El gato soñador Había una vez un pueblo pequeño. Un pueblo con casas de piedras, calles retorcidas y muchos, muchos gatos. Los gatos vivían allí felices, de casa en casa durante el día, de tejado en tejado durante la noche. La convivencia entre las personas y los gatos era perfecta. Los humanos les dejaban campar a sus anchas por sus casas, les acariciaban el lomo, y le daban de comer. A cambio, los felinos perseguían a los ratones cuando estos trataban de invadir las casas y les regalaban su compañía las tardes de lluvia. Y no había quejas… Hasta que llegó Misifú. Al principio, este gato de pelaje blanco y largos bigotes hizo exactamente lo mismo que el resto: merodeaba por los tejados, perseguía ratones, se dejaba acariciar las tardes de lluvia. Pero pronto, el gato Misifú se aburrió de hacer siempre lo mismo, de que la vida gatuna en aquel pueblo de piedra se limitara a aquella rutina y dejó de salir a cazar ratones. Se pasaba las noches mirando a la luna. – Te vas a quedar tonto de tanto mirarla – le decían sus amigos. Pero Misifú no quería escucharles. No era la luna lo que le tenía enganchado, sino aquel aire de magia que tenían las noches en los que su luz invadía todos los rincones. – ¿No ves que no conseguirás nada? Por más que la mires, la luna no bajará a estar contigo. Pero Misifú no quería que la luna bajara a hacerle compañía. Le valía con sentir la dulzura con la que impregnaba el cielo cuando brillaba con todo su esplendor. Porque aunque nadie parecía entenderlo, al gato Misifú le gustaba lo que esa luna redonda y plateada le hacía sentir, lo que le hacía pensar, lo que le hacía soñar. – Mira la luna. Es grande, brillante y está tan lejos. ¿No podremos llegar nosotros ahí donde está ella? ¿No podremos salir de aquí, ir más allá? – preguntaba Misifú a su amiga Ranina. Ranina se estiraba con elegancia y le lanzaba un gruñido. – ¡Ay que ver, Misifú! ¡Cuántos pájaros tienes en la cabeza! Pero Misifú no tenía pájaros sino sueños, muchos y quería cumplirlos todos…
– Tendríamos que viajar, conocer otros lugares, perseguir otros animales y otras vidas. ¿Es que nuestra existencia va a ser solo esto? Muy pronto los gatos de aquel pueblo dejaron de hacerle caso. Hasta su amiga Ranina se cansó de escucharle suspirar. Tal vez por eso, tal vez porque la luna le dio la clave, el gato Misifú desapareció un día del pueblo de piedra. Nadie consiguió encontrarle. – Se ha marchado a buscar sus sueños. ¿Habrá llegado hasta la luna?– se preguntaba con curiosidad Ranina… Nunca más se supo del gato Misifú, pero algunas noches de luna llena hay quien mira hacia el cielo y puede distinguir entre las manchas oscuras de la luna unos bigotes alargados. No todos pueden verlo. Solo los soñadores son capaces. ¿Eres capaz
Cuento de Jerusalén Edgar Allan Poe Corramos a las murallas -dijo Abel-Phittim a Buzi-Ben-Levi y a Simeón el Fariseo, el décimo día del mes de Tammuz del año del mundo tres mil novecientos cuarenta y uno-. Corramos a las murallas, junto a la puerta de Benjamín, en la ciudad de David, que dominan el campamento de los incircuncisos; pues es la última hora de la cuarta guardia y va a salir el sol; y los idólatras, cumpliendo la promesa de Pompeyo, deben de estar esperándonos con los corderos para los sacrificios. Simeón, Abel-Phittim y Buzi-Ben-Levi eran los Gizbarim o subcolectores de las ofrendas en la santa ciudad de Jerusalén. -Bien has dicho -replicó el Fariseo-. Apresurémonos, porque esta generosidad por parte de los paganos es sorprendente, y la volubilidad ha sido siempre atributo de los adoradores de Baal. -Que son volubles y traidores es tan cierto como el Pentateuco -dijo Buzi-Ben-Levi, pero ello tan sólo para con el pueblo de Adonai. ¿Cuándo se ha sabido que los amonitas descuidaran sus intereses? ¡No me parece que sea tan generoso facilitarnos corderos para el altar del Señor y recibir en cambio treinta siclos de plata por cabeza!
-Olvidas, Ben-Levi -replicó Abel-Phittim-, que el romano Pompeyo, impío sitiador de la ciudad del Altísimo, no tiene la seguridad de que los corderos así adquiridos serán dedicados a alimento del espíritu y no del cuerpo. -¡Cómo, por las cinco puntas de mi barba! -gritó el Fariseo, que pertenecía a la secta de los llamados Tundidores (pequeño grupo de santos, cuya manera de tundirse y lacerarse los pies contra el suelo era desde hacía mucho una espina y un reproche para los devotos menos ahincados, y una piedra de toque para los transeúntes menos dotados)-. ¡Por las cinco puntas de esa barba, que, por ser sacerdote, me está vedado afeitarme! ¿Habremos vivido para ver el día en que un blasfemo idólatra advenedizo romano nos acuse de destinar a los apetitos de la carne los elementos más santos y consagrados? ¿Habremos vivido para ver el día en que…? -No nos preocupemos de las razones del filisteo -lo interrumpió Abel-Phittim-, pues hoy nos beneficiamos por primera vez de su avaricia o de su generosidad; apresurémonos a llegar a las murallas, no sea que las ofrendas falten en ese altar cuyo fuego las lluvias del cielo no pueden extinguir, y cuyas columnas de humo ninguna tempestad puede alterar. La parte de la ciudad hacia la cual se encaminaban nuestros excelentes Gizbarim ostentaba el nombre de su arquitecto, el rey David, y era considerada como la zona mejor fortificada de Jerusalén, hallándose situada sobre la abrupta y majestuosa colina de Sión. Un ancho y profundo foso circunvalatorio, tallado en la roca viva, estaba defendido por una solidísima muralla que nacía en su borde interno. A intervalos regulares surgían en la muralla torres cuadradas de mármol blanco, las menores tenían sesenta pies de alto, y las mayores, ciento veinte. Pero en las cercanías de la puerta de Benjamín la muralla no nacía del borde mismo del foso. Por el contrario, entre el nivel de éste y la base del baluarte alzábase un risco de doscientos cincuenta codos que formaba parte del abrupto monte Moriah. Así, cuando Simeón y sus compañeros llegaron a lo alto de la torre llamada Adoni-Bezek -la más alta de las torres que rodeaban Jerusalén y lugar habitual de parlamentos con el ejército sitiador- pudieron contemplar el campamento del enemigo desde una eminencia que sobrepasaba en muchos pies la pirámide de Keops y en no pocos el templo de Belus. -En verdad digo -suspiró el Fariseo, mientras se inclinaba sobre el vertiginoso precipicio-, los incircuncisos son tantos como las arenas de la playa… como las langostas del desierto. El valle del Rey se ha convertido en el valle de Adommin. -Y, sin embargo -agregó Ben-Levi-, no podrías señalarme un solo filisteo… ¡No, ni siquiera uno, desde Aleph a Tau, desde el desierto hasta las fortificaciones, que parezca más grande que la letra Jod! -¡Bajad la cesta con los siclos de plata! -gritó de pronto, con acentos tan broncos como ásperos, un soldado romano que parecía haber surgido de las regiones de Plutón-. ¡Bajad esa cesta con el maldito dinero, cuyo solo nombre basta para dislocar la mandíbula de un noble romano! ¿Es así como mostráis vuestra gratitud hacia nuestro amo Pompeyo, que, en su condescendiente bondad, ha creído oportuno escuchar vuestras importunidades de idólatras? El dios Febo, que es un
dios verdadero, corre en su carro desde hace una hora. ¿Y no teníais vosotros que estar en las murallas cuando asomara? ¡Ædepol! ¿Creéis que nosotros, conquistadores del mundo, no tenemos otra cosa que hacer que esperar a la puerta de cada perrera para traficar con los perros de este mundo? ¡Vamos, abajo… y atención a que vuestras baratijas tengan el color y el peso debidos! -¡El Elohim! -profirió el Fariseo, mientras los discordantes acentos del centurión resonaban en los peñascos del precipicio y se perdían contra el templo-. ¡El Elohim! ¿Quién es el dios Febo? ¿A quién invoca el blasfemador? ¡Dilo tú, BuziBen-Levi, que eres versado en las leyes de los gentiles, y has habitado entre los que se contaminan con los Teraphim? ¿Habló de Nergal el idólatra? ¿O de Ashimah? ¿De Nibhaz… de Tartak… de Adramalech… de Anamalech… de Succoth-Benith… de Dagon… de Belial… de Baal-Perith… de Baal-Peor… o de Baal-Zebub? -De ninguno de ellos, en verdad… pero ten cuidado que la cuerda no resbale demasiado rápidamente entre tus dedos, pues si la cesta quedara colgada de aquel peñasco saliente harías caer lamentablemente las santas cosas del santuario. Con ayuda de una máquina de construcción bastante grosera, la cesta pesadamente cargada descendió entonces con lentitud hasta llegar a la muchedumbre de abajo; desde el vertiginoso pináculo podía verse a los romanos que se amontonaban confusamente en torno de ella, pero la gran altura y la niebla no permitían divisar con precisión lo que pasaba. Transcurrió así media hora. -¡Llegaremos demasiado tarde! -suspiró el Fariseo al cumplirse este período, mientras miraba hacia el abismo-. ¡Llegaremos demasiado tarde, y los Katholim nos despojarán de nuestras funciones! -¡Nunca más nos regalaremos con lo mejor de la tierra! -agregó Abel-Phittim-. ¡Nuestras barbas perderán su perfume de incienso y nuestros cuerpos el hermoso lino del Templo! -¡Raca! -juró Ben-Levi-. ¿Pretenderán robarnos el dinero de la compra? ¡Santísimo Moisés! ¿Estarán acaso pesando los siclos del tabernáculo? -¡Han dado la señal! -gritó el Fariseo-. ¡Por fin han dado la señal! ¡Tira de la cuerda, Abel-Phittim… y también tú, Buzi-Ben-Levi! ¡Pues en verdad digo que los filisteos están sujetando todavía la cesta o el Señor ha dulcificado sus corazones y la han cargado con un animal de gran peso! Y los Gizbarim tiraron de la cuerda, mientras su carga ascendía balanceándose pesadamente entre la espesa niebla. -¡Booshoh! ¡Booshoh! Tal fue la exclamación que brotó de los labios de Ben-Levi cuando, después de una hora de trabajo, empezó a verse algo en la extremidad de la cuerda.
-¡Booshoh! ¡Oh vergüenza! ¡Es un carnero de los sotos de Engedi… y más arrugado que el valle de Jehoshaphat! -Es un primer nacido del rebaño -opuso Abel-Phittim-. Lo reconozco por su balido y por su manera inocente de doblar las patas. Sus ojos son más hermosos que las joyas del Pectoral, y su carne es como la miel del Hebrón. -Es un becerro engordado en las praderas de Bashan -dijo el Fariseo-. ¡Los paganos se han portado admirablemente con nosotros! ¡Que nuestras voces se alcen en un salmo! ¡Demos las gracias con el shawm y el salterio! ¡Con el arpa y el huggab, con la cítara y el sacabuche! Sólo cuando la cesta se hallaba a pocos pies de los Gizbarim, un sordo gruñido les reveló que contenía un cerdo de enorme tamaño. -¡El Emanu! -gritó el trío, levantando los ojos y soltando la cuerda, con lo cual el cerdo se volvió de cabeza entre los filisteos-. ¡El Emanu! ¡Dios sea con nosotros…! ¡Es la carne innominable! fin
Del agua de la isla [Minicuento - Texto completo.] Edgar Allan Poe
Primero nos negamos a probarla, suponiéndola corrompida. Ignoro cómo dar una idea justa de su naturaleza, y no lo conseguiré sin muchas palabras. A pesar de correr con rapidez por cualquier desnivel, nunca parecía límpida, excepto al despeñarse en un salto. En casos de poco declive, era tan consistente como una infusión espesa de goma arábiga, hecha en agua común. Este, sin embargo, era el menos singular de sus caracteres. No era incolora ni era de un color invariable, ya que su fluencia proponía a los ojos todos los matices del púrpura como los tonos de una seda cambiante. Dejamos que se asentaran en una vasija y comprobamos que la entera masa del líquido estaba separada en vetas distintas, cada una de tono individual, y que esas vetas no se mezclaban. Si se pasaba la hoja de un cuchillo a lo ancho de las vetas, el agua se cerraba inmediatamente, y al retirar la hoja desaparecía el rastro. En cambio, cuando la hoja era insertada con precisión entre dos de las vetas, ocurría una separación perfecta que no se rectificaba en seguida. FIN El barril de amontillado [Cuento - Texto completo.]
Edgar Allan Poe
Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga. Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida. Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos. Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento. -Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas. -¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval! -Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión. -¡Amontillado!
-Tengo mis dudas. -¡Amontillado! -Y he de pagarlo. -¡Amontillado! -Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá… -Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez. -Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted. -Vamos, vamos allá. -¿Adónde? -A sus bodegas. -No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi… -No tengo ningún compromiso. Vamos. -No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre. -A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado. Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas. Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors. El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas. -¿Y el barril? -preguntó.
-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva. Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez. -¿Salitre? -me preguntó, por fin. -Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos? -¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!…! A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos. -No es nada -dijo por último. -Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi… -Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos. -Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad. Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo. -Beba -le dije, ofreciéndole el vino. Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron. -Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro. -Y yo, por la larga vida de usted. De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino. -Esas cuevas -me dijo- son muy vastas. -Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia. -He olvidado cuáles eran sus armas. -Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón. -¡Muy bien! -dijo.
Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo. -El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos… -No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc. Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender. Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco. -¿No comprende usted? -preguntó. -No -le contesté. -Entonces, ¿no es usted de la hermandad? -¿Cómo? -¿No pertenece usted a la masonería? -Sí, sí -dije-; sí, sí. -¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón? -Un masón -repliqué. -A ver, un signo -dijo. -Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil. -Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado. -Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo. Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París. Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo,
formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban. En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo. -Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi… -Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí. En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto. -Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano. -¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro. -Cierto -repliqué-, el amontillado. Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás. Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse. Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía: -¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je! -El amontillado -dije. -¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos. -Sí -dije-; vámonos ya. -¡Por el amor de Dios, Montresor! -Sí -dije-; por el amor de Dios. En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz: -¡Fortunato! No hubo respuesta, y volví a llamar. -¡Fortunato! Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat! El corazón delator [Cuento - Texto completo.] Edgar Allan Poe
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia. Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre… Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre. Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía. Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá
me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás… pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente. Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: -¿Quién está ahí? Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte. Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena… ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación. Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre. Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito. ¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme. Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas. Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo… ¡ja, ja! Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora? Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar. Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación
y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima. Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos. Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte! -¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón! FIN El corazón delator [Cuento - Texto completo.] Edgar Allan Poe
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia. Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre… Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre. Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía. Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás… pero no. Su cuarto
estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente. Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: -¿Quién está ahí? Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte. Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena… ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación. Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre. Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito. ¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado. Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza
posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme. Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas. Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo… ¡ja, ja! Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora? Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar. Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo,
con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima. Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos. Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte! -¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón! FIN El diablo en el campanario [Cuento - Texto completo.] Edgar Allan Poe
¿Qué hora es? -Antiguo adagio Todo el mundo sabe, de una manera general, que el lugar más hermoso del mundo es -o era, ¡ay!- la villa holandesa de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como queda a alguna distancia de cualquiera de los caminos principales, en una situación en cierto modo extraordinaria, quizá muy pocos de mis lectores la hayan visitado. Para estos últimos convendrá que sea algo prolijo al respecto. Y ello es en verdad tanto más necesario cuanto que si me propongo hacer aquí una historia de los calamitosos sucesos que han ocurrido recientemente dentro de sus límites, lo hago con la esperanza de atraer la simpatía pública en favor de sus habitantes. Ninguno de quienes me conocen dudará de que el deber que me impongo será cumplido en la medida de mis posibilidades, con toda esa rígida imparcialidad, ese cauto examen de los hechos y esa diligente cita de autoridades que deben distinguir siempre a quien aspira al título de historiador. Gracias a la ayuda conjunta de medallas, manuscritos e inscripciones estoy capacitado para decir, positivamente, que la villa de Vondervotteimittiss ha existido, desde su origen, en la misma exacta condición que aún hoy conserva. De la fecha de su origen, sin embargo, me temo que sólo hablaré con esa especie de indefinida precisión que los matemáticos se ven a veces obligados a tolerar en ciertas fórmulas algebraicas. La fecha, puedo decirlo, teniendo en cuenta su remota antigüedad, no ha de ser menor que cualquier cantidad determinable. Con respecto a la etimología del nombre Vondervotteimittiss, me confieso, con pena, en la misma falta. Entre multitud de opiniones sobre este delicado punto algunas agudas, algunas eruditas, algunas todo lo contrario- soy incapaz de elegir ninguna que pueda considerarse satisfactoria. Quizá la idea de Grogswigg -que casi coincide con la de Kroutaplenttey- deba ser prudentemente preferida. Es la siguiente: Vondervotteimittiss -Vonder, lege Donder- Votteimittiss, quasi und Bleitziz -Bleitziz obsol: pro Blitzen. Esta etimología, a decir verdad, se halla confirmada por algunas huellas de fluido eléctrico manifiestas en lo alto del campanario del edificio de la Municipalidad. No deseo, sin embargo, pronunciarme en tema de semejante importancia, y debo remitir al lector deseoso de información a las Oratiunculae de Rebus Praeter-Veteris, de Dundergutz. Véase también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, págs. 27 a 5.010, in folio, edición gótica, caracteres rojos y blancos, con reclamos y sin iniciales, donde pueden consultarse también las notas marginales autógrafas de Stuffundpuff y los comentarios de Gruntundguzzell. No obstante la oscuridad que envuelve la fecha de la fundación de Vondervotteimittiss y la etimología de su nombre, no cabe duda, como dije antes, de que siempre existió como lo vemos actualmente. El hombre más viejo de la villa no recuerda la menor diferencia en el aspecto de cualquier parte de la misma, y, a decir verdad, la sola insinuación de semejante posibilidad es considerada un insulto. La aldea está situada en un valle perfectamente circular, de un cuarto de milla de circunferencia, aproximadamente, rodeado por encantadoras colinas cuyas cimas
sus habitantes nunca osaron pasar. Lo justifican con la excelente razón de que no creen que haya absolutamente nada del otro lado. En torno a la orilla del valle (que es muy uniforme y pavimentado de baldosas chatas) se extiende una hilera continua de sesenta casitas. De espaldas a las colinas, miran, claro está, al centro de la llanura que queda justo a sesenta yardas de la puerta de cada una. Cada casa tiene un jardinillo delante, con un sendero circular, un cuadrante solar y veinticuatro repollos. Los edificios mismos son tan exactamente parecidos que es imposible distinguir uno de otro. A causa de su gran antigüedad el estilo arquitectónico es algo extraño, pero no por ello menos notablemente pintoresco. Están construidos con pequeños ladrillos endurecidos a fuego, rojos, con los extremos negros, de manera que las paredes semejan un tablero de ajedrez de gran tamaño. Los gabletes miran al frente y hay cornisas, tan grandes como todo el resto de la casa, sobre los aleros y las puertas principales. Las ventanas son estrechas y profundas, con vidrios muy pequeños y grandes marcos. Los tejados están cubiertos de abundantes tejas de grandes bordes acanalados. El maderaje es todo de color oscuro, muy tallado, pero pobre en la variedad del diseño, pues desde tiempo inmemorial los tallistas de Vondervotteimittiss sólo han sabido tallar dos objetos: el reloj y el repollo. Pero lo hacen admirablemente bien y los prodigan con singular ingenio allí donde encuentran espacio para la gubia. Las casas son tan semejantes por dentro como por fuera, y el moblaje responde a un solo modelo. Los pisos son de baldosas cuadradas, las sillas y mesas de madera negra con patas finas y retorcidas, adelgazadas en la punta. Las chimeneas son anchas y altas, y tienen no sólo relojes y repollos esculpidos en el frente, sino un verdadero reloj que hace un prodigioso tic-tac, en el centro de la repisa, y en cada extremo un florero con un repollo que sobresale a manera de batidor. Entre cada repollo y el reloj hay un hombrecillo de porcelana con una gran barriga, y en ella un agujero a través del cual se ve el cuadrante de un reloj. Los hogares son amplios y profundos, con morillos de aspecto retorcido y agresivo. Allí arde constantemente el fuego sobre el cual pende un enorme pote lleno de repollo agrio y carne de cerdo, que una buena mujer de la casa vigila continuamente. Es una anciana pequeña y gruesa, de ojos azules y cara roja, y usa un gran bonete como un terrón de azúcar, adornado de cintas purpúreas y amarillas. El vestido es de una basta mezcla de lana y algodón de color naranja, muy amplio por detrás y muy corto de talle, a decir verdad muy corto en otras partes, pues no baja de la mitad de la pierna. Las piernas son un poco gruesas, lo mismo que los tobillos, pero lleva un bonito par de calcetines verdes que se las cubren. Los zapatos, de cuero rosado, se atan con un lazo de cinta amarilla que se abre en forma de repollo. En la mano izquierda lleva un pequeño reloj holandés; en la derecha empuña un cucharón para el repollo agrio y el cerdo. Tiene a su lado un gordo gato mosqueado, con un reloj de juguete atado a la cola que «los muchachos» le han puesto por bromear. En cuanto a los muchachos, están los tres en el jardín cuidando el cerdo. Tienen cada uno dos pies de altura. Usan sombrero de tres puntas, chaleco color púrpura que les llega hasta los muslos, calzones de piel de ante, calcetines rojos de lana,
pesados zapatos con hebilla de plata y largos levitones con grandes botones de nácar. Cada uno de ellos tiene, además, una pipa en la boca y en la mano derecha un pequeño reloj protuberante. Una bocanada de humo y un vistazo, un vistazo y una bocanada de humo. El cerdo, que es corpulento y perezoso, se ocupa ya de recoger las hojas que caen de los repollos, ya de dar una coz al reloj dorado que los pillos le han atado también a la cola para ponerle tan elegante como al gato. Justo delante de la puerta de entrada, en un sillón de alto respaldo y asiento de cuero, con patas retorcidas de puntas finas como las mesas, está sentado el viejo dueño de la casa en persona. Es un anciano pequeño e hinchado, de grandes ojos redondos y doble papada enorme. Sus ropas se parecen a las de los muchachos, y no necesito decir nada más al respecto. Toda la diferencia reside en que su pipa es un poco más grande que la de aquéllos y puede aspirar una bocanada mayor. Como ellos, usa reloj, pero lo lleva en el bolsillo. A decir verdad, tiene que cuidar algo más importante que un reloj, y he de explicar ahora de qué se trata. Se sienta con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda, muestra un grave continente y mantiene, por lo menos, uno de sus ojos resueltamente clavado en cierto objeto notable que se halla en el centro de la llanura. Este objeto está situado en el campanario del edificio de la Municipalidad. Los miembros del Consejo Municipal son todos muy pequeños, redondos, grasos, inteligentes, con grandes ojos como platos y gordo doble mentón, y usan levitones mucho más largos y las hebillas de los zapatos mucho más grandes que los habitantes comunes de Vondervotteimittiss. Desde que vivo en la villa han tenido varias sesiones especiales y han adoptado estas tres importantes resoluciones: «Que está mal cambiar la vieja y buena marcha de las cosas.» «Que no hay nada tolerable fuera de Vondervotteimittiss», y «Que seremos fieles a nuestros relojes y a nuestros repollos.» Sobre la sala de sesiones del Consejo se encuentra la torre, y en la torre el campanario, donde existe y ha existido, desde tiempos inmemoriales, el orgullo y maravilla del pueblo: el gran reloj de la villa de Vondervotteimittiss. Y a este objeto se dirige la mirada de los viejos señores sentados en los sillones con asiento de cuero. El gran reloj tiene siete cuadrantes, uno a cada lado de la torre, de modo que se lo puede ver fácilmente desde todos los ángulos. Sus cuadrantes son grandes y blancos, las agujas pesadas y negras. Hay un campanero cuya única obligación es cuidarlo; pero esta obligación es la más perfecta de las sinecuras, pues jamás se ha sabido hasta hoy que el reloj de Vondervotteimittiss haya necesitado nada de él. Hasta hace poco tiempo, la simple suposición de semejante cosa era considerada herética. Desde el más remoto período de la antigüedad al cual hacen referencia los archivos, la gran campana ha dado regularmente la hora. Y a decir verdad, lo mismo ocurría con todos los otros relojes grandes y chicos de la villa. Nunca hubo otro lugar semejante para saber la hora exacta. Cuando el gran badajo consideraba oportuno decir: «¡Las doce!», todos sus obedientes seguidores abrían la boca
simultáneamente y respondían como un verdadero eco. En una palabra: los buenos burgueses eran aficionados a su repollo agrio, pero estaban orgullosos de sus relojes. Todas las gentes que poseen sinecuras son más o menos respetadas, y como el campanero de Vondervotteimittiss tiene la más perfecta de las sinecuras, es el más perfectamente respetado de todos los hombres del mundo. Es el principal dignatario de la villa, y los mismos cerdos lo miran con un sentimiento de reverencia. Los faldones de su levita son mucho más largos; su pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su barriga, mucho más, grandes que los de cualquier otro señor del pueblo; y, en cuanto a su papada, no sólo es doble, sino triple. Acabo de pintar la feliz condición de Vondervotteimittiss. ¡Lástima que tan hermoso cuadro tuviera que sufrir un cambio! Era un viejo dicho de los más prudentes habitantes que «nada bueno puede venir del otro lado de las colinas»; y en verdad parece que las palabras tuvieron algo de proféticas. Faltaban anteayer cinco minutos para mediodía cuando apareció un objeto de aspecto muy extraño en lo alto de la colina del este. Semejante suceso atrajo, por supuesto, la atención universal, y cada pequeño señor sentado en un sillón con asiento de cuero volvió uno de sus ojos con asombrada consternación hacia el fenómeno, mientras mantenía el otro en el reloj de la torre. En el momento en que faltaban sólo tres minutos para mediodía se advirtió que el singular objeto en cuestión era un joven muy diminuto con aire de extranjero. Descendía las colinas a gran velocidad, de modo que todos tuvieron pronto oportunidad de mirarlo bien. Era en verdad el personaje más precioso y más pequeño que jamás se hubiera visto en Vondervotteimittiss. Su rostro mostraba un oscuro color tabaco y tenía una larga nariz ganchuda, ojos como guisantes, una gran boca y una excelente hilera de dientes que parecía deseoso de mostrar sonriendo de oreja a oreja. Entre los bigotes y las patillas no quedaba nada del resto de su cara por ver. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo cuidadosamente rizado con papillotes. Constituía su traje una levita de faldones puntiagudos, de uno de cuyos bolsillos colgaba la larga punta de un pañuelo blanco, pantalones de casimir negro, medias negras y escarpines de punta mocha con grandes lazos de cinta de satén negra. Bajo un brazo llevaba un granchapeau-de-bras y bajo el otro un violín casi cinco veces más grande que él. En la mano izquierda tenía una tabaquera de oro de la cual, mientras bajaba la colina haciendo cabriolas y toda clase de piruetas fantásticas, aspiraba incesantemente tabaco con el aire más satisfecho del mundo. ¡Santo Dios! ¡Qué espectáculo para los honestos burgueses de Vondervotteimittiss! Hablando francamente el individuo tenía, a pesar de su sonrisa, un aire audaz y siniestro, y mientras corcoveaba derecho hacia la villa, el viejo aspecto de sus escarpines mochos despertó no pocas sospechas, y más de un burgués que lo miraba aquel día hubiera dado algo por atisbar debajo del pañuelo de algodón blanco que colgaba tan importunamente del bolsillo de su levita puntiaguda. Pero lo que provocaba justa indignación era que el picaro galancete, mientras daba aquí un paso de fandango, allí una vuelta, no parecía tener la más remota idea de eso que se llama guardar el compás.
Las buenas gentes del pueblo apenas habían tenido tiempo de abrir por completo los ojos cuando, faltando medio minuto para mediodía, el bribón se plantó de un salto en medio de ellos, hizo un chassez aquí, unbalancez allá y luego, después de una pirouette y de un pas-de-zephyr, subió como en un vuelo hasta el campanario del edificio de la Municipalidad, donde el campanero, estupefacto, fumaba con expresión de dignidad y espanto. Pero el pequeño personaje lo tomó de inmediato por la nariz, lo sacudió y lo empujó, le encajó el gran chapeau-de-bras en la cabeza, se lo hundió hasta la boca y entonces, enarbolando el violín, lo golpeó tanto y con tanta fuerza que entre el campanero tan gordo y el violín tan hueco se hubiera jurado que había un regimiento de tambores redoblando la retreta del diablo en lo alto del campanario de la torre de Vondervotteimittiss. No se sabe qué acto desesperado de venganza hubiera provocado en los habitantes este ataque sin conciencia, de no ser por el importante hecho de que entonces faltaba sólo medio segundo para mediodía. La campana estaba a punto de sonar y era una cuestión de absoluta y suprema necesidad que todos pudieran mirar bien sus relojes. Parecía evidente, sin embargo, que justo en ese momento el individuo de la torre estaba haciendo con el reloj algo que no le correspondía. Pero como empezaba a sonar, nadie tuvo tiempo de atender a sus maniobras, pues estaban todos entregados a contar las campanadas. -¡Una! -dijo el reloj. -¡Uuna! -repitió como un eco cada viejo y pequeño señor en cada sillón con asiento de cuero, en Vondervotteimittiss-. ¡Uuna! -dijo también su reloj-. ¡Una! -dijo también el reloj de su mujer-. ¡Uuna! -los relojes de los muchachos y los pequeños y dorados relojitos de juguete en las colas del gato y el cerdo. -¡Dos! -continuó la gran campana. -¡Tos! -repitieron todos los relojes. -¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! -dijo la campana. -¡Dres! ¡Cuatro! ¡Cingo! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nuefe! ¡Tiez! -respondieron los otros. -¡Once! -dijo la grande. -¡Once! -asintieron las pequeñas. -¡Doce! -dijo la campana. -¡Toce! -replicaron todos, perfectamente satisfechos, y dejando caer la voz. -¡Y las toce son! -dijeron todos los viejos y pequeños señores, guardando sus relojes. Pero el gran reloj todavía no había terminado con ellos. -¡Trece! -dijo. –¡Der Teufel! -boquearon los viejos y pequeños hombrecitos empalideciendo, dejando caer la pipa y bajando todos la pierna derecha de la rodilla izquierda. –¡Der Teufel! -gimieron-. ¡Drece! ¡Drece! ¡Mein Gott, son las drece!
¿Para qué intentar la descripción de la terrible escena que siguió? Todo Vondervotteimittiss se sumió de inmediato en un lamentable estado de confusión. -¿Qué le pasa a mi fiendre? -gimieron todos los muchachos-. ¡Ya tebo esdar hambriento a esda hora! -¿Qué le pasa a mi rebollo? -chillaron todas las mujeres-. ¡Ya tebe esdar deshecho a esta hora! -¿Qué le pasa a mi biba? -juraron los viejos y pequeños señores-. ¡Druenos y cendellas! -y la llenaron de nuevo con rabia y, reclinándose en los sillones, aspiraron con tanta rapidez y tanta furia que el valle entero se llenó inmediatamente de un humo impenetrable. Entretanto los repollos se pusieron muy rojos y parecía como si el viejo Belcebú en persona se hubiese apoderado de todo lo que tuviera forma de reloj. Los relojes tallados en los muebles empezaron a bailar como embrujados, mientras los de las chimeneas apenas podían contenerse en su furia y se obstinaban en tal forma en dar las trece y en agitar y menear los péndulos, que eran realmente horribles de ver. Pero lo peor de todo es que ni los gatos ni los cerdos podían soportar más la conducta de los relojitos atados a sus colas, y lo demostraban disparando por todas partes, arañando y arremetiendo, gritando y chillando, aullando y berreando, arrojándose a las caras de las gentes, metiéndose debajo de las faldas y creando el más horrible estrépito y la más abominable confusión que una persona razonable pueda concebir. Y el pequeño y desvergonzado bribón de la torre hacía evidentemente todo lo posible para tornar más afligentes las cosas. De vez en cuando podía vérselo a través del humo. Estaba sentado en el campanario sobre el campanero, que yacía tirado de espaldas. El bellaco sujetaba con los dientes la cuerda de la campana y la sacudía continuamente con la cabeza, provocando tal estrépito que me zumban los oídos de sólo pensarlo. Sobre su regazo descansaba el gran violín, y lo rascaba sin ritmo ni compás con las dos manos, haciendo una gran parodia, ¡el badulaque! de «Judy O’Flannagan and Paddy O’Rafferty». Estando las cosas en esa lastimosa situación abandoné el lugar con disgusto, y ahora apelo a todos los amantes de la hora exacta y del buen repollo agrio. Marchemos en masa a la villa y restauremos el antiguo orden de cosas reinante en Vondervotteimittiss, expulsando de la torre al pequeño individuo
El engaño del globo [Cuento - Texto completo.]
Edgar Allan Poe
¡Asombrosas noticias por expreso, vía Norfolk! ¡Travesía del Atlántico en tres días! ¡Extraordinario triunfo de la máquina volante del señor Monck Mason! ¡Llegada a la isla Sullivan, cerca de Charleston, Carolina del Sur, del señor Mason, el señor Robert Holland, el señor Henson, el señor Harrison Ainsworth y otros cuatro pasajeros, a bordo del globo dirigible Victoria, luego de 75 horas de viaje de costa a costa! ¡Todos los detalles del vuelo!
El siguiente jeux d’esprit, con los titulares que preceden en enormes caracteres, abundantemente separados por signos de admiración, fue publicado por primera vez en el New York Sun, con intención de proporcionar alimento indigesto a los quidnuncs durante las pocas horas entre los dos correos de Charleston. La conmoción producida y el arrebato del “único diario que traía las noticias” fue más allá de lo prodigioso; y, para decir la verdad, si el Victoria “no” efectuó el viaje reseñado (como aseguran algunos), difícil sería encontrar razones que le hubiesen impedido llevarlo a cabo.
E.A.P.
¡El gran problema ha sido, por fin, resuelto! ¡Al igual que la tierra y el océano, el aire ha sido sometido por la ciencia y habrá de convertirse en un camino tan cómodo como transitado para la humanidad! ¡El Atlántico ha sido cruzado en globo! ¡Sin dificultad, sin peligro aparente, con un perfecto dominio de la máquina, y en el periodo inconcebiblemente breve de 75 horas de costa a costa! Gracias a la decisión de uno de nuestros representantes en Charleston, Carolina del Sur, somos los primeros en proporcionar al público una crónica detallada de este viaje extraordinario, efectuado entre el sábado 6 del corriente, a las once a.m., y el jueves 9, a las dos p.m., por el señor Everard Bringhurst, el señor Osborne, sobrino de lord Bentinck; el señor Monck Mason y el señor Robert Holland, los afamados aeronautas; el señor Harrison Ainsworth, autor de Jack Sheppard y otras obras; el señor Henson, diseñador de la reciente y fracasada máquina voladora, y dos marinos de Woolwich; ocho personas en total. Los detalles que siguen pueden considerarse auténticos y exactos en todo sentido, pues, con una sola excepción, fueron copiados verbatim de los diarios de navegación de los señores Monck Mason y Harrison Ainsworth, a cuya gentileza debe nuestro corresponsal muchas informaciones verbales sobre el globo, su construcción y otras cuestiones no menos interesantes. La única alteración del manuscrito El globo “Dos notorios fracasos recientes -los del señor Henson y el señor George Cayley- habían debilitado mucho el interés público por la navegación aérea. El proyecto del señor Henson (que aun los hombres de ciencia consideraron al comienzo como factible) se fundaba en el principio de un plano inclinado, lanzado desde una eminencia por una fuerza extrínseca que se continuaba luego por la revolución de unas paletas que en forma y número semejaban las de un molino de viento. Empero, las experiencias practicadas con modelos en la Adelaide Gallery mostraron que la revolución de aquellas paletas no sólo no impulsaba la máquina, sino que impedía su vuelo. La única fuerza de propulsión evidente era el ímpetu adquirido durante el descenso por el plano inclinado, y este ímpetu llevaba más lejos a la máquina cuando las paletas estaban inmóviles que cuando funcionaban, hecho suficientemente demostrativo de la inutilidad de estas últimas. Como es natural, en ausencia de la fuerza propulsora, que era al mismo tiempo sustentadora, la máquina se veía obligada a descender. “Esta última consideración movió al señor George Cayley a adaptar una hélice a alguna máquina que tuviera una fuerza sustentadora independiente: en una palabra, a un globo. Aquella idea no sólo tenía la novedad de su especial aplicación práctica. El señor George exhibió un modelo en el Instituto Politécnico. El principio propulsor se aplicaba aquí a superficies discontinuas o paletas giratorias. El aparato tenía cuatro paletas, que en la práctica resultaron completamente ineficaces para mover el globo o ayudarlo en su ascensión. El proyecto resultó, pues, un fracaso completo. “En esta coyuntura, el señor Monck Mason (cuyo viaje de Dover a Weilburg a bordo del globo Nassau provocara tanto entusiasmo en 1837), concibió la idea de aplicar el principio
de la rosca o hélice de Arquímedes a los efectos de la propulsión en el aire, atribuyendo correctamente el fracaso de los modelos del señor Henson y de el señor George Cayley a la interrupción de la superficie en las paletas independientes. Llevó a cabo la primera experiencia pública en los salones de Willis, pero más tarde trasladó su modelo a la Adelaide Gallery. “A semejanza del globo del señor George, su globo era elipsoidal. Tenía trece pies y seis pulgadas de largo por seis pies y ocho pulgadas de alto. Contenía unos 320 pies cúbicos de gas; si se introducía hidrógeno puro, éste podía soportar 21 libras inmediatamente después de haber sido inflado el globo, antes de que el gas se estropeara o escapara. El peso total de la máquina y el aparato era de 17 libras, dejando un margen de unas cuatro libras. Por debajo del centro del globo había una armazón de madera liviana de unos nueve pies de largo, unida al globo por una red como las que se usan habitualmente para ese fin. La barquilla, de mimbre se hallaba suspendida del armazón. “La hélice consistía en un eje hueco de bronce de 18 pulgadas de largo, en el cual, sobre una semiespiral inclinada en un ángulo de quince grados, pasaba una serie de radios de alambre de acero de dos pies de largo, que se proyectaban a un pie de distancia a cada lado. Dichos radios estaban unidos en sus puntos por dos bandas de alambre aplanado, constituyendo así el armazón de la hélice, la cual se completaba mediante un forro de seda impermeabilizada, cortada de manera de seguir la espiral y presentar una superficie suficientemente unida. La hélice se hallaba sostenida en los dos extremos de su eje por brazos de bronce, que descendían del armazón superior. Dichos brazos tenían orificios en la parte inferior, donde los pivotes del eje podían girar libremente. De la porción del eje más cercana a la barquilla salía un vástago de acero que conectaba la hélice con el engranaje de una máquina a resorte fijada en la barquilla. Haciendo funcionar este resorte o cuerda se lograba que la hélice girara a gran velocidad, comunicando un movimiento progresivo a la aeronave. Gracias a un timón se hacía tomar a ésta cualquier rumbo. El resorte era sumamente fuerte comparado con sus dimensiones y podía levantar 45 libras de peso sobre un rodillo de cuatro pulgadas de diámetro en la primera vuelta, aumentando gradualmente su poder a medida que adquiría velocidad. Pesaba en total ocho libras y seis onzas. El gobernalle consistía en un marco liviano de caña cubierto de seda, parecido a una raqueta; tenía tres pies de largo y un pie en su parte más ancha. Pesaba dos onzas. Podía colocárselo horizontalmente, haciéndolo subir y bajar, y moverlo a derecha e izquierda verticalmente, con lo cual permitía al aeronauta transferir la resistencia del aire determinada por su inclinación hacia cualquier lado y hacer que el globo se moviera en dirección opuesta. “Este modelo (que por falta de tiempo hemos descrito imperfectamente) fue ensayado en la Adelaida Gallery, donde alcanzó una velocidad de cinco millas horarias. Aunque parezca extraño, provocó muy poco interés comparado con la anterior y complicada máquina del señor Henson; tan dispuesto se muestra el mundo a despreciar toda cosa que se presente llena de sencillez. Para llevar a cabo el gran desiderátum de la navegación aérea, se suponía en general que debería llegarse a la complicada aplicación de algún profundísimo principio de la dinámica. “Empero, tan satisfecho se sentía el señor Mason del buen resultado de su invención, que resolvió construir inmediatamente, si era posible, un globo de capacidad suficiente para probar su eficacia en un viaje bastante extenso; la intención original consistía en cruzar el
Canal de la Mancha, como se había hecho anteriormente en el globo Nassau. A fin de llevar su proyecto a la práctica, solicitó y obtuvo el patronazgo del señor Everard Bringhurst y del señor Osborne, caballeros bien conocidos por su saber científico y el interés que demostraban por los progresos de la navegación aérea. A pedido del señor Osborne, el proyecto fue mantenido en el más riguroso secreto, y las únicas personas al tanto de la idea fueron aquellas que se ocuparon de la construcción de la máquina. Se construyó ésta bajo la dirección de los señores Mason, Holland, Bringhurst y Osborne, en la residencia de este último, cerca de Penstruthal, en Gales. El señor Henson, así como su amigo el señor Ainsworth, fueron admitidos a una exhibición privada del globo el sábado pasado, cuando ambos caballeros hacían sus preparativos para ser incluidos entre los pasajeros del globo. No se nos ha dado la razón por la cual estos caballeros se agregaron a la expedición, pero dentro de uno o dos días haremos conocer a nuestros lectores los menores detalles concernientes al extraordinario viaje. “El globo es de seda, barnizado con goma o caucho líquido. De vastas dimensiones, contiene más de 40,000 pies cúbicos de gas. Dado que se utilizó gas de alumbrado en vez de hidrógeno, mucho más costoso, el poder sustentatorio de la aeronave, completamente inflada y poco después, no sobrepasa las 2500 libras. El gas de alumbrado no sólo resulta mucho más barato, sino que es fácilmente obtenible y manejable. “Debemos al señor Charles Green el uso del gas de alumbrado para los fines de la aeronavegación. Hasta su descubrimiento, la inflación de los globos no sólo era sumamente cara, sino de incierto resultado. Con frecuencia se empleaban dos o tres días en fútiles tentativas para procurarse suficiente cantidad de hidrógeno para llenar un globo, del cual este gas tiene gran tendencia a escapar debido a su extremada tenuidad y a su afinidad con la atmósfera circundante. Un globo suficientemente impermeable como para conservar su contenido de gas de alumbrado durante seis meses, apenas alcanzará a mantener seis semanas una carga equivalente de hidrógeno. “Habiéndose calculado la fuerza de sustentación en 2500 libras, y el peso de todos los viajeros en 1200, quedaba un excedente de 1300, de los cuales 1200 se integraron con lastre, preparado en sacos de diferente tamaño, cada uno con su peso marcado, cordajes, barómetros, telescopios, barriles con provisiones para una quincena, tanques de agua, abrigos, sacos de noche y otras cosas indispensables, incluido un calentador de café que funcionaba por medio de cal viva, evitando así por completo el uso del fuego, justamente considerado como muy peligroso. Todos estos artículos, salvo el lastre y unas pocas cosas, fueron suspendidos del armazón superior. La barquilla es proporcionalmente mucho más pequeña y liviana que la que se había colocado en el primer modelo en escala reducida. Se la construyó de mimbre liviano y extraordinariamente fuerte a pesar de su frágil aspecto. Tiene unos cuatro pies de profundidad. El gobernalle es mucho más grande que el del modelo, mientras la hélice es bastante más pequeña. El globo está provisto de un ancla con varios ganchos y una cuerdaguía. Esta última es de excepcional importancia y requiere algunas palabras explicativas para aquellos lectores que no se hallan al tanto de la misma. “Tan pronto el globo se aleja de la tierra, queda sometido a diversas circunstancias que tienden a crear una diferencia en su peso, aumentando y disminuyendo su fuerza ascensional. Por ejemplo, en la seda puede depositarse el rocío, hasta pesar varios cientos de libras; preciso es entonces arrojar lastre, pues de lo contrario la aeronave descenderá. Arrojado el lastre, si
el sol hace evaporar el rocío, dilatando al mismo tiempo el gas del globo, éste volverá a ascender. Para impedirlo, el único recurso posible (hasta que el señor Green inventó la cuerdaguía) consistía en dejar escapar un poco de gas por medio de una válvula. Pero la pérdida de gas supone una pérdida equivalente de poder ascensional, vale decir que después de un período relativamente breve el globo mejor construido agotará sus recursos y tendrá que descender. Esto constituía hasta entonces el gran obstáculo para los viajes largos. “La cuerdaguía remedia esta dificultad de la manera más simple que imaginarse pueda. Consiste en una soga muy larga que cuelga de la barquilla, destinada a impedir que el globo varíe de altitud bajo ninguna circunstancia. Si, por ejemplo, se deposita humedad en la cubierta de seda y la aeronave empieza a descender, no será necesario arrojar lastre para compensar este aumento de peso, sino que bastará soltar la soga hasta que arrastre por el suelo todo lo necesario para establecer el equilibrio. Si, por el contrario, alguna otra circunstancia ocasionara un aligeramiento del globo y su consiguiente ascenso, se lo contrarresta recogiendo cierta cantidad de soga, cuyo peso se agrega entonces al del globo. En esta forma el aerostato sólo subirá y bajará muy poco, y su capacidad de gas y de lastre se mantendrá invariable. Cuando se vuela sobre una superficie líquida hay que emplear pequeños barriles de cobre o madera, llenos de una sustancia líquida más liviana que el agua. Dichos barriles flotan y cumplen la misma función que la soga en tierra firme. Otra función importante de esta última consiste en señalar la dirección del globo. Tanto en tierra como en mar, la cuerda arrastra sobre la superficie y, por tanto, el globo vuela siempre un poco adelantado con respecto a ella; basta, pues, establecer una relación entre ambos objetos por medio del compás para establecer el rumbo. Del mismo modo, el ángulo formado por la cuerda con el eje vertical del globo indica la velocidad de éste. Cuando no hay ningún ángulo, o, en otras palabras, cuando la cuerda cuelga verticalmente, el aparato se encuentra estacionario; cuanto más abierto sea el ángulo, es decir, cuanto más adelante se halle el globo con respecto al extremo de la cuerda, mayor será la velocidad, y viceversa. “Como la intención original consistía en cruzar el Canal de la Mancha y descender lo más cerca posible de París, los viajeros habían tenido la precaución de proveerse de pasaportes válidos para todos los países del continente, especificando la naturaleza de la expedición, como en el caso del viaje del Nassau, y facilitándoles la exención de las formalidades habituales de las aduanas; acontecimientos inesperados, empero, hicieron inútiles estos documentos. “La inflación del globo empezó con la mayor reserva al amanecer del sábado 6 del corriente, en el gran patio de Wheal-Vor House, residencia del señor Osborne, a una milla de Penstruthal, Gales del Norte. A las once y siete minutos los preparativos quedaron terminados, y el globo se elevó suave pero seguramente en dirección al sur. Durante la primera media hora no se emplearon ni la hélice ni el gobernalle. Transcribimos ahora el diario de viaje, según lo recogió el señor Forsyth de los manuscritos de los señores Monck Mason y Ainsworth. El cuerpo principal del diario es de puño y letra del señor Mason, al cual se agrega una posdata diaria del señor Ainsworth, quien tiene en preparación y dará pronto a conocer una crónica tan detallada cuanto apasionante del viaje.” El diario “Sábado 6 de abril.-Luego que todos los preparativos que podían resultar molestos quedaron terminados durante la noche, empezamos la inflación al alba; una espesa niebla que envolvía
los pliegues de la seda y no nos permitía disponerla debidamente atrasó esta tarea hasta las once de la mañana. Desamarramos entonces llenos de optimismo y subimos suave pero continuamente, con un ligero viento del norte que nos llevó hacia el Canal de la Mancha. Notamos que la fuerza ascensional era mayor de lo que esperábamos; una vez que hubimos remontado sobrepasando la zona de los acantilados, los rayos solares influyeron para que nuestro ascenso se hiciera aún más rápido. No quise, sin embargo, perder gas en esta temprana etapa de nuestra aventura, y decidimos seguir subiendo. No tardamos en recoger nuestra cuerdaguía, pero, aun después que hubo dejado de tocar tierra, seguimos subiendo con notable rapidez. El globo se mostraba insólitamente estable y su aspecto era magnífico. Diez minutos después de salir, el barómetro indicaba 15,000 pies de altitud. Teníamos un tiempo excelente, y el panorama de las regiones circundantes, uno de los más románticos visto desde cualquier lado, era ahora particularmente sublime. Las numerosas y profundas hondonadas daban la impresión de lagos, a causa de los densos vapores que las llenaban, y los montes y picos del sudeste, amontonado en inextricable confusión, sólo admitían ser comparados con las gigantescas ciudades de las fábulas orientales. “Nos acercábamos rápidamente a las montañas meridionales, pero estábamos lo bastante elevados como para franquearlas sin riesgo. Pocos minutos después las sobrevolamos magníficamente; tanto el señor Ainsworth como los dos marinos se sorprendieron de su aparente pequeñez vistas desde la barquilla, ya que la gran altitud de un globo tiende a reducir las desigualdades de la superficie de la tierra hasta dar la impresión de una continua llanura. A las once y media, derivando siempre hacia el sur, tuvimos nuestra primera visión del Canal de Bristol; quince minutos más tarde, los rompientes de la costa se hallaban debajo de nosotros, e iniciábamos el vuelo sobre el mar. Resolvimos entonces soltar suficiente gas como para que nuestra cuerdaguía, con las boyas atadas al extremo, tomara contacto con el agua. Se hizo así de inmediato e iniciamos un descenso gradual. Veinte minutos más tarde nuestra primera boya tocó el agua y, cuando la segunda estableció a su vez contacto, quedamos a una altura estacionaria. Todos estábamos ansiosos por probar la eficacia del gobernalle y de la hélice, y los hicimos funcionar inmediatamente a fin de acentuar el rumbo hacia el este, en dirección a París. Gracias al timón, no tardamos en desviamos en ese sentido, manteniendo el rumbo casi en ángulo recto con el del viento; luego hicimos funcionar el resorte de la hélice y nos regocijamos muchísimo al comprobar que nos impulsaba exactamente como queríamos. En vista de ello lanzamos nueve hurras de todo corazón y arrojamos al mar una botella conteniendo un pergamino donde se describía brevemente el principio de la invención. “Apenas habíamos terminado de expresar nuestro contento, cuando un accidente inesperado nos descorazonó muchísimo. El vástago de acero que conectaba el resorte con la hélice se salió bruscamente de su lugar en la barquilla (a causa de un balanceo de la misma, ocasionado por algún movimiento de uno de los marinos que habíamos embarcado con nosotros), y quedó colgando lejos de nuestro alcance, tomado en el pivote del eje de la hélice. Mientras tratábamos de recuperarlo, y nuestra atención se hallaba por completo absorbida en esto, nos tomó un fortísimo viento del este que nos llevó con fuerza creciente rumbo al Atlántico. Pronto nos encontramos volando a un promedio que ciertamente no era inferior a 50 ó 60 millas por hora, tanto que llegamos a la altura de Cape Clear, situado a unas 40 millas al norte, antes de haber asegurado el vástago y tener una idea clara de lo que ocurría.
“Fue entonces cuando el señor Ainsworth formuló una propuesta extraordinaria, pero que en mi opinión no tenía nada de irrazonable o de quimérica, y que fue inmediatamente secundada por el señor Holland: quiero decir que aprovecháramos la fuerte brisa que nos impulsaba y, en lugar de retroceder rumbo a París, hiciéramos la tentativa de alcanzar la costa de Norteamérica, la cual (¡cosa rara!) sólo fue objetada por los dos marinos. Pero, como estábamos en mayoría, dominamos sus temores y decidimos mantener resueltamente el rumbo. Seguimos, pues, hacia el oeste; pero como el arrastre de las boyas demoraba nuestro avance y teníamos perfecto dominio sobre el globo, tanto para subir como para bajar, empezamos por desprendernos de 50 libras de lastre y luego, por medio de un cabestrante, recogimos la cuerda hasta conseguir que no tocara la superficie del mar. Inmediatamente notamos el efecto de esta maniobra, pues aumentó nuestra velocidad y, como el viento acreciera, volamos con una rapidez casi inconcebible; la cuerdaguía flotaba detrás de la barquilla como un gallardete en un navío. “De más está decir que nos bastó poquísimo tiempo para perder de vista la costa. Pasamos sobre cantidad de navíos de toda clase, algunos de los cuales trataban de navegar a la bolina, pero en su mayoría se mantenían a la capa. Provocamos el más extraordinario revuelo a bordo de todos ellos, revuelo del que gozamos grandemente, y muy especialmente nuestros dos marineros, que, bajo la influencia de un buen trago de ginebra, se habían resuelto a tirar por la borda escrúpulo y todo temor. Muchos de aquellos barcos nos dispararon salvas, y en todos ellos fuimos saludados con sonoros hurras (que oíamos con notable nitidez) y saludos con gorras y pañuelos. Continuamos en esta forma durante todo el día sin mayores incidentes, y cuando nos envolvieron las sombras de la noche, calculamos grosso modo la distancia recorrida, encontrando que no podía bajar de 500 millas, y probablemente las excedía por mucho. La hélice funcionaba continuamente y sin duda ayudaba en gran medida a nuestro avance. Cuando se puso el sol, el viento se convirtió en un verdadero huracán y el océano era perfectamente visible a causa de su fosforescencia. El viento sopló del este toda la noche, dándonos los mejores augurios de éxito. Sufrimos muchísimo a causa del frío, y la humedad atmosférica era harto desagradable; pero el amplio espacio en la barquilla nos permitía acostarnos, y con ayuda de nuestras capas y algunos colchones pudimos arreglarnos bastante bien. “P.S. [por el señor Ainsworth].-Las últimas nueve horas han sido indiscutiblemente las más apasionantes de mi vida. Imposible imaginar nada más exaltante que el extraño peligro, que la novedad de una aventura como ésta. ¡Quiera Dios que triunfemos! No pido el triunfo por la mera seguridad de mi insignificante persona, sino por el conocimiento de la humanidad y por la grandeza de semejante triunfo. Sin embargo, la hazaña es tan practicable que me asombra que los hombres hayan vacilado hasta ahora en intentarla. Basta con que una galerna como la que ahora nos favorece arrastre un globo durante cuatro o cinco días (y estos huracanes suelen durar más) para que el viajero se vea fácilmente transportado de costa a costa. Con un viento semejante el vasto Atlántico se convierte en un mero lago. “En este momento lo que más me impresiona es el supremo silencio que reina en el mar por debajo de nosotros, a pesar de su gran agitación. Las aguas no hacen oír su voz a los cielos. El inmenso océano llameante se retuerce y sufre su tortura sin quejarse. Las crestas montañosas sugieren la idea de innumerables demonios gigantescos y mudos, que luchan en una imponente agonía. En una noche como ésta, un hombre vive, vive un siglo entero de vida ordinaria; y no cambiaría yo esta arrebatadora delicia por todo ese siglo de vida común.
“Domingo 7 [por el señor Mason].-A las diez de la mañana la galerna amainó hasta convertirse en un viento de ocho o nueve nudos (con respecto a un barco en alta mar), llevándonos a una velocidad de unas 30 millas horarias. El viento ha girado considerablemente hacia el norte, y ahora, a la puesta del sol, mantenemos nuestro rumbo hacia el oeste gracias al gobernalle y a la hélice, que cumplen sus tareas de manera admirable. Considero que mi mecanismo ha tenido el mejor de los éxitos, y la navegación aérea hacia cualquier rumbo (y no a merced de los vientos) deja de ser un problema. Cierto es que no hubiéramos podido volar en contra del fuerte viento de ayer, pero, en cambio, ascendiendo, hubiésemos escapado a su influencia de haber sido ello necesario. Estoy convencido de que con ayuda de la hélice podríamos avanzar contra un viento bastante intenso. A mediodía alcanzamos una altura de 25,000 pies, luego de arrojar lastre. Buscábamos una corriente de aire más directa, pero no hallamos ninguna tan favorable como la que seguimos ahora. Tenemos abundante provisión de gas para cruzar este insignificante charco, aunque el viaje nos lleve tres semanas. El resultado final no me inspira el más mínimo temor. Las dificultades de la empresa han sido extrañamente exageradas y mal entendidas. Puedo elegir mi viento más favorable y, en caso de que todos los vientos fuesen contrarios, la hélice me permitiría seguir adelante. No ha habido ningún incidente digno de mención. La noche se anuncia muy serena. “P.S. [por el señor Ainsworth].-Poco tengo que anotar, salvo que, para mi sorpresa, a una altura igual a la del Cotopaxi no he sentido ni mucho frío, ni dificultad respiratoria o jaqueca. Todos mis compañeros coinciden conmigo; tan sólo el señor Osborne se quejó de cierta opresión en los pulmones, pero pronto se le pasó. Hemos volado a gran velocidad durante el día y debemos hallarnos a más de la mitad del Atlántico. Pasamos sobre veinte o treinta navíos de diversos tipos, y todos ellos se mostraron jubilosamente asombrados. Cruzar el océano en globo no es, después de todo, una hazaña tan ardua. Omne ignotum pro magnifico. Detalle interesante: a 25,000 pies de altura el cielo parece casi negro y las estrellas se ven con toda claridad; en cuanto al mar, no aparece convexo, como podría suponerse, sino total y absolutamente cóncavo. “Lunes 8 ([por el señor Mason].-Esta mañana volvimos a tener algunas dificultades con la varilla de la hélice, que deberá ser completamente modificada en el futuro, para evitar accidentes serios. Aludo al vástago de acero y no a las paletas, pues éstas son inmejorables. El viento sopló constante y fuertemente del norte durante todo el día, y hasta ahora la fortuna parece dispuesta a favorecemos. Poco antes de aclarar nos alarmaron algunos extraños ruidos y sacudidas en el globo, que, sin embargo, no tardaron en cesar. Aquellos fenómenos se debían a la dilatación del gas por el aumento del calor atmosférico, y la consiguiente ruptura de las menudas partículas de hielo que se habían formado durante la noche en toda la estructura de tela. Arrojamos varias botellas a los navíos que encontrábamos. Vimos que una de ellas era recogida por los tripulantes de un navío, probablemente uno de los paquebotes que hacen el servicio a Nueva York. Tratamos de leer su nombre, pero no estamos seguros de haberlo entendido. Con ayuda del catalejo del señor Osborne desciframos algo así como Atalanta. Ahora es medianoche y seguimos volando rápidamente hacia el oeste. El mar está muy fosforescente. “P.S. [por el señor Ainsworth].-Son las dos de la madrugada y el tiempo sigue muy sereno; resulta difícil saberlo exactamente, pues el globo se mueve junto con el viento. No he
dormido desde que salimos de Wheal-Vor, pero me es imposible seguir resistiendo y trataré de descansar un rato. Ya no podemos estar lejos de la costa norteamericana. “Martes 9 [por el señor Ainsworth].-A la una p.m. Estamos a la vista de la costa baja de Carolina del Sur. El gran problema ha quedado resuelto. ¡Hemos cruzado el Atlántico… cómoda y fácilmente, en globo! ¡Alabado sea Dios! ¿Quién dirá desde hoy que hay algo imposible?” Así termina el diario de navegación. El señor Ainsworth, empero, agregó algunos detalles en su conversación con el señor Forsyth. El tiempo estaba absolutamente calmo cuando los viajeros avistaron la costa, que fue inmediatamente reconocida por los dos marinos y por el señor Osbome. Como este último tenía amigos en el fuerte Moultrie, se resolvió descender en las inmediaciones. Se hizo llegar el globo hasta la altura de la playa (pues había marea baja, y la arena tan lisa como dura se adaptaba admirablemente para un descenso) y se soltó el ancla, que no tardó en quedar firmemente enganchada. Como es natural, los habitantes de la isla y los del fuerte se precipitaron para contemplar el globo, pero costó muchísimo trabajo convencerlos de que los viajeros venían… del otro lado del Atlántico. El ancla se hincó en tierra exactamente a las dos p.m., y el viaje quedó completado en 75 horas, o quizá menos, contando de costa a costa. No ocurrió ningún accidente serio durante la travesía, ni se corrió peligro alguno. El globo fue desinflado sin dificultades. En momentos en que la crónica de la cual extraemos esta narración era despachada desde Charleston, los viajeros se hallaban todavía en el fuerte Moultrie. No se sabe cuáles son sus intenciones futuras, pero prometemos a nuestros lectores nuevas informaciones, ya sea el lunes o, a más tardar, el martes. Estamos en presencia de la empresa más extraordinaria, interesante y trascendental jamás cumplida o intentada por el hombre. Vano sería tratar de deducir en este momento las magníficas consecuencias que de ella pueden derivarse. FIN
El tonel de amontillado [Cuento - Texto completo.]
Edgar Allan Poe
Había yo soportado hasta donde me era posible las mil ofensas de que Fortunato me hacía objeto, pero cuando se atrevió a insultarme juré que me vengaría. Vosotros, sin embargo, que conocéis harto bien mi alma, no pensaréis que proferí amenaza alguna. Me vengaría a la larga; esto quedaba definitivamente decidido, pero, por lo mismo que era definitivo, excluía toda idea de riesgo. No sólo debía castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un
agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y tampoco es reparado si el vengador no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha ofendido. Téngase en cuenta que ni mediante hechos ni palabras había yo dado motivo a Fortunato para dudar de mi buena disposición. Tal como me lo había propuesto, seguí sonriente ante él, sin que se diera cuenta de que mi sonrisa procedía, ahora, de la idea de su inmolación. Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros sentidos era hombre de respetar y aun de temer. Enorgullecíase de ser un connaisseur en materia de vinos. Pocos italianos poseen la capacidad del verdadero virtuoso. En su mayor parte, el entusiasmo que fingen se adapta al momento y a la oportunidad, a fin de engañar a los millonarios ingleses y austriacos. En pintura y en alhajas Fortunato era un impostor, como todos sus compatriotas; pero en lo referente a vinos añejos procedía con sinceridad. No era yo diferente de él en este sentido; experto en vendimias italianas, compraba con largueza todos los vinos que podía. Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba a su locura más extrema, cuando encontré a mi amigo. Acercóseme con excesiva cordialidad, pues había estado bebiendo en demasía. Disfrazado de bufón, llevaba un ajustado traje a rayas y lucía en la cabeza el cónico gorro de cascabeles. Me sentí tan contento al verle, que me pareció que no terminaría nunca de estrechar su mano. -Mi querido Fortunato -le dije-, ¡qué suerte haberte encontrado! ¡Qué buen semblante tienes! Figúrate que acabo de recibir un barril de vino que pasa por amontillado, pero tengo mis dudas. -¿Cómo?,-exclamó Fortunato-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a mitad de carnaval…! -Tengo mis dudas -insistí-, pero he sido lo bastante tonto como para pagar su precio sin consultarte antes. No pude dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen negocio. -¡Amontillado! -Tengo mis dudas. -¡Amontillado! -Y quiero salir de ellas. -¡Amontillado! -Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con sentido crítico, es él. Me dirá que… -Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez. -Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto es comparable al tuyo. -¡Ven! ¡Vamos! -¿Adónde? -A tu bodega.
-No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad. Noto que estás ocupado, y Lucresi… -No tengo nada que hacer; vamos. -No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo que tienes un fuerte catarro. Las criptas son terriblemente húmedas y están cubiertas de salitre. -Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te has dejado engañar. En cuanto a Lucresi, es incapaz de distinguir entre jerez y amontillado. Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome una roquelaure, dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo. No encontramos sirvientes en mi morada; habíanse escapado para festejar alegremente el carnaval. Como les había dicho que no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes expresas de no moverse de casa, estaba bien seguro de que todos ellos se habían marchado de inmediato apenas les hube vuelto la espalda. Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a Fortunato, le conduje a través de múltiples habitaciones hasta la arcada que daba acceso a las criptas. Descendimos una larga escalera de caracol, mientras yo recomendaba a mi amigo que bajara con precaución. Llegamos por fin al fondo y pisamos juntos el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresors. Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse tintinearon los cascabeles de su gorro. -El tonel -dijo, -Está más delante -contesté-, pero observa las blancas telarañas que brillan en las paredes de estas cavernas. Se volvió hacía mí y me miró en los ojos con veladas pupilas, que destilaban el flujo de su embriaguez. -¿Salitre? -preguntó, después de un momento. -Salitre -repuse-. ¿Desde cuándo tienes esa tos? El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme durante varios minutos. -No es nada -dijo por fin. -Vamos -declaré con decisión-. Volvámonos; tu salud es preciosa. Eres rico, respetado, admirado, querido; eres feliz como en un tiempo lo fui yo. Tu desaparición sería lamentada, cosa que no ocurriría en mi caso. Volvamos, pues, de lo contrario, te enfermarás y no quiero tener esa responsabilidad. Además está Lucresi, que… -¡Basta! -dijo Fortunato-. Esta tos no es nada y no me matará. No voy a morir de un acceso de tos. -Ciertamente que no -repuse-. No quería alarmarte innecesariamente. Un trago de este Medoc nos protegerá de la humedad.
Rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga hilera de la misma clase colocada en el suelo. -Bebe -agregué, presentándole el vino. Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios. Detúvose y me hizo un gesto familiar, mientras tintineaban sus cascabeles. -Brindo -dijo- por los enterrados que reposan en torno de nosotros. -Y yo brindo por que tengas una larga vida. Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante. -Estas criptas son enormes -observó Fortunato. -Los Montresors -repliqué- fueron una distinguida y numerosa familia. -He olvidado vuestras armas. -Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón. -¿Y el lema? –Nemo me impune lacessit. -¡Muy bien! -dijo Fortunato. Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles. El Medoc había estimulado también mi fantasía. Dejamos atrás largos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales aparecían también toneles y pipas, hasta llegar a la parte más recóndita de las catacumbas. Me detuve otra vez, atreviéndome ahora a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo. -¡Mira cómo el salitre va en aumento! -dije-. Abunda como el moho en las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los huesos… Ven, volvámonos antes de que sea demasiado tarde. La tos… -No es nada -dijo Fortunato-. Sigamos adelante, pero bebamos antes otro trago de Medoc. Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Vaciólo de un trago y sus ojos se llenaron de una luz salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia arriba, gesticulando en una forma que no entendí. Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco. -¿No comprendes? -No -repuse. -Entonces no eres de la hermandad. -¿Cómo?
-No eres un masón. -¡Oh, sí! -exclamé-. ¡Sí lo soy! -¿Tú, un masón? ¡Imposible! -Un masón -insistí. -Haz un signo -dijo él-. Un signo. -Mira -repuse, extrayendo de entre los pliegues de mi roquelaure una pala de albañil. -Te estás burlando -exclamó Fortunato, retrocediendo algunos pasos-. Pero vamos a ver ese amontillado. -Puesto que lo quieres -dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato, que se apoyó pesadamente. Continuamos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una hilera de arcos muy bajos, descendimos, seguimos adelante y, luego de bajar otra vez, llegamos a una profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado que nuestras antorchas dejaron de llamear y apenas alumbraban. En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos espaciosa. Contra sus paredes se habían apilado restos humanos que subían hasta la bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas de París. Tres lados de esa cripta interior aparecían ornamentados de esta manera. En el cuarto, los huesos se habían desplomado y yacían dispersos en el suelo, formando en una parte un amontonamiento bastante grande. Dentro del muro así expuesto por la caída de los huesos, vimos otra cripta o nicho interior, cuya profundidad sería de unos cuatro pies, mientras su ancho era de tres y su alto de seis o siete. Parecía haber sido construida sin ningún propósito especial, ya que sólo constituía el intervalo entre dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas, y formaba su parte posterior la pared, de sólido granito, que las limitaba. Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha, tratara de ver en lo hondo del nicho. La débil luz no permitía adivinar dónde terminaba. -Continúa -dije-. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi… -Es un ignorante -interrumpió mi amigo, mientras avanzaba tambaleándose y yo le seguía pegado a sus talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver que la roca interrumpía su marcha, se detuvo como atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente por unos dos pies. De una de ellas colgaba una cadena corta; de la otra, un candado. Pasándole la cadena alrededor de la cintura, me bastaron apenas unos segundos para aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho. -Pasa tu mano por la pared -dije- y sentirás el salitre. Te aseguro que hay mucha humedad. Una vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres? Pues entonces, tendré que dejarte. Pero antes he de ofrecerte todos mis servicios. -¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había vuelto aún de su estupefacción. -Es cierto -repliqué-. El amontillado.
Mientras decía esas palabras, fui hasta el montón de huesos de que ya he hablado. Echándolos a un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques de piedra y de mortero. Con estos materiales y con ayuda de mi pala de albañil comencé vigorosamente a cerrar la entrada del nicho. Apenas había colocado la primera hilera de mampostería, advertí que la embriaguez de Fortunato se había disipado en buena parte. La primera indicación nació de un quejido profundo que venía de lo hondo del nicho. No era el grito de un borracho. Siguió un largo y obstinado silencio. Puse la segunda hilera, la tercera y la cuarta; entonces oí la furiosa vibración de la cadena. El ruido duró varios minutos, durante los cuales, y para poder escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me senté sobre los huesos. Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé de nuevo mi pala y terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta el pecho. Detúveme nuevamente y, alzando la antorcha sobre la mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre la figura allí encerrada. Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando súbitamente de la garganta de aquella forma encadenada, me hicieron retroceder con violencia. Vacilé un instante y temblé. Desenvainando mi espada, me puse a tantear con ella el interior del nicho, pero me bastó una rápida reflexión para tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la catacumba y me sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a aquel que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé en volumen y en fuerza. Sí, así lo hice, y sus gritos acabaron por cesar. Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su término. Había completado la octava, la novena y la décima hilera. Terminé una parte de la undécima y última; sólo quedaba por colocar y fijar una sola piedra. Luché con su peso y la coloqué parcialmente en posición. Pero entonces brotó desde el nicho una risa apagada que hizo erizar mis cabellos. La sucedió una voz lamentable, en la que me costó reconocer la del noble Fortunato. -¡Ja, ja… ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto… una excelente broma…! ¡Cómo vamos a reírnos en el palazzo… ja, ja… mientras bebamos… ja, ja! -¡El amontillado! -dije. -¡Ja, ja…! ¡Sí… el amontillado…! Pero… ¿no se está haciendo tarde? ¿No nos estarán esperando en el palazzo… mi esposa y los demás? ¡Vámonos! -Sí-dije-. Vámonos. -¡Por el amor de Dios, Montresor! -Sí -dije-. Por el amor de Dios. Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz alta: -¡Fortunato! Silencio. Llamé otra vez. -¡Fortunato!
No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. Sólo me fue devuelto un tintinear de cascabeles. Sentí que una náusea me envolvía; su causa era la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la última piedra en su sitio y la fijé con el mortero. Contra la nueva mampostería volví a alzar la antigua pila de huesos. Durante medio siglo, ningún mortal los ha perturbado. ¡Requiescat in pace! FIN
El pozo y el péndulo [Cuento - Texto completo.]
Edgar Allan Poe
Impia tortorum longas hic turba furores Sanguina innocui, nao satiata, aluit. Sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro, Mors ubi dira fuit vita salusque patent. (Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que ha de ser erigido en el emplazamiento del Club de los Jacobinos en París.)
Sentía náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía; y, cuando por fin me desataron y me permitieron sentarme, comprendí que mis sentidos me abandonaban. La sentencia, la atroz sentencia de muerte, fue el último sonido reconocible que registraron mis oídos. Después, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció fundirse en un soñoliento zumbido indeterminado, que trajo a mi mente la idea de revolución, tal vez porque imaginativamente lo confundía con el ronroneo de una rueda de molino. Esto duró muy poco, pues de pronto cesé de oír. Pero al mismo tiempo pude ver… ¡aunque con qué terrible exageración! Vi los labios de los jueces togados de negro. Me parecieron blancos… más blancos que la hoja sobre la cual trazo estas palabras, y finos hasta lo grotesco; finos por la intensidad de su expresión de firmeza, de inmutable resolución, de absoluto desprecio hacia la tortura humana. Vi que los decretos de lo que para mí era el destino brotaban todavía de aquellos labios. Los vi torcerse mientras pronunciaban una frase letal. Los vi formar las sílabas de mi nombre, y me estremecí, porque ningún sonido llegaba hasta mí. Y en aquellos momentos de horror delirante vi también oscilar imperceptible y suavemente las negras colgaduras que ocultaban los muros de la estancia. Entonces mi visión recayó en las siete
altas bujías de la mesa. Al principio me parecieron símbolos de caridad, como blancos y esbeltos ángeles que me salvarían; pero entonces, bruscamente, una espantosa náusea invadió mi espíritu y sentí que todas mis fibras se estremecían como si hubiera tocado los hilos de una batería galvánica, mientras las formas angélicas se convertían en hueros espectros de cabezas llameantes, y comprendí que ninguna ayuda me vendría de ellos. Como una profunda nota musical penetró en mi fantasía la noción de que la tumba debía ser el lugar del más dulce descanso. El pensamiento vino poco a poco y sigiloso, de modo que pasó un tiempo antes de poder apreciarlo plenamente; pero, en el momento en que mi espíritu llegaba por fin a abrigarlo, las figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia, las altas bujías se hundieron en la nada, mientras sus llamas desaparecían, y me envolvió la más negra de las tinieblas. Todas mis sensaciones fueron tragadas por el torbellino de una caída en profundidad, como la del alma en el Hades. Y luego el universo no fue más que silencio, calma y noche. Me había desmayado, pero no puedo afirmar que hubiera perdido completamente la conciencia. No trataré de definir lo que me quedaba de ella, y menos describirla; pero no la había perdido por completo. En el más profundo sopor, en el delirio, en el desmayo… ¡hasta la muerte, hasta la misma tumba!, no todo se pierde. O bien, no existe la inmortalidad para el hombre. Cuando surgimos del más profundo de los sopores, rompemos la tela sutil de algún sueño. Y, sin embargo, un poco más tarde (tan frágil puede haber sido aquella tela) no nos acordamos de haber soñado. Cuando volvemos a la vida después de un desmayo, pasamos por dos momentos: primero, el del sentimiento de la existencia mental o espiritual; segundo, el de la existencia física. Es probable que si al llegar al segundo momento pudiéramos recordar las impresiones del primero, éstas contendrían multitud de recuerdos del abismo que se abre más atrás. Y ese abismo, ¿qué es? ¿Cómo, por lo menos, distinguir sus sombras de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado el primer momento no pueden ser recordadas por un acto de la voluntad, ¿no se presentan inesperadamente después de un largo intervalo, mientras nos maravillamos preguntándonos de dónde proceden? Aquel que nunca se ha desmayado, no descubrirá extraños palacios y caras fantásticamente familiares en las brasas del carbón; no contemplará, flotando en el aire, las melancólicas visiones que la mayoría no es capaz de ver; no meditará mientras respira el perfume de una nueva flor; no sentirá exaltarse su mente ante el sentido de una cadencia musical que jamás había llamado antes su atención. Entre frecuentes y reflexivos esfuerzos para recordar, entre acendradas luchas para apresar algún vestigio de ese estado de aparente aniquilación en el cual se había hundido mi alma, ha habido momentos en que he vislumbrado el triunfo; breves, brevísimos períodos en que pude evocar recuerdos que, a la luz de mi lucidez posterior, sólo podían referirse a aquel momento de aparente inconsciencia. Esas sombras de recuerdo me muestran, borrosamente, altas siluetas que me alzaron y me llevaron en silencio, descendiendo… descendiendo… siempre descendiendo… hasta que un horrible mareo me oprimió a la sola idea de lo interminable de ese descenso. También evocan el vago horror que sentía mi corazón, precisamente a causa de la monstruosa calma que me invadía. Viene luego una sensación de súbita inmovilidad que invade todas las cosas, como si aquellos que me llevaban (¡atroz cortejo!) hubieran superado en su descenso los límites de lo ilimitado y descansaran de la fatiga de su tarea. Después de esto viene a la mente como un desabrimiento y humedad, y luego, todo es locura la locura de un recuerdo que se afana entre cosas prohibidas.
Súbitamente, el movimiento y el sonido ganaron otra vez mi espíritu: el tumultuoso movimiento de mi corazón y, en mis oídos, el sonido de su latir. Sucedió una pausa, en la que todo era confuso. Otra vez sonido, movimiento y tacto -una sensación de hormigueo en todo mi cuerpo-. Y luego la mera conciencia de existir, sin pensamiento; algo que duró largo tiempo. De pronto, bruscamente, el pensamiento, un espanto estremecedor y el esfuerzo más intenso por comprender mi verdadera situación. A esto sucedió un profundo deseo de recaer en la insensibilidad. Otra vez un violento revivir del espíritu y un esfuerzo por moverme, hasta conseguirlo. Y entonces el recuerdo vívido del proceso, los jueces, las colgaduras negras, la sentencia, la náusea, el desmayo. Y total olvido de lo que siguió, de todo lo que tiempos posteriores, y un obstinado esfuerzo, me han permitido vagamente recordar. Hasta ese momento no había abierto los ojos. Sentí que yacía de espaldas y que no estaba atado. Alargué la mano, que cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La dejé allí algún tiempo, mientras trataba de imaginarme dónde me hallaba y qué era de mí. Ansiaba abrir los ojos, pero no me atrevía, porque me espantaba esa primera mirada a los objetos que me rodeaban. No es que temiera contemplar cosas horribles, pero me horrorizaba la posibilidad de que no hubiese nada que ver. Por fin, lleno de atroz angustia mi corazón, abrí de golpe los ojos, y mis peores suposiciones se confirmaron. Me rodeaba la tiniebla de una noche eterna. Luché por respirar; lo intenso de aquella oscuridad parecía oprimirme y sofocarme. La atmósfera era de una intolerable pesadez. Me quedé inmóvil, esforzándome por razonar. Evoqué el proceso de la Inquisición, buscando deducir mi verdadera situación a partir de ese punto. La sentencia había sido pronunciada; tenía la impresión de que desde entonces había transcurrido largo tiempo. Pero ni siquiera por un momento me consideré verdaderamente muerto. Semejante suposición, no obstante lo que leemos en los relatos ficticios, es por completo incompatible con la verdadera existencia. Pero, ¿dónde y en qué situación me encontraba? Sabía que, por lo regular, los condenados morían en un auto de fe, y uno de éstos acababa de realizarse la misma noche de mi proceso. ¿Me habrían devuelto a mi calabozo a la espera del próximo sacrificio, que no se cumpliría hasta varios meses más tarde? Al punto vi que era imposible. En aquel momento había una demanda inmediata de víctimas. Y, además, mi calabozo, como todas las celdas de los condenados en Toledo, tenía piso de piedra y la luz no había sido completamente suprimida. Una horrible idea hizo que la sangre se agolpara a torrentes en mi corazón, y por un breve instante recaí en la insensibilidad. Cuando me repuse, temblando convulsivamente, me levanté y tendí desatinadamente los brazos en todas direcciones. No sentí nada, pero no me atrevía a dar un solo paso, por temor de que me lo impidieran las paredes de una tumba. Brotaba el sudor por todos mis poros y tenía la frente empapada de gotas heladas. Pero la agonía de la incertidumbre terminó por volverse intolerable, y cautelosamente me volví adelante, con los brazos tendidos, desorbitados los ojos en el deseo de captar el más débil rayo de luz. Anduve así unos cuantos pasos, pero todo seguía siendo tiniebla y vacío. Respiré con mayor libertad; por lo menos parecía evidente que mi destino no era el más espantoso de todos. Pero entonces, mientras seguía avanzando cautelosamente, resonaron en mi recuerdo los mil vagos rumores de las cosas horribles que ocurrían en Toledo. Cosas extrañas se contaban sobre los calabozos; cosas que yo había tomado por invenciones, pero que no por eso eran menos extrañas y demasiado horrorosas para ser repetidas, salvo en voz baja. ¿Me dejarían morir de hambre en este subterráneo mundo de tiniebla, o quizá me aguardaba un destino
todavía peor? Demasiado conocía yo el carácter de mis jueces para dudar de que el resultado sería la muerte, y una muerte mucho más amarga que la habitual. Todo lo que me preocupaba y me enloquecía era el modo y la hora de esa muerte. Mis manos extendidas tocaron, por fin, un obstáculo sólido. Era un muro, probablemente de piedra, sumamente liso, viscoso y frío. Me puse a seguirlo, avanzando con toda la desconfianza que antiguos relatos me habían inspirado. Pero esto no me daba oportunidad de asegurarme de las dimensiones del calabozo, ya que daría toda la vuelta y retornaría al lugar de partida sin advertirlo, hasta tal punto era uniforme y lisa la pared. Busqué, pues, el cuchillo que llevaba conmigo cuando me condujeron a las cámaras inquisitoriales; había desaparecido, y en lugar de mis ropas tenía puesto un sayo de burda estameña. Había pensado hundir la hoja en alguna juntura de la mampostería, a fin de identificar mi punto de partida. Pero, de todos modos, la dificultad carecía de importancia, aunque en el desorden de mi mente me pareció insuperable en el primer momento. Arranqué un pedazo del ruedo del sayo y lo puse bien extendido y en ángulo recto con respecto al muro. Luego de tentar toda la vuelta de mi celda, no dejaría de encontrar el jirón al completar el circuito. Tal es lo que, por lo menos, pensé, pues no había contado con el tamaño del calabozo y con mi debilidad. El suelo era húmedo y resbaladizo. Avancé, titubeando, un trecho, pero luego trastrabillé y caí. Mi excesiva fatiga me indujo a permanecer postrado y el sueño no tardó en dominarme. Al despertar y extender un brazo hallé junto a mí un pan y un cántaro de agua. Estaba demasiado exhausto para reflexionar acerca de esto, pero comí y bebí ávidamente. Poco después reanudé mi vuelta al calabozo y con mucho trabajo llegué, por fin, al pedazo de estameña. Hasta el momento de caer al suelo había contado cincuenta y dos pasos, y al reanudar mi vuelta otros cuarenta y ocho, hasta llegar al trozo de género. Había, pues, un total de cien pasos. Contando una yarda por cada dos pasos, calculé que el calabozo tenía un circuito de cincuenta yardas. No obstante, había encontrado numerosos ángulos de pared, de modo que no podía hacerme una idea clara de la forma de la cripta, a la que llamo así pues no podía impedirme pensar que lo era. Poca finalidad y menos esperanza tenían estas investigaciones, pero una vaga curiosidad me impelía a continuarlas. Apartándome de la pared, resolví cruzar el calabozo por uno de sus diámetros. Avancé al principio con suma precaución, pues aunque el piso parecía de un material sólido, era peligrosamente resbaladizo a causa del limo. Cobré ánimo, sin embargo, y terminé caminando con firmeza, esforzándome por seguir una línea todo lo recta posible. Había avanzado diez o doce pasos en esta forma cuando el ruedo desgarrado del sayo se me enredó en las piernas. Trastabillando, caí violentamente de bruces. En la confusión que siguió a la caída no reparé en un sorprendente detalle que, pocos segundos más tarde, y cuando aún yacía boca abajo, reclamó mi atención. Helo aquí: tenía el mentón apoyado en el piso del calabozo, pero mis labios y la parte superior de mi cara, que aparentemente debían encontrarse a un nivel inferior al de la mandíbula, no se apoyaba en nada. Al mismo tiempo me pareció que bañaba mi frente un vapor viscoso, y el olor característico de los hongos podridos penetró en mis fosas nasales. Tendí un brazo y me estremecí al descubrir que me había desplomado exactamente al borde de un pozo circular, cuya profundidad me era imposible descubrir por el momento. Tanteando en la mampostería que bordeaba el pozo logré desprender un menudo fragmento y lo tiré al abismo. Durante largos segundos escuché cómo repercutía al golpear en su descenso las paredes del pozo;
hubo por fin un chapoteo en el agua, al cual sucedieron sonoros ecos. En ese mismo instante oí un sonido semejante al de abrirse y cerrarse rápidamente una puerta en lo alto, mientras un débil rayo de luz cruzaba instantáneamente la tiniebla y volvía a desvanecerse con la misma precipitación. Comprendí claramente el destino que me habían preparado y me felicité de haber escapado a tiempo gracias al oportuno accidente. Un paso más antes de mi caída y el mundo no hubiera vuelto a saber de mí. La muerte a la que acababa de escapar tenía justamente las características que yo había rechazado como fabulosas y antojadizas en los relatos que circulaban acerca de la Inquisición. Para las víctimas de su tiranía se reservaban dos especies de muerte: una llena de horrorosos sufrimientos físicos, y otra acompañada de sufrimientos morales todavía más atroces. Yo estaba destinado a esta última. Mis largos padecimientos me habían desequilibrado los nervios, al punto que bastaba el sonido de mi propia voz para hacerme temblar, y por eso constituía en todo sentido el sujeto ideal para la clase de torturas que me aguardaban. Estremeciéndome de pies a cabeza, me arrastré hasta volver a tocar la pared, resuelto a perecer allí antes que arriesgarme otra vez a los horrores de los pozos -ya que mi imaginación concebía ahora más de uno- situados en distintos lugares del calabozo. De haber tenido otro estado de ánimo, tal vez me hubiera alcanzado el coraje para acabar de una vez con mis desgracias precipitándome en uno de esos abismos; pero había llegado a convertirme en el peor de los cobardes. Y tampoco podía olvidar lo que había leído sobre esos pozos, esto es, que su horrible disposición impedía que la vida se extinguiera de golpe. La agitación de mi espíritu me mantuvo despierto durante largas horas, pero finalmente acabé por adormecerme. Cuando desperté, otra vez había a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me consumía una sed ardiente y de un solo trago vacié el jarro. El agua debía contener alguna droga, pues apenas la hube bebido me sentí irresistiblemente adormilado. Un profundo sueño cayó sobre mí, un sueño como el de la muerte. No sé, en verdad, cuánto duró, pero cuando volví a abrir los ojos los objetos que me rodeaban eran visibles. Gracias a un resplandor sulfuroso, cuyo origen me fue imposible determinar al principio, pude contemplar la extensión y el aspecto de mi cárcel. Mucho me había equivocado sobre su tamaño. El circuito completo de los muros no pasaba de unas veinticinco yardas. Durante unos minutos, esto me llenó de una vana preocupación. Vana, sí, pues nada podía tener menos importancia, en las terribles circunstancias que me rodeaban, que las simples dimensiones del calabozo. Pero mi espíritu se interesaba extrañamente en nimiedades y me esforcé por descubrir el error que había podido cometer en mis medidas. Por fin se me reveló la verdad. En la primera tentativa de exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento en que caí al suelo. Sin duda, en ese instante me encontraba a uno o dos pasos del jirón de estameña, es decir, que había cumplido casi completamente la vuelta del calabozo. Al despertar de mi sueño debí emprender el camino en dirección contraria, es decir, volviendo sobre mis pasos, y así fue cómo supuse que el circuito medía el doble de su verdadero tamaño. La confusión de mi mente me impidió reparar entonces que había empezado mi vuelta teniendo la pared a la izquierda y que la terminé teniéndola a la derecha. También me había engañado sobre la forma del calabozo. Al tantear las paredes había encontrado numerosos ángulos, deduciendo así que el lugar presentaba una gran irregularidad. ¡Tan potente es el efecto de las tinieblas sobre alguien que
despierta de la letargia o del sueño! Los ángulos no eran más que unas ligeras depresiones o entradas a diferentes intervalos. Mi prisión tenía forma cuadrada. Lo que había tomado por mampostería resultaba ser hierro o algún otro metal, cuyas enormes planchas, al unirse y soldarse, ocasionaban las depresiones. La entera superficie de esta celda metálica aparecía toscamente pintarrajeada con todas las horrendas y repugnantes imágenes que la sepulcral superstición de los monjes había sido capaz de concebir. Las figuras de demonios amenazantes, de esqueletos y otras imágenes todavía más terribles recubrían y desfiguraban los muros. Reparé en que las siluetas de aquellas monstruosidades estaban bien delineadas, pero que los colores parecían borrosos y vagos, como si la humedad de la atmósfera los hubiese afectado. Noté asimismo que el suelo era de piedra. En el centro se abría el pozo circular de cuyas fauces, abiertas como si bostezara, acababa de escapar; pero no había ningún otro en el calabozo. Vi todo esto sin mucho detalle y con gran trabajo, pues mi situación había cambiado grandemente en el curso de mi sopor. Yacía ahora de espaldas, completamente estirado, sobre una especie de bastidor de madera. Estaba firmemente amarrado por una larga banda que parecía un cíngulo. Pasaba, dando muchas vueltas, por mis miembros y mi cuerpo, dejándome solamente en libertad la cabeza y el brazo derecho, que con gran trabajo podía extender hasta los alimentos, colocados en un plato de barro a mi alcance. Para mayor espanto, vi que se habían llevado el cántaro de agua. Y digo espanto porque la más intolerable sed me consumía. Por lo visto, la intención de mis torturadores era estimular esa sed, pues la comida del plato consistía en carne sumamente condimentada. Mirando hacia arriba observé el techo de mi prisión. Tendría unos treinta o cuarenta pies de alto, y su construcción se asemejaba a la de los muros. En uno de sus paneles aparecía una extraña figura que se apoderó por completo de mi atención. La pintura representaba al Tiempo tal como se lo suele figurar, salvo que, en vez de guadaña, tenía lo que me pareció la pintura de un pesado péndulo, semejante a los que vemos en los relojes antiguos. Algo, sin embargo, en la apariencia de aquella imagen me movió a observarla con más detalle. Mientras la miraba directamente de abajo hacia arriba (pues se encontraba situada exactamente sobre mí) tuve la impresión de que se movía. Un segundo después esta impresión se confirmó. La oscilación del péndulo era breve y, naturalmente, lenta. Lo observé durante un rato con más perplejidad que temor. Cansado, al fin, de contemplar su monótono movimiento, volví los ojos a los restantes objetos de la celda. Un ligero ruido atrajo mi atención y, mirando hacia el piso, vi cruzar varias enormes ratas. Habían salido del pozo, que se hallaba al alcance de mi vista sobre la derecha. Aún entonces, mientras las miraba, siguieron saliendo en cantidades, presurosas y con ojos famélicos atraídas por el olor de la carne. Me dio mucho trabajo ahuyentarlas del plato de comida. Habría pasado una media hora, quizá una hora entera -pues sólo tenía una noción imperfecta del tiempo-, antes de volver a fijar los ojos en lo alto. Lo que entonces vi me confundió y me llenó de asombro. La carrera del péndulo había aumentado, aproximadamente, en una yarda. Como consecuencia natural, su velocidad era mucho más grande. Pero lo que me perturbó fue la idea de que el péndulo había descendido perceptiblemente. Noté ahora -y es inútil agregar con cuánto horror- que su extremidad inferior estaba constituida por una media luna de reluciente acero, cuyo largo de punta a punta alcanzaba a un pie. Aunque afilado como una navaja, el péndulo parecía macizo y pesado, y desde el filo se iba ensanchando hasta
rematar en una ancha y sólida masa. Hallábase fijo a un pesado vástago de bronce y todo el mecanismo silbaba al balancearse en el aire. Ya no me era posible dudar del destino que me había preparado el ingenio de los monjes para la tortura. Los agentes de la Inquisición habían advertido mi descubrimiento del pozo. El pozo, sí, cuyos horrores estaban destinados a un recusante tan obstinado como yo; el pozo, símbolo típico del infierno, última Thule de los castigos de la Inquisición, según los rumores que corrían. Por el más casual de los accidentes había evitado caer en el pozo y bien sabía que la sorpresa, la brusca precipitación en los tormentos, constituían una parte importante de las grotescas muertes que tenían lugar en aquellos calabozos. No habiendo caído en el pozo, el demoniaco plan de mis verdugos no contaba con precipitarme por la fuerza, y por eso, ya que no quedaba otra alternativa, me esperaba ahora un final diferente y más apacible. ¡Más apacible! Casi me sonreí en medio del espanto al pensar en semejante aplicación de la palabra. ¿De qué vale hablar de las largas, largas horas de un horror más que mortal, durante las cuales conté las zumbantes oscilaciones del péndulo? Pulgada a pulgada, con un descenso que sólo podía apreciarse después de intervalos que parecían siglos… más y más íbase aproximando. Pasaron días -puede ser que hayan pasado muchos días- antes de que oscilara tan cerca de mí que parecía abanicarme con su acre aliento. El olor del afilado acero penetraba en mis sentidos… Supliqué, fatigando al cielo con mis ruegos, para que el péndulo descendiera más velozmente. Me volví loco, me exasperé e hice todo lo posible por enderezarme y quedar en el camino de la horrible cimitarra. Y después caí en una repentina calma y me mantuve inmóvil, sonriendo a aquella brillante muerte como un niño a un bonito juguete. Siguió otro intervalo de total insensibilidad. Fue breve, pues al resbalar otra vez en la vida noté que no se había producido ningún descenso perceptible del péndulo. Podía, sin embargo, haber durado mucho, pues bien sabía que aquellos demonios estaban al tanto de mi desmayo y que podían haber detenido el péndulo a su gusto. Al despertarme me sentí inexpresablemente enfermo y débil, como después de una prolongada inanición. Aun en la agonía de aquellas horas la naturaleza humana ansiaba alimento. Con un penoso esfuerzo alargué el brazo izquierdo todo lo que me lo permitían mis ataduras y me apoderé de una pequeña cantidad que habían dejado las ratas. Cuando me llevaba una porción a los labios pasó por mi mente un pensamiento apenas esbozado de alegría… de esperanza. Pero, ¿qué tenía yo que ver con la esperanza? Era aquél, como digo, un pensamiento apenas formado; muchos así tiene el hombre que no llegan a completarse jamás. Sentí que era de alegría, de esperanza; pero sentí al mismo tiempo que acababa de extinguirse en plena elaboración. Vanamente luché por alcanzarlo, por recobrarlo. El prolongado sufrimiento había aniquilado casi por completo mis facultades mentales ordinarias. No era más que un imbécil, un idiota. La oscilación del péndulo se cumplía en ángulo recto con mi cuerpo extendido. Vi que la media luna estaba orientada de manera de cruzar la zona del corazón. Desgarraría la estameña de mi sayo…, retornaría para repetir la operación… otra vez…, otra vez… A pesar de su carrera terriblemente amplia (treinta pies o más) y la sibilante violencia de su descenso, capaz de romper aquellos muros de hierro, todo lo que haría durante varios minutos sería cortar mi sayo. A esa altura de mis pensamientos debí de hacer una pausa, pues no me atrevía a prolongar mi reflexión. Me mantuve en ella, pertinazmente fija la atención, como si al hacerlo pudiera detener en ese punto el descenso de la hoja de acero. Me obligué a meditar
acerca del sonido que haría la media luna cuando pasara cortando el género y la especial sensación de estremecimiento que produce en los nervios el roce de una tela. Pensé en todas estas frivolidades hasta el límite de mi resistencia. Bajaba… seguía bajando suavemente. Sentí un frenético placer en comparar su velocidad lateral con la del descenso. A la derecha… a la izquierda… hacia los lados, con el aullido de un espíritu maldito… hacia mi corazón, con el paso sigiloso del tigre. Sucesivamente reí a carcajadas y clamé, según que una u otra idea me dominara. Bajaba… ¡Seguro, incansable, bajaba! Ya pasaba vibrando a tres pulgadas de mi pecho. Luché con violencia, furiosamente, para soltar mi brazo izquierdo, que sólo estaba libre a partir del codo. Me era posible llevar la mano desde el plato, puesto a mi lado, hasta la boca, pero no más allá. De haber roto las ataduras arriba del codo, hubiera tratado de detener el péndulo. ¡Pero lo mismo hubiera sido pretender atajar un alud! Bajaba… ¡Sin cesar, inevitablemente, bajaba! Luché, jadeando, a cada oscilación. Me encogía convulsivamente a cada paso del péndulo. Mis ojos seguían su carrera hacia arriba o abajo, con la ansiedad de la más inexpresable desesperación; mis párpados se cerraban espasmódicamente a cada descenso, aunque la muerte hubiera sido para mí un alivio, ¡ah, inefable! Pero cada uno de mis nervios se estremecía, sin embargo, al pensar que el más pequeño deslizamiento del mecanismo precipitaría aquel reluciente, afilado eje contra mi pecho. Era la esperanza la que hacía estremecer mis nervios y contraer mi cuerpo. Era la esperanza, esa esperanza que triunfa aún en el potro del suplicio, que susurra al oído de los condenados a muerte hasta en los calabozos de la Inquisición. Vi que después de diez o doce oscilaciones el acero se pondría en contacto con mi ropa, y en el mismo momento en que hice esa observación invadió mi espíritu toda la penetrante calma concentrada de la desesperación. Por primera vez en muchas horas -quizá días- me puse a pensar. Acudió a mi mente la noción de que la banda o cíngulo que me ataba era de una sola pieza. Mis ligaduras no estaban constituidas por cuerdas separadas. El primer roce de la afiladísima media luna sobre cualquier porción de la banda bastaría para soltarla, y con ayuda de mi mano izquierda podría desatarme del todo. Pero, ¡cuán terrible, en ese caso, la proximidad del acero! ¡Cuán letal el resultado de la más leve lucha! Y luego, ¿era verosímil que los esbirros del torturador no hubieran previsto y prevenido esa posibilidad? ¿Cabía pensar que la atadura cruzara mi pecho en el justo lugar por donde pasaría el péndulo? Temeroso de descubrir que mi débil y, al parecer, postrera esperanza se frustraba, levanté la cabeza lo bastante para distinguir con claridad mi pecho. El cíngulo envolvía mis miembros y mi cuerpo en todas direcciones, salvo en el lugar por donde pasaría el péndulo. Apenas había dejado caer hacia atrás la cabeza cuando relampagueó en mi mente algo que sólo puedo describir como la informe mitad de aquella idea de liberación a que he aludido previamente y de la cual sólo una parte flotaba inciertamente en mi mente cuando llevé la comida a mis ardientes labios. Mas ahora el pensamiento completo estaba presente, débil, apenas sensato, apenas definido… pero entero. Inmediatamente, con la nerviosa energía de la desesperación, procedí a ejecutarlo. Durante horas y horas, cantidad de ratas habían pululado en la vecindad inmediata del armazón de madera sobre el cual me hallaba. Aquellas ratas eran salvajes, audaces, famélicas; sus rojas pupilas me miraban centelleantes, como si esperaran verme inmóvil para
convertirme en su presa. «¿A qué alimento -pensé- las han acostumbrado en el pozo?» A pesar de todos mis esfuerzos por impedirlo, ya habían devorado el contenido del plato, salvo unas pocas sobras. Mi mano se había agitado como un abanico sobre el plato; pero, a la larga, la regularidad del movimiento le hizo perder su efecto. En su voracidad, las odiosas bestias me clavaban sus afiladas garras en los dedos. Tomando los fragmentos de la aceitosa y especiada carne que quedaba en el plato, froté con ellos mis ataduras allí donde era posible alcanzarlas, y después, apartando mi mano del suelo, permanecí completamente inmóvil, conteniendo el aliento. Los hambrientos animales se sintieron primeramente aterrados y sorprendidos por el cambio… la cesación de movimiento. Retrocedieron llenos de alarma, y muchos se refugiaron en el pozo. Pero esto no duró más que un momento. No en vano había yo contado con su voracidad. Al observar que seguía sin moverme, una o dos de las mas atrevidas saltaron al bastidor de madera y olfatearon el cíngulo. Esto fue como la señal para que todas avanzaran. Salían del pozo, corriendo en renovados contingentes. Se colgaron de la madera, corriendo por ella y saltaron a centenares sobre mi cuerpo. El acompasado movimiento del péndulo no las molestaba para nada. Evitando sus golpes, se precipitaban sobre las untadas ligaduras. Se apretaban, pululaban sobre mí en cantidades cada vez más grandes. Se retorcían cerca de mi garganta; sus fríos hocicos buscaban mis labios. Yo me sentía ahogar bajo su creciente peso; un asco para el cual no existe nombre en este mundo llenaba mi pecho y helaba con su espesa viscosidad mi corazón. Un minuto más, sin embargo, y la lucha terminaría. Con toda claridad percibí que las ataduras se aflojaban. Me di cuenta de que debían de estar rotas en más de una parte. Pero, con una resolución que excedía lo humano, me mantuve inmóvil. No había errado en mis cálculos ni sufrido tanto en vano. Por fin, sentí que estaba libre. El cíngulo colgaba en tiras a los lados de mi cuerpo. Pero ya el paso del péndulo alcanzaba mi pecho. Había dividido la estameña de mi sayo y cortaba ahora la tela de la camisa. Dos veces más pasó sobre mí, y un agudísimo dolor recorrió mis nervios. Pero el momento de escapar había llegado. Apenas agité la mano, mis libertadoras huyeron en tumulto. Con un movimiento regular, cauteloso, y encogiéndome todo lo posible, me deslicé, lentamente, fuera de mis ligaduras, más allá del alcance de la cimitarra. Por el momento, al menos, estaba libre. Libre… ¡y en las garras de la Inquisición! Apenas me había apartado de aquel lecho de horror para ponerme de pie en el piso de piedra, cuando cesó el movimiento de la diabólica máquina, y la vi subir, movida por una fuerza invisible, hasta desaparecer más allá del techo. Aquello fue una lección que debí tomar desesperadamente a pecho. Indudablemente espiaban cada uno de mis movimientos. ¡Libre! Apenas si había escapado de la muerte bajo la forma de una tortura, para ser entregado a otra que sería peor aún que la misma muerte. Pensando en eso, paseé nerviosamente los ojos por las barreras de hierro que me encerraban. Algo insólito, un cambio que, al principio, no me fue posible apreciar claramente, se había producido en el calabozo. Durante largos minutos, sumido en una temblorosa y vaga abstracción me perdí en vanas y deshilvanadas conjeturas. En estos momentos pude advertir por primera vez el origen de la sulfurosa luz que iluminaba la celda. Procedía de una fisura de media pulgada de ancho, que rodeaba por completo el calabozo al pie de las paredes, las cuales parecían -y en realidad estaban- completamente separadas del piso. A pesar de todos mis esfuerzos, me fue imposible ver nada a través de la abertura.
Al ponerme otra vez de pie comprendí de pronto el misterio del cambio que había advertido en la celda. Ya he dicho que, si bien las siluetas de las imágenes pintadas en los muros eran suficientemente claras, los colores parecían borrosos e indefinidos. Pero ahora esos colores habían tomado un brillo intenso y sorprendente, que crecía más y más y daba a aquellas espectrales y diabólicas imágenes un aspecto que hubiera quebrantado nervios más resistentes que los míos. Ojos demoniacos, de una salvaje y aterradora vida, me contemplaban fijamente desde mil direcciones, donde ninguno había sido antes visible, y brillaban con el cárdeno resplandor de un fuego que mi imaginación no alcanzaba a concebir como irreal. ¡Irreal…! Al respirar llegó a mis narices el olor característico del vapor que surgía del hierro recalentado… Aquel olor sofocante invadía más y más la celda… Los sangrientos horrores representados en las paredes empezaron a ponerse rojos… Yo jadeaba, tratando de respirar. Ya no me cabía duda sobre la intención de mis torturadores. ¡Ah, los más implacables, los más demoniacos entre los hombres! Corrí hacia el centro de la celda, alejándome del metal ardiente. Al encarar en mi pensamiento la horrible destrucción que me aguardaba, la idea de la frescura del pozo invadió mi alma como un bálsamo. Corrí hasta su borde mortal. Esforzándome, miré hacia abajo. El resplandor del ardiente techo iluminaba sus más recónditos huecos. Y, sin embargo, durante un horrible instante, mi espíritu se negó a comprender el sentido de lo que veía. Pero, al fin, ese sentido se abrió paso, avanzó poco a poco hasta mi alma, hasta arder y consumirse en mi estremecida razón. ¡Oh, poder expresarlo! ¡Oh espanto! ¡Todo… todo menos eso! Con un alarido, salté hacia atrás y hundí mi cara en las manos, sollozando amargamente. El calor crecía rápidamente, y una vez más miré a lo alto, temblando como en un ataque de calentura. Un segundo cambio acababa de producirse en la celda…, y esta vez el cambio tenía que ver con la forma. Al igual que antes, fue inútil que me esforzara por apreciar o entender inmediatamente lo que estaba ocurriendo. Pero mis dudas no duraron mucho. La venganza de la Inquisición se aceleraba después de mi doble escapatoria, y ya no habría más pérdida de tiempo por parte del Rey de los Espantos. Hasta entonces mi celda había sido cuadrada. De pronto vi que dos de sus ángulos de hierro se habían vuelto agudos, y los otros dos, por consiguiente, obtusos. La horrible diferencia se acentuaba rápidamente, con un resonar profundo y quejumbroso. En un instante el calabozo cambió su forma por la de un rombo. Pero el cambio no se detuvo allí, y yo no esperaba ni deseaba que se detuviera. Podría haber pegado mi pecho a las rojas paredes, como si fueran vestiduras de eterna paz. «¡La muerte!» -clamé-. «¡Cualquier muerte, menos la del pozo!» ¡Insensato! ¿Acaso no era evidente que aquellos hierros al rojo tenían por objeto precipitarme en el pozo? ¿Podría acaso resistir su fuego? Y si lo resistiera, ¿cómo oponerme a su presión? El rombo se iba achatando más y más, con una rapidez que no me dejaba tiempo para mirar. Su centro y, por tanto, su diámetro mayor llegaba ya sobre el abierto abismo. Me eché hacia atrás, pero las movientes paredes me obligaban irresistiblemente a avanzar. Por fin no hubo ya en el piso del calabozo ni una pulgada de asidero para mi chamuscado y convulso cuerpo. Cesé de luchar, pero la agonía de mi alma se expresó en un agudo, prolongado alarido final de desesperación. Sentí que me tambaleaba al borde del pozo… Desvié la mirada… ¡Y oí un discordante clamoreo de voces humanas! ¡Resonó poderoso un toque de trompetas! ¡Escuché un áspero chirriar semejante al de mil truenos! ¡Las terribles paredes retrocedieron! Una mano tendida sujetó mi brazo en el instante en que, desmayado, me precipitaba al
abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acababa de entrar en Toledo. La Inquisición estaba en poder de sus enemigos. FIN
La carta robada [Cuento - Texto completo.]
Edgar Allan Poe
Nil sapientiae odiosius acumine nimio. Séneca
Me hallaba en París en el otoño de 18… Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33, rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G…, el prefecto de la policía de París. Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G… nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente. -Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha- será mejor examinarlo en la oscuridad. -He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era «raro», por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de «rarezas». -Muy cierto -repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento. -¿Y cuál es la dificultad? -pregunté-. Espero que no sea otro asesinato. -¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro. -Sencillo y raro -dijo Dupin.
-Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos. -Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto -observó mi amigo. -¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto, riendo a carcajadas. -Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo Dupin. -¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea? -Un poco demasiado evidente. -¡Ja, ja! ¡Oh, oh! -reía el prefecto, divertido hasta más no poder-. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa. -Veamos, ¿de qué se trata? -pregunté. -Pues bien, voy a decírselo -repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón-. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición. -Hable usted -dije. -O no hable -dijo Dupin. -Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder. -¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin. -Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final. -Sea un poco más explícito -dije. -Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso. El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática. -Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin. -¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas y ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados.
-Pero ese dominio -interrumpí- dependerá de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría…? -El ladrón -dijo G…- es el ministro D…, que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión -una carta, para ser francos- fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D… Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia. -Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón. -En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea. -Para la cual -dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo- no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz. -Me halaga usted -repuso el prefecto-, pero no es imposible que, en efecto, se tenga de mi tal opinión. -Como hace usted notar -dije-, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría. Muy cierto -convino G…-. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso. -Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones -dije-. No es la primera vez que la policía parisiense las practica. -¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos
son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente. Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D… Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida. -¿No sería posible -pregunté- que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa? -Es muy poco probable -dijo Dupin-. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D…, exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión. -¿Que el documento pueda ser exhibido? -pregunte. -Si lo prefiere, que pueda ser destruido -dijo Dupin. -Pues bien -convine-, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo. -Por supuesto -dijo el prefecto-. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban. -Pudo usted ahorrarse esa molestia -dijo Dupin-. Supongo que D… no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica. -No es completamente loco -dijo G…-, pero es un poeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo. -Cierto -dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar, aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas. -¿Por qué no nos da detalles de su requisición? -pregunté. -Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que, para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado. Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea. »Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que me han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.» -¿Porqué?
-Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas. -Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el sonido? -pregunté. -De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón. Además, en este caso estábamos forzados a proceder sin hacer ruido. -Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas? -Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos. -Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras. -Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio. -¿Las dos casas adyacentes? -exclamé-. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades! -Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme. -¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas? -Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto. -¿Miraron entre los papeles de D…, naturalmente, y en los libros de la biblioteca? -Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Si se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente con las agujas. -¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?
-Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopio. -¿Y el papel de las paredes? -Lo mismo. -¿Miraron en los sótanos? -Miramos. -Pues entonces -declaré- se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro. -Me temo que tenga razón -dijo el prefecto-. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted? -Revisar de nuevo completamente la casa. -¡Pero es inútil! -replicó G…-. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa. -No tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta. -¡Oh, sí! Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes. Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije: -Veamos, G…, ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro. -¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano. -¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? -preguntó Dupin. -Pues… a mucho dinero… muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres voces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho. -Pues… la verdad… -dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo-, me parece a mí, G…, que usted no ha hecho… todo lo que podía hacerse. ¿No cree que… aún podría hacer algo más, eh? -¿Cómo? ¿En qué sentido?
-Pues… puf… podría usted… puf, puf… pedir consejo en este asunto… puf, puf, puf… ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy? -No. ¡Al diablo con Abernethy! -De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Érase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como si se tratara del de otra persona. «Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales -dijo-. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?» «Lo que yo le aconsejaría -repuso Abernethy- es que consultara a un médico.» -¡Vamos! -exclamó el prefecto, bastante desconcertado-. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto. -En ese caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta. Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardo en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque. Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones. -La policía parisiense es sumamente hábil a su manera -dijo-. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G… nos explicó su manera de registrar la mansión de D…, tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar. -¿Hasta donde podía alcanzar? -repetí. -Sí -dijo Dupin-. Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado. Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio. -Las medidas -continuó- eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de «par e impar»
atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro: «¿Par o impar?» Si éste adivina correctamente, gana una bolita; si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente, tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: «¿Par o impar?» Nuestro colegial responde: «Impar», y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: «El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar.» Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: «Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares.» Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman «afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con cuidado? -Consiste -repuse- en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente. -Exactamente -dijo Dupin-. Cuando pregunté al muchacho de qué manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: «Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara.» Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y Campanella. -Si comprendo bien -dije- la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último. -Depende de ello para sus resultados prácticos -replicó Dupin-, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal -o, mejor dicho, por no medir- el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio es fiel representante del de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquél los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en sus investigaciones; a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D…, ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G… da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo
menos en algún agujero o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnifica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son locos. -¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté-. Sé que D… tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta. -Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto. -Me sorprenden esas opiniones -dije-, que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia. –Il y a à parier -replicó Dupin, citando a Chamfort- que toute idée publique, toute convention reçue est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término «análisis» en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que «análisis» abarca «álgebra», tanto como en latín ambitus implica «ambición»; religio, «religión», u homines honesti, la clase de las gentes honorables. -Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe. -Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de
validez general. Lo que es cierto de la relación (de la forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que, «aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes». Pero, para los algebristas, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: jamás he encontrado a un matemático en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2+px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2+px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo. »Lo que busco indicar -agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones- es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G… terminó finalmente por creer. Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de ocurrírsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que D… terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia. -Me acuerdo muy bien -respondí-. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones. -El mundo material -continuó Dupin- abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio de la vis inertiæ, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta
más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado? -Jamás se me ocurrió pensarlo -dije. -Hay un juego de adivinación -continuó Dupin- que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide al otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, un río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla. »Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D…, en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla. »Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D… en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve. »Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huésped. »Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D…, y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas. »Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera
intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D… muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero. »Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D…; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S… El sobrescrito de la presente carta mostraba una letra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D…, y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento, todo ello, digo sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar. »Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro. »A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D… corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D… con ayuda de un sello de miga de pan. »La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D… se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí.»
-¿Pero qué intención tenía usted -pregunté- al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa? -D… es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje -repuso Dupin-. En su casa no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D… continuará presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía -o, por lo menos, compasión- hacia el que baja. D… es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquélla a quien el prefecto llama «cierta persona», se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero. -¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella? -¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco! Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D… me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras: …Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste. »Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.» FIN
La verdad sobre el caso del señor Valdemar [Cuento - Texto completo.]
Edgar Allan Poe
De ninguna manera me parece sorprendente que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo contrario, especialmente en tales circunstancias. Aunque todos los participantes deseábamos mantener el asunto alejado del público -al menos por el momento, o hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de investigación-, a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una
versión tan espuria como exagerada que se convirtió en fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profunda incredulidad. El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos -en la medida en que me es posible comprenderlos-. Helos aquí sucintamente: Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte. Quedaban por aclarar otros puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener sus consecuencias. Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume de Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa. El señor Valdemar, residente desde 1839 en Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable por su extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades inferiores se parecían mucho a las de John Randolph, y también por la blancura de sus patillas, en violento contraste con sus cabellos negros, lo cual llevaba a suponer con frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento muy nervioso, que le convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le había adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros resultados que su especial constitución me había hecho prever. Su voluntad no quedaba nunca bajo mi entero dominio, y, por lo que respecta a la clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que había conseguido con él. Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. Unos meses antes de trabar relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso. El señor Valdemar acostumbraba referirse con toda calma a su próximo fin, como algo que no cabe ni evitar ni lamentar. Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que acudiese a Valdemar. Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi amigo para temer algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en América que pudieran intervenir para oponerse. Le hablé francamente del asunto y, para mi sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Digo para mi sorpresa, pues si bien hasta entonces se había prestado libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte. Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro horas antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento. Hace más de siete meses que recibí la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar: Estimado P…: Ya puede usted venir. D… y F… coinciden en que no pasaré de mañana a medianoche, y me parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud. Valdemar
Recibí el billete media hora después de escrito, y quince minutos más tarde estaba en el dormitorio del moribundo. No le había visto en los últimos diez días y me aterró la espantosa alteración que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color plomizo, no había el menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que la piel se había abierto en los pómulos. Expectoraba continuamente y el pulso era casi imperceptible. Conservaba no obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza. Me habló con toda claridad, tomó algunos calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su habitación, le encontré escribiendo unas notas en una libreta. Se mantenía sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los doctores D… y E.. Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me explicaran detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso, y, como es natural, no funcionaba en absoluto. En su porción superior el pulmón derecho aparecía parcialmente osificado, mientras la inferior era tan sólo una masa de tubérculos purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias dilatadas perforaciones y en un punto se había producido una adherencia permanente a las costillas. Todos estos fenómenos del lóbulo derecho eran de fecha reciente; la osificación se había operado con insólita rapidez, ya que un mes antes no existían señales de la misma y la adherencia sólo había sido comprobable en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis los médicos sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los síntomas de osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos facultativos opinaban que Valdemar moriría hacia la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran ahora las siete de la tarde del sábado. Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D… y F… se habían despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle, pero, a mi pedido, convinieron en examinar al paciente a las diez de la noche del día siguiente. Una vez que se fueron, hablé francamente con Valdemar sobre su próximo fin, y me referí en detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e incluso ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que comenzara de inmediato. Dos enfermeros, un hombre y una mujer, atendían al paciente, pero no me sentí autorizado a llevar a cabo una intervención de tal naturaleza frente a testigos de tan poca responsabilidad en caso de algún accidente repentino. Aplacé, por tanto, el experimento hasta las ocho de la noche del día siguiente, cuando la llegada de un estudiante de medicina de mi conocimiento (el señor Theodore L…l) me libró de toda preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a los médicos, pero me vi obligado a proceder, primeramente por los urgentes pedidos de Valdemar y luego por mi propia convicción de que no había un minuto que perder, ya que con toda evidencia el fin se acercaba rápidamente. El señor L…l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o verbatim. Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Valdemar, le pedí que manifestara con toda la claridad posible, en presencia de L…l, que estaba dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba.
Débil, pero distintamente, el enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando de inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde.» Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían sido más efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento lateral de mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue imposible lograr otros efectos hasta algunos minutos después de las diez, cuando llegaron los doctores D… y F…, tal como lo habían prometido. En pocas palabras les expliqué cuál era mi intención, y, como no opusieron inconveniente, considerando que el enfermo se hallaba ya en agonía, continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales por otros verticales y concentrando mi mirada en el ojo derecho del sujeto. A esta altura su pulso era imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de medio minuto. Esta situación se mantuvo sin variantes durante un cuarto de hora. Al expirar este período, sin embargo, un suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del pecho del moribundo, mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho, dejaban de percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración, siguieron siendo los mismos. Las extremidades del paciente estaban heladas. A las once menos cinco, advertí inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa mirada de los ojos fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen interior que jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe engañarse. Mediante unos rápidos pases laterales hice palpitar los párpados, como al acercarse el sueño, y con unos pocos más los cerré por completo. No bastaba esto para satisfacerme, sin embargo, sino que continué vigorosamente mis manipulaciones, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube logrado la completa rigidez de los miembros del durmiente, a quien previamente había colocado en la posición que me pareció más cómoda. Las piernas estaban completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a corta distancia de los flancos. La cabeza había sido ligeramente levantada. Al dar esto por terminado era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el estado de Valdemar. Luego de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en un estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de ambos médicos se había despertado en sumo grado. El doctor D… decidió pasar toda la noche a la cabecera del paciente, mientras el doctor F… se marchaba, con promesa de volver por la mañana temprano. L…l y los enfermeros se quedaron. Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en que me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F…; vale decir, yacía en la misma posición y su pulso era imperceptible. Respiraba sin esfuerzo, aunque casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad y las piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de la muerte. Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de experimento jamás había logrado buen resultado con Valdemar, pero ahora, para mi
estupefacción, vi que su brazo, débil pero seguro, seguía todas las direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve diálogo. -Valdemar…, ¿duerme usted? -pregunté. No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras: -Sí… ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así! Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al hipnotizado: -¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar? La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la anterior: -No sufro… Me estoy muriendo. No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor F…, que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, me pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí. -Valdemar -dije-. ¿Sigue usted durmiendo? Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró: -Sí… Dormido… Muriéndome. La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que, según consenso general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, limitándome a repetir mi pregunta anterior. Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo instantáneo de su desaparición trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo un movimiento general de retroceso.
Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo. El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en Valdemar; seguros de que estaba muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que su sonido era áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído humano ha percibido resonancias semejantes. Dos características, sin embargo -según lo pensé en el momento y lo sigo pensando-, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga distancia, o desde una caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me produjo la misma sensación (temo que me resultará imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto. He hablado al mismo tiempo de «sonido» y de «voz». Quiero decir que el sonido consistía en un silabeo clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor Valdemar hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por mí unos minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si seguía durmiendo. Y ahora escuché: -Sí… No… Estuve durmiendo… y ahora… ahora… estoy muerto. Ninguno de los presentes pretendió siquiera negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir. L…l, el estudiante, cayó desvanecido. Los enfermeros escaparon del aposento y fue imposible convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de comunicar mis propias impresiones al lector. Durante una hora, silenciosos, sin pronunciar una palabra, nos esforzamos por reanimar a L…l. Cuando volvió en sí, pudimos dedicarnos a examinar el estado de Valdemar. Seguía, en todo sentido, como lo he descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba ya pruebas de su respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir la dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua cada vez que volvía a hacer una pregunta a Valdemar. Se diría que trataba de contestar, pero que carecía ya de voluntad suficiente. Permanecía insensible a toda pregunta que le formulara cualquiera que no fuese yo, aunque me esforcé por poner a cada uno de los presentes en relación hipnótica con el paciente. Creo que con esto he señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era la condición del hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las diez de la mañana abandoné la morada en compañía de ambos médicos y de L…l. Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por el proceso
hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Valdemar, lo único que lograríamos seria su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento. Desde este momento hasta fines de la semana pasada -vale decir, casi siete meses- continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra vez por médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo exactamente como lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente. Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarlo, o tratar de despertarlo: probablemente el lamentable resultado del mismo es el que ha dado lugar a tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no puedo dejar de considerar como injustificada. A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso de la pupila iba acompañado de un abundante flujo de icor amarillento, procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor penetrante y fétido. Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F… expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras: -Señor Valdemar… ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea? Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de describir: -¡Por amor de Dios… pronto… pronto… hágame dormir… o despiérteme… pronto… despiérteme! ¡Le digo que estoy muerto! Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente. Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado. Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto! ¡Muerto!», que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos, se encogió, se deshizo… se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción. FIN
Ligeia [Cuento - Texto completo.]
