Cuando los hombres creyeron ser dioses (Irene Sierra)

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Título: Cuando los Hombres Creyeron Ser Dioses Fecha de publicación: Diciembre de 2010 Fecha de publicación por internet: Agosto de 2012 Autora: Irene Serrano Ron Portada: Laura Serrano Ron Blog oficial: http://cuandoloshombrescreyeronserdiosesvo.blogspot.com Correo electrónico de contacto: ireneserranoron@hotmail.com Esta obra se encuentra bajo licencia Creative Commons, la cual prohíbe la modificación de esta novela íntegramente o por partes y su utilización con fines comerciales.

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A vosotros, lectores, por vuestro apoyo y vuestro tiempo. Gracias.

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CAPÍTULO 1 Aquella tarde era especialmente calurosa para la época en la que estaban. Ni siquiera había empezado el verano, y se podía decir que ya se sentía en el aire. Amara Rosenbauer sentía el uniforme cada vez más pegado a la piel, y notaba cómo, en algunas ocasiones, respiraba entrecortadamente a causa del bochorno que se hacía notar entre todas las chicas. El camino que había andado durante apenas quince minutos para llegar allí se le había hecho interminable, y más de una vez creyó caer al suelo, pero su propio orgullo le impedía rendirse ante el agotamiento y el calor. Llegaron a las puertas del establecimiento y se colocaron rápidamente en fila india. Una de las monitoras pasó lista antes de entrar en el edificio, y todas las allí presentes deseaban que terminase ya para entrar en aquel lugar que, como la mayoría de los edificios, era más fresco que la calle. Amara se ajustó el uniforme. Todas sudaban bajo sus uniformes cortos, pero pocas dejaban que se dejase ver que les afectaba. El calor les agotaba, y el agotamiento les hacía pensar que sus faldas altas azul marino cada vez les apretaban más las costillas. Salir a hacer actividades deportivas aquel día habría sido como un suicidio para ellas, pero, por suerte, era sábado por la tarde, día de reunión. Se celebraban todos los sábados a esa hora en un amplio local de Berlín, aislado del calor y del ruido del exterior. Entraban siempre en fila india tras las dos monitoras y cruzaban un amplio y solitario pasillo empapelado con carteles del Führer y banderas del partido. Antes se reunían en la biblioteca del instituto, pero, al crecer el grupo, las monitoras y las propias alumnas decidieron pedir al ayuntamiento que les proporcionase su propio local y recaudaron firmas para ello. Ahora tenían un lugar para ellas solas, y estaba muy bien equipado. Tenía un salón de actos, donde se realizaban las reuniones y algunas actuaciones, un aula de música, una sala de imprenta para su revista, un pequeño jardín exterior para algunos juegos al aire libre, un almacén, otras muchas salas para cosas como la costura, y, además, estaban muy cerca del polideportivo, lo que les facilitaba las cosas para los días de deporte. Pasado ya el pasillo, que parecía interminable para algunas, se sentaban en el salón de actos y hacían el saludo a Hitler mientras cantaban la Canción de Horst Wessel, el himno del partido Nazi, canción que llevaban aprendiendo desde que eran unas niñas y estaban en las Jungmädel. Tras esto, la Señora Krause, la monitora más joven de la dos, se colocó en el escenario de la sala y se apoyó en el estrado, con un montón de folios que dejó sobre él. —Bueno, como hacemos todos los meses, os queremos pedir que rellenéis este cuestionario —dijo levantando una de las hojas de papel y agitándola en alto—, ya que es vuestra obligación como integrantes de las BDM, juventudes hitlerianas femeninas. Para mañana los quiero todos. Sabéis que nos toca tarde al aire libre, pero los recogeré igual, ¿de acuerdo? Ya sabéis cómo funciona: tenéis que escribir si vuestros padres o

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profesores os suponen un obstáculo para vuestro cumplimiento como miembros que sois de ésta organización. Señorita Rosenbauer, reparta los cuestionarios. Amara Rosenbauer era una chica con un físico normal que no llamaba mucho la atención entre los demás, salvo por un pequeño detalle: su mirada. Fría como el acero, reflejaba a la perfección su carácter, que se parecía más a una roca que a la personalidad de un ser humano. Ella vivía por y para las BDM. Eran todo su mundo, y eso la convertía en una persona fría y calculadora, aplicada y centrada sólo en ser la mejor de las juventudes hitlerianas femeninas de su zona. Algunos la admiraban, pero otros preferían estar muy lejos de ella. Incluso las pocas personas que conseguían sacarle, muy de vez en cuando, una sonrisa claramente forzada sabían que nunca podrían ocupar un lugar importante en su corazón; ninguna, excepto Erika, que conservaba el puesto de honor desde hacía años. Era su mejor amiga, pero sus personalidades eran totalmente diferentes; como el invierno y el verano. Erika luchaba por sus propios ideales y sólo se encontraba entre aquellas jóvenes por pura obligación. Ella no quería estar allí. Ella no odiaba a la gente distinta. Ella no odiaba a los judíos. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué un hombre había decidido que debía ser así? ¿Por qué alguien creyó que estaba bien? Erika no pensaba de la misma manera. Lo único que le gustaba de aquel lugar que se le antojaba horrible cada vez que lo pensaba, era practicar deporte con tanta regularidad. Lo cierto era que, por mucho que le pesara, le encantaban aquellas horas con las BDM. Ella era muy activa y, aunque muy dulce y amable, además de ser una de las chicas más guapas del grupo y tener un cuerpo perfectamente modelado por el ejercicio, no tenía casi ninguna amiga allí. Erika las veía como inútiles marionetas seguidoras de una ideología que algunas ni siquiera entendían; marionetas controladas por sus padres, que movían sus hilos sólo para sentirse orgullosos. Por ello, Erika prefería apartarse de ellas y juntarse sólo con Amara que, aunque fuese la mayor seguidora de las BDM allí presente, era su mejor amiga desde que tenía memoria y, en el fondo, Erika seguía conservando vigente en ella la esperanza de que Amara podría cambiar y ver todo aquello como ella lo veía. Además, era la única del grupo a la que no le importaba demasiado su forma de pensar, aunque fuese extraño teniendo en cuenta la ideología que seguía, pero así era. Amara se acercó al estrado, pero cuando se dispuso a recoger los papeles, un estridente golpe del puño de la monitora Krause en la madera la sobresaltó. — ¡Señorita Engels! ¡Siéntese correctamente! ¡¿O acaso cree que esto es un circo ambulante?! Erika Engels se enderezó y se sentó bien en la silla. Tenía la mala costumbre de sentarse con un pie debajo, y, aunque corrigiera su postura cuando le advertían, lo volvía a hacer. No le importaba que le regañasen, pues ese era su acto de rebeldía

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diario, claro que no el único. Amara seguía repartiendo folios a todas las allí presentes, que no eran pocas. — ¿Qué más da cómo me siente, monitora Krause? Todas las presentes en la sala la miraron atónitas, incluida la Señora Bär, la monitora más mayor. Ella era mucho más dulce y comprensiva que Krause, y, algunas veces, incluso había hablado con Erika acerca de su forma de pensar sin soltarle una bofetada, como habría hecho la mayoría de la gente. — ¡Pero tendrás poca vergüenza! ¡A mí no me reproches nada! Como esto vuelva a repetirse, ni se le ocurra pensar que va a salir impune de ello. ¡Te acordarás toda la vida del castigo que vas a tener si vuelves a faltarme al respeto! Y parece usted algo cansada, señorita Engels. Ayude a Rosenbauer a repartir los cuestionarios. ¡Y a ver si la toma como ejemplo! Y no tenga duda alguna de que su padre será informado de nuevo, Engels. —Un no muy disimulado atisbo de odio y sed de venganza asomó en los ojos de la monitora, y Erika se vio obligada a levantarse y acompañó a su amiga Amara en la tarea. ****** La reunión terminó sin más sobresaltos, y Amara Rosenbauer y Erika Engels salieron de allí y comenzaron a andar por una calle semivacía, de camino a casa. Vivían en la misma zona, eran casi vecinas, y siempre hacían el recorrido de ida y vuelta juntas. —Erika, la próxima vez te llevarás una buena —le sermoneó Amara en tono de reproche. —Pues ya ves, no sería la primera vez. Mi padre está ya cansado de mí y de las llamadas de la monitora Krause. —Erika estiró con cuidado los pliegues de su falda azul marino. —Para estar así, tan desganada, podrías quitarte de las BDM, directamente, o acabarás mal, te lo aseguro. — ¡Como si pudiera! —suspiró. No era la primera vez que tenían esa conversación, pero no le incomodaba del todo. Le gustaba expresar que estaba en contra, y también notar que su amiga se preocupaba por ella—. Mi padre me quiere matar cada vez que entro en casa sin este estúpido uniforme. —Erika miró a todos lados, asegurándose de que nadie había podido oír las últimas palabras.

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—Mira que porque eres mi amiga, ¿eh? Que si llego a ser otra persona te habrías arrepentido de haber dicho eso. —Amara sonrió amistosamente, aunque, en el fondo, le molestaba bastante que Erika hablase así del uniforme; de su uniforme. Giraron la esquina y siguieron andando. Faltaban apenas unos metros para llegar a las puertas de sus casas. —Y encima me toca hacer este cuestionario… ¿No puedo dejarlo en blanco? —Hombre, podrías, pero serías una vaga. —Vaga no, rebelde. —Erika le guiñó un ojo. Se pararon frente a una puerta de madera tallada y se despidieron. —Que tengas suerte, Erika; no es tan difícil —rió Amara. —Hasta mañana —dijo. Entró en la casa a sabiendas de que le esperaba una reprimenda, pues estaba claro que la monitora Krause no había faltado a su promesa y había vuelto a llamar. Cerró la puerta tras de sí, y, antes siquiera de que Amara se marchara a su casa, pudo escuchar la voz ronca y grotesca del señor Engels. Sabía que Erika intentaría explicarse o protestar, y así fue, pues comenzó a oír la melódica voz de su amiga justo antes de que aconteciera el sonido de un manotazo y, más tarde, el de Erika cayendo al frío suelo. Amara no intentó intervenir; nadie intervenía en estos casos, pues era peor. Sólo a su madre se le permitía hacía tiempo, cuando aún estaba viva. Se giró y se marchó a su casa, sin volver la vista atrás. Anduvo cabizbaja un buen rato, pensando en su compañera y preguntándose si, una vez más, saldría bien de aquel embrollo. Lo cierto era que, aunque pensasen de formas distintas, ella la quería muchísimo. Muchas veces intentó imaginarse cómo sería vivir como ella, pero no podía. Amara tenía un padre que estaba orgulloso de ella en todos los sentidos, una madre que la defendía en todo momento, unos profesores que la tomaban como ejemplo a seguir para el resto de los alumnos, y compañeros de clase que la admiraban. Ella pensaba que era una persona demasiado afortunada, y no se equivocaba. En aquel corto periodo diario del camino de vuelta, siempre mantenía la misma discusión con ella misma, mientras jugueteaba cambiando las sombras que se dibujaban en sus manos con los últimos rayos de sol, que, más tarde, se agazapaban bajo el horizonte. Llegó a la puerta de madera pintada de blanco y agarró el frio pomo de metal, soltó un suspiro y giró la mano muy lentamente pensando en la posibilidad de que su padre estuviese dormido en el sofá de nuevo. Entró silenciosa y oyó el ruido del agua

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del grifo cayendo en la vajilla. Cerró la puerta cautelosamente y dio media vuelta. Una esvástica colgada en la pared coronaba el marco de la puerta. La miró fijamente y, casi con emoción, levantó su mano derecha e hizo de nuevo el saludo a Hitler. Volvió a darse la vuelta y anduvo hasta la cocina, donde una mujer algo baja de estatura y un poco mayor lavaba con vigor los platos y vasos que descansaban sobre el fregadero. Aunque todo lo que hacía lo hacía con un entusiasmo extraordinario, se podía adivinar el cansancio en su mirada. No era fácil trabajar sola para una familia entera. El señor Rosenbauer, su padre, se negaba a colaborar en nada que no estuviese relacionado directamente con el partido Nazi y las BDM, y entre él y su madre, habían decidido no agobiar más a Amara con tareas de la casa, pues, al parecer, tenía suficiente con el instituto y las juventudes, aunque para ella todo era como coser y cantar. —Buenas tardes, madre —saludó mientras se sentaba y comenzaba a juguetear con las flores del centro de mesa. —Hola, cielo. ¿Qué tal tu día de hoy? —sonrió girándose por un instante para vislumbrar el rostro de su hija. —Han vuelto a sermonear a Erika en la reunión, y llamaron de nuevo a su casa. —Amara hizo una pausa esperando a que su madre entendiera lo que eso significaba y, cuando dedujo que lo había logrado, prosiguió con la conversación—. Yo ya no sé qué decirle. Sigo sin entender por qué en el instituto se porta bien… bueno, medio bien, y en las BDM se hace la rebelde. Al final acabará en un lio, madre, y eso me preocupa. La señora Rosenbauer cerró el grifo y colocó el último vaso en su lugar correspondiente. —Quizás algún día entiendas su comportamiento, pero ese día no es hoy. Tú tienes ya muchas cosas en las que pensar, y no puedes encargarte toda tu vida de Erika, cielo. —Tú llevas mucho tiempo encargándote de mi padre. El silencio reinó por un segundo y Amara fue consciente de lo que acababa de decir, y no debería haber dicho, pero era demasiado orgullosa como para rectificar. —Sabes que tu padre sigue buscando trabajo. No es culpa suya que aún no lo hayan querido contratar. Además, es él el que consigue el dinero para mantenernos a las dos. —“Aunque sea cobrando el paro”, pensó para ella misma. Se frotó un brazo por el frio y miró al suelo reluciente que ella misma se había llevado toda la mañana limpiando con esfuerzo. En el fondo sabía que su marido no movía un dedo desde hacía meses. Cuando decía que iba a buscar trabajo, en realidad se iba al bar de la

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esquina a beber cerveza con sus amigos del partido, pero ella se resistía a admitirlo. De todos modos, aunque lo creyera y lo sermoneara por ello, no podría hacer nada más, pues seguiría haciendo lo que le viniese en gana. —Me voy a mi cuarto a rellenar otro cuestionario, madre. —Está bien. La cena estará en una hora. Amara se levantó de la mesa de la cocina y cruzó la puerta para subir las escaleras e ir a su cuarto. Se apoyó en la barandilla y subió cada escalón como si sus zapatos estuviesen rellenos de plomo. Estaba agotada, y cada paso la agotaba un poco más. Abrió una última puerta aquella tarde y se quitó el uniforme. Mientras la larga falda azul se deslizaba por sus piernas, su gato Natch paseaba tranquilo restregando su costado con las espinillas de su dueña. Lo agarró y lo puso en la cama. Terminó de desvestirse y se enfundó un pijama de cuadros. Levantó de nuevo a Natch y lo colocó a sus pies. Cayó en la cama con los brazos estirados cuan larga era. Intentó mantener los ojos abiertos, pero el cansancio pudo con ella y se rindió ante sus poderosas y afiladas armas. “Que alguien me avise cuando esté la cena”, pensó, y sucumbió a los encantos del sueño profundo. ****** La mesa del comedor era de una madera muy oscura y brillante, y, sobre ella, reposaba un mantel de flores que la propia señora Rosenbauer tejió tiempo atrás. El ruido de las cucharas golpeando los platos de cerámica era el único sonido que inundaba la sala. El ruido de dos cucharas. Amara y su madre tomaban la sopa en silencio, mientras veían cómo el vapor del plato del cabeza de familia se difuminaba poco a poco. Entonces apareció por la puerta del comedor desperezándose sonoramente, haciendo a su hija y a su esposa levantar la vista. — ¡Hija mía! —gritó—. ¿Ya te has quitado el uniforme? ¡Qué poco entusiasmo el tuyo de hoy! Normalmente lo llevas hasta que te vas a dormir. Se sentó junto a Amara, y cada palabra que decía llevaba a la nariz de la chica el amargo olor del alcohol. El señor Rosenbauer era un hombre temperamental con todo el mundo. Nunca se le podía llevar la contraria ni contestar; ni siquiera Amara, su mayor orgullo, podía, pero nunca lo había intentado, pues no había tenido motivos para hacerlo. —Me encontraba muy cansada y decidí ponerme más cómoda. —Bueno, bueno, y ¿qué tal con las de las juventudes?

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—Bien, como siempre. Erika se ha vuelto a llevar una reprimenda por parte de la monitora Krause. Un pequeño atisbo de morbo iluminó su expresión un segundo al oír el nombre de la monitora, y desapareció al instante. El padre de Amara nunca había sido infiel a su mujer, pero si hubiese podido lo habría hecho. La señora Krause era joven y hermosa, además de que era una de las personas más entregadas al partido. No sería la primera vez que el señor Rosenbauer intentara conquistarla. —Esa niña —masculló en tono indignado, intentando disimular sus pensamientos acerca de su monitora— es una estúpida. Ya te he dicho mil veces que no me gusta que te juntes con ella, acabarás en un lío por su culpa. Amara removía lo poco que le quedaba de sopa intentando cogerla con la cuchara mientras su padre la sorbía sonoramente. La chica se llevó la comida a la boca y se levantó de su silla. —Me voy a mi cuarto, buenas noches. — ¡Amara! —la llamó su progenitor. Éste levantó su mano derecha y, acto seguido, su hija hizo lo mismo. Tras terminar el saludo a Hitler con una expresión de orgullo la dejó irse a su habitación. Amara, prácticamente, se arrastró por cada uno de los escalones. Le pesaba hasta el alma. Llegó a su pequeño trozo de la casa y se sentó en el pupitre. Miró el reloj. Eran las diez. Un cuestionario en blanco descansaba sobre la pequeña mesita con un lápiz sujetándolo. Lo levantó con la intención de escribir, pero un bostezo inundó su cara y volvió a dejar el lápiz en su sitio. “Total, son anónimos”, pensó, y se tumbó de nuevo en la cama ya desecha. Natch se subió de un salto y se acurrucó junto a ella. Lo abrazó, y cayó de nuevo en los brazos de Morfeo. ****** Eran las seis de la mañana, y Erika se levantó de nuevo antes de la hora para intentar disimular la hinchazón que le provocó el golpe del día anterior. Se encontraba frente al espejo del cuarto de baño con una mano apoyada en el lavabo y la otra rebuscando entre los cajones. Escondido en algún lado había un poco de maquillaje. Miró arriba un instante, y vio su propio pómulo morado y algo deformado por la hinchazón y el moratón. No iba a conseguir hacerlo desaparecer del todo, pero por lo menos se notaría algo menos. Por fin lo encontró. Estaba tan bien escondido que hasta a ella misma le costó adivinar dónde estaba. Si su padre lo hubiera encontrado se habría metido en un buen lío.

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Llevaba media hora postrada ante el espejo y decidió que le había entrado hambre, así que bajó a desayunar algo. Ya apenas se le notaba el golpe. Abrió la despensa, y luego la nevera, y se sirvió una tostada y un vaso de leche. Pensativa miró hacia la mesa. Se terminó el desayuno y apoyó su cabeza en sus brazos, dejando que pasase el tiempo. Cuando se quiso dar cuenta era hora de irse. Sabía que su padre no lo haría, así que se preparó la comida con rapidez, la metió en la mochila y abrió la puerta principal. Se giró un segundo con la intención de decir “adiós”, pero sabía que sería inútil esperar una respuesta, así que, con resignación, se marchó. ****** Amara la esperaba como siempre en la esquina de la calle con su mochila colgada al hombro. Aquel día, dado que iban a hacer ejercicio, llevaban bajo sus faldas y camisas el uniforme obligatorio para los días de deporte. Un saludo muy eufórico no era propio de ella, así que sacudió sin ganas la mano y comenzaron a andar. A Erika apenas se le notaba ya el golpe, pero Amara se dio cuenta igualmente. —Tienes la cara hinchada —comentó tajantemente mirando al suelo. Su voz era fría y rígida, y Erika no podía evitar sentir escalofríos la mayor parte de las veces que la oía así. —Pues no sé por qué será, yo no me la noto hinchada. —Mentir está muy feo, ¿sabes? Ambas sabemos por qué la tienes hinchada. El silencio se sintió en el aire unos segundos que parecieron eternos. —No deberías seguir maquillándote para disimularlo. Erika abrió mucho los ojos, sorprendida. Era consciente de que Amara sabía que su padre le pegaba, pero no que supiera que se maquillaba para disimularlo. Había cogido tal práctica que no parecía que estuviese maquillada de verdad. —Sí, lo sé; sé que te maquillas. Y si no dejas de hacerlo te tendrán por una prostituta. El silencio reinó de nuevo y Erika suspiró. —Da igual, no me importa. A Amara le empezaba a costar sentirse indiferente ante esos golpes aunque su amiga le decía que tenía que ser así. Aún así, prosiguieron su viaje como si nada, y Amara tuvo que morderse la lengua para no volver a sacar el tema. ******

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En la puerta del local se agrupaban las chicas en fila por orden alfabético, mientras la señora Bär pasaba lista con su suave y anciana voz. La monitora no era especialmente hermosa, ni especialmente joven, pero era especialmente dulce y delicada a la hora de realizar cualquier tarea. Mientras tanto, la monitora Krause iba recogiendo los cuestionarios uno por uno, doblados a la mitad. —Engels. —Presente —masculló Erika con desgana cuando dijeron su nombre. —Faber. —Presente —gritó una voz aguda y melodiosa desde su espalda. Justo detrás de Erika se encontraba Minna Faber, la persona a la que más odiaba de todas las juventudes. Era prepotente, engreída, y, después de Amara, era la mejor entre las BDM de aquella zona. Según ella, todos la admiraban pero, en el fondo, la temían. Su padre, el señor Faber, era un alto cargo en la Gestapo, y eso intimidaba a cualquiera. Muchos de los chicos de las juventudes estaban totalmente enamorados de ella, y algunos hasta escribían versos o relatos en su honor. El más deseado de todos la definió una vez como “Una diosa cuyas largas trenzas doradas caen a su espalda como rayos de un sol que se difumina poco a poco en la espesura de la noche, mientras sus ojos verdes brillan como las primeras estrellas en el cielo apagado”. Erika evitó mirar hacia atrás con desprecio para insultarla, pero, en el fondo, lo estaba deseando. Amara estaba más atrás, casi al final. Justo delante de ella estaban Sarah y Alicia Rothstein. Eran hermanas gemelas y ambas seguían a Minna como a una abeja reina. Eran casi tan prepotentes y arrogantes como su amiga, pero al ser menos guapas y no tener un padre en la Gestapo, eran menos populares. —Schäfer. Nadie contestó. En vez de eso, una chica bajita con una corona de trenzas se acercó a la señora Bär y le dijo algo en voz baja. —Siento romper la fila, pero mi compañera, Laura Schäfer, me informó de que no podría asistir a la reunión de hoy y me pidió que os entregara su cuestionario. Dicho esto, la monitora Krause se acercó y le quitó el cuestionario de su amiga de las manos, poniéndolo junto al resto.

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Cuando la señora Bär terminó de pasar lista, y la monitora Krause recogió el último cuestionario, hicieron el saludo a Hitler y marcharon en fila hacia el campo más cercano. ****** Llevaban andando y cantando canciones populares una media hora, y ahora se encontraban en un campo poblado de amapolas y flores silvestres. Por orden de la señora Krause, las chicas se acomodaron en un claro cercano y comenzaron a sacar la comida de sus mochilas negras. —Pasad en fila y dejad vuestra comida en esta bolsa. Era costumbre dejar toda la comida en un fondo común cuando hacían excursiones de todo el día para luego repartirla entre todas ellas. Amara dejó su comida y se acercó a Erika, que estaba tumbada en la hierba, un par de metros más allá. Su expresión fría y dura volvía a asomar entre sus facciones arias. Se mantuvo de pie a su lado y la miró amenazante. —No hagas el vago, Erika; no te conviene. Levanta. Erika remoloneó sobre el sitio pero, finalmente, acabó por levantarse, convencida de que si no lo hacía ella lo haría su amiga. —Pero si todavía no estamos haciendo nada… Erika se llevó las manos a las trenzas y se rehízo una que se había deshecho por tumbarse en el suelo. Odiaba aquellos peinados, pero eran obligatorios, así que tenía que aguantarse. Terminó justo cuando la última chica de la fila entregó su comida. — ¡Muy bien! —dijo en alta voz la señora Bär—. ¡Las que lleven el uniforme deportivo debajo, que se quiten la ropa normal, y, las que no, que se cambien ya! ¡Hoy tocan carreras de relevos! Erika, con un entusiasmo innato en ella a la hora de hacer deporte, prácticamente se sacudió el uniforme de encima y dejó ver la ropa que se escondía debajo. Unas mallas cortas oscuras y una camiseta de tirantas blanca. — ¡Formad una fila mientras la señora Bär y yo montamos el recorrido! Todas se colocaron en posición, aunque esta vez no por orden alfabético, mientras observaban cómo las monitoras sacaban de una gran bolsa algunas cuerdas y trazaban el recorrido, obstaculizándolo con vallas algo improvisadas. Los testigos descansaban sobre la bolsa de las monitoras, y Amara puedo advertir la forma en la

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que su amigas las miraba, deseosa de comenzar el juego. Llevaba casi una semana sin hacer ejercicio de verdad, y eso la mataba. Ya comenzaba a sentir las ganas de correr paseando a sus anchas por todo su ser cuando la señora Krause se alejó para decir que ya estaban preparadas las pistas. Eran recorridos con unos cien metros por vuelta, más o menos. Y era seguro que habría más de una. —Vais a distribuiros en dos grupos diferentes. El de esta pista —dijo señalando a la de la derecha— la capitaneará la señorita Rothstein. Sarah Rothstein. Y el de la otra… —Krause miró a todas las chicas. La mayoría de allí esperaba que nombrase a Amara, pero todas se equivocaban—. Engels, tú lo harás. Todas se sorprendieron, pero prefirieron no hacer ningún comentario. —A las que les asigne el número uno irán con Rothstein, y a las que les asigne el número dos, con Engels. Mientras la monitora Krause las numeraba, Amara se dio la vuelta y miró a Erika, a quien tenía justo detrás. Su expresión seria se había transformado en asombro. — ¿Cómo es que te ha elegido de capitana? —susurró —Pues ni idea —respondió su compañera en voz baja—. Lo cierto es que también estoy sorprendida. Krause se acercó a las chicas, devolviéndolas a la realidad. —Rosenbauer, uno. Se quedaron más asombradas aún. Siempre les tocaba juntas, fuese lo que fuese, pues las monitoras sabían que, si no, Erika no trabajaba correctamente. También sabían, sin embargo, que tras una semana sin hacer deporte no podría resistirse a una carrera de relevos. Krause terminó de asignar números y ordenó que se colocasen en fila frente a cada pista. —Cuando suene el silbato, la primera saldrá corriendo con el testigo en la mano. Las vallas blancas se deben saltar sin tocarlas. Si las tocáis o tiráis deberéis retroceder y volver a saltarlas. Las vallas negras, por el contrario, se tienen que pasar por debajo de la manera que prefiráis. Como podréis comprobar, los circuitos son circulares. Cuando deis una vuelta completa estaréis de nuevo aquí y tendréis que pasar el testigo a la siguiente. ¿Todo claro? Asintieron y se colocaron en fila. En primer lugar estaban Erika y Sylvia, y, en segundo, Minna y Amara. Todas estiraban despreocupadas y sentían cómo se les

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tensaban los músculos uno por uno. Algunas se recogieron las dos trenzas en una sola para más comodidad. Amara estaba muy preocupada por su amiga. Era la primera vez que no estaban juntas, y eso la asustaba. En primer lugar, porque no sabía cómo iba a reaccionar, y, en segundo, porque al ser un evento deportivo sabía que no tendría oportunidad alguna de ganar contra Erika, y eso era lo que más le fastidiaba. Un repentino brote de orgullo surgió en ella y decidió que no podía perder. Con decisión le cambió el sitio a Sarah, dejándola en segundo lugar en la fila y obligándola a enfrentarse a Minna, mientras ella se enfrentaba a su mejor amiga. En los puestos de salida, muy cerca de oír el silbato sonar, Erika se preguntaba por qué Amara había decidido cambiar su posición. — ¿Estáis preparadas? —preguntó la monitora Bär. Antes siquiera de darles tiempo a contestar, se llevó el silbato a la boca y sonó con un punzante y agudo pitido. Amara y Erika corrieron a toda velocidad. Iban a la misma altura, cada una con su testigo en la mano y una expresión diferente; la de Erika, sorprendida; la de Amara, decidida. La primera valla negra la pasaron las dos a la vez y sin problemas. Rodaron con el testigo en las manos; era la forma más rápida de pasarlas. Siguieron un tramo de carrera igualadas y se acercaron a la primera valla blanca. Erika cada vez tenía que acelerar más, y sudaba muchísimo. Estaba muy sorprendida de que Amara pudiese correr tanto y nunca lo hubiese hecho. Llegaron al obstáculo. Amara, decidida, lo pasó sin problema alguno. Con un salto desmesurado pasó la valla blanca con el testigo aún sujeto. Erika, preocupada por el extraño comportamiento de su amiga, tropezó si querer con el obstáculo y lo tiró al suelo. Retrocedió lo más rápido que pudo, lo colocó bien y lo volvió a saltar, pero sabía que ya había perdido la carrera. ****** Amara se dio cuenta de hasta qué punto llegaba su competitividad y se sintió arrepentida. Sabía perfectamente lo importante que era para Erika ganar en los eventos deportivo, y también sabía que la había humillado; sin embargo, se sorprendió de ver de lo que era capaz. Nunca llegó a imaginarse que podría ganar a Erika en ningún deporte. Iba pensando esto mientras andaba cabizbaja hacia el claro. Les acababan de dar tiempo libre para comer, y suponía que Erika ya estaría allí esperando su correspondiente parte de comida. En efecto, cuando Amara llegó Erika estaba a punto de recibir su ración. La cogió sin ninguna expresión extraña en ella y se la llevó al claro. Amara esperó hambrienta a que llegase su turno.

