parecía ser uno de los personajes de la antigüedad cuya autenticidad estaba mejor establecida: se contaba con cuatro biografías suyas, los Evangelios—tres de ellos escritos, al parecer, por personas que lo conocieron, y con las brillantes cartas redactadas en la misma época por su más talentoso seguidor; San Pablo. Pero estas narraciones presentaban inconsistencias, y los expertos, de todas las creencias e incluso sin ellas, socavaban cada vez más el valor de estos relatos como documentos históricos. Argumentaban que los Evangelios se escribieron varias generaciones después de la vida de Jesús y, por lo tanto, no podían ser narraciones fehacientes sino sólo una colección de mitos y cuentos increíbles tejidos alrededor del líder fallecido. Consideraban que Jesús fue una persona sabia, con un notable atractivo, pero de ninguna manera Dios. Algunos negaban hasta la existencia. En 1947, un pastor beduino que erraba por el desierto de Judea se aventuró en unas cavernas y halló rollos del Mar Muerto, fragmentos de una colección de escritos religiosos judíos que datan de entre el año 200 A. de C. Y el primer siglo D.de C. El descubrimiento trajo nuevas complicaciones. Algunos eruditos argüían que los pergaminos desacreditaban al cristianismo; otros, que confirmaban sus enseñanzas. Pero en 1971 se planteó la posibilidad de que un pequeño trozo de papiro, escrito en griego antiguo, perteneciera al Evangelio de San Marcos. Entonces avalaría la creencia cristiana tradicional de que los evangelistas fueron testigos oculares. Eso le restituiría a Jesús la condición de persona históricamente auténtica, y a los Evangelios el carácter de fieles descripciones contemporáneas de su vida. Por supuesto, eso no “prueba” que Jesús fuera a la vez Dios y hombre. Ni siquiera prueba que en verdad hayan ocurrido los milagros que se le atribuyen.
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Pero sí demuestra que muchas personas de aquella época que presenciaron esos misteriosos acontecimientos creían que eran
milagrosos. Lo que nos
convence de que Jesús en verdad existió. Un hombre que combina la bondad absoluta, el amor inagotable y la sabiduría total puede resultar no sólo aburrido, sino del todo increíble. No obstante, la característica más sobresaliente de Jesús, tal como lo relatan unos hombres que no eran escritores profesionales, es que era suma y vividamente humano, real. El hombre que echó del templo a latigazos a los mercaderes de dinero; que convirtió el agua en vino (con cierta renuencia); que avergonzó a los farsantes
que pretendían lapidar a una
alocada muchacha ; el hombre que compareció ante Pilato y le respondió con tanta sencillez y autoridad; que soportó sufrimientos extremos y que clamó en la cruz: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Porqué me has abandonado?”. Ese hombre complejo, sutil pero fundamentalmente directo y, ante todo, capaz de suscitar amor, no pudo ser inventado. Jesús resulta extraordinario y a la vez tan convincente, tan cálido en su humanidad y, sin embargo, tan claramente poseedor de una bondad sobrehumana, que al leer los Evangelios no puede uno dejar de sentir que fue exactamente lo que incontables millones de personas han creído durante dos milenios: no sólo un hombre, sino el Hijo de Dios. Con todo, la noción de Dios-Hombre parece tan contrario a lo que nos dicta la razón, un reto tal a las leyes de la física y la biología, que los eruditos y seudo eruditos seguirán negando la verdad del Jesús de los Evangelios. Pero para los cristianos, Jesús no es un enigma que deba ser explicado, sino el ser humano más digno de ser amado. Y el Dios que tiene poder de darles la vida eterna.
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BIBLIOGRAFIA Enumerar la bibliografía para esta obra se me hace difícil; porque son tantos los autores que tome de ellos; quienes hablan de Jesus. Desde los paganos como: LUCIANO DE SAMOSATA MARA BAR SERAPION CORNELIO TACITO PLINIO EL JOVEN Los judíos como: THALLOS y el mismo TALMUD HEBREO Los Romanos: JULIO AFRICANO FLAVIO JOSEFO FLEGON TRALLIANO CLEMENTE ALEJANDRINO Y muchos autores como: JUAN ANTONIO MONROY DANIEL ROPS SAMUEL PAGAN LUIS BUSQUETS PEDRO MIGUEL LAMET JOSEPH ALOISIUS RATZINGER . El Papa 265 Benedicto XVI. Así mismo muchos autores con el mismo libro sagrado La Biblia.
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INDICE PAGINAS 1.- Dedicación………………………………………..…………………….02 2.- Prologo…………………………………………………………………..02 3.-Su Origen…………………………………………………………………03 4.-Su Madre…………………………………………………………………..08 5.- Sus Discípulos.…………………………………………………………..14 6.- Su Primer Discípulo………………………………………………………19 7.- Sus Mandamientos………………………………………………………24 8.- La Oración que enseño………………………………………………….30 9.-Sus Milagros………………………………………………………………..34 10.- Sus Bienaventuranzas…………………………………………………..37 11.- En el Desierto……………………………………………………………..39 12.- La Ultima Cena…………………………………………………………….42 13.-Su Traición…………………………………………………………………..46 14.-Su Condena………………………………………………………………..51 15.- Su Muerte………………………………………………………………….54 16.-Su Resurrección…………………………………………………………...56 17.-¿Su Realidad?......................................................................................60 18.- Bibliografía…………………………………………………………………62 19.-Indice………………………………………………………………………..63
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