Edgar Allan Poe
Y allí dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad. -Joseph Glanvill
Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo ni siquiera dónde conocí a Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces y el sufrimiento ha debilitado mi memoria. O quizá no puedo rememorar ahora aquellas cosas porque, a decir verdad, el carácter de mi amada, su raro saber, su belleza singular y, sin embargo, plácida, y la penetrante y cautivadora elocuencia de su voz profunda y musical, se abrieron camino en mi corazón con pasos tan constantes, tan cautelosos, que me pasaron inadvertidos e ignorados. No obstante, creo haberla conocido y visto, las más de las veces, en una vasta, ruinosa ciudad cerca del Rin. Seguramente le oí hablar de su familia. No cabe duda de que su estirpe era remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que, por su índole, pueden como ninguno amortiguar las impresiones del mundo exterior, sólo por esta dulce palabra, Ligeia, acude a los ojos de mi fantasía la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, me asalta como un rayo el recuerdo de que nunca supe el apellido de quien fuera mi amiga y prometida, luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi corazón. ¿Fue por una amable orden de parte de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi afecto, que me estaba vedado indagar sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una loca y romántica ofrenda en el altar de la devoción más apasionada? Sólo recuerdo confusamente el hecho. ¿Es de extrañarse que haya olvidado por completo las circunstancias que lo originaron y lo acompañaron? Y en verdad, si alguna vez ese espíritu al que llaman Romance, si alguna vez la pálida Ashtophet del Egipto idólatra, con sus alas tenebrosas, han presidido, como dicen, los matrimonios fatídicos, seguramente presidieron el mío. Hay un punto muy caro en el cual, sin embargo, mi memoria no falla. Es la persona de Ligeia. Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi descarnada. Sería vano intentar la descripción de su majestad, la tranquila soltura de su porte o la inconcebible ligereza y elasticidad de su paso. Entraba y salía como una sombra. Nunca advertía yo su aparición en mi cerrado gabinete de trabajo de no ser por la amada música de su voz dulce, profunda, cuando posaba su mano marmórea sobre mi hombro. Ninguna mujer igualó la belleza de su rostro. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea y arrebatadora, más extrañamente divina que las fantasías que revoloteaban en las almas adormecidas de las hijas de Delos. Sin embargo, sus facciones no tenían esa regularidad que falsamente nos han enseñado a adorar en las obras clásicas del paganismo. “No hay belleza exquisita -dice Bacon, Verulam, refiriéndose con justeza a todas las formas y géneros de la hermosura- sin algo de extraño en las proporciones.” No obstante, aunque yo veía que las facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica, aunque sentía que su hermosura era, en verdad, “exquisita” y percibía mucho de “extraño” en ella, en vano intenté descubrir la irregularidad y rastrear el origen de mi percepción de lo “extraño”. Examiné el contorno de su frente alta, pálida: era impecable -¡qué fría en verdad esta palabra aplicada a una majestad tan divina!por la piel, que rivalizaba con el marfil más puro, por la imponente amplitud y la calma, la
noble prominencia de las regiones superciliares; y luego los cabellos, como ala de cuervo, lustrosos, exuberantes y naturalmente rizados, que demostraban toda la fuerza del epíteto homérico: “cabellera de jacinto”. Miraba el delicado diseño de la nariz y sólo en los graciosos medallones de los hebreos he visto una perfección semejante. Tenía la misma superficie plena y suave, la misma tendencia casi imperceptible a ser aguileña, las mismas aletas armoniosamente curvas, que revelaban un espíritu libre. Contemplaba la dulce boca. Allí estaba en verdad el triunfo de todas las cosas celestiales: la magnífica sinuosidad del breve labio superior, la suave, voluptuosa calma del inferior, los hoyuelos juguetones y el color expresivo; los dientes, que reflejaban con un brillo casi sorprendente los rayos de la luz bendita que caían sobre ellos en la más serena y plácida y, sin embargo, radiante, triunfal de todas las sonrisas. Analizaba la forma del mentón y también aquí encontraba la noble amplitud, la suavidad y la majestad, la plenitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno que el dios Apolo reveló tan sólo en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense. Y entonces me asomaba a los grandes ojos de Ligeia. Para los ojos no tenemos modelos en la remota antigüedad. Quizá fuera, también, que en los de mi amada yacía el secreto al cual alude Verulam. Eran, creo, más grandes que los ojos comunes de nuestra raza, más que los de las gacelas de la tribu del valle de Nourjahad. Pero sólo por instantes -en los momentos de intensa excitación- se hacía más notable esta peculiaridad de Ligeia. Y en tales ocasiones su belleza -quizá la veía así mi imaginación ferviente- era la de los seres que están por encima o fuera de la tierra, la belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Los ojos eran del negro más brillante, velados por oscuras y largas pestañas. Las cejas, de diseño levemente irregular, eran del mismo color. Sin embargo, lo “extraño” que encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del color, del brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido tras cuya vasta latitud de simple sonido se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! La expresión de los ojos de Ligeia… ¡Cuántas horas medité sobre ella! ¡Cuántas noches de verano luché por sondearla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito, que yacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de los astrólogos. No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la ciencia psicológica, punto más atrayente, más excitante que el hecho -nunca, creo, mencionado por las escuelas- de que en nuestros intentos por traer a la memoria algo largo tiempo olvidado, con frecuencia llegamos a encontrarnos al borde mismo del recuerdo, sin poder, al fin, asirlo. Y así cuántas veces, en mi intenso examen de los ojos de Ligeia, sentí que me acercaba al conocimiento cabal de su expresión, me acercaba, aún no era mío, y al fin desaparecía por completo. Y (¡extraño, ah, el más extraño de los misterios!) encontraba en los objetos más comunes del universo un círculo de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de Ligeia penetró en mi espíritu, donde moraba como en un altar, yo extraía de muchos objetos del mundo material un sentimiento semejante al que provocaban, dentro de mí, sus grandes y luminosas pupilas. Pero no por ello puedo definir mejor ese sentimiento, ni analizarlo, ni siquiera percibirlo con calma. Lo he reconocido a veces, repito, en una viña, que crecía rápidamente, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de un veloz curso de agua. Lo he sentido en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gentes muy viejas. Y hay una o dos estrellas en el cielo (especialmente
una, de sexta magnitud, doble y cambiante, que puede verse cerca de la gran estrella de Lira) que, miradas con el telescopio, me han inspirado el mismo sentimiento. Me ha colmado al escuchar ciertos sones de instrumentos de cuerda, y no pocas veces al leer pasajes de determinados libros. Entre innumerables ejemplos, recuerdo bien algo de un volumen de Joseph Glanvill que (quizá simplemente por lo insólito, ¿quién sabe?) nunca ha dejado de inspirarme ese sentimiento: “Y allí dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad”. Los años transcurridos y las reflexiones consiguientes me han permitido rastrear cierta remota conexión entre este pasaje del moralista inglés y un aspecto del carácter de Ligeia. La intensidad de pensamiento, de acción, de palabra, era posiblemente en ella un resultado, o por lo menos un índice, de esa gigantesca voluntad que durante nuestras largas relaciones no dejó de dar otras pruebas más numerosas y evidentes de su existencia. De todas las mujeres que jamás he conocido, la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era presa con más violencia que nadie de los tumultuosos buitres de la dura pasión. Y no podía yo medir esa pasión como no fuese por el milagroso dilatarse de los ojos que me deleitaban y aterraban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación, la claridad y la placidez de su voz tan profunda, y por la salvaje energía (doblemente efectiva por contraste con su manera de pronunciarlas) con que profería habitualmente sus extrañas palabras. He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, como nunca lo hallé en una mujer. Su conocimiento de las lenguas clásicas era profundo, y, en la medida de mis nociones sobre los modernos dialectos de Europa, nunca la descubrí en falta. A decir verdad, en cualquier tema de la alabada erudición académica, admirada simplemente por abstrusa, ¿descubrí alguna vez a Ligeia en falta? ¡De qué modo singular y penetrante este punto de la naturaleza de mi esposa atrajo, tan sólo en el último periodo, mi atención! Dije que sus conocimientos eran tales que jamás los hallé en otra mujer, pero, ¿dónde está el hombre que ha cruzado, y con éxito, toda la amplia extensión de las ciencias morales, físicas y metafísicas? No vi entonces lo que ahora advierto claramente: que las adquisiciones de Ligeia eran gigantescas, eran asombrosas; sin embargo, tenía suficiente conciencia de su infinita superioridad para someterme con infantil confianza a su guía en el caótico mundo de la investigación metafísica, a la cual me entregué activamente durante los primeros años de nuestro matrimonio. ¡Con qué amplio sentimiento de triunfo, con qué vivo deleite, con qué etérea esperanza sentía yo -cuando ella se entregaba conmigo a estudios poco frecuentes, poco conocidos- esa deliciosa perspectiva que se agrandaba en lenta gradación ante mí, por cuya larga y magnífica senda no hollada podía al fin alcanzar la meta de una sabiduría demasiado premiosa, demasiado divina para no ser prohibida! ¡Así, con qué punzante dolor habré visto, después de algunos años, emprender vuelo a mis bien fundadas esperanzas y desaparecer! Sin Ligeia era yo un niño a tientas en la oscuridad. Sólo su presencia, sus lecturas, podían arrojar vívida luz sobre los muchos misterios del trascendentalismo en los cuales vivíamos inmersos. Privadas del radiante brillo de sus ojos, esas páginas, leves y doradas, tornáronse más opacas que el plomo saturnino. Y aquellos ojos brillaron cada vez con menos frecuencia sobre las páginas que yo escrutaba. Ligeia cayó enferma. Los extraños ojos brillaron con un fulgor demasiado, demasiado magnífico; los pálidos dedos adquirieron la transparencia cerúlea de la tumba y las venas azules de su alta
frente latieron impetuosamente en las alternativas de la más ligera emoción. Vi que iba a morir y luché desesperadamente en espíritu con el torvo Azrael. Y las luchas de la apasionada esposa eran, para mi asombro, aún más enérgicas que las mías. Muchos rasgos de su adusto carácter me habían convencido de que para ella la muerte llegaría sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una idea de la fiera resistencia que opuso a la Sombra. Gemí de angustia ante el lamentable espectáculo. Yo hubiera querido calmar, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir, vivir, sólo vivir, el consuelo y la razón eran el colmo de la locura. Sin embargo, hasta el último momento, en las convulsiones más violentas de su espíritu indómito, no se conmovió la placidez exterior de su actitud. Su voz se tornó más suave; más profunda, pero yo no quería demorarme en el extraño significado de las palabras pronunciadas con calma. Mi mente vacilaba al escuchar fascinada una melodía sobrehumana, conjeturas y aspiraciones que la humanidad no había conocido hasta entonces. De su amor no podía dudar, y me era fácil comprender que, en un pecho como el suyo, el amor no reinaba como una pasión ordinaria. Pero sólo en la muerte medí toda la fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí los excesos de un corazón cuya devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo había merecido yo la bendición de semejantes confesiones? ¿Cómo había merecido la condena de que mi amada me fuese arrebatada en el momento en que me las hacía? Pero no puedo soportar el extenderme sobre este punto. Sólo diré que en el abandono más que femenino de Ligeia al amor, ay, inmerecido, otorgado sin ser yo digno, reconocí el principio de su ansioso, de su ardiente deseo de vida, esa vida que huía ahora tan velozmente. Soy incapaz de describir, no tengo palabras para expresar esa ansia salvaje, esa anhelante vehemencia de vivir, sólo vivir. La medianoche en que murió me llamó perentoriamente a su lado, pidiéndome que repitiera ciertos versos que había compuesto pocos días antes. La obedecí. Helos aquí: ¡Vedla! ¡Es noche de en los últimos años La multitud de ángeles con sus velos, en lágrimas son público de un teatro que un drama de esperanzas y mientras toca la orquesta, la música sin fin de las esferas. Imágenes del Dios allí los mimos corren aquí y vastas que el escenario vertiendo de un invisible, largo Sufrimiento. ¡Este jamás Con por
que
está en gruñen y allá; y los cosas alteran de sus alas
múltiple su una
drama será Fantasma multitud que
ya siempre no
lo
gala solitarios! alados, bañados, contempla temores, indefinida, lo
alto, mascullan, apremian informes continuo, desplegadas, jamás, olvidado! perseguido alcanza,
en un círculo al y mucho de y más Horror -el alma de la intriga. ¡Ah, ved: entre una forma ¡Roja como la en la ¡Se retuerce y los mimos y sus fauces y los ángeles lloran.
siempre lugar Locura,
de y
los reptante
más
mimos
en se
sangre escena retuerce! son destilan
se Y
en su sangre
¡Apáganse las luces, todas, Y sobre cada forma cae el telón, cortina con fragor de Y los ángeles pálidos y ya de pie, ya sin velos, que el drama es el del “Hombre”, y que el Vencedor Gusano.
es
retorno primitivo, Pecado, tumulto insinúa! retuerce desnuda! tormentos presa, humana, todas! estremecida funeraria, tormenta. exangües, manifiestan su héroe
-¡Oh, Dios! -gritó casi Ligeia, incorporándose de un salto y tendiendo sus brazos al cielo con un movimiento espasmódico, al terminar yo estos versos. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Padre Celestial! ¿Estas cosas ocurrirán irremisiblemente? ¿El Vencedor no será alguna vez vencido? ¿No somos una parte, una parcela de Ti? ¿Quién, quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad. Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer los blancos brazos y volvió solemnemente a su lecho de muerte. Y mientras lanzaba los últimos suspiros, mezclado con ellos brotó un suave murmullo de sus labios. Acerqué mi oído y distinguí de nuevo las palabras finales del pasaje de Glanvill: “El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad”. Murió; y yo, deshecho, pulverizado por el dolor, no pude soportar más la solitaria desolación de mi morada, y la sombría y ruinosa ciudad a orillas del Rin. No me faltaba lo que el mundo llama fortuna. Ligeia me había legado más, mucho más, de lo que por lo común cae en suerte a los mortales. Entonces, después de unos meses de vagabundeo tedioso, sin rumbo, adquirí y reparé en parte una abadía cuyo nombre no diré, en una de las más incultas y menos frecuentadas regiones de la hermosa Inglaterra. La sombría y triste vastedad del edificio, el aspecto casi salvaje del dominio, los numerosos recuerdos melancólicos y venerables vinculados con ambos, tenían mucho en común con los sentimientos de abandono total que me habían conducido a esa remota y huraña región del país. Sin embargo, aunque el exterior de la abadía, ruinoso, invadido de musgo, sufrió pocos cambios, me dediqué con infantil perversidad, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas, a desplegar en su interior
magnificencias más que reales. Siempre, aun en la infancia, había sentido gusto por esas extravagancias, y entonces volvieron como una compensación del dolor. ¡Ay, ahora sé cuánto de incipiente locura podía descubrirse en los suntuosos y fantásticos tapices, en las solemnes esculturas de Egipto, en las extrañas cornisas, en los moblajes, en los vesánicos diseños de las alfombras de oro recamado! Me había convertido en un esclavo preso en las redes del opio, y mis trabajos y mis planes cobraron el color de mis sueños. Pero no me detendré en el detalle de estos absurdos. Hablaré tan sólo de ese aposento por siempre maldito, donde en un momento de enajenación conduje al altar -como sucesora de la inolvidable Ligeia- a Rowena Trevanion de Tremaine, la de rubios cabellos y ojos azules. No hay una sola partícula de la arquitectura y la decoración de aquella cámara nupcial que no se presente ahora ante mis ojos. ¿Dónde tenía el corazón la altiva familia de la novia para permitir, movida por su sed de oro, que una doncella, una hija tan querida, pasara el umbral de un aposento tan adornado? He dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de la cámara -yo, que tristemente olvido cosas de profunda importancia- y, sin embargo, no había orden, no había armonía en aquel lujo fantástico, que se impusieran a mi memoria. La habitación estaba en una alta torrecilla de la abadía fortificada, era de forma pentagonal y de vastas dimensiones. Ocupaba todo el lado sur del pentágono la única ventana, un inmenso cristal de Venecia de una sola pieza y de matiz plomizo, de suerte que los rayos del sol o de la luna, al atravesarlo, caían con brillo horrible sobre los objetos. En lo alto de la inmensa ventana se extendía el enrejado de una añosa vid que trepaba por los macizos muros de la torre. El techo, de sombrío roble, era altísimo, abovedado y decorosamente decorado con los motivos más extraños, más grotescos, de un estilo semigótico, semidruídico. Del centro mismo de esa melancólica bóveda colgaba, de una sola cadena de oro de largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, en estilo sarraceno, con múltiples perforaciones dispuestas de tal manera que a través de ellas, como dotadas de la vitalidad de una serpiente, veíanse las contorsiones continuas de llamas multicolores. Había algunas otomanas y candelabros de oro de forma oriental, y también el lecho, el lecho nupcial, de modelo indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con baldaquino como una colgadura fúnebre. En cada uno de los ángulos del aposento había un gigantesco sarcófago de granito negro proveniente de las tumbas reales erigidas frente a Luxor, con sus antiguas tapas cubiertas de inmemoriales relieves. Pero en las colgaduras del aposento se hallaba, ay, la fantasía más importante. Los elevados muros, de gigantesca altura -al punto de ser desproporcionados-, estaban cubiertos de arriba abajo, en vastos pliegues, por una pesada y espesa tapicería, tapicería de un material semejante al de la alfombra del piso, la cubierta de las otomanas y el lecho de ébano, del baldaquino y de las suntuosas volutas de los cortinajes que velaban parcialmente la ventana. Este material era el más rico tejido de oro, cubierto íntegramente, con intervalos irregulares, por arabescos en realce, de un pie de diámetro, de un negro azabache. Pero estas figuras sólo participaban de la condición de arabescos cuando se las miraba desde un determinado ángulo. Por un procedimiento hoy común, que puede en verdad rastrearse en periodos muy remotos de la antigüedad, cambiaban de aspecto. Para el que entraba en la habitación tenían la apariencia de simples monstruosidades; pero, al acercarse, esta apariencia desaparecía gradualmente y, paso a paso, a medida que el visitante cambiaba de posición en el recinto, se veía rodeado por una infinita serie de formas horribles pertenecientes a la superstición de los normandos o nacidas en los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico era grandemente intensificado por la introducción artificial
de una fuerte y continua corriente de aire detrás de los tapices, la cual daba una horrenda e inquietante animación al conjunto. Entre esos muros, en esa cámara nupcial, pasé con Rowena de Tremaine las impías horas del primer mes de nuestro matrimonio, y las pasé sin demasiada inquietud. Que mi esposa temiera la índole hosca de mi carácter, que me huyera y me amara muy poco, no podía yo pasarlo por alto; pero me causaba más placer que otra cosa. Mi memoria volaba (¡ah, con qué intensa nostalgia!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la hermosa, la enterrada. Me embriagaba con los recuerdos de su pureza, de su sabiduría, de su naturaleza elevada, etérea, de su amor apasionado, idólatra. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente, con más intensidad que el suyo. En la excitación de mis sueños de opio (pues me hallaba habitualmente aherrojado por los grilletes de la droga) gritaba su nombre en el silencio de la noche, o durante el día, en los sombreados retiros de los valles, como si con esa salvaje vehemencia, con la solemne pasión, con el fuego devorador de mi deseo por la desaparecida, pudiera restituirla a la senda que había abandonado -ah, ¿era posible que fuese para siempre?en la tierra. Al comenzar el segundo mes de nuestro matrimonio, Rowena cayó súbitamente enferma y se repuso lentamente. La fiebre que la consumía perturbaba sus noches, y en su inquieto semisueño hablaba de sonidos, de movimientos que se producían en la cámara de la torre, cuyo origen atribuí a los extravíos de su imaginación o quizá a la fantasmagórica influencia de la cámara misma. Llegó, al fin, la convalecencia y, por último, el restablecimiento total. Sin embargo, había transcurrido un breve periodo cuando un segundo trastorno más violento la arrojó a su lecho de dolor; y de este ataque, su constitución, que siempre fuera débil, nunca se repuso del todo. Su mal, desde entonces, tuvo un carácter alarmante y una recurrencia que lo era aún más, y desafiaba el conocimiento y los grandes esfuerzos de los médicos. Con la intensificación de su mal crónico -el cual parecía haber invadido de tal modo su constitución que era imposible desarraigarlo por medios humanos-, no pude menos de observar un aumento similar en su irritabilidad nerviosa y en su excitabilidad para el miedo motivado por causas triviales. De nuevo hablaba, y ahora con más frecuencia e insistencia, de los sonidos, de los leves sonidos y de los movimientos insólitos en las colgaduras, a los cuales aludiera en un comienzo. Una noche, próximo el fin de septiembre, impuso a mi atención este penoso tema con más insistencia que de costumbre. Acababa de despertar de un sueño inquieto, y yo había estado observando, con un sentimiento en parte de ansiedad, en parte de vago terror, los gestos de su semblante descarnado. Me senté junto a su lecho de ébano, en una de las otomanas de la India. Se incorporó a medias y habló, con un susurro ansioso, bajo, de los sonidos que estaba oyendo y yo no podía oír, de los movimientos que estaba viendo y yo no podía percibir. El viento corría velozmente detrás de los tapices y quise mostrarle (cosa en la cual, debo decirlo, no creía yo del todo) que aquellos suspiros casi inarticulados y aquellas levísimas variaciones de las figuras de la pared eran tan sólo los naturales efectos de la habitual corriente de aire. Pero la palidez mortal que se extendió por su rostro me probó que mis esfuerzos por tranquilizarla serían infructuosos. Pareció desvanecerse y no había criados a quien recurrir. Recordé el lugar donde había un frasco de vino ligero que le habían prescrito los médicos, y crucé presuroso el aposento en su busca. Pero, al llegar bajo la luz del incensario, dos circunstancias de índole sorprendente llamaron mi atención. Sentí que un objeto palpable, aunque invisible, rozaba levemente mi persona, y vi que en la alfombra dorada, en el centro
mismo del rico resplandor que arrojaba el incensario, había una sombra, una sombra leve, indefinida, de aspecto angélico, como cabe imaginar la sombra de una sombra. Pero yo estaba perturbado por la excitación de una inmoderada dosis de opio; poco caso hice a estas cosas y no las mencioné a Rowena. Encontré el vino, crucé nuevamente la cámara y llené un vaso, que llevé a los labios de la desvanecida. Ya se había recobrado un tanto, sin embargo, y tomó el vaso en sus manos, mientras yo me dejaba caer en la otomana que tenía cerca, con los ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando percibí claramente un paso suave en la alfombra, cerca del lecho, y un segundo después, mientras Rowena alzaba la copa de vino hasta sus labios, vi o quizá soñé que veía caer dentro del vaso, como surgida de un invisible surtidor en la atmósfera del aposento, tres o cuatro grandes gotas de fluido brillante, del color del rubí. Si yo lo vi, no ocurrió lo mismo con Rowena. Bebió el vino sin vacilar y me abstuve de hablarle de una circunstancia que, según pensé, debía considerarse como sugestión de una imaginación excitada, cuya actividad mórbida aumentaban el terror de mi mujer, el opio y la hora. Sin embargo, no pude dejar de percibir que, inmediatamente después de la caída de las gotas color rubí, se producía una rápida agravación en el mal de mi esposa, de suerte que la tercera noche las manos de sus doncellas la prepararon para la tumba, y la cuarta la pasé solo, con su cuerpo amortajado, en aquella fantástica cámara que la recibiera recién casada. Extrañas visiones engendradas por el opio revoloteaban como sombras delante de mí. Observé con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la habitación, las cambiantes figuras de los tapices, las contorsiones de las llamas multicolores en el incensario suspendido. Mis ojos cayeron entonces, mientras trataba de recordar las circunstancias de una noche anterior, en el lugar donde, bajo el resplandor del incensario, había visto las débiles huellas de la sombra. Pero ya no estaba allí, y, respirando con más libertad, volví la mirada a la pálida y rígida figura tendida en el lecho. Entonces me asaltaron mil recuerdos de Ligeia, y cayó sobre mi corazón, con la turbulenta violencia de una marea, todo el indecible dolor con que había mirado su cuerpo amortajado. La noche avanzaba, y con el pecho lleno de amargos pensamientos, cuyo objeto era mi único, mi supremo amor, permanecí contemplando el cuerpo de Rowena. Quizá fuera media noche, tal vez más temprano o más tarde, pues no tenía conciencia del tiempo, cuando un sollozo sofocado, suave, pero muy claro, me sacó bruscamente de mi ensueño. Sentí que venía del lecho de ébano, del lecho de muerte. Presté atención en una agonía de terror supersticioso, pero el sonido no se repitió. Esforcé la vista para descubrir algún movimiento del cadáver, mas no advertí nada. Sin embargo, no podía haberme equivocado. Había oído el ruido, aunque débil, y mi espíritu estaba despierto. Mantuve con decisión, con perseverancia, la atención clavada en el cuerpo. Transcurrieron algunos minutos sin que ninguna circunstancia arrojara luz sobre el misterio. Por fin, fue evidente que un color ligero, muy débil y apenas perceptible se difundía bajo las mejillas y a lo largo de las hundidas venas de los párpados. Con una especie de horror, de espanto indecibles, que no tiene en el lenguaje humano expresión suficientemente enérgica, sentí que mi corazón dejaba de latir, que mis miembros se ponían rígidos. Sin embargo, el sentimiento del deber me devolvió la presencia de ánimo. Ya no podía dudar de que nos habíamos apresurado en los preparativos, de que Rowena aún vivía. Era necesario hacer algo inmediatamente; pero la torre estaba muy apartada de las dependencias de la servidumbre, no había nadie cerca, yo no tenía modo de llamar en mi ayuda sin abandonar la habitación unos minutos, y no podía
aventurarme a salir. Luché solo, pues, en mi intento de volver a la vida el espíritu aún vacilante. Pero, al cabo de un breve periodo, fue evidente la recaída; el color desapareció de los párpados y las mejillas, dejándolos más pálidos que el mármol; los labios estaban doblemente apretados y contraídos en la espectral expresión de la muerte; una viscosidad y un frío repulsivos cubrieron rápidamente la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez cadavérica sobrevino de inmediato. Volví a desplomarme con un estremecimiento en el diván de donde me levantara tan bruscamente y de nuevo me entregué a mis apasionadas visiones de Ligeia. Así transcurrió una hora cuando (¿era posible?) advertí por segunda vez un vago sonido procedente de la región del lecho. Presté atención en el colmo del horror. El sonido se repitió: era un suspiro. Precipitándome hacia el cadáver, vi -claramente- temblar los labios. Un minuto después se entreabrían, descubriendo una brillante línea de dientes nacarados. La estupefacción luchaba ahora en mi pecho con el profundo espanto que hasta entonces reinara solo. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y sólo por un violento esfuerzo logré al fin cobrar ánimos para ponerme a la tarea que mi deber me señalaba una vez más. Había ahora cierto color en la frente, en las mejillas y en la garganta; un calor perceptible invadía todo el cuerpo; hasta se sentía latir levemente el corazón. Mi esposa vivía, y con redoblado ardor me entregué a la tarea de resucitarla. Froté y friccioné las sienes y las manos, y utilicé todos los expedientes que la experiencia y no pocas lecturas médicas me aconsejaban. Pero en vano. De pronto, el color huyó, las pulsaciones cesaron, los labios recobraron la expresión de la muerte y, un instante después, el cuerpo todo adquiría el frío de hielo, el color lívido, la intensa rigidez, el aspecto consumido y todas las horrendas características de quien ha sido, por muchos días, habitante de la tumba. Y de nuevo me sumí en las visiones de Ligeia, y de nuevo (¿y quién ha de sorprenderse de que me estremezca al escribirlo?), de nuevo llegó a mis oídos un sollozo ahogado que venía de la zona del lecho de ébano. Mas, ¿a qué detallar el inenarrable horror de aquella noche? ¿A qué detenerme a relatar cómo, hasta acercarse el momento del alba gris, se repitió este horrible drama de resurrección; cómo cada espantosa recaída terminaba en una muerte más rígida y aparentemente más irremediable; cómo cada agonía cobraba el aspecto de una lucha con algún enemigo invisible, y cómo cada lucha era sucedida por no sé qué extraño cambio en el aspecto del cuerpo? Permitidme que me apresure a concluir. La mayor parte de la espantosa noche había transcurrido, y la que estuviera muerta se movió de nuevo, ahora con más fuerza que antes, aunque despertase de una disolución más horrenda y más irreparable. Yo había cesado hacía rato de luchar o de moverme, y permanecía rígido, sentado en la otomana, presa indefensa de un torbellino de violentas emociones, de todas las cuales el pavor era quizá la menos terrible, la menos devoradora. El cadáver, repito, se movía, y ahora con más fuerza que antes. Los colores de la vida cubrieron con inusitada energía el semblante, los miembros se relajaron y, de no ser por los párpados aún apretados y por las vendas y paños que daban un aspecto sepulcral a la figura, podía haber soñado que Rowena había sacudido por completo las cadenas de la muerte. Pero si entonces no acepté del todo esta idea, por lo menos pude salir de dudas cuando, levantándose del lecho, a tientas, con débiles pasos, con los ojos cerrados y la manera peculiar de quien se ha extraviado en un sueño, aquel ser amortajado avanzó osadamente, palpablemente, hasta el centro del aposento.
No temblé, no me moví, pues una multitud de ideas inexpresables vinculadas con el aire, la estatura, el porte de la figura cruzaron velozmente por mi cerebro, paralizándome, convirtiéndome en fría piedra. No me moví, pero contemplé la aparición. Reinaba un loco desorden en mis pensamientos, un tumulto incontenible. ¿Podía ser, realmente, Rowena viva la figura que tenía delante? ¿Podía ser realmente Rowena, Rowena Trevanion de Tremaine, la de los cabellos rubios y los ojos azules? ¿Por qué, por qué lo dudaba? El vendaje ceñía la boca, pero ¿podía no ser la boca de Rowena de Tremaine? Y las mejillas -con rosas como en la plenitud de su vida-, sí podían ser en verdad las hermosas mejillas de la viviente señora de Tremaine. Y el mentón, con sus hoyuelos, como cuando estaba sana, ¿podía no ser el suyo? Pero entonces, ¿había crecido ella durante su enfermedad? ¿Qué inenarrable locura me invadió al pensarlo? De un salto llegué a sus pies. Estremeciéndose a mi contacto, dejó caer de la cabeza, sueltas, las horribles vendas que la envolvían, y entonces, en la atmósfera sacudida del aposento, se desplomó una enorme masa de cabellos desordenados: ¡eran más negros que las alas de cuervo de la medianoche! Y lentamente se abrieron los ojos de la figura que estaba ante mí. “¡En esto, por lo menos -grité-, nunca, nunca podré equivocarme! ¡Éstos son los grandes ojos, los ojos negros, los extraños ojos de mi perdido amor, los de… los de LIGEIA!” FIN
El escarabajo de oro [Cuento - Texto completo.]
Edgar Allan Poe
¡Hola, hola! ¡Este hombre baila como un loco! Lo ha picado la tarántula. (Todo al revés)
Hace muchos años trabé íntima amistad con un caballero llamado William Legrand. Descendía de una antigua familia protestante y en un tiempo había disfrutado de gran fortuna, hasta que una serie de desgracias lo redujeron a la pobreza. Para evitar el bochorno que sigue a tales desastres, abandonó Nueva Orleans, la ciudad de sus abuelos, y se instaló en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en la Carolina del Sur. Esta isla es muy curiosa. La forma casi por completo la arena del mar y tiene unas tres millas de largo. Su ancho no excede en ningún punto de un cuarto de milla. Se encuentra separada de tierra firme por un arroyo apenas perceptible, que se insinúa en una desolada zona de juncos y limo, residencia favorita de las fojas. Como cabe suponer, la vegetación es escasa o alcanza muy poca altura. No se ven árboles grandes o pequeños. Hacia el extremo occidental, donde se halla el fuerte Moultrie y se alzan algunas miserables construcciones habitadas en verano por los que huyen del polvo y la fiebre de Charleston, puede advertirse la presencia del erizado palmito; pero, a excepción de la punta oeste y una franja de playa blanca y dura en la costa, la isla entera se halla cubierta por una densa maleza de arrayán, planta que tanto aprecian los horticultores de Gran Bretaña. Este arbusto alcanza con frecuencia quince o
veinte pies de altura y forma un soto casi impenetrable, a la vez que impregna el aire con su fragancia. En las más hondas profundidades de este soto, no lejos de la extremidad oriental y más alejada de la isla, Legrand había construido una pequeña choza, en la cual vivía, y fue allí donde, por mera coincidencia, trabé relación con él. Pronto llegamos a intimar, pues la manera de ser de aquel exiliado inspiraba interés y estima. Descubrí que poseía una excelente educación y una inteligencia fuera de lo común, pero que lo dominaba la misantropía y estaba sujeto a lamentables alternativas de entusiasmo y melancolía. Era dueño de muchos libros, aunque raras veces los leía. Sus principales diversiones consistían en la caza y la pesca, o en errar por la playa y los sotos de arrayán buscando conchas o ejemplares entomológicos; su colección de estos últimos hubiera suscitado la envidia de un Swammerdamm. Por lo regular lo acompañaba en sus excursiones un viejo negro llamado Júpiter, quien había sido manumitido por la familia Legrand antes de que empezaran sus reveses, pero que se negó, a pesar de amenazas y promesas, a abandonar lo que consideraba su deber, es decir, cuidar celosamente de su joven massa Will. Y no es difícil que los parientes de Legrand, considerando a éste un tanto desequilibrado, hubieran hecho lo necesario para fomentar esa obstinación en Júpiter, a fin de asegurar la vigilancia y el cuidado de aquel errabundo. En la latitud de la isla de Sullivan los inviernos son rara vez crudos, y se considera que encender fuego en otoño es todo un acontecimiento. Hacia mediados de octubre de 18… hubo, sin embargo, un día notablemente fresco. Poco antes de ponerse el sol me abrí paso por los sotos hasta llegar a la choza de mi amigo, a quien no había visitado desde hacía varias semanas; en aquel entonces vivía yo en Charleston, situado a nueve millas de la isla, y las facilidades de transporte eran mucho menores que las actuales. Al llegar a la cabaña golpeé a la puerta según mi costumbre y, como no obtuviera respuesta, busqué la llave donde sabía que estaba escondida, abrí la puerta y entré. Un magnífico fuego ardía en el hogar. Era aquélla una novedad y no desagradable por cierto. Me quité el abrigo, me instalé en un sillón cerca de los chispeantes troncos y esperé pacientemente el regreso de mis huéspedes. Poco después de anochecido llegaron a la choza y me saludaron con gran cordialidad. Sonriendo de oreja a oreja, Júpiter se afanó en preparar algunas fojas para la cena. Legrand se hallaba en uno de sus accesos -¿qué otro nombre podía darles?- de entusiasmo. Había encontrado un bivalvo desconocido, que constituía un nuevo género, y, lo que es más, había perseguido y cazado con ayuda de Júpiter un scarabæus que, en su opinión, no era todavía conocido, y sobre el cual deseaba conocer mi punto de vista a la mañana siguiente. -¿Y por qué no esta noche misma? -pregunté, frotándome las manos ante las llamas, mientras mentalmente enviaba al demonio la entera tribu de los scarabæi. -¡Ah, si hubiera sabido que usted estaba aquí! -dijo Legrand-. Pero hemos pasado un tiempo sin vernos… ¿Cómo podía adivinar que vendría a visitarme justamente esta noche? Mientras volvía a casa me encontré con el teniente G…, del fuerte, y cometí la tontería de prestarle el escarabajo; de manera que hasta mañana por la mañana no podrá usted verlo. Quédese a pasar la noche; Jup irá a buscarlo al amanecer. ¡Es la cosa más encantadora de la creación! -¿Qué? ¿El amanecer?
-¡No, hombre, no! ¡El escarabajo! Su color es de oro brillante, y tiene el tamaño de una gran nuez de nogal, con dos manchas de negro azabache en un extremo del dorso, y otras dos, algo más grandes, en el otro. Las antennæ son… -¡No tiene nada de estaño, massa Will! -interrumpió Júpiter-. Ya le dije mil veces que el bicho es de oro, todo de oro, cada pedazo de oro, afuera y adentro, menos las alas… Nunca vi un bicho más pesado en mi vida. -Pongamos que así sea, Jup -replicó Legrand con mayor vivacidad de lo que a mi entender merecía la cosa-. ¿Es ésa una razón para que dejes quemarse las aves? El color -agregó, volviéndose a mí- sería suficiente para que la opinión de Júpiter no pareciera descabellada. Nunca se ha visto un brillo metálico semejante al que emiten los élitros… pero ya juzgará por usted mismo mañana. Por el momento, trataré de darle una idea de su forma. Mientras decía esto fue a sentarse a una mesita, donde había pluma y tinta, pero no papel. Buscó en un cajón, sin encontrarlo. -No importa -dijo al fin-. Esto servirá. Y extrajo del bolsillo del chaleco un pedazo de lo que me pareció un pergamino sumamente sucio, sobre el cual procedió a trazar un tosco croquis a pluma. Mientras tanto yo seguía en mi asiento junto al fuego, porque aún me duraba el frío de afuera. Terminado el dibujo, Legrand me lo alcanzó sin levantarse. En momentos en que lo recibía oyóse un sonoro ladrido, mientras unas patas arañaban la puerta. Abrióla Júpiter y un gran terranova, propiedad de Legrand, entró a la carrera, me saltó a los hombros y me cubrió de caricias, retribuyendo lo mucho que yo lo había mimado en mis anteriores visitas. Cuando hubieron terminado sus cabriolas, miré el papel y, a decir verdad, me quedé no poco asombrado de lo que mi amigo acababa de diseñar. -¡Vaya! -dije, luego de examinarlo unos minutos-. Debo reconocer que el escarabajo es realmente extraño. Jamás vi nada parecido a este animal… como no sea una calavera, a la cual se asemeja más que a cualquier otra cosa. -¡Una calavera! -repitió Legrand-. ¡Oh, sí…! En fin, no hay duda de que el dibujo puede tener algún parecido con ella. Las dos manchas negras superiores dan la impresión de ojos, ¿no es verdad?, y las más grandes de la parte inferior forman como una boca…, sin contar que la forma general es ovalada. -Puede ser -dije-, pero temo que usted no sea muy artista, Legrand. Tendré que esperar a ver personalmente el escarabajo, para darme una idea de su aspecto. -Tal vez -replicó él, un tanto picado-. Dibujo pasablemente… o por lo menos debía ser así, ya que tuve buenos maestros, y me jacto de no ser un estúpido. -Pues en ese caso, querido amigo, está usted bromeando -declaré-. Esto representa bastante bien un cráneo, y hasta me atrevería a decir que es un excelente cráneo, conforme a las nociones vulgares sobre esa región anatómica, y si su escarabajo se le parece, ha de ser el escarabajo más raro del mundo. Incluso podríamos dar origen a una pequeña superstición llena de atractivo, aprovechando el parecido. Me imagino que usted denominará a su insecto scarabæus caput hominis, o algo parecido… No faltan nombres semejantes en la historia natural. ¿Pero dónde están las antenas de que hablaba usted?
-¡Las antenas! -exclamó Legrand, que parecía inexplicablemente acalorado-. ¡No puede ser que no distinga las antenas! Las dibujé con tanta claridad como puede vérselas en el insecto mismo, y supongo que con eso basta. -Muy bien, muy bien -repuse-. Admitamos que así lo haya hecho, pero, de todos modos, no las veo. Y le tendí el papel sin más comentarios, para no excitarlo. Me sentía sorprendido por el giro que había tomado nuestro diálogo, y el malhumor de Legrand me dejaba perplejo; en cuanto al croquis del insecto, estaba bien seguro de que no tenía antenas y que el conjunto mostraba marcadísima semejanza con la forma general de una calavera. Legrand tomó el papel con aire sumamente malhumorado y se disponía a estrujarlo, sin duda con intención de arrojarlo al fuego, cuando una ojeada casual al dibujo pareció reclamar intensamente su atención. Su rostro se puso muy rojo, para pasar un momento más tarde a una extrema palidez. Sin moverse de donde estaba sentado siguió escrutando atentamente el dibujo durante algunos segundos. Levantóse por fin y, tomando una bujía de la mesa, fue a sentarse en un cofre situado en el rincón más alejado del cuarto. Allí volvió a examinar ansiosamente el papel, dándole vueltas en todas direcciones. No dijo nada, empero, y su conducta me dejó estupefacto, aunque juzgué prudente no acrecentar su malhumor con algún comentario. Poco después extrajo su cartera del bolsillo de la chaqueta, guardó cuidadosamente el papel y metió todo en un pupitre que cerró con llave. Su actitud se había serenado, pero sin que le quedara nada de su primitivo entusiasmo. Parecía, con todo, más absorto que enfurruñado. A medida que transcurría la velada se fue perdiendo más y más en su ensoñación, sin que nada de lo que dije lo arrancara de ella. Era mi intención pasar la noche en la cabaña, mas, al ver el estado de ánimo de mi huésped, juzgué preferible marcharme. Legrand no trató de retenerme, pero, al despedirse de mí, me estrechó la mano con una cordialidad aún más viva que de costumbre. Había transcurrido un mes, sin que en ese intervalo volviera a ver a Legrand, cuando su sirviente Júpiter se presentó en Charleston para hablar conmigo. Jamás había visto al viejo y excelente negro tan desanimado, y temí que mi amigo hubiese sido víctima de alguna desgracia. -Pues bien, Jup -le dije-, ¿qué ocurre? ¿Cómo está tu amo? -A decir verdad, massa, no está tan bien como debería estar. -¿De veras? ¡Cuánto lo siento! ¿Y de qué se queja? -¡Ah! ¡Esa es la cosa! No se queja de nada… pero está muy enfermo. -¿Muy enfermo, Júpiter? ¿Por qué no me lo dijiste en seguida? ¿Está en cama? -¡No, no está! ¡No está en ninguna parte! ¡Eso es lo que me da mala espina, massa! ¡Estoy muy, muy inquieto por el pobre massa Will! -Júpiter, quisiera entender lo que me estás contando. Dices que tu amo está enfermo. ¿No te ha confiado lo que tiene? -¡Oh, massa, es inútil romperse la cabeza! Massa Will no dice lo que le pasa… pero entonces, ¿por qué anda así, de un lado a otro, con la cabeza baja y los hombros levantados y blanco
como las plumas de un ganso? ¿Y por qué está siempre haciendo números y más números, y…? -¿Qué dices que hace, Júpiter? -Números, massa, y figuras… en una pizarra. Las figuras más raras que he visto. Estoy empezando a asustarme. No le puedo sacar los ojos de encima ni un minuto, pero lo mismo el otro día se me escapó antes de la salida del sol y se pasó afuera el día entero… Ya había cortado un buen garrote para darle una paliza a la vuelta, pero no tuve coraje de hacerlo cuando lo vi volver… ¡Tenía un aire tan triste! -¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah, sí! Mira, Júpiter, creo que no debes mostrarte demasiado severo con el pobre muchacho. No lo azotes, porque no podría soportarlo. Pero dime, ¿no tienes idea de lo que le ha producido esta enfermedad, o más bien este cambio de conducta? ¿Ocurrió algo desagradable después de mi visita? -No, massa, no pasó nada desagradable desde entonces..; Me temo que eso pasó antes… el mismo día que usted estuvo allá. -¿Cómo? ¿Qué quieres decir? -Massa… me refiero al bicho… nada más que eso. -¿El bicho? -Sí, massa. Estoy seguro de que el bicho de oro ha debido picar a massa Will en la cabeza. -¿Y qué razones encuentras, Júpiter, para semejante suposición? -Tiene bastantes pinzas para eso, massa… y también boca. Nunca en mi vida vi un bicho más endiablado… Pateaba y mordía todo lo que encontraba cerca. Massa Will lo atrapó el primero, pero tuvo que soltarlo en seguida… Seguramente fue en ese momento cuando lo picó. Tampoco a mí me gustaba la boca de ese bicho, y por nada quería agarrarlo con los dedos… Por eso lo envolví con un papel que encontré, y además le puse un pedacito de papel en la boca… Así hice. -¿Y piensas realmente que tu amo fue mordido por el escarabajo, y que eso lo tiene enfermo? -Yo no pienso nada, massa… Yo sé. ¿Por qué sueña tanto con oro, si no es por la picadura del bicho de oro? Yo he oído hablar de esos bichos antes de ahora. -Pero, ¿cómo sabes que sueña con oro? -¿Que cómo sé, massa? Pues porque habla en sueños… por eso sé. -En fin, Jup, puede que tengas razón, pero… ¿a qué afortunada circunstancia debo el honor de tu visita? -¿Cómo, massa? -¿Me traes algún mensaje del señor Legrand? -No, massa. Traigo esta carta -dijo Júpiter, alcanzándome una nota que decía:
Querido…: ¿Por qué hace tanto tiempo que no lo veo? Supongo que no habrá cometido la tontería de ofenderse por alguna pequeña brusquerie de mi parte. Pero no, es demasiado improbable. Desde la última vez que nos vimos he tenido sobrados motivos de inquietud. Hay algo que quiero decirle, pero no sé cómo, y ni siquiera estoy seguro de si debo decírselo. En los últimos días no me he sentido bien, y el bueno de Jup me fastidia hasta más no poder con sus bien intencionadas atenciones. ¿Querrá usted creerlo? El otro día preparó un garrote para castigarme por habérmele escapado y pasado el día solo en las colinas de tierra firme. Estoy convencido de que solamente mi rostro demacrado me salvó de una paliza. No he agregado nada nuevo a mi colección desde nuestro último encuentro. Si no le ocasiona demasiados inconvenientes, le ruego que venga con Júpiter. Por favor, venga. Quiero verlo esta noche, por un asunto importante. Le aseguro que es de la más alta importancia. Con todo afecto, William Legrand Había algo en el tono de la carta que me llenó de inquietud. Su estilo difería por completo del de Legrand. ¿En qué estaría soñando? ¿Qué nueva excentricidad se había posesionado de su excitable cerebro? ¿Qué asunto «de la más alta importancia» podía tener entre manos? Las noticias que de él me daba Júpiter no auguraban nada bueno. Temí que el continuo peso del infortunio hubiera terminado por desequilibrar del todo la razón de mi amigo. Por eso, sin un segundo de vacilación, me preparé para acompañar al negro. Llegados al muelle vi que en el fondo del bote donde embarcaríamos había una guadaña y tres palas, todas ellas nuevas. -¿Qué significa esto, Jup? -pregunté. -Eso, massa, es una guadaña y tres palas. -Evidentemente. Pero, ¿qué hacen aquí? -Son la guadaña y las palas que massa Will me hizo comprar en la ciudad, y maldito si no han costado una cantidad de dinero. -Pero, dime, en nombre de todos los misterios: ¿qué es lo que va a hacer tu massa Will con guadañas y palas? -No me pregunte lo que no sé, massa, pero que el diablo me lleve si massa Will sabe más que yo. Todo esto es por culpa del bicho.
Comprendiendo que no lograría ninguna explicación de Júpiter, cuyo pensamiento parecía absorbido por «el bicho», salté al bote e icé la vela. Aprovechando una brisa favorable, pronto llegamos a la pequeña caleta situada al norte del fuerte Moultrie, y una caminata de dos millas nos dejó en la cabaña. Serían las tres de la tarde cuando llegamos. Legrand nos había estado esperando con ansiosa expectativa. Estrechó mi mano con un expressement nervioso que me alarmó y me hizo temer todavía más lo que venía sospechando. Mi amigo estaba pálido, hasta parecer un espectro, y sus profundos ojos brillaban con un resplandor anormal. Después de indagar acerca de su salud, y sin saber qué decir, le pregunté si el teniente G… le había devuelto el escarabajo. -¡Oh, si! -me respondió, ruborizándose violentamente-. Lo recuperé a la mañana siguiente. Nada podría separarme de ese escarabajo. ¿Sabe usted que Júpiter tenía razón acerca de él? -¿En qué sentido? -pregunté, con un penoso presentimiento. -Al suponer que era un escarabajo de oro verdadero. Dijo estas palabras con profunda seriedad, cosa que me apenó indeciblemente. -Este insecto está destinado a hacer mi fortuna -continuó mi amigo con una sonrisa triunfante, y devolverme las posesiones de mi familia. ¿Le extraña, entonces, que lo considere tan valioso? Puesto que la Fortuna ha decidido concedérmelo, no me queda más que usarlo adecuadamente, y así llegaré hasta el oro del cual él es índice. ¡Júpiter, tráeme el escarabajo! -¿Qué? ¿El bicho, massa? Prefiero no tener nada que ver con ese bicho… Mejor que vaya a buscarlo usted mismo. Legrand se levantó con aire grave y me trajo el insecto, que se hallaba depositado en una caja de cristal. Era un hermoso scarabæus, desconocido para los naturalistas de aquella época y sumamente precioso desde un punto de vista científico. En una extremidad del dorso tenía dos manchas negras y redondas, y una mancha larga en el otro extremo. Poseía élitros extremadamente duros y relucientes, con toda la apariencia del oro bruñido. El peso del insecto era realmente notable, por lo cual, todo bien considerado, no podía reprochar a Júpiter su opinión al respecto; pero que Legrand compartiera ese parecer era más de lo que alcanzaba a explicarme. -Lo he mandado llamar -me dijo con tono grandilocuente y apenas hube terminado de examinar el insecto- para gozar de su consejo y su ayuda en el cumplimiento de las decisiones del Destino y del escarabajo… -Mi querido Legrand -exclamé, interrumpiéndolo-, evidentemente usted no está bien, y sería mejor que tomara algunas precauciones. Le ruego que se acueste, mientras yo me quedo acompañándolo unos días, hasta su completa mejoría. Está afiebrado y… -Tómeme el pulso -me dijo. Así lo hice y, a decir verdad, no advertí la menor indicación de fiebre. -Es posible estar enfermo y no tener fiebre -insistí-. Permítame, por esta vez, ser su médico. Ante todo, vaya a acostarse. Y luego…
-Se equivoca usted -dijo Legrand-. Me siento tan bien como es posible estarlo con la excitación que me domina. Si realmente desea mi bien, ayúdeme a terminar con ella. -¿Y cómo es posible? -Muy sencillamente. Júpiter y yo partimos a una expedición a las colinas, en tierra firme, y nos hace falta la ayuda de una persona en quien podamos confiar. Usted es esa persona. Triunfemos o no, la excitación que ahora me domina cesará igualmente. -Tengo el mayor deseo de serle útil -repuse-, pero… ¿quiere usted dar a entender que este infernal escarabajo se relaciona con nuestra expedición a las colinas? -Por supuesto. -Entonces, Legrand, no tomaré parte en tan absurda empresa. -Lo siento… lo siento muchísimo… porque tendremos que arreglárnoslas solos. -¡Solos! ¡Ah, seguramente este hombre se ha vuelto loco! ¡Espere! ¿Cuánto tiempo durará su ausencia? -Probablemente toda la noche. Saldremos en seguida y, pase lo que pase, estaremos de vuelta a la salida del sol. -¿Me promete usted, por su honor que una vez acabado este capricho suyo, y liquidado el asunto del insecto (¡santo Dios!), volverá a casa y seguirá al pie de la letra mis prescripciones y las de su médico? -Sí, lo prometo. Y ahora vámonos, porque no hay tiempo que perder. Profundamente deprimido, acompañé a mi amigo. A eso de las cuatro, Legrand, Júpiter y yo nos pusimos en marcha, llevando también al perro. Júpiter se encargó de la guadaña y las palas e insistió en acarrear con todo, creo que más por miedo de que alguno de esos implementos quedara en manos de su amo que por exceso de complacencia. Estaba muy malhumorado, y «maldito bicho» fueron las únicas palabras que brotaron de sus labios durante todo el viaje. Por mi parte, me habían confiado un par de linternas sordas, mientras Legrand se contentaba con el escarabajo, que había atado al extremo de un hilo y hacia girar a su alrededor mientras andaba, con aire de prestidigitador. Cuando reparé en esta última y clara prueba de la demencia de mi amigo, apenas pude contener las lágrimas. Me pareció, sin embargo, preferible seguirle la corriente, al menos por el momento, hasta que pudiese adoptar medidas más enérgicas con garantías de buen resultado. Inútilmente traté de sondearlo sobre los propósitos de la expedición. Una vez que hubo logrado convencerme de que lo acompañara, no parecía dispuesto a mantener conversación sobre ningún tema menudo, y a todas mis preguntas respondía invariablemente: «¡Ya veremos!» Por medio de un esquife cruzamos el arroyo en la punta de la isla y, remontando las onduladas colinas de la orilla opuesta, nos encaminamos hacia el noroeste, atravesando una región tan salvaje como desolada, donde era imposible descubrir la menor huella de pie humano. Legrand rompía la marcha con gran decisión, deteniéndose aquí y allá para consultar ciertas indicaciones en el terreno, que supuse había hecho él mismo en una ocasión anterior.
De esta manera avanzamos durante unas dos horas, y el sol se ponía cuando entramos en una zona muchísimo más desolada de lo que habíamos visto hasta entonces. Era una especie de meseta, cerca de la cima de un monte casi inaccesible, cuyas laderas aparecían densamente arboladas y sembradas de enormes peñascos que daban la impresión de estar sueltos en el suelo, y a los que sólo el soporte de los troncos impedía rodar a los valles inferiores. Profundos precipicios en distintas direcciones daban a aquel escenario un aire todavía más grande de solemnidad. La plataforma natural a la que habíamos trepado estaba cubierta de espesas zarzas, a través de las cuales hubiera sido imposible pasar de no tener con nosotros la guadaña. Bajo las órdenes de su amo, Júpiter empezó a abrir un camino en dirección a un gigantesco tulípero, que se alzaba allí en unión de unos ocho o diez robles, sobrepasándolos a todos (como hubiera sobrepasado a cualquier otro árbol) por la belleza de su follaje, su forma, la enorme extensión de las ramas y su majestuosa apariencia. Una vez llegados al pie del tulípero, Legrand se volvió a Júpiter y le preguntó si se animaba a trepar a la copa. El buen viejo se quedó un tanto aturdido y no contestó al principio. Acercóse por fin al enorme árbol, dio lentamente la vuelta, examinándolo minuciosamente. Terminado el escrutinio, se limitó a decir: -Sí, massa. Júpiter puede treparse a cualquier árbol del mundo. -Pues arriba entonces, y lo antes posible, porque está oscureciendo y pronto no veremos nada. -¿Cuánto tengo que subir, massa? -inquirió Júpiter. -Empieza por el tronco, y ya te diré qué camino tienes que tomar… ¡Espera un momento! Llévate el escarabajo contigo. -¿El bicho, massa Will? ¿El bicho de oro? -gritó el negro-. ¿Que trepe con él? ¡Maldito si lo hago…! -Si tienes miedo, Jup, un negro tan grande y fuerte como tú, de llevar en la mano un pequeño escarabajo muerto e inofensivo… ¡Mira, si puedes tenerlo de la punta del hilo! De todas maneras, si no subes con él en una forma u otra me veré en la necesidad de romperte la cabeza con esta pala. -¿Por qué se pone así, massa? -se quejó Jup, evidentemente avergonzado y dispuesto a someterse-. ¡Siempre anda buscando camorra a su pobre negro! Si solamente bromeaba… ¿Yo tener miedo del bicho? ¿Qué me importa a mí el bicho? Y tomando con todo cuidado el extremo del hilo, para mantener al insecto lo más alejado posible de su persona, se dispuso a trepar al árbol. El tulípero –Liliodendron Tulipiferum-, el más magnífico de los árboles americanos, tiene cuando es joven un tronco particularmente liso, que con frecuencia se alza a gran altura sin ninguna rama lateral; pero al envejecer la corteza se vuelve irregular y nudosa, a la vez que surgen en el tronco diversas ramas cortas. Por eso, en el presente caso, la dificultad de trepar era más aparente que real. Abrazando como mejor podía, con brazos y rodillas, el enorme cilindro, buscando con las manos algunas saliencias y apoyando en otras sus pies descalzos, Júpiter logró encaramarse, por fin, hasta la primera bifurcación, después de estar a punto de
caerse una o dos veces, y pareció considerar que su tarea terminaba allí. En realidad, el peligro mayor de la empresa había pasado, aunque el peligro se hallaba a unos sesenta o setenta pies de altura. -¿Para dónde tengo que ir ahora, massa Will? -preguntó. -Sigue la rama más gruesa… la de este lado -indicó Legrand. El negro le obedeció prontamente y, al parecer, con poco trabajo; trepó cada vez más alto, hasta que dejamos de ver su figura rampante entre el denso follaje que la envolvía. Pero su voz no tardó en llegarnos desde lo alto: -¿Cuánto más tengo que subir? -¿A qué altura estás? -preguntó Legrand. -Tan alto, tan alto, que puedo ver el cielo entre las hojas del árbol. -No te ocupes del cielo, pero escucha bien lo que te digo. Mira hacia abajo y cuenta las ramas que hay debajo de ti, de este lado. ¿Cuántas ramas pasaste? -Una, dos, tres, cuatro, cinco… Pasé cinco grandes ramas, massa, de este lado. -Entonces sube una más. Pocos minutos más tarde oímos otra vez la voz de Júpiter, anunciando que había llegado a la séptima rama. -¡Ahora escucha, Jup! -gritó Legrand, evidentemente muy excitado-. Quiero que avances lo más que puedas por esa rama. Si ves algo raro, avísame. A esta altura, las pocas dudas que aún podía tener sobre la demencia de mi pobre amigo se habían disipado. No quedaba otro remedio que declararlo insano, y empecé a preocuparme seriamente sobre la forma de llevarlo a casa. Mientras reflexionaba se oyó nuevamente la voz de Júpiter: -Tengo mucho miedo de seguir por esta rama… Es una rama muerta, massa. -¿Dijiste que es una rama muerta, Júpiter? -gritó Legrand con voz temblorosa. -Sí, massa, muerta y bien muerta… Terminada para siempre, la pobre… -En nombre del cielo, ¿qué voy a hacer? -exclamó Legrand, sumido en la más grande desesperación. -¿Qué va a hacer? -dije, aprovechando la posibilidad de intercalar una frase-. ¡Pues… volver a casa y acostarse! ¡Vamos, ahora mismo! Se está haciendo tarde y, además, no se olvide de su promesa. -¡Júpiter! -gritó él, sin prestarme la menor atención-. ¿Me oyes? -Sí, massa Will, lo oigo muy bien. -Prueba la madera con tu cuchillo y fíjate si está muy podrida.
-Está podrida, massa, eso es seguro -repuso el negro después de un momento-. Pero no tan podrida que no pueda aventurarme un poquitín más por la rama, si voy solo. -¡Si vas solo! ¿Qué quieres decir? -Quiero decir el bicho de oro. Es un bicho muy pesado. Pongamos que lo dejo caer, y entonces la rama aguantará muy bien el paso de un negro sólo. -¡Maldito bribón! -gritó Legrand, que parecía muy aliviado-. ¿Qué clase de disparates estás diciendo? ¡Si llegas a soltar ese escarabajo te retuerzo el pescuezo! ¡Júpiter! ¿Me oyes? -Sí, massa, no hay que hablar de ese modo a un pobre negro. -¡Bueno, escucha! Si te aventuras lo más que puedas por la rama y no dejas caer el insecto, tan pronto hayas bajado te regalaré un dólar de plata. -¡Ya estoy andando, massa Will! -replicó el negro con gran prontitud-. ¡Ya llegué casi a la punta! –¡Casi a la punta! -aulló Legrand-. ¿Quieres decir que estás en la punta de esa rama? -Pronto voy a llegar, massa… ¡Ooooh…! ¡Dios me proteja…! ¿Qué es esto que hay en el árbol? -¡Y bien! -gritó Legrand, en el colmo del júbilo- ¿Qué es lo que hay? -¡Es… es una calavera! Alguien dejó su cabeza en el árbol y los cuervos se comieron toda la carne. -¿Una calavera, dices? ¡Perfecto! ¿Cómo está sujeta a la rama? -Voy a ver, massa… Pues es muy curioso, sí, señor; muy curioso… Hay un gran clavo en la calavera, que la tiene sujeta al árbol. -Bueno, Júpiter, ahora haz exactamente lo que voy a decirte. ¿Me oyes? -Sí, massa. -Presta atención entonces. Primero busca el ojo izquierdo del cráneo. -¡Hum…! ¡Vaya…! ¡Esto sí que es curioso! ¡No tiene ojo izquierdo! -¡Maldita sea tu estupidez! ¡El agujero donde estaba el ojo! ¡Oye! ¿Sabes distinguir tu mano derecha de la izquierda? -¡Oh, sí, massa! Lo sé muy bien. La mano izquierda es la que uso para hachar la leña. -Perfecto: ya sé que eres zurdo. Pues tu ojo izquierdo está del mismo lado que tu mano izquierda. Supongo que ahora sabrás encontrar el ojo izquierdo del cráneo o el sitio donde estuvo el ojo. ¿Ya lo tienes? Siguió una larga pausa, tras de la cual dijo, por fin, el negro:
-¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que la mano izquierda de la calavera? Pero la calavera no tiene mano izquierda… ¡Bueno, no importa! Ya tengo el ojo izquierdo… ¡Aquí está! ¿Qué hago ahora? -Pasa el escarabajo por él y déjalo caer hasta donde alcance el hilo… pero ten cuidado de no soltar el extremo. -¡Ya está, massa Will! Es muy fácil pasar el bicho por el agujero. ¡Mírelo cómo baja! Durante este diálogo no podía verse porción alguna de Júpiter; pero ahora, al descender, el escarabajo apareció en el extremo del hilo y brilló como un globo de oro puro bajo los últimos rayos del sol poniente, que aún alcanzaban a iluminar la eminencia donde estábamos. El escarabajo colgaba por debajo del nivel de las ramas y, si Júpiter lo hubiese soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand se apoderó al punto de la guadaña y despejó un espacio circular de unas tres o cuatro yardas de diámetro, exactamente debajo del insecto, hecho esto, ordenó a Júpiter que soltara el hilo y que bajara del árbol. Clavando con todo cuidado una estaca en el suelo, exactamente en el lugar donde había caído el escarabajo, mi amigo extrajo del bolsillo una cinta métrica. Fijó un extremo de la parte del tronco del árbol más cercana a la estaca y la desenrolló hasta alcanzar el punto donde estaba ésta; siguió luego desenrollando la cinta, siguiendo la dirección ya establecida por los dos puntos, hasta una distancia de cincuenta pies, mientras Júpiter limpiaba de zarzas el lugar con ayuda de la guadaña. En el sitio así alcanzado, Legrand fijó otra clavija y, tomándola por centro, trazó un tosco círculo de unos cuatro pies de diámetro. Empuñando una pala y dándonos las otras se puso a cavar con toda la rapidez posible. A decir verdad, jamás he tenido mucha inclinación hacia semejante tarea, y en este caso habría renunciado con gusto a ella, porque la noche se acercaba y la caminata me había fatigado mucho. Pero no había escapatoria y temí turbar con mi negativa la serenidad de mi amigo. Si hubiera podido contar con la ayuda de Júpiter no habría vacilado en arrastrar por la fuerza al lunático y devolverlo a su casa; pero conocía demasiado bien la manera de ser del viejo negro para esperar que se pusiera a mi lado, bajo cualesquiera circunstancias, en una lucha personal contra su amo. No cabía duda de que éste se había dejado atrapar por una de las innumerables supersticiones sureñas acerca de tesoros enterrados, y que su fantasía se había exacerbado con el hallazgo del escarabajo, o quizá por la obstinación de Júpiter al sostener que se trataba de «un bicho de oro verdadero». Una mente con tendencia a la insania está pronta a dejarse arrastrar por semejantes sugestiones -especialmente si coinciden con ideas preconcebidas-. Me acordé también de la frase del pobre hombre acerca de que el insecto sería «el índice de su fortuna». Me sentía profundamente afectado y perplejo, pero decidí finalmente tomar las cosas lo mejor posible, cavar con mi mejor voluntad y convencer lo antes posible al visionario, por comprobación ocular, de la falacia de sus ensueños. Una vez encendidas las linternas, nos pusimos a trabajar con un tesón digno de motivo más racional; y a medida que la luz caía sobre uno u otro, no podía dejar de pensar en el pintoresco grupo que formábamos y cuan extrañas y sospechosas habrían parecido nuestras actividades a cualquier intruso que pasara por casualidad cerca de allí. Durante dos horas cavamos de firme. No hablábamos gran cosa y nuestra mayor preocupación eran los ladridos del perro, que se mostraba sumamente interesado por nuestro
trabajo. A la larga se volvió tan fastidioso, que temimos diese la alarma a quienes vagaran por las inmediaciones; aunque, en realidad, era Legrand quien se inquietaba más, pues yo me hubiera sentido bien contento de cualquier interrupción que me ayudase a hacer volver a mi amigo a su casa. Júpiter se encargó finalmente de acallar el estrépito; saliendo del pozo con aire de gran resolución, convirtió en bozal sus tirantes, y, luego de cerrar así la boca del animal, volvió con una grave sonrisa a su trabajo. Terminadas las dos horas, estábamos ya a una profundidad de cinco pies, sin que apareciera la menor señal de tesoro. Siguió un momento de descanso y comencé a esperar que la farsa terminaría allí. Legrand, sin embargo, aunque evidentemente desconcertado, se secó la frente con aire pensativo y reanudó el trabajo. Habíamos excavado por completo el círculo de cuatro pies de diámetro; ampliamos un poco más el límite y ahondamos otros dos pies. Nada apareció. El buscador de oro, que me inspiraba la más sincera lástima, saltó, por fin, del pozo con la más amarga decepción impresa en cada uno de sus rasgos y comenzó lentamente a ponerse la chaqueta que se había quitado al iniciar su labor. Yo no hice la menor observación. A una señal de su amo, Júpiter recogió los utensilios. Hecho esto, y luego de quitar el bozal al perro, iniciamos en profundo silencio el regreso a casa. Habríamos caminado apenas unos doce pasos, cuando Legrand soltó un juramento, corrió hacia Júpiter y lo sujetó por el cuello. El estupefacto negro abrió enormemente los ojos y la boca, soltó las palas y se puso de rodillas. -¡Tunante! -gritó Legrand, haciendo silbar la palabra entre sus dientes-. ¡Negro infernal, maldito pícaro! ¡Habla, te digo! ¡Contéstame ahora mismo y, sobre todo, no vayas a soltar un embuste! ¿Cuál… cuál es tu ojo izquierdo? -¡Oh, Dios mío, massa Will…! ¿No es éste mi ojo izquierdo? -clamó el aterrado Júpiter, tapándose con la mano el ojo derecho y manteniéndola allí con desesperada obstinación, como si temiera que su amo fuese a arrancárselo. -¡Me lo imaginé! ¡Pero, claro! ¡Hurra! -vociferó Legrand, soltando al negro y ejecutando una serie de cabriolas y saltos, con no poco asombro de su criado, quien, ya de pie, nos miraba una y otra vez alternativamente. -¡Vamos! ¡Volvamos allá! -dijo Legrand-. ¡La caza no ha terminado! Y se encaminó resueltamente en dirección al tulípero. -Júpiter, ven aquí -ordenó cuando llegamos al pie del árbol-. Dime, ¿estaba el cráneo clavado a la rama con la cara para afuera o con la cara contra la rama? -Con la cara para afuera, massa, para que los cuervos pudieran llegarle a los ojos sin ningún trabajo. -Muy bien. ¿Y fue por este ojo o por este otro que dejaste pasar el escarabajo? -insistió Legrand, tocando alternativamente los ojos de Júpiter. -Por éste, massa… por el izquierdo… como usted me mandó -y de nuevo el negro se tocaba el ojo derecho. -Bueno, basta con eso. Hay que recomenzar.
Y mi amigo, en cuya locura yo veía ahora o me imaginaba que veía ciertos indicios de método, retiró la estaca que señalaba el lugar donde había caído el escarabajo y la fijó unas tres pulgadas hacia el oeste de su anterior posición. Colocando la cinta métrica como antes, a partir del punto más próximo del tronco del árbol hasta la estaca, continuó la línea hasta una distancia de cincuenta pies, señalando allí un lugar que quedaba a varias yardas de distancia del sitio donde habíamos estado cavando. Legrand trazó un círculo en torno a este nuevo punto, haciéndolo algo mayor que el anterior, y otra vez nos pusimos a trabajar con las palas. Yo estaba terriblemente cansado; pero, sin darme cuenta de lo que había alterado el curso de mis pensamientos, dejé de sentir aversión por la labor que me imponían. Inexplicablemente me sentía lleno de interés… de excitación. Quizá hubiera algo en la extravagante conducta de Legrand, algo de premonición o de seguridad, que me impresionaba. Cavé tesoneramente y más de una vez me sorprendí pensando -con algo que tenía mucho de esperanza- en el tesoro imaginario cuya visión había enloquecido a mi infortunado compañero. En el momento en que esas fantasías me dominaban con mayor violencia, y cuando llevábamos más de una hora trabajando, los violentos ladridos del perro volvieron a interrumpirnos. La primera vez su conducta había nacido de un caprichoso deseo de jugar, pero ahora advertimos en sus ladridos un tono de profunda inquietud. Cuando Júpiter trató de embozalarlo nuevamente opuso una furiosa resistencia y, saltando al agujero, cavó frenéticamente la tierra con sus patas. Segundos más tarde ponía en descubierto una masa de huesos humanos que formaban dos esqueletos completos, entre los cuales se advertían varios botones metálicos y aparentes restos de lana podrida. Uno o dos golpes de pala sacaron a la superficie un ancho cuchillo español; seguimos cavando y descubrimos tres o cuatro monedas de oro y de plata. A la vista de estas últimas, la alegría de Júpiter pudo apenas contenerse, pero el rostro de su amo expresó la más profunda decepción. Nos pidió, sin embargo, que siguiéramos cavando y, apenas había pronunciado las palabras, cuando tropecé y caí hacia adelante, enganchada la punta de mi bota en un gran anillo de hierro que yacía semienterrado en la tierra removida. Reanudamos el trabajo con renovado ardor y jamás viví diez minutos de mayor excitación. Nos bastó ese tiempo para desenterrar a medias un cofre oblongo de madera que, a juzgar por su perfecto estado de conservación y dureza de su material, debía de haber sufrido algún proceso de mineralización -probablemente con ayuda del bicloruro de mercurio-. La caja tenía tres pies y medio de largo, tres de ancho y dos y medio de profundidad. Estaba firmemente asegurada por bandas remachadas de hierro forjado, que hacían una especie de enrejado sobre todo el cofre. A cada lado, cerca de la parte superior, se veían tres anillos de hierro, seis en total, mediante los cuales el cofre podía ser cómodamente transportado por otros tantos hombres. Nuestros esfuerzos combinados sólo sirvieron para mover ligeramente el cofre en su lecho de tierra. Inmediatamente comprendimos la imposibilidad de mover semejante peso. Por fortuna, la tapa no estaba sujeta más que por dos pasadores. Los corrimos temblando, jadeando de ansiedad. Un instante más tarde brillaba ante nosotros un tesoro de incalculable valor. Los rayos de la linterna cayeron sobre él, haciendo brotar de un confuso montón de oro y plata fulgores y reflejos que literalmente nos cegaron. No pretenderé describir los sentimientos que me dominaron al contemplar aquello. La estupefacción, claro está, predominaba. Legrand parecía agotado por la excitación y sólo habló unas pocas palabras. Durante algunos minutos, el rostro de Júpiter se puso todo lo
pálido que la naturaleza permite a la cara de un negro. Parecía atónito, fulminado. Pero pronto cayó de rodillas en el pozo y, hundiendo los desnudos brazos hasta los codos en el oro, los dejó así como si estuviera gozando de las delicias de un baño. Por fin, con un suspiro, exclamó como si hablara consigo mismo: -¡Y todo esto viene del bicho de oro! ¡Del precioso bicho de oro, del pobre bicho de oro, que yo traté con tanta brutalidad! ¿No estás avergonzado de ti mismo, negro? ¡Contesta! Fue necesario, finalmente, que hiciera notar a amo y criado la necesidad de transportar el tesoro. Ya era tarde y no poco trabajo tendríamos hasta haber depositado todo en la cabaña antes del amanecer. Resultaba difícil decidir el mejor procedimiento, y pasamos largo rato deliberando; tan confusas eran nuestras ideas. Por fin, retiramos dos tercios del contenido del cofre y con gran trabajo pudimos levantarlo a la superficie. Los objetos que habíamos retirado fueron depositados entre las zarzas y dejamos al perro que los cuidara, con órdenes estrictas de Júpiter de que no se moviera para nada del lugar ni abriera la boca hasta nuestro regreso. Llevando el cofre, emprendimos apresuradamente el retorno a casa, adonde llegamos sanos y salvos, aunque agotados, a la una de la mañana. Exhaustos como estábamos, era humanamente imposible proseguir. Descansamos, pues, hasta las dos y cenamos, para volver inmediatamente a las colinas provistos de tres sólidos sacos que por fortuna había en la cabaña. Llegamos al pozo poco antes de las cuatro, dividimos el remanente del botín entre los tres y, sin tapar el pozo, retornamos a casa, adonde arribamos con nuestras áureas cargas en momentos en que las primeras luces del alba comenzaban a asomar en el este sobre las cimas de los árboles. Estábamos completamente agotados, pero la intensa excitación que nos dominaba no nos permitía descansar. Luego de un sueño intranquilo de tres o cuatro horas nos levantamos como de común acuerdo para examinar nuestro tesoro. El cofre había estado lleno hasta los bordes, y pasamos todo el día y gran parte de la noche siguiente haciendo el inventario de su contenido. No había en él la menor señal de orden. Las cosas estaban mezcladas y revueltas. Luego de separarlas con cuidado, descubrimos que éramos dueños de una fortuna aún mayor de lo que habíamos supuesto. Nada más que en monedas su valor excedía de cuatrocientos cincuenta mil dólares -calculando lo mejor posible el valor de las monedas con arreglo a las tablas de la época-. No había una sola partícula de plata. Todo era oro, de antigua data y gran variedad, dinero francés, español y alemán, junto con unas pocas guineas inglesas y algunas fichas, de las cuales nunca habíamos visto ningún ejemplar. Descubrimos varias monedas tan grandes como pesadas, pero las inscripciones eran indescifrables por el uso. No encontramos monedas americanas. Más difícil era calcular el valor de las joyas. Los diamantes (algunos de ellos extraordinariamente grandes y hermosos) sumaban en total ciento diez, sin que hubiera uno solo pequeño; dieciocho rubíes de notable transparencia; trescientas diez esmeraldas, todas muy hermosas; veintiún zafiros y un ópalo. Las piedras habían sido arrancadas de su montura y arrojadas en montón al cofre. Encontramos también las monturas mezcladas con el resto del oro; parecían haber sido aplastadas a martillazos, a fin de impedir que se las identificara. Aparte de esto había cantidad de joyas y objetos de oro macizo: casi doscientos anillos y aros, ricas cadenas -unas treinta, si recuerdo bien-, ochenta y tres grandes y pesados crucifijos, y cinco incensarios de gran valor; una prodigiosa copa para punch, ornamentada con pámpanos ricamente cincelados, y figuras báquicas; dos puños de espada exquisitamente trabajados, y
multitud de objetos más pequeños que no recuerdo. El peso total de estas joyas pasaba de trescientas cincuenta libras, y en este cálculo no he contado ciento noventa y siete magníficos relojes de oro, de los cuales tres valían quinientos dólares cada uno. Muchos eran antiquísimos y sin valor como relojes, ya que la máquina había sufrido por la corrosión, pero todos estaban ricamente ornados de pedrerías y tenían estuches de grandísimo valor. Aquella noche calculamos que el contenido total del cofre valía un millón y medio de dólares; pero, cuando más tarde procedimos a liquidar los dijes y las joyas (guardando unas pocas para nuestro uso personal), descubrimos que las habíamos estimado muy por debajo de la realidad. Cuando acabó, por fin, nuestro inventario y la intensa exaltación del momento disminuyó un tanto, Legrand advirtió que yo me moría de impaciencia por la solución de tan extraordinario enigma y procedió a proporcionarme todos los detalles vinculados con el mismo. -Recordará usted -empezó- la noche en que le alcancé el tosco dibujo que acababa de hacer del scarabæus. También recordará que me chocó muchísimo su insistencia en que mi diseño hacía pensar en una calavera. La primera vez que me lo dijo creí que se estaba burlando, pero luego recordé las curiosas manchas en el dorso del insecto y reconocí que su observación tenía algún fundamento. No obstante, sus referencias irónicas a mis aptitudes gráficas me irritaron, ya que se me consideraba un buen artista; por eso, cuando me devolvió el trozo de pergamino, me dispuse a arrugarlo y tirarlo al fuego. -Se refiere usted al trozo de papel -dije. -No. Se parecía bastante al papel y por un momento creí que lo era, pero cuando me puse a dibujar descubrí que se trataba de un trozo de pergamino sumamente delgado. Recordará usted que estaba muy sucio. Pues bien, iba a estrujarlo, cuando mis ojos cayeron sobre el croquis que usted había estado mirando, y puede imaginarse mi estupefacción al advertir que, verdaderamente, en el lugar donde yo había trazado el diseño del escarabajo había una calavera. Por un momento me quedé tan sorprendido que no pude pensar distintamente. Sabía muy bien que mi dibujo difería por completo de aquél en sus detalles, aunque, en líneas generales, hubiera cierta semejanza. Tomando una bujía me fui al otro extremo del salón para estudiar de cerca el pergamino. Al volverlo vi en él mi croquis, tal como lo había hecho. Mi primera idea fue pensar en lo curioso de aquella similaridad de diseño, en la extraña coincidencia de que, sin saber, del otro lado del pergamino hubiese un cráneo exactamente debajo de mi croquis del escarabajo, y que dicho cráneo se le parecía tanto en la figura como en el tamaño. Admito que la singularidad de esta coincidencia me dejó completamente estupefacto por un momento. Tal es el efecto usual de las coincidencias. La inteligencia lucha por establecer una conexión, un enlace de causa y efecto, y, al no conseguirlo, queda momentáneamente como paralizada. Pero, al recobrarme del estupor, gradualmente empezó a surgir en mí una noción que me sorprendió todavía más que la coincidencia. Comencé a recordar positiva y claramente que en el pergamino no había ningún dibujo cuando trazara el del escarabajo. Estaba completamente seguro, porque me acordaba de haberlo vuelto en uno y otro sentido, buscando la parte más limpia. Si el cráneo hubiese estado allí, no podía habérseme escapado. Indudablemente estaba en presencia de un misterio que me resultaba imposible explicar; pero, incluso en aquel momento, me pareció que en lo más hondo y secreto de mi inteligencia se iluminaba algo así como una luciérnaga mental, una noción de esa verdad que nuestra aventura de anoche demostró tan magníficamente. Me levanté en
seguida y, guardando el pergamino en lugar seguro, dejé todas las reflexiones para el momento en que me quedara solo. »Una vez que usted se hubo marchado y Júpiter dormía profundamente, me puse a investigar el asunto con mayor método. En primer término consideré la forma en que el pergamino había llegado a mis manos. El lugar donde encontramos el escarabajo queda en la costa del continente, aproximadamente una milla al este de la isla y a poca distancia del nivel de la marea alta. Cuando lo atrapé, me mordió con fuerza, obligándome a soltarlo. Júpiter, procediendo con su prudencia acostumbrada, miró alrededor en busca de una hoja o de algo que le permitiera apoderarse con seguridad del insecto, que había volado en su dirección. Fue entonces cuando sus ojos y los míos cayeron sobre el trozo de pergamino, que en el momento me pareció papel. Aparecía enterrado a medias en la arena y sólo una punta sobresalía. Cerca del lugar donde lo encontramos reparé en los restos de la quilla de una embarcación que debió ser la chalupa de un barco. Aquellos restos daban la impresión de hallarse allí desde hacía mucho, porque apenas podía reconocerse la forma primitiva de las maderas. »Júpiter recogió el pergamino, envolvió en él el escarabajo y me lo dio. Poco más tarde desandamos el camino y me encontré con el teniente G… Al mostrarle el insecto me pidió que se lo prestara para llevarlo al fuerte. Acepté, y se lo puso en el bolsillo del chaleco, sin el pergamino en que había estado envuelto y que yo conservaba en la mano durante la inspección. Quizá el teniente temió que yo cambiara de opinión y pensó que era preferible asegurarse en seguida… Ya sabe usted cuán entusiasta es en todo lo que se refiere a la historia natural. Al mismo tiempo, y sin tener idea de lo que hacía, yo debí de guardarme el pergamino en el bolsillo. »Recordará usted que, cuando me senté a la mesa con intención de dibujarle el escarabajo, no encontré papel donde suele estar. Miré en el cajón sin verlo. Revisé mis bolsillos en busca de alguna vieja carta, cuando mis dedos tocaron el pergamino. Si le doy todos estos detalles sobre la forma en que ese papel llegó a mi posesión se debe a que lo ocurrido me impresionó profundamente. »No dudo que usted me tachará de fantasioso, pero había establecido ya una especie de conexión. Dos eslabones de una gran cadena se juntaban. Había un bote en una playa, y no lejos del bote había un pergamino -no un papel- con una calavera pintada. Usted me preguntará cuál puede ser la conexión. Le contesto que la calavera es el bien conocido emblema de los piratas. En todos los combates se iza la bandera con el cráneo de muerto. »Dije que aquel trozo era de pergamino y no de papel. El pergamino es durable, casi indestructible. Las cuestiones de poca importancia se consignan rara vez en pergamino, ya que no se presta como el papel para las finalidades ordinarias de la escritura o el dibujo. Esta reflexión sugería que aquel cráneo tenía un sentido… y un sentido importante. Tampoco dejé de observar, de paso, la forma del pergamino. Aunque algún accidente había destruido una de sus puntas, podía verse que la forma original era oblonga. Justamente el tipo y la forma adecuados para consignar un documento importante, algo que debía ser cuidadosamente preservado y largamente recordado.» -Un momento -interrumpí-. Dijo usted que al dibujar el escarabajo el cráneo no estaba en el pergamino. ¿Cómo puede establecer, entonces, una conexión entre el bote y el cráneo, puesto
que este último debió de ser dibujado (¡Dios sabe cómo y por quién!) después que usted hubo trazado el diseño del escarabajo? -¡Ah, todo el misterio está ahí! Y eso que, por comparación, no me costó mucho resolverlo. Mis pasos eran seguros y no podían llevarme más que a una solución. He aquí, por ejemplo, cómo razoné. Al dibujar el escarabajo no había ningún cráneo en el pergamino. Al completar mi croquis se lo pasé a usted, y no dejé de observarlo de cerca hasta que me lo devolvió. Usted por tanto, no podía haber dibujado la calavera, y no había nadie más capaz de hacerlo. Vale decir que aquel dibujo no nacía de una intervención humana. Y sin embargo… estaba ahí. »A esta altura de mis reflexiones traté de recordar, y recordé con toda claridad, los incidentes acaecidos durante el período en cuestión. El tiempo era frío (¡oh raro y feliz accidente!) y ardía un fuego en el hogar. Como mi caminata me había hecho entrar en calor, me senté cerca de la mesa. Pero usted acercó su silla a la chimenea. Justamente cuando le alcanzaba el pergamino y usted se disponía a inspeccionarlo, apareció Lobo, mi terranova, y le saltó a los hombros. Usted lo acarició y lo mantuvo a distancia con la mano izquierda, mientras la derecha, que sostenía el pergamino, colgaba entre sus rodillas muy cerca del fuego. En un momento dado pensé que las llamas iban a alcanzarlo, y me disponía a prevenírselo, pero antes de que pudiera hablar retiró usted el pergamino y se absorbió en su examen. Considerando todos estos detalles, no dudé un instante de que el calor era el agente que había hecho surgir en la superficie del pergamino el cráneo que encontré dibujado en él. Bien sabe usted que siempre han existido preparaciones químicas mediante las cuales se puede escribir sobre papel o pergamino, de modo que los caracteres resultan invisibles mientras no se los someta a la acción del fuego. Suele emplearse el zafre disuelto en aqua regia y diluido en cuatro veces su peso en agua; resulta de ello una coloración verde. El régulo de cobalto disuelto en esencia de salitre produce un color rojo. Estos colores desaparecen en un tiempo más o menos largo después de la escritura pero vuelven a ser visibles cuando se los expone al calor. »Me puse, pues, a examinar con cuidado el cráneo. Sus contornos exteriores, es decir, las líneas más próximas al borde del pergamino eran mucho más precisos que los otros. No cabía duda de que la acción del calor había sido desigual e imperfecta. Encendí inmediatamente un fuego y sometí cada porción del pergamino al máximo de calor. Al principio, lo único que noté fue que las líneas más pálidas del dibujo se reforzaban; pero, continuando el experimento, vi aparecer en un rincón, opuesto diagonalmente a aquel donde se encontraba el cráneo, el dibujo de algo que al principio me pareció una cabra. Examinándolo con más detalle terminé por reconocer que se trataba de un cabrito.» -¡Vamos, vamos! -exclamé-. Bien sé que no tengo derecho a reírme de usted, ya que un millón y medio de dólares es demasiado dinero para ninguna broma… Pero no irá usted a agregar un tercer eslabón a su cadena; no irá a buscar una relación especial entre sus piratas y una cabra. Bien se sabe que los piratas no tienen nada que ver con las cabras. Solamente los granjeros se interesan por ellas. -Ya le he dicho que el dibujo no representaba una cabra. -Un cabrito, entonces… pero es casi la misma cosa.
-Casi…, aunque no enteramente -dijo Legrand-. Quizá haya oído hablar de un tal capitán Kidd. Por mi parte, consideré inmediatamente que el dibujo equivalía a una especie de firma jeroglífica o simbólica. Si digo firma es porque su posición en el pergamino sugería esta idea. Del mismo modo, el cráneo colocado en el ángulo diagonalmente opuesto producía el efecto de un sello, de un símbolo estampado. Pero lo que me desconcertó profundamente fue la ausencia de toda otra cosa: faltaba el cuerpo de mi imaginado documento… el texto mismo. -Supongo que esperaba usted descubrir una carta entre el sello y la firma. -Algo así, en efecto. Debo confesar que me sentía invadido por un presentimiento de buena fortuna inminente. Apenas si puedo decir por qué… Supongo que era un deseo más que una verdadera seguridad, pero… ¿creerá usted que las tontas palabras de Júpiter sobre el escarabajo, cuando afirmó que era de oro verdadero, tuvieron un gran efecto sobre mi fantasía? Y luego, la serie de accidentes y coincidencias… tan extraordinarias. ¿Se da usted cuenta de lo accidental que resulta que todos esos acontecimientos tuvieran lugar el único día del año en que el frío fue lo bastante intenso para requerir fuego, y que sin aquel fuego, o sin la intervención del perro en el preciso momento en que se produjo, yo no habría llegado jamás a ver el cráneo y no estaría en posesión del tesoro? -Prosiga usted… ardo de impaciencia. -Pues bien, no creo que ignore las muchas historias que se cuentan y los mil vagos rumores sobre tesoros enterrados por Kidd y sus compañeros en las costas atlánticas. Sin duda tales rumores deben de tener algún fundamento. Y el hecho de que hayan continuado tanto tiempo y en forma ininterrumpida me llevó a pensar que el tesoro seguía enterrado. Si Kidd hubiese escondido por un tiempo el fruto de sus pillajes, para recobrarlo más tarde, es difícil que los rumores hubieran llegado a nosotros sin mayores variantes. Observará usted que las historias que se cuentan aluden siempre a buscadores de tesoros y no a los que los encuentran. Si el pirata hubiera recobrado su dinero, la cuestión estaría terminada. Se me ocurrió que algún accidente -digamos la pérdida del documento indicador del sitio exacto- le había impedido recobrar su tesoro, y que dicho accidente llegó a conocimiento de sus compañeros, que de otra manera no hubieran oído hablar jamás de tesoro alguno; en su afán por descubrirlo a su turno, sin resultado, aquéllos habrían dado origen a los rumores que con el tiempo llegaron a ser generales y corrientes. ¿Oyó usted hablar alguna vez de que en esta costa se encontrara algún tesoro importante? -Jamás. -Y sin embargo es bien sabido que Kidd llegó a acumular inmensas riquezas. Consideré, pues, como cosa segura que la tierra guardaba aún su tesoro, y no le sorprenderá si le digo que tuve la esperanza, por no hablar de certeza, de que aquel pergamino hallado de manera tan rara contenía las informaciones concernientes al lugar donde se encontraba el botín. -Pero, ¿cómo procedió usted? -Volví a acercar el pergamino al fuego, luego de avivar el calor, pero nada apareció. Pensé entonces que la capa de suciedad que lo cubría era responsable del fracaso, por lo cual limpié cuidadosamente el pergamino con agua caliente. Hecho esto, lo coloqué en el fondo de una olla de estaño, con el cráneo hacia abajo, y puse la olla sobre brasas de carbón. Pocos minutos después, cuando el fondo se hubo recalentado, retiré el pergamino y, para mi inexpresable
júbilo, lo encontré manchado en varias partes, por lo que parecían ser números trazados en hilera. Volví a colocarlo en el fondo de la olla, dejándolo así un minuto más. Cuando lo saqué presentaba el aspecto que va usted a ver. Y luego de recalentar el pergamino, Legrand lo sometió a mi inspección. Toscamente trazados en rojo, entre la calavera y el cabrito, aparecían los siguientes signos: “53‡‡†305))6*;4826)4‡)4‡);806*;48†8¶60))85;1‡);:‡ *8†83(88)5*†;46(;88*96*?;8)*‡(;485);5*†2:*‡(;4956* 2(5*—4)8¶8*;4069285);)6†8)4‡‡;1(‡9;48081;8:8‡1;4 8†85;4)485†528806*81(‡9;48;(88;4(‡?34;48)4‡;161;: 188;‡?;” -Pues bien -declaré, devolviéndole el pergamino-, por mi parte me quedo tan a oscuras como antes. Si todas las joyas de Golconda dependieran de la solución de este enigma, estoy seguro de que no llegaría a conseguirlas. -Sin embargo -repuso Legrand- la solución no es tan difícil como parece desprenderse de una primera mirada a los caracteres. Bien ve usted que los mismos constituyen una cifra, es decir, que encierran un sentido; pero, teniendo en cuenta lo que se sabe de Kidd, no podía imaginarlo capaz de emplear los criptogramas más difíciles. Decidí inmediatamente que se trataba de una cifra de la especie más sencilla, pero que para la torpe inteligencia del marino resultaba absolutamente indescifrable sin la clave. -¿Y la descifró usted? -Muy fácilmente. He resuelto otras que eran mil veces más difíciles. Las circunstancias y cierta tendencia personal me han llevado a interesarme siempre por estos enigmas, y considero muy dudoso que una inteligencia humana sea capaz de crear un enigma de este tipo, que otra inteligencia humana no llegue a resolver si se aplica adecuadamente. Es decir, que apenas hube fijado en forma ordenada y legible aquellos caracteres, poco me preocupó la dificultad de descifrarlos. »En este caso -y en todos los casos de escritura secreta- la primera cuestión se refiere al idioma de la cifra, ya que los principios para lograr la solución -sobre todo en el caso de las cifras más sencillas- dependen de las características de cada idioma. En general, no queda otro recurso que ensayar, basándose en las probabilidades, todos los idiomas conocidos por el investigador, hasta coincidir con el que corresponde. Pero en nuestro caso las dificultades se veían suprimidas por la firma. El juego de palabras acerca de «Kidd» sólo tiene valor en inglés. De no mediar esta consideración, hubiera empezado mis búsquedas en español y en francés, considerando que un secreto de tal naturaleza no podía haber sido escrito en otros idiomas, tratándose de un pirata de los mares españoles. Pero, en vista de lo anterior, estimé que el criptograma estaba trazado en inglés. »Notará usted que entre las palabras no hay espacios. De no ser así, el trabajo hubiera resultado comparativamente sencillo. Me hubiese bastado empezar por un cotejo y un análisis de las palabras más breves; apenas hallada una palabra de una sola letra, como ser a o I (uno, yo), habría considerado obtenida la solución. Pero como no había división, mi primer tarea consistió en establecer las letras predominantes, así como las más raras. Luego de contarlas, preparé la siguiente tabla:
El signo 8 aparece 33 veces. ; 4 ‡ ) * 5 6 †1 0 9 2 : 3 ? ¶ -.
”
” ” ” ” ” ” ” ” ” ” ” ”
26. 19. 16. 13. 12. 11. 8. 6. 5. 4. 3. 2.
1.
»Ahora bien, la letra que aparece con mayor frecuencia en inglés es e. Las restantes letras se suceden en el siguiente orden: a o i d h n r s t u y c f g l m w b k p q x z. La e predomina de tal manera, que es raro encontrar una frase de cualquier extensión donde no figure como letra dominante. »Tenemos, pues, algo más que una mera suposición como base para comenzar. El uso general que puede darse a esta tabla resulta evidente, pero en esta cifra sólo la usaremos en parte. Puesto que el signo predominante es 8, empezaremos por suponer que se trata de la e del alfabeto natural. Para verificar esta suposición repararemos en que el 8 aparece con frecuencia en parejas, ya que la e se dobla muchas veces en inglés: vayan como ejemplo las palabras meet, fleet, speed, seen, been, agree, etc. En nuestra cifra vemos que no aparece doblada menos de cinco veces, a pesar de que se trata de un criptograma breve. »Consideremos, pues, que el 8 es la e. Ahora bien, de todas las palabras inglesas, «the» es la más usual; fijémonos entonces si no existen repeticiones de tres signos colocados en el mismo orden, el último de los cuales sea 8. Si descubrimos repeticiones de este tipo, lo más probable es que representen la palabra «the». Basta mirar el pergamino para reparar en que hay no menos de siete de estas series: los signos son ;48. Cabe, pues suponer que ; representa la t, 4 la h y 8 la e, confirmándose así el valor de este último signo. De tal manera, hemos dado un gran paso adelante. »Sólo hemos determinado una palabra, pero esto nos permite fijar algo muy importante, es decir, el comienzo y las terminaciones de varias otras palabras. Tomemos por ejemplo la combinación ;48 en su penúltima aparición, casi al final de la cifra. Sabemos que el signo ;, que aparece de inmediato, representa el comienzo de una palabra, y además conocemos cinco de los signos que aparecen después de «the». Escribamos, pues, las equivalencias que conocemos, dejando un espacio para lo que ignoramos: t eeth. »Por lo pronto podemos afirmar que la porción th no constituye una parte de la palabra que empieza con la primera t, ya que luego de probar todo el alfabeto a fin de adaptar una letra al
espacio libre, convenimos en que es imposible formar una palabra de la cual dicho th sea una parte. Nos quedamos, pues, con t ee, y, ensayando otra vez el alfabeto, llegamos a la palabra tree (árbol) como única posibilidad. Ganamos así otra letra, la r, representada por (, y dos palabras yuxtapuestas, «the tree». »Si miramos algo después de estas palabras, volvemos a encontrar la combinación ;48, que empleamos como terminación de lo que precede inmediatamente. Tenemos así:
the tree ;4 34 the,
o, sustituyendo los signos por las letras correspondientes que conocemos: the tree thr ++ ?3h the. »Si ahora, en el lugar de los signos desconocidos, dejamos espacios o puntos suspensivos, leeremos: the tree thr… the, y la palabra through (por, a través), se pone de manifiesto por sí misma. Pero este descubrimiento nos proporciona tres nuevas letras, o, u y g, representadas por ++, ? y 3. »Examinando con cuidado el manuscrito para buscar combinaciones de caracteres ya conocidos, encontramos no lejos del comienzo la siguiente serie: 83(88, o sea egree que, evidentemente, es la conclusión de la palabra degree (grado), y que nos da otra letra, d, representada por +. »Cuatro letras después de la palabra «degree» vemos la combinación ;46(;88*. »Traduciendo los caracteres conocidos, y representando por puntos los desconocidos, tenemos: th rtee, combinación que sugiere inmediatamente la palabra «thirteen» (trece), y que nos da dos nuevos caracteres: i y n, representados por 6 y *. »Observando ahora el comienzo del criptograma, vemos la combinación 53 ++++ +.
»Traducida nos da 5good, lo cual nos asegura de que la primera letra es A, y que las dos primeras palabras deben leerse :«A good». (un buen, una buena). »Ya es tiempo de que pongamos nuestra clave en forma de tabla para evitar confusión. Hasta donde la conocemos, es la siguiente: 5 â€
significa ” ” ” ” ” ”
8 3 4 6 * ‡ ( ;
”
” ”
a d e g h i n o r
t
»Tenemos, pues, las equivalencias de diez de las letras más importantes, y resulta innecesario dar a usted más detalles de la solución. Creo haberle dicho lo bastante para convencerlo de que las cifras de esta clase son fácilmente descifrables y mostrarle algo del análisis racional que conduce a ese desciframiento. Tenga en cuenta, sin embargo, que el ejemplo ante nosotros pertenece a una de las formas más sencillas de la criptografía. Sólo me resta proporcionarle la traducción completa de los signos del pergamino. Hela aquí: Un buen vidrio en el hotel del obispo en la silla del diablo cuarenta y un grados trece minutos y nornordeste tronco principal séptima rama lado este tirad del ojo izquierdo de la cabeza del muerto una línea de abeja del árbol a través del tiro cincuenta pies afuera. -Por lo que veo -exclamé-, el enigma no parece aclarado en absoluto. ¿Qué sentido puede extraerse de toda esa jerga sobre «silla del diablo», «cabeza del muerto», y «hotel del obispo»? -Admito -repuso Legrand- que el asunto se presenta sumamente difícil a primera vista. Mis esfuerzos iniciales consistieron en dividir la frase conforme a la división natural que debió tener en cuenta el criptógrafo. -¿Puntuarla, quiere usted decir? -Algo así, en efecto. -Pero, ¿cómo es posible? -Pensé que el autor de la cifra había decidido escribir deliberadamente las palabras sin separación, a fin de que resultara más difícil descifrarlas. Ahora bien, al hacer esto, un hombre de inteligencia rústica tenderá con toda seguridad a exagerar; es decir, que cuando en el curso de su redacción llegue a un lugar que requiera una separación o un punto, se
apresurará a amontonar los signos, poniéndolos más juntos que en otras partes. Si examina usted el manuscrito, podrá advertir cinco lugares donde ese amontonamiento es fácilmente visible. Partiendo de esta noción, dividí el texto en la siguiente forma: Un buen vidrio en el hotel del obispo en la silla del diablo – cuarenta y un grados trece minutos – nornordeste – tronco principal séptima rama lado este – tirad del ojo izquierdo de la cabeza del muerto – una línea de abeja del árbol a través del tiro cincuenta pies afuera. -Incluso esta división me deja a oscuras -confesé. -También a mí durante algunos días -dijo Legrand- mientras indagaba activamente en las vecindades de la isla de Sullivan, en busca de algún edificio conocido por el «hotel del obispo». Como no obtuviera informaciones al respecto, me disponía a extender mi esfera de acción y a proceder de manera más sistemática cuando una mañana me acordé repentinamente de que este «hotel del obispo» podía referirse a una antigua familia llamada Bessop que, desde tiempos inmemoriales, posee una casa solariega a unas cuatro millas de las plantaciones. Reanudando mis averiguaciones en el norte de la isla, me encaminé hacia allá para hablar con los negros más viejos de las plantaciones. Por fin, una mujer de mucha edad me dijo haber oído hablar de un sitio denominado Bessop’s Castle (castillo de Bessop), y que creía poder guiarme hasta allá, pero que no se trataba de ningún castillo ni posada, sino de una elevada roca. »Ofrecí pagarle bien por su trabajo y, después de dudar un poco, consintió en acompañarme. No le costó mucho encontrar el sitio, que me puse a examinar luego de despedir a mi guía. El «castillo» consistía en un amontonamiento irregular de acantilados y rocas, una de las cuales se destacaba notablemente, tanto por su tamaño como por su aspecto artificial y aislado. Trepé a su cima y, una vez allí, me sentí profundamente desconcertado y sin saber qué hacer. »Mientras reflexionaba mis ojos se posaron en una estrecha saliente en la cara oriental de la roca, a una yarda más o menos por debajo de la eminencia en que me hallaba. Esta saliente tendría unas dieciocho pulgadas de largo y apenas un pie de ancho; un hueco del acantilado, exactamente encima de ella, le daba un tosco parecido con una de las sillas de respaldo cóncavo usadas por nuestros antepasados. No me cupo duda de que allí estaba «la silla del diablo» mencionada en el manuscrito, y me pareció que acababa de penetrar en el secreto del enigma. »Sabía bien que el «buen vidrio» sólo podía referirse a un catalejo, ya que los marinos de habla inglesa sólo usan la palabra «glass», vidrio, para referirse a dicho instrumento. Comprendí que se trataba de aplicar un catalejo desde un lugar definido y que no admitía variación. Tampoco dudé de que las expresiones «cuarenta y un grados trece minutos» y «nornordeste» constituían las indicaciones para la orientación del catalejo. Grandemente excitado por estos descubrimientos, volví en seguida a casa, me proporcioné un catalejo y retorné a la roca. »Deslizándome sobre la cornisa vi que sólo en una posición era posible mantenerme sentado. Este hecho confirmaba mis suposiciones. Me dispuse entonces a servirme del catalejo. Por supuesto, los «cuarenta y un grados trece minutos» sólo podían referirse a la elevación sobre el horizonte visible, ya que la dirección horizontal quedaba claramente indicada por la
palabra «nornordeste». Establecí este rumbo mediante una brújula de bolsillo, y luego, apuntando el catalejo en un ángulo de elevación lo más próximo posible a cuarenta y un grados, lo moví con todo cuidado hacia arriba y abajo, hasta que me llamó la atención un orificio o apertura en el follaje de un gran árbol que sobrepujaba a todos los otros a la distancia. Noté que en el centro de dicho agujero se veía una mancha blanca, pero al principio no logré distinguir lo que era. Por fin, ajustando mejor el catalejo, volví a mirar y comprobé que se trataba de un cráneo humano. »Este descubrimiento me llenó de tal entusiasmo que consideré resuelto el enigma, ya que la frase «tronco principal, séptima rama, lado este», sólo podía referirse a la posición del cráneo en el árbol, mientras «tirad del ojo izquierdo de la cabeza del muerto» no admitía a su turno más que una interpretación, vinculada a la búsqueda de un tesoro escondido. Comprendí que se trataba de dejar caer una bala o un peso cualquiera desde el ojo izquierdo del cráneo, y que una «línea de abeja» o, en otras palabras, una línea recta, debía ser tendida desde el punto más cercano del tronco a través «del tiro», o sea el lugar donde cayera la bala, y extendida desde allí a una distancia de cincuenta pies, donde indicaría un punto preciso; debajo de dicho punto era por lo menos posible encontrar algún depósito valioso.» -Todo esto es sumamente claro -dije-y muy sencillo y explícito, a pesar del ingenio que encierra. ¿Qué hizo usted al abandonar el hotel del obispo? -Pues bien, una vez que me hube asegurado exactamente de la ubicación del árbol, me volví a casa. Apenas hube abandonado la «silla del diablo», el agujero circular se desvaneció; desde cualquier sitio que mirara me fue imposible volver a descubrirlo. Esto es lo que me parece una obra maestra de ingenio (y conste que lo he verificado tras muchos experimentos): el orificio circular sólo es visible desde un punto de mira, el que ofrece la angosta saliente en el flanco de la roca. »En esta expedición al «hotel del obispo» fui acompañado por Júpiter, quien sin duda venía observando desde hacía algunas semanas la distracción que me dominaba, y tenía buen cuidado de no dejarme solo. Pero al siguiente día me levanté muy temprano y me las arreglé para escaparme solo, marchándome a las colinas en busca del árbol. Después de mucho trabajo di con él; pero, cuando regresé por la noche a casa, mi criado tenía toda la intención de darme una paliza. En cuanto al resto de la aventura, la conoce usted tanto como yo.» -Supongo -dije- que la primera tentativa falló a causa de la tontería de Júpiter, que dejó caer el escarabajo desde el ojo derecho y no el izquierdo del cráneo. -Precisamente. Este error produjo una diferencia de unas dos pulgadas y media en el «tiro», vale decir en la posición de la estaca más cercana al árbol; si el tesoro hubiese estado debajo del «tiro», la cosa no hubiera tenido consecuencias; pero el «tiro», conjuntamente con el lugar más cercano del tronco del árbol, sólo constituían dos puntos para fijar una línea de dirección. El error, insignificante en sí, fue aumentando a medida que trazábamos la línea, y al llegar a los cincuenta pies nos habíamos alejado por completo del buen lugar. De no haber estado tan absolutamente convencido de que realmente había allí un tesoro escondido, todos nuestros esfuerzos habrían terminado en la nada.
-Pero su grandilocuencia, Legrand, y esa manera de balancear el escarabajo… ¡cuan extraño era todo eso! Llegué a convencerme de que se había vuelto loco. ¿Y por qué insistió en hacer descender el escarabajo, y no una bala u otro peso? -Para serle franco, me sentía un tanto picado por sus sospechas concernientes a mi salud mental y decidí castigarlo a mi manera, con un poquitín de mistificación en frío. Por eso balanceaba el escarabajo, y también por eso lo hice bajar desde el cráneo. Una observación suya sobre lo mucho que pesaba el insecto me decidió a adoptar este último procedimiento. -¡Ah, ya entiendo! Y ahora sólo queda un punto por aclarar. ¿Qué deduciremos de los esqueletos que encontramos en el agujero? -He aquí una cuestión que ni usted ni yo podríamos contestar. Sólo se me ocurre una explicación plausible… y, sin embargo, cuesta creer una atrocidad como la que mi sugestión implica. Me parece evidente que Kidd (si fue él mismo quien escondió el tesoro, cosa que por mi parte no dudo) necesitó ayuda en su trabajo. Pero, una vez terminado éste, debió considerar la conveniencia de eliminar a todos los que participaban de su secreto. Quizá le bastó un par de azadonazos mientras sus ayudantes estaban ocupados en el pozo; tal vez hizo falta una docena… ¿Quién podría decirlo?
Bon Bon [Cuento - Texto completo.]
Edgar Allan Poe
Quand un bon vin meuble mon estomac Je suis plus savant que Balzac, Plus sage que Pibrac; Mon seul bras faisant l’attaque De la nation Cossaque La mettroit au sac; De Charon je passerois le lac En dormant dans son bac; J’irois au fier Eac, Sans que mon cœur fit tic ni tac, Présenter du tabac. -Vaudeville francés
No creo que ninguno de los parroquianos que, durante el reino de… frecuentaban el pequeño café en el cul-de-sac Le Febre, en Rúan, esté dispuesto a negar que Pierre Bon-Bon era un restaurateur de notable capacidad. Me parece todavía más difícil negar que Pierre Bon-Bon era igualmente bien versado en la filosofía de su tiempo. Sus pâtés de foies eran intachables, pero, ¿qué pluma podría hacer justicia a sus ensayos sur la Nature, a sus pensamientos sur l’âme, a sus observaciones sur l’esprit? Si sus omelettes, si sus fricandeaux eran inestimables, ¿qué literato de la época no hubiera dado el doble por una idée de Bon-Bon que por la
despreciable suma de todas las idées de los savants? Bon-Bon había explorado bibliotecas que para otros hombres eran inexploradas; había leído más de lo que otros podían llegar a concebir como lectura, había comprendido más de lo que otros hubieran imaginado posible comprender; y si bien no faltaban en la época de su florecimiento algunos escritores de Rúan para quienes «su dicta no evidenciaba ni la pureza de la Academia, ni la profundidad del Liceo», y a pesar, nótese bien, de que sus doctrinas no eran comprendidas de manera muy general, no se sigue empero de ello que fuesen difíciles de comprender. Pienso que su propia evidencia hacía que muchas personas las tomaran por abstrusas. Kant mismo -pero no llevemos las cosas más allá- debe principalmente su metafísica a Bon-Bon. Este no era platónico ni, hablando en rigor, aristotélico; tampoco, a semejanza de Leibniz, malgastaba preciosas horas que podían emplearse mejor inventando una fricassée o, facili gradu, analizando una sensación, en frívolas tentativas de reconciliar todo lo que hay de inconciliable en las discusiones éticas. ¡Oh no! Bon-Bon era jónico. Bon-Bon era igualmente itálico. Razonaba a priori. Razonaba a posteriori. Sus ideas eran innatas… o de otra manera. Creía en Jorge de Trebizonda. Creía en Bessarion. Bon-Bon era, enfáticamente… BonBonista. He hablado del filósofo en su calidad de restaurateur. No quisiera, empero, que alguno de mis amigos vaya a imaginarse que, al cumplir sus hereditarios deberes en esta última profesión, nuestro héroe dejaba de estimar su dignidad y su importancia. ¡Lejos de ello! Hubiera sido imposible decir cuál de las dos ramas de su trabajo le inspiraba mayor orgullo. Opinaba que las facultades intelectuales estaban íntimamente vinculadas con la capacidad estomacal. Incluso no creo que estuviera muy en desacuerdo con los chinos, para quienes el alma reside en el estómago. Pensaba que, como quiera que fuese, los griegos tenían razón al emplear la misma palabra para la mente y el diafragma. No pretendo insinuar con esto una acusación de glotonería, o cualquier otra imputación grave en perjuicio del metafísico. Si Pierre Bon-Bon tenía sus debilidades -¿y qué gran hombre no las tiene por miles?-, eran debilidades de menor cuantía, faltas que, en otros caracteres, suelen considerarse con frecuencia a la luz de las virtudes. Con respecto a una de estas debilidades, ni siquiera la mencionaría en este relato si no fuera por su notable prominencia, el extremo alto rilievo con que asoma en el plano de sus características generales. Hela aquí: jamás perdía la oportunidad de hacer un trato. No digo que fuera avaricioso… nada de eso. Para la satisfacción del filósofo, no era necesario que el trato fuese ventajoso para él. Con tal que se hiciera el convenio -de cualquier género, término o circunstancia-, veíase por muchos días una triunfante sonrisa en su rostro y un guiñar de ojos llenos de malicia que daba pruebas de su sagacidad. Un humor tan peculiar como el que acabo de describir hubiera llamado la atención en cualquier época, sin que tuviera nada de maravilloso. Pero en los tiempos de mi relato, si esta peculiaridad no hubiese llamado la atención, habría sido ciertamente motivo de maravilla. Pronto se llegó a afirmar que, en todas las ocasiones de este género, la sonrisa de Bon-Bon era muy diferente de la franca sonrisa irónica con la cual reía de sus propias bromas, o recibía a un conocido. Corrieron rumores de naturaleza inquietante; repetíanse historias sobre tratos peligrosos, concertados en un segundo y lamentados con más tiempo; y se citaban ejemplos de inexplicables facultades, vagos deseos e inclinaciones anormales, que el autor de todos los males suele implantar en los hombres para satisfacer sus propósitos.
El filósofo tenía otras debilidades, pero apenas merecen que hablemos de ellas en detalle. Por ejemplo, es sabido que pocos hombres de extraordinaria profundidad de espíritu dejan de sentirse inclinados a la bebida. Si esta inclinación es causa o más bien prueba de esa profundidad, es cosa más fácil de decir que de demostrar. Hasta donde puedo saberlo, BonBon no consideraba que aquello mereciera una investigación detallada, y tampoco yo lo creo. Empero, al ceder a una propensión tan clásica, no debe suponerse que el restaurateur perdía de vista esa intuitiva discriminación que caracterizaba al mismo tiempo sus ensayos y sus tortillas. Cuando se encerraba a beber, el vino de Borgoña tenía su honra, y había momentos destinados al Côte du Rhone. Para él, el Sauternes era al Medoc lo que Catulo a Homero. Podía jugar con un silogismo al probar el St. Peray, desenredar una discusión frente al Clos de Vougeot y trastornar una teoría en un torrente de Chambertin. Bueno hubiera sido que un análogo sentido del decoro lo hubiese detenido en la frívola tendencia a que he aludido más arriba, pero no era así. Por el contrario, dicho trait del filosófico Bon-Bon llegó a adquirir a la larga una extraña intensidad, un misticismo, como si estuviera profundamente teñido por la diablerie de sus estudios germánicos favoritos. Entrar en el pequeño café del cul-de-sac Le Pebre, en la época de nuestro relato, era entrar en el sanctum de un hombre de genio. Bon-Bon era un hombre de genio. No había un sólo sous-cuisinier en Rúan que no afirmara que Bon-Bon era un hombre de genio. Hasta su gato lo sabía, y se cuidaba mucho de atusarse la cola en su presencia. Su gran perro de aguas estaba al tanto del hecho y, cuando su amo se le acercaba, traducía su propia inferioridad conduciéndose admirablemente y bajando las orejas y las mandíbulas de manera bastante meritoria en un perro. Sin duda, empero, mucho de este respeto habitual podía atribuirse a la apariencia del metafísico. Un aire distinguido se impone, preciso es decirlo, hasta a los animales; y mucho había en el aire del restaurateur que podía impresionar la imaginación de los cuadrúpedos. Siempre se advierte una majestad singular en la atmósfera que rodea a los pequeños grandes -si se me permite tan equívoca expresión- que la mera corpulencia física no es capaz de crear por su sola cuenta. Por eso, aunque Bon-Bon tenía apenas tres pies de estatura y su cabeza era minúscula, nadie podía contemplar la rotundidad de su vientre sin experimentar una sensación de magnificencia que llegaba a lo sublime. En su tamaño, tanto hombres como perros veían un arquetipo de sus capacidades, y en su inmensidad, el recinto adecuado para su alma inmortal. En este punto podría -si ello me complaciera- extenderme en cuestiones de atuendo y otras características exteriores de nuestro metafísico. Podría insinuar que llevaba el cabello corto, cuidadosamente peinado sobre la frente y coronado por un gorro cónico de franela con borlas; que su chaquetón verde no se adaptaba a la moda reinante entre los restaurateurs ordinarios; que sus mangas eran algo más amplias de lo que permitía la costumbre; que los puños no estaban doblados, como ocurría en aquel bárbaro período, con el mismo material y color de la prenda, sino adornados de manera más fantasiosa, con el abigarrado terciopelo de Génova; que sus pantuflas eran de un púrpura brillante, curiosamente afiligranado, y que se las hubiera creído fabricadas en el Japón de no ser por su exquisita terminación en punta y la brillante coloración de sus bordados y costuras; que sus calzones eran de esa tela amarilla semejante al satén, que se denomina aimable; que su capa celeste, que por la forma semejaba una bata, ricamente ornamentada con dibujos carmesíes, flotaba gentilmente sobre los hombros como la niebla de la mañana… y que este tout ensemble fue el que dio origen a la notable frase de Benevenuta, la Improvisatrice de Florencia, al afirmar «que era difícil decir si Pierre Bon-
Bon era realmente un ave del paraíso, o más bien un paraíso de perfecciones». Podría, como he dicho, explayarme sobre todos estos puntos si ello me complaciera, pero me abstengo; los detalles meramente personales pueden ser dejados a los novelistas históricos, pues se hallan por debajo de la dignidad moral de la realidad. He dicho que «entrar en el café del cul-de-sac Le Pebre era entrar en el sanctum de un hombre de genio»; pero sólo otro hombre de genio hubiera podido estimar debidamente los méritos del sanctum. Una muestra, consistente en un gran libro, balanceábase sobre la entrada. De un lado del volumen aparecía una botella; del otro, un pâté. En el lomo se leía con grandes letras: Œuvres de Bon-Bon. Así, delicadamente, se daban a entender las dos ocupaciones del propietario. Al pisar el umbral, presentábase a la vista todo el interior del local. El café consistía tan sólo en un largo y bajo salón, de construcción muy antigua. En un ángulo se veía el lecho del metafísico. Varias cortinas y un dosel a la griega le daban un aire a la vez clásico y confortable. En el ángulo diagonal opuesto aparecían en familiar comunidad los implementos correspondientes a la cocina y a la biblioteca. Un plato lleno de polémicas descansaba pacíficamente sobre el aparador. Más allá había una hornada de las últimas éticas, y en otra parte una tetera de mélanges en duodécimo. Libros de moral alemana aparecían como carne y uña con las parrillas, y un tenedor para tostadas descansaba al lado de Eusebius, mientras Platón reclinábase a su gusto en la sartén, y manuscritos contemporáneos se arrinconaban junto al asador. En otros sentidos, el café de Bon-Bon difería muy poco de cualquiera de los restaurants de la época. Una gran chimenea abría sus fauces frente a la puerta. A la derecha, un armario abierto desplegaba un formidable conjunto de botellas. Allí mismo, cierta vez a eso de medianoche, durante el riguroso invierno de…, Pierre BonBon, después de escuchar un rato los comentarios de los vecinos sobre su singular propensión, y echarlos finalmente a todos de su casa, corrió el cerrojo con un juramento y se instaló, malhumorado, en un confortable sillón de cuero junto a un buen fuego de leña. Era una de esas espantosas noches que sólo se dan una o dos veces cada siglo. Nevaba copiosamente y la casa temblaba hasta los cimientos bajo las ráfagas del viento que, entrando por las grietas de la pared, corriendo impetuosas por la chimenea, agitaban terriblemente las cortinas del lecho del filósofo y desorganizaban sus fuentes de pâté y sus papeles. El pesado volumen que colgaba fuera, expuesto a la furia de la tempestad, crujía ominosamente, produciendo un sonido quejumbroso con sus puntales de roble macizo. He dicho que el filósofo se instaló malhumorado en su lugar habitual junto al fuego. Varias circunstancias enigmáticas ocurridas a lo largo del día habían perturbado la serenidad de sus meditaciones. Al preparar unos œufs à la Princesse, le había resultado desdichadamente una omelette à la Reine; el descubrimiento de un principio ético se malogró por haberse volcado un guiso, y, finalmente -aunque no en último lugar-, habíasele frustrado uno de esos admirables tratos que en todo momento le encantaba llevar a feliz término. Empero, a la irritación de su espíritu nacida de tan inexplicable contrariedad no dejaba de mezclarse algo de esa ansiedad nerviosa que la furia de una noche tempestuosa se presta de tal manera a provocar.
Luego de silbar a su gran perro de aguas negro para que se instalara más cerca de él, y de ubicarse intranquilo en su sillón, Bon-Bon no pudo dejar de recorrer con ojos inquietos y cautelosos esos lejanos rincones del aposento cuyas densas sombras sólo parcialmente alcanzaba a disipar el rojo fuego de la chimenea. Luego de completar un escrutinio cuya exacta finalidad ni siquiera él era capaz de comprender, acercó a su asiento una mesita llena de libros y papeles y no tardó en absorberse en la tarea de corregir un voluminoso manuscrito, cuya publicación era inminente. Llevaba así ocupado algunos minutos, cuando… -No tengo ningún apuro, Monsieur Bon-Bon -murmuró una voz quejumbrosa en la estancia. -¡Demonio! -exclamó nuestro héroe, enderezándose de un salto, derribando la mesa a un lado y mirando estupefacto en torno. -Exactísimo -repuso tranquilamente la voz. -¡Exactísimo! ¿Qué es exactísimo? ¿Y cómo ha entrado usted aquí? -vociferó el metafísico, mientras sus ojos se posaban en algo que yacía tendido cuan largo era sobre la cama. -Le estaba diciendo -continuó el intruso, sin molestarse por las preguntas- que no tengo la menor prisa, que el negocio que con su permiso me trae aquí no es urgente… y que, en resumen, puedo muy bien esperar a que haya terminado con su exposición. -¡Mi exposición! ¿Y cómo sabe usted… como puede saber que estaba escribiendo una exposición? ¡Gran Dios…! -¡Sh…! -susurró el personaje, con un sonido sibilante; y levantándose presurosamente del lecho, dio un paso hacia nuestro héroe, mientras una lámpara de hierro que colgaba sobre él se balanceaba convulsivamente ante su cercanía. El asombro del filósofo no le impidió observar en detalle el atuendo y la apariencia del desconocido. Su silueta, extraordinariamente delgada y muy por encima de la estatura común, podía apreciarse gracias al raído traje negro que la ceñía, y cuyo corte correspondía al estilo del siglo anterior. No cabía duda de que aquellas ropas habían estado destinadas a una persona mucho más pequeña que su actual poseedor. Los tobillos y muñecas se mostraban al descubierto en una extensión de varias pulgadas. En los zapatos, empero, un par de brillantísimas hebillas parecía dar un mentís a la extrema pobreza manifiesta en el resto del atavío. Llevaba la cabeza cubierta y era completamente calvo, aunque del occipucio le colgaba una queua de considerable extensión. Un par de anteojos verdes, con cristales a los lados, protegía sus ojos de la luz y al mismo tiempo impedían que Bon-Bon pudiera verificar de qué color y conformación eran. No se notaba por ninguna parte la presencia de una camisa, pero una corbata blanca, muy sucia, aparecía cuidadosamente anudada en la garganta, y las puntas, colgando gravemente, daban la impresión (que me atrevo a decir no era intencional) de que se trataba de un eclesiástico. Por cierto que muchos otros detalles, tanto de su atuendo como de sus modales, contribuían a robustecer esa impresión. Sobre la oreja izquierda, a la manera de los pasantes modernos, llevaba un instrumento semejante al stylus de los antiguos. En el bolsillo superior de la chaqueta veíase claramente un librito negro con broches de acero. Este libro estaba colocado de manera tal que, accidentalmente o no, permitía leer las palabras Rituel Catholique en letras blancas sobre el lomo.
La fisonomía del personaje era atractivamente saturnina y de una palidez cadavérica. La frente, muy alta, aparecía densamente marcada por las arrugas de la contemplación. Las comisuras de la boca caían hacia abajo, con una expresión de humildad por completo servil. Tenía asimismo una manera de juntar las manos, mientras avanzaba hacia nuestro héroe, un modo de suspirar y una apariencia general de tan completa santidad, que impresionaba de la manera más simpática. Toda sombra de cólera se borró del rostro del metafísico una vez que hubo completado satisfactoriamente el escrutinio de su visitante; estrechándole cordialmente la mano, lo condujo a un sillón. Sería un error radical atribuir este instantáneo cambio de humor del filósofo a cualquiera de las razones que podían haber influido en su ánimo. Hasta donde pude alcanzar a conocer su carácter, Pierre Bon-Bon era el hombre menos capaz de dejarse llevar por las apariencias exteriores, aunque fueran de lo más plausibles. Imposible, además, que un observador tan sagaz de los hombres y las cosas no hubiera advertido instantáneamente el verdadero carácter del personaje que así se abría paso en su hospitalidad. Por no decir más, la conformación de los pies del visitante era suficientemente notable, mantenía apenas en la cabeza un sombrero exageradamente alto, notábase una trémula vibración en la parte posterior de sus calzones y la vibración del faldón de su chaqueta era cosa harto visible. Júzguese, pues, con qué satisfacción encontróse nuestro héroe en la repentina compañía de una persona hacia la cual había experimentado en todo tiempo el más incondicional de los respetos. Demasiado diplomático era, sin embargo, para que se le escapara la menor señal de que sospechaba la verdad. No era su intención demostrar que se daba perfecta cuenta del alto honor que tan inesperadamente gozaba, sino que se proponía inducir a su huésped a que, en el curso de una conversación, le permitiera elucidar ciertas importantes ideas éticas, las cuales, una vez incluidas en su próxima publicación, esclarecerían a la humanidad, inmortalizando de paso a su autor, y bien puedo agregar que la avanzada edad del visitante, así como su conocido dominio de la ciencia moral, permitían suponer que no dejaría de estar al tanto de dichas ideas. Movido por tan elevadas miras, nuestro héroe invitó a sentarse al caballero visitante, mientras echaba nuevos leños al fuego y colocaba sobre la mesa, devuelta a su primitiva posición, algunas botellas de Mousseux. Completadas rápidamente estas operaciones, puso su sillón vis-à-vis con el de su compañero y esperó a que este último iniciara la conversación. Pero los planes, aun los más hábilmente elaborados, suelen verse frustrados en la aplicación, y el restaurateur quedó estupefacto ante las primeras palabras de su visitante. -Veo que me conoce usted, Bon-Bon -dijo-. ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Ji, ji, ji! ¡Jo, jo, jo! ¡Ju, ju, ju! Y el diablo, renunciando bruscamente a la santidad de su apariencia, abrió en toda su capacidad una boca de oreja a oreja, como para mostrar una dentadura mellada pero terriblemente puntiaguda, y, mientras echaba la cabeza hacia atrás, rió larga y sonoramente, con maldad, con un resonar estentóreo, mientras el perro negro, agazapado, se agregaba al clamoreo, y el gato, huyendo a la carrera, se erizaba y maullaba desde el rincón más alejado del aposento. Pero nada de esto fue imitado por el filósofo; era un hombre de mundo y no rió como el perro ni traicionó su temblor con maullidos como el gato. Preciso es confesar que estaba algo asombrado al ver que las blancas letras que formaban las palabras Rituel Catholique sobre el
libro que sobresalía del bolsillo de su huésped se transformaban instantáneamente en color y en sentido, y que en lugar del título original brillaban con rojo resplandor las palabras Registre des Condamnés. Esta sorprendente circunstancia dio a la respuesta de BonBon un tono un tanto confuso que, de lo contrario, creemos, no hubiera tenido. -Pues bien, señor -dijo el filósofo-. Pues bien, señor… para hablar sinceramente… creo que usted es… palabra de honor… que es el di… quiero decir que, según me parece, tengo una vaga… muy vaga idea del alto honor que… -¡Oh, ah! ¡Sí, perfectamente! -interrumpió su Majestad-. ¡No diga usted más! ¡Ya me doy cuenta! Y, quitándose los anteojos verdes, limpió cuidadosamente los cristales con la manga de su chaqueta y los guardó en el bolsillo. Si Bon-Bon se había asombrado por el incidente del libro, su asombro creció enormemente ante el espectáculo que se presentó ante él. Al levantar los ojos, lleno de curiosidad por conocer el color de los de su huésped, se encontró con que no eran negros, como había imaginado; ni grises, como podía haberlo imaginado; ni castaños o azules, ni amarillos o rojos, ni purpúreos o blancos, ni verdes… ni de ningún otro color de los cielos, de la tierra o de las aguas. En resumen, no solamente Bon-Bon vio claramente que su Majestad no tenía ojos de ninguna especie, sino que le resultó imposible descubrir la menor señal de que hubieran existido en otro momento; pues el espacio donde debían hallarse era tan sólo -me veo obligado a decirlo- una lisa superficie de carne. No entraba en la naturaleza del metafísico abstenerse de hacer algunas averiguaciones sobre las fuentes de tan extraño fenómeno, y la respuesta de su Majestad fue tan pronta como digna y satisfactoria. -¡Ojos! ¡Mi querido Bon-Bon … ojos! ¿Dijo usted ojos? ¡Oh, ah! ¡Ya veo! Supongo que las ridículas imágenes que circulan sobre mí le han dado una falsa idea de mi apariencia personal… ¡Ojos! Los ojos, Pierre Bon-Bon, están muy bien en su lugar adecuado… Dirá usted que dicho lugar es la cabeza. De acuerdo, si se trata de la cabeza de un gusano. Igualmente para usted, dichos órganos son indispensables… Pero ya lo convenceré de que mi visión es más penetrante que la suya. Hay un gato en ese rincón… un bonito gato… ¿lo ve usted? Mírelo con cuidado. Pues bien, Bon-Bon, ¿alcanza usted a contemplar los pensamientos… he dicho los pensamientos… las ideas, las reflexiones… que nacen en el pericráneo de ese gato? ¡Ahí tiene… no los ve usted! Pues el gato está pensando que admiramos el largo de su cola y la profundidad de su mente. Acaba de llegar a la conclusión de que soy un distinguido eclesiástico, y que usted es el más superficial de los metafísicos. Ya ve, pues, que no tengo nada de ciego; pero, para uno de mi profesión, los ojos a que usted alude serían únicamente una molestia y estarían en constante peligro de ser arrancados por una horquilla de tostar o un agitador de brea. Para usted, lo admito, esos aparatos ópticos resultan indispensables. Esfuércese por emplearlos bien, Bon-Bon; por mi parte, mi visión es el alma. Tras esto el visitante se sirvió vino y, luego de llenar otro vaso para Bon-Bon, lo invitó a beberlo sin escrúpulos y a sentirse perfectamente en su casa.