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Se acercó dubitativa con su comida entre las manos, y permaneció de pie unos instantes frente a Erika. Esta le sonrió, y ni un atisbo de rabia o rencor nubló su mirada, por lo que Amara no hizo ademán alguno de disculparse y se sentó. Su orgullo era inmenso, y no le gustaba nada pedir perdón, por lo que no solía hacerlo; con su sonrisa se dio por perdonada. Amara se retó a no sacar el tema de conversación de la carrera y regodearse en su victoria, pero Erika se encargó de darle cuerda para hablar de ello. —Me has sorprendido mucho en la pista. —Gracias. Yo tampoco me veía capaz, pero ya ves. Supongo que tras una semana sin hacer ejercicio, plantearte una carrera de relevos motiva, ¿no? Pero tú también has estado muy bien. —Aunque fuesen estas las palabras que salían de su boca, en el fondo no pensaba así. Estaba muy contenta de haberle ganado y tenía infinitas ganas de regodearse en ello. En el fondo no pensaba que Erika hubiese estado bien; lo único que cabía en su mente era que ella había estado mejor. Dejaron la conversación y comenzaron a comer como animales debido al hambre que provocaban el cansancio y el calor. Tras la comida, el asunto de la carrera quedó olvidado para las dos. ****** Rondarían las nueve de la noche, y ya estaban todos en sus respectivas casas, incluidas las profesoras. La monitora Krause era la encargada tanto de recoger los cuestionarios como de corregirlos, y en ello se encontraba. Postrada ante el pupitre bostezaba constantemente. Todo lo que leía era lo mismo pero con diferentes palabras. “Vaya aburrimiento”, pensó. “Ni un solo chivatazo y me quedan sólo cinco cuestionarios por corregir…”. Muchos estaban en blanco, y, los que no, tan sólo tenían escritos cosas que indicaban que nadie interfería en el cumplimiento de sus tareas. Pasó con desgana al siguiente cuestionario y se removió el pelo que por primera vez en el día estaba suelto, recién lavado. Empezó a leer y se olvidó de bostezar por un segundo. “Bien”, se dijo. Aquel cuestionario ni estaba en blanco ni repetía lo mismo que el resto. “¡Un chivatazo!”. Y casualmente, este cuestionario sí llevaba nombre. Quizás por un despiste, o quizás porque quería que se supiese quién era, pero lo llevaba. Laura Schäfer. ****** Erika aquella tarde andaba sola ya que Amara se había entretenido con la señora Bär hablando de algún asunto de las juventudes. Se había vuelto a colocar encima el uniforme habitual. Aún seguía sorprendida por el asunto de la carrera, y aunque le había molestado no ganarla, no sentía disgusto alguno. Sólo admiración y sorpresa. Notaba el sonido de sus zapatos golpeando a la dura piedra del suelo. Como

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una sombra, se deslizó grácilmente y dobló la esquina de la calle, llegando, una vez más, a la puerta de su casa. Inconscientemente, se llevó la mano al pómulo que había sido golpeado. Le seguía doliendo, aunque ya casi no lo tenía hinchado. Abrió la puerta sin mucha delicadeza y cerró de un portazo. No había nadie, así que no importaba. Su padre estaba en una reunión del partido, o algo parecido. Se adentró en la cocina y se preparó algo para cenar con las sobras que su padre había dejado en la nevera. Un poco de carne descansaba sobre un vacío plato de cerámica con un modesto estampado de flores. Lo miró melancólica. Era la vajilla preferida de su madre, y siempre la usaba en ocasiones especiales. Recordaba su sexto cumpleaños, en casa. Aquel día estaban Erika y sus padres. La señora Engels había vestido a su hija con una preciosa falda añil y una camisa blanca con flores azules. Sus zapatitos blancos sonaban por toda la habitación cuando se acercó a la mesa de la mano de su padre. Los tres dibujaban inmensas sonrisas en sus rostros. Una enorme tarta de chocolate estaba sobre la mesa con seis pequeñas velas sobre ella. El señor Engels soltó a Erika de la mano y encendió las velas, quemándose el dedo. — ¡Papá! ¿Estás bien? —dijo con preocupación. —Sí, cielo, no te preocupes. Estoy tan alegre hoy que apenas me duele —sonrió con dulzura. La mujer aupó a Erika, y ella y su marido comenzaron a cantar una canción de cumpleaños. —No te olvides de pedir un deseo —le recordó su madre. “Que esto no acabe nunca”, se dijo. “Que siempre estéis conmigo los dos”, y sopló las velas. El humo ascendía mientras su madre cortaba la tarta y colocaba las porciones en los platos pertenecientes a esa vajilla. Pero qué poco duran los deseos. Apenas unos días después, ella visitó a escondidas de su marido la tienda de un amigo judío para comprarle un regalo atrasado a Erika, ya que no tuvo tiempo antes. Unos seguidores radicales del partido aparecieron enfundados en pasamontañas en la tienda, sacaron sus pistolas y dispararon a cualquier alma que osase moverse. Las noticias llegaron aquella misma tarde a los oídos de los familiares. —Cariño… —fue lo único que el pobre hombre desolado, recién enviudado, pudo decir. Para él fue un golpe muy duro, y Erika, con sólo seis años, tuvo que madurar demasiado pronto. Tener la muerte ante tus propios ojos no es algo que te haga conservar tu inocencia infantil, y Erika se dio cuenta. Comenzó a aborrecer al partido y a todo lo relacionado con él. Su padre, por otro lado, no fue capaz de culpar al partido ni a sus integrantes. El partido había surgido hacía apenas algunos años, y ni siquiera había sido muy importante, pero él, como algunos más, le había dado una importancia excesiva y había implantado esa ideología en la casa en la que vivían.

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Reconocer que fue culpa del partido que su mujer hubiera muerto habría sido decir que él se equivocó al seguir la ideología, y él no se equivocaba. En vez de eso, decidió culpar a los judíos y se convirtió en un hombre más radical aún respecto a su postura. — ¡Todo ha sido por culpa de ese maldito amigo judío! —decía cada día, envuelto en lágrimas —. ¡Él y todos los demás judíos tienen que desaparecer, sólo son un problema más en el mundo! Tras esto, el señor Engels no sólo se convirtió en una persona más radical, sino que también comenzó a aislarse de la gente que le quería. Cada día se alejaba un paso más de Erika, y cada paso que se alejaba, un paso más lejos estaba de volver a ser quien era. Había dejado de ser un buen padre, y, en general, había dejado de ser una buena persona. Se volvió arisco con el paso de los años, y lo cautivó el alcohol. Comenzó a sufrir constantes ataques de ira, y, la mayoría, contra Erika. En uno de ellos, ebrio de alcohol, rompió todo lo que les quedaba relacionado con su mujer. Nunca supo por qué, simplemente, lo hizo. Todo excepto la vajilla. La preferida de su madre, que fue un regalo de su abuela antes de morir. Erika volvió a la realidad. La comida se había quedado fría y, de todos modos, ya no tenía hambre. Tiró el trozo de carne a la basura y puso el plato en el fregadero. Ya era tarde, y su padre seguía sin llegar. No lo importaba mucho, la verdad. Llegase o no llegase, sería lo mismo, pues no lo haría ningún caso a su propia hija. ****** Era lunes y el instituto esperaba. Erika y Amara hablaban apoyadas en la pared del edificio. Las gemelas Rothstein escuchaban a Minna mientras la miraban con cara de admiración, y ella las observaba con aires de superioridad. Laura Schäfer hablaba con la chica que entregó su cuestionario, Anna Müller, y un grupo de varones charlaban mientras esperaban a entrar en clase. Eran institutos mixtos, aunque, por normas del centro, las clases se dividían en dos y las chicas iban a una mitad y los chicos a otra. Un joven de las juventudes se acercó con aspecto de querer intimar con alguna de las dos. Era uno de los chicos más deseados, y todas las demás miraban a las dos amigas con expresión celosa y amargada. Se repeinó su corta melena negra y sonrió mientras caminaba. Se plantó frente a ellas. —Erika, había pensado que podríamos dar una vuelta al salir de clase. Erika lo miró con decepción. Lo cierto era que se esperaba algo más original, pero, aún así, nunca habría aceptado. Se giró y no contestó. Le daba lástima herir los sentimientos de un pobre chico, por mucho que estuviese en las juventudes. —Erika, ¿me has oído? Te preguntaba que si…

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—A ver—interrumpió Amara, sin darle tiempo a terminar—, si no te contesta es porque le da pena decirte que no, pero estoy convencida de que nunca saldría con un chico como tú. Y probablemente me esté agradeciendo que te diga esto, pues seguro que está pensando “vaya, a ver si se va de aquí”. Así que, ya sabes, déjanos. Todo lo había dicho con una convicción y una seriedad en el rostro increíble, lo que hizo que él, sin palabras, se girara y se fuese con la boca abierta. Lo cierto era que había acertado en todo. Erika y Amara eran las únicas a las que nunca les interesaron los chicos de las juventudes; creían que eran todos iguales y aburridos y, por unas razones u otras, todos les parecían malas parejas. Erika los veía estúpidos y arrogantes, y Amara, poco interesantes. En el fondo, eso suponía un alivio para el resto de las chicas, pues así tendrían más posibilidades con los de las juventudes hitlerianas. Todas miraban atónitas la forma en la que uno de los chicos más deseados se volvía cabizbajo recién rechazado. — ¿Se puede saber qué miráis? —preguntó amenazante Amara a las compañeras que las observaban. Todas callaron y siguieron hablando entre ellas, mirándolas de reojo, de vez en cuando. —Mejor así —susurró divertida a su amiga. ****** Las clases de álgebra eran realmente complicadas y aburridas, pero tenían que aguantar. Todos miraban a la profesora como si les fuese la vida en ello, y al más mínimo gesto de cansancio o falta de atención la reprimenda por parte de la profesora era inmediata. Erika prestaba atención, a diferencia de cuando estaba con las BDM, e incluso se le daba bien el tema. Estaba muy metida en la explicación cuando, de repente, la señora Krause irrumpió en la clase. —Disculpe, señorita —se excusó dirigiéndose a la profesora—, necesito saber si Laura Schäfer se encuentra aquí. Echó una ojeada a la clase y, efectivamente, se encontraba en una de las primeras filas mirándola atónita. —Necesito que salga un segundo, señorita Schäfer. Haciendo uso de razón, la profesora se lo permitió, pues nada más ver el uniforme supo que era una de las monitoras de las BDM, y había que permitir que los alumnos y alumnas asistieran a cualquier acto, fuese del tipo que fuese, de las juventudes. Sin ningún ruido, Laura se levantó y se dirigió a la puerta, sospechando el por qué de la visita de la señora Krause. La llevó fuera del aula, andando en silencio

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hacia una sala vacía e inhabilitada del centro. Allí se sentó y, con un gesto, ofreció a Laura asiento. —Bien —murmuró apoyando los codos en la mesa—, supongo que te imaginarás por qué te hemos llamado. — ¿Por el cuestionario? Krause sonrió. —Efectivamente. ¿Por qué pusiste tu nombre? A Laura le sorprendió bastante la pregunta. Esperaba que, directamente, le preguntasen por el chivatazo. —Pues… Lo cierto era que Laura quería darse protagonismo y sentir que se le necesitaba en las juventudes, pero no podía decirle eso a la cara a una de sus monitoras. —En realidad yo… lo hice para que, si os interesaba, me pudieseis preguntar todos los datos que necesitarais. —Bien, pues necesitamos que nos lo cuentes todo con más detalles, puesto que sí nos interesa. ****** A la salida un grupo de jóvenes esperaba a Minna, Alicia y Sarah para ir a dar una vuelta. El chico que se lo pidió antes a Erika estaba entre ellos, y las miraba con resignación. —Amara, ¿por qué crees que Krause ha sacado a Laura de clase? —preguntó ignorando las suplicantes miradas del chico. —Pues ni idea, pero parecía algo importante; no ha vuelto en ninguna de las clases. Mientras pronunciaba estas palabras, la monitora Krause salió hablando con Laura Schäfer por las puertas del centro escolar. Parecía enfadada y agradecida, a la vez. Berta se despidió y se alejó por el otro lado de la calle. Laura, sin embargo, se fue con Anna, que la estaba esperando en la esquina, con ganas de marcharse. Amara no pudo resistirse, y se acercó a ellas, decidida.

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— ¡Laura!—le llamó. Se acercó corriendo y levantando la mano enérgicamente, esperando ser vista—. Laura, ¿qué es lo que ha ocurrido con Krause? Parecía preocupada. Laura sonrió y disfrutó del momento. La mismísima Amara Rosenbauer estaba bajando de su nube y pidiéndole información a la plebe. — ¿Por qué quieres saberlo? —se regodeó. Ambas sabían el por qué. Le daba miedo que Laura se hubiese llevado un mérito y ella no. —Simple curiosidad. —Pues siento decirte que es algo privado entre Krause y yo, y no se puede enterar nadie más. Esas palabras fueron como un puñetazo en el estómago para Amara, y Laura lo sabía. Precisamente eso era lo que más le divertía del asunto. Laura siempre había tenido un odio irrefrenable hacia Amara por ser la favorita de todos, y era su oportunidad para darle una lección. Ella no quería ser la favorita, pero tampoco quería que lo fuese Amara. Minna era otra cosa. Todos la admiraban, era popular y además muy guapa. Eso lo entendería. Pero que Amara, alguien corriente y con un temperamento tan arisco fuese la preferida no, y, además, le daba coraje. Por ello disfrutó muchísimo cuando, al girarse e irse andando con Anna, vio de reojo la cara boquiabierta de su compañera, mirándolas atónita. Erika también estaba sorprendida de que Laura le hubiese dejado sin palabras. —Bueno, Anna, pues como te iba contando… —fue lo último que se escuchó antes de que Laura se perdiese con Anna entre la gente. Amara recuperó su habitual y rígido rostro y, sin un comentario, comenzó a andar hacia su casa, seguida de Erika. ****** Cerró de un portazo y se tumbó en su cama, aplastando su cara contra la almohada para amortiguar el grito de rabia. Había conseguido aguantar hasta la puerta de su casa, pero nada más despedirse de Erika subió corriendo a su habitación y explotó. No aguantaba que una chica cualquiera se riese de ella de esa manera. Se levantó y se marchó a comer, pero preguntándose aún qué fue lo que pasó con Laura y Krause. ******

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Laura Schäfer había comido con una velocidad de vértigo y se había marchado de nuevo con las BDM. Vivía un poco más lejos, y tenía que andar durante una hora hasta el local, por eso salía antes de su casa. Iba pensando en la conversación con Krause. —Has hecho muy bien en decirlo —había comentado—. Tu valor nos ha servido de mucha ayuda y se verá recompensado en tus notas de clase. Ya hemos hablado con la señora Wulff. Pauline Wulff era la encargada en el instituto de que los alumnos de las juventudes no suspendieran ni se le impidiera asistir a las actividades de dicha organización. En todos los institutos se designó a un profesor para esa tarea, que, básicamente, consistía en hacerles la vida más fácil a los jóvenes nazis afiliados a las juventudes. “Pobre señora Schneider”, pensó. En el fondo le daba lástima. Lara Schneider era la profesora de la que había escrito en el cuestionario. Cuando no fue al encuentro al aire libre, fue por culpa de un castigo impartido por ella. Cuando le replicó y se quejó poniendo la excusa de una reunión con las BDM, su contestación fue totalmente equivocada. “¡Me dan igual las BDM! ¡Te has portado mal en mi clase y mereces un castigo!”. Le dio tanta rabia que esa vez no funcionara la excusa de las BDM que rellenó el formulario con ganas de que fuese expulsada de su puesto. Y probablemente sería eso lo que pasara. Por eso en el fondo le daba lástima. Lara Schneider llevaba trabajando en aquel instituto desde que se fundó, hacía veintidós años, y perdería su trabajo por un comentario indebido. Pero así eran las cosas. Así aprendería a dejar paso libre a las chicas de las juventudes. Cambió de tema de conversación con ella misma y comenzó a pensar acerca de las clases con las BDM de ese día. Tocaba costura. Hacía dos semanas que les habían dado algunos uniformes de los chicos de las juventudes rotos para que los arreglasen, y ella aún no lo había conseguido. La mayoría de ellas habían devuelto hacía bastante tiempo los uniformes a sus propietarios, y se habían puesto a coser banderas para los clubes del partido, pero ella no. No se le daba nada bien la costura. Amara sí había terminado ya, y estaba terminando su segunda bandera. Le daba tanto coraje Amara. Y también envidia. Todos la admiraban; incluso el chico que a ella le gustaba, Luca, estaba obsesionado con ella. Aunque todos, incluido él mismo, sabía que no tenía posibilidad alguna con ella, pues no le interesaban los chicos de las juventudes. De hecho, ella no quería estar con nadie, pues opinaba que su edad no era para tener una relación, sino para esforzarse y labrarse un futuro digno de llamarse futuro. Laura visualizó a Amara en su mente y sacudió la cabeza. Era mejor olvidarse de ella y acelerar el paso, o llegaría tarde.

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****** Amara terminó de comer y no ayudó a su madre a recoger la mesa; ni ella ni su padre, que se fue directo al sofá. Se quitó su ropa para ir al instituto y se enfundó su uniforme blanco y azul marino. — ¡Adiós! —gritó, dando a entender que se iba con las BDM. De repente, la recorrió de arriba abajo un escalofrío. Le pasaba siempre que alguien estaba hablando de ella, pero seguía sorprendiéndole. Salió por la puerta y se dirigió hacia la esquina, a encontrarse con Erika. De camino allí, tuvo la extraña sensación de que alguien la observaba. No era la primera vez, a todos les ha pasado eso en algún momento, pero aquella sensación era diferente. Era más real que el resto. Se giró a todos lados mientras andaba, asustada, pero sin variar su fría expresión. —Amara, ¿te ocurre algo? —preguntó Erika, devolviéndola a la realidad—. No paras de mirar a todos lados. —No, no es nada —respondió. Siguieron andando, y Amara miró por última vez a la calle aparentemente vacía. Creyó distinguir una sombra moviéndose en la distancia, pero no le dio importancia y siguió andando. ****** Mientras tanto, unos ojos acechaban entre las calles, investigando y analizando cada uno de sus pasos.

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CAPÍTULO 2 Era de noche, y Amara volvía con Erika por la misma calle de siempre. Ya había olvidado la sensación que notó al salir de su casa, pero, en aquel momento, resurgió en su interior. Dejó de escuchar lo que Erika estaba diciéndole. Comenzó a alterarse y miraba a todos lados, esperando escrutar una figura humana entre las sombras. —… Y bueno, quería decirte que… Amara, ¿me estás escuchando? — ¿Qué? —contestó sobresaltada, regresando al mundo real. —Veo que no, no me estabas escuchando. —Lo siento, estaba… —Amara, ¿se puede saber qué te pasa? Hoy estás muy distraída y alterada, chica. Erika le lanzó lo que fue un intento de mirada de reproche. —Nada, tonterías. Olvídalo. Bueno, y, ¿qué me estabas diciendo? —Que mañana, como hay tarde libre y no vamos con las BDM, podríamos ir a ver algo al cine, ¿no? Han abierto uno nuevo cerca de aquí en un antiguo teatro. —Vale, ¿nos vemos mañana en la puerta de tu casa? —De acuerdo, allí te espero. Erika se paró frente a su casa para entrar, y Amara siguió adelante. Un par de metros más lejos, en su puerta, rebuscaba sin parar en su mochila, intentando encontrar las llaves. Estaba oscuro y no veía nada. Intentaba encontrarlas con la mayor rapidez posible, pues, aunque la sensación de que la observaban había desaparecido, la asustaba que volviese. Las encontró y esbozó una mueca de alivio. Le faltó el tiempo para meterlas en la ranura de la puerta y entrar. La señora Rosenbauer estaba ya durmiendo en su cuarto, y su marido se había dormido también escuchando la radio, pero en el sofá, con un vaso de cerveza en la mano, que manchaba la alfombra derramando lo poco que quedaba. La botella estaba sobre la mesa, vacía. Mucha gente odiaría esa rutina, pero, para ella, la rutina era lo más importante. Siempre que llegaba, su madre estaba dormida, su padre borracho en el sofá o en la calle, y ella se preparaba la cena y se iba a la cama. Si no era así cuando ella llegaba, significaba que las cosas no iban con normalidad, por lo que algo, por fuerza, tenía que ir mal. Se fue a la cocina y se preparó la cena. “Amada rutina”, pensó.

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****** La falta de profesores en, prácticamente, toda Alemania, provocó que las aulas estuviesen sobrecargadas de alumnos. Unas cuarentaicinco chicas se distribuían por toda la sala en pequeñas mesas de madera, desgastada y envejecida por los años. Aquel instituto llevaba activo décadas. Era un instituto mixto, que ya era algo raro, pero las aulas no lo eran, por lo que ellas estaban en una y ellos en otra. Era el cambio de clase y todas esperaban quietas sentados en su lugar correspondiente. Tocaba clase de historia con la profesora Schneider, pero, en su lugar, la señora Wulff, la encargada de facilitarle las cosas a los de las juventudes en aquel instituto, se plantó ante la pizarra. Todas se levantaron extrañadas hasta que la profesora dio permiso para que se volviesen a sentar, y comenzó a hablar. —La profesora Schneider no va a volver a daros durante este curso, y, probablemente, tampoco el que viene —dijo severamente. Amara se giró levemente a Erika, que estaba sentada a su lado, y la miró atónita. Erika se encogió de hombros. Separó la mirada de su amiga y echó una ojeada a todas sus compañeras. Todas estaban asombradas. La profesora Schneider había conseguido labrarse un buen futuro en aquel centro, ya que, de alguna manera, había logrado que todos, tanto alumnas como otros profesores, la adorasen, incluida la profesora Wulff. De hecho, al anunciar su ausencia, Amara había logrado advertir el rastro de una lágrima. Schneider se tomaba muy en serio su trabajo, y por ello era severa, pero amable con sus alumnas. Y ya no estaba. Amara siguió vislumbrando rostros entre la clase, todos igual de asombrados y deprimidos. Todos excepto el de Laura Schäfer. Ella, por el contrario, sonreía discretamente. Amara quiso levantarse y darle una bofetada, pero se retuvo y atendió a la clase de historia, esta vez, impartida por la profesora Wulff, y no por Schneider. ****** Llevaban un rato caminando hacia el cine, y Amara volvió a tener la sensación de ser observada. Ya estaba harta, y la ignoró. De todas formas, por aquella calle solía pasar mucha gente, así que, lo mismo no la observaba nadie y eran imaginaciones suyas. Las calles estaban abarrotadas, y se notaba que aquel día era libre para las BDM, pues se cruzaron con muchas de sus compañeras de las juventudes por el camino. Minna caminaba entre ellas mientras charlaba con Alicia y Sarah, las gemelas, hacia Amara y Erika, aunque, obviamente, no para hablar con las chicas. Pasaron justo

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por su lado. Amara seguía mirando al frente, pero Minna dejó de hablar un segundo con sus amigas, únicamente para fulminarla con la mirada durante un instante. Tras eso, siguió su camino, y sólo Erika se giró, extrañada. Aunque todos sabían ya de sobra que Minna envidiaba a Amara a más no poder, Erika seguía sorprendiéndose. Anduvieron un par de metros más y llegaron a su destino. La entrada del cine estaba coronada por un cartel con los estrenos del momento y dos máscaras de teatro. Era algo corriente, pero, nada más entrar, se podía sentir cómo la elegancia te envolvía. No había un hueco en todo el edificio desprovisto de una mullida moqueta rojo carmesí. Preciosos tapices representando actos teatrales colgaban tras el mostrador, y las paredes estaban pintadas de blanco, adornadas con ondulantes cortinas color escarlata. Algunas estaban recogidas por cintas doradas acabadas con un tope con flecos. Otras, sin embargo, caían en todo su esplendor como cascadas de sangre. Tenía dos pisos. En el de abajo se situaban las entradas al patio de butacas, y, en el de arriba, al que se accedía por unas escaleras con pasamanos bañados en oro, las entradas a los palcos y a la cabina de los técnicos. Amara se acercó al mostrador observando el techo con la boca abierta, pues tenía relieves de leones y figuras triviales que dibujaban sombras grises sobre el blanco de fondo. La señorita que se encontraba tras el frío mostrador les sonrió amablemente, mostrando orgullosa su uniforme correspondiente. — ¿Querían algo, señoritas? —Sí, queríamos dos entradas, por favor. — ¿Adultos o niños? Las de niño son hasta los dieciséis —comunicó con voz de locutor de radio, como si se hubiese aprendido un diálogo de memoria. —Niño. La dependienta le indicó el precio a Erika, pero Amara estaba demasiado distraída observando los tapices como para escucharla. Su amiga dejó los Reichmarks correspondientes sobre el mostrador y cogió las entradas. Se dio la vuelta y dijo: —Amara, sal de tu mundo un segundo. Venden chocolatinas, ¿quieres una? — ¿Eh? Ah, vale. Erika se dio la vuelta y sacó de nuevo el monedero. Mientras tanto, un escalofrío recorrió su espalda y su nuca. La sensación había vuelto. Fingió seguir observando la decoración del cine, y miró de reojo hacia todas las direcciones. Nada a

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su derecha. Miró a su izquierda y vio algo. Una persona algo más alta que ella, aunque no fue capaz de distinguir el sexo. Pero sí pudo notar su penetrante mirada clavándose en ella. Se dispuso a girarse y preguntarle qué le ocurría, pero Erika llegó en el momento menos oportuno. —Amara, tu chocolate —sonrió. —Gracias —masculló agarrándolo con rigidez. Se giró veloz, esperando verle de nuevo, pero ya no había nadie. Se maldijo a sí misma por no haber estado más atenta, y abrió su chocolatina entre gruñidos resentidos. Tan sólo le había dado un mordisco cuando chocó contra un chico alto y moreno que hablaba con sus amigos, sin mirar a dónde iba, y cayó al suelo con la chocolatina, echándola a perder. — ¡Mi chocolate! —gritó furiosa—. ¡Mira lo que has hecho! ¡Podrías tener más cuidado la próxima vez! El joven le tendió la mano, pero ella ni la vio. Amara estaba recogiendo del suelo la chocolatina y levantó la mirada. Empujó la mano de aquel muchacho con furia y se levantó sola para tirar la deforme masa de chocolate aplastado resultante de la caída. —Lo… lo siento mucho, no era mi… —dijo mientras intentaba calmarla con un movimiento de manos. —Vete ya y déjanos en paz —contestó enfadada por la pérdida de su comida y por el malgasto de dinero que había supuesto. Se acercó a la papelera más próxima, tiró la comida con el envoltorio, y volvió con Erika. —Vamos, Erika. Sin una palabra más, ambas fueron entrando al patio de butacas. Se sentaron y esperaron en silencio unos minutos. Estaba empezando la película y la sala estaba algo vacía. A Amara le sorprendió mucho que hubiese poca gente en un cine como ese, tan lujoso y atractivo, pero, en el fondo, se alegraba. Más soledad para ellas. Era una película de amor, como la mayoría de las películas que tenían éxito en la Alemania de entonces. Curiosamente, las películas politizadas no gustaban mucho, aunque a Amara sí, pero iba con Erika, y a ella le iban más las de

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amor. Además, en la que iban a ver salía su actor favorito. Una de las principales fuentes de información sobre la situación de Alemania para los ciudadanos del país era un pequeño documental que se emitía delante de cada película. Había finalizado ya cuando alguien se sentó al lado de Amara. —Hola otra vez —susurró. Amara se giró, y distinguió en la oscuridad de la sala el rostro del mismo chico que había tirado su chocolatina al suelo. No intentó cambiarse de sitio, pero tampoco le contestó, y siguió mirando al frente, aunque ya sin atender a la película. —Oh, venga, perdóname, fue sin querer —suplicó. Amara lo miró de reojo. Se metió la mano en el bolsillo y sacó algo. —Toma, es en compensación por haberte tirado la otra. — Le ofreció una chocolatina y sonrió. Amara le lanzó una mirada desafiante. Esperaba que bajase la mirada como todos los chicos que intentaban hablar con ella, pero no fue así. Se mantuvo firme y sonriente, ofreciéndole el chocolate. Amara se sorprendió. Sólo había conseguido que sonriese más, esperando que su chocolate fuese bien recibido. Se sonrojó y lo cogió, mirando al suelo, incapaz de fijar de nuevo sus ojos en él. Después de todo, no era tan feo. ****** Lara Schneider se preguntaba qué era lo que ella había hecho. De repente, la habían despedido y le habían quitado su casa para hacer otro club del partido. Ahora se había mudado con su marido, el señor Schneider, a casa de su hermana y su cuñado. Afortunadamente, siempre tuvo una buena relación con ella, pues era toda la familia que tenía en esos momentos, y, si no hubiese estado ahí, probablemente habrían acabado durmiendo en un antro de mala muerte o, directamente, en la calle. Removía con desgana una taza de té cuando comenzó a pensar qué podía haber pasado. En el fondo, ella sabía que había sido cosa de Laura Schäfer, pero le costaba reconocerlo. Era una de sus alumnas. Para ella, su marido y sus alumnas… o, mejor dicho, “ex alumnas”, lo eran todo. Eran los pilares fundamentales de su felicidad, y uno de ellos se había hecho añicos. Se preguntaba qué habrían pensado sus chicas al no verle aparecer en clase de historia. ¿Le echarían de menos? Comenzó a recordar el día en que decidió que quería ser profesora. No era la única niña de su barrio que quería serlo, pero tenía un punto de vista muy diferente al de las demás. Ella decía que no sólo le interesaba educar a aquellas que querían ser educadas, sino que también quería conseguir que las más rebeldes y desinteresadas acabasen queriendo aprender en sus clases. Ella quería proporcionarle un futuro a cada una de sus alumnas, y estaba decidida a hacerlo lo mejor posible. Su hermana entró por la puerta de la cocina, pero ella ni se percató.

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—Lara, no puedes seguir así. Lara Schneider la miró de reojo. ¿Cómo no iba a estar así? Le habían quitado su trabajo y su hogar en cuestión de segundos. Siempre le habían dicho: “Si quieres tener un futuro como profesora, ve al trabajo con el uniforme del partido”, y era cierto. Todos los que querían prosperar en aquella época lo hacían. Ella iba con ropa de calle. También le decían: “Nunca te interpongas entre las chicas y las juventudes”, y también era cierto. Los cuestionarios como el que le costó el trabajo eran de lo más común en Alemania en los tiempos que corrían. Ella nunca hizo caso de eso. Claro que nunca tuvo que hacerlo, pues todas sus alumnas la adoraban y no hacían nada que pudiese provocar un castigo o cualquier cosa similar que les interrumpiese las actividades de las juventudes. Pero Laura Schäfer siempre fue una niña algo problemática, y eso, obviamente, originaba castigos. Aunque ninguno había coincidido nunca con actividades de las BDM. A Lara Schneider le daban igual el partido y las juventudes. No estaba ni en contra ni a favor, pero lo que no iba a permitir era que le llevase a impartir mal su profesión. Ella estaba ahí para educar a sus alumnas, y si tenía que ser con mano dura, que así fuese. Ahora veía por qué la gente le aconsejaba que cambiase esa forma de trabajar y que tuviese más en cuenta todo lo relacionado con el partido. Su hermana aún seguía ahí, apoyada contra el marco de la puerta, y pudo ver cómo, de los ojos de Lara Schneider, manaba una única lágrima que se quedó escondida en sus párpados. ****** Amara no había conseguido concentrarse en el resto de la película. Las dos horas que duraba las había pasado mirando de reojo al chico de la butaca contigua. ¿Qué era lo que le pasaba? Nunca había sentido ninguna atracción por nadie. En una ocasión, hablando con Erika, surgió el tema. —Bueno, Amara, ya no puedes seguir ocultándolo. Seguro que alguno de los de las juventudes te llama la atención, ¿eh? —sonrió picaresca. —El amor no es más que una quimera que el ser humano inventó para no sentirse tan solo —contestó tajante—. Todos los animales viven en paz, procreando con los especímenes del sexo opuesto, sin la existencia de relación amorosa alguna, y la especie prevalece. Al hombre no le bastó con eso y quiso estar por encima del resto de las especies, pero sólo consiguió otro punto débil. Ahí surgió lo que conocemos como amor. Erika le miró sorprendida y ahí acabó la conversación.

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Amara no creía en el amor. “De todas formas”, pensó, “aún no hay que precipitarse. No creo que sea eso; no puede ser algo que no existe”. Aquel chico, debía reconocerlo, le había llamado la atención. Quizás porque no llevaba ninguna referencia al partido; quizás porque iba peinado de una forma extraña; quizás por el mero hecho de que le hubiese intentado devolver la chocolatina cuando a la mayoría de la gente le hubiese dado lo mismo; quizás porque tuvo el valor de no bajarle la mirada. Puede que sólo fuese eso y nada más pero nunca le había pasado con nadie y le parecía extraño. Aún así, sabía que no iba a volver a verle y no le importó. Salieron del cine y se dirigieron a la puerta. —Un segundo —pidió Erika—, se me ha desatado un cordón. Se agachó y comenzó a atárselo mientras Amara vigilaba cada rincón esperando que no apareciese por ningún lado aquel chico. Por desgracia para ella, lo vio aparecer con sus amigos por la puerta del patio de butacas. Giró la cara, esperando que no la viera, suponiendo que, si la veía, volvería a hablarle. Pasó por delante de ellas, miró a Amara, y siguió hacia delante. —Ya, vámonos —dijo Erika mientras se incorporaba. Amara se quedó mirando boquiabierta al chico mientras éste se iba. Esperó que le dijese adiós, que le mirara, que se girase… algo. Le fastidiaba mucho que alguien cualquiera la ignorase de aquella forma. ¿Qué modales eran esos, que la veía y no decía ni adiós? Ya había tenido suficiente con Laura Schäfer y su charla con Krause como para que llegase otro cualquiera y le hiciese sentirse estúpida. Su orgullo era demasiado fuerte para eso. Sin pensarlo siquiera, sus piernas comenzaron a moverse involuntariamente hacia él. — ¡Amara, ¿dónde vas?! —gritó Erika para que la oyese, pero Amara no la escuchaba. Estaba empeñada en ir a ese chico y soltar una retahíla de regañinas e insultos, pero cuando estaba a un par de metros de él, su orgullo se transformó de nuevo. Era cierto que le molestaba que la ignorasen, pero rebajarse a un nivel tal de ir a hablar con él era demasiado para ella. Frenó en seco y, con expresión firme, se giró y volvió hacia Erika. Creía oír el ruido de sus zapatos chocando contra el suelo de la entrada del cine más fuertemente, y notó como ahora le dolían más los pies al pisar. De algún modo tenía que descargar la rabia, y había decidido martillear el suelo con sus zapatos negros.

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El chico se encontraba a unos metros de las dos jóvenes. Antes de girar la esquina, se volvió y vio cómo la que perdió la chocolatina pisaba el suelo con fuerza. Sonrió de forma picaresca, y siguió adelante. ****** Minna, Alicia y Sarah se habían parado en una cafetería y llevaban allí ya dos horas, aunque tan sólo habían pedido un cacao con leche cada una. Un viejo cartel de colores gastados anunciaba el nombre del local desde un soporte que salía de la pared. La cafetería se componía de una zona interior, una terraza en la planta de arriba y un patio abajo, que era donde estaban ellas. Era un local antiguo, pero seguía yendo muchísima gente, dado que allí se servía el mejor cacao de la zona; pero el cacao no era la única razón por la que se habían parado allí. Un chico algo mayor que ellas, Heler Ahrends, había dejado la universidad por culpa de sus padres y trabajaba allí para intentar pagársela por sí mismo. Uno de los objetivos del partido era dificultar el acceso a la universidad, pues creían que era algo inútil y despreciable; por eso, las personas afiliadas al partido intentaban disuadir a sus hijos de que entrasen en ella, o, si ya lo habían hecho, de que la terminasen. Ese era el caso de Heler. El apoyaba al partido, pero creía que la universidad era algo útil y necesario, no como sus padres. Tras un año en la universidad con sus padres detrás suya intentando que la dejara, habían decidido cortar de raíz con el “problema” y dejaron de costeársela. Nunca creyeron que fuese capaz de encontrar un trabajo que le permitiese costearse las clases, y así era. El trabajo de camarero no le daba suficiente para pagarse ni los libros, y, mucho menos, la matrícula, pero él seguía ahorrando. También enviaba numerosas solicitudes de becas, pero de momento no había habido suerte. Minna y sus amigas iban todos los días que podían a esa cafetería por él. A Minna le encantaba aquel joven y daría lo que fuese porque nunca consiguiese ir a la universidad y siguiese trabajando allí, aunque era un trabajo duro. Cuarentaiocho horas semanales y una sola tarde libre no era un trabajo ameno, pero era lo normal en los jóvenes trabajadores de la época. No iba a encontrar un trabajo mejor. Heler llegó a la mesa y les retiró sus vasos en una bandeja. — ¿Queréis algo más? —preguntó mientras sacaba una libreta para apuntar. —Sí, tráenos otros tres cacaos, por favor —contestó Minna sonriente, sin preguntar a las demás chicas. Le encantaba sentirse adorable, aunque en el fondo era todo lo contrario. Además, solían pasar allí el día entero cuando podían, y aquel día no era una excepción.

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****** En la cocina, un hombre con una cutre redecilla que no cubría ningún pelo, preparaba tortitas para la mesa tres. Era calvo, pero tenía patillas enormes y cejas espesas. No era gordo, sino todo lo contrario. Tenía los músculos tan desarrollados como un deportista profesional, por lo que la delicadeza que dedicaba a la cocina resultaba muy extraña. Tenía un cigarrillo en la boca, pero cuidaba que no cayese ceniza a la masa. Era un hombre pulcro en lo que se refería a la cocina, al contrario que en todo lo demás. Era rudo, grande, poco delicado y un completo cerdo, pero se ponía frente a la cocina de su cafetería y cambiaba radicalmente. Todos sabían que había nacido para eso. Heler entró con una bandeja y unos vasos y platos sucios. Él era el único camarero del local, y trabaja mucho, teniendo en cuenta cuánta gente iba diariamente. Pocos querrían aceptar aquel trabajo, por eso el dueño del local no se podía permitir perderlo. Sabía que quería ingresar en la universidad y que en cuanto consiguiese el dinero se iría de allí, por lo que le pagaba menos de lo debido. Así tardaría más en irse y no tendría que buscar otro camarero. De hecho, dudaba que consiguiese salir de aquel lugar algún día, pues sus padres lo habían echado de casa cuando les dijo que quería seguir estudiando y ahora tenía que pagarse el piso que había alquilado y todas las facturas, además de la comida y las necesidades básicas. Lo que le pagaba le daba suficiente para eso, pero no le sobraba mucho para ahorrarlo para la universidad. Además, más de una vez había perdido sus ahorros por algún imprevisto. A ese ritmo, el dueño dispondría de un camarero de por vida. Heler dejó los vasos y platos en el fregadero. —Un café con leche para la mesa dos, dos gofres con chocolate y nata para la cinco y tres cacaos con leche para la ocho —dijo mientras clavaba tres papeles de su cuaderno donde había apuntado el pedido en unos pinchos cerca del cocinero. —Marchando. Llévate esas tortitas para la mesa cuatro y estos batidos para la siete. Heler puso el pedido en la bandeja y se marchó de nuevo por la puerta en dirección al patio. —Pobre chico —murmuró el cocinero cuando Heler ya estaba fuera—, tan trabajador y entusiasta, y, en el fondo, con tan poco futuro en lo que él quiere ser alguien... Se sacó el cigarro de la boca y lo descabezó tirando las cenizas al suelo. ******

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Nevin caminaba solo y mirando al suelo sin pensar muy bien adónde iba. En el fondo, aquella chica le había parecido linda. Recordó la sonrisa escondida que esbozó cuando le ofreció el chocolate y se sintió satisfecho. Dejó el sentimiento de culpabilidad y se agradeció a sí mismo el haberle tirado la chocolatina apropósito. “Nunca la hubiese imaginado sonriendo”, pensó. ****** La noche de aquel martes se hizo pasar lenta para varias personas. Amara no podía dormir pensando en aquel chico, y daba vueltas en su cama intentando conciliar el sueño. Erika andaba preocupada por su amiga, pues la había notado muy rara aquel día y no sabía qué le pasaba. Otra persona a la que le costaba dormir aquella noche era Lara Schneider, la profesora. Dormía con su marido en el cuarto de invitados de la casa de su hermana. Sólo había una cama en aquella habitación, y el señor Schneider decidió dormir con unas mantas y unos cojines sobre la alfombra para que su mujer no pasase una mala noche, pero no lo consiguió. La cama era cómoda, sí, pero ella no iba a ser capaz de pasar una buena noche en algún tiempo. Se tapó la cabeza con la almohada como para ahuyentar los malos pensamientos, pero seguía dándole vueltas a la cabeza. Normalmente, un miércoles se levantaría, se tomaría su taza de café casi atragantándose por las prisas, saldría por la puerta y dedicaría toda la mañana a dar clases a los alumnos de su instituto; pero aquel miércoles no sabía qué iba a hacer. La noche comenzó a hacérsele eterna. No pudo dormir, y hasta el amanecer estuvo buscando una solución, un solo rayo de sol en todo aquel embrollo, pero no encontró nada. Nada. Aunque Lara Schneider era demasiado luchadora como para rendirse. ****** Después de que los primeros rayos de sol partiesen el cielo nocturno, los chicos y chicas se agrupaban frente a la inmensa puerta del edificio escolar. Era la imagen de siempre; Amara hablando con Erika, un grupito con Minna, Alicia y Sarah, Laura Schäfer y Anna cotilleando mientras señalaban con el dedo a la gente de la que hablaban. En la entrada y en el recreo eran los únicos lugares del instituto en los que los chicos y las chicas se podían mezclar, aunque eso sí, seguía sin estar permitido. Entonces, Erika reparó en algo poco normal. —Eh, Amara… mira quién está allí. Amara se giró siguiendo la mirada de Erika y en seguida reconoció a la persona de la que estaba hablando. Reconoció al instante su pelo negro alborotado y sus aires de interesante. Llevaba ropa de calle en vez del uniforme escolar y estaba apoyado, solo, en el muro que rodeaba el edificio. Sostenía un libro forrado de un papel de periódico gastado y pasaba las hojas sin dejar de leer en ningún intervalo de tiempo.

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Estaba tan concentrado en la historia que, cuando sonó el timbre de entrada, ni se inmutó. Se preguntaba si él la reconocería. —Espero que no se acerque mucho a mí, no quiero perder más chocolatinas — dijo a Erika. En el fondo, pensaba todo lo contrario. Todos anduvieron en dirección al interior del edificio. Los chicos se fueron a la segunda planta, y las chicas a la primera. Entraron en las aulas y esperaron sentados. La profesora entró en la clase y todos los alumnos se levantaron y permanecieron así hasta que la señora Wulff les indicó que se sentasen con un gesto de mano. “No puede ser”, seguía lamentándose Amara. “No puede haber entrado a finales de curso”. —Hoy tengo dos noticias que daros. La primera —comunicó—, hay un alumno nuevo en la clase de los chicos, y se llama Nevin Löwe. Probablemente lo habréis visto en la entrada. He decidido comunicároslo para que no os extrañéis si lo veis por los pasillos. Lo hemos aceptado a estas alturas de curso por cuestiones privadas, así que nada de preguntas. Nadie se percató, pero todas levantaron la vista del pupitre o miraron a la profesora al oír su apellido. Los judíos asentados en Alemania cambiaban sus nombres y apellidos para no llamar la atención entre los alemanes, y Löwe era uno de los más comunes al elegir. Significaba león en alemán, pero, en realidad, lo utilizaban para hacer referencia a la Tribu de Leví, una de las tribus del pueblo israelita; sin embargo, también era un apellido más o menos corriente en Alemania. Todas volvieron a lo suyo y dejaron de prestarle atención a la señora Wulff. —Bueno, lo otro que quería deciros es una gran noticia para todos los profesores, y espero que para el alumnado también. Algunas de las chicas de las BDM de nuestra zona han sido seleccionadas para una competición de atletismo a nivel nacional en Brandemburgo, a un par de horas en tren, y nuestra clase tiene el privilegio de poder asistir a la competición y pasar allí un día entero con actividades guiadas y demás, y volver por la noche a Berlín. Podréis hacer pruebas de atletismo y nos sentaremos en las gradas en primera fila para ver la competición. A las chicas que han sido escogidas se lo comunicarán esta tarde con las BDM. También os informarán del día y la hora de las competiciones, que mañana comunicaremos aquí. Os advierto de que, además de nuestra clase, una de las de los chicos también irá a ver las competiciones. No quiero nada de roce, ¿entendido?—Wulff miró el reloj que colgaba de la pared—. Bueno, ya hemos perdido mucha clase, mañana seguiremos con el tema. Ahora, a dar historia.

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****** La gimnasia era tan importante que pasó de una o dos clases a la semana a ocupar cuatro o incluso cinco. Si alguien suspendía gimnasia, lo más probable era que acabase repitiendo curso. Había dos pistas, separadas por una verja metálica. En una estaba la clase de Nevin, y, en otra, la de Amara. Todas estiraban los gemelos en la pista de baloncesto guiados por la profesora de gimnasia. Era la más joven entre el profesorado, y la única que pedía que la llamasen por su nombre de pila, Eliza. —Bien, mientras termináis de calentar, decidme; ¿la señora Wulff ya os ha contado lo de la competición? — ¡Sííííí! —respondieron jadeantes al unísono. —Oh, vaya, ¡quería daros yo la noticia! Bueno, pues que sepáis que podéis ir alegrándoos, pues no es ella quien va con vosotras, sino yo —rió guiñando un ojo a la clase en general. Risas cansadas y algún que otro suspiro de alivio inundaron el patio. — Profesora, además de usted, ¿qué otro profesor viene? —preguntó alguien entre la gente. —Eso no importa, apenas vais a tener contacto con el profesor de gimnasia de los chicos. Y por favor, no me llames de usted, me hace sentirme vieja, y aún estoy en la flor de la vida. Eliza era una mujer increíble. No era tan dulce y afable como Lara Schneider, pero tenía una personalidad ácida y divertida, y no era estricta en absoluto. En las horas escolares llevaba el pelo recogido en una larga trenza color castaño claro, pues era lo reglamentario. A aquellas que no llevaban el pelo recogido en trenzas o coronas de trenzas las rapaban al cero como castigo, y la mayoría apreciaban demasiado sus melenas como para eso. Sin embargo, Eliza era cantante y pianista en un grupo de jazz al que habían llamado Los Escorpiones, y tocaban en locales privados alejados de gente que pudiese llamar a la policía o similares, y, nada más subir al escenario, ya fuese en concierto o en un ensayo, se soltaba el pelo. A la gente que iba a verlos no les importaba; de hecho, les gustaba más así. Eliza y su grupo apoyaban al partido nacionalsocialista, pero no en todo lo que dictaban. Lo del pelo les parecía una estupidez. Así era Eliza, medio rebelde medio disciplinada. Eso sí, la mayoría de las canciones de su grupo eran de crítica social. Por ello debían tener extremo cuidado al elegir los locales donde tocar.

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— ¡Vale, distribuiros en cuatro equipos mientras voy a por el balón! ¡Jugaréis por turnos! ¡Sarah, Laura, Anna y Erika, sois capitanes! Eliza se fue al almacén en busca de un balón de baloncesto. ****** El señor Rosenbauer llevaba despierto desde las diez de la mañana, y en el bar desde las diez y media. Le había dicho a su mujer que iba a buscar empleo, como todos los días, pero nunca lo hacía. Su primer y último trabajo fue de recepcionista en una cutre empresa de la que no sabía nada, sólo que cuando alguien llegaba tenía que decir “Bienvenido, ¿tiene usted cita?”, y ya casi lo había olvidado. Lo despidieron por trabajar ebrio, y entonces decidió que si no podía trabajar bebiendo, no lo haría. Él se quejaba de que su mujer lo incitaba a buscar trabajo, y, para darle el gusto, se levantaba del sofá y hacía como si fuese a buscar trabajo. Total, mientras tuviesen el dinero del paro… Hacía tiempo que no llevaba la cuenta, pero, más o menos, le quedaba un mes cobrando el paro. Se había propuesto conseguir un empleo antes de la fecha, pero sabía que no lo iba a conseguir, así que, para qué intentarlo. Esta en el antro de siempre. Las paredes estaban despintadas, y las esquinas teñidas del color de la orina. No podías apoyar una mano en la barra sin quedarte pegado a ella, y las jarras estaban casi grises de no lavarlas como es debido. De vez en cuando veían una rata corretear bajo sus pies y coger las migajas de comida que caían de los platos, que no eran muchos los que se servían, pues aquel lugar estaba hecho por y para la cerveza. El camarero era un hombre orondo y feo, con un cutre delantal manchado. No era agradable, ni simpático, ni divertido, ni sociable, ni nada. Era otra rata más en aquel antro de mala muerte. Otra rata como el resto de la gente que entraba allí. Todos eran alcohólicos, mayormente en paro, que iban allí para beber cerveza y adorar al partido. Y punto. Esa era toda la vida social de la gente que allí estaba. El señor Rosenbauer respiró una buena bocanada del aire sucio y ennegrecido del local y dio un amplio sorbo a su espumosa cerveza en una jarra gris. Espiró sonoramente tras tragar la amarillenta bebida y comenzó a notar más fuertes los vapores del alcohol. Ya buscaría trabajo otro día.

Mientras tanto, la señora Rosenbauer cocinaba con esmero. Miró soñadora a la ventana. “Mi marido estará esforzándose ahora mismo para conseguir trabajo”, pensó. “Me esforzaré yo para prepararle una buena comida”.

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****** Los equipos estaban hechos y el partido casi terminado. Dos de los equipos ya habían jugado, y ahora el equipo con cintas rojas en la cabeza jugaba contra el de las cintas negras. En el primero estaban Amara, Erika y otros chicos y chicas más, y, en el segundo, Laura y Alicia, junto a otros compañeros. Amara, sin embargo, no prestaba atención a su partido, sino al de los varones, en el que estaba jugando Nevin. Iban empatados y él aún no había tocado el balón. “Seguro que es tan malo jugando que le da vergüenza intentarlo siquiera”, había dicho Amara a Erika. El tiempo se acababa y el balón lo tenía el equipo contrario. Un chico subió el campo con el balón zafándose de todos los jugadores. Entonces Nevin le entró y le arrebató el balón, sorprendiendo a todos en los últimos segundos. Tiró desde medio campo y metió la canasta ganadora justo antes de que su profesor declarase el final del partido. Una oleada de elogios y aplausos por parte del equipo ganador arroyó a Nevin, a quien incluso mantearon. Los del equipo perdedor andaban serios hacia los vestuarios. Eliza también señaló el final del partido de las chicas, y Amara se dirigió aparentemente enfadada. Erika se fijó y miró luego al equipo manteando a Nevin mientras iba a hablar con su amiga. —No puedes enfadarte siempre que no seas tú el centro de atención, Amara — resopló Erika entre jadeos mientras alcanzaba a su amiga, que andaba más rápido de lo que creía. Giró la vista un segundo y se ahorró las contestaciones; simplemente continuó andando hacia el vestuario femenino, lejos de los elogios hacia Nevin, lejos del equipo de Nevin, y, por supuesto, lejos de Nevin. Tras lavarse, cambiarse y rehacerse las trenzas, salieron de aquel lugar y se dirigieron hacia su aula. —Vale, Amara, reconoce que, en el fondo, el nuevo, te gusta —sonrió Erika picaresca. Amara se limitó a mirarla arqueando una ceja y no dijo nada, siguió andando. — ¡Amara! —gritó intentando parecer indignada— ¡Vamos, reconócelo! — Ahora comenzó a reírse—. ¡Sé que es verdad! —Erika, ¿recuerdas la conversación que tuvimos hace algún tiempo sobre lo que pienso del amor? —Sí, pero…

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—Pues ya está, no hay más que hablar. Mientras andaban hacia la siguiente clase, viniendo de los vestuarios, Erika se cruzó de brazos y se hizo la enfadada. Ella sabía que tenía razón, y, aunque no quisiese reconocerlo, Amara también.

Nevin corría al final del pasillo, pues iba a llegar tarde en su primer día y no tenía ganas de llevarse una bronca y un castigo tan pronto. Vio a Amara y a Erika llegando a la puerta del aula en la que debía entrar él. Pasó entre las dos chicas empujando a Amara y, más rápido de lo que había corrido, se giró para agarrarla antes de que cayese. En una fracción de segundo, se había quedado suspendida en el aire sostenida por la espalda por la mano de Nevin. Él creyó ver un atisbo de agradecimiento en su mirada, pero antes de que pudiese disfrutarlo, Amara se levantó y comenzó a gritarle por su imprudencia. — ¡Pero si en realidad te ha gustado que te cogiese así! —rió Nevin guiñándole un ojo, interrumpiéndola. Amara lo miró con asco y entró en la clase. Erika se paró antes de entrar, y, riendo, miró a Nevin y siguió a su amiga. Amara se puso a pensar; le molestaba tanto que Nevin pudiese tener razón… Nadie se dio cuenta de ello, pero Minna estaba observando desde el otro lado del pasillo, y no dudó en pensar que pasaba algo entre ellos. ****** El señor Faber era un hombre de constitución delicada, pero a la vez algo ancha. Vestía un uniforme con una cinta roja con la esvástica negra en el brazo izquierdo. Agarraba un maletín de cuero negro, mientras andaba por el amplio edificio de la Gestapo. —Buenos días, señor Faber —saludó una mujer que pasaba en el sentido contrario. Faber no se molestó en devolver el saludo, no era su estilo. Entró en su despacho, enmoquetado en rojo y con paredes blancas. Sólo había un ordenado escritorio frente a la ventana, una silla detrás de este y otra delante y un sofá de cuero gastado pegado a la pared frente a la puerta. Se dirigió al escritorio y dejó el maletín ahí, sentándose en la silla. Lo abrió y sacó unos papeles de él. Una foto que se había colado por error en el montón cayó al suelo. La levantó y sonrió al ver el rostro de su esposa y el de su hija, Minna Faber.

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Pasó las horas revisando documentos, y, sobre las tres, se percató de que su hija ya abría salido del instituto y estaría comiendo con su mujer en casa. Faber ojeaba los papeles desordenados, aparentemente sin buscar nada. Pasaba las hojas escritas a máquina y las dejaba amontonadas en una ordenada pila en la esquina de la mesa. Miró al techo y se preguntó cuánto tardaría la visita que esperaba. Como respondiendo a su pregunta, un hombre peinado hacia el lado que vestía un uniforme similar al suyo entró en el despacho tras llamar a la puerta. —Señor Faber, tiene visita esperando fuera. Dice tener cita. ¿Le dejo…? —Sí, dile que pase. El hombre se retiró con elegancia e indicó a la visita que pasase con un cordial gesto de mano. La persona cerró la puerta tras de sí. Faber sonrió frívolamente y se levantó para darle la mano. —Hola de nuevo. Toma asiento —pidió con un gesto no muy desganado—. No puedo creer que mi personal de más confianza aún no te reconozca. Será que hace demasiado que no vienes por aquí. El visitante se sentó frente a la mesa y comenzó a juguetear con un lapicero a juego con la moqueta escarlata que descansaba sobre el antiguo y caro escritorio. Faber se acercó cauteloso a su espalda. —Ya empezaba a notarse tu ausencia… y nuevas noticias —dijo quitándole el lapicero de delante y poniéndolo lejos. El individuo lo miró desde abajo, con la misma cara que pone un niño cuando se enfada porque le quitas su juguete favorito. Agarró de nuevo el lapicero y comenzó a hacer ruido con los lápices, bolígrafos y plumas que había dentro de él. Sonrió con picardía, regocijándose en su insignificante victoria en aquella batalla. —Pues tome asiento —dijo intentando hacer notar la misma frivolidad que su superior, aunque era evidente que no la tenía—; ya empiezan a verse los resultados. ****** Las horas con las BDM habían pasado rápidas ese miércoles. Habían estado escribiendo un artículo para su revista, acerca de las competiciones deportivas. Las monitoras Bär y Krause informaron de que las elegidas para participar en las competiciones de atletismo en Brandemburgo eran, como era de esperar, Erika, Amara y Minna. Las tres más destacadas en casi todos los aspectos, incluido el deporte. El viernes era el día elegido para la excursión. Habían avisado con muy poca antelación, pero apenas les importó.

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Saliendo de aquel edificio de Berlín de las BDM, Amara Rosenbauer vio a Nevin leyendo el mismo libro forrado en papel de periódico sentado en la acera, apoyado contra el edificio contiguo. Levantó la vista y la saludó sonriente. Amara se sonrojó y sonrió también, aunque antes de que nadie lo notase escondió la sonrisa tras un fingido bostezo. Nevin volvió a su lectura. “¿Qué demonios tiene de especial ese chico?”, pensó. ****** El señor Rosenbauer volvía borracho, como de costumbre. Andaba haciendo zigzag por la calzada, únicamente bajo la luz que la luna proporcionaba. Sólo pudo oír el claxon de un coche que pasó casi rozándole. El conductor, enfadado, sacó la cabeza y gritó diciendo palabras que no consiguió distinguir entre el sonido de sus propios pasos. Agarraba una botella de whisky barato que había conseguido comprarle al camarero a cambio de algunos Reichmarks que encontró en el bolsillo. La levantó apuntando directamente a su boca, pero ya estaba vacía y sólo un par de gotas salieron de ella. La dejó caer sobre el suelo y se rompió en cientos de pedazos. Comenzó a notar cómo todo le daba más vueltas aún, y sintió que se le revolvía el estómago. Se encorvó y abrió la boca mientras se apretaba la barriga. Vomitó sobre los cristales rotos y deseó no caer al suelo inconscientemente. Se enderezó y, como si nada hubiese pasado, caminó erguido hasta su casa. Aquel día se le había hecho algo tarde, pero aún estarían cenando su mujer y su hija, quizás llegase a tiempo para ver a su hija con su uniforme, recién llegada de las BDM. Siguió andando, esta vez en línea recta, hacia su casa, sólo deseando tumbarse en su sofá. ****** Su padre aún no había llegado y Amara se sorprendió a sí misma pidiéndole a su madre que le dejase recoger a ella la mesa. —Se te ve cansada, madre. Vete a dormir y yo friego. Buenas noches, que descanses. La señora Rosenbauer se sorprendió mucho pero no puso pegas. Era cierto, estaba muy cansada ese día. Le deseó buenas noches a su hija y subió a su cuarto. No sabía por qué lo había hecho, pero daba igual. Se sintió bien ayudando a su madre y se preguntó por qué nunca lo había hecho. Aquella noche le iba a costar conciliar el sueño y no le importó meterse en la cama algo más tarde; de hecho, prefería estar haciendo algo antes que meterse a dar vueltas en la cama durante horas. Colocó el último vaso en su sitio y apagó la luz de la cocina. Subió a su cuarto

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cuando se cruzó con su gato Natch, que se revolvió casi dormido entre sus piernas. La siguió hasta su cuarto. Se cambió la ropa por un cómodo camisón y entró en la cama. Como sospechaba, no lograba conciliar el sueño. Natch, por el contrario, había caído rendido nada más subir a los pies de la cama. Amara pudo oír la puerta principal abrirse y cerrarse, y se imaginó a su padre borracho mirar las escaleras y negarse a subirlas, tirándose con resignación al sofá. Comenzaron a sonar ronquidos lejanos que se apagaron al cabo de los minutos. Dejó de pensar en su padre y volvió a pensar en Nevin. ¿Qué era lo que le pasaba? Ese chico era corriente, no tenía una inteligencia superior a las demás, ni una habilidad innata para nada, y, sin embargo, tenía una sonrisa tan agradable… Se giró de nuevo y miró a la ventana. A lo mejor la luz de la luna le ayudaba a dormir. Cerró lentamente los ojos, y antes de que pudiese siquiera imaginarse el sueño cayendo sobre ella, comenzó a oír ruidos en el cristal de la ventana. “Clac… Clac…Clac”. Era un sonido constante y regular. Abrió los ojos y vio manchas surgiendo en el cristal y desapareciendo al instante. Se quitó las sábanas de encima y aguardó un segundo sentada en el borde de su cama. Volvió a oír aquel Clac y se levantó deprisa. Se acercó y vio las manchas más de cerca. Eran pequeñas piedrecitas golpeando su cristal. Abrió la ventana y se asomó con miedo y curiosidad a la vez. Notó cómo el viento movía su pelo liso y suelto por primera vez en todo el día, pues siempre lo llevaba en dos trenzas. Distinguió una difusa figura entre la oscuridad. Era una persona alta y parecía la constitución propia de un chico joven. — ¡Estás preciosa con el pelo suelto! —dijo gritando, pero a la vez en voz baja, usando las manos como caja de resonancia. — ¿Qué dem…? —Amara no se molestó en contestar y cerró la ventana, volviendo a la cama. Esperaba que se fuese, pero deseaba que no. Los golpes no tardaron en hacerse oír de nuevo. Se levantó de nuevo de su cama, y sonrió más dulcemente de lo que hubiese podido imaginarse viniendo de ella. Abrió a la ventana disimulando su sonrisa en una expresión fría. — ¿Qué quieres, si puede saberse? —preguntó. —Quería verte bajo la luna —sonrió—, pero me duele el cuello de mirar arriba esperándote, así que te agradecería que bajases. — ¿Por qué iba a hacerlo? —Porque sé que te mueres de ganas de bajar. Necesitaba parecer dura, pero su sonrisa era tan hermosa… Nevin se dio la vuelta y cogió algo del suelo. Cuando volvió a mirarla tenía una rosa en la mano.

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—No es tan linda como tú, pero no he logrado encontrar ninguna tan bella. — Esperó unos segundos y no supo si lo que se notaba en la mirada de Amara era duda o ganas de bajar—. Dame una oportunidad, por favor. Sólo quiero hablar contigo. Te suplico que bajes, Amara. Amara fingió dudar un momento. —Espera ahí —dijo. Cerró la ventana y abrió sigilosa la puerta de su cuarto. Se aseguró de que Natch seguía en su sitio y anduvo de puntillas bajando por las escaleras. Llegó al último escalón y notó el crujir del suelo bajo sus pies. Cerró los ojos deseando que su padre no se despertara. Se inclinó hacia delante y vio cómo el señor Rosenbauer giraba sobre su orondo cuerpo y comenzaba a roncar de nuevo. Agradeció que no se hubiese despertado y abrió cuidadosa la puerta. Dio la vuelta y fue al jardín trasero, donde se encontraba Nevin. Se asomó con cuidado, esperando ser vista lo más tarde posible. Lo distinguió entre los arriates cargados de flores de su madre mirando al suelo mientras daba vueltas a la rosa. Decidió acercarse. Nevin la vio, sonrió y le tendió la flor, que ella aceptó temblorosa. Todo aquello le encantaba, pero a la vez le daba miedo. Nunca había sentido nada parecido y temía cómo podría terminar. —Sólo quería hablar contigo —susurró mientras la observaba. Amara miró la rosa y sonrió. —Bueno, ¿cómo has sabido dónde vivía? —Eso no importa, sólo importa que estoy aquí. Amara lo miró, dubitativa. — ¿Y para qué estás aquí, si puede saberse? —Pues —Nevin pensó bien la frase antes de pronunciarla—, para pedir una cita contigo. Amara arqueó una ceja y, sorprendentemente, no respondió con una negativa al primer momento. —No eres el primero que me pide una cita. ¿Qué te hace pensar que voy a concedértela a ti? Apenas te conozco. — ¿Tampoco soy el primero que viene a estas horas a traerte una rosa a tu ventana?

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La sonrisa de Nevin era amplia pero cerrada. Estaba claro que esperaba un sí. —Las rosas son mis flores favoritas, ¿lo sabías? —Lo sospechaba. —Una cita; sólo una. Y ten presente que es sólo para que no te quejes de que nunca te di una oportunidad. Amara se fue de nuevo hacia su cuarto, sonriente, y Nevin se fue por el lado contrario, también feliz. Ambos sabían que no le había concedido una cita sólo por eso, pero nadie dijo nada.

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CAPÍTULO 3 —No puede ser… —Escucha, Erika, antes de decir… — ¡Es increíble! ¡Si ya te dije yo que entre vosotros había algo! Erika comenzó a gritar y a dar saltos en la entrada del instituto, y Amara se limitó a agarrarla y mantenerla pegada al suelo para que dejase de dar el espectáculo delante de sus compañeros, y delante de Nevin. —Erika, es sólo una cita para que me deje en paz; no significa nada, ¿entendido? Y ni se te ocurra decírselo a nadie. —Está bien, está bien… A veces eres demasiado cruel, ¿lo sabías? El chico ya se habrá hecho ilusiones. Es el primero al que le dices que sí. Amara se ajustó las trenzas. Era lo que siempre hacía cuando no tenía nada que decir. Giró la vista un segundo y vio a Nevin acercándose mientras terminaba de leer la última hoja de su libro forrado en periódico. Sonrió y lo cerró a un paso de ellas. —Buenos días. — ¿Qué haces aquí? —preguntó Amara tajante. —Estudio aquí. —Me refería a cerca de nosotras. —Venía a saludar. Se llama buena educación. —Venga, Amara, no pasa nada, hombre. Siempre estamos aquí solas, no nos vendrá mal más compañía —reprochó Erika a su amiga. Nevin se removió el pelo, tensando los músculos de sus brazos, que la camisa de manga corta dejaba al descubierto al menor movimiento. Llevaba unos pantalones vaqueros largos y algo holgados. Amara se extrañó. Aquella prenda no estaba de moda y pocos lo usaban si no formaba parte del uniforme de su trabajo. Era un chico demasiado extraño, pero eso le gustaba. ****** Lara Schneider estaba sentada en el sofá, sin saber qué hacer, con los codos apoyados sobre la mesa. Su hermana y su cuñado estaban trabajando, y su marido había salido a comprar. Había enviado ya tres solicitudes de empleo desde que la

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despidieron, y esperaba respuestas. Un empleo era en Berlín, y los otros, con el consentimiento de su marido, los había enviado a Múnich y a Frankfurt. Las solicitudes para Berlín y Frankfurt habían sido rechazadas porque no querían meter a personal de aquella edad entre sus profesores, y esperaba ansiosa respuestas para el trabajo en Múnich, pues el no hacer nada le desesperaba. Era jueves, y desde el lunes por la noche había estado así. Cambió de postura y se echó hacia atrás, apoyándose en el respaldo del sofá. Entonces llamaron a la puerta. Su hermana le había dicho que abriese ella cuando no estuvieran, así que a ello fue. Se levantó y, casi arrastrándose, gritó desde el pasillo: — ¡Ya va! Abrió la puerta con desgana y le recibió un muchacho joven y bien cuidado. Llevaba una gorra de mensajero. —Traigo el correo. —Podría haberlas metido por debajo de la puerta, en vez de obligarme a levantarme, ¿sabe? —Lo siento, señora —se disculpó, añadiendo una leve reverencia. —Anda, no se preocupe. Gracias por el correo. El mensajero montó en su motocicleta y se marchó. Lara Schneider cerró la puerta tras de sí. Hacía unos cuatro días que había perdido todo el brillo que había en ella. Cuatro cartas se amontonaban en su mano derecha. Se sentó de nuevo en el sofá y echó un vistazo. —Factura… Carta de mamá para mi hermana… Para mi cuñado… —Lara se detuvo en la última. Era del instituto de educación secundaria de Múnich. La abrió con sumo cuidado, deseando que las primeras palabras no fuesen “lamentamos informarle”. Agarró un abrecartas que descansaba sobre la chimenea y rompió el sobre por el borde superior. Sacó los papeles que había dentro, y comenzó a leer. ****** Pasadas las doce, las clases de gimnasia en verano se hacían especialmente agotadoras. Las chicas se agolpaban en la única zona de sombra de toda la pista exterior, que era bajo un enorme manzano que adornaba el borde de aquel lugar.