-Un libro muy sagaz el suyo, Pierre -continuó su Majestad, dándole una palmada de connivencia en la espalda, una vez que nuestro amigo hubo vaciado su vaso en cumplimiento del pedido de su visitante-. Un libro muy sagaz, palabra de honor. Un libro como los que a mí me gustan… Pienso, sin embargo, que su presentación del tema podría mejorarse, y muchas de sus nociones me recuerdan a Aristóteles. Este filósofo fue uno de mis conocidos más íntimos. Lo quería muchísimo por su terrible malhumor, así como por la increíble facilidad que tenía para equivocarse. En todo lo que escribió sólo hay una verdad sólida, y se la sugerí yo a fuerza de tenerle lástima al verlo tan absurdo. Supongo, Pierre Bon-Bon, que sabe usted muy bien a qué divina verdad moral aludo. -No podría decir que… -¿De veras? Pues bien, fui yo quien dijo a Aristóteles que, al estornudar, el hombre expelía las ideas superfluas por la nariz. -Lo cual… ¡hic!… es absolutamente cierto -dijo el metafísico, mientras se servía otro gran vaso de Mousseux y ofrecía su tabaquera de rapé al visitante. -Tuvimos también a Platón -continuó su Majestad, declinando modestamente la invitación a tomar rapé y el cumplido que entrañaba-. Tuvimos a Platón, por quien en un tiempo sentí el afecto que se guarda a los amigos. ¿Conoció usted a Platón, Bon-Bon? ¡Ah, es verdad, le pido mil perdones! Pues bien, un día me lo encontré en Atenas, en el Partenón. Me dijo que estaba preocupadísimo buscando una idea. Le hice escribir que ο νους εςτιν [[εστιν]] αυλος. Me dijo que lo haría y se volvió a casa, mientras yo seguía viaje a las pirámides. Pero mi conciencia me remordía por haber pronunciado una verdad, aunque fuera para ayudar a un amigo, y, volviéndome rápidamente a Atenas, llegué junto a la silla del filósofo cuando se disponía a escribir el ‘αυλος.’. Dando un capirotazo a la lambda, la hice volv0erse cabeza abajo. Por eso la frase dice ahora: ‘νουσ [[νους]] εστιν αυγος’, y constituye, como usted sabe, la doctrina fundamental de su metafísica. -¿Estuvo usted en Roma? -preguntó el restaurateur mientras terminaba su segunda botella de Mousseux y extraía del armario una amplia provisión de Chambertin. -Sólo una vez, Monsieur Bon-Bon, sólo una vez. Hubo un tiempo -dijo el diablo como si recitara un pasaje de un libro- en que la anarquía reinó durante cinco años, en los cuales la república, privada de todos sus funcionarios, no tuvo otra magistratura que los tribunos del pueblo, y éstos carecían de toda investidura legal que los capacitara para las funciones ejecutivas. En ese momento, Monsieur Bon-Bon… y sólo en ese momento estuve en Roma… y, por tanto, carezco de relaciones terrenas con su filosofía. -¿Y qué piensa usted… qué piensa usted… ¡hic!… de Epicuro? -¿Qué pienso de quién? -preguntó el diablo estupefacto-. No pretenderá usted encontrar ningún error en Epicuro, espero. ¿Qué pienso de Epicuro? ¿Habla usted de mí, caballero? ¡Epicuro soy yo! Soy el mismo filósofo que escribió cada uno de los trescientos tratados que tanto celebraba Diógenes Laercio. -¡Miente usted! -dijo el metafísico, a quien el vino se le había subido un tanto a la cabeza.
-¡Muy bien! ¡Muy bien, señor mío! ¡Ciertamente muy bien! -dijo su Majestad, al parecer sumamente halagado. -¡Miente usted! -repitió el restaurateur, dogmáticamente-. ¡Miente… ¡hic!… usted! -¡Pues bien, sea como usted quiera! -dijo el diablo pacíficamente, y Bon-Bon, después de vencer a su Majestad en la controversia, consideró de su deber concluir una segunda botella de Chambertin. -Como iba diciendo -continuó el visitante-, y como hacía notar hace un momento, en ese libro suyo, Monsieur Bon-Bon, hay algunas nociones demasiado outrées. ¿Qué pretende usted, por ejemplo, con todo ese camelo del alma? ¿Puede usted decirme, caballero, qué es el alma? -El… ¡hic!… alma -repitió el metafísico, remitiéndose a su manuscrito- es indudablemente… -¡No, señor! -Indudablemente… -¡No, señor! -Indudablemente… -¡No, señor! -Evidentemente… -¡No, señor! – Incontrovertiblemente… -¡No, señor! -¡Hic! -¡No, señor! -E incuestionablemente, el… -¡No, señor, el alma no es eso! (Aquí el filósofo, con aire furibundo, aprovechó la ocasión para dar instantáneo fin a la tercera botella de Chambertin.) -Pues entonces… ¡hic!… Diga usted, señor: ¿qué es? -No es ni esto ni aquello, Monsieur Bon-Bon -repuso pensativo su Majestad-. He probado… quiero decir he conocido algunas almas muy malas, y algunas otras excelentes. Al decir esto se relamió, pero, como apoyara involuntariamente la mano en el volumen que llevaba en el bolsillo, se vio atacado por una violenta serie de estornudos. -Conocí el alma de Cratino -continuó-. Era pasable… La de Aristófanes, chispeante. ¿Platón? Exquisito… No su Platón, sino el poeta cómico; su Platón hubiera hecho vomitar a Cerbero…
¡puah! Veamos… tuvimos a Nevio, Andrónico, Plauto y Terencio. Luego Lucilio, Catulo, Nasón y Quinto Flaco… ¡Querido Quintón! Así lo apodaba yo mientras cantaba un seculare para divertirme, y yo lo tostaba suspendido de un tridente… ¡tan divertido! Pero a esos romanos les falta sabor. Un griego gordo vale por una docena de ellos, aparte de que se conserva, cosa que no puede decirse de un Quirite. Probemos su Sauternes. A esta altura, Bon-Bon había decidido mantenerse fiel al nil admirari, y se apresuró a bajar las botellas en cuestión. Notaba, empero, un extraño sonido, como si alguien estuviera meneando el rabo. Pero el filósofo prefirió no darse por enterado de tan indecorosa conducta de su Majestad; limitóse a dar un puntapié al perro y ordenarle que se estuviera quieto. El visitante continuó entonces: -Descubrí que Horacio tenía un sabor muy parecido al de Aristóteles… y ya sabe usted que me agrada la variedad. Imposible diferenciar a Terencio de Menandro. Para mi asombro, Nasón era Nicandro disfrazado. Virgilio tenía un tonillo nasal como el de Teócrito. Marcial me hizo recordar muchísimo a Arquíloco, y Tito Livio era sin duda alguna Polibio. -¡Hic! -observó aquí Bon-Bon, mientras su Majestad proseguía. -Empero, si algún penchant tengo, Monsieur Bon-Bon… si algún penchant tengo, es el de la filosofía. Permítame decirle, sin embargo, que no cualquier demo… que no cualquier caballero sabe cómo elegir a un filósofo. Los de estatura elevada no son buenos, y los mejores, si no se los descascara bien, tienden a ser un tanto amargos a causa de la hiel. -¡Si no se los descascara…! -Quiero decir, si no se los saca de su cuerpo. -¿Y qué pensaría usted de un… ¡hic!… médico? -¡Ni los mencione, por favor! ¡Puah, puah! -y su Majestad eructó violentamente-. Solamente probé uno… ese canalla de Hipócrates… ¡Olía a asafétida!… ¡Puah, puah! Pesqué un terrible resfrío, lavándolo en la Estigia… y a pesar de todo me contagió el cólera morbo. -¡Qué… hic… qué miserable! -exclamó Bon-Bon-. ¡Qué aborto… hic… de una caja de píldoras! Y el filósofo vertió una lágrima. -Después de todo -continuó el visitante-, si un demo… si un caballero ha de vivir, necesita desplegar suficiente habilidad. Entre nosotros, un rostro rechoncho indica diplomacia. -¿Cómo es eso? -Pues bien, a veces nos vemos bastante apretados en materia de provisiones. Tiene usted que saber que, en un clima tan bochornoso como el nuestro, resulta imposible mantener vivo a un espíritu por más de dos o tres horas, y, luego de muerto, a menos de encurtirlo inmediatamente (y un espíritu encurtido no es sabroso), se pone a… a oler, ¿comprende usted? La putrefacción es de temer siempre que nos envían las almas en la forma habitual. -¡Hic! ¡Hic! ¡Gran Dios! ¿Y cómo se las arreglan?
En este momento la lámpara de hierro empezó a oscilar con redoblada violencia y el diablo saltó a medias de su asiento; pero luego, con un contenido suspiro, recobró la compostura, limitándose a decir en voz baja a nuestro héroe: -Le ruego una cosa, Pierre Bon-Bon: que no profiera juramentos. El filósofo se zampó otro vaso, a fin de denotar su plena comprensión y aquiescencia, y el visitante continuó: -Pues bien, nos arreglamos de diversas maneras. La mayoría de nosotros se muere de hambre; algunos transigen con el encurtido; por mi parte, compro mis espíritus vivient corpore, pues he descubierto que así se conservan muy bien. -¿Pero el cuerpo …hic …el cuerpo? -¡El cuerpo, el cuerpo! ¿Y qué, el cuerpo? ¡Oh, ah, ya veo! Pues bien, señor mío, el cuerpo no se ve afectado para nada por la transacción. He efectuado innumerables adquisiciones de esta especie en mis tiempos, y los interesados jamás experimentaron el menor inconveniente. Vayan como ejemplo Caín y Nemrod, Nerón, Calígula, Dionisio y Pisístrato… aparte de otros mil, que jamás sospecharon lo que era tener un alma en los últimos tiempos de sus vidas. Empero, señor mío, esos hombres eran el adorno de la sociedad. ¿Y no tenemos a A… a quien conoce usted tan bien como yo? ¿No se halla en posesión de todas sus facultades mentales y corporales? ¿Quién escribe un epigrama más punzante que él? ¿Quién razona con más ingenio? ¿Quién…? ¡Pero, basta! Tengo este convenio en el bolsillo. Así diciendo, extrajo una cartera de cuero rojo y sacó de ella cantidad de papeles. Bon-Bon alcanzó a ver parte de algunos nombres en diversos documentos: Maquiav… Maza… Robesp… y las palabras Calígula, George, Elizabeth. Su Majestad eligió una angosta tira de pergamino y procedió a leer las siguientes palabras: «A cambio de ciertos dones intelectuales que es innecesario especificar, y a cambio, además, de mil luises de oro, yo, de un año y un mes de edad, cedo por la presente al portador de este convenio todos mis derechos, títulos y pertenencias de esa sombra llamada mi alma. (Firmado) A…». (Y aquí su Majestad leyó un nombre que no me creo justificado a indicar de una manera más inequívoca.) -Era un individuo muy astuto -resumió-, pero, como usted, Monsieur Bon-Bon, se equivocaba acerca del alma. ¡El alma… una sombra! ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je je! ¡Ju, ju, ju! ¡Imagínese una sombra fricassée! -¡Imagínese… hic… una sombra fricassée! -repitió nuestro héroe, cuyas facultades se estaban iluminando grandemente ante la profundidad del discurso de su Majestad. -¡Imagínese… hic… una sombra fricassée! -repitió-. ¡Que me cuelguen… hic… hic…! ¡Y si yo hubiera sido tan… hic… tan estúpido! ¡Mi alma señor… hic! -¿Su alma, Monsieur Bon-Bon? -¡Sí, señor! ¡Hic! Mi alma es…
-¿Qué, señor mío? -¡No es ninguna sombra, que me cuelguen! -¿Quiere usted decir…? -Sí, señor. Mi alma es… hic… ¡sí, señor! -¿No pretende usted afirmar que…? -Mi alma est… hic… especialmente calificada para… hic… para un… -¿Un qué, señor mío? -Un estofado. -¡Ah! -Un souflée. -¡Eh! -Un fricassée. -¿De veras? –Ragout y fricandeau… ¡Veamos un poco, mi buen amigo! ¡Se la dejaré a usted… hic… haremos un trato! -y el filósofo palmeó a su Majestad en la espalda. -Semejante cosa es imposible -dijo este último calmosamente, mientras se levantaba de su asiento. El metafísico se quedó mirándolo. -Tengo suficiente provisión por el momento -dijo su Majestad. -¡Hic! ¿Cómo? -Y, en cambio, carezco de fondos disponibles. -¿Qué? -Además, no está nada bien de mi parte que… -¡Caballero! -…que me aproveche… -¡Hic! -…de su triste y poco caballeresca situación en este momento. Y con esto, el visitante saludó y se retiró -sin que pueda decirse exactamente de qué manera. Pero en un bien pensado esfuerzo por arrojar una botella al «villano» rompióse la fina cadena que colgaba del techo, y el metafísico quedó postrado por el golpe de la lámpara al caer.
AIRE FRIO HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT
Me pides que explique por qué siento miedo de la corriente de aire frío; por qué tiemblo más que otros cuando entro en un cuarto frío, y parezco asqueado y repelido cuando el escalofrío del atardecer avanza a través de un suave día otoñal. Están aquellos que dicen que reacciono al frío como otros lo hacen al mal olor, y soy el último en negar esta impresión. Lo que haré está relacionado con el más horrible hecho con que nunca me encontré, y dejo a tu juicio si ésta es o no una explicación congruente de mi peculiaridad. Es un error imaginar que ese horror está inseparablemente asociado a la oscuridad, el silencio, y la soledad. Me encontré en el resplandor de media tarde, en el estrépito de la metrópolis, y en medio de un destartalado y vulgar albergue con una patrona prosaica y dos hombres fornidos a mi lado. En la primavera de 1923 había adquirido un almacén de trabajo lúgubre e desaprovechado en la ciudad de Nueva York; y siendo incapaz de pagar un alquiler nada considerable, comencé a caminar a la deriva desde una pensión barata a otra en busca de una habitación que me permitiera combinar las cualidades de una higiene decente, mobiliario tolerable, y un muy razonable precio. Pronto entendí que sólo tenía una elección entre varias, pero después de un tiempo encontré una casa en la Calle Decimocuarta Oeste que me asqueaba mucho menos que las demás que había probado. El sitio era una histórica mansión de piedra arenisca, aparentemente fechada a finales de los cuarenta, y acondicionada con carpintería y mármol que manchaba y mancillaba el esplendor descendiendo de altos niveles de opulento buen gusto. En las habitaciones, grandes y altas, y decoradas con un papel imposible y ridículamente adornadas con cornisas de escayola, se consumía un deprimente moho y un asomo de oscuro arte culinario; pero los suelos estaban limpios, la lencería tolerablemente bien, y el agua caliente no demasiado frecuentemente fría o desconectada, así que llegué a considerarlo, al menos, un sitio soportable para hibernar hasta que uno pudiera realmente vivir de nuevo. La casera, una desaliñada, casi barbuda mujer española llamada
Herrero, no me molestaba con chismes o con críticas de la última lámpara eléctrica achicharrada en mi habitación del tercer piso frente al vestíbulo; y mis compañeros inquilinos eran tan silenciosos y poco comunicativos como uno pudiera desear, siendo mayoritariamente hispanos de grado tosco y crudo. Solamente el estrépito de los coches en la calle de debajo resultaban una seria molestia. Llevaba allí cerca de tres semanas cuando ocurrió el primer incidente extraño. Un anochecer, sobre las ocho, oí una salpicadura sobre el suelo y me alertó de que había estado sintiendo el olor acre del amoniaco durante algún tiempo. Mirando alrededor, vi que el techo estaba húmedo y goteante; aparentemente la mojadura procedía de una esquina sobre el lado de la calle. Ansioso por detener el asunto en su origen, corrí al sótano a decírselo a la casera; y me aseguró que el problema sería rápidamente solucionado. El Doctor Muñoz, lloriqueó mientras se apresuraba escaleras arriba delante de mí, tiene arriba sus productos químicos. Está demasiado enfermo para medicarse - cada vez está más enfermo - pero no quiere ayuda de nadie. Es muy extraña su enfermedad - todo el día toma baños apestosos, y no puede reanimarse o entrar en calor. Se hace sus propias faenas - su pequeña habitación está llena de botellas y máquinas, y no ejerce como médico. Pero una vez fue bueno - mi padre en Barcelona oyó hablar de él - y tan sólo le curó el brazo al fontanero que se hizo daño hace poco. Nunca sale, solamente al tejado, y mi hijo Esteban le trae comida y ropa limpia, y medicinas y productos químicos. ¡Dios mío, el amoniaco que usa para mantenerse frío! La Sra. Herrero desapareció escaleras arriba hacia el cuarto piso, y volví a mi habitación. El amoniaco cesó de gotear, y mientras limpiaba lo que se había manchado y abría la ventana para airear, oí los pesados pasos de la casera sobre mí. Nunca había oído al Dr. Muñoz, excepto por ciertos sonidos como de un mecanismo a gasolina; puesto que sus pasos eran silenciosos y suaves. Me pregunté por un momento cuál podría ser la extraña aflicción de este hombre, y si su obstinado rechazo a una ayuda externa no era el resultado de una excentricidad más bien infundada. Hay, reflexioné trivialmente, un infinito patetismo en la situación de una persona eminente venida a menos en este mundo. Nunca hubiera conocido al Dr. Muñoz de no haber sido por el infarto que súbitamente me dio una mañana que estaba sentado en mi habitación escribiendo. Lo médicos me habían avisado del peligro de esos ataques,
y sabía que no había tiempo que perder; así, recordando que la casera me había dicho sobre la ayuda del operario lesionado, me arrastré escaleras arriba y llamé débilmente a la puerta encima de la mía. Mi golpe fue contestado en un inglés correcto por una voz inquisitiva a cierta distancia, preguntando mi nombre y profesión; y cuando dichas cosas fueron contestadas, vino y abrió la puerta contigua a la que yo había llamado. Una ráfaga de aire frío me saludó; y sin embargo el día era uno de los más calurosos del presente Junio, temblé mientras atravesaba el umbral entrando en un gran aposento el cual me sorprendió por la decoración de buen gusto en este nido de mugre y de aspecto raído. Un sofá cama ahora cumpliendo su función diurna de sofá, y los muebles de caoba, fastuosas colgaduras, antiguos cuadros, y librerías repletas revelaban el estudio de un gentilhombre más que un dormitorio de pensión. Ahora vi que el vestíbulo de la habitación sobre la mía - la "pequeña habitación" de botellas y máquinas que la Sra. Herrero había mencionado - era simplemente el laboratorio del doctor; y de esta manera, su dormitorio permanecía en la espaciosa habitación contigua, cuya cómoda alcoba y gran baño adyacente le permitían camuflar el tocador y los evidentemente útiles aparatos. El Dr. Muñoz, sin duda alguna, era un hombre de edad, cultura y distinción. La figura frente a mí era pequeña pero exquisitamente proporcionada, y vestía un atavío formal de corte y hechura perfecto. Una cara larga avezada, aunque sin expresión altiva, estaba adornada por una pequeña barba gris, y unos anticuados espejuelos protegían su ojos oscuros y penetrantes, una nariz aquilina que daba un toque árabe a una fisonomía por otra parte Celta. Un abundante y bien cortado cabello, que anunciaba puntuales visitas al peluquero, estaba airosamente dividido encima de la alta frente; y el retrato completo denotaba un golpe de inteligencia y linaje y crianza superior. A pesar de todo, tan pronto como vi al Dr. Muñoz en esa ráfaga de aire frío, sentí una repugnancia que no se podía justificar con su aspecto. Únicamente su pálido semblante y frialdad de trato podían haber ofrecido una base física para este sentimiento, incluso estas cosas habrían sido excusables considerando la conocida invalidez del hombre. Podría, también, haber sido el frío singular que me alienaba; de tal modo el frío era anormal en un día tan caluroso, y lo anormal siempre despierta la aversión, desconfianza y miedo.
Pero la repugnancia pronto se convirtió en admiración, a causa de la insólita habilidad del médico que de inmediato se manifiestó, a pesar del frío y el estado tembloroso de sus manos pálidas. Entendió claramente mis necesidades de una mirada, y las atendió con destreza magistral; al mismo tiempo que me reconfortaba con una voz de fina modulación, si bien curiosamente cavernosa y hueca que era el más amargo enemigo del alma, y había hundido su fortuna y perdido todos sus amigos en una vida consagrada a extravagantes experimentos para su desconcierto y extirpación. Algo de fanático benevolente parecía residir en él, y divagaba apenas mientras sondeaba mi pecho y mezclaba un trago de drogas adecuadas que traía del pequeño laboratorio. Evidentemente me encontraba en compañía de un hombre de buena cuna, una novedad excepcional en este ambiente sórdido, y se animaba en un inusual discurso como si recuerdos de días mejores surgieran de él. Su voz, siendo extraña, era, al menos, apaciguadora; y no podía entender como respiraba a través de las enrolladas frases locuaces. Buscaba distraer mis pensamientos de mi ataque hablando de sus teorías y experimentos; y recuerdo su consuelo cuidadoso sobre mi corazón débil insistiendo en que la voluntad y la sabiduría hacen fuerte a un órgano para vivir, podía a través de una mejora científica de esas cualidades, una clase de brío nervioso a pesar de los daños más graves, defectos, incluso la falta de energía en órganos específicos. Podía algún día, dijo medio en broma, enseñarme a vivir - o al menos a poseer algún tipo de existencia consciente - ¡sin tener corazón en absoluto!. Por su parte, estaba afligido con unas enfermedades complicadas que requerían una muy acertada conducta que incluía un frío constante. Cualquier subida de la temperatura señalada podría, si se prolongaba, afectarle fatalmente; y la frialdad de su habitación - alrededor de 55 ó 56 grados Fahrenheit - era mantenida por un sistema de absorción de amoníaco frío, y el motor de gasolina de esa bomba, que yo había oído a menudo en mi habitación. Aliviado de mi ataque en un tiempo asombrosamente corto, abandoné el frío lugar como discípulo y devoto del superdotado recluso. Después de eso le pagaba con frecuentes visitas; escuchando mientras me contaba investigaciones secretas y los más o menos terribles resultados, y temblaba un poco cuando examinaba los singulares y curiosamente antiguos volúmenes de sus estantes. Finalmente fui, puedo añadir, curado del todo de mi afección por sus hábiles servicios. Parecía no desdeñar los conjuros de los medievalistas, dado que creía que esas fórmulas enigmáticas contenían raros estímulos psicológicos que,
concebiblemente, podían tener efectos sobre la esencia de un sistema nervioso del cuál partían los pulsos orgánicos. Había conocido por su influencia al anciano Dr. Torres de Valencia, quién había compartido sus primeros experimentos y le había orientado a través de las grandes afecciones de dieciocho años atrás, de dónde procedían sus desarreglos presentes. No hacía mucho el venerable practicante había salvado a su colega de sucumbir al hosco enemigo contra el que había luchado. Quizás la tensión había sido demasiado grande; el Dr. Muñoz lo hacía susurrando claro, aunque no con detalle - que los métodos de curación habían sido de lo más extraordinarios, aunque envolvía escenas y procesos no bienvenidos por los galenos ancianos y conservadores. Según pasaban las semanas, observé con pena que mi nuevo amigo iba, lenta pero inequívocamente, perdiendo el control, como la Sra. Herrero había insinuado. El aspecto lívido de su semblante era intenso, su voz a menudo era hueca y poco clara, su movimiento muscular tenía menos coordinación, y su mente y determinación menos elástica y ambiciosa. A pesar de este triste cambio no parecía ignorante, y poco a poco su expresión y conversación emplearon una ironía atroz que me restituyó algo de la sutil repulsión que originalmente había sentido. Desarrolló extraños caprichos, adquiriendo una afición por las especias exóticas y el incienso Egipcio hasta que su habitación olía como la cámara de un faraón sepultado en el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo incrementó su demanda de aire frío, y con mi ayuda amplió la conducción de amoníaco de su habitación y modificó la bomba y la alimentación de su máquina refrigerante hasta poder mantener la temperatura por debajo de 34 ó 40 grados, y finalmente incluso en 28 grados; el baño y el laboratorio, por supuesto, eran los menos fríos, a fin de que el agua no se congelase, y ese proceso químico no lo podría impedir. El vecino de al lado se quejaba del aire gélido de la puerta contigua, así que le ayudé a acondicionar unas pesadas cortinas para obviar el problema. Una especie de creciente temor, de forma estrafalaria y mórbida, parecía poseerle. Hablaba incesantemente de la muerte, pero reía huecamente cuando cosas tales como entierro o funeral eran sugeridas gentilmente. Con todo, llegaba a ser un compañero desconcertante e incluso atroz; a pesar de eso, en mi agradecimiento por su curación no podía abandonarle a los extraños que le rodeaban, y me aseguraba de quitar el polvo a su habitación y atender sus necesidades diarias, embutido en un abrigo amplio que me compré especialmente para tal fin. Asimismo hice
muchas de sus compras, y me quedé boquiabierto de confusión ante algunos de los productos químicos que pidió de farmacéuticos y casas suministradoras de laboratorios. Una creciente e inexplicable atmósfera de pánico parecía elevarse alrededor de su apartamento. La casa entera, como había dicho, tenía un olor rancio; pero el aroma en su habitación era peor - a pesar de las especias y el incienso, y los acres productos químicos de los baños, ahora incesantes, que él insistía en tomar sin ayuda. Percibí que debía estar relacionado con su dolencia, y me estremecía cuando reflexioné sobre que dolencia podía ser. La Sra. Herrero se apartaba cuando se encontraba con él, y me lo dejaba sin reservas a mí; incluso no autorizaba a su hijo Esteban a continuar haciendo los recados para él. Cuándo sugería otros médicos, el paciente se encolerizaba de tal manera que parecía no atreverse a alcanzar. Evidentemente temía los efectos físicos de una emoción violenta, aún cuando su determinación y fuerza motriz aumentaban más que decrecía, y rehusaba ser confinado en su cama. La dejadez de los primeros días de su enfermedad dio paso a un brioso retorno a su objetivo, así que parecía arrojar un reto al demonio de la muerte como si le agarrase un antiguo enemigo. El hábito del almuerzo, curiosamente siempre de etiqueta, lo abandonó virtualmente; y sólo un poder mental parecía preservarlo de un derrumbamiento total. Adquirió el hábito de escribir largos documentos de determinada naturaleza, los cuáles sellaba y rellenaba cuidadosamente con requerimientos que, después de su muerte, transmitió a ciertas personas que nombró - en su mayor parte de las Indias Orientales, incluyendo a un celebrado médico francés que en estos momentos supongo muerto, y sobre el cuál se había murmurado las cosas más inconcebibles. Por casualidad, quemé todos esos escritos sin entregar y cerrados. Su aspecto y voz llegaron a ser absolutamente aterradores, y su presencia apenas soportable. Un día de septiembre con un solo vistazo, indujo un ataque epiléptico a un hombre que había venido a reparar su lámpara eléctrica del escritorio; un ataque para el cuál recetó eficazmente mientras se mantenía oculto a la vista. Ese hombre, por extraño que parezca, había pasado por los horrores de la Gran Guerra sin haber sufrido ningún temor. Después, a mediados de octubre, el horror de los horrores llegó con pasmosa brusquedad. Una noche sobre las once la bomba de la máquina refrigeradora se rompió, de esta forma durante tres horas fue imposible la aplicación refrigerante de amoníaco. El Dr. Muñoz me avisó
aporreando el suelo, y trabajé desesperadamente para reparar el daño mientras mi patrón maldecía en tono inánime, rechinando cavernosamente más allá de cualquier descripción. Mis esfuerzos aficionados, no obstante, confirmaron el daño; y cuando hube traído un mecánico de un garaje nocturno cercano, nos enteramos de que nada se podría hacer hasta la mañana siguiente, cuando se obtuviese un nuevo pistón. El moribundo ermitaño estaba furioso y alarmado, hinchado hasta proporciones grotescas, parecía que se iba a hacer pedazos lo que quedaba de su endeble constitución, y de vez en cuando un espasmo le causaba chasquidos de las manos a los ojos y corría al baño. Buscaba a tientas el camino con la cara vendada ajustadamente, y nunca vi sus ojos de nuevo. La frialdad del aposento era ahora sensiblemente menor, y sobre las 5 de la mañana el doctor se retiró al baño, ordenándome mantenerle surtido de todo el hielo que pudiese obtener de las tiendas nocturnas y cafeterías. Cuando volvía de mis viajes, a veces desalentadores, y situaba mi botín ante la puerta cerrada del baño, dentro podía oír un chapoteo inquieto, y una espesa voz croaba la orden de "¡Más, más!". Lentamente rompió un caluroso día, y las tiendas abrieron una a una. Pedí a Esteban que me ayudase a traer el hielo mientras yo conseguía el pistón de la bomba, o conseguía el pistón mientras yo continuaba con el hielo; pero aleccionado por su madre, se negó totalmente. Finalmente, contraté a un desaseado vagabundo que encontré en la esquina de la Octava Avenida para cuidar al enfermo abasteciéndolo de hielo de una pequeña tienda donde le presenté, y me empleé diligentemente en la tarea de encontrar un pistón de bomba y contratar a un operario competente para instalarlo. La tarea parecía interminable, y me enfurecía tanto o más violentamente que el ermitaño cuando vi pasar las horas en un suspiro, dando vueltas a vanas llamadas telefónicas, y en búsquedas frenéticas de sitio en sitio, aquí y allá en metro y en coche. Sobre el mediodía encontré una casa de suministros adecuada en el centro, y a la 1:30, aproximadamente, llegué a mi albergue con la parafernalia necesaria y dos mecánicos robustos e inteligentes. Había hecho todo lo que había podido, y esperaba llegar a tiempo. Un terror negro, sin embargo, me había precedido. La casa estaba en una agitación completa, y por encima de una cháchara de voces aterrorizadas oí a un hombre rezar en tono intenso. Había algo diabólico en el aire, y los inquilinos juraban sobre las cuentas de sus rosarios como percibieron el olor de debajo de la puerta cerrada del doctor. El vago que
había contratado, parece, había escapado chillando y enloquecido no mucho después de su segunda entrega de hielo; quizás como resultado de una excesiva curiosidad. No podía, naturalmente, haber cerrado la puerta tras de sí; a pesar de eso, ahora estaba cerrada, probablemente desde dentro. No había ruido dentro a excepción de algún tipo de innombrable, lento y abundante goteo. En pocas palabras me asesoré con la Sra. Herrero y el trabajador a pesar de que un temor corroía mi alma, aconsejé romper la puerta; pero la casera encontró una forma de dar la vuelta a la llave desde fuera con algún trozo de alambre. Previamente habíamos abierto las puertas de todas las habitaciones de ese pasillo, y abrimos todas las ventanas al máximo. Ahora, con las narices protegidas por pañuelos, invadimos temerosamente la odiada habitación del sur que resplandecía con el caluroso sol de primera hora de la tarde. Una especie de oscuro, rastro baboso se dirigía desde la abierta puerta del baño a la puerta del pasillo, y de allí al escritorio, donde se había acumulado un terrorífico charquito. Algo había garabateado allí a lápiz con mano terrible y cegata, sobre un trozo de papel embadurnado como si fuera con garras que hubieran trazado las últimas palabras apresuradas. Luego el rastro se dirigía al sofá y desaparecía. Lo que estaba, o había estado, sobre el sofá era algo que no me atrevo decir. Pero lo que temblorosamente me desconcertó estaba sobre el papel pegajoso y manchado antes de sacar una cerilla y reducirlo a cenizas; lo que me produjo tanto terror, a mí, a la patrona y a los dos mecánicos que huyeron frenéticamente de ese lugar infernal a la comisaría de policía más cercana. Las palabras nauseabundas parecían casi increíbles en ese soleado día, con el traqueteo de coches y camiones ascendiendo clamorosamente por la abarrotada Calle Decimocuarta, no obstante confieso que en ese momento las creía. Tanto las creo que, honestamente, ahora no lo sé. Hay cosas acerca de las cuáles es mejor no especular, y todo lo que puedo decir es que odio el olor del amoníaco, y que aumenta mi desfallecimiento frente a una extraordinaria corriente de aire frío. El final, decía el repugnante garabato, ya está aquí. No hay más hielo - el hombre echó un vistazo y salió corriendo. Más calor cada minuto, y los tejidos no pueden durar. Imagino que sabes - lo que dije sobre la voluntad y los nervios y lo de conservar el cuerpo después de que los órganos dejasen de funcionar. Era una buena teoría, pero no podría
mantenerla indefinidamente. Había un deterioro gradual que no había previsto. El Dr. Torres lo sabía, pero la conmoción lo mató. No pudo soportar lo que tenía que hacer - tenía que meterme en un lugar extraño y oscuro, cuando prestase atención a mi carta y consiguió mantenerme vivo. Pero los órganos no volvieron a funcionar de nuevo. Tenía que haberse hecho a mi manera - conservación - pues como se puede ver, fallecí hace dieciocho años.
Arthur Jermyn [Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
I La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que la vuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, ya opresiva en sus tremendas revelaciones, será quizá la que aniquile definitivamente nuestra especie humana -si es que somos una especie aparte-; porque su reserva de insospechados horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en caso de desatarse en el mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo Arthur Jermyn, que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuego una noche. Nadie guardó sus restos carbonizados en una urna, ni le dedicó un monumento funerario, ya que aparecieron ciertos documentos, y cierto objeto dentro de una caja, que han hecho que los hombres prefieran olvidar. Algunos de los que lo conocían niegan incluso que haya existido jamás. Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuego después de ver el objeto de la caja, llegado de África. Fue este objeto, y no su raro aspecto personal, lo que lo impulsó a quitarse la vida. Son muchos los que no habrían soportado la existencia, de haber tenido los extraños rasgos de Arthur Jermyn; pero él era poeta y hombre de ciencia, y nunca le importó su aspecto físico. Llevaba el saber en la sangre; su bisabuelo, el barón Robert Jermyn, había sido un antropólogo de renombre; y su tatarabuelo, Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores de la región del Congo, y autor de diversos estudios eruditos sobre sus tribus animales, y supuestas ruinas. Efectivamente, Wade estuvo dotado de un celo intelectual casi rayano en la manía; su extravagante teoría sobre una civilización congoleña blanca le granjeó sarcásticos ataques, cuando apareció su libro, Reflexiones sobre las diversas partes de África. En 1765, este intrépido explorador fue internado en un manicomio de Huntingdon. Todos los Jermyn poseían un rasgo de locura, y la gente se alegraba de que no fueran muchos. La estirpe carecía de ramas, y Arthur fue el último vástago. De no haber sido así, no se sabe qué habría podido ocurrir cuando llegó el objeto aquel. Los Jermyn jamás tuvieron un aspecto completamente normal; había algo raro en ellos, aunque el caso de Arthur fue el peor, y los
viejos retratos de familia de la Casa Jermyn anteriores a Wade mostraban rostros bastante bellos. Desde luego, la locura empezó con Wade, cuyas extravagantes historias sobre África hacían a la vez las delicias y el terror de sus nuevos amigos. Quedó reflejada en su colección de trofeos y ejemplares, muy distintos de los que un hombre normal coleccionaría y conservaría, y se manifestó de manera sorprendente en la reclusión oriental en que tuvo a su esposa. Era, decía él, hija de un comerciante portugués al que había conocido en África, y no compartía las costumbres inglesas. Se la había traído, junto con un hijo pequeño nacido en África, al volver del segundo y más largo de sus viajes; luego, ella lo acompañó en el tercero y último, del que no regresó. Nadie la había visto de cerca, ni siquiera los criados, debido a su carácter extraño y violento. Durante la breve estancia de esta mujer en la mansión de los Jermyn, ocupó un ala remota y fue atendida tan sólo por su marido. Wade fue, efectivamente, muy singular en sus atenciones para con la familia; pues cuando regresó de África, no consintió que nadie atendiese a su hijo, salvo una repugnante negra de Guinea. A su regreso, después de la muerte de lady Jermyn, asumió él enteramente los cuidados del niño. Pero fueron las palabras de Wade, sobre todo cuando se encontraba bebido, las que hicieron suponer a sus amigos que estaba loco. En una época de la razón como e! siglo XVIII, era una temeridad que un hombre de ciencia hablara de visiones insensatas y paisajes extraños bajo la luna del Congo; de gigantescas murallas y pilares de una ciudad olvidada, en ruinas e invadida por la vegetación, y de húmedas y secretas escalinatas que descendían interminablemente a la oscuridad de criptas abismales y catacumbas inconcebibles. Especialmente, era una temeridad hablar de forma delirante de los seres que poblaban tales lugares: criaturas mitad de la jungla, mitad de esa ciudad antigua e impía… seres que el propio Plinio habría descrito con escepticismo, y que pudieron surgir después de que los grandes monos invadiesen la moribunda ciudad de las murallas y los pilares, de las criptas y las misteriosas esculturas. Sin embargo, después de su último viaje, Wade hablaba de esas cosas con estremecido y misterioso entusiasmo, casi siempre después de su tercer vaso en el Knight’s Head, alardeando de lo que había descubierto en la selva y de que había vivido entre ciertas ruinas terribles que él sólo conocía. Y al final hablaba en tales términos de los seres que allí vivían, que lo internaron en el manicomio. No manifestó gran pesar cuando lo encerraron en la celda enrejada de Huntingdon, ya que su mente funcionaba de forma extraña. A partir de! momento en que su hijo empezó a salir de la infancia, le fue gustando cada vez menos el hogar, hasta que últimamente parecía amedrentarlo. El Knight’s Head llegó a convertirse en su domicilio habitual; y cuando lo encerraron, manifestó una vaga gratitud, como si para él representase una protección. Tres años después, murió. Philip, el hijo de Wade Jermyn, fue una persona extraordinariamente rara. A pesar del gran parecido físico que tenía con su padre, su aspecto y comportamiento eran en muchos detalles tan toscos que todos acabaron por rehuirle. Aunque no heredó la locura como algunos temían, era bastante torpe y propenso a periódicos accesos de violencia. De estatura pequeña, poseía, sin embargo, una fuerza y una agilidad increíbles. A los doce años de recibir su título se casó con la hija de su guardabosque, persona que, según se decía, era de origen gitano; pero antes de nacer su hijo, se alistó en la marina de guerra como simple marinero, lo que colmó la repugnancia general que sus costumbres y su unión habían despertado. Al terminar la guerra de América, se corrió el rumor de que iba de marinero en un barco mercante que se dedicaba al comercio en África, habiendo ganado buena reputación con sus proezas de fuerza y soltura
para trepar, pero finalmente desapareció una noche, cuando su barco se encontraba fondeado frente a la costa del Congo. Con el hijo de Philip Jermyn, la ya reconocida peculiaridad familiar adoptó un sesgo extraño y fatal. Alto y bastante agraciado, con una especie de misteriosa gracia oriental pese a sus proporciones físicas un tanto singulares, Robert Jermyn inició una vida de erudito e investigador. Fue el primero en estudiar científicamente la inmensa colección de reliquias que su abuelo demente había traído de África, haciendo célebre el apellido en el campo de la etnología y la exploración. En 1815, Robert se casó con la hija del séptimo vizconde de Brightholme, con cuyo matrimonio recibió la bendición de tres hijos, el mayor y el menor de los cuales jamás fueron vistos públicamente a causa de sus deformidades físicas y psíquicas. Abrumado por estas desventuras, el científico se refugió en su trabajo, e hizo dos largas expediciones al interior de África. En 1849, su segundo hijo, Nevil, persona especialmente repugnante que parecía combinar el mal genio de Philip Jermyn y la hauteur de los Brightholme, se fugó con una vulgar bailarina, aunque fue perdonado a su regreso, un año después. Volvió a la mansión Jermyn, viudo, con un niño, Alfred, que sería con el tiempo padre de Arthur Jermyn. Decían sus amigos que fue esta serie de desgracias lo que trastornó el juicio de Robert Jermyn; aunque probablemente la culpa estaba tan sólo en ciertas tradiciones africanas. El maduro científico había estado recopilando leyendas de las tribus onga, próximas al territorio explorado por su abuelo y por él mismo, con la esperanza de explicar de alguna forma las extravagantes historias de Wade sobre una ciudad perdida, habitada por extrañas criaturas. Cierta coherencia en los singulares escritos de su antepasado sugería que la imaginación del loco pudo haber sido estimulada por los mitos nativos. El 19 de octubre de 1852, el explorador Samuel Seaton visitó la mansión de los Jermyn llevando consigo un manuscrito y notas recogidas entre los onga, convencido de que podían ser de utilidad al etnólogo ciertas leyendas acerca de una ciudad gris de monos blancos gobernada por un dios blanco. Durante su conversación, debió de proporcionarle sin duda muchos detalles adicionales, cuya naturaleza jamás llegará a conocerse, dada la espantosa serie de tragedias que sobrevinieron de repente. Cuando Robert Jermyn salió de su biblioteca, dejó tras de sí el cuerpo estrangulado del explorador; y antes de que consiguieran detenerlo, había puesto fin a la vida de sus tres hijos: los dos que no habían sido vistos jamás, y el que se había fugado. Nevil Jermyn murió defendiendo a su hijo de dos años, cosa que consiguió, y cuyo asesinato entraba también, al parecer, en las locas maquinaciones del anciano. El propio Robert, tras repetidos intentos de suicidarse, y una obstinada negativa a pronunciar un solo sonido articulado, murió de un ataque de apoplejía al segundo año de su reclusión. Alfred Jermyn fue barón antes de cumplir los cuatro años, pero sus gustos jamás estuvieron a la altura de su título. A los veinte, se había unido a una banda de músicos, y a los treinta y seis había abandonado a su mujer y a su hijo para enrolarse en un circo ambulante americano. Su final fue repugnante de veras. Entre los animales del espectáculo con el que viajaba, había un enorme gorila macho de color algo más claro de lo normal; era un animal sorprendentemente tratable y de gran popularidad entre los artistas de la compañía. Alfred Jermyn se sentía fascinado por este gorila, y en muchas ocasiones los dos se quedaban mirándose a los ojos largamente, a través de los barrotes. Finalmente, Jermyn consiguió que le permitiesen adiestrar al animal asombrando a los espectadores y a sus compañeros con sus éxitos. Una mañana, en Chicago, cuando el gorila y Alfred Jermyn ensayaban un combate de
boxeo muy ingenioso, el primero propinó al segundo un golpe más fuerte de lo habitual, lastimándole el cuerpo y la dignidad del domador aficionado. Los componentes de «El Mayor Espectáculo del Mundo» prefieren no hablar de lo que siguió. No se esperaban el grito escalofriante e inhumano que profirió Alfred, ni verlo agarrar a su torpe antagonista con ambas manos, arrojarlo con fuerza contra el suelo de la jaula, y morderlo furiosamente en la garganta peluda. Había cogido al gorila desprevenido; pero éste no tardó en reaccionar; y antes de que el domador oficial pudiese hacer nada, el cuerpo que había pertenecido a un barón había quedado irreconocible. II Arthur Jermyn era hijo de Alfred Jerrnyn y de una cantante de music-halI de origen desconocido. Cuando el marido y padre abandonó a su familia, la madre llevó al niño a la Casa de los Jermyn, donde no quedaba nadie que se opusiera a su presencia. No carecía ella de idea sobre lo que debe ser la dignidad de un noble, y cuidó que su hijo recibiese la mejor educación que su limitada fortuna le podía proporcionar. Los recursos familiares eran ahora dolorosamente exiguos, y la Casa de !os Jermyn había caído en penosa ruina; pero el joven Arthur amaba el viejo edificio con todo lo que contenía. A diferencia de los Jermyn anteriores, era poeta y soñador. Algunas de las familias de la vecindad que habían oído contar historias sobre la invisible esposa portuguesa de Wade Jermyn afirmaban que estas aficiones suyas revelaban su sangre latina; pero la mayoría de las personas se burlaban de su sensibilidad ante la belleza, atribuyéndola a su madre cantante, a la que no habían aceptado socialmente. La delicadeza poética de Arthur Jermyn era mucho más notable si se tenía en cuenta su tosco aspecto personal. La mayoría de los Jermyn había tenido una pinta sutilmente extraña y repelente; pero el caso de Arthur era asombroso. Es difícil decir con precisión a qué se parecía; no obstante, su expresión, su ángulo facial, y la longitud de sus brazos producían una viva repugnancia en quienes lo veían por primera vez. La inteligencia y el carácter de Arthur Jermyn, sin embargo, compensaban su aspecto. Culto, y dotado de talento, alcanzó los más altos honores en Oxford y parecía destinado a restituir la fama de intelectual a la familia. Aunque de temperamento más poético que científico, proyectaba continuar la obra de sus antepasados en arqueología y etnología africanas, utilizando la prodigiosa aunque extraña colección de Wade. Llevado de su mentalidad imaginativa, pensaba a menudo en la civilización prehistórica en la que el explorador loco había creído absolutamente, y tejía relato tras relato en torno a la silenciosa ciudad de la selva mencionada en las últimas y más extravagantes anotaciones. Pues las brumosas palabras sobre una atroz y desconocida raza de híbridos de la selva le producían un extraño sentimiento, mezcla de terror y atracción, al especular sobre el posible fundamento de semejante fantasía, y tratar de extraer alguna luz de los Jatos recogidos por su bisabuelo y Samuel Seaton entre los onga. En 1911, después de la muerte de su madre, Arthur Jermyn decidió proseguir sus investigaciones hasta el final. Vendió parte de sus propiedades a fin de obtener el dinero necesario, preparó una expedición y zarpó con destino al Congo. Contrató a un grupo de guías con ayuda de las autoridades belgas, y pasó un año en las regiones de Onga y Kaliri, donde descubrió muchos más datos de lo que él se esperaba. Entre los kaliri había un anciano jefe llamado Mwanu que poseía no sólo una gran memoria, sino un grado de inteligencia excepcional, y un gran interés por las tradiciones antiguas. Este anciano confirmó la historia
que Jermyn había oído, añadiendo su propio relato sobre la ciudad de piedra y los monos blancos, tal como él la había oído contar. Según Mwanu, la ciudad gris y las criaturas híbridas habían desaparecido, aniquiladas por los belicosos n’bangus, hacía muchos años. Esta tribu, después de destruir la mayor parte de los edificios y matar a todos los seres vivientes, se había llevado a la diosa disecada que había sido el objeto de la incursión: la diosa-mono blanca a la que adoraban los extraños seres, y cuyo cuerpo atribuían las tradiciones del Congo a la que había reinado como princesa entre ellos. Mwanu no tenía idea del aspecto que debieron de tener aquellas criaturas blancas y simiescas; pero estaba convencido de que eran ellas quienes habían construido la ciudad en ruinas. Jermyn no pudo formarse una opinión clara; sin embargo, después de numerosas preguntas, consiguió una pintoresca leyenda sobre la diosa disecada. La princesa-mono, se decía, se convirtió en esposa de un gran dios blanco llegado de Occidente. Durante mucho tiempo, reinaron juntos en la ciudad; pero al nacerles un hijo, se marcharon de la región. Más tarde, el dios y la princesa habían regresado; y a la muerte de ella, su divino esposo había ordenado momificar su cuerpo, entronizándolo en una inmensa construcción de piedra, donde fue adorado. Luego volvió a marcharse solo. La leyenda presentaba aquí tres variantes. Según una de ellas, no ocurrió nada más, salvo que la diosa disecada se convirtió en símbolo de supremacía para la tribu que la poseyera. Este era el motivo por el que los n’bangus se habían apoderado de ella. Una segunda versión aludía al regreso del dios, y su muerte a los pies de la entronizada esposa. En cuanto a la tercera, hablaba del retorno del hijo, ya hombre -o mono, o dios, según el caso-, aunque ignorante de su identidad. Sin duda los imaginativos negros habían sacado el máximo partido de lo que subyacía debajo de tan extravagante leyenda, fuera lo que fuese. Arthur Jermyn no dudó ya de la existencia de la ciudad que el viejo Wade había descrito; y no se extrañó cuando, a principios de 1912, dio con lo que quedaba de ella. Comprobó que se habían exagerado sus dimensiones, pero las piedras esparcidas probaban que no se trataba de un simple poblado negro. Por desgracia, no consiguió encontrar representaciones escultóricas, y lo exiguo de la expedición impidió emprender el trabajo de despejar el único pasadizo visible que parecía conducir a cierto sistema de criptas que Wade mencionaba. Preguntó a todos los jefes nativos de la región acerca de los monos blancos y la diosa momificada, pero fue un europeo quien pudo ampliarle los datos que le había proporcionado el viejo Mwanu. Un agente belga de una factoría del Congo, M. Verhaeren, creía que podía no sólo localizar, sino conseguir también a la diosa momificada, de la que había oído hablar vagamente, dado que los en otro tiempo poderosos n’bangus eran ahora sumisos siervos del gobierno del rey Alberto, y sin mucho esfuerzo podría convencerlos para que se desprendiesen de la horrenda deidad de la que se habían apoderado. Así que, cuando Jermyn zarpó para Inglaterra, lo hizo con la gozosa esperanza de que, en espacio de unos meses, podría recibir la inestimable reliquia etnológica que confirmaría la más extravagante de las historias de su antecesor, que era la más disparatada de cuantas él había oído. Pero quizá los campesinos que vivían en la vecindad de !a Casa de los Jermyn habían oído historias más extravagantes aún a Wade, alrededor de las mesas del Knight’s Head. Arthur Jermyn aguardó pacientemente la esperada caja de M. Verhaeren, estudiando entretanto con creciente interés los manuscritos dejados por su loco antepasado. Empezaba a sentirse cada vez más identificado con Wade, y buscaba vestigios de su vida personal en
Inglaterra, así como de sus hazañas africanas. Los relatos orales sobre la misteriosa y recluida esposa eran numerosos, pero no quedaba ninguna prueba tangible de su estancia en la Mansión Jermyn. Jermyn se preguntaba qué circunstancias pudieron propiciar o permitir semejante desaparición, y supuso que la principal debió de ser la enajenación mental del marido. Recordaba que se decía que la madre de su tatarabuelo fue hija de un comerciante portugués establecido en África. Indudablemente, el sentido práctico heredado de su padre, y su conocimiento superficial del Continente Negro, lo habían movido a burlarse de las historias que contaba Wade sobre el interior; y eso era algo que un hombre como él no debió de olvidar. Ella había muerto en África, adonde sin duda su marido la llevó a la fuerza, decidido a probar lo que decía. Pero cada vez que Jermyn se sumía en estas reflexiones, no podía por menos de sonreír ante su futilidad, siglo y medio después de la muerte de sus extraños antecesores. En junio de 1913 le llegó una carta de M. Verhaeren en la que le notificaba que había encontrado la diosa disecada. Se trataba, decía el belga, de un objeto de lo más extraordinario; un objeto imposible de clasificar para un profano. Sólo un científico podía determinar si se trataba de un simio o de un ser humano; y aun así, su clasificación sería muy difícil dado su estado de deterioro. El tiempo y el clima del Congo no son favorables para las momias; especialmente cuando consisten en preparaciones de aficionados, como parecía ocurrir en este caso. Alrededor del cuello de la criatura se había encontrado una cadena de oro que sostenía un relicario vacío con adornos nobiliarios; sin duda, recuerdo de algún infortunado viajero, a quien debieron de arrebatárselo los n’bangus para colgárselo a la diosa en el cuello, a modo de talismán. Comentando las facciones de la diosa, M. Verhaeren hacía una fantástica comparación; o más bien aludía con humor a lo mucho que iba a sorprenderle a su corresponsal; pero estaba demasiado interesado científicamente para extenderse en trivialidades. La diosa momificada, anunciaba, llegaría debidamente embalada, un mes después de la carta. El envío fue recibido en Casa de los Jermyn la tarde del 3 de agosto de 1913, siendo trasladado inmediatamente a la gran sala que alojaba la colección de ejemplares africanos, tal como fueran ordenados por Robert y Arthur. Lo que sucedió a continuación puede deducirse de lo que contaron los criados, y de los objetos y documentos examinados después. De las diversas versiones, la del mayordomo de la familia, el anciano Soames, es la más amplia y coherente. Según este fiel servidor, Arthur ordenó que se retirase todo el mundo de la habitación, antes de abrir la caja; aunque el inmediato ruido del martillo y el escoplo indicó que no había decidido aplazar la tarea. Durante un rato no se escuchó nada más; Soames no podía precisar cuánto tiempo; pero menos de un cuarto de hora después, desde luego, oyó un horrible alarido, cuya voz pertenecía inequívocamente a Jermyn. Acto seguido, salió Jermyn de la estancia y echó a correr como un loco en dirección a la entrada, como perseguido por algún espantoso enemigo. La expresión de su rostro -un rostro bastante horrible ya de por síera indescriptible. Al llegar a la puerta, pareció ocurrírsele una idea; dio media vuelta, echó a correr y desapareció finalmente por la escalera del sótano. Los criados se quedaron en lo alto mirando estupefactos; pero el señor no regresó. Les llegó, eso sí, un olor a petróleo. Ya de noche oyeron el ruido de la puerta que comunicaba el sótano con el patio; y el mozo de cuadra vio salir furtivamente a Arthur Jermyn, todo reluciente de petróleo, y desaparecer hacia el negro páramo que rodeaba la casa. Luego, en una exaltación de supremo horror,
presenciaron todos el final. Surgió una chispa en el páramo, se elevó una llama, y una columna de fuego humano alcanzó los cielos. La estirpe de los Jermyn había dejado de existir. La razón por la que no se recogieron los restos carbonizados de Arthur Jermyn para enterrarlos está en lo que encontraron después; sobre todo, en el objeto de la caja. La diosa disecada constituía una visión nauseabunda, arrugada y consumida; pero era claramente un mono blanco momificado, de especie desconocida, menos peludo que ninguna de las variedades registradas e infinitamente más próximo al ser humano… asombrosamente próximo. Su descripción detallada resultaría sumamente desagradable; pero hay dos detalles que merecen mencionarse, ya que encajan espantosamente con ciertas notas de Wade Jermyn sobre las expediciones africanas, y con 1as leyendas congoleñas sobre el dios blanco y la princesa-mono. Los dos detalles en cuestión son estos: las armas nobiliarias del relicario de oro que dicha criatura llevaba en el cuello eran las de los Jermyn, y la jocosa alusión de M. Verhaeren a cierto parecido que le recordaba el apergaminado rostro, se ajustaba con vívido, espantoso e intenso horror, nada menos que al del sensible Arthur Jermyn, hijo del tataranieto de Wade Jermyn y de su desconocida esposa. Los miembros del Real Instituto de Antropología quemaron aquel ser, arrojaron el relicario a un pozo, y algunos de ellos niegan que Arthur Jermyn haya existido jamás. FIN
Azathoth [Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
Cuando el mundo se sumió en la vejez, y la maravilla rehuyó la muerte de los hombres; cuando ciudades grises elevaron hacia cielos velados por el humo torres altas, temibles y feas, a cuya sombra nadie podía soñar sobre el sol ni las praderas floridas de la primavera; cuando el conocimiento despojó a la tierra de su manto de belleza, y los poetas no cantaron sino a distorsionados fantasmas, vistos a través de ojos cansados e introspectivos; cuando tales cosas tuvieron lugar y los anhelos infantiles se hubieron esfumado para siempre, hubo un hombre que empleó su vida en la búsqueda de los espacios hacia los que habían huido los sueños del mundo. Poco hay consignado sobre el nombre y procedencia de este hombre, ya que eso correspondía exclusivamente al mundo despierto, aunque se dice que ambos eran oscuros. Baste saber que vivía en una ciudad de altos muros donde reinaba un estéril crepúsculo; y que se afanaba todo el día entre sombras y alborotos, volviendo a casa por la tarde, a una habitación cuya ventana no daba a campos y arboledas, sino a un penumbroso patio hacia el que muchas otras ventanas se abrían en lúgubre desesperación. Desde ese alféizar no se divisaba sino muros y ventanas, a no ser que uno se inclinara mucho para escudriñar hacia lo alto, hacia las pequeñas estrellas que pasaban. Y dado que los muros desnudos y las ventanas conducen pronto a la locura al hombre que sueña y lee demasiado, el inquilino de este cuarto solía asomarse noche tras noche, escrutando a lo alto para vislumbrar alguna fracción de cosas que estaban más allá del
mundo despierto y de la grisura de la elevada ciudad. Con el paso de los años, fue conociendo a las estrellas de curso lento por su nombre, y a seguirlas con la fantasía cuando, con pesar, se deslizaban fuera de su vista; hasta que al fin su mirada se abrió a la multitud de paisajes secretos cuya existencia no llega a sospechar el ojo mundano. Y una noche salvó un tremendo abismo, y los cielos repletos de sueños se abalanzaron hacia la ventana del solitario observador para mezclarse con el aire viciado de su alcoba y hacerle partícipe de sus fabulosa maravilla. A ese cuarto llegaron extrañas corrientes de medianoches violetas, resplandeciendo con polvo de oro; torbellinos de oro y fuego arremolinándose desde los más lejanos espacios, cuajados con perfumes de más allá de los mundos. Océanos opiáceos se derramaron allí, alumbrados por soles que los ojos jamás han contemplado, albergando entre sus remolinos extraños delfines y ninfas marinas, de profundidades olvidadas. La infinitud silenciosa giraba en torno al soñador, arrebatándolo sin tocar siquiera el cuerpo que se asomaba con rigidez a la solitaria ventana; y durante días no consignados por los calendarios del hombre, las mareas de las lejanas esferas lo transportaron gentiles a reunirse con los sueños por los que tanto había porfiado, los sueños que el hombre había perdido. Y en el transcurso de multitud de ciclos, tiernamente, lo dejaron durmiendo sobre una verde playa al amanecer; una ribera de verdor, fragante por los capullos de lotos y sembrado de rojas calamitas… FIN
Celefais [Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
En un sueño, Kuranes vio la ciudad del valle, y la costa que se extendía más allá, y el nevado pico que dominaba el mar, y las galeras de alegres colores que salían del puerto rumbo a lejanas regiones donde el mar se junta con el cielo. Fue en un sueño también, donde recibió el nombre de Kuranes, ya que despierto se llamaba de otra manera. Quizá le resultó natural soñar un nuevo nombre, pues era el último miembro de su familia, y estaba solo entre los indiferentes millones de londinenses, de modo que no eran muchos los que hablaban con él
y recordaban quién había sido. Había perdido sus tierras y riquezas; y le tenía sin cuidado la vida de las gentes de su alrededor; porque él prefería soñar y escribir sobre sus sueños. Sus escritos hacían reír a quienes los enseñaba, por lo que algún tiempo después se los guardó para sí, y finalmente dejó de escribir. Cuanto más se retraía del mundo que le rodeaba, más maravillosos se volvían sus sueños; y habría sido completamente inútil intentar transcribirlos al papel. Kuranes no era moderno, y no pensaba como los demás escritores. Mientras ellos se esforzaban en despojar la vida de sus bordados ropajes del mito y mostrar con desnuda fealdad lo repugnante que es la realidad, Kuranes buscaba tan sólo la belleza. Y cuando no conseguía revelar la verdad y la experiencia, la buscaba en la fantasía y la ilusión, en cuyo mismo umbral la descubría entre los brumosos recuerdos de los cuentos y los sueños de niñez. No son muchas las personas que saben las maravillas que guardan para ellas los relatos y visiones de su propia juventud; pues cuando somos niños escuchamos y soñamos y pensamos pensamientos a medias sugeridos; y cuando llegamos a la madurez y tratamos de recordar, la ponzoña de la vida nos ha vuelto torpes y prosaicos. Pero algunos de nosotros despiertan por la noche con extraños fantasmas de montes y jardines encantados, de fuentes que cantan al sol, de dorados acantilados que se asoman a unos mares rumorosos, de llanuras que se extienden en torno a soñolientas ciudades de bronce y de piedra, y de oscuras compañías de héroes que cabalgan sobre enjaezados caballos blancos por los linderos de bosques espesos; entonces sabemos que hemos vuelto la mirada, a través de la puerta de marfil, hacia ese mundo de maravilla que fue nuestro, antes de alcanzar la sabiduría y la infelicidad. Kuranes regresó súbitamente a su viejo mundo de la niñez. Había estado soñando con la casa donde había nacido: el gran edificio de piedra cubierto de hiedra, donde habían vivido tres generaciones de antepasados suyos, y donde él había esperado morir. Brillaba la luna, y Kuranes había salido sigilosamente a la fragante noche de verano; atravesó los jardines, descendió por las terrazas, dejó atrás los grandes robles del parque, y recorrió el largo camino que conducía al pueblo. El pueblo parecía muy viejo; tenía su borde mordido como la luna que ha empezado a menguar, y Kuranes se preguntó si los tejados puntiagudos de las casitas ocultaban el sueño o la muerte. En las calles había tallos de larga yerba, y los cristales de las ventanas de uno y otro lado estaban rotos o miraban ciegamente. Kuranes no se detuvo, sino que siguió caminando trabajosamente, como llamado hacia algún objetivo. No se atrevió a desobedecer ese impulso por temor a que resultase una ilusión como las solicitudes y aspiraciones de la vida vigil, que no conducen a objetivo ninguno. Luego se sintió atraído hacia un callejón que salía de la calle del pueblo en dirección a los acantilados del canal, y llegó al final de todo… al precipicio y abismo donde el pueblo y el mundo caían súbitamente en un vacío infinito, y donde incluso el cielo, allá delante, estaba vacío y no lo iluminaban siquiera la luna roída o las curiosas estrellas. La fe le había instado a seguir avanzando hacia el precipicio, arrojándose al abismo, por el que descendió flotando, flotando, flotando; pasó oscuros, informes sueños no soñados, esferas de apagado resplandor que podían ser sueños apenas soñados, y seres alados y rientes que parecían burlarse de los soñadores de todos los mundos. Luego pareció abrirse una grieta de claridad en las tinieblas que tenía ante sí, y vio la ciudad del valle brillando espléndidamente allá, allá abajo, sobre un fondo de mar y de cielo, y una montaña coronada de nieve cerca de la costa. Kuranes despertó en el instante en que vio la ciudad; sin embargo, supo con esa mirada fugaz que no era otra que Celefais, la ciudad del Valle de Ooth-Nargai, situada más allá de los Montes Tanarios, donde su espíritu había morado durante la eternidad de una hora, en una
tarde de verano, hacía mucho tiempo, cuando había huido de su niñera y había dejado que la cálida brisa del mar lo aquietara y lo durmiera mientras observaba las nubes desde el acantilado próximo al pueblo. Había protestado cuando lo encontraron, lo despertaron y lo llevaron a casa; porque precisamente en el momento en que lo hicieron volver en sí, estaba a punto de embarcar en una galera dorada rumbo a esas seductoras regiones donde el cielo se junta con el mar. Ahora se sintió igualmente irritado al despertar, ya que al cabo de cuarenta monótonos años había encontrado su ciudad fabulosa. Pero tres noches después, Kuranes volvió a Celefais. Como antes, soñó primero con el pueblo que parecía dormido o muerto, y con el abismo al que debía descender flotando en silencio; luego apareció la grieta de claridad una vez más, contempló los relucientes alminares de la ciudad, las graciosas galeras fondeadas en el puerto azul, y los árboles gingco del Monte Arán mecidos por la brisa marina. Pero esta vez no lo sacaron del sueño; y descendió suavemente hacia la herbosa ladera como un ser alado, hasta que al fin sus pies descansaron blandamente en el césped. En efecto, había regresado al valle de Ooth-Nargai, y a la espléndida ciudad de Celefais. Kuranes paseó en medio de yerbas fragantes y flores espléndidas, cruzó el burbujeante Naraxa por el minúsculo puente de madera donde había tallado su nombre hacía muchísimos años, atravesó la rumorosa arboleda, y se dirigió hacia el gran puente de piedra que hay a la entrada de la ciudad. Todo era antiguo; aunque los mármoles de sus muros no habían perdido su frescor, ni se habían empañado las pulidas estatuas de bronce que sostenían. Y Kuranes vio que no tenía por qué temer que hubiesen desaparecido las cosas que él conocía; porque hasta los centinelas de las murallas eran los mismos, y tan jóvenes como él los recordaba. Cuando entró en la ciudad, y cruzó las puertas de bronce, y pisó el pavimento de ónice, los mercaderes y camelleros lo saludaron como si jamás se hubiese ausentado; y lo mismo ocurrió en el templo de turquesa de Nath-Horthath, donde los sacerdotes, adornados con guirnaldas de orquídeas le dijeron que no existe el tiempo en Ooth-Nargai, sino sólo la perpetua juventud. A continuación, Kuranes bajó por la Calle de los Pilares hasta la muralla del mar, y se mezcló con los mercaderes y marineros y los hombres extraños de esas regiones en las que el cielo se junta con el mar. Allí permaneció mucho tiempo, mirando por encima del puerto resplandeciente donde las ondulaciones del agua centelleaban bajo un sol desconocido, y donde se mecían fondeadas las galeras de lejanos lugares. Y contempló también el Monte Arán, que se alzaba majestuoso desde la orilla, con sus verdes laderas cubiertas de árboles cimbreantes y con su blanca cima rozando el cielo. Más que nunca deseó Kuranes zarpar en una galera hacia lejanos lugares, de los que tantas historias extrañas había oído; así que buscó nuevamente al capitán que en otro tiempo había accedido a llevarlo. Encontró al hombre, Athib, sentado en el mismo cofre de especias en que lo viera en el pasado; y Athib no pareció tener conciencia del tiempo transcurrido. Luego fueron los dos en bote a una galera del puerto, dio órdenes a los remeros, y salieron al Mar Cerenerio que llega hasta el cielo. Durante varios días se deslizaron por las aguas ondulantes, hasta que al fin llegaron al horizonte, donde el mar se junta con el cielo. No se detuvo aquí la galera, sino que siguió navegando ágilmente por el cielo azul entre vellones de nube teñidos de rosa. Y muy por debajo de la quilla, Kuranes divisó extrañas tierras y ríos y ciudades de insuperable belleza, tendidas indolentemente a un sol que no parecía disminuir ni desaparecer jamás. Por último, Athib le dijo que su viaje no terminaba nunca, y que pronto entraría en el puerto de Sarannian, la ciudad de mármol rosa de las nubes, construida sobre
la etérea costa donde el viento de poniente sopla hacia el cielo; pero cuando las más elevadas de las torres esculpidas de la ciudad surgieron a la vista, se produjo un ruido en alguna parte del espacio, y Kuranes despertó en su buhardilla de Londres. Después, Kuranes buscó en vano durante meses la maravillosa ciudad de Celefais y sus galeras que hacían la ruta del cielo; y aunque sus sueños lo llevaron a numerosos y espléndidos lugares, nadie pudo decirle cómo encontrar el Valle de Ooth-Nargai, situado más allá de los Montes Tanarios. Una noche voló por encima de oscuras montañas donde brillaban débiles y solitarias fogatas de campamento, muy diseminadas, y había extrañas y velludas manadas de reses cuyos cabestros portaban tintineantes cencerros; y en la parte más inculta de esta región montañosa, tan remota que pocos hombres podían haberla visto, descubrió una especie de muralla o calzada empedrada, espantosamente antigua, que zigzagueaba a lo largo de cordilleras y valles, y demasiado gigantesca para haber sido construida por manos humanas. Más allá de esa muralla, en la claridad gris del alba, llegó a un país de exóticos jardines y cerezos; y cuando el sol se elevó, contempló tanta belleza de flores blancas, verdes follajes y campos de césped, pálidos senderos, cristalinos manantiales, pequeños lagos azules, puentes esculpidos y pagodas de roja techumbre, que, embargado de felicidad, olvidó Celefais por un instante. Pero nuevamente la recordó al descender por un blanco camino hacia una pagoda de roja techumbre; y si hubiese querido preguntar por ella a la gente de esta tierra, habría descubierto que no había allí gente alguna, sino pájaros y abejas y mariposas. Otra noche, Kuranes subió por una interminable y húmeda escalera de caracol, hecha de piedra, y llegó a la ventana de una torre que dominaba una inmensa llanura y un río iluminado por la luna llena; y en la silenciosa ciudad que se extendía a partir de la orilla del río, creyó ver algún rasgo o disposición que había conocido anteriormente. Habría bajado a preguntar el camino de Ooth-Nargai, si no hubiese surgido la temible aurora de algún remoto lugar del otro lado del horizonte, mostrando las ruinas y antigüedades de la ciudad, y el estancamiento del río cubierto de cañas, y la tierra sembrada de muertos, tal como había permanecido desde que el rey Kynaratholis regresara de sus conquistas para encontrarse con la venganza de los dioses. Y así, Kuranes buscó inútilmente la maravillosa ciudad de Celefais y las galeras que navegaban por el cielo rumbo a Seranninan, contemplando entretanto numerosas maravillas y escapando en una ocasión milagrosamente del indescriptible gran sacerdote que se oculta tras una máscara de seda amarilla y vive solitario en un monasterio prehistórico de piedra, en la fría y desierta meseta de Leng. Al cabo del tiempo, le resultaron tan insoportables los desolados intervalos del día, que empezó a procurarse drogas a fin de aumentar sus periodos de sueño. El hachís lo ayudó enormemente, y en una ocasión lo trasladó a una región del espacio donde no existen las formas, pero los gases incandescentes estudian los secretos de la existencia. Y un gas violeta le dijo que esta parte del espacio estaba al exterior de lo que él llamaba el infinito. El gas no había oído hablar de planetas ni de organismos, sino que identificaba a Kuranes como una infinitud de materia, energía y gravitación. Kuranes se sintió ahora muy deseoso de regresar a la Celefais salpicada de alminares, y aumentó su dosis de droga. Después, un día de verano, lo echaron de su buhardilla, y vagó sin rumbo por las calles, cruzó un puente, y se dirigió a una zona donde las casas eran cada vez más escuálidas. Y allí fue donde culminó su realización, y encontró el cortejo de caballeros que venían de Celefais para llevarlo allí para siempre.
Hermosos eran los caballeros, montados sobre caballos ruanos y ataviados con relucientes armaduras, y cuyos tabardos tenían bordados extraños blasones con hilo de oro. Eran tantos, que Kuranes casi los tomó por un ejército, aunque habían sido enviados en su honor; porque era él quien había creado Ooth-Nargai en sus sueños, motivo por el cual iba a ser nombrado ahora su dios supremo. A continuación, dieron a Kuranes un caballo y lo colocaron a la cabeza de la comitiva, y emprendieron la marcha majestuosa por las campiñas de Surrey, hacia la región donde Kuranes y sus antepasados habían nacido. Era muy extraño, pero mientras cabalgaban parecía que retrocedían en el tiempo; pues cada vez que cruzaban un pueblo en el crepúsculo, veían a sus vecinos y sus casas como Chaucer y sus predecesores les vieron; y hasta se cruzaban a veces con algún caballero con un pequeño grupo de seguidores. Al avecinarse la noche marcharon más deprisa, y no tardaron en galopar tan prodigiosamente como si volaran en el aire. Cuando empezaba a alborear, llegaron a un pueblo que Kuranes había visto bullente de animación en su niñez, y dormido o muerto durante sus sueños. Ahora estaba vivo, y los madrugadores aldeanos hicieron una reverencia al paso de los jinetes calle abajo, entre el resonar de los cascos, que luego desaparecieron por el callejón que termina en el abismo de los sueños. Kuranes se había precipitado en ese abismo de noche solamente, y se preguntaba cómo sería de día; así que miró con ansiedad cuando la columna empezó a acercarse al borde. Y mientras galopaba cuesta arriba hacia el precipicio, una luz radiante y dorada surgió de occidente y vistió el paisaje con refulgentes ropajes. El abismo era un caos hirviente de rosáceo y cerúleo esplendor; unas voces invisibles cantaban gozosas mientras el séquito de caballeros saltaba al vacío y descendía flotando graciosamente a través de las nubes luminosas y los plateados centelleos. Seguían flotando interminablemente los jinetes, y sus corceles pateaban el éter como si galopasen sobre doradas arenas; luego, los encendidos vapores se abrieron para revelar un resplandor aún más grande: el resplandor de la ciudad de Celefais, y la costa, más allá; y el pico que dominaba el mar, y las galeras de vivos colores que zarpan del puerto rumbo a lejanas regiones donde el cielo se junta con el mar. Y Kuranes reinó en Ooth-Nargai y todas las regiones vecinas de los sueños, y tuvo su corte alternativamente en Celefais y en la Serannian formada de nubes. Y aún reina allí, y reinará feliz para siempre; aunque al pie de los acantilados de Innsmouth, las corrientes del canal jugaban con el cuerpo de un vagabundo que había cruzado el pueblo semidesierto al amanecer; jugaban burlonamente, y lo arrojaban contra las rocas, junto a las Torres de Trevor cubiertas de hiedra, donde un millonario obeso y cervecero disfruta de un ambiente comprado de nobleza extinguida. FIN
Dagón [Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea -aunque no del todo- de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte. Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo. Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul. El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho. Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo. El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.
Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate. A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina. No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación. Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas. Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz. De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di
cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes. Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano. Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres… al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí. Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces. No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado… Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.
Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar. Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra… en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio. Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana! FIN
EL ÁRBOL DE LA COLINA H. P. LOVECRAFT Y DUANE W. RIMEL
Al sureste de Hampden, cerca de la tortuosa garganta que excava el río Salmón, se extiende una cadena de colinas escarpadas y rocosas que han desafiado cualquier intento de colonización. Los cañones son demasiado profundos, los precipicios demasiado escarpados como para que nadie, excepto el ganado trashumante, visite el lugar. La última vez que me acerqué a Hampden la región -conocida como el infiernoformaba parte de la Reserva del Bosque de la Montaña Azul. Ninguna
carretera comunica este lugar inaccesible con el mundo exterior, y los montañeses dicen que es un trozo del jardín de Su Majestad Satán transplantado a la Tierra. Una leyenda local asegura que la zona está hechizada, aunque nadie sabe exactamente el por qué. Los lugareños no se atreven a aventurarse en sus misteriosas profundidades, y dan crédito a las historias que cuentan los indios, antiguos moradores de la región desde hace incontables generaciones, acerca de unos demonios gigantes venidos del Exterior que habitaban en estos parajes. Estas sugerentes leyendas estimularon mi curiosidad. La primera y, ¡gracias a Diós!, última vez que visité aquellas colinas tuvo lugar en el verano de 1938, cuando vivia en Hampden con Constantine Theunis. El estaba escribiendo un tratado sobre la mitología egipcia, por lo que yo me encontraba solo la mayoría del tiempo, a pesar de que ambos compartíamos un pequeño apartamento en Beacon Street que miraba a la ingame Casa del Pirata, construida por Exer Jones hacía sesenta años. La mañana del 23 de junio me sorprendió caminando por aquellas siniestras y tenebrosas colinas que a aquellas horas, las siete de la mañana, parecían bastante ordinarias. Me alejé siete millas hacia el sur de Hampden y entonces ocurrió algo inesperado. Estaba escalando por una pendiente herbosa que se abría sobre un cañón particularmente profundo, cuando llegué a una zona que se hallaba totalmente desprovista de la hierba y vegetación propia de la zona. Se extendía hacia el sur, se había producido algún incendio, pero, después de un examen más minucioso, no encontré ningún resto del posible fuego. Los acantilados y precipicios cercanos parecían horriblemente chamuscados, como si alguna gigantesca antorcha los hubiese barrido, haciendo desaparecer toda su vegetación. Y aun así seguía sin encontrar ninguna evidencia de que se hubiese producido un incendio... Caminaba bajo un suelo rocoso y sólido sobre el que nada florecía. Mientras intentaba descubrir el núcleo central de esta zona desolada, me di cuenta de que en el lugar había un extraño silencio. No se veía ningún ave, ninguna liebre, incluso los insectos parecían rehuir la zona. Me encaramé a la cima de un pequeño montículo, intentando calibrar la extensión de aquel paraje inexplicable y triste. Entonces vi el árbol solitario. Se hallaba en una colina un poco más alta que las circundantes, de tal forma que enseguida lo descubrí, pues contrastaba con la soledad del lugar. No había visto ningún árbol en varias millas a la redonda: algún arbusto retorcido, cargado de bayas, que crecía encaramado a la roca, pero ningún árbol. Era muy extraño descubrir uno precisamente en la cima de la colina. Atravesé dos pequeños cañones antes de llegar al sitio; me esperaba una sorpresa. No era un pino, ni un abeto, ni un almez. Jamás
había visto, en toda mi existencia, algo que se le pareciera; ¡y, gracias a Diós, jamás he vuelto a ver uno igual! Se parecía a un roble más que a cualquier otro tipo de árbol. Era enorme, con un tronco nudoso que media más de una yarda de diámetro y unas inmensas ramas que sobresalían del tronco a tan sólo unos pies del suelo. Las hojas tenían forma redondeada y todas tenían un curioso parecido entre sí. Podría parecer un lienzo, pero juro que era real. Siempre supe que era, a pesar de lo que dijo Theunis después. Recuerdo que miré la posición del sol y decidí que eran aproximadamente las diez de la mañana, a pesar de no mirar mi reloj. El día era cada vez más caluroso, por lo que me senté un rato bajo la sombra del inmenso árbol. Entonces me di cuenta de la hierba que crecía bajo las ramas. Otro fenómeno singular si tenemos en cuenta la desolada extensión de tierra que había atravesado. Una caótica formación de colinas, gargantas y barrancos me rodeaba por todos sitios, aunque la elevación donde me encontraba era la más alta en varias millas a la redonda. Miré el horizonte hacia el este, y, asombrado, atónito, no pude evitar dar un brinco. ¡Destacándose contra el horizonte azul sobresalían las Montañas Bitterroot! No existían ninguna otra cadena de picos nevados en trescientos kilómetros a la redonda de Hampden; pero yo sabía que, a esta altitud, no debería verlas. Durante varios minutos contemplé lo imposible; después comencé a sentir una especie de modorra. Me tumbé en la hierba que crecía bajo el árbol. Dejé mi cámara de fotos a un lado, me quité el sombrero y me relajé, mirando al cielo a través de las hojas verdes. Cerré los ojos. Entonces se produjo un fenómeno muy curioso, una especie de visión vaga y nebulosa, un sueño diurno, una ensoñación que no se asemejaba a nada familiar. Imaginé que contemplaba un gran templo sobre un mar de cieno, en el que brillaba el reflejo rojizo de tres pálidos soles. La enorme cripta, o templo, tenía un extraño color, medio violeta medio azul. Grandes bestias voladoras surcaban el nuboso cielo y yo creía sentir el aletear de sus membranosas alas. Me acerqué al templo de piedra, y un portalón enorme se dibujó delante de mí. En su interior, unas sombras escurridizas parecían precipitarse, espiarme, atraerme a las entrañas de aquella tenebrosa oscuridad. Creí ver tres ojos llameantes en las tinieblas de un corredor secundario, y grité lleno de pánico. Sabía que en las profundidades de aquel lugar acechaba la destrucción; un infierno viviente peor que la muerte. Grité de nuevo. La visión desapareció.Vi las hojas y el cielo terrestre sobre mí. Hice un esfuero para levantarme. Temblaba; un sudor gélido corría por mi frente. Tuve unas ganas locas de huir; correr ciegamente alejándome de aquel tétrico
árbol sobre la colina; pero deseché estos temores absurdos y me senté, tratando de tranquilizar mis sentidos. Jamás había tenido un sueño tan vívido, tan horripilante. ¿Qué había producido esta visión? Últimamente había leído varios de los libros de Theunis sobre el antiguo Egipto... Meneé la cabeza, y decidí que era hora de comer algo. Sin embargo, no pude disfrutar de la comida. Entonces tuve una idea. Saqué varias instantáneas del árbol para mostrárselas a Theunis. Seguro que las fotos le sacarían de su habitual estado de indiferencia. A lo mejor le contaba el sueño que había tenido... Abrí el objetivo de mi cámara y tomé media docena de instantáneas del árbol. También hice otra de la cadena de picos nevados que se extendía en el horizonte. Pretendía volver y las fotos podrían servir de ayuda... Guardé la cámara y volví a sentarme sobre la suave hierba. ¿Era posible que aquel lugar bajo el árbol estuviera hechizado? Sentía pocas ganas de irme... Miré las curiosas hojas redondeadas. Cerré los ojos. Una suave brisa meció las ramas del árbol, produciendo musicales murmullos que me arrullaban. Y, de repente vi de nuevo el pálido cielo rojizo y los tres soles. ¡Las tierras de las tres sombras! Otra vez contemplaba el enorme templo. Era como si flotase en el aire, ¡un espíritu sin cuerpo explorando las maravillas de un mundo loco y multidemensional! Las cornisas inexplicables del templo me aterrorizaban, y supe que aquel lugar no había sido jamás contemplado ni en los más locos sueños de los hombres. De nuevo aquel inmenso portalón bostezó delante de mí; y yo era atraído hacia las tinieblas del interior. Era como si mirase el espacio ilimitado. Vi el abismo, algo que no puedo describir en palabras; un pozo negro, sin fondo, lleno de seres innominables y sin forma, cosas delirantes, salvajes, tan sútiles como la bruma de Shamballah. Mi alma se encogió. Tenía un pánico devastador. Grité salvajemente, creyendo que pronto me volvería loco. Corrí, dentro del sueño corrí preso de un miedo salvaje, aunque no sabía hacia dónde iba... Salí de aquel horrible templo y de aquel abismo infernal, aunque sabía, de alguna manera, que volvería... Por fin pude abrir los ojos. Ya no estaba bajo el árbol. Yacía, con las ropas desordenadas y sucias, en una ladera rocosa. Me sangraban las manos.Me erguí, mirando a mi alrededor. Reconocí donde me hallaba; ¡era el mismo sitio desde donde había contemplado por primera vez toda aquella requemada región! ¡Había estado caminando varias millas inconsciente! No vi aquel árbol, lo cual me alegró... incluso las perneras del pantalón estaban vueltas, como si hubiese estado arrastrando parte
del camino... Observé la posición del sol. ¡Atardecía! ¿Dónde había estado? Miré la hora en el reloj. Se había parado a las 10:34...
El alquimista [Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
Allá en lo alto, coronando la herbosa cima un montículo escarpado, de falda cubierta por los árboles nudosos de la selva primordial, se levanta la vieja mansión de mis antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado ceñudas el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y fortaleza para la casa altanera cuyo honrado linaje es más viejo aún que los muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones, castigados durante generaciones por las tormentas, demolidos por el lento pero implacable paso del tiempo, formaban en la época feudal una de las más temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde las aspilleras de sus parapetos y desde sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus espaciosos salones el paso del invasor. Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en la indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante el ejercicio del comercio, ha negado a los vástagos del linaje la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los deslucidos tapices del interior, todo narra un melancólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de cobijo a los tristemente menguados descendientes de los otrora poderosos señores del lugar. Fue en una de las vastas y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en pie donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entre las oscuras y sombrías frondas, los salvajes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi nacimiento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era más que un chiquillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima
del trato con aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas. Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaban mi atención. Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que supe me sumía en hondas depresiones. Quizás, al principio, fue sólo la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia conseguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, el añoso Pierre me entregó un documento familiar que, según decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increíble relato que tenía ante los ojos. El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, alguien de no pocos talentos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeños de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que filial.
Una noche el castillo de la colina se encontró sumido en la más tremenda de las confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de búsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullía violentamente. Sin más demora, llevado de furia y desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya había expirado. Entretanto, los alegres criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el pobre Michel había sido muerto en vano. Al dejar el conde y sus amigos la mísera cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los árboles. La charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C. «Nunca sea que un noble de tu estirpe homicida Viva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees» proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una redoma de líquido incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la colina. El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey, causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un título, murió traspasado por una flecha en el transcurso de una cacería, a la edad de treinta y dos años, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, años después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos dieron en murmurar acerca de que su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaños cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y, desde ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado antepasado al morir. Según lo leído, parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida, tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más preciosa a cada día que pasaba, y me fui progresivamente sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me había perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empeñado como estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición de saber demonológico y alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no encontraba explicación para la extraña maldición que afligía a mi familia. En los pocos momentos de pensamiento racional, podía llegar tan lejos como para buscar alguna explicación natural, atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había descendientes conocidos del alquimista, me volví nuevamente a los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga. En algo estaba
plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya que las ramas restantes de la familia se habían extinguido, pondría fin conmigo a la maldición. Cuando yo frisaba los treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto gustara de deambular en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendo el único ser humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese destino con el que se habían encontrado tantos de mis antepasados. Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuir y que, al decir del viejo Pierre, no habían sido hollados por ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban extraños y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronándose en la putridez de largas exposiciones a la humedad. Telarañas en una profusión nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacías tinieblas. Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y horas, ya que cada oscilación del péndulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizca más de mi condenada existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo contemplado con aprensión. Dado que la mayoría de mis antepasados fueron abatidos poco después de llegar a la edad exacta que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instante la llegada de una muerte desconocida. En qué extraña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliqué al examen del viejo castillo y cuanto contenía. El suceso culminante de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones más largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la fatídica hora que yo sabía había de marcar el límite final a mi estancia en la tierra, más allá de la cual yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de conservar el hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los más castigados de los antiguos torreones. En el transcurso de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, bajando a lo que parecía ser un calabozo medieval o quizás un polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última escalera, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, descubrí que un muro sólido, manchado por el agua, impedía mi avance. Girándome para volver sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequeña trampilla con anillo, directamente bajo mis pies. Deteniéndome, logré alzarla con dificultad, descubriendo una negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante resplandor vislumbré una escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo había abatido hacia las repelentes profundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso. Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de piedra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este túnel resultó de gran longitud y finalizaba en una masiva puerta de roble, rezumante con la humedad del lugar, que resistió firmemente cualquier intento mío de abrirla. Cesando tras un tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera, cuando sufrí de repente una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda concebir la mente humana. Sin previo aviso, escuché crujir la pesada puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de análisis. Encontrarme en un lugar tan completamente
abandonado como yo creía que era el viejo castillo, ante la prueba de la existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un horror de lo más agudo que pueda imaginarse. Cuando al fin me volví y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que veían. En un antiguo marco gótico se encontraba una figura humana. Era un hombre vestido con un casquete1 y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de increíble profusión. Su frente, más alta de lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extrañamente cargada de hombros y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio, manteniéndome sujeto al sitio. Por fin, la figura habló con una voz retumbante que me hizo estremecer debido a su honda impiedad e implícita malevolencia. El lenguaje empleado en su discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizo hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganza de Charles le Sorcier. Relató cómo el joven Charles había escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de los años para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que éste alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo había vuelto en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada estancia subterránea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador. Cómo había apresado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a ingerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldición. Entonces me dejó imaginar cuál era la solución de la mayor de las incógnitas: cómo la maldición había continuado desde el momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en digresiones, hablándome sobre los profundos estudios de alquimia de los dos magos, padre e hijo, y explayándose sobre la búsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podría garantizarle el goce de vida y juventud eternas. Por un instante su entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y, con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Llevado por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustrado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso. Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había
llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo. Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida. -¡Necio! -gritaba-. ¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes bastante cerebro como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha perpetuado la espantosa maldición sobre los tuyos? ¿No te he hablado del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes quién desveló el secreto de la alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo que he vivido durante seiscientos años para perpetuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE SORCIER! FIN
El caos reptante [Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
Mucho es lo que se ha escrito acerca de los placeres y los sufrimientos del opio. Los éxtasis y horrores de De Quincey y los paradis artificiels de Baudelaire son conservados e interpretados con tal arte que los hace inmortales, y el mundo conoce a fondo la belleza, el terror y el misterio de esos oscuros reinos donde el soñador es transportado. Pero aunque mucho es lo que se ha hablado, ningún hombre ha osado todavía detallar la naturaleza de los fantasmas que entonces se revelan en la mente, o de sugerir la dirección de los inauditos caminos por cuyo adornado y exótico curso se ve irresistiblemente lanzado el adicto. De Quincey fue arrastrado a Asia, esa fecunda tierra de sombras nebulosas cuya temible antigüedad es tan impresionante que “la inmensa edad de la raza y el nombre se impone sobre el sentido de juventud en el individuo”, pero él mismo no osó ir más lejos. Aquellos que han ido más allá rara vez volvieron y, cuando lo hicieron, fue siempre guardando silencio o sumidos en la locura. Yo consumí opio en una ocasión… en el año de la plaga, cuando los doctores trataban de aliviar los sufrimientos que no podían curar. Fue una sobredosis -mi médico estaba agotado por el horror y los esfuerzos- y, verdaderamente, viajé muy lejos. Finalmente regresé y viví, pero mis noches se colmaron de extraños recuerdos y nunca más he permitido a un doctor volver a darme opio. Cuando me administraron la droga, el sufrimiento y el martilleo en mi cabeza habían sido insufribles. No me importaba el futuro; huir, bien mediante curación, inconsciencia o muerte, era cuanto me importaba. Estaba medio delirando, por eso es difícil ubicar el momento exacto de la transición, pero pienso que el efecto debió comenzar poco antes de que las palpitaciones dejaran de ser dolorosas. Como he dicho, fue una sobredosis; por lo cual, mis reacciones probablemente distaron mucho de ser normales. La sensación de caída, curiosamente disociada de la idea de gravedad o dirección, fue suprema, aunque había una impresión secundaria de muchedumbres invisibles de número incalculable, multitudes de naturaleza infinitamente diversa, aunque todas más o menos relacionadas conmigo. A veces menguaba la sensación de caída mientras sentía que el universo o las eras se desplomaban ante mí. Mis sufrimientos cesaron repentinamente y comencé a asociar el latido con una fuerza externa más que con una interna. También se había detenido la caída, dando paso a una sensación de descanso efímero e inquieto, y, cuando escuché con mayor atención, fantaseé con que los latidos procedieran de un mar inmenso e inescrutable, como si sus siniestras y colosales rompientes laceraran alguna playa desolada tras una tempestad de titánica magnitud. Entonces abrí los ojos. Por un instante, los contornos parecieron confusos, como una imagen totalmente desenfocada, pero gradualmente asimilé mi solitaria presencia en una habitación extraña y hermosa iluminada por multitud de ventanas. No pude hacerme la idea de la exacta naturaleza de la estancia, porque mis sentidos distaban aún de estar ajustados, pero advertí alfombras y colgaduras multicolores, mesas, sillas, tumbonas y divanes de elaborada factura, y delicados
jarrones y ornatos que sugerían lo exótico sin llegar a ser totalmente ajenos. Todo eso percibí, aunque no ocupó mucho tiempo en mi mente. Lenta, pero inexorablemente, arrastrándose sobre mi conciencia e imponiéndose a cualquier otra impresión, llegó un temor vertiginoso a lo desconocido, un miedo tanto mayor cuanto que no podía analizarlo y que parecía concernir a una furtiva amenaza que se aproximaba… no la muerte, sino algo sin nombre, un ente inusitado indeciblemente más espantoso y aborrecible. Inmediatamente me percaté de que el símbolo directo y excitante de mi temor era el odioso martilleo cuyas incesantes reverberaciones batían enloquecedoramente contra mi exhausto cerebro. Parecía proceder de un punto fuera y abajo del edificio en el que me hallaba, y estar asociado con las más terroríficas imágenes mentales. Sentí que algún horrible paisaje u objeto acechaban más allá de los muros tapizados de seda, y me sobrecogí ante la idea de mirar por las arqueadas ventanas enrejadas que se abrían tan insólitamente por todas partes. Descubriendo postigos adosados a esas ventanas, los cerré todos, evitando dirigir mis ojos al exterior mientras lo hacía. Entonces, empleando pedernal y acero que encontré en una de las mesillas, encendí algunas velas dispuestas a lo largo de los muros en barrocos candelabros. La añadida sensación de seguridad que prestaban los postigos cerrados y la luz artificial calmaron algo mis nervios, pero no fue posible acallar el monótono retumbar. Ahora que estaba más calmado, el sonido se convirtió en algo tan fascinante como espantoso. Abriendo una portezuela en el lado de la habitación cercano al martilleo, descubrí un pequeño y ricamente engalanado corredor que finalizaba en una tallada puerta y un amplio mirador. Me vi irresistiblemente atraído hacia éste, aunque mis confusas aprehensiones me forzaban igualmente hacia atrás. Mientras me aproximaba, pude ver un caótico torbellino de aguas en la distancia. Enseguida, al alcanzarlo y observar el exterior en todas sus direcciones, la portentosa escena de los alrededores me golpeó con plena y devastadora fuerza. Contemplé una visión como nunca antes había observado, y que ninguna persona viviente puede haber visto salvo en los delirios de la fiebre o en los infiernos del opio. La construcción se alzaba sobre un angosto punto de tierra -o lo que ahora era un angosto punto de tierraremontando unos 90 metros sobre lo que últimamente debió ser un hirviente torbellino de aguas enloquecidas. A cada lado de la casa se abrían precipicios de tierra roja recién excavados por las aguas, mientras que enfrente las temibles olas continuaban batiendo de forma espantosa, devorando la tierra con terrible monotonía y deliberación. Como a un kilómetro se alzaban y caían amenazadoras rompientes de no menos de cinco metros de altura y, en el lejano horizonte, crueles nubes negras de grotescos contornos colgaban y acechaban como buitres malignos. Las olas eran oscuras y purpúreas, casi negras, y arañaban el flexible fango rojo de la orilla como toscas manos voraces. No pude por menos que sentir que alguna nociva entidad marina había declarado una guerra a muerte contra toda la tierra firme, quizá instigada por el cielo enfurecido. Recobrándome al fin del estupor en que ese espectáculo antinatural me había sumido, descubrí que mi actual peligro físico era agudo. Aun durante el tiempo en que observaba, la orilla había perdido muchos metros y no estaba lejos el momento en que la casa se derrumbaría socavada en el atroz pozo de las olas embravecidas. Por tanto, me apresuré hacia el lado opuesto del edificio y, encontrando una puerta, la cerré tras de mí con una curiosa llave que colgaba en el interior. Entonces contemplé más de la extraña región a mi alrededor y percibí una singular división que parecía existir entre el océano hostil y el firmamento. A cada lado del descollante promontorio imperaban distintas condiciones. A mi izquierda,
mirando tierra adentro, había un mar calmo con grandes olas verdes corriendo apaciblemente bajo un sol resplandeciente. Algo en la naturaleza y posición del sol me hicieron estremecer, aunque no pude entonces, como no puedo ahora, decir qué era. A mi derecha también estaba el mar, pero era azul, calmoso, y sólo ligeramente ondulado, mientras que el cielo sobre él estaba oscurecido y la ribera era más blanca que enrojecida. Ahora volví mi atención a tierra, y tuve ocasión de sorprenderme nuevamente, puesto que la vegetación no se parecía en nada a cuanto hubiera visto o leído. Aparentemente, era tropical o al menos subtropical… una conclusión extraída del intenso calor del aire. Algunas veces pude encontrar una extraña analogía con la flora de mi tierra natal, fantaseando sobre el supuesto de que las plantas y matorrales familiares pudieran asumir dichas formas bajo un radical cambio de clima; pero las gigantescas y omnipresentes palmeras eran totalmente extranjeras. La casa que acababa de abandonar era muy pequeña -apenas mayor que una cabaña- pero su material era evidentemente mármol, y su arquitectura extraña y sincrética, en una exótica amalgama de formas orientales y occidentales. En las esquinas había columnas corintias, pero los tejados rojos eran como los de una pagoda china. De la puerta que daba a tierra nacía un camino de singular arena blanca, de metro y medio de anchura y bordeado por imponentes palmeras, así como por plantas y arbustos en flor desconocidos. Corría hacia el lado del promontorio donde el mar era azul y la ribera casi blanca. Me sentí impelido a huir por este camino, como perseguido por algún espíritu maligno del océano retumbante. Al principio remontaba ligeramente la ribera, luego alcancé una suave cresta. Tras de mí, vi el paisaje que había abandonado: toda la punta con la cabaña y el agua negra, con el mar verde a un lado y el mar azul al otro, y una maldición sin nombre e indescriptible cerniéndose sobre todo. No volví a verlo más y a menudo me pregunto… Tras esta última mirada, me encaminé hacia delante y escruté el panorama de tierra adentro que se extendía ante mí. El camino, como he dicho, corría por la ribera derecha si uno iba hacia el interior. Delante y a la izquierda vislumbré entonces un magnífico valle, que abarcaba miles de acres, sepultado bajo un oscilante manto de hierba tropical más alta que mi cabeza. Casi al límite de la visión había una colosal palmera que parecía fascinarme y reclamarme. En este momento, el asombro y la huida de la península condenada habían, con mucho, disipado mi temor, pero cuando me detuve y desplomé fatigado sobre el sendero, hundiendo ociosamente mis manos en la cálida arena blancuzco-dorada, un nuevo y agudo sonido de peligro me embargó. Algún terror en la alta hierba sibilante pareció sumarse a la del diabólico mar retumbante y me alcé gritando fuerte y desabridamente. -¿Tigre? ¿Tigre? ¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias? ¿Es una bestia lo que me atemoriza? Mi mente retrocedía hasta una antigua y clásica historia de tigres que había leído; traté de recordar al autor, pero tuve alguna dificultad. Entonces, en mitad de mi espanto, recordé que el relato pertenecía a Ruyard Kipling; no se me ocurrió lo ridículo que resultaba considerarle como un antiguo autor. Anhelé el volumen que contenía esta historia, y casi había comenzado a desandar el camino hacia la cabaña condenada cuando el sentido común y el señuelo de la palmera me contuvieron. Si hubiera o no podido resistir el deseo de retroceder sin el concurso de la fascinación por la inmensa palmera, es algo que no sé. Su atracción era ahora predominante, y dejé el camino para arrastrarme sobre manos y rodillas por la pendiente del valle, a pesar de mi miedo hacia la hierba y las serpientes que pudiera albergar. Decidí luchar por mi vida y cordura tanto
como fuera posible y contra todas las amenazas del mar o tierra, aunque a veces temía la derrota mientras el enloquecido silbido de la misteriosa hierba se unía al todavía audible e irritante batir de las distantes rompientes. Con frecuencia, debía detenerme y tapar mis oídos con las manos para aliviarme, pero nunca pude acallar del todo el detestable sonido. Fue tan sólo tras eras, o así me lo pareció, cuando finalmente pude arrastrarme hasta la increíble palmera y reposar bajo su sombra protectora. Entonces ocurrieron una serie de incidentes que me transportaron a los opuestos extremos del éxtasis y el horror; sucesos que temo recordar y sobre los que no me atrevo a buscar interpretación. Apenas me había arrastrado bajo el colgante follaje de la palmera, cuando brotó de entre sus ramas un muchacho de una belleza como nunca antes viera. Aunque sucio y harapiento, poseía las facciones de un fauno o semidiós, e incluso parecía irradiar en la espesa sombra del árbol. Sonrió tendiendo sus manos, pero antes de que yo pudiera alzarme y hablar, escuché en el aire superior la exquisita melodía de un canto; notas altas y bajas tramadas con etérea y sublime armonía. El sol se había hundido ya bajo el horizonte, y en el crepúsculo vi una aureola de mansa luz rodeando la cabeza del niño. Entonces se dirigió a mí con timbre argentino. -Es el fin. Han bajado de las estrellas a través del ocaso. Todo está colmado y más allá de las corrientes arinurianas moraremos felices en Teloe. Mientras el niño hablaba, descubrí una suave luminosidad a través de las frondas de las palmeras y vi alzarse saludando a dos seres que supe debían ser parte de los maestros cantores que había escuchado. Debían ser un dios y una diosa, porque su belleza no era la de los mortales, y ellos tomaron mis manos diciendo: -Ven, niño, has escuchado las voces y todo está bien. En Teloe, más allá de las Vía Láctea y las corrientes arinurianas, existen ciudades de ámbar y calcedonia. Y sobre sus cúpulas de múltiples facetas relumbran los reflejos de extrañas y hermosas estrellas. Bajo los puentes de marfil de Teloe fluyen los ríos de oro líquido llevando embarcaciones de placer rumbo a la floreciente Cytarion de los Siete Soles. Y en Teloe y Cytarion no existe sino juventud, belleza y placer, ni se escuchan más sonidos que los de las risas, las canciones y el laúd. Sólo los dioses moran en Teloe la de los ríos dorados, pero entre ellos tú habitarás. Mientras escuchaba embelesado, me percaté súbitamente de un cambio en los alrededores. La palmera, que últimamente había resguardado a mi cuerpo exhausto, estaba ahora a mi izquierda y considerablemente debajo. Obviamente flotaba en la atmósfera; acompañado no sólo por el extraño chico y la radiante pareja, sino por una creciente muchedumbre de jóvenes y doncellas semiluminosos y coronados de vides, con cabelleras sueltas y semblante feliz. Juntos ascendimos lentamente, como en alas de una fragante brisa que soplara no desde la tierra sino en dirección a la nebulosa dorada, y el chico me susurró en el oído que debía mirar siempre a los senderos de luz y nunca abajo, a la esfera que acababa de abandonar. Los mozos y muchachas entonaban ahora dulces acompañamientos con los laúdes y me sentía envuelto en una paz y felicidad más profunda de lo que hubiera imaginado en toda mi vida, cuando la intrusión de un simple sonido alteró mi destino destrozando mi alma. A través de los arrebatados esfuerzos de cantores y tañedores de laúd, como una armonía burlesca y demoníaca, atronó desde los golfos inferiores el maldito, el detestable batir del odioso océano. Y cuando aquellas negras rompientes rugieron su mensaje en mis oídos, olvidé las palabras del niño y miré abajo, hacia el condenado paisaje del que creía haber escapado.
En las profundidades del éter vi la estigmatizada tierra girando, siempre girando, con irritados mares tempestuosos consumiendo las salvajes y arrasadas costas y arrojando espuma contra las tambaleantes torres de las ciudades desoladas. Bajo una espantosa luna centelleaban visiones que nunca podré describir, visiones que nunca olvidaré: desiertos de barro cadavérico y junglas de ruina y decadencia donde una vez se extendieron las llanuras y poblaciones de mi tierra natal, y remolinos de océano espumeante donde otrora se alzaran los poderosos templos de mis antepasados. Los alrededores del polo Norte hervían con ciénagas de estrepitoso crecimiento y vapores malsanos que silbaban ante la embestida de las inmensas olas que se encrespaban, lacerando, desde las temibles profundidades. Entonces, un desgarrado aviso cortó la noche, y a través del desierto de desiertos apareció una humeante falla. El océano negro aún espumeaba y devoraba, consumiendo el desierto por los cuatro costados mientras la brecha del centro se ampliaba y ampliaba. No había otra tierra salvo el desierto, y el océano furioso todavía comía y comía. Sólo entonces pensé que incluso el retumbante mar parecía temeroso de algo, atemorizado de los negros dioses de la tierra profunda que son más grandes que el malvado dios de las aguas, pero, incluso si era así, no podía volverse atrás, y el desierto había sufrido demasiado bajo aquellas olas de pesadilla para apiadarse ahora. Así, el océano devoró la última tierra y se precipitó en la brecha humeante, cediendo de este modo todo cuanto había conquistado. Fluyó nuevamente desde las tierras recién sumergidas, desvelando muerte y decadencia y, desde su viejo e inmemorial lecho, goteó de forma repugnante, revelando secretos ocultos en los años en que el Tiempo era joven y los dioses aún no habían nacido. Sobre las olas se alzaron recordados capiteles sepultados bajo las algas. La luna arrojaba pálidos lirios de luz sobre la muerta Londres, y París se levantaba sobre su húmeda tumba para ser santificada con polvo de estrellas. Después, brotaron capiteles y monolitos que estaban cubiertos de algas pero que no eran recordados; terribles capiteles y monolitos de tierras acerca de las cuales el hombre jamás supo. No había ya retumbar alguno, sino sólo el ultraterreno bramido y siseo de las aguas precipitándose en la falla. El humo de esta brecha se había convertido en vapor, ocultando casi el mundo mientras se hacía más y más denso. Chamuscó mi rostro y manos, y cuando miré para ver cómo afectaba a mis compañeros descubrí que todos habían desaparecido. Entonces todo terminó bruscamente y no supe más hasta que desperté sobre una cama de convalecencia. Cuando la nube de humo procedente del golfo plutónico veló por fin toda mi vista, el firmamento entero chilló mientras una repentina agonía de reverberaciones enloquecidas sacudía el estremecido éter. Sucedió en un relámpago y explosión delirantes; un cegador, ensordecedor holocausto de fuego, humo y trueno que disolvió la pálida luna mientras la arrojaba al vacío. Y cuando el humo clareó y traté de ver la tierra, tan sólo pude contemplar, contra el telón de frías y burlonas estrellas, al sol moribundo y a los pálidos y afligidos planetas buscando a su hermana. FIN
El clérigo malvado [Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
Un hombre grave que parecía inteligente, con ropa discreta y barba gris, me hizo pasar a la habitación del ático, y me habló en estos términos: -Sí, aquí vivió él…, pero le aconsejo que no toque nada. Su curiosidad lo vuelve irresponsable. Nosotros jamás subimos aquí de noche; y si lo conservamos todo tal cual está, es sólo por su testamento. Ya sabe lo que hizo. Esa abominable sociedad se hizo cargo de todo al final, y no sabemos dónde está enterrado. Ni la ley ni nada lograron llegar hasta esa sociedad. -Espero que no se quede aquí hasta el anochecer. Le ruego que no toque lo que hay en la mesa, eso que parece una caja de fósforos. No sabemos qué es, pero sospechamos que tiene que ver con lo que hizo. Incluso evitamos mirarlo demasiado fijamente. Poco después, el hombre me dejó solo en la habitación del ático. Estaba muy sucia, polvorienta y primitivamente amueblada, pero tenía una elegancia que indicaba que no era el tugurio de un plebeyo. Había estantes repletos de libros clásicos y de teología, y otra librería con tratados de magia: de Paracelso, Alberto Magno, Tritemius, Hermes Trismegisto, Borellus y demás, en extraños caracteres cuyos títulos no fui capaz de descifrar. Los muebles eran muy sencillos. Había una puerta, pero daba acceso tan sólo a un armario empotrado. La única salida era la abertura del suelo, hasta la que llegaba la escalera tosca y empinada. Las ventanas eran de ojo de buey, y las vigas de negro roble revelaban una increíble antigüedad. Evidentemente, esta casa pertenecía a la vieja Europa. Me parecía saber dónde me encontraba, aunque no puedo recordar lo que entonces sabía. Desde luego, la ciudad no era Londres. Mi impresión es que se trataba de un pequeño puerto de mar. El objeto de la mesa me fascinó totalmente. Creo que sabía manejarlo, porque saqué una linterna eléctrica -o algo que parecía una linterna- del bolsillo, y comprobé nervioso sus destellos. La luz no era blanca, sino violeta, y el haz que proyectaba era menos un rayo de luz que una especie de bombardeo radiactivo. Recuerdo que yo no la consideraba una linterna corriente: en efecto, llevaba una normal en el otro bolsillo. Estaba oscureciendo, y los antiguos tejados y chimeneas, afuera, parecían muy extraños tras los cristales de las ventanas de ojo de buey. Finalmente, haciendo acopio de valor, apoyé en mi libro el pequeño objeto de la mesa y enfoqué hacia él los rayos de la peculiar luz violeta. La luz pareció asemejarse aún más a una lluvia o granizo de minúsculas partículas violeta que a un haz continuo de luz. Al chocar dichas partículas con la vítrea superficie del extraño objeto parecieron producir una crepitación, como el chisporroteo de un tubo vacío al ser atravesado por una lluvia de chispas. La oscura superficie adquirió una incandescencia rojiza, y una forma vaga y blancuzca pareció tomar forma en su centro. Entonces me di cuenta de que no estaba solo en la habitación… y me guardé el proyector de rayos en el bolsillo. Pero el recién llegado no habló, ni oí ningún ruido durante los momentos que siguieron. Todo era una vaga pantomima como vista desde inmensa distancia, a través de una neblina… Aunque, por otra parte, el recién llegado y todos los que fueron viniendo a continuación
aparecían grandes y próximos, como si estuviesen a la vez lejos y cerca, obedeciendo a alguna geometría anormal. El recién llegado era un hombre flaco y moreno, de estatura media, vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana. Aparentaba unos treinta años y tenía la tez cetrina, olivácea, y un rostro agradable, pero su frente era anormalmente alta. Su cabello negro estaba bien cortado y pulcramente peinado y su barba afeitada, si bien le azuleaba el mentón debido al pelo crecido. Usaba gafas sin montura, con aros de acero. Su figura y las facciones de la mitad inferior de la cara eran como la de los clérigos que yo había visto, pero su frente era asombrosamente alta, y tenía una expresión más hosca e inteligente, a la vez que más sutil y secretamente perversa. En ese momento -acababa de encender una lámpara de aceite- parecía nervioso; y antes de que yo me diese cuenta había empezado a arrojar los libros de magia a una chimenea que había junto a una ventana de la habitación (donde la pared se inclinaba pronunciadamente), en la que no había reparado yo hasta entonces. Las llamas consumían los volúmenes con avidez, saltando en extraños colores y despidiendo un olor increíblemente nauseabundo mientras las páginas de misteriosos jeroglíficos y las carcomidas encuadernaciones eran devoradas por el elemento devastador. De repente, observé que había otras personas en la estancia: hombres con aspecto grave, vestidos de clérigo, entre los que había uno que llevaba corbatín y calzones de obispo. Aunque no conseguía oír nada, me di cuenta de que estaban comunicando una decisión de enorme trascendencia al primero de los llegados. Parecía que lo odiaban y le temían al mismo tiempo, y que tales sentimientos eran recíprocos. Su rostro mantenía una expresión severa; pero observé que, al tratar de agarrar el respaldo de una silla, le temblaba la mano derecha. El obispo le señaló la estantería vacía y la chimenea (donde las llamas se habían apagado en medio de un montón de residuos carbonizados e informes), preso al parecer de especial disgusto. El primero de los recién llegados esbozó entonces una sonrisa forzada, y extendió la mano izquierda hacia el pequeño objeto de la mesa. Todos parecieron sobresaltarse. El cortejo de clérigos comenzó a desfilar por la empinada escalera, a través de la trampa del suelo, al tiempo que se volvían y hacían gestos amenazadores al desaparecer. El obispo fue el último en abandonar la habitación. El que había llegado primero fue a un armario del fondo y sacó un rollo de cuerda. Subió a una silla, ató un extremo a un gancho que colgaba de la gran viga central de negro roble y empezó a hacer un nudo corredizo en el otro extremo. Comprendiendo que se iba a ahorcar, corrí con la idea de disuadirlo o salvarlo. Entonces me vio, suspendió los preparativos y miró con una especie de triunfo que me desconcertó y me llenó de inquietud. Descendió lentamente de la silla y empezó a avanzar hacia mí con una sonrisa claramente lobuna en su rostro oscuro de delgados labios. Sentí que me encontraba en un peligro mortal y saqué el extraño proyector de rayos como arma de defensa. No sé por qué, pensaba que me sería de ayuda. Se lo enfoqué de lleno a la cara y vi inflamarse sus facciones cetrinas, con una luz violeta primero y luego rosada. Su expresión de exultación lobuna empezó a dejar paso a otra de profundo temor, aunque no llegó a borrársele enteramente. Se detuvo en seco; y agitando los brazos violentamente en el aire, empezó a retroceder tambaleante. Vi que se acercaba a la abertura del suelo y grité para prevenirlo; pero no me oyó. Un instante después, trastabilló hacia atrás, cayó por la abertura y desapareció de mi vista.
Me costó avanzar hasta la trampilla de la escalera, pero al llegar descubrí que no había ningún cuerpo aplastado en el piso de abajo. En vez de eso me llegó el rumor de gentes que subían con linternas; se había roto el momento de silencio fantasmal y otra vez oía ruidos y veía figuras normalmente tridimensionales. Era evidente que algo había atraído a la multitud a este lugar. ¿Se había producido algún ruido que yo no había oído? A continuación, los dos hombres (simples vecinos del pueblo, al parecer) que iban a la cabeza me vieron de lejos, y se quedaron paralizados. Uno de ellos gritó de forma atronadora: -¡Ahhh! ¿Conque eres tú? ¿Otra vez? Entonces dieron media vuelta y huyeron frenéticamente. Todos menos uno. Cuando la multitud hubo desaparecido, vi al hombre grave de barba gris que me había traído a este lugar, de pie, solo, con una linterna. Me miraba boquiabierto, fascinado, pero no con temor. Luego empezó a subir la escalera, y se reunió conmigo en el ático. Dijo: -¡Así que no ha dejado eso en paz! Lo siento. Sé lo que ha pasado. Ya ocurrió en otra ocasión, pero el hombre se asustó y se pegó un tiro. No debía haberle hecho volver. Usted sabe qué es lo que él quiere. Pero no debe asustarse como se asustó el otro. Le ha sucedido algo muy extraño y terrible, aunque no hasta el extremo de dañarle la mente y la personalidad. Si conserva la sangre fría, y acepta la necesidad de efectuar ciertos reajustes radicales en su vida, podrá seguir gozando de la existencia y de los frutos de su saber. Pero no puede vivir aquí, y no creo que desee regresar a Londres. Mi consejo es que se vaya a Estados Unidos. -No debe volver a tocar ese… objeto. Ahora, ya nada puede ser como antes. El hacer -o invocar- cualquier cosa no serviría sino para empeorar la situación. No ha salido usted tan mal parado como habría podido ocurrir…, pero tiene que marcharse de aquí inmediatamente y establecerse en otra parte. Puede dar gracias al cielo de que no haya sido más grave. -Se lo explicaré con la mayor franqueza posible. Se ha operado cierto cambio en… su aspecto personal. Es algo que él siempre provoca. Pero en un país nuevo, usted puede acostumbrarse a ese cambio. Allí, en el otro extremo de la habitación, hay un espejo; se lo traeré. Va a sufrir una fuerte impresión…, aunque no será nada repulsivo. Me eché a temblar, dominado por un miedo mortal; el hombre barbado casi tuvo que sostenerme mientras me acompañaba hasta el espejo, con una débil lámpara (es decir, la que antes estaba sobre la mesa, no el farol, más débil aún, que él había traído) en la mano. Y lo que vi en el espejo fue esto: Un hombre flaco y moreno, de estatura media, y vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana, de unos treinta años, y con unos lentes sin montura y aros de acero, cuyos cristales brillaban bajo su frente cetrina, olivácea, anormalmente alta. Era el individuo silencioso que había llegado primero y había quemado los libros. Durante el resto de mi vida, físicamente, yo iba a ser ese hombre. FIN
El extraño
[Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron… a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro. No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar. Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas…, ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba. Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día. A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba. De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario. Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna. De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna. Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido. Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas. Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue
general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas. Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia… un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos. No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún. Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado. No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos. Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados. Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio
fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación. Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo. FIN
El horror en la Playa Martin [Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
Nunca escuché una explicación convincente y adecuada del horror de la Playa Martin. A pesar de un gran número de testigos, no hay dos que concuerden entre sí; y el testimonio tomado por autoridades locales contiene las más sorprendentes discrepancias. Quizás esta vaguedad sea normal en vista del carácter inaudito del horror en sí, el terror más paralizante para todos aquellos que lo vieron, y de los esfuerzos hechos por la elegante posada Wavecrest para silenciar todo luego de la publicidad creada por el Prof. Ahon y su artículo “¿Están los poderes hipnóticos reservados a los Seres Humanos?”
Contra todos estos obstáculos me esfuerzo en presentar una versión coherente; he visto el espantoso hecho y creo que debería darse a conocer en vista de las aterradores posibilidades sugeridas. La Playa Martin es una vez más un lugar populoso, un balneario muy visitado, y yo tiemblo cuando pienso en ello. Sin embargo, no puedo mirar al océano sin temblar. El destino no carece siempre de un sentido de drama y clímax. En consecuencia el terrible suceso del 8 de agosto fue seguido por un período de menor excitación en torno a la Playa Martin. Todo comenzó el 17 de mayo, cuando la tripulación de un pesquero, el “Alma de Gloucester”, bajo el mando del capitán James P. Orne, mató, tras una batalla de casi cuarenta horas, a un monstruo marino cuyo tamaño y aspecto produjeron luego gran conmoción en círculos científicos y que ciertos naturalistas de Boston tomaran grandes recaudos para su preservación taxidérmica. El animal tenía unos 50 pies de longitud y era de forma cilíndrica, de unos diez pies de diámetro. Inconfundiblemente era un pez branquiado, en su mayor afiliación; pero tenía ciertas curiosas modificaciones, tales como rudimentarias extremidades delanteras en forma de seis patas con dedos en lugar y de aletas pectorales (las que promovían las más amplias especulaciones entre los especialistas). Su extraordinaria boca, su gruesa y escamosa piel y su único y profundo ojo eran maravillas apenas menos remarcables que su colosal tamaño; y cuando los naturalistas se pronunciaron diciendo que era una criatura recién nacida, de pocos días de vida, el interés del público tomó dimensiones extraordinarias. El capitán Orne, con astucia yanqui, obtuvo un buque lo suficientemente grande como para albergar al monstruo en su bodega, y arreglar allí la exhibición del trofeo. Aplicando una cuidada carpintería, logró montar un excelente museo marino, y zarpó hacia el sur, hacia el lujoso distrito marino de la Playa Martin. Una vez que ancló en el muelle del hotel se dedicó a recaudar onerosas cuotas de admisión. La intrínseca prodigiosidad de la bestia y la importancia biológica para muchos turistas científicos, se combinaron para convertirse en la sensación de la temporada. Era absolutamente único, único a niveles de revolución científica, eso estaba bien comprendido. Los naturalistas habían demostrado que este ejemplar difería radicalmente de un inmenso animal pescado en las costas de la Florida; éste, siendo obviamente un habitante de profundidades increíbles, quizás de miles de pies, poseía un cerebro y unos órganos que indicaban una vasta evolución, algo totalmente fuera de lo hasta ahora relacionado con la tribu piscícola. La mañana del 20 de julio la atención del público se centró en la pérdida del buque y su extraño tesoro. En la tormenta de la noche precedente se había librado de sus amarras y desvanecido para siempre de la vista del ser humano, llevándose consigo al único guardia que había dormido a bordo, a pesar del vendaval. El capitán Orne, respaldado por el excesivo interés científico y asistido por un gran número de barcos pesqueros desde Gloucester, emprendió una exhaustiva búsqueda, pero sin más resultados que la incitación de comentarios e interés. El 7 de agosto se perdió toda esperanza y el capitán Orne regresó a Wavecrest para resolver sus negocios en la Playa Martin y conversar con algunos de los científicos que aún permanecían allí. El horror se desató el 8 de agosto. Fue en la penumbra, cuando las grises gaviotas sobrevolaban cerca de la costa y la luna comenzaba a resplandecer sobre las aguas. La escena es importante de recordar, puesto que
cada impresión cuenta. En la playa había varias personas paseando y algunos bañistas rezagados, provenientes de las casas de campo que se elevan modestamente en las colinas del norte o de la adyacente posada, cuyas imponentes torres proclamaban su fidelidad a la riqueza y la grandeza. A buena distancia había otro grupo de espectadores, que descansaban en las terrazas cubiertas e iluminadas de la posada, y que disfrutaban de la música del suntuoso salón. Estos testigos, incluidos el capitán Orne y su grupo de científicos, se unieron al grupo de la playa antes de que el horror progresara demasiado; lo mismo hicieron muchos de la posada. Ciertamente no hubo carencia de testigos, sino que confundieron en sus relatos (por el miedo y la duda) aquello que vieron. No hay registro exacto de la hora en que comenzó todo, aunque la mayoría dijo que la luna estaba “a un pie” por encima del vaporoso horizonte. Mencionaron la luna porque lo que vieron pareció sutilmente conectado con ésta. Era una especie de furtiva y deliberada onda que parecía venir desde la lejana línea del horizonte a través de una trémula senda, difusa por los reflejos de la luna, y que pareció atenuarse antes de llegar a la costa. Muchos no se dieron cuenta de esta onda hasta que la recordaron por los siguientes eventos. Pero pareció haber sido muy marcada, diferenciada en altura y movimiento de las olas contiguas. Algunos la vieron como sutil y calculada. Y, como si se extinguiera taimadamente por los remotos arrecifes negros, de pronto un grito de muerte centelló desde el agua salada; un grito de angustia y desesperanza que inmediatamente movió la piedad de todos aquellos que lo escucharon. Los primeros en responder fueron los dos salvavidas de turno; robustos hombres en atavío de baño, con su oficio proclamado en letras rojas a través de sus pechos. Acostumbrados al trabajo de rescate y a los gritos de los que corren peligro de ahogarse, no pudieron hallar nada familiar en las ululaciones de ultratumba; pero sus sentidos del deber les hicieron ignorar este detalle y procedieron a seguir el curso usual del trabajo. Apresuradamente tomaron un cojinete inflado con aire, aferrado a una bobina de soga. Uno de ellos corrió a través de la costa hasta la escena en donde ya se había apiñado la multitud; desde ahí lanzó el objeto, luego de girarlo varias veces para ganar velocidad, en dirección hacia donde había venido el sonido. Luego que el cojinete desapareció entre las olas, el gentío curioso aguardó para ver a aquel cuyo dolor había sido tan grande, impacientes de que el salvavidas lo condujera de nuevo a la playa. Pero pronto quedó claro que el rescate no sería rápido; por más que los dos salvavidas tiraban de la soga, no podían mover aquel objeto que estaba al otro extremo. En cambio, notaron que algo hacía fuerza, igual y aún mayor, en la dirección opuesta. En cierto momento ambos salvavidas fueron arrastrados de sus posiciones hacia el agua por la extraña fuerza. Uno de ellos, recobrándose al instante, clamó por ayuda a la multitud en la playa, en donde se hallaba la bobina con el remanente de la soga. Al siguiente instante los hombres más forzudos, entre los que se contaban el capitán Orne en primer lugar, comenzaron a pujar junto con los salvavidas. Más de una docena de rudas manos estaban ahora remolcando desesperadamente la gruesa cuerda.
Entre más fuerte bregaban, la extraña fuerza igualaba el esfuerzo al otro extremo; y debido a que en ningún momento se relajaba, la cuerda se volvió rígida como el acero. Los pujadores, al igual que los espectadores por su curiosidad, se vieron consumidos por la naturaleza de esta fuerza marina. La idea de un hombre ahogado había sido ya desechada e insinuaciones de ballenas, submarinos, monstruos y demonios eran libremente tenidas en cuenta. Todos seguían tirando con la sombría determinación de descubrir el misterio. Finalmente se decidió que una ballena se habría engullido el cojinete. El capitán Orne, ya como líder natural, gritó a quienes estaban en tierra firme que sería necesario un bote como medio para acercarse, arponear y cazar al leviatán oculto. Varios hombres se dispersaron en busca de una embarcación adecuada, en tanto que otros fueron a suplantar al capitán en la tensa cuerda, ya que su lugar era lógicamente al frente de la partida que se formaría para tripular el bote. Su idea de la situación era muy clara y no se limitaba a una ballena, ya que se había entreverado con un monstruo mucho más extraño. Se preguntaba cómo podría actuar y manifestarse un adulto de esa misma especie a la que pertenecía el infante de cincuenta pies. Entonces, con espantosa brusquedad, todos comprendieron el hecho crucial que mutó el marco de maravilla y sorpresa reinante hasta ese momento en uno de horror, y el grupo de trabajadores y testigos se vieron presa del pánico. El capitán Orne, dejando su lugar en la soga, se dio cuenta de que no podía quitar las manos de su lugar, que estaban adheridas con inenarrable fuerza; y en un segundo comprendió que era incapaz de retirarse de la cuerda. Su apuro fue adivinado instantáneamente por los demás, y cada uno probó su propia situación llegando a la conclusión de que todos estaban en una misma condición. El hecho no podía ser negado: cada uno de los hombres estaba irresistiblemente retenido a la línea de cáñamo que lenta, horrible e implacablemente los empujaba hacia el mar. Un horror mudo se sucedió; un horror durante el cual los espectadores quedaron petrificados, sumidos en la inmovilidad y el caos mental. Su completa desmoralización se reflejó en las conflictivas narraciones que proporcionaron luego, y las pusilánimes excusas que ofrecieron por sus aparentes inacciones. Yo fui uno de ellos, lo sé. Todos los que pujaban, luego de una serie de frenéticos gritos y fútiles quejidos, sucumbieron a la paralizante influencia y guardaron silencio frente a tan desconocidos poderes. Estaban bajo la luz de la luna, pujando ciegamente contra una espectral condenación, e inclinándose monótonamente hacia atrás y hacia adelante, a medida que el agua trepaba primero a sus rodillas, luego a sus caderas. La luna se ocultó parcialmente tras una nube, y en la penumbra la línea de hombres semejaba algún siniestro y gigantesco ciempiés, retorciéndose en garras de una muerte terrible. La cuerda se volvía cada vez más dura, a medida que la puja entre ambos extremos se incrementaba. Las olas iban ocupando cada vez más terreno a la playa, avanzando lentamente, hasta que las arenas, pobladas tardíamente por niños risueños y amantes susurrantes, eran engullidas por la inexorable marea. La manada de espectadores, atacados por el pánico, iba retrocediendo a medida que el agua le empantanaba los pies, mientras la aterrorizada línea de contendientes seguían ondulando, con medio cuerpo sumergido, y ahora a considerable distancia de su audiencia. El silencio era completo.