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Aunque permanecían en el mismo sitio, todas se habían distribuido en grupos, como siempre, y hablaban cada una por su lado. Eliza dejó de estirar y se acercó a Erika y Amara. —A ver, chicas —comenzó a murmurar—, no puedo dejar que algunas personas se enteren porque me puede ocasionar un problema, pero en vosotras puedo confiar. —Eliza miró a Amara—. Puedo confiar, ¿no? —Por supuesto —respondió Erika, hablando por Amara. —Bien, en mi grupo hemos decidido hacer un experimento. Vamos a invitar a gente joven y aún no muy segura acerca de sus inclinaciones políticas e ideológicas a nuestro concierto de esta noche, y repartiremos cuestionarios para comprobar qué acogida tiene nuestra música fuera de nuestro ámbito habitual. Esperaba poder contar con vosotras. Erika ya ha ido a un par de mis conciertos, y al parecer le gustaron. — Eliza guiñó un ojo a Erika, y Amara la miró sorprendida. No sabía que Erika hubiese ido a algún concierto de ese tipo; aunque, en realidad, tampoco le extrañaba que no se lo hubiese comentado. Tampoco habría querido ir. Erika se acercó al oído de Amara y susurró algo. —Creo que ya tenéis lugar para la cita. —Pero, ¿a qué hora sería? —preguntó Amara. —Sobre las siete. Sí, de siete a nueve, más o menos. Amara miró preocupada a Erika, y ésta entendió al momento el por qué. —No te preocupes, por un día que no vayas con las BDM no va a caerse el mundo. Amara nunca habría aceptado. “Las BDM ante todo”, se había dicho una vez. Las BDM empezaban sobre las cuatro. De cuatro a nueve. Pero teniendo en cuenta el tiempo que tardaba en prepararse y en llegar, no podría estar ni un rato con las juventudes. Se negaba. —Vamos Amara, sólo una vez —susurró su amiga—. Lleva esperando una cita contigo desde que te vio en el cine, hazlo por él… Amara se hizo de rogar algo más de tiempo, pero desde aquel instante estuvo pensando en qué se iba a poner para ir al concierto. ******

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La clase de gimnasia pasó muy rápido, y apenas se dieron cuenta de que ya habían terminado. Llevaban hablando desde que salieron de los vestuarios. — ¿Y qué se supone que me tengo que poner en estas ocasiones? —Mira, Amara, hoy mi padre trabaja hasta tarde; vente a mi casa y lo vemos allí. Amara remoloneó un segundo. Estaban en medio del pasillo, andando hacia la puerta de salida. Ya habían acabado las clases, y cada uno volvía a su casa para comer. —Erika… ¿no te da miedo no ir con las BDM? Tu padre va a matarte. Erika sonrió divertida. — ¿Recuerdas aquella vez que no fui a las BDM porque se me había agravado el resfriado y tuve que ir al médico? Amara asintió. —Era mentira. Le dije a mi padre que iba con las BDM y me fui al cine. Amara le miró atónita. —Y ¿recuerdas aquella ocasión en la que se murió mi tía y tuve que ir al entierro en Frankfurt? —Pero estuviste dos días fuera. —Perdí dos días de clase y de BDM. Me dio pena perder instituto, pero todo sea por las tardes libres. — ¿No llamaron a tu casa? —Sólo hay que estar atenta y coger el teléfono en cuanto suene, haciéndote pasar por tu padre, y punto. Ah, y ¿recuerdas aquella en la que…? —Lo he entendido, Erika, no hace falta que sigas. Erika sonrió. —Lo que te quiero decir es que no me van a pillar, he aprendido a mentir para zafarme de ese mundo que tan poco me gusta. Y a ti tampoco te pillarán si haces lo que yo te diga. Amara asintió, dudosa de lo que hacía.

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Entonces vieron a Nevin, yendo por el lado opuesto del pasillo, en la dirección contraria. —Amara, ve y dile dónde vais a quedar. Erika la empujó y estuvo a punto de car sobre el chico, pero recobró el equilibrio al momento. Comenzó a hablar. Su amiga observó desde lejos como el chico sonreía, y ella se ruborizaba. ****** El señor Schneider entró en la casa de sus cuñados con una energía impropia en alguien de su edad. Era un hombre robusto, aunque anciano, y tenía una espesa mata de pelo canoso peinado con la raya en un lado. Su fornida figura resaltaba entre el resto de personas de su edad. Era un hombre que se cuidaba. Comía sano y hacía ejercicio, y nunca probó un cigarrillo ni una gota de cerveza. — ¡Cariño, ya he llegado! —saludó mientras dejaba las llaves que le habían prestado sobre la mesita del recibidor. Iba cargado de bolsas de la compra. Le habían encargado la compra del mes, y él había aceptado con entusiasmo. Él era escritor, por lo que trabajaba en casa y a la hora que quisiera, así que no le importaba ir a comprar. De hecho, le gustaba tomar el aire y mover las piernas a menudo. El señor Schneider no parecía preocupado por lo ocurrido, a pesar de que su sueldo como novelista no valdría para mantenerlos a los dos, a él y a su mujer, pero para el señor Schneider los problemas nunca eran realmente problemas. Cualquiera diría que, para él, el reciente despido de su mujer y la pérdida de la casa que ya tenían totalmente pagada no era más que un juego de niños. —Cariño, ven aquí… — ¿Qué ocurre, Lara? —preguntó—. Te noto preocupada. Se desabrochó un botón más de su camisa y se sentó en el sofá junto a su mujer. Ésta le tomo la mano son cuidado y lo miró a los ojos. —Lara, qué ha pasado —repitió, esta vez más asustado. —Recuerdas que envié tres solicitudes de empleo, ¿verdad? —Su marido asintió—. Dos fueron denegadas, la de Berlín y la de Frankfurt. Hoy me ha llegado respuesta para la de Múnich. —Su voz sonaba desgarradoramente preocupada Lara pudo notar cómo su marido le apretaba más fuertemente la mano.

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—Lara, no te preocupes, ya encontrarás otra oferta de trabajo, Alemania es muy grande y… — ¿Estarías dispuesto a mudarte a Múnich? —preguntó interrumpiéndolo. — ¿Qué? —Me han aceptado. —Una lágrima, probablemente de alegría, salió de entre sus párpados—. Me han dado el trabajo. Su marido se levantó súbitamente del sofá y agarró a Lara, levantándola en volandas y dando vueltas, por pura felicidad; pero no por él, sino por su mujer. Al señor Schneider no le importaba vivir en la miseria, lo superaría. Pero desperdiciar el potencial que Lara albergaba en su interior, era algo que no podía soportar. — ¡Es maravilloso! —gritó entusiasmado. — ¡Bájame, te harás daño! —dijo entre risas. El señor Schneider la bajó al suelo y la besó suavemente. — ¿Estarías dispuesto a mudarte a Múnich, lejos de tu familia, lejos de tus amigos, lejos de tu editorial…? —Por ti, me iría a donde hiciese falta —susurró en su oído—. Además, ¡para algo están los trenes y las cartas! —rió. La volvió a coger en volandas y sonrió—. Hay que avisar a tu hermana y hacer las maletas, ¿no? ****** Faber se encontraba, de nuevo, frente al escritorio de su despacho. Su visita se volvía a retrasar. Miró su reloj de pulsera y resopló. Odiaba la impuntualidad, y su visitante lo sabía. De hecho, por eso llegaba tarde. Le gustaba marcar sus normas. De repente llamaron a la puerta. —Señor Faber, tiene usted visita. Es la misma persona que el otro día, ¿le dejo entrar? —Sí, dile que pase —“y de paso, que es un jodido impuntual”, pensó, pero se contuvo. Su visita cerró la puerta tras de sí. Se sentó, como el otro día, frente a Faber, y calló unos instantes. — ¿No piensas decir nada?

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—Estaba esperando para ver su reacción. Faber no quiso saltar con impertinencias, pues, aparte de que no era su estilo, no podía permitirse perder a aquel fichaje. Esa persona lo sabía, y por ello jugaba con Faber como le daba la gana. Sabía que no corría riesgo alguno, por lo que continuaba con su juego. —Verá, señor Faber, lo cierto es que hay nuevas noticias. —Nuevas noticias… Es lo que esperaba. ¿Son buenas? —Muy buenas. — ¿Hasta qué punto? —Hasta el punto de que hoy mismo podemos pasar a la fase dos. En el fondo, se sentía algo mal jugando de aquella manera con su superior, pero le gustaba darse el lujo de tener una diversión en el trabajo, aunque no lo hacía con mala fe, simplemente para divertirse. En realidad era una buena persona. —Estamos avanzando más rápido de lo que me esperaba. Faber se levantó y comprobó que la puerta estaba bien cerrada. Agitó las largas cortinas para comprobar que no había nadie (todas las precauciones eran pocas) y se sentó de nuevo. —Muy bien, pues te voy a decir qué es lo que tienes que hacer exactamente, y ni se te ocurra hacer nada que no esté entre estos planes, ¿entendido? —Entendido, su majestad. ****** Amara terminó de comer a las tres y media, y salió de su casa llena de un profundo miedo; miedo a ser descubierta. Tal y como Erika había dicho, esperó a que su padre se fuese al salón a escuchar la radio, y su madre estuviese fregando los platos de la comida. Entonces, subió al cuarto de sus padres y agarró el teléfono que allí había. Marcó, inevitablemente asustada, el número de la monitora Krause, y fingió, dificultosamente, la voz de su madre. “Mi hija Amara está enferma y hoy no podrá asistir. Tiene nuestro consentimiento, no se preocupe”, fueron las palabras exactas. Según Erika, normalmente no habría hecho falta tanto alboroto, pero tratándose de Amara, habría sido mucho menos creíble que faltase sin decir nada.

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Había salido, como de costumbre, diciendo que se iba con las BDM, pero nada más salir a la calle, fue directa a casa de Erika. Estaba asustada, pero ansiosa a más no poder. Tenía demasiadas ganas de probarse la ropa que llevaría a su cita con Nevin como para esperar más, así que aceleró y llegó corriendo a la puerta de Erika. Ella estaba echando un vistazo a toda la ropa que había en su armario. Ninguna servía. Ninguna de las que había allí. Sacó todos los vestidos pomposos que guardaba para despistar a su padre y levantó la placa de madera que hacía de suelo del mueble. Ella misma había fabricado un suplemento escondido para guardar allí la ropa que a su padre no le gustaba. Había colocado una tabla de madera del tamaño exacto unos cuarenta centímetros por encima de la base original, apoyándolo en unas pequeñas cuñas de madera que pegó en las esquinas para evitar que cayese, y había tapado el hueco que se veía desde fuera con otra tabla de madera pegada a las paredes del armario. Le había puesto también un pequeño trozo de tela roto para poder tirar de él y levantar la placa de madera sin esfuerzo. Había quedado perfecto. Siempre le gustaron las manualidades. Estaba viendo la ropa que allí se escondía cuando oyó que llamaban a la puerta. — ¡Ya voy, Amara! —gritó. Se levantó corriendo y bajó los escalones de dos en dos, para llegar lo antes posible. La abrió y se encontró a su amiga esperando frente a ella. —Hola —dijo sonriente. — ¡Vaya, sí que estás feliz! —se sorprendió Erika—. ¡Tú sonriendo! ¡Y encima teniendo en cuenta que vas a perderte un día con las BDM! Vale, ya ha quedado claro que te pasa algo con ese chico. Amara se sonrojó, pero no hizo ademán alguno de contestar. —Anda, pasa. La ropa espera. Erika guió a su amiga por el camino que ya tenía más que aprendido hacia su habitación. Apartó todos los vestidos de la cama y le indicó que se sentara. — ¿Por qué están todos los vestidos en el suelo? Se supone que no debemos ir con ropa sucia, ¿no crees? Eso es de cajón —resopló Amara. —Verás, es que la ropa que vamos a llevar no se acerca, ni por asomo, a esa. — ¿Y qué ropa pretendes llevar? — ¿Has ido alguna vez a un concierto de Eliza? No, y yo sí. Sé cómo va la gente a estos eventos, y sé cómo te debo vestir. Tú espera y verás.

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—Ya sé que eres una rebelde y que te has rebelado contra el resto de la sociedad, así como contra su ideología e incluso sus tendencias en lo que respecta a la moda, pero yo no. Y sé que estas pensando en sacar tu maquillaje de su escondite, pero ni se te ocurra. — ¡Pero si vas a estar muy guapa! —No quiero que me tomen por una prostituta. —Amara, allí todas van así. Y te puedo asegurar que ninguna es una prostituta. Tú déjame hacer mi trabajo. —Además, ¿cómo pretendes salir de aquí con esa ropa sin que nos vean y nos tomen por unas cualquiera? O peor aún, avisen a nuestros padres… —Mi padre tiene un par de gabardinas largas en su cuarto y algunos sombreros, eso nos valdrá. Ahora pruébate… —Pero… — ¡Amara! —gritó, regañándola. —Está bien… Pero si no me gusta puedo quitármelo y llevar mi ropa. Erika sonrió pícaramente. —Me parece bien, pero te va a gustar. ****** Nevin esperaba frente a la barra del local. Aún no habían salido a tocar Eliza y su grupo, Los Escorpiones, pero poco les faltaba, y Amara y Erika aún no habían aparecido. Iba vestido con unos pantalones vaqueros y una camisa blanca desabrochada en los botones superiores. Miró otra vez su reloj de pulsera y giró la vista hacia la entrada. El guarda de seguridad abrió la puerta y dejó pasar a dos chicas. Nevin se levantó de la silla sin desviar la mirada. Erika dio las gracias al guarda y se quitó la gabardina y el sobrero, dejándolos en un perchero cerca de la puerta. Amara hizo lo mismo. Se acercaron, Erika sonriente, y Amara con expresión tímida. La primera llevaba una camiseta negra que dejaba al descubierto todo el cuello y la parte superior del pecho y unos vaqueros ajustados. Iba con el pelo suelo y liso, y se había maquillado de una forma discreta pero encantadora. Amara, que iba más atrás, atraía todas las miradas del local. Llevaba un vestido azul marino ajustado y corto, y la parte de arriba le caía hacia un lado. Las piernas estaban al descubierto desde un poco más arriba de las rodillas, y se notaba que intentaba taparlas con las manos. Llevaba también el pelo

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suelto y ondulado y un maquillaje similar al de su amiga, pero en ella lucía incluso mejor. —Venga, Amara —susurró su amiga entre dientes—, sé que lo estás deseando. Amara la fulminó un segundo con la mirada, pero sólo para guardar las apariencias y no darle la razón. Nevin se acercó y le agarró la mano. La besó, y saludó cortésmente. —Buenas noches chicas. Estáis realmente preciosas. Erika sonrió. —Gracias —dijo entre sonrisitas indiscretas—. Bueno, ahora vengo. Voy a gastarme dinero en la barra. —Erika comenzó a alejarse, y Amara se percató de que, en cierto modo, estaba a solas con Nevin. Notó cómo la sangre comenzaba a subirle a la cabeza e improvisó algo. —Bueno, vamos a sentarnos. Tengo algo de sed, ¿tú quieres algo? —Ya sabes lo que quiero. En un principio, Amara no lo comprendió, pero pudo leer en los labios de Nevin palabras mudas, y también en su mirada. “A ti”. ****** Las chicas estaban en una sala fresca y bien iluminada, llena de montones de papeles viejos y máquinas de imprenta para su revista. Minna Faber había conseguido, de alguna manera, averiguar que Lara Schneider se trasladaba a Múnich a trabajar, y era un artículo para su revista, como despedida por parte no sólo de las BDM, sino de toda la zona, a una profesora que había dejado huella no sólo como maestra, sino como persona en general. Iba a ser un artículo emotivo, y a Lara le iban a regalar un ejemplar de la revista. Todas trabajaban ilusionadas en aquel artículo, y algunas se preguntaban qué había pasado con Erika, Amara y el resto de chicas que faltaban por ir; Laura y Minna entre ellas. Minna era competitiva, y se alegraba de que Amara no hubiese ido porque así no corría el riesgo de que ella hiciese mejor su trabajo en la revista, aunque, por otro lado, le intrigaba saber qué había pasado. —Minna, ¿cómo has conseguido averiguar lo de Schneider? —Preguntó Sarah, despertándola de sus propios pensamientos.

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— ¿Eh? Pues verás, cuando se es de un estrato social tan alto como el mío las noticias llegan a ti como moscas a la miel. Tengo contactos en todos lados, y uno de ellos me informó. En realidad, había escuchado por error una conversación que mantenían el señor y la señora Schneider en la puerta de correos, y al parecer iban para enviar de vuelta un correo certificando la llegada de Lara el sábado por la noche, pero le encantaba alardear de todo, fuese verdad o no. Volvió a conversar consigo misma acerca de Amara, y desconectó de nuevo del mundo real, mientras escribía distraída palabras acerca de Schneider, sin un aparente sentido. ****** Eran las ocho, y Heler llevaba sirviendo helados y cafés desde las tres. Estaba totalmente agotado. Era alguien con mucho potencial, y lo estaba tirando literalmente por el retrete. El dueño de la cafetería lo explotaba, y no le importaba. Heler, por su parte, estaba ya cansado de enviar solicitudes de becas a todas las universidades de Berlín, pero no desistía. Era soñador y esperanzado, y tenía la extraña certeza de que iba a conseguir la beca. No había razón para que no lo hiciera, pues era un chico muy aplicado, que sobresalía entre los demás respecto a su media en los estudios. No entendía por qué aún no lo habían cogido para ninguna beca cuando había enviado ya cerca de veinte solicitudes, y todas en Berlín. Algunas a la misma universidad. No tenía sentido. Heler despertó de su mundo cuando llegó a la mesa seis. — ¿Quieren algo más, señores? —preguntó con una sonrisa. —No gracias, puedes retirar los platos, y tráiganos la cuenta. Estaba agotado de aquella rutina, pero cogió los platos, los puso en la bandeja, y fue a la cocina a por la cuenta de los clientes. Además estaba el problema de Minna. Era una niña, sólo tenía quince años, pero creía tener alguna posibilidad con él. Le daba pena decírselo a la cara, pero no tenía nada que hacer al respecto. Puso con sumo cuidado los platos en el fregadero. No sería la primera vez que rompiese un plato y tuviese que costearlo con su propio dinero. Heler cogió un papel donde ponía el importe exacto, y salió por la puerta de la cocina en dirección a la mesa seis. Dio la vuelta acelerado y agarró unos batidos para la mesa ocho, que puso encima de su bandeja. A veces le entraban ganas de morir cuando trabajaba, pero luego veía las ganancias y, aunque fuesen pocas, se alegraba de seguir allí. ******

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Aquel local era realmente enorme. Muchísima gente llenaba el lugar, y se distribuían en mesas redondas y negras, en las que cabían unas dos personas. El escenario estaba cubierto por un telón azul marino que no tardaría en descorrerse para dejar ver a Los Escorpiones, pero hasta entonces, Nevin y Amara mataban el tiempo hablando y dando profundos sorbos a sus refrescos sentados en torno a una de las mesitas del local. —Bueno —comenzó a decir Amara tras darle el último sorbo a su vaso—, y ¿en qué juventudes estás? — ¿Juventudes? —Nevin pareció dudar un segundo antes de contestar—. Pues, lo cierto es que en ninguna. — ¿En ninguna? —Amara se sorprendió y se decepcionó a la vez. No podía sentir algo por alguien que no estuviese en las juventudes, era imposible—. Pero… Un sonido agudo y penetrante calló la conversación. Se apagaron todas las luces, y el telón se descorrió, dejando ver al grupo al completo. La batería, con un estampado de un escorpión, era dirigida por un hombre rubio de ojos claros estilizado y con una buena figura, y piernas fuertes y sólidas. Un hombre algo grande sujetaba con firmeza el saxofón. En la otra esquina, un chico algo más joven, se preparaba para tocar la guitarra, y, enfrente, estaba Eliza delante del piano, agarrando el micrófono con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía el pelo suelto en una inmensa cascada color castaño claro y los ojos pintados con una fina raya negra que enmarcaba el verde que los iluminaba. Vestía ropa apretada que resaltaba su figura de reloj de arena. Todos se levantaron y comenzaron a aplaudir, y Amara hizo lo mismo. — ¡Gracias por venir! Somos Los Escorpiones, y vamos a tocar algo de nuestra propia cosecha —dijo entusiasmada—. ¡Esperamos que os guste! Eliza miró a las teclas que parecían vibrar bajo sus dedos, deseosas de ser pulsadas. El baterista comenzó a marcar un sencillo ritmo con su instrumento, y se le unieron el saxofonista, el guitarrista y Eliza, que, además de tocar el piano, comenzó a cantar a un ritmo casi hipnótico. Las notas comenzaron a juntarse en la cabeza de Amara y formaron una melodía realmente atractiva; sin embargo, se dio cuenta de que la canción era una crítica a la SS, y eso le ofendió… y le asustó. —Lo hacen bien, ¿eh? —comentó Erika, que había llegado al lado de los otros dos chicos sin que se diesen cuenta—. Lo hacen con tanto sentimiento que hasta da miedo. Nevin miró a Amara durante un leve instante, pero esta se percató. No se molestó; al contrario, sonrió más de lo habitual.

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Pasaron las horas casi sin hacerse notar, y ya habían acabado de tocar, y en aquel momento Eliza estaba dando un pequeño discurso. Erika se había acercado al escenario, y Amara seguía en la mesita con Nevin. No hablaban desde que descorrieron el telón, pero entonces Nevin decidió romper aquel silencio entre ellos. —Amara, esta noche estás deslumbrante. Amara se ruborizó por dentro, pero para evitar que aquel sentimiento saliese al exterior, fingió un gesto de enfado — ¡No quiero decir que no lo estés siempre! Ay, qué mal se me da esto… Esta vez Amara lo miró, y parecía extrañada. Nevin estaba totalmente rojo, y parecía debatir consigo mismo en su mente para dar el siguiente paso, que ni él sabía cuál era. Se serenó, y se acercó a su compañera. Estaban tan cerca que podían sentir la respiración del otro. Amara se encontró como en un sueño, de repente. —Amara, por favor, no me pegues por lo que voy a hacer ahora… — ¿Qu…? Nevin se acercó más y le besó. Amara, sorprendida, levantó la mano para apartarle, pero no fue capaz. Quería dejarse llevar por aquel beso, quería disfrutarlo. Y así lo hizo. Bajó la mano y el momento se hizo eterno. Amara creyó estar flotando en una nube, hasta que comenzó a oír, sin darse cuenta, el discurso de Eliza, que le erizó el pelo, haciéndola regresar y separarse de Nevin. — ¿Y sabéis lo que opino yo? ¡Que los de la SS ya han hecho demasiadas atrocidades! ¡Así que se pueden meter su poder por…! — ¡La pasma! ¡Todos fuera! —gritó el guarda de seguridad, sin dejar a Eliza terminar su discurso. Eliza frunció el ceño, preocupada. — ¡Todos por la puerta trasera! ¡Entrad por el escenario, y al final hay una salida! Todos comenzaron a correr en esa dirección, gritando. Aquel local se había convertido, repentinamente, en un gallinero lleno de gente asustada, que corría hacia un mismo lugar. Erika llegó a la mesa donde estaban Amara y Nevin, desconcertados, y tiró del brazo de su amiga. — ¡Amara, corre! ¡Alguien ha llamado a la pasma, y te aseguro que no dudaran en disparar!

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—Pero… — ¡Corre! La puerta se abrió súbitamente y apareció una multitud de hombres vestidos con el uniforme de la SS y cargados con armas de gran calibre. Comenzaron a disparar al aire para asustar y a esposar a la gente que conseguían coger. Amara se sentía como una perdiz huyendo del cazador, y sabía que no tardarían en comenzar a atacar a la gente, pero era incapaz de reaccionar. Erika tiró de ella con todas sus fuerzas, y la empujó al escenario, para salir de allí. ****** Eliza estaba inclinada observando, desde detrás del edificio, como los agentes de la SS se marchaban con más de siete detenidos. Los que habían conseguido coger. —Menos mal que no os ha pasado nada chicas… —suspiró mientras miraba a Erika y Amara—. Vosotros estáis bien, ¿no? —masculló lanzando una mirada suplicante a su grupo. —Faltaría más. —Hace falta mucho más que esto para acabar con nosotros, Eliza. La joven sonrió y soltó aire, aliviada. —Siento todo lo que ha pasado, será mejor que volváis a casa. Espero que por lo menos os hayan gustado las canciones. El hombre de la barra tenía las encuestas, las habéis rellenado, ¿no? —Sí, no te preocupes —respondió Erika—. Amara, vamos. Me he dejado las gabardinas dentro, y no creo que sigan ahí. Tendremos que ir sin ellas; aunque está oscuro y nadie se dará cuenta. —No te preocupes, vámonos ya, por favor… Se despidieron de Eliza y anduvieron en silencio por las calles vacías. Tuvieron que dar un rodeo más largo para no toparse con los coches de la SS, pero no les importó. El silencio era lo único que impregnaba el aire en aquellos momentos. Amara no dejaba ver ningún sentimiento, y eso incomodaba a Erika. Estaba callada y mirando al suelo, y llevaba así desde que habían comenzado a andar. Parecía en otro mundo, y su amiga no lo aguantó más.

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—Amara, lo siento mucho, no esperaba que esto pasase. Pero tranquila, no te han podido reconocer, no han llamado a tus padres ni nada. Siento tanto que… —No te preocupes, no pasa nada —dijo cortando la conversación de su amiga. —Sí pasa, estás mal y lo siento. —No estoy triste, sino pensativa. Y si estoy así no es por eso. Amara no levantó la vista ni un segundo. — ¿Entonces? —Erika dudó un instante—. Ya sé por qué es… Te preocupa Nevin. Tranquila, a él tampoco han podido cogerlo. Yo miré con Eliza y no estaba entre los detenidos. —Me besó, Erika. Me ha besado y no he sido capaz de quitarle la cara de una bofetada. Erika se quedó boquiabierta y no pudo evitar quedarse parada, aunque su amiga pareció no verla y siguió hacia delante. Recobró el ritmo y la alcanzó. — ¡Me alegro mucho por ti! —gritó entusiasmada, intentando modular el tono de voz para no llamar la atención— ¡Eso no tiene nada de malo! —Erika, no sé qué me pasa. Me siento rara cuando estoy con él. Me preocupo por mí misma. —Eso es normal. Eso tiene un nombre, ¿sabes? Se llama estar enamorada. — Erika Sonrió. —Eso es lo que me preocupa. No quiero hacerle daño ni hacerme daño, pero no puedo enamorarme, ¿entiendes? No puedo salir con nadie. —Pero ¿por qué? —Por dos razones. En primer lugar, no podría tener suficiente tiempo para él por estar con las BDM, y no pienso renunciar a estar con las juventudes. “Cómo no, las BDM son lo primero y lo único en tu vida”, pensó Erika. No podía soportar ver cómo su mejor amiga echaba a perder tantas cosas importantes de la vida de una adolescente, y de una persona en general, por una estúpida organización de chicas. —En segundo lugar… estas cosas nunca acaban bien —susurró entre suspiros— . Hay dos posibilidades; o no sirvo para esto y Nevin lo acaba pasando mal, o yo misma

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lo paso mal, y no me quiero arriesgar por alguien que acabo de conocer. No estoy dispuesta a ello. Sin darse cuenta, habían llegado a su calle y Erika se vio obligada a despedirse y entrar en su casa. —Amara, sólo quiero que hagas lo que te hará más feliz, y es esto. Es estar con él, y lo sabes. —Metió la llave en la cerradura—. Espera un momento, que te traigo el uniforme que dejaste en mi cuarto. Amara estuvo esperando quieta y en silencio, tras ver como su amiga desaparecía tras su portal. Sentía que las opciones se agolpaban en su mente, queriendo salir y ser elegidas como la mejor opción, pero no sabía cuál debía escoger. Erika cruzó de nuevo la puerta y le tendió su uniforme doblado y sus zapatos. —Buenas noches, nos vemos mañana —se despidió en un tono más seco de lo habitual en ella. Amara anduvo hasta su casa, y entró, derrotada. Subió las escaleras a toda prisa evitando ser vista por sus padres. Se quitó la ropa de su amiga y la guardó oculta en una caja bajo la cama. Se dirigió a la ducha, y decidió dejar que los pensamientos se evaporasen y desapareciesen bajo el agua caliente de la ducha. ****** Minna llegó a su casa agotada. Había pasado toda la tarde escribiendo y le costaba hasta respirar. Entró en la cocina a por un vaso de leche, y se encontró con que su padre había vuelto ya, y tenía visita. Era un hombrecillo algo endeble a simple vista, y parecía asustado. Decidió saludar a su padre y salir de la sala para no molestar, pero en cuanto cruzó la puerta escuchó algo que le llamó la atención. —Entonces, ¿estás seguro de que es una familia judía? —preguntó su padre al invitado. Tras esto, Minna no pudo evitar sentarse en la escalera a escuchar en secreto a un par de metros de distancia. —Sí, sí. Aunque no los he visto ni sé exactamente quienes son… —Pero sabes sus nombres, ¿no? —Sí, sí. Se han escondido bajo los nombres de Giselle, la madre, Hahn, el padre, y el hijo es Nevin. Minna abrió mucho los ojos, sorprendida.

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— ¿Apellido? —Löwe. Se sorprendió más aún. No podía ser. Nevin Löwe, el nuevo, el “amigo especial” de Amara. Minna reparó en esto un segundo más. Mientras lo meditaba, escuchó cómo su padre se levantaba y corrió en silencio hacia arriba, para no ser vista. —Gracias por haber llamado voluntariamente —se despidió Faber mientras abría la puerta de entrada. —Gracias a usted, por escucharme y dejarme estar en su casa. —Todo un placer. Ambos sonrieron, y el hombre salió deprisa sin mirar atrás. Debía de estar asustado. Faber regresó a la cocina, y Minna permaneció en su sitio un buen rato, meditando. Ya sabía cómo iba a complicar la vida de Amara. ****** Amara bajó a la cocina, limpia de maquillaje y con su pijama de siempre. Esperaba encontrarse a su madre fregando, pero no fue así. Estaba sentada en la mesa, frente a su padre, que por una vez no estaba borracho, y eso le chocó. Ese día se había roto la rutina, y no sabía por qué. Su madre se percató de su presencia e intentó fingir una sonrisa. —Madre, padre… ¿qué ocurre? —Nada. ¿Por qué lo preguntas? —fingió la señora Rosenbauer. —No mientas a la niña, no es tonta —respondió su marido, que hundió la cara entre las manos. — ¿Qué es lo que pasa? —preguntó cada vez más asustada. — ¡Que estamos perdidos, eso es lo que pasa! — ¿Qué… qué quieres decir, padre? — ¡Estamos sin dinero, ¿te enteras?! ¡Me han quitado el dinero del paro a partir de ahora porque les ha dado la gana a esos hijos de perra!—gritó. — ¡Pero bueno! —interrumpió su mujer en un ataque de furia, que sorprendió a Amara tanto como la preocupó—. ¡Que es tu hija, modérate!

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El hombre se levantó, serio. —Amara, vete a tu cuarto —ordenó. No se le ocurrió rechistar, y fue asustada a su habitación, temerosa por su madre. Se quedó a mitad de camino, en la escalera, y oyó perfectamente cómo su padre abofeteaba a su madre y la dejaba en el suelo, mientras el andaba, tranquilo, en dirección al sofá. “Se acabó la discusión”, pensó el señor Rosenbauer mientras se tiraba cuan largo era y encendía la radio. Amara subió a su cuarto y suplicó que no le hubiese hecho mucho daño a su madre. Desde dentro de su habitación pudo oír los pasos cansados de su madre, que subía hacia su dormitorio, desistiendo y rindiéndose. No podría discutir más contra su marido, así que abandonó la batalla y, probablemente con demasiadas heridas de guerra, se encerró en su cuarto. Su hija comenzó a notar como la pena y el sentimiento de amor hacia su madre la invadían, pero los abandonó, pues supo que no tenía nada que hacer por ayudarla, así que apagó las luces y entró en la cama. Nada más cubrirse con las sábanas, comenzó a oír los ronquidos de su padre resonando por toda la casa, y un ruido que le resultó muy familiar. “Clac, clac, clac…”. Se levantó deprisa y abrió la ventana, sin saber muy bien lo que hacía. Nevin saludó desde abajo sonriente. Amara no pudo evitar soltar un suspiro de alivio al comprobar que no le había pasado nada en el local. — ¿Qué haces aquí? —gritó entre susurros. —Hoy ha quedado algo por zanjar entre nosotros, con eso de que alguien llamó a la policía. —No deberías haberme besado. —Pero quería. —Se encogió de hombros. Amara dudó. —Espera, ahora bajo. Repitió sigilosa el mismo recorrido que el día anterior y se encontró con Nevin. Él intentó envolverla en un abrazo, pero ella se revolvió y lo esquivó. — ¿Por qué haces eso? —preguntó cruzándose de brazos. —Porque no estamos juntos, y no sé si quiero que pase. —Amara, no puedes negar que sentiste algo en el local. —No he dicho eso, pero…

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—Amara, por favor —suplicó mientras jugueteaba con su pelo—, no me hagas sufrir así. —No estoy segura —murmuró asustada— de si es lo mejor… No quiero hacerte sufrir. —Si dices eso —susurró mientras acercaba peligrosamente su cara a ella— es señal de que no lo vas a hacer. Nevin volvió a besarla, y esta vez no pudo evitar dejarse llevar. Nevin la envolvió en un abrazo, y ella se dejó querer, por primera vez en su vida. Nevin se separó, se agachó y cogió algo que tenía escondido tras él. —Entonces… ¿quieres salir conmigo? —preguntó mientras le tendía una hermosa rosa roja. Amara no contestó, simplemente le besó, aunque con miedo. Ese mundo era nuevo para ella, y no sabía cómo iba a encajar en él. ****** Habían quedado todos en la estación a las siete de la mañana para coger el tren a Brandemburgo. Todos, chicos y chicas, estaban allí, juntos, aunque evitaban mezclarse por las miradas de los profesores de gimnasia y las monitoras de las BDM. Minna se acercó a Amara, sorprendiéndola, y le apartó del grupo para hablar con ella. — ¿Qué quieres, Minna? —preguntó de forma seca y tajante. —Quiero un helado, un masaje de pies y llegar a Brandemburgo ya y en primera clase, pero no es por eso por lo que estoy aquí. Tengo que hablar contigo. — ¿Conmigo? —Sí, contigo, Amara. Verás, como sabrás ya de sobra, mi padre está en la Gestapo. — ¿Para eso me llamas? —Tú espera y escucha. Ayer fue un hombre a declarar acerca de una familia judía de la zona y yo escuché la conversación sin querer, y el caso es que no vas a poder creerte cómo se llamaba uno de los integrantes de la familia judía. —A ver, sorpréndeme —dijo sin fingir ningún tipo de emoción. —Nevin Löwe. Amara calló un segundo.

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—Minna, me odias desde siempre. ¿Por qué tengo que creerme esta historia y no pensar que te la has inventado para que yo lo pase mal? Lo que no sé es cómo te has enterado de lo nuestro. —Sólo lo sospechaba, gracias por confirmarme las dudas. Pero escucha bien, yo ya te he advertido. Ese chico es judío, y tú debes creerme o lo pasarás mal. — ¡El tren acaba de llegar, todos dentro! —avisó Krause, coreada por Eliza, Bär y el profesor de gimnasia de los chicos. Minna lanzó un beso al aire como despedida y fue corriendo a subir al tren con sus amigas Sarah y Alicia. Amara se quedó pensando un segundo. En el fondo, había conseguido sembrar la duda en ella.

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CAPÍTULO 4 El ruido del tren era lo único que lograba acallar la fuerte y entrecortada respiración de Amara, que denotaba tantos sentimientos juntos que era difícil de clasificar. Estaba sentada junto a Erika, que dejó de ojear por la ventana para preguntarse por qué Amara no dejaba de mirar al suelo y respirar de aquella manera. —Amara, ¿te encuentras mal? No hubo respuesta por parte de su amiga. Seguía inmersa en su mundo con la cabeza gacha. —Oye, al final no me contaste qué ocurrió con Nevin —comentó probando suerte, intentando averiguar qué le pasaba. Amara levantó la cabeza un segundo y miró a Erika dudosa de qué contestar. Volvió a bajar la mirada. —Se supone que estamos juntos. — ¿Se supone? Amara frunció el ceño y levantó de nuevo la vista. Se echó hacia atrás en el sillón. —Erika —murmuró inintencionadamente—, ¿Y si un zorro estuviese saliendo con una gallina? — ¿Qué? —preguntó realmente extrañada. —Todos los zorros del grupo, incluidos sus padres y amigos, persiguen, matan y devoran a las gallinas, y uno de los zorros se ha enamorado de una gallina. ¿Qué hace entonces? Le han educado para que las persiga y las mate, pero no puede hacerlo con su gallina. Se ha enamorado. ¿Qué debe hacer? Aunque él no quiera verlo, sigue siendo sólo una gallina. —Amara, estás delirando. ¿Seguro que no estás mala? ¿Te duele la cabeza? — ¿Y si yo fuese el zorro y Nevin la gallina? —Amara, no te entiendo. Amara miró a todos lados asegurándose de que no la oían. Aquel vagón del tren estaba abarrotado de chicas de su edad en una mitad, y chicos en la otra. Pudo advertir la mirada sonriente de Nevin, que no sabía lo que le había contado Minna, en algún asiento y notó una punzada de dolor en el estómago.

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—Erika, Minna me ha dicho que es judío. Su amiga se quedó sin palabras, boquiabierta. —Nevin puede ser judío, y yo… yo puedo ser el zorro. Me han educado para que rehúya a los judíos, para que los denuncie e incluso para que los odie, y yo he aceptado esa educación porque es la que me parece mejor. —No tiene por qué ser cierto. A lo mejor es una simple calumnia de Minna para quitarte la felicidad del momento. —Ya, pero ¿y si lo es? ¿Y si resulta que es verdad? — ¿Has hablado con él? —No, no me atrevo… Me da miedo tener que elegir entre mis ideas y él. —Cualquier educación o ideología que te ponga en esta situación no merece la pena, Amara. Entiéndelo. Es humano, y tú también. Y punto. —Erika, tú no lo entiendes… Erika se levantó de su asiento. —Es cierto, no lo entiendo. Erika anduvo por el pasillo del tren sin una dirección fija. Sólo necesitaba andar y despejarse un poco. —Erika —la llamó su profesora desde su asiento. La chica se acercó. — ¿Qué ocurre, Eliza? — ¿Qué ha ocurrido con Amara? — ¿Cómo…? —Desde aquí se os ve discutir, así que no intentes engañarme. —No sé si debo contarlo —dudó. —Erika, sabes que puedes confiar en mí. —Eliza se levantó y le puso una mano en el hombro—. Siempre lo has hecho, aunque sea tu profesora. Erika la miró con cara de tristeza y duda, y accedió.

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—Siéntate, no hay nadie en este asiento —ofreció mientras señalaba el lugar vacío al lado de ella—. Seguro que te quedas mejor después de contármelo. —Eliza, por favor, confío en ti. No puede enterarse Amara de que te lo voy a contar, y Nevin, obviamente, tampoco. —No tienes de qué preocuparte. Erika comenzó a pensar que, si Amara se extrañaba por su ausencia, podría ir a buscarla y encontrársela contándole todo a su profesora, pero despejó sus temores al darse cuenta de que, tras discutir con ella, su propio orgullo se impondría y evitaría que quisiese verla, y menos buscarla. —Resumiendo todo el tema, lo que ha ocurrido es que Minna ha ido con el cuento a Amara de que… Bueno, de que Nevin, su novio… — ¿Novio? Pero ¿Amara tiene novio? —Pues sí, aunque parezca imposible. Pero eso no es lo que te quería contar. Es algo mucho peor. Minna dice que Nevin es de familia… — ¿Pobre? —No, no es… ¡Oye! ¿¡Y qué tiene eso de malo!? —se alteró. —Teniendo en cuenta cómo es Minna… no me extrañaría que le dijese eso. — Se encogió de hombros. —Pues te equivocas. Es algo, obviamente, mucho peor. —Erika se acercó al oído de su profesora y susurró—. Es de familia judía. El silencio y la cara de Eliza al recibir la noticia eran las únicas cosas que los sentidos de Erika percibían en aquel momento. Se había quedado total y absolutamente sorprendida; y boquiabierta, también. —Pero es una mentira de Minna, ¿no? —preguntó deseando un “sí” como respuesta, y aún con la mandíbula algo desencajada. —Eso espero, pero no tengo la certeza de que sea así. —Estoy segura de que es otra artimaña de Minna para hacerle la vida imposible —“Aunque si fuese cierto…”. Eliza no cesaba de imaginar qué ocurriría si no fuese un truco sucio. Si fuese verdad, Amara se vería en una situación realmente complicada, que sólo debería acabar de una manera… y sería rompiendo con Nevin.

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Ambas permanecieron en silencio. Erika sólo deseaba que Amara no hablase durante el resto del camino. No tenía ni idea de cómo enfrentarse a ella si volvía a iniciar una discusión. En efecto, Amara permaneció silenciosa mientras el resto de sus compañeras charlaban alegres en otros asientos y reían, pero ni ella ni su acompañante quisieron unirse al resto de las chicas, y el viaje se les hizo eterno a ambas. Erika sólo sabía cruzar y descruzar los brazos y esbozar una triste media sonrisa las pocas veces que su amiga le miraba, y ésta parecía inerte. En ocasiones, Erika dudaba que estuviese respirando. Por fin llegaron a la estación y se acabó la tortura para las dos. Nada más bajar del tren, tuvieron que subir en un autobús que les llevase a las pistas. Amara apenas se esmeró en levantar la cabeza para observar el paisaje. Estaba demasiado concentrada en sus cosas como para hacerlo. El viaje se le hizo eterno y, cuando por fin llegaron a las pistas de atletismo sobre las doce de la mañana, todos los chicos y chicas fueron a ver la zona de competición a realizar pruebas de velocidad hasta que empezase la verdadera competición, excepto Minna, Erika y Amara, que fueron a prepararse para la carrera, que tendría lugar una hora más tarde. Amara estaba desganada, y sólo podía pensar en Nevin. Estaba sentada en una de las banquetas del vestuario, cambiándose la falda y la camisa por el cómodo uniforme deportivo. El lugar estaba lleno de chicas de diferentes lugares de Alemania. Todas decididas a ganar el oro. El premio, además de la medalla, era una subvención para el grupo de BDM al que perteneciese la ganadora, por lo que la mayoría de las allí presentes trabajaban bajo una gran presión gracias a sus monitoras. Erika terminó de colocarse los zapatos y se acercó a Amara. —Vas a perder la competición si sigues así. — ¿Si sigo deprimida porque resulta que mi primer amor es un judío? — ¡Todavía no sabes si es judío! —Erika se frotó una mano—. Mira, intenta distraerte con la carrera y no pensar en eso durante unas horas. Quizás así se te aclaren las ideas. —No sé si voy a ser capaz de competir. —No puedes hacer eso. No te permitirán retirarte de la carrera. Erika parecía muy preocupada. Si Amara no se veía capaz de competir, era que realmente estaba mal. Se preguntó hasta qué punto le gustaba Nevin, y hasta qué punto creía en lo que Minna decía.

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—Si estuviese enferma, ¿me dejarían retirarme? —Pero ¿por qué quieres retirarte? —No voy a ser capaz de correr bien así, y no quiero quedar en ridículo. — “Además de que sé que Nevin iría a verme a enfermería si me pusiese enferma”, pensó. Erika dudó un segundo. Con un gesto, le pidió que le siguiese hasta un sitio apartado de las demás. —Si de verdad es lo que quieres, me aseguraré de que vayas directa a la enfermería. Si hubiese sido otra persona, habría pensado que quería hacerle daño o que aquello era una amenaza, pero tratándose de Erika, Amara estaba convencida de que iba a enseñarle alguno de sus trucos. ****** Todos los alumnos estaban sentados en primera fila, y, las alumnas, en segunda fila. Habían pasado una hora corriendo y haciendo divertidas pruebas tanto de velocidad como de resistencia, y ahora les tocaba observar cómo competían sus compañeras. Estaban esperando a que saliesen las competidoras, pero entonces, Erika apareció sola y se acercó a una de las juezas. Le dijo algo, y esta corrió hacia el interior de los vestuarios. La mayoría se quedaron extrañados, aunque otros no estaban ni prestando atención a lo que ocurría. Nevin se levantó entrecerró los ojos intentando ver mejor lo que pasaba, pero no lo logró.

La jueza entró en los vestuarios y vio a Amara tirada en el suelo, agarrando fuertemente su gemelo derecho y a punto de llorar. — ¡Señorita Rosenbauer! ¿Qué le ocurre? —preguntó alterada. — ¡Me ha dado un tirón muy fuerte! —sollozó—. ¡Me duele mucho, y no puedo andar! Con cuidado y con la ayuda de Erika, la jueza levantó a Amara.

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—Llevémosla a enfermería. —La jueza miró a Erika—. Señorita Engels, ayúdeme. La llevaremos a que la observe la doctora y en cuanto volvamos comenzará la competición. Me temo que ella… —Hizo una pausa—, no podrá competir. “Perfecto”, pensó Amara, sonriendo por dentro, mientras por fuera no hacía más que sollozar y quejarse del dolor. La única salida de los vestuarios era a través de las pistas, por lo que tuvieron que escoltarla por allí.

Desde las gradas, todos vieron salir a la misma jueza que entró acompañada de Erika y cargando con una muchacha que cojeaba. Nevin se levantó de nuevo. No estaba muy lejos, por lo que pudo distinguir el rostro de Amara caído y con gesto de dolor. Sonrió. “No sabe mentir”, pensó. Se levantó rápido de su asiento y puso rumbo a la enfermería. No sabía dónde estaba, pero se limitó a seguir a las chicas desde una distancia prudente. Entraron en un modesto edifico, que probablemente albergaría también cuartos de baño, y cruzaron una puerta blanca. Nevin entró en los servicios.

—Enfermera, esta chica tiene una lesión en un gemelo. Una señora algo rechoncha se dio la vuelta y las miró con una cara amable y preocupada. — ¿Qué te ha pasado? —preguntó preocupada con voz de bonachona, mientras se acercaba a Amara. —Enfermera, tenemos una competición y debemos empezarla. Ya vamos con retraso, ¿podemos irnos y dejarte a la señorita Rosenbauer aquí? —Por supuesto, yo la cuidaré.

Nevin observaba desde el baño cómo Erika y Eliza salían de la sala de enfermería. Creyó ver que Erika se giraba y le sonreía, pero pensó que eran imaginaciones suyas y siguió observando.

La enfermera había realizado algunas pruebas, y Amara se había limitado a quejarse cuando le tocaba.

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—Amara, no es nada grave, sólo tienes que reposar y dejar que el músculo se relaje. Te voy a dejar descansar tranquila hasta que acabe la carrera. Estaré en la habitación de al lado —dijo mientras señalaba la pared—, así que, si necesitas algo, llámame con un grito. —La enfermera le guiñó un ojo, y salió de la habitación.

Nevin seguía apoyado en el marco de la puerta, vigilando alerta, esperando un momento concreto para entrar con Amara. “Mi novia”, pensó. “Suena bien”. Un par de minutos más tarde, vio cómo la enfermera salía y se metía en la habitación contigua. Esperó un minuto, para comprobar que se quedaba ahí, y salió de su escondrijo. Se alisó la camisa con la mano, y entró sigiloso en la sala donde se encontraba Amara. La vio tumbada sobre una camilla, mirando al techo. Nevin sabía que se había dado cuenta de que estaba allí, pero no le había mirado ni un segundo. Seguía con la vista fija en el techo. —Hola —susurró el chico. Amara no contestó. — ¿Estás enfadada? Silencio de nuevo. — ¿Qué es lo que te ocurre? —No sé si debería decírtelo, me da miedo que te enfades. —Nunca me enfadaría, pero es obvio que algo te preocupa y quiero saberlo. Amara estaba realmente confundida. —Verás… Sé que te va a parecer una tontería, pero realmente me ha hecho entrar en duda algo que Minna me ha dicho. También sé que soy una melodramática, y que he montado un drama para que probablemente me digas que es mentira, pero Minna dice que… Bueno, que tú y tu familia sois judíos. Nevin guardó silencio; un silencio que Amara interpretó equivocadamente. — ¡Si ya sabía yo que era una tontería! ¡No me mires así, hombre, que es el fondo siempre supe que no lo eras! —Amara rio—. ¿Cómo se me ocurre? Si era obvio que Minna sólo quería fastidiar. Y por esto me he perdido la carrera… Lo siento, ¿eh? —Amara… No sé cómo se ha enterado, pero…

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—Oh… no… —Amara tartamudeó. Comenzó a marearse y todo le daba vueltas. Recordó una ocasión en la que llamó “basura” a los judíos y se rió de ello con sus compañeras. Aquella vez opinó que sólo estaban allí para mandar a la deriva a su querida Alemania. Le vinieron a la cabeza todas las reuniones con las BDM y las ocasiones en que sus profesoras enumeraban motivos de sobra para aborrecer a una raza claramente inferior; sin embargo, Nevin no parecía ser así. Era atractivo, fuerte, inteligente, agradable… y judío. Esa palabra no hacía más que resonar en cada rincón de su cabeza. Se tapó la cara con las manos. Se sentía estúpida creyendo que así podría huir de lo que tenía delante de sus ojos, pero era lo único que podía hacer para darse unos segundos de descanso ante aquella situación. —Amara, escúchame bien; lo soy, sí, no te voy a obligar a aceptarme como soy, pero te quiero. Necesito que sepas que no te voy a dejar escapar fácilmente si me dices adiós. —Oh, Dios… Eres judío… —Amara se quitó las manos de la cara y dejó a la vista unos ojos llorosos. —Pero Amara, ya has comprobado que soy una persona normal. No tengo tantas diferencias contigo como creías que tendría un judío. E incluso he llegado a gustarte, no puedes negarlo. —Nevin sonrió y se acercó más a la camilla de Amara. Tenía una mano apoyada en el colchón y acercó la otra suavemente a la cara de la chica. —No sé si estoy dispuesta a renunciar a ti… pero tampoco sé si lo estoy a renunciar a todo lo que me han enseñado desde que tengo memoria —masculló girando la cabeza y alejando la cara de la mano del chico. Tenía lágrimas amenazando con caer de sus párpados. Nevin se acercó más y movió su cara suavemente, girándola hacia él. —No quiero perderte. Amara se incorporó, apartándose de él. —Veo que ya no te duele la pierna. —Nevin sonrió pícaramente. —Sí, bueno… —No sabes mentir, Amara. Me di cuenta nada más verte salir de los vestuarios. —No tenía ganas de competir. —Amara se secó las lágrimas con el antebrazo y estiró las piernas. Ya daba igual, pues Nevin lo sabía, y las tenía dormidas de no moverlas.

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—No comprendo cómo has conseguido que te crean. —Bueno, Erika se conoce de memoria los síntomas de todas las enfermedades y lesiones que existen. Sólo he tenido que hacer lo que ella me decía y quejarme cuando debía. —Se cruzó de brazos y giró la cabeza de nuevo. —Típico de ella. Nevin repitió el gesto y la forzó a mirarle un segundo, se acercó y la besó. Ella no se dejó llevar esta vez, y lo separó de un manotazo. — ¿Esto significa que estamos juntos de nuevo? —Mostró una sonrisa mientras se frotaba la mejilla que había recibido el impacto. —Esto significa que no deberías haberme besado. Nevin, necesito pensarlo. —Bueno, ya es más que nada. —Nevin encogió los hombros. —Ahora vete, quiero descansar antes de que acabe la carrera. —No quiero irme. Amara lo miró desafiante y, al comprobar que permanecía en su postura de no moverse, tiró la almohada al suelo. — ¡Enfermera, se me ha caído la almohada y no llego a cogerla! — ¡Ahora voy! —se escuchó desde el otro lado de la pared. Nevin sonrió, y salió de la habitación. Desde la entrada del edificio, pudo ver como la enfermera entraba en la sala donde estaba Amara y salía un par de segundos después. Podría volver a entrar con la chica y seguir hablando con ella, pero decidió marcharse, y volver con Erika al acabar la carrera. ****** Las chicas se agrupaban ordenadamente tras la línea de salida. Iban a correr por turnos, de seis en seis, y la prueba era de velocidad. Unos jueces cronometraban el tiempo que tardaba cada una en dar una vuelta completa. Ya habían pasado las cuatro primeras tandas de chicas, y ahora tocaba la última. Erika se encontraba, junto con Minna, entre las que formaban tras la línea blanca. La jueza sostenía un banderín en alto. —Preparadas… Listas… ¡Ya!

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Todas salieron a una velocidad inimaginable, y Erika iba en cabeza, muy seguida de una chica morena y demasiado corpulenta para ser del sexo que era. Corrían sin apenas pensar en lo que las rodeaba. Sólo tenían en mente una cosa: la línea de meta. Erika siguió en cabeza toda la carrera y, como era de esperar, llegó en primer lugar sin una gota de sudor cubriendo su despejada frente. La chica corpulenta llegó en segundo lugar, y Minna no fue capaz de subir del tercer puesto. Por desgracia para todos, sólo había subvención con el primer premio, y los dos siguientes eran una simple medalla. ****** Amara estaba aburrida dando vueltas en la cama, sin saber qué hacer. Miró un reloj que había colgado en la pared y calculó que ya estarían terminando de repartir los premios. Esperaba ver aparecer a Erika con uno de ellos. —Amara, ya han acabado las carreras —dijo la enfermera desde el pasillo. Entró en la sala y le realizó una serie de pruebas. Amara, siguiendo las indicaciones de Erika, no se quejaba, simplemente esbozaba alguna que otra mueca de dolor. —Parece que, afortunadamente, ha mejorado. Has tenido suerte, vas a poder ir a las actividades guiadas con el resto de tu clase. —Sí. —Amara sonrió falsa, pero amablemente a la enfermera. — ¡Amara, mira quién tiene la medalla de oro! —gritó alguien desde fuera. Amara sonrió, esperando ver a Erika entrar; y así fue. — ¡He ganado! Nevin entró en la habitación tras Erika, y dejó anonadada a Amara, pero no se molestó en echarle. —Entonces tenemos la subvención, ¿no? —Efectivamente —alardeó sonriente. Amara se levantó de la camilla simulando hacerlo con esfuerzo. Se apoyó en el colchón —Pues yo ya puedo andar. ¿Vamos con el resto de la gente?

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Erika actuó rápida y se colocó un brazo de su amiga por encima del hombro, para hacer como si le ayudase a caminar. —Gracias por todo —dijo Amara dirigiéndose a la enfermera. Salieron los tres de allí, y nada más cruzar la puerta del edificio Amara se enderezó y se separó un poco de Erika. Anduvieron por una especie de paseo ajardinado hasta llegar a la entrada de las gradas, donde se agrupaban todos sus compañeros y compañeras. Nada más llegar ellos, fueron con el guía a ver la ciudad de Brandemburgo. ****** Eran las once de la noche, y el tren estaba a punto de llegar a la estación de Berlín. Las únicas luces que decoraban aquel paisaje nocturno que se divisaba a través de las ventanas eran las de los faros del propio vehículo. Los alumnos ocupaban los mismos asientos que en el viaje de ida. Algunos se habían rendido al sueño, pero otros se resistían a ellos alegando que era viernes, por lo que esa noche podrían dormir más y querían quedarse despiertos el mayor tiempo posible. Todos los alumnos volvían con una muy buena opinión de la excursión de aquel día; todos menos Amara, que no sabía cómo clasificar la suya. Estaba, de nuevo, sentada mirando al suelo junto a Erika, que la miraba preocupada. Pero esta vez, la mirada de Amara no era de tristeza ni de preocupación. Era una mirada propia de una persona confundida. Erika no había abierto la boca en todo el viaje y decidió hacerlo entonces, aunque, a juzgar por la mirada de su amiga, ya sabía qué había ocurrido, pero no quería creerlo. —Hablaste con Nevin, supongo. —Sí... — ¿Hablasteis de lo de Minna? —Sí… —Es… judío, ¿no? —… Sí… Erika suspiró. Esperaba no tener que animarla a la vuelta, pero tuvo que hacerlo. —Amara, ya está bien de mirar al suelo.

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Amara se enderezó y la miró, más confusa todavía. —Amara, le quieres y se ve a la legua. Debes salir con él. —Si yo quiero, pero no es tan simple… —Te equivocas, es mucho más simple de lo que crees. Sólo tienes que dar un sí. —Pero… —Ni peros ni nada, Amara. —Erika parecía preocupada—. Si no vas tú y se lo dices, yo le diré que no le quieres y que se acabó la historia. — ¡No! —Entonces le quieres, ¿eh? Amara guardó silencio y volvió a mirar al suelo. —Amara, acabas de demostrar que quieres estar con él, así que deja de hacerte de rogar. De repente, se oyeron a las azafatas del tren anunciar que habían llegado a Berlín, y que bajasen con cuidado, sin dejarse nada en él. Todos bajaron en fila del vagón con las mochilas a la espalda. Las monitoras comenzaron el recuento típico para comprobar que no se había quedado ningún rezagado en el tren, y se dirigieron a la salida de la estación. Desde allí, cada uno se las tenía que apañar para regresar a casa. No era un camino especialmente largo hasta las casas de Erika y Amara, por lo que decidieron volver andando. Amara esperaba a su amiga en la puerta de la estación, cuando Eliza se acercó a ella. —Amara, ¿tienes un segundo? —Por supuesto, dime. —Verás… Creo que todos hemos notado que tienes algo con Nevin Löwe. Amara se mostró alterada inintencionadamente. — ¿Quién te lo ha dicho? —Nadie —improvisó—, simplemente se ve desde lejos. —Sí, pero…

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—Escucha muy bien lo que voy a decirte. No tienes que asustarte, pero ten muy claro quién es él. Cuando empiezas a salir con una persona, no sólo te comprometes con él, sino con todo lo que le rodea. Recuerda quién eres tú y quién es él. No olvides ni un solo instante de dónde eres, o te ocasionará multitud de problemas. Sólo es un aviso. Tras esto, Eliza se fue con las monitoras, dejando a Amara más confusa aún de lo que ya estaba. Parecía que sabía, o tenía sospechas acerca de que Nevin era judío. Entonces recordó que ella, siendo tan liberal como era, seguía siendo del partido, y le entró miedo. Miedo de que alguien pudiese delatar a Nevin y meterlo en un lio. —Ya podemos irnos, Amara —anunció Erika desde la puerta de la estación, mientras se acercaba corriendo a su amiga. —Erika, ¿le contaste algo a Eliza? La chica frenó en seco y dudó durante un segundo, atónita. — ¿Por qué lo dices? —No, nada… Por nada. ****** La mañana del sábado había transcurrido sin ningún sobresalto; una mañana tranquila en una reunión con las BDM. Había conseguido que Amara dejase de pensar en Nevin durante un par de horas. Les habían dado los cuestionarios y todo había pasado con normalidad. Ya estaba bien entrada la tarde y todas las chicas llevaban una media hora esperando la llegada de Schneider a la estación. Minna tenía el ejemplar de la revista que iban a entregar a Lara en la mano, y no permitía que nadie más la cogiese, pues le gustaba ser el centro de atención y quería dárselo ella misma. De repente, una comenzó a señalar y gritó. — ¡Es Schneider, es Schneider! Las chicas que se habían sentado, agotadas, se levantaron de golpe, y las pocas que seguían de pie desde el principio, se enderezaron. Habían decidido dibujar una pancarta para ella. Había un enorme “TE VAMOS A ECHAR DE MENOS” de colores, y el resto de la pancarta estaba repleto de dedicatorias de cada una de las chicas de su clase. Todas pudieron ver cómo Lara se inclinaba hacia delante y achinaba los ojos, intentando ver. Se irguió y se fue acercando. A medida que caminaba, las chicas comenzaban a distinguir una sonrisa en sus labios y lágrimas en sus ojos. Cuando llegó, las lágrimas que antes se escondían en sus párpados habían salido y formaban inmensos ríos en su cara. Estaba atónita, no podía creerlo.

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—Pero… ¿Cómo…? Antes de que pudiese continuar, todas comenzaron a gritar al unísono. — ¡Te vamos a echar de menos, profesora Schneider! El marido de Lara, que se había quedado algo más rezagado cargando con la maleta más pesada, llegó hasta el punto donde estaban todas, y vio cómo su mujer se echaba a llorar sin control y comenzaba a abrazar a sus antiguas alumnas, una por una. Finalmente, Minna le entregó el ejemplar de la revista. —Lee el titular en voz alta —sugirió Alicia, una de las gemelas. —“El corazón más grande de Alemania se lo lleva el tren con destino a Múnich”. Chicas, es… —Las lágrimas le asaltaron de nuevo antes de poder finalizar la frase. Se echó a llorar en el hombro de su marido, y algunas también comenzaron a llorar. Les apenaba tanto que su profesora se marchase. Habían logrado cogerle tanto cariño… —Señora Schneider —dijo Amara. Lara se fijó en que había dejado de llamarla “profesora”—, nunca se olvide de su clase, porque nosotras seremos incapaces de olvidarnos de usted. Lara abrazó a Amara y siguió llorando. A Amara le resbaló una única lágrima por la mejilla. La única que podía permitirse. Tras unos minutos de emotiva despedida, Lara tuvo que marcharse tras las puertas del tren con su marido. Todas sabían que le iba a ir de maravilla en Múnich. ****** Faber estaba, como de costumbre, sentado en su mesa de trabajo ojeando papeles. Separó la cara de los documentos y comenzó a juguetear con una pluma. Estaba absorto en su entretenimiento cuando llamaron a la puerta de su lujoso y espacioso despacho. —Señor, ¿está ocupado? Tiene visita. —Pero… hoy no esperaba visita. Dile que consiga una cita y… Antes de terminar, alguien entró por la puerta, rompiendo el silencio. —Ah, eres tú… Cierra la puerta y déjanos solos, Bauer. El hombre obedeció y, con una leve reverencia con la cabeza, salió del despacho.

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—Qué es lo que ocurre. El invitado tomó asiento sin preguntar y se echó sobre el escritorio, apoyando los codos y mirando a los ojos al señor Faber. —Creo que hemos ido demasiado rápido a la fase dos, no estoy seguro de que vaya a funcionar. Faber parecía pensativo. — ¿Has obtenido resultados positivos? —No. — ¿Y negativos? —Tampoco. —Entonces, ¿cómo puedes saber si la cosa ha ido mal? —Tengo mis razones. —Espera un par de días a ver qué ocurre. —Y ¿qué haremos si sale mal? —Nunca ha salido mal y no va a empezar a ocurrir ahora, ¿no crees? —Más vale prevenir que curar. Faber se levantó de su asiento y se acercó a la puerta. La abrió con una sonrisa forzada y se la ofreció al visitante con un gesto de mano. —Tengo mucho trabajo por hacer, si eso era todo lo que querías, aquí está la puerta. La verdad, no entiendo por qué te preocupa tanto este trabajo. El inquilino se levantó con cuidado y se acercó despacio a la puerta. La agarró con una mano y miró a la cara a Faber. —Y nunca lo entenderá. Se marchó y cerró la puerta tras de sí. Faber se quedó pensando en la última frase escuchada mientras miraba el rastro que había dejado su invitado. ****** Volvían de la estación cuando Alicia y Sarah las pararon inesperadamente.