La multitud, habiendo logrado una desordenada retirada más allá del alcance de la marea, observaba con muda fascinación; sin poder brindar una palabra de advertencia o de ánimo, mucho menos intentar alguna clase de auxilio. Había en el aire un pavor pesadillesco de mal inminente, algo que nunca antes se había visto. Los minutos parecían alargarse en horas. Aún la serpiente humana de torsos ondulantes se podía ver por encima del mar. Ondulaba rítmicamente, lenta y horriblemente, con la garantía de la muerte. Espesas nubes ocultaron nuevamente la luna, y la luz que iluminaba el agua desapareció. La línea de cabezas serpenteante ya ondulaba muy débilmente; de vez en cuando se veía algún rostro lívido fulgurando pálido en la oscuridad. Las nubes se acumularon hasta que de sus interiores surgieron afiladas lenguas de fuego. Los truenos surgieron, suaves al principio, luego incrementándose hasta llegar a una ensordecedora y demente intensidad. Entonces sobrevino uno culminante -que pareció reverberar tierra y mar-, tras el cual se desató un aguacero de tal violencia que pareció que se hubieran abierto de par en par las compuertas del cielo. Los testigos actuaron instintivamente, a pesar de la ausencia de conciencia y pensamiento coherente, y se retiraron hacia la loma sobre la que se elevaba la terraza de la posada. Los rumores habían llegado a los turistas del interior, así que los refugiados se encontraron con que las demás personas estaban tan aterrorizadas como ellos mismos. Creo que se vociferaron algunas palabras de terror, pero no puedo asegurarlo. Varios de los que estaban en la posada se habían retirado paranoicos a sus cuartos. Otros se quedaron para observar la línea de cabezas meneantes que aún se veía por encima de las ascendientes olas cada vez que un relámpago iluminaba la playa. Recuerdo haber pensado en esas cabezas y los desorbitados ojos que contendrían; ojos que podían reflejar bien todo el pánico, el terror y el delirio de un universo maligno; todas las culpas, pecados, miserias, esperanzas perdidas y deseos no satisfechos, miedo, repugnancia y angustia de las edades, desde el principio de los tiempos; ojos iluminados con todos los dolores espirituales de los eternamente ígneos infiernos. Y cuando miré más allá de las cabezas, mi imaginación conjuró otro ojo; un ojo individual, igualmente encendido, aunque con un propósito tan perturbador para mi mente, que la visión pronto se desvaneció. Presas de una desconocida fuerza, la línea de condenados se sumergió; sus gritos silenciados y plegarias no elevadas sólo serán conocidas por los demonios de las olas y del nocturno viento. El torrente que el enfurecido cielo estaba expeliendo en medio de un loco cataclismo de sonidos satánicos pareció aminorar. Entre el resplandor de los fogonazos, una voz celestial resonó contra las blasfemias del infierno, y la agonía de todos los idos reverberó en un apocalíptico y ciclópeo estrépito. Fue el fin de la tormenta, ya que el espantoso temporal cesó y la luna, una vez más, alumbró con sus pálidos rayos sobre un mar extrañamente calmo. Ya no había línea de cabezas. El agua estaba calma y desierta, y sólo era alterada por las ondas de lo que parecía ser un remolino, en el mismo lugar de donde provino primeramente el grito. Y cuando miré hacia esa traicionera zona, con febril imaginación y sentidos
agobiados, se escurrió en mis oídos, proveniente de un abismo inmensamente profundo, el débil y siniestro eco de una risa. FIN
El pantano de la luna [Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
Denys Barry se ha esfumado en alguna parte, en alguna región espantosa y remota de la que nada sé. Estaba con él la última noche que pasó entre los hombres, y escuché sus gritos cuando el ser lo atacó; pero, ni todos los campesinos y policías del condado de Meath pudieron encontrarlo, ni a él ni a los otros, aunque los buscaron por todas partes. Y ahora me estremezco cuando oigo croar a las ranas en los pantanos o veo la luna en lugares solitarios. Había intimado con Denys Barry en Estados Unidos, donde éste se había hecho rico, y lo felicité cuando recompró el viejo castillo junto al pantano, en el somnoliento Kilderry. De Kilderry procedía su padre, y allí era donde quería disfrutar de su riqueza, entre parajes ancestrales. Los de su estirpe antaño se enseñoreaban sobre Kilderry, y habían construido y habitado el castillo; pero aquellos días ya resultaban remotos, así que durante generaciones el castillo había permanecido vacío y arruinado. Tras volver a Irlanda, Barry me escribía a menudo contándome cómo, mediante sus cuidados, el castillo gris veía alzarse una torre tras otra sobre sus restaurados muros, tal como se alzaran ya tantos siglos antes, y cómo los campesinos lo bendecían por devolver los antiguos días con su oro de ultramar. Pero después surgieron problemas y los campesinos dejaron de bendecirlo y lo rehuyeron como a una maldición. Y entonces me envió una carta pidiéndome que lo visitase, ya que se había quedado solo en el castillo, sin nadie con quien hablar fuera de los nuevos criados y peones contratados en el norte. La fuente de todos los problemas era la ciénaga, según me contó Barry la noche de mi llegada al castillo. Alcancé Kilderry en el ocaso veraniego, mientras el oro de los cielos iluminaba el verde de las colinas y arboledas y el azul de la ciénaga, donde, sobre un lejano islote, unas extrañas ruinas antiguas resplandecían de forma espectral. El crepúsculo resultaba verdaderamente grato, pero los campesinos de Ballylough me habían puesto en guardia y decían que Kilderry estaba maldita, por lo que casi me estremecí al ver los altos torreones dorados por el resplandor. El coche de Barry me había recogido en la estación de Ballylough, ya que el tren no pasa por Kilderry. Los aldeanos habían esquivado al coche y su conductor, que procedía del norte, pero a mí me habían susurrado cosas, empalideciendo al saber que iba a Kilderry. Y esa noche, tras nuestro encuentro, Barry me contó por qué. Los campesinos habían abandonado Kilderry porque Denys Barry iba a desecar la gran ciénaga. A pesar de su gran amor por Irlanda, Estados Unidos no lo había dejado intacto y odiaba ver abandonada la amplia y hermosa extensión de la que podía extraer turba y desecar las tierras. Las leyendas y supersticiones de Kilderry no lograron conmoverlo y se burló
cuando los aldeanos primero rehusaron ayudarle y más tarde, viéndolo decidido, lo maldijeron marchándose a Ballylough con sus escasas pertenencias. En su lugar contrató trabajadores del norte y cuando los criados lo abandonaron también los reemplazó. Pero Barry se encontraba solo entre forasteros, así que me pidió que lo visitara. Cuando supe qué temores habían expulsado a la gente de Kilderry, me reí tanto como mi amigo, ya que tales miedos eran de la clase más indeterminada, estrafalaria y absurda. Tenían que ver con alguna absurda leyenda tocante a la ciénaga, y con un espantoso espíritu guardián que habitaba las extrañas ruinas antiguas del lejano islote que divisara al ocaso. Cuentos de luces danzantes en la penumbra lunar y vientos helados que soplaban cuando la noche era cálida; de fantasmas blancos merodeando sobre las aguas y de una supuesta ciudad de piedra sumergida bajo la superficie pantanosa. Pero descollando sobre todas esas locas fantasías, única en ser unánimemente repetida, estaba el que la maldición caería sobre quien osase tocar o drenar el inmenso pantano rojizo. Había secretos, decían los campesinos, que no debían desvelarse; secretos que permanecían ocultos desde que la plaga exterminase a los hijos de Partholan, en los fabulosos años previos a la historia. En el Libro de los invasores se cuenta que esos retoños de los griegos fueron todos enterrados en Tallaght, pero los viejos de Kilderry hablan de una ciudad protegida por su diosa de la luna tutelar, así como de los montes boscosos que la ampararon cuando los hombres de Nemed llegaron de Escitia con sus treinta barcos. Tales eran los absurdos cuentos que habían conducido a los aldeanos al abandono de Kilderry, y al oírlos no me resultó extraño que Denys Barry no hubiera querido prestarles atención. Sentía, no obstante, gran interés por las antigüedades, y estaba dispuesto a explorar a fondo el pantano en cuanto lo desecasen. Había ido con frecuencia a las ruinas blancas del islote pero, aunque evidentemente muy antiguas y su estilo guardaba muy poca relación con la mayoría de las ruinas irlandesas, se encontraba demasiado deteriorado para ofrecer una idea de su época de gloria. Ahora se estaba a punto de comenzar los trabajos de drenaje, y los trabajadores del norte pronto despojarían a la ciénaga prohibida del musgo verde y del brezo rojo, y aniquilarían los pequeños regatos sembrados de conchas y los tranquilos estanques azules bordeados de juncos. Me sentí muy somnoliento cuando Barry me hubo contado todo aquello, ya que el viaje durante el día había resultado fatigoso y mi anfitrión había estado hablando hasta bien entrada la noche. Un criado me condujo a mi alcoba, que se hallaba en una torre lejana, dominando la aldea y la llanura que había al pie del pantano, así como la propia ciénaga, por lo que, a la luz lunar, pude ver desde la ventana las silenciosas moradas abandonadas por los campesinos, y que ahora alojaban a los trabajadores del norte, y también columbré la iglesia parroquial con su antiguo capitel, y a lo lejos, en la ciénaga que parecía al acecho, las remotas’ ruinas antiguas, resplandeciendo de forma blanca y espectral sobre el islote. Al tumbarme, creí escuchar débiles sonidos en la distancia, sones extraños y medio musicales que me provocaron una rara excitación que tiñeron mis sueños. Pero la mañana siguiente, al despertar, sentí que todo había sido un sueño, ya que las visiones que tuve resultaban más maravillosas que cualquier sonido de flautas salvajes en la noche. Influida por la leyenda que me había contado Barry, mi mente había merodeado en sueños en torno a una imponente ciudad, ubicada en un valle verde cuyas calles y estatuas de mármol, villas y templos, frisos e inscripciones, evocaban de diversas maneras la gloria de Grecia. Cuando compartí ese sueño con Barry, nos echamos a reír juntos; pero yo me reía más, porque él se sentía perplejo
ante la actitud de sus trabajadores norteños. Por sexta vez se habían quedado dormidos, despertando de una forma muy lenta y aturdidos, actuando como si no hubieran descansado, aun cuando se habían acostado temprano la noche antes. Esa mañana y tarde deambulé a solas por la aldea bañada por el sol, hablando aquí y allá con los fatigados trabajadores, ya que Barry estaba ocupado con los planes finales para comenzar su trabajo de desecación. Los peones no estaban tan contentos como debieran, ya que la mayoría parecía desasosegada por culpa de algún sueño, aunque intentaban en vano recordarlo. Les conté el mío, pero no se interesaron por él hasta que no mencioné los extraños sonidos que creí oír. Entonces me miraron de forma rara y dijeron que ellos también creían recordar sonidos extraños. Al anochecer, Barry cenó conmigo y me comunicó que comenzaría el drenaje en dos días. Me alegré, ya que aunque me disgustaba ver el musgo y el brezo y los pequeños regatos y lagos desaparecer, sentía un creciente deseo de posar los ojos sobre los arcaicos secretos que la prieta turba pudiera ocultar. Y esa noche el sonido de resonantes flautas y peristilos de mármol tuvo un final brusco e inquietante, ya que vi caer sobre la ciudad del valle una pestilencia, y luego la espantosa avalancha de las laderas boscosas que cubrieron los cuerpos muertos en las calles y dejaron expuesto tan sólo el templo de Artemisa en lo alto, donde Cleis, la anciana sacerdotisa de la luna, yacía fría y silenciosa con una corona de marfil sobre sus sienes de plata. He dicho que desperté de repente y alarmado. Por un instante no fui capaz de determinar si me encontraba despierto o dormido; pero cuando vi sobre el suelo el helado resplandor lunar y los perfiles de una ventana gótica enrejada, decidí que debía estar despierto y en el castillo de Kilderry. Entonces escuché un reloj en algún lejano descansillo de abajo tocando las dos y supe que estaba despierto. Pero aún me llegaba el monótono toque de flauta a lo lejos; aires extraños, salvajes, que me hacían pensar en alguna danza de faunos en el remoto Menalo. No me dejaba dormir y me levanté impaciente, recorriendo la estancia. Sólo por casualidad llegué a la ventana norte y oteé la silenciosa aldea, así como la llanura al pie de la ciénaga. No quería mirar, ya que lo que deseaba era dormir; pero las flautas me atormentaban y tenía que hacer o mirar algo. ¿Cómo sospechar lo que estaba a punto de contemplar? Allí, a la luz de la luna que fluía sobre el espacioso llano, se desarrollaba un espectáculo que ningún mortal, habiéndolo presenciado, podría nunca olvidar. Al son de flautas de caña que despertaban ecos sobre la ciénaga, se deslizaba silenciosa y espeluznantemente una multitud entremezclada de oscilantes figuras, acometiendo una danza circular como las que los sicilianos debían ejecutar en honor a Deméter en los viejos días, bajo la luna de cosecha, junto a Ciane. La amplia llanura, la dorada luz lunar, las siluetas bailando entre las sombras y, ante todo, el estridente y monótono son de flautas producían un efecto que casi me paralizó, aunque a pesar de mi miedo noté que la mitad de aquellos danzarines incansables y maquinales eran los peones que yo había creído dormidos, mientras que la otra mitad eran extraños seres blancos y aéreos, de naturaleza medio indeterminada, que sin embargo sugerían meditabundas y pálidas náyades de las amenazadas fuentes de la ciénaga. No sé cuánto estuve contemplando esa visión desde la ventana del solitario torreón antes de derrumbarme bruscamente en un desmayo sin sueños del que me sacó el sol de la mañana, ya alto.
Mi primera intención al despertar fue comunicar a Denys Barry todos mis temores y observaciones, pero en cuanto vi el resplandor del sol a través de la enrejada ventana oriental me convencí de que lo que creía haber visto no era algo real. Soy propenso a extrañas fantasías, aunque no lo bastante débil como para creérmelas, por lo que en esta ocasión me limité a preguntar a los peones, que habían dormido hasta muy tarde y no recordaban nada de la noche anterior salvo brumosos sueños de sones estridentes. Este asunto del espectral toque de flauta me atormentaba de veras y me pregunté si los grillos de otoño habrían llegado antes de tiempo para fastidiar las noches y acosar las visiones de los hombres. Más tarde encontré a Barry en la librería, absorto en los planos para la gran faena que iba a acometer al día siguiente, y por primera vez sentí el roce del mismo miedo que había ahuyentado a los campesinos. Por alguna desconocida razón sentía miedo ante la idea de turbar la antigua ciénaga y sus tenebrosos secretos, e imaginé terribles visiones yaciendo en la negrura bajo las insondables profundidades de la vieja turba. Me parecía locura que se sacase tales secretos a la luz y comencé a desear tener una excusa para abandonar el castillo y la aldea. Fui tan lejos como para mencionar de pasada el tema a Barry, pero no me atreví a proseguir cuando soltó una de sus resonantes risotadas. Así que guardé silencio cuando el sol se hundió llameante sobre las lejanas colinas y Kilderry se cubrió de rojo y oro en medio de un resplandor semejante a un prodigio. Nunca sabré a ciencia cierta si los sucesos de esa noche fueron realidad o ilusión. En verdad trascienden a cualquier cosa que podamos suponer obra de la naturaleza o el universo, aunque no es posible dar una explicación natural a esas desapariciones que fueron conocidas tras su consumación. Me retiré temprano y lleno de temores, y durante largo tiempo me fue imposible conciliar el sueño en el extraordinario silencio de la noche. Estaba verdaderamente oscuro, ya que a pesar de que el cielo estaba despejado, la luna estaba casi en fase de nueva y no saldría hasta la madrugada. Mientras estaba tumbado pensé en Denys Barry, y en lo que podía ocurrir en esa ciénaga al llegar el alba, y me descubrí casi frenético por el impulso de correr en la oscuridad, coger el coche de Barry y conducir enloquecido hacia Ballylough, fuera de las tierras amenazadas. Pero antes de que mis temores pudieran concretarse en acciones, me había dormido y atisbaba sueños sobre la ciudad del valle, fría y muerta bajo un sudario de sombras espantosas. Probablemente fue el agudo son de flautas el que me despertó, aunque no fue eso lo primero que noté al abrir los ojos. Me encontraba tumbado de espaldas a la ventana este, desde la que se divisaba la ciénaga y por donde la luna menguante se alzaría, y por tanto yo esperaba ver incidir la luz sobre el muro opuesto, frente a mí; pero no había esperado ver lo que apareció. La luz, efectivamente, iluminaba los cristales del frente, pero no se trataba del resplandor que da la luna. Terrible y penetrante resultaba el raudal de roja refulgencia que fluía a través de la ventana gótica, y la estancia entera brillaba envuelta en un fulgor intenso y ultraterreno. Mis acciones inmediatas resultan peculiares para tal situación, pero tan sólo en las fábulas los hombres hacen las cosas de forma dramática y previsible. En vez de mirar hacia la ciénaga, en busca de la fuente de esa nueva luz, aparté los ojos de la ventana, lleno de terror, y me vestí desmañadamente con la aturdida idea de huir. Me recuerdo tomando sombrero y revólver, pero antes de acabar había perdido ambos sin disparar el uno ni calarme el otro. Pasado un tiempo, la fascinación de la roja radiación venció en mí el miedo y me arrastré hasta la ventana oeste, mirando mientras el incesante y enloquecedor toque de flauta gemía y reverberaba a través del castillo y sobre la aldea.
Sobre la ciénaga caía un diluvio de luz ardiente, escarlata y siniestra, que surgía de la extraña y arcaica ruina del lejano islote. No puedo describir el aspecto de esas ruinas… debí estar loco, ya que parecía alzarse majestuosa y pletórica, espléndida y circundada de columnas, y el reflejo de llamas sobre el mármol de la construcción hendía el cielo como la cúspide de un templo en la cima de una montaña. Las flautas chirriaban y los tambores comenzaron a doblar, y mientras yo observaba lleno de espanto y terror creí ver oscuras formas saltarinas que se silueteaban grotescamente contra esa visión de mármol y resplandores. El efecto resultaba titánico -completamente inimaginable- y podría haber estado mirando eternamente de no ser que el sonido de flautas parecía crecer hacia la izquierda. Trémulo por un terror que se entremezclaba de forma extraña con el éxtasis, crucé la sala circular hacia la ventana norte, desde la que podía verse la aldea y el llano que se abría al pie de la ciénaga. Entonces mis ojos se desorbitaron ante un extraordinario prodigio aún más grande, como si no acabase de dar la espalda a una escena que desbordaba la naturaleza, ya que por la llanura espectralmente iluminada de rojo se desplazaba una procesión de seres con formas tales que no podían proceder sino de pesadillas. Medio deslizándose, medio flotando por los aires, los fantasmas de la ciénaga, ataviados de blanco, iban retirándose lentamente hacia las aguas tranquilas y las ruinas de la isla en fantásticas formaciones que sugerían alguna danza ceremonial y antigua. Sus brazos ondeantes y traslúcidos, al son de los detestables toques de aquellas flautas invisibles, reclamaban con extraordinario ritmo a una multitud de tambaleantes trabajadores que les seguían perrunamente con pasos ciegos e involuntarios, trastabillando como arrastrados por una voluntad demoníaca, torpe pero irresistible. Cuando las náyades llegaban a la ciénaga sin desviarse, una nueva fila de rezagados zigzagueaba tropezando como borrachos, abandonando el castillo por alguna puerta apartada de mi ventana; fueron dando tumbos de ciego por el patio y a través de la parte interpuesta de aldea, y se unieron a la titubeante columna de peones en la llanura. A pesar de la altura, pude reconocerlos como los criados traídos del norte, ya que reconocí la silueta fea y gruesa del cocinero, cuyo absurdo aspecto ahora resultaba sumamente trágico. Las flautas sonaban de forma horrible y volví a escuchar el batir de tambores procedente de las ruinas de la isla. Entonces, silenciosa y graciosamente, las náyades llegaron al agua y se fundieron una tras otra con la antigua ciénaga, mientras la línea de seguidores, sin medir sus pasos, chapoteaba desmañadamente tras ellas para acabar desapareciendo en un leve remolino de insalubres burbujas que apenas pude distinguir en la luz escarlata. Y mientras el último y patético rezagado, el obeso cocinero, desaparecía pesadamente de la vista en el sombrío estanque, las flautas y tambores enmudecieron, y los cegadores rayos de las ruinas se esfumaron al instante, dejando la aldea de la maldición desolada y solitaria bajo los tenues rayos de una luna recién acabada de salir. Mi estado era ahora el de un indescriptible caos. No sabiendo si estaba loco o cuerdo, dormido o despierto, me salvé sólo merced a un piadoso embotamiento. Creo haber hecho cosas tan ridículas como rezar a Artemisa, Latona, Deméter, Perséfona y Plutón. Todo cuando podía recordar de mis días de estudios clásicos de juventud me acudió a los labios mientras los horrores de la situación despertaban mis supersticiones más arraigadas. Sentía que había presenciado la muerte de toda una aldea y sabía que estaba a solas en el castillo con Denys Barry, cuya audacia había desatado la maldición. Al pensar en él me acometieron nuevos terrores y me desplomé en el suelo, no inconsciente, pero sí físicamente incapacitado. Entonces sentí el helado soplo desde la ventana este, por donde se había alzado la luna, y
comencé a escuchar los gritos en el castillo, abajo. Pronto tales gritos habían alcanzado una magnitud y cualidad que no quiero transcribir, y que me hacen enfermar al recordarlos. Todo cuanto puedo decir es que provenían de algo que yo conocí como amigo mío. En cierto instante, durante ese periodo estremecedor, el viento frío y los gritos debieron hacerme levantar, ya que mi siguiente impresión es la de una enloquecida carrera por la estancia y a través de corredores negros como la tinta y, fuera, cruzando el patio para sumergirme en la espantosa noche. Al alba me descubrieron errando trastornado cerca de Ballylough, pero lo que me enloqueció por completo no fue ninguno de los terrores vistos u oídos antes. Lo que yo musitaba cuando volví lentamente de las sombras eran un par de incidentes acaecidos durante mi huida, incidente de poca monta, pero que me recomen sin cesar cuando estoy solo en ciertos lugares pantanosos o a la luz de la luna. Mientras huía de ese castillo maldito por el borde de la ciénaga, escuché un nuevo sonido; algo común, aunque no lo había oído antes en Kilderry. Las aguas estancadas, últimamente bastante despobladas de vida animal, ahora hervían de enormes ranas viscosas que croaban aguda e incesantemente en tonos que desentonaban de forma extraña con su tamaño. Relucían verdes e hinchadas bajo los rayos de luna, y parecían contemplar fijamente la fuente de luz. Yo seguí la mirada de una rana muy gorda y fea, y vi la segunda de las cosas que me hizo perder el tino. Tendido entre las extrañas ruinas antiguas y la luna menguante, mis ojos creyeron descubrir un rayo de débil y trémulo resplandor que no se reflejaba en las aguas de la ciénaga. Y ascendiendo por ese pálido camino mi mente febril imaginó una sombra leve que se debatía lentamente; una sombra vagamente perfilada que se retorcía como arrastrada por monstruos invisibles. Enloquecido como estaba, encontré en esa espantosa sombra un monstruoso parecido, una caricatura nauseabunda e increíble, una imagen blasfema del que fuera Denys Barry. FIN
El sabueso [Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
En mis torturados oídos resuenan incesantemente un chirrido y un aleteo de pesadilla, y un breve ladrido lejano como el de un gigantesco sabueso. No es un sueño… y temo que ni siquiera sea locura, ya que son muchas las cosas que me han sucedido para que pueda permitirme esas misericordiosas dudas.
St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo sé por qué, y la índole de mi conocimiento es tal que estoy a punto de saltarme la tapa de los sesos por miedo a ser destrozado del mismo modo. En los oscuros e interminables pasillos de la horrible fantasía vagabundea Némesis, la diosa de la venganza negra y disforme que me conduce a aniquilarme a mí mismo. ¡Que perdone el cielo la locura y la morbosidad que atrajeron sobre nosotros tan monstruosa suerte! Hartos ya con los tópicos de un mundo prosaico, donde incluso los placeres del romance y de la aventura pierden rápidamente su atractivo, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos los movimientos estéticos e intelectuales que prometían terminar con nuestro insoportable aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba vaciada demasiado pronto de su atrayente novedad. Nos apoyamos en la sombría filosofía de los decadentes, y a ella nos dedicamos aumentando paulatinamente la profundidad y el diabolismo de nuestras penetraciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en hacerse pesados, hasta que finalmente no quedó ante nosotros más camino que el de los estímulos directos provocados por anormales experiencias y aventuras «personales». Aquella espantosa necesidad de emociones nos condujo eventualmente por el detestable sendero que incluso en mi actual estado de desesperación menciono con vergüenza y timidez: el odioso sendero de los saqueadores de tumbas. No puedo revelar los detalles de nuestras impresionantes expediciones, ni catalogar siquiera en parte el valor de los trofeos que adornaban el anónimo museo que preparamos en la enorme casa donde vivíamos St. John y yo, solos y sin criados. Nuestro museo era un lugar sacrílego, increíble, donde con el gusto satánico de neuróticos «dilettanti» habíamos reunido un universo de terror y de putrefacción para excitar nuestras viciosas sensibilidades. Era una estancia secreta, subterránea, donde unos enormes demonios alados esculpidos en basalto y ónice vomitaban por sus bocas abiertas una extraña luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías ocultas hacían llegar hasta nosotros los olores que nuestro estado de ánimo apetecía: a veces el aroma de pálidos lirios fúnebres, a veces el narcótico incienso de unos funerales en un imaginario templo oriental, y a veces -¡cómo me estremezco al recordarlo!la espantosa fetidez de una tumba descubierta. Alrededor de las paredes de aquella repulsiva estancia había féretros de antiguas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían una apariencia de vida, perfectamente embalsamados por el arte del moderno taxidermista, y con lápidas mortuorias arrancadas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá, unas hornacinas contenían cráneos de todas las formas, y cabezas conservadas en diversas fases de descomposición. Allí podían encontrarse las podridas y calvas coronillas de famosos nobles, y las tiernas cabecitas doradas de niños recién enterrados. Había allí estatuas y cuadros, todos de temas perversos y algunos realizados por St. John y por mí mismo. Un portafolio cerrado, encuadernado con piel humana curtida, contenía ciertos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no se había atrevido a publicar. Había allí nauseabundos instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los cuales St. John y yo producíamos a veces disonancias de exquisita morbosidad y diabólica lividez; y en una multitud de armarios de caoba reposaba la más increíble colección de objetos sepulcrales nunca reunidos por la locura y perversión humanas. Acerca de esa colección debo guardar
un especial silencio. Afortunadamente, tuve el valor de destruirla mucho antes de pensar en destruirme a mí mismo. Las expediciones, en el curso de las cuales recogíamos nuestros nefandos tesoros, eran siempre memorables acontecimientos desde el punto de vista artístico. No éramos vulgares vampiros, sino que trabajábamos únicamente bajo determinadas condiciones de humor, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación del año y claridad lunar. Aquellos pasatiempos eran para nosotros la forma más exquisita de expresión estética, y concedíamos a sus detalles un minucioso cuidado técnico. Una hora inadecuada, un pobre efecto de luz o una torpe manipulación del húmedo césped, destruían para nosotros la extasiante sensación que acompañaba a la exhumación de algún ominoso secreto de la tierra. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y condiciones excitantes era febril e insaciable. St. John abría siempre la marcha, y fue él quien descubrió el maldito lugar que acarreó sobre nosotros una espantosa e inevitable fatalidad. ¿Qué desdichado destino nos atrajo hasta aquel horrible cementerio holandés? Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda acerca de alguien que llevaba enterrado allí cinco siglos, alguien que en su época fue un saqueador de tumbas y había robado un valioso objeto del sepulcro de un poderoso. Recuerdo la escena en aquellos momentos finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando sombras alargadas y horribles; los grotescos árboles, cuyas ramas descendían tristemente hasta unirse con el descuidado césped y las estropeadas losas; las legiones de murciélagos que volaban contra la luna; la antigua capilla cubierta de hiedra y apuntando con un dedo espectral al pálido cielo; los fosforescentes insectos que danzaban como fuegos fatuos bajo las tejas de un alejado rincón; los olores a moho, a vegetación y a cosas menos explicables que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna procedente de lejanos mares y pantanos; y, lo peor de todo, el triste aullido de algún gigantesco sabueso al cual no podíamos ver ni situar de un modo concreto. Al oírlo nos estremecimos, recordando las leyendas de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de localizar había sido encontrado hacía siglos en aquel mismo lugar, destrozado por las zarpas y los colmillos de un execrable animal. Recuerdo cómo excavamos la tumba del vampiro con nuestras azadas, y cómo nos estremecimos ante el cuadro de nosotros mismos, la tumba, la pálida luna vigilante, las horribles sombras, los grotescos árboles, los murciélagos, la antigua capilla, los danzantes fuegos fatuos, los nauseabundos olores, la gimiente brisa nocturna y el extraño aullido de cuya existencia objetiva apenas podíamos estar seguros. Luego, nuestros azadones chocaron contra una sustancia dura, y no tardamos en descubrir una enmohecida caja de forma oblonga. Era increíblemente recia, pero tan vieja que finalmente conseguimos abrirla y regalar nuestros ojos con su contenido. Mucho -sorprendentemente mucho- era lo que quedaba del cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque aplastado en algunos lugares por las mandíbulas de la cosa que le había producido la muerte, se mantenía unido con asombrosa firmeza, y nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con sus largos dientes y sus cuencas vacías en las cuales habían brillado unos ojos con una fiebre semejante a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de exótico diseño que, al parecer, estuvo colgado del cuello del durmiente. Representaba a un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino, y estaba exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en un pequeño trozo de jade verde. La
expresión de sus rasgos era sumamente repulsiva, sugeridora de muerte, de bestialidad y de odio. Alrededor de la base llevaba una inscripción en unos caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y en el fondo, como un sello de fábrica, aparecía grabado un grotesco y formidable cráneo. En cuanto echamos la vista encima al amuleto supimos que debíamos poseerlo; que aquel tesoro era evidentemente nuestro botín. Aun en el caso que nos hubiera resultado completamente desconocido lo hubiéramos deseado, pero al mirarlo de más cerca nos dimos cuenta de que nos parecía algo familiar. En realidad, era ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores cuerdos y equilibrados, pero nosotros reconocimos en el amuleto la cosa sugerida en el prohibido Necronomicon del árabe loco Adbul Alhazred; el horrible símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central. No nos costó ningún trabajo localizar los siniestros rasgos descritos por el antiguo demonólogo árabe; unos rasgos extraídos de alguna oscura manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron vejados y devorados después de muertos. Apoderándonos del objeto de jade verde, dirigimos una última mirada al cavernoso cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos apresuradamente del horrible lugar, con el amuleto robado en el bolsillo de St. John, nos pareció ver que los murciélagos descendían en tropel hacía la tumba que acabábamos de profanar, como si buscaran en ella algún repugnante alimento. Pero la luna de otoño brillaba muy débilmente, y no pudimos saberlo a ciencia cierta. Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto holandés para regresar a nuestro hogar, nos pareció oír el leve y lejano aullido de algún gigantesco sabueso. Pero el viento de otoño gemía tristemente, y no pudimos saberlo con seguridad. Menos de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra comenzaron a suceder cosas muy extrañas. St. John y yo vivíamos como reclusos; sin amigos, solos y en unas cuantas habitaciones de una antigua mansión, en una región pantanosa y poco frecuentada; de modo que en nuestra puerta resonaba muy raramente la llamada de un visitante. Ahora, sin embargo, estábamos preocupados por lo que parecía ser un frecuente roce en medio de la noche, no sólo alrededor de las puertas, sino también alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta baja que en las de los pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un cuerpo voluminoso y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca cuando la luna brillaba contra ella, y en otra ocasión creímos oír un aleteo no muy lejos de la casa. Una minuciosa investigación no nos permitió descubrir nada, y empezamos a atribuir aquellos hechos a nuestra imaginación, turbada aún por el leve y lejano aullido que nos pareció haber oído en el cementerio holandés. El amuleto de jade reposaba ahora en una hornacina de nuestro museo, y a veces encendíamos una vela extrañamente aromada delante de él. Leímos mucho en el Necronomicon de Alhazred acerca de sus propiedades y acerca de las relaciones de las almas con los objetos que las simbolizan y quedamos desasosegados por lo que leímos. Luego llegó el terror. La noche del 24 de septiembre de 19… oí una llamada en la puerta de mi dormitorio. Creyendo que se trataba de St. John lo invité a entrar, pero sólo me respondió una espantosa
risotada. En el pasillo no había nadie. Cuando desperté a St. John y le conté lo ocurrido, manifestó una absoluta ignorancia del hecho y se mostró tan preocupado como yo. Aquella misma noche, el leve y lejano aullido sobre las soledades pantanosas se convirtió en una espantosa realidad. Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en el museo, oímos un cauteloso arañar en la única puerta que conducía a la escalera secreta de la biblioteca. Nuestra alarma aumentó, ya que, además de nuestro temor a lo desconocido, siempre nos había preocupado la posibilidad de que nuestra extraña colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos acercamos a la puerta y la abrimos bruscamente de par en par; se produjo una extraña corriente de aire y oímos, como si se alejara precipitadamente, una rara mezcla de susurros, risitas entre dientes y balbuceos articulados. En aquel momento no tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos enfrentábamos con una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con la más negra de las aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente incorpóreos habían sido proferidos en idioma holandés. Después de aquello vivimos en medio de un creciente horror, mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos ateníamos a la teoría de que estábamos enloqueciendo a causa de nuestra vida de excitaciones anormales, pero a veces nos complacía más dramatizar acerca de nosotros mismos y considerarnos víctimas de alguna misteriosa y aplastante fatalidad. Las manifestaciones extrañas eran ahora demasiado frecuentes para ser contadas. Nuestra casa solitaria parecía sorprendentemente viva con la presencia de algún ser maligno cuya naturaleza no podíamos intuir, y cada noche aquel demoníaco aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más claro y audible. El 29 de octubre encontramos en la tierra blanda debajo de la ventana de la biblioteca una serie de huellas de pisadas completamente imposibles de describir. Resultaban tan desconcertantes como las bandadas de enormes murciélagos que merodeaban por los alrededores de la casa en número creciente. El horror alcanzó su culminación el 18 de noviembre, cuando St. John, regresando a casa al oscurecer, procedente de la estación del ferrocarril, fue atacado por algún espantoso animal y murió destrozado. Sus gritos habían llegado hasta la casa y yo me había apresurado a dirigirme al terrible lugar: llegué a tiempo de oír un extraño aleteo y de ver una vaga forma negra silueteada contra la luna que se alzaba en aquel momento. Mi amigo estaba muriéndose cuando me acerqué a él y no pudo responder a mis preguntas de un modo coherente. Lo único que hizo fue susurrar: -El amuleto…, aquel maldito amuleto… Y exhaló el último suspiro, convertido en una masa inerte de carne lacerada. Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros descuidados jardines, y murmuré sobre su cadáver uno de los extraños ritos que él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última frase, oí a lo lejos el débil aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta, pero no me atreví a mirarla. Y cuando vi sobre el marjal una ancha y nebulosa sombra que volaba de otero en otero, cerré los ojos y me dejé caer al suelo, boca abajo. No sé el tiempo que pasé en aquella posición. Sólo recuerdo que me dirigí temblando hacia la casa y me prosterné delante del amuleto de jade verde.
Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día siguiente me marché a Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y enterrar el resto de la impía colección del museo. Pero al cabo de tres noches oí de nuevo el aullido, y antes de una semana comencé a notar unos extraños ojos fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Malecón Victoria, vi que una sombra negra oscurecía uno de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un viento más fuerte que la brisa nocturna y, en aquel momento, supe que lo que había atacado a St. John no tardaría en atacarme a mí. Al día siguiente empaqueté cuidadosamente el amuleto de jade verde y embarqué hacia Holanda. Ignoraba lo que podía ganar devolviendo el objeto a su silencioso y durmiente propietario; pero me sentía obligado a intentarlo todo con tal de desvanecer la amenaza que pesaba sobre mi cabeza. Lo que pudiera ser el sabueso, y los motivos para que me hubiera perseguido, eran preguntas todavía vagas; pero yo había oído por primera vez el aullido en aquel antiguo cementerio, y todos los acontecimientos subsiguientes, incluido el moribundo susurro de St. John, habían servido para relacionar la maldición con el robo del amuleto. En consecuencia, me hundí en los abismos de la desesperación cuando, en una posada de Róterdam, descubrí que los ladrones me habían despojado de aquel único medio de salvación. Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la mañana leí en el periódico un espantoso suceso acaecido en el barrio más pobre de la ciudad. En una miserable vivienda habitada por unos ladrones, toda una familia había sido despedazada por un animal desconocido que no dejó ningún rastro. Los vecinos habían oído durante toda la noche un leve, profundo e insistente sonido, semejante al aullido de un gigantesco sabueso. Al anochecer me dirigí de nuevo al cementerio, donde una pálida luna invernal proyectaba espantosas sombras, y los árboles sin hojas inclinaban tristemente sus ramas hacia la marchita hierba y las estropeadas losas. La capilla cubierta de hiedra apuntaba al cielo un dedo burlón y la brisa nocturna gemía de un modo monótono procedente de helados marjales y frígidos mares. El aullido era ahora muy débil y cesó por completo mientras me acercaba a la tumba que unos meses antes había profanado, ahuyentando a los murciélagos que habían estado volando curiosamente alrededor del sepulcro. No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera para rezar o para murmurar dementes explicaciones y disculpas al tranquilo y blanco esqueleto que reposaba en su interior; pero, cualesquiera que fueran mis motivos, ataqué el suelo medio helado con una desesperación parcialmente mía y parcialmente de una voluntad dominante ajena a mí mismo. La excavación resultó mucho más fácil de lo que había esperado, aunque en un momento determinado me encontré con una extraña interrupción: un esquelético buitre descendió del frío cielo y picoteó frenéticamente en la tierra de la tumba hasta que lo maté con un golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la caja oblonga y saqué la enmohecida tapa. Aquél fue el último acto racional que realicé. Ya que en el interior del viejo ataúd, rodeado de enormes y soñolientos murciélagos, se encontraba lo mismo que mi amigo y yo habíamos robado. Pero ahora no estaba limpio y tranquilo como lo habíamos visto entonces, sino cubierto de sangre reseca y de jirones de carne y de pelo, mirándome fijamente con sus cuencas fosforescentes. Sus colmillos ensangrentados brillaban en su boca entreabierta en un rictus burlón, como si se mofara de mi inevitable ruina. Y cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un sardónico aullido,
semejante al de un gigantesco sabueso, y vi que en sus sucias garras empuñaba el perdido y fatal amuleto de jade verde, eché a correr; gritando estúpidamente, hasta que mis gritos se disolvieron en estallidos de risa histérica. La locura cabalga a lomos del viento…, garras y colmillos afilados en siglos de cadáveres…, la muerte en una bacanal de murciélagos procedentes de las ruinas de los templos enterrados de Belial… Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada monstruosidad y el maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me hundo con mi revólver en el olvido, mi único refugio contra lo desconocido
El ser bajo la luz de la luna [Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
Morgan no es hombre de letras; de hecho, su inglés carece del más mínimo grado de coherencia. Por eso me tienen maravillado las palabras que escribió, aunque otros se han reído. Estaba solo la noche en que ocurrió. De repente lo acometieron unos deseos incontenibles de escribir, y tomando la pluma redactó lo siguiente: «Me llamo Howard Phillips. Vivo en la calle College, 66, Providence, Rhode Island. El 24 de noviembre de 1927 -no sé siquiera en qué año estamos- me quedé dormido y tuve un sueño; y desde entonces me ha sido imposible despertar. »Mi sueño empezó en un paraje húmedo, pantanoso y cubierto de cañas, bajo un cielo gris y otoñal, con un abrupto acantilado de roca cubierta de líquenes, al norte. Impulsado por una vaga curiosidad, subí por una grieta o hendidura de dicho precipicio, observando entonces que a uno y otro lado de las paredes se abrían las negras bocas de numerosas madrigueras que se adentraban en las profundidades de la meseta rocosa. »En varios lugares, el paso estaba techado por el estrechamiento de la parte superior de la angosta fisura; en dichos lugares, la oscuridad era extraordinaria, y no se distinguían las madrigueras que pudiese haber allí. En uno de esos tramos oscuros me asaltó un miedo tremendo, como si una emanación incorpórea y sutil de los abismos tomara posesión de mi espíritu; pero la negrura era demasiado densa para descubrir la fuente de mi alarma. »Por último, salí a una meseta cubierta de roca musgosa y escasa tierra, iluminada por una débil luna que había reemplazado al agonizante orbe del día. Miré a mi alrededor y no vi a ningún ser viviente; sin embargo, percibí una agitación extraña muy por debajo de mí, entre los juncos susurrantes de la ciénaga pestilente que hacía poco había abandonado. »Después de caminar un trecho, me topé con unas vías herrumbrosas de tranvía, y con postes carcomidos que aún sostenían el cable fláccido y combado del trole. Siguiendo por estas vías, llegué en seguida a un coche amarillo que ostentaba el número 1852, con fuelle de
acoplamiento, del tipo de doble vagón, en boga entre 1900 y 1910. Estaba vacío, aunque evidentemente a punto de arrancar; tenía el trole pegado al cable y el freno de aire resoplaba de cuando en cuando bajo el piso del vagón. Me subí a él, y miré en vano a mi alrededor tratando de descubrir un interruptor de la luz… entonces noté la ausencia de la palanca de mando, lo que indicaba que no estaba el conductor. Me senté en uno de los asientos transversales. A continuación oí crujir la yerba escasa por el lado de la izquierda, y vi las siluetas oscuras de dos hombres que se recortaban a la luz de la luna. Llevaban las gorras reglamentarias de la compañía, y comprendí que eran el cobrador y el conductor. Entonces, uno de ellos olfateó el aire aspirando con fuerza, y levantó el rostro para aullar a la luna. El otro se echó a cuatro patas dispuesto a correr hacia el coche. »Me levanté de un salto, salí frenéticamente del coche y corrí leguas y leguas por la meseta, hasta que el cansancio me obligó a detenerme… Huí, no porque el cobrador se echara a cuatro patas, sino porque el rostro del conductor era un mero cono blanco que se estrechaba formando un tentáculo rojo como la sangre. ………………………………………… »Me di cuenta de que había sido solo un sueño; sin embargo, no por ello me resultó agradable. »Desde esa noche espantosa lo único que pido es despertar…, ¡pero aún no ha podido ser! »¡Al contrario, he descubierto que soy un habitante de este terrible mundo onírico! Aquella primera noche dejó paso al amanecer, y vagué sin rumbo por las solitarias tierras pantanosas. Cuando llegó la noche aún seguía vagando, esperando despertar. Pero de repente aparté la maleza y vi ante mí el viejo tranvía… ¡A su lado había un ser de rostro cónico que alzaba la cabeza y aullaba extrañamente a la luz de la luna! »Todos los días sucede lo mismo. La noche me coge como siempre en ese lugar de horror. He intentado no moverme cuando sale la luna, pero debo caminar en mis sueños, porque despierto con el ser aterrador aullando ante mí a la pálida luna; entonces doy media vuelta, y echo a correr desenfrenadamente. »¡Dios mío! ¿Cuándo despertaré?»
Eso es lo que Morgan escribió. Quisiera ir al 66 de la calle College de Providence; pero tengo miedo de lo que pueda encontrar allí. FIN
El Terrible Anciano [Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
Fue la idea de Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva hacer una visita al Terrible Anciano. El anciano vive a solas en una casa muy antigua de la Calle Walter, próxima al mar, y se le conoce por ser un hombre extraordinariamente rico a la vez que por tener una salud extremadamente delicada… lo cual constituye un atractivo señuelo para hombres de la profesión de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su profesión era nada menos digno que el latrocinio de lo ajeno. Los vecinos de Kingsport dicen y piensan muchas cosas acerca del Terrible Anciano, cosas que, generalmente, lo protegen de las atenciones de caballeros como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la casi absoluta certidumbre de que oculta una fortuna de incierta magnitud en algún rincón de su enmohecida y venerable mansión. En verdad, es una persona muy extraña, que al parecer fue capitán de veleros de las Indias Orientales en su día. Es tan viejo que nadie recuerda cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos saben su verdadero nombre. Entre los nudosos árboles del jardín delantero de su vieja y nada descuidada residencia conserva una extraña colección de grandes piedras, singularmente agrupadas y pintadas de forma que semejan los ídolos de algún lóbrego templo oriental. Semejante colección ahuyenta a la mayoría de los chiquillos que gustan burlarse de su barba y cabello, largos y canosos, o romper las ventanas de pequeño marco de su vivienda con diabólicos proyectiles. Pero hay otras cosas que atemorizan a las gentes mayores y de talante curioso que en ocasiones se acercan a hurtadillas hasta la casa para escudriñar el interior a través de las vidrieras cubiertas de polvo. Estas gentes dicen que sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo hay muchas botellas raras, cada una de las cuales tiene en su interior un trocito de plomo suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Terrible Anciano habla a las botellas, llamándolas por nombres tales como Jack, Cara Cortada, Tom el Largo, Joe el Español, Peters y Mate Ellis, y que siempre que habla a una botella el pendulito de plomo que lleva dentro emite unas vibraciones precisas a modo de respuesta. A quienes han visto al alto y enjuto Terrible Anciano en una de esas singulares conversaciones, no se les ocurre volver a verlo más. Pero Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport. Pertenecían a esa nueva y heterogénea estirpe extranjera que queda al margen del atractivo círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y no vieron en el Terrible Anciano otra cosa que un viejo achacoso y prácticamente indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su nudoso cayado, y cuyas escuálidas y endebles manos temblaban de modo harto lastimoso. A su manera, se compadecían mucho del solitario e impopular anciano, a quien todos rehuían y a quien no había perro que no ladrase con especial virulencia. Pero los negocios, y, para un ladrón entregado de lleno a su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para subvenir a sus escasas necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos siglos atrás. Los señores Ricci, Czanek y Silva eligieron la noche del once de abril para efectuar su visita. El señor Ricci y el señor Silva se encargarían de hablar con el pobre y anciano caballero, mientras el señor Czanek se quedaba esperándolos a los dos y a su presumible cargamento metálico en un coche cubierto, en la Calle Ship, junto a la verja del alto muro posterior de la finca de su anfitrión. El deseo de eludir explicaciones innecesarias en caso de una aparición inesperada de la policía aceleró los planes para una huida sin apuros y sin alharacas.
Tal como lo habían proyectado, los tres aventureros se pusieron manos a la obra por separado con objeto de evitar cualquier malintencionada sospecha a posteriori. Los señores Ricci y Silva se encontraron en la Calle Walter junto a la puerta de entrada de la casa del anciano, y aunque no les gustó cómo se reflejaba la luna en las piedras pintadas que se veían por entre las ramas en flor de los retorcidos árboles, tenían cosas en qué pensar más importantes que dejar volar su imaginación con manidas supersticiones. Temían que fuese una tarea desagradable hacerle soltar la lengua al Terrible Anciano para averiguar el paradero de su oro y plata, pues los viejos lobos marinos son particularmente testarudos y perversos. En cualquier caso, se trataba de alguien muy anciano y endeble, y ellos eran dos personas que iban a visitarlo. Los señores Ricci y Silva eran expertos en el arte de volver volubles a los tercos, y los gritos de un débil y más que venerable anciano no son difíciles de sofocar. Así que se acercaron hasta la única ventana alumbrada y escucharon cómo el Terrible Anciano hablaba en tono infantil a sus botellas con péndulos. Se pusieron sendas máscaras y llamaron con delicadeza en la descolorida puerta de roble. La espera le pareció muy larga al señor Czanek, que se agitaba inquieto en el coche aparcado junto a la verja posterior de la casa del Terrible Anciano, en la Calle Ship. Era una persona más impresionable de lo normal, y no le gustaron nada los espantosos gritos que había oído en la mansión momentos antes de la hora fijada para iniciar la operación. ¿No les había dicho a sus compañeros que trataran con el mayor cuidado al pobre y viejo lobo de mar? Presa de los nervios observaba la estrecha puerta de roble en el alto muro de piedra cubierto de hiedra. No cesaba de consultar el reloj, y se preguntaba por los motivos del retraso. ¿Habría muerto el anciano antes de revelar dónde se ocultaba el tesoro, y habría sido necesario proceder a un registro completo? Al señor Czanek no le gustaba esperar tanto a oscuras en semejante lugar. Al poco, llegó hasta él el ruido de unas ligeras pisadas o golpes en el paseo que había dentro de la finca, oyó cómo alguien manoseaba desmañadamente, aunque con suavidad, en el herrumbroso pastillo, y vio cómo se abría la pesada puerta. Y al pálido resplandor del único y mortecino farol que alumbraba la calle aguzó la vista en un intento por comprobar qué habían sacado sus compañeros de aquella siniestra mansión que se vislumbraba tan cerca. Pero no vio lo que esperaba. Allí no estaban ni por asomo sus compañeros, sino el Terrible Anciano que se apoyaba con aire tranquilo en su nudoso cayado y sonreía malignamente. El señor Czanek no se había fijado hasta entonces en el color de los ojos de aquel hombre; ahora podía ver que era amarillos. Las pequeñas cosas producen grandes conmociones en las ciudades provincianas. Tal es el motivo de que los vecinos de Kingsport hablasen a lo largo de toda aquella primavera y el verano siguiente de los tres cuerpos sin identificar, horriblemente mutilados -como si hubieran recibido múltiples cuchilladas- y horriblemente triturados -como si hubieran sido objeto de las pisadas de muchas botas despiadadas- que la marea arrojó a tierra. Y algunos hasta hablaron de cosas tan triviales como el coche abandonado que se encontró en la Calle Ship, o de ciertos gritos harto inhumanos, probablemente de un animal extraviado o de un pájaro inmigrante, escuchados durante la noche por los vecinos que no podían conciliar el sueño. Pero el Terrible Anciano no prestaba la menor atención a los chismes que corrían por el pacífico pueblo. Era reservado por naturaleza, y cuando se es anciano y se tiene una salud delicada la reserva es doblemente marcada. Además, un lobo marino tan anciano debe haber presenciado multitud de cosas mucho más emocionantes en los lejanos días de su ya casi olvidada juventud
En la cripta [Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
Dedicado a C.W. Smith, que sugirió la idea central
Nada más absurdo, a mi juicio, que esa tópica asociación entre lo hogareño y lo saludable que parece impregnar la sicología de la multitud. Mencione usted un bucólico paraje yanqui, un grueso y chapucero enterrador de pueblo y un descuidado contratiempo con una tumba, y ningún lector esperará otra cosa que un relato cómico, divertido pero grotesco. Dios sabe, empero, que la prosaica historia que la muerte de George Birch me permite contar tiene, en sí misma, ciertos elementos que hacen que la más oscura de las comedias resulte luminosa. Birch quedó impedido y cambió de negocio en 1881, aunque nunca comentaba el asunto si es que podía evitarlo. Tampoco lo hacía su viejo médico, el doctor Davis, que murió hace años. Se acepta generalmente que su dolencia y daños fueron resultado de un desafortunado resbalón por el que Birch quedó encerrado durante nueve horas en el mortuorio cementerio de Peck Valley, logrando salir sólo mediante toscos y destructivos métodos. Pero mientras que esto es una verdad de la que nadie duda, había otros y más negros aspectos sobre los que el hombre solía murmurar en sus delirios de borracho, cerca de su final. Se confió a mí porque yo era médico, y porque probablemente sentía la necesidad de hablar con alguien después de la muerte de Davis. Era soltero y carecía completamente de parientes. Birch, antes de 1881, era el enterrador municipal de Peck Valley, siendo un rústico y primitivo, incluso para como puede ser ese tipo de gente. Lo que he oído sobre sus métodos resulta increíble, al menos para una ciudad, e incluso Peck Valley se habría estremecido de haber conocido la dudosa ética de sus artes mortuorias en materias tan escabrosas como el apropiarse de los forros, invisibles bajo la tapa del ataúd, o el grado de dignidad que daba al disponer y adaptar los miembros no visibles de sus inquilinos sin vida a unos recipientes no siempre calculados con exactitud precisa. Más concretamente, Birch era dejado, insensible y profesionalmente indeseable, aunque no creo que fuera mala persona. Era, sencillamente, tosco de temperamento y profesión… bruto, descuidado y borracho, y así lo probaba su fácil tendencia a los accidentes, así como su carencia de esos mínimos de imaginación que mantiene el ciudadano medio dentro de ciertos límites fijados por el buen gusto. No sabría decir cuándo comienza la historia de Birch, ya que no soy un relator avezado. Supongo que puede empezar en el frío diciembre de 1880, cuando el terreno se heló y los sepultureros descubrieron que no podían cavar más tumbas hasta la primavera. Afortunadamente, el pueblo era pequeño y las muertes bastante escasas, por lo que fue imposible dar a todas las cargas inanimadas de Birch un paraíso temporal en el simple y anticuado mortuorio. El enterrador se volvió doblemente perezoso con aquel tiempo amargo y pareció sobrepasarse a sí mismo en descuido. Nunca había colocado juntos tantos ataúdes flojos y contrahechos, o abandonado más flagrantemente el cuidado del oxidado cerrojo de la puerta del mortuorio, que abría y cerraba a portazos, con el más negligente abandono.
Al fin llegó el deshielo de primavera y las tumbas fueron laboriosamente habilitadas para los nueve silenciosos frutos del espantoso cosechero que les aguardaba en la tumba. Birch, aun temiendo el fastidio de remover y enterrar, comenzó a trasladarlos una desagradable mañana de abril, pero se detuvo, tras depositar a un mortal inquilino en su eterno descanso, por culpa de una tremenda lluvia que pareció irritar a su caballo. El cadáver era el de Darius Park, el nonagenario, cuya tumba no estaba lejos del mortuorio. Birch decidió que, el día siguiente, empezaría con el viejo Matthew Fenner, cuya tumba también se encontraba cerca; pero la verdad es que pospuso el asunto por tres días, no volviendo al trabajo hasta el día 15, Viernes Santo. No siendo supersticioso, no se fijó en la fecha, aunque tras lo que pasó se negó siempre a hacer algo de importancia en ese fatídico sexto día de la semana. Desde luego, los sucesos de aquella noche cambiaron enormemente a George Birch. La tarde del 15 de abril, viernes, Birch se dirigió a la tumba con caballo y carro, dispuesto a trasladar el cuerpo de Matthew Fenner. Él admite que en aquellos momentos no estaba del todo sobrio, aunque entonces no se daba tan plenamente a la bebida como haría más tarde, tratando de olvidar ciertas cosas. Se encontraba sólo lo bastante mareado y descuidado como para fastidiar a su sensible caballo, sofrenándolo junto al mortuorio, por lo que éste relinchó y piafó y se agitó, tal como lo hiciera la ocasión anterior, cuando le molestó la lluvia. El día era claro, pero se había levantado un fuerte viento, y Birch se alegró de contar con refugio mientras corría el cerrojo de hierro y entraba en el vestíbulo de la cripta. Otro no podría haber soportado la húmeda y olorosa estancia, con los ocho ataúdes descuidadamente colocados, pero Birch, en aquellos días, era insensible y sólo cuidaba de poner el ataúd correcto en la tumba correspondiente. No había olvidado las críticas suscitadas por los parientes de Hannah Bixby cuando, deseando transportar el cuerpo de ésta al cementerio de la ciudad a la que se habían mudado, encontraron en la caja al juez Capwell bajo su lápida. La luz era tenue, pero la vista de Birch era buena y no cogió por error el ataúd de Asaph Sawyer, a pesar de que era muy similar. De hecho, había fabricado aquella caja para Matthew Fenner, pero la dejó a un lado, por ser demasiado tosca y endeble, en un rapto de curioso sentimentalismo provocado por el recuerdo de cuán amable y generoso fue con él el pequeño anciano durante su bancarrota, cinco años antes. Había dado al viejo Matt lo mejor que su habilidad podía crear, pero era lo bastante ahorrativo como para guardarse el ejemplar desechado y usarlo cuando Asaph Sawyer murió de fiebres malignas. Sawyer no era un hombre amable y se contaban muchas historias sobre su casi inhumano temperamento vengativo y su tenaz memoria para ofensas reales o fingidas. Con él, Birch no sintió remordimientos cuando le asignó el destartalado ataúd que ahora apartaba de su camino, buscando la caja de Fenner. Fue justo al reconocer el ataúd del viejo Matt cuando la puerta se cerró de un portazo, empujada por el viento, dejándolo en una penumbra aún más profunda que la de antes. El angosto tragaluz admitía sólo el paso de los más débiles rayos, y el ventiladero sobre su cabeza virtualmente ninguna, así que se vio obligado a un profano palpar mientras hacía un trastabilleante camino entre las cajas, rumbo al pestillo. En esa penumbra fúnebre agitó el mohoso pomo, empujó las planchas de hierro y se preguntó por qué el enorme portón se había vuelto repentinamente tan recalcitrante. En ese crepúsculo, además, comenzó a comprender la verdad y gritó en voz alta, mientras su caballo, fuera, no pudo más que darle una réplica, aunque poco amistosa. Porque el pestillo tanto tiempo descuidado se había roto sin duda, dejando al descuidado enterrador atrapado en la cripta, víctima de su propia desidia.
Aquello debió suceder sobre las tres y media de la tarde. Birch, siendo de temperamento flemático y práctico, no gritó durante mucho tiempo, sino que procedió a buscar algunas herramientas que recordaba haber visto en una esquina de la sala. Es dudoso que sintiera todo el horror y lo horripilante de su posición, pero el solo hecho de verse atrapado tan lejos de los caminos transitados por los hombres era suficiente para exasperarlo por completo. Su trabajo diurno se había visto tristemente interrumpido, y a no ser que la suerte llevase en aquellos momentos a algún caminante hasta las cercanías, debería quedarse allí toda la noche o más tarde. Pronto apareció el montón de herramientas y, seleccionando martillo y cincel, Birch regresó, entre los ataúdes, a la puerta. El aire había comenzado a ser excesivamente malsano, pero no prestó atención a este detalle mientras se afanaba, medio a tientas, contra el pesado y corroído metal del pestillo. Hubiera dado lo que fuera por tener una linterna o un cabo de vela, pero, careciendo de ambos, chapuceaba como podía, medio a ciegas. Cuando se cercioró de que el pestillo estaba bloqueado sin remisión, al menos para herramientas tan rudimentarias y bajo tales condiciones tenebrosas de luz, Birch buscó alrededor otra forma de escapar. La cripta había sido excavada en una ladera, por lo que el angosto túnel de ventilación del techo corría a través de algunos metros de tierra, haciendo que esta dirección fuera inútil de considerar. Sobre la puerta, no obstante, el tragaluz alto y en forma de hendidura, situado en la fachada de ladrillo, dejaba pensar en que podría ser ensanchado por un trabajador diligente, de ahí que sus ojos se demoraran largo rato sobre él mientras se estrujaba el cerebro buscando métodos de escapatoria. No había nada parecido a una escalera en aquella tumba, y los nichos para ataúdes situados a los lados y el fondo -que Birch apenas se molestaba en utilizar- no permitían trepar hasta encima de la puerta. Sólo los mismos ataúdes quedaban como potenciales peldaños, y, mientras consideraba aquello, especuló sobre la mejor forma de colocarlos. Tres ataúdes de altura, supuso, permitirían alcanzar el tragaluz, pero lo haría mejor con cuatro, lo más estable posible. Mientras lo planeaba, no pudo por menos que desear que las unidades de su planeada escalera hubieran sido hechas con firmeza. Que hubiera tenido la suficiente imaginación como para desear que estuvieran vacías, ya resultaba más dudosa. Finalmente, decidió colocar una base de tres, paralelos al muro, para colocar sobre ellos dos pisos de dos y, encima de éstos, uno solo que serviría de plataforma. Tal estructura permitiría el ascenso con un mínimo de problemas y daría la deseada altura. Aún mejor, pensó, podría utilizar sólo dos cajas de base para soportar todo, dejando uno libre, que podría ser colocado en lo alto en caso de que tal forma de escape necesitase aún mayor altitud. Y, de esta forma, el prisionero se esforzó en aquel crepúsculo, desplazando los inertes restos de mortalidad sin la menor ceremonia, mientras su Torre de Babel en miniatura iba ascendiendo piso a piso. Algunos de los ataúdes comenzaron a rajarse bajo el esfuerzo del ascenso, y él decidió dejar el sólidamente construido ataúd del pequeño Matthew Fenner para la cúspide, de forma que sus pies tuvieran una superficie tan sólida como fuera posible. En la escasa luz había que confiar ante todo en el tacto para seleccionar la caja adecuada y, de hecho, la encontró por accidente, ya que llegó a sus manos como a través de alguna extraña volición, después de que la hubiera colocado inadvertidamente junto a otra en el tercer piso. Al cabo, la torre estuvo acabada, y sus fatigados brazos descansaron un rato, durante el que se sentó en el último peldaño de su espantable artefacto; luego, Birch ascendió cautelosamente con sus herramientas y se detuvo frente al angosto tragaluz. Los bordes eran totalmente de ladrillo y había pocas dudas de que, con unos pocos golpes de cincel, se abriría
lo bastante como para permitir el paso de su cuerpo. Mientras comenzaba a golpear con el martillo, el caballo, fuera, relinchaba en un tono que podría haber sido tanto de aliento como de burla. Cualquiera de los dos supuestos hubiera sido apropiado, ya que la inesperada tenacidad de la albañilería, fácil a simple vista, resultaba sin duda sardónicamente ilustrativa de la vanidad de los anhelos de los mortales, aparte de motivo de una tarea cuya ejecución necesitaba cada estímulo posible. Llegó el anochecer y encontró a Birch aún pugnando. Trabajaba ahora sobre todo el tacto, ya que nuevas nubes cubrieron la luna y, aunque los progresos eran todavía lentos, se sentía envalentonado por sus avances en lo alto y lo bajo de la abertura. Estaba seguro de que podría tenerlo listo a medianoche… aunque era una característica suya el que esto no contuviera para él implicaciones temibles. Ajeno a opresivas reflexiones sobre la hora, el lugar y la compañía que tenía bajo sus pies, despedazaba filosóficamente el muro de piedra, maldiciendo cuando lo alcanzaba un fragmento en el rostro, y riéndose cuando alguno daba en el cada vez más excitado caballo que piafaba cerca del ciprés. Al final, el agujero fue lo bastante grande como para intentar pasar el cuerpo por él, agitándose hasta que los ataúdes se mecieron y crujieron bajo sus pies. Descubrió que no necesitaba apilar otro para conseguir la altura adecuada, ya que el agujero se encontraba exactamente en el nivel apropiado, siendo posible usarlo tan pronto como el tamaño así lo permitiera. Debía ser ya la medianoche cuando Birch decidió que podía atravesar el tragaluz. Cansado y sudando, a pesar de los muchos descansos, bajó al suelo y se sentó un momento en la caja del fondo a tomar fuerzas para el esfuerzo final de arrastrarse y saltar al exterior. El hambriento caballo estaba relinchando repetidamente y de forma casi extraña, y él deseó vagamente que parara. Se sentía curiosamente desazonado por su inminente escapatoria y casi espantado de intentarlo, ya que su físico tenía la indolente corpulencia de la temprana media edad. Mientras ascendía por los astillados ataúdes sintió con intensidad su peso, especialmente cuando, tras llegar al de más arriba, escuchó ese agravado crujir que presagiaba la fractura total de la madera. Al parecer, había planificado en vano elegir el más sólido de los ataúdes para la plataforma, ya que, apenas apoyó todo su peso de nuevo sobre esa pútrida tapa, ésta cedió, hundiéndole medio metro sobre algo que no quería ni imaginar. Enloquecido por el sonido, o por el hedor que se expandió al aire libre, el caballo lanzó un alarido que era demasiado frenético para un relincho, y se lanzó enloquecido a través de la noche, con la carreta traqueteando enloquecidamente a su zaga. Birch, en esa espantosa situación, se encontraba ahora demasiado abajo para un fácil ascenso hacia el agrandado tragaluz, pero acumuló energías para un intento concreto. Asiendo los bordes de la abertura, trataba de auparse cuando notó un extraño impedimento en forma de una especie de tirón en sus dos tobillos. Enseguida sintió miedo por primera vez en la noche, ya que, aunque pugnaba, no conseguía librarse del desconocido agarrón que hacía presa de sus tobillos en entorpecedora cautividad. Horribles dolores, como de salvajes heridas, le laceraron las pantorrillas, y en su mente se produjo un remolino de espanto mezclado con un inamovible materialismo que sugería astillas, clavos sueltos y similares, propios de una caja rota de madera. Quizás gritó. Y en todo momento pateaba y se debatía frenética y casi automáticamente mientras su conciencia casi se eclipsaba en un medio desmayo. El instinto guió su deslizamiento a través del tragaluz, y, en el arrastrar que siguió, cayó con un golpetazo sobre el húmedo terreno. No podía caminar, al parecer, y la emergente luna
debió presenciar una horrible visión mientras él arrastraba sus sangrantes tobillos hacia la portería del cementerio; los dedos hundiéndose en el negro mantillo, apresurándose sin pensar, y el cuerpo respondiendo con una enloquecedora lentitud que se sufre cuando uno es perseguido por los fantasmas de la pesadilla. No obstante, era evidente que no había perseguidor alguno, ya que se encontraba solo y vivo cuando Armington, el guarda, respondió a sus débiles arañazos en la puerta. Armington ayudó a Birch a llegar a una cama disponible y envió a su hijo pequeño, Edwin, a buscar al doctor Davis. El herido estaba plenamente consciente, pero no pudo decir nada coherente, sino simplemente musitar: “¡Ah, mis tobillos!” “Déjame” o “Encerrado en la tumba”. Luego llegó el doctor con su maletín, hizo algunas preguntas escuetas y quitó al paciente la ropa, los zapatos y los calcetines. Las heridas, ya que ambos tobillos estaban espantosamente lacerados en torno a los tendones de Aquiles, parecieron desconcertar sobremanera al viejo médico y, por último, casi espantarlo. Su interrogatorio se hizo más que médicamente tenso, y sus manos temblaban al curar los miembros lacerados, vendándolos como si desease perder de vista las heridas lo antes posible. Siendo, como era Davis, un doctor frío e impersonal, el ominoso y espantoso interrogatorio resultó de lo más extraño, intentando arrancar al fatigado enterrador cada mínimo detalle de su horrible experiencia. Se encontraba tremendamente ansioso de saber si Birch estaba seguro -absolutamente seguro- de que era el ataúd de Fenner en la penumbra, y de cómo había distinguido éste del duplicado de inferior calidad del ruin de Asaph Sawyer. ¿Podría la sólida caja de Fenner ceder tan fácilmente? Davis, un profesional con larga experiencia en el pueblo, había estado en ambos funerales, aparte de haber atendido a Fenner como a Sawyer en su última enfermedad. Incluso se había preguntado, en el funeral de éste último, cómo el vengativo granjero podría caber en una caja tan acorde al diminuto Fenner. Davis se fue el cabo de dos horas largas, urgiendo a Birch a insistir en todo momento que sus heridas eran producto enteramente de clavos sueltos y madera astillada. ¿Qué más, añadió, podría probarse o creerse en cualquier caso? Pero haría bien en decir tan poco como pudiera y en no dejar que otro médico tratase sus heridas. Birch tuvo en cuenta tal recomendación el resto de su vida, hasta que me contó la historia, y cuando vi las cicatrices -antiguas y desvaídas como eran- convine en que había obrado juiciosamente. Quedó cojo para siempre, porque los grandes tendones fueron dañados, pero creo que mayor fue la cojera de su espíritu. Su forma de pensar, otrora flemática y lógica, estaba indeleblemente afectada y resultaba penoso notar su respuesta a ciertas alusiones fortuitas como “viernes”, “tumba”, “ataúd”, y palabras de menos obvia relación. Su espantado caballo había vuelto a casa, pero su ingenio nunca lo hizo. Cambió de negocio, pero siempre anduvo recomido por algo. Podía ser sólo miedo, o miedo mezclado con una extraña y tardía clase de remordimiento por antiguas atrocidades cometidas. La bebida, claro, sólo agravó lo que trataba de aliviar. Cuando el doctor Davis dejó a Birch esa noche, tomó una linterna y fue al viejo mortuorio. La luna brillaba en los dispersos trozos de ladrillo y en la roída fachada, así como en el picaporte de la gran puerta, lista para abrirse con un toque desde el exterior. Fortificado por antiguas ordalías en salas de disección, el doctor entró y miró alrededor, conteniendo la náusea corporal y espiritual ante todo lo que tenía ante la vista y el olfato. Gritó una vez, y luego lanzó un boqueo que era más terrible que cualquier grito. Después huyó a la casa y
rompió las reglas de su profesión alzando y sacudiendo a su paciente, lanzándole una serie de estremecedores susurros que punzaron en sus oídos como el siseo del vitriolo. -¡Era el ataúd de Asaph, Birch, tal como pensaba! Conozco sus dientes, con esa falta de incisivos superiores… ¡Nunca, por dios, muestre esas heridas! El cuerpo estaba bastante corrompido, pero si alguna vez he visto un rostro vengativo… o lo que fue un rostro… ya sabe que era como un demonio vengativo… cómo arruinó al viejo Raymond treinta años después de su pleito de lindes, y cómo pateó al perrillo que quiso morderlo el agosto pasado… era el demonio encarnado, Birch, y creo que su afán de revancha puede vencer a la misma Madre Muerte. ¡Dios mío, qué rabia! ¡No quiero ni pensar en que se hubiera fijado en mí! -¿Por qué lo hizo, Birch? Era un canalla, y no le reprocho que le diera un ataúd de segunda, ¡pero fue demasiado lejos! Bastante tenía con apretujarlo de alguna manera ahí, pero usted sabía cuán pequeño de cuerpo era el viejo Fenner. -Nunca podré borrar esa imagen de mis ojos mientras viva. Usted debió de patalear fuerte, porque el ataúd de Asaph estaba en el suelo. Su cabeza se había roto y todo estaba desparramado. Mira que he visto cosas, pero eso era demasiado. ¡Ojo por ojo! Cielos, Birch, usted se lo buscó. La calavera me revolvió el estómago, pero lo otro era peor… ¡Esos tobillos aserrados para hacerle caber en el ataúd desechado de Matt Fenner!
Ex oblivione [Cuento - Texto completo.]
H. P. Lovecraft
Cuando me llegaron los últimos días, y las feas trivialidades de la vida me hundieron en la locura como esas gotas de agua que el torturador deja caer sin cesar sobre un punto del cuerpo de su víctima, dormir se convirtió para mí en un refugio luminoso. En mis sueños encontré un poco de la belleza que había buscado en vano durante la vida, y pude vagar por viejos jardines y bosques encantados. Una vez en que el viento era suave y fragante oí la llamada del sur, y navegué interminable y lánguidamente bajo extrañas estrellas. Otra vez en que caía mansa la lluvia navegué tierra adentro por un río sin sol, hasta que llegué a un mundo de crepúsculo púrpura, emparrados iridiscentes y rosas imperecederas. Y otra anduve por un valle dorado que conducía a umbríos bosquecillos y ruinas, y terminaba en un enorme muro verde con parras antiguas, y un pequeño acceso con puerta de bronce. Muchas veces recorrí ese valle; y cada vez me demoraba más en él, en una media luz espectral donde los árboles gigantescos se retorcían grotescamente, y el suelo gris se extendía húmedo de tronco a tronco, dejando al descubierto sillares de templos enterrados. Y siempre la meta de mis quimeras era el muro cubierto de vid y la puerta de bronce.
Algún tiempo después, a medida que los días vigiles se iban haciendo menos soportables por monótonos y grises, vagué a menudo en hipnótica paz por el valle y por los umbríos bosquecillos; y me preguntaba cómo podría adoptar estos parajes como morada eterna, de manera que nunca más tuviese que volver a un mundo insulso y falto de interés y de colores nuevos. Y al mirar la pequeña puerta del muro poderoso, me di cuenta de que al otro lado se extendía una región de ensueño de la que, una vez que se entrara, no habría regreso. Así que por las noches, en sueños, trataba de encontrar el cerrojo de la cancela del templo cubierto de hiedra, aunque estaba muy oculto. Y me decía que el reino del otro lado del muro no sólo era más duradero, sino también más hermoso y radiante. Más tarde, una noche, descubrí en la ciudad onírica de Zakarion un papiro amarillento repleto de pensamientos de los sabios que habitaban desde antiguo esa ciudad, y eran demasiado sabios para haber nacido en el mundo vigil. En él había escritas muchas cosas sobre el mundo de los sueños, entre ellas el saber sobre un valle dorado y un bosquecillo sagrado con templos, y un gran muro con una abertura cerrada por una pequeña puerta de bronce. Cuando fui consciente de esto, comprendí que se refería a los escenarios que había frecuentado; así que me enfrasqué en la lectura del papiro amarillento. Algunos de estos sabios soñados hablaban con deslumbramiento de las maravillas del otro lado de la puerta sin retorno, si bien otros lo hacían con horror y decepción. No sabía qué creer; aunque anhelaba cada vez más entrar definitivamente en el país desconocido; porque la duda y el misterio son el más irresistible de los señuelos, y ningún nuevo horror puede ser más terrible que la tortura diaria de la vulgaridad. Así que cuando supe de una droga que abría la cancela y permitía cruzar adentro, decidí tomarla tan pronto despertase. Anoche la tomé y, en su sueño, recorrí flotando el valle y los bosquecillos umbríos; y al llegar esta vez al muro antiguo, vi que la pequeña puerta de bronce estaba entornada. Del otro lado llegaba un resplandor que iluminaba espectralmente los árboles gigantescos y seguí desplazándome musicalmente, expectante de las glorias del país del que nunca volvería . Pero en cuanto la puerta se abrió más, y el embrujo de la droga y el sueño me empujaron por ella, supe que todas las glorias y visiones habían terminado; porque en ese nuevo reino no había ni tierra ni mar, sino sólo el blanco vacío del espacio ilimitado y desierto. Así, más dichoso de lo que nunca había osado esperar, me disolví nuevamente en esa infinitud original de olvido cristalino de la que el demonio Vida me había sacado por una hora breve y desolada. FIN
HAY QUE AGUANTAR A LOS NIÑOS STEPHEN KING
Su nombre era señorita Sydley, de profesión maestra.
Era una mujer menuda que tenía que ergirse para poder escribir en el punto más alto de la pizarra, como hacía en aquel preciso instante. Tras ella ninguno de los niños reía ni susurraba, ni picaba a escondida ningún dulce que sostuviera en la mano. Conocían demasiado bien los instintos asesinos de la señorita Sydley. La señorita Sydley siempre sabía quién estaba mascando chicle en la parte trasera de la clase, quién guardaba una tirachinas en el bolsillo, quién quería ir al lavabo para intercambiar cromos de béisbol en lugar de hacer sus necesidades. Al igual que Dios, siempre parecía saberlo todo al mismo tiempo. Su cabello se estaba tornando gris, y el aparato que llevaba para enderezar se maltrecha espalda se dibujaba con toda claridad bajo el vestido estampado. Una mujer menuda, atenazada por constantes sufrimientos; una mujer con ojos de pedernal. Pero la temían. Su afilada lengua era una leyenda en el patio de la escuela. Al clavarse en un alumno que reía o susurraba, sus ojos podían convertir las rodillas más robustas en pura gelatina. En aquel momento, mientras apuntaba en la pizarra la lista de palabras que tocaba deletrear, la maestra se dijo que el éxito de su larga carrera docente podía resumirse y confirmarse mediante aquel gesto tan cotidiano. Podía volver la espalda a sus alumnos con toda tranquilidad. -Vacaciones- anunció mientras escribía la palabra en la pizarra con su letra firme y prosaica-. Edward, haz una frase con la palabra vacaciones, por favor. - Fui de vacaciones a Nueva York - recitó Edward. A continuación, repitió la palabra con todo cuidado, tal como les había enseñado la señorita Sydley. Muy bien Edward- aprobó la maestra mientras escribía la siguiente palabra. Tenía sus pequeños trucos, por supuesto. Estaba del todo convencida de que el éxito dependía tanto de los pequeños detalles como de las grandes acciones. Aplicaba aquel principio en todo momento, y lo cierto era que nunca fallaba.
Uno de sus pequeños trucos consistía en el modo en que utilizaba las gafas. Toda la clase quedaba reflejada en sus gruesos cristales, y siempre tenía una leve punzada de regocijo al ver sus rostros culpables y asustados cuando los sorprendía en alguna de sus malvados jueguecitos. En aquel momento, distinguió a través de sus gafas la imagen distorsionada y fantasmal de Robert. El chico estaba arrugando la nariz. La señorita Sydley no habló. Todavía no. Robert se ahorcaría por sí solo si le daban un poco más de cuerda. -Mañana- articuló con toda claridad-. Robert, haz una frase con la palabra mañana, por favor. Robert frunció el ceño mientras se concentraba. La clase estaba silenciosa y adormilada aquél caluroso día de finales de septiembre. El reloj eléctrico que pendía de la puerta indicaba que todavía quedaba media hora para que sonara el timbre de las tres, y lo único que impedía que las jóvenes cabezas cayeran sobre sus libros de ortografía era la silenciosa y terrible amenaza que representaba la espalda de la señorita Sydley. -Estoy esperando, Robert. -Mañana pasará algo malo- repuso Robert. Las palabras eran inofensivas, pero a la señorita Sydley, que había desarrollado el séptimo sentido propio de todos los docentes estrictos, no le gustaron ni pizca. -Ma-ña-na- terminó Robert, tal como le habían enseñado. Mantenía las manos unidas sobre el pupitre y en aquel momento volvió a arrugar la nariz. Al mismo tiempo, esbozó una pequeña sonrisa torva. De pronto, la señorita Sydley tuvo la certeza de que Robert conocía el pequeño truco de las gafas. Muy bien, de acuerdo. Empezó a escribir la siguiente palabra en la pizarra sin regañar a Robert, dejando que su cuerpo erguido transmitiera su propio mensaje. Mientras escribía, observaba atentamente a Robert con un ojo. El chiquillo no tardaría en sacarle la lengua o hacer aquel asqueroso gesto con el dedo
que todos los niños e incluso las niñas conocían, a fin de comprobar si la maestra sabía lo que estaba haciendo. Y entonces sería castigado. El reflejo de Robert era pequeño, fantasmal, distorsionado. La señorita Sydley apenas prestaba atención a la palabra que estaba escribiendo en la pizarra. De pronto, Robert se transformó. La señorita Sydley apenas entrevió el cambio, tan sólo distinguió durante una fracción de segundos el rostro de Robert mientras se transformaba en algo... diferente. Se volvió con brusquedad, con el rostro pálido, ignorando la punzada de dolor que le acometió en la espalda. Robert la miraba con expresión inocente y perpleja. Sus manos seguían unidas sobre la mesa. En su cogote se apreciaban los primeros indicios de un remolino. No parecía asustado. «Ha sido fruto de mi imaginación -se dijo la maestra-. Estaba buscando algo, y mi mente me ha jugado una mala pasada. Parece absolutamente inocente... sin embargo...» -¿Robert? Pretendía que su voz sonara autoritaria, que tuviera un timbre que impulsara a Robert a confesar. Pero no lo logró. -¿Si señorita Sydley? Sus ojos eran de color castaño oscuro, como el lodo que yace en el fondo de un río de cauce lento. -Nada. Se volvió de nuevo hacia la pizarra. Un murmullo apenas audible recorrió el aula. -¡Silencio!- ordenó al tiempo que se daba la vuelta-. Otro sonido y nos quedaremos todos después de la clase.
Se había dirigido a toda la clase, pero, de hecho, su mirada permanecía clavada en Robert, quién se la devolvió con infantil inocencia. «Quién ¿yo? yo no, señorita Sydley.» La maestra se volvió a la pizarra y empezó a escribir sin espiar a través de sus gafas. La última media hora se le antojó interminable, y tuvo la sensación de que Robert le lanzaba una mirada extraña al salir de la clase. Una mirada que parecía decir: «Tenemos un secreto ¿eh?.» No podía apartar de sí aquella mirada. Permanecía clavada en su mente, como un trocito de ternera que se le hubiera quedado entre dos muelas, un grano de arena que parecía una montaña. Cuando se dispuso a tomar su solitaria cena, consistente en huevos escalfados y tostadas, todavía la atenazaba aquella imagen. Sabía que estaba envejeciendo, y lo aceptaba con serenidad. No sería una de aquellas maestras solteronas que patalean y gritan cuando las sacan a rastras de sus clases al llegar el momento de la jubilación. Le recordaban a los jugadores incapaces de apartarse de la mesa del juego cuando van perdiendo. Pero ella no iba perdiendo. Siempre había sido una ganadora. Bajó la vista hacia los huevos escalfados. ¿Verdad? Pensó en los limpios rostros de sus alumnos de tercero, y decidió que el de Robert sobresalía sobre los demás. Se levanto y encendió otra luz. Más tarde, justo antes de dormirse, el rostro de Robert apareció ante ella, esbozando una desagradable sonrisa en la oscuridad que se extendía tras sus párpados cerrados. El rostro empezó a transformarse... Pero antes de que pudiera distinguir en qué se estaba convirtiendo aquel rostro, se sumió en las tinieblas del sueño. La señorita Sydley pasó una noche inquieta, por lo que al día siguiente se mostró brusca y malhumorada. Estaba a la expectativa, casi
esperando que alguien susurrara, riera o tal vez pasara una nota al compañero. Pero la clase permaneció en silencio... en un profundo silencio. Todos los alumnos la miraban sin expresión, y la maestra casi sentía el peso de sus miradas sobre ella, como si se tratara de hormigas ciegas que se pasaran por su cuerpo. «¡Basta! -se dijo con severidad-. Te estas comportando como una chiquilla asustadiza que acaba de salir de la escuela de maestros.» Una vez más, el día se le antojó eterno, y creyó sentirse más aliviada qué sus alumnos cuando el timbre anunció el final de las clases. Los niños se alinearon en filas junto a la puerta, niños y niñas ordenados por estatura y cogidos de la mano. -Podéis retiraos- dijo y se quedó escuchando con amargura los gritos de los niños que corrían por el pasillo y salían a disfrutar del brillante sol. «¿Qué era lo que vi cuando se transformó? Algo bulboso. Algo que relucía. Algo que me miraba fijamente, si, me miraba fijamente y sonreía y no era un niño, desde luego que no. Era viejo y malvado y... » -¿Señorita Sydley? La maestra alzó la cabeza con brusquedad y de sus labios escapó una pequeña exclamación involuntaria. Era el señor Hanning. -No pretendía asustarla- dijo el hombre con una sonrisa de disculpa. -No se preocupe- Repuso la maestra en un tono más hosco del que pretendía dar a sus palabras. ¿En que estaría pensando? ¿Qué era lo que pasaba? -¿Le importaría comprobar si hay toallas de papel en el lavabo de chicas? -Ahora mismo voy. La maestra se incorporó mientras se llevaba las manos a la parte baja de la espalda. El señor Hanning la contempló con expresión compasiva. «No
se esfuerce-pensó la señorita Sydley-. A la solterona no le divierte esto en lo absoluto. Ni siquiera le interesa.» Pasó junto al señor Hanning y se dirigió al lavabo de chicas. Las risas de unos chicos que llevaban maltrechos accesorios de béisbol se apagaron al acercarse ella. Los chicos salieron con expresión culpable antes de reanudar sus carcajadas y gritos en el patio. La señorita Sydley frunció el ceño mientras pensaba que los niños habían sido distintos en sus tiempos. No más corteses, pues los niños nunca habían sido corteses, y no precisamente más respetuosos con los adultos; pero se apreciaba una suerte de hipocresía que nunca había existido. Un sonriente silencio en presencia de los adultos que nunca había existido. Una suerte de desprecio silencioso que resultaba molesto e inquietante. Como si... «¿Se ocultaran detrás de las máscaras? ¿Es eso?» Apartó de sí aquel pensamiento y entró en el baño. Se trataba de una estancia pequeña en forma de L. Los retretes estaban alineados a lo largo del brazo mas largo, mientras que los lavabos se extendían a lo largo de la parte más corta de la habitación. Mientras inspeccionaba los recipientes de la toalla de papel, divisó su imagen reflejada en uno de los espejos, y quedó petrificada al contemplarse con mayor detalle. No le gustó nada lo que vio... ni pizca. Percibió una mirada que no había tenido dos días antes, una mirada temerosa, vigilante. Con un sobresalto, se dio cuenta de que el reflejo borroso del rostro pálido y respetuoso de Robert se había adueñado de ella. La puerta del baño se abrió y entraron dos niñas riendo y susurrando. Cuando estaba a punto de doblar la esquina y pasar junto a ellas, oyó que pronunciaban su nombre. Regresó a los lavabos y volvió a inspeccionar los recipientes de toallas. -Y entonces... Risitas ahogadas. -Ella lo sabe pero...
Más risitas, suaves y pegajosas como jabón fundido. -La señorita Sydley está... Se acercó un poco para ver sus sombras, difusas y borrosas a causa de la luz que se filtraba a través de las ventanas de cristales lechosos, unidas en su infantil excitación. Otro pensamiento cruzó su mente. «Ellas sabían que estaba ahí.» Sí. Sí, lo sabían. Esas pequeñas zorras lo sabían. La zarandería. Las sacudiría hasta que les castañearan los dientes y sus risas se convirtieran en aullidos; les golpearía la cabeza contra la pared de azulejos hasta que confesaran que lo sabían. En aquel momento, las sombras empezaron a transformarse. Parecieron alargarse, fluir como sebo mientras cobraban extrañas formas jorobadas que impulsaron a la señorita Sydley a retroceder hacia los lavados de porcelana, con el corazón desbocado. Pero las niñas siguieron riendo. Las voces se transformaron; dejaron de ser infantiles y se convirtieron en sonidos asexuados, desalmados y muy, muy malvados. Un sonido lento y turgente de humor salvaje que doblaba la esquina hacia ella como si del contenido de desagüe se tratara. Clavó la mirada en aquellas sombras jorobadas y de pronto, empezó a gritar. El grito siguió y siguió, hinchándose en su mente hasta adquirir proporciones dementes. Y en aquel instante, perdió el conocimiento. Las risitas, como carcajadas del diablo, las siguieron hasta las tinieblas. Por supuesto no podía contarles la verdad. La señorita Sydley lo supo desde el momento en que abrió los ojos y distinguió los rostros ansiosos del señor Hanning y la señora Crossen. Esta última sostenía bajo su nariz el frasco de sales procedente del botiquín del gimnasio. El señor Hanning se volvió y pidió a las dos niñas que observaban a la señora Sydley con curiosidad que se fueran a casa.
Las dos niñas le dedicaron una sonrisa... una sonrisa lenta, que indicaba que compartían un secreto con ella, y salieron de la escuela. Muy bien, guardaría el secreto. Durante un tiempo. No permitiría que la gente creyera que se había vuelto loca, o que los primeros tentáculos de la senilidad se habían apoderado de ella antes de tiempo. Jugaría con sus reglas hasta que estuviera en posición de desenmascararlos y arrancar el problema de raíz. -Creo que he resbalado -Explicó en tono sereno mientras se incorporaba, haciendo caso omiso del terrible dolor de la espalda que la atormentaba-. Algún charco de agua. El señor Hanning le dirigió una mirada de gratitud. La maestra se puso en pie entre tremendas punzadas de dolor. Al día siguiente, la señorita Sydley obligó a Robert a quedarse en la escuela después de clase. El muchacho no había hecho nada malo, por lo que se limitó a acusarlo de una falta imaginaria. No sintió remordimientos por ello. Era un monstruo, no un niño. Tenía que obligarlo a confesarlo. La espalda la estaba martirizando. Se dio cuenta de que Robert lo sabía y que esperaba que eso le favorecería. Pero se equivocaba. Esa era otra de sus pequeñas ventajas. La espalda le había dolido de un modo constante durante los últimos doce años, y en muchas ocasiones el dolor había sido tan intenso como en aquel momento... bueno, casi. Cerró la puerta para que ambos quedaran aislados del exterior. Durante un momento permaneció inmóvil con la mirada clavada en Robert. Esperó a que el niño bajara los ojos, pero fue en vano. Robert siguió mirándola con fijeza y de pronto, una pequeña sonrisa empezó a dibujarse en las comisuras de sus labios. Los sonidos de los demás niños en el patio parecían muy lejanos, como pertenecientes a un sueño. Solo el zumbido hipnótico del reloj de la pared era real.
-Somos bastantes -anunció Robert de pronto, como si hablara del tiempo. Ahora le tocó el turno a la señorita Sydley de permanecer en silencio. -Once en esta escuela. «Malvado -se dijo la maestra muy asombrada-. Muy malvado, increíblemente malvado.» -Los niños que dicen mentiras van al infierno - replicó con toda claridad-. Sé que muchos padres ya no se lo explican a su... prole..., pero te aseguro que es cierto, Robert. Los niños que dicen mentiras van al infierno. y Las niñas también. La sonrisa de Robert se hizo más amplia y malvada. -¿Quiere ver cómo me transformo, señorita Sydley? ¿Quiere verlo bien? Un hormigueo recorrió la espalda de la señorita Sydley. -Márchate- ordenó con brusquedad-. Y trae a tu madre o a tu padre a la escuela mañana. Entonces arreglaremos todo este asunto. Eso es. Ya volvía a pisar tierra firme. Esperó que el rostro del niño se contrajera; esperó la aparición de las lágrimas. En lugar de ello, la sonrisa de Robert se ensanchó aún más, se amplió hasta mostrar sus dientes. -Será como traemos algo a clase para explicar qué es, ¿verdad señorita Sydley? A Robert... al otro Robert... le gustaba ese juego. -Todavía está escondido en el fondo de mi cabeza-. la sonrisa se curvó en las comisuras de los labios como si de papel quemado se tratara-. A veces se pone a correr por ahí... me pica quiere que le deje salir. -Márchate- repitió la señorita Sydley en tono impávido. El zumbido del reloj se le antojaba cada vez más cercano. Robert empezó a transformarse.
De pronto, su rostro se difuminó como cera fundida. Los ojos se aplanaron y ensancharon como yema que alguien hubiese pinchado con un cuchillo, la nariz se amplió con un bostezo, la boca desapareció. La cabeza se alargó, y el cabello dejó de ser cabello para concertarse en una maraña desordenada y crispada. Robert soltó una risita ahogada. El sonido lento y cavernoso procedía de lo que había sido su nariz, pero la nariz había devorado la parte baja de su rostro; las fosas nasales se habían fundido en un solo agujero que se asemejaba a una enorme boca abierta de par en par. Robert se levantó sin dejar de reír, y tras él, la señorita Sydley distinguió los últimos vestigios del otro Robert, el chiquillo del que aquel engendro se había apoderado y que aullaba aterrorizado, rogando que lo dejaran salir de allí. La maestra echó a correr. Huyó gritando por el pasillo, y los pocos alumnos que quedaban en la escuela se volvieron para mirarla con ojos inocentes y abiertos de par en par. El señor Hanning abrió su puerta de golpe en el momento en que la maestra cruzaba la amplias puertas acristaladas de la entrada, un espantapájaros loco y gesticulante dibujado contra el brillante sol de Septiembre. El hombre la siguió a la carrera, con la nuez bailándole en la garganta. La señorita Sydley no veía ni oía nada en absoluto. Bajó a trompicones los escalones de entrada, atravesó la acera y se abalanzó sobre la calle, dejando tras de sí una intensa estela de chillidos. De pronto, se escuchó el atronador y profundo sonido de un claxon, y una fracción de segundos más tarde , el autobús se precipitó sobre ella. A través del parabrisas, el rostro del conductor aparecía contraído en una máscara de temor. Los frenos chirriaron como dragones enojados. La señorita Sydley cayó al suelo, y las enormes ruedas del vehículo se detuvieron humeantes a pocos centímetros de su cuerpo frágil y enclaustrado en la prótesis. Permaneció tendida en el suelo, temblando mientras el gentío se agolpaba a su alrededor.
Al volverse, comprobó que los niños la miraban con fijeza. Estaban colocados en un apretado círculo, como los asistentes a un entierro en torno a una tumba abierta. A la cabecera de la tumba se hallaba Robert, un pequeño sepulturero preparado para verter la primera palada de tierra sobre su rostro. La señorita Sydley clavó la mirada en los niños. Sus sombras la cubrían por entero. Sus rostros permanecían impasibles. Algunos de ellos esbozaban pequeñas sonrisas enigmáticas, y la señorita Sydley supo que no tardaría en ponerse a gritar de nuevo. En consecuencia, la señorita Sydley regresó a finales de Septiembre, dispuesta una vez más a reanudar el juego y conocedora ya de las reglas. En una ocasión, durante una vigilancia de patio, Robert se acercó a ella con una pelota de goma y una sonrisa pintada en el rostro. -Somos tantos que no lo creería-dijo-, ni usted ni nadie -añadió con una malvado guiño que la dejó petrificada-. Quiero decir, si intentara explicárselo a alguien... Una niña que jugaba en los columpios del otro lado del patio la miró con fijeza y estalló en carcajadas. La señorita Sydley dedicó a Robert una sonrisa llena de serenidad. -Pero Robert, ¿de qué estás hablando? Pero Robert siguió sonriendo mientras regresaba para incorporarse al juego. La señorita Sydley llevó la pistola a la escuela en el bolso. El arma había pertenecido a su hermano, quien se la había arrebatado a un soldado alemán muerto poco después de la batalla de Bulge. Jim llevaba diez años muerto. No había abierto la caja que contenía el arma desde hacía al menos cinco, pero cuando la abrió la vio brillar con destellos apagados. Los cartuchos de munición seguían ahí, así que se dedicó a cargar el arma tal como le había enseñado Jim.
Dedicó una agradable sonrisa a sus alumnos, en especial a Robert. Robert le devolvió la sonrisa, y la maestra distinguió el engendro que flotaba justo debajo de su piel, aquel ser fangoso, lleno de inmundicia. No tenía idea de qué era lo que anidaba debajo de la piel de Robert, y tampoco le importaba; sólo esperaba que el autentico Robert hubiera desaparecido por completo. No quería convertirse en una asesina. Decidió que el verdadero Robert debía de haber muerto o enloquecido por vivir dentro de aquella cosa sucia y serpenteante que había soltado una risita ahogada en la clase y la había obligado a lanzarse gritando a la calle. Así que, aun en caso de que estuviera vivo, liberarlo de aquel tormento constituiría un acto de misericordia. -Hoy haremos un examen -anunció la señorita Sydley. Los alumnos no gruñeron ni se removieron inquietos de sus sillas, sino que se limitaron a mirarla con fijeza. La maestra sentía el peso de sus ojos. Pesados, sofocantes. -Será un examen muy especial. Los iré llamando uno en uno al aula de mimeografía, y ahí pasaréis el examen. Después les daré un caramelo y podrán irse a casa. ¿no les parece estupendo? -Robert, tu serás el primero. Robert se levantó con su sonrisita habitual y arrugó la nariz de un modo bastante ostensible. -Sí, señorita Sydley. La maestra tomó su bolso y ambos recorrieron el amplio pasillo, pasando juntos al apagado sonido de los alumnos que recitaban la lección tras las puertas cerradas. La sala de mimeografía se hallaba al final del pasillo, junto a los lavados. La habían insonorizado dos años antes; la vieja máquina era muy antigua y ruidosa. La señorita Sydley cerró la puerta con llave una vez estuvieron dentro. -Nadie puede oírte -dijo con toda tranquilidad mientras sacaba el revolver del bolso-. Ni a tí ni a esto.
-Pero somos muchos -terció Robert con una sonrisa inocente-. Muchos más de los que hay aquí en la escuela. Posó una de sus pequeñas y limpias manos sobre la bandeja de papel del mimeógrafo. -¿Le gustaría volver a ver como me transformo? Antes de que la señorita Sydley pudiera replicar, el rostro de Robert comenzó a relucir y convertirse en la máscara grotesca que ya conocía. La maestra le disparó. Una sola vez. En la cabeza. El niño cayó hacia atrás, sobre los estantes de papel, y a continuación se deslizó hasta el suelo, un niño muerto, con un pequeño orificio negro justo por encima del ojo derecho. Tenía un aspecto patético. Regresó a la clase y los llevó a la sala uno a uno. Mató a doce alumnos, y los hubiera matado a todos si la señora Crossen no hubiera llegado a la sala en busca de un paquete de papel rayado. La señora Crossen abrió la boca de par en par y se llevó una mano a los labios. Empezó a gritar, y todavía chillaba cuando la señorita Sydley le alcanzó y le colocó una mano en el hombro. -Tenía que hacerse, Margaret -le explicó-. Es terrible pero tenía que hacerse. Son todos unos monstruos. La señora Crossen clavó la mirada en los cuerpos enfundados en alegres ropas que yacían esparcidos junto al mimeógrafo, y siguió gritando. La chiquita cuya mano sostenía la señorita Sydley empezó a llorar de un modo constante y monótono. Uaaaaahhh... Uaaaaahhh.... -Transfórmate -ordenó la señorita Sydley-. Enséñaselo a la señora Crossen. Demuéstrale que tenía que hacerse. -¡Maldita sea, transfórmate! -gritó la señorita Sydley- ¡Maldita zorra, maldita zorra sucia, repugnante y asquerosa! que dios te maldiga, ¡transfórmate!
La maestra alzó el arma. La pequeña se encogió, y en un abrir y cerrar de ojos, la señora Crossen se abalanzo sobre ella como un gato. De pronto, la espalda de la señorita Sydley cedió. No hubo juicio. Se sometió a un exhaustivo análisis, se le administraron los medicamentos más avanzados y más tarde empezó a asistir a sesiones de terapia ocupacional. Al cabo de un año, bajo estricta vigilancia, se le permitió participar en una sesión de encuentro experimental. Su nombre era Buddy Jenkins, de profesión Psiquiatra. Estaba sentado tras un espejo falso, con una carpeta en las manos, mientras observaba una habitación equipada como guardería. En la pared más alejada, una vaca saltaba sobre la luna y un ratón trepaba por un reloj. La señorita Sydley estaba en una silla de ruedas, con un libro de cuentos sobre las rodillas, rodeada de un grupo de confiados niños retrasados que sonreían y babeaban. Los niños le sonreían, babeaban y la tocaban con sus pequeños dedos mojados, siempre bajo la vigilancia de los asistentes, que permanecían atentos ante cualquier indicio de agresividad por parte de la mujer. Durante un rato, Buddy creyó que la señorita Sydley reaccionaba bien. Leía en voz alta, acarició la cabeza de una niña y consoló a un chiquillo que había tropezado con un bloque de madera. De pronto, el médico tuvo la impresión de que la maestra había visto algo inquietante, pues frunció el ceño y apartó la vista de los niños. -Sáquenme de aquí, por favor -rogó en voz baja y monótona, sin dirigirse a nadie en particular. La sacaron de allí. Buddy Jenkins observó a los niños mientras la seguían con ojos abierto y vacuos, pero, al mismo tiempo, profundos.Uno de ellos esbozó una sonrisa, mientras que otro se introdujo unos dedos en la boca de ademán malicioso. Aquella noche, la señorita Sydley se rebano el cuello con un trozo de espejo roto, y a partir de aquel momento, Buddy Jenkins empezó a observar a los niños con creciente atención. Al final, apenas si podía apartar la mirada de ellos.
EL ORDENADOR DE LOS DIOSES STEPHEN KING
A primera vista parecía un procesador de palabras Wang..., tenía un teclado Wang y un revestimiento Wang. Solamente cuando Richard Hagstrom le miró por segunda vez vio que el revestimiento había sido abierto (y no con cuidado, además; le pareció como si el trabajo se hubiera hecho con una sierra casera) para encajar en él un tubo catódico IBM ligeramente más grueso. Los discos de archivo que habían llegado con ese extraño bastardo no eran nada flexibles; eran tan duros como los disparos que Richard había oído de niño. -Por el amor de Dios, ¿qué es esto? -preguntó Lina, cuando él y Mr. Nordhoff lo trasladaron penosamente hasta su despacho. Mr. Nordhoff había sido vecino de la familia del hermano de Richard Hagstrom... Roger, Belinda y su hijo Jonathan. -Una cosa que construyó Jon -explicó Richard-. Dice Mr. Nordhoff que quería que yo lo tuviera. Parece un procesador de palabras. -Eso es -dijo Mr. Nordhoff. Tenía más de sesenta años y respiraba con dificultad-. Esto mismo fue lo que dijo que era, pobrecillo... ¿Cree que podríamos descansar un momento, Mr. Hagstrom? Estoy sin aliento. -No Faltaba más -respondió Richard y llamó a su hijo, Seth, que estaba fabricando acordes extraños y átonos en su guitarra "Fender", abajo..., la habitación que Richard había destinado como "cuarto de estar" cuando lo había empapelado, se había transformado en "sala de ensayo" de su hijo-. Seth -gritó-. Ven a echarnos una mano. Abajo, Seth siguió arrancando acordes a su "Fender". Richard miró a Mr. Nordhoff y se encogió de hombros, avergonzado e incapaz de disimularlo. Nordhoff hizo lo mismo como si quisiera decirle: ¡Los chicos! ¿Quién puede esperar nada bueno de ellos hoy en día? Excepto que
ambos sabían que Jon, el hijo de su hermano loco... había sido estupendo. -Ha sido usted muy amable ayudándome con esto- dijo Richard. -¿Qué otra cosa puede hacer un viejo con el tiempo que le sobra? Y creo que es lo menos que puedo hacer por Jonny. Venía a recortarme el césped, gratis, ¿sabe? Quería pagarle, pero el muchacho no lo aceptó nunca. Era un gran chico... -Nordhoff seguía ahogándose-. ¿Podría darme un vaso de agua Mr. Hagstrom? -Claro. -Se lo fue a buscar él mismo cuando su mujer ni se movió de la cocina donde estaba leyendo una novelucha y comiendo galletas-. ¡Seth! -volvió a llamar-. Sube y ayúdanos ¿quieres? Pero Seth siguió tocando sus acordes amortiguados y feos en la "Fender" por lo que Richard estaba aún pagando. Invitó a Nordhoff a que se quedara a cenar, pero Nordhoff se excusó cortésmente. Richard lo aceptó, de nuevo avergonzado pero disimulándolo mejor esta vez. ¿Qué hace un tipo estupendo como tú con una familia como ésta?, le pregunto un día su amigo Bernie Epstein, y Richard sólo había podido mover la cabeza, sintiendo la misma embarazosa vergüenza que sentía ahora. Era un buen tipo, y ya ven, esto era lo que le había tocado..., una mujer gorda y aburrida que se sentía estafada por no tener lo mejor de la vida, que sentía que había apostado por un caballo perdedor (pero que era incapaz de atreverse a decirlo) y un hijo de quince años, nada comunicativo y que trabajaba lo menos posible en la misma escuela donde Richard enseñaba..., un hijo que tocaba horripilantes acordes en la guitarra, mañana, tarde y noche (sobre todo por la noche) y que parecía pensar que aquello le bastaría para salir adelante. -Bueno, ¿y qué me dice de una cerveza?- preguntó Richard. Se resistía a dejar marchar a Mr. Nordhoff..., quería oír más sobre Jon. -Una cerveza me encantaría- dijo Nordhoff, y Richard se lo agradeció. -Mangnífico- y se fue a buscar un par de "Buds".
Su despacho estaba en un pequeño pabellón, más como un cobertizo, separado de la casa y, lo mismo que el cuarto de estar, se lo había arreglado él mismo. Pero, al contrario del cuarto de estar, éste era un lugar que consideraba propio...,un lugar donde podía aislarse de la forastera con la que se había casado y del extraño que había concebido. -A lina, por supuesto, no le parecía bien que él tuviera un refugio personal, pero no lo había podido evitar..., había sido una de las pocas pequeñas victorias que él había conseguido obtener. Suponía que, en cierto modo, ella sí había apostado por un perdedor... Cuando se casaron, dieciséis años atrás, ambos creían que él escribiría novelas maravillosas y lucrativas y que no tardarían en circular en sendos "Mercedes-Benz". Pero la única novela que publicó no había sido lucrativa y los críticos no tardaron en decir que tampoco era buena. Lina había visto las cosas desde el mismo punto de vista que los críticos y esto había sido el principio de su distanciamiento. Así que las clases en la escuela superior, que ambos habían creído que no serían más que una escalera hacia la fama, la gloria y la riqueza, eran su principal fuente de ingresos desde hacía quince años..., una interminable escalera, se decía a veces. Pero jamás había abandonado su sueño. Escribía cuentos y algún que otro artículo. Era miembro, bien considerado, de la Hermandad de Autores. Ganaba unos 5.000 dólares extra todos los años, con su máquina de escribir, y por mucho que Lina protestara, aquello le daba derecho a su propio estudio..., especialmente dado que ella se negaba a trabajar. -Un sitio estupendo- dijo Nordhoff, contemplando la pequeña estancia con su abundancia de antiguos grabados en las paredes. El procesador bastardo estaba sobre la mesa con el CPU guardado debajo. La vieja "Olivetti" eléctrica de Richard había sido colocada, de momento, encima de uno de los ficheros. -Es lo que necesito -contestó Richard. Con la cabeza señaló el procesador-. ¿Cree que esto va a funcionar? Jon sólo tenía catorce años. -Es un poco raro, ¿verdad? -Ya lo creo- asintió Richard.
-No conoce ni la mitad -rió Nordhoff-. Eché una mirada por detrás del vídeo. Algunos de los cables llevan impreso IBM, y algunos "Radio Shack". Ahí metido hay gran parte de un teléfono "Western Electric". Y, créalo o no, hay un pequeño motor procedente de un "Erector Set"- sorbió la cerveza y dijo, reminiscente-: Quince. Acababa de cumplir quince. Un par de días antes del accidente... Pasados unos segundos repitió, mirando la botella de cerveza-. Quince pero lo dijo en voz baja. -Eso es. "Erector Set" fabrica un pequeño modelo eléctrico. Jon tenía uno, desde que era..., oh, desde los seis años. Se lo regalé un año por Navidad. Ya entonces le volvían loco las cosas mecánicas. Cualquier aparatito le encantaba, así que imagine lo que fue aquella caja de pequeños motores "Erector Set" para él. Le debió encantar. Lo guardó por más de diez años. Pocos niños lo hacen, Mr. Hagstrom. -Es verdad -asintió Richard pensando en la cantidad de cajas de juguetes de Seth que había tirado en aquellos años..., rotos, olvidados, destrozados por el placer de destrozar. Miró el procesador de palabras-. Entonces seguro que no funciona. -No lo diga hasta que lo haya probado -advirtió Nordhoff-. El muchacho era lo más parecido a un genio electrónico. -Creo que está exagerando. Sé que era hábil con la mecánica, y que ganó el premio de la Feria Estatal de la Ciencia, cuando estaba en sexto grado... -Compitiendo con muchachos mucho mayores que él..., alguno de ellos de la Escuela Superior. Por lo menos esto fue lo que dijo su madre. -Es cierto. Todos estuvimos muy orgullosos de él-. Pero no era exactamente verdad. Richard se había sentido orgulloso, y la madre de Jon también; al padre del muchacho le importaba un bledo. -Pero una cosa son los proyectos de la feria de la Ciencia y otra construir tu propia máquina de palabras... -se encogió de hombros. Nordhoff dejó su cerveza:
-Allá por los cincuenta, un chico fabricó un propulsor atómico con dos latas de sopa y un equipo eléctrico por valor de cinco dólares. Jon me lo contó. También me dijo que había un chico en alguna ciudad rural de Nuevo México que descubrió los taquiones... partículas negativas que por lo visto pueden viajar hacia atrás a través del tiempo..., en 1954. Y un niño de Waterbury, Connecticut, de once años, que fabricó una bomba con el plástico de arrancó de las cartas de una baraja. Con ella voló una caseta de perro, vacía. Los chicos raros, a veces. Sobre todo los genios. Le sorprendería. -A lo mejor. Puede que me sorprenda. -En todo caso, era un muchacho estupendo. -Usted le quería un poco ¿verdad? -Le quería mucho, Mr. Hagstrom -confesó Nordhoff-. Era realmente estupendo. Y Richard pensó en lo extraño que era..., su hermano, que había sido un verdadero desastre desde la niñez, había encontrado una mujer magnífica y un hijo inteligente. Él mismo, que siempre había tratado de ser amable y bueno, (lo que podía significar "bueno" en este mundo de locos) se había casado con Lina que se hizo una mujer silencio, desastrada, y con ella había tenido a Seth. Mirando ahora el rostro honrado, sincero y cansado de Nordhoff, se encontró preguntándose cómo había podido ocurrir y cuánto había sido por su culpa, como resultado natural de su propia y callada debilidad. -Sí -dijo Richard- realmente lo era. -No me sorprendería que esto funcionara -comentó Nordhoff-. No me sorprendería nada. Y después de que Nordhoff se fuera, Richard Hagstrom había enchufado el procesador y lo había puesto en marcha. Oyó un zumbido, y esperó a ver si las letras IBM aparecían en la pantalla. No aparecieron. En cambio, misteriosamente, como una voz de la tumba, de la oscuridad subieron unas palabras, fantasmas verdes: ¡FELIZ CUMPLEAÑOS, TÍO RICHARD! JON.
-¡Cristo! -murmuró Richard cayéndose sentado. El accidente que había matado a su hermano, su esposa y su hijo, había ocurrido dos semanas antes...Regresaban de una excursión, y Roger estaba borracho. Estar borracho era algo perfectamente ordinario en la vida de Roger Hagstrom. Pero esta vez la suerte le había vuelto la espalda y había conducido su destartalado y viejo coche hasta el borde de un precipicio. Se estrelló y ardió. Jon tenía catorce años, no, quince. Quince recién cumplidos, dos días antes del accidente, dijo el viejo. Tres años más y se hubiera liberado de aquel pedazo de oso estúpido. Su cumpleaños... y el mío poco después. Dentro de una semana. El procesador de palabras había sido el regalo de cumpleaños de Jon. Esto empeoraba la cosa. Richard no sabía bien por qué, o cómo, pero así era. Alargó la mano para apagar la pantalla, pero la retiró al momento. Un chico fabricó un propulsor atómico con dos latas de sopa y piezas de coche, eléctricas, por valor de cinco dólares. Sí, claro, y las cloacas de la ciudad de Nueva York están llenas de cocodrilos y las F.A. de USA guardan el cuerpo congelado de un extraterrestre en alguna parte de Nebraska. Cuéntame algo más. ¡Trolas! Pero quizás es que hay algo que no quiero saber con seguridad. Se levantó, pasó por detrás y miró el vídeo a través de las rendijas. Sí, tal como había dicho Nordhoff. Cables marcados RADIO SHACK MADE IN TAIWAN. Cables marcados WESTERN ELECTRIC y WETREX y ERECTOR SET, con la r de la marca metida en el pequeño círculo y vio algo más también, algo que se le había escapado a Nordhoff, o que no había querido mencionar. Había un transformador de tren Lionel, envuelto en alambres como la novia de Frankenstein. -¡Cristo! -repitió riendo, pero al borde de las lágrimas-. Cristo, Jonny, ¿qué creíste que estabas haciendo? Pero también conocía esta respuesta. Había soñado y hablado de que llevaba años deseando poseer un procesador de palabras, y cuando la risa de Lina se hizo demasiado sarcástica para poder soportarla, lo había comentado con Jon:
-Podría escribir más de prisa, repasar y corregir más de prisa, y producir más- recordó habérselo contado a Jon el pasado verano... El muchacho le había mirado gravemente, con sus ojos azul claro, inteligentes, pero siempre cuidadosamente cautos, agrandados por los cristales de sus gafas. -Sería estupendo..., realmente estupendo. -¿Y por qué no te compras uno, tío Rich? -No los regalan precisamente -contestó Richard sonriendo-. El modelo "Radio Shack" cuesta cerca de tres mil. De ahí puedes ir subiendo hasta llegar al de dieciocho mil dólares. -Bueno, a lo mejor te hago uno algún día- había dicho Jon. -A lo mejor- le había contestado Richard dándole una palmada en la espalda. Y hasta que llegó Nordhoff, no había vuelto a pensar en aquello. Cables de la tienda para aficionados a los modelos eléctricos. Un transformador de tren Lionel. ¡Cristo! Volvió a la parte delantera dispuesto a apagarlo, como si intentar escribir algo y fracasar fuera algo así como mancillar lo que su frágil y delicado (predestinado) sobrino había dispuesto. Por el contrario, apretó el botón EXECUTE en el tablero. Un estremecimiento extraño recorrió su espinazo al hacerlo...EXECUTE era una extraña palabra de que servirse, si uno lo pensaba un poco. No era una palabra que pudiera asociarse con la escritura; era una palabra que asociaba con cámaras de gas y sillas eléctricas..., y quizás con coches viejos y destartalados saltando fuera de las carreteras. EXECUTE El aparato zumbaba con más ruido que el que hacían cualquiera de los que había oído cuando los contemplaba en los escaparates, en realidad casi rugía. ¿Qué hay en la sección de memoria, JON? Se preguntó-. ¿Muelles? ¿Transformadores Lionel puestos en fila? ¿Latas de sopa? Volvió a recordar los ojos de Jon, su rostro pálido y delicado. ¿No era extraño, quizás incluso morboso, tener celos del hijo de otro hombre?.
Pero debió haber sido mío. Lo sabía..., y creo que él también lo sabía. Luego estaba Belinda, la esposa de Roger. Belinda, que llevaba gafas de sol incluso en los días nublados, de las grandes, porque las marcas alrededor de los ojos tienen la mala costumbre de extenderse. Pero, a veces la miraba, sentada quieta y vigilante a la sombra de la risa escandalosa de Roger, y pensaba también casi lo mismo: Debía de haber sido mía. Era un pensamiento espantoso, porque ambos hermanos habían conocido a Belinda en la escuela superior y ambos habían salido con ella. Él y Roger se llevaban dos años de diferencia y Belinda estaba perfectamente entre los dos, un año mayor que Richard y un año más joven que Roger. Richard había sido el primero en salir con la muchacha que con el tiempo iba a ser madre de Jon. Luego se había interpuesto Roger, Roger que era mayor que ella, y más fuerte, y que siempre conseguía lo que quería. Roger que era capaz de lastimar si uno trataba de cruzarse en su camino. Tuve miedo. Tuve miedo y dejé que se me escapara. ¡Fue tan sencillo! Que Dios me valga, creo que sí. Me gustaría pensar que ocurrió de otro modo, pero tal vez es mejor no mentirse respecto a cosas como la cobardía. Y la vergüenza. Y si aquello era verdad..., si Lina y Seth hubieran pertenecido al sinvergüenza de su hermano, y si belinda y Jon hubieran sido suyos, ¿qué demostraba? ¿Y cómo una persona bien pensante podía entretenerse con semejantes absurdos, semejantes locuras? ¿Se rió? ¿Gritó? ¿Se pegó un tiro por su cobardía? -No me sorprendería que esto funcionara. No me sorprendería nada. EXECUTE Sus dedos se movieron ágiles sobre el teclado. Miró la pantalla y vio esas letras flotando, verdes, sobre la superficie de la pantalla. MI HERMANO ERA UN BORRACHO INDECENTE. Flotaban allí, delante de él, y Richard recordó de pronto un juguete que había tenido de pequeño. Se llamaba Ocho Bolas Mágicas. Se le formulaba una pregunta que podía contestarse con sí o con no, y entonces se hacía funcionar el Ocho Bolas Mágicas para ver lo que tenía
que decir sobre la pregunta... Sus respuestas eran una farsa, pero en cierto modo atractivamente misteriosas, decían cosas como ES CASI SEGURO, YO NO PENSARÍA EN ELLO, y VUELVE A PREGUNTARLO. Roger estaba celoso del juguete y por fín, un día, después de obligar a Richard a que se lo regalara, Roger lo había tirado contra la acera con tanta fuerza como pudo y lo rompió. Luego se había reído. Ahora, sentado aquí, escuchando el extraño ruido del interior del aparato que Jon había construido, Richard recordó cómo se había desplomado en la acera, llorado, incapaz de creer que su hermano hubiera podido hacerle tal cosa. Nene llorón, nene llorón, mirad al nene llorón -se había burlado Roger-. No era otra cosa que un juguete barato, de mierda, Richie. Fíjate no había más que un montón de letras y mucha agua. -¡VOY A CONTARLO! -había chillado Richard con todas sus fuerzas. Le dolía la cabeza. Tenía la nariz taponada por tantas lágrimas de desesperación-. ¡CONTARÉ LO QUE HAS HECHO, ROGER! SE LO CONTARÉ A MAMÁ. -Si lo cuentas te romperé el brazo- le amenazó Roger, y en su sonrisa glacial Richard vio que lo decía en serio. No lo contó. MI HERMANO ERA UN BORRACHO INDECENTE. Bueno, montado misteriosamente o no, la pantalla quedaba escrita. Si era o no capaz de retener información, quedaba por ver, pero el empalme que había hecho Jon de un tablero Wang a una pantalla IBM, había funcionado. No creía que fuera culpa de Jon el hecho de que, por coincidencia, despertara en él desagradables recuerdos. Miró a su alrededor y sus ojos se fijaron en la única fotografía que había allí y que él no había elegido ni le gustaba. Era un retrato de Lina, su regalo de Navidad de dos años atrás. Quiero que la cuelgues en tu despacho, le había dicho y, naturalmente, lo había hecho así. Suponía que era una forma de vigilarle cuando ella no estuviera. NO te olvides de mí, Richard. Estoy aquí. Puede que apostara por un caballo perdedor, pero todavía estoy aquí. Y será mejor que no lo olvides.
El retrato con su colorido artificial no hacía juego con los grabados de Whistler, Homer y N.C. Wyeth. Los ojos de Lina estaban entrecerrados, sus gruesos labios formaban algo que no acababa de ser una sonrisa. Sigo aquí, Richard, le decía aquella boca. Y que no se te olvide. Tecleo: LA FOTO DE MI MUJER ESTÁ COLGADA EN LA PARED OESTE DE MI DESPACHO. Contempló las palabras y le gustaron tan poco como la propia fotografía. Apretó el botón DELET. Las palabras desaparecieron. Ahora ya no quedaba nada en la pantalla excepto el firme latido del cursor; miró hacia la pared y vio que la fotografía de su mujer también había desaparecido. Permaneció sentado allí, durante un buen rato..., por lo menos así se lo pareció..., mirando la pared donde había estado la fotografía. Lo que finalmente le sacó del atontamiento producido por el shock de absoluta incredulidad, fue el olor del CPU..., un olor que recordaba las Ocho Bolas Mágicas que Roger le había roto porque no era suyo. El olor era del fluido del transformador del tren eléctrico. Cuando se olía había que desenchufarlo rápidamente para que el aparato pudiera enfriarse. Y así lo haría. Dentro de un minuto. Se levantó y anduvo hasta la pared sobre unas piernas que no sentía. Pasó la mano por el revestimiento "Armstrong" de la pared. La fotografía había estado allí, sí, precisamente aquí. Pero ya no estaba, y el clavo en el que estaba colgada también se había ido, y no había rastro de ningún agujero donde él había atornillado el clavo en el revestimiento. Ido. El mundo se le volvió gris de pronto y dio unos traspiés hacia atrás, creyendo, vagamente, que se iba a desmayar. Se contuvo, sombrío, hasta que todo volvió a enfocarse de nuevo. Recorrió con la vista desde el lugar vacío, donde había estado antes la fotografía de Lina, al procesador que su difunto sobrino había logrado componer.
Le sorprendería, oía mentalmente a Nordhoff diciéndole: Le sorprendería, le parecería sorprendente, oh, sí, enterarse de que un niño, en los años cincuenta, pudiera descubrir partículas que viajaban hacia atrás en el tiempo, le sorprendería lo que el genio de su sobrino era capaz de hacer con un montón de elementos desparejados, unos cables y unas piezas eléctricas. Le sorprendería sentir que se está volviendo loco. El olor del transformador era cada vez más intenso, más acusado y podía ver unas volutas de humo que salían de la envoltura junto a la pantalla. También el ruido del CPU era más fuerte. Iba siendo hora de desconectarlo... Por listo que hubiera sido Jon, aparentemente no había tenido tiempo de solucionar todos los tropiezos de aquel loco aparato. Pero ¿sabía acaso que iba a hacer aquello? Sintiéndose como un ser quimérico, Richard volvió a sentarse ante la pantalla y escribió: LA FOTOGRAFÍA DE MI MUJER ESTÁ EN LA PARED. Lo leyó volvió a mirar el teclado, y luego apretó el botón: EXECUTE. Miró la pared. La fotografía de Lina volvía a estar otra vez donde había estado siempre. -Jesús -musitó-. Cristo Jesús. Se pasó la mano por la mejilla, miró el teclado (ahora no habia nada excepto el cursor) y escribió: EL SUELO ESTÁ VACÍO. Luego, apretó el botón INSERT, y volvió a escribir: EXCEPTO POR DOCE MONEDAS DE ORO DE VEINTE DÓLARES EN UNA PEQUEÑA BOLSA DE ALGODÓN. Apretó EXECUTE. Miró al suelo donde había, ahora, una pequeña bolsa de algodón, blanco, con un cordón que le cerraba. Sobre la bolsa y escrito en tinta negra, algo descolorida, se leía WELLS FARGO.
-Santo Dios -se oyó decir en una voz que no era suya- Santo Dios, Santo Dios... Hubiera podido seguir invocando el nombre del Salvador por unos minutos más, o por una horas, si el procesador de palabras no le hubiera reclamado insistentemente con su bip bip. Escrito en la parte alta de la pantalla se leía la palabra SOBRECARGA. Richard lo apagó todo precipitadamente y abandonó el despacho como si le persiguieran todos los demonios del infierno. Pero antes de salir recogió la bolsita de algodón y se la guardó en el bolsillo del pantalón. Cuando llamó a Nordhoff aquella noche, soplaba un helado viento de noviembre que parecía un lamento de gaitas por entre los árboles. El grupo de Seth está abajo, destrozando una melodía de Bob Seger. Lina había ido a Nuestra señora del Perpetuo Socorro a jugar bingo. -¿Funciona el aparato?- preguntó Nordhoff. -Funciona perfectamente -contestó Richard. Metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda. Era pesada..., más pesada que un reloj "Rolex". En una de las caras había un águila de perfil recortado, en relieve, junto con la fecha 1871-. Funciona de un modo increíble. -Lo creo -dijo Nordhoff impasible-. Era un muchacho muy inteligente y le quería a usted mucho, Mr. Hagstrom. Pero tenga cuidado. Un chico no es más que un chico, listo o no, y el amor puede estar mal dirigido. ¿Entiende lo que quiero decirle? Richard no entendía nada. Sentía calor y estaba febril. El periódico de aquel día decía que el precio del oro en el mercado era de 514 dólares la onza. Las monedas habían pesado una media de 4.5 onzas cada una, en su balanza postal. Al precio del mercado, aquello sumaba 27.756 dólares. Sospechó que eso era solamente la cuarta parte de lo que podía sacar si vendía las monedas como monedas. -Señor Nordhoff, ¿podría usted venir? ¿Ahora? ¿Esta noche? -No. No creo que quiera hacerlo, señor Hagstrom. Me parece que esto debe quedar entre usted y Jon.
-Pero... -Recuerde solamente lo que le dije. Por Dios, tenga cuidado. –Se oyó un clic. Media hora más tarde volvía a estar en su despacho, contemplando el ordenador. Pulsó la tecla ON/OFF pero sin haberlo enchufado aún. La segunda vez que Nordhoff lo dijo, Richard lo había oído perfectamente. <<Por Dios, tenga cuidado.>> Sí. Debía tener cuidado. Una máquina que podía hacer aquello... ¿Cómo podía una máquina hacer tal cosa? Ni idea... pero en cierto modo hacía aceptable toda aquella locura. Él era profesor de lengua inglesa y escritor ocasional, no un técnico, y había un interminable número de cosas cuyo funcionamiento desconocía: fonógrafos, motores de gasolina, teléfonos, televisores, incluso el depósito del inodoro. Su vida había sido una historia de comprensión de operaciones más que de principios. ¿Había alguna diferencia, excepto de grado? Conectó la máquina. Como la primera vez, leyó: ¡FELIZ CUMPLEAÑOS, TIO RICHARD! JON. Apretó el botón EXECUTE y el mensaje de su sobrino desapareció. Esta máquina no durará mucho, pensó de pronto. Tenía la seguridad de que Jon estaba aún trabajando en ella cuando murió, creyendo que todavía le quedaba tiempo. El cumpleaños de tío Richard sería dentro de tres semanas... Pero a Jon se le había terminado el tiempo y ese asombroso ordenador, que aparentemente podía insertar cosas nuevas y suprimir cosas viejas del mundo real, apestaba como un transformador de tren que se estuviera friendo y al parecer empezaría a soltar humo dentro de pocos minutos. Jon no había tenido oportunidad de perfeccionarlo. ¿Había... confiado en que todavía le quedaba tiempo? Había incurrido en un error. Todo era un error. Richard lo sabía. El rostro tranquilo, atento, los ojos serenos tras los gruesos cristales de sus gafas... No, no estaba confiado, ni creía en que el tiempo lo arreglaría. ¿Cuál era la palabra que se le había ocurrido antes, aquel mismo día? Predestinado. No era precisamente una buena palabra para Jon,
pero era la palabra apropiada. La sensación de predestinación había envuelto al muchacho tan palpablemente que, a veces, Richard había querido decirle que se animara un poco, que a veces las cosas terminaban bien y que los buenos no siempre tenían que morir jóvenes. Luego pensó en Roger tirando su juego de Ocho Bolas Mágicas a la acera, arrojándolo con todas sus fuerzas; oyó partirse el plástico y vio el fluido mágico del juego –agua al fin y al cabo- deslizándose por la acera. Y esta imagen se mezcló con una imagen del viejo cacharro de Roger con la leyenda HAGSTROM REPARTOS AL POR MAYOR en los costados, saltando por encima de un polvoriento acantilado, en pleno campo, estrellándose frontalmente contra él. Vio, aunque no quería verlo, el rostro de la mujer de su hermano desintegrándose en sangre y huesos. Vio a Jon ardiendo entre los restos, gritando, carbonizándose. Ni confianza ni esperanza. Siempre había dado la impresión de que el tiempo se le escapaba. Y al final había resultado que tenía razón. -¿Qué significa eso?- murmuró Richard mirando la pantalla vacía. ¿Cómo hubiera contestado el juego de las bolas mágicas? ¿VUELVE A PREGUNTAR? ¿DIFÍCIL Y CONFUSO? ¿O quizá CIERTAMENTE ASÍ? El ruido que producía el hardware volvía a ser fuerte, y más acelerado que por la tarde. Ya podía oler el transformador de tren que Jon había acoplado a la maquinaria detrás de la pantalla recalentada. Máquina de los sueños mágicos. Ordenador de los dioses. ¿Era eso lo que Jon había querido regalar a su tío para su cumpleaños? ¿Lo equivalente, en espacio y tiempo, a la lámpara mágica o al pozo de los deseos? Oyó abrirse la puerta trasera de la casa y a continuación las voces de Seth y de los otros miembros del grupo de Seth. Las voces sonaban demasiado fuertes, vulgares. Habían estado bebiendo o fumando marihuana. -¿Dónde está tu viejo, Seth?- oyó a uno de ellos preguntar.