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—Amara, ¿tienes un segundo? —Depende de para qué —contestó mientras comenzaba a andar de nuevo hacia delante. Las gemelas las adelantaron y comenzaron a andar de espaldas mirándolas a la cara. —Nos hemos enterado —anunció Alicia— de lo tuyo con Nevin. —Bueno, ya te habrá dicho Minna lo que ocurre con él, ¿no? —preguntó Sarah. —Y ¿a vosotras qué os importa? —contestó tajante Amara. —Verás, queremos advertirte de que no te espera nada bueno si sigues con él. Te recordamos que estas en las BDM, y nosotras sabemos lo que ocurre. Tú misma sabes cómo tratamos a la gente como él. No te conviene relacionarte con Nevin. — Sarah finalizó con una mueca de superioridad y se giró. — ¿Queréis advertirme o amenazarme? Las gemelas se miraron de nuevo y sonrieron pícaramente. —Un poco de cada. —Está bien, escuchad vosotras ahora. Lo que ocurre entre Nevin y yo es cosa nuestra, y las decisiones que yo tome no os incumben, ¿entendido? Sarah y Alicia la miraron asqueadas. —No nos hables así —reprochó Alicia—. Bueno, si es lo que quieres, adelante. Ya te hemos advertido. Las gemelas se marcharon girando en el primer cruce, en dirección a su casa, y Erika y Amara prosiguieron su camino. —Amara —dijo Erika tras un rato hablando en silencio—, quizás deberías tener cuidado con ellas. Recuerda que Minna es su mejor amiga, y su padre trabaja en la Gestapo. —Y ¿qué van a hacerme? —No hablo de ti, hablo de Nevin. Ellas son capaces de todo con tal de hacerte la vida imposible. Amara permaneció callada.

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—Ni siquiera le has dado un sí y ya están amenazando. Ten mucho cuidado. Sin darse cuenta, habían llegado a la casa de Erika. Frenaron delante de la puerta. — ¿Estás diciendo que debo decirle que no? —No, yo te apoyo y creo que lo mejor es que estéis juntos, pero te pido que tengas cuidado. Ahora me tengo que ir, creo que mi padre llegaba hoy antes y si no llego pronto me va a matar. —Erika sonrió y abrió la puerta—. Hazme caso, por favor. No te hagas la dura delante de ellas, preocúpate de cosas más importantes que tu imagen. Amara se despidió con un gesto y, pensativa, fue andando hacia su casa. La rutina había desaparecido desde hacía unos días. Su madre había conseguido un empleo de camarera en un bar porque a su padre habían dejado de pagarle el paro. Él seguía buscando trabajo; o eso decía. Amara seguía con sus cosas, y de vez en cuando recogía la mesa u ordenaba el salón. Aquella noche fue una de aquellas veces. Recogió la cocina después de cenar y ordenó el salón. Le gustaba hacer tiempo para poder estar despierta cuando su madre llegaba del trabajo, pero no siempre lo conseguía. Cayó rendida en el sofá nada más terminar de ordenar el salón.

Amara corría desesperada, huyendo de los árboles, del viento, del bosque y de su propia sombra. Lloraba por pura angustia. Sabía que en el interior del bosque había algo aterrador, pero no sabía qué. Huía sin saber a dónde con la vaga esperanza de que no se adentrase más en aquel infierno. De repente, tropezó y cayó al suelo, chocando contra un charco de lodo. Levantó la cabeza, asustada, y vio una mano que le era familiar. Era Nevin, tendiéndole ayuda. Amara agarró su mano, agradeciéndola con una sonrisa entre lágrimas. Comenzó a notar que le quemaba la mano. La apartó y pudo ver la Estrella de David grabada en su mano a fuego. Nevin comenzó a transformase, dando lugar al rostro de Eliza, que esbozó una malévola sonrisa. —Si estás con él, estás con todo lo que le rodea. Amara gritó y corrió, pero Nevin parecía flotar y consiguió alcanzarla. — ¡Vete! —gritó con desesperación y con la respiración entrecortada. Amara frenó en seco y sintió cómo sus pies se pegaban al suelo y era incapaz de moverlos. Nevin se le acercó y le puso una mano sobre el hombro. Ahora volvía a tener su rostro, pero sereno.

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—No huyas. No me temes a mí, sino a lo que te han enseñado que soy. — ¿¡Qué es lo que quieres!? —A ti. De repente se encontraban en su jardín. Ya no había sombras, no árboles siniestros, ni viento, ni lodo. Nevin tenía una rosa en la mano. —Juzga tú misma. Es cierto que soy quien crees, pero eso incluye momentos como este. Ahora despierta. Y no olvides lo que ha ocurrido. —Nevin sonrió afablemente y comenzó a difuminarse. Amara intentó cogerle la mano, pero ya era tarde.

Amara despertó súbitamente, sudorosa y casi llorando. Se encontró en el sofá, tapada con una manta. Debió de taparla su madre al llegar. Era aún de noche, así que se trasladó a su cuarto, pero no consiguió dormir en lo que quedaba de noche.

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CAPÍTULO 5: Amara se había pasado toda la mañana bostezando, y, cuando por fin abandonaron el local de las BDM, Erika se obligó a sí misma a preguntar. —Amara, ¿qué te pasa? ¿No has dormido? — ¿Tú qué crees? — ¿Sabes? A veces eres un poco borde. —Lo siento, no dormir no me sienta bien. —Amara terminó la frase con un amplio bostezo—. Por fin puedo bostezar a mis anchas. Con Krause mirando era imposible. Su amiga rió. —Bueno, y ¿por qué no dormiste? —Estuve pensando en Nevin. —Y, ¿decidiste algo? —Sí, que el amor es una mierda. Aparte de eso, nada. Erika se paró frente a su amiga y puso los brazos en jarras. —Amara, ya basta, por favor. Amara la apartó con la mano y siguió andando. — ¿Basta de qué? — ¡De fingir que aún no has decidido que le vas a decir que sí! Amara frenó en seco y le lanzó una fulminante mirada, típica suya. — ¿Que cómo lo sé? Se te ve a la legua, amiga. No finges bien. ¿Por qué no se lo dices ya? El pobre está esperándote. —Pero ya sabes lo que es. —Y sé que le quieres. Mira, vamos a la cafetería de al lado del cine, tomamos algo y hablamos, ¿vale?

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Amara y Erika siguieron andando unos minutos y llegaron al local. Se sentaron en una de las mesas de fuera y al momento fueron atendidas por un amable y joven camarero. —Bueno, Amara, te seré sincera. No te he traído aquí para hablar conmigo. — ¿Qué? Erika sonrió dulce y amablemente y señaló con una mirada la calle. Amara vio un chico alto y moreno andar hacia ellas, y, de repente, se dio cuenta de quién era y del plan de su amiga. —No me puedo creer que hayas avisado a Nevin —masculló con los ojos como platos. —Pues sí —dijo mientras saludaba sonriente, llamándolo para que fuese a la mesa—. Y ahora, voy a por un… vaso de agua, ahora vengo. Erika se despidió con una sonrisa y entró en el local. — ¿Adónde va ahora Erika? —preguntó Nevin sonriente mientras saludaba a la otra chica. Se sentó en la mesa junto a Amara y apoyó los codos en ella, sujetando la cabeza con las manos. —Hola —saludó Amara con una voz demasiado tímida para ella. El camarero llegó y dejó dos batidos en la mesa donde estaban sentados. —Traiga otro, por favor —pidió Nevin. El camarero se retiró con la bandeja y un cordial gesto agachando la cabeza, y el chico se giró de nuevo hacia su acompañante— . Bueno, Amara, creo que tenemos algo de lo que hablar. —No me puedo creer la conspiración que habéis organizado para que hable contigo. — ¿Qué conspiración? —Oh, venga, no te hagas el loco, por favor, que no soy tonta. —Está bien, está bien —se rindió—. Es que necesito aclarar las cosas. —Nevin cogió las manos de Amara en un cariñoso gesto y acercó su cara a la de ella—. Te quiero, Amara —susurró— y nada cambiará eso. No importa quién sea, sólo importa si tú me quieres a mí o no. Amara dudó un segundo, aunque en el fondo sabía exactamente lo que iba a hacer. Aprovechando lo cerca que estaban, le besó. Esta vez no era que hubiese

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permitido a Nevin besarla, sino que ella le había pillado por sorpresa y ahora era él quien debía dejarse llevar. Erika llevaba un rato observando a escondidas desde detrás de la puerta, y sonrió. Estaba convencida de que eso iba a ocurrir, pero no había logrado imaginarse la escena. Ahora que estaba frente a ella, se le hacía tan romántica.

Minna y las gemelas estaban cruzando la esquina que daba a la cafetería donde Heler trabajaba, charlando tranquilas, pero nada más dejar atrás la calle anterior y estar frente al local, todas callaron. Vieron dos figuras de pie, en una de las mesas, besándose tiernamente. Todas distinguieron a Amara y a Nevin. La expresión de asombro en el rostro de Minna se transformó en furia e impotencia. —No me ha hecho caso… Le han dado igual mis amenazas —gruñó apretando los puños. — ¿Seguro que es Amara? Estamos lejos y no podemos… —Cállate, Alicia. A veces me asombra que no hayas repetido curso. Minna estaba realmente furiosa y le daba igual todo menos Amara en aquel momento. No le importó que Alicia se sintiese ofendida. —Vamos a acercarnos, pero haced como si no los hubieseis visto, ¿de acuerdo? Ambas asintieron con la cabeza y comenzaron a andar charlando entre ellas. Minna estaba callada y con el ceño fruncido. Se sentaron en su mesa de siempre y esperaron a que Heler les atendiese. — ¿Sabéis qué es lo mejor? Que como su padre se entere es capaz de desheredarla, con lo mucho que apoya al partido —comentó Sarah entre modestas risitas. El rostro de Minna se transformó de nuevo; esta vez comenzó a sonreír con malicia. —Sarah, eres un genio…. — ¿Qué he dicho? —Es una pena que su padre vaya a enterarse y se les acabe este rollo “parejita feliz”, ¿no creéis? — ¿Piensas decírselo? —preguntó Alicia, algo asustada.

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—Ella es la que ha decidido no hacerme caso. Minna miró de reojo a la mesa en la que estaba sentada. Había tres personas, ella, Erika y Nevin. Los tres reían y charlaban, y pudo advertir cómo, en un momento, Amara y el chico se cogían de la mano y se miraban tiernamente. —Qué asco me dan… —masculló entre dientes. Las gemelas la miraron, pero hicieron caso omiso de ella nada más llegar Heler. — ¿Qué os sirvo? —Lo de siempre —pidió Minna, cambiando súbitamente de expresión y esbozando una sonrisa demasiado amplia para ser real. Heler cerró el cuaderno sin escribir nada en él, pues sabía de memoria lo que las chicas querían. Siempre pedían un batido de chocolate y dos de fresa. Era fácil de recordar. Se marchó con una sonrisa propia de camareros, dejándolas solas de nuevo. Desapareció tras la puerta y Minna miró de nuevo a la mesa en la que se encontraban Nevin y las chicas, pero ya no estaban. Miró en todas direcciones y los vio a punto de girar la esquina de la calle. Frunció el ceño y se levantó. — ¿Adónde vas? —preguntó Sarah extrañada. —Aquí tenéis el dinero de mi batido. Tomáoslo vosotras, yo me voy. —Minna dejó unas monedas sobre la mesa y, sin siquiera girar la mirada, se marchó tras Nevin y las chicas. Las gemelas se miraron extrañadas. — ¿Qué mosca le habrá picado ahora? —Ya sabes cómo se pone con todo lo relacionado con Amara. —Sarah se encogió de hombros. —Espera, no ha ido detrás de ella. — ¿Qué? —Ha girado en la dirección contraria. —A veces se vuelve tan paranoica que no sabe ni lo que hace…

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Minna estaba furiosa desde que vio a Amara y a Nevin juntos. En un principio se levantó para ir tras ellos, pero pensó que no solucionaría nada y giró en dirección a la casa de otra persona. Laura Schäfer. Su casa era realmente imponente. Aunque la familia no era especialmente adinerada, el edificio era enorme. Y eso que Laura era hija única, por lo que sólo vivían tres en una casa para siete. En la puerta reinaba una aldaba con forma de cabeza de águila. Minna agarró el aro sin intimidaciones y golpeó con fuerza la puerta. Los golpes resonaron por toda la calle. La puerta de madera tallada se abrió, y tras ella apareció una chica algo delgada y aparentemente endeble, junto a otra con mejor forma física. Eran Laura Schäfer y Anna Müller. — ¿Qué haces tú por aquí? —preguntó Laura. —Vengo a contarte algo que te interesará —comentó sin ningún tipo de rodeos. — ¿En serio has venido aquí sólo por eso? —No pensarás eso cuando te lo cuente. —La reina Minna con la plebe… Me interesa escuchar a qué se debe tal milagro. Pasa, pasa —ofreció a su visita apartándose y dejando espacio con una sonrisa. En el fondo, todos sabían que admiraba a Minna, aunque se hiciese la dura. Minna devolvió una arrogante sonrisa y pasó dentro. Sin indicaciones de ningún tipo, fue instintivamente al salón y se sentó. Laura simuló que no le importaba y se sentó en el sillón de al lado con Anna. —Bueno, ¿nos lo piensas contar o qué? Minna le lanzó una mirada de reproche. — ¿No vas a ofrecerme una bebida, un aperitivo, o algo? Laura resopló. — ¿Quieres una bebida, un aperitivo, o algo? —Sí, un vaso de agua, por favor. Laura contuvo la respiración un par de segundos y se obligó a contar hasta diez para no estallar allí mismo. “Admiras a Minna, no la odias”, pensó para sí misma. Fue a por la bebida, y, al regresar, Minna estaba totalmente recostada en el sillón. Dejó el vaso frente a ella y se sentó de nuevo. La chica dio un largo sorbo y lo depositó de nuevo sobre la mesa. Se secó el agua de la boca con el canto de la mano y apoyó los

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codos sobre la mesa, entrelazando los dedos de las manos. Se acercó un poco más a sus acompañantes. —Bueno, lo que os quería contar. —Sí, por favor —suplicó Anna, cansada de tantas tonterías por su parte, y sólo recibió una mirada de superioridad y arrogancia. Se calló y miró de nuevo al suelo. —Si es cierto lo que creo, así como los rumores que pululan por el instituto y las BDM, odias a Amara por ser el centro de atención de todos, ¿cierto? Laura titubeó un segundo. —Sí, se podría decir así. Minna arqueó una ceja y dibujó un gesto sonriente lleno de malicia. —Conozco una manera ideal para vengarte de ella y hacérselas pagar todas juntas. Laura no pudo ocultar que desde que mencionó a Amara había comenzado a prestar más atención, pero aquella frase consiguió que se separase del respaldo del sillón y agudizara más los oídos para oír cada una de las palabras siguientes. — ¿D-De qué se trata? —preguntó tartamudeando por los nervios. — ¿Conoces a Nevin Löwe? —Ah, sí. Es aquel chico tan guapo, ¿no? Sí, lo cierto es que lo he fichado. — Laura rió modestamente. —Tienes suerte de que ya esté pillado. — ¿Qué? —Todas las esperanzas de Laura se desvanecieron—. ¿P-Por quién? —Amara Rosenbauer. El odio de Laura creció un poco más. Cada cosa que hacía era como una gota de agua llenando una inmensa bañera. Gota a gota, la bañera estaba a punto de desbordar, y lo que acababa de oír no era una gota, sino un cubo de agua fría. —Y ¿cómo se supone que voy a vengarme de ella sabiendo eso? —Es que ahora viene lo mejor. Verás, ¿no le notas nada extraño a ese chico? —Extraño… ¿Como qué?

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—Su apellido, propio de cierta gente, el hecho de que no está en ningún grupo de juventudes, su forma de peinarse y de vestir… No son propias de alguien de aquí, ¿no? — ¿Adónde quieres llegar? —Nevin es de familia judía. Laura abrió mucho los ojos, al igual que Anna, que no había hablado en ningún momento, pero había escuchado toda la conversación, y se había quedado de piedra. —Pero… eso significa que… —Que Amara, siendo como es y teniendo el padre que tiene, está saliendo con un judío. Ahora Laura creía ver más claro a qué se refería Minna con lo de “vengarse de ella”. —Entonces, pretendes que le diga que sale con un judío para fastidiarle la relación, ¿no? — ¡Anda ya! ¡Si ella ya lo sabe! Laura se quedó todavía más confusa y sorprendida que antes. — ¿Cómo que ya lo sabe? —interrumpió Anna, por primera vez en aquella conversación, al darse cuenta que Laura se había quedado paralizada de la noticia. —Ella ya lo sabe, se lo dije yo esperando conseguir lo que tú misma has dicho, Laura. Pero no lo conseguí. Lo que significa que le quiere mucho, y que si, por algún casual la relación se fuese al traste, sería mucho peor para ella, ¿no? —Me he vuelto a perder —resopló Laura. Se echó de nuevo hacia atrás en el sillón y cruzó los brazos. — ¿Conoces a su padre? — ¿El alcohólico en paro? —Efectivamente. Sabrás, entonces, lo mucho que adora a su querido partido y todo lo que ello significa, ¿no? —Espera… tú quieres que le cuente al padre lo que pasa. Minna sonrió malévola y asintió, satisfecha.

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—Pero éste es capaz de matar a Nevin si lo pilla a solas por la calle. —No seas dramática, Laura. Lo único que hará será prohibirle a Amara volver a verle, gritarle y bajarla del pedestal de hija perfecta. Conseguiremos que deje a Nevin y que su padre la repudie. Además… si se diese el caso que tú has mencionado… ¿qué más da? Un judío menos del que preocuparse, ¿no crees? Laura rió. “Una pena que sea tan guapo”, pensó. —Entonces lo que quieres es que yo le cuente a su padre… ¿que su hija sale con un judío? —Exacto. —Y ¿por qué no lo haces tú misma? —Tú quieres vengarte, y yo no quiero mancharme las manos. Me da igual quién se lo diga mientras que alguien lo haga, y si puedo no ser yo, mucho mejor. — ¿Y eso por qué? —A ver, piensa un poco. Todos saben que odio a Amara, incluido su padre. ¿Por qué iba a creerme si le digo eso en vez de pensar que lo hago para hacerle la vida imposible a su hija? Sin embargo, poca gente sabe con certeza que tú la odias, y su padre creo que ni te conoce, así que no hay problemas, ¿no? ¿Puedo confiar en ti para esto? Laura dudó un segundo y sonrió. —Faltaría más. ****** —Bueno, parejita —sonrió Erika—, yo me quedo aquí. ¡Que os lo paséis bien! Habían llegado a casa de la chica tras un rato paseando, y, en todo el trayecto, la pareja no se había soltado la mano. —Podéis separar las manos, ¿eh? No os vais a perder ni nada por el estilo. — Erika rió y entró en su casa. Amara soltó, roja de la vergüenza, la mano de Nevin. —Yo también tengo que irme a mi casa, está aquí al lado. —Está bien, te acompaño.

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Los dos anduvieron unos segundos hasta llegar a la entrada del edificio. —Bueno, aquí me quedo. —Amara miró a Nevin—. Hasta mañana. —Hasta mañana. —El chico culminó la despedida con un romántico beso en el portal de su casa—. Nos vemos mañana. —Se despidió con la mano y, sonriente, se marchó. Amara suspiró feliz antes de abrir la puerta y entró. Aquel día su madre no trabajaba, por lo que esperaba verla en la cocina, pero, en lugar de eso, la encontró frente a ella, justo delante de la puerta. Le lanzó una pícara mirada y una sonrisita. — ¿Quién era ese? —preguntó sonriendo. —Era un… amigo —respondió sonrojada, deseando que se lo creyera. —Soy vieja, pero, precisamente por eso, no soy tonta. Venga, dime cuándo empezasteis a salir. —La señora Rosenbauer mostró una amplia sonrisa a su hija y esperó impaciente a que contestase. Amara suspiró, dándose por vencida. —Oficialmente, desde hoy. —Pues es bastante lindo. — ¡Madre! ¡¿Nos has estado espiando?! —la regañó fingiendo estar indignada. —Faltaría más. Es mi deber como madre. Y, bueno, ¿cómo se llama? —Nevin. —Bueno, pues me alegro mucho por ti. Buenas noches, cielo. La señora Rosenbauer se dispuso a subir las escaleras hacia su dormitorio, cuando Amara le agarró la mano instintivamente. —Madre… —Dime. —No se lo digas a mi padre. —Amara esbozó, inintencionadamente, una mueca de angustia. En un caso normal, no habría habido ningún inconveniente en que se enterase; pero tratándose de Nevin, si su padre se enteraba de quién era, les perdería para siempre. Tanto a su padre como al propio Nevin.

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—Bueno, está bien. Aunque no entiendo por qué. —Es difícil de explicar. Muchas gracias. —Amara soltó un suspiro de alivio—. Que descanses. —Igualmente. La señora Rosenbauer se marchó con una expresión confusa mientras su hija la observaba irse. Tras esto, se dirigió a la cocina y se preparó una cena sencilla. Mientras comía, sólo pensaba en Nevin. Dio el último bocado casi sin darse cuenta y recogió todo lo que había dejado en la encimera y en la mesa. Se marchó a su cuarto y fue directa a la cama. Necesitaba dormir, pues la noche anterior no lo había hecho. Cayó rendida al instante.

Lejos de la casa de Amara, Minna observaba a su padre cenar, con la imperiosa necesidad de contarle algunas cosas. El señor Faber la miró por quinta vez consecutiva y depositó cuidadoso la cuchara sobre el plato. —Hija, ¿te ocurre algo? Aquello había sido como el detonante para provocar que la chica lo contase todo. —Papá, el otro día te escuché hablando con un señor en la cocina sobre la familia Löwe. Su padre esbozó una mueca de disgusto. —A ver, qué es lo que has escuchado, señorita fisgona. —Pues lo he escuchado todo, pero eso no es lo que quería hablar contigo. Faber agarró de nuevo la cuchara y cató de nuevo la exquisita sopa de cebolla de su mujer, pero Minna se la arrebató y, con una mirada, le rogó, o le obligó, mejor dicho, a escucharla. —Escúchame, y escúchame bien porque te lo voy a decir una vez. Sé quién es Nevin Löwe. Está saliendo con una compañera mía y pienso hacer que su padre se entere. Faber la observó con una ceja levantada. —Minna, cielo, me parece muy bien que vayas a informar al padre de la chica de lo que está ocurriendo, pero no entiendo por qué me lo cuentas a mí.

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—Pues para que vayas a por esa familia, ¿por qué sino? Faber soltó una carcajada. —Teníamos localizados a los Löwe prácticamente desde que nos informaron de su existencia. Lo que ocurra con esa familia no es asunto tuyo, cariño, así que, a dormir se ha dicho. Minna resopló e, indignada, se marchó hacia su cuarto. En realidad, había sido más útil de lo que ella creía.

En su casa, cerca de la cafetería, Laura estaba tendida en la cama, mirando al techo, con los dedos entrelazados y las manos sobre la barriga. No cesaban los pensamientos acerca de la conversación con Minna. Venían como estrellas fugaces y se iban de nuevo, para volver después. En el fondo, a ella tampoco le hacía especial ilusión mancharse las manos con aquel asunto de Nevin, pero era cierto que odiaba a Amara y quería vengarse. “Si lo haces te lo agradeceré mucho. Quizás podamos quedar más después de esto”, había sugerido Minna. Esa era otra razón para hacerlo. Laura la admiraba, pero no sabía si estaba dispuesta a hacer tal cosa por ella. Se giró y puso las manos debajo de la almohada. Lo mejor sería dormir un poco. Se encogió y cerró los ojos. ****** Eran apenas las ocho de la mañana y Heler ya había llegado a la cafetería. Notaba cómo se le caían los párpados del cansancio, pero necesitaba trabajar. Llevaba demasiado tiempo sin hablarse con sus padres y, si se le hubiese ocurrido ir a pedirles ayuda, había dos posibilidades: que le echasen a patadas o que no le reconociesen. A pesar de todo, él nunca quiso pelearse. Sólo quería ir a la universidad, cosa que a su padre no le parecía bien. Su madre, sin embargo, nunca se metió demasiado en todo aquel tema. La echaba mucho de menos. Todos los meses, él enviaba cartas, pero ninguna traía respuesta, y eso le dolía lo inimaginable. De su padre se lo esperaba, pero su madre era otra cosa. No era el primer día que pensaba en ello, ni sería el último; de hecho, todos los días acababa llevándose a la cabeza aquellos malos recuerdos; pero aquella vez, quién sabe por qué, la suerte le sonrió algo más que de costumbre. — ¡Heler! —le llamó a gritos el dueño del local desde la puerta de la cocina. — ¿Qué ocurre? —preguntó mientras terminaba de subir las bebidas en una bandeja.

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—Tienes correo. No sé por qué lo han mandado aquí, pero asegúrate de que no vuelva a pasar o lo quemo, ¿entendido? Nos soy tu chico de los recados. El jefe de Heler se acercó y le dejó un sobre en la bandeja. Lo miró amenazante, y se marchó. El chico, extrañado, puso la bandeja sobre la cocina y miró el sobre. La dirección del remitente le resultaba extrañamente familiar. Lo abrió con las manos y sin mucho cuidado y comenzó a leer. “Querido Heler, Como sé que pasas todo tu tiempo en esa cafetería te envío la carta ahí, así la leerás antes. Quería decirte que tu padre está totalmente empeñado en que no te ayudemos, que ya volverás, pero yo no puedo hacer eso. Eres mi hijo y necesito saber que estás bien. Estoy escribiendo esta carta a escondidas. Es de noche y tu padre está dormido, así que estoy en el salón. Estoy recordando cuando te tumbabas conmigo en este mismo sofá y jugábamos juntos. Te daba igual a qué, pero siempre querías jugar conmigo. Bueno, no te escribo para decirte eso. En realidad lo hago para darte una muy buena noticia para ti. He mandado dinero a la universidad en la que estabas antes para pagar el tiempo que te queda por estudiar allí. Tienes una habitación reservada a tu nombre. Además, como ya sabes, allí se encargan ellos de tu mantenimiento, por lo que puedes dejar de trabajar. Siento no haberlo hecho antes, pero necesitaba tiempo para recaudar el dinero. PD: He leído todas tus cartas, pero tu padre no me dejaba contestar. Gracias por acordarte de nosotros. Con amor, Mamá.” Heler dobló de nuevo la carta y la dejó sobre la mesa con los ojos muy abiertos. Tanto tiempo partiéndose el espinazo por mantenerse, y ahora, de repente… Era una noticia estupenda, no cabía duda, pero Heler estaba demasiado sorprendido como para hacer notar su alegría. En aquel momento, mientras el chico miraba atónito la carta doblada, entró el dueño de la cafetería. Aquel hombre que lo había explotado sin piedad alguna durante tanto tiempo. — ¡Heler! ¡¿Qué demonios estás haciendo?! ¡Los clientes esperan! Heler le lanzó una mirada que, por primera vez desde que trabajaba allí, no decía “sí, señor”. Se quitó el delantal de camarero y se lo dio al hombre, sintiendo que se había quitado de encima gruesas cadenas. —Envíe a mi casa el pago de esta semana. Me largo.

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— ¡¿Qué?! ¡¿Cómo que te largas?! —Aquel hombre acababa de perder a su mejor fichaje y estaba comenzando a notar cómo la sangre se le subía súbitamente a la cabeza y le rechinaban los dientes. —No necesito seguir trabajando aquí. Que le vaya bien. Heler salió por la puerta de la cocina dejando a su antiguo jefe boquiabierto y solo. Caminando hacia la universidad para asegurarse de que era cierto, comenzó a recordar cada mal gesto, cada palabra mal sonante, cada mangoneo, que aquel hombre había llevado a cabo con el propio Heler como conejillo de indias, y sonrió. Por fin se había liberado de aquellas gruesas cadenas. ****** La señora Rosenbauer abrió agotada la puerta de su casa y miró el reloj que descansaba sobre la pared del pasillo. Marcaba las dos y media, si no le engañaba la vista. Su marido aún no estaba en casa, y eso le extrañó bastante. Amara estaría a punto de llegar. Entró en la cocina y, como todos los días, comenzó a calentar y servir la comida que había cocinado el día anterior. Entonces oyó el sonido de la cerradura de la puerta de entrada y se giró, esperando ver a Amara, pero en su lugar entró el señor Rosenbauer, feliz y sonriente. — ¡Cariño! ¡Buenas noticias! —gritó entusiasmado. — ¿Qué ocurre? —preguntó mientras salía de la cocina y se acercaba a saludar a su marido. Sin que ella lo esperase, él le dio un beso y le sonrió como no hacía desde hacía mucho tiempo. La mujer se sorprendió y se extrañó a la vez. —Tengo trabajo. —El cabeza de familia sonrió orgulloso. —Eso… ¡es fantástico! ¿Dónde? —En el cine. — ¿En el cine? ¿Y cómo es que te has dedicado a buscar trabajo en el cine? —Bueno, en realidad… no lo he buscado. Fui a ver una película y me enteré por un cartel que se buscaba vigilante. Pero es sólo algo temporal, hasta que encuentre algo mejor. —Pues es una noticia estupenda.

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—Pues ya sabes, puedes dejar de trabajar y dedicarte a la casa, que es lo que te corresponde. —El señor Rosenbauer sonrió de nuevo. Oyeron cómo, justo tras ellos, la puerta se abría y supusieron que era Amara, recién llegada del instituto. —Ya estoy en casa —saludó sin mucho entusiasmo. Al encontrarse a sus padres delante de la puerta y no preparándose para comer se extrañó —. ¿Qué ocurre? Su madre sonrió ampliamente. —Tu padre por fin ha conseguido trabajo. — ¡Eso es genial! Pero ¿podemos hablarlo mientras comemos? Me muero de hambre. —Amara rió.

Mientras tanto, Laura Schäfer había comido a toda prisa y se disponía a ir a casa de los Rosenbauer a hablar con el cabeza de familia. Estaba muy nerviosa. —Me voy con las BDM —dijo a su padre, con la vista fija en el suelo y el corazón latiendo a mil por hora. — ¿Tan pronto? Si apenas hemos terminado de comer. —Es que tengo que… comprar algo por el camino —improvisó. —Está bien. ¿Necesitas dinero? —No, gracias, ya llevo lo que necesito. —Que lo pases bien, cielo. Laura abrió la puerta y miró una vez atrás. Aún estaba a tiempo de arrepentirse; pero no lo hizo. Salió de su casa y comenzó a andar más rápido de lo normal. Su casa y la de Amara estaban algo lejos, y si no se daba prisa podría encontrarse con ella por el camino y tener que inventar excusas para no estar yendo a las BDM. Las calles estaban vacías. A esas horas todos estaban encerrados en sus casas comiendo o escuchando la radio. Menos ella, claro. Ella se disponía a hacerle la vida imposible a una compañera revelando uno de sus mayores secretos a su padre. Llegó a su destino sin apenas darse cuenta y suspiró frente a la puerta. Recordó por qué estaba haciendo aquello. “Porque odio a Amara”.

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El señor Rosenbauer estaba tumbado en el sofá con la radio encendida, cuando oyó que llamaban a la puerta. — ¡Que abra alguien! —gritó. —Estoy fregando, ¿puedes abrir tú, por favor? —suplicó la señora Rosenbauer desde la cocina. Su marido comenzó a despotricar y a quejarse incesantemente de que hubiese tenido que levantarse mientras iba hacia la puerta. Abrió de golpe y con expresión enfadada y se encontró a una chica de la edad de su hija con su uniforme de las BDM. — ¿Qué quieres? —Qué bien que me haya abierto usted —confesó asustada—, pues era con quien quería hablar. —Verás, me has hecho levantarme del sofá, así que dime ya qué es lo que quieres. —Quería contarle algo acerca de su hija. — ¿Qué pasa con Amara? —Algo muy malo —suspiró intentando que el hombre se interesara por la conversación, pero no lo consiguió. — ¿Puedes ir al grano? —No sé si lo sabrá, pero su hija está saliendo con un chico del instituto. —Es lo normal a vuestra edad, ¿no? No digo que lo apruebe, pero si has venido sólo por eso puedes ir marchándote ya. Además, ¿por qué me cuentas esto a mí? —Sólo quiero advertirle. Su nombre es Nevin Löwe, y, lo cierto es que va a tener que sermonear a su hija y prohibirle ver de nuevo a ese muchacho, pues es de familia judía. El señor Rosenbauer se quedó paralizado un segundo, pero no explotó, como Laura había supuesto. —Bueno, que sepas que la broma no ha tenido gracia. Mi hija nunca sería capaz de salir con un judío, si ella los odia. Que sepas que has perdido el tiempo, aunque no entiendo por qué. Adiós.

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El señor Rosenbauer se dispuso a cerrar la puerta, pero Laura metió el pie en medio y se lo impidió. — ¡¿Quieres irte de una jodida vez?! ¡¿No ves que no soy tan estúpido como para creerte?! —Señor Rosenbauer, no es ninguna broma. —Laura estaba intentando mantener la calma, pero aquel hombre realmente le aterrorizaba—. Pregúnteselo a su hija. No voy a insistirle más. Yo ya le he advertido. Laura dio la vuelta y se marchó, aterrorizada. — ¡Pero bueno! ¡Vaya con los chicos de ahora, que se creen que somos tontos, joder! —gritó mientras entraba de nuevo en su casa. Se dirigió de nuevo al salón y se tiró sobre el sofá cuan largo era. —Me voy con las BDM, padre —se despidió desde la puerta de la sala. —Espera —dijo sin pensar. No se lo creía, pero no perdía nada por preguntar y asegurarse—. Amara, tú… sales con alguien, ¿no es cierto? Amara se puso nerviosa de repente. — ¿Yo? ¿P-Por qué lo preguntas? —No me has contestado. ¿Tienes o no tienes novio? —Su padre empezó a sospechar. Sabía perfectamente que Amara no tenía capacidad alguna para mentir. Siempre decía la verdad, y cuando no lo hacía, se le solía notar mucho. —Yo, bueno… — ¡¿Quieres contestar?! —S-Sí, si tengo… — ¿Cómo se llama? —Nevin Löwe —respondió cabizbaja—. ¿Quién te lo ha dicho? El señor Rosenbauer empezó a preocuparse. Parte de lo que le había dicho aquella chica era verdad. El resto también podría serlo. — ¿Hay algo que deba saber de él? — ¡N-No! ¿Algo como qué? No, no hay nada que…

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— ¿Por qué te has puesto tan nerviosa? Hay algo, ¿no? Amara no podía decírselo. Si le confesaba que Nevin era judío, podía ir despidiéndose de su relación con él, y también con su padre. — ¿A qué te refieres con que hay algo? — ¡Sabes muy bien a qué me refiero! ¡Ese chico es un judío de mierda, ¿verdad?! —gritó levantándose súbitamente. Amara comenzó a temblar. ¿Cómo lo sabía? ¿Quién demonios se lo había dicho? — ¿Por qué dices eso? —susurró con un hilo de voz, utilizando la poca fuerza que le quedaba. — ¡Porque me lo han dicho, joder! —El señor Rosenbauer tiró la mesa del salón al suelo. El vaso que había encima se rompió en mil pedazos—. ¡¿Cómo has sido capaz de hacerme esto?! ¡¿Cómo has sido capaz de hacerte a ti misma esto?! ¡Eres un desastre de hija! Amara se rindió y comenzó a notar cómo todas las ilusiones y todos los sueños que rodeaban a Nevin se desvanecían uno a uno. Toda la felicidad que rodeaba aquel día a su familia por el nuevo empleo de su padre se había desvanecido de repente. — ¡Padre, tú no lo entiendes! ¡No es como tú crees! —suplicó con un grito ahogado. En aquel momento, su madre apareció por la puerta del salón, preocupada. — ¿Qué ocurre, por qué discutís? — ¡Tu hija sale con uno de los monstruos que van a arruinar este país! — protestó señalándola despectivamente con un gesto de mano. La mujer se giró y miró temblorosa a Amara. —Amara, ¿Nevin es…? —murmuró. La chica asintió débilmente con la cabeza. Ya no podía contener las lágrimas, que resbalaban una a una de sus suaves y sonrojadas mejillas. La señora Rosenbauer entendía ahora el por qué no quería que su padre se enterase de nada. —Cariño, escucha —intentó calmarlo su mujer—, sólo es un niño, no sabe cómo funciona el mundo, no ha hecho nada malo.

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— ¡Tú no te metas! —gritó encolerizado. Abofeteó a su mujer, empujándola y provocando que cayese al suelo estrepitosamente. Amara se asustó mucho. Muchas otras veces había visto a su padre enfadado, había presenciado cómo pegaba a su madre, había escuchado palabras de todo tipo saliendo de su padre, pero nunca le había dado tantísimo miedo. Su madre se levantó llorosa con una mano sobre la mejilla abofeteada y se acercó más a su hija. — ¡Y tú ya puedes ir dejando a esa escoria! Amara estaba asustada. No sabía qué hacer, pero no podía perder a Nevin. Era lo mejor que había pasado por su vida, aunque a su padre le pareciese imposible. Se armó de valor como pudo, y se enfrentó a él en aquella batalla. — ¡No puedes prohibirme hacer algo que no puedes controlar! ¡No vas a estar vigilándome todo el tiempo! Su madre la miró atónita. Amara nunca había desobedecido a su padre, y menos aún le había discutido algo. El señor Rosenbauer también la miraba sorprendido. Aquella expresión se cambió pronto dando lugar a una mueca de rabia. — ¡¿Cómo se te ocurre hablarme así?! —gritó con furia. Con una fuerza descomunal sacada del lado más oscuro de aquel hombre, le cruzó la cara a su hija. Ya no se podía decir si aquel ser era un ser humano o un monstruo. Se había transformado en Mr. Hyde sin previo aviso. Amara se incorporó de nuevo y volvió a la carga. —Puedes pegarme, puedes castigarme, puedes hacer lo que quieras, pero no podrás impedir que esté con Nevin. Su padre la miró como si de un perro callejero y pulgoso se tratase. Aquella mirada de asco afectó a la chica más que cualquier otra cosa que pudiese haber dicho. —No esperes que te vuelva a mirar con los mismos ojos, Amara —susurró su padre, calmándose y quitándose las arrugas de la camisa—. Yo no te he criado así. No me merezco una hija como tú. Eres una deshonra para esta familia. Amara notó una punzada de dolor en el estómago y comenzó a llorar. Su madre la miró llena de dolor. Un dolor inexplicablemente fuerte. Su padre, por el contrario, se sentó en el sofá y encendió la radio. —Vete con las BDM, llegarás tarde —dijo con desprecio. Amara no contestó y se limitó a mirarle con lágrimas en la cara. El hombre la miró de nuevo y gritó con furia—. ¡Lárgate, joder!

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Amara se giró y abrió la puerta. Miró una última vez atrás y comprobó que su padre seguía escuchando la radio sin importarle que su propia hija llorase por su culpa. Se marchó corriendo cerrando con fuerza la puerta, que sonó como si se hubiese roto en cientos de pequeños pedazos de madera, al igual que la felicidad que reinó en aquella casa hacía unos minutos. No pudo ver cómo su madre la miraba triste y melancólica, recordando aquellos tiempos en los que apenas sabía caminar y todo era más fácil. Amara recorría las calles vacías llorando desesperadamente, haciendo una proyección mental de todos los recuerdos que tenía de Nevin. Habían pasado tantísimas cosas en tan poco tiempo que le costaba asimilar que pudiesen haber acabado ya. Aunque, en el fondo, ella no pensaba ponerle fin a todo aquello. Llegó a la zona donde el bullicio de gente era evidente y se secó las lágrimas con el brazo. No pensaba dejarlo acabar. ****** Un par de minutos atrás, el invitado habitual de Faber había aparecido en su despacho por una orden suya. En aquel momento, ambos permanecían sentados frente a frente en esa sala. El tiempo que llevaba allí lo habían pasado en silencio, mirándose y tentando al otro a empezar la conversación. Finalmente, el invitado se vio obligado a no perder más tiempo y realizó la pregunta que Faber llevaba unos minutos esperando oír. —Bueno, ¿me vas a contar por qué me has llamado? Faber sonrió. —Quería ahorrarte trabajo. —El inquilino parecía extrañado. —Ahorrarme trabajo, ¿eh? ¿Y cómo, si puede saberse? —Tengo unos contactos que han hecho por ti una parte complicada de la misión. —Sabes que yo trabajo en solitario —respondió aparentemente disgustado. —Lo sé, lo sé, pero te alegrará saber qué es lo que te han quitado de encima. —Bueno —se rindió—, ¿de qué se trata? —preguntó encogiéndose de hombros.

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— ¿Qué prisa tienes? —Faber se levantó de su asiento y se acercó a una mesita sobre la que descansaba una botella de whisky y dos copas de un aspecto caro y elegante—. ¿No prefieres antes una copa? —preguntó sabiendo cuál iba a ser su respuesta. —Déjate de rodeos, el tiempo es oro. —La gente como tú no sabe apreciar un buen whisky. Será que sois demasiado jóvenes. —Faber se sirvió un vaso de aquel licor y bebió un trago, saboreando cada gota—. Yo ya tengo mis años bien cumplidos. ¿Cuántos crees tú que tengo? —Por favor, Faber, tengo cosas más importantes que hacer. El hombre se sentó con el vaso de whisky aún en la mano. —Está bien, está bien. Es que me gusta la compañía humana de vez en cuando —rió. El señor Faber, en el fondo, era un hombre con el que resultaba agradable tener una conversación. Pero sólo una de vez en cuando, y muy, muy en el fondo.

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CAPÍTULO 6 La salida de las BDM era siempre mucho más ordenada que la del instituto. Las chicas caminaban en fila hasta la puerta, y hasta que Krause o Bär daban la orden de marcharse, no lo hacían. Aquel día, al salir del edificio, Amara había conseguido, por fin, calmarse. Erika hablaba con ella, tranquilizándola, como de costumbre desde hacía poco. —Se le pasará, seguro. Es tu padre y ha estado siempre orgulloso de ti. —Estaba… creo que después de esto me echará de casa —respondió cabizbaja. —No seas exagerada, por favor —suplicó—. ¡Es tu propio padre! Simplemente te sermoneará un poco. —No sé… estaba muy enfadado, y con razón —sollozó—. No sé si fue buena idea contradecirle. — ¡Él no puede dirigir toda tu vida! A veces me da la sensación de que no sabes ver qué es lo que realmente ocurre. ¿Por qué te da tanto miedo lo que los demás piensen de ti? —No es lo que los demás piensen de mí, es lo que mi padre piense de mí, ¿entiendes? — ¿Y por qué es eso tan importante para ti? Debería importarte sólo lo que tú opines de ti misma y de tu vida. El resto debería darte igual. —Erika bajaba cada vez más la voz. No sabía cómo convencer a Amara; era muy tozuda y, cuando se le metía algo entre ceja y ceja, era imposible sacarlo de ahí. Caminar por una calle vacía con la luna llena brillando sobre ella era una de las cosas más relajantes para Amara, e intentaba utilizarlo a su favor. Escuchaba casi ausente las palabras de su amiga, y, sin poder evitarlo, no les prestaba apenas ninguna atención. Pensaba sin parar en Nevin, en su padre, en su discusión con él, y en lo que pasaría cuando llegase a casa. Nada más girar la esquina de la calle, Amara comenzó a pensar en la manera más fácil de entrar en su casa y subir a su cuarto sin que nadie la viese. Se despidió con un susurro de su amiga y abrió la puerta con mucho sigilo, moviendo cuidadosa la llave para hacer el menor ruido posible con la cerradura. Subió a hurtadillas las escaleras. En el pasillo, frente a su puerta, encontró a Natch tumbado en el suelo, dormitando. Hacía algún tiempo que no llevaba al gato a dormir a los pies de su cama y lo dejaba pululando por la casa a su antojo, pero aquella noche no le apetecía dormir sola, así que rememoró los días atrás en los que todo era normal y lo cogió como si de un bebé

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se tratase y lo llevó a su habitación. Se desvistió desganada y en silencio y se enfundó su cómodo pijama. Deshizo la cama y se enterró entre sus sábanas, sintiendo, a través de las sábanas, con la punta de los pies el caliente cuerpecillo de Natch, que se movía al ritmo de su propia respiración. ****** Era muy temprano, pero habían quedado a esa hora. Aquella era la primera vez que se acercaba a una de las mesas de esa cafetería sin un delantal y una libreta para apuntar los pedidos. La noche anterior había recibido una carta de su madre citándolo en aquel sitio. Era la segunda carta en una semana, y aquello era realmente sorprendente, teniendo en cuenta que llevaban meses sin saber nada el uno del otro. Desde luego, se había llevado una gran alegría al recibir la carta en la que le hablaba acerca de su plaza en la universidad, pero no sabría decir si la mayor parte de la alegría era por eso o por haber contactado con la persona que añoraba tanto desde hacía tanto tiempo. Como saliendo de sus pensamientos y transformándose en realidad, pudo ver la silueta de una mujer algo mayor, con el pelo canoso y recogido en un discreto moño, acercarse sonriente. Heler se levantó deprisa y se incorporó hacia adelante, asegurándose de que no le estaba engañando la vista. Pudo reconocer la manera de andar de su madre. Pasos algo cortos y con los pies juntos, lentos pero seguros, en los que se averiguaba el cansancio y el peso de la vejez. Heler permitió que sus ojos se empapasen en lágrimas pero no dejó caer ninguna. Se secó rápidamente con la manga de la chaqueta marrón y corrió a abrazarla sin tener presente que dejaba la mesa vacía. A un par de metros su mente divagó y comenzó a pensar en que quizás, después de tanto tiempo, no pudiese aceptar un abrazo. Poco a poco, detuvo la rápida y decidida carrera y se paró frente a aquella mujer. Ambos se miraron unos segundos y, finalmente, su madre sonrió y le abrazó, como él no se atrevió a hacer. —Hijo, te he echado de menos —susurró mientras agarraba su cara suavemente con las manos. —Yo también, madre —sollozó abrazándola con más fuerza. Era mucho más alto que ella, pero logró apoyar su cabeza sobre su hombro—. No sabes cuánto. Heler pudo sentir que se detenía aquel momento y notó al tiempo pasar despacio. Disfrutó cada segundo de aquel abrazo, hasta que, finalmente, su madre se separó de él. —Nos van a quitar la mesa si no nos damos prisa, hijo. La sonrisa de su madre era real y sincera. Hacía tanto tiempo que no la admiraba, que en ocasiones olvidaba lo hermosa que era.

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Ambos caminaron en silencio y se sentaron en torno a la mesa que Heler había dejado vacía unos momentos atrás. Un hombre muy grande y musculoso con un delantal ridículamente pequeño para él se les acercó con una libreta en la mano. Nada más ver a Heler se le desfiguró la expresión. Disminuyó la velocidad y siguió avanzando con una fingida sonrisa. —Anda, Heler, tú por aquí sin un delantal y un sueldo que ganar. Qué novedad. —Hola. ¿No encontraste otro camarero? —preguntó devolviendo una forzada sonrisa. —Será que nadie además de ti es capaz de permitir que se le explote de tal manera. —Podrías probar a pagar más o a contratar a más de un camarero para que no tuviese que trabajar tantísimo. El hombre sonrió frívolamente. —Por encima de mi cadáver. Heler permaneció en silencio unos segundos y dejó de esbozar aquella falsa sonrisa. —Te presento a mi madre —dijo mientras señalaba a la mujer con la mano. —Un placer, señora —saludó con una formal reverencia—. ¿Qué les sirvo? A Heler le sorprendió mucho que le tratase de usted. Era la primera vez que recibía un trato relativamente amable por parte de aquel hombre. —A mí un café con leche y para mi madre… —Lo mismo, por favor —le interrumpió. El hombre hizo una media reverencia y cerró la libreta. —Ahora mismo llegan. Estamos un poco atareados debido a la falta de personal —tras decir esto miró cruelmente a Heler—, por lo que no se inquieten si tardan un poco más. El individuo se marchó, dejándolos solos. Heler apoyó los codos sobre la mesa y se vio obligado a preguntar. —Madre… ¿por qué querías verme?

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—Bueno, en primer lugar… porque quería darte esto. —La señora sacó de su bolso un fajo de billetes. Heler abrió mucho los ojos al imaginarse la cantidad de dinero que habría ahí. Se lo ofreció al chico. —Madre, eso es demasiado dinero, no puedo aceptarlo. —Heler, cielo, yo he recaudado este dinero y no lo necesito. Tu padre me mantiene. Tú sí lo necesitas. Aunque la universidad te mantenga tendrás tus gastos, y necesitas dinero. No puedes trabajar mientras estudias. Si no lo usas tú, este dinero no lo utilizará nadie, ¿entiendes? —Pero madre, es mucho dinero. Esto podrías usarlo tú para viajar con mi padre, o para comprar muebles nuevos, o por si tenéis algún problema. ¿Y si mi padre se queda en paro? —Eso no va a pasar, y si pasase, nos las apañaríamos. Por favor, acéptalo — suplicó abriendo suavemente las manos de su hijo y colocando los billetes dentro. —Bueno, sigue sin parecerme bien… Si tienes algún problema puedes pedírmelo, no dudaré en devolvértelo, ¿de acuerdo? —dijo en un murmullo mientras, con una amplia expresión de felicidad en los ojos, enterraba el dinero en su bolsillo. —Mañana mismo ingrésalo en el banco. —Está bien, lo haré. Bueno, pero no tenías que haberte molestado en venir, mi padre podría haberte visto. Podrías haberlo enviado por correo. —Los mensajeros son todos unos ladrones —rió—; además, tenía tantas ganas de verte... El antiguo jefe de Heler apareció de repente con una bandeja y un par de cafés con leche, que dejó sobre la mesa. Se marchó en silencio y se giró antes de entrar de nuevo por la puerta del local para ver de reojo a aquellos dos, que sonreían antes de darle un sorbo al café. ****** La hora del descanso era siempre la mejor. Erika y Amara se sentaban bajo un enorme árbol que daba sombra a una zona de hierba. Estaba rodeada de arriates llenos de flores de colores, y se estaba realmente bien allí. Pasaban los minutos charlando entre ellas de cosas sin importancia, mayormente, y observaban a los demás ir y venir de todos lados. Algunas veces se les acercaba algún chico a flirtear con ellas, saltándose las miradas de los profesores que les obligaban a permanecer en una parte concreta del patio, o alguna chica afable en busca de compañía que ellas no

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rechazaban muy a menudo. Aquella vez se les acercó un grupo cuya compañía no era muy agradable. Observaron a Minna Faber, a Sarah y Alicia Rothstein, y a unas asustadas Laura Schäfer y Anna Müller venir desde la otra punta del patio. — ¿Qué demonios hacen Laura y Anna con esas tres? —susurró Amara extrañada a su amiga. —Quién sabe… ¿Y por qué vienen para acá? —Vamos a averiguarlo —murmuró poniéndose de pie—. ¿Queríais algo? — preguntó a voz en grito a Minna y las demás. Minna se giró hacia sus amigas y sonrió. —Erika, ¿puedes irte? —ordenó con tono autoritario—. Queríamos hablar con tu amiga. Erika miró a Amara sin saber muy bien qué hacer, pero esta la miró y asintió con la cabeza. La chica se levantó y se marchó, mirando a aquellas cinco que la observaban entre risas. —Qué quieres, Minna. —Hablar contigo, ¿no podemos? —No es lo más agradable del mundo. Minna esbozó una mueca de superioridad y comenzó a hablar. —Bueno, nos hemos enterado de que a tu padre le ha llegado una noticia sobre ti, ¿eh? Queríamos saber si ya te ha perdido el respeto y si te ha echado de casa o algo parecido. Amara comenzó a notar cómo aumentaba su ritmo cardíaco. Entrecerró un poco los ojos, y le pareció ver una lengua viperina surgir de la boca de Minna. —Has sido tú… —masculló—. ¡Has sido tú! ¡¿Cómo puedes ser tan mezquina?! —Amara se desesperó. Comenzó a hablar a voz en grito. —No te equivoques. Yo no hago nunca el trabajo sucio, ¿te enteras? —Minna se giró y miró sonriente a Laura, que mostraba una extraña expresión, resultado de una mezcla entre miedo y sensación de triunfo—. Ha sido ella —dijo señalándola. Amara no sabía qué decir. En el fondo sabía que Minna había tenido algo que ver, pero no quería preguntar más por miedo a conocer la respuesta.

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—Laura… ¿qué te he hecho? —suplicó. —Bueno… —dudó. Aquel era su momento para crecerse, así que lo aprovechó—. En primer lugar, nadie debería salir con un judío, pero lo he hecho porque eres realmente repelente. Te he odiado siempre, Amara Rosenbauer; no sé cómo no te has dado cuenta. Siempre eres “la chica perfecta” para todos, y las que somos como yo no valemos nada a tu lado. ¡Estoy harta! Te lo merecías, Amara. Espero que te sirva de lección. Amara no creía haber oído bien. —Bueno, espero que hayas dejado a Nevin —comentó Minna. —Ni lo sueñes —murmuró—. Nunca lo haré, por mucho que me amenacéis. — Amara comenzó a notar algo quemándole por dentro. Estaba cansada de ellas y de sus formas de tomarse la justicia por su mano. —Verás, Amara —susurró Minna mientras la arrastraba tras el inmenso tronco del árbol, asegurándose de que ninguna profesora tenía la vista fijada en ellas—, No era una pregunta, ¿sabes? Me da… Bueno, nos da —se corrigió advirtiendo las miradas de las demás— grima la gente como Nevin, ¿entiendes? Y si tú sales con uno de ellos, te conviertes en uno de ellos. No sé si has pillado lo que te quiero decir, pero espero que esto te sirva de advertencia —dijo con maldad a la vez que le propinaba un fuerte puñetazo en la boca del estómago. Amara cayó al suelo con las manos en la barriga y unas ganas enormes de vomitar. No se esperaba aquel puñetazo, y le había dejado sin fuerza alguna para levantarse y devolvérsela. —Puedes acabar peor. Mañana espero que Nevin y tú hayáis terminado. — Minna sonrió al ver su mirada. Estaba cargada de dolor, pero la estaba retando—. Vámonos chicas; tenemos cosas mejores que hacer. Las cinco se marcharon sonrientes como si nada hubiese sucedido, y Erika, que intentó observar desde detrás de una columna, se acercó a su amiga, que aún agonizaba de rodillas en el suelo. — ¡¿Qué te han hecho?! ¡Se la van a cargar! —gritó mientras modificaba su ruta para ir directa a pelear contra quienes le habían hecho eso a Amara. — ¡No! —masculló. Se incorporó con esfuerzo y sostuvo por el brazo a su amiga—. Tranquila, esto… se me pasará. No merece la pena que te metas en pelea.

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— ¡¿Pero tú has visto lo que te acaban de hacer esas desvergonzadas?! ¡Por lo menos deja que avise a la señora Wulff! — ¿Pero te estás oyendo? Si hacemos eso, la señora Wulff descubrirá que estoy saliendo con un chico judío, y eso no me conviene. Déjalo estar y punto. Yo no pienso dejar a Nevin, y ellas no pueden impedirme estar con él. —Ya, pero ¿y si van a más? Ahora ha sido un puñetazo en el estómago, pero puede ser peor… Amara agarró a su amiga más fuerte. Le lanzó una mirada suplicante y negó con la cabeza. —Por favor, no lo hagas. No digas nada de esto. No va a pasar nada, y si pasase, yo sabría defenderme. —Ya, ya lo he comprobado. ¡Si cuando he llegado estabas tirada en el suelo, por favor! Amara se sentó de nuevo. Lo cierto era que había conseguido fatigarla con aquel golpe. Erika se sentó junto a ella. —Está bien, no diré ni haré nada… pero, por favor, ten cuidado. Amara asintió con la cabeza y dejó que la suave brisa veraniega acariciase su rostro.

En el lado opuesto del patio, la zona de chicos, Nevin no descansaba. Había una zona a la sombra y él se pasaba todo el descanso allí ejercitándose. Estaba en muy buena forma, aunque no era muy musculoso. Se veía delgado y estilizado, pero tenía la fuerza suficiente como para tumbar a su profesor de gimnasia sin esfuerzo. Estaba centrado en sus ejercicios cuando se le acercó un grupo de alumnos. — ¡Eh, tú, el nuevo! —gritó uno de ellos a pleno pulmón. Nevin se levantó del suelo perdiendo la cuenta de las flexiones que llevaba y se secó el sudor de la frente con el brazo. — ¿Sí? La pandilla se acercó intentando resultar amenazantes, pero no lo consiguieron. Nevin apenas se inmutó.

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—Minna es una buena amiga mía, ¿sabes? Me ha contado que estás saliendo con Amara. Nevin miró de arriba abajo a aquel chico rubio. Era de su misma estatura, y también parecía ejercitado, aunque no tanto como él. —Sí, ¿por qué? Rió. —Aquí todos saben que Amara es mía. Nevin, por primera vez, cambió su expresión serena y lo miró desafiante. —Amara es un ser humano, chaval. No es de nadie, y puede salir con quien le apetezca. Nadie le ha puesto una pistola en la sien para obligarla a salir conmigo. Si no ha salido contigo puede ser que no le gustes, ¿no crees? Nevin se dispuso a girarse, pero el chico lo agarró del cuello de la camisa. —No es eso lo único que Minna me ha contado, perro judío. —Se aseguró rápidamente que nadie miraba y le asestó un puñetazo en el ojo derecho—. Aléjate de ella, escoria, o atente a las consecuencias. ¿Te ha quedado claro? Nevin se palpó el hinchado ojo y, lleno de furia, se dirigió a devolverle el golpe, pero advirtió la repentina mirada de un profesor y se detuvo. —Ésta me la pagas… —Le empujó suavemente y se agachó de nuevo a continuar con sus ejercicios. —Aléjate de ella, no te lo pienso repetir. Nevin observó la borrosa imagen de los chicos marchándose por culpa del ojo hinchado y, tras verlos irse, se colocó tras el árbol. El edificio no estaba rodeado por altos muros, sino por unas vallas sostenidas por intermitentes columnas de ladrillos. Las vallas eran bastante bajas. Nevin agarró la parte superior de una y se impulsó con el pie sobre una de las columnas de ladrillo. Con un ágil movimiento, saltó hacia abajo sin esfuerzo y se incorporó de nuevo sin dificultad. —No pienso estar más aquí —susurró mientras andaba mirando de vez en cuando hacia atrás, asegurándose de que nadie le había visto. ****** Había sido un día de clase realmente duro para Amara, y volvía a su casa cabizbaja. Tenía claro que no iba a dejar a Nevin, pero no sabía qué iba a hacer con

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Minna y las demás. Giró la esquina de su calle en compañía de Erika y pudo visualizar una figura apoyada contra la pared de su casa. Vislumbró la alborotada melena de Nevin y salió corriendo a saludarle.

Estaba apoyado junto a la puerta de la casa de Amara, esperándola. Se tocó de nuevo la zona donde recibió el impacto y la notó hinchada. Esbozó una leve mueca de dolor. Entonces vio a Amara aparecer rápidamente, seguida de Erika que intentaba mantener su ritmo. La chica estaba a un par de metros. — ¡Nevin! —gritó jadeando por la reciente carrera. Se acercó a él a toda velocidad y lo abrazó. No pudo evitar dejar escapar algunas lágrimas en su hombro—. ¿Qué te ha pasado? No te he visto a la salida. Bueno, menos mal que estás aquí, necesitaba hablar con… —Amara levantó la cabeza y vio en su rostro un ojo hinchado—. ¡¿Qué te ha pasado?! Nevin le apartó con la mano y miró al suelo. Erika se interesó también por su bienestar, pero al oír la siguiente frase decidió marcharse. —Amara, estoy aquí porque necesito hablar contigo. —Bueno, yo me tengo que ir o mi padre se preocupará —se excusó Erika, deseosa de marcharse para no estorbar. Vio la mirada de su amiga, que parecía saber que su padre aún no había llegado y, cuando lo hiciese, no le prestaría ninguna atención a su hija, pero se lo agradeció. Si Nevin quería hablar con ella era a solas. Ambos la vieron marcharse y despedirse con la mano mientras se esfumaba tras la puerta de su casa. —Nevin, ¿qué te ha pasado? —He tenido un problema con unos chicos del instituto. Es una de las cosas que quería mencionarte. —Antes déjame darte un beso, lo necesito —sugirió. Se dispuso a besarle, pero Nevin giró la cara, y esto asustó de sobremanera a Amara—. ¿Q-qué te ocurre? — preguntó temerosa de saber la respuesta. El chico se frotó una mano y soltó un pesado y amargo suspiro. —No sé cómo decirte esto…

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—Nevin —susurró asustada, dejando desfilar en su cabeza sus peores sospechas como soldados que, uno a uno, descargaban toda su artillería contra ella—, por favor, suéltalo ya. —Esto —dijo señalando el ojo morado— me lo ha hecho un chico al que le gustas mucho. Amara parecía sorprendida. — ¿Quién? —No me dijo su nombre. Sólo me dejó su huella en la cara. Él y todos sus amigos me advirtieron que, o te dejaba en paz, o me arrepentiría. —Pero tú no les harás caso… ¿verdad? —preguntó asustada. —Amara, Minna les contó que soy judío. Me matarán si sigo contigo. Literalmente. —Pero Nevin… yo… hoy… —Amara, lo siento mucho. Las cosas se están volviendo muy complicadas. Verás, mi padre tiene un amigo con una hija de mi edad. Es judía, y muy guapa, también. Siempre han querido que estemos juntos y a ella le gusto. —No puedes hacerme esto —sollozó. —Hoy he empezado a salir con ella. Es lo mejor para ambos. Nos harán daño. —Nevin, hoy… hoy me ha pegado Minna. —Esto le pilló desprevenido, que la miró fijamente, atónito, y con una mirada de culpabilidad—. Me ha pegado y me ha dicho que te deje. Y yo me he negado. He soportado sus burlas, sus golpes, y sus amenazas, y todo por ti. No me puedo creer que me estés haciendo esto —susurró entre lágrimas. —Amara, es lo mejor. Lo siento mucho. Nevin se giró y se marchó corriendo, lejos de Amara, que quedó sola en medio de la calle, llorando. Ahora no podía ir a su casa y disimular que no le había pasado nada, así que se dirigió a la casa de su amiga y llamó con los nudillos. Unos segundos después, una desconcertada Erika abrió la puerta. Amara se abalanzó llorando sobre ella y suplicó, casi sin palabras, que le dejase quedarse a comer. Tenía suerte de que el señor Engels llegase por la noche, o no habrían podido charlar tranquilas.

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Unos minutos después, Amara se había calmado, más o menos, y había conseguido explicarle a Erika todo lo que había pasado. Ella escuchaba con atención, totalmente sorprendida, dando, de vez en cuando, un bocado a la comida que descansaba sobre el plato que había en frente suya. —Será estúpido… —murmuró boquiabierta. Amara había dejado de llorar, pero aún respiraba entrecortadamente. — ¿Cómo puede hacerte esto? —Erika se pasó una mano por la cara—. Siento mucho haberte animado a salir con él. De haber sabido esto, yo… —No te preocupes —murmuró—, no podías adivinar que esto iba a pasar. Pasaron unos momentos en absoluto silencio. Amara ni siquiera le había dado un bocado a su comida, mientras que Erika había terminado de comer. Con un gesto, le preguntó si le retiraba su plato, y asintió. No tenía mucha hambre. Tras lo sucedido, se le había cerrado el estómago. Erika también estaba cabizbaja. Realmente se sentía mal por haberla incitado a estar con Nevin. Pero, ¿qué iba a hacer Amara? ¿Dejar de hablarle por algo que era impredecible? ¿Odiarla? Era su mejor amiga, así que, simplemente, se limitó a agradecerle la comida. ****** Una mueca de orgullo se dibujaba ampliamente en el rostro de Faber mientras oía lo que su visita le contaba. Se calló tras relatar los hechos y esperó observando cómo el hombre que tenía en frente se pasaba una mano por el pelo y ampliaba su sonrisa cada vez más. Su acompañante, por el contrario, parecía algo decaído. Faber se percató de esto y se levantó. — ¡Venga, hombre! ¡No te estarás echando atrás! —gritó golpeándole la espalda con la palma de la mano—. ¡Que la cosa va muy bien, y ya lo has hecho más veces! —Bueno, puede que esta vez… — ¿Que esta vez qué? —preguntó en un susurro junto al oído del otro individuo. Su voz era realmente aterradora cuando se lo proponía. —Nada, da igual —respondió fingiendo una sonrisa. En realidad, ambos sabían lo que iba a decir—. Bueno —dijo levantándose de su asiento—, yo ya he contado lo que tenía que contar, así que me voy. El inquilino se dirigió a la puerta, pero Faber lo frenó agarrándolo del hombro.