-Holgazaneando en su despacho, supongo, como siempre –respondió Seth-. Creo que...Pero entonces volvió a levantarse el viento, borrando el final de la frase, pero no sus risotadas. Richard les estuvo escuchando, sentado, con la cabeza inclinada a un lado, hasta que de pronto escribió. MI HIJO ES SETH ROGER HAGSTROM. Su dedo se posó sobre el botón DELETE. ¿Qué estás haciendo?, le chilló la mente. ¿Lo haces en serio? ¿Te propones asesinar a tu propio hijo? -Algo estará haciendo ahí dentro –dijo otro. -Es un pobre imbécil –observó Seth-. Pregúntaselo a mi madre algún día. Te lo contará. Nunca ha... No voy a asesinarle. Voy a... borrarle. Su dedo apretó el botón. -... hecho nada excepto... Las palabras MI HIJO ES SETH ROGER HAGSTROM desaparecieron de la pantalla. Fuera, también desaparecieron las palabras de Seth. Ahora no se oía otra cosa que el frío viento de noviembre, soplando negros presagios de invierno. Richard apagó el ordenador y salió fuera. El camino de entrada estaba vacío. El guitarrista solista del grupo, Norman no-sé-qué, conducía una monstruosa y siniestra furgoneta, una vieja LTD en la que el grupo transportaba su equipo en sus escasas actuaciones. No estaba aparcada en el camino. Quizá estaba en alguna otra parte, resoplando por alguna carretera, o en el aparcamiento de alguna hamburguesería, y Norman también estaba en alguna parte, lo mismo que Davey, el bajista, cuyos ojos parecían vacíos y que llevaba un imperdible colgado del lóbulo de una oreja, lo mismo que el batería, que
no tenía dientes delanteros. Estarían en alguna parte, pero no aquí, porque Seth no estaba, Seth nunca había estado aquí. Seth había sido borrado. -No tengo hijo –masculló Richard. ¿Cuántas veces había leído esa melodramática frase en novelas malas? ¿Cien? ¿Doscientas? Nunca le había sonado cierta. Pero ahora lo era. Ahora era verdad. Oh, sí. El viento siguió soplando y Richard sintió de pronto un terrible espasmo en el estómago que le hizo doblarse, jadeando. El viento amainó. Cuando el espasmo cedió, Richard caminó hacia la casa. En lo primero que se fijó fue en que las viejas playeras de Seth –tenía cuatro pares y se negaba a deshacerse de ninguno- habían desaparecido del vestíbulo. Se acercó al pasamano de la escalera y pasó el pulgar por el mismo. A los diez años (bastante mayorcito para darse cuenta, pero aún así Lina se había opuesto a que Richard le pusiera la mano encima) Seth había grabado sus iniciales profundamente en la madera que Richard había pulido laboriosamente durante casi todo un verano. La había lijado y empastado y barnizado, pero el fantasma de aquellas iniciales persistió. Ahora habían desaparecido. Arriba, la habitación de Seth estaba limpia y ordenada, no caótica y carente de personalidad. Podría haber habido un letrero en la puerta, que dijera HABITACIÓN DE INVITADOS. Abajo, y ahí fue donde Richard se entretuvo más, los cables habían desaparecido, los amplificadores y micrófonos habían desaparecido, las piezas de la grabadora que Seth iba siempre a <<componer>> habían desaparecido (carecía de la concentración y de las manitas de Jon). En cambio, la estancia rezumaba el profundo sello (no especialmente agradable) de la personalidad de Lina; muebles pesados, recargados, tapices de terciopelo de tema aburrido (uno de ellos representaba la última cena en que Cristo se parecía a Wayne Newton, otro mostraba unos ciervos a la puesta del sol en un cielo de Alaska), una alfombra de un color tan vivo como la sangre. Ya no quedaba la menor huella de que un muchacho llamado Seth Hagstrom hubiera ocupado esa habitación; o cualquiera de las otras de la vivienda.
Richard seguía aún al pie de la escalera, mirando alrededor, cuando oyó llegar un coche. Lina, pensó y sintió una casi trepidante oleada de culpabilidad. Es Lina de regreso del Bingo, y ¿qué va a decir cuando vea que Seth ha desaparecido? ¿Qué...qué...? ¡Asesino!, se imaginó oírla gritar. ¡Has asesinado a mi niño! Pero él no había asesinado a Seth. -le BORRÉ- murmuró, y subió a la cocina a recibirla. Lina estaba más gorda. Había enviado al bingo a una mujer que pesaba unos noventa kilos. La mujer que regresaba pesaba por lo menos ciento cincuenta, o más; había tenido que ladearse un poco para entrar por la puerta trasera. Unas caderas y muslos elefantinos se ceñían dentro de unos pantalones de poliéster color aceituna. Su tez, cetrina tres horas antes, parecía ahora enfermiza y pálida. Aunque no era médico, Richard creyó descubrir en aquella piel los síntomas de una enfermedad de hígado o una incipiente dolencia cardiaca. Sus ojos de pesados párpados contemplaron a Richard con una curiosa fijeza despectiva. Llevaba un pavo congelado, enorme, en una de sus regordetas manos. -¿Qué estás mirando, Richard?- le preguntó. A ti, Lina, te miro a ti, pensó. Porque así es como te has vuelto en un mundo en el que no hemos tenido hijos. Así es como te has vuelto en un mundo en el que no hay objeto para tu amor... por venenoso que pueda ser tu amor. Así es como apareces, Lina, en un mundo en el que todo entra y nada sale. Tú, Lina. Eso es lo que estoy mirando. A ti. -Eso, Lina –consiguió decir por fin-, es uno de los pavos más grandes que he visto en mi vida. -Bien, pues no te quedes ahí mirándolo, idiota. ¡Ayúdame! Cogió el pavo y lo depositó sobre la encimera de la cocina notando su desagradable frío. Sonó como el de un bloque de madera.
-¡Allí no! –gritó ella y le indicó la despensa-. Mételo en el congelador. -Lo siento –murmuró; nunca habían tenido un congelador. Nunca en el mundo donde había habido un Seth. Llevó el pavo a la despensa, donde había un enorme congelador Amana brillando a la luz de los fluorescentes como un blanco y helado ataúd. Lo metió dentro junto con otros cuerpos conservados, de aves y demás animales, y volvió a la cocina. Lina había sacado el bote de las galletas de crema de cacahuete y se las estaba comiendo una tras otra. -Era el bingo de Acción de Gracias –explicó-. Lo tuvimos esta semana en lugar de la próxima porque el padre Phillips tiene que ingresar en el hospital para que le extraigan una piedra de la vejiga. Yo gané el gordo... –sonrió. Un hilo de chocolate y crema de cacahuete le resbalaba por la barbilla. -Lina, ¿has lamentado alguna vez que no tuviéramos hijos? Ella lo miró como si se hubiera vuelto loco. -Por el amor de Dios, ¿para qué iba yo a querer hijos en mi casa? – repuso. Apartó el bote de las galletas, reducido a la mitad, y volvió a guardarlo en el armario-. Me voy a la cama. ¿Vienes o vas a volver a suspirar un rato más sobre tu máquina de escribir? -Iré un rato más, creo –contestó. Su voz sonó sorprendentemente firme-. No tardaré. -¿Funciona ese aparato? -¿Qué...? –De pronto la entendió y sintió otra punzada de culpa. La desaparición de Seth no había afectado para nada la existencia de Roger, y el conocimiento de la familia de Roger había persistido-. Oh, no. Está estropeado. Asintió con la cabeza, satisfecha: -Ese sobrino tuyo, siempre con la cabeza en las nubes. Igual que tú, Richard. Si no fueras tan corto, me pregunto si la metiste donde no tenías que haberla metido, hace quince años. –Lanzó una risotada vulgar, sorprendentemente fuerte, la risotada de una mujer cínica y repulsiva...
Por un momento, él estuvo en un tris de abalanzarse sobre ella. Luego, sintió que una sonrisa asomaba a sus labios, una sonrisa tan delgada y fría como el congelador que había reemplazado a Seth en esta nueva vida. -No tardaré –le dijo-. Sólo quiero anotar unas cosas. -¿Por qué no escribes un cuento que gane el premio Nobel, o algo así? – se burló con indiferencia. Las tablas del suelo crujieron cuando inició su pesado camino hacia la escalera-. Todavía debemos la factura del óptico por mis gafas de leer y llevamos un pago de retraso del Betamax. ¿Por qué no ganas más dinero de una jodida vez? -Pues no lo sé, Lina. Pero tengo grandes ideas esta noche. De verdad. Se volvió a mirarle, como si fuera a decirle algo sarcástico –algo sobre que ninguna de sus grandes ideas les había sacado de apuros pero que, en todo caso, se había quedado con él, pero desistió. Quizá algo en su sonrisa la había frenado. Subió por las escaleras. Él permaneció abajo, escuchando su paso atronador. Tenía la frente perlada de sudor. Se sentía a la vez mareado y excitado. Dio media vuelta y se dirigió hacia su despacho. Esta vez cuando conectó el aparato, el ordenador ni zumbó ni rugió, sino que empezó a hacer un ruido irregular, una especie de quejido. El olor caliente del transformador salió casi al momento de detrás de la pantalla, y tan pronto como pulsó la tecla EXECUTE para borrar el ¡FELIZ CUMPLEAÑOS, TIO RICHARD!, empezó a salir humo. Queda poco tiempo, pensó. No... no es así. No queda tiempo. Jon lo sabía, y ahora yo también lo sé. Tenía dos alternativas: traer a Seth de vuelta con el botón INSERT (sabía que podría hacerlo; sería tan fácil como crear los doblones españoles) o terminar el trabajo. El olor se hacía más potente. Dentro de un instante, la pantalla empezaría a mandar su mensaje de SOBRECARGA. Escribió:
MI MUJER ES ADELINA MABEL WARREN HAGSTROM. Pulsó la tecla DELETE. Escribió: SOY UN HOMBRE QUE VIVE SOLO. Ahora la palabra empezó a aparecer en la esquina superior, a la derecha de la pantalla: SOBRECARGA, SOBRECARGA, SOBRECARGA. Por favor, déjame terminar. Por favor, por favor... El humo que salía ahora de las rendijas y ranuras de la pantalla era más denso y gris. Miró al ruidoso hardware y vio que también salía humo de su rejilla... y al fondo de aquel humo pudo ver una opaca chispita de fuego. Ocho Bolas Mágicas, ¿tendré salud, seré rico y sabio? ¿O viviré solo y quizá me matará la soledad y la pena? ¿Queda tiempo aún? AHORA NO LO SE, PRUEBA MÁS TARDE. Excepto que no quedaba más tarde. Pulsó la tecla INSERT y la pantalla oscurecióse, excepto por el insistente mensaje de SOBRECARGA, que parpadeaba ahora a toda velocidad aunque irregular. Escribió: EXCEPTO POR MI ESPOSA BELINDA Y MI HIJO JONATHAN. Por favor. Por favor. Pulsó EXECUTE. La pantalla se vació. Durante lo que parecieron siglos permaneció así, excepto por la palabra SOBRECARGA, que ahora aparecía con tal rapidez que parecía mantenerse constantemente allí, como una computadora ejecutando una implacable orden de mando. Algo dentro del hardware saltó y chisporroteó, y Richard soltó un gemido.
Las letras verdes reaparecieron en la pantalla, flotando sobre el negro: SOY UN HOMBRE QUE VIVE SOLO, EXCEPTO POR MI MUJER BELINDA Y MI HIJO JONATHAN. Pulsó dos veces EXECUTE. Ahora, se dijo, ahora escribiré: TODAS LAS PIEZAS DE ESTE ORDENADOR ESTABAN PERFECTAMENTE ENSAMBLADAS ANTES DE QUE EL SEÑOR NORDHOFF ME LO TRAJERA. O escribiré: TENGO IDEAS PARA POR LO MENOS VEINTE NOVELS SENSACIONALES. O escribiré: MI FAMILIA Y YO VIVIREMOS FELICES PARA SIEMPRE JAMÁS. O escribiré... Pero no escribió nada. Sus dedos revolotearon estúpidamente por encima del teclado mientras sentía –literalmente sentía- que todos los circuitos de su cerebro se quedaban bloqueados como los coches en el peor atasco de tráfico de la historia de Manhatan. La pantalla se llenó de pronto con la palabra: ACABADOACABADOACABADOACABADOACABADOACABADOACABA DO ACABADO. Hubo otro chasquido y luego una explosión en el hardware. Salieron unas breves llamaradas del aparato. Richard se echó atrás en su sillón, cubriéndose la cara por si explotaba la pantalla. No explotó. Solamente se apagó. Permaneció sentado, contemplando la oscuridad de la pantalla. NO PUEDO DECIRLO. VUELVA A PREGUNTAR DESPUÉS. -¿Papá? Se volvió rápidamente, con el corazón desbocado. Jon estaba ahí, Jon Hagstrom; su rostro era el mismo pero algo distinto... la diferencia era sutil pero visible. Quizá, pensó Richard, la diferencia estribaba en la diferencia de la paternidad entre los dos hermanos. O quizá era simplemente que aquella expresión inquieta, vigilante, había
desaparecido de sus ojos ligeramente aumentados por las gafas (de montura metálica, ahora, observó, y no la fea montura de concha artificial que Roger había comprado siempre al muchacho porque costaba quince dólares menos). Quizá era algo todavía más sencillo: el aspecto de predestinación había desaparecido de sus ojos. -¿Jon? –dijo con voz ronca, preguntándose si en realidad había querido decir algo más que eso. ¿Era así? Parecía ridículo, pero se figuraba que sí. Suponía que la gente siempre quería más-. Jon, ¿eres tú, verdad? -¿Quién iba a ser sino? –Señaló con la cabeza al ordenador-. No te lastimaste cuando este cacharro se fue al cielo de los datos, ¿verdad? Richard sonrió: -No; estoy perfectamente. -Lamento que no funcionara. No sé qué me hizo montarlo con todas esas piezas inútiles. -Movió la cabeza-. Por Dios que no lo sé. Es como si hubiera tenido que hacerlo. Cosas de niño. -Bueno –dijo Richard, acercándose a su hijo y pasándole un brazo por los hombros-, quizá te saldrá mejor la próxima vez. -Tal vez. O a lo mejor pruebo con otra cosa. -Puede que sea mejor. -Mamá dice que tiene cacao para ti, si te apetece. -Ya lo creo. –Y ambos salieron juntos del despacho a una casa donde no había ningún pavo congelado procedente de un premio ganado en el bingo-. Una taza de cacao me vendrá más que bien ahora. -Recuperaré cualquier cosa recuperable que haya en aquel cacharro, mañana, y lo demás lo echaré al vertedero –anunció Jon.
-Bórralo de nuestras vidas... Y entraron en la casa y al aroma de cacao caliente, riendo juntos
EL HOMBRE QUE NO QUERÍA ESTRECHAR MANOS STEPHEN KING
Stevens sirvió las bebidas y pronto, después de las ocho en aquella noche glacial de invierno, la mayoría de nosotros nos fuimos con ellas a la biblioteca. Por un momento, nadie dijo nada; lo único que se oía era el chisporrotear del fuego en la chimenea, el lejano chasquido de las bolas de billar y, desde el exterior, el gemido del viento. No obstante, allí se estaba bastante caliente, en el # 249 B de la calle Este 35. Recuerdo que aquella noche David Adley estaba sentado a mi derecha, y a mi izquierda Emlyn McCarron que una vez nos contó una historia espeluznante sobre una mujer que había dado a luz en extrañas circunstancias. Después de él estaba Johanssen, con su Wall Street Journal doblado sobre las rodillas. Entró Stevens con un pequeño paquete blanco y se lo entregó a George Gregson sin hacer la menor pausa. Stevens es el mayordomo perfecto a pesar de su ligero acento de Brooklyn ( o quizá por causa de él) pero su mayor atributo, por lo que a mí se refiere, es que siempre sabe a quien debe entregar el paquete aunque nadie lo reclame. George lo captó sin protestar y permaneció un momento sentado en un sillón de alto respaldo y orejas, contemplando la chimenea que es lo bastante grande como para asar un buey. Vi como sus ojos se dirigían momentáneamente a la inscripción grabada en la piedra. LO QUE VALE ES LA HISTORIA, NO EL QUE LA CUENTA. Abrió el paquete con sus dedos viejos y temblorosos y tiró su contenido al fuego. Por un instante las llamas se transformaron en un arcoiris, y se oyeron risas apagadas. Me volví y vi a Stevens allá lejos, en la sombra, junto a la puerta. Tenía las manos cruzadas a la espalda. Su rostro se mostraba cuidadosamente inexpresivo. Supongo que todos nos sobresaltamos un poco cuando su voz ronca, casi quisquillosa rompió el silencio; yo confieso que sí. -Una vez vi asesinar a un hombre en esta misma habitación- nos dijo George Gregson-, aunque ningún jurado hubiera condenado al que mató. Pero, al final, se acuso así mismo..., y actuó como su propio verdugo.
Siguió una pausa mientras encendía su pipa. El humo envolvió su rostro arrugado en una nube azulada, y apagó el fósforo de madera con el gesto lento, teatral, del hombre cuyas articulaciones le producen gran dolor. Tiró el palito a la chimenea, donde cayó sobre los restos quemados del paquete. Contempló como las llamas tostaban la madera. Sus agudos ojos azules parecían cavilar bajo sus hirsutas cejas entrecanas. Su nariz era grande y ganchuda, sus labios delgados y firmes, sus hombros alzados hasta casi la base de su cráneo. -No nos mantengas en ascuas, George- refunfuñó Peter Andews- ¡Suéltalo ya ! -Ni lo sueñes. Ten paciencia- y todos tuvimos que esperar hasta que su pipa quedó prendida a su gusto. Cuando unas brasas se encendieron perfectamente repartidas en la enorme cazoleta de brezo, George cruzo sus manos grandes, ligeramente temblorosas, sobre una de sus rodillas y dijo: -Está bien. Tengo ochenta y cinco años y lo que voy a relataros ocurrió cuando yo tenía más o menos veinte. -En todo caso, sé que fue en 1919 y acababa de regresar de la Gran Guerra. Mi novia había muerto cinco meses antes, de la gripe. Sólo tenía diecinueve años y yo me lancé a beber y jugar a las cartas mucho más de lo que hubiera debido. Me había esperado dos años, ¿comprenden?, y durante todo ese tiempo recibí fielmente, una carta todas las semanas. Quizá podrán comprender por qué me abandoné tanto. No tenía creencias religiosas; la idea general y las teorías del cristianismo me resultaban algo cómicas en las trincheras, y no tenía familia que me ayudara. Así que puedo decir con sinceridad que los buenos amigos que me ayudaron en este tiempo de prueba, rara vez me abandonaron. Eran cincuenta y tres (más de lo que tiene la mayoría): cincuenta y dos naipes y una botella de whisky "Cutty Stark". Me habían instalado en el mismo lugar en que sigo viviendo ahora, en Brennan Street. Pero entonces era mucho más barato y había muchas menos botellas de medicinas, y píldoras y demás, llenando las estanterías. Sin embargo, pasaba la mayor parte de mi tiempo aquí, en el 249 B, porque siempre había alguna partida de póquer en marcha. David Adley interrumpió, y aunque sonreía, no creo que estuviera bromeando: -¿Y ya estaba Stevens aquí, entonces, George? George se volvió a mirar al mayordomo: -¿Era usted, Stevens, o era su padre? Stevens se permitió la sombra de una sonrisa.
-Como 1919 fue hace más de sesenta y cinco años, señor, debo decir que se trataba de mi abuelo. - Debemos, pues, entender que su empleo es hereditario- musitó Adley. -Tal como dice, señor- respondió Stevens imperturbable. -Ahora que lo pienso- comentó George-, hay un parecido sorprendente entre usted y su... ¿dijo usted abuelo, Stevens? -Si señor eso dije. -Si les pusiera de lado, me costaría decir quien es quien... -¿Pero esto no tiene nada que ver, verdad? -No, señor -Me encontraba en la sala de juego…, al otro lado de esta pequeña puerta, allá..., haciendo solitarios, la primera y única vez que nos encontramos Henry Brower y yo. Éramos cuatro dispuestos a sentarnos y jugar una partida de póquer; solamente necesitábamos un quinto para que la velada empezara. Cuando Jason Davidson me dijo que George Oxley, nuestro habitual quinto, se había roto la pierna y estaba en cama con la pierna enyesada y colgada de una polea, pareció que aquella noche nos íbamos a quedar sin partida. Empecé a pensar en la posibilidad de terminar la noche con nada mejor para distraer mis pensamientos que hacer solitarios y soplar la mayor cantidad de whisky que pudiera, cuando un individuo sentado al fondo de la habitación dijo con voz tranquila y agradable: -Si ustedes, caballeros, estaban hablando de póquer, disfrutaría mucho jugando una mano, si no tienen nada que objetar. -Había estado escondido tras el World de Nueva York hasta aquel momento, así que cuando levanté la mirada lo vi por primera vez. Era un hombre joven con cara de viejo, no sé si me entienden. Algunas de las huellas que vi en su rostro había empezado a descubrirlas en el mío, desde la muerte de Rosalie. Algunas..., no todas. Aunque el joven no podía tener más de veintiocho años a juzgar por su cabello, sus manos, y el modo de andar, su rostro parecía marcado por la experiencia y sus ojos, que eran muy oscuros, parecían más que tristes: parecían atormentados. Era guapo, con un bigote pequeño y recortado y cabello rubio oscuro. Vestía un buen traje de color marrón y se había soltado el botón del cuello. -Me llamo Henry Brower- dijo -Davidson se precipitó a través de la estancia para estrecharle la mano, pero ocurrió una cosa extraña: Brower dejó caer el periódico y levantó ambas manos, lejos de su alcance. La expresión, en su rostro, era de horror.
Davidson se detuvo, confuso, más estupefacto que indignado. Sólo tenía veintidós años... ¡Cielos, que jóvenes éramos todos en aquellos días!, y era como un cachorrillo. -Perdóneme - se excuso Brower con suma gravedad- pero nunca estrecho la mano de nadie. Davidson parpadeó: -¿Nunca? Qué curioso. ¿Y por qué no? Bueno ya les he dicho que Davidson era algo así como un cachorro. Brower no se molestó y lo tomó con una sonrisa (algo turbada) abierta. -Acabo de llegar de Bombay- explicó-. Es un lugar extraño, populoso, sucio, lleno de pestilencia y enfermedades. Los buitres se pasean y presumen sobre los muros de la ciudad, por millares. Hace dos años estuve allí en misión comercial y se me contagió el horror a nuestra costumbre occidental de estrechar manos. Sé que es una tontería y una incorrección, pero no puedo remediarlo. Así que si no les importa que me retire y me perdonan... -Con una condición- dijo Davidson sonriéndole. -¿Cuál será? -Que se acerque a la mesa y comparta conmigo un vaso del whisky de George, mientras voy a por Baker, French y Jack Wilden. Brower le sonrío, asintió y dejó el periódico. Davidson le hizo un gesto de aceptación y corrió en busca de los otros. Brower y yo nos acercamos a la mesa cubierta de fieltro verde y cuando le ofreció la bebida rehusó, dándome las gracias, y encargó su propia botella. Supuse que tendría que ver algo con su extraña manía y no dije nada. He conocido hombres cuyo horror por los, microbios y enfermedades va mucho mas lejos..., como los habréis conocido vosotros. Hubo gestos de asentamiento. -Es estupendo estar aquí -me dijo Brower pensativo- He evitado toda compañía desde que llegué de mi destino. ¿No es bueno, para un hombre, estar solo, sabe? ¡Creo que incluso para aquellos que se valen por si solos, el estar aislados del resto de la humanidad debe ser la peor forma de tortura!- todo eso lo dijo con un curioso énfasis, y yo asentí.
Había experimentado semejante soledad en las trincheras, generalmente por la noche. Volví a sentirla de nuevo, más anunciante, después de enterarme de la muerte de Rosalie. Me sentí atraído por él pese a su declarada excentricidad. -Bombay debió haber sido un lugar fascinante- le dije. -¡Fascinante ... y terrible! Hay cosas allí que nuestra filosofía no puede ni soñar. Su reacción a los automóviles, es divertida: los niños se apartan de ellos cuando pasan pero luego los siguen manzanas enteras. Encuentran que el avión es terrorífico e incomprensible. Naturalmente, nosotros los americanos, los contemplamos con completa ecuanimidad... incluso con complacencia..., pero le aseguro que mi reacción fue como la de ellos cuando vi por primera vez a un mendigo callejero tragarse un paquete entero de alfileres de acero y luego ir sacándolos uno a uno de las heridas abiertas que tenia en la punta de los dedos. No obstante, eso es algo que los nativos de aquella parte del mundo encuentran perfectamente natural. Quizás- añadió sombrío-, no estaba previsto que ambas culturas fueran a mezclarse, sino que debíamos mantener separadas sus respectivas maravillas. Para un americano como usted o como yo, tragarse un paquete de alfileres significaria una muerte lenta y horrible. En cuanto al automóvil... - se calló y una expresión torturada asomo a su rostro. Yo me disponía a hablar, cuando Stevens, el viejo, apareció con la botella de whisky escocés de Brower, y tras él, Davidson y los demás. Davidson explicó antes de hacer las presentaciones: Les he contado su pequeña manía, Henry, así que no tiene nada que temer. Éste es Darrel Baker, que no era muy buen jugador, perdió unos ochocientos (aunque ni siquiera iba a notarlo: su padre era el propietario de tres de las mayores fabricas de zapatos de New England y los demás compartían la perdida de Baker conmigo, casi a partes iguales. Davidson, un poco por encima y Brower un poco por debajo: sin embargo para Brower aquello era toda una hazaña, porque sus cartas habían sido malísimas casi toda la noche. Eran tan hábiles en la modalidad tradicional de cinco cartas como en la nueva variedad de siete, y yo me dije que a veces me había ganado dinero en faroles que yo no me hubiera atrevido a intentar. Pero me fijé en una cosa; aunque bebía mucho- para cuando French estuvo listo para dar la última mano, había casi terminado una botella entera de escocés-, hablaba con toda claridad, su habilidad en el juego jamás se altero, y su obsesión sobre no tocar manos tampoco cedió. Cuando ganaba, nunca tocaba el montón si alguien tenía que poner fichas o dinero o si alguien "estaba distraído" y tenía aún que entregar fichas. Una vez, cuando Davidson dejo su vaso demasiado cerca de
su codo, Brower se aparto bruscamente, tirando casi la bebida. Baker pareció sorprendido, pero Davidson lo dejó pasar con un vago comentario. Jack Wilden había comentado un poco antes que tenía ante él un viaje a Albany, en coche, para última hora de la mañana, y que una vuelta más le bastaría. Así que le toco dar a French, y decidió jugar a siete cartas. Recuerdo aquella última mano tan claramente como mi nombre, y en cambio me vería en un apuro si tuviera que decirles lo que comí ayer o con quien comí. Misterios de la edad, supongo, aunque creo que si vosotros hubierais estado allí lo recordarías como yo. Me dio dos corazones, cubiertos, y una carta descubierta. No puedo decir lo que tenían Wilden o French, pero el joven Davidson tenía el as de corazones y Brower el diez de pique. Davidson apostó dos dólares- cinco eran nuestro límite-, y volvió a repartir cartas. Davidson había cogido un trío que no parecía mejorar su mano, sin embargo echo tres dólares al pozo. -¡La última mano- anunció alegremente-. Hay una dama en la ciudad que quería salir conmigo mañana por la noche! No creo que hubiera creído ha una echadora de cartas si hubiese dicho cuantas veces me atormentaría esta frase a ratos perdidos, hasta hoy en día. French repartió la tercera vuelta. No tuve suerte con mi escalera, pero Baker, que era siempre el gran perdedor, logró unas parejas... de reyes, creo. Brower había logrado un par de diamantes que no parecían servir para gran cosa. Baker apostó hasta el límite por su pareja y Davidson subió a cinco. Todos nos quedamos en el juego. Y llegó nuestra última carta descubierta. Yo saqué el rey de corazones para mi escalera, Baker sacó una tercera para sumar a su pareja y Davidson un segundo as que le hizo brillar los ojos. Brower recogió una reina de pique, y les juro que no comprendí por qué no abatía. Sus cartas parecían tan malas como todas las que había tenido aquella noche. Pero las apuestas fueron subiendo. Baker apostó cinco, Davidson llegó a cinco, Brower también. Jack Wilden dijo: -No sé, pero creo que mi pareja no vale gran cosa -y tiró las cartas-. Yo canté y volví a poner cinco. Baker también. -Bueno, no voy aburriros con el relato de las apuestas. Solamente os diré que había un límite de tres alzas por persona, y Baker, Davidson y yo hicimos tres pujas de cinco dólares. Brower se limitó a repetir cada envite y apuesta, siempre
cuidando de no poner su dinero en el pozo hasta que todas las manos estaban lejos. Y había mucho dinero..., algo más de doscientos dólares..., cuando French nos sirvió nuestra última carta cubierta. Hubo una pausa mientras todos nos miramos, aunque a mí no me importaba; yo ya tenía mi juego y por lo que podía ver sobre la mesa, era bueno. Baker puso cinco, Davidson también y esperamos para ver lo que iba a hacer Brower. Su rostro estaba algo congestionado por el alcohol, se había quitado la corbata y desabrochado el segundo botón de la camisa, pero parecía tranquilo. "Voy..., y pongo cinco", dijo. Yo parpadee un poco porque esperaba que abatiera. No obstante, las cartas que yo tenía en la mano me decían que debía jugar para ganar, y puse cinco más. Seguimos jugando sin tener en cuenta el límite de pujas que podían hacerse sobre la última carta, y el pozo creció extraordinariamente. Yo fui el primero en pararme en vista del gran juego que alguien debía tener. Baker lo hizo después que yo, parpadeando nervioso desde el par de ases de Davidson a las cartas desconcertantes y sin valor que debía tener Brower. Baker no era un gran jugador, pero era lo suficientemente bueno para presentir algo importante. Entre los dos, Davidson y Brower pujaron lo menos diez veces más, o mucho más. Baker y yo nos sentimos arrastrados, no queriendo despedirnos de nuestras enormes inversiones. Los cuatro habíamos terminado las fichas y ahora eran billetes los que cubrían el montón enorme de fichas. -Bueno -dijo Davidson, después de la última puja de Brower-. Creo que voy a bajar. Si lo suyo ha sido un farol, Henry, Ha sido un gran farol. Pero he ganado y Jack tiene un largo camino ante el mañana - y al decirlo puso otro billete de cinco dólares sobre el montón y anunció-: Me paro. Ignoro lo que pensaban los demás, pero me sentí realmente aliviado sin que eso tuviera nada que ver con la gran cantidad de dinero que había dejado en el pozo. El juego había ido volviéndose peligroso y mientras que Baker y yo podíamos permitirnos perder, el pobre Jase Davidson, no. Siempre estaba en apuros, vivía de una renta, no muy grande, que le había dejado una tía suya. Y Brower, ¿podía permitirse perder? Recuerden caballeros, que en aquel momento había bastante más de mil dólares sobre la mesa. George dejó de hablar. Se le había apagado la pipa. -Bien ¿qué ocurrió? -preguntó Adley- No nos tenga sobre ascuas, George. Nos tiene a todos sentados al borde de las sillas. Déjenos caer o sientenos bien otra vez. -Paciencia -dijo George, imperturbable.
Sacó otra cerilla, la frotó en la suela de su zapato y volvió a chupar. Esperamos impacientes, sin hablar. Fuera, el viento ululaba y gemía en los aleros. Cuando la pipa estuvo bien encendida y tirando bien, George continuó: -Como sabéis, las reglas del póker establecen que el primero que ha anunciado juego, debe mostrar sus cartas. Pero Baker estaba demasiado impaciente por acabar con la tensión; levanto una de sus cartas ocultas y mostró cuatro reyes. -Me ganas, -le dije- color. -Te gano yo -declaró Davidson y descubrió dos de sus cartas ocultas. Dos ases, que sumaban cuatro -he jugado bien- y empezó a recoger el enorme pozo. -¡Esperen!-exclamó Brower-. No hizo el menor movimiento, ni tocó la mano de Davidson como hubieran hecho muchos, pero bastó con su voz. Davidson se paró a mirar y abrió la boca..., se quedó con la boca abierta como si todos sus músculos se hubieran relajado. Brower descubrió sus tres cartas ocultas revelando una escalera de color, del ocho a la reina. -Creo que esto gana a sus ases, ¿verdad? -preguntó correctamente Brower. Davidson enrojeció, luego palideció. -Sí -murmuró despacio como si descubriera él echo por primera vez-. Sí en efecto. Daría una fortuna por conocer los motivos que empujaron a Davidson a hacer lo que hizo. Conocía la extremada aversión de Brower a ser tocado; el hombre lo había demostrado de cien maneras distintas aquella noche. Tal vez Davidson lo olvidó sencillamente, en su afán por demostrar a Brower, y a todos nosotros, que podía hacer frente a sus pérdidas y aceptarlas deportivamente. Les he dicho que era como un cachorro, y aquel gesto encajaba con su carácter. Pero los cachorros también pueden morder cuando se les provoca. No son asesinos..., un cachorro no te saltara nunca a la garganta; pero a muchos hombres les han tenido que coser los dedos como castigo por molestar a un perrito con una zapatilla o un hueso de goma. Esto también podría ser parte del carácter de Davidson, tal como lo recuerdo, Daría una fortuna, como ya he dicho, por saber..., pero supongo que lo que importa es el resultado. Cuando Davidson apartó las manos del pozo, Brower alargó las suyas para recogerlo. En aquel instante, el rostro de Davidson se iluminó con algo así como cordial camaradería y cogió la mano de Brower y se la estrecho diciéndole: -Brillante, Henry, que juego, simplemente brillante. No creo que jamas haya...
Brower le interrumpió con un alarido, casi femenino, que resultó espantoso en el silencio desierto de la sala de juego, y se apartó. Las fichas y el dinero se desparramaron de cualquier modo al sacudir la mesa que por poco se cae. Todos nos quedamos inmóviles por el inesperado giro de los acontecimientos, incapaces de dar un paso. Brower se alejó a trompicones de la mesa, manteniendo su mano en alto, delante de sí, como una versión masculina de Lady Macbeth. Estaba blanco como un cadáver y el terror reflejado en su rostro era tal que aún hoy soy incapaz de describirlo. Sentí que me embargaba una oleada de horror como jamás había experimentado antes, o después, ni siquiera cuando me entregaron el telegrama con la noticia de la muerte de Rosalie. A continuación empezó a gemir. Era un lamento profundo, horrible, de ultratumba. Recuerdo que pensé: Este hombre está completamente loco, y entonces dijo algo de lo más raro "El conmutador... he dejado el conmutador encendido en el coche... ¡Oh Dios, cuanto lo siento!", Y se precipitó por la escalera hacia el vestíbulo. Fui el primero en reaccionar, Salté de mi silla y corrí tras él, dejando a Baker y Wilden y Davidson sentados alrededor del enorme montón de dinero que Brower había ganado. Parecían estatuas incas guardando un tesoro tribal. La puerta principal aún se movía cuando salí a la calle y vi a Brower enseguida, de pie al borde de la acera, buscando inútilmente un taxi. Cuando me vio se encogió tan angustiado que no pude evitar sentir una mezcla de pena y asombro. -¡Venga -dije-, espere! Siento mucho lo que ha hecho Davidson y estoy seguro de que ha sido sin pensar; de todos modos si tiene que irse por ello, no lo retengo. Pero ha dejado mucho dinero y debe recogerlo. -No debí haber venido -gimió-. Pero estaba tan desesperado por cualquier tipo de compañía humana que yo..., yo -sin darme cuenta alargue la mano para tocarle... el gesto más elemental de un ser humano a otro cuando esta aplastado por el dolor...-, pero Brower se apartó de mí y grito: "¡No me toque! ¿No basta con uno? Oh, Dios, ¿por qué no puedo morir?" Sus ojos febriles descubrieron de pronto a un pobre perro flaco y sucio, sarnoso, que andaba por el otro lado de la calle desierta a esa hora de la mañana. Iba con la lengua colgando y andaba agotado, cojeando, sobre tres patas. Supongo que andaba buscando cubos de basura donde revolver y comer algo. -Aquél podría ser yo -dijo pensativo, como para sí-. Rechazado por todos, obligado a caminar solo y a salir al exterior solo cuando los demás seres vivientes están a salvo tras sus puertas cerradas. ¡Perro paria!
-Venga -le insistí severamente porque lo que estaba diciendo me sonaba a melodramático-. Ha sufrido una impresión desagradable y es obvio que algo le ha ocurrido que le ha puesto los nervios en mal estado, pero en la guerra vi miles de cosas que... -¿No me cree, verdad? -preguntó-. ¿Cree que estoy poseído de una especie de histeria, verdad? -Amigo, realmente no sé de que esta poseído o de que es víctima, pero lo que sí sé es que si continuamos aquí fuera, con toda esta humedad, los dos seremos presa de la gripe. Ahora, si tiene la bondad de regresar conmigo, sólo hasta la entrada, si lo prefiere, pediré a Stevens que... Había tal locura en sus ojos que me sentí tremendamente inquieto. Ya no se veía en ellos el menor atisbo de cordura y lo que más me recordaba era a los psicóticos, agotados por la batalla, que había visto trasladar en carretas, desde el frente: cascaras humanas, con ojos vacíos como pozos del infierno, gimiendo y murmurando. -¿Quiere ver como una paria responde a otro? -me preguntó, sin enterarse de lo que le había estado diciendo. -¡Mire, pues, y vera lo que he aprendido en extraños puertos de arribada! Y de pronto alzo la voz y dijo imperiosamente: - ¡Perro! El perro levantó la cabeza, le miro con desconfianza, girando los ojos (uno con un brillo de locura; el otro, cubierto por una catarata) y, bruscamente, cambió de dirección y vino cojeando, de mala gana, a través de la calle, hasta donde estaba Brower. Estaba claro que no quería venir; gemía y gruñía y escondía el muñón apolillado de su rabo, entre las patas; pero, no obstante, se sentía atraído. Llegó a los pies de Brower, y entonces se echo gimiendo, encogido y tembloroso. Sus flancos descarnados, entraban y salían como un fuelle y su ojo sano se revolvía en su cuenca. Brower lanzó una carcajada horrible, desesperada, que todavía oigo en mis sueños, y se agachó junto al animal. -¿Lo ve? -dijo- sabe que soy uno de los suyos..., ¡y sabe lo que le traigo! Alargó la mano para tocar al perro y este lanzó un aullido lúgubre. Enseñó los dientes.
- ¡Déjelo! -grité vivamente- ¡Le morderá! Brower no me hizo ni caso. A la luz del farol de la calle vi su rostro lívido, horrible, con los ojos como agujeros quemados en un pergamino. -Tonterías -salmodió- tonterías. Solo quiero estrecharle la mano..., como su amigo hizo conmigo -y, de golpe, agarro la pata del perro y se la estrechó. El perro lanzó un aullido horrible, pero no intentó morderle. Luego, Brower se enderezó. Sus ojos se habían aclarado algo y, excepto por su extrema palidez, podía volver a ser el hombre que se había ofrecido, cortésmente, a jugar con nosotros aquella noche, unas horas antes. -Me voy ahora -dijo- por favor, presente mis excusas a sus amigos y dígales cuanto siento haberme comportado como un imbécil. Quizás, en otra ocasión, tendré la oportunidad de redimirme. -Somos nosotros lo que debemos pedirle perdón. ¿Ha olvidado usted el dinero? Hay bastante más de mil dólares. -¡Oh, sí El dinero! - y su boca se curvó en la más amarga de las sonrisas que jamás haya visto. - No se preocupe por tener que entrar otra vez. Si me promete que me esperará aquí se lo traeré ¿Le parece bien? -Si lo desea, esperaré....- mirando reflexivo al perro que seguía quejándose a sus pies, y añadió-: A lo mejor querrá venir a mi casa y comer decentemente por una vez en su miserable vida- y reapareció la amarga sonrisa. Entonces le dejé, antes de que lo pensara mejor, y bajé a la sala de juego. Alguien, probablemente Jack Wilden, siempre había tenido una mente ordenada, había cambiado todas las fichas por billetes y los había amontonado cuidadosamente en el centro del tapete verde. Ninguno dijo nada cuando me vieron recogerlo. Backer y Jack Wilden fumaban en silencio; Jason Davidson estaba sentado, con la cabeza agachada, mirandose los pies. Su rostro era la imagen de la desolación y la vergüenza. Le toqué en el hombro al irme hacia la escalera y me miró agradecido. Cuando llegué a la calle, estaba absolutamente desierta. Brower se había ido. Permanecí allí con un puñado de billetes en cada mano, mirando a un lado y a otro, pero no se movía nada. Llamé una vez, por si acaso, por si me estuviera esperando en la sombra de algún lugar cercano, pero no obtuve respuesta. Entonces se me ocurrió mirar al suelo.
El pobre perro perdido seguía allí, pero sus días de revolver en los cubos de basura habían terminado. Estaba completamente muerto. Las pulgas y garrapatas
abandonaban en fila su cuerpo. Di un paso atrás, asqueado y a la vez lleno de una especie de vago terror. Tuve la premonición de que no había terminado aun con Henry Brower, y así era; pero jamás volví a verle. El fuego en la chimenea había muerto y el frío había empezado a salir de entre las sombras, pero nadie se movió, o habló, mientras George volvía a encender su pipa. Suspiro, cruzó de nuevo las piernas, haciendo crujir las articulaciones, y continuó: Inútil decirles que los otros que habían tomado parte en el juego fueron unánimes en su opinión: debíamos encontrar a Brower y entregarle el dinero. Supongo que algunos creerán que estabamos locos, pero aquella era una época más decente. Davidson estaba desesperado cuando se fue: traté de retenerle y decirle unas palabras, pero se limitó a sacudir la cabeza y se marchó. Dejé que se fuera. Las cosas le parecían distintas después de una noche de sueño y ambos podíamos ir en busca de Brower. Wilden se iba de la ciudad y Baker tenía que " hacer visitas". Aquel sería un buen día, pensé, para que Davidson recobraba su propia estima. Pero cuando, a la mañana siguiente, fui a su piso, aun no se había levantado. Pude haberle despertado, pero era joven y decidí dejarle dormir aquella mañana mientras me dedicaba a la busca de algunos datos elementales. -Primero vine aquí y hablé con él...- se volvió hacia Stevens y levantó una ceja. -Mi abuelo, señor- aclaró Stevens -Gracias. -No hay de qué, señor: Hablé con el abuelo de Stevens. Le hablé precisamente del mismo sitio donde ahora se encuentra Stevens. Dijo que Raymond Greer, un individuo que conocía vagamente, había recomendado a Brower. Greer pertenecía al gremio de comerciantes de la ciudad, así que me fui directamente a su despacho, en el edificio Flatiron. Lo encontré y hablamos al momento. Cuando le conté lo que había ocurrido la noche anterior, su rostro se llenó de confusión, tristeza, piedad y miedo. -¡Pobre Henry !- exclamó- Sabía que terminaría así, pero nunca pensé que ocurriría tan pronto. -¿El qué? - pregunte.
-Su derrumbamiento- aclaró Greer-. Todo procede de su primer año de estancia en Bombay, y supongo que nadie excepto el propio Henry llegará jamás a conocer toda la historia. Pero le diré lo que pueda. La historia que me contó Greer en su despacho aquel día, acrecentó mi simpatía y comprensión. Al parecer, Henry Brower se había visto desgraciadamente mezclado en una autentica tragedia, y, como en todas las tragedias clásicas del teatro, habían surgido de un simple fallo..., en el caso de Brower, un olvido. Como miembro de la comisión del trabajo en Bombay, y disponía del uso de un automóvil, una relativa rareza allí. Greer explicó que Brower disfrutaba como un niño conduciéndolo por las calles estrechas y tortuosas de la ciudad, espantando a las gallinas en bandadas y haciendo que hombres y mujeres se arrodillaran para rezar a sus dioses. Iba en él a todas partes, atrayendo la atención de grandes grupos de niños que le seguían a todas horas, pero que se apartaban cuando les ofrecía pasearles en su máquina maravillosa, como hacia con frecuencia. El coche era un "Ford A" con carrocería de furgoneta y uno de los primeros coches que podrían ponerse en marcha no sólo con la manivela, sino apretando un botón. Les suplico que recuerden esto. Un día, Brower llevo el coche a la otra punta de la ciudad para visitar a uno de los otros cargos del lugar sobre posibles partidas de cuerda de yute. Atrajo la atención, como le era habitual, cuando su "Ford" rugió y petardeo las calles, como si fuera un despliegue de artillería en marcha...Y, naturalmente, seguido por los niños. Brower iba a cenar con el fabricante de yute, un acto de gran formalidad y ceremonia, y se encontraban a mitad del segundo plato, sentados en una terraza a cielo abierto, por encima de la populosa calle, cuando el petardeo familiar, el rugido del motor se oyó allá abajo, acompañado de gritos y chillidos. Uno de los muchachos mas atrevidos, hijo de un oscuro santón, había subido al coche convencido, dijo, que cualquier dragón que durmiera bajo el capote de hierro no podía ser despertado sin que el hombre blanco se sentara al volante. Y Brower, obsesionado por las próximas negociaciones, no había apagado el encendido. Uno no puede imaginarse al muchacho, cada vez mas atrevido ante los ojos de sus compañeros, tocando el retrovisor, el volante, e imitando el ruido de la bocina. Cada vez que sacaba la lengua al dragón que dormía bajo el capote, crecía el pavor en el rostro de su público. Su pie debió de haber encontrado el embargue, quizás se apoyo en él, cuando apretó el estarter. El motor estaba caliente: se puso en marcha al momento. El muchacho, presa de gran terror, hubiera debido reaccionar apartando el pie del embrague
inmediatamente, antes de saltar fuera del coche. Si el coche hubiera sido mas viejo o estado en peores condiciones, se habría calado. Pero Brower lo cuidaba escrupulosamente, y por ello saltó hacia delante en medio de una serie de ruidosas sacudidas: Brower pudo darse cuenta antes de salir corriendo de la casa de fabricante de yute. El tropiezo fatal del muchacho fue poco más que un accidente. Quizás en sus esfuerzos por salir, su codo tropezó accidentalmente con la palanca de marchas. Quizá tiro de ella con la angustiada esperanza de que así era como el hombre blanco hacia dormirse al dragón. No obstante, ocurrió..., ocurrió. El auto alcanzo una velocidad suicida y cargo contra la multitud en aquella calle abarrotada de gente, saltando sobre bultos y aplastando las jaulas de mimbre del vendedor de aves, reduciendo a astillas la carreta del vendedor de flores. Bajó rugiendo, colina abajo, en dirección a la esquina de la calle, salto la acera, se estrelló contra un muro de piedra y estalló en una bola de fuego. George pasó su pipa de un lado a otro de la boca. Esto fue lo único que pudo contarme Greer, porque era lo único que tenía sentido de todo lo que dijo Brower. Lo demás era como una arenga desatinada sobre la locura de que dos culturas tan dispares llegaran a mezclarse. El padre del muchacho muerto se enfrento evidentemente con Brower antes de que se lo llevaran y le lanzo una gallina muerta. Hubo una maldición. En este punto. Greer me dirigió una sonrisa que era como decirme que ambos éramos hombres del mundo, encendió un cigarrillo y comentó: -Cuando ocurre una cosa así hay siempre una maldición. Esos miserables paganos tienen que plantar cara a toda costa. Es su pan y mantequilla. -¿Cuál fue la maldición?- quise saber. -Supuse que la habría adivinado. El santón le dijo que un hombre que practicaba su brujería sobre un muchacho tan joven debería volverse un paria, un proscrito. A continuación dijo a Brower que cualquier ser vidente al que tocara con sus manos, moriría. Para siempre jamás, amén... -Y Greer soltó una risita. -¿Y Brower lo creyó? Greer creía que sí.
-Hay que tener en cuenta que el hombre había sufrido una impresión espantosa. Y ahora por lo que usted me dice, su obsesión se está grabando en lugar de curarse. -¿Puede darme su dirección? Greer busco en sus ficheros y al fin apareció con unos datos. Me dijo: -No le garantizo que le encuentre ahí. La gente se ha mostrado reacia a emplearle, y me parece que no dispone de mucho dinero. Sentí un remalazo de culpabilidad al oírle, pero no dije nada. Greer me pareció demasiado pomposo, demasiado creído, para merecer la poca información que yo tenia sobre Henry Brower. Pero al levantarme, algo me empujó a decirle. -Vi a Brower estrecharle la pata a un perro sarnoso, anoche. Quince minutos después el perro estaba muerto. -¿De veras? ¡Qué interesante!- Levantó las cejas como si el comentario no tuviera que ver con nada de lo que habíamos estado hablando. Me levanté para despedirme y me disponía a estrechar la mano de Greer, cuando la secretaria abrió la puertta del despacho: -Perdóneme, pero, ¿es usted Mr. Gregson? Le dije que efectivamente lo era entonces añadió: -Un tal Baker acaba de llamar. Le ruega que vaya inmediatamente al numero veintitrés de la calle 19. Me dio un vuelco el corazón, porque ya había estado allí una vez aquel día..., era la dirección de Jason Davidson. Cuando abandoné el despacho de Greer, le deje ocupado con su pipa y el Wall Street Journal. Jamás volví a verle, pero no ha sido una gran perdida. Me sentía embargado por un temor específico, el tipo que nunca cristalizará del todo en temor real por un objeto determinado, porque es demasiado espantoso, demasiado increíble para ser tenido seriamente en cuenta. En este punto interrumpí su narración: -¡Santo dios George! ¿No ira a decirnos que estaba muerto?
-Completamente muerto - asintió George-. Llegue casi al mismo tiempo que el forense. Su muerte se calificó de trombosis coronaria. Hacía unos dieciséis días que había cumplido veintitrés años. En los días siguientes, traté de decirme que todo aquello era una desgraciada coincidencia, y que era mejor olvidarlo. No dormía bien incluso con la ayuda de mi buen amigo "Cutty Sark". Me dije que lo que había que hacer era repartir el pozo de la noche anterior entre nosotros tres y olvidar que Henry Brower había irrumpido alguna vez en nuestras vidas. Pero no pude. Preparé en cambio un cheque de caja por aquella cantidad y fui a la dirección que Greer me había dado, en Harlem. No estaba. La dirección que había dejado era un lugar en el East End, un vecindario ligeramente menos acomodado pero, de todas formas, decente. Había abandonado también esa dirección un mes antes de la partida de póquer, y su nueva dirección estaba en East Village, un barrio pobre. El encargado del edificio, un hombre flaco acompañado de un enorme mastín negro que no dejaba de gruñir, me dijo que Brower se había marchado el tres de abril..., el día siguiente al de la partida. Le pregunté si había dejado alguna dirección y echó la cabeza hacia atrás y emitió un graznido que aparentemente le servia de risa: La única dirección que dejan cuando se van de aquí es el infierno jefe. Pero a veces se paran en el Bowery en su camino. El Browery era lo que entonces los forasteros creen que es ahora: el hogar de los sin hogar, la última parada para los hombres sin rostro que solamente desean otra botella de vino barato u otra inyección del polvo blanco que proporciona sueños sin fin. Me dirigí allá. En aquellos días había docenas de casas de mala muerte, algunas misiones caritativas que recogían a los borrachos por la noche y centenares de callejones donde un hombre podía esconder un colchón viejo cocido de chinches. Vi docenas de hombres, todos ellos pocos más que esqueletos comidos por las bebidas y las drogas. Ni se conocían nombres, ni se usaban. Cuando, un hombre llega al nivel mas bajo, con el hígado desecho por el alcohol, con la nariz hecha llaga abierta de tanto aspirar cocaína y potasa, con los dedos congelados y los dientes podridos..., un hombre ya no necesita el nombre para nada. Pero yo describía a Henry Brower a todos los que veía, sin conseguir nada. Los dueños de los bares movían la cabeza y seguían caminando. No le encontré aquel día, ni el otro, ni el otro. Transcurrieron dos semanas y de pronto hablé con un hombre que me dijo que alguien parecido había dormido tres noches atrás en la pensión de Devarney. Fui allí: estaba a solo un par de manzanas del área que yo había estado recorriendo. El hombre del mostrador era un viejo áspero, con una calva escamosa y unos ojos legañosos y brillantes. En la ventana cargada de moscas se
anunciaban habitaciones con vista a la calle por diez centavos la noche. Mientras duró la descripción de Brower el viejo fue moviendo afirmativamente la cabeza y cuando hube terminado, me dijo: Le conozco señorito. Le conozco muy bien. Pero no puedo recordar exactamente..., creo que me ayudaría ver un dólar delante de mí. Saque un dólar y lo hizo desaparecer al instante, pese a la artritis. Estuvo ahí, señorito, pero se ha ido. -¿Sabe a dónde? -No recuerdo bien, pero quizá podría con un dólar delante de mí. Saqué otro billete, que hizo desaparecer tan rápidamente como el primero. Algo, entonces, debió parecerle deliciosamente cómico, y de su pecho salió una tos rasposa de tuberculoso. -Bien, ya se ha divertido- le dije- y además le he pagado bien por ello. Dígame ahora, ¿sabe dónde está ese hombre? El viejo volvió a reírse divertido: - Si....Potter's Field es su nueva residencia: tiene un contrato para la eternidad y al diablo por compañero. ¿Qué le parece la noticia señorito? Debió morir ayer, durante la mañana, porque cuando le encontré, a mediodía, todavía estaba caliente y de buen ver. Sentado junto a la ventanaestaba. Yo había subido a cobrarle o decirle que si no me pagaba que se fuera. Así que resulto ser huésped, de un metro ochenta de tierra, de la ciudad- Esto le produjo otro desagradable ataque de risa senil. -¿No observó nada raro?- pregunté, sin atreverme a analizar el alcance de mi pregunta-. ¿Algo fuera de lo habitual? -Me parece recordar algo..., espere. Le enseñe un dólar para ayudarle a recordar, pero esta vez no provoco risa, aunque desapareció con la misma rapidez que las otras veces. -Sí, había algo más que raro- dijo el viejo-. He llamado al forense infinidad de veces, lo bastante para ver cosas. ¡Que no habré visto yo, buen Dios! Los he encontrado colgados de un clavo en la puerta, muertos en la cama, les he visto en la escalera de incendios con una botella entre las piernas y congelados, tan azules como el Atlántico. Incluso encontré a uno ahogado en la palangana del lavabo, aunque de esto hace más de treinta años. Pero ese hombre..., sentado, erguido,
con su traje marrón, como si fuera un elegante de ciudad, y el cabello bien peinado. Tenía la muñeca derecha agarrada por su mano izquierda, sí, señor. He visto de todo, pero nunca he visto ha un muerto estrechando su propia mano. Marché, me fui andando todo el camino hasta llegar a los muelles, y las últimas palabras del viejo se repetían una y otra vez en mi cerebro como un disco de gramófono que se atasca en un surco. «Es el único que he visto que haya muerto estrechando su propia mano». Anduve hasta el final de uno de los muelles, hasta donde el agua sucia y gris batía contra los pilares costrosos. Entonces rasgué el cheque en mil pedazos y los tire al agua. George Gregson se movió y se aclaro la garganta. El fuego había quedado en brasas y el frío se adueñaba del salón desierto. Las mesas y las sillas parecían espectrales e irreales, como visitas en un sueño donde se mezclan el pasado y el presente. El resplandor tenía las palabras de la piedra de la chimenea de un color naranja apagado: LO QUE VALE ES LA HISTORIA, NO EL QUE LA CUENTA. Solo le vi una vez, y una vez fue bastante; no se me ha olvidado jamás. Pero sirvió para sacarme de mi propio duelo, porque cualquier hombre que pueda moverse entre sus semejantes, no está completamente solo. -Si me trae el abrigo, Stevens, creo que me iré hacia la casa..., me he quedado mucho más tarde que de costumbre. Y cuando Stevens se lo trajo. George sonrío y señalo un pequeño lunar debajo de la comisura izquierda de Stevens. -Realmente el parecido es asombroso, sabe..., su abuelo tenía un lunar exactamente en el mismo sitio. Stevens sonrío, pero no comentó nada. George se fue, y nosotros fuimos desfilando poco después.
CABALGANDO LA BALA STEPHEN KING
- PRIMERA PARTE No he contado antes esta historia, y nunca pensé que lo haría –no exactamente porque tuviera miedo a no ser creído, sino porque sentía vergüenza… y porque la
historia era mía. Siempre he creído que al contarla, me devaluaría tanto a mí como a la historia en sí misma, la haría pequeña y más mundana, no mucho mejor que una historia amateur de fantasmas contada antes de apagar las luces. Creo que también tenía miedo de que si la contaba, escucharla en mis oídos me haría dejar de creerla a mí también. Pero desde que murió mi madre no he podido dormir muy bien. Permanezco en un ligero sopor y despierto de golpe otra vez, totalmente lúcido y temblando. Dejar la lamparilla de noche encendida funciona, pero no tanto como podrías pensarlo. Hay muchas más sombras en la noche, lo has notado? Aún con luz hay tantas sombras. Las largas pueden ser sombras de cualquier cosa que se te ocurra. Cualquier cosa. Yo era un muchacho en la Universidad de Maine cuando la Sra. McCurdy llamó para contarme sobre mami. Mi padre murió cuando yo era aún muy joven para recordarlo y fui hijo único, así que solo éramos Alan y Jean Parker contra el mundo. La señora McCurdy, quien vivía calle arriba, llamó al apartamento que yo compartía con otros tres muchachos. Había conseguido el número telefónico de la pizarra-magneto recordatorio que má tenía adherida en la nevera. "Fue un infarto", dijo ella con ese acento Yankee largo y cansado suyo. "Ocurrió en el restaurante, pero no seas tan imprudente de volar hasta acá. El doctor dice que no ’stá muy grave. Está despierta y ‘abla". "Si, pero es coherente?" Pregunté. Intentaba sonar calmado, incluso sorprendido, pero mi corazón latía rápidamente y repentinamente la sala de estar se tornó muy cálida. Tenía el apartamento para mí solo, era miércoles y mis dos compañeros tenían clases todo el día. "Oh, si. Lo primero que me dijo fue que te llamase pero que no te asustara. Muy considerado de su parte, no lo crees?" "Si". Pero desde luego estaba asustado. Cuando alguien llama y te dice que tu madre ha sido llevada del trabajo al hospital en ambulancia, cómo se supone que debes sentirte? "Dijo que permanecieras allá y te ocuparas del colegio hasta el fin de semana. Y dijo que podrías venir entonces si no tenías demasiado que-studiar". Seguro, pensé. Sarcástico. Me quedaré aquí en este mugriento apartamento pestilente a cerveza mientras mi madre está tendida en una cama de hospital a casi 170 kilómetros al sur muriendo. "Tu má es todavía una mujer joven," Dijo la Sra. McCurdy. "Es solo que se ha dejado engordar tremendamente estos años, y tiene la hipertensión. Además de los cigarrillos. Tendrá que dejar los cigarrillos".
Yo dudaba que lo hiciera, con infarto o sin él, y sobre eso tenía razón –mi madre amaba sus cigarrillos. Agradecí a la Sra. McCurdy por haber llamado. "Fue lo primero que hice al llegar a casa", dijo. "Y…cuándo piensas venir, Alan, el sabadito?" Había un ligero tono en su voz que sugería que lo adivinaba. Mire por la ventana la perfecta tarde de Octubre. El brillante cielo azul de New England sobre los árboles que se mecían sobre sus amarillas hojas en Mill Street. Entonces eche un vistazo al reloj. Las tres y veinte. Estaba por salir hacia mi seminario de filosofía de las cuatro en punto cuando sonó el teléfono. "Bromea?" Pregunté. "Estaré ahí esta noche." Su risa era seca y algo sofocada al final –La Sra. McCurdy era excelente para hablar sobre quién debía dejar el tabaco, ella y sus Winston. "Buen chico! Irás directo al hospital y después conducirás hasta la casa, cierto? "Eso creo, si" Dije. No tenía sentido decirle a la Sra. McCurdy que había algún fallo en la transmisión de mi viejo auto, y que no iría a ningún otro lugar que al sendero del futuro predecible. Haría autostop hasta Lewiston, y después hasta nuestra pequeña casa en Harlow si aún no era muy tarde. Si lo fuese, haría una siestecilla en algún sofá del hospital. No sería la primera vez que mi pulgar me llevase fuera de la escuela. O dormiría sentado con mi cabeza sobre una maquina de Coca-Cola, según el caso. "Me aseguraré que la llave se encuentre bajo la carretilla," dijo ella. "Sabes a lo que me refiero, verdad?" "Claro." Mi madre conservaba una vieja carretilla junto a la puerta del cobertizo trasero que se llenaba de flores en el verano. Pensar en ello, por alguna razón hizo que las noticias de casa que la Sra McCurdy me diera me golpeasen como un hecho auténtico: mi madre estaba en el hospital, la pequeña casa en Harlow donde crecí estaría oscura esta noche –no habría quién encendiera las luces después del ocaso. La Sra. McCurdy podía decir que mi madre era joven pero, cuando se tienen veintiún años, cuarenta y ocho suenan a ancianidad. "Ten cuidado, Alan. No conduzcas deprisa". Mi velocidad, desde luego, dependería de quienquiera que me llevase y, personalmente esperaba que quien fuese condujera como el diablo. En cuanto a mí correspondía, no llegaría al Central Main Medical Center lo suficientemente rápido. Aún así, no tenia sentido preocupar a la Sra. McCurdy. "No lo haré, gracias".
"Por nada," dijo ella. "Tu má estará bien, y vaya si estará feliz de verte." Colgué el teléfono y garabateé una nota diciendo lo que había ocurrido y hacia dónde me dirigía. Le pedí a Hector Passmore, el más responsable de mis colegas, que llamara a mi asesor y le pidiera que informara a mis instructores lo que pasaba para que no me fastidiaran por ausencias –Dos o tres de mis profesores eran verdaderamente intolerantes a ese respecto. Después empaque un cambio de ropa en mi mochila, añadí mi copia de Introducción a la filosofía que había marcado doblando el borde de una hoja y me dirigí a la salida. Abandoné el curso la siguiente semana, aunque me estaba yendo bastante bien. Mi forma de ver el mundo cambió esa noche, cambió bastante y nada en mi libro de filosofía parecía ajustarse a dichos cambios. Llegué a comprender que hay cosas debajo, tú sabes – debajo- y ningún libro puede explicar lo que son. Yo creo que a veces es mejor olvidar lo que son esas cosas. Si puedes, claro está. Hay 193. kilómetros de la Universidad de Maine en Orono hasta Lewiston en el condado de Androscoggin, y la forma más rápida de llegar ahí es por la ruta I-95. El camino de peaje no es un muy buen lugar para hacer autostop, puesto que la policía estatal está dispuesta a echar a cualquiera se baje por ahí –incluso si solo te encuentras de pie sobre la rampa, aún así te echan –y si el mismo policía te pesca dos veces, puede incluso darte una multa. Asi que tomé la Ruta 68, que enfila al sudoeste de Bangor. Es un camino bastante transitado y si no luces como un completo psicótico, usualmente te las arreglas bien. Los polis también te dejan en paz, la mayor parte del trayecto. El primer tramo me llevó un adusto vendedor de seguros y me llevo hasta Newport. Permanecí de pie en la intersección de la Ruta 68 y la Ruta 2 por casi veinte minutos, y entonces conseguí que me llevase un caballero algo mayor que iba en camino a Bowdoinham. Constantemente se tocaba la entrepierna mientras manejaba. Como si intentara atrapar algo que anduviese correteando por ahí. "Mi mujer sienpre me dijo que ‘stuviera preparado y guardase un cuchillo en la espalda si pretendía llevar a un autostopista," dijo "pero cuando veo a un tipo joven parado a un la’o del caminio, yo sienpre recuerdo mis días de juventud. Mi pulgar me llevo bastante lejos y yo también hice autostop. Cabalgué los caminios también, y mira esto, ella muerta hace cuatro años y yo vivito y coleando, conduciendo el mismo y viejo Dodge. La echo tierriblemente de menos". Se volvió a tocar la entrepierna "Hacia dónde te diriges, hijo?" Le conté a dónde iba y por qué. "Eso es tierrible," dijo él. "Tu má! Lo siento mucho!". Su comprensión era tan fuerte y espontánea que logró que sintiera un escozor en las comisuras de los ojos. Parpadeé para ahuyentar las lágrimas. Lo último en el
mundo que se me antojaba era soltarme a llorar en el auto de este viejo, el cual cascabeleaba y se bamboleaba, además de que lo impregnaba un fuerte olor a orín. "La Sra. McCurdy –la dama que me telefoneó –dijo que no era muy grave. Mi madre es aún joven, solamente cuarenta y ocho años". "Aún así, es un infarto!" El hombre parecía verdaderamente consternado. Manoseó la entrepierna de sus pantalones verdes una vez más, tirando de ella con una mano de enormes proporciones que asemejaba una garra. "Un infarto sienpre’s serio! Hijo, te llevaría yo mismo al CMMC –te dejaría justo ante la puerta principal –si no hubiese prometido a mi hermano Ralph que lo llevaría al sanatorio particular de Gates. Su esposa se encuentra ahí, tiene esa enfermedad del olvido, no me puedo acordar cómo demonios se llama, Anderson’s o Alvarez o algo por el estilo -" "Alzheimer’s," dije yo. "Ajá, tal vez la haya pillado yo también. Diablos, estoy tentado a llevarte de cualquier forma." "No es necesario que lo haga," Dije. "Puedo conseguir fácilmente quien me lleve desde Gates" "Aún así," dijo. "Tu madre! Un infarto! Solamente cuarenta y ocho años!" Volvió a manosear su entrepierna. "Jodido calzoncillo!" chilló, y después rió –el sonido era tanto estridente como sorprendido. "Jodida ruptura! Si logras subsistir hijo, todo tu mundo comienza a desmoronarse. Al final, Dios te patea el culo, déjame decirte. Pero eres un buen chico al dejarlo todo e ir a por tu madre como lo ‘stás haciendo." "Es una buena madre," Dije, y una vez más sentí el escozor de las lágrimas. Nunca sentí demasiada nostalgia por casa cuando me mudé al colegio –solo un poco la primer semana, eso fue todo –pero, sentí nostalgia entonces. Solo éramos ella y yo sin ningún otro familiar cercano. No podía imaginarme la vida sin ella. La Sra. McCurdy había dicho que no era muy grave, un infarto si, pero no muy grave. Más valía que la condenada vieja no mintiera, pensé, más le valía. Continuamos en silencio durante un rato. No era todo lo rápido que yo deseaba – el viejo mantenía una velocidad constante de 72 hms./hr. y a veces se desviaba sobre la línea blanca hacia el carril contrario- pero era un tramo largo, y no podía pedirse más. La Carretera 68 se desenrolló ante nosotros, doblando su curso a través de kilómetros de bosque y salpicada de pequeños pueblos que comenzaban y terminaban en un parpadeo, cada uno con su propio bar, y su
propia estación de servicio. New Sharon, Ophelia, West Ophelia, Ganistan (que alguna vez fue Afganistán, aunque parezca increíble), Mechanic Falls, Castle View, Castle Rock. El azul brillante del cielo se desvanecía a medida que el día terminaba, el viejo encendió primero sus indicadores de posición y después los indicadores laterales y finalmente las luces frontales. Había encendido las luces largas pero no parecía haberlo notado, incluso cuando los autos que venían en sentido opuesto le mostraban sus propias luces largas. "Mi cuñada no puede ni recordar su propio nombre," Dijo él. "No sabe ni decir ni sí, ni no, ni tal vez. Eso es lo que hace contigo la enfermedad de Anderson, hijo. Tiene algo en sus ojos… que parece decir ‘sáquenme de aquí’ … o lo diría, si pudiera recordar las palabras. Sabes a lo que me refiero?" "Si," Repliqué. Inspiré profundamente y me pregunté si el olor a orines pertenecía al viejo o tal vez tuviera un perro que lo acompañase en ocasiones. Me pregunté si le ofendería que bajase un poco la ventanilla. Finalmente lo hice. Él pareció no darse cuenta como tampoco parecía percatarse de las protestas de los autos que venían en sentido opuesto. Alrededor de las siete, flanqueamos una colina en West Gates y mi conductor chilló. "Mírala hijo! La luna! No es maravillosa?" "En verdad era maravillosa –una enorme bola anaranjada elevándose sobre el horizonte. Y sin embargo, pensé que había algo terrible en ella. Parecía tanto preñada como infectada. Al mirar a la creciente luna de pronto me acometió un pensamiento horrible. Que pasaría si llegaba al hospital y mamá no me reconocía? Que tal si su memoria se había esfumado, completamente, cero, y no pudiera ni decir ni sí, ni no, ni tal vez? Que tal si el doctor me decía que necesitaba de alguien que la cuidase por el resto de sus días? Ese alguien tendría que ser yo, desde luego, no había nadie más. Adiós colegio. Que hay de eso amigos y vecinos? "Pídele un deseo niñio!" Espetó el viejo. En su excitación, su voz se tornó más aguda y desagradable –era como si fragmentos de vidrio te chasqueasen en los oídos. Le dio a su entrepierna un fuerte apretón. Algo ahí dentro emitió un chasquido. No me cabía en la cabeza cómo podías oprimirte la entrepierna tan fuerte sin agarrarte las bolas desde la raíz, con calzoncillo o sin él. "El deseo que le pidas a la luna canpestre sienpre se realiza, eso es lo que mi padre decía." Pedí que mi madre me reconociese cuando entrara a su habitación, que sus ojos se iluminaran y que dijese mi nombre. Pedí el deseo e inmediatamente deseé no haber deseado, pensé que ningún deseo hecho a una enfermiza luz anaranjada pudiera traer nada bueno. "Ah, hijo! Exclamó el viejo. "Desearía que mi mujer estuviera aquí! Le pediría de rodillas perdón por todas las sandeces e insultos que le dije!"
Veinte minutos más tarde, con la última luz del día aún en el aire y la luna aún despuntando en el cielo llegamos a Gates Falls. Hay un semáforo intermitente amarillo en la intersección de la Ruta 68 y Pleasant Street. Justo antes de llegar a ella, el viejo viró abruptamente hacia el arroyo lateral y provocando que la rueda delantera derecha se golpeara contra el bordillo del camino y después retrocediera, haciendo castañetear mis dientes. El viejo me miró entonces con una mirada entre salvaje y desafiante –todo en él era salvaje, y aunque no lo había notado en un principio, todo en ese hombre daba la impresión de vidrios rotos. Y todo cuanto decía parecía ser una exclamación. "Te llevaré hasta ahí! Lo haré siseñor! Qué importa Ralph! Al demonio con él! Tú solo pídelo". Quería llegar pronto con mamá, pero la idea de otros 32 kilómetros con ese olor a meados en el aire y los autos protestando por las luces largas no era muy agradable. Tampoco era agradable la imagen del tipo conduciendo en eses e invadiendo el carril contrario de Lisbon Street. Pero sobre todo era por él. No podría soportar otros 32 kilómetros de rasquiña de entrepierna ni de esa voz de vidrio roto. "Hey, no," Dije, "No hay problema. Siga su camino y ocúpese de su hermano." Abrí la puerta del copiloto y lo que temía ocurrió –se inclinó y tomó mi brazo con su torcida y larga mano de anciano. Era la misma mano con la que se había manoseado la entrepierna. "Tú solo pídelo!" Me respondió. Su voz era ronca, confidencial. Sus dedos oprimían fuertemente la carne justo debajo de mi axila. "Te llevaré justo hasta la entrada del hospital! Ajá! No importa que nunca te haya visto en mi vida o tú a mi! No importa ni sí, ni no ni tal vez! Te llevare justo… ahí!" "No hay problema," repetí, y repentinamente sentí la urgente necesidad de salir de aquel auto, dejando la camisa en su puño si era necesario para librarme de él. Sentía que me ahogaba. Pensé que cuando me moviese, el apretón de su puño se cerraría aún más o incluso podría pillarme por el vello del cuello, pero no lo hizo. Sus dedos se aflojaron y me pude deslizar hacia fuera, y me pregunté como hacemos siempre que nos acomete un momento de pánico irracional, a qué tuve miedo exactamente. Él solo era un viejo carcamal cuya subsistencia tal vez dependiese del carbón, con un ecosistema Dodge pestilente a orines que parecía desilusionado por haber rechazado su oferta. Era solo un viejo que no estaba cómodo con sus calzoncillos. ¿Qué en el nombre de Dios había yo temido?. "Le agradezco haberme llevado y agradezco aún mas su oferta," Dije. "Pero puedo seguir por ahí" –señalé hacia Pleasant ¨Street "-y conseguiré autostop en cualquier momento".
Él permaneció en silencio un momento, luego suspiró y afirmó con la cabeza. "Ajá, ése es el mejor lugar del que partir." Dijo. "Manténte en los límites del pueblo, nadie querría llevar a un tipo en el pueblo, nadie querría aminorar la marcha y que le apresuren a bocinazos." El hombre tenía razón en eso, hacer autostop en un pueblo, aún en uno pequeño como Gates Falls era en vano. Adiviné que realmente el pulgar había llevado al viejo muy lejos en otro tiempo. "Pero, hijo, estás seguro? Ya sabes lo que dicen sobre tener pájaro en mano". Titubeé una vez más. Él tenía razón sobre lo del pájaro en mano también. Pleasant Street se volvía Ridge Road a poco mas de kilómetro y medio hacia el oeste del intermitente amarillo y transcurría sobre 24 kilómetros de bosque antes de llegar a la Ruta 196 en los linderos de Lewiston. Ya estaba casi oscuro y es siempre más difícil conseguir autostop por la noche –cuando los faros de un auto te encuentran en medio de un camino rural, parecerás un fugitivo del Wyndham Boy’s Correctional aún con el cabello bien peinado y la camisa dentro del pantalón. Pero yo no quería viajar más con el viejo. Aún ahora que me encontraba a salvo fuera de su vehículo, pensaba que había algo atemorizante en él -tal vez fuese solo la forma en que su voz parecía llena de puntos exclamativos. Además siempre he tenido suerte para conseguir autostop. "Estoy seguro," dije. "Y gracias otra vez, de verdad". "Cuando quieras, hijo. Cuando quieras. Mi mujer…" Se interrumpió, y vi que había lágrimas corriendo por las comisuras de sus ojos. Le agradecí una vez más, y cerré de un portazo la puerta antes que pudiera decir algo más. Me apresuré a cruzar la calle, mi sombra aparecía y desaparecía con la luz del intermitente. En la parte alejada de la calle me volví y miré hacia atrás. El Dodge seguía ahí, aparcado a un costado de Frank’s Fountain & Fruit. A la luz del intermitente y con el semáforo a unos seiscientos metros más o menos adelante, lo pude ver sentado recargado sobre el volante. Me acometió la idea de que estaba muerto, que yo lo había matado al rehusar su ofrecimiento de ayuda. Entonces se aproximó un auto por la esquina y el conductor echo sus luces largas al Dodge, esta vez el viejo reaccionó con sus propias luces, y entonces me di cuenta que todavía estaba vivo. Tras un momento, volvió hacia el camino y condujo el Dogde lentamente hacia la esquina. Le observé hasta que se perdió de vista, y entonces levanté la vista hacia la luna. Comenzaba a perder su brillo anaranjado, pero aún así, había algo siniestro en ella. Se me ocurrió entonces que nunca antes había oído hablar sobre pedir deseos a la luna –al lucero del ocaso sí, pero no a la luna. Una vez más deseé que pudiese retractar mi deseo, mientras la oscuridad se cernía sobre mí y yo permanecía de pie ante los cruces, era muy fácil recordar aquella historia sobre la garra del mono.
Caminé sobre Pleasant Street, mostrando el pulgar a los autos que pasaban sin siquiera aminorar la marcha. Al principio, había tiendas y casas a ambos lados del camino, entonces se terminaba la acera y los árboles silenciosamente cerraban el paso obstruyendo la tierra. En ocasiones, el camino se inundaba con luz, proyectando mi sombra hacia delante, me volvía, mostrando el pulgar e intentaba poner lo que suponía era una reconfortante sonrisa en mi rostro. Y cada ocasión el auto que se aproximaba pasaba como una exhalación. Uno de ellos me gritó "Consigue un empleo, pedazo de animal!" y hubo risas. No temo a la oscuridad –o no temía entonces, -pero comenzaba a temer que me había equivocado al no aceptar la oferta de aquel viejo de llevarme directamente al hospital. Pude haber diseñado algún cartel que rezara ‘NECESITO AUTOSTOP, MADRE ENFERMA’ antes de iniciar la travesía, pero dudaba que ello fuese de alguna ayuda. Cualquier psicótico podía hacer un cartel, después de todo. Continué la marcha, las zapatillas deportivas se desgastaban con el terreno arcilloso del sendero, escuchando los sonidos de la inminente noche: un perro, a lo lejos; un búho, mucho más cerca; el ronroneo del creciente viento. El cielo era brillante a laluz de la luna, pero no se la podía ver en aquél preciso instante –había árboles altos en este tramo y lo cubrían todo por el momento. Al dejar atrás Gates, unos pocos autos pasaron cerca. Mi decisión de no aceptar la oferta del viejo me parecía más tonta a cada minuto. Comencé a imaginar a mi madre en su cama de hospital, su boca torcida hacia abajo en un congelado gesto de desprecio, perdiendo su conexión con la vida pero tratando de retenerla en un creciente ladrido llamándome, sin saber que no podría llegar simplemente porque no me había gustado la escalofriante voz del viejo o el apestoso olor de su automóvil. Flanqueé una colina pendiente y de nuevo me encontré ante la luz de la luna en la cima. No había árboles a mi derecha, los reemplazaba un pequeño cementerio rural. Las lápidas destellaban a la pálida luz. Algo pequeño y negro se agazapaba junto a una de ellas, observándome. Caminé un paso hacia delante, con curiosidad. La cosa negra se movió y resultó ser una marmota. Me dirigió una única mirada de reproche con un ojo rojo y se perdió entre la hierba alta. En un instante, tomé conciencia de lo cansado que estaba, de hecho estaba exhausto. Había estado destilando adrenalina desde que la Sra. McCurdy llamara cinco horas antes, pero ahora eso quedaba atrás. Eso era la peor parte. La parte buena era que aquella sensación de franca urgencia se había ido, al menos de momento. Había tomado una decisión, me decidí continuar por Ridge Road en lugar de la Ruta 68, y no tenia sentido acosarme con lo mismo – Lo divertido es divertido y lo hecho, hecho está, solía decir mi madre. Tenía cantidad de frases por el estilo como aforismos Zen que casi tenían sentido. Con sentido o sin él, éste en particular me reconfortaba en estos momentos. Si ella estaba muerta cuando yo llegase al hospital, entonces eso era todo. Probablemente no lo estuviese. El médico dijo que no era grave, de acuerdo a la
Sra. McCurdy, y la Sra. McCurdy también había dicho que mi madre aún era una mujer joven. Un poco en el bando pesado, cierto, y una fumadora al por mayor, pero aún joven. Mientras tanto, yo me encontraba sumamente nervioso y súbitamente exhausto – parecía que mis pies hubiesen sido enterrados en cemento. Había un muro bajo de rocas que discurría a lo largo un sendero que bordeaba el cementerio, con una abertura por la cual corrían un par de ratas. Me senté en él con los pies plantados a los lados de una de estas hendiduras. Desde esta posición, podría ver una buena parte de Ridge Road en ambas direcciones. Cuando veía luces aproximándose desde el oeste, en dirección a Lewiston, podría caminar de vuelta hacia el límite del camino y sacar el pulgar. Entretanto, me sentaría aquí con mi mochila en el regazo y esperaría a que me volviese la fuerza a las piernas. Una baja neblina, fina y resplandeciente se elevaba del césped. Los árboles que rodeaban el cementerio por tres costados susurraban al movimiento de la creciente brisa. Desde más allá del campo santo llegó el sonido de agua corriente, un arroyo y el ocasional chapoteo de una rana. El lugar era hermoso y extrañamente confortable. Como la fotografía en un libro de poemas románticos. Miré hacia ambos lados del camino. Nada se aproximaba, no había más que resplandor en el horizonte. Bajé mi mochila a la hendidura entre mis pies, me puse de pie y caminé hacia el cementerio. Un mechón de cabello cayó sobre mi frente y el viento lo apartó. La extraña neblina se arremolinaba perezosamente alrededor de mis pies. Las rocas de la parte trasera eran viejas, y más de una se había caído. Las del frente eran mucho más recientes. Uní las manos y me arrodille, para mirar una lápida que estaba rodeada de flores casi frescas. A la luz de la luna el nombre era fácil de leer: GEORGE STAUB. Debajo de éste se encontraban las fechas que marcaban la breve existencia de George Staub: ENERO 19, 1977 decía la primera y la otra rezaba OCTUBRE 12, 1998. Eso explicaba por qué las flores apenas comenzaban a secarse; Octubre 12 había sido hace dos días y 1998 era justo hacía dos años. Los amigos y parientes de George debieron pasar a presentar sus respetos. Bajo el nombre y las fechas había algo más, una breve inscripción. Me agaché un poco más para poder leerla-E inmediatamente me proyecté haca atrás, aterrado y demasiado consciente de que me encontraba solo, visitando un cementerio a la luz de la luna. La inscripción decía LO DIVERTIDO ES DIVERTIDO Y LO HECHO, HECHO ESTA
Mi madre estaba muerta, había muerto quizá en ese preciso instante y algo me había enviado un mensaje. Algo con un sentido del humor absolutamente desagradable. Comencé a retroceder lentamente hacia el camino, escuchando el viento pasar entre los árboles, escuchando el arroyo, escuchando a la rana, súbitamente temeroso de escuchar algo más, el sonido de tierra deslizándose y de raíces arrancadas por algo que, sin estar del todo muerto, pugnara por salir, buscando asir una de mis zapatillas deportivasMis pies se enredaron y caí, golpeándome el codo con una lápida, apenas fallando que otra me golpease la nuca. Caí con un golpe seco, mirando hacia la luna que apenas se traslucía entre los árboles. Ahora era blanca en vez de anaranjada, y tan brillante como un hueso pulido. La caída me produjo más lucidez que pánico. No sabía lo que había visto, pero no podía ser lo que yo creí haber visto, esa clase de cosas podían ocurrir en las películas de John Carpenter y Wes Craven, pero no ocurrirían en la vida real. Si, de acuerdo, bien, murmuró una voz en mi cabeza. Y si te alejases de aquí caminando continuarás creyéndote eso. Podrás continuar creyéndolo por el resto de tu vida.
"A la mierda," protesté y me puse de pie. El trasero de mis tejanos estaba húmedo, y tiré de él para separarlo de la piel. No era precisamente fácil reprochar a la lápida que era la última morada de George Staub pero tampoco fue tan duro como pensé que sería. El viento susurraba entre los árboles todavía en aumento, marcando un cambio en el clima. Las sombras bailaban inquietas a mi alrededor. Las ramas crujían y entrechocaban, un sonido crujiente en el bosque. Me incliné sobre la lápida y leí. GEORGE STAUB ENERO 19, 1977-OCTUBRE 12, 1998
Un buen comienzo, y un prematuro final(1)
(1) La confusión se da por la similar pronunciación en Inglés de las frases "Fun is fun and done is done" "lo divertido es divertido y lo hecho hecho está" y la inscripción de la lápida que en Inglés rezaría "Well begun, too soon done" "Un buen comienzo, y un prematuro final" N. De la T.
Me quedé ahí de pie, inclinado con mis manos colgando sobre las rodillas, sin advertir lo rápido que latía mi corazón hasta que comenzó a calmarse. Una pequeña y desagradable coincidencia, eso era todo, y cabría la posibilidad de que hubiese leído mal la inscripción que había bajo el nombre y las fechas? Aún sin estar cansado y bajo el efecto del estrés, pude haber leído mal –la luz de la luna era una obvia disuasión. Caso cerrado. Excepto que, sabia lo que había leído: Lo divertido es divertido y lo hecho, hecho está.
Mi má estaba muerta. "A la mierda," Repetí, y me alejé. Al hacerlo me di cuenta de que la neblina que se arremolinaba sobre la hierba y mis tobillos comenzaba a resplandecer. Pude oír el murmullo de un motor aproximándose. Se acercaba un auto. Corrí de vuelta hacia la entrada del muro de rocas colgándome la mochila en el trayecto. Las luces del auto que venía iban a medio camino de la colina. Saqué el pulgar en el instante en que me deslumbraron y momentáneamente cegaron mi vista. Sabía que el tipo se detendría aún antes de que aminorara la marcha. Es curioso como puedes solo saber en ocasiones, pero cualquiera que haya pasado mucho tiempo haciendo autostop te podrá decir que así ocurre. El auto me adelantó, las luces del freno encendieron y lentamente se acercó al bordillo de tierra suave muy cerca del borde del muro de rocas que dividía el cementerio de Ridge Road. Corrí hacia él con la mochila bamboleándose contra mi rodilla. El auto era un Mustang, uno de esos fenomenales autos de fines de los sesenta o principios de los setenta. El motor rugía ruidosamente, el notorio sonido de un silenciador que seguramente no pasaría la próxima inspección cuando venciera el plazo… pero ése no era mi problema. Abrí la puerta y me deslicé al interior. Mientras ponía mi mochila entre mis pies, un odor me azotó, algo casi familiar y un tanto desagradable. "Gracias," dije. "Muchas gracias." El tipo detrás del volante llevaba unos tejanos desvaídos y una remera negra con las mangas cortadas. Su piel era bronceada, sus músculos voluminosos, y a su
bíceps derecho lo coronaba un tatuaje que semejaba una alambrada azul. Llevaba una gorra de John Deere puesta al revés. Había un fistol de botón pegado al cuello de su remera, pero no podía leer qué decía desde mi ángulo. "No hay problema." Dijo él. "Te dirijes a la ciudad?" "Si," respondí. En esta parte del mundo "a la ciudad" significaba Lewiston, la única ciudad de cualquier tamaño al norte de Portland. Mientras cerraba la puerta, vi uno de esos aromatizantes con figura de pino colgando del espejo retrovisor. Eso era lo que había olido. De seguro ésa no era mi noche en cuanto a olores se refería, primero orines y ahora pino artificial. Aún así me estaban llevando. Debería sentirme aliviado. Y mientras el tipo aceleraba de vuelta sobre Ridge Road, el gran motor del Mustang de colección rugía. Intenté convencerme de que estabaaliviado. "Qué te espera en la ciudad?" Preguntó el conductor. Consideré que tendría mi edad aproximadamente, un pueblerino que tal vez asistiese a la vocacional técnica en Auburn o tal vez trabajase en uno de los pocos talleres textiles que aún quedaban en el área. Probablemente habría arreglado él mismo este Mustang en su tiempo libre, porque eso era lo que los pueblerinos hacían: bebían cerveza, fumaban algo de hierba, arreglaban sus autos. O sus motocicletas. "Mi hermano está por casarse. Seré su padrino." Dije esta mentira sin premeditación alguna. No quería que supiera sobre mi madre, aunque, tampoco sabía por qué. Algo iba mal aquí. No podía saber lo que era o por qué pensé eso en primer lugar, pero lo sabía. Estaba seguro. "El ensayo es mañana. Además de la despedida de soltero por la noche. "Sí? De verdad?" Se volvió a mirarme con los ojos muy abiertos y una rostro bien parecido, labios llenos y una discreta sonrisa, los ojos desconfiaban. "Si" repliqué. Sentía miedo. Así como así, volvía a sentir miedo. Algo estaba mal, y tal vez había estado mal desde que el viejo carcamal del Dodge me incitara a pedir un deseo ante la enfermiza luna en lugar de una estrella. O tal vez desde el momento en que descolgué el teléfono y escuché a la Sra. McCurdy decir que tenía malas noticias para mí, pero no era todo lo malo que podría ser. "Bueno, eso está bien" dijo el joven hombre con su gorra al revés. "Un hermano que se casa, hombre, eso está bien. ¿Cómo te llamas?"
No solo sentía miedo, estaba aterrorizado. Todo iba mal, todo. Y no podía explicar por qué o como era posible que ocurriese tan deprisa. Pero sobre todo, sabía una cosa. Quería tanto que el tipo que conducía el Mustang supiera mi nombre como querer que supiera mis motivos para ir a Lewiston. En caso de llegar a Lewiston. Súbitamente tuve la certeza de que nunca vería Lewiston nuevamente. Fue como saber que el auto se iba a detener. Y también estaba ese olor, sabía algo sobre eso también, no se trataba del aromatizante, había algo debajo del aromatizante. "Hector," dije dando el nombre de mi compañero de habitación. "Hector Passmore, ese soy yo" salió de mi boca seca con total calma, y estaba bien. Algo dentro de mí insistía que no debería hacer notar al conductor del Mustang que sentía que algo iba mal. Era mi única oportunidad. Se volvió hacia mi un poco, y pude leer el botón que llevaba prendido: CABALGUÉ LA BALA EN TRHILL VILLAGE, LACONIA. Yo conocía el lugar, había estado ahí, aunque no por mucho tiempo. También me percaté de una gruesa línea negra que circulaba su garganta justo como el tatuaje que asemejaba alambrada circulaba su brazo, solo que la línea alrededor de la garganta del conductor no era un tatuaje. Tenía docenas de marcas negras que la atravesaban verticalmente. Eran los puntos que cosería quienquiera que le hubiese unido la cabeza de nuevo sobre el cuerpo. "Gusto en conocerte, Hector," dijo él. "Yo soy George Staub".
- SEGUNDA PARTE -
Mi mano pareció flotar ahí como la mano de un sueño. Deseé que aquello hubiese sido un sueño, pero no lo era, tenía todos los visos agudos de la realidad. El olor por encima era de pino. El olor debajoera algún tipo de químico, probablemente formaldehído. Me encontraba cabalgando con un hombre muerto. El Mustang apresuró la marcha sobre Ridge Road a noventa y siete kilómetros por hora, persiguiendo sus propias luces largas bajo la luz de botón de la luna. En todas direcciones los árboles que se apiñaban a lo largo del camino danzaban y se mecían al viento. George Staub me sonrió con ojos vacíos, entonces soltó mi mano y volvió la atención al camino. En la escuela secundaria había leído Drácula, y ahora una frase del libro recurría a mí, resonando en mi cabeza como una campana rota: Los muertos conducen deprisa.
No puedo hacerle saber que sé. Este pensamiento también resonaba en mi cabeza. No era mucho, pero era todo lo que tenía. No puedo hacerle saber, no puedo, no. Me pregunté dónde se encontraría ahora el viejo carcamal. Estaría a salvo con su hermano? O sería que el viejo estaba metido en esto desde un principio? Era posible que se encontrase justo detrás de nosotros, conduciendo su viejo Dodge, encorvado sobre el volante y manoseándose la entrepierna? Estaría él muerto también? Probablemente no. Los muertos conducen deprisa, según Bram Stoker, pero el viejo nunca rebasó la línea de los 72. Sentí una risa demente subir por mi garganta y la contuve. Si me reía, él sabría. Y no debía saber, porque esa era mi única esperanza. "No hay nada como una boda," dijo él. "Ajá," añadí, "todo el mundo debería hacerlo al menos dos veces". Mis manos se hallaban entrelazadas y oprimiéndose. Podía sentir las uñas hundirse en los dorsos a la altura de los nudillos, pero la sensación era distante, como noticias de otro país. No podía hacerle saber, esa era la cuestión. El bosque nos rodeaba, la única luz era el desalentador brillo óseo de la luna, y no podía hacerle saber que sabía que estaba muerto. Porque él no era un fantasma, no, nada tan inofensivo. Uno puede ver un fantasma, pero, qué clase de cosa se detendría para llevarte? Qué clase de criatura sería esa? Zombie? Chupasangre? Vampiro? Ninguno de estos? George Staub rió. "Hacerlo dos veces! Sí, colega, así es mi familia entera! "La mía también," añadí. Mi voz sonaba calmada, tal como la voz de un autostopista pasando la tarde –o la noche, en este caso- sosteniendo una coherente conversación como una pequeña retribución por el viaje. "Realmente no hay nada como un funeral." "Boda" dijo él suavemente. A la luz del tablero de instrumentos, su rostro parecía de cera, el rostro de un cadáver justo antes de que se le corra el maquillaje. Esa gorra al revés era particularmente horrible. Te hacía preguntarte cuánto quedaría debajo de ella. Había leído en alguna parte que los embalsamadores abrían el cráneo y sacaban el cerebro e insertaban una especie de algodón impregnado en químicos. Para evitar que la cara se hundiese hacia dentro, tal vez. "Boda," dije yo con labios entumecidos, e incluso reí un poco –una risilla ahogada. "Boda es lo que pretendía decir." "Siempre decimos lo que pretendemos decir, eso es lo que yo creo" dijo el conductor. Todavía sonreía.
Sí, Freud habría creído eso también. Lo había leído en Psych 101. Yo dudaba que este tipo supiera mucho sobre Freud, y no creía que muchos estudiantes Freudianos llevasen remeras sin mangas y gorras de béisbol al revés, pero él sabía lo suficiente. Yo había dicho ‘funeral’. Dios Santo, había dicho funeral. Se me ocurrió que el tipo jugaba conmigo. Yo no quería hacerle saber que sabía que estaba muerto. Él no quería hacerme saber que él sabía que yo sabía que estaba muerto. Y por lo tanto, yo no podía hacerle saber que yo sabía que él sabía que… El mundo comenzó a oscilar ante mis ojos. En un momento, comenzó a girar, después a rodar, y estaba por perderlo. Cerré los ojos por un momento. En la oscuridad detrás de mis párpados veía la imagen en negativo de la luna, se había tornado verde. "Te encuentras bien camarada?" Preguntó. El matíz de su voz era horrible. "Sí," respondí abriendo los ojos. El mundo se había estabilizado de nuevo. El dolor en los dorsos de mis manos, donde mis uñas se habían hundido en la piel era fuerte y real. Y el olor. No solo el pino del aromatizante, no solo los químicos. Había además un olor a tierra. "Estás seguro?" Inquirió. "Sólo un poco cansado. He estado viajando en autostop por un buen rato. Y a veces me mareo un poco." La inspiración súbitamente me invadió. "Sabes una cosa, creo que sería mejor que me permitas salir. Con un poco de aire fresco mi estómago se calmará. Pasará alguien más y -" "No podría hacer eso," dijo él. "¿Dejarte aquí? De ningún modo. Podría pasar una hora antes que alguien llegase hasta aquí y tal vez ni siquiera se detuviesen a llevarte. Debo ocuparme de ti. ¿Cómo dice aquella canción? Llévame a la iglesia a tiempo, cierto? De ningún modo te dejaré aquí. Baja un poco la ventanilla, eso servirá. Ya sé que no huele precisamente bien aquí dentro. Colgué ese aromatizante, pero esas cosas no funcionan una mierda. Desde luego, algunos olores son más difíciles de ahuyentar que otros." Quería alcanzar la ventanilla y bajarla un poco, permitir que entrase algo de aire fresco, pero los músculos de mi brazo no parecían tener fuerza. Todo lo que podía hacer era permanecer ahí sentado con las manos enganchadas y las uñas clavándose en los dorsos. Un juego de músculos no funcionaba y el otro no paraba de funcionar. Vaya broma. "Es como esa historia," dijo él. "Aquella sobre el chico que compra un Cadillac semi nuevo por setecientos cincuenta dólares. Conoces esa historia, verdad?"
"Sí," respondí a través de mis entorpecidos labios. No conocía la historia, pero sabía perfectamente bien que no quería escucharla, no quería escuchar ninguna historia que pudiera contar este hombre. "Esa es famosa." Delante de nosotros, el camino se extendía como aquellas carreteras de las viejas películas en blanco y negro. "Sí, es jodidamente famosa. Así que el chico está buscando un auto y ve este Cadillac semi nuevo en el patio de un tipo." "Sí, y tiene un anuncio que dice PROPIETARIO LO VENDE en la ventanilla." El hombre tenía un cigarrillo detrás de la oreja. Lo tomó, y cuando lo hizo, su remera se estiró por el frente. Pude ver otra línea negra ahí, más puntos. Después se inclinó hacia delante para activar el mechero del auto y su remera volvió a la posición anterior. "El chico sabe que no puede costear un Cadillac, no puede siquiera remotamente pensar en algo como un Caddy, pero tiene curiosidad, sabes? Entonces se acerca al tipo y le dice, ‘Cuánto cuesta algo como eso?’ Y el tipo se vuelve y cierra la manguera que lleva en la mano –porque estaba lavando el auto, ya sabes- y le dice, ‘Chico, este es tu día de suerte. Setecientos cincuenta pavos y te lo llevas conduciendo.’ " El mechero del auto se activó con un chasquido. Staub lo tomó y encendió el cigarrillo. Le dio una calada y pude ver hilillos de humo escapando por entre los puntos que unían su cuello. "El chico, - que solo cuenta diecisiete años - va y mira hacia el interior por la ventanilla del conductor y ve cuentakilómetros del auto. Y le dice al tipo, ‘Si, claro, es tan curioso como la mirilla en la puerta de un submarino’. El tipo le dice. ‘Sin bromas, chico, muéstrame la pasta en efectivo y es tuyo. Diablos, incluso aceptaría un cheque, tienes cara de ser honesto.’ Y el chico dice…" Miré por la ventanilla. Ya había escuchado antes esa historia, hacía años, probablemente cuando aún estaba en la escuela secundaria. En la versión que había escuchado, el auto era un Thunderbird en vez de un Caddy, pero por lo demás, era exactamente igual. El chico dice puede que solo tenga diecisiete años, pero no soy ningún idiota, nadie vende un auto como este, especialmente uno con poco kilometraje, por sólo setecientos cincuenta pavos. Y el tipo le dice que lo está vendiendo porque el carro hiede, y no puede deshacerse del olor aunque lo intenta una y otra vez sin que nada lo elimine. Verás, el tipo había salido en un viaje de negocios, uno bastante largo, se fue por al menos…
"…Un par de semanas," estaba diciendo el conductor. Sonreía como lo hace la gente al contar un chiste particularmente bueno. "Y cuando el tipo regresa, se encuentra el auto en la cochera y a su mujer dentro del auto, llevaba muerta prácticamente el mismo tiempo que el tipo había estado fuera. No sé si fuese suicidio o un infarto o qué, pero estaba completamente hinchada y el auto, estaba impregnado de ese olor y todo lo que el tipo quería era venderlo, ya sabes." Él rió. "Vaya historia eh?" "Por qué no habría llamado a casa?" Mi boca parecía hablar por sí misma. Mi cerebro se había congelado. "Se va por dos semanas en viaje de negocios y no llama siquiera una sola vez para saber cómo está su mujer?" "Bueno," dijo el conductor, "eso es, por decirlo así, lo menos importante, no crees? Quiero decir, que Vaya ganga! –Esa es la cuestión. ¿Quién no estaría tentado? Después de todo, siempre se puede conducir con las jodidas ventanillas abiertas, cierto? Y es básicamente, solo una historia. Ficción. Pensé en ella por el olor de este auto. El cual es de hecho.." Silencio. Y yo pensé: Está esperando que diga algo, quiere que yo lo termine. Y lo quise hacer. Lo hice. Excepto que… qué ocurría después? ¿Qué haría él después? El conductor frotó su pulgar sobre el botón de su remera, el que decía CABALGUE LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Pude ver la suciedad en sus uñas. "Aquí estuve hoy," dijo. "Thrill Village. Hice algunos trabajos para un tipo y me dio el día libre. Mi novia iba a acompañarme, pero llamó para decir que estaba enferma, tiene esos períodos que a veces son realmente dolorosos, la enferman como a un perro. Eso es muy malo, pero yo siempre pienso, hey, cuál es la alternativa? Sin enfado alguno, y entonces me meto en problemas, ambos lo hacemos". Soltó un ladrido que asemejaba una risa carente de humor. "Así que me fui solo. No tiene sentido desperdiciar un día libre. Has ido antes a Thrill Village?" "Sí" Dije. "Una vez, cuando tenía doce años." "Con quién fuiste?" Preguntó "Porque no fuiste tú solo, cierto? No si solamente tenías doce años." No le había contado esa parte, o sí? No. Él estaba jugando conmigo, eso era todo, golpeando salvajemente una y otra vez. Pensé en abrir la puerta del auto y saltar hacia la oscuridad, tratando de cubrir mi cabeza con los brazos para no golpearla, solo que él podría alcanzarme y tirar de mí antes que pudiese salir. Y de cualquier forma, no podía ni siquiera levantar los brazos, así que lo que me quedaba por hacer era permanecer con las manos entrelazadas. "No," dije "Fui con papá. Papá me llevó."
"Cabalgaste la bala? Yo cabalgué la jodida cosa cuatro veces. ¡Caramba! ¡Cómo sube y baja!" Él me miró y profirió otra suerte de risa. La luz de la luna inundó sus ojos, convirtiéndolos en círculos blancos, haciéndolos parecer los ojos de una estatua. Y comprendí que estaba algo más que muerto, estaba loco. "La cabalgaste, Alan?" Pensé en decirle que se equivocaba de nombre, mi nombre era Hector, pero qué sentido tenía? Estabamos llegando al final. "Sí," susurré. No había una sola luz ahí fuera excepto la luna. Los árboles pasaban deprisa, moviéndose como espontáneos bailarines en una representación de feria. Devorábamos el camino bajo nosotros. Me fijé en el cuentakilómetros y vi que había aumentado a 130 kilómetros por hora. Estabamos cabalgando la bala justo ahora, él y yo, los muertos conducen deprisa. "Sí, la Bala. La cabalgué." "Nah," gruñó. Le dio otra calada al cigarrillo, y nuevamente observé hilillos de humo escapar de las suturas en su cuello. "No lo hiciste. Sobre todo, no con tu padre. Llegaste al principio de la fila, sí, pero fuiste con tu má. La fila era larga, la fila para la Bala siempre lo es, y ella no quería permanecer ahí de pie bajo el sol. Era gorda aún entonces, y el calor le molestaba. Pero tú la fastidiaste todo el día, fastidiaste y fastidiaste y fastidiaste, y he ahí la broma, camarada –cuando finalmente quedaste primero en la fila, te acobardaste, verdad?" No dije nada. Mi lengua se había pegado al paladar. Su mano dejó el volante, la piel se veía amarillenta a la luz del tablero del Mustang, las uñas sucias, y aferró mis manos entrelazadas. La fuerza las abandonó cuando lo hizo y cayeron hacia los costados como un nudo que mágicamente se suelta cuando lo ha tocado la varita mágica del prestidigitador. Su piel era fría y curiosamente viperina. "No fue así?" "Sí," respondí. No podía articular algo más allá de un susurro. "Cuando llegó mi turno y vi cuán alto estaba… cómo se volteaba al llegar a la cima y cómo gritaban ahí dentro cuando eso ocurría… me acobardé. Ella me dio un manotazo, y no me habló en todo el camino de vuelta a casa. Nunca cabalgué la Bala." Hasta ahora, al menos. "Debiste hacerlo, camarada. Es la mejor. Es la que hay que cabalgar. No hay nada tan bueno, al menos ahí no. Me detuve camino a casa y conseguí algo de cerveza en esa tienda que queda cerca del límite estatal. Iba a pasar por casa de mi novia para darle el botón a modo de broma."
Tocó el botón sobre su pecho, después bajó su ventanilla y arrojo el filtro del cigarrillo hacia el viento nocturno. "Solo que, probablemente ya sabes lo que ocurrió." Desde luego, lo sabía. Era como todas esas historias de fantasmas que has oído, o no? Estrelló su Mustang y cuando llegó la policía lo hallaron sentado y muerto entre los restos con el cuerpo sobre el volante y su cabeza en el asiento trasero, su gorra volteada al revés y sus ojos muertos mirando al techo, y puesto que lo viste en Ridge Road con la luna llena y el viento soplando, ta-ráaaan. Regresaremos después de unos anuncios de nuestro patrocinador. Ahora sabía algo que no sabía antes –las peores historias son las que has oído toda tu vida. Esas son las verdaderas pesadillas. "Nada como un funeral," dijo él, y rió. "No fue eso lo que dijiste? Tropezaste ahí, Al. Sin duda. Tropezaste, resbalaste, y caíste." "Déjame salir," murmuré. "Por favor." "Pues," dijo volviéndose hacia mí, "eso tenemos que discutirlo, o no? ¿Sabes quién soy yo Alan?." "Eres un fantasma," dije. Emitió un bufido de impaciencia y, al ligero resplandor del cuentakilómetros, las comisuras de su boca se curvaron hacia abajo. "Vamos, hombre, puedes hacerlo mejor. El jodido Casper es un fantasma. ¿Acaso yo floto en el aire? ¿Puedes ver a través de mí?" Elevó una de sus manos frente a mí, la abrió y la cerró. Pude escuchar el sonido seco y crujiente de los tendones. Intenté decir algo. No sabía qué, y realmente no importaba, puesto que nada salía de mi boca. "Soy una especie de mensajero," dijo Staub. "El jodido FedEx del más allá, te agrada eso? Los tipos como yo salimos bastante a menudo cuando las circunstancias son adecuadas. ¿Sabes lo que creo? Creo que a quienquiera que dirija las cosas –Dios o lo que sea- debe gustarle entretenerse. Siempre quiere ver si te conformarás con lo que tienes o si pudiese enseñarte lo que hay tras bambalinas. Sin embargo, las circunstancias tienen que ser las adecuadas. Y esta noche lo eran. Tu ahí solo… la madre enferma… haciendo autostop…" "Si me hubiese quedado con el viejo, nada de esto habría pasado," dije. "O sí?" Ahora podía oler a Staub claramente, el penetrante olor de los químicos y el opaco y tosco olor de la carne en descomposición y me pregunté como pude haberlo dejado ir, o equivocarme por otra cosa.
"Es difícil decirlo," replicó Staub. "Tal vez ese viejo del que hablas también estuviese muerto." Pensé en la escalofriante voz de vidrios rotos del anciano, los manoseos al calzoncillo. No, él no estaba muerto, y yo había cambiado el olor a meados de su viejo Dodge por algo pero que mucho peor. "De cualquier manera, colega, no tenemos tiempo para hablar de eso ya. Ocho kilómetros más y estaremos viendo casas de nuevo. Otros once kilómetros y habremos llegado al límite de la ciudad de Lewiston. Lo que significa que ahora tienes que tomar una decisión." "Decidir qué? Pregunté, solo que ya sabía la respuesta. "Quién cabalga la Bala y quién se queda en tierra firme. Tú o tu madre." Se volvió y me miró con sus ojos inundados de luz de luna. Sonrió más ampliamente y me percaté de que le faltaban casi todos los dientes, perdidos en el accidente. Palmeó la circunferencia del volante. "Te llevaré conmigo, colega. Y puesto que estás aquí, te toca elegir. ¿Qué eliges?" No puedes estar hablando en serio, me vino a los labios, pero qué caso tendría decir aquello, o cualquier otra cosa? Por supuesto, él hablaba en serio. Mortalmente en serio. Pensé en todos los años que ella y yo habíamos pasado juntos, Alan y Jean Parker contra el mundo. Muchos ratos buenos y más que unos cuantos realmente malos. Los remiendos en mis pantalones y los trastos con comida. La mayoría de los niños llevaban 25 centavos por semana para conseguirse un almuerzo caliente, y yo siempre llevaba un emparedado de mantequilla de maní o un trozo de bologna en un pan del día anterior como un chico de esas tontas historias demendigo-a-millonario. Dios sabía en cuántos restaurantes y estanquillos diferentes ella había trabajado para sostenernos. Las veces que había tomado el día en el trabajo para ver al representante de AND, vestida con su mejor traje de pantalón, y él sentado en la mecedora de nuestra cocina vistiendo su propio traje que incluso un niño de nueve años como yo podía decir que era mucho más fino que el de ella. Con una pizarra en su regazo y un rollizo y reluciente bolígrafo entre los dedos. Las respuestas de ella, las insultantes y embarazosas preguntas que él hacía y ella con una falsa sonrisa en los labios, ofreciéndole incluso más café porque si él entregaba el reporte adecuado, entonces ella podría ganar cincuenta dólares extra al mes. Cincuenta miserables pavos. Verla recostada en su cama una vez que el tipo salía, llorando, y cuando yo llegaba a sentarme a su lado intentaba sonreír y decía que el AND no era apto para ofrecer Ayuda a Niños Dependientes sino solamente a cabezas huecas. Me había reído y ella se había reído también, porque tenías que reír, eso ya lo sabíamos. Cuando solo eras tú y tu obesa madre fumadora contra el mundo, la risa era a menudo la única forma en
la que podías sobrellevar las cosas sin volverte loco y destrozarte los puños contra las paredes. Pero era más que eso, sabes. Para la gente como nosotros, gente pequeña que se escurría por el mundo como ratones de caricatura, algunas veces reírse de los imbéciles era la única forma de vengarte de alguna manera. Ella en todos esos empleos y trabajando dobles jornadas y curando sus tobillos cuando se lastimaba y guardando sus propinas en un jarrón que rezaba FONDO PARA EL COLEGIO DE ALAN –justo como una de esas tontas historias de-mendigo-a-millonario, sí, sí –y diciéndome una y otra vez que debía trabajar duro, que otros chicos tal vez pudiesen darse el lujo de jugar a Freddy el mamoncete en el colegio, pero yo no podía porque ella sí que podía separar sus propinas hasta que llegara el día del juicio y aún entonces no sería suficiente, al final, todo se reducía a becas y préstamos si es que yo iba a ir a la universidad, y tenía que hacerlo pues esa era la única salida para mí… y para ella. Así que trabajé duro, si quieres pensar que lo hice, porque no era ciego –veía cuánto había engordado, cuánto fumaba (eso era su único placer personal… su único vicio si lo ves por ese lado), y yo sabía que algún día nuestros roles se intercambiarían y sería yo quien viese por ella. Con una educación universitaria y un buen empleo, tal vez pudiese hacerlo. Quería hacerlo. La amaba. Ella tenía un fiero temperamento y una lengua muy afiladaAquel día que hacíamos fila esperando la Bala, cuando me acobardé, no fue la única ocasión en que ella me diese un manotazo o me gritase- pero yo la amaba a pesar de eso. En parte la amaba incluso por eso. La amaba igualmente cuando me golpeaba como cuando me besaba. ¿Entiendes eso? Yo también. Y eso es bueno. No creo que puedas resumir vidas, o exponer a las familias, y nosotros éramos una familia, ella y yo, la más pequeña de las familias, una pequeña familia de dos, un secreto compartido. Si lo hubieses preguntado, te hubiese dicho que lo daba todo por ella. Y ahora eso era exactamente lo que se me pedía. Se me pedía que muriese por ella, morir en su lugar, aún cuando ella había vivido ya la mitad de su vida, probablemente mucho más. Yo apenas comenzaba a vivir la mía. "¿Que dices, Al?" Preguntó George Staub. "El tiempo corre". "No puedo decidir algo así," Dije roncamente. La luna navegaba sobre el camino, ligera y brillante. "No es justo que me lo pidas". "Lo sé, y créeme, eso es lo que todos dicen." Entonces, bajó su tono de voz. "Pero déjame decirte algo - si no te has decidido para cuando lleguemos a ver las primeras luces de las casas, tendré que llevaros a ambos." Frunció el ceño, después se iluminó su rostro, como si recordase que también había buenas noticias. "Podríais cabalgar juntos en el asiento trasero, hablar de los viejos tiempos, eso es."
"¿Cabalgar hacia dónde?" No respondió. Quizá no sabía. Los árboles impregnaban la vista como tinta negra. Los faros del auto se apresuraban delante al recorrer la carretera. Yo tenía veintiún años. No era virgen pero solamente había estado una vez con una chica y estaba borracho y no podía recordar claramente cómo se había sentido aquello. Habían como mil lugares que quería visitar –Los Angeles, Tahití, tal vez Luchenbach, Texas- y mil cosas que quería hacer. Mi madre tenía cuarenta y ocho años y eso era ser vieja, maldición. La Sra. McCurdy no lo decía porque ella misma era vieja. Mi madre había hecho lo correcto por mí, trabajar todas esas horas y cuidarme, pero, ¿acaso yo le había escogido su vida? ¿Había pedido nacer y demandado que viviera para mí? Ella tenía cuarenta y ocho. Yo tenía veintiuno. Tenía, como dicen, toda la vida por delante. ¿Pero era esa la forma en que debías juzgar? ¿Cómo decidías algo así? ¿Cómo podrías decidir algo así? El bosque pasaba deprisa, la luna parecía mirar hacia abajo como un ojo brillante y mortal. "Mas vale que te apresures, hombre," dijo George Staub. "Se nos termina la naturaleza." Abrí la boca e intenté hablar. Nada salió salvo un árido susurro. "Mira, hay una cosa," dijo él, rebuscando en la parte posterior del auto. Su remera se jaló hacia atrás nuevamente y tuve otra visión de la línea negra de su vientre suturado (hubiese preferido pasar de ella). Habría aún entrañas ahí dentro o solamente relleno humedecido en químicos. Entonces echó la mano nuevamente hacia delante, había una lata de cerveza en ella –una de esas que había comprado en la tienda del límite estatal, presumiblemente. "Yo sé cómo es esto," dijo- "El estrés te seca la garganta. Aquí tienes." Me dio la lata. La tomé, tiré del tapón de argolla y bebí profundamente. El sabor de la cerveza al bajar por mi garganta era frío y amargo. Nunca antes había bebido cerveza. No la tolero. Apenas puedo soportar los anuncios de televisión. Delante de nosotros, en la tempestuosa noche, apareció ante nosotros una luz amarillenta. "Date prisa, Al –debo acelerar. Aquella es la primer casa, justo en la cima de esa colina. Si tienes algo que decirme, más vale que me lo digas ahora."
La luz desapareció y después reapareció, solo que ahora eran varias luces. Eran ventanas, detrás de ellas habría gente ordinaria haciendo cosas ordinarias – mirando televisión, alimentando al gato, tal vez golpeándose en el baño. Pensé en nosotros de pie en la fila en Thrill Village, Jean y Alan Parker, una mujer grande con manchones oscuros de sudor bajo las axilas de su vestido de verano y su pequeño hijo. Ella no quería hacer fila, Staub tenía razón en ello… pero yo había fastidiado, fastidiado, fastidiado. También tenía razón sobre eso. Ella me había dado un manotazo, pero también había esperado de pie ahí conmigo. Había esperado junto a mí en muchas filas, y podría repasar todo eso de nuevo, todos los argumentos, los pros y los contras, pero no había tiempo. "Llévala," dije cuando las luces de la primera casa se deslizaron hacia el Mustang. Mi voz era ronca, rancia y fuerte. "Llévala, llévate a mi má, no me lleves a mí." Arrojé la lata de cerveza al suelo del auto y me llevé las manos al rostro. Entonces él me tocó, tomando el frente de mi remera, sus dedos buscando a tientas, y pensé –con una súbita claridad –que todo había sido una prueba. Había fallado y ahora él me iba a sacar el corazón desbocado del pecho, como un malvado djiin en uno de esos crueles cuentos de hadas Arabes. Grité. Entonces sus dedos se soltaron –fue como si hubiese cambiado de opinión en el último segundo- y se inclinó más allá de mí. Por un momento mi nariz y pulmones estuvieron tan llenos de su olor a muerte, que estuve seguro que me había muerto. Entonces escuché el chasquido de la puerta al abrirse y el frío y fresco aire entrando, llevándose el olor a muerte. "Dulces sueños, Al," gruñó en mi oído y entonces me empujó. Salí rodando hacia la oscuridad y el viento de la noche de Octubre con los ojos cerrados y mis manos levantadas, y mi cuerpo tensando por cualquier posibilidad de fracturarme en la caída. Posiblemente grité. No puedo recordarlo con certeza. La caída no llegó y tras un momento que se me antojó interminable, me di cuenta que de hecho me encontraba ya en el suelo – podía sentirlo bajo mi cuerpo. Abrí los ojos, y los apreté fuertemente cerrándolos de nuevo. El resplandor de la luna era cegador. Sentí una punzada de dolor en mi cabeza, que se centraba detrás de mis ojos, ahí donde sientes dolor cuando repentinamente ves una luz muy brillante, pero algo más abajo hacia la nuca. Me di cuenta que mis piernas y ahí abajo estaban húmedos. Pero no me importó. Estaba en el suelo, y eso era lo que me importaba. Me apoyé en los codos y abrí una vez más los ojos, más cuidadosamente en esta ocasión. Creía saber ya dónde me encontraba, y un vistazo alrededor fue suficiente para confirmarlo: me encontraba yaciendo de espaldas en el pequeño cementerio en la cima de Ridge Road.
- TERCERA PARTE -
La luna se hallaba ahora casi directamente encima de mí, con un intenso brillo pero mucho más pequeña de lo que había estado momentos antes. La niebla era también más densa, esparciéndose sobre el cementerio como un manto. Algunos epitafios se elevaban sobre ella como islas de piedra. Intenté ponerme de pie y otra punzada de dolor me atenazó la nuca. Me llevé la mano hasta ahí y sentí un bulto. También noté humedad pegajosa. Miré mi mano. A la luz de la luna, la sangre que escurría entre mis dedos parecía negra. Al segundo intento conseguí ponerme en pie, y permanecí así tambaleándome entre las lápidas y hasta las rodillas de niebla. No podía ver mi mochila pues la niebla la había ocultado, pero sabía dónde estaba. Si caminaba por el sendero hacia la hendidura a la izquierda del terreno la encontraría. Demonios, incluso era posible que tropezase con ella. Así pues esta era mi historia, pulcramente empacada y atada con un listón: Me había detenido para tomar un descanso en la cima de esta colina, me había internado en el cementerio para echar un vistazo por ahí, y al volver de visitar la lápida de un tal George Staub había tropezado con mis enormes y torpes pies. Caí, me golpeé la cabeza en una de las lápidas. ¿Cuánto tiempo había pasado inconsciente? No era lo suficientemente sabio como para adivinarlo con el movimiento de la luna y precisión de minutos, pero debió ser por lo menos una hora. Tiempo suficiente para tener aquel sueño que había tenido sobre haber cabalgado con un muerto. ¿Qué muerto? George Staub, desde luego, el nombre que había leído en el epitafio de la lápida justo antes de que apagaran las luces. Era el final típico, o no? Cielos-vaya-sueño-que-he-tenido. Y cuando llegase a Lewiston y me encontrase con que mi madre había muerto? Solo una ligera sensación de premonición en la noche, dejémoslo así. Era la clase de historia que podrías contar años después, casi al final de alguna reunión, y la gente asentiría con la cabeza pensativamente y se pondría solemne y algún imbécil con remiendos de piel en los codos de su chaqueta de pana diría que hay más cosas sobre el cielo y la tierra de las que se pudiera soñar en nuestra filosofía y entonces"Entonces una mierda," Grazné. La parte alta de la niebla se movía lentamente, como en un espejo empañado. "Nunca hablaré sobre esto. Nunca, en toda mi vida, ni siquiera en mi lecho de muerte." Pero había ocurrido todo como yo lo recordaba, eso era un hecho. George Staub se había aparecido y me había llevado en su Mustang. El viejo colega de Ichabod Crane con la cabeza suturada en vez de bajo su brazo, exigiendo que tomara una decisión. Y yo había elegido –enfrentado a las cercanas luces de la primer casa había traficado con la vida de mi madre sin apenas una pausa. Podía ser comprensible, pero eso no evitaba que la culpa disminuyera en absoluto. Su
muerte parecería natural –demonios, debía ser natural – y así era como yo pretendía dejarlo. Me dirigí hacia fuera del cementerio por el sendero izquierdo y entonces mis pies se toparon con mi mochila. La levanté y la colgué de nuevo sobre mis hombros. Aparecieron unos faros al pie de la colina casi de manera espontánea. Saqué el pulgar, extrañamente seguro de que se trataba del viejo del Dodge –había regresado a buscarme, por supuesto que sí, le daba a la historia el redondeo final. Solo que no se trataba del viejo. Era un granjero que mascaba tabaco en una ranchera Ford llena de cestos de manzanas, un tipo perfectamente ordinario: ni viejo ni muerto. "Hacia dónde vas, hijo?" Me preguntó, y cuando le respondí, añadió, "Eso nos irá bien a ambos". Menos de cuarenta minutos más tarde, a las nueve y veinte, me dejo frente al Central Maine Medical Center. "Buena suerte. Espero que tu má se recupere." "Gracias," dije y abrí la puerta. "Me di cuenta de que estabas muy nervioso al respecto, pero es más probable que se encuentre bien. Debes conseguir algo de desinfectante para esas, dijo" Señaló a mis manos. Bajé la vista y vi las profundas marcas amoratadas en los dorsos. Recuerdo haberlas entrelazado fuertemente, clavándome las uñas, sintiendo pero incapaz de detenerme. Y recordaba los ojos de Staub, llenos de luz de luna como agua radiante. Cabalgaste la Bala? Yo cabalgué la jodida cosa cuatro veces.
"Hijo?" Preguntó el conductor de la ranchera. "Estas bien?" "Eh?" "Estas temblando." "Estoy bien," dije. "Gracias otra vez." Cerré la puerta de la ranchera y me dirigí hacia la amplia entrada tras la línea de sillas de ruedas aparcadas que brillaban con la luz de la luna. Caminé hacia el módulo de información, recordándome que debía parecer sorprendido cuando me dijesen que ella había muerto, debía parecer sorprendido, ellos lo verían curioso si no lo pareciese… o quizá pensarían que me encontraba en shock… o que no nos llevábamos bien… o …
Cavilaba tan profundamente en estos pensamientos que al principio no comprendí lo que la mujer tras el escritorio de información me dijo. Tuve que pedir que lo repitiese. "Decía que ella está en la habitación 487, pero no puede subir ahora. Las horas de visita terminan a las nueve." "Pero…" Repentinamente me sentí muy confundido. Me aferré al borde del escritorio. La estancia estaba iluminada con tubos fluorescentes, y al brillo de la luz, los cortes en los dorsos de mis manos resaltaban claramente – ocho pequeñas curvas amoratadas, justo sobre los nudillos. El hombre de la ranchera tenía razón, debía conseguir algo de desinfectante. La mujer tras el escritorio me miraba pacientemente. La placa frente a ella, decía que su nombre era IVONNE EDERLE. "Pero, ella está bien?" Miró en su ordenador. "Lo que dice aquí es S. Significa satisfactorio. Y el cuarto piso es la sala general. Si su madre hubiese tenido algún cambio a peor, se encontraría en la UCI. Que está en el tercer piso. Estoy segura que si vuelve usted mañana, la encontrará muy bien. Las horas de visita comienzan a las - " "Ella es mi má," Dije. "He venido en autostop desde la Universidad de Maine para verla. ¿No cree usted que podría subir al menos unos minutos?" "Algunas veces hacemos excepciones para los familiares más cercanos," dijo ella sonriéndome. "Aguarde un momento. Veré qué puedo hacer." Levantó el teléfono y pulsó un par de botones, sin duda para llamar a la estación de enfermeras del cuarto piso, y pude ver el curso de los siguientes minutos como Si realmente tuviese una segunda visión. Yvonne, la dama de Información preguntaría si el hijo de la Sra. Parker, en la habitación 487 podría subir por un par de minutos – lo suficiente para dar a su madre un beso y alguna palabra de aliento – y la enfermera diría oh Dios, la Sra. Parker murió hace menos de quince minutos, apenas la enviamos a la morgue, no hemos tenido oportunidad de actualizar los datos en el ordenador, esto es terrible. La mujer del escritorio dijo, "Muriel? Habla Yvonne. Hay un joven aquí conmigo, su nombre es -" Ella me miró con las cejas enarcadas y le di mi nombre. "- Alan Parker. Su madre es Jean Parker que está en la 487, Me pregunta si podría…" Se detuvo. Escuchando. En la otra línea, la enfermera del cuarto piso sin duda le comunicaba que Jean Parker estaba muerta.
"Está bien," Dijo Yvonne. "Sí, entiendo". Permaneció en silencio un momento, con la mirada perdida, entonces colocó el auricular sobre su hombro y dijo, "Está enviando a Anne Corrigan a que le eche un vistazo. Solo tomará un segundo." "Yvonne frunció el entrecejo "Disculpa?" "Nada," Dije. "Ha sido una larga noche y - " "-Y está usted preocupado por su madre. Desde luego. Creo que es usted un buen hijo en dejar todo como lo hizo y venir hasta acá." Yo sospechaba que la opinión que tenía Yvonne Ederle sobre mí daría un abrupto giro si hubiese escuchado mi conversación con el joven tras el volante del Mustang, pero por supuesto, no había ocurrido. Eso era un pequeño secreto, sólo entre George y yo. Parecía que habían transcurrido horas desde que me encontrara de pie bajo los tubos fluorescentes, esperando a que la enfermera del cuarto piso volviese a ponerse en la línea. Yvonne tenía unos papeles frente a ella. Bajó su bolígrafo hacia uno de ellos, marcando claras líneas al lado de algunos de los nombres, y se me ocurrió que si realmente existiese un Angel de la Muerte, él o ella sería probablemente como esta mujer, un funcionario ligeramente sobrecargado de trabajo con un escritorio, un ordenador y mucho papeleo. Yvonne mantuvo el auricular entre su oído y un hombro levantado. El altavoz decía que se solicitaba al Dr. Farquahr en radiología, Dr. Farquahr. En el cuarto piso, una enfermera llamada Anne Corrigan estaría ahora viendo a mi madre, yaciendo muerta en su cama con los ojos abiertos, el rictus de su boca inducido por el infarto, finalmente relajado. Yvonne se enderezó al recibir respuesta por la otra línea. Escuchó, entonces dijo: "De acuerdo, si, entiendo. Lo haré. Por supuesto, lo haré. Gracias, Muriel." Colgó el teléfono y me miró solemnemente. "Muriel dice que puede usted subir, pero solamente podrá quedarse cinco minutos. Le han dado a su madre píldoras para dormir, y se encuentra algo sedada." Me quedé ahí boquiabierto. Su sonrisa se desvaneció un poco. "Seguro se encuentra bien Sr. Parker?" "Sí," respondí. "Supongo que había pensado -" Volvió a sonreír. Esta vez era una sonrisa de simpatía. "Mucha gente piensa eso," dijo. "Es comprensible. Usted recibe de la nada una llamada, se apresura a llegar aquí… es comprensible que piense lo peor. Pero Muriel no le permitiría subir a su piso si su madre no se encontrase bien. Créame."
"Gracias," dije. "Muchas gracias de verdad." Mientras me alejaba, ella me dijo: "Sr. Parker? Si usted viene de la Universidad de Maine al norte, podría preguntarle por qué lleva puesto ese botón? Thrill Village está en New Hampshire, o no?" Bajé la vista a mi remera y vi el botón prendido al bolsillo del pecho: CABALGUÉ LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Recordé haber creído que él intentaba arrancarme el corazón. Ahora lo comprendía: él lo había prendido a mi remera justo antes de arrojarme hacia la noche. Era su forma de marcarme, de hacer nuestro encuentro imposible de negar. Los cortes en los dorsos de mis manos así lo demostraban, el botón en mi remera, también. Él me había pedido que eligiese y yo lo había hecho. Entonces, cómo podía mi madre seguir con vida? "Esto?" Toqué el botón con la punta de mi pulgar, e incluso lo lustré un poco. "Es mi amuleto de la buena suerte." La mentira era tan horrible que tenía una suerte de esplendor. "Lo obtuve cuando estuve ahí con mi madre, hace mucho tiempo. Ella me llevó a la Bala." Yvonne, la dama de Información sonrió como si fuese lo más dulce que jamás hubiese oído. "Dele un abrazo y un beso." Dijo. "El verle a usted le hará dormir mejor que cualquier píldora que tengan los doctores." Señaló. "Los ascensores están por ahí, doblando la esquina." Concluidas las horas de visita, yo era la única persona esperando ascensor. Había un basurero a la izquierda de un quiosco, que se encontraba cerrado y a oscuras. Me quité el botón de la remera y lo arrojé en el basurero. Después me froté la mano contra el pantalón. Todavía la estaba frotando cuando la puerta de un ascensor se abrió. Entré y pulsé el número cuatro. La cabina comenzó a subir. Arriba de los botones que indicaban los pisos, había un cartel que anunciaba una campaña de donación de sangre para la siguiente semana. Al leerlo, una idea me acometió… excepto que no era tanto una idea sino una certeza. Mi madre estaba muriendo ahora, en este preciso instante, mientras subía hacia ella en este lento ascensor industrial. Yo había elegido, por lo tanto yo la hallaría muerta. Tenía sentido. La puerta del ascensor se abrió y mostró otro cartel. Este mostraba un dedo de caricatura presionando unos grandes labios rojos de caricatura. Bajo ellos había una leyenda en letras rojas NUESTROS PACIENTES AGRADECEN SU
SILENCIO! Mas allá de la estancia, había un corredor que iba hacia derecha e izquierda. Los números nones se encontraban a la izquierda. Caminé por ese corredor, mis zapatillas parecían ganar peso a cada paso. Aminoré la marcha en los cuatrocientos setenta, y me detuve completamente entre el 481 y el 483. No podía hacer esto. Un sudor frío y pegajoso como jarabe a medio helar me resbalaba por la cabeza en pequeños ríos. Mi estómago estaba hecho nudo como un lustroso guante. No, no podía hacerlo. Mejor era dar marcha atrás como todo el cobarde gallina que yo era. Haría autostop hasta Harlow y llamaría a la Sra. McCurdy por la mañana. Sería más fácil encarar las cosas por la mañana. Comencé a girarme, y entonces una enfermera asomó la cabeza dos habitaciones más allá… en la habitación de mi madre. "Sr. Parker?" Preguntó en voz queda. Por un loco instante, casi lo niego. Entonces asentí. "Venga. Deprisa. Se va." Eran las palabras que yo esperaba, pero aún así sentí un estremecimiento de terror y doblé las rodillas. La enfermera lo vio y caminó deprisa hacia mí, su falda ondeando y su rostro alarmado. El pequeño fistol dorado en su pecho rezaba ANNE CORRIGAN. "No, no, me refiero al sedante… se va a dormir, eso es todo. No irá usted a desmayarse verdad?" Me tomó por el brazo. "No," Dije yo, sin saber si me desmayaría o no. El mundo ondulaba y mis oídos zumbaban. Pensé en cómo transcurrió el camino en el auto, un filme en blanco y negro y toda esa luz de luna plateada. Cabalgaste la bala? Hombre, yo cabalgué la jodida cosa cuatro veces. Anne Corrigan me llevó hacia la habitación y vi a mi madre. Siempre había sido una mujer grande, y la cama de hospital parecía pequeña y angosta, pero casi parecía perderse en ella. Su cabello, ahora más gris que negro, estaba desparramado sobre la almohada. Sus manos yacían en el borde de las sábanas como las manos de un niño, o de una muñeca. No había rictus congelado como el que yo había imaginado en su rostro, pero su complexión era amarillenta. Sus ojos estaban cerrados, pero cuando la enfermera a mi lado murmuró su nombre, se abrieron. Tenían un color azul profundo e iridiscente, su parte más joven, perfectamente viva. Por un momento miraron al vacío, y entonces me
hallaron. Sonrió e intentó levantar los brazos. Uno se levantó, el otro tembló, se elevó un poco y cayó. "Al," murmuró. Fui hacia ella, comenzando a llorar. Había una silla junto a la pared, pero no me molesté en tomarla. Me arrodillé en el suelo y puse mis brazos alrededor de ella. Su olor era cálido y limpio. Besé su sien, su mejilla, la comisura de su boca. Levantó su mano sana y deslizó sus dedos bajo uno de mis ojos. "No llores," murmuró. "No es necesario." "Vine tan pronto me enteré," dije. "Betsy McCurdy me llamó." "Le dije… fin de semana," dijo ella. "Dije que el fin de semana estaría bien." "Sí, y al diablo con eso," repliqué y la abracé. "Arreglaste el auto?" "No," dije. "Hice autostop." "Oh cielos," dijo ella. Cada palabra representaba claramente un esfuerzo para ella, pero no se saltaba letras y no sentí aturdimiento o desorientación en ella. Sabía quién era ella, quién era yo, dónde nos encontrábamos y por qué estabamos ahí. La única señal de que algo andaba mal era su débil brazo izquierdo. Y tuve una gran sensación de alivio. Todo había sido una cruel y práctica broma de Staub… o tal vez no existía un Staub, tal vez todo había sido un sueño después de todo, tan vulgar como podría ser. Ahora que me encontraba aquí, arrodillado junto a su cama, con los brazos a su alrededor, oliendo la remanente fragancia de su perfume de Lavanda, la idea de un sueño se me antojaba mucho más plausible. "Al? Hay sangre en el cuello de tu remera." Sus ojos se cerraron, y después se abrieron lentamente otra vez. Imaginé que debía sentir los tan párpados pesados como yo había sentido mis zapatillas afuera, en el corredor. "Me golpeé la cabeza má, no es nada." "Bien. Tienes que… cuidarte." Los párpados se cerraron una vez más, se abrieron mucho más lentamente. "Sr. Parker, creo que es mejor que la dejemos dormir ahora," "Probablemente, sí" Dije, rindiéndome. "Está casi en el mismo sitio donde tú me lo diste." "No debí hacerlo," dijo ella. "Hacía calor y estaba cansada, pero aún así… no debí hacerlo. Quería decirte que lo siento."
Mis ojos comenzaron a gotear de nuevo. "Está bien, má. Eso sucedió hace mucho tiempo." Dijo la enfermera detrás de mí. "Ha tenido un día extremadamente difícil." "Lo sé." La besé de nuevo en la comisura de la boca. "Me voy má, pero volveré mañana." "No… Autostop… peligroso." "No lo haré. Conseguiré que me lleve la Sra. McCurdy. Tú duerme." "Dormir… todo lo que hago," dijo. "Estaba en el trabajo descargando la máquina lava platos. Me dio un dolor de cabeza, Caí. Desperté… aquí." Alzó la vista hacia mí. "Fue un infarto, Dice el doctor… no muy grave." "Estás bien," dije. Me levanté, y tomé su mano. La piel estaba bien, tan suave como seda mojada. La mano de una persona mayor. "Soñé que estábamos en aquel parque de atracciones en New Hampshire," dijo. Bajé la vista hacia ella, sintiendo mi piel enfriarse completamente. "En serio?" "Ajá. Esperábamos en la fila para ese que va… muy alto. ¿Recuerdas ese?" "La Bala," dije. "Lo recuerdo má." "Tú tenías miedo y yo grité. Te grité." "No, ma, tú-" Su mano se oprimió la mía y las comisuras de su boca se contrajeron en una delgada línea. Era un fantasma de su antigua expresión de impaciencia. "Si," dijo. "Te grité y te manoteé. Detrás… en el cuello, ¿verdad? "Nunca pudiste cabalgar," murmuró ella. "Sí, lo hice" dije. "Al final, lo hice." Ella me sonrió. Se veía pequeña y débil, a kilómetros aquella enfadada, sudorosa y musculosa mujer que me había gritado cuando finalmente habíamos llegado al inicio de la fila, que me había gritado y golpeado en la nuca. Debió haber visto algo en la cara de alguien –alguna de las otras personas que esperaban para
cabalgar la Bala- porque recuerdo que dijo algo como Qué estás mirando encanto?Mientras me llevaba de la mano, yo lloriqueando bajo el cálido sol de verano, frotándome la nuca… solo que realmente no dolía, no me había manoteado tan fuerte, principalmente recuerdo cuán agradecido me sentía de librarme de aquella alta y ondeante estructura con las cápsulas a cada lado, aquella revolvente máquina de gritos. "Sr. Parker, realmente tiene que irse," dijo la enfermera. Levanté la mano de mi madre y besé sus nudillos. "Te veré mañana," dije "Te amo má." "Yo también a ti, Alan… lamento las veces que te golpeé. No debí hacerlo así." Pero lo había hecho, había sido su forma de hacerlo. No sabía cómo decirle que lo sabía y que lo aceptaba. Era parte de nuestro secreto familiar, algo que se susurra a través de las terminaciones nerviosas. "Te veré mañana, má, de acuerdo?" No respondió. Sus ojos se habían cerrado de nuevo, y esta vez no los abrió. Su pecho subía y bajaba lenta y regularmente. Me alejé de la cama, sin apartar la vista de ella. En la estancia, le dije a la enfermera, "Realmente estará bien? Realmente bien?" "Nadie puede saberlo con certeza, Sr. Parker. Ella es paciente del Dr. Nunnally. Él es muy bueno. Estará en el piso mañana por la tarde y podrá preguntarle -" "Dígame lo que usted cree." "Yo creo que estará bien," dijo la enfermera, guiándome de vuelta hacia la estancia del ascensor. "Sus signos vitales son fuertes, y los efectos residuales sugieren un infarto muy leve." Frunció un poco el ceño. "Tendrá que hacer algunos cambios, desde luego. En su dieta… su estilo de vida…" "El cigarrillo quiere decir." "Oh sí. Eso tendrá que terminar." Lo decía como si el hecho de que mi madre dejase el hábito de toda su vida fuese tan fácil como mover un jarrón de una mesa en la sala de estar y llevarlo al recibidor. Pulsé el botón de los ascensores, y la puerta de la cabina en que había subido se abrió al instante. Las cosas claramente
se movían más despacio en el CMMC cuando las horas de visita habían concluido. "Gracias por todo" dije. "No hay de qué. Lamento haberlo asustado. Lo que dije fue realmente estúpido." "De ninguna manera," Dije, aunque estaba de acuerdo. "Ni lo mencione." Entré en el ascensor y pulsé el botón del recibidor. La enfermera levantó la mano y ondeó los dedos. Yo le devolví el gesto y entonces la puerta se deslizó entre nosotros. La cabina comenzó su descenso. Miré las marcas de uñas en los dorsos de mis manos y pensé que era una criatura abominable, lo más bajo entre lo bajo. Aún cuando todo hubiese sido un sueño, yo era lo más bajo entre lo más malditamente bajo. Llévala, había dicho. Era mi madre pero me había dado igual. Llévate a mi má, no me lleves a mí. Ella me había criado, había trabajado horas extra por mí, había esperado en la fila conmigo bajo el ardiente sol del verano en el parque de diversiones de un polvoriento pueblucho de New Hampshire, y al final, yo apenas había dudado. Llévala, no me lleves a mí. Gallina, gallina, jodido gallina de mierda. Cuando se abrió la puerta del ascensor salí, tomé el borde del basurero, y ahí estaba, yaciendo en el fondo de un vaso de papel con café a medio terminar de alguien: CABALGUÉ LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Me incliné, saqué el botón de los fríos restos de café donde se encontraba, lo sequé con mis pantalones y lo metí en mi bolsillo. Arrojarlo a la basura había sido una mala idea. Era mi botón ahora – amuleto de buena o mala suerte, era mío. Salí del hospital, despidiéndome brevemente de Yvonne. Afuera, la luna cabalgaba el umbral del cielo, inundando el mundo con su luz extraña y perfectamente soñadora. Nunca me había sentido tan cansado ni tan alicaído en toda mi vida. Deseé poder elegir de nuevo. Habría hecho una elección distinta. Lo que resultaba cómico –si la hubiese encontrado muerta como suponía que sería, creo que hubiese podido vivir con ello. Después de todo no era así como se suponía debían terminar esta clase de historias? Nadie querría llevar a un tipo en el pueblo, había dicho el viejo de los calzoncillos, y cuán cierto era. Caminé atravesando todo Lewiston –tres docenas de calles de Lisbon Street y nueve calles de Canal Street, pasando por los clubes nocturnos con las gramolas tocando viejas canciones de Foreigner, y Led Zeppelin y AC/DC en Francés –sin mostrar mi pulgar una sola vez. No habría dado resultado. Ya pasaban de las once antes que llegara a DeMuth Bridge. Una vez en el lado de Harlow, el primer auto al que mostré el pulgar se detuvo. Cuarenta minutos más tarde estaba buscando la llave bajo la carretilla roja junto a la puerta del cobertizo trasero, y diez minutos después, estaba en la cama. Mientras me tumbaba en ella, se me ocurrió que era la primera vez en mi vida que dormía solo en aquella casa.
Fue el teléfono el que me despertó a las doce y cuarto del medio día. Pensé que sería del hospital, alguien del hospital me diría que mi madre había tenido un abrupto cambio a peor y había muerto hacía solo unos minutos, que pena. Pero era solamente la Sra. McCurdy, queriendo asegurarse que había llegado bien a casa, queriendo saber todos los detalles de mi visita la noche anterior (me hizo contárselo tres veces, y hacia el final de la tercer recitación, me comenzaba a sentir como un criminal al que se interroga por cargos de asesinato), también quería saber si podría ir con ella al hospital esa tarde. Le dije que eso sería estupendo. Cuando colgué crucé la habitación hacia la puerta: Aquí había un espejo de cuerpo completo. En él se reflejaba un joven alto sin afeitar, con una pequeña barriga, vestido únicamente con ondeantes calzoncillos largos. "Debes encargarte de eso grandullón", le dije a mi reflejo. No puedes continuar viviendo y pensando que cada vez que suene el teléfono será alguien diciéndote que tu madre ha muerto. No es que lo pensara. El tiempo borraría el recuerdo, siempre lo hacía… pero era sorprendente cuán real e inmediata me parecía la noche anterior. Cada filo y vértice era agudo y claro. Todavía podía ver el joven y bien parecido rostro de Staub bajo su gorra volteada al revés, y el cigarrillo detrás de su oreja y la forma en La que el humo escapaba de la incisión en su cuello al inhalar. Todavía podía oírlo contando la historia del Cadillac que se vendía barato. El tiempo desvanecería los filos y redondearía los bordes pero, tomaría tiempo. Después de todo, conservaba el botón, lo había dejado sobre el buró junto a la puerta del baño. El botón era mi recuerdo. Algo que probaba que en realidad todo había sucedido. Había un equipo modular anticuado en el rincón de la habitación y rebusqué entre mis viejas cintas, buscando algo que escuchar mientras me afeitaba. Encontré una marcada FOLK MIX y la puse en el toca cintas. La había hecho en la escuela secundaria y apenas podía recordar lo que había en ella. Bob Dylan cantaba sobre la triste muerte de Hattie Caroll, Tom Paxton cantaba sobre su colega trotamundos y después, Dave Van Roak comenzó a cantar el Blues de la Cocaína. A mitad del tercer verso me detuve con la navaja de afeitar sobre la mejilla. Got a handful of whiskey and a bellyful of gin(1), Dave cantaba con su áspera voz. Doctor say it kill me but he don’t say when(2). Y esa era la respuesta, claro.
Una conciencia culpable me había llevado a asumir que mi madre moriría inmediatamente y Staub no había corregido esa asunción –cómo podía, cuando ni siquiera había yo preguntado?- pero obviamente era falso. Doctor say it kill me but he don´t say when. (1) Tengo la barriga llena de whisky y la cabeza de ginebra. (2) El doctor dice que me matará pero no me dice cuándo.
Sobre qué en el nombre de Dios me estaba atormentando? No había sido mi elección más susceptible al orden natural de las cosas? Acaso no sobrevivían los hijos a sus padres? El hijo de puta había intentado asustarme –hacerme sentir culpable- pero no tuve que comprar lo que él vendía, o sí? Acaso no cabalgábamos todos la Bala al final? Estás sólo intentando quitártelo de encima. Tratando de hacerlo parecer correcto. Tal vez lo que piensas es cierto… pero, cuando él te pidió elegir, la elegiste a ella. No hay manera de cambiar eso, amigo – la elegiste a ella. Abrí los ojos y miré mi rostro en el espejo. "Hice lo que tenía que hacer" Dije. Realmente no lo creía pero suponía que lo haría con el tiempo. La Sra. McCurdy y yo fuimos a ver a mi madre y se encontraba un poco mejor. Le pregunté si recordaba su sueño sobre Thrill Village, en Laconia, ella negó con la cabeza. "Apenas recuerdo que veniste anoche," dijo "estaba terriblemente somnolienta. Importa eso?" "Nop," dije y besé su sien. "En absoluto". Mi má salió del hospital cinco días después. Tuvo una leve cojera durante un tiempo, pero al cabo de un mes había vuelto al trabajo – al principio media jornada y después tiempo completo, como si nada hubiera ocurrido. Yo volví al colegio y obtuve un empleo en Pat’s Pizza en el centro de Orono. La paga no era sensacional, pero fue suficiente para reparar mi auto. Eso estaba bien. Perdí el poco gusto que me había quedado por hacer autostop. Mi madre intentó dejar de fumar y lo logró durante un tiempo. Después volví del colegio en Abril por las vacaciones con un día de anticipación y encontré nuestra
cocina tan humeante como de costumbre. Ella me miró con ojos que parecían tanto avergonzados como desafiantes. "No puedo" Dijo. "Sé que quieres que lo deje, y sé que debo hacerlo, pero hay un vacío tan grande en mi vida sin él. Nada lo llena. Lo mejor que puedo hacer es desear nunca haber comenzado." Dos semanas después de graduarme en la universidad, mi má sufrió otro infarto – solo uno pequeño. Intentó nuevamente dejar de fumar cuando el doctor la reprendió y después aumentó 25 kilos y volvió al tabaco. "Como el perro se voltea hacia el propio vómito" dice la Biblia, siempre me había gustado aquello. Obtuve un empleo bastante bueno en Portland en mi primer intento –afortunado, supongo, y comencé la labor de convencerla de dejar su empleo. Fue un verdadero estira y afloja al principio. Tal vez el disgusto me hizo abandonar idea, pero yo conservaba un recuerdo que me mantenía alejándome de sus defensas Yankees. "Debes ahorrar para tu propia vida y no cuidar de mí," dijo ella. "Querrás casarte algún día, Al, y lo que gastes en mí no te servirá para ello. Para tu verdadera vida." "Tú eres mi verdadera vida," le dije y la besé. "Podrá o no gustarte, pero así son las cosas." Y finalmente, arrojó la toalla. Tuvimos unos años bastante buenos después de eso –siete en total. No vivía con ella, pero la visitaba casi a diario. Jugábamos mucho gin rummy y veíamos muchas películas en la video grabadora que le había comprado. Tenía un balde cargado de risas, como solía decir ella. Yo no sabía si le debí esos años a George Staub o no, pero fueron buenos años. Y mi recuerdo de la noche en que conocí a George Staub nunca se desvaneció y se transformó en algo como un sueño, como siempre esperé que sucediera, cada incidente, desde el viejo diciéndome que pidiera un deseo a la luna campestre, a los dedos buscando a tientas sobre mi remera mientras Staub me prendía el botón permanecían perfectamente claros. Sabía que aún lo tenía cuando me había mudado a mi pequeño apartamento en Falmouth- lo guardé en el primer cajón de mi mesilla de noche, junto con un par de peines, mi juego de gemelos(1), y un viejo botón político que decía BILL CLINTON, EL PRESIDENTE DEL SAXO SEGURO- pero después lo había perdido. Y cuando el teléfono sonó un día o dos mas tarde, sabía por qué estaba llorando la Sra. McCurdy. Eran las malas noticias que realmente nuca dejé de esperar; lo divertido es divertido, y lo hecho hecho está. Cuando terminó el funeral, y el velatorio, y las aparentemente interminables filas de dolientes, (1) Gemelos: Mancuernas, yugos, yuntas.
Me mudé de nuevo a la pequeña casa en Harlow donde mi madre había pasado sus últimos años, fumando y comiendo rosquillas azucaradas. Habíamos sido Alan y Jean Parker contra el mundo, ahora sólo quedaba yo. Busqué entre sus efectos personales, separando los papeles con los que tendría que lidiar más tarde, empacando en un rincón de la habitación, las cosas que quería conservar y en otro, las cosas que quería regalar a la Beneficencia. Casi al terminar la faena, me arrodillé y miré bajo su cama y ahí estaba, lo que había buscado por todas partes sin realmente aceptarlo: un polvoriento botón que rezaba CABALGUÉ LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Curvé la mano alrededor de él. El fistol se clavó en mi carne y lo apreté aún más, sintiendo un placer amargo en el dolor. Cuando abrí nuevamente los dedos, tenía los ojos llenos de lágrimas y las palabras del botón parecían duplicarse, sobreponiéndose unas con otras en la trémula luz. Era como ver una película en tercera dimensión sin usar las gafas. "Estás satisfecho?" Pregunté al cuarto vacío. "Es suficiente?" No hubo respuesta, desde luego. "Para qué te molestaste? ¿Cuál es la maldita cuestión?" Aún no había respuesta, y por qué debía haberla? Esperas en la fila, eso es todo. Esperas en la fila bajo la luna y pides tu deseo a la infecta luz. Esperas en la fila y los escuchas gritar – pagan Para ser asustados, y en la Bala siempre hacen valer su dinero. Tal vez cuando llegue tu turno, cabalgues, tal vez corras. De cualquier forma todo acaba igual, eso creo. Debería haber más que eso, pero en realidad no lo hay – lo divertido es divertido y lo hecho, hecho está. Toma tu botón y vete de aquí.
EL ASESINO STEPHEN KING
Repentinamente se despertó sobresaltado, y se dio cuenta de que no sabía quien era, ni que estaba haciendo aquí, en una fábrica de municiones. No podía recordar su nombre ni que había estado haciendo. No podía recordar nada.
La fábrica era enorme, con líneas de ensamblaje, y cintas transportadoras, y con el sonido de las partes que estaban siendo ensambladas. Tomó uno de los revólveres acabados de una caja donde estaban siendo, automáticamente, empaquetados. Evidentemente había estado operando en la máquina, pero ahora estaba parada. Recogía el revólver como algo muy natural. Caminó lentamente hacia el otro lado de la fabrica, a lo largo de las rampas de vigilancia. Allí había otro hombre empaquetando balas. "¿Quién Soy?" - le dijo pausadamente, indeciso. El hombre continuó trabajando. No levantó la vista, daba la sensación de que no le había escuchado. "¿Quién soy? ¿Quién soy?" - gritó, y aunque toda la fábrica retumbó con el eco de sus salvajes gritos, nada cambió. Los hombres continuaron trabajando, sin levantar la vista. Agito el revólver junto a la cabeza del hombre que empaquetaba balas. Le golpeó, y el empaquetador cayó, y con su cara, golpeó la caja de balas que cayeron sobre el suelo. El recogió una. Era el calibre correcto. Cargó varias más. Escucho el click-click de pisadas sobre él, se volvió y vio a otro hombre caminando sobre una rampa de vigilancia. "¿Quién soy?" - le gritó. Realmente no esperaba obtener respuesta. Pero el hombre miró hacia abajo, y comenzó a correr. Apuntó el revólver hacia arriba y disparó dos veces. El hombre se detuvo, y cayó de rodillas, pero antes de caer, pulsó un botón rojo en la pared. Una sirena comenzó a aullar, ruidosa y claramente. "¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!" - bramaron los altavoces. Los trabajadores no levantaron la vista. Continuaron trabajando.
Corrió, intentando alejarse de la sirena, del altavoz. Vio una puerta, y corrió hacia ella. La abrió, y cuatro hombres uniformados aparecieron. Le dispararon con extrañas armas de energía. Los rayos pasaron a su lado. Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo. Corrió en otra dirección, pero más uniformados llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando de todos lados! ¡Tenía que escapar! Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había más de ellos allí. Le tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revolver. Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo. "¡Por favor! ¡No disparen! ¡No se dan cuenta que solo quiero saber quien soy!" Dispararon, y los rayos de energía le abatieron. Todo se volvió oscuro... Les observaron como cerraban la puerta tras él, y entonces el camión se alejó. "Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando," dijo el guarda. "No lo entiendo," dijo el segundo, rascándose la cabeza. "Mira ese. ¿Qué era lo que decía? Solo quiero saber quién soy. Eso era. Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están haciendo esos robots demasiado bien." Observaron al camión de reparación de robots desaparecer por la curva.
CALLA BRYN STURGIS, PRÓLOGO DE LA TORRE OSCURA V STEPHEN KING
1.
Tian habia sido bendecido (aunque pocos granjeros utilizarían esa palabra) con tres terrenos: River Field, donde su familia había cultivado arroz desde tiempos inmemoriales; Roadside Field, donde el ka Jaffords había cultivado raíz agria, calabaza y maíz durante la misma larga cantidad de años y generaciones; y Son of a Bitch, un infructuoso terreno que solo daba rocas y ampollas y esperanzas perdidas. Tian no era el primero de los Jaffords determinado a hacer algo con los veinte acres detrás de la casa; su abuelo, perfectamente cuerdo en todos los demás aspectos, había estado convencido que había oro ahí. La madre de Tian estaba igualmente convencida que daría porin, una especia de gran valor. La locura de Tian era el madrigal. Desde luego, el madrigal se daría en Son of a Bitch. Debía crecer ahí. Se había apropiado de un millar de semillas (y un centavo le habían costado) que estaban ahora ocultas debajo de las duelas de su habitación. Todo lo que faltaba antes de plantar el año siguiente sería remover la tierra en Son of a Bitch. Esta era una tarea más fácil de decir que de llevar a cabo. Tian había sido bendecido con ganado, incluyendo tres mulas, pero un hombre estaría loco si tratara de usar una mula allá en Son of a Bitch; la bestia que tuviese el infortunio de llevar a cabo esa tarea, seguramente yacería con una pata rota o moriría de aturdimiento al medio día de la primera jornada. Uno de los tíos de Tian casi había encontrado su destino final hacía algunos años. Había venido corriendo de vuelta al hogar, gritando a todo pulmón y perseguido por unas enormes avispas mutantes con aguijones del tamaño de uñas. Habían encontrado el nido (bueno, Andy lo había encontrado; a Andy no lo molestaban las avispas, sin importar lo grandes que fueran) y lo quemaron con keroseno, pero podría haber otros. Luego estaban los agujeros. No podías quemar los agujeros ¿verdad? No. Y Son of a Bitch se asentaba en lo que los viejos llamaban "terreno suelto." En consecuencia, poseía casi tantos agujeros como rocas, sin mencionar al menos una cueva que expulsaba corrientes de aire pestilente.¿Quién sabría que clase de sabandijas podrían acechar en su oscura garganta? En cuanto a los agujeros, lo peor sobre ellos no era si un hombre (o una mula) pudiese verlos. De ningún modo, señor. Ni lo piense, gracias. Los rompepiernas siempre se disimulaban en apiñamientos de hierba y pasto alto de aspecto inocuo. Tu mula podría pisar, habría entonces un horrible crujido, como el de una rama quebrada, y entonces la maldita cosa estaría yaciendo ahí en el suelo, pelando los dientes, girando los ojos, rebuznando su agonía al cielo. Hasta que terminaras con su sufrimiento,
claro, y el ganado era valioso en Calla Bryn Sturgis, incluso el ganado que no era precisamente introducido. Por lo tanto, Tian rastrilló usando a su hermana. No había razón para no hacerlo. Tia era retardada, por lo tanto, buena para poco más. Era una chica grande –los retardados usualmente crecían a tamaños prodigiososy ella deseaba que el Hombre Jesús la amara. El Viejo le había hecho un árbol-Jesús, que él llamaba crucifijo, y ella lo llevaba puesto a todas parte. Ahora colgaba de atrás hacia delante, golpeando sobre su sudorosa piel, mientras ella jalaba. El pértigo estaba amarrado a sus hombros por un arnés de cuero sin curtir. Tras ella, guiando alternativamente el pértigo mediante sus viejas manijas de palo hacha y su hermana por los horcates, Tian gruñía y tironeaba y jalaba cuando la cuchilla del pértigo se caía y amenazaba con atorarse. Era finales de Tierra Llena, pero tan caluroso como a mediados de verano ahí en Son of a Bitch; el sobretodo de Tia estaba oscuro y húmedo y pegado a sus grandes y carnosas caderas. Cada vez que Tian meneaba la cabeza para quitarse el cabello de los ojos, el sudor corría en rocío del mechón. "¡Arre, puta!" Gritó él "Aquella roca es un rompe pértigos, ¿estás ciega? Ni ciega, y tampoco sorda, solo estúpida. Retardada. Ella viró hacia la izquierda, y fuerte. Detrás de ella, Tian tropezó con un sacudimiento que le hizo crujir el cuello, rasparse la espinilla en otra roca, una que no había visto, y que por milagro el pértigo no había golpeado. Al sentir los primeros y tibios escurrimientos de sangre bajando hacia su tobillo, se preguntó (y no por primera vez) qué locura era la que siempre llevaba a los Jaffords hacia ahí. En lo profundo de su corazón tenía la idea de que el madrigal no brotaría, lo mismo que el porin antes que este, aunque podías cosechar hierba del diablo; sí, él podía atascar los veinte acres con esa mierda, si hubiera querido. El truco consistía en mantenerla alejada, y esa era siempre la primer faena en Tierra Nueva. EllaEl pértigo osciló hacia la derecha y tironeó hacia delante, casi arrancándole los brazos. "¡Arr!" chilló. "Ve más despacio, chica! No pueden germinarme otros si los arrancas ¿verdad?" Tia volvió su amplia, sudorosa y sosa cara hacia un cielo lleno de nubes bajas y profirió una risotada. Hombre Jesús, pero si hasta sonaba como un burro. Sin embargo era risa, risa humana. Tian se preguntaba, así
como no podía evitar hacerlo, si aquella risa significaba algo. ¿Comprendería ella algo de lo que él decía o solo respondía al tono de su voz? ¿Acaso cualquier retardado"Buenos días," dijo una fuerte y casi átona voz a sus espaldas. El dueño de la voz ignoró el grito de sorpresa de Tian. "Felices y largos días tenga en la tierra. Vengo de una aceptable paseo y estoy a su servicio." Tian se giró, y vio a Andy ahí de pie –con sus 3.6 metros de estatura- y fue casi derribado cuando su hermana dio otro de sus tambaleantes pasos hacia delante. Los horcates del pértigo se le fueron de las manos y volaron hacia su garganta con un chasquido audible. Tia, ajena a este desastre potencial, dio otro tambaleante paso hacia delante. Al hacerlo, le sacó el aire a Tian. Él emitió un sofocado jadeo y arañó las correas. Andy observó todo esto con su acostumbrada sonrisa larga y sin humor. Tia tiró hacia delante nuevamente y a Tian le fallaron los pies. Aterrizó sobre una roca que perforó salvajemente la hendidura entre sus nalgas, pero cuando menos pudo volver a respirar. Por el momento, en todo caso. ¡Maldita y desgraciada parcela! ¡Siempre ha sido así! ¡Siempre lo será! Tian aferró la correa antes de que se le enredase nuevamente en la garganta y gritó, "¡Alto ahí puta! ¡Detente si no quieres que te retuerza esas enormes e inútiles tetas tuyas y te las quite del frente!" Tia se detuvo lo suficientemente de acuerdo, y se volvió para ver qué era aquello. Su sonrisa se ensanchó. Levantó un fuerte y musculoso brazo – brillaba de sudor- y señaló. "¡Andy!" dijo. "¡Andy ha venido!" "No soy ciego," dijo Tian y se puso de pie, frotándose el trasero. ¿Estaría sangrando también de ahí? El pensaba que sí. "Buenos días," Le dijo Andy a ella, y se tocó la metálica garganta tres veces con tres dedos metálicos. "Largos días y felices noches." A pesar que Tía seguramente había escuchado la respuesta común a esto –y quizá podrías duplicar el número – mil veces o más, todo lo que hizo fue levantar su amplia cara de idiota al cielo y proferir su risa borrica. Tian sintió un sorprendente momento de dolor, no en sus brazos o su garganta; ni en su ultrajado trasero, sino en su corazón. Vagamente
recordó cuando ella era pequeña: tan bonita y ágil como una libélula, tan inteligente como pudiera desearse. EntoncesPero antes que pudiera concluir el pensamiento, tuvo una premonición. Excepto que aquella era una palabra demasiado agradable para describirlo. De hecho, era tiempo. Tiempo extra. Sin embargo, sintió un hundimiento en el corazón. Las noticias llegarán mientras yo estoy aquí, pensó. Aquí en esta tierra olvidada de Dios donde nada es bueno y la suerte siempre es mala. "Andy," dijo él. "¡Sí!" Dijo Andy, sonriendo. "¡Tu amigo Andy!" de vuelta de un aceptable paseo y a tu servicio. ¿Querrías saber tu horóscopo, Tian? Es Tierra Llena. La luna está roja, la que llaman la Luna Cazadora en MundoMedio, eso es. ¡Un amigo llamará!¡Las relaciones de negocios prosperan! Tendrá dos ideas, una buena y una mala-" "La mala fue venir aquí a intentar cambiar este campo," dijo Tian. "Sin importar mi maldito horóscopo, Andy. ¿por qué estas aquí?" La sonrisa de Andy probablemente no podía turbarse –era un robot, después de todo, el último en Calla Bryn Sturgis en millas y ruedas a la redonda- pero para Tian parecía haberse turbado, igualmente. El robot tenía el aspecto de la figura de un adulto en el cuerpo de un chico joven, imposiblemente alto e imposiblemente delgado. Sus piernas y brazos eran plateados. Su cabeza era un barril de acero inoxidable con ojos eléctricos. Su cuerpo, que no era otra cosa que un cilindro de poco mas de dos metros de altura, era dorado. Estampado en el medio –de lo que para un hombre sería el pecho- tenía una leyenda: NORTH CENTRAL POSITRONICS, LTD. EN ASOCIACIÓN CON INDUSTRIAS LaMERK PRESENTA ANDY Diseño: MENSAJERO (Muchas Otras Funciones) Número de Serie DNF 34821 V 63
Cómo o por qué había sobrevivido esta chatarra cuando el resto de los robots se había ido –ido desde hacía generaciones- era algo que Tian no sabía ni le importaba. Podías verlo en cualquier parte del Calla (no se aventuraría más allá de sus límites) caminando a grandes zancadas con sus imposiblemente largas piernas plateadas, mirando a todas partes, ocasionalmente emitiendo sonidos cuando almacenaba (o quizá borraba ¿Quién lo sabia?) información. Cantaba canciones, transmitía chismes y rumores de una punta del pueblo a la otra –un caminante inalámbrico era Andy el robot- y parecía disfrutar dar los horóscopos más que cualquier cosa, a pesar que había el consenso general en la villa de que su veracidad era poca. Tenía una función más, sin embargo, y esa significaba mucho. "¿Por qué estás aquí costal de pernos y cables? ¡Respóndeme! ¿Son los Lobos? ¿Están viniendo desde Thunderclap?" Tian estaba ahí parado, levantando la vista hacia la estúpida y sonriente cara metálica de Andy, el sudor se enfrió en su piel, rezando con toda su fe para que la tonta cosa dijera que no, entonces ofrecería dar nuevamente el horóscopo, o quizás cantar "El Maíz Verde A-Dayo," todos los veinte o treinta versos. Pero todo lo que dijo Andy, todavía sonriendo, fue: "Sí." "Cristo y el Hombre Jesús," dijo Tian (El Viejo le había hecho pensar que esos eran dos nombres de la misma cosa, pero nunca se había molestado en averiguarlo.) "¿Cuánto tiempo?" "Una luna de días antes que lleguen," respondió Andy, aún sonriendo. "¿De llena a llena?" "Sí" Treinta días, entonces. Treinta días para los Lobos. Y no tenía sentido esperar que Andy se equivocara. Nadie sabía cómo podía saber el robot que saldrían de Thunderclap con tanta anticipación a su llegada, pero lo sabía. Y nunca se equivocaba. "¡Jódete tú y tus malas nuevas!" chilló Tian, y le puso furioso el titubeo de su propia voz. "¿Para qué sirves?"
"Lamento que la noticia sea mala," dijo Andy. Sus entrañas sonaron audiblemente, sus ojos destellaron en un azul más brillante, y dio un paso hacia atrás. "¿No quiere que le diga su horóscopo? Es el final de Tierra Llena, un tiempo especialmente propicio para concluir viejos asuntos y conocer gente nueva-" "¡Que se joda también tu falsa profecía!" Tian se inclinó, cogió un puñado de tierra, y se la arrojó al robot. Un guijarro enterrado en la tierra se estrelló en la piel metálica de Andy. Tia jadeó, entonces comenzó a llorar. Andy retrocedió otro paso, su sombra creciendo como una araña en el campo de Son of a Bitch. Pero su odiosa, estúpida sonrisa permanecía. "¿Qué tal una canción? He aprendido una sorprendente del Manni al extremo norte del pueblo; se llama "’En Tiempos de Pérdida, Has de Dios Tu Amo’" Desde algún lugar en las entrañas de Andy llegó el sonido de un diapasón, seguido por una sucesión de notas de piano. "Dice-" El sudor Corría por sus mejillas y pegaba sus irritadas pelotas a sus muslos. Tia alzaba su estúpida cara al cielo. Y este robot idiota de mal agüero se preparaba para cantar alguna especie de himno Manni. "Guarda silencio, Andy." Hablo con suficiente racionalidad, pero por entre dientes apretados. "Sí," concordó el robot, y misericordiosamente, se calló. Tian se aproximó a su berreante hermana, la rodeó con un brazo, olió el intenso (pero no totalmente desagradable) sudor que ella emanaba. Suspiró, y entonces comenzó a acariciar su tembloroso brazo. "Cálmate, gran concha llorona," dijo él. Las palabras podrían ser horribles, pero el tono era amable en extremo, y era al tono al que ella respondía. Se comenzó a calmar. Su hermano estaba de pie, y el borde de la cadera de ella llegaba a la altura de las costillas de él (ella era treinta centímetros más alta), y cualquier extraño que pasase por ahí, seguramente se detendría a mirarlos, sorprendido por la similitud de rostro y por la gran diferencia en tamaño. El parecido, cuando menos era heredado: eran gemelos. Él acariciaba a su hermana con una serie de palabras suaves y blasfemias – en los años desde que ella había regresado ya retardada
desde el oeste, las dos formas de expresión significaban casi lo mismo a Tian Jaffords –y al fin su llanto cesó. Y cuando un tordo cruzó el cielo volando, haciendo piruetas y emitiendo su característica serie de chillidos feos, ella señaló y rió. Una sensación crecía en Tian, una tan extraña que apenas la reconoció. "No está bien," dijo. "Noseñor, Por el Hombre Jesús y todos los dioses que existan, que no."Miró hacia el oeste, donde las colinas se perdían en una membranosa oscuridad que podría tratarse de nubes, pero que no lo eran. Era la línea divisoria entre Mundo-Medio y Mundo-Final. El límite de Thunderclap. "No está bien lo que hacen con nosotros." "¿Seguro que no quiere escuchar su horóscopo? Veo muchas monedas brillantes y una hermosa dama morena." "Las damas morenas tendrán que arreglárselas sin mi," dijo Tian, y comenzó a quitar el arnés de los amplios hombros de su hermana. "Soy casado, como seguramente sabes muy bien." "Muchos hombres casados han tenido una aventurilla," observó Andy. A Tian le parecía que sonaba jactancioso. "No aquellos que aman a sus esposas." Tian se llevó a los hombros el arnés (lo había hecho él mismo, pues había una gran escasez de monos de trabajo para humanos en casi todos los mejores graneros) y se volvió hacia la casa. "Y ningún granjero, en todo caso. Muéstrame un granjero que pueda costearse una aventurilla y te besaré ese brillante trasero tuyo. Vamos, Tia. "¿A casa?" preguntó. "Así es." "¿Almuerzo en casa?" ella lo miró de un modo aturdido y esperanzado. "¿Manzanas rojas?" Una pausa. "¿Salsa?" "Seguro," dijo Tian. "¿Por qué demonios no?" Tia dejó escapar un grito de alegría y corrió hacia la casa. Había algo casi asombrosamente inspirador en ella cuando corría. Como su padre
alguna vez había observado antes que la fiebre del cerebro se lo llevara, "Brillante o Tonta, he ahí una gran masa de carne en movimiento." Tian caminó lentamente detrás de ella, con la cabeza gacha, observando los agujeros que su hermana parecía evadir sin siquiera mirar. Como si en alguna parte en el interior de su cabeza, hubiese descubierto la localización de cada uno de ellos. La extraña sensación crecía y crecía. Él sabía sobre enojo –cualquier granjero que hubiera perdido vacas por la enfermedad de la leche o que hubiera visto al granizo derribar su maíz, sabía bastante sobre enojo- pero esto era algo más profundo. Esto era rabia, y era algo nuevo. Caminó lentamente, la cabeza gacha, los puños apretados. No era consciente de que Andy lo seguía hasta que el robot dijo; "Hay más noticias. Al noroeste del pueblo, siguiendo el camino del Haz, extraños de Fuera del Mundo-" "Al carajo el Haz, al carajo los extraños, y al carajo contigo," dijo Tian. "Déjame estar, Andy." Andy se quedó donde estaba por un momento, rodeado por las rocas y hierbas y los inútiles promontorios de Son of a Bitch; aquella ingrata parcela de tierra de los Jaffords. Algunos de sus circuitos interiores sonaron. Sus ojos destellaron. Y decidió ir a contárselo al Viejo. El Viejo nunca le decía que se fuera al carajo. El Viejo siempre quería escuchar su horóscopo. Y siempre se interesaba por los extraños. Andy comenzó a dirigirse hacia Nuestra Señora de la Serenidad.
2. Zalia Jaffords no vio venir a su esposo y a su cuñada de regreso de Son of a Bitch, no escuchó que Tia sumergía repetidamente la cabeza en el tonel de agua para ducha fuera del granero y luego volaba la humedad de su labios como un caballo. Zalia estaba en el lado sur de la casa, colgando la colada y cuidando a los niños. No estaba consciente que Tian estaba tras ella hasta que lo vio mirándola por la ventana de la cocina. Ella se sorprendió de verlo ahí, y mucho más por su expresión.
Su cara estaba cenicienta y pálida excepto por dos manchones de color en sus mejillas y uno tercero que brillaba en el centro de su frente, como una marca. Ella metió las pinzas de ropa que aún sostenía en su bolsillo y se encaminó a la casa. "¿Adónde vas, Ma?" dijo Heddon, y "¡Adónde vas, Maw-Maw?" secundó Hedda. "No importa," dijo ella. "Solo mantente al pendiente de los bebes ka." "¿Porqu-eee?" Gimoteó Hedda. Había hecho una ciencia de ese gemido. Uno de estos días gemiría algo más largamente y su madre le daría un puñetazo que la mandaría a las colinas y un poco mas lejos. "Porque tú eres la mayor," dijo. "Pero-" "Calla esa boca, Hedda Jaffords." "Los vigilaremos, Ma," dijo Heddon. Heddon siempre estaba de acuerdo; probablemente no era tan listo como su hermana, pero ser listo no era todo. De hecho era mucho menos. "¿Quieres que terminemos de colgar la colada?" "Hed-donnnnn..." De su hermana. Ese gemido irritante otra vez. Pero no tenía tiempo para ellos. Echó una mirada más a los otros; Lyman y Lia, quienes tenían cinco años, y Aaron, quien tenía dos. Aaron estaba sentado desnudo entre la mugre, felizmente haciendo sonar dos rocas. Él era extraño y único, ¡y cómo la envidiaban las mujeres de la villa por causa de él! Porque Aaron siempre estaría a salvo. Los otros, sin embargo, Heddon, y Hedda ... Lyman y Lia ... De pronto, ella comprendió lo que eso significaba, él de vuelta en la casa en medio de un día como aquel. Rezó a los dioses que no fuera así, pero cuando llegó a la cocina y vio el modo en que miraba a los chiquillos, sintió miedo. "Dime que no son los Lobos," dijo ella con una voz seca y desesperada. "Di que no."
"Así es." Respondió Tian. "Treinta días, dice Andy –de luna a luna. Y sobre eso Andy nunca se-" Pero antes que pudiera continuar, Zalia Jaffords se llevó las manos a las sienes y emitió un grito. En el jardín del costado, Hedda brincó. En otro momento habría comenzado a correr hacia la casa, pero Heddon la retenía. "No se llevarán a alguien tan joven como Liman y Lía ¿verdad?" le preguntó ella. "Hedda o Heddon, tal vez, pero ¿los bebés seguramente no? ¿No mis pequeños? ¿Por qué?, ¡no llegarán a su sexto cumpleaños hasta dentro de medio año!" "Los Lobos los llevan de hasta tres años, y lo sabes," dijo Tian. Sus manos se abrían y cerraban, se abrían y cerraban. La sensación en su interior continuaba creciendo – el sentimiento era más que puro enojo. Ella lo miró, las lágrimas rodaban por su cara. "Quizá es hora de decir que no." Dijo Tian en una voz que apenas reconoció como la suya. "¿Cómo podremos?" Susurró ella. "Oh. T, cómo, en el nombre de los dioses podremos?" "No sé," dijo él. "Pero ven aquí, mujer, te lo ruego." Ella fue, echando una mirada más sobre su hombro hacia los cinco niños que estaban en el patio trasero- como para asegurarse que aún estaban todos ahí, que ningún Lobo se los había llevado todavía- y después atravesó la sala. El Abuelo estaba sentado en su silla del rincón junto al fuego extinto, la cabeza inclinada, dormitando y goteaba de su arrugada y desdentada boca. Desde este cuarto era visible el granero. Tian acercó a su esposa a la ventana y señaló. "Ahí," dijo. "¿Los distingues, mujer? ¿los ves bien?" Desde luego que sí. La hermana de Tian, con su metro noventa y cinco de estatura, ahora estaba de pie, con los tirantes de su sobretodo bajados y sus enormes pechos goteando agua al humedecerlos en el tonel de la ducha. De pie junto a la puerta estaba Zalman, el propio hermano de Zalia. Medía casi dos metros, grande como Lord Perth y con
una cara tan sosa como la de la chica. Un joven hombre semidesnudo observando a una joven mujer semidesnuda con los pechos al aire como si quisiera ocasionar una protuberancia bajo los pantalones de él, pero no había ninguna en los de Zally. Ni la habría jamás. Era retardado. Ella se volvió hacia T. Se miraron mutuamente, un hombre y una mujer que no eran retardados, pero solo por mera suerte. Hasta donde ambos sabían, podía fácilmente tratarse de Zal y Tia parados ahí observando a Tian y Zalia afuera, cerca al granero, crecer largos de cuerpo y vacíos de la cabeza. "Claro que lo veo," le dijo ella. "¿Crees que soy ciega?" "¿No has deseado alguna vez que fueras tú?" preguntó él. "¿verlos así?" Zalia no respondió. "No está bien, mujer. Nada bien. Nunca lo ha estado." "Pero desde tiempos inmemoriales-" "¡Al carajo también los tiempos inmemoriales!" chilló Tian. "¡Son niños! ¡Nuestros niños!" "¿Dejarás entonces que los Lobos quemen Calla hasta los cimientos? ¿Que nos dejen con las gargantas cortadas? ¿Eso o algo peor? Porque ya ha ocurrido en otros lugares. Sabes que ha sido así." Él lo sabía, sí. ¿y quién pondría las cosas en orden de no ser por los hombres de Calla Bryn Sturgis? Ciertamente no había autoridades, no algo como un alguacil, ni en la parte alta ni en la baja en estos lares. Estaban por su cuenta. Incluso hacía mucho, cuando las Baronías Interiores brillaron con luz y cultura, se había visto poco de aquella hermosa y radiante vida por ahí. Estos eran los límites exteriores, y la vida ahí siempre había sido extraña. Entonces habían llegado los Lobos y la vida se había vuelto aún más extraña. ¿Hacía cuanto había empezado aquello? ¿Cuántas generaciones? Tian no lo sabía, pero creía que "tiempos inmemoriales" era demasiado tiempo. Los Lobos habían viajado hacia las villas de los límites exteriores cuando el Abuelo era joven, ciertamente- el propio gemelo del abuelo había sido robado mientras los dos se hallaban sentados en el polvo, jugando a las tabas. "ellos lo llevaron porque ’staba cerca’l camino," les había dicho el abuelo
(muchas veces). Si yo hubiera salido de la casa primero ese día, hubiera estado más cerca’l camino y me hubieran llevado. ¡Dios es bueno!" Entonces besaría la cruz de madera que El Viejo le había dado, la levantaría hacia el cielo, y reiría fuertemente. Incluso, el abuelo del propio abuelo le había dicho que, en su tiempo – que podría haber sido quizás cinco o incluso seis generaciones atrás, si los cálculos de Tian eran correctos – no había habido Lobos saliéndose de Thunderclap en sus horribles caballos grises. Una vez, Tian había preguntado al viejo, ¿Y todos los bebés vienen en pares desde entonces? ¿Te lo dijo alguna vez tu Viejo? El Abuelo había considerado aquello durante un buen rato, luego había sacudido la cabeza. No. No podía recordar que su Abuelo lo hubiera mencionado, de ninguna manera. Zalia lo miraba ansiosamente. "No estás en condiciones de pensar tales cosas, quiero decir, después de haber pasado la mañana en esa parcela pedregosa." "Mi estado de ánimo no cambiará cuando ellos vengan o por quienes se lleven," dijo Tian. "No harás alguna tontería, T, ¿verdad? ¿Alguna tontería y tú solo?" "No," dijo él. Sin duda. Ya estará tramando planes, pensó ella, y se permitió un destello de esperanza. Seguramente no había algo que Tian pudiera hacer contra los Lobos –ninguno de ellos podría- pero él estaba lejos de ser estúpido. En una villa de granjas donde casi todos los hombres no pensarían en otra cosa que cultivar la siguiente fila o insertar sus miembros en Sábado por la noche, Tian tenía algo de anormal. Podía escribir su nombre; podía escribir palabras que decían TE AMO ZALLIE (y la había ganado por hacer aquello, incluso cuando ella no pudiera leerlas ahí entre la mugre); podría sumar números y también restarlos de mayor a menor, lo que decía que era aún más difícil. ¿Sería posible...? Una parte de ella no quería completar este pensamiento. Y sin embargo, cuando volvió su corazón de madre y su mente a Hedda y Heddon, Lia y Lyman, parte de ella quería tener esperanza. "¿Qué, entonces?"
Voy a convocar a una reunión en el Salón de Asambleas," dijo él. "Enviaré la pluma." "¿Vendrán?" "Cuando se enteren de estas noticias, cada hombre de Calla acudirá. Lo discutiremos. Quizá quieran pelear esta vez. Quizá quieran luchar por sus pequeños." Desde detrás de él, una voz cascada dijo, "Tu tonta matanza." Tian y Zalia se volvieron, mano con mano, a mirar al viejo hombre. Matanza era una palabra brusca, pero Tian creía que el viejo los estaba mirando –a él- con mucha candidez. "¿Por qué dices eso Abuelo?" preguntó. "Los hombres irán de esa reunión que planeas y se detendrán en ese lugar de la campiña, donde beben," dijo el viejo. "A los hombres sobrios-" sacudió la cabeza. "No los moverás." "Creo que podrías equivocarte esta vez, Abuelo." Dijo Tian y Zaila sintió que un terror frío le oprimía el corazón. Él lo creía. En verdad que sí.
3.
Habría menos rezongos si les hubiese dado al menos una notificación de una noche, pero Tian no haría eso. Una luna de días antes de su llegada, Andy había dicho, y aquello era todo el horóscopo que Tian Jaffords necesitaba. No se darían el lujo de una sola noche en barbecho. Y cuando mandó a Heddon y Hedda con la pluma, ellos sí vinieron. Sabía que vendrían. Habían pasado veinte años desde que los Lobos llegaran a Calla Bryn Sturgis, y habían sido buenos tiempos. Si se les permitiera cosechar esta ocasión, la cosecha sería grande. El Salón de Asambleas era una construcción de adobe al final de la calle principal de la villa, más adelante del Almacén Took’s y la diagonal del pabellón del pueblo, que ahora estaba polvoriento y oscuro al final del verano. Muy pronto, las damas del pueblo comenzarían a decorarlo para
la Siega, pero nunca habían hecho demasiada Noche de Siega en Calla. Los niños disfrutaban viendo a los tipos rudos lanzarse al fuego, desde luego, y los osados obtendrían su ración de besos robados al llegar la noche, pero eso era todo. Las frivolidades y festivales eran para Mundo Medio y Mundo Interior, pero aquí no era ninguno de ellos. Aquí había cosas más serias por las que preocuparse que los Festivales de la Siega. Cosas como los Lobos. Algunos de los hombres –de las granjas acomodadas al este y los tres ranchos al sur- llegaron en caballos. Eisenhart, de Lazy B incluso trajo su rifle y usaba bandoleras cruzadas de municiones. (Tian Jaffords dudaba que las balas sirvieran, o que el viejo rifle disparara, aunque algunos si lo hicieran). Una delegación de la gente Manni llegó amontonada en un carretón tirado por un par de mutantes castrados- uno de tres ojos, el otro con una protuberancia de rosada piel en carne viva saliendo de su espalda. La mayoría de los hombres de Calla llegaban en asnos y burros, vestidos con pantalones blancos y camisas coloridas. Sacudían sus polvorientos sombreros en las riendas con pulgares callosos al entrar al Salón de Asambleas, mirándose inquietamente entre ellos. Las bancas eran de pino liso. No había mujeres y ningún retardado, los hombres llenaban menos de treinta de las noventa bancas. Había algo de charla, pero ninguna risa en absoluto. Tian se encontraba frente al edificio con la pluma ahora en sus manos, observando al sol que se sumergía en el horizonte, su color dorado se desvanecía progresivamente en un color que parecía sangre infectada. Cuando llegó a las colinas, echó otro breve vistazo a la calle principal. Estaba vacía excepto por los tres o cuatro retardados que estaban sentados en los escalones de Took’s. Todos ellos enormes y buenos para nada, mas que sacar rocas enterradas en suelo. No vio más hombres, ni más burros que se aproximaran. Respiró hondo, sacó el aire, y entonces echó otro vistazo al cielo que se oscurecía. "Hombre Jesús, yo no creo en ti," dijo. "Pero si estás ahí, ayúdame ahora. Doy gracias a Dios." Luego se metió y cerró las puertas del Salón de Asambleas un poco más fuerte de lo estrictamente necesario. La charla cesó. Ciento cuarenta hombres, la mayoría granjeros, lo observaron caminar hacia el frente del salón, las amplias perneras de sus pantalones blancos ondeaban, sus botines golpeaban en el suelo de madera pura. Él había esperado estar
aterrado en ese momento, quizá incluso encontrarse sin palabras. Él era un granjero, no un actor o un político. Entonces pensó en sus hijos, y al levantar la vista hacia los hombres, se percató que no tenía problema alguno en mirarlos a los ojos. La pluma que tenía en las manos no temblaba. Cuando habló, sus palabras se siguieron fácilmente una a la otra, natural y coherentemente. Quizá no lo hacían como él lo había esperado –El Abuelo tal vez tuviera razón en ello- pero él vio que había actitud suficiente como para escuchar. ¿y no era ese el primer paso necesario? "Todos sabéis quién soy yo," dijo al ponerse de pie con las manos aferradas al tallo rojizo de la vieja pluma. "Tian Jaffords, hijo de Alan Jaffords, esposo de Zalia Hoonik, eso es. Ella y yo tenemos cinco hijos, dos pares y uno único." Murmullos bajos ante eso, muy probablemente relacionados con la suerte de Tian y Zaila por tener a Aaron. Tian esperó a que las voces acallaran. "He vivido en el Calla toda mi vida. He compartido vuestro khef y vosotros el mío. Ahora, escuchad lo que digo, os lo ruego." "Decimos Gracias," murmuraron. Era poco más que una respuesta estereotipada, sin embargo, Tian estaba motivado. "Los Lobos vienen." Dijo. "Recibí esta noticia de Andy. En treinta días de luna a luna estarán aquí." Más murmullos bajos. Tian escuchó consternación y vituperio, pero no sorpresa. Cuando se trataba de desperdigar la noticia, Andy era eficiente en extremo. "Incluso aquellos de nosotros que podemos leer y escribir un poco, casi no tenemos papel en el que escribir," dijo Tian, "por eso no puedo deciros con exactitud cuándo vinieron por última vez. No hay registros, ya sabéis, solo de boca en boca. Sé que fui bien educado, así que hace más de veinte años-" "Veinticuatro," dijo una voz en el fondo del salón. "Nah, veintitrés." Dijo una voz más cercana al frente, y Reuben Caverra se levantó. Era un hombre regordete con una redonda, sonriente cara. La
sonrisa había desaparecido ahora, en todo caso, y solo mostraba angustia. "Se llevaron a Ruth, mi hermanita: escuchadme, os lo ruego." Un murmullo –realmente no más que un suspiro vocalizado de aprobación- llegó de los hombres que se sentaban apretujados en las bancas. Se podrían haber separado, pero eligieron permanecer hombro con hombro. A veces había comodidad en la incomodidad, reconoció Tian. Reuben dijo, "Estábamos jugando bajo el gran pino en el patio delantero cuando llegaron. He hecho una marca en ese árbol desde entonces. Incluso antes de que la trajeran de vuelta, continué con ellas. Son veintitrés marcas y veintitrés años." Con ello, se sentó. "Veintitrés o veinticuatro no hacen diferencia," dijo Tian. "Aquellos que eran bebés -o niñitos- cuando los Lobos vinieron la última vez han crecido desde entonces y han tenido hijos propios. Hay una buena cosecha para esos bastardos. Una buena cosecha de niños" se detuvo, dándoles oportunidad de pensar por sí mismos en la siguiente idea antes de decirla en voz alta. "Si lo dejamos suceder," dijo al fin. "Si permitimos que los Lobos los lleven a Thunderclap y después los regresarán como retardados." "¿Qué coño más podemos hacer?" chilló un hombre sentado en una de las bancas centrales. "¡Ellos no son humanos!" Y esta vez había un general (y miserable) murmullo de aprobación. Uno de los Manni se puso de pie, echando su capa azul oscuro sobre sus huesudos hombros. Miró en derredor a los demás con ojos maliciosos. No mostraban enojo, esos ojos, pero a Tian le parecieron algo más que razonables. "Escuchadme, os lo ruego" dijo. "Decimos gracias," Respetuoso pero reservado. Ver un Manni de cerca era algo raro, y había ocho de ellos, todos apiñados. Tian estaba agradecido de que hubieran venido. Si alguien podía subrayar la mortal seriedad de este asunto, la aparición de un Manni lo haría. La puerta del Salón de Asambleas se abrió y un hombre se deslizó al interior. Ninguno de ellos, incluido Tian, se percataron. Todos observaban al Manni.
"Escuchad lo que dice el Libro: Cuando el Ángel de la Muerte pase sobre Aegypt, habrá matado al primer nacido en cada casa donde la sangre de un cordero sacrificado no haya sido untada en las jambas de las puertas. Eso dice el Libro." "Alabad el Libro," dijeron el resto de los Manni. "Quizá debamos hacerlo así," continuó el vocero Manni. Su voz sonaba calmada, pero una pulsación latía salvajemente en su frente. "Quizá debamos convertir los siguientes treinta días en un festival de regocijo por los pequeños, y luego ponerlos a dormir, y dejar que su sangre impregne la tierra. Dejemos que los Lobos se lleven sus cuerpos hacia el Oeste, si lo desean." "Estás loco," dijo Benito Cash, indignado y al mismo tiempo casi riendo. "Tú y todos los de tu clase. ¡No vamos a matar a nuestros bebés!" "¿Acaso los que vuelven no estarían mejor muertos?" respondió el Manni." "¡Enormes masas inútiles! ¡Conchas vacías!" "¿Sí, y qué hay de sus hermanos y hermanas?" preguntó Vaughn Eisenhart. "Pues los Lobos toman solamente a uno de cada dos, como bien lo sabes." Un segundo Manni se puso de pie, este tenía una sedosa barba blanca cayendo hacia su pecho. El primero se sentó. El viejo miró en derredor a los otros, luego a Tian. "Tú sostienes la pluma, jovencito- ¿Me permites hablar?" Tian asintió para que continuara. Aquel no era, de ningún modo, un mal inicio. Dejarles explorar completamente el asunto en el que estaban, explorarlo en todos sus resquicios. Él confiaba en que, al final, verían solamente dos alternativas: permitir que los Lobos se llevaran a uno de cada par que no hubieran llegado aún a la pubertad, como siempre habían hecho, o resistir y luchar. Pero para eso, necesitarían comprender que todos las posibles alternativas no tenían salida. El viejo habló pacientemente. Penosamente, incluso. "Matar a aquellos que hayan dejado así como aquellos que hayan sido devueltos y echados a perder para siempre... sí, es una cosa terrible a considerar. Pero pensad en esto: si los Lobos llegan y no encuentran niños, puede que nos dejen en paz para siempre."
"Sí, podrían hacerlo," dijo uno de los pequeños propietarios granjeros – Tian creía que su nombre era Jorge Estrada. "Y podrían no hacerlo. Manni, ¿en verdad matarías a todos los niños del pueblo por lo que pudiera ocurrir?" Un fuerte rumor de concordancia se esparció entre la gente. Otro de los pequeños propietarios, Garrett Strong, se puso en pie. Su cara de perro era truculenta. Sus pulgares colgaban de su cinturón. "Mejor nos matamos nosotros mismos," dijo. "Bebés y adultos por igual." El Manni no parecía enfurecido por eso. Y tampoco ninguno de los que llevaban capa azul que estaban a su alrededor. "Es una opción," dijo el viejo. "Hablaríamos de ella si otros lo hacen." Tomó asiento. "Yo no," dijo Garret Stron. "Sería como cortarse la maldita cabeza para evitar afeitarse, escuchadme, os lo ruego." Hubo risas y algunos gritos de muy bien Escuchado. Garrett se volvió a sentar, pareciendo un poco menos tenso, y puso su cabeza junto a Vaughn Eisenhart. Uno de los otros rancheros, Diego Adams, estaba escuchando, sus ojos negros atentos. Otro pequeño propietario se puso en pie –Bucky Javier. Tenía pequeños y brillantes ojos azules en una pequeña cabeza que parecía inclinarse desde su barbilla de chivo. "¿Qué tal si nos fuésemos por algún tiempo?" preguntó. "¿Qué tal si tomamos a nuestros hijos y volvemos al este? Todo el camino hasta el Gran Río ¿Quizá?" Hubo un momento de considerado silencio ante esta torva idea. El Gran Río estaba casi hasta Mundo Medio... donde, de acuerdo con Andy, había aparecido recientemente un gran palacio de cristal verde y un poco después había desaparecido de nuevo. Tian iba a responder cuando Eben Took, el hijo del dueño del Almacén, lo hizo por él. Tian se sintió aliviado. Esperaba estar callado el mayor tiempo posible. Cuando hubieran hablado todos, les diría el resto. "¿Estás loco?" preguntó Eben. "Si los Lobos llegan, verán que nos hemos ido, y quemarán todo hasta los cimientos –granjas y ranchos, cosechas y tiendas, raíz y rama. ¿A qué volveríamos?" "¿Y qué tal si nos siguieran?" añadió Jorge Estrada. "¿Creéis que sería difícil seguirnos para alguien como los Lobos? ¡Nos quemarían como
dice Took, seguirían nuestro rastro, y se llevarían a nuestros niños de todas formas! "Además," dijo Neil Faraday, de pie y sosteniendo su amplio y sucio sombrero frente a él, "jamás se llevarán a todos nuestros niños." Habló en un tono asustado de seamos-razonables que pareció llevarle a Tian la delantera. Era este consejo, precisamente, al que él temía más que a los otros. Su mortalmente falso llamado a la razón. Uno de los Manni, este más joven y sin barba, profirió una aguda y desdeñosa carcajada. "¡Ah, uno salvado de cada dos! Y eso lo será lo correcto, ¿verdad? ¡Dios os bendiga!" Pudo haber dicho más, pero Barba-Blanca aferró con una nudosa mano el brazo del joven. Aquel digno, no dijo más pero tampoco bajó sumisamente la cabeza. Sus ojos estaban ardientes, sus labios eran una delgada línea blanca. "No quiero decir que sea lo correcto," dijo Neil. Había comenzado a hacer girar su sombrero en una forma que mareaba un poco a Tian. "Pero debemos enfrentar la realidad ¿o no?" Sí. Y ellos no se llevan a todos. ¡porque mi hija, Georgina, es tan apta y sagaz-" "Sí, y tu hijo George es un enorme cabeza hueca," dijo Ben Slightman. Slightman era el capataz de Eisenhart, y no toleraba mucho a los tontos. "Lo he visto sentado en los escalones frente a Took’s cuando venía calle abajo. Lo vi muy bien. A él y a otros sin-seso como él." "Pero- " "Lo sé," dijo Slightman. "Tienes una hija que es tan apta y sagaz como largo es el día. Te felicito por ella. Solamente estoy señalando que, de no ser por los Lobos, posiblemente tendrías un hijo igualmente apto y sagaz. Tampoco comería una sola vez al día, invierno y verano, no tendrán un buen final para ti, ni siquiera te reforzará con nietos." Hubo gritos de Escuchadle y Decid Gracias cuando Ben Slightman se sentó. "Siempre nos dejan los suficientes para seguir adelante ¿o no?" preguntó un pequeño propietario granjero, cuya propiedad colindaba al oeste de la de Tian cerca del límite de Calla. Su nombre era Louis Haycox, y hablaba en un divagante y amargo tono de voz. Bajo el bigote, sus labios se curvaron en una sonrisa que no mostraba mucho humor. "No mataremos
a nuestros niños," dijo, mirando al Manni. "La gracia de Dios sea con vosotros, caballeros, pero no creo que incluso vosotros pudierais hacerlo, llevarlos a la matanza. O no todos vosotros. No podemos coger una bolsa y equipaje y marchar al este –o en cualquier otra dirección- porque dejaremos atrás nuestras granjas. Ellos nos quemarían, ciertamente, y vendrían tras los chicos de cualquier modo. Ellos los necesitan, los dioses saben por qué. "Siempre se vuelve a lo mismo: somos granjeros, la mayoría. Fuertes cuando tenemos las manos en la tierra, débiles cuando no es así. Yo tengo dos niños, de cuatro años y los amo igualmente a ambos. Debo odiar el perder a cualquiera de ellos. Pero daría uno por quedarme con el otro. Y mi granja." Esto fue acompañado por murmullos de aprobación. "¿Qué otra opción tenemos? Yo digo que: sería el peor error del mundo hacer enojar a los Lobos. A menos, claro, que podamos resistirnos contra ellos. Si eso fuese posible, yo resistiría. Pero es que no veo cómo." Tian sintió que su corazón se retorcía con cada palabra de Haycox. ¿Cuánta de su exasperación habría robado el hombre? ¡Dioses y el Hombre Jesús! Wayne Overholser se puso de pie. Él era el granjero más exitoso en Calla Bryn Sturgis, y tenía una amplia y pendiente barriga que lo demostraba. "Escuchadme, os lo ruego." "Decimos Gracias," murmuraron ellos. "Os diré lo que vamos a hacer," dijo mirando en derredor. "Lo que hacemos siempre, eso es. ¿Alguno de vosotros quiere hablar acerca de resistirse contra los Lobos? ¿Alguno de vosotros está tan loco como para eso? ¿Con qué? ¿Lanzas y rocas y unos cuantos arcos? ¿Quizá con cuatro enmohecidos y viejos calibres bajos como ese?" Señaló con el pulgar el rifle de Eisenhart. "No te burles de mi arma, hijo," dijo Eisenhart, pero sonreía tristemente. "Ellos vendrán y se llevarán a los niños," dijo Overholser, mirando alrededor. "Algunos de los niños. Luego, nos dejaran nuevamente solos durante una generación o aún más. Es como es, ha sido así, y yo digo que lo dejemos."
Se elevaron gruñidos de desaprobación ante esto, pero Overholser esperó a que acallaran. "Veintitrés años o veinticuatro, no importan," dijo cuando se hubieron callado de nuevo. "De cualquier modo es mucho tiempo. Mucho tiempo de paz. Puede que hayáis olvidado algunas cosas, chicos. Una es que los niños son como cualquier otra cosecha. Dios siempre envía más. Sé que suena duro. Pero así es como hemos vivido y como tendremos que continuar." Tian no esperó a que dijeran alguna de las respuestas estereotipadas. Si seguían por ese camino, cualquier oportunidad que hubiera visto para convencerles se perdería. Elevó la pluma de opopónaco y dijo, "¡Escuchad lo que digo, os lo ruego!" "Gracias," respondieron. Overholser miraba desconfiadamente a Tian. Y tienes razón en mirarme de ese modo, pensó el granjero. Pues he tenido suficiente de tan poco y cobarde sentido común, así es. "Wayne Overholser es un hombre inteligente y exitoso," dijo Tian, "y detesto tener que hablar contra su posición por esas razones. Y también por otra: es lo suficientemente mayor como para ser mi Padre." "Cuidado, no es tu Padre," dijo el único trabajador de Garret Strong – Rossiter, se llamaba-, y hubo risas en general. Incluso Overholser sonrió ante el gesto. "Hijo, si en verdad detestas hablar en contra mía, no lo hagas," dijo él. Seguía sonriendo, pero solo con su boca. "Sin embargo, debo hacerlo," dijo Tian. Comenzó a caminar lentamente hacia atrás y delante de las bancas. En sus manos, oscilaba la pluma de opopónaco de un oxidado tono rojo. Tian elevó ligeramente la voz de modo que todos supieran que ya no se dirigía solamente a Overholser. "Debo porque Overholser es lo suficientemente mayor como para ser mi padre. Sus hijos son grandes, ya sabéis, y hasta donde sé, solo son dos para empezar, una niña y un niño." Se detuvo, luego soltó el resto. "Nacidos con dos años de diferencia." Ambos hijos únicos, en otras palabras, ambos a salvo de los Lobos. La gente murmuró.
Overholser se ruborizó a un brillante y peligroso color rojo. "¡Eso que has dicho es algo malditamente crudo! ¡Yo no tengo nada que ver con que sean hijos únicos o dobles! Dame esa pluma, Jaffords. Tengo unas cuantas cosas que decir." Pero las botas comenzaron a golpear los tablones, lentamente al principio, después tomando velocidad hasta que reverberaron como el granizo. Overholser miró alrededor furioso, ahora más que rojo, estaba casi morado. "¡Debo hablar!" gritó. "¿No me escucharéis? os lo ruego" Por toda respuesta, hubo gritos de No, no y Ahora no y Jaffords tiene la pluma y Siéntate y escucha. Tian creía que Overholser estaba aprendiendo –demasiado tarde en el juego- que a menudo había un profundo resentimiento hacia el más acaudalado y exitoso de la villa. Aquellos menos afortunados o menos pudientes podrían quitarse los sombreros cuando la gente rica pasaba en sus carretones, o carruajes, podrían enviar delegaciones de agradecimiento cuando los ricos prestaban su mano de obra para ayudar con una casa o a levantar un granero, los acaudalados podían ser regocijados en la Reunión de Fin de Año por ayudar a comprar el piano que ahora se apostaba en el pabellón de música. Incluso, los hombres de Calla hicieron sonar sus botines, para inundar a Ovelholser, con una cierta satisfacción salvaje. Incluso aquellos que indudablemente apoyaban lo que había dicho (Neil Faraday, era uno) golpeaban lo suficientemente fuerte para hacer sudar. Overholser, desacostumbrado a ser obstaculizado en semejante forma – sobrecogido, de hecho- intentó una vez más. "Debo tener la pluma, os, os lo ruego!" "No," dijo Tian. "En su momento, pero no ahora." Hubo de hecho alabanzas a esto, en su mayoría de los más pequeños entre los pequeños propietarios granjeros y algunos de sus trabajadores. Los Manni no se unieron. Ahora estaban tan apretujados unos con otros, que parecían una oscura mancha de tinta azul en medio del salón. Estaban claramente desconcertados por aquel cambio. Vaughn Eisenhart y Diego Adams, entretanto, se movieron para flanquear a Overholser y hablarle en voz baja. Tienes una oporfunidad, pensó Tian. Saca el mejor partido posible.
Levantó la pluma y ellos callaron. "Todos tendréis oportunidad de hablar," dijo. "En cuanto a mi, digo que: no podemos continuar así, simplemente inclinando los cuellos y permaneciendo callados cuando los Lobos vengan y se lleven a nuestros niños. Ellos –" "Ellos siempre los devuelven," dijo tímidamente un trabajador llamado Farren Posella. "¡Devuelven cascarones!" chilló Tian, y hubo algunos gritos de Escuchadle. No es sufieciente, en todo caso, juzgó Tian. No es suficiente en absoluto. Todavía no. Lo peor de su obra todavía estaba por hacerse. Bajó nuevamente la voz –no quería que alegaran. Overholser lo había intentado sin llegar a ninguna parte, con mil acres o sin ellos. "Devuelven cascarones, ¿Y qué hay de nosotros? ¿Qué nos está haciendo a nosotros? Algunos dirán que nada, que los Lobos siempre han sido parte de nuestras vidas en Calla Bryn Sturgis, como el ocasional ciclón o terremoto. Sin embargo, eso no es verdad. Han venido durante seis generaciones, cuando mucho. Pero los habitantes de Calla han estado aquí mil años y aún más." El viejo Manni de los hombros huesudos y ojos perniciosos se paró a medias. "Lo que él dice es cierto, amigos. Había granjeros aquí –y gente Manni entre ellos- cuando la oscuridad en Thunderclap aún no venía, sin contar los Lobos." Todos recibieron aquello con miradas de sorpresa. Su temor reverencial pareció satisfacer al viejo, quien asintió y volvió a sentarse. "Así que los Lobos son algo casi nuevo," dijo Tian. "Han venido seis veces en quizá ciento veinte o ciento cuarenta años. ¿Quién lo sabe? Pues como sabéis, el tiempo se ha detenido, de alguna manera." Un murmullo bajo. Unos cuantos asentimientos de cabeza. "En cualquier caso, una vez por generación," continuó Tian. Era consciente de un contingente hostil que coaligaba alrededor de Overholser, Eisenhart y Adams. A estos hombres no los cambiaría aunque estuviera dotado con la lengua de un ángel. Bueno, podría
arreglárselas sin ellos, tal vez. Si podía cautivar al resto. "Vienen una vez por generación y ¿cuántos chicos se llevan? ¿doce? ¿dieciocho? ¿quizá tantos como treinta? "Puede que Overholser no tenga bebés esta ocasión, pero yo tengo –no un par de gemelos sino dos. Eddon y Hedda, Lyman y Lia. Amo a los cuatro, pero en un mes de días, dos de ellos serán robados. Y cuando esos dos regresen, serán retardados. Cualesquiera que sea la chispa que hace completo a un ser humano, desaparecerá para siempre." Escuchadle, escuchadle, se esparció como un suspiro sobre la habitación. "¿Cuántos de vosotros tienen gemelos sin más cabello excepto el que crece en sus cabezas?" demandó Tian. "¡Levantad la mano!" Seis hombres levantaron la mano. Luego ocho. Una docena. Cada vez que Tian pensaba que eran todos, otra reticente mano se levantaba. Al final, contó veintidós manos. Pudo ver que Overholser estaba asombrado por un numero tan grande. Diego Adams tenía su mano levantada, y Tian se complació al ver cómo se apartaba un poco de Overholser y Eisenhart. Tres de los Manni tenían la mano levantada. Jorge Estrada. Louis Haycox. Muchos otros, sabía, lo cual no era sorprendente, en realidad; él conocía a estos hombres. Probablemente todos ellos a excepción de unos cuantos, eran vagabundos que trabajaban en pequeñas granjas por un bajo sueldo y cenas calientes. "Cada vez que vienen y se llevan a nuestros niños, se llevan un poco más de nuestros corazones y almas," dijo Tian. "Oh vamos, hijo," dijo Eisenhart. "eso lo pone un poco –" "Guarda silencio, Ranchero," dijo una voz. Era tan desconcertante en su enojo y agravio. "Él tiene la pluma. Déjale hablar hasta el final." Eisenhart giró en redondo, como para ubicar a quien le había hablado de ese modo. Solamente caras largas le devolvieron la mirada. "Gracias," dijo Tian igualmente. "Ya casi he terminado. Yo sigo pensando en árboles. Árboles fuertes. Puedes arrancar las hojas de un árbol fuerte y éste vivirá. Cortar su corteza con muchos nombres y vivirá para desplegar nuevamente su piel sobre ellos. Puedes incluso tomar
duramen y vivirá. Pero si tomas el duramen otra vez, y otra, y otra, y otra, año tras año, llegará un momento en el que incluso el árbol más fuerte morirá. Lo he visto ocurrir en mi granja, y es algo feo. Mueren desde dentro hacia fuera. Puedes verlo en las hojas, que se tornan amarillas desde el tronco hasta las puntas de las ramas. Y eso es lo que los Lobos le están haciendo a nuestra pequeña villa. Lo que están haciendo a nuestra Calla." "¡Escuchadle!" chilló Freddy Rosario de la granja vecina. "¡Escuchadle muy bien!" Freddy tenía sus propios gemelos, aunque eran todavía lactantes y, por lo tanto, quizá estarían a salvo. "Tú dices que si nos resistimos y peleamos, nos matarán a todos y quemaran a Calla desde el límite oeste hasta el este." "Sí," dijo Overholser. "Eso digo. Y no soy el único." Y de todo alrededor, llegaron murmullos de aprobación. "Sin embargo, en cada ocasión, nosotros simplemente lo toleramos con las cabezas bajas y las manos abiertas, mientras los Lobos toman lo que nos es más querido que cualquier cosecha o casa o granero, ¡horadan un poco más en el duramen del árbol que es esta villa!" Tian habló fuertemente, manteniéndose ahora firme con la pluma sostenida en alto en una mano. "¡Si no resistimos y luchamos pronto, estaremos muertos de todas formas! ¡Eso es lo que digo yo Tian Jaffords, hijo de Alan! ¡Si no resistimos y luchamos pronto, nosotros mismos seremos unos retardados!" Hubo fuertes gritos de ¡Escuchadle! Un exuberante golpeteo de botines. Incluso algunos aplausos. George Telford, otro ranchero, murmuró brevemente a Eisenhart y Overholser. Ellos escucharon, luego asintieron. Telford se levantó. Tenía el cabello plateado, era bronceado y atractivo en aquella corroída forma que parecía gustar a las mujeres. "¿Has terminado ya, hijo?" preguntó amablemente, como quien preguntaría a un niño si ha jugado lo suficiente por una tarde y está listo para la siesta.
"Sí, creo," dijo Tian. De pronto se sintió desmoralizado. Telford no era ranchero en comparación con Vaughn Eisenhart, pero tenía una lengua de plata. Tian creía que perdería, después de todo. "¿Podrías darme la pluma, entonces?" Tian consideró en resistirse, pero ¿de qué serviría? Había hecho su mejor esfuerzo. Creía que no había sido lo suficientemente bueno –no una vez que Telford terminara destrozando sus argumentos con aquella agradable voz suya- pero lo había intentado. Quizá él y Zalia debieran preparar a los niños e ir al oeste ellos solos. De luna a luna antes que los Lobos llegaran, de acuerdo con Andy. Una persona podía lograr un maldito inicio ante los problemas en treinta días. Pasó la pluma. "Todos nosotros valoramos la pasión del joven Jaffords, y ciertamente nadie duda de su valor," estaba diciendo George Telford. Habló con la pluma sostenida contra el lado izquierdo de su pecho, sobre su corazón. Sus ojos deambulaban por entre la audiencia, pareciendo hacer contacto visual –un amistoso contacto visual- con cada hombre. "Pero debemos pensar en los chicos que se quedarán tanto como en los que serán robados ¿o no? De hecho, debemos proteger a todos los niños, ya sean gemelos, trillizos o hijos únicos como el chico Aaron de Jaffords." Telford entonces se volvió hacia Tian. "¿Qué les dirás a tus hijos cuando los Lobos disparen a su madre y quizá incendien a su abuelo con una de sus varas de luz? ¿Qué podrás decir para hacer que el sonido de esos gritos sea correcto? ¿Para endulzar el olor de la piel quemada y de las cosechas quemadas? ¿Son almas lo que salvaremos? ¿O el duramen de algún árbol imaginario?" Se detuvo, dándole a Tian una oportunidad de replicar, pero Tian no tenía respuesta que dar. Casi los había tenido... pero no había contado con Telford en sus cálculos. El agradable de voz, hijoputa Telford, quien también había pasado, por mucho, la edad necesaria para preocuparse por los Lobos invadiendo su patio sobre sus enormes caballos grises. Telford asintió, como si el silencio de Tian era lo que había esperado, y se volvió hacia las bancas. "Cuando los Lobos vengan," dijo, "vendrán
con armas lanza-llamas, las varas de luz, lo sabéis, y pistolas, y cosas de metal volantes. No recuerdo el nombre de esas-" "Los zánganos," dijo alguien. "¡Ladrones!" dijo alguien más "¡Furtivos!" dijo un tercero. Telford asentía y sonreía amablemente. Un maestro con buenos alumnos. "lo que quiera que sean, vuelan por el aire, buscando su objetivo, y cuando lo rastrean, despliegan cuchillas giratorias agudas como navajas. Pueden rebanar a un hombre de cabeza a pies en cinco segundos, dejando solamente alrededor de él un circulo de sangre y pelo. Eso me dijo mi propio abuelo, y no tengo motivos para no creerlo." "¡Escuchadle, escuchadle bien!" gritaron los hombres en las bancas. Sus ojos se habían vuelto enormes y temerosos. "Los Lobos son en sí mismos, terroríficos, es lo que se dice," continuó Telford moviéndose suavemente de una historia de fogata a la siguiente. "Parecen hombres de alguna manera, y sin embargo no son hombres, sino algo más grande y mucho más horrible. Y aquellos a los que sirven allá en Thunderclap son todavía mucho más terribles. Vampiros, he oído. No muertos desalmados. Guerreros del Ojo Escarlata." Los hombres musitaron. Incluso Tian sintió un correteo de garras de rata subiendo por su espalda al mencionarse el Ojo. "Así me lo han dicho," continuó Telford, "y aunque no lo creo todo, creo mucho. Incluso, no importa Thunderclap. ¡Apeguémonos a los Lobos. Los Lobos son nuestro problema¡ ¡y son suficiente problema! ¡Especialmente cuando llegan armados hasta los dientes!" meneó la cabeza, sonriendo desagradablemente. "¿Qué podríamos hacer? ¿Quizá podríamos derribarlos de sus grandes caballos con azadones, Jaffords? ¿Tú que crees?" Una sarcástica risa festejó aquello. "No tenemos armas que resistan contra ellos," dijo Telford. Ahora era seco y como un comerciante, un hombre que marca el punto final.
"Incluso si las tuviésemos, somos granjeros y rancheros y almacenistas, no luchadores. Nosotros-" "Corta la charla, Telford. Deberías sentirte avergonzado de ti mismo." Consternados jadeos siguieron a este frío pronunciamiento. Hubo crujidos de espaldas y cuellos cuando los hombres se volvieron a ver quién había hablado. Entonces, lentamente, como para darles exactamente lo que querían, una figura de cabellos blancos con un largo abrigo negro y un collar vuelto al revés se puso de pie desde la última banca de la habitación. La cicatriz de su frente –tenía la forma de una cruz- se veía muy brillante a la luz de las lámparas de keroseno. Era el tipo que se había colado, inadvertido, mientras el viejo Manni hablaba sobre Aegypt, y los corderos sacrifícales y el Ángel de la Muerte. Era El Viejo. Telford se recobró con relativa velocidad, pero cuando habló, a Tian le pareció que aún estaba desconcertado. "Disculpe, Padre Callahan, pero yo tengo la pluma." "Al diablo con tu pluma pagana y al diablo con tu cobarde consejo," dijo el Padre Callahan. Se movió hacia el corredor y comenzó a desplazarse hacia en pasillo central, pisando con el torvo andar de la artritis. No era tan viejo como el viejo Manni, ni mucho menos tan viejo como el abuelo de Tian (quien proclamaba ser la persona más vieja no solo ahí, sino en Calla Lockwood hacia el sur), y sin embargo, se veía de algún modo más viejo que ambos. Más viejo que las eras. En parte se debía sin duda a los hechiceros ojos que miraban al mundo desde debajo de la cicatriz en su frente (según Zalia, ésta había sido auto inflingida). También tenía que ver con su acento. A pesar que había estado aquí por mucho, mucho tiempo –los suficientes años como para construir su extraña iglesia del Hombre Jesús y convertir a la mitad de los pobladores de Calla a esta creencia espiritual- ni siquiera un extraño hubiera creído que el Padre Callahan era de ahí. Su peculiaridad estaba en su llana y nasal forma de hablar, y a menudo en el oscuro caló que utilizaba (‘tono callejero," le llamaba). Él indudablemente había venido de alguno de esos otros mundos de los que los Manni siempre balbuceaban, aunque él nunca hablaba de eso y Calla Bryn Surgis ahora era su hogar. Él había estado ahí desde mucho antes que Tian Jaffords naciera –desde que los viejos pueblerinos como Wayne Overholser y Vaughn Eisenhart usaban
pantalones cortos- y nadie discutía su derecho a hablar, con o sin la pluma. Podía ser más joven que el abuelo de Tian, pero el Padre Callahan seguía siendo El Viejo.
4. Ahora él escrutaba a los hombres de Calla Bryn Sturgis, no únicamente mirando a George Telford. La pluma se ladeaba en la mano de Telford. Se sentó en la primera banca, aún sosteniéndola. Callahan comenzó con uno de sus términos en caló, pero ellos eran granjeros y ninguno requirió pedir una explicación. "Eso son pamplinas." Los escrutó aún más. La mayoría no devolvían la mirada. Tras un momento, incluso Eisenhart y Adams bajaron los ojos. Overholser mantuvo la cabeza en alto, pero bajo la fría y seca mirada del Viejo, el ranchero parecía petulante más que desafiante. "Pamplinas," repitió el hombre con el abrigo negro y el collar al revés. Una pequeña cruz dorada brillaba bajo la muesca del collar que tenía al revés. En su frente, esa otra cruz –la que supuestamente, él se había tallado en la piel con su propia uña del pulgar como penitencia parcial por algún pecado horrible- brillaba bajo las lámparas como un tatuaje. "Este joven no pertenece a mi rebaño, pero tiene razón, y creo que todos vosotros lo sabéis. Lo sabéis en vuestros corazones. Incluso usted, Sr. Overholser. Y usted, George Telford." "Yo no sé tal cosa," dijo Telford, pero su voz sonaba débil y carente de su anterior encanto persuasivo. "Todas vuestras mentiras cegaran vuestros ojos, eso es lo que mi madre os hubiese dicho." Callahan le ofreció a Telford una leve sonrisa que Tian no hubiese querido que fuese dirigida hacia él. Y entonces Callahan, de hecho, se volvió hacia él. "Nunca he escuchado que alguien lo dijera mejor que lo que tú lo hiciste esta noche, muchacho. Gracias."
Tian levantó una endeble mano y pudo esbozar una sonrisa aún más endeble. Se sentía como un personaje en alguna tonta obra de festival, salvado en el último momento por alguna intervención supernatural. "Yo sé un poco sobre cobardía," dijo Callahan, volviéndose hacia los hombres en las bancas. "Tengo experiencia personal, podría decirse. Yo sé cómo una decisión cobarde lleva a otra... y a otra... y a otra... hasta que es demasiado tarde para volver, demasiado tarde para cambiar. Sr. Telford, le aseguro que el árbol del que ha hablado el Sr. Jaffords no es ficticio. Calla está en un tremendo peligro. Vuestras almas están en peligro." "Santa María, llena eres de gracia," dijo alguien en el costado izquierdo de la habitación, "el Señor es Contigo. Bendito es el fruto de tu vientre J-" "Deja eso," interrumpió Callahan. "Guárdalo para el Domingo." Sus ojos, unas azules chispas en sus profundas cuencas, estudiaron a todos. "Pues esta noche, no importa Dios ni María ni el Hombre Jesús. No importan tampoco los ladrones ni las varas de luz de los Lobos. Debéis luchar. Vosotros sois los hombres de Calla, ¿o no? Entonces actuad como hombres. Dejad de comportaros como perros arrastrándose en sus vientres para lamer las botas de un cruel amo." Overholser se puso de un color rojo oscuro ante eso, y comenzó a ponerse de pie. Diego Adams lo aferró por el brazo y le habló al oído. Por un momento, Overholser permaneció como estaba, congelado en una especie de acuclillamiento, y entonces se sentó nuevamente. Adams se puso de pie. "Suena bien, padre," dijo Adams con su pesado acento. "Suena valiente. Sin embargo, quizá quedan algunas preguntas. Haycox hizo una de ellas. ¿Cómo pueden unos rancheros y granjeros resistir contra asesinos armados del oeste?" "Contratando nuestros propios asesinos armados," respondió Callahan. Hubo un momento de absoluto y total silencio. Era casi como si El Viejo les hubiera hablado en otro idioma. Finalmente, Diego Adams dijo – cautelosamente, "No comprendo." "Por supuesto que no," dijo El Viejo. "Así que escucha y aprende. Ranchero Adams y todos vosotros, escuchad y aprended. A no más de
seis días de viaje al noroeste de nosotros, y enfilando al suroeste siguiendo el Camino del Haz, vienen tres pistoleros y un aprendiz." Sonrió ante su sorpresa. –su total y absoluta sorpresa. Entonces se volvió hacia Tian. "El aprendiz no es mucho mayor que tus Heddon y Hedda, y sin embargo, ya es tan rápido como una serpiente y tan mortífero como un escorpión. Los otros son todavía mucho más rápidos y mortíferos. ¿Queréis altos calibres? Están a la mano. Lo afirmo y lo garantizo." Esta vez Overholser se coloreó hasta los pies. Su cara ardía como si tuviera fiebre. Su enorme y abultada barriga tembló. "¿Qué clase de cuento para dormir es ese? Preguntó. "Si alguna vez existieron tales hombres, se extinguieron junto con Gilead. Y Gilead ha sido polvo en el viento por un millar de años." No hubo murmullos para apoyar o discutir aquello. Ni un susurro de ninguna clase. La gente todavía estaba pasmada, atrapada en la reverberación de esa mítica palabra: pistoleros. "Te equivocas," dijo Callahan," pero no es necesario pelearnos por eso. Podemos ir y verlo por nosotros mismos. Una pequeña partida bastará, creo. Jaffords aquí presente... yo... y ¿qué hay de usted, Overholser? ¿Quiere venir?" "¡No existen los pistoleros!" rugió Overholser. Detrás de él, Jorge Estrada se puso de pie. "Padre Callahan, la gracia de Dios sea con usted-" " –y con usted, Jorge." "-pero incluso si existieran los pistoleros, ¿cómo podrían luchar tres contra cuarenta o sesenta? Y no hablo de cuarenta o sesenta hombres comunes, sino de cuarenta o sesenta Lobos?" "¡Escuchadle, habla con lógica!" profirió Eben Took, el hijo del almacenista. "¿Y por qué razón pelearían por nosotros? Continuó Estrada. "Lo haríamos de un año a otro, pero no mucho más. ¿Qué podríamos
ofrecerles más que unas cuantas comidas calientes? ¿Y qué hombre aceptaría morir por su cena?" "¡Escuchadle, escuchadle!" gritaron Telford, Overholser y Eisenhart al unísono. Otros golpearon rítmicamente sobre los tablones. El Viejo esperó a que los golpes cesaran, y entonces dijo: "Tengo libros en la Rectoría. Media docena." A pesar que la mayoría sabía eso, el pensar en todos esos libros –todo aquel papel- aún provocaba un suspiro general de admiración. "De acuerdo con uno de ellos, a los pistoleros se les prohíbe cobrar recompensa. Supuestamente, porque ellos descienden de la línea de Arthur Eld." "¡Eld! ¡Eld!" murmuraron los Manni, y varios de ellos levantaron sus puños al aire con el primer y el cuarto dedos erguidos. Enganchadles cuernos, pensó El Viejo. Vamos, Texas. Se permitió una risa, pero no una que se mostrara en sus labios. "No bravucones," dijo pacientemente Callahan, "pistoleros." "¿Cómo lo sabe, Padre?" se oyó preguntando Tian. "¿Y cómo podrían tres hombres luchar contra los Lobos?" Uno de los pistoleros era de hecho una mujer, pero Callahan no tenía necesidad de enturbiar aún más las aguas (aunque una impía parte de sí mismo lo deseaba, igualmente). "Lo sé porque lo sé," dijo. "En lo que respecta a cómo tres pueden resistir contra muchos –tres y un aprendiz, de hecho- esa pregunta es para su líder. Le preguntaremos. Y ellos no lucharían únicamente por sus cenas, sabedlo. De ningún modo." "¿Por qué otra cosa, entonces?" preguntó Bucky Javier. Callahan sabía que estaban ahí porque los había visto. Los había visto porque la cosa bajo el suelo de la iglesia había despertado. Ellos querrían la cosa bajo el suelo, y eso era bueno, porque El Viejo, quien en una ocasión había huido de un pueblo llamado Jerusalem’s Lot en otro mundo, quería deshacerse de ella. Si no se deshacía pronto de ella, ésta lo mataría.
El Ka había llegado a Calla Byrn Sturgis. Ka como un viento. "A su tiempo, Sr. Javier," dijo Callahan. "Todo a su debido tiempo." Mientras tanto, un murmullo se había iniciado en el Salón de Asambleas. Se deslizaba entre las bancas como de boca en boca, una brisa de esperanza y temor. Pistoleros. Pistoleros hacia el este, venidos de fuera de Mundo Medio Y esto era verdad, Dios los ayudara. Los últimos y mortíferos hijos de Arthur Eld, avanzando hacia Calla Bryn Sturgis siguiendo el Camino del Haz. Ka como un viento. "Es tiempo de ser hombres," les dijo el Padre Callahan. Bajo la cicatriz de su frente, sus ojos ardían como lámparas. No obstante, su tono no era falto de compasión. "Es hora de levantarse, caballeros. Hora de resistir y ser honestos."
ABUELA STEPHEN KING
La madre de George fue hasta la puerta, vaciló un instante y volvió para acariciarle el pelo. —No quiero que te preocupes —dijo—. No te pasará nada. Y a Abuela, tampoco. —Claro que no me pasará nada. Dile a Buddy que se lo tome con filosofía. —¿Cómo? George sonrió. —Que esté tranquilo.
—Ah, qué gracioso —sonrió también, con una sonrisa distraída, como si no sonriera a nadie en particular—. George, ¿estás seguro...? —Todo saldrá bien. «¿Estás seguro de qué? ¿Estás seguro de que no te asusta quedarte a solas con Abuela? ¿Qué es lo que iba a preguntar?» Si era eso, la respuesta era no. Después de todo, ya no tenía seis años, como cuando llegaron de Maine para cuidar a Abuela y gritó de terror cuando ésta le tendió sus enormes brazos desde aquel sillón de vinilo blanco que olía siempre a huevos pasados por agua y aquel polvo dulzón que Mami le ponía en la piel. Abuela abría sus blancos brazos para estrecharlo contra su inmenso cuerpo de elefante. A Buddy ya le había tocado el turno, se había dejado engullir por el ciego abrazo de Abuela y había salido con vida de la experiencia..., pero Buddy tenía dos años más que él. Ahora Buddy estaba ingresado en el Hospital CMG de Lewiston, con una pierna rota. —¿Tienes el número del médico, por si pasara algo? Que no pasará, ¿verdad? —Verdad —contestó George, sonriente, tragando con la garganta seca. ¿Resultaba natural su sonrisa? Seguro, seguro que sí. Además, ya no le temía a Abuela. Después de todo, ya no tenía seis años. Mami se iba al hospital para ver a Buddy y él se quedaba y «se lo tomaba con filosofía». No había problema en pasar algún tiempo a solas con Abuela. Mami fue hasta la puerta por segunda vez, dudó nuevamente y retrocedió una vez más, con aquella sonrisa dirigida a nadie en particular. —Si se despierta y te pide la infusión... —Ya sé —contestó George, vislumbrando la preocupación de Mami y su aprensión, bajo aquella sonrisa distraída. Estaba preocupada por Buddy, Buddy y su estúpida Liga Pony. El entrenador había llamado diciendo que Buddy se había hecho daño durante un partido en el gimnasio. George se acababa de enterar de la noticia. Había vuelto de la escuela y estaba engullendo una galleta y un vaso de leche con cacao, cuando oyó a su madre al teléfono con voz entrecortada:
—¿Herido? ¿Buddy? ¿Muy grave? —Ya sé lo que tiene Buddy, Mami. Es muy fácil. Se llama transpiración negativa. Anda, vete. —Sé buen chico, George y no te asustes. Abuela ya no te asusta, ¿verdad? George carraspeó, sonriendo. Le gustó su propia sonrisa, la sonrisa de un chico que «se lo tomaba con filosofía», la sonrisa de un chico que lo entendía todo, la sonrisa de un chico que había dejado atrás los seis años definitivamente. Tragó saliva. Era una gran sonrisa, pero, un poco más allá, en la oscuridad, sentía la garganta muy seca, como forrada de algodón. —Dile a Buddy que siento que se haya roto la pierna. —De tu parte —contestó Mami y se dirigió hacia la puerta de nuevo. El sol de las cuatro de la tarde entró en un haz oblicuo por la ventana—. Gracias a Dios, suscribimos el seguro de deportes, Georgie. Porque no sé qué hubiéramos hecho ahora sin él. —Dile que confío en que le haya dado una buena tunda a ese imbécil. Mami volvió a sonreír, distraída, una mujer de más de cincuenta años, con dos hijos pequeños, uno de trece, otro de once, y sin marido. Finalmente, Mami abrió la puerta y un fresco susurro de octubre se coló en la casa. —Y recuerda, el doctor Arlinder... —Sí, Mami —dijo George—. Será mejor que te vayas; si no, llegarás cuando ya le hayan puesto el yeso. —Seguramente Abuela dormirá todo el tiempo—añadió Mami—. Te quiero, Georgie, eres un buen hijo— y cerró la puerta. George fue hasta la ventana y vio cómo Mami se acercaba a toda prisa al viejo Dogde del 69, que gastaba demasiada gasolina y demasiado aceite, mientras hurgaba en el bolso en busca de las llaves. Ahora, ya fuera de la casa y sin saber que George la observaba, la sonrisa distraída se esfumó y sólo quedó una mujer distraída... distraída
y preocupada por Buddy. George estaba preocupado por ella. En cambio, Buddy no le inspiraba exactamente lo mismo. Buddy, que se divertía siempre tirándolo al suelo y sentándose encima, aplastándole los hombros con las rodillas, mientras le golpeaba con una cuchara en la frente hasta volverlo loco. Buddy llamaba a aquel estúpido juego la Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino y se reía como un endemoniado hasta hacer llorar a George. Buddy, que otras veces se divertía aplicándole la Quemadura de la Cuerda India tan fuerte que el brazo de George se llenaba de minúsculas gotitas de sangre en los poros, como el rocío en la hierba al amanecer. Buddy, que una noche había escuchado con tanto interés que a George le gustaba Heather MacArdle, y al que en la mañana siguiente le faltó tiempo para correr por todo el patio de la escuela a la hora del recreo, gritando: ¡HEATHER Y GEORGE ESTÁN EN LA COLA, DÁNDOSE BESOS TODA LA NOCHE, PRIMERO EL AMOR, LUEGO LA BODA Y AL FINAL UN NIÑO EN UN CARRICOCHE!, como una locomotora a toda marcha. Sabía que una pierna rota no duraba toda la vida, pero también que Buddy le dejaría en paz al menos, mientras aquello durase. A ver si ahora me vas a dar con la Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino con la pierna enyesada, Buddy. Claro que sí, chaval, te voy a dar con ella CADA DÍA.
El Dodge retrocedió hasta la carretera, mientras su madre miraba a ambos lados, aunque no había tráfico, porque nunca pasaba nadie por allí. Tenía que recorrer dos kilómetros entre cercas y hondonadas hasta encontrar la carretera principal y, después, diecinueve kilómetros hasta Lewiston. El coche arrancó y se alejó por el camino, levantando una nube de polvo en el aire brillante de la tarde de octubre. Se quedó solo en la casa. Con Abuela. Tragó saliva. —¡Ja! ¡Transpiración negativa! Tienes que tomártelo con filosofía, ¿verdad?
—Verdad —dijo George en voz baja, y cruzó la cocina, bañada por el sol. Era un chico bien parecido, pelirrojo, con pecas y un reflejo de buen humor en los ojos de un gris oscuro. Buddy había sufrido el accidente mientras jugaba con su equipo en los campeonatos del 5 de octubre. El equipo de George, los Tigres, de la Liga Pee Wee, había perdido el primer día, hacía dos semanas («¡Vaya puñado de tontos!», había exclamado Buddy, exultante, cuando George salió casi sollozando del campo. «¡Vaya puñado de MARIQUITAS!»)... y ahora Buddy se había roto la pierna. Si no fuera porque su madre estaba tan preocupada y tan asustada, se hubiera alegrado. Había un teléfono en la pared y, junto a él, un tablero para tomar notas y un lápiz borrable. En el ángulo superior del tablero se veía una Abuela campesina, dicharachera y alegre, con las mejillas sonrosadas, el pelo blanco recogido en un moño, y apuntando el centro del tablero con el índice. De su boca salía una nube, como las de las tiras cómicas, en la que se leía: «¡RECUERDA, HIJO!». Era un dibujo muy divertido. En el tablero, con la penosa caligrafía de su madre, Dr. Arlinder, 681 - 4330. No es que Mami hubiera apuntado el número precisamente hoy por lo de Buddy. Llevaba allí más de tres semanas, desde el comienzo de los ataques de Abuela. George descolgó el teléfono. «... así que le dije, dije, Mabel, si te trata de esa manera... » Volvió a colgar el teléfono. Era Henrietta Dodd. Henrietta se pasaba la vida al teléfono y, si era por la tarde, siempre tenía puesta la televisión como fondo. Una noche en que Mami estaba tomando un vaso de vino con Abuela (desde la reaparición de los ataques, el doctor Arlinder ordenó que no tomara vino en la cena... así que Mami dejó de beber también, cosa que George sentía, porque cuando Mami bebía se reía mucho y les contaba historias de cuando era joven), Mami dijo que cada vez que Henrietta abría la boca, sacaba hasta las tripas. Buddy y George se rieron como salvajes y Mami se tapó la boca y dijo: «No le digáis NUNCA a nadie lo que acabo de decir» y se echó a reír también. Acabaron los tres riéndose a carcajadas en la mesa y el escándalo fue tal que Abuela se despertó y empezó a gritar: «¡Ruth! ¡Ruth! ¡RUUUUUUTH!» con aquella voz quejumbrosa y aguda, y Mami dejó de reír y fue a ver qué quería inmediatamente. Por él, Henrietta Dodd podía hablar todo el día y toda la noche. Lo único que le importaba era saber que el teléfono funcionaba, porque hacía dos semanas había habido un vendaval y desde entonces, el teléfono iba y venía como le daba la gana. Se sorprendió a sí mismo contemplando el dibujo de la Abuela del tablero y preguntándose cómo sería tener una Abuela como aquélla. Su Abuela era enorme, gorda y ciega. Además, la hipertensión había acentuado su senilidad. A
veces, cuando tenía uno de sus ataques, sacaba el Tártaro, como decía su madre. Llamaba a gente que nadie conocía, mantenía extrañas conversaciones que no tenían ningún sentido y farfullaba extrañas palabras que no significaban nada. Una de esas veces, Mami se puso blanca como la nieve y le dijo que se callara, que se callara, ¡QUE SE CALLARA! George se acordaba muy bien, no sólo porque era la primera vez que veía a Mami gritarle a la Abuela, sino porque al día siguiente se enteraron de que habían saqueado el cementerio de los Abedules de Maple Sugar, volcando varias lápidas, arrancando de cuajo las puertas de hierro del siglo diecinueve y abriendo una o dos tumbas. Profanado era la palabra que usó el señor Burdon, el director, cuando llamó a asamblea a todos los cursos y les dio una conferencia sobre Conducta Perniciosa y sobre cómo algunas cosas Merecían Castigo. Aquella noche, al volver a casa, George le preguntó a Buddy qué quería decir profanado y Buddy dijo que significaba abrir tumbas y mearse en los ataúdes, pero George no se lo creyó... hasta que se hizo de noche. Y vino la oscuridad. Abuela hacía mucho ruido cuando tenía uno de sus ataques, pero la mayoría de las veces seguía en la cama en la que estaba postrada desde hacía tres años, un fardo con pantalones de goma y pañales bajo el camisón de franela, la cara surcada por grietas y arrugas, los ojos vacíos y ciegos... con pupilas de un azul desvaído flotando en una córnea amarillenta. Al principio, Abuela veía bastante bien. Pero poco a poco se fue quedando ciega. Necesitaba siempre una persona que la ayudara a arrastrarse desde su sillón de vinilo blanco con-olor-de-huevos-y-polvos-de-talco. En aquel tiempo, hacía unos cinco años, Abuela pesaba bastante más de cien kilos. «Pero ahora no tengo miedo —se dijo, cruzando la cocina—. Ni una chispa. No es más que una vieja con ataques de vez en cuando.» Llenó de agua la tetera y la puso a calentar. Tomó una taza y puso dentro una bolsita con hierbas especiales para la Abuela, por si se despertaba. Tenía la loca esperanza de que eso no ocurriese, porque no le quedaría más remedio que ir hasta su dormitorio, elevar la cabecera de su cama de hospital y sentarse junto a ella, dándole su infusión sorbo a sorbo, contemplando cómo aquella boca desdentada doblaba los labios en el borde de la taza y oyendo el chupeteo y el ruido del líquido al caer en sus entrañas agonizantes y húmedas. A veces, se caía de la cama y había que levantarla y tenía la carne blanda como un flan, como si estuviera llena de agua caliente, mientras te miraba con sus ojos ciegos... George se pasó la lengua por los labios y caminó hacia la mesa de la cocina otra vez. La galleta y el vaso de cacao seguían donde los había dejado, pero no tenía hambre. Miró sus libros de texto, forrados con papeles de colores, sin ningún entusiasmo. Debería entrar en la otra habitación y ver si Abuela estaba bien.
Pero no quería. Tragó saliva y volvió a sentir la garganta forrada de algodón. «No tengo miedo de Abuela —pensó—. Si me tendiera los brazos otra vez, dejaría que me abrazara, porque no es más que una anciana que está senil y por eso tiene esos ataques. Eso es todo. Deja que te abrace y no llores. Como lo hace Buddy.» Cruzó el pasillo hasta el dormitorio de Abuela con cara de aceite de ricino y los labios blancos de tan apretados. Entreabrió la puerta y allí estaba Abuela durmiendo, el pelo blanco amarillento esparcido sobre la almohada como una aureola, la boca desdentada entreabierta. El pecho, al respirar, se movía tan suavemente bajo la colcha que apenas si se notaba; tanto, que había que fijarse muy bien para asegurarse de que no estuviera muerta. «¡Dios mío! ¿Y qué pasa si se muere mientras Mami está en el hospital?» «No se morirá. No se morirá.» «Si, pero, ¿y si se muere?» «No se morirá, no seas mariquita.» Una de las manos de Abuela, del color de la cera derretida, se movió lentamente sobre la colcha. Sus largas uñas rascaron la tela, con un sonido casi imperceptible. George cerró la puerta de golpe, con el corazón en la boca. «Está tranquila como una piedra, idiota, ¿no lo ves? Fría como el hielo.» Volvió a la cocina para ver cuánto hacía que se había ido su madre, si una hora o una hora y media... Si fuera una hora y media, ya podía empezar a esperar su regreso. Miró el reloj y tuvo un disgusto: hacía veinte minutos que estaba solo. Ella ni siquiera habría llegado al hospital, de modo que regresaría... Se quedó escuchando el silencio, inmóvil. Sólo se oía el zumbido de la nevera y el del reloj eléctrico. Y el murmullo de la brisa de la tarde, fuera. Pero, más lejos aún, en el límite mismo de lo audible, el roce casi imperceptible de unas uñas sobre la tela... de unas manos arrugadas y huesudas deslizándose sobre la colcha. Elevó una oración en una sola bocanada de aire. «PorfavorDiosmíonodejesquesedespiertehastaqueMamihayavueltoporJesucristoA mén. » Se sentó y acabó la galleta y el vaso de cacao. Pensó que sería divertido encender la tele para ver algo, pero temía que Abuela se despertara y empezara a
llamar con aquella voz aguda, imperiosa: ¡RUUUUUTH! ¡RUTH! ¡TRÁEME LA INFUSIÓN! ¡LA INFUSIÓN! ¡RUUUUUUUUTH! George se pasó una lengua muy seca por unos labios más secos todavía, diciéndose a sí mismo que no tenía que ser tan cobarde. Abuela no era más que una pobre anciana condenada a permanecer en la cama. Tampoco podía levantarse para hacerle algo malo, ni se iba a morir justamente aquella tarde, a pesar de que ya tenía ochenta y tres años. Descolgó el teléfono otra vez y se puso a escuchar. «...el mismo día! ¡Además, sabía que estaba casado! ¡Jesús, odio esas lagartas que se creen más listas que nadie! Así que un día que estuve en la Granja, fui y dije, dije... » George sabía que Henrietta estaba hablando con Cora Simard. Henrietta se colgaba del teléfono cada día desde la una hasta las seis de la tarde, primero con La esperanza de Ryan y luego con Vivir su vida y más tarde con Todos mis hilos y después con En busca del mañana y Dios sabe cuántas telenovelas más. Por otra parte, Cora Simard era una de sus más fieles corresponsales telefónicas y la conversación versaba siempre sobre: 1) quién iba a dar la próxima comida campestre y qué refrescos se iban a servir, 2) las lagartas esas que se creían más listas que nadie, y 3) lo que le había dicho a Fulanita y Menganita en 3-a) la Granja, 3-b) la feria de antigüedades que celebraba la parroquia cada mes, o 3-c) el supermercado. «... que si volvía a verla por allí, yo, mi deber de ciudadana es llamar a... » Volvió a colgar el teléfono. Buddy y él se burlaban siempre de Cora al pasar por delante de su casa, como los demás chicos de la vecindad. Cora era muy gorda y una chismosa y una dejada y por eso le cantaban «¡Cora-Cora de Bora-Bora, comió caca de perro y quiere más ahora!» Mami los hubiera matado, de haberse enterado de todo aquello. Pero ahora, en cambio, se sentía muy feliz de que Henrietta Dodd y Cora Simard estuviesen parloteando por teléfono toda la tarde. Es más, si por él fuera, se podían pasar hasta el día siguiente. Además, no le tenía tanta tirria a Cora, después de todo. Una vez, George, que corría porque Buddy le estaba persiguiendo, se cayó frente a la puerta de Cora y se hizo un corte en la rodilla. Ella le limpió y le curó la herida y les dio un caramelo a cada uno. Aquella vez, se sintió avergonzado de haberle cantado tan a menudo aquello de la caca de perro y todo lo demás. George tomó el libro de lecturas del aparador, lo tuvo en sus manos durante unos segundos y volvió a dejarlo donde estaba. Aunque el curso no había hecho más que empezar, ya había leído todos los cuentos del libro. En realidad, leía mucho mejor que Buddy, aunque Buddy le superara en los deportes. «Ahora, con la pierna rota, no me va a sacar ventaja durante algún tiempo», pensó con regocijo.
Tomó el libro de historia, se sentó en la mesa de la cocina y empezó a leer cómo Cornwallis había rendido su espada en Yorktown, aunque no tenía la cabeza en el tema y perdía el hilo constantemente. No pudo más, se levantó y se dirigió al pasillo otra vez. La mano amarilla seguía inmóvil y Abuela no dejaba de dormir, su rostro un círculo gris hundido en la almohada, un sol agonizante rodeado por la salvaje aureola de pelo blanco amarillento. Para George, no tenía precisamente el aspecto de quien ha ido envejeciendo y está a punto de morir, ni un aspecto sereno como el de una puesta de sol. A él le parecía loca y... (y peligrosa)
si, señor, peligrosa, como una osa salvaje capaz de pegarte un buen zarpazo cuando menos te lo esperas. George recordaba bastante bien el traslado a Castle Rock para cuidar de Abuela después de morir Abuelo. Hasta entonces, Mami había sido empleada en la Lavandería Stratford, de Stratford, Connecticut. Abuelo era tres o cuatro años más joven que Abuela y había trabajado como carpintero hasta el mismísimo día de su muerte, de un ataque al corazón. Ya por aquel entonces Abuela mostraba algunos síntomas de senilidad y tenía ataques de vez en cuando. De todas formas, siempre había representado un problema para toda la familia con su temperamento volcánico. Había sido profesora de instituto durante quince años, con intervalos en los que, o bien tenía un hijo más, o bien se metía en trifulcas con la Iglesia Congregacional, a la que pertenecía la familia. Mami siempre decía que Abuela había dejado de enseñar a la vez que dejaba, junto con Abuelo, la Iglesia Congregacional. Pero una vez, hacía casi un año, vino Tía Flo desde Salt Lake City para visitarlos, y George y Buddy se quedaron escuchando hasta muy tarde la conversación de su madre y su tía. Mami y su hermana hablaban y hablaban, pero la historia no tenía nada que ver con la que les habían contado. A Abuela la echaron del instituto porque había hecho algo malo, algo que tenía que ver con libros, y a los dos los habían echado también al mismo tiempo de la Iglesia. George no llegaba a entender cómo se podía echar a alguien del trabajo y de la Iglesia por unos libros. Por eso, cuando Buddy y él se metieron en la cama, George preguntó por qué había pasado todo aquello. —Hay muchas clases de libros, so estúpido —dijo Buddy en voz baja. —Sí, ¿pero qué clase? —¿Y yo qué sé? ¡Vete a dormir! Silencio... George siguió pensando.
—¿Buddy? —¿Qué? —contestó Buddy con sorda irritación. —¿Por qué Mami nos dijo que Abuela se fue por su propia voluntad del instituto y de la iglesia? —¡Porque hay un esqueleto en el armario, por eso! George tardó mucho en dormirse. Se le iban los ojos hacia la puerta del armario, apenas visible a la luz de la Luna. ¿Qué pasaría si la puerta se abriera de golpe y saliera un esqueleto de dentro, todo dientes y huesos y sin ojos? ¿Gritaría? ¿Qué había querido decir Buddy con aquello de «un esqueleto en el armario»? ¿Qué tenían que ver los esqueletos con los libros? Acabó por dormirse sin darse cuenta y soñó que volvía a tener seis años y que Abuela le buscaba con sus ojos ciegos y le tendía los brazos para abrazarlo, diciendo, con aquella horrible voz suya: «¿Dónde está el pequeño, Ruth? ¿Porqué llora? Si no quiero más que meterlo en el armario... con el esqueleto». George no dejaba de pensar en todo aquello. Hasta que por fin, cuando ya hacía un mes que se había ido Tía Flo, le dijo a su madre lo que había oído. Entonces ya había averiguado lo que quería decir tener un esqueleto en el armario, porque se lo había preguntado a la señora Redenbacher en la escuela. Dijo que tener un esqueleto en el armario quería decir tener un escándalo en la familia, y un escándalo era algo que daba mucho que hablar a la gente. —¿Igual que Cora Simard, que no para de hablar todo el tiempo? La señora Redenbacher puso una cara muy rara y le temblaron los labios. —George, eso no se dice... aunque supongo que sí, algo por el estilo. Cuando George se confió a su madre, ésta puso una cara muy tensa y sus manos se posaron sobre el solitario que estaba haciendo. —¿A ti te parece bien lo que has hecho, George? ¿Es que tu hermano y tú tenéis la costumbre de espiar conversaciones? George, que tenía entonces sólo nueve años, bajó la cabeza. —Mami, es que Tía Flo nos gusta mucho. Sólo queríamos oírla un poco más. Y era la verdad. —¿Fue idea de Buddy?
Sí que lo había sido, pero él no se lo iba a decir. No quería pasarse todo el tiempo volviendo la cabeza, lo que sucedería con toda seguridad si Buddy se enteraba de que se había chivado. —No, mía. Mami siguió sentada sin decir palabra durante un buen rato y luego empezó a echar las cartas otra vez, muy lentamente, mientras hablaba. —Tal vez haya llegado el momento de que lo sepas —dijo—. Mentir es aún peor que escuchar conversaciones, supongo, y todos hemos mentido a nuestros hijos sobre Abuela. Yo creo que hasta nos mentimos a nosotros mismos, aunque no nos demos cuenta. Empezó a hablar con una amargura repentina, como si se le escapara por entre los dientes un ácido. George sintió el calor de aquellas palabras en la cara y retrocedió un paso. —Excepto yo —prosiguió—. Yo tengo que vivir con ella y no puedo permitirme el lujo de mentir. Mami le explicó que Abuela y Abuelo se habían casado y tenido un niño que nació muerto. Un año más tarde, tuvieron otro niño, y también nació muerto. El médico le dijo a Abuela que nunca podría tener un embarazo completo y que todos sus niños nacerían muertos o morirían nada más salir a este mundo. Hasta que uno de ellos muriese demasiado pronto para que su cuerpo pudiera expulsarlo y se le pudriese dentro y la matara a ella también. Poco después, empezó lo de los libros. —¿Libros para tener niños? Pero Mami no pudo —o no quiso— decir qué clase de libros eran o de dónde los había sacado Abuela o cómo sabía de dónde sacarlos. Después de aquello Abuela volvió a quedar embarazada y esa vez el niño vivió y creció muy bien, sin problemas, y era el Tío Lucas Larson. Después, la Abuela quedó embarazada otras veces y tuvo otros hijos y vivieron todos. Pero, una vez, Abuelo le dijo que tirara los libros y trataran de hacerlo sin necesidad de ellos. Aunque no pudieran, Abuelo creía que ya habían tenido suficientes hijos. Pero Abuela se negó. George preguntó a su madre por qué. —Creo que los libros habían llegado a ser tan importantes para ella como sus propios hijos —contestó. —No lo entiendo —dijo George.
—Bueno —contestó Mami—. No es que yo lo entienda muy bien tampoco. Además, recuerda que yo era muy pequeña. Todo lo que sé de cierto es que los libros tenían un cierto poder sobre ella. Abuela dijo que no había más que hablar sobre el asunto y nunca se volvió a tocar el tema, porque ella era la que llevaba los pantalones en casa. George cerró de repente el libro de historia. Miró el reloj y vio que ya eran cerca de las cinco. El estómago empezaba su música cotidiana. Se dio cuenta, con una sensación muy cercana al horror, de que si Mami no estaba de vuelta alrededor de las seis, Abuela se despertaría y empezaría a pedir la cena a gritos, y es que Mami parecía tan preocupada por lo de Buddy, que se había olvidado de darle instrucciones al respecto. Pensó que, en todo caso, siempre podría darle una de sus cenas congeladas especiales. Abuela seguía una dieta sin sal, además de tomar mil píldoras diferentes al día. En cuanto a él mismo, no tenía más que calentar las sobras de los macarrones con queso de la noche anterior. Con un poquito de ketchup por encima, estaría para chuparse los dedos. Sacó los macarrones de la nevera y los puso en una sartén, al lado de la tetera, que seguía esperando en caso de que Abuela se despertara y pidiera lo que a veces llamaba «la fusión». George empezó a servirse un vaso de leche, pero se detuvo y descolgó el teléfono otra vez. «... y no daba crédito a mis ojos, cuando...» La voz de Henrietta Dodd se quebró, elevándose a un tono estridente. «¡Me gustaría a mí saber quién es la fisgona que no hace más que escucharnos, vamos a ver...!» George colgó el teléfono de golpe, con la cara roja de vergüenza. «No sabe quién es, imbécil —se dijo—. ¡Hay seis teléfonos conectados a esa línea! » De todas maneras, no estaba bien escuchar conversaciones ajenas. Ni siquiera cuando estuviese a solas con Abuela, aquel enorme bulto que dormía en una cama de hospital en la habitación contigua. Ni siquiera cuando le resultara imprescindible oír otra voz humana porque Mami estaba muy lejos, en Lewiston, iba a oscurecer muy pronto y Abuela seguía en la otra habitación y Abuela parecía como (sí, oh, sí, sí que lo parecía)
una osa descomunal que podía darte el último zarpazo mortal con sus garras sebosas.
George se sirvió la leche. Mami había nacido en 1930, Tía Flo en 1932 y Tío Franklyn en 1934. Tío Franklyn murió de un ataque de apendicitis en 1948 y Mami guardaba todavía una foto suya y se le caía una lágrima cuando la sacaba para mirarla. Mami decía que Frank había sido el mejor de todos los hermanos y que no se merecía haber muerto de aquella manera y que Dios había jugado sucio al llevarse a Frank. George miró por la ventana encima del fregadero. La luz tenía ahora un tinte más dorado y el sol estaba más bajo. La sombra del porche se había ido alargando sobre el césped. Si Buddy no se hubiera roto su estúpida pierna, Mami estaría ahora aquí, preparando chile o algo así, además de la comida sin sal de la Abuela, y todos hablarían y reirían y quizás hasta jugarían a las cartas después de cenar. George encendió la luz de la cocina, aunque todavía fuese temprano, y decidió calentar los macarrones. Pensaba constantemente en Abuela, sentada en su sillón de vinilo blanco, como una enorme oruga con camisón, la aureola salvaje de pelo esparcida sobre la bata de rayón rosa, extendiendo los brazos para cogerlo, y él agarrándose a las faldas de Mami, gritando como un desesperado. —Dámelo, Ruth, quiero darle un abrazo. —Está un poco asustado, mamá. Ya te abrazará dentro de un tiempo. Pero la voz de Mami revelaba que también ella estaba asustada. «¿Asustada? ¿Mamá?» George se quedó pensando. ¿Era verdad? Buddy dice que la memoria juega malas pasadas. ¿Realmente parecía Mami asustada? Sí. Lo parecía. La voz de Abuela se elevó, autoritaria. —¡No mimes al niño, Ruth! Dámelo. Quiero abrazarlo. —No. Está llorando. Abuela bajó sus pesados brazos con aquellos colgajos blancos de carne. Una sonrisa senil, pero astuta, se dibujó en su boca sin dientes. —¿Es cierto que se parece a Franklyn, Ruth? Una vez me dijiste que se parecía mucho.
Lentamente, George removió los macarrones con el queso y el ketchup. No había vuelto a recordar aquel incidente, hasta ese momento. Tal vez el silencio se lo hubiese traído a la memoria. El silencio y el hallarse solo con Abuela en la casa. Por lo visto, Abuela tuvo hijos y siguió enseñando en el instituto, para gran asombro de los médicos que la habían desahuciado, y Abuelo trabajó como carpintero y ganó más y más dinero, sin que le faltara nunca trabajo, incluso en lo más negro de la Gran Depresión, hasta que, al final, la gente empezó a murmurar, dijo Mami. —¿Qué decían? —preguntó George. —Bah, nada importante —contestó Mami, recogiendo las cartas de repente—. Decían que tus abuelos tenían demasiada suerte para ser gente normal, eso es todo. Poco después se descubrió lo de los libros. Mami no añadió nada más, sino que el consejo del instituto encontró varios y un investigador que habían contratado encontró unos cuantos más. Hubo un gran escándalo y los abuelos no tuvieron más remedio que irse a vivir a Buxton y ése fue el final de todo aquel jaleo. Los hijos crecieron y tuvieron sus propios retoños, convirtiéndose todos en tías y tíos. Mami se casó y se fue a vivir a Nueva York con Papá, al que George ni siquiera recordaba. Mientras, nació Buddy. Después se trasladaron a Stratford y en 1969 nació George. En 1971 Papá murió arrollado por un coche que conducía «el borracho que tuvo que ir a la cárcel». Cuando Abuelo tuvo el ataque al corazón hubo muchísimas cartas entre los tíos y tías, arriba y abajo arriba y abajo. No querían meter a la vieja en un asilo, ella tampoco quería ir. Y cuando Abuela decidía algo, todos se guardaban muy bien de llevarle la contraria. Ella se proponía pasar los últimos años de su vida con uno de sus hijos. Pero todos estaban casados, y las mujeres y los maridos de los hijos no deseaban tener en casa una vieja senil y con frecuentes y muy desagradables arranques. La única que no tenía marido era Ruth. Lo de las cartas continuó durante un buen tiempo y, al final, no le quedó a Mami más remedio que resignarse. Dejó su trabajo y se vino a Maine para cuidar a Abuela. Entre todos los hermanos habían reunido ahorros para comprar una casita en las afueras de Castle View, donde los precios no eran demasiado altos. Cada mes le enviarían un cheque para que pudiera mantener a la vieja y hacerse cargo de ella misma y sus niños. «Lo que pasa es que mis hermanos me tendieron una trampa», recordó George haberle oído una vez.
No estaba muy seguro de lo que eso significaba, pero lo había dicho con un tono tan amargo, como el de quien quiere reír una broma, pero se atraganta como con un hueso de aceituna. George sabía, porque Buddy se lo había contado, que Mami había accedido porque toda la familia le había asegurado que Abuela no duraría mucho. Tenía demasiados problemas, presión alta, uremia, obesidad, palpitaciones y otros achaques, para durar eternamente. Probablemente, no pasaran más de ocho meses, dijeron Tía Flo, Tía Stephanie y Tío George (en honor a ese tío le habían puesto George a él). A lo sumo, un año. Pero ya llevaba cinco años, lo cual no está mal para una vieja que tiene tantos problemas... No estaba mal lo que estaba durando, de acuerdo. Como una osa en su madriguera, esperando, esperando... ¿qué? («Ruth, tú sabes cómo llevarla. Ruth, tú sabes hacerla callar.») George se detuvo en medio de uno de sus viajes a la nevera para leer las instrucciones del envase de una de las cenas especiales de Abuela. Se quedó helado. ¿De dónde había salido aquella voz que oía dentro de su cabeza? De pronto, se le puso la piel de gallina. Se metió la mano por debajo de la camisa y se tocó una de las tetillas. Estaba dura como una piedra. Retiró el dedo rápidamente. Era el Tío George, el que llevaba su mismo nombre, el que trabajaba para SperryRand en Nueva York. Había sido su voz. Al venir con su familia para verlos, hacía dos —no, tres— años, dijo algo que George escuchó y no pudo olvidar. —Es más peligrosa ahora, desde que está senil. —George, cállate. Los niños andan por ahí. George permaneció de pie junto a la nevera, la mano en el tirador de cromo descascarillado, pensando, recordando, mirando la creciente oscuridad. Buddy no estaba el día en que Tío George hizo aquel comentario. Estaba fuera, jugando y haciendo esquí sobre hierba en la colina de Joe Camber. Pero George se había quedado en casa y andaba buscando algo en la cajonera de la entrada, un par de calcetines gruesos que hicieran juego. ¿Y acaso era culpa suya que Mami y el Tío George estuvieran hablando en la cocina? George creía que no. ¿Era culpa de George que Dios no le hubiera dejado sordo en aquel preciso instante o, al menos, hubiese hecho inaudible la conversación de los mayores? George creía que tampoco eso era culpa suya. Como su madre había dicho en más de una ocasión, Dios, a veces, jugaba sucio. —Ya sabes a qué me refiero —dijo Tío George.
Su mujer y sus tres hijas se habían ido a Gates Falls para hacer unas compras de Navidad de última hora y Tío George estaba bastante alegre, como aquel «borracho que tuvo que ir a la cárcel». George lo notó porque las palabras se le hacían un lío en la lengua. —Ya sabes lo que le pasó a Franklyn cuando se enfadó con ella. —¡Cállate o voy a tirar la cerveza en el fregadero! —Bueno, no es que ella quisiera, en realidad... Fue él quien se fue de la lengua. Peritonitis... —¡George, cállate! «Tal vez —recordó George haber pensado en aquel momento— no sea sólo Dios el que juega sucio.» Interrumpió el hilo de sus recuerdos y sacó una de las cenas congeladas de la Abuela de la nevera. Era ternera con un acompañamiento de guisantes. Había que precalentar el horno a 80 grados y meterla en él. Era muy fácil. Además, lo tenía todo dispuesto. El agua para la infusión estaba ya caliente, por si Abuela lo requería. Podría tener la cena preparada en un periquete si Abuela se despertaba y se la pedía a gritos. Infusión o cena, un pistolero rápido con dos pistolas. El número del doctor Arlinder estaba en el tablero, para casos de emergencia. Todo estaba bajo control, así que, ¿por qué preocuparse? Nunca le habían dejado solo con Abuela, eso es lo que le preocupaba. «Dame el chico Ruth. Dámelo... » «No, está llorando. «Es más peligrosa ahora... Ya sabes a qué me refiero.» «Todos mentimos a nuestros hijos sobre Abuela.»
Ni a él, ni a Buddy. A ninguno de los dos los habían dejado jamás solos con la Abuela. Hasta ahora. De pronto, sintió la boca muy seca. Llenó un vaso con agua del grifo y se lo bebió de un trago. Se sentía... raro. Todos esos pensamientos, todos esos recuerdos, ¿por qué salían a la luz precisamente ahora?
Tenía la sensación de hallarse ante un rompecabezas y sin posibilidad de recomponerlo. Tal vez fuese mejor así, porque la imagen que apareciera podría ser, bueno, bastante horrible. Podría... En la otra habitación, donde Abuela vivía de día y de noche, se oyó de pronto un sonido con algo de tos ahogada, algo de jadeo. George se atragantó al inhalar aire, quedándose sin aliento. Se volvió hacia la habitación de Abuela y no pudo andar, tenía los zapatos clavados al suelo. El corazón le latía violentamente. Los ojos desmesuradamente abiertos. «Andad», le decía el cerebro a los pies, y ellos se cuadraban y respondían: « ¡De ninguna manera, señor!». Abuela nunca había hecho un ruido como aquél. Abuela nunca había hecho un ruido como aquél. Otra vez aquel gemido, que se alzó por un momento, para luego bajar, cada vez más, hasta morir lentamente... George consiguió moverse al fin. Recorrió la distancia que separaba la habitación de Abuela de la cocina. Entreabrió la puerta y atisbó por la rendija. El corazón le golpeaba en el pecho como un martillo. Ahora sí que tenía la garganta llena de algodón. No había manera de tragar saliva. Primero pensó que Abuela estaba durmiendo y que no había pasado nada. No había sido más que un sonido raro, eso era todo; tal vez algo que hiciera habitualmente mientras Buddy y él estaban en la escuela. Sólo un ronquido. Abuela estaba bien. Durmiendo. Eso fue lo primero que pensó, pero un detalle atrajo su atención: la mano que antes reposaba sobre la colcha, ahora colgaba inerte, al lado del lecho, las uñas casi rozando el suelo. Y tenía la boca abierta, tan oscura y arrugada como un agujero en una fruta podrida. Muy tímidamente, vacilando, George se acercó a la cama. Se quedó junto a ella durante un largo rato, mirando a Abuela sin atreverse a tocarla. El leve movimiento del pecho bajo la colcha parecía haberse detenido. Parecía.
Esa era la palabra clave: Parecía.
«Lo que pasa es que estás asustado, George. No eres más que un maldito estúpido, como dice Buddy. No es más que un juego que le está haciendo tu cerebro a tus ojos. Respira la mar de bien, ella... » —¿Abuela? —dijo, y todo lo que salió de su garganta fue un susurro incomprensible. Se asustó y retrocedió de un salto, aclarándose la garganta. —¿Abuela? ¿Quieres la infusión ahora? ¿Abuela?—dijo, esta vez un poco más alto. Nada. Tenía los ojos cerrados. La boca abierta. La mano colgando. Fuera, el Sol poniente brillaba entre los árboles como una naranja rojiza. De pronto, volvió a verla sentada en su sillón de vinilo blanco, tendiendo los brazos, con una estúpida sonrisa de triunfo. Y recordó uno de sus ataques, cuando Abuela empezó a gritar palabras extrañas, palabras que parecían de una lengua extranjera. —¡Gyaagin! ¡Gyaagin! ¡Hastur degryon Yos-sothoth!
Mami los envió inmediatamente fuera, gritándole a Buddy: «¡VETE!» cuando el chico se entretuvo para buscar sus guantes en la cajonera de la entrada, y Buddy la miró por encima del hombro, tan asustado por el tono de su madre, que no gritaba jamás, y salieron los dos y se quedaron fuera un buen rato, con las manos metidas en los bolsillos por el frío, preguntándose qué demonios estaba pasando... Más tarde, Mami salió y los llamó para cenar, como si no hubiese pasado nada. («Tú sabes cómo llevarla, Ruth, tú sabes cómo hacerla callar.»)
George no había vuelto a pensar en aquel ataque hasta hoy. Sólo que ahora, mirando a Abuela, que yacía de una forma tan extraña en su cama de hospital, recordó con creciente horror que al día siguiente de aquel ataque se habían enterado de que la señora Harham, que vivía cerca de allí y a veces visitaba a Abuela, había muerto en la cama por la noche.
Los «ataques» de la Abuela. Ataques. Las brujas tienen poderes mágicos y eso es precisamente lo que las hace brujas, ¿no es así? Manzanas envenenadas, príncipes convertidos en sapos, casas de mazapán, Abracadabra. Hechizos.
Las piezas sueltas del rompecabezas volaban ante los ojos de George como por arte de magia. «Magia», pensó George, con un escalofrío. ¿Cuál era la imagen resultante del rompecabezas? Era Abuela, naturalmente. Abuela y sus libros. Abuela, a quien habían echado del pueblo. Abuela, que primero no podía tener niños y luego sí. Abuela, a quien habían expulsado de la Iglesia igual que del pueblo. La imagen final era Abuela, amarilla y gorda y arrugada y sucia, con la boca sin dientes curvada en una sonrisa hundida, con los ojos ciegos y desvaídos, pero con la mirada astuta e inquietante, con un sombrero negro cónico sobre la cabeza, salpicado de estrellas de plata y cuartos crecientes babilónicos y rutilantes, con ladinos gatos a los pies, los ojos amarillos como la orina, entre olores de cerdo y de humedad, de cerdo y de fuego, viejas estrellas y luces de velas tan oscuras como la tierra en la que reposan los ataúdes, con palabras de libros antiguos, cada palabra como una piedra, cada frase como una cripta en un pestilente osario, cada párrafo una caravana de pesadillas con los muertos de las plagas caminando hacia la hoguera. Los ojos infantiles de George se abrieron en un instante al profundo pozo de la negrura. Abuela había sido una bruja, igual que la Bruja Malvada de El mago de Oz. Y ahora estaba muerta. Aquel sonido que había hecho con la garganta, aquel ronquido ahogado había sido un... un... estertor de muerte.
—¿Abuela? —susurró otra vez y pensó locamente: «Pin pon pin puerto, la bruja ha muerto». No obtuvo respuesta. Puso la mano delante de la boca de Abuela. Ni una ligera brisa quedaba en ella. Había calma chicha, y velas caídas y quilla inmóvil en medio del agua. El terror había cedido un poco. Ahora podía pensar más serenamente. Recordó que Tío Fred le había enseñado a mojarse un dedo para ver si hacía viento y de dónde venía. Se pasó la lengua por toda la palma de la mano y la sostuvo delante de la boca de Abuela.
Nada. Pensó que lo mejor sería llamar al doctor Arlinder, pero se detuvo. ¿Y si llamaras al doctor y no estuviese muerta del todo? Haría un ridículo espantoso. «Tómale el pulso.»
Se paró en el vestíbulo, mirando por la puerta entreabierta aquella mano inerte y aquella muñeca blanca, que la manga del camisón había revelado al quedar un poco remangada. Pero no sabía cómo hacerlo. Una vez, después de una visita del doctor, la enfermera le tomó el pulso. Cuando ambos se fueron, George lo intentó por sí mismo, buscando frenéticamente aquel latido, pero sin éxito. Si por él fuera, estaba tan muerto como Abuela. Además, en realidad, no quería... bueno... tocar a Abuela. Aun cuando estuviera muerta. Mejor dicho, especialmente si estaba muerta. Se quedó en la entrada, mirando ora a la Abuela, ora el número del doctor Arlinder en el tablero. No tenía otra alternativa, tendría que llamar, tendría que... ¡...busca un espejo!
¡Claro que sí! Si respiras delante de un espejo, se cubre de vaho. Una vez, había visto en una película cómo un doctor se lo había hecho a un chico. El cuarto de Abuela comunicaba con un cuarto de baño y George se apresuró a buscar el espejo de Abuela. Era neutro por un lado y de aumento por el otro, de los que se usan para depilarse las cejas y todo eso. George volvió al lado de la cama y sostuvo el espejo delante de la boca abierta de Abuela hasta casi tocarla. Contó hasta sesenta, sin dejar de mirar la cara de la anciana. Nada, el espejo estaba tan limpio y brillante como antes. No le cabía duda, Abuela había muerto. Abuela estaba muerta. George pensó, con cierta sorpresa, pero con alivio, que ahora sí podía sentir piedad por la vieja. Tal vez hubiese sido bruja. O tal vez no. O tal vez solamente hubiese creído serlo. Fuera lo que fuese, había muerto. Como un adulto, pensó que las cosas de la realidad concreta tomaban un aspecto, no menos importante, sino menos vital, vistas a la luz de la muerte. Pensó como un adulto y sintió el alivio de un adulto. Era una huella en el alma. Como las impresiones infantiles de
los adultos. Sólo más tarde el niño se da cuenta de que estaba siendo formado por experiencias diversas. Devolvió el espejo al cuarto de baño y volvió a cruzar el dormitorio, sin dejar de mirar el gran bulto en la cama. El Sol poniente pintaba de rojo y naranja aquella horrible cara. George miró hacia otro lado. Cruzó de nuevo la entrada y fue hasta el teléfono, dispuesto a actuar como creía que había que hacerlo. Se sentía interiormente superior a Buddy. Cada vez que se burlara, le diría tan sólo: «Estaba solo en casa cuando Abuela murió y lo hice todo por mí mismo». Lo primero que había que hacer era llamar al doctor Arlinder, y decirle: «Mi Abuela acaba de morir. ¿Puede usted decirme lo que tengo que hacer? ¿Cubrirla o algo así?». No. «Creo que mi Abuela acaba de morir.» Sí. Sí, era mucho mejor así. Al fin y al cabo, todo el mundo cree que un niño no sabe hacer nada por sí mismo. O: «Estoy casi seguro de que mi Abuela ha muerto... » ¡Ya estaba! ¡Eso era lo mejor! Y contarle lo del espejo y lo del estertor y todo lo demás. Y el doctor vendría enseguida y después de examinar a la Abuela, diría: «Abuela, te pronuncio muerta», y luego, a George, «Has estado muy sereno en una situación difícil, George, te felicito». Y George diría algo modesto, como requería la ocasión. George miró el número del doctor Arlinder y aspiró profundamente un par de veces para darse ánimo. Descolgó el auricular. El corazón seguía latiéndole fuertemente, pero ya no con el terror de antes. Abuela había muerto. Lo peor ya había sucedido y, en el fondo, era mucho mejor que oírla gritar que quería su infu
SUPERVIVIENTE STEPHEN KING
Más tarde o más temprano, la pregunta surge siempre en la carrera de un médico: ¿Hasta qué punto puede un paciente soportar un shock traumático? Según las teorías, hay diferentes respuestas, pero, básicamente, la contestación esencial es otra pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir?
26 de enero Hace dos días que la tormenta me arrojó a esta playa. Me he estado paseando por la isla toda la mañana. ¡Qué isla! Mide 190 pasos de ancho por 267 pasos de punta a punta. Además, por lo que veo, no hay nada que comer. Me llamo Richard Pine y éste es mi diario. Si me encuentran (o mejor, cuando me encuentren), puedo destruirlo fácilmente. No me faltan cerillas. Cerillas y heroína. De las dos cosas tengo enormes cantidades, aunque ninguna de las dos valga nada aquí, ja, ja. De modo que escribiré. Al menos, para pasar el tiempo. Para decir toda la verdad —¿y por qué no?, ¡tengo todo el tiempo del mundo!— debería empezar por aclarar que, cuando nací, en Little Italy, el barrio italiano de Nueva York, me llamaron Richard Pinzetti. Mi padre, que era un desgraciado, procedía del Viejo Mundo. Yo quería ser cirujano. Mi padre se reía a mandíbula batiente, me llamaba chalado y me mandaba a buscar otro vaso de vino. Murió de cáncer a los cuarenta y seis años. Me alegró. Empecé a jugar al fútbol en el instituto. Fui el mejor jugador de la historia local. Jugaba de defensa. Durante los dos últimos años recorrí todas las ciudades de los Estados Unidos. Odiaba el fútbol. Pero si eres un chaval pobre, que vive en una casa barata y quiere ir a la universidad, tu única oportunidad es el deporte. Así que jugué y conseguí una beca para atletas. En la Universidad seguí jugando hasta conseguir una beca de estudios completa. Entonces, lo dejé. Iba a estudiar medicina. Mi padre murió seis semanas antes de mi graduación. No me importó. ¿Acaso creéis que me hubiera gustado subir a la tarima para recoger el diploma y ver aquella bola de sebo allí sentada? ¿Les gusta a las gallinas viajar en metro?
Además, ingresé en un club estudiantil. No uno de los mejores, con un nombre como Pinzetti, pero, después de todo, era un club. ¿Por qué escribo todo esto? Es bastante divertido. No, me rectifico. Es extraordinariamente divertido. El gran doctor Pine, sentado en una roca, en pantalones de pijama y camiseta, en medio de una isla que se puede cruzar con un salivazo, escribiendo la historia de su vida... ¡Tengo hambre! No importa. Escribiré la maldita historia de mi vida, si me da la gana. Al menos, así no pensaré en mi estómago. Espero. Cambié mi apellido por el de Pine antes de empezar los estudios de medicina. Mi madre me dijo que le había partido el corazón. ¿De qué corazón estaría hablando? Al día siguiente al del entierro del viejo, le estaba guiñando el ojo al judío de la tienda de la esquina. Para tratarse de alguien que adoraba su nombre de aquella manera, corría como un diablo para cambiarlo por el de Steinbrunner. Todo lo que yo anhelaba en la vida era ser cirujano. Desde los días del colegio. Ya entonces me vendaba las manos antes de empezar un partido y me las lavaba después con agua y jabón. Si quieres ser cirujano, tienes que tener cuidado con las manos. Algunos de mis compañeros me tomaban el pelo y me llamaban mariquita. Nunca llegué a enfrentarme con ninguno de ellos. Ya es bastante peligroso jugar al fútbol. El que realmente llegó a ponerme los nervios de punta fue Howie Plotsky, un estúpido gigantón con la cara llena de cicatrices. Por aquel entonces, yo repartía periódicos y aprovechaba para vender un poco de lotería, lo cual me permitía conocer gente, establecer contactos... No te queda más remedio, si quieres sobrevivir. Cualquier imbécil sabe cómo caerse muerto, pero lo realmente difícil es sobrevivir, ¿comprendéis? Pues eso fue lo que me decidió a pagar a Ricky Brazzi, que era el tío más grande del instituto, para que le partiera la boca a Howie Plotsky. Sí, eso es lo que he dicho: partirle la boca. Le prometí un dólar por cada diente que me trajera. Rico vino con tres dientes envueltos en papel de periódico. Se dislocó un par de nudillos en el trabajito. Podéis imaginar en qué lío me hubiese metido. En la facultad de medicina, mientras los otros memos se mataban tratando de ganar un centavo para llenar el puchero con un poco de carne —no con sobras de quirófano, ¿eh?— trabajando como camareros, vendiendo corbatas o limpiando suelos, yo me saqué de la manga un sistema de apuestas y, con unos cuantos trucos que conocía, me ganaba algún dinerillo en las apuestas de caballos, de billar o de lo
que fuera. Además, tenía excelentes relaciones con el vecindario y cursé mis estudios sin ningún problema. No me metí en la cuestión de las drogas, hasta que empecé mi residencia en un hospital, uno de los más grandes de Nueva York. Al principio, sólo fueron recetas en blanco. Vendí un cuadernillo de cien a un chico del barrio, y él falsificó las firmas de cuarenta o cincuenta médicos, por cuyos nombres yo también le cobraba. El muchacho, a su vez, las ofrecía en la calle por diez o veinte dólares cada una, lo que hacía las delicias de los fanáticos drogotas que iban cada vez más acelerados, y los partidarios de los sedantes, que se pasaban el día dando tumbos por las esquinas. Al poco tiempo de trabajar en el hospital me di cuenta del desbarajuste que había en la farmacia del mismo. Nadie tenía la menor idea de lo que entraba ni de lo que salía. Había gente que sacaba de allí píldoras a puñados, cosa que yo me guardé muy bien de hacer. Siempre he tomado todo tipo de precauciones y nunca he tenido problemas hasta que me descuidé... y la suerte me volvió la espalda. Pero sé que caeré de pie; siempre ha sido así. Me duele la muñeca y el lápiz se ha quedado sin punta. No puedo seguir escribiendo. No sé por qué me preocupo tanto. Es probable que me encuentren pronto.
27 de enero
El bote salvavidas se hundió anoche en unos tres metros de agua, al norte de la isla. ¿Qué importa? De todos modos, después de arrastrarse por todo el arrecife, el fondo parecía un colador. Además, ya había rescatado todo lo que valía la pena salvar, a saber, cuatro galones de agua, un cajita de costura para viajes, un botiquín y este libro en el que estoy escribiendo, que es, en realidad, un cuaderno de inspección del bote. ¡Qué risa! Por cierto, ¿cómo es que a nadie se le ocurrió poner comida de reserva en el bote? El último informe que aparece en el cuaderno lleva fecha 8 de agosto de 1970. Ah, además, he conseguido salvar dos cuchillos, uno mellado y el otro afilado, y un juego de cuchara y tenedor que voy a usar esta noche para la cena: asado de piedras. Ja, ja. Bueno, al menos, le he sacado punta al lápiz.
Cuando salga de esta isla, cubierta de excrementos de pájaros, les voy a sacar hasta el hígado a los de Paradise Lines Inc. Sólo por eso vale la pena seguir viviendo. Y pienso seguir viviendo y salir de ésta, no os quepa la menor duda. Voy a salir de ésta.
(más tarde) Olvidé una cosa al hacer el inventario: dos kilos de heroína pura, algo así como 350.000 dólares en las calles de Nueva York, aunque aquí no valga más que un puñado de cacahuetes. Ja, ja. ¿Verdad que es cómico?
28 de enero Bueno, he comido..., si es que a eso se le puede llamar comer. Una gaviota vino a posarse en una de las rocas del centro de la isla, un montículo también cubierto de excrementos de pájaros. Agarré una piedra que tenía a mano y me acerqué a ella todo lo posible. No se movía, observándome con sus ojos negros y brillantes. Me sorprendió que no la asustara el ruido de mis tripas. Arrojé la piedra con todas mis fuerzas y le di de lleno. La gaviota lanzó un graznido y trató de volar, pero le había roto el ala derecha. Trepé en su busca, pero se alejó a saltos. La sangre manchaba sus plumas. Me dio bastante trabajo. Metí el pie en un agujero entre dos rocas y estuve a punto de partirme el tobillo. Finalmente, cuando empezaba a cansarme, logré darle alcance al otro lado de la isla. La gaviota se había metido en el agua y se alejaba. La atrapé por la cola, pero se volvió y me dio un picotazo. Le agarré una de las patas y, con la otra mano, le retorcí el cuello. El sonido de las vértebras al romperse me llenó de satisfacción. La cena está servida, caballero. ¿Os acordáis? ¡Ja! ¡Ja! Me la traje al «campamento», pero antes de desplumarla y cortarla a trozos, me limpié la herida con yodo. Los pájaros llevan toda clase de gérmenes y sólo me faltaría una infección. La operación de la gaviota fue de perlas, pero, que pena, no había manera de cocinarla. No hay vegetación en la isla, ni maderas a la deriva
y, por si fuera poco, el bote se ha hundido. Así que me la comí cruda. El estómago quiso devolverla inmediatamente. Aunque yo estaba de acuerdo con él, no se lo podía permitir. Así que empecé a contar hasta cien al revés hasta que pasaron las náuseas. Es un sistema que funciona casi siempre. ¿Os dais cuenta del bicharraco, que casi me rompe el tobillo y después me da un picotazo en la mano? Si cazo otra gaviota mañana, la torturaré. A ésta la he dejado escapar sin castigo. Mientras escribo, veo su cabeza cortada en la arena. Sus ojillos negros, aun velados por la muerte, parecen mirarme. ¿ Tienen cerebro las gaviotas? ¿Son comestibles?
29 de enero Hoy no hay comida. Una gaviota aterrizó en el macizo, pero voló antes de que me aproximara lo suficiente para hacerle un «pase». ¡Ja, ja! Me estoy dejando la barba. Pica como un demonio. Si la gaviota vuelve y consigo darle caza, le sacaré los ojos antes de matarla. Creo haber dicho ya que era un cirujano de primera. Me expulsaron. Realmente ridículo. Todos los médicos hacen lo mismo y luego se ponen tan estirados cuando le atrapan a uno. ¡Peor para ti! ¡Yo ya tengo mi parte! El Segundo Juramento de Hipócrates y de Hipócritas. Había acumulado ya bastante de mis correrías como interno y como residente (se supone que, de acuerdo con el Juramento de Hipócrates, eres un funcionario y un caballero, pero nadie cree tal cosa). Tenía lo necesario para abrir mi consulta privada en Park Avenue. Lo necesitaba. No tenía un papá rico ni un protector con influencias, como muchos de mis colegas. Cuando me instalé, mi padre llevaba nueve años criando malvas. Mi madre murió un año antes de que me revocaran la licencia. Pasó lo siguiente: yo tenía un trato con media docena de farmacéuticos del East Side, además de un par de laboratorios y al menos, otros veinte médicos. Los pacientes iban y venían de uno a otro. Yo operaba y después prescribía los medicamentos postoperatorios adecuados. No
todas las operaciones eran necesarias, pero nunca actué contra la voluntad del paciente. Y jamás sucedió que un paciente le echara un vistazo a la receta y me dijera que no quería aquello. Escuchadme: hay gente a la que se le hizo una histerectomía en 1965 o una tiroides parcial en 1970 y que seguirían engullendo pastillas si el médico se lo permitiera. Y era lo que hacía algunas veces. Además, yo no era el único. Si podían pagarse el vicio, ¿por qué no? Cuando no era un paciente que padecía de insomnio después de alguna operación, era alguien que quería adelgazar, o quería Librium. Todo tenía arreglo. ¡Ja! Sí. De no haber sido yo, hubiera sido cualquier otro. Hasta que los de Sanidad fueron a ver a Lowenthal, ese gallina. Le asustaron diciéndole que le iban a echar cinco años y el tipo cantó media docena de nombres, uno de los cuales era el mío. A mí me estuvieron observando durante bastante tiempo y, en realidad, cuando me echaron el guante, cinco años eran pocos para mí. Por ejemplo, no había dejado del todo lo de las recetas en blanco, algo muy divertido, pero que no necesitaba en absoluto. Lo seguía haciendo por costumbre; además, a nadie le amarga un dulce. El caso es que yo conocía a mucha gente. Probé con algunos. Y arrojé un par de individuos a los leones. Nadie que me gustara, sin embargo. Todos auténticos cerdos. Dios, tengo hambre.
30 de enero Hoy no hay gaviotas, lo que me recuerda los letreros de las tiendas de comestibles del barrio: HOY NO HAY TOMATES. Me metí en el agua hasta la cintura, con un cuchillo afilado en la mano. Permanecí inmóvil durante casi cuatro horas, mientras el sol caía de pleno sobre mis espaldas. Creía desmayarme un par de veces, pero conté hasta cien al revés hasta que desapareció la sensación. No vi un solo pez. Ni uno.
31 de enero
Hoy he matado otra gaviota tal como lo hice con la primera. Tenía demasiada hambre para torturarla como me había prometido a mí mismo. Así que la abrí y me la comí. Vacié las tripas y me las comí también. Es extraño ver cómo se recobra la vitalidad. Empezaba a preocuparme. Tendido a la sombra del montículo central, creí oír voces. Mi padre. Mi madre. Mi esposa, de la que me divorcié... Y, lo peor de todo, la voz del chino que me vendió la heroína en Saigón. Ceceaba, probablemente a causa de un paladar hendido. «Vamos —me decía la voz desde lo alto—. Vamos, esnifa un poco. Te olvidarás del hambre. Es tan buena…» Pero nunca tomé drogas, ni siquiera para dormir. Lowenthal se suicidó. El muy gallina. ¿No os lo había dicho? Se colgó en el que había sido su consultorio. Desde mi punto de vista, hizo un favor al mundo. Yo quería recuperar mi título. Algunos de los tipos con los que hablé me dijeron que no era imposible... pero costaba mucho dinero, más del que podía imaginar. Yo tenía 40.000 dólares en una caja de seguridad y decidí arriesgarme para doblar o triplicar la cantidad. Me fui a ver a Ronnie Hanelli, compañero mío de equipo en los años de la universidad, a cuyo hermano menor había conseguido una residencia en un hospital cuando resolvió estudiar medicina. Ronnie estudiaba Derecho. ¿Verdad que es gracioso? En el barrio se le conocía por el apodo de Ronnie el Árbitro, porque se metía en todos los juegos y, sin que nadie se lo pidiera, empezaba a pitar faltas a todo el mundo. Si no te gustaba, tenías dos opciones: callarte la boca o tragarte unos cuantos dientes. Los portorriqueños le llamaban Ronniewop, o algo así. A él le hacía gracia Ronnie. Ronnie estudió Derecho, pasó los exámenes sin problemas y abrió un bufete en su propio barrio, justo encima del bar La Pecera. Aún le veo pasar por allí, cuando cierro los ojos, con su gran Continental blanco. Era el usurero más grande de toda Nueva York: un tiburón. Sabía que Ronnie tendría algo para mí. —Es peligroso —dijo—. Pero tú sabes cuidarte. Y, si traes la mercancía, te presentaré un par de individuos. Uno de ellos es funcionario del Estado.
Me dio dos nombres. El de Henry Li-Tsu, el chino, y el de Solom Ngo, un químico vietnamita. El vietnamita probaba la heroína del chino a cambio de dinero. El chino era conocido por sus «bromas». Por ejemplo, llenaba las bolsitas de plástico con talco, o detergente, o almidón. Ronnie decía que un día, una de aquellas «bromas» le iba a costar la vida.
1 de febrero He visto un avión. Pasó de largo sobre la isla. Intenté subir al montículo central para llamar su atención y metí el pie en el mismo agujero del día en que cacé la primera gaviota. Me rompí el tobillo. Fractura compuesta. Fue como un disparo. El dolor era insoportable. Grité y perdí el equilibrio. En vano, agité los brazos como un molino de viento. Caí y me golpeé la cabeza. Todo se puso negro. Cuando volví en mí, se había puesto el sol. Había perdido un poco de sangre. El tobillo se me había hinchado como un neumático y tenía una buena insolación. Creo que, de haber habido una hora más de sol, tendría todo el cuerpo llagado. Me arrastré como pude hasta aquí y pasé la noche temblando y llorando de rabia. Me he desinfectado la herida de la cabeza, situada encima del lóbulo temporal derecho, y me la he vendado como he podido. Es una herida superficial en el cuero cabelludo con una pequeña contusión, creo, pero el tobillo, es una mala fractura, en dos puntos, quizá tres. ¿Cómo voy a cazar las gaviotas ahora? El avión debía de estar en busca de supervivientes del Callas. En medio de la oscuridad y la tormenta, el bote salvavidas ha de haber recorrido kilómetros. No creo que vuelva por aquí. ¡Dios mío, cómo me duele el tobillo!
2 de febrero He puesto una señal en la playa de guijarros del lado sur de la isla, donde se hundió el bote. Me llevó todo el día, con algún descanso en la sombra. Aun así, me desmayé dos veces. Calculo haber perdido unos ocho kilos, en su mayor parte, por deshidratación. Desde aquí veo las cinco letras que tardé el día entero en componer; rocas oscuras sobre la
arena blanca, dicen AYUDA en letras de metro y medio. El próximo avión no va a pasar de largo. El pie palpita constantemente. Todavía está hinchado y se ha puesto sospechosamente blanco alrededor de la fractura. Cada vez más blanco. Si me lo vendo con la camisa, apretando mucho, el dolor cede, pero aun así duele tanto que, más que dormirme, me desmayo. Empiezo a pensar que tal vez haya que amputar.
3 de febrero La hinchazón y la pérdida de color son todavía mayores. Esperaré hasta mañana. Si la operación es imprescindible, creo que podré llevarla a cabo. Tengo cerillas para esterilizar el cuchillo y aguja e hilo de la cajita de costura. Como vendaje, la camisa. Tengo además dos kilos de «analgésico», aunque no precisamente del que prescribía a mis pacientes. Pero lo hubieran empleado, de haber dispuesto de él. Podéis apostar. Esas señoras de pelo azul serían capaces de esnifar un ambientador de pino si les hiciera efecto, creedme.
4 de febrero He decidido amputar el pie. Hace cuatro días que no como. Si espero más, corro el riesgo de desvanecerme en medio de la operación por la acción combinada del shock traumático y el hambre. En ese caso, podría morir desangrado. Y, a pesar de lo desdichado que soy, aún tengo ganas de seguir viviendo. Recuerdo lo que Mockridge decía en Anatomía básica, el viejo Mocki, le llamábamos: más tarde o más temprano, la pregunta surge siempre en la carrera de un médico. ¿Hasta qué punto puede un paciente soportar un shock traumático? Y entonces, señalaba con el puntero el dibujo del cuerpo humano, el hígado, los riñones, el bazo, los intestinos. Básicamente, caballeros, decía, la contestación esencial es otra pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir? Creo poder hacerlo.
De verdad. Supongo que estoy escribiendo para aplazar lo inevitable, pero se me ocurre que no acabé de contar por qué me encuentro aquí. Tal vez deba hacerlo por si la operación no sale bien. Tardaré sólo unos minutos y estoy seguro de que todavía habrá claridad para la operación, ya que, según mi reloj, son las nueve de la mañana. ¡Ja! Fui a Saigón como turista. ¿Os extraña? No sé por qué. Hay miles de personas que van allí cada año, a pesar de la guerra de Nixon. También hay gente a la que le gusta presenciar accidentes o peleas de gallos. Mi amigo chino tenía la mercancía. Se la llevé a Ngo, quien me ratificó que era de primera clase. Me contó también que Li-Tsu había gastado una de sus bromas hacía cuatro meses, y que su mujer había saltado hecha pedazos por los aires al poner la llave de encendido en su automóvil. Desde entonces no había vuelto a hacer bromas. Me quedé en Saigón tres semanas. Había reservado pasaje de regreso a San Francisco en un crucero, el Callas. Primera clase. Subir a bordo con la mercancía no representó problema alguno. Ngo arregló el asunto, sobornando a dos oficiales de aduana que se limitaron a saludarme y hacer pasar las maletas. La heroína iba en una bolsa de viaje que ni siquiera vieron. —Pasar la aduana en los Estados Unidos será mucho más difícil —me dijo Ngo—, pero ése es problema únicamente suyo. No tenía la menor intención de pasar aquello por la aduana. Ronnie había contratado un buzo que haría el trabajo por tres mil dólares. Tenía que encontrarme con él (ahora que lo pienso, hace dos días) en una especie de corral llamado Regis Hotel en San Francisco. El plan consistía en poner la mercancía en una lata a prueba de agua. Sujetos a la tapa, un reloj y un sobre de tinte rojo. Antes de atracar, había que tirar la lata al agua, cosa que no iba a hacer yo mismo, naturalmente. Estaba todavía buscando un cocinero o un camarero al que no le viniera mal un dinero extra y que fuera lo bastante listo — o lo bastante idiota—, como para mantener la boca cerrada, cuando el Callas se hundió. No tengo ni la menor idea de cómo sucedió, ni de por qué. Se nos había echado encima un buen vendaval, pero el crucero parecía capaz de capearlo. Pero el día 23, alrededor de las ocho de la noche, hubo una
fuerte explosión bajo cubierta. Yo estaba en el salón en aquel momento y el Callas se escoró casi inmediatamente. A la izquierda, ¿cómo se llama: babor o estribor? La gente empezó a gritar y a correr en todas direcciones. Las botellas cayeron de la estantería del bar y se estrellaron contra el suelo. Un hombre salió de una de las escaleras, con la camisa quemada y la piel asada. Los altavoces empezaron a decir a la gente que se dirigiera a los botes salvavidas que se les habían asignado al principio del viaje, durante un simulacro. Los pasajeros echaron a correr sin rumbo. Muy pocos se habían molestado en comparecer durante el simulacro. Yo, no sólo estuve allí, sino que fui más temprano, para estar en primera fila y ver bien todo, ¿comprendéis? Siempre pongo mucha atención en lo que se refiere a mi pellejo. Bajé a mi camarote, saqué las bolsitas de heroína y me puse una en cada bolsillo. Después, me dirigí al Bote Salvavidas 8. Mientras yo subía las escaleras, hubo otras dos explosiones y el barco se inclinó aún más peligrosamente, si cabe. En cubierta, todo era confusión. Vi una mujer que corría por la cubierta resbaladiza, gritando y con un niño en brazos. Según se inclinaba el buque, ella ganaba velocidad. Finalmente, golpeó contra la borda a la altura de los muslos, saltó por encima de ella, dio dos vueltas de campana y desapareció de mi vista. Había un hombre de mediana edad, sentado en medio del puente, que se arrancaba los cabellos con las manos. Otro, con ropas blancas de cocinero, la cara y las manos horriblemente quemadas, se daba contra las paredes y gritaba: «¡Socorro! ¡No veo! ¡Socorro! ¡No veo!» El pánico era total y se había contagiado del pasaje a la tripulación como una epidemia. Tenéis que tener en cuenta que entre la primera explosión y el hundimiento del barco, pasaron solamente veinte minutos. Algunos de los botes iban repletos de gente que aullaba, y otros, totalmente vacíos. El mío, que estaba en la zona más próxima al agua, estaba casi desierto. Nadie más que yo y un marinero, con la cara muy pálida y llena de espinillas. —Echemos al agua enseguida este condenado barreño —dijo, con los ojos desorbitados—, porque la maldita bañera se va a pique sin remedio.
Maniobrar un bote no es nada difícil, pero, con los nervios, el marinero se hizo un lío con las maromas de su lado. El bote bajó unos dos metros y quedó colgado, yo más cerca del agua que él. Fui hacia su lado para ayudarle cuando empezó a gritar. Había logrado deshacer el nudo; pero, al mismo tiempo, se había pillado la mano. La soga se deslizó sobre la palma, dejándosela en carne viva; finalmente, salió despedido de la embarcación. Acabé de deshacer el lío y libré el bote, que bajó al agua. Empecé a remar como un condenado. Remar era algo que siempre había hecho por placer en las casas de veraneo de mis amigos, pero ahora, por primera vez, lo hacía para salvar mi vida. Si no me alejaba del Callas antes de que se hundiera, me arrastraría con él. Cinco minutos más tarde, se hundió. No escapé del todo a la succión, tuve que remar desesperadamente sólo para permanecer en el mismo lugar. Se hundió muy de prisa. Todavía había gente aferrada a la borda, gritando. Parecía una banda de monos. La borrasca empeoró. Perdí un remo. Pasé la noche en una especie de pesadilla, achicando agua del bote, primero, y maniobrando con el único remo que me quedaba, después, para mantener la proa contra el oleaje. Antes del amanecer del 24 las olas empezaron a empujarme por la popa. El bote adquirió una cierta velocidad, lo cual es aterrador, pero, al mismo tiempo, constituye un alivio. De pronto, los tablones fueron arrancados de debajo de mis pies, pero el bote no se hundió: había encallado a este montón de piedras olvidado del mundo. Ni siquiera sé dónde estoy; no tengo la menor idea. La navegación no es mi punto fuerte. Ja, ja. Pero sí sé qué tengo que hacer. Éstas pueden ser mis últimas notas, pero algo me dice que saldrá bien. ¿Acaso no he conseguido siempre lo que me he propuesto? Además, hoy se hacen maravillas con las prótesis y podré moverme con un solo pie con toda comodidad. Ha llegado el momento de ver si soy tan extraordinario como creo. Buena suerte.
5 de febrero
Lo hice. El dolor era lo que menos me preocupaba, porque puedo soportarlo, pero temía que la debilidad, el hambre y el dolor combinados me hicieran perder el conocimiento antes de acabar. Pero la heroína resolvió el problema maravillosamente. Abrí una de las bolsitas y aspiré dos generosas dosis sobre una roca plana, primero la ventanilla derecha, luego, la izquierda. Era una especie de hielo deslumbradoramente anestésico que invadía mi cerebro íntegro. Aspiré la heroína al dejar de escribir, ayer, a las 9.45. Cuando volví a mirar la hora, las sombras se habían movido, dejándome parte del cuerpo al sol, y eran las 12.41. Me había adormilado. Nunca había imaginado que fuese tan fantástico y no comprendo por qué le tenía tanta manía. El dolor, el miedo, la infelicidad... todo desaparece, dejando sólo una calma eufórica. Operé en esas condiciones. Como era de esperar, sentí un dolor agudísimo, especialmente en la primera parte de la operación. Pero el dolor parecía desconectado de mí, como si fuera de otro. Me molestaba, pero me resultaba extraordinariamente interesante. ¿Podéis entender lo que digo? Si alguna vez habéis empleado un calmante con una fuerte base de morfina, sabréis de qué hablo. Hace algo más que mitigar el dolor. Induce un estado mental. Una cierta serenidad. Entiendo por qué la gente se queda colgada, aunque ésa sea una palabra horrorosamente fuerte y que usa, en general, la gente que nunca lo ha probado. A media operación, el dolor empezó a ser algo más personal. Oleadas de desfallecimiento me acometían. Miré con ansia la bolsita de heroína, pero me obligué a apartar la vista. Si volvía a adormilarme, moriría desangrado con la misma seguridad que si me desmayara. Conté hasta cien al revés. La pérdida de sangre era el factor más crítico. Como cirujano, era vitalmente consciente de ello. No debía perder una gota más que lo imprescindible. Si un paciente sufre una hemorragia durante una operación en un hospital, se le puede suministrar sangre. Yo carecía de esos medios. Todo lo que se había perdido —la arena debajo de mi pie
estaba ya negra— estaba perdido hasta que mi propia fábrica lo repusiera. No tenía hemostáticos, ni hilo de sutura, ni grapas. Empecé la operación exactamente a las 12.45. Acabé a la 1.50 e inmediatamente me atonté con heroína, una dosis mayor que la anterior. Me dormí en un mundo gris, indoloro, y permanecí así hasta alrededor de las cinco. Cuando me espabilé, el sol estaba cerca del horizonte occidental, trazando un camino de oro sobre el azul del Pacífico que llegaba hasta mí. Nunca he visto algo tan increíble. Tanto, que me compensó del dolor en un segundo. Una hora más tarde aspiré un poquito más, para seguir disfrutando de la puesta de sol. Poco después de hacerse de noche, yo... Yo... Esperad un segundo. ¿Os he dicho que no he comido absolutamente nada durante cuatro días? ¿Y que lo único que tenía a mi alcance para recuperar mis energías agotadas era mi propio cuerpo? Después de todo, ¿no se ha dicho, una y otra vez, que la supervivencia es una cuestión mental? ¿De una mente superior? No voy a justificarme diciendo que cualquiera hubiera hecho lo mismo. En primer lugar, hay que ser cirujano. Y aun conociendo la técnica de la amputación, es posible hacer una carnicería y desangrarse de todos modos. Y, aun en el caso de poder sobrevivir a la amputación y al shock traumático, jamás se le ocurriría algo semejante a alguien convencional. No importa. Nadie tiene por qué enterarse. Lo último que haré antes de abandonar la isla será destruir este libro. Tuve mucho cuidado. Lo lavé muy bien antes de comérmelo.
7 de febrero El dolor del muñón es intensísimo —en ocasiones, realmente intolerable—. Pero creo que el escozor profundo del proceso de cicatrización es todavía mucho peor. Esta tarde me he acordado de los pacientes que me tenían harto con lo mucho que les picaba la carne remendada, que era horrible y que no se podían rascar.
Yo sonreía y les decía que se sentirían mejor al día siguiente, pensando que se quejaban sin razón, que eran débiles e ingratos. Ahora los comprendo perfectamente. Varias veces he estado a punto de arrancar la camisa que sirve de vendaje y rascarme la herida, hundir los dedos en la carne cruda y tierna, quitarme los puntos, dejar que la sangre corriera en la arena, cualquier cosa, cualquier cosa con tal de no sentir ese horrible y enloquecedor hormigueo. Entonces contaba hasta cien al revés y aspiraba heroína. No tengo idea de cuánta he llegado a tomar, pero sí sé que he estado casi permanentemente dopado desde la operación. Como sabéis, quita el hambre. Ni siquiera sé si tengo hambre. Siento algo extraño, fantasmal, en la barriga, eso es todo. Por otra parte, puedo ignorarla con toda facilidad y, sin embargo, sé que no debo hacerlo, ya que la heroína no tiene un valor calórico fácilmente calculable. De manera que me he puesto a prueba para medir mi energía, arrastrándome de aquí para allá, y es agotador. Dios mío, espero que no..., pero temo que sea necesaria una nueva operación.
(más tarde) Pasó otro avión. Demasiado alto. Tanto, que todo lo que podía ver era el alerón de popa dibujándose contra el cielo azul. Hice señales, por si acaso, y grité como un energúmeno. Cuando desapareció, me eché a llorar. Está muy oscuro y es difícil seguir escribiendo. Comida. He estado pensando en cantidad de platos. La lasaña de mi madre, pan de ajo, caracoles, langosta, chuletas, melocotones, asado, la gran porción de pastel de mantequilla y el helado de vainilla hecho en casa que te sirven en Mother Crunch en la Primera Avenida, pretzels calientes, salmón ahumado, cangrejos ahumados, jamón ahumado con rodajas de piña, aros de cebolla fritos, salsa de cebolla con patatas chip, té frío en largos sorbos, patatas fritas, y te relames los labios de gusto... 100, 99, 98, 97, 96, 95, 94
Dios, Dios, Dios.
8 de febrero Esta mañana ha aterrizado otra gaviota en el montículo, grande, gorda, mientras yo reposaba a la sombra de mi roca, la que considero mi campamento particular, con el muñón apuntando al cielo. En cuanto el pájaro se posó, empecé a salivar igual que los perros de Pavlov. Se me caía la baba como a un bebé. Como a un bebé. Busqué una piedra del tamaño de mi mano y empecé a arrastrarme hacia el pájaro. Queda tan sólo un cuarto, ya hemos escalado tres. Tres y pico. Pinzetti pasa hacia atrás (Pine, quiero decir Pine). No tenía demasiadas esperanzas. Estaba seguro de que saldría volando, pero había que intentarlo. Si atrapara un ave tan gorda y tan insolente como ésa, tal vez pudiese posponer la segunda operación indefinidamente. Continué, aunque, de vez en cuando, me golpeaba el muñón contra el canto afilado de una roca y veía las estrellas con todo el cuerpo, obligándome a reposar hasta que el dolor se calmara. La gaviota no escapó. Daba saltitos de aquí para allá, con el pecho hinchado, como un general pasando revista a las tropas. De vez en cuando me miraba con sus ojos pequeños, negros y malignos, y no me quedaba más remedio que quedarme inmóvil como una piedra y contar hasta cien a la espera de que volviera a moverse. Cada vez que agitaba las alas, el hielo me invadía el estómago. más No dejaba de salivar. Se me caía la baba como a un niño. No sé cuánto tiempo estuve al acecho. ¿Una hora? ¿Dos? Cuanto más me acercaba, más fuerte me latía el corazón y más apetecible parecía la gaviota. Daba la impresión de estar burlándose de mí y empecé a temer que, antes de que la tuviese a mi alcance, echara a volar. Me temblaban las piernas y los brazos. Tenía la boca seca. El muñón, por su parte, me daba unas punzadas asesinas. Ahora pienso que debo haber sentido también dolores de abstinencia. ¿Tan pronto? No he tomado heroína más que una semana. No importa. La necesito. Y hay mucha, muchísima. En cuanto llegue a los Estados Unidos, me someteré a una cura de desintoxicación en la mejor clínica de California. Pero ahora no se trata de eso, ¿verdad?
Cuando la tuve al alcance, no quise arrojar la piedra. Estaba irracionalmente seguro de que erraría, probablemente por unos pocos centímetros. Tenía que acercarme. Así que seguí arrastrándome, con la cabeza alta, el sudor cayendo a chorros por mi cuerpo maltrecho de espantapájaros. Por cierto, creo que se me están pudriendo los dientes, ¿lo he dicho ya? Si fuera supersticioso, diría que es porque comí ... ¡Ja! Pero no debe de ser ésa la razón, ¿verdad? Me detuve otra vez. Estaba mucho más cerca de esta gaviota que de cualquiera de las anteriores. No conseguía obligarme a tirar la piedra. La agarré con toda mi alma, hasta que me dolieron los dedos, pero ni siquiera así pude hacerlo. Porque sabía perfectamente lo que no dar en el blanco significaba. No me importa emplear toda la mercancía. Les voy a poner un pleito que se van a acordar toda la vida. ¡Viviré como un rey durante el resto de mi vida! ¡Mi larga, larga vida! Estoy convencido de que hubiera escalado hasta poder tomarla con la mano si finalmente no hubiera levantado el vuelo. La hubiera estrangulado. Pero extendió las alas y echó a volar. La insulté, me hinqué de rodillas y le lancé la piedra con las pocas fuerzas que me quedaban. ¡Y le di! El pájaro soltó un graznido y cayó al otro lado del montículo. Entre risas y temblores, sin preocuparme por los golpes en el muñón ni por si se me abría la herida, llegué a la cima y empecé a descender por la otra vertiente. Perdí el equilibrio y me di en el suelo con la cabeza. En aquel momento ni siquiera lo advertí, aunque tengo un magnífico chichón como recuerdo. Sólo podía pensar en la gaviota y en cómo le había dado, suerte fantástica, aun volando, ¡le había dado! La gaviota se arrastró hasta la playa, el ala rota, el cuerpo ensangrentado. Me arrastré tras ella todo lo rápido que me era posible, pero ella era más veloz. ¡ Una carrera de lisiados! ¡Ja! ¡ Ja! Podría haberla capturado, ya estaba muy cerca, de no haber sido por mis manos. Tengo que cuidar mis manos. Puedo volver a necesitarlas. A pesar del cuidado tenía las palmas llenas de tajos cuando por fin llegamos a la playa. Por si fuera poco, golpeé mi reloj contra una roca y saltó hecho añicos.
La gaviota entró en el mar cojeando, graznando como una endemoniada. La atrapé,
LA BALSA STEPHEN KING
La distancia entre la universidad de Horlicks y Cascade Lake era de setenta kilómetros, y aunque en octubre oscurece pronto en esa parte del mundo y ellos no se pusieron en marcha hasta las seis, aún había un poco de luz cuando llegaron allí. Habían ido en el Camaro de Deke, el cual no perdía nunca el tiempo cuando estaba sobrio. Después de tomar un par de cervezas hacía que aquel Camaro anduviera al paso y hasta conversara. Apenas había detenido el coche junto a la valla de estacas entre el aparcamiento y la playa, cuando ya estaba fuera del Camaro, quitándose la camisa. Sus ojos exploraron el agua en busca de la balsa. Randy, que viajaba al lado del conductor, bajó del coche un poco a regañadientes. La idea había sido suya, era cierto, pero no había creído que Deke lo tomara en serio. Las chicas se agitaban en el asiento trasero, preparándose para bajar. La mirada de Deke exploró el agua incansablemente, de un lado a otro (ojos de francotirador, se dijo Randy, incómodo), y entonces se fijó en un punto. —¡Ahí está ! —gritó, golpeando el capó del Camaro— ¡Es tal como dijiste, Randy! ¡El último es un gallina! —Deke... —empezó a decir Randy, colocándose bien las gafas en el puente de la nariz. Pero no pudo continuar, porque Deke ya había saltado la valla y corría por la playa, sin volver la cabeza para mirar a Randy, Rachel o LaVerne; interesado sólo en la balsa que estaba anclada en el lago, a unos cincuenta metros de la orilla. Randy miró a su alrededor, como si quisiera pedir disculpas a las chicas por haberlas metido en aquello, pero ellas sólo tenían ojos para Deke.
Que Rachel le mirase estaba bien, no había nada que objetar, puesto que era su novia..., pero también LaVerne le miraba, y Randy sintió una momentánea punzada de celos que le hizo ponerse en movimiento. Se quitó la camiseta de entrenamiento, la dejó caer al lado de la de Deke y salto por encima de la valla. —¡Randy! —gritó LaVerne, y él se limitó a agitar el brazo en la gris atmósfera crepuscular de octubre, en un gesto invitador para que ella le siguiera, detestándose un poco por hacerlo. Ahora ella estaba insegura, quizás a punto de expresar su negativa a gritos. La idea de un baño en pleno mes de octubre en el lago desierto no formaba parte de la agradable y bien iluminada velada en el apartamento que compartían él y Deke. El muchacho le gustaba, pero Deke era más fuerte. Y vaya si se sentía intensamente atraída por Deke, lo cual hacía irritante aquella condenada situación. Deke, todavía corriendo, se desabrochó los tejanos y los bajó por sus esbeltas caderas. De alguna manera consiguió quitárselos del todo sin detenerse, una hazaña que Randy no podría haber imitado ni en un millar de años. Deke siguió corriendo, ahora vestido sólo con unos sucintos calzoncillos, los músculos de la espalda y las nalgas trabajando espléndidamente. Randy era más que consciente de sus piernas flacuchas mientras se quitaba los Levis y los hacía pasar torpemente por los pies. Deke hacía aquellos movimientos como si fuera un bailarín de ballet; en cambio, él parecía interpretar un papel cómico. Deke entró en el agua y gritó: —¡Qué fría está, María Santísima! Randy titubeó, pero sólo mentalmente, allá donde se consideran los pros y los contras. «El agua está a unos siete grados, diez como máximo», le decía su mente. «Podrías sufrir un síncope.» Estudiaba el curso preparatorio para ingresar en la facultad de medicina, y sabía que era cierto. Pero en el mundo físico no lo dudó ni un momento. Se lanzó al agua y por un momento su corazón se paró realmente, o así se lo pareció. La respiración se atascó en su garganta, y con esfuerzo tuvo que aspirar una bocanada de aire, mientras su piel sumergida se insensibilizaba. «Esto es una locura», pensó, y a continuación: «Pero ha sido idea tuya, Pancho». Empezó a nadar en pos de Deke.
Las dos muchachas se miraron. LaVerne se encogió de hombros y sonrió. —Si ellos pueden, nosotras también —dijo al tiempo que se quitaba su camisa Lacoste, revelando un sostén casi transparente— ¿No dicen que las mujeres tenemos una capa extra de grasa? Entonces saltó por encima de la valla y corrió hacia el agua, desabrochándose los pantalones de pana. Al cabo de un momento Rachel la siguió, igual que Randy había seguido a Deke. Las chicas habían ido al apartamento a media tarde, pues los martes la última clase finalizaba a la una. Deke había recibido su asignación mensual —uno de los ex–alumnos, forofo del fútbol (los jugadores los llamaban ángeles) le daba doscientos dólares al mes—y había una caja de cervezas en el frigorífico y un nuevo álbum de Triumph en el desvencijado estéreo de Randy. Los cuatro se acomodaron y empezaron a achisparse plácidamente. Al cabo de un rato, la conversación giró en torno al final del largo veranillo de San Martín que habían disfrutado. La radio predecía tormentas para el miércoles. (LaVerne había dicho que a los hombres del tiempo que predicen tormentas de nieve en octubre habría que fusilarlos, y los otros no disintieron). Rachel dijo que los veranos parecían eternos cuando era pequeña. pero ahora que era adulta («una decrépita y senil vieja de diecinueve años», bromeó Deke, y ella le dio un puntapié en el tobillo), los veranos eran cada vez más cortos. —Tenía la impresión de que me había pasado la vida entera en Cascade Lake —comentó, mientras cruzaba el destrozado suelo de linóleo de la cocina para ir a la nevera. Echó un vistazo al interior. Encontró una Iron City Light escondida detrás de unas cajas de plástico para guardar la comida (la del medio contenía unas guindas casi prehistóricas, que ahora estaban festoneadas por un moho espeso; Randy era un buen estudiante y Deke un buen jugador de fútbol, pero, en cuanto a las labores domésticas, los dos valían menos que un pimiento) y se la apropió— Todavía puedo recordar la primera vez que logré ir nadando hasta la balsa. Estuve allí sentada casi dos horas, asustada porque tenía que regresar a nado. Se sentó junto a Deke, el cual la rodeó con un brazo. Ella sonrió, entregada a sus recuerdos, y Randy pensó de súbito que la muchacha se
parecía a alguien famoso, o semifamoso, aunque no conseguía dar con quién era. Ya se le ocurriría más tarde, en unas circunstancias menos agradables. —Finalmente, mi hermano tuvo que ir a buscarme y remolcarme en una cámara de neumático. ¡Dios mío, qué furioso estaba! Y yo estaba increíblemente quemada por el sol. —La balsa sigue ahí —dijo Randy, sobre todo por decir algo. Era consciente de que LaVerne había vuelto a mirar a Deke; últimamente parecía mirarle demasiado. Pero ahora la muchacha le miró a él. —Estamos cerca del Día de Difuntos, Randy. Cascade Beach está cerrado desde el primero de mayo. —Pues la balsa sigue ahí —insistió Randy— Hace unas tres semanas hicimos una excursión geológica por el otro lado del lago, y vi la balsa. Parecía como... —se encogió de hombros— Era como un pedacito de verano que alguien se hubiera olvidado de limpiar y guardar en el armario hasta el próximo año. Creyó que los otros se reirían de esta ocurrencia, pero ninguno lo hizo..., ni siquiera Deke. —El hecho de que estuviera ahí el año pasado no significa que esté todavía —dijo LaVerne. —Lo comenté con un amigo —dijo Randy, apurando su cerveza— con Billy DeLois. ¿Te acuerdas de él, Deke? El aludido asintió. —Jugaba en el equipo hasta que se lesionó. —Sí, el mismo. Bueno, pues él vive por ahí y dice que los propietarios de la playa nunca retiran la balsa hasta que el lago está casi a punto de helarse. Son así de perezosos..., por lo menos, eso es lo que dice. Me dijo que algún año esperarán demasiado tiempo para retirarla y quedará bloqueada por el hielo.
Quedó en silencio, recordando el aspecto que había tenido la balsa, anclada en medio del lago: un cuadrado de madera de un blanco brillante en aquellas aguas otoñales de un azul intenso. Recordó cómo había llegado hasta ellos el sonido de los bidones que servían de flotadores, aquel nítido clanc-clanc, un sonido muy suave, pero audible porque la quieta atmósfera alrededor del lago era muy buena transmisora de sonidos. Además de aquel ruido se oían los graznidos de los cuervos que se disputaban los restos de la recolección de algún campo. —Mañana nevará —dijo Rachel, levantándose en el momento en que la mano de Deke se deslizaba casi distraídamente hasta la protuberancia de un seno. Se acercó a la ventana y miró al exterior— ¡Qué fastidio! —Os diré lo que podemos hacer —dijo Randy— Vayamos a Cascade Lake. Nadaremos hasta la balsa, nos despediremos del verano, y regresaremos a nado. De no haber estado medio bebido, nunca habría sugerido semejante cosa, y desde luego no esperaba que nadie se lo tomara en serio. Pero Deke se apresuró a aceptar la proposición. —¡De acuerdo! —exclamó, haciendo que LaVerne se sobresaltara y derramara la cerveza; pero sonrió, y aquella sonrisa intranquilizó un poco a Randy. —¡Sí, hagámoslo! —Estás loco, Deke —dijo Rachel, también sonriente, pero su sonrisa parecía algo incierta, un poco preocupada. —No, yo voy a hacerlo —dijo Deke, yendo en busca de su chaqueta. Y, con una mezcla de consternación y excitación, Randy observó la sonrisa de Deke, su rictus temerario y un poco demencial. Los dos muchachos compartían la vivienda desde hacía ya tres años, eran como uña y carne, como Cisco y Pancho o Batman y Robin, por lo que Randy reconoció aquella sonrisa. Deke no bromeaba: tenía intención de hacerlo. «Olvídalo, Cisco... yo no voy.» Las palabras afloraron a sus labios pero, antes de que pudiera pronunciarlas, LaVerne se había levantado, con la misma expresión alegre y lunática en sus ojos (o tal vez era el efecto de un exceso de cerveza).
—¡Me apunto! —exclamó. —¡Entonces vayamos! —dijo Deke mirando a Randy— ¿Y tú qué dices, Pancho? El había mirado un momento a Rachel y vio algo casi frenético en sus ojos... Por lo que a él respectaba, Deke y LaVerne podían irse juntos a Cascade Lake y pasarse toda la noche recorriendo penosamente los sesenta kilómetros de regreso. No le encantaría saber que estaban locos el uno por el otro, pero tampoco le sorprendería. Sin embargo, la expresión de los ojos de la muchacha, aquella mirada inquieta... —¡De acuerdo, Cisco! —gritó, y entrechocó su palma con la de Deke. Randy había recorrido la mitad de la distancia hasta la balsa cuando vio la mancha negra en el agua. Estaba más allá de la balsa, a la izquierda, y más hacia el centro del lago. Cinco minutos después la visibilidad se habría reducido demasiado para poder decir si era algo más que una sombra, si había visto algo en realidad. Se preguntó si sería una mancha aceitosa, mientras nadaba todavía vigorosamente oía débilmente el chapoteo de las muchachas a sus espaldas. Pero, ¿qué haría una mancha aceitosa en un lago desierto en pleno octubre? Y además tenia una extraña forma circular y era pequeña, no tendría más de metro y medio de diámetro... —¡Venga! —gritó Deke de nuevo, y Deke miró en su dirección. Deke subía por la escalera colocada a un lado de la balsa, sacudiéndose el agua como un perro— ¿Qué tal estás, Pancho? —¡Muy bien! —replicó Randy, redoblando sus esfuerzos. En realidad, aquello no era tan malo como había creído que sería. por lo menos una vez que uno se ponía en movimiento. El calorcillo del ejercicio cosquilleaba su cuerpo, y ahora avanzaba como un automóvil con el motor en sobremarcha. Notaba las rápidas revoluciones del corazón calentándole por dentro. Su familia poseía una casa en el cabo Cod, y allí el agua estaba más fría a mediados de julio que la del lago en aquel momento. —¡Si ahora te parece fría, Pancho, ya verás cuando salgas! —gritó Deke alegremente.
Daba unos saltos que hacían oscilar la balsa y se frotaba el cuerpo. Randy se olvidó de la mancha aceitosa hasta que sus manos aferraron la escalera de madera pintada de blanco, en el lado que daba a la orilla. Entonces la vio de nuevo: estaba un poco más cerca. Era un parche redondo y oscuro en el agua, como un gran lunar que subía y bajaba con las suaves olas. La primera vez que la vio, la mancha debía de estar a unos cuarenta metros de la balsa. Ahora sólo estaba a la mitad de esa distancia. «¿Cómo es posible?», se preguntó Randy. «¿Cómo. ..?» Entonces salió del agua y el frío le mordió la piel, incluso más fuerte que el agua al zambullirse. —¡Qué frío de mierda! —gritó, riendo y tiritando bajo sus pantalones cortos. —Pancho, eres un pedazo de alcornoque —dijo Deke, risueño, y le ayudó a subir a la balsa— ¿Está lo bastante fría para ti? ¿Todavía no estás sobrio? —¡Sí, estoy completamente sobrio! Empezó a dar saltos sobre la balsa, como Deke había hecho, cruzando los brazos en forma de equis sobre el pecho y el estómago. Se volvieron para mirar a las chicas. Rachel había rebasado a LaVerne, la cual nadaba de un modo parecido al chapoteo de un perro con malos instintos. —¿Están bien las señoras? —preguntó Deke a gritos. —¡Vete al infierno, machista! —exclamó LaVerne, y Deke se echó a reír. Randy miró de soslayo y vio que la extraña mancha circular estaba aún más cerca, ahora a unos diez metros, y seguía aproximándose. Flotaba en el agua, redonda y lisa, como la superficie de un gran tonel de acero; pero la elasticidad con que se adaptaba a las olas evidenciaba que no era la superficie de un objeto sólido. Un temor repentino, inconcreto pero poderoso, se apoderó de él. —¡Nadad! —gritó a las chicas.
Se agachó para coger la mano de Rachel cuando ésta llegó a la escalera. Al alzarla hasta la plataforma, la muchacha se dio un fuerte golpe en la rodilla. Randy oyó el ruido de la carne delgada contra la madera. —¡Huy! ¡Eh! ¿Qué es...? LaVerne estaba todavía a tres metros de distancia. Randy miró de nuevo hacia el costado y vio que la mancha redonda rozaba la balsa. Era tan oscura como una mancha de petróleo, pero él estaba seguro de que no se trataba de petróleo: era demasiado oscura, demasiado espesa, demasiado lisa. —¡Me has hecho daño, Randy! ¿Qué broma es ésta...? —¡Nada, LaVerne, nada! Ahora no sólo sentía miedo, sino también terror. LaVerne alzó la vista. Quizá no percibía el terror en la voz de Randy, pero notaba el apremio. Parecía perpleja, pero imprimió más velocidad a su chapoteo canino, cubriendo la distancia hasta la balsa. —¿Qué te pasa, Randy? —preguntó Deke. Randy miró de nuevo al lado y vio que aquella cosa se doblaba alrededor del ángulo de la balsa. Por un momento se pareció a la imagen de Pac Man, con la boca abierta para comer galletas electrónicas. Entonces se deslizó alrededor del ángulo y empezó a avanzar a lo largo de la balsas con uno de sus bordes ahora recto. —¡Ayúdame a subirla! —increpó Randy a Deke, y se agachó para coger la mano de la muchacha — ¡Rápido! Deke se encogió de hombros, con buen humor, y extendió el brazo para cogerle la otra mano. Izaron a la muchacha y ella se sentó en la superficie de tablas apenas unos segundos antes de que la cosa negra pasara rozando la escalera, sus lados ahuecándose al deslizarse junto a los montantes. —¿Es que te has vuelto loco, Randy?
LaVerne estaba sin aliento y un poco asustada. Sus pezones eran claramente visibles a través del sostén. Resaltaban como dos puntos fríos y duros. —Esa cosa —dijo Randy, señalándola— ¿Qué es eso, Deke? Deke localizó la mancha, que ya había llegado al ángulo izquierdo de la balsa. Se deslizó un poco a un lado, adoptando su forma circular limitándose a flotar allí. —Supongo que es una mancha aceitosa —dijo Deke. —Me has rasgado de veras la rodilla —dijo Rachel, mirando la cosa oscura sobre el agua y luego nuevamente a Randy — Eres un... —No es una mancha aceitosa —le interrumpió Randy — ¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa circular? Esa cosa parece más bien una ficha de damas. —Jamás he visto una mancha aceitosa —replicó Deke. Aunque hablaba con Randy, miraba a LaVerne, cuyas bragas eran casi tan transparentes como los sostenes, el delta de su sexo esculpido nítidamente en seda, y cada nalga como una tensa medialuna — Ni siquiera creo que existan. Soy de Missouri. —Me va a salir un morado —dijo Rachel. Pero el enojo había desaparecido de su voz. Había visto que Deke miraba a LaVerne. —¡Dios mío qué frío tengo! —dijo ésta, estremeciéndose intensamente. —Iba a por las chicas —dijo Randy. —Vamos, Pancho. Creía haberte oído decir que estabas sobrio. —Iba a por las chicas —repitió tercamente. Y pensó: «Nadie sabe que estamos aquí. Nadie en absoluto». —¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa en el agua, Pancho?
Deke había deslizado un brazo sobre los hombros desnudos de LaVerne, de la misma manera casi distraída con que había tocado el pecho de Rachel unas horas antes. No tocaba el pecho de LaVerne —por lo menos todavía no —pero tenia la mano muy cerca. Randy descubrió que eso no le importaba gran cosa, que le daba igual lo que hiciera. Aquella mancha negra y circular en el agua..., eso era lo que le preocupaba. —Vi una en el cabo hace cuatro años —respondió Randy— Todos sacamos pájaros que estaban en el agua, sin poder levantar el vuelo, y tratamos de limpiarlos. —Pancho el Ecologista —dijo Deke, en tono aprobatorio— Si, creo que lo tuyo es la ecología. —Toda el agua estaba impregnada de aquella sustancia pegajosa, en franjas y grandes manchas. No tenia el aspecto de esa cosa. No era, ¿cómo diría?, compacta. Quería decir: «Parecía un accidente, pero eso es muy distinto; eso parece hecho a propósito». —Quiero regresar ahora mismo —dijo Rachel. Todavía miraba a Deke y LaVerne, y por su expresión Randy percibió que estaba dolida. Dudaba de que ella supiera que era algo tan evidente. Pensándolo mejor, dudaba incluso de que ella misma supiera que tenía aquella expresión. —Entonces vámonos —dijo LaVerne. También su rostro reflejaba algo; y Randy se dijo que era la claridad del triunfo absoluto. Si la idea parecía pretenciosa, también parecía exacta. No era una expresión dirigida precisamente a Rachel.... pero LaVerne tampoco trataba de ocultarla a la otra muchacha. Se acercó a Deke; no tuvo que dar más que un paso. Ahora sus caderas se tocaban ligeramente. Por un instante, la atención de Randy pasó de la cosa que flotaba en el agua a LaVerne, concentrándose en ella con un odio casi exquisito. Aunque nunca había abofeteado a una chica, en aquel momento podría haberla golpeado con auténtico placer, no porque la quisiera (había estado un poco enamorado de ella, era cierto, y se había puesto algo más que un poco caliente por ella, sí, y muy celoso
cuando empezó a rondar a Deke en el apartamento, ¡oh, sí!, pero no habría llevado a una chica a la que realmente quisiera a menos de veinticinco kilómetros de donde estaba Deke), sino porque conocía aquella expresión en el rostro de Rachel..., el sentimiento interno que traslucía aquella expresión. —Tengo miedo —dijo Rachel. —¿De una mancha aceitosa? —inquirió incrédula LaVerne, y se echaron a reír. El impulso de abofetearla acometió de nuevo a Randy. Un buen revés con la mano abierta para borrar de su rostro aquella expresión de altivez bisofia y dejarle una señal en la mejilla, un morado con la forma de una mano. —Entonces veamos cómo vuelves nadando —dijo Randy. LaVerne le sonrió con indulgencia. —Todavía no tengo ganas de irme —le dijo, como si diera una explicación a un niño— Quiero ver la salida de las estrellas. Rachel era una chica más bien baja, bonita, pero con un estilo de pilluela, algo insegura, que hacía pensar a Randy en las muchachas de Nueva York, apresurándose para llegar puntuales al trabajo por la mañana, llevando elegantes vestidos a medida con ranuras frontales o laterales, y con aquella misma hermosura un tanto neurótica. A Rachel siempre le brillaban los ojos, pero sería difícil decir si era el entusiasmo lo que les prestaba aquel aspecto de vivacidad o sólo una inquietud generalizada. Los gustos de Deke se decantaban más hacia las muchachas morenas y de ojos negros y soñolientos, y Randy comprendió que lo que hubo entre Deke y Rachel, fuera lo que fuese, había terminado, algo simple y un poco aburrido por parte de él, y algo profundo, complicado y probablemente doloroso por parte de ella. Había terminado de un modo tan limpio y rápido que Randy casi oyó el ruido de la ruptura: un sonido como el de ramitas secas partidas sobre una rodilla. Era un muchacho tímido, pero ahora se acercó a Rachel y la rodeo con un brazo. Ella alzó la vista y le miró brevemente, con el rostro entristecido pero agradecida por el gesto, y él se alegró de haber aliviado un poco su
situación. Volvió a ocurrírsele aquella similitud, algo en su cara, en su aspecto... Primero lo asoció con los programas deportivos de la televisión, luego con los anuncios de galletas saladas, barquillos o algún otro de esos condenados productos. Entonces lo vio con claridad: se parecía a Sandy Duncan, la actriz que intervino en la reposición de Peter Pan en Broadway. —¿Qué es esa cosa? —preguntó la muchacha— ¿Qué es, Randy? —No lo sé. Miró a Deke y vio que éste le miraba a su vez con aquella sonrisa suya que era más de vivida familiaridad que de desprecio, aunque el desprecio también estaba presente. Su expresión decía: «Aquí está el aprensivo Randy, meándose de nuevo en los pañales». Y era de suponer que Randy musitaría: «Probablemente no es nada. No te preocupes por ello; pronto desaparecerá», o algo por el estilo. Pero no lo hizo. Que Deke siguiera sonriendo. La mancha negra en el agua le asustaba. Esa era la verdad. Rachel se apartó de Randy y se arrodilló con un bonito gesto en el ángulo de la balsa más próximo a aquella cosa; por un momento hizo que él tuviera una asociación de ideas más precisa: la chica que aparece en las etiquetas de la soda White Rock. «Sandy Duncan en las etiquetas de White Rock», corrigió su mente. Su rubio cabello, muy corto y algo áspero, yacía húmedo sobre el cráneo de línea armoniosa. Podía ver la carne de gallina en sus omoplatos, por encima de la cinta blanca del sostén. —No vayas a caerte, Rachel —dijo LaVerne con alegre malicia. —Basta ya, LaVerne — —intervino Deke, todavía sonriendo. Randy los miró, erguidos en medio de la balsa, rodeándose sus respectivas cinturas con los brazos, las caderas tocándose ligeramente y su mirada se posó de nuevo en Rachel. La alarma corría por su espina dorsal y a través de sus nervios como un incendio. La mancha negra había reducido a la mitad la distancia que la separaba del ángulo de la balsa donde Rachel estaba arrodillada, mirándola. Antes había estado a dos metros o dos y medio, pero ahora la distancia era de un metro o
menos y Randy vio algo extraño en los ojos de la muchacha, un vacío, como una blancura redonda que se parecía extrañamente a la negrura circular de aquella cosa que estaba en el agua. Pensó absurdamente: «Ahora es Sandy Duncan sentada en una etiqueta de White Rock y fingiendo que la hipnotiza el aroma exquisito y delicioso de la Miel de Nabisco Grahams», y sintió que su corazón se aceleraba como lo había hecho en el agua. —¡Apártate de ahí, Rachel! —exclamó. Entonces todo sucedió con extrema rapidez. Las cosas ocurrieron con la velocidad de los fuegos artificiales. Y, no obstante, él vio y oyó cada cosa con una claridad perfecta, infernal. Cada una de las cosas parecía encajada en su propia pequeña cápsula. LaVerne se echó a reír. En el patio, en una hora luminosa de la tarde, podría haber sonado como la risa de cualquier colegiala de instituto, pero allí, en la creciente oscuridad, sonaba como la árida risa senil de una bruja preparando una pócima mágica. —Rachel, será mejor que... —empezó a decir Deke, pero ella le interrumpió, casi con toda seguridad por primera vez en su vida, e indudablemente por última. —¡Tiene colores! —exclamó con voz estremecida, llena de asombro. Contemplaba la mancha negra en el agua con absorto arrobamiento, y por un momento Randy creyó ver de qué estaba hablando: colores, sí, colores girando en numerosas espirales dirigidas hacia dentro. Entonces las espirales desaparecieron, y la cosa presentó de nuevo su negrura apagada, mate— ¡Qué preciosidad de colores! —¡Rachel! La muchacha tendió la mano hacia abajo para tocarla, extendió un blanco brazo, al que la piel de gallina daba un aspecto marmóreo, alargó la mano con intención de tocarla. Vio que la chica se había mordido las uñas y las tenía melladas. —Ra. . .
Randy notó que la balsa oscilaba en el agua cuando Deke avanzó hacia ellos. Tendió los brazos hacia Rachel al mismo tiempo, con la intención de apartarla del borde, vagamente consciente de que no quería que Deke lo hiciera. Entonces la mano de Rachel tocó el agua, primero sólo el dedo índice, produciendo una onda delicada, y la mancha se agitó sobre ella. Randy oyó resollar a la muchacha, y de repente aquel extraño vacío abandonó los ojos de Rachel y fue sustituido por una expresión de angustia. La sustancia negra y viscosa se extendió como barro por su brazo, y por debajo de él; Randy vio que la piel se disolvía. Rachel abrió la boca y lanzó un grito al tiempo que empezaba a ladearse hacia fuera. Tendió frenéticamente la otra mano a Randy y éste intentó cogerla. Sus dedos se rozaron. La mirada de la muchacha se encontró con la suya, y aún seguía pareciéndose endiabladamente a Sandy Duncan. Entonces cayó torpemente hacia fuera y se hundió en el agua. La cosa negra fluyó sobre el punto donde Rachel había caído. —¿Qué ha ocurrido? —gritaba LaVerne tras ellos— ¿Qué ha ocurrido? ¿Se ha caído al agua? ¿Qué le ha pasado? Randy hizo ademán de zambullirse tras ella, y Deke le empujó hacia atrás, con más fuerza de lo que se había propuesto. —No —le dijo en un tono asustado muy impropio de él. Los tres la vieron salir a la superficie, debatiéndose, agitando los brazos. No, no los brazos, sino uno solo; el otro estaba cubierto por una grotesca membrana negra que colgaba en jirones y pliegues de algo rojo y unido por tendones, algo que se parecía un poco a un asado de buey enrollado. —¡Auxilio! —gritó Rachel. Su mirada se fijó en ellos, se desvió, les miró de nuevo, volvió a apartarse. Sus ojos eran como linternas agitadas sin orden ni concierto en la oscuridad. El agua golpeada espumeaba a su alrededor— ¡Socorro, me hace daño, por favor, socorro, ME HACE DAÑOOOOO ! El empujón de Deke había derribado a Randy. Ahora se levantó de las tablas de la balsa en las que había caído y se tambaleó de nuevo hacia
delante, incapaz de hacer caso omiso de aquella voz. Intento saltar y Deke le cogió, rodeando el delgado pecho del muchacho con sus grandes brazos. —No, está muerta —susurró con voz ronca— Por Dios, ¿no te das cuenta? Está muerta, Pancho. Una espesa negrura cubrió de pronto el rostro de Rachel, como un paño, y sus gritos quedaron primero ahogados y luego se extinguieron por completo. Ahora la sustancia negra parecía atarla con un entrelazado de cuerdas, o filamentos de telaraña. Randy pudo ver que aquello penetraba en el cuerpo de la muchacha como si fuera ácido, y cuando la vena yugular cedió y brotó a borbotones un chorro oscuro, vio que la cosa emitía un pseudópodo para recoger la sangre que se escapaba. No podía creer lo que estaba viendo, no podía comprenderlo, pero no había ninguna duda, no tenía ninguna sensación de que perdía el juicio, no había nada que pudiera hacerle pensar que sonaba o sufría alucinaciones. LaVerne gritaba. Randy se volvió a tiempo de ver que se cubría los ojos con una mano, con gesto melodramático, como la heroína de una película muda. Pensó echarse a reír y hacerle ese comentario, pero descubrió que no podía emitir sonido alguno. Miró de nuevo a Rachel, la cual casi ya no estaba allí. Sus esfuerzos se habían debilitado hasta el extremo de que ya no eran realmente más que espasmos. La negrura rezumaba encima de ella, y Randy pensó que ahora era más grande; sí, no cabía ninguna duda de que era mayor, envolvía el cuerpo de la víctima con una fuerza silenciosa, muscular. Vio que la mano de Rachel golpeaba la sustancia, que se pegaba a ésta, como si tocara melaza o papel atrapamoscas y vio que desaparecía, consumida. Ahora no había más que el contorno de la forma de Rachel, no en el agua sino en la cosa negra, una forma pasiva que no se movía por si misma, sino que era movida e iba haciéndose cada vez más irreconocible, un destello blanco: «Los huesos», pensó el muchacho con una sensación de náusea, y se volvió para vomitar sin remedio por encima del borde de la balsa. LaVerne seguía gritando. Entonces se oyó el chasquido de una bofetada. Dejó de gritar y empezó a lloriquear quedamente.
«Le ha pegado», pensó Randy. «Yo iba a hacer eso, ¿recuerdas?». Retrocedió, limpiándose la boca y sintiéndose débil y angustiado. Y asustado. Tan asustado que sólo podía pensar con una diminuta porción de su mente. Pronto él también empezaría a gritar, y entonces Deke tendría que abofetearle, Deke no seria presa del pánico, oh, no, Deke tenía sin duda madera de héroe. «Tienes que ser un héroe del fútbol para llevarte de calle a las chicas guapas", entonó mentalmente, con incongruente regocijo. Entonces pudo oír que Deke le hablaba en voz baja, y alzó la vista al cielo, tratando de aclararse la cabeza, procurando desesperadamente alejar la visión del cuerpo de Rachel convirtiéndose en una masa inhumana, mientras aquella cosa negra la devoraba, y deseando que Deke no le abofeteara como había hecho con LaVerne. Alzó la vista al cielo y vio las primeras estrellas que brillaban en lo alto, la forma de la Osa Mayor ya nítida, mientras la última claridad diurna desaparecía en el oeste. Eran casi las siete y media. —Ah, Cisco —logró decir— Creo que esta vez estamos metidos en un buen lío. —¿Qué es eso? —una mano se desplomó sobre el hombro de Randy, aferrándolo y torciéndolo dolorosamente— La ha devorado, ¿has visto eso? ¡La ha devorado, esa jodida cosa la ha devorado, ni más ni menos! ¿Qué diablos es eso? —No lo sé. ¿No me has oído antes? —¡Eres tú quien tiene que saberlo! ¡Eres una dichosa lumbrera sigues todos los jodidos cursos de ciencias! Ahora Deke casi gritaba, y eso ayudó a Randy a dominarse un poco más. —No hay nada como esa cosa en ninguno de los libros científicos que he leído en mi vida —replicó Randy — La última vez que vi algo parecido fue en el espectáculo de horror organizado el día de Difuntos en el Rialto, cuando tenía doce años. La cosa había recuperado su forma circular, y flotaba en el agua a tres metros de la balsa. —Es más grande —gimió LaVerne.
Cuando Randy la vio por primera vez, supuso que tenia un diámetro de metro y medio. Ahora era de unos dos metros y medio. —¡Es más grande porque se ha comido a Rachel! —exclamo LaVerne, y empezó a gritar de nuevo. —Deja de gritar o voy a romperte la mandíbula —le dijo Deke, y ella se detuvo, aunque no en seguida, sino poco a poco, como un disco cuando alguien corta la corriente sin quitar la aguja del microsurco. Tenía los ojos desorbitados. Deke miró de nuevo a Randy. —¿Estás bien, Pancho? —No lo sé. Supongo que sí. —Buen chico. —Deke intentó sonreír, y Randy vio con cierta alarma que lo conseguía. ¿Acaso alguna parte de Deke disfrutaba de la situación?— ¿No tienes ninguna idea de lo que podría ser? Randy meneó la cabeza. Tal vez, después de todo, fuese una mancha aceitosa... o lo había sido, hasta que le ocurrió algo. Quizá los rayos cósmicos le habían afectado de un modo especial. O quizás Arthur Godfrey había meado Bisquick atómico sobre ella. ¿Quién sabía? ¿Quién podía saberlo? —¿Crees que podemos pasar a nado por delante de esa cosa? —insistió Deke, sacudiendo el hombro de Randy. —¡No! —gritó LaVerne. —Calla o te ahogo, LaVerne —dijo Deke, alzando la voz por primera vez— No bromeo. —Ya has visto con qué rapidez se apoderó de Rachel —dijo Randy. —Puede que entonces tuviera hambre —replicó Deke— Pero quizás ahora esté harto.
Randy pensó en Rachel, arrodillada en el ángulo de la balsa, tan quieta y tan bonita en bragas y sostenes, y volvió a sentir náuseas. —Inténtalo —le dijo a Deke. El muchacho sonrió con gran esfuerzo. —Ajá, Pancho. —Ajá, Cisco. —Quiero volver a casa —dijo LaVerne en un susurro furtivo— ¿De acuerdo? Ninguno de los dos le respondió. —Entonces esperaremos a que se vaya —dijo Deke— Si ha venido, tendrá que irse. —Tal vez. Deke la miró, su rostro lleno de una intensa concentración en la oscuridad. —¿Tal vez? ¿Qué significa esa mierda de «tal vez»? —Nosotros hemos venido, y eso ha venido también. Lo vi acercarse, como si nos oliera. Si está harto, como dices, se irá. Si tiene más ganas de comer. Se encogió de hombros. Deke se quedó pensativo, con la cabeza inclinada. Su cabello corto aún goteaba un poco. —Esperaremos —dijo— Dejémosle que coma pescado. Transcurrieron quince minutos sin que ninguno hablara. El frío iba en aumento. La temperatura era quizá de diez grados, y los tres llevaban tan sólo ropa interior. Al cabo de los diez primeros minutos, Randy pudo oír el rápido e intermitente castañeteo de sus dientes. LaVerne había tratado de acercarse a Deke, pero él la rechazó suavemente, pero con suficiente firmeza. —Ahora déjame en paz —le dijo.
Ella se sentó con los brazos cruzados sobre los senos y cogiéndose los codos con las manos, tiritando. Miró a Randy, diciéndole con los ojos que podía volver y rodearle los hombros con su brazo, que ahora estaba bien. Pero él desvió la vista y volvió a fijarla en el círculo inmóvil en el agua, que se limitaba a flotar allí, sin acercarse más pero tampoco alejándose. Miró hacia la orilla y distinguió la playa, una media luna blanca, espectral, que parecía flotar. Los árboles detrás de la playa formaban un horizonte oscuro y voluminoso. Creyó que podía ver el Camaro de Deke, pero no estaba seguro. —Nos hemos liado la manta a la cabeza y hemos venido aquí —dijo Deke, pensativo. —Exactamente —replicó Randy. —No se lo hemos dicho a nadie. —No. —Así que nadie sabe que estamos aquí. —No. —¡Basta! —gritó LaVerne — ¡Basta, me estáis asustando! —Cierra las tragaderas —dijo Deke en tono ausente, y Randy rió a pesar suyo. No importaba cuántas veces Deke dijera eso, siempre le hacía destornillarse— Si tenemos que pasarnos la noche aquí, la pasamos. Mañana alguien nos oirá gritar. No estamos en medio del desierto australiano, ¿verdad, Randy? —Randy no dijo nada— ¿No es cierto? —Ya sabes dónde estamos —respondió Randy— Lo sabes tan bien como yo. Nos desviamos de la carretera Cuarenta y uno y recorrimos ocho kilómetros de camino vecinal. —Con casas de campo cada quince metros. —Casas de campo que sólo están habitadas en verano. Estamos en octubre y no hay nadie en ellas. Llegamos aquí y tuviste que rodear la condenada verja, con carteles de «prohibido el paso» cada cinco metros. —¿Y qué? Algún vigilante.
Ahora Deke parecía algo irritado, un poco desconcertado. ¿Estaba un poco asustado por primera vez aquella noche, aquel mes, aquel año, quizá por primera vez en toda su vida? Un pensamiento temible cruzó por su mente: Deke estaba perdiendo su virginidad en lo que respectaba al miedo. Randy no estaba seguro de que fuera así, pero no podía evitar la idea y le procuraba un placer perverso. —No hay nada que robar, nada que destruir —replicó — Si hay algún vigilante, lo más probable es que se asome por aquí una vez cada dos meses. —Cazadores... —Sí, el mes que viene —dijo Randy, y cerró la boca de golpe. También había conseguido asustarse. —Quizá nos dejará en paz —dijo LaVerne. En sus labios apareció una sonrisa patética, indecisa— Quizá sólo... bueno..., nos dejará en paz. —Puede que los cerdos... —empezó a decir Deke. —Se está moviendo —le interrumpió Randy. LaVerne se incorporó de un salto. Deke se acercó a Randy y por un momento la balsa se ladeó, haciendo que el corazón de Randy galopara de nuevo y que LaVerne reanudara sus gritos. Entonces Deke retrocedió un poco y la balsa se estabilizó, con el ángulo frontal izquierdo (el del lado que estaba frente a la orilla) un poco más inclinado hacia abajo que el resto de la balsa. La cosa llegó con una velocidad oleaginosa y aterradora, y cuando se aproximó más Randy vio los mismos colores que Rachel había visto: fantásticos rojos, amarillos y azules trazando espirales en una superficie de ébano como plástico liso u oscuro y flexible acetato. Subía y bajaba con las olas, y ese movimiento cambiaba los colores, hacía que girasen y se mezclaran. Randy se dio cuenta de que iba a caer, iba a precipitarse directamente sobre aquella cosa, notaba cómo se estaba inclinando... Con sus últimas fuerzas se llevó el puño derecho a la nariz, con el gesto de un hombre que ahoga la tos, pero un poco más arriba y con un
movimiento más brusco. Sintió el dolor del golpe y notó que la sangre le corría por el rostro. Entonces pudo retroceder, gritando: —¡No lo mires, Deke ! ¡No lo mires ! ¡Los colores te atontan ! —Está tratando de meterse debajo de la balsa —dijo Deke sombríamente— ¿Qué es esa mierda, Cisco? Randy miró con mucho cuidado y vio que la cosa rozaba el costado de la balsa, aplanándose y adoptando la forma de media pizza. Por un momento pareció amontonarse allí, espesándose, y tuvo una alarmante visión de la negrura que se acumulaba lo suficiente para saltar a la superficie de la balsa. Entonces se apretujó debajo. Randy creyó oír un ruido momentáneo, un ruido áspero, como un rollo de lona empujado a través de una ventana estrecha, pero quizá sólo era una figuración de sus nervios sobreexcitados. —¿Se ha metido debajo? —inquirió LaVerne, con algo curiosamente indiferente en su tono, como si tratara con todas sus fuerzas de parecer natural, pero también gritaba— ¿Se ha metido debajo de la balsa? ¿Está debajo de nosotros? —Sí —dijo Deke, y miró a Randy— Voy a tratar de volver a nado ahora mismo. Si está debajo, tengo una buena oportunidad. —¡No! —gritó LaVerne— No nos dejes aquí, no... —Soy rápido —dijo Deke, mirando a Randy e ignorando por completo a la muchacha— Pero tengo que ir mientras esté ahí debajo. Randy tuvo la impresión de que su mente corría a velocidad supersónica. De algún modo untuoso, nauseabundo, aquello era regocijante, como los últimos segundos antes de incorporarte a la corriente de un vulgar desfile de carnaval. Tuvo tiempo de oír los barriles debajo de la balsa, entrechocando con un sonido hueco, de oír el rumor seco de las hojas de los árboles más allá de la playa, bajo la ligera brisa, de preguntarse por qué la cosa se había metido debajo de la balsa. —Bien —le dijo a Deke— pero no creo que lo consigas.
—Lo conseguiré —replicó Deke, y empezó a ir hacia el borde de la balsa. Dio un par de pasos y se detuvo. Su respiración se había acelerado, su cerebro había preparado el corazón y los pulmones para nadar los cincuenta metros más rápidos de su vida, y ahora la respiración se detenía, como todo lo demás, se paraba en mitad de una inhalación. Volvió la cabeza y Randy vio el abultamiento de los músculos del cuello. —¿Cisco? —dijo en tono de sorpresa, con la voz ahogada, y entonces Deke se puso a gritar. Gritaba con una intensidad asombrosa, con grandes aullidos de barítono que se aguzaban hasta frenéticos niveles de soprano. Eran lo bastante elevados para resonar desde la orilla con seminotas espectrales. Al principio Randy pensó que sólo gritaba, pero entonces se dio cuenta de que decía una palabra, no, dos palabras, las mismas dos palabras una y otra vez. —¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie! Randy bajó la vista. El pie de Deke había adquirido un raro aspecto aplastado. El motivo era evidente, pero al principio la mente de Randy se negó a aceptarlo. Era demasiado imposible, demasiado demencialmente grotesco. Mientras miraba, algo tiraba del pie de Deke en el espacio entre dos de las tablas que formaban la superficie de la balsa. Entonces vio el brillo opaco de la cosa negra más allá del talón y los dedos del pie derecho sutilmente deformado de Deke, un brillo opaco en el que se movían giratorios y malévolos colores. La cosa se había apoderado del pie («¡Mi pie!», gritó Deke, como para confirmar esta deducción elemental. «¡Mi pie, oh, mi pie, mi PIEEE!»). Había pisado una de las grietas entre las tablas (Randy entonó mentalmente una cancioncilla absurda: «Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado») y la cosa estaba allí, al acecho. La cosa había... —¡Tira del pie! —gritó de súbito— ¡Tira, Deke, maldita sea, tira!
—¿Qué ocurre? —vociferó LaVerne, y Randy se percató vagamente de que no sólo le agitaba el hombro, sino que le hundía las uñas en forma de pala, como garras. La chica no iba a ser absolutamente de ninguna ayuda. Le dio un codazo en el estómago, y ella emitió un ruido ronco y ahogado, cayó hacia atrás y quedó sentada. Randy saltó hacia Deke y le cogió de un brazo. Era duro como mármol de Carrara, y cada músculo sobresalía como la costilla de un esqueleto de dinosaurio esculpido. Tirar de Deke era como tratar de arrancar un gran árbol del terreno donde estaba plantado, con raíces y todo. Deke miraba el cielo, de un regio color púrpura después del crepúsculo, con los ojos vidriosos e incrédulos, y seguía gritando, gritaba más y más. Randy bajó la vista y vio que el pie de Deke ya había desaparecido hasta el tobillo por entre la grieta de las tablas. La grieta no tendría más de medio centímetro de anchura, un centímetro a lo sumo, pero el pie habla pasado por allí. La sangre corría por las tablas blancas en espesos y oscuros riachuelos; la sustancia negra, como de plástico caliente, latía en la grieta, arriba y abajo, como el latido de un gran corazón. «Tengo que sacarle de ahí. Tengo que sacarle en seguida o no podremos sacarle nunca... Aguanta, Cisco, por favor, aguanta.» LaVerne se puso en pie y se apartó del retorcido árbol humano que era Deke, gritando en el centro de la balsa anclada bajo las estrellas de octubre en Cascade Lake. Sacudía la cabeza, pasmada, los brazos cruzados sobre el vientre, donde le había alcanzado el golpe propinado por Randy con el codo. Deke se apoyaba contra él, moviendo los brazos estúpidamente. Randy bajó la vista y vio la sangre que brotaba de la espinilla de Deke. ahora afilada como la punta de un lápiz, sólo que aquella punta era blanca en vez de negra: era un hueso apenas visible. La sustancia negra se agitó de nuevo, succionando, devorando. Deke aulló.
«No vas a jugar de nuevo con ese pie, pero qué pie, ja, ja», musitó la mente de Randy. Siguió tirando de Deke con toda su fuerza, y seguía siendo como tirar de un árbol enraizado en el suelo. Deke volvió a tambalearse, y ahora lanzó un chillido largo y perforador que hizo retroceder a Randy, el cual también gritó y se cubrió los oídos con las manos. La sangre brotó de los poros en la pantorrilla y la espinilla de Deke, y la rótula había adquirido un aspecto púrpura y prominente, como si tratara de absorber la tremenda presión que recibía mientras la cosa negra tiraba de la pierna de Deke hacia abajo, a través de la estrecha grieta, centímetro a centímetro, con una angustiosa continuidad. «No puedo ayudarle. ¡Qué fuerte debe de ser! Ahora no puedo hacer nada por él. Lo siento, Deke, lo siento mucho.» —Abrázame, Randy —gritó LaVerne, aferrándose a él, hundiendo la cabeza en su pecho— Abrázame, por favor, ¿quieres? Esta vez él lo hizo. Sólo más tarde Randy comprendió algo terrible: casi con toda seguridad ellos dos podrían haber cruzado a nado hasta la orilla, mientras la cosa negra se ocupaba de Deke, y si LaVerne no hubiera querido, podría haberlo hecho él solo. Las llaves del Camaro estaban en los tejanos de Deke, en la playa. Podría haberlo conseguido, pero se dio cuenta de ello demasiado tarde. Deke murió cuando su muslo empezaba a desaparecer por la estrecha grieta de entre las tablas. Minutos antes había dejado de gritar. Desde entonces sólo había emitido unos gruñidos confusos, viscosos. Entonces éstos también cesaron. Cuando perdió el sentido y cayó hacia delante, Randy oyó que el resto de fémur que quedaba en su pierna derecha se quebraba como una rama tierna. Un instante después Deke alzó la cabeza, miró vacilante a su alrededor y abrió la boca. Randy pensó que iba a gritar de nuevo, pero lo que hizo fue vomitar un gran chorro de sangre, tan espesa que era casi sólida. El cálido y viscoso líquido salpicó a Randy y a LaVerne, la cual reanudó sus gritos, ahora con voz ronca. —¡Aaaagh! —exclamó, con el rostro contorsionado, medio loca de repugnancia— ¡Aaaagh! ¡Sangre! ¡Aaaagh, sangre! ¡Sangre!
Se frotó frenéticamente y sólo logró extender la sangre por todas partes. La sangre brotaba de los ojos de Deke con tal fuerza que la intensidad de la hemorragia casi los había extraído de sus órbitas. Randy pensó: «¡Para que luego hablen de vitalidad! ¡Dios mío, mira eso! ¡Es como una condenada boca de incendio humana! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!». La sangre también brotaba de las orejas de Deke, cuyo rostro era un horrendo nabo púrpura, hinchado hasta la deformación por la presión hidrostática de alguna inversión increíble; era el rostro de un hombre bajo el brazo de un oso de fuerza monstruosa e insondable. Y entonces, de repente, falleció. Deke volvió a derrumbarse hacia delante, el cabello colgando sobre las ensangrentadas tablas de la balsa, y Randy vio con repugnancia y estupor que incluso el cuero cabelludo de Deke había sangrado. Oyó unos ruidos que procedían de debajo de la balsa, unos sonidos de succión. Entonces fue cuando su mente, tambaleante y sobrecargada, tuvo la idea de que podría nadar hasta la orilla, con buenas probabilidades de conseguirlo, mientras la cosa estaba ocupada con Deke. Pero LaVerne se había vuelto muy pesada en sus brazos, siniestramente pesada. El miró su rostro relajado, le abrió un párpado que sólo reveló el blanco del ojo, y supo que no se había desmayado, sino que sufría lo que los médicos victorianos llamaban un desfallecimiento profundo, un estado de inconsciencia por conmoción. Randy miró la superficie de la balsa. Podría tender allí a la muchacha, naturalmente, pero las tablas no tenían más de treinta centímetros de anchura. En verano la balsa tenia un trampolín adosado, pero eso por lo menos lo habían retirado y almacenado en alguna parte. No quedaba más que la superficie de la balsa, catorce tablas, cada una de treinta centímetros de anchura y seis metros de largo. Era imposible tender a la muchacha sin que su cuerpo inconsciente estuviera encima de varias de aquellas grietas. «Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado.» «Calla.»
Y entonces su mente susurró tenebrosamente: «Hazlo de todos modos. Déjala en el suelo e intenta salvarte a nado». Pero no lo hizo, no podía hacerlo. Aquella idea le producía un horrible sentimiento de culpabilidad. Ella era una gran chica. Deke se derrumbó. Randy sostuvo a LaVerne en sus doloridos brazos y observó cómo su amigo era absorbido. No quería hacerlo, y durante unos largos segundos que incluso podrían haber sido minutos, desvió el rostro por completo, pero su mirada siempre volvía allí. Cuando Deke murió, pareció que aquello sucedía con más rapidez. El resto de su pierna derecha desapareció, y la izquierda se extendió más y más, hasta que Deke pareció un bailarín de ballet con una sola pierna, ejecutando una imposible figura despatarrada. Se oyó el crujido de la pelvis al romperse y entonces, cuando el estómago de Deke empezó a hincharse siniestramente a causa de una nueva presión, Randy desvió la vista durante un buen rato, procurando no oír los húmedos sonidos, tratando de concentrarse en el dolor de sus brazos. Pensó que quizá podría hacerla virar, pero de momento era mejor sentir el dolor pulsátil en brazos y hombros, pues aquello le daba algo en qué pensar. Desde atrás le llegó un sonido como de fuertes dientes mascando caramelos duros. Cuando miró atrás, vio que las costillas de Deke se introducían en la grieta. Tenía los brazos alzados, y parecía una obscena parodia de Richard Nixon haciendo el signo de la victoria que había enloquecido a los manifestantes en los años sesenta y setenta. Tenía los ojos abiertos y la lengua fuera, como si se la estuviera sacando a su amigo. Randy apartó la vista de nuevo y miró al otro lado del lago. «Busca luces», se dijo. Sabía que no había ninguna luz en aquellos alrededores, pero de todos modos lo dijo. «Busca luces por ahí, alguien tiene que estar pasando la semana en este lugar, alguien que no quiera perderse el color de la vegetación en otoño y haya venido con su Nikon, a la familia le encantarán las diapositivas.»
Cuando volvió a mirar, los brazos de Deke estaban rectos. Ya no era Nixon; ahora era un árbitro de fútbol indicando falta. La cabeza de Deke parecía sentada sobre las tablas. Los ojos todavía estaban abiertos. Aún tenía la lengua fuera de la boca. —Oh, Cisco —musitó Randy, y de nuevo desvió la vista. Ahora, Randy sentía un dolor lacerante en los brazos y los hombros, pero seguía sosteniendo a la muchacha en sus brazos. Miró hacia el extremo más alejado del lago que estaba a oscuras. Las estrellas brillaban en el cielo negro, como fría leche derramada de algún modo allá en lo alto y suspendida en el espacio. «Ahora desaparecerá. Ya puedes mirar. De acuerdo, sí, bueno. Pero no mires. Sólo por seguridad, no mires. ¿Convenido? Convenido. Definitivamente.» Así que miró de todos modos y tuvo tiempo de ver los dedos de Deke que se deslizaban hacia abajo. Se movían; probablemente el movimiento del agua bajo la balsa se transmitía a la insondable cosa que había capturado a Deke, y ese movimiento se transmitía a los dedos de éste. Sí, probablemente, pero a Randy le pareció como si Deke le hiciera un gesto de despedida, como si le dijera adiós. Por primera vez notó una angustiosa sacudida en su mente, que pareció ladearse como la misma balsa se había ladeado cuando los cuatro estaban de pie en el mismo lado. Se enderezó por sí misma, pero Randy comprendió de súbito que la locura, la auténtica demencia, quizá no estaba tan lejos como había pensado. El anillo de Deke, un trofeo futbolístico ganado en los campeonatos de 1981, se deslizó lentamente del dedo anular de su mano derecha. La luz de las estrellas perfilaba el oro y jugaba en los diminutos canales entre los números grabados, 19 a un lado de la piedra rojiza, 81 en el otro. El anillo se separó del dedo; era demasiado grande para pasar por la grieta y, naturalmente, no podía comprimirse. Quedó allí. Era todo lo que ahora quedaba de Deke, el cual había desaparecido. No habría más chicas morenas de ojos negros, se
acabaron los golpecitos rápidos en el trasero de Randy con una toalla mojada cuando salía de la ducha, no habría más escapadas desde el centro del campo, con los seguidores levantándose entusiasmados en las gradas y las animadoras histéricas dando volteretas en las líneas de banda. Se acabaron las carreras rápidas al anochecer en el Camaro, con una cinta de Thin Lizzy sonando estruendosa en el cassette. Se acabó Cisco Kid. Volvió a oír aquel débil sonido áspero, como de un rollo de lona empujado lentamente a través de una rendija en una ventana. Randy estaba descalzo sobre las tablas. Bajó la vista y vio las ranuras a cada lado de sus pies, súbitamente llenas de la negrura viscosa. Sus ojos se desorbitaron. Pensó en cómo la sangre había brotado de la boca de Deke en forma de una cuerda casi sólida, en cómo los ojos de Deke sobresalían como si tuvieran muelles cuando las hemorragias causadas por la presión hidrostática reducían a pulpa su cerebro. «Me huele. Sabe que estoy aquí. ¿Puede subir? ¿Puede subir a través de las grietas? ¿Puede? ¿Puede?» Bajó la mirada, sin notar ahora el peso muerto de LaVerne. fascinado por la enormidad del interrogante, preguntándose qué sensación produciría aquella sustancia cuando fluyera sobre sus pies, cuando se aferrara a él. La cosa negra se irguió casi hasta el borde de las hendiduras (Randy se puso de puntillas sin tener conciencia de lo que hacía), y entonces descendió. Volvió a oírse el ruido sordo de lona restregada, y de repente Randy volvió a verla en el agua —un gran lunar oscuro, ahora quizá de cinco metros de diámetro, que subía y bajaba con las onda suaves, subía y bajaba, subía y bajaba, y cuando Randy empezó a ve los colores que latían de modo uniforme en la superficie, apartó la vista. Tendió a LaVerne, y en cuanto sus músculos perdieron la rigidez que los atenazaba, los brazos empezaron a estremecerse frenéticamente. Dejó que temblaran. Se arrodilló junto a ella, la cabellera extendida sobre las tablas blancas, formando un oscuro abanico irregular. Se arrodilló y contempló aquel lunar oscuro en el agua, preparado para alzarla de nuevo si veía que empezaba a moverse. Empezó a abofetearla ligeramente, primero en una mejilla y luego en la otra, adelante y atrás, como un segundo tratando de hacer volver en sí a
un púgil, pero LaVerne no quería volver en sí. LaVerne no quería apostar y recoger doscientos dólares. LaVerne había visto bastante. Pero Randy no podía custodiarla toda la noche, levantarla como un saco de lona cada vez que aquella cosa se moviera (y, además, uno no podía mirar la cosa durante demasiado tiempo). Pero se le ocurrió un truco, que no había aprendido en el instituto sino de un amigo de su hermano mayor. Este amigo había sido enfermero en Vietnam y sabía toda clase de trucos; cómo capturar piojos; un cuero cabelludo humano y hacerles correr en una caja de cerillas, cómo diluir cocaína en laxante de bebé, cómo coser cortes profundos con aguja e hilo ordinarios. Un día habían hablado de las maneras volver en sí a individuos abismalmente borrachos, a fin de que no se asfixiaran con sus propios vómitos y murieran, como le había ocurra Bon Scott, el dirigente de AC/DC. —¿Quieres hacer volver en sí a alguien a toda prisa? —dijo el amigo sosteniendo el catálogo de trucos interesantes entre sus manos— Prueba esto. Y le contó a Randy el truco que utilizó en esta ocasión. Se agachó y mordió, tan fuerte como pudo, el lóbulo de una oreja de LaVerne. La sangre caliente y amarga le salpicó la boca. Los párpados de LaVerne se abrieron como persianas. Gritó con una voz ronca, reverberante, y golpeó al muchacho. Randy alzó la vista y sólo vio el extremo de la cosa, pues el resto estaba ya debajo de la balsa. Se había movido en el más absoluto silencio con una velocidad espectral, horrible. Alzó de nuevo a LaVerne, aunque sus músculos lanzaban aullidos de protesta y trataban de acalambrarse. Ella le golpeaba el rostro, y uno de los golpes alcanzó su sensible nariz y le hizo ver estrellas rojas. —¡Basta! —gritó, arrastrando los pies sobre las tablas— ¡Basta, zorra, volvemos a tenerlo encima; para ya o te tiro al agua, te juro por Dios que lo hago! Los brazos de la muchacha dejaron de golpearle y se cerraron en silencio alrededor de su cuello, en una fatal y convulsa presa. Sus ojos parecían blancos a la luz de las estrellas.
—¡Basta! —insistió al ver que ella no le hacía caso— ¡Basta, LaVerne, me estás ahogando! Ella apretó más fuerte y Randy se sintió presa del pánico. El sonido hueco de los barriles había adquirido una nota más apagada, más sorda, y él suponía que era debido a la cosa que estaba debajo. —¡No puedo respirar! Ella aflojó un poco la presa. —Escucha bien. Voy a bajarte. Todo irá bien si... Pero «voy a bajarte» fue lo único que ella oyó. Sus brazos volvieron a tensarse en aquella mortífera presa. Él tenía la mano derecha en la espalda de la muchacha; la encorvó, formando una garra y la arañó. Ella pataleó, sollozando ásperamente, y por un momento Randy estuvo a punto de perder el equi
EL CAMIÓN DEL TÍO OTTO STEPHEN KING
Es para mí un gran alivio escribir esto. No he dormido bien desde que encontré a mi tío Otto muerto y a veces he llegado a preguntarme si me he vuelto loco... o si me volveré. En cierto modo todo hubiera sido una suerte, de no tener aquí, en mi despacho, el verdadero objeto, donde puedo verlo, tocarlo, sopesarlo. Pero no quiero tocar eso. Aunque a veces lo hago. Si no me lo hubiera llevado de aquella casa, cuando huí de ella, podría creer que no todo fue más que una alucinación... un invento de un cerebro agotado y sobreexcitado. Pero ahí está. Pesa. Puedo sopesarlo en mi mano. Todo ocurrió realmente. La mayoría de los que lean estas memorias no lo creerán, a menos que les haya ocurrido algo parecido. Encuentro que el hecho de que lo crean
y mi alivio se excluyen mutuamente, así que me encantará contarles la historia. Crean hasta donde quieran. Cualquier cuento de horror debería tener un origen o un secreto. El mío tiene ambas cosas. Empezaré por el origen contando cómo mi tío Otto, que era rico según los cánones del condado de Castle, tuvo la idea de pasar los últimos veinte años de su vida en una casita de una sola habitación, sin agua corriente, en un camino apartado de una pequeña ciudad. Otto había nacido en 1905, era el mayor de los cinco hermanos Schenk. Mi padre, nacido en 1920, era el más joven. Yo fui el hijo menor de mi padre, nacido en 1955, así que tío Otto siempre me pareció viejísimo. Como muchos alemanes diligente, mis abuelos llegaron a América con algún dinero. Mi abuelo se instaló en Derry, por la industria maderera, que conocía bien. Ganó dinero y sus hijos nacieron en un hogar acomodado. Mi abuelo murió en 1925. El tío Otto, que por entonces contaba veinte años, fue el único hijo que recibió la herencia completa. Se trasladó a Castle Rock y empezó a especular en bienes raíces. En el transcurso de los cinco años siguientes ganó mucho dinero negociando en madera y terrenos. Compró una gran casa en Castle Hill y disfrutaba de su posición de joven soltero, buen partido y relativamente apuesto (lo de «relativamente» lo digo porque llevaba gafas). Nadie le encontraba raro. Eso vino después. La Depresión le perjudicó, no tanto como a otros, pero le perjudicó. Conservó su gran casa de Castle Hill hasta 1933, cuando la vendió porque un extenso terreno boscoso se había puesto a la venta a un precio irrisorio y se obstinó en comprarlo. El terreno pertenecía a la Compañía Papelera de Nueva Inglaterra. La Papelera existe aún, y les aconsejaría que compraran acciones de la misma. Pero en 1933 la compañía ofrecía enormes terrenos a precio de saldo en un esfuerzo por mantenerse a flote. ¿Cuánta tierra quería mi tío? El título de propiedad original se ha perdido, y los cálculos difieren pero según lo que todos dicen, superaba los cuatro mil acres. La mayor parte se encontraba en Castle Rock, pero se
extendía también hasta Waterford y Harlow. La Papelera pedía dos dólares y medio por acre si el comprador se quedaba con todo. El precio total sumaba diez mil dólares. El tío Otto no podía reunir aquel dinero, así que buscó un socio, un yanqui llamado George McCutcheon. Si viven ustedes en Nueva Inglaterra conocerán el nombre Schenk y McCutcheon; hace tiempo que se vendió la compañía, pero hay todavía ferreterías Schenk y McCutcheon en cuarenta ciudades de Nueva Inglaterra, y serrerías Schenk y McCutcheon desde Central Falls hasta Derry. McCutcheon era un hombre corpulento con una gran barba negra. Usaba gafas, como mi tío Otto, y también había heredado dinero. Debió de ser bastante, porque entre él y mi tío Otto compraron todo aquel terreno boscoso sin ningún problema. Ambos eran, en el fondo, unos piratas, y se llevaban bien. Su sociedad duró veintidós años, hasta el año en que yo nací, y sólo conocieron prosperidad. Pero todo empezó con la adquisición de aquellos cuatro mil acres, y los exploraron en el camión de McCutcheon, recorriendo los caminos del bosque y siguiendo los pasos de los madereros, en primera la mayor parte del tiempo, tambaleándose sobre pasarelas y salpicándose al pasar por los charcos de agua, McCutcheon al volante la mayor parte del tiempo, y mi tío Otto el resto. Ignoro cómo McCutcheon se procuró aquel camión. Era un Cresswell, una marca que ya no existe. Tenía una enorme cabina pintada de rojo, guardabarros y arranque eléctrico, pero si fallaba podía dársele a la manivela, aunque a veces se despistaba y podía romperte el hombro si no ibas con cuidado. Tenía unos seis metros de largo, con los laterales de la caja de estacas, pero lo que recuerdo mejor de aquel camión es el morro. Lo mismo que la cabina, era rojo como la sangre. Para llegar al motor había que levantar dos aletas de acero, una de cada lado. El radiador alcanzaba al pecho de un hombre alto. Era una máquina fea, monstruosa. El camión de McCutcheon se estropeó y fue reparado, volvió a estropearse y lo volvieron a reparar. Cuando por fin el Cresswell exhaló su último suspiro, lo hizo de forma espectacular. McCutcheon y tío Otto subían por la carretera de Black Henry un día del año 1953 y, según la propia confesión de tío Otto, ambos estaban
«rematadamente borrachos». Tío Otto puso la primera para subir por Trinity Hill. Aquello estuvo bien pero borracho como estaba no se le ocurrió volver a cambiar la marcha al emprender la bajada. El agotado y viejo motor del Cresswell se recalentó. Ni tío Otto ni McCutcheon se fijaron en que la aguja de la temperatura se había disparado. Al llegar al pie de la colina, una explosión hizo saltar las aletas del capó como si fueran las alas de un dragón rojo, y el tapón del radiador saltó hacia el cielo de verano. El chorro de humo se elevó como un géiser. Saltó el aceite sobre el parabrisas, inundándolo. Tío Otto pisó el freno, pero el Cresswell había adquirido la mala costumbre de perder líquedo de frenos y el pedal se hundió hasta el fondo. Como no veía nada se salió de la carretera, primero a una cuneta y luego fuera de ella. Si el Cresswell se hubiera calado, las cosas no hubiesen ido tan mal. Pero el motor siguió funcionando y los pistones petardearon como si fuese Cuatro de Julio y luego estallaron. Uno de ellos, según tío Otto, perforó su puerta. Por el agujero que le hizo podía pasarse el puño. Al final fueron a parar a un campo de flores amarillas. Hubieran disfrutado de una preciosa vista de las White Mountains si el parabrisas no hubiera estado cubierto de aceite Diamond Gem. Éste fue el último paseo del Cresswell de McCutcheon; jamás volvió a moverse de aquel campo. Los dos hombres se apearon para examinar los daños. Ninguno de los dos era mecánico, pero tampoco había que serlo para darse cuenta de que la herida era mortal. Tío Otto estaba abochornado, o al menos eso le dijo a mi padre, y ofreció pagar la reparación del camión. George McCutcheon le respondió que no dijese tonterías. McCutcheon estaba extasiado. Había echado un vistazo al campo, al paisaje de las montañas, y había decidido que aquél era el lugar donde construiría su hogar cuando se retirara. Se lo dijo así a tío Otto, con el tono que uno suele emplear para una conversación religiosa. Volvieron andando a la carretera y consiguieron que el camioncillo de la panadería Cushman, que pasaba a la sazón, les llevara de regreso a Castle Rock. McCutcheon dijo a mi padre que había sido un milagro, que el lugar perfecto que había estado buscando había estado allí todo el tiempo, en aquel campo ante el que pasaban dos o tres veces por semana sin mirarlo siquiera. La mano de Dios, insistió, sin imaginar que iba a morir en aquel campo dos años más tarde, aplastado por su propio camión... el camión que pasó a ser propiedad de tío Otto cuando McCutcheon murió. McCutcheon hizo que Billy Dodd enganchara su grúa al Cresswell y lo girara de frente a la carretera. Así podría velo, dijo, cada vez que pasara
por allí, y saber que cuando Dodd volviera a engancharlo a la grúa para llevárselo definitivamente, sería porque llegaban los constructores para construir su casa. Era un sentimental, pero no lo suficiente para perderse la oportunidad de ganar un dólar. Cuando un año después, un maderero llamado Baker le ofreció comprar las ruedas del Cresswell, incluidos los neumáticos, McCutcheon aceptó sin pestañear los veinte dólares del maderero. También encargó a Baker que pusiera bloques bajo el camión para que se quedara levantado. Dijo que no quería pasar por delante y velo en el campo medio cubierto por el heno, las hierbas y las flores amarillas, como si se tratara de un trasto viejo. Baker lo hizo. Un año más tarde, el Cresswell se salió de sus bloques y aplastó a McCutcheon. Los viejos del lugar disfrutaban contando la historia, y siempre agregaban que esperaban que el viejo Georgie hubiera disfrutado los veinte dólares que había sacado de las ruedas. Yo crecí en Castle Rock. Cuando nací, mi padre llevaba trabajando diez años para Schenk y McCutcheon, y el camión que había pasado a ser propiedad de tío Otto, junto con todo lo que McCutcheon poseía, fue un punto de referencia en mi vida. Mi madre compraba en casa de Warren, en Brigton, y la carretera de Black Henry era el camino que llevaba allí. Así que todas las veces que íbamos, allí estaba el camión, en medio del campo, con las White Mountains al fondo. Ya no estaba sobre los bloques, pero la sola idea de lo que había ocurrido era suficiente para que un chiquillo de pantalón corto se echara a temblar. Estaba allí en verano; en otoño le rodeaban los olmos rojos, plantados en los tres lados del campo, como antorchas; en invierno, la nieve le llegaba hasta los faros, así que parecía un mastodonte debatiéndose en arenas movedizas; en primavera, cuando el campo era un lodazal, como un pantano, uno se preguntaba por qué no se hundía en la tierra. De no haber sido por la base de buena piedra de Maine, tal vez hubiera ocurrido así. Pero allí estaba, a lo largo de las estaciones de todos los años. Una vez incluso estuve dentro. Mi padre se detuvo a un lado de la carretera, un día en que íbamos camino de la feria de Fryeburg me cogió de la mano y me llevó al campo. Esto debió de ser en 1960 o 1961, supongo. Yo tenía miedo al camión. Había oído la historia de cómo había caído y aplastado al socio de mi tío. Lo había oído contar en la barbería, sentado inmóvil detrás de la revista Life que no sabía leer, escuchando a los hombres que contaban cómo había sido aplastado el viejo Georgie y cómo esperaban que hubiera disfrutado los veinte dólares que sacó de
aquellas ruedas. Uno de ellos –pudo haber sido Billy Dodd, el padre del pobre Frank-, dijo que McCutcheon parecía una «calabaza aplastada por la rueda de un tractor». Eso me obsesionó durante meses, pero mi padre, claro, no tenía la menor idea de ello. Mi padre sólo pensó que a lo mejor me gustaría sentarme en la cabina del viejo camión; se había fijado en cómo lo miraba todas las veces que pasábamos, y supongo que debió tomar mi miedo por admiración. Recuerdo las flores, con su vívido color amarillo apagado por el frío de octubre. Recuerdo el sabor gris del aire, un poco amargo, un poco picante y el color plateado de la hierba muerta. Recuerdo el rumor de nuestros pasos. Pero lo que más recuerdo es el tamaño del camión, que cada vez parecía mayor y mayor... y la mueca de su radiador, y el rojo sangre de su pintura, el cristal turbio del parabrisas. Recuerdo que el miedo me envolvió en una oleada fría y gris cuando mi padre me cogió por debajo de los brazos y me subió a la cabina, diciéndome: «¡Condúcelo hasta Pórtland, Quentin, venga! » Recuerdo el aire resbalando sobre mi cara a medida que me subía y de pronto cómo el sabor límpido fue reemplazado por el olor del aceite Diamon Gem rancio, curo viejo, excrementos de rata y –lo juro- sangre. Recuerdo mis esfuerzos por no llorar mientras mi padre me miraba sonriente, convencido de que me estaba proporcionando una gran emoción (como así era, aunque no del signo que creía él). Tuve la certeza de que se alejaría, o por lo menos que me daría la espalda, y que entonces el camión me comería... me comería vivo. Y lo que escupiría parecería masticado y desgarrado y... y como estallado. Como una calabaza aplastada por la rueda de un tractor. Empecé a llorar y mi padre, que era el mejor de los hombres, me bajó, me consoló y me devolvió al coche. Me llevó en brazos, sobre el hombro, y mientras yo miraba el camión que se iba alejando, plantado allí en el campo, con su enorme radiador, y el gran orificio donde se metía la manivela, que parecía la cuenca de un ojo vacía, mal colocada, y quería poder decirle que había olido a sangre y que por eso había llorado. Pero no supe cómo decírselo. En todo caso, me temo que no me hubiera creído. Como un chiquillo de cinco años que creía aún en Papá Noel, en el Ratón Pérez de los dientes y en los Reyes Magos, también creía que el pánico que me había embargado cuando mi padre me aupó a la cabina
del camión, procedía del camión. Me llevó veintidós años decidir que no fue el Cresswell el asesino de George McCutcheon, sino tío Otto. El Cresswell fue un punto de referencia en mi vida. Si explicabas a alguien cómo tenía que ir de Bridgeton a Castle Rock, le decías que para tener la seguridad de que iban por el buen camino, tenían que ver un viejo camión rojo, a la izquierda, plantado en un campo de heno a unas tres millas más o menos, después de salir de la 11. Con frecuencia solían verse turistas aparcados en la cuesta (a veces se quedaban anclados allá, siempre motivo para reírnos) fotografiando las White Mountains con el camión del tío Otto en primer término para hacer más pintoresca la vista... Durante mucho tiempo mi padre llamó al Cresswell »el Trinity Hill Memorial al Camión Turístico», pero luego lo dejó. Para entonces, la obsesión de tío Otto por el camión se había hecho excesiva para resultar divertida Esto en cuanto al origen. Ahora el secreto. De que él mató a McCutcheon es lo único de que estoy absolutamente seguro. «Despachurrado como una calabaza», decían los sabios de la barbería. Uno de ellos añadió: «Apuesto a que estaba arrodillado frente a ese camión rezando como uno de esos árabes a Alá. Estaban majaretas, los dos. Miren, si no, cómo terminó Otto Schenk, en aquella casita que creyó que la ciudad aceptaría como escuela, y tan tocado como una rata de cloaca. » Esto lo escuchaban con miradas cómplices, porque para entonces ya creían que tío Otto estaba chiflado..., oh sí, pero no había uno solo al que la visión de McCutcheon de rodillas ante el camión «como uno de esos árabes rezando a Alá», le pareciera sospechosa o excéntrica. Los rumores son siempre algo peligroso en una pequeña ciudad; se acusa a la gente de ladrones, adúlteros, cazadores furtivos y estafadores por la más insignificante sospecha o la más absurda deducción. Estoy seguro de que casi siempre el rumor empieza por puro aburrimiento. Pienso que lo que evita que la cosa pase a ser grave y malintencionada – que es como muchos novelistas han pintado la vida en las pequeñas comunidades, desde Nathaniel Hawthorne- es que la mayoría de los chismorreos salidos de la línea telefónica común, las tiendas de alimentación y las barberías son curiosamente ingenuos... Es como si toda esa gente contara con la mezquindad y la bajeza, o la inventara, pero que la maldad auténtica y consciente estuviera más allá de su
concepción, incluso cuando la tienen flotando ante sus ojos como la alfombra mágica de uno de esos árabes de las historias mágicas. Me preguntarán cómo sé que lo hizo. ¿Solamente porque estaba con McCutcheon aquel día? No. Por el camión Cresswell. Cuando su obsesión empezó a dominarle, se fue a vivir enfrente, en aquella casita... aunque en los últimos años de su vida sintió un miedo mortal del camión aparcado al otro lado del camino. Creo que tío Otto llevó a McCutcheon al campo, donde el Cresswell estaba sobre sus bloques, haciéndole hablar de sus planes para la casa. McCutcheon estaba siempre dispuesto a hablar de su casa y de su próximo retiro. Una compañía más importante que la suya les había hecho una buena oferta –no voy a decir su nombre, pero si lo hiciera la conocerían-, y McCutcheon quería aceptarla. Tio Otto no. Desde la primavera, ambos socios habían discutido la oferta. Creo que su desacuerdo fue la razón por la que Otto decidió deshacerse de su socio. Creo que mi tío se preparó para quel momento haciendo dos cosas: primero, minando los bloques que sostenían el camión y, segundo, clavando en el suelo delante del camión algo donde MxCutcheon pudiera verlo. ¿Qué clase de cosa? No lo sé. Algo brillante. ¿Un diamante? ¿Un trozo de cristal? No importa. Algo que relucía al sol. A lo mejor McCutcheon lo vio. Si no, pueden estar seguros de que tío Otto se lo hizo ver. «¿Qué es eso?» preguntaría, señalándolo. «No lo sé», contestaría McCutcheon. McCutcheon se arrodilló frente al Cresswell, igual que uno de ésos árabes rezando a Alá, intentando sacar el objeto del suelo, mientras mi tío se iba a la parte trasera del camión. Un empujón y todo se vino abajo, aplastando a McCutcheon, despachurrándole como una calabaza. Sospecho que era demasiado duro para morir fácilmente. En mi imaginación le veo bajo el capó del Cresswell, sangrando por la nariz y boca y las orejas, con sus ojos oscuros suplicando a mi tío que fuera en busca de ayuda. Rogando, suplicando... y finalmente maldiciendo a mi tío, jurándole que le mataría, acabaría con él... y mi tío allí, contemplándole, con las manos en los bolsillos, hasta que todo terminó. Después de la muerte de McCutcheon mi tío no tardó en hacer cosas que, en un principio, los sabios de la barbería calificaron de raras, luego de peculiares, y después como «extrañas locuras». Cosas que
finalmente hicieron que se le calificara, en el argot de la barbería como «tan loco como una rata de cloaca»; habían existido siempre, pero no parecía caber la menor duda de que sus peculiaridades empezaron justo en el momento en que murió McCutcheon. En 1965, tío Otto había hecho construir una casita de una sola habitación al otro lado de la carretera, frente al camión. Se habló mucho de lo que el viejo Otto Schenk estaría tramando allá arriba, en el camino a Black Henry, en Trinity Hill, pero la sorpresa fue general cuando tío Otto dio por terminada la casita haciendo que Chuckie Barger le diera una mano de pintura roja brillante y anunciando a continuación que era un regalo para la ciudad. «Una bonita escuela nueva», dijo, y lo único que pidió fue que le pusieran el nombre de su difunto socio. Los prohombres de Castle Rock se quedaron estupefactos. Los demás, también. Casi toda la gente de Castle Rock había ido a una escuela de una sola aula (o creían haber ido, que viene a ser lo mismo). Pero todas las escuelas de ese tipo habían desaparecido de Castle Rock en 1965. La última de ellas, la Escuela Castle Ridge, había cerrado el año anterior. Ahora era la Pizzería de Steve, en la carretera 117, Por entonces la ciudad poseía una escuela de cristal y cemento, en Carbine Street. Como resultado de su excéntrico ofrecimiento, tío Otto pasó de ser «raro» a un «condenado loco». Los concejales le enviaron una carta (ni uno solo de ellos se atrevió a visitarle en persona) dándole amablemente las gracias y confiando en que se acordaría de la ciudad en el futuro, pero rechazando la pequeña escuela, alegando que las necesidades educativas de los niños de la ciudad estaban perfectamente cubiertas. Tío Otto montó en cólera. ¿Recordar a la ciudad en un futuro?, protestó ante mi padre. Ya lo creo que se acordaría de ellos, pero no como esperaban. Él no se había caído de un carro de heno, no. Él sabía distinguir muy bien un halcón de una sierra. Y si lo que querían era enfrentarse a él en una competición de meadas, dijo, descubrirían que podía mear como una mofeta que acabara de beberse un barril de cerveza. -¿Y ahora qué? –preguntó mi padre. Estaban sentados ante la mesa de la cocina de nuestra casa. Mi madre se había llevado la costura arriba. Decía que tío Otto no le gustaba; decía que olía como un hombre que se baña una vez al mes, «y tan rico» añadía siempre con un respingo. Creo que su olor la molestaba de
verdad, pero también pienso que le tenía miedo. En 1965 tío Otto había empezado a tener un aspecto tan peculiar como su comportamiento. Andaba vestido con un pantalón verde, de obrero, sujeto con tirantes, ropa interior de invierno y unos zapatones amarillos. Sus ojos se movían en direcciones opuestas mientras hablaba. -¿Eh? -¡Que qué vas a hacer con la casa ahora? -Vivir en ella, maldita sea –respondió tío Otto, y así lo hizo. La historia de sus últimos años no tiene mucho que merezca contarse. Sufrió el tipo de locura y de fin que uno lee con frecuencia en los periódicos sensacionalistas: «Millonario muere de inanición en un piso barato», «La pordiosera era rica, revelan los archivos del banco», «Olvidado prohombre de la banca muere en soledad». Se trasladó a la casita roja, que últimamente se había vuelto de un rosa pálido y apagado, a la semana siguiente. Un año después vendió el negocio por el cual había cometido un asesinato. Sus excentricidades se habían multiplicado, pero su sentido del negocio no le había abandonado, y obtuvo una buena ganancia, mejor dicho impresionante. Así que allí estaba tío Otto, con una fortuna de unos siete millones de dólares, instalado en aquella casucha en la carretera de Black Henry. Su casa en la ciudad estaba cerrada a cal y canto. Ya había pasado de «condenado loco» a «rata de cloaca». La siguiente progresión se expresió de una forma menos colorida, más ominosa: «Puede que sea peligroso». Ésta va siempre seguida de la reclusión. A su manera, tío Otto se hizo tan célebre como el camión del otro lado del camino, aunque dudo que alguna vez los turistas quisieran fotografiarle. Se había dejado la barba, que se le volvió amarillenta, como teñida por la nicotina de sus cigarrillos. Había engordado mucho. Las mejillas le colgaban en una papada flácida. La gente solía verle de pie en el umbral de su extraña casita, solo, inmóvil, mirando el camino y el campo de enfrente. Mirando al camión... su camión.
Cuando tío Otto dejó de venir a la ciudad, fue mi padre el que se preocupó de que no muriera de hambre. Le llevaba provisiones todas las semanas, y las pagaba de su propio bolsillo porque Otto nunca se las pagó... supongo que nunca pensó en ello. Papá murió dos años antes que tío Otto, cuya fortuna terminó yendo a la Universidad de Maine, departamento de bosques. Tengo entendido que se mostraron encantados. Teniendo en cuanta la cantidad, había que estarlo. Después de sacar mi carnet de conducir en 1972, con frecuencia le llevé sus provisiones semanales. Al principio tío Otto me miraba con suspicacia, pero pasado un tiempo empezó a distenderse. Fue tres años más tarde en 1975, cuando me dijo por primera vez que el camión se iba acercando a su casa. A la sazón yo asistía a la Universidad de Maine, pero en vacaciones de verano iba a casa y volvía a mi vieja rutina de llevarle las provisiones semanales. Estaba sentado ante su mesa, fumando, mirando cómo guardaba las conservas y escuchándome hablar. Pensé que tal vez había olvidado quién era yo; a veces lo hacía... o lo simulaba. En una ocasión me puso la carne de gallina, gritándome desde la ventana: «¿Eres tú, George? », mientras yo subía hacia la casa. En aquel día de julio de 1975 interrumpió la conversación que mantenía con él para preguntarme con dureza: -¿Qué piensas de ese camión, Quentin? Lo inesperado de la pregunta provocó una respuesta sincera. -Cuando tenía cinco años me mojé los pantalones en la cabina de ese camión –dije-. Y creo que si volviera a subir ahora, volvería a mojármelos. Tío Otto rió un buen rato. Me volví y le miré asombrado. No recordaba haberle oído reír nunca. Su risa terminó en un acceso de tos que le coloreó las mejillas. Luego me miró con ojos brillantes. -Se está acercando, Quent. -¿Qué, tío Otto? –pregunté.
Creí que había dado uno de sus desconcertantes altos de un tema a otro, que a lo mejor quería decir que se acercaba Navidad, o el milenio, o el regreso de Cristo. -Ese maldito camión –contestó mirándome fijamente de un modo que no me gustó nada-. Cada año se va acercando más. -¿De verdad? –pregunté cauteloso, pensando que aquello era una idea bastante desagradable. Miré al Cresswell, al otro lado de la carretera, rodeado de heno y con las White Mountains de fondo... y por un momento me pareció que realmente estaba más cerca. Después parpadeé y se esfumó la ilusión. El camión, naturalmente, estaba donde siempre. -Oh, sí –insistió-. Cada año se acerca un poco más. -Vaya. A lo mejor necesitas gafas. Yo no veo ninguna diferencia, tío Otto. -¡Claro que no la ves! Tampoco puedes ver cómo se mueve la aguja de las horas en tu reloj de pulsera, ¿verdad? Esa maldita cosa se mueve demasiado despacio para poder verla... a menos que la vigiles todo el tiempo. Exactamente como yo hago. -Me guiñó el ojo y me estremecí. -¿Y por qué iba a moverse? –pregunté. -Porque viene por mí, por eso. Ese camión me tiene siempre presente. Cualquier día entrará aquí y todo terminará. Me aplastará como hizo con Mac, y será mi final. Esto me llenó de pánico. Su tono razonable fue lo que más asustó. El modo en que reaccionan los jóvenes ante el miedo es la broma. -Si tanto te preocupa, tío Otto, deberías trasladarte a tu casa de la ciudad –le dije, y por la forma en que le hablé nadie hubiera supuesto que tenía el espinazo erizado. Me miró, y luego al camión al otro lado de la carretera: -No puedo, Quentin –dijo-. A veces un hombre tiene que quedarse en su sitio y esperar a que le llegue. -¿Esperar qué, tío? –pregunté, aunque ya suponía que se refería al camión.
-Al destino. –Y volvió a guiñarme el ojo, pero parecía muy asustado. Mi padre enfermó en 1979, con una dolencia de riñón que pareció mejorar justo unos días antes de que le matara. A lo largo de innumerables visitas a hospitales, en el otoño de aquel año mi padre y yo hablamos mucho de tío Otto. Mi padre había empezado a sospechar lo que realmente pudo haber ocurrido en 1955, sospechas que fueron la base de otras más serias. Mi padre no tenía la menor idea de la gravedad o la profundidad, de lo seria que se había vuelto la obsesión de tío Otto con el camión. Yo sí. Pasaba todo el día en la puerta de su casa mirándolo. Mirándolo como un hombre que mira su reloj para ver moverse la manecilla de las horas. En 1981 tío Otto había perdido la poca cordura que le quedaba. A un hombre más pobre ya le habrían encerrado hacía años, pero tanto millones en el banco hacen que se perdonen muchas locuras en una ciudad pequeña... especialmente si cierta gente cree que puede haber algo, en el testamento del loco, para el municipio. Aún así, en 1981 la gente empezó a comentar seriamente sobre la posibilidad de internar a tío Otto por su propio bien. Aquella expresión lisa y mortífera, «quizá sea peligroso», ya pesaba más que «rata de cloaca». Había empezado a salir a orinar al borde de la carretera, en lugar de adentrarse en el bosque donde tenía su retrete. A veces amenazaba al Cresswell con el puño mientras lo hacía, y más de una persona al pasar en su coche pensó que tío Otto les amenazaba a ellos. El camión, con sus pintorescas White Mountains de fondo, era una cosa; tío Otto orinando al borde del camino, con los tirantes colgando hasta las rodillas, era algo distinto. Eso no era ninguna atracción turística. Para entonces ya vestía yo un traje de ciudad en lugar de los tejanos propios de un estudiante, en la época en que le llevaba las provisiones semanales, pero seguía llevándoselas. También traté de disuadirle de que dejara de hacer sus cosas en la carretera, por lo menos en verano, cuando toda la gente procedente de Michigan, Missouri y Florida solían circular por allí y le veían. Pero no conseguí nada. No podía pensaar en estas nimiedades cuando tenía un camión por el que preocuparse. Su obsesión con el Cresswell era ya una fijación. Ahora aseguraba que ya estaba en su lado de la carretera... en mitad de su patio, según decía.
-Anoche desperté a eso de las tres, y allí estaba, junto a mi ventana, Quentin –dijo-. Lo vi, con la luz de la luna reflejada en su parabrisas, a pocos metros de donde yo yacía, y casi se me paró el corazón. Casi se me paró, Quentin. Le saqué fuera y le hice ver que el Cresswell estaba donde siempre había estado, al otro lado del camino donde McCutcheon había pensado edificar. No sirvió de nada. -Eso es lo que tú ves, muchacho –declaró con un loco e infinito desprecio, con un cigarrillo temblando en una mano y con los ojos girando alocadamente-. Eso es lo que tú ves. -Tío Otto –dije tratando de aligerar la cosa-, lo que ves es lo que recibes. Fue como si no lo hubiera oído. -El muy maldito por poco me atrapa –murmuró. Sentí un escalofrío. No tenía aspecto de loco. De desgraciado sí, y ciertamente aterrorizado... pero no loco. Por un momento me acordé de mi padre izándome a la cabina de aquel camión. Recordé el olor a aceite, cuero... y sangre-. Por poco me atrapa –repitió. Y tres semanas más tarde, lo hizo. Yo fui quien le encontró. Era un miércoles por la noche y yo había subido con dos bolsas de provisiones en el asiento trasero, como hacía casi todos los miércoles por la noche. Era una noche pegajosa y sofocante. De vez en cuando se oía tronar a la distancia. Recuerdo que me sentía nervioso mientras subía por la carretera de Black Henry en mi Pontiac, extrañamente seguro de que algo iba a ocurrir, ero tratando de convencerme de que sólo se trataba de la baja presión atmosférica. Di la vuelta a la última curva, y en el momento preciso en que la casita de mi tío apareció a la vista, experimenté una extraña alucinación... Por un instante creí que el condenado camión estaba en su patio, enorme y pesado con su pintura roja y sus podridos laterales. Busqué el pedal de freno, pero antes de que mi pie llegara a pisarlo parpadeé y la ilusión se desvaneció. Pero supe que tío Otto estaba muerto. Ni trompetazos ni destellos; sólo la simple convicción, como saber dónde están los muebles en una habitación conocida.
Llegué al patio y bajé del coche, dirigiéndome a la casa a toda prisa. La puerta estaba abierta; nunca cerraba con llave. Una vez le pregunté por qué lo hacía y me explicó, como se explica un hecho obvio a un tonto, que el cerrar la puerta no impediría la entrada del Cresswell. Yacía en la cama, a la izquierda de la única habitación, porque la cocina estaba a la derecha. Vestía sus pantalones verdes y la camiseta de invierno, con los ojos abiertos y vidriosos. No creo que llevara muerto más de dos horas. No había moscas ni apestaba, aunque el día había sido brutalmente caluroso. -¿Tío? –dije a media voz, sin esperar que me respondiera. Uno no yace en la cama con los ojos abiertos por gusto. Si algo sentí en aquel momento, fue alivio. Todo había terminado-. ¿Tío Otto? –insistí acercándome-. Tío... Me paré en seco al ver lo deformada que tenía la cara, hinchada y torcida. Viendo que sus ojos no miraban fijamente sino que tenía una expresión vacía, torcidos hasta el ventanuco que había encima de la cama. «Anoche desperté a eso de las tres, y allí estaba, junto a mi ventana, Quentin. Por poco me atrapa.» «Despachurrado como una calabaza», había oído decir a uno de los sabios de la barbería mientras yo, sentado, fingía leer la revista Life, oliendo el perfume de Vitalis y de la brillantina Wildroot. «Por poco me atrapa, Quentin.» Había cierto tufo allí... pero no de barbería, y no sólo el hedor de un viejo sucio. Olía a aceite, como un garaje. -¿Tío Otto? –musité, y mientras me acercaba a la cama, me sentí disminuir, no solamente en tamaño sino en años... veinte, quince, diez, ocho, seis y finalmente cinco. Vi mi temblorosa manita tenderse hacia su hinchada cara. Al tocar mi mano su cara, levanté los ojos y la ventana estaba ocupada por el brillante parabrisas del Cresswell, y aunque sólo fue un segundo, podría jurar sobre la Biblia que no fue una alucinación.
El Cresswell estaba allí, asomado a la ventana, a menos de metro y medio de distancia. Apoyé los dedos en la mejilla de tío Otto, y el pulgar en la otra, porque quería investigar, su pongo, su extraña hinchazón. Cuando descubrí al camión en la ventana, mi mano trató de cerrarse en puño, olvidando que abarcaba la mandíbula del cadáver. En aquel instante el camión desapareció, se desvaneció como el fantasma que supongo era. Y en el mismo momento oí un espantoso ruido de chorro. Un líquido caliente me mojó la mano. Bajé los ojos y lo vi, y entonces empecé a gritar. De la boca y nariz de tío Otto salía aceite a borbotones. También salía aceite por sus ojos, como lágrimas. Aceite Diamond Gem, el aceite reciclado que puede comprarse en garrafas de plástico de cinco litros, el aceite que McCutcheon había utilizado siempre para su Cresswell. Pero no era solamente aceite lo que le salía de la boca. Seguí chillando un rato, incapaz de moverme, incapaz de apartar mi aceitosa mano de su cara, incapaz de apartar mis ojos de aquella cosa grande y grasienta que le salía de la boca... aquella cosa que había distorsionado tanto la forma de su rostro. Al fin cedió mi parálisis y salí huyendo de la casa, sin dejar de chillar. Crucé el patio corriendo hacia mi Pontiac, subí y me alejé del lugar. Las provisiones para tío Otto cayeron del asiento al suelo. Los huevos se rompieron. Fue milagroso que no me matara en los dos primeros kilómetros... Miré el cuentakilómetros y vi que rebasaba en mucho el límite de velocidad. Me paré y respiré profundamente hasta recuperar cierto control. Pensé que no podía dejar a tío Otto tal como lo había encontrado; despertaría demasiada curiosidad. Tenía que regresar. Además, he de reconocerlo, la curiosidad me embargaba. Una curiosidad malsana. Ojalá no la hubiera sentido, ojalá me hubiera resistido; en verdad, ojalá hubiera dejado que fueran y formularan sus preguntas. Pero volví. Me quedé unos minutos delante de su puerta... de pie, casi en el mismo lugar y en la misma postura que él solía adoptar cuando contemplaba aquel camión. Y allí llegué a esta conclusión: allá en el campo, el camión estaba en una posición distinta, ligeramente distinta.
Luego entré. Las primeras moscas empezaban a revolotear y zumbar junto a su rostro. Podía ver las marcas de aceite en su cara: el pulgar a la izquierda, tres dedos a la derecha. Miré nerviosamente hacia la ventana donde había visto al Cresswell, después fui hasta su cama. Saqué el pañuelo y borré las huellas. Luego me incliné y abrí la boca de tío Otto. Lo que cayó de ella fue una bujía Champion, una del viejo modelo MaxyDuty, casi tan grande como un puño. La cogí y me la llevé. Ojalá no lo hubiera hecho, pero en aquel momento era presa del horror. Habría sido más aconsejable no tener ese objeto conmigo, en mi despacho, donde puedo verlo, cogerlo y sopesarlo... la bujía de 920 que saqué de la boca de tío Otto. Si no la tuviera conmigo, si no me la hubiera llevado cuando salí huyendo de la casita por segunda vez, quizá hubiera podido tratar de creer que todo (no solamente ver el Cresswell, desde la carretera, pegado a la casa como un enorme perro colorado, sino todo) había sido únicamente una alucinación. Pero aquí la tengo; le da la luz. Es auténtica. Pesa. «El camión se acerca cada año un poco más», me había dicho tío Otto, y ahora me parece que tenía razón, pero ni siquiera tenía la menor idea de lo cerca que podía llegar el Cresswell. El veredicto de la ciudad fue que tío Otto se había suicidado tragando aceite, y fue la comidilla de una semana en Castle Rock. Carl Durkin, el encargado de la funeraria, dijo que cuando los médicos lo abrieron para la autopsia, encontraron casi un litro de aceite en su interior... y no solamente en el estómago. Todo su organismo estaba lubricado. Lo que la gente de la ciudad quería saber era qué había hecho con la garrafa de plástico. Porque jamás encontraron ninguna. Tal como he dicho, la mayoría de los que lean este relato no lo creerán, a menos que les haya ocurrido algo parecido. Pero el camión aún sigue en su campo... y, créanlo o no, todo aquello sucedió.
LA EXPEDICIÓN STEPHEN KING
—Último aviso para la Expedición 701 —anunció una agradable voz femenina en el Vestíbulo Azul de la terminal de Port Authority, Nueva York. El edificio no había sufrido demasiados cambios en los últimos trescientos años. Seguía dando la impresión, un tanto siniestra, de estar a punto de derrumbarse. Tal vez la anónima voz femenina fuera lo único agradable allí. —Es la Expedición para Whitehead, Marte —prosiguió la voz—. Todos los pasajeros provistos de billetes deberán reunirse en la sala de embarque del Vestíbulo Azul. Por favor, asegúrense de que todos sus documentos estén en regla. Muchas gracias. La sala de embarque no tenía nada de tétrico. Una moqueta, color gris perla, cubría enteramente el suelo. De las paredes, de un blanco indescriptible, colgaban grabados más o menos abstractos. En el techo, una gama de colores bastante acertada conformaba un conjunto atractivo a los ojos. Había alrededor de cien tumbonas dispuestas en perfectas filas de a diez. Cinco auxiliares del Servicio de Expediciones ofrecían vasos de leche a los pasajeros, animándoles con comentarios amables, reconfortantes. En uno de los extremos de la sala, dos guardias custodiaban la puerta de entrada. Uno de los empleados de la compañía examinaba atentamente los papeles de un recién llegado, un sujeto con cara de liebre y un ejemplar del New York World-Times bajo el brazo. En el lado opuesto del recinto, el suelo iniciaba un suave descenso hasta desembocar en una especie de rampa que conducía a un túnel de unos dos metros de ancho por el doble de largo, desnudo, sin puertas. Mark Oates, su mujer Marilys y sus dos hijos esperaban en sus tumbonas, cerca de la salida. —Papá, ¿por qué no me explicas ahora lo de la Expedición? —preguntó Ricky—. Lo habías prometido. —Sí, papá, lo habías prometido —añadió Patricia, con una risita estúpida. Enfrente, un individuo con todo el aspecto de dedicarse a los negocios y la misma constitución que un toro de lidia, los miró de soslayo, sin decir
palabra. Tendido en su tumbona, con unos zapatos maravillosamente lustrosos, hojeaba sus papeles. El rumor de las conversaciones en voz baja y el apagado ajetreo de los que iban llegando acabó por llenar completamente la sala. Mark guiñó un ojo a Marilys, que le correspondió, aunque parecía tan asustada como Patty. «¿Por qué no?», se preguntó Mark. Era la primera vez que metía a su familia en una aventura semejante. Hacía ya varios meses que la compañía para la que trabajaba, la Texaco Water, le había informado de su próximo traslado a Whitehead City. Pasaron semanas enteras, Marilys y él, discutiendo las ventajas e inconvenientes de que la familia en pleno le siguiera a su nuevo destino. Por fin después de arduas deliberaciones, decidieron que era mejor que todos ellos se trasladaran a Marte durante los dos años que él tendría que pasar allí. Miró su reloj: todavía faltaba casi media hora para la partida. Tenía tiempo para contar toda la historia. Se dijo que tal vez de esa manera lograra distraer a los niños y evitar que se pusieran nerviosos. Y tal vez hasta Marilys llegara a relajarse un poco. —De acuerdo —dijo. Ricky y Pat le miraban atentamente. Ricky tenía doce años y Pat, nueve. Pensó que, para cuando regresaran a la Tierra, el chico estaría ya en plena pubertad, y la niña probablemente tuviese senos. Casi no podía creerlo. Había decidido tras consultar con Marilys, que los niños asistirían a la escuela en Whitehead, con los hijos de los ingenieros y los otros empleados de la compañía. Ricky podría participar en una excursión geológica a Phobos, situado a pocos meses de distancia. Increíble, pero tan cierto como que estaban allí en aquel momento. «¿Quién sabe? —se dijo—. Hasta es posible que me calme yo mismo.» —Por lo que sé, el Método de Expedición, o de Salto, como también se lo conoce, fue inventado por un individuo llamado Víctor Carune, hacia 1987. Carune había recibido una subvención oficial, para realizar investigaciones. Finalmente, el Gobierno —o las compañías petroleras— puso las manos sobre el asunto. No se conoce la fecha exacta porque Carune era bastante excéntrico. —¿Quieres decir que estaba loco? —preguntó Ricky.
—Sólo un poco loco —precisó Marilys, sonriendo a Mark. —¡Ah, ya! —Bien, el tal Carune trabajó durante un tiempo sin informar de sus hallazgos al Gobierno, y sólo habló de ellos porque se le acababa el dinero y necesitaba una nueva subvención. —Si no es de su entera satisfacción, le devolvemos el dinero — interrumpió Pat, riendo nuevamente. —Exacto, cariño —replicó Mark, acariciándole tiernamente el flequillo. En aquel momento, entraron silenciosamente dos nuevos auxiliares, vistiendo el mono rojo brillante de los empleados de la empresa de viajes espaciales. Llevaban en una mesilla de ruedas un pulverizador de acero inoxidable con un tubo de goma; cuidadosamente ocultos por los faldones del mantel de la mesilla —Mark lo sabía— había dos bombonas de gas; en la bolsa sujeta a uno de los lados se guardaban un centenar de mascarillas desechables. Mark continuó hablando, con la esperanza de que su familia no reparara en los recién llegados. Si alcanzaba a relatar la historia hasta el final, su mujer y sus hijos serían los primeros en acoger el gas con los brazos abiertos. Por otra parte, tampoco tenían otra alternativa. —Ya sabéis que el Salto no es otra cosa que un proceso de teletransporte. En los ambientes profesionales se lo llama Efecto Carune. El término «salto» fue una invención del mismo Carune, que era un fanático de las novelas de ciencia-ficción. En una de ellas, llamada Destino a las estrellas, de Alfred Bester, ya se hablaba de este fenómeno. Aunque en la novela se supone que uno puede someterse a la experiencia sólo con el pensamiento, mientras que, en la práctica, no es posible. En aquel momento los auxiliares aplicaron la mascarilla a una anciana, esta aspiró una vez y se quedó tendida, serena y laxa, sobre su tumbona. La falda se había levantado ligeramente, revelando un muslo fláccido y surcado por varices. Un auxiliar acomodó la tela con discreción mientras el otro cambiaba la mascarilla usada por una nueva, lo que llevó
a Mark a pensar en los vasos de plástico que suelen hallarse en las habitaciones de los moteles. Miró a Pat, rogando a Dios que se tranquilizara; había visto niños a los que era necesario someter por la fuerza, y algunos seguían chillando hasta que las mascarillas les cubrían el rostro. No es que no encontrara normal una reacción semejante en un niño, pero no deseaba ver a Patty en esas circunstancias. Ricky le inspiraba más confianza. —Lo que sí se puede afirmar que el nuevo descubrimiento llegó en el momento oportuno —prosiguió. Se dirigía a Ricky, pero sostenía entre las suyas la mano de su hija. Los dedos de la niña aferraban los de su padre, rígidos por el pánico. Tenía las palmas frías y algo sudadas. »El mundo estaba a punto de agotar las reservas de petróleo existentes, que, en su mayor parte, seguían perteneciendo a los países del Oriente Medio, los cuales lo utilizaban como arma política. Habían formado un cártel petrolero al que llamaban OPEP. —¿Qué es un cártel? —preguntó Patty. —Pues... un monopolio —respondió Mark. —Algo así como un club, cariño —interrumpió Marilys—. Pero sólo puedes pertenecer a ese club si tienes muchísimo, pero muchísimo petróleo. —No me voy a detener a explicaros ahora cómo estaba el mundo en aquella época. Ya lo estudiaréis en la escuela. Pero era un verdadero caos. Sólo se podía utilizar el automóvil dos veces por semana, y la gasolina costaba quince dólares antiguos el galón... —¡Diablos! —exclamó Ricky—. Ahora sólo cuesta tres o cuatro centavos, ¿no es así, papá? Mark sonrió. —Precisamente por eso vamos a donde vamos. En Marte hay petróleo para ocho mil años más, y en Venus para otros veinte mil... De todos modos, ese combustible ya no es tan importante. Lo que realmente necesitamos ahora es...
—¡Agua! —chilló Patty. El hombre de negocios alzó la vista de sus papeles y le sonrió durante un instante. —Exacto —replicó Mark—. Porque entre los años 1960 y 2030 contaminamos casi toda el agua de que disponíamos. El primer envío de agua de las capas de hielo de Marte a la Tierra se conoce como... —Operación Paja —aclaró Ricky. —Eso es. En el 2045, más o menos. Aunque mucho antes se había utilizado el mismo procedimiento —el Salto— en la búsqueda de nuevos manantiales en la Tierra. Y ahora el agua representa la mayor parte de las exportaciones marcianas... el petróleo no es más que un negocio secundario. Pero entonces, era vital. Los chicos asintieron. —El caso es que estas cosas siempre habían estado allí, pero sólo pudimos conseguirlas cuando se inventó el teletransporte. Cuando Carune descubrió el proceso, el mundo se estaba sumiendo en una nueva Edad Oscura. Hubo un invierno tan frío que más de diez mil personas murieron congeladas en los Estados Unidos por falta de calefacción. —¡Caramba! —comentó Patty, flemática. En aquel momento, dos auxiliares hablaban con un hombre de aspecto tímido, con la finalidad de que se atuviera a sus indicaciones. Finalmente aceptó la mascarilla y cayó como muerto sobre su tumbona a los pocos segundos. «Primerizo —pensó Mark—. Se adivina enseguida.» —Para Carune, todo empezó con un lápiz, unas llaves, un reloj de pulsera y unos cuantos ratones. Los ratones le demostraron que había un problema... Víctor Carune volvió a su laboratorio borracho de alegría. Creía saber ahora lo que habían sentido Morse, Alexander Graham Bell, Edison..., pero su descubrimiento superaba los de sus predecesores, y en dos
ocasiones había estado a punto de estrellar la furgoneta en el camino de regreso de la tienda de animales de New Paltz, donde había gastado sus últimos veinte dólares en nueve ratones blancos. Todo lo que poseía en el mundo eran los dieciocho dólares de su cuenta de ahorros y los noventa y tres centavos de su bolsillo derecho. Pero ni por un momento pensó en ello. Y, de haberlo hecho, seguramente no le hubiese importado. Había habilitado un viejo granero como laboratorio, al que se llegaba por un camino estrecho y polvoriento. Precisamente en aquel camino había estado a punto de volcar por segunda vez. El depósito de gasolina estaba casi vacío, y no podría llenarlo antes de diez o quince días, pero eso tampoco le importaba. En su cerebro enfebrecido las ideas giraban como un torbellino. Nada de lo que sucedió a continuación era totalmente inesperado. Una de las razones por las que el Gobierno le había asignado la mísera suma de veinte mil dólares al año era la posibilidad, hasta entonces no satisfecha, de la transmisión de partículas. Pero que sucediera así..., de pronto... sin previo aviso... y con menos consumo de electricidad que el de un televisor en color... ¡Dios mío! Aparcó la furgoneta frente al granero. En el asiento trasero había una caja con la leyenda VENGO DE LA TIENDA DE ANIMALES DE STACKPOLE e imágenes de perros, gatos, cobayas y peces dorados. Carune agarró la caja y corrió hacia la doble puerta de entrada al laboratorio. Intentó abrir uno de los portones. Al comprobar que no podía, recordó que lo había cerrado con llave. —¡Demonios! —aulló, buscándolas en los bolsillos del pantalón. Siempre olvidaba que una de las condiciones impuestas por el Gobierno al concederle la subvención era la de mantener su centro de investigaciones permanentemente cerrado con llave. Cuando por fin las encontró, se quedó fascinado ante la que abría el granero.
Así como el teléfono fue empleado por primera vez de una manera totalmente fortuita —Bell, al verter un poco de ácido sobre unos papeles y quemarse, gritó al aparato: « ¡Watson, venga enseguida!»—, el primer teletransporte tuvo lugar por casualidad. Sin darse cuenta, Victor Carune teletransportó dos de sus dedos hasta el otro extremo del granero, a unos ciento cincuenta metros. Carune había instalado dos ventanillas, una a cada extremo del granero. En la de su lado había colocado una pistola jónica, de las que se venden en las tiendas de equipos electrónicos por menos de quinientos dólares. En la de la parte opuesta, de forma y tamaño aproximados a los de un libro, al igual que la primera, había instalado una cámara de gas. Entre ambas había algo parecido a una cortina de baño, suponiendo que una cortina de baño pudiera ser de plomo. La idea consistía en disparar iones a través de la primera ventanilla y observar su curso por la cámara de gas, con la cortina de plomo para demostrar que realmente estaban siendo transmitidos. En dos años, el experimento sólo había resultado en un par de ocasiones. Del porqué, Carune no tenía ni la menor idea. Estaba instalando la pistola iónica en su correspondiente soporte, cuando pasó dos dedos por la ventanilla, sin darse cuenta. Habitualmente, no había problemas, pero, aquella mañana, Carune había accionado, al rozarlo con la cadera, el interruptor general del panel situado a la izquierda de la ventanilla. No se dio cuenta de lo que había ocurrido —el zumbido de la máquina en funcionamiento era casi inaudible—, hasta que sintió un hormigueo en los dedos. «No tenía nada que ver con una descarga eléctrica», escribió Carune en el único artículo sobre el tema que pudo publicar antes de que el Gobierno le hiciera callar. El artículo apareció nada menos que en Mecánica Popular, y lo vendió por setecientos cincuenta dólares, en su último y desesperado intento de mantener su invento en el ámbito de la empresa privada. «No tenía nada del desagradable estremecimiento que se siente, por ejemplo, al tomar un cable deshilachado. Se parecía más a la sensación que se tiene al tocar una máquina que funciona a toda su velocidad. Las vibraciones son tan rápidas e imperceptibles, que se experimenta, literalmente, un cosquilleo.» «Vi que mi dedo índice había desaparecido, con un corte oblicuo, a la altura del nudillo. El otro, un poco más abajo. Y no quedaba ni rastro de la uña del anular.»
Carune, profiriendo un grito, había retirado la mano instintivamente. Como escribió más tarde, creyó incluso haber visto sangre, aunque, obviamente, se trataba sólo de una alucinación. Al moverse, golpeó la pistola, que se estrelló contra el suelo. Permaneció inmóvil. Se metió los dedos en la boca para cerciorarse de que sí, de que seguían allí. Se dijo a sí mismo que estaba trabajando demasiado, que estaba agotado. Pero le asaltó otra idea: la de que acababa de descubrir algo... muy importante. Carune no se atrevió a pasar los dedos por la ventanilla otra vez. De hecho, sólo lo hizo dos veces en su vida. Al principio, no hizo nada. Durante mucho tiempo, estuvo dando vueltas sin rumbo alrededor del granero, pasándose las manos por el pelo y preguntándose si debía llamar a Carson, de Nueva Jersey, o a Buffington, de Charlotte. Sabía que el tacaño de Carson jamás aceptaba conferencias a cobro revertido, pero quizás Buffington lo hiciera. De pronto, tuvo una idea: si sus dedos habían cruzado el granero, tal vez encontrara algún indicio en la segunda ventanilla. Naturalmente, no lo había. Carune la había instalado sobre una pila de cajones de embalaje. Parecía una especie de guillotina, sólo que de juguete y sin hoja. A uno de los lados del marco de la ventanilla, de acero inoxidable, había un enchufe con un cable que conectaba con la terminal de transmisiones, que era poco más que un transformador de partículas unido a un ordenador. Esto le recordó que... Carune miró su reloj; eran las once y cuarto. Si bien el Gobierno le daba poco dinero, le proporcionaba tiempo de ordenador, algo infinitamente valioso. Aquella tarde, disponía de él hasta las tres; luego debería despedirse hasta el lunes siguiente. Tenía que moverse, hacer algo... «Volví a contemplar los cajones —escribió Carune en su famoso artículo— y después examiné las puntas de mis dedos. No había duda, la prueba estaba allí. Se me ocurrió que no podría convencer a nadie, a excepción de mí mismo. Pero, en principio, ¿a quién hay que convencer, si no es a uno mismo?» —¿Y qué era? —preguntó Ricky.
—Sí —añadió Patty—, ¿qué era? Mark sonrió. Estaban, incluida Marilys, pendientes de un hilo. Casi habían olvidado dónde se hallaban. Mark vio por el rabillo del ojo cómo los auxiliares de la compañía desplazaban silenciosamente el carrito entre los viajeros, sumiéndolos en un sueño profundo. Nunca el proceso era tan rápido en el sector civil como en el militar. Los civiles se ponían nerviosos y discutían. El zumbido y la máscara de goma recordaba demasiado a un quirófano, donde los cirujanos, con sus bisturíes, acechaban tras los anestesistas y sus bombonas de acero inoxidable. A veces, había histeria o pánico; y siempre alguno perdía los nervios. Dos hombres se levantaron de sus tumbonas con absoluta serenidad, se desprendieron de la solapa las etiquetas y se dirigieron hacia la salida en silencio. Tras devolver los papeles a uno de los auxiliares, se marcharon sin volver la cabeza. Los empleados de la compañía tenían instrucciones muy precisas de no discutir con los que desistían de su propósito. Siempre había listas de espera, a veces, de hasta cuarenta o cincuenta personas. Cuando alguien abandonaba, un nuevo viajero entraba con su etiqueta sujeta a la camisa. —Carune encontró dos astillas en su dedo índice —continuó Mark—. Las extrajo y las guardó. Una de ellas se ha perdido para siempre, pero la otra se conserva en una vitrina herméticamente cerrada del Anexo del Instituto Smithsoniano, en Washington, muy cerca de la que contiene las piedras que trajeron de la Luna los primeros viajeros espaciales. —¿Qué luna, papá, la nuestra o la de Marte? —preguntó Ricky. —La nuestra —respondió Mark, sonriendo—. En Marte ha aterrizado un solo vuelo tripulado por el hombre, Ricky, una expedición francesa, alrededor del 2030. Bueno, como iba diciendo, así fue cómo una vulgar astilla acabó en el Instituto Smithsoniano: el primer objeto teletransportado a través del espacio. —Y después, ¿qué ocurrió? —preguntó Patty. —Pues, según cuentan, Carune echó a correr...
Carune echó a correr hacia la primera ventanilla y permaneció junto a ella unos segundos, sin aliento, el corazón saltándole en el pecho con fuertes latidos. «Tengo que serenarme —se dijo—. Concentrarme en esto. Si se actúa con precipitación, no se aprovecha el tiempo. » Desatendiendo deliberadamente lo que ocupaba el primer plano de sus pensamientos, sacó las astillas, guardándolas en un envoltorio de chocolate. Una de las dos se perdió más tarde, la otra es la del Instituto Smithsoniano, con su vitrina rodeada de cintas de terciopelo y eternamente vigilada por un circuito interno de televisión. Extraída la astilla, Carune se sintió un poco más tranquilo. Se le ocurrió repetir la experiencia con un lápiz. Tomó uno y lo introdujo con precaución en la primera ventanilla. El lápiz fue desapareciendo lentamente, centímetro a centímetro, como en el truco de un prestidigitador en una ilusión óptica. Llevaba impresas, sobre el barniz amarillo, unas letras en negro: EBERHARD FABER, nº 2. Cuando sólo quedaban las letras EBERH, Carune fue a mirar qué pasaba en la segunda ventanilla. Allí estaba el lápiz, como si un cuchillo lo hubiese seccionado. El corazón le golpeaba en el pecho inconteniblemente cuando lo tomó. Lo alzó; lo observó. En un arrebato, escribió: ¡FUNCIONA! Apretó con tal fuerza que la mina acabó por quebrarse. Carune se echó a reír como un loco en el granero desierto; rió tanto que una bandada de golondrinas levantó el vuelo, desapareciendo por unos agujeros en el techo. —¡Funciona! —gritó, corriendo de nuevo hacia la primera ventanilla. Agitaba los brazos como un poseso, blandiendo el lápiz quebrado en una mano—. ¡Funciona! ¡Funciona! ¿Me oyes, Carson, imbécil? ¡Funciona y ES OBRA MÍA! ¡ES OBRA MÍA!
—Mark, no hables así a los niños —le reprochó Marilys. Mark se encogió de hombros. —Según cuentan, eso fue lo que dijo.
no podrías dar una versión expurgada de los hechos? —Papá —interrumpió Patty—. ¿El lápiz también está en el Instituto? —¿No es verdad que los osos cagan en el bosque? —replicó Mark, tapándose la boca, fingiendo sorpresa ante su propia obscenidad. Los dos chicos se echaron a reír estrepitosamente. Las risas de Patty habían perdido aquel tono nervioso, pensó Mark, aliviado. Marilys frunció el ceño en un gesto de reproche, pero no pudo evitar echarse a reír también. A continuación, Carune experimentó con las llaves. Empezaba a pensar con claridad. Se preguntó si no habría llegado el momento de averiguar si los objetos teletransportados sufrían algún cambio en el proceso. Vio pasar las llaves por la ventanilla y, exactamente en el mismo instante las oyó caer en el otro extremo, sobre el cajón de embalaje. Se dirigió hacia la segunda ventanilla sin prisa, aprovechando esta vez para ajustar la posición de la cortina de plomo. De todas formas, ya no la necesitaba, como no necesitaba la pistola. Menos mal, porque la pistola había quedado hecha pedazos. Probó una de las llaves del candado que el Gobierno le había obligado a colocar en los portones. Funcionaba a la perfección. Después, hizo lo propio con la de su casa. No había problemas. Lo mismo ocurría con las llaves de los archivadores y de la furgoneta. Carune se guardó las llaves en el bolsillo y se quitó el reloj de pulsera. Era un Seiko de cuarzo con un pequeño ordenador bajo la esfera. Veinticuatro botoncitos permitían efectuar cualquier operación matemática, desde la suma y la resta, hasta la raíz cuadrada. Además de un magnífico cronómetro, un delicado mecanismo de precisión. Carune colocó el reloj delante de la ventanilla y lo empujó suavemente con un lápiz. El reloj reapareció instantáneamente al otro extremo. En el momento de introducirlo marcaba las 11.31.37. Cuando Carune lo recogió, las 11.31.49. Perfecto. Aunque hubiese sido mucho mejor disponer de un ayudante junto a los cajones para certificar que no había alteración temporal alguna. Bueno, no importaba tanto. Muy pronto, el Gobierno lo cubriría de ayudantes.
Probó la calculadora del reloj. Dos y dos seguían siendo cuatro. Ocho dividido por cuatro continuaba siendo dos. La raíz cuadrada de once no había variado: 3,3166247..., etcétera. Había llegado el momento de experimentar con los ratones. —¿Qué pasó con los ratones, papá? —preguntó Ricky. Mark dudó un momento. Tendría que andar con cautela si no quería asustar a sus hijos —y a su esposa— cuando faltaba ya tan poco tiempo para su primer salto. Lo más importante era convencerles de que el problema había sido resuelto y ahora todo estaba bien. —Como iba diciendo, surgió un pequeño problema... Si. El horror, la locura y la muerte. ¿Qué os parece, niños?
Carune colocó la caja con los ratones sobre un estante y miró la hora. Eran las tres menos cuarto. Sólo le quedaba una hora y cuarto de ordenador. «Es increíble cómo pasa el tiempo cuando te diviertes», pensó, echándose a reír. Abrió la caja y sacó un ratón blanco tomándolo por la cola. El animalillo chillaba desesperadamente. Lo situó delante de la ventanilla. «Vamos, ratoncito», dijo. El ratón se escurrió por un lado del cajón sobre el cual estaba instalada la ventanilla. Carune lanzó una maldición, e intentó atraparlo, pero cuando le puso la mano encima, el animal se deslizó por una grieta en el suelo, entre dos tablones. —¿Demonios! —gritó Carune. Volvió a coger la caja y evitó por los pelos que dos ratones escaparan. Agarró otro ratón, esta vez por el cuerpo. Era físico, y no tenía la menor idea de cómo tratar a un ratón. Cerró la caja cuidadosamente. El animal se prendió a la mano de Carune, pero fue inútil: éste lo introdujo en la ventanilla. Inmediatamente lo oyó caer sobre el cajón del otro extremo. Esta vez corrió, recordando cómo se le había escapado el primer ratón. No tenía por qué preocuparse. El animal estaba acurrucado sobre el cajón, los ojos apagados, respirando débilmente. Carune se le
acercó despacio. No estaba acostumbrado a bregar con ratones, pero no hacía falta ser un lince para ver que algo había salido terriblemente mal. (—El ratón no estaba, después de la experiencia, tan bien como al principio —dijo Mark, con una amplia sonrisa, que sólo Marilys percibió forzada.) Carune tocó el ratón. Era algo inerte —como paja o serrín—, salvo por los flancos, que se movían en busca de aire. No miraba a su alrededor ni a Carune; miraba fijamente hacia adelante. Antes, era un animalillo vivaz, nervioso: lo que quedaba no era más que una copia de cera. Carune chasqueó los dedos ante los ojillos rosados del ratón, que parpadeó varias veces.., y cayó muerto. —Así que Carune decidió probar con otro ratón —continuó Mark. —Y al primero, ¿qué le había pasado? —preguntó Ricky. Mark volvió a forzar una sonrisa. —Se le retiró con todos los honores —dijo. Carune metió el cuerpo del ratón muerto en una bolsa de papel. Quería llevárselo al veterinario Mosconi aquella misma noche. Mosconi podría hacer una autopsia para averiguar lo ocurrido. El Gobierno desaprobaría la inclusión de un ciudadano particular en un proyecto que había sido calificado como triplemente secreto. Peor para ellos, pensó. Estaba decidido a hacer cuanto estuviese en su mano para que el Gran Padre Blanco de Washington entrara en el juego lo más tarde posible. Vista la magra ayuda que le había prestado, podía esperar. Entonces, recordó que Mosconi vivía muy lejos, más allá de New Paltz, y que no tenía suficiente gasolina en la furgoneta para ir a verle y regresar. Pero eran las 2.03. Tenía menos de una hora del ordenador. Se preocuparía más tarde de la maldita autopsia. Carune construyó una especie de embudo, que fijó delante de la ventanilla de partida.
(—En realidad —explicó Mark—, se trataba de la primera rampa jamás construida para realizar expediciones. —A Patty, la idea de que los ratones entraran en la ventanilla deslizándose por un tobogán le resultaba extraordinariamente divertida.) El investigador dejó caer otro ratón al embudo. Bloqueó la entrada con un libro y, tras olisquear y pasearse durante unos pocos momentos, el ratón pasó por la ventanilla y desapareció. Carune corrió hacia el otro extremo del granero. El animal estaba muerto. No había sangre ni edemas que indicaran que un cambio violento de la presión sanguínea hubiese roto algún órgano interno. Carune se preguntó si tal vez la falta de oxígeno pudiera... Sacudió la cabeza, irritado. El ratón había tardado una millonésima de segundo en aparecer en la segunda ventanilla. El reloj confirmaba que el tiempo seguía siendo una constante en el proceso. Por lo menos, aparentemente. El segundo ratón fue a reunirse con el primero en la bolsa de papel. Carune sacó de la caja un tercer ratón (el cuarto, si se cuenta el afortunado que había huido por la grieta), preguntándose qué se acabaría antes, si los ratones o el tiempo de ordenador disponible. Agarró firmemente el cuerpo del animal y le obligó a pasar las patas traseras por la ventanilla. Al otro lado del granero, vio reaparecer las patas... sólo las patas, que se aferraban desesperadamente al cajón. Carune retiró el ratón de la ventanilla. Estaba rabiosamente vivo. Tan vivo, que le mordió un dedo, haciéndole sangrar. Devolvió el ratón a la caja y se desinfectó la herida con el agua oxigenada que tenía en el botiquín. Se cubrió la herida con un apósito. Lo revolvió todo hasta encontrar un par de pesados guantes de trabajo. El tiempo corría cada vez más, cada vez más... Ya eran las 2.11. Tomó otro ratón y lo hizo pasar por la ventanilla, íntegro. El ratón vivió casi dos minutos. Incluso llegó a corretear un poco por el cajón, aunque
tambaleándose, antes de caer de lado, luchando débilmente por volver a incorporarse, sólo para caer otra vez, ahora sobre sus cuatro patas. Carune chasqueó los dedos delante del animal, que dio quizá cuatro pasos y cayó nuevamente de lado. Los flancos se agitaban cada vez más y más débilmente, hasta que quedaron inmóviles. Estaba muerto. Carune sintió un escalofrío. Volvió a la primera ventanilla, tomó otro ratón y lo introdujo de cabeza, pero sólo hasta la mitad. Lo vio reaparecer en el otro lado. Primero la cabeza, después el cuello y las patas delanteras. Carune aflojó la presa sobre el ratón, dispuesto, sin embargo, a sujetarlo si se ponía nervioso. No fue necesario: el animal permaneció inmóvil, con medio cuerpo en cada extremo del granero. Carune corrió a ver el resultado en la segunda ventanilla. El ratón seguía vivo, pero sus ojillos rosados estaban opacos, velados. Los bigotes no se movían. Al mirar desde detrás, Carune vio algo sorprendente. Como en el caso del lápiz, tenía ante sí la sección transversal del cuerpecillo del animal. Las vértebras de la minúscula espina dorsal con sus anillos concéntricos, la sangre circulando por las venas, los tejidos del esófago en movimiento, llenos de vida. Pensó que, al menos, como escribiría más tarde en su famoso y único artículo, aquello podría constituir un magnífico instrumento de diagnóstico. Entonces advirtió que los movimientos del esófago del ratón habían cesado. Estaba muerto. Carune levantó al ratón por el hocico, venciendo su repugnancia, y lo dejó caer en la bolsa de papel, junto a los anteriores. «Basta ya de ratones —pensó—. Mueren si los introduces íntegros, tanto si los metes de cabeza como si lo haces hacia atrás. Mueren si sólo metes la mitad anterior. Pero, si metes sólo la parte trasera, conservan toda su vitalidad.» ¿Qué demonios estaría pasando? Una cuestión sensorial, pensó, casi por azar. Al hacer el viaje, ven algo, oyen algo, tocan algo. ¡Dios mío!, puede incluso que huelan algo que los fulmina. Pero, ¿ qué?
No tenía ni idea, pero se propuso descubrirlo. Le quedaban cuarenta minutos antes de que le desconectaran el ordenador. Descolgó un termómetro que había en la pared, junto a la puerta de la cocina, y lo introdujo en la ventanilla. Al salir, marcaba treinta grados, la misma temperatura que al entrar. Buscó en el trastero, donde tenía juguetes para entretener a sus nietos. Encontró un paquete de globos. Infló uno, lo ató y lo lanzó igualmente a través de la ventanilla. El globo surgió intacto, sin el menor rasguño. Estaba claro que la presión no tenía nada que ver con el asunto. Aún le restaban cinco minutos para la hora fatídica. Corrió hasta su casa, regresó con una pecera, en cuyo interior nadaban Percy y Patrick, moviendo aletas y girando agitados. Empujó la pecera hacia el interior de la ventanilla. La pecera apareció, intacta, sobre el cajón de embalaje. Pero Patrick flotaba panza arriba; Percy nadaba lentamente cerca del fondo de la pecera, como aturdido. Segundos después flotaba también como su compañero. Carune iba a tomar la pecera cuando Percy sacudió débilmente la cola y volvió a nadar con indiferencia. Poco a poco, al parecer, superaba los efectos del proceso, fueran éstos los que fuesen, y aquella noche, a las nueve, cuando Carune regresó de la Clínica Veterinaria de Mosconi, Percy parecía más vivo que nunca. Patrick había muerto. Carune le dio a Percy una ración doble de comida y enterró a Patrick en el jardín, con los honores de un héroe. Cuando por fin le desconectaron el ordenador, Carune decidió llegarse hasta la clínica de Mosconi, haciendo autostop. A las cuatro menos cuarto estaba en la carretera, con tejanos, una camisa a cuadros y bolsa de papel en la mano. Un coche del tamaño de una lata de sardinas frenó junto a él. Carune se acomodó en el interior. —¿Qué llevas en la bolsa, amigo? —preguntó el conductor. —Ratones muertos —replicó Carune.
Pasado un rato, otro coche lo recogió. Esta vez, cuando el conductor le preguntó por la bolsa, Carune dijo que llevaba un par de bocadillos. Mosconi realizó la disección de uno de los ratones en el acto. Prometió a Carune llamarle aquella misma noche para informarle sobre los resultados. Pero los primeros datos no eran muy alentadores; por lo que Mosconi podía decir, el ratón que había explorado estaba perfectamente sano, salvo por el hecho de que estaba muerto. Deprimente. —Victor Carune era un excéntrico, pero no era ningún idiota —prosiguió Mark. Los auxiliares de la compañía de Expediciones se hallaban muy próximos, así que tendría que apresurarse... o acabar su relato en la sala de llegada de Whitehead City—. Carune volvió a su casa aquella misma noche haciendo autostop. Aunque no tuvo más remedio que hacer a pie la mayor parte del trayecto... y mientras caminaba se dio cuenta de que era posible que hubiera compensado en una tercera parte el déficit de energía existente, de un solo golpe. Todas las mercancías que hasta entonces había que transportar por tren, camión, avión o barco, se podrían teletransportar. Se podría escribir una carta, por ejemplo, a un amigo en Londres, Roma o Senegal, y él la recibiría el mismo día, sin necesidad de gastar una sola gota de carburante. Ahora nos parece lo más natural del mundo, pero... fue un descubrimiento de extraordinaria magnitud, no sólo para Carune, sino para todos. —Pero, ¿qué pasó con los ratones? —preguntó Ricky. —Eso era precisamente lo que Carune no dejaba de preguntarse — replicó Mark—. Porque comprendía también que, si la gente podía ser teletransportada, la crisis energética se resolvería en su totalidad. Y que podríamos conquistar el espacio. En su célebre artículo decía que aun las estrellas serían finalmente nuestras. Con sentido metafórico, sostenía que se podría cruzar una corriente de agua sin necesidad de mojarse los zapatos. Primero, tomas una piedra y la lanzas a la corriente; después, tomas otra, y, parado sobre la primera, la lanzas a su vez; regresas a buscar una tercera... y así sucesivamente, hasta hacer un sendero de piedras para cruzar el agua... o, en este caso, el sistema solar, o quizás incluso la galaxia. —No acabo de entenderlo —dijo Patty.
—Porque tienes serrín en la cabeza, en lugar de cerebro —apuntó Ricky, muy pagado de sí mismo. —¡No, señor! Papá, Ricky dice que... —Niños, no empecéis... —intervino Marilys con ternura. —Carune presentía lo que iba a suceder —continuó Mark—. Naves espaciales para llegar a la Luna primero. Después, tal vez, Marte, luego Venus, y las lunas exteriores de Júpiter... En realidad, todas programadas para hacer una cosa tras su aterrizaje... —Establecer estaciones de teletransporte para astronautas —dijo Ricky. Mark asintió. —Y ahora hay estaciones científicas a lo largo y a lo ancho del sistema solar, y tal vez, algún día, cuando nosotros ya no estemos aquí, se llegue a disponer de otro planeta. En este mismo momento, hay cuatro naves teletransportadas hacia cuatro galaxias diferentes, cada una de ellas con su propio sistema solar. Pero pasará mucho, mucho tiempo, antes de que lleguen a sus destinos. —Yo quiero saber qué ocurrió con los ratones —insistió Patty, impaciente. —A la larga, el Gobierno tomó en sus manos el asunto —prosiguió Mark—. Carune se mantuvo fuera de su control mientras pudo, pero finalmente cayeron sobre él. Carune fue el jefe nominal del Proyecto de Teletransporte, hasta su muerte, ocurrida diez años más tarde, pero nunca volvió a estar realmente a cargo de ello. —¡Jo, pobre tío! —exclamó Ricky. —Pero se convirtió en un héroe nacional —dijo Patricia—. Sale en todos los libros de historia, como el presidente Lincoln y el presidente Hart. «Seguro que es un gran consuelo para Carune», pensó Mark. El Gobierno, metido en un callejón sin salida por la crisis energética, cada día más grave, se hizo cargo del proceso. Querían comercializarlo lo antes posible, como de costumbre. La situación económica era caótica y los terribles espectros de la anarquía y del hambre se cernían sobre el
mundo hacia 1990. El Gobierno y los científicos, que experimentaron con los objetos más dispares antes de certificar que el teletransporte no alteraba la naturaleza de los objetos, estuvieron enfrentados durante mucho tiempo. Finalmente, anunció al mundo, con bombo y platillos, la inauguración del nuevo sistema de teletransporte. El Gobierno, dando pruebas de inteligencia por una vez, puso el tema en manos de una agencia de relaciones públicas. Así se elaboró el mito de Carune, un anciano bastante peculiar, que se duchaba a lo sumo un par de veces a la semana y se cambiaba de ropa cuando se le ocurría. Aquella empresa de relaciones públicas y las que la siguieron, hicieron de Carune una mezcla de Thomas Edison, Eh Whitney, Pecos Bill y Flash Gordon. Lo más macabro y divertido de todo (y Mark lo ocultó a su familia) era que, para entonces, Carune había muerto o estaba loco de remate. Dicen que el arte imita a la vida y quizás Carune hubiese leído la novela de Robert Heinlein que trata de la suplantación de personajes públicos por sus dobles en la vida real. Victor Carune se convirtió en un problema. Un problema persistente e irritante que se resistía a cualquier solución. Era un bocazas y un vago, un vestigio del ecologismo de los años sesenta, cuando había la suficiente energía como para permitir que el andar a pie fuese un lujo. Pero se estaba en los terribles años ochenta, con sus nubes de carbón ocultando el cielo y la posibilidad de que gran parte de la costa de California fuese inhabitable durante unos sesenta años debido a una «distracción» nuclear. Victor Carune siguió siendo un problema hasta 1991. Después, pasó a ser un sello de correos, un benévolo abuelo sonriente, una imagen vista en los noticiarios saludando desde las tribunas con el brazo. En 1993, tres años antes de fallecer oficialmente, paseó en una carroza del Desfile del Torneo de Rosas. Asombroso. Y un poco siniestro. El anuncio oficial de la inauguración del sistema de teletransporte, el 19 de octubre de 1988, se tradujo en una explosión de entusiasmo mundial y locura económica. El viejo dólar en decadencia, repentinamente, subió como la espuma en los mercados mundiales de dinero. Gente que habla comprado oro a ochocientos seis dólares la onza se encontró de la noche a la mañana con que una libra de oro les representaba algo menos de mil doscientos dólares. En un solo año, entre el anuncio oficial del
teletransporte y la inauguración de las primeras estaciones en Nueva York y Los Ángeles, la bolsa subió por encima de los mil puntos. El precio del petróleo bajó sólo siete centavos, pero en 1994, con estaciones de teletransporte en las setenta mayores ciudades de los Estados Unidos, la OPEP había dejado de existir y el precio del petróleo empezó a descender. En 1998, con estaciones teletransporte en la mayoría de las ciudades del mundo y siendo noticia el teletransporte de mercancías entre Tokio y París, París y Londres, Londres y Nueva York, Nueva York y Berlín, el petróleo había descendido ya a catorce dólares el barril. En 2006, cuando los seres humanos empezaron a ser teletransportados regularmente, la bolsa se había situado cinco mil puntos por encima del nivel de 1987, el petróleo se vendía a seis dólares el barril y las compañías petroleras habían empezado a cambiar sus nombres. Texaco pasó a llamarse Texaco Agua/Petróleo y Mobil cambió su nombre por el Mobil Hidro-2-Ox. En 2045, la prospección acuífera adquirió prioridad absoluta y el petróleo volvió a ser lo que había sido en 1906: una bagatela. —¿Qué ocurrió con los ratones? —insistió Pat, impaciente—. ¿Qué ocurrió con los ratones? Mark decidió que todo estaba tranquilo y llamó la atención de los niños sobre auxiliares del Salto, que ya se encontraban, con su carrito, sólo tres filas más allá. Ricky se contentó con asentir, pero Patty se sobresaltó al ver que una señora, con la cabeza elegantemente afeitada y pintada a la moda, caía hacia atrás, inconsciente, después de colocarse la mascarilla. —No se puede saltar estando despierto, ¿verdad, papá? —preguntó Ricky. Mark asintió, sonriéndole a su hija, alentadoramente. —Carune comprendió lo que sucedía antes de que el Gobierno interviniera en el asunto —prosiguió. —¿Y cómo se enteró el Gobierno de todo aquello? —intervino Marilys. Mark sonrió. —A través del servicio de ordenadores. Toda la información básica que Carune manejaba. Era lo único que no podía ocultar ni disimular ni robar.
La transmisión de partículas dependía del ordenador, y eso representa miles de millones de datos. Aun hoy, sigue siendo el ordenador el encargado de que no llegues al otro lado con la cabeza en medio del estómago, por ejemplo. Un escalofrío recorrió la espalda de Marilys. —No te asustes, Mari. Hasta ahora, nunca ha ocurrido un accidente de ese tipo. Jamás. —Alguna vez tiene que ser la primera —musito Marilys, sombría. Mark se dirigió a Ricky: —¿Cómo se dio cuenta Carune de que para dar el salto había que estar dormido? —Porque cuando introducía los ratones al revés —repuso lentamente Ricky— no había problema alguno. Siempre y cuando no los introdujera del todo. En cambio, cuando los metía de cabeza, salían un poco fastidiados. ¿No es así? —Exactamente —contestó Mark. Los auxiliares del Salto se acercaban con su silencioso carro de olvido. No habría tiempo para terminar el relato. Tal vez fuera mejor así. —Naturalmente, no le fue muy difícil a Carune dar con la causa. El sistema de teletransporte acabó con la correspondiente industria especializada convencional, pero, al menos, los científicos respiraron más tranquilos. Sí, el andar a pie había vuelto a ser un lujo. Las pruebas de laboratorio continuaron durante veinte años más, aunque las primeras pruebas de Carune con ratones drogados le habían convencido de que ningún animal en estado de inconsciencia sufría lo que se conoce como Efecto Orgánico, o más sencillamente, Efecto Salto. Carune y Mosconi habían drogado varios ratones, introduciéndolos en la ventanilla, y recuperándolos al otro extremo. Esperaron pacientemente que volvieran en si... o muriesen. Volvieron en sí. Después de un breve período de recuperación, reiniciaban sus vidas ratoniles, comiendo,
jugando y defecando sin consecuencias ulteriores. Fueron los primeros de una serie de generaciones estudiadas con extraordinario interés. Nunca aparecieron en ellos trastornos a largo plazo; no murieron prematuramente ni tuvieron crías con dos cabezas o pelaje verde, ni nada de nada. —¿Cuándo empezaron a experimentar con seres humanos, papá? — preguntó Ricky, que conocía perfectamente la respuesta, por haber leído sobre el tema en la escuela—. Cuenta eso. —Yo quiero saber qué ocurrió con los ratones —repitió Patty. Aunque los auxiliares habían llegado al principio de su fila, Mark hizo una pausa para reflexionar. Su hija, a pesar de saber menos, era la que hacía la pregunta clave. Precisamente por ello, decidió contestar a su hijo. Los primeros seres humanos teletransportados no habían sido astronautas, ni pilotos de pruebas, sino condenados a muerte que ni siquiera estaban protegidos por una preocupación por su estabilidad psicológica. De hecho, en opinión de los estudiosos del caso (Carune era tan sólo el titular del proyecto), cuanto más desequilibrados, mejor. Si un perturbado podía salir indemne de la experiencia o, al menos, no peor que antes, el proceso probablemente fuese seguro para políticos, ejecutivos y modelos. Seis de esos voluntarios fueron trasladados a Province, Vermont, lugar que llegó a ser tan famoso a raíz de aquellos acontecimientos como antes lo había sido Kitty Hawk, Carolina del Norte. Después de dormirlos con gas, se les introdujo en unas ventanillas separadas por una distancia de exactamente tres kilómetros. Mark contó esto a sus hijos porque, por supuesto, los seis voluntarios regresaron indemnes y de excelente humor. No les habló del séptimo voluntario. No se sabe si se trata de un mito, o de un personaje real o, lo que es muy probable, de una combinación de ambos elementos. Pero tenía un nombre: Rudy Foggia. Foggia era un condenado a muerte en el estado de Florida, por el asesinato de cuatro viejos en una partida de bridge en Sarasota. Según las crónicas las fuerzas combinadas de la CIA y el FBI le habían hecho una oferta única, irrepetible: lo toma o lo deja. Se trataba de dar el salto en completa vigilia. Si salía bien, el gobernador Thurgood le indultaba.
Quedaba en libertad para convertirse en adepto de la Única Cruz Verdadera o para seguir asesinando ancianos en partidas de bridge, con sus zapatos blancos y sus pantalones amarillos. Si, en cambio, salía de la experiencia muerto o loco, mala suerte, como dijo la gata. ¿Qué te parece, Rudy? Foggia, que era consciente de que en el estado de Florida no se andaban con remilgos a la hora de aplicar la pena de muerte, y cuyo propio abogado le había confesado que lo más probable era que el siguiente turno para la Tostadora fuese el suyo, accedió. El Gran Día del verano del año 2007 había en el lugar de la experiencia tantos científicos como para formar un equipo de fútbol con unos cuantos suplentes. No obstante, si la historia de Foggia era cierta —y Mark así lo creía—, resultaba difícil que hubiese transcendido por alguno de aquellos científicos. Parece más probable que se tratara de alguno de los guardias que habían acompañado a Foggia desde Raiford hasta Montpelier y de allí a Province, en un vehículo blindado. —Si salgo de ésta con vida —dicen que dijo Foggia—, quiero un pollo para cenar antes de marcharme. Dicho y hecho. Foggia entró en la primera ventanilla y reapareció inmediatamente en la segunda. Salió vivo, pero no en condiciones de comerse un pollo. En el tiempo que tardó en cruzar los dos kilómetros (según el ordenador, la 0,000000000067 parte de un segundo), el cabello se le puso blanco como la nieve. Sus facciones no habían cambiado en el sentido físico — no tenía arrugas, ni barba, ni se le veía cansado—, pero daba la impresión de haber envejecido de una manera fantástica, increíble. Foggia salió disparado por la segunda ventanilla, los ojos desorbitados, la boca torcida en un rictus violento, las manos extendidas hacia delante, como queriendo asir algo. Un segundo después, empezó a babear inconteniblemente. Los científicos que se habían congregado a su alrededor, retrocedieron horrorizados. Aun así, Mark estaba convencido de que ninguno de ellos había revelado lo sucedido. Después de todo, habían experimentado con ratas, con cobayas, con hámsters. En una palabra, habían experimentado con todo tipo de animal dotado de un cerebro más complejo que el de un gusano. Debían de haberse sentido como los científicos alemanes, que habían intentado fecundar mujeres judías con el esperma de pastores arios.
—¿Qué ha sucedido? —gritó uno de ellos (es fama que gritó). Aquélla fue la única pregunta que Foggia tuvo ocasión de responder. —Allí está la eternidad —dijo, y cayó muerto a consecuencia de lo que se diagnosticó como ataque cardíaco. Los científicos allí reunidos se quedaron con un cadáver (limpiamente despachado por la CIA y el FBI) y aquella extraña e inquietante declaración: «Allí está la eternidad.» —Papá, yo quiero saber qué pasó con los ratones —repitió Patty. El hombre del traje impecable y los zapatos lustrosos resultaba un problema para los auxiliares. Hacía todo lo posible por impedir que le aplicaran el gas. No cesaba de charlar, les hacía preguntas sin sentido, procuraba distraerlos. Los pobres auxiliares intentaban controlar la situación haciendo uso de toda su experiencia —bromeando, sonriendo, usando razonamientos convincentes— pero llevaban retraso. Mark suspiró. Él mismo había sacado el tema. Es cierto que su intención era distraer a sus hijos mientras esperaban. Pero ahora no le quedaba más remedio que acabar el relato, siendo tan veraz como pudiese, sin sobresaltarles ni alarmarles. Decidió no hablar, por ejemplo, del libro de C. K. Summers, Politica del Teletransporte, uno de cuyos capítulos, «El Salto bajo la Rosa», era un compendio de todos los rumores más verosímiles sobre la cuestión. La historia de Rudy Foggia, el asesino de los jugadores de bridge, el que no pudo dar cuenta del pollo que tanto le apetecía, formaba parte de él. Se incluían otros treinta relatos, más o menos, todos ellos sobre voluntarios, cobayas humanos o locos que se habían atrevido a dar el Salto completamente conscientes, durante los tres últimos siglos. En su mayoría habían llegado al otro extremo muertos. Los restantes, perdieron irremisiblemente la razón. En algunos casos, el hecho de volver a salir parecía producirles tal shock que fallecían instantáneamente. El mismo capítulo del libro de Summers, en que se narraban tales experiencias contenía otro inquietante dato. Según parece, el Salto había sido utilizado varias veces como arma homicida. Uno de los casos más célebres (y el único documentado) había tenido lugar hacía no más de treinta años. Un investigador del tema, llamado Lester Michaelson, había maniatado a su esposa con la cuerda de saltar a la comba de la hija de
ambos y la empujó hacia la ventanilla en Silver City, Nevada. Previsoramente, había pulsado el botón que borraba toda información referente a las infinitas ventanillas de salida y situadas entre Reno y la estación experimental de teletransporte de lo, una de las lunas de Júpiter. Así que la pobre señora Michaelson se encontró saltando en el ozono cósmico para toda la eternidad, perdida y sin saber por dónde salir. Michaelson fue declarado mentalmente sano y apto para ser llevado ante los tribunales (aunque quizás estuviese cuerdo dentro los estrictos límites de la ley, para el sentido común estaba loco de remate). Su abogado diseñó una defensa original: no se podía juzgar a su cliente por homicidio ya que nadie podía probar concluyentemente que su esposa estuviera muerta. Durante todo el proceso, estuvo presente el espectro horrible de aquella mujer, sin cuerpo pero en alguna forma aún sintiente, aullando sin cesar en un limbo inacabable. Michaelson fue juzgado culpable y ejecutado. Según Summers, el Salto había sido utilizado, asimismo, por varios dictadores para desembarazarse de sus oponentes políticos. Incluso se había llegado a insinuar que la propia Mafia contaba con estaciones privadas, conectadas al ordenador central de la CIA, lo cual resultaba mucho más práctico, limpio y eficaz para deshacerse de cuerpos muertos —no como el de la pobre señora Michaelson— que el tradicional bloque de cemento o el peso atado a los pies. Todo lo cual contribuía a dar respaldo a las ideas y teorías de Summers sobre el tema y, finalmente, llevó a Patty a insistir en su pregunta acerca de los ratones. Mark titubeó. —Bueno, pues... —Marilys le imploró prudencia con un rápido movimiento de ojos—. En realidad, nadie lo sabe con certeza, Patty. Pero lo que los experimentos realizados con animales permiten suponer es que, si bien el Salto es instantáneo en el sentido físico, en el sentido mental, en cambio, dura mucho, muchísimo tiempo... —No entiendo nada. Ya me lo temía —susurró Patty con aire sombrío. Fue Ricky quien tomó la palabra, con aire solemne.
—Los animales con los que se han hecho experiencias continuaban pensando. Y lo mismo nos sucedería a nosotros, si no estuviéramos inconscientes. —Eso es —añadió Mark—. Es lo que se cree en la actualidad. Los ojos de Ricky empezaron a brillar con un extraño fulgor. Tal vez horror, tal vez atracción por lo desconocido. —No se trata tan sólo del teletransporte, ¿verdad, papá? ¿Verdad que es algo así como una curva en el tiempo? «Allí está la eternidad», pensó Mark. —En cierto modo —replicó—. Pero eso no es más que una frase, Ricky, no significa nada. Parece girar en torno de la idea de que la conciencia no es desintegrable, de que permanece íntegra y constante. También tiene que ver con cierta delirante concepción del tiempo. Pero no se sabe cómo la conciencia pura percibe el paso del tiempo, ni si el concepto mismo tiene sentido para la conciencia pura. Ni siquiera podemos imaginar la conciencia pura. Mark enmudeció. Le preocupaba la expresión de su hijo, tensa, inquieta. Lo entiende y, sin embargo, no lo entiende, todo a la vez, pensó. La mente puede ser el mejor amigo del hombre. Puede entretenerte cuando no tienes nada que leer, o nada que hacer. Pero puede volverse en tu contra si la dejas en blanco durante demasiado tiempo. Puede volverse contra ti, o sea, contra sí misma, tornarse incontrolable, quizás incluso consumirse a sí misma, en un inconcebible acto de canibalismo intelectual. ¿Cuánto dura el Salto? Sí, 0,000000000067 segundos para el cuerpo. Pero, ¿cuánto tiempo transcurre para la conciencia? ¿Cien años? ¿Mil? ¿Un millón? ¿Mil millones? ¿Cuánto tiempo permanece inmersa en sus propios pensamientos en un infinito campo blanco? Y después, al cabo de mil millones de eternidades, el increíble retorno de la luz, la forma y el cuerpo. ¿No es para volverse loco? —Ricky... —balbució, pero los auxiliares habían llegado. —¿Están dispuestos? —preguntó uno de ellos. Mark asintió.
—Papá, tengo miedo —susurró Patty, con un hilo de voz—. ¿Hace daño? —No, cariño. No hace ningún daño —contestó Mark con voz firme y segura, aunque el corazón parecía querer saltársele del pecho, como siempre, a pesar de haber pasado por aquella experiencia más de veinticinco veces—. Pasaré primero. Ya verás qué fácil es. El auxiliar aguardaba su indicación. Mark movió la cabeza y sonrió. Se colocó la mascarilla con sus propias manos y aspiró con fuerza aquella oscuridad. Lo primero que vio fue el negro cielo de Marte a través de la cúpula que cubría Whitehead City. En la noche, las estrellas centelleaban con un fulgor salvaje nunca soñado en la Tierra. Después se dio cuenta de que algo extraño ocurría en la sala de llegada. Murmullos, luego gritos, por fin, un horrible alarido. «¡Dios mío! — pensó—. ¡Es Marilys!» Trató de incorporarse en su tumbona, luchando por sobreponerse al vértigo. Entonces hubo un segundo grito y vio que varios auxiliares corrían hacia ellos. Marilys se le acercó, tambaleándose y señalando algo con la mano. En medio de otro grito desgarrador, se desplomó, arrastrando en su caída una banqueta, que salió rodando por el pasillo. Mark miró en la dirección que le había indicado Marilys. Lo sabía. No era miedo lo que había visto en los ojos de su hijo, sino curiosidad. Debería haberse dado cuenta antes. Conocía a Ricky, Ricky, que se había roto un brazo al caer de la rama más alta de un árbol en Schenectady, a los siete años. Ricky, quien se atrevía a patinar hasta más lejos y más rápido que ningún otro chico del barrio. Ricky, siempre el primero en arriesgarse. Ricky no sabia lo que era el miedo. Hasta aquel momento. Patty dormía plácidamente. Pero a su lado, lo que había sido su hijo, se retorcía en la tumbona como una serpiente. Un chico de doce años con los cabellos blancos como la nieve y ojos de un amarillo enfermizo. Era un ser más viejo que el tiempo mismo, con el disfraz de un adolescente, que se convulsionaba horriblemente, con muecas de obsceno júbilo. Los auxiliares retrocedieron, aterrorizados por sus carcajadas. Dos o tres
huyeron, olvidando todo lo que les habían enseñado para hacer frente a imprevistos. Las piernas de Ricky, jóvenes y eternas al mismo tiempo, se retorcían sobre la tumbona. Las manos, casi unas garras, se agitaban en el vacío, tratando de asir algo invisible. Inesperadamente, esas garras cayeron sobre el rostro del que había sido un niño y se clavaron en él con saña. —¡Es mucho más largo de lo que crees, papá! —Mark apenas podía entender sus palabras en medio de aquellas carcajadas espantosas—. ¡Más largo de lo que crees! Contuve la respiración cuando me pusieron la mascarilla. ¡Quería ver! ¡Y he visto! ¡He visto! ¡Es mucho más largo de lo que tú crees! Entre siniestros alaridos e inhumanas carcajadas, el ser que yacía en la tumbona se arrancó los ojos. La sangre manó a borbotones. La sala de llegada estaba llena de aullidos, como una jaula. —¡Más largo de lo que tú crees, papá! ¡Lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Ha sido un salto eterno, papá, eterno! Dijo muchas otras cosas antes de que el personal auxiliar finalmente reaccionara y se lo llevara de la sala mientras seguía aullando y clavándose los dedos en las cuencas donde ya no estaban aquellos ojos que habían visto lo invisible de una vez para siempre. Aún aulló muchas otras cosas, pero Mark Oates no las oyó porque sus propios alaridos se lo impidieron.
HAY TIGRES STEPHEN KING
Charles necesitaba desesperadamente ir al lavabo. Era inútil engañarse pensando que podía esperar al recreo. Su vejiga protestaba desesperadamente, y miss Bird le había descubierto retorciéndose. Había tres profesoras en el tercer curso del colegio de Acorn Street. Miss Kinney era joven, rubia y llena de vivacidad. Mrs. Trask tenía la hechura
de un almohadón moruno, se peinaba con trenzas y reía ruidosamente. Y luego estaba miss Bird. Charles había sabido que acabaría con miss Bird. Era inevitable. Porque estaba claro que miss Bird quería destruirle. No permitía que los niños fueran al sótano. El sótano, explicó miss Bird, era donde se encontraban las calderas de calefacción, y las señoras y los señores bien educados jamás iban allí, porque los sótanos eran lugares decrépitos y llenos de hollín. Los jóvenes y las señoritas, repitió, no bajan al sótano. Van al cuarto de baño, dijo. Charles volvió a retorcerse. Miss Bird le miró. —Charles —dijo mientras señalaba Bolivia con el puntero—, ¿no necesitas ir al baño? Cathy Scott, que tenía el putitre delante de él, rió cubriéndose prudentemente la boca con la mano. Kenny Griffen hizo una mueca y le dio una patada por debajo del pupitre. Charles se ruborizó. —Di algo, Charles —insistió miss Bird—. Necesitas... (dirá orinar, siempre dice orinar) —Sí, miss Bird. —¿Sí qué? —Que tengo que ir al só... al baño. Miss Bird sonrió. —Muy bien, Charles. Puedes ir al baño a orinar. ¿Es eso lo que necesitas hacer? ¿Orinar? Charles bajó la cabeza abrumado. —Muy bien, Charles. Ve. Y la próxima vez, por favor, no esperes a que te lo pregunte. Risitas sofocadas. Miss Bird golpeó su mesa con el puntero.
Charles recorrió el pasillo hasta la puerta, con treinta pares de ojos clavados a su espalda. Cada uno de esos niños, incluida Cathy Scott, sabía que iba al baño a orinar. La puerta estaba a una distancia tan larga como un campo de fútbol. Miss Bird no siguió con la clase, sino que guardó silencio hasta que él hubo abierto la puerta, pasado al vestíbulo milagrosamente vacío, y vuelto a cerrar la puerta. Anduvo hacia el baño de los chicos... (sótano, sótano, sótano, SÍ QUIERO) ... arrastrando los dedos a lo largo de la fresca tira de mosaico de la pared, dejándolos tamborilear sobre el tablón de anuncios con los boletines pegados con chinchetas y resbalar sobre la... (ROMPAN EL CRISTAL EN CASO DE EMERGENCIA) ... superficie roja de la caja de la alarma contra incendios. Miss Bird disfrutaba haciéndole ruborizarse. Delante de Cathy Scott — que nunca necesitaba ir al sótano, ¿hay derecho?— y de todos los demás. P-e-r-r-a, pensó. Lo deletreó porque el año pasado había decidido que, si deletreaba, Dios no lo consideraba pecado. Entró en el baño de los chicos. Dentro estaba muy fresco, con un leve y no desagradable olor a cloro. Ahora, a media mañana estaba limpio y desierto, tranquilo y agradable, no como el maloliente y humoso cubículo del Star Theatre en la ciudad. El baño... (¡sótano!) ... estaba construido como una L, la pata corta con una hilera de pequeños espejos cuadrados sobre palanganas de porcelana y un rollo de toallas de papel... (NIBROC) ... y la pata más larga con dos urinarios y tres cubículos con sus tazas.
Charles enfiló la esquina después de contemplar, aburrido, su rostro delgado y pálido en uno de los espejos. El tigre estaba echado al fondo, exactamente debajo del ventanuco blanco. Era un gran tigre, con rayas y manchas oscuras en su piel. Levantó la cabeza vivamente APRA mirar a Charles y sus ojos verdes se estrecharon. Una especie de gruñido, suave como un ronroneo, escapó de su boca. Los ágiles músculos se flexionaron y el tigre se levantó. Agitó la cola y golpeó contra los lados de porcelana del último urinario. El felino parecía muy hambriento y agresivo. Charles salió precipitadamente por donde había entrado. La puerta pareció tardar años en cerrarse, neumáticamente, tras él, pero cuando lo hizo se sintió a salvo. No recordaba haber leído u oído que los tigres supieran abrir puertas. Charles se secó la nariz con el dorso de la mano. Su corazón palpitaba desbocadamente. Seguía necesitando ir al sótano, más que nunca. Se revolvió y apretó la mano contra el vientre. Tenía que ir al sótano. Si pudiera tener la seguridad de que no se acercaría nadie, podría entrar en el de las niñas. Estaba del otro lado del vestíbulo. Charles lo miró anhelante, sabiendo que no se atrevería ni en un millón de años. ¿Y si llegaba Cathy Scott? Oh, horror de los horrores... ¿Y si la que llegaba era miss Bird? Quizá el tigre habían sido imaginaciones suyas. Abrió la puerta lo suficiente para mirar por el resquicio. El tigre le miró a su vez desde el ángulo de la L, con los ojos de un verde resplandeciente. Charles imaginó ver una minúscula manchita azul en aquel brillo profundo, como si el tigre se hubiera comido uno de sus ojos. Como si... Una mano rodeó su cuello. Charles lanzó un grito sofocado y sintió que el corazón y el estómago se le anudaban en la garganta. Por un momento tuvo la terrible sensación de que iba a orinarse encima.
Era Kenny Griffin, sonriendo burlonamente. —Me ha mandado miss Bird porque llevas años sin volver. Prepárate. —Sí, pero aún no he podido entrar en el baño —dijo Charles medio muerto del susto que le había dado Kenny. —¡Estás estreñido! —exclamó Kenny alegremente—. ¡Espera a que se lo cuente a Cathy! —¡No se te ocurra! —dijo Charles—. Además, no lo estoy. Ahí dentro hay un tigre. —¿Y qué está haciendo? —preguntó Kenny— ¿Pis? —No lo sé —murmuró Charles mirando a la pared—. Yo sólo quiero que se vaya. —Y se echó a llorar. —Eh —dijo Kenny, desconcertado—. ¿Qué te ocurre? —Tengo que ir al lavabo. Pero no puedo entrar ahí... Miss Bird dirá que... —Vamos —insistió Kenny, cogiéndole del brazo con una mano y empujando la puerta con la otra—. Te lo estás inventando. Estuvieron dentro antes de que Charles, aterrorizado, pudiera zafarse y retroceder. —¡Un tigre! —se burló Kenny-. Chico, miss Bird te matará. —Está del otro lado. Kenny empezó a avanzar junto a las palanganas: —Gatito, gatito... ¡Gatito! —¡No lo hagas! —chilló Charles. Kenny desapareció tras la esquina. —Gatito, gatito... Gat...
Charles salió disparado por la puerta y se apoyó contra la pared, esperando, cubriéndose la boca con las manos, y los ojos cerrados con fuerza. No se oyó ningún grito. No sabía cuánto tiempo permaneció allí, paralizado, con la vejiga a punto de reventar. Contemplaba la puerta del lavabo de chicos. Pero no le decía nada. Era sólo una puerta. No iría. No podría. Pero al fin entró. Las palanganas y los espejos seguían ordenados, y el vago olor a cloro persistía. Pero ahora parecía que había otro olor por debajo de aquél, un olor vagamente desagradable, como de cobre. Con gemidos de impaciencia pero silenciosos se acercó al ángulo de la L y miró. El tigre estaba echado en el suelo, lamiendo sus patas con una enorme lengua rosa. Miró a Charles con indiferencia. En una de sus garras había un trozo de camisa. Pero la necesidad era ya pura agonía, y no podía esperar un segundo más. Tenía que orinar. Se acercó de puntillas a la palangana más cercana a la puerta. Miss Bird entró como un vendaval cuando él se abrochaba los pantalones. —¡Vaya, niño repugnante! —le increpó. Charles, asustado, no dejaba de mirar la esquina. —Lo siento, miss Bird... el tigre... voy a limpiar la palangana... lo haré con jabón... le aseguro que lo haré... —¿Dónde está Kenneth? —preguntó miss Bird con calma.
—No lo sé. —Era verdad. —¿Está ahí dentro? —¡No! —gritó Charles. Miss Bird se acercó a la esquina. —Ven aquí, Kenneth. Ahora mismo. —Miss Bird... Pero ella ya había desaparecido tras la esquina. Iba dispuesta a atacar, pensó Charles, pero iba a descubrir lo que era un ataque de verdad. Volvió a salir por la puerta. Bebió agua en la fuente de la entrada. Miró la bandera norteamericana colgada sobre la entrada del gimnasio. Miró el tablón de anuncios. Mochuelo del Bosque avisaba: GRITAD, PERO NO CONTAMINÉIS. Buen Amigo aconsejaba: NO OS VAYÁIS CON DESCONOCIDOS. Charles lo leyó todo dos veces. Después volvió a la clase, recorrió el pasillo hasta su sitio con la mirada en el suelo, y se deslizó en su asiento. Eran las once menos cuarto. Sacó Caminos a todas partes y se puso a leer la lección «Bill en el Rodeo».
EN EL SUBMUNDO DEL TERROR (Fui un profanador de tumbas adolescente) STEPHEN KING
CAPÍTULO UNO Era como una pesadilla. Como uno de esos sueños irreales de los que te despiertas a la mañana siguiente. Sólo que esta pesadilla estaba sucediendo de verdad. Delante de mí alcanzaba a distinguir la linterna de Rankin: un gran ojo amarillo en la sofocante oscuridad estival. Me
tropecé con una lápida y por poco no me desparramo de bruces. Rankin se volvió hacia mí, siseando un juramento: —¿Es que quieres despertar al vigilante, imbécil? Susurré una respuesta y continuamos andando sigilosamente. Por fin, Rankin se detuvo y enfocó el haz de la linterna sobre una lápida recientemente cincelada. En ella podía leerse:
DANIEL WHEATHERBY 1899–1962 Reunido con su amada esposa en una tierra mejor Sentí que me ponían una pala en las manos y, repentinamente, estuve seguro de que no podría hacerlo. Pero entonces recordé al administrador de becas meneando su cabeza y diciendo: Temo que no podemos darte más tiempo, Dan. Tendrás que irte hoy mismo. Te ayudaría de alguna forma si pudiera, créeme... Excavé en la todavía blanda tierra y la arrojé por sobre mi hombro. Unos quince minutos después mi pala entró en contacto con la madera. Ambos nos pusimos a ensanchar el agujero rápidamente, hasta que la linterna de Rankin reveló el ataúd. Nos metimos en el pozo y lo izamos. Atontado, contemplé cómo Rankin le atizaba a los cerrojos con la pala. Luego de unos pocos golpes éstos se rompieron y pudimos alzar la tapa. El cadáver de Daniel Wheatherby nos miró con ojos vidriosos. Sentí que el horror se derramaba lentamente sobre mí. Siempre creí que los ojos permanecían cerrados cuando uno estaba muerto. —No te quedes allí —susurró Rankin—; son casi las cuatro. ¡Tenemos que largarnos de aquí! Envolvimos el cuerpo con una manta y regresamos el ataúd al pozo. Lo tapamos y reemplazamos el césped, rápido pero cuidadosamente. Dispersamos toda la tierra que nos sobró. Para cuando cargábamos con el cuerpo amortajado de blanco ya los primeros rastros del alba comenzaban a iluminar el cielo oriental.
Atravesamos la valla que bordeaba el cementerio y nos internamos en el bosque que lo limitaba por el oeste. Rankin se abrió paso expertamente durante unos cuatrocientos metros hasta que lo cruzamos y llegamos al automóvil, que seguía estacionado donde lo habíamos dejado, en una rodada abandonada y cubierta de malezas que alguna vez había sido un camino. El cadáver fue a parar al baúl. Poco después nos unimos al flujo de automovilistas que se apresuraban en alcanzar el tren de las seis. Me contemplaba las manos como si nunca antes las hubiera visto. La mugre que tenía bajo mis uñas había estado amontonada sobre el lugar de reposo final de un hombre, menos de veinticuatro horas atrás. Se sentía inmundo. La atención de Rankin se concentraba por entero en la conducción del coche. Al mirarlo comprendí que el repulsivo acto que acabábamos de cometer no le preocupaba en lo más mínimo; para él se trataba de un trabajo más. Nos desviamos de la carretera principal y empezamos a remontar el sinuoso, estrecho y sucio camino. Y entonces salimos al espacio abierto y pude verla, la mansión victoriana que se elevaba en la cumbre de la empinada pendiente. Rankin dió la vuelta y sin decir una palabra enfiló hacia la escarpada roca de un acantilado que se alzaba durante otros doce metros más, un poco a la derecha de la casa. Se produjo un horrendo sonido chirriante y se abrió una parte de la colina lo suficientemente ancha como para permitir el paso del automóvil. Rankin nos condujo adentro y apagó el motor. Nos encontramos en una estancia pequeña, con forma de cubo, que servía como garaje oculto. En ese momento se abrió una puerta al otro extremo y un hombre alto y rígido se nos acercó. El rostro de Steffen Weinbaum parecía una calavera; tenía unos ojos insondables y una piel que se le tensaba tanto sobre los pómulos que la carne era casi transparente. —¿Dónde está? —su voz era profunda, ominosa. En silencio, Rankin se bajó y yo lo seguí. Rankin abrió el baúl y sacamos la figura envuelta en la manta. Weinbaum asintió lentamente. —Bien, muy bien. Tráiganlo al laboratorio.
CAPÍTULO DOS Mis padres murieron en un accidente automovilístico cuando yo tenía trece años. Quedé solo y tendría que haber ido a parar a un orfanato. Pero el testamento de mi padre reveló que me había dejado una sustancial suma de dinero, y yo tenía mucha confianza en mí mismo. Los de asistencia social nunca me rondaron y a los trece años me ví abandonado en el extraño rol de ser el único inquilino de mi propia casa. Pagué la hipoteca de la cuenta del banco e intenté estirar los dólares tanto como fuera posible. El dinero escaseaba para cuando tuve dieciocho años y terminé el colegio, pero igual quise ingresar en la universidad. Vendí la casa por diez mil dólares por intermedio de un comprador de bienes raíces. A comienzos de septiembre todo se me vino encima. Recibí una carta muy amable de Erwin, Erwin y Bradstreet, Abogados. Para ponerlo en el idioma del hombre de la calle, la carta decía que el departamento comercial en el que mi padre había estado empleado había llevado una auditoría general de sus libros; parecía que faltaban quince mil dólares y que tenían pruebas de que mi padre se los había robado. El resto de la carta simplemente manifestaba que si yo no pagaba los quince mil dólares iríamos a la corte y que intentarían duplicar aquella cantidad. Todo aquello me trastornó y, por esa razón, aquellas preguntas que se me tendrían que haber ocurrido no lo hicieron. ¿Por qué no descubrieron antes el error? ¿Por qué me estaban ofreciendo arreglar el asunto sin ir a la corte? Fui hasta la oficina de Erwin, Erwin y Bradstreet y discutimos el tema. Para decirlo en pocas palabras, pagué la suma que me estaban pidiendo y me quedé sin dinero. Al día siguiente busqué la firma Erwin, Erwin y Bradstreet en la guía telefónica. No figuraba. Me dirigí a su oficina y encontré un cartel de Se Alquila en la puerta. Fue entonces cuando comprendí que había sido estafado como un niño incauto; cosa que, reflexioné miserablemente, era justo lo que yo era. A los de la universidad los engañé durante mis primeros meses, pero finalmente descubrieron que no había sido convenientemente matriculado.
Ese mismo día conocí a Rankin en un bar. Fue mi primera experiencia en una taberna. Tenía una licencia de conducir falsificada, así que pedí los whiskys suficientes como para emborracharme. Imaginé que lograrlo me llevaría algo así como dos whiskys puros, ya que nunca antes de aquella noche había tomado más que una botella de cerveza. El primero me sentó bien; el segundo logró que mi problema pareciera más inconsistente. Me estaba zampando el tercero cuando Rankin entró en el bar. Se sentó en el taburete junto al mío y me miró con atención. —¿Tienes algún problema? —le pregunté bruscamente. Rankin sonrió. —Sí, ando buscando un ayudante. —¿Ah, sí? —le pregunté, interesado—. ¿Te refieres a que quieres contratar a alguien? —Sí. —Bien, soy tu hombre. Comenzó a decir algo pero luego cambió de idea. —Mejor vayamos a un reservado y conversémoslo, ¿te parece? Nos dirigimos a un reservado y comprendí que me estaba arriesgando demasiado. Rankin tiró de la cortina. —Así está mejor. Ahora, ¿quieres un trabajo? Asentí. —¿Te preocupa de qué pueda tratarse? —No. ¿Cuánto es la paga? —Quinientos el trabajo.
Se evaporó un poco la niebla rosada que me rodeaba. Algo no andaba bien allí. No me gustó nada la forma en que usó la palabra «trabajo». —¿A quién tengo que matar? —pregunté con una sonrisa poco jovial. —No tienes que hacerlo. Pero antes de que pueda decirte de qué se trata, tendrás que hablar con el señor Weinbaum. —¿Quién es? —Es un... científico. La niebla se evaporó más aún. Me levanté. —Uh-uh. No tengo interés en servir de conejito de indias. Consíguete a otro flaco. —No seas idiota —me dijo—. Nadie te hará daño. —Bien, vamos —respondí, en contra de mi buen juicio.
CAPÍTULO TRES Tras una recorrida por la casa que incluyó al laboratorio, Weinbaum se refirió al propósito de mi labor. Vestía un guardapolvo blanco y había algo en él que hacía que me estremeciera por dentro. Se apoltronó en la sala y me señaló un asiento. Rankin había desaparecido. Weinbaum me observó con esos ojos penetrantes y una vez más sentí que me atravesaba una corriente helada. —Se lo explicaré de este modo —dijo—; mis experimentos son demasiado complicados como para describirlos con lujo de detalles, pero están relacionados con la carne humana. Con carne humana muerta. Empecé a notar que sus ojos se iluminaban con llamaradas vacilantes. Parecía una araña lista para zamparse una mosca, y toda la casa era su tejido. El sol se inflamaba al oeste, y profundos charcos de sombras se extendían por el cuarto, ocultando su rostro, pero dejando los relucientes ojos, como si se movieran en la creciente oscuridad. Él continuaba hablando:
—A menudo, las personas donan sus cuerpos a los institutos científicos para su estudio. Desafortunadamente soy un hombre que trabaja en solitario, de modo que tengo que recurrir a otros métodos. El horror saltó sonriendo desde las sombras, y por mi mente se filtró la horrible imagen de dos hombres cavando a la luz de una luna imprecisa. Una pala golpeaba la madera; el ruido congeló mi alma. Me puse de pie de un salto. —Creo que puedo encontrar el camino hasta la puerta, señor Weinbaum. Se rió suavemente. —¿Le comentó Rankin cuál es la paga por este trabajo? —No estoy interesado. —Mal hecho. Esperaba que pudiera verlo a mi manera. No le llevaría más de un año ganar el dinero suficiente como para volver a la universidad. Me sobresalté, experimentando la extraña sensación de que aquel hombre estaba escrutando mi alma. —¿Cuánto sabe de mí? ¿Cómo lo averiguó? —Tengo mis recursos —rió entre dientes de nuevo—. ¿Va a reconsiderarlo? Vacilé. —¿Hacemos la prueba? —me preguntó suavemente—. Estoy convencido de que ambos podemos llegar a un mutuo entendimiento. Tuve la terrible impresión de estar hablando con el mismísimo diablo, que de algún modo me había obligado a venderle mi alma. —Preséntese aquí a las ocho en punto, pasado mañana a la noche —me dijo. Así fue como todo empezó.
En cuanto Rankin y yo ubicamos el cadáver envuelto de Daniel Wheatherby sobre la mesa del laboratorio se encendieron unas luces detrás de unos paneles rectangulares que parecían tanques de vidrio. —Weinbaum —sin darme cuenta, había olvidado llamarlo «señor»—; me parece... —¿Ha dicho algo? —preguntó, con sus ojos atravesando los míos. El laboratorio pareció alejarse. Sólo quedábamos nosotros dos, precipitándonos en un submundo repleto de horrores que estaban más allá de la imaginación. Rankin entró vestido con una blanca chaqueta corta, y rompió el hechizo al decir: —Todo listo, profesor. Rankin me detuvo en la puerta. —El viernes, a las ocho. Un escalofrío helado y terrible me corrió por la espalda cuando miré hacia atrás. Weinbaum había tomado un escalpelo y estaba cortando la sábana que cubría el cuerpo. Ambos me miraron de manera extraña y yo me largué de allí. Me subí al auto y rápidamente desanduve el angosto y sucio sendero. No volví la mirada. El aire era puro y caliente, con una promesa de verano en ciernes. El cielo era azul, con algodonosas nubes blancas deslizándose por la cálida brisa estival. La noche anterior parecía una pesadilla, un sueño vago que, como todas las pesadillas, se vuelve irreal y transparente cuando resplandece la brillante luz del día. Pero cuando conduje más allá de las verjas de hierro del Cementerio Crestwood comprendí que no se trataba de un sueño. Cuatro horas atrás mi pala había removido la tierra que cubría la tumba de Daniel Wheatherby. Un nuevo pensamiento me asaltó por primera vez. ¿Qué le estaban haciendo al cuerpo de Daniel Wheatherby en ese momento? Relegé la pregunta a un profundo rincón de mi mente y apreté el acelerador. Me concentré en manejar el auto, agradecido por haber alejado de mi mente, al menos durante un rato, la terrible acción que había llevado a cabo.
CAPÍTULO CUATRO El paisaje de California se borroneaba a medida que aumentaba la velocidad. Los neumáticos chirriaron en una curva y, cuando salí de ella, varias cosas sucedieron al mismo tiempo. Vi a una camioneta imprudentemente estacionada en medio de la línea blanca, a una muchacha de unos dieciocho años corriendo justo hacia mi auto, y a un hombre mayor detrás de ella. Clavé los frenos, que explotaron como bombas. Maniobré el volante y el cielo de California de repente se encontró debajo de mí. Entonces todo se acomodó y comprendí que había dado una vuelta de campana. Por un momento quedé aturdido, pero entonces un grito fuerte y chillón, penetrante, me atravesó la cabeza. Abrí la puerta y corrí a toda velocidad por la ruta. El hombre tenía a la muchacha y estaba arrastrándola hacia la camioneta. Era más fuerte que ella, pero la chica le estaba arrancando unos centímetros de piel por cada paso que él daba. El tipo me descubrió. —Tú te quedas donde estás, compañero. Yo soy su tutor. Me detuve y me sacudí las telarañas de mi cerebro. Era exactamente lo que él había estado esperando. Cargó con un puñetazo que me asestó a un lado de la barbilla y me derribó al suelo. Agarró a la muchacha y prácticamente la arrojó dentro de la cabina. Cuando logré levantarme él ya estaba en el asiento del conductor y haciendo rechinar los neumáticos. Pegué un salto y me subí al techo justo cuando arrancaba. Por poco no salí despedido, aunque tuve que arañar como cinco capas de pintura para poder sujetarme. Entonces extendí un brazo a través de la ventanilla abierta y lo sujeté del cuello; con una maldición, el tipo me agarró de la mano. Dio un volantazo, y el camión giró locamente al borde de un empinado terraplén. Lo último que recuerdo es la trompa del camión apuntando hacia abajo. Entonces mi contrincante me salvó la vida al pegarme un tirón del brazo; salí dando volteretas justo cuando el camión se zambullía por el
precipicio. Aterricé duro, aunque la piedra en la que aterricé lo era más. Todo se desvaneció. Algo fresco me tocó la frente cuando recuperé el sentido. Lo primero que vi fue la luz roja que destellaba en el techo del auto de aspecto oficial, estacionado junto al terraplén. Me erguí de repente, y unas manos suaves me empujaron hacia abajo. Unas manos agradables, las manos de la muchacha que me había metido en este enredo. Tenía a un Agente de la Policía de Carreteras sobre mí, y a una voz oficial que me decía: —La ambulancia está en camino. ¿Cómo se encuentra? —Machucado —le dije, sentándome de nuevo—. Aunque dígale a la ambulancia que se largue. Estoy bien. Intentaba sonar impertinente. La policía era lo último que necesitaba luego del "trabajito" de las últimas noches. —¿Qué puede decirme sobre esto? —preguntó el policía, sacando una libreta de notas. Antes de contestarle caminé sobre el terraplén. El estómago me dio un vuelco. La camioneta estaba enterrada de trompa en el suelo de California, y mi compañero de boxeo estaba transformando a aquella buena tierra de California en un barro rojizo con su propia sangre. Yacía grotescamente, con una mitad dentro de la cabina, y con la otra mitad fuera. Los fotógrafos estaban haciendo sus tomas. Estaba muerto. Retrocedí. El agente de policía me miraba como esperando que vomitara pero, gracias a mi nuevo trabajo, mi estómago era admirablemente fuerte. —Yo venía conduciendo desde el distrito de Belwood —le respondí—, aparecí doblando aquella curva… Le conté el resto de la historia con la ayuda de la muchacha. Justo cuando terminé llegó la ambulancia. A pesar de mis protestas y de las de mi todavía anónima amiga, fuimos empujados a la parte trasera.
Dos horas después teníamos el visto bueno de salud por parte del agente de policía y de los doctores, y nos pidieron que testimoniáramos en las pesquisas de la semana siguiente. Encontré mi automóvil en el bordillo. Se encontraba un poco peor que antes, aunque las ruedas reventadas habían sido reemplazadas. ¡En el salpicadero había una factura que daba cuenta de los gastos del camión grúa, de los neumáticos, y del escuadrón de limpieza! Ascendía a casi doscientos cincuenta dólares; la mitad del cheque por el trabajo de la noche anterior. —Pareces preocupado —dijo la chica. Me volví hacia ella. —Um, sí. Bien, ya que esta mañana casi nos asesinan juntos, ¿qué te parece si me dices cómo te llamas y vamos a almorzar a algún lado? —De acuerdo —dijo ella—. Mi nombre es Vicki Pickford. ¿Y el tuyo? —Danny —respondí inexpresivamente mientras nos apartábamos del bordillo. Cambié de tema con rapidez—. ¿Qué sucedió esta mañana? Le escuché decir a ese tipo que era tu tutor... —Sí —confirmó. Me reí. —Mi nombre es Danny Gerad. Te enterarás por los diarios vespertinos. Ella sonrió gravemente. —De acuerdo. Era mi custodio. También era un borrachín y un tipo despreciable. Sus mejillas se tiñeron de rojo. La sonrisa desapareció. —Lo odiaba, y me alegro de que haya muerto. Me echó una mirada cortante y por un instante vislumbré el húmedo brillo del miedo en sus ojos; luego recuperó su autocontrol. Estacionamos y comimos el almuerzo.
Cuarenta minutos después pagué la cuenta con mi dinero recientemente adquirido y regresamos al auto. —¿Hacia dónde? —pregunté. —Motel Bonaventure —dijo ella—. Es donde estoy parando. Ella notó un sobresalto de curiosidad en mis ojos y suspiró. —Está bien, estaba huyendo. Mi tío David me encontró e intentó arrastrarme de vuelta a casa. Cuando le dije que no iría me metió en la camioneta. Estábamos pasando esa curva cuando le arrebaté el volante de las manos. Entonces llegaste tú. Se encerró en sí misma como una almeja y no intenté obtener más nada de ella. Había algo extraño en su historia; no quise presionarla. La acerqué hasta la playa de estacionamiento y apagué el motor. —¿Cuándo puedo verte de nuevo? —pregunté—. ¿Qué tal si vemos una película mañana? —Seguro —contestó. —Pasaré a buscarte a las siete y media —le dije y me alejé, reflexionando pensativamente en los eventos que me habían ocurrido en las últimas veinticuatro horas.
CAPÍTULO CINCO Cuando entré en el departamento el teléfono estaba sonando. Lo descolgué y tanto Vicki como el accidente y el luminoso mundo laboral de la California suburbana se fundieron en un submundo de sombras, de seres fantasmas. La voz que susurraba fríamente en el receptor era la de Weinbaum. —¿Problemas? —inquirió con suavidad, aunque había un tono ominoso en su voz. —Tuve un accidente —le contesté.
—Leí acerca de eso en el diario… —la voz de Weinbaum se arrastró. El silencio descendió sobre nosotros durante un momento y luego dije: —¿Eso significa que me está descartando? Esperé que dijera que sí; yo no tenía la valentía suficiente para renunciar. —No —respondió con suavidad—, tan sólo quería asegurarme de que no reveló nada sobre el... trabajo... que está realizando para mí. —Pues bien, no lo hice —le dije lacónicamente. —Mañana a la noche —me recordó—. A las ocho. Hubo un click y luego el tono de discar. Me estremecí y colgué el receptor. Tenía la extrañísima sensación de acabar de cortar una comunicación con la tumba. La mañana siguiente a las siete y media en punto pasé a buscar a Vicki por el Motel Bonaventure. Ella estaba ataviada con un vestido que le daba un aspecto estupendo. Le silbé por lo bajo; ella se ruborizó encantadoramente. No hablamos del accidente. La película era buena y nos tomamos de la mano parte del tiempo, comimos palomitas de maíz parte del tiempo, y nos besamos una o dos veces. Todo aquello en una tarde agradable. El segundo detalle importante sucedió llegando al climax de la película, cuando un acomodador bajó por el pasillo. Se detenía en cada fila y parecía irritado. Finalmente se plantó en la nuestra. Barrió la fila de asientos con el haz de la linterna y preguntó: —¿El señor Gerad? ¿Daniel Gerad? —¿Sí? —pregunté, sintiendo la culpa y el miedo corriendo a través de mí. —Hay un caballero en el teléfono, señor. Dice que es una cuestión de vida o muerte. Vicki me miraba sobresaltada mientras yo seguía al acomodador apresuradamente. Alertaron a la policía. Mentalmente tomé nota de mis
únicos parientes vivos. La tía Polly, la abuela Phibbs y mi tío abuelo Charlie; hasta donde yo sabía todos ellos seguían con vida. Podrían haberme derribado con una pluma cuando levanté el receptor y escuché la voz de Rankin. Habló rápidamente, con una cruda señal de miedo en su voz: —¡Ven aquí, ahora mismo! Necesitamos... Había sonidos de lucha, un grito ahogado, luego un chasquido y el tono vacío del discado. Colgué y regresé a toda prisa junto a Vicki. —Ven —le dije. Me siguió sin preguntarme nada. Al principio pensé en conducir hasta el motel, pero el grito ahogado me hizo decidir que se trataba de una emergencia. Ni Rankin ni Weinbaum me gustaban, pero sabía que tenía que ayudarlos. Nos largamos. —¿De qué se trata? —preguntó Vicki ansiosamente, mientras yo pisaba el acelerador y hacía patinar el automóvil. —Mira —le dije—, algo me dice que tienes tus propios secretos con respecto a tu tutor; yo también tengo los míos. Por favor, no preguntes. Ella no volvió a hablar. Tomé posesión de la senda de paso. El velocímetro subió de ciento veinte a ciento treinta, continuó aumentando y tembló al borde de los ciento cuarenta. Entré en el desvío en dos ruedas, y el auto se zarandeó, se aferró al piso y empezó a volar por el sendero. Podía ver la casa, siniestra y lúgubre contra el cielo encapotado. Detuve el auto y me encontré afuera en un segundo. —Espera aquí —le grité a Vicky por sobre mi hombro.
Había una luz encendida en el laboratorio; abrí la puerta violentamente. Estaba vacío pero arrasado. El lugar era un lío de tubos de ensayo rotos, aparatos destrozados y, sí, unas manchas sangrientas que cruzaban la puerta entornada que llevaba al garaje en sombras. Entonces advertí el líquido verde que fluía por el suelo en pegajosos riachuelos. Por primera vez noté que se había roto uno de los diversos tanques. Caminé por encima de los otros dos. Las luces que tenían adentro estaban apagadas, y los paneles que los cubrían no dejaban ver qué podrían haber tenido dentro o, ya que estamos, qué era lo que todavía tenían. No tenía tiempo para andar mirando. No me gustó nada la vista de la sangre, todavía fresca y sin coagular, que se dirigía a la puerta delantera del garaje. Abrí la puerta con cuidado y entré en el garaje. Estaba oscuro y no sabía dónde buscar el interruptor de la luz. Me maldije por no traer la linterna que guardaba en la guantera. Me adelanté unos pocos pasos y me di cuenta de que una corriente de aire frío me soplaba contra la cara; avancé hacia ella. La luz del laboratorio arrojaba un dorado pozo de luz a todo lo largo del suelo del garaje, aunque no llegaba a alumbrar nada en esa espesa negrura. Regresaron todos mis infantiles miedos a la oscuridad. Una vez más me introduje en esos reinos del terror que sólo un niño puede llegar a conocer. Comprendí que la sombra que me espiaba desde la oscuridad no podría disiparse con ninguna luz brillante. De repente, mi pie derecho pisó el vacío. Adiviné que la corriente de aire provenía de una escalera en la que casi me había caído. Lo debatí durante un momento, pero luego me volví y atravesé de prisa el laboratorio y corrí hacia el auto.
CAPÍTULO SEIS Vicki se me vino encima en cuanto abrí la puerta del auto. —¿Danny, qué estás haciendo aquí? Su tono de voz me hizo mirarla con atención. Su rostro se veía aterrorizado bajo el enfermizo resplandor de la luz.
—Trabajo en este lugar —expliqué brevemente. —Al principio no advertí donde nos encontrábamos —dijo ella, con lentitud—. Sólo una vez estuve aquí. —¿Has estado aquí antes? —exclamé— ¿Cuándo? ¿Y por qué? —Una noche —dijo reservadamente—, le traje la comida al tío David. Se la había olvidado. El nombre hizo sonar una campanilla en mi mente. Ella comprendió que yo intentaba recordar de quién se trataba. —Mi tutor —explicó—. Quizás lo mejor sería que te cuente toda la historia. Probablemente sepas que no se suele designar como tutor a las personas que tienen problemas con la bebida. Bien, el tío David no siempre los tuvo. Hace cuatro años, cuando papá y mamá murieron en un choque de trenes, el tío David era la persona más amable que te puedas imaginar. La corte lo designó como mi tutor hasta que yo llegara a la mayoría de edad, con mi sustento completo. Se quedó callada durante un momento, reviviendo sus recuerdos, y la expresión que le cruzó por los ojos no fue nada agradable; luego continuó el relato. —Hace dos años cerró la compañía en la que trabajaba como vigilante nocturno, y mi tío se quedó sin trabajo. Estuvo desempleado durante casi año y medio. Comenzamos a desesperarnos, con tan sólo los cheques de asistencia social para alimentarnos y con la universidad amenazando con suspenderme. Entonces consiguió un trabajo. Era bien pago y originaba sumas fabulosas. Solía bromear sobre los bancos que había tenido que robar. Una noche él me miró y me dijo: «No se trata de bancos». Sentí que el miedo y la culpa me daban golpecitos en el hombro con unos dedos fríos. Vicki siguió hablando. —Comenzó a volverse irritable. Empezó a traer whisky a la casa y a emborracharse. Me esquivaba en las ocasiones en que le preguntaba por su trabajo. Una noche me dijo que dejara de molestarlo y que me metiera en mis propios asuntos.
»Lo vi derrumbarse delante de mis propios ojos. Hasta que una noche se le escapó un nombre; Weinbaum, Steffen Weinbaum. Un par de semanas después olvidó llevarse su comida de medianoche. Busqué el nombre en la guía telefónica y se la llevé. Se puso terriblemente furioso, como nunca lo había visto. »En las semanas que siguieron se quedaba más y más tiempo en esta casa horrible. Una noche, cuando volvió a casa, me pegó. Yo decidí escapar. El tío David que conocía estaba muerto, al menos para mí. Pero me atrapó... y entonces llegaste tú. Se quedó callada. Me estremecí de la cabeza a los pies. Tenía una idea bastante aproximada acerca de qué fue lo que hizo el tío de Vicki para ganarse la vida. La época en la que Rankin me había contratado coincidía con aquella en la que el tutor de Vicki perdiera el control. En ese instante estuve a punto de arrancar el auto y largarme, a pesar de la salvaje carnicería del laboratorio, a pesar de la escalera secreta, incluso a pesar del reguero de sangre en el piso. Pero entonces un grito lejano y débil llegó hasta nosotros. Manoteé el botón del compartimiento de la guantera, metí la mano dentro, y la revolví hasta encontrar la linterna. La mano de Vicki me apretó el brazo. —No, Danny. Por favor, no lo hagas. Sé que algo terrible está pasando aquí. ¡Condúcenos lejos de eso! El grito sonó de vuelta, esta vez más debilitado, y tomé una determinación: agarré la linterna. Vicki me adivinó la intención. —Muy bien, iré contigo. —Uh-uh —dije—. Tú te quedas aquí. Tengo el presentimiento de que hay algo... suelto allí afuera. Tú te quedas aquí. Volvió al asiento de mala gana. Cerré la puerta y regresé corriendo al laboratorio. Entré de nuevo al garaje, sin detenerme. La linterna alumbró el agujero oscuro donde la pared se había deslizado para revelar la escalera.
Con la sangre tamborileándome densamente en las sienes, me aventuré allí abajo. Fui contando los escalones, apuntando con la linterna hacia las anodinas paredes, hacia la impenetrable oscuridad de las profundidades. —Veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés... Al llegar al treinta, la escalera se convirtió repentinamente en un corto pasadizo. Empecé a atravesarlo sigilosamente, deseando tener a mano un revólver o incluso un cuchillo que me hiciera sentir un poco menos desnudo y vulnerable. De repente un grito, terrible y colmado de miedo, resonó en la oscuridad que tenía enfrente. Era el sonido del terror, el sonido de un hombre enfrentado con algo salido de los más profundos fosos del horror. Comencé a correr. Mientras lo hacía advertí que la fría corriente de aire me estaba soplando directamente en la cara. Supuse que el túnel debía dar al exterior. Y entonces me tropecé con algo. Era Rankin, tirado en el charco de su propia sangre; sus ojos contemplaban el techo con un horror vidrioso. La parte trasera de su cabeza estaba aplastada. Delante de mí escuché el disparo de una pistola, una maldición, y otro grito. Corrí hacia allí y por poco me caigo de bruces al tropezar con unos nuevos escalones. Al subirlos distinguí, allá arriba, una escalera vagamente enmarcada contra una abertura cubierta con malezas. Las hice a un lado y me encontré con un cuadro sorprendente: silueteada contra el cielo, una figura alta que sólo podía ser de Weinbaum, con un revólver colgándole de una mano, y mirando hacia el suelo en sombras. Incluso las nubes, que se habían abierto brevemente para dejar pasar la luz de las estrellas, volvieron a cerrarse. Él me escuchó y se dio vuelta con prontitud, con sus ojos vidriosos como linternas rojas en la oscuridad. —Oh, es usted, Gerad. —Rankin está muerto —le dije.
—Lo sé —respondió—. Usted podría haberlo evitado llegando un poco más rápido. —Oh, cállese —le contesté, enojado—. Me apuré... Fui interrumpido por un sonido que, desde entonces, me ha venido persiguiendo en mis pesadillas, un horroroso sonido maullante, como si se tratara del grito de dolor de alguna rata gigantesca. Por el rostro de Weinbaum vi pasar el reconocimiento, el miedo, y finalmente un parpadeo de determinación, todo en cuestión de segundos. Me sentí profundamente aterrorizado. —¿Qué es eso? —pregunté con la voz estrangulada. Como al descuido, con toda su afectada indiferencia, barrió el fondo del pozo con el haz de luz, y alcancé a notar que su mirada se apartaba de algo. La cosa maulló de nuevo y experimenté otro espasmo de miedo. Estiré el cuello para poder ver qué clase de horror yacía en aquel pozo, un horror capaz de lograr que incluso Weinbaum gritara de abyecto terror. Y justo antes de que pudiera verlo, un horrible alarido de espanto se alzó y desplomó desde el difuso contorno de la casa. Weinbaum dejó de alumbrar el pozo con su linterna y la apuntó contra mi cara. —¿Quién fue? ¿Con quién vino usted? —preguntó. Pero yo tenía mi propia linterna encendida, de modo que volví a atravesar corriendo el pasadizo, con Weinbaum pegado a mis talones. Había reconocido el grito. Ya lo había oído antes, cuando una muchacha asustada casi se abalanza contra mi auto mientras huía de su maniático tutor. ¡Vicki!
CAPÍTULO SIETE
Escuché que Weinbaum ahogaba un grito cuando entramos en el laboratorio. El lugar estaba inundado del líquido verde. ¡Los otros dos recipientes estaban rotos! Sin detenerme, transpuse los recipientes destruídos y vacíos y salí por la puerta. Weinbaum no me siguió. No había nadie en el coche; la puerta del lado del pasajero estaba abierta. Barrí el suelo con la luz de mi linterna. Aquí y allá se veían las huellas de una chica que calzaba tacones altos, una chica que tenía que ser Vicki. El resto de las huellas fueron borradas por algo monstruoso; vacilo al intentar considerarla una huella. Era más bien como si algo grande se hubiera arrastrado en dirección al bosque. Su enormidad quedó demostrada, además, cuando descubrí los arbolillos quebrados y la maleza aplastada. Volví corriendo al laboratorio, donde Weinbaum estaba sentado con la cara pálida y estirada, contemplando los tres tanques vacíos y destrozados. El revólver estaba sobre la mesa; me apoderé de él y me dirigí hacia la puerta. —¿Adónde se piensa que va con eso? —interpeló, poniéndose de pie. —Afuera, en busca de Vicki —gruñí—. Y si llega a estar herida o... —no terminé la frase. Me precipité en la aterciopelada oscuridad de la noche. Me zambullí en el bosque con la pistola en una mano y la linterna en la otra, siguiendo el sendero trazado por algo en lo que no quería pensar. La pregunta vital que me ardía en la mente era si tenía a Vicki o si aún la estaba arrastrando. Si la tenía en su poder… Mi pregunta fue respondida por un grito agudo que no sonó demasiado lejos de mí. Salí corriendo, más rápidamente ahora, cuando de repente aparecí en un claro. Quizás sea porque quiero olvidarlo, o tal vez sólo porque la noche era oscura y comenzaba a ponerse brumosa, pero lo cierto es que tan solo puedo recordar cómo Vicki apareció a la luz de mi linterna, corriendo hacia mí, para enterrar su cabeza contra mi hombro y sollozar.
Una enorme sombra se me acercó maullando de manera asquerosa, volviéndome casi loco del terror. Atropelladamente, escapamos de aquel horror en la oscuridad, de regreso a las reconfortantes luces del laboratorio, lejos del nunca visto terror que acechaba en la negrura. Mi cerebro, enloquecido por el miedo, me decía que si sumabas dos y dos obtenías un cinco. Los tres tanques habían contenido tres cosas provenientes de los más oscuros abismos de una mente retorcida. Una había escapado; Rankin y Weinbaum la persiguieron. Había matado a Rankin, pero Weinbaum la hizo caer en el pozo disimulado. La segunda cosa se debatía ahora torpemente en el bosque, y de repente recordé que, fuera lo que fuese, era muy grande y le había llevado bastante tiempo arrastrarse hasta allí. Entonces comprendí que había retenido a Vicki en una hondonada. ¡Había llegado al fondo... con mucha facilidad! Pero, ¿y volver a escalarla? Estaba casi seguro de que no podría lograrlo. Dos de ellas se encontraban fuera del juego. Pero, ¿dónde estaba la tercera? Mi pregunta fue respondida en ese preciso instante por un grito proveniente del laboratorio. Y por un… maullido.
CAPÍTULO OCHO Corrimos hasta la puerta del laboratorio y la abrimos. Estaba vacío; los gritos y los terribles sonidos maullantes provenían del garaje. Llegué a la puerta, y desde aquel entonces he estado agradecido de que Vicki se quedara en el laboratorio y se ahorrara la visión que me ha despertado de mil espantosas pesadillas. El laboratorio estaba en sombras y lo único que podía distinguir era una enorme mancha moviéndose perezosamente. ¡Y los alaridos! Gritos de terror, los gritos de un hombre que se está enfrentando a un monstruo salido de los abismos del infierno. Algo maullaba espantosamente y parecía jadear complacido. Mi mano se movió en busca de la llave de la luz. ¡Allí estaba, la encontré! La luz inundó el cuarto, iluminando un cuadro de horror que era el resultado del asunto de la tumba en el que había participado, tanto el tío muerto como yo.
Un gusano grande y blanquecino se retorcía en el suelo del garaje, reteniendo a Weinbaum con sus ventosas extendidas, alzándolo hacia esa boca rosa y goteante de la que provenían los desagradables maullidos. Las venas, rojas y pulsantes, sobresalían bajo su carne viscosa, y millones de diminutos gusanos serpenteaban en las vasos sanguíneos, en la piel, incluso formaban un gran ojo que me miró fijamente. Un inmenso gusano, compuesto de centenares de millones de gusanos, los festejantes de la carne muerta que Weinbaum había utilizado tan desvergonzadamente. Inmerso en el submundo del terror, disparé el revólver una y otra vez. La cosa maulló y se convulsionó. Weinbaum gritó algo mientras era arrastrado inexorablemente hacia la boca que esperaba. Aunque no podía creerlo, logré entenderle por sobre el horroroso sonido que producía la criatura. —¡Dispárele! ¡Por el amor del cielo, dispárele! Entonces noté los pegajosos charcos de líquido verde que, provenientes del laboratorio, se rebalsaban sobre el suelo. Me puse a buscar mi encendedor, lo encontré y lo accioné frenéticamente. De repente recordé que había olvidado cambiarle la piedra. De modo que busqué la cajita de fósforos, saqué uno y con aquél encendí todos los demás. Lo hice justo cuando Weinbaum gritaba por última vez. Distinguí su cuerpo a través de la translúcida piel de la criatura, que aún se sacudía mientras miles de gusanos se le pegaban como sanguijuelas. Sintiendo náuseas, arrojé los fósforos encendidos en el rezume verde. Era inflamable, tal como lo imaginaba. Estalló en llamas resplandecientes. La criatura se enroscó en una asquerosa pelota de carne pulsante y podrida. Me volví y salí a los trompicones hasta donde se encontraba Vicki, pálida y temblorosa. —¡Vamos! —le dije—; salgamos de aquí! ¡Todo el lugar va a arder! Nos abalanzamos dentro del auto y nos alejamos a toda velocidad.
CAPÍTULO NUEVE
No queda mucho por agregar. Imagino que habrán leído todo lo referente al fuego que arrasó el distrito residencial Belwood de California, y que barrió con casi veinte kilómetros cuadrados de bosques y casas residenciales. No podría sentirme demasiado mal acerca de aquel incendio. Calculo que cientos de personas habrían sido exterminadas por las gigantescas cosas-gusano que Weinbaum y Rankin estaban engendrando. Volví a aquel lugar en el auto, luego del incendio. Todo estaba lleno de ruinas carbonizadas. No quedaban restos reconocibles del horror contra el que luchamos esa última noche, y, tras buscar durante un rato, encontré un armario de metal. Adentro tenía tres cuadernos de anotaciones. Uno de ellos era el diario de Weinbaum. Lo leí con detenimiento. Revelaba que estaban experimentando con la carne muerta, exponiéndola a los rayos gamma. Un día observaron una cosa extraña: algunos de los gusanos que se arrastraban sobre la carne estaban creciendo, agrupándose. Con el tiempo fueron creciendo juntos, formando tres grandes gusanos por separado. Quizás la bomba radiactiva había acelerado la evolución. No lo sé. Además, no quiero saberlo. Supongo que, en cierto modo, tuve algo que ver con la muerte de Rankin; la carne del cadáver cuya tumba yo mismo había profanado quizás había alimentado a la misma criatura que lo terminó matando. Vivo con ese pensamiento. Pero creo que puede haber un perdón. Me estoy esforzando por conseguirlo. O, más bien, ambos nos estamos esforzando. Vicki y yo. Juntos.