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— ¿No piensas quedarte a celebrarlo? —sugirió—. Mi mujer me regaló una botella de whisky del bueno por nuestro aniversario, y la pensaba estrenar hoy. —No bebo whisky, pero gracias —contestó ansioso por salir de allí. El visitante abrió la puerta y, al instante, sintió la fría y áspera mano de Faber en su brazo. Una gota de sudor recorrió su frente mientras el hombre ponía su cara justo al lado de su oído, diciendo, casi en un susurro: —Escúchame bien. Ambos sabemos las cosas que se te están pasando por la cabeza. Has hecho un gran trabajo, pero como se te ocurra echarte atrás ahora y delatarnos le pondremos precio a tu cabeza. Tengo hombres entrenados para perseguir, atrapar y matar con sus propias manos. ¿He hablado claro? El individuo tragó saliva. —Como el agua, Faber. Con un violento movimiento, Faber soltó el brazo del visitante y se giró hacia su botella de whisky. — ¡Bueno! —gritó sirviéndose una copa—. Ha sido una bonita reunión; puedes marcharte. —Una malévola sonrisa se dibujó en su rostro. El inquilino salió por la puerta que había dejado entreabierta y suspiró. Él se lo había buscado. ****** Erika y Amara no habían ido aquel día con las BDM. Lo de Erika era algo relativamente normal, pero que Amara hubiese faltado dos veces en el mismo mes era algo insólito para todas. Minna también estaba asombrada. Además, justo el día que salían antes. ¿Qué podía haber pasado? Iba pensando en esto mientras se dirigía a la cafetería de siempre con Laura, Anna y las gemelas, ya que, al haber salido antes, tenían tiempo de tomarse unos batidos. Se dirigieron a su mesa habitual y esperaron a que les atendiesen. Para su sorpresa, no fue Heler quien llegó, sino un hombre calvo y musculoso. Esto decepcionó de sobremanera a Minna. — ¿Qué os sirvo? —dijo el hombre con una voz rasposa. — ¿Dónde está Heler? —preguntó disgustada. —Heler ha dejado este trabajo, ¿por qué? Minna se levantó de su asiento incitando a las demás a seguirle.

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—Vámonos, chicas. El hombre se quedó totalmente asombrado. —Pero… ¿no vais a tomar nada? ¿Por qué? —No está Heler. Tenemos cosas mejores que hacer. El cocinero, y ahora también camarero, se quedó boquiabierto observando cómo se marchaba el grupo de chicas por el simple hecho de que Heler no estaba. Quizás debía haberle pagado más, pero ya era muy tarde para eso. Minna iba en cabeza del grupo, y, instintivamente, las dirigió hacia la calle de Amara. No sabía por qué había ido allí, pero aprovechó la ocasión y probó suerte. A lo mejor estaban en casa de Erika. Aunque nunca había entrado en la casa de ninguna de las dos, se sabía de memoria dónde estaban. Se plantó frente a la puerta y se dispuso a golpearla con los nudillos, pero Alicia le agarró la mano. — ¿Por qué llamas a la casa de Erika? ¿Qué haces? —Averiguar qué es lo que pasa con ellas. Con un movimiento rápido se soltó de Alicia y golpeó la puerta. Una voz muy familiar resonó desde dentro de la estancia. — ¿Quién es? —sonó desde el interior de la casa. La voz cada vez estaba más cerca, lo que significaba que se había acercado a abrir. Minna esperó con una sonrisa orgullosa y vio aparecer a Erika tras la puerta. Su expresión cambió al instante al ver quién era la visita. —Podría preguntar qué queréis pero veo más rápido cerraros la puerta. —Erika hizo el intento de cerrarles, pero Minna interpuso su pie, evitando que cumpliese su objetivo. —Sólo queremos hablar. Amara está contigo, ¿verdad? — ¿Qué te importa a ti eso? —Es con ella con quien quiero hablar, principalmente. —No está de humor para eso. Márchate. Minna se ajustó las trenzas

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— ¿Por qué no ha ido con las BDM hoy, si puede saberse? —preguntó con tono arrogante. — ¿Qué? ¡Eso no es asunto tuyo! ¡Lárgate! —gritó empujando la puerta. Minna se resistía a marcharse y empujaba hacia el otro lado, evitando que se cerrara. Mientras transcurría aquella lucha en la puerta, Amara, extrañada, bajó para comprobar si Erika estaba bien. — ¿Qué ocurre aquí? —preguntó al tiempo que bajaba las escaleras. Minna levantó la vista y dibujó una sonrisa. —Amara, ¿qué te ha ocurrido hoy? —preguntó alzando la voz. — ¿Qué? —dijo mientras bajaba el último escalón y se acercaba a la puerta. — ¿Por qué no has ido con las BDM? —Yo, bueno… me encontraba mal. —Entonces supongo que te deberías haber quedado en casa, ¿no? ¿Qué haces en casa de Erika? —Acabo de venir a… a pedirle una camisa que me dejé el otro día —improvisó. Minna se dio la vuelta y comenzó a andar lentamente en dirección a casa de Amara. —No te importará entonces que hable con tu padre sobre esto, ¿no? — ¡No! —gritó casi inconscientemente. Sin darse cuenta había salido de la casa y agarrado a Minna fuertemente por el brazo—. No lo hagas, yo... En realidad, lo que ha ocurrido es que no me encontraba con ánimos porque Nevin y yo hemos terminado —susurró—. Supongo que te alegrará saberlo. Minna esbozó una amplia sonrisa. —Has acertado. —Permaneció con aquella repelente sonrisa dibujada en la cara mientras pensaba en lo que acababa de oír. Por fin había conseguido su objetivo. —Ya has fastidiado bastante, ¿no crees? —masculló Erika—. Largo. La chica cerró la puerta de repente logrando dejar fuera a Minna y las demás. —Erika, necesito ir a mi casa. Ya es tarde y mis padres se preocuparán — murmuró casi sin fuerzas.

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—Claro —respondió—. Espérate un minuto a que estas tontas se vayan de delante de mi puerta o no te dejarán salir de aquí. Un rato más tarde, tras haber pasado un minuto en completo silencio, Amara abandonó la casa de su amiga, despidiéndose con la mano. Nada más oír el sonido de la puerta al cerrarse, pudo ver de reojo salir de la esquina de la calle dos figuras femeninas dirigiéndose hacia ella. Amara resopló y las ignoró en un principio, hasta que la que encabezaba el grupo comenzó a hablar con ella. —Amara, escúchanos, por favor. —Alicia, creo que ya me habéis hecho suficiente daño. —No queremos hacerte más daño. Mi hermana y yo queríamos decirte que, aunque nunca nos has caído muy bien, nos ha parecido un poco excesivo todo esto… —Sin embargo —interrumpió Sarah—, creemos que ha sido beneficioso en cierto sentido. En la gente judía no se puede confiar, y deberías saberlo. —No entiendo dónde queréis llegar —farfulló mientras seguía caminando hacia su casa. — Queríamos decirte que haremos como si nada de esto hubiese pasado y convenceremos a Minna para que lo haga si te olvidas de ese chico y vuelves a ser quien eras. Amara se detuvo en seco. — ¿Cómo que vuelva a ser quien era? —Reconócelo, desde que conoces a Nevin has dejado a las BDM totalmente abandonadas. Hay gente que incluso dice que las vas a dejar. Amara volvió a andar más lentamente y se paró frente a su puerta, pensativa. —Os lo agradezco, pero tengo que pensarlo. — ¿Cómo que tienes que pensarlo? ¿No te parece que lo que te ha hecho ese desgraciado es suficiente como para hace lo que te proponemos? —sugirió Sarah. —Amara, si no nos haces caso puedes acabar mal, te lo aseguro. Minna no se va a cortar un pelo, y nosotras no tendremos razones para disuadirla porque ya te hemos advertido. —Mañana hablamos, ¿de acuerdo? Ahora necesito descansar —confesó Amara. Se despidió con un cansado “adiós” y entró en su casa. Dejó las llaves sobre

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una mesita que había junto a la puerta y levantó la cabeza. Vio la esvástica que colgaba sobre el marco de la puerta y suspiró. Ya no sabía que sentía al mirar aquel símbolo. Era todo tan contradictorio. Se giró de nuevo y anduvo hasta la cocina, encontrándose, sin esperarlo, con su madre frente a ella. — ¿Dónde has estado? —preguntó. —Con las BDM —se defendió—. ¿Dónde iba a estar sino? —Me refiero a la hora de comer. Amara se alivió mucho al comprobar que no sospechaba nada sobre lo de su falta de asistencia. —Me quedé a comer en casa de Erika, se me olvidó avisaros. — ¿Por qué? A la chica le sorprendió mucho esta pregunta. Su madre nunca pedía explicaciones, tenía una confianza plena en ella y no le hacía falta, pues sabía que nunca hacía nada que ella no aprobase. — ¿Cómo que por qué? —Es una pregunta sencilla. ¿Por qué te has quedado a comer en casa de Erika? Amara estaba sorprendida por la dureza de sus palabras. ¿Qué le había ocurrido? —Teníamos que estudiar antes de ir con las BDM—improvisó. La señora Rosenbauer mantuvo la expresión firme unos instantes que — parecieron eternos, pero, finalmente, soltó un suspiro y recobró su expresión habitual. —Hija, lo siento mucho, pero tu padre me ha obligado a mantener controlado todo lo que haces después de lo de Nevin. —No te preocupes, lo veo normal —confesó—. ¿Está dormido? Tengo algo que decirle. —No, está tumbado en el sofá con la radio, creo que sigue despierto; ve a ver. —Cenaré antes. —Date prisa no se vaya a dormir —sugirió su madre.

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Amara observó cómo su madre se marchaba a su cuarto mientras se dirigía a la nevera. Sacó una botella de leche y se sirvió un poco en un vaso. No tenía mucha hambre, y con eso bastaría para llenarse. Un rato después, tras haberse terminado su cena, se dirigió al salón. En el fondo, deseaba que su padre estuviese dormido para no tener que hablar con él, pero necesitaba recobrar todo su respeto. Vio a su padre sentado en el sofá desde detrás del marco de la puerta del salón. Decidida, se acercó. —Padre —murmuró. El señor Rosenbauer permaneció callado mirando al frente. Para Amara no había nada peor que sentirse invisible, y su padre lo sabía. —Padre —dijo un poco más fuerte. Viendo que seguía sin contestar, suspiró y comenzó a relatar los hechos—. Tengo que hablar contigo. Nevin y yo hemos terminado. Me enteré de que era judío cuando ya estábamos saliendo, y, créeme, estuve tentada de dejarle. Al final tomé la decisión equivocada, pero ya he rectificado mis actos. —Amara seguía sintiéndose ignorada. Su padre no parecía escucharle siquiera—. Por favor, padre —sollozó—, no podría aguantar que me odiases. Ya he rectificado. El señor Rosenbauer se giró y miró fijamente a su hija. —Has traicionado a tus amigos, a tu país, a tu familia… —reprochó—. Nos has traicionado a tu madre y a mí. — ¡Pero no tuve conciencia de ello desde el principio! ¡No sabía quién era Nevin! —No hay muchas excusas que sirvan ahora. — ¡Pero padre, yo no quería…! — ¿Quién lo ha dejado? —interrumpió. — ¿Q-Qué? —preguntó extrañada. —Digo que quién ha terminado con la relación, él o tú. —Bueno, pues… —Amara no sabía qué contestar. Si decía que había sido él sería obvio que ella no tenía intención de hacerlo, y si decía que había sido ella misma la mentira se notaría demasiado. Optó por la opción que le pareció más correcta—. Ha sido él.

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—Es decir, que tú no tenías intención alguna de hacerlo “Lo sabía”, pensó Amara. —No es eso, yo iba a hacerlo pero él se me adelantó. —Mientes. No nací ayer, Amara. Sé diferenciar cuándo dices la verdad y cuándo no. —El hombre se levantó de su asiento y apagó la radio—. Si has sido capaz de traicionarnos a todos por un judío que te ha abandonado, no creo que merezcas mi perdón. Avanzó despacio hacia la puerta del salón, pero Amara reaccionó deprisa y se colocó frente a él en una fracción de segundo. — ¡Padre, por favor! El señor Rosenbauer alzó una mano por encima de su cabeza con intención de descargarla con fuerza sobre su propia hija, pero se detuvo y la bajó lentamente, serenando su expresión. —Yo no esperaba que él fuese judío… nunca lo imaginé, y me arrepiento — sollozó en un susurro. El señor Rosenbauer le miró de arriba abajo y siguió su camino, ignorándola. —Padre, necesito que… —Amara, ya basta. No voy a perdonarte porque, ahora mismo, me está dando asco mirarte a la cara. Aún no me puedo creer que nos hayas hecho esto. Le lanzó una última mirada de decepción y se marchó hacia la cocina, simplemente para perderla de vista. Amara comenzó a subir escalones, cabizbaja. De camino a su habitación se cruzó con su madre. —Amara, cielo, no te preocupes —suplicó. — ¿Cómo que no me preocupe? Mi padre me odia y no puedo hacer nada por evitarlo —dijo entrecortadamente. —Ya se le pasará, tu padre es así. Ven —dijo mientras, con un gesto, la incitaba a abrazarle—, hace mucho que no me das un abrazo. —Madre, no sé qué hacer… Lo peor es que… —Amara se calló repentinamente, dándose cuenta de lo que había estado a punto de decir, pero su madre lo sabía más que de sobra.

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—Ese chico te sigue gustando, ¿no? Amara asintió y rompió a llorar. La abrazó fuertemente y se derrumbó en sus brazos. —No te preocupes, yo no voy a odiarte por eso —murmuró. Ambas permanecieron abrazadas un buen rato, hasta que Amara, por puro agotamiento, acabó durmiéndose en los brazos de su madre. Ésta limpió con la manga de su pijama las lágrimas de las mejillas de su hija, y la contempló durante unos momentos. Finalmente, haciendo caso omiso de su dolor de espalda, levantó a la chica y la llevó a su habitación que, afortunadamente, estaba a un par de pasos de allí. La metió en la cama con ropa y contempló la forma en la que dormía. Unos minutos después, salió de ahí y se dirigió a su habitación, dejándola sola. Cerró la puerta con cautela y se marchó.

Amara se despertó en medio de la noche, sudando. Se incorporó súbitamente y abrió los ojos, jadeando. Había tenido una extraña pesadilla relacionada con Nevin. Miró el reloj de pared y marcaba las cinco de la madrugada. Le quedaban unas horas para dormir, pero fue incapaz de hacerlo. Se recostó de nuevo en su cama y, con los ojos abiertos como platos, comenzó a pensar, esta vez en calma, en Nevin, en su padre, en la propuesta de las gemelas y en ella misma. Nevin le había abandonado y se había ido con una chica judía por el simple hecho de que un matón le había golpeado. A ella también le habían golpeado. Además, su padre había empezado a odiarle y a no dirigirle la palabra, y se estaba buscando serios problemas con mucha gente; pero nunca se le ocurrió terminar por eso. Ella estaba dispuesta a afrontar todos esos contratiempos y problemas con tal de seguir con Nevin, pero él lo veía de otra forma. Aún así, ella seguía queriéndole. Toda una sucesión de hechos fueron transcurriendo en su cabeza como una película. Aquel día en el cine en el que se vieron por primera vez, cuando le dijeron que estaría en su instituto, cuando fue a su propia casa de noche sólo para verla, la cita en el concierto de Eliza, su visita a la enfermería, el momento en el que le confesó que era judío, y su encuentro de aquel día, que la destrozó por completo. Suspiró bajo las sábanas. Realmente, la propuesta de las gemelas no era tan mala; pero le costaba tanto olvidarse de Nevin… Sin embargo, se había propuesto intentarlo. No habría permitido que un chico cualquiera le hiciese eso de haber sido la Amara de siempre, y ella no quería cambiar. Le gustaba ser como era antes, pero no sabía cómo había cambiando, y, por lo tanto, no sabía cómo solucionarlo.

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Miró de nuevo el reloj de pared. Las seis y media. Bostezó. Se acurrucó entre las sábanas y dejó que la noche la envolviese de nuevo. Ya pensaría al día siguiente, estaba demasiado cansada. Natch se desperezó a sus pies y se trasladó hasta estar junto a su cara. Se volvió a tumbar y cerró los ojos. —Por esta noche te lo permito, Natch —susurró, antes de quedarse dormida.

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CAPÍTULO 7: El fin de semana llegó sin muchos encuentros con Nevin. Alguno en los pasillos, o en la salida del instituto, pero sin cruzar ni una palabra. Las cosas con su padre se habían calmado, aunque seguía casi sin hablarle. Por otro lado, la propuesta de las gemelas seguía en el aire. Amara aún no lo sabía, pero ese sábado por la tarde les daría una respuesta. Mientras Amara meditaba acerca de todo lo ocurrido, como de costumbre desde unos días atrás, las gemelas, Anna y Laura charlaban tranquilamente en su cafetería habitual. A la única que le molestaba que Heler no estuviese era a Minna, y no estaba allí, así que no les importaba tomarse unos batidos en aquel local. Charlaban animadamente cuando una chica se les acercó a paso rápido y decidido. Pudieron advertir el rostro de Minna. — ¡Chicas! —gritó. Las que no la estaban mirando se giraron de repente. Llegó jadeante y se paró, apoyando las manos en las rodillas—. Esperad un segundo que coja aire —rogó. Respiró entrecortadamente unos segundos y, finalmente, se enderezó—. Tengo noticias. — ¿Qué es? —preguntó Anna. —Es sobre Nevin —anunció con una sonrisa en los labios. Todas se extrañaron un poco. Hacía días que no hablaban de él, pero parecía importante, así que decidieron escuchar—. Veréis, cuando llegué a casa, mi padre ya había llegado, y escuché por error su conversación. —Ya van dos conversaciones de tu padre que escuchas por error —observó Laura con malicia. Minna le lanzó una mirada de reproche y continuó con su noticia. —Ya sé que es raro, pero hay que aprovechar las oportunidades que se te presentan, ¿no? Bueno, lo que os quería contar. Estaba hablando con alguien de su trabajo y me enteré de algo que nos puede mantener entretenidas esta noche. —Ve al grano, por favor —suplicó Alicia. —Sé la dirección de la tienda de sus padres. — ¿De la tienda? —preguntó Sarah—. Creo que sé a dónde quieres llegar… —Al parecer está a unas calles de aquí; es una floristería que cierra los sábados. No tiene mucha seguridad y eso es bueno. Me he tomado la libertad de ir a verla antes de avisaros para comprobarlo.

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— ¿Y tu objetivo es…? — ¿No está claro, Laura? Es una tienda judía. ¿Qué es lo más divertido que se puede hacer en una tienda judía? Laura rio. Ahora comprendía que su plan era destrozarla, literalmente. No era la primera tienda judía destrozada ni sería la última, y, realmente, era bastante divertido. —Quedamos en la puerta de mi casa a las once, ¿entendido? Que vuestros padres no se enteren, y llevaros mochilas. — ¿Para qué? —Alguien tiene que llevar la pintura y los rollos de papel. Nos vemos allí, entonces. —Minna miró al camarero salir y atender a una de las mesas—. Me voy de aquí, este sitio ya no es lo mismo. Todas la observaron marcharse. En menos de quince minutos habían urdido todo un plan. Tenía pinta de ser divertido, así que ninguna se negó. Como si de un relámpago se tratase, una idea se encendió en la mente de Sarah. Le lanzó una mirada discreta a su hermana. Era su forma de pedirle hablar a solas. Ambas se levantaron de sus asientos. —Bueno, chicas, nos vamos. Ya son las ocho y queremos cenar y ducharnos antes de ir a lo de esta noche —se disculpó Sarah. Laura y Anna se quedaron un rato más charlando en aquella cafetería, mientras las gemelas se alejaban en dirección a su casa. —Bueno, ¿qué ocurre? —preguntó Alicia cuando ya estaban bastante alejadas. —Verás, recuerdas la conversación que tuvimos con Amara, ¿verdad? —Sí. —Creo que lo de la tienda es perfecto para comprobar si quiere volver al partido o no. —No te entiendo —reconoció. —Si ella participa, será evidente que quiere volver y que realmente se arrepiente de su estupidez, pero si no lo hace, será que no quiere regresar al partido, y tendremos razones para ajusticiarla si es necesario, ¿no crees? Inesperadamente para Alicia, Sarah giró en la dirección contraria a su casa.

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—Me parece bien, pero ¿dónde vamos? —A hablar con Amara —contestó mientras continuaba andando. Su hermana la detuvo, agarrándola del brazo. —Pero, ¿y si a Minna no le parece bien que venga? —A Minna no le cae nada bien, es cierto, pero sabes cómo es ella. Si alguien se presta a ayudar para algo en lo que se fastidie a algún judío no duda en aceptar a esa persona, aunque luego ni le hable. Alicia soltó a Sarah, algo confusa, aunque en el fondo sabía que tenía razón. Siguieron andando en silencio hasta encontrarse frente a frente con la puerta a la que debían llamar. Si ningún tipo de florituras, Sarah se acercó y golpeó la puerta. Poco después, en la puerta se encontraba la señora Rosenbauer, con un delantal y una expresión afable y hermosa. —Hola, señora Rosenbauer. ¿Está Amara? —preguntó Sarah educadamente. La mujer asintió con una sonrisa y se giró. Subió las escaleras con esfuerzo y llamó a una de las habitaciones de la planta de arriba. —Hija —dijo mientras entraba sigilosa—. Hay dos chicas fuera que preguntan por ti. Amara levantó la cara de los libros que había sobre su pupitre. — ¿Quiénes son? —preguntó extrañada. —No lo sé, son gemelas —respondió. “Sarah y Alicia”, pensó. Bajó las escaleras despacio y sin prisas y se situó frente a ellas. — ¿Queríais algo? —Sí, queríamos hacerte una propuesta —reconoció Sarah sin rodeos. —Y ¿de qué se trata, si puede saberse? —Verás —dijo bajando el volumen de su voz y acercándose un poco a ella—, Minna ha averiguado la dirección de la tienda de los padres de Nevin. —Y supongo que queréis que vaya y la destroce con vosotras, ¿es eso?

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—Pues sí, has dado en el clavo —observó algo sorprendida. —No sé, chicas. En serio os agradezco mucho lo que hacéis por mí, pero… —Amara, escúchame —rogó Sarah—, es tu oportunidad para demostrar que vuelves a ser la de antes. Lo siento mucho, pero si no lo haces iremos a por ti. Ya sabes que nosotras sí vamos con el partido. Las ansias de venganza se hacían cada vez mayores dentro de ella, eso no podía negarlo. Nevin le había hundido la vida. Si las cosas le iban tan mal ahora era gracias a él, pero también debía reconocer que le había hecho pasar muy buenos momentos; momentos que echaba de menos. Amara permaneció dubitativa unos segundos apoyada contra el marco de la puerta, pensando. — ¿A qué hora y dónde? Las gemelas sonrieron. Volvía a ser Amara. —A las once enfrente de la casa de Minna. Llévate una mochila, y avisa a Erika si quieres. —Nos vemos allí. Amara cerró la puerta y se apoyó contra ella, resbalando hasta el suelo. Se llevó las manos a la cara y suspiró. —Qué estoy haciendo… —murmuró. Se frotó los ojos con las manos y se levantó. Pensó que su madre la llamaría en breve para cenar, y así fue. A los pocos segundos se oyó la suave voz de su madre llamándole desde la cocina. — ¿Y mi padre? —preguntó al no verlo en aquella sala. —Ya ha cenado. Dice que prefiere cenar solo. Amara agachó la cabeza. Sabía que era por ella, porque no le apetecía estar en la misma habitación más de un minuto, pero no dijo nada. Se sentó y devoró en silencio un plato de carne. Poco después, había subido a su habitación con la excusa de que estaba cansada. Pasó los minutos mirando al techo de su habitación y acariciando a Natch hasta que, sobre las diez y veinte, escuchó la puerta del cuarto de sus padres cerrarse. Su madre ya se había ido a la cama y el peligro de ser descubierta había disminuido notablemente. Con cuidado, salió de entre las sábanas. No se había quitado la ropa para ahorrar tiempo. Metió la almohada y algunos cojines que tenía en su habitación donde ella estaba tumbada antes e intentó darles forma para disimular

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su ausencia. En realidad sabía que nadie iría a su cuarto por la noche, pero mejor era prevenir que curar. Agarró su mochila, abrió la puerta despacio y bajó sigilosa las escaleras. Se asomó al salón para comprobar que su padre estaba dormido, cogió las llaves de la mesilla y salió de la casa. Con cuidado de no hacer ruido cerró la puerta. Ya estaba fuera. Soltó un sentido suspiro de alivio y se dirigió a casa de su amiga. Dio la vuelta a la casa y se colocó frente a la ventana del cuarto de la chica, que estaba en el piso de arriba. Encontró unos guijarros en el suelo y los lanzó, recordando, inevitablemente, a Nevin. Poco después una adormilada Erika se asomó a la ventana. Amara le hizo claros gestos para que bajase, y así lo hizo. Unos segundos más tarde estaban las dos juntas. — ¿Qué ocurre? —preguntó Erika—. Son las once menos cuarto, deberías estar durmiendo. —Erika, esta noche voy a salir a un sitio y quiero que tú también vengas. — ¿De qué me hablas? —Voy a ir con Minna, las gemelas, Laura y Anna… — ¿Con ellas? —preguntó extrañada—. ¿Pero a ti qué mosca te ha picado? —Déjame hablar —rogó—. Verás, Minna sabe dónde está la tienda de los padres de Nevin, y hoy está cerrada. —A esta hora todo está cerrado. —Erika, voy a ir con ellas y supongo que ya sabrás para qué. —Sí, supongo que arrasaréis con la tienda y no dejaréis ni una pared limpia. —Necesito demostrar que voy con el partido. ¿Qué opinas? ¿Te apuntas? — ¿Quieres saber lo que opino? —Guardó un par de segundos en silencio—. Opino que esta forma de actuar es despreciable. Y no pienso participar de ninguna manera. Erika se giró, pero Amara le agarró del hombro. —Después de todo lo que me ha hecho… ¿te pones de su parte? —Amara, tú siempre has sido mi amiga —admitió quitándose su mano del hombro—, y no vas a dejar de serlo, pero ahora no puedo apoyarte. No creo que lo que estás haciendo sea lo correcto. Amara esbozó una media sonrisa. “Qué propio de ella”, pensó.

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—Bueno, pues nos vemos. —Espera —suplicó. Amara se dio la vuelta y le miró—. ¿No hay ninguna forma de disuadirte? La chica no dudó, simplemente continuó esbozando aquella media sonrisa. —No. No sé si será lo correcto, pero yo lo veo justo. Él me ha destrozado la vida. No puedes decir que no se lo merezca. El silencio sobrevino unos segundos, y, finalmente, Erika lo rompió. —Me voy a dormir. —Se dirigió a la puerta de su casa, pero se giró repentinamente—. Sólo te pido que no hagas nada de lo que puedas arrepentirte. — Vio a Amara marcharse desde la entrada y se sintió impotente. Amara caminó silenciosa pensando en Erika. Realmente, no sabía si iba a arrepentirse de aquello o no; pero ya no podía echarse atrás. Estaba a tan sólo un par de minutos de casa de Minna y eran las once menos cinco; como siempre, llegaría un poco antes de la hora acordada. Cuando pudo ver la casa sólo estaban Alicia y Sarah frente a la puerta. Ambas la vieron y sonrieron discretas. —Buenas noches —saludó la recién llegada. —Veo que has decidido venir —observó Alicia—. Has hecho bien. ¿Y Erika? —Ella, bueno… —Entonces recordó las palabras exactas de Sarah algunas horas antes; “lo siento mucho, pero si no lo haces iremos a por ti”. No quería que eso le pasase a su amiga—. Cuando fui a buscarla estaba dormida y no conseguí despertarla —improvisó para evitar decir que se había negado. Sarah pareció advertir la mentira en sus ojos, pero Amara jugaba con la ventaja de que ellas no la conocían muy bien, y no podían diferenciar tan bien como su padre si mentía o no. —Una pena —opinó. Las tres esperaron poco más antes de que llegasen Laura y Anna, que, como era de esperar, hicieron preguntas. — ¿Qué hace ella aquí? —preguntó Laura, sorprendida y enfadada. Sarah intervino rápidamente en la conversación. —Se ofreció a venir.

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Amara cerró la boca de golpe. “¿Que me ofrecí?”, pensó. Al poco comprendió por qué dijo eso. —Se ofreció, ¿eh? —repitió Laura. Miró a la chica de arriba abajo, pero no con la habitual expresión de asco que mostraba hacia ella, sino, más bien, con un poco de respeto; no mucho, pero ya era más que nada—. Veo que por fin ves que perteneces a este bando. —Guardó un par de segundos de silencio—. Está bien, pero no pienso aceptar que me des órdenes, y tendrás que aceptar las nuestras, por ser la última en llegar. —Faltaría más —dijo fingiendo una sonrisa. En el fondo le estaba dando motivos para darle una patada y marcharse de allí, y ganas no le faltaban. Justo a las once y media, ni un minuto antes ni un minuto después, Minna salió de su casa, y, nada más ver a Amara, se quedó petrificada en una mueca de terror y asco. — ¿¡Qué hace ella aquí?! —gritó haciendo la misma pregunta que Laura, pero mucho más enfadada. —Yo he hecho la misma pregunta —admitió Laura— pero resulta que se ha ofrecido y está dispuesta a hacernos caso. —Sabes que te odio, ¿no? —susurró tajante mirando a la chica—. Pero sólo por esta noche puedes participar —cedió—. La ayuda siempre es bienvenida en estos casos. Me alegra que por fin hayas aprendido. Pero que conste que mañana te odiaré de nuevo. —Me parece bien —fingió. “Tampoco tenía mucho interés en ser amiga tuya”. Tras aquella conversación acerca de Amara, repararon en que Minna traía algunos botes de pintura, brochas y papel higiénico. Sólo les haría falta eso y sus propias manos para destrozar un local. Poco a poco, se distribuyeron todo el peso equitativamente entre cinco, y a la última, Amara, le dejaron la parte más pesada. “Tú eres la más fuerte”, había dicho Minna entre risas. Normalmente se habría marchado dejándola con la cara pintada y todos los botes por el suelo, pero aquella noche necesitaba demostrar que volvía a ser la misma. A la gente y a ella misma. Caminaron durante unos minutos que a Amara se le hicieron eternos. Se adentraron por las más estrechas callejuelas de aquella parte de Berlín, girando en cada cruce y adentrándose cada vez más en las zonas oscuras. Un par de gatos dormitaban subidos en los muros más bajos, y algunas ratas correteaban por el suelo a toda velocidad. A Amara le costaba mantenerse erguida con tanto peso en la espalda,

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pero se había propuesto a ella misma lograr aquello, y el hecho de cargar con una mochila llena de pinturas era un simple obstáculo en aquella carrera. Por fin llegaron a la tienda y, sin poder evitarlo, se pararon unos segundos a contemplarla desde fuera. Era una tiendecita modesta y algo pequeña. Los cristales tenían algunos dibujos en forma de rosas o tulipanes. La puerta era de madera y tenía tallada a mano una amapola en la esquina inferior derecha, probablemente, hecha por los propios dueños de la tienda, al igual que los dibujos de los cristales. Un par de macetas pobladas de flores de colores adornaban la entrada. Minna se acercó y arrojó una de ellas al suelo, esparciendo la negruzca tierra sobre el suelo de la calle. —Lo único que hay que hacer es darle una buena patada a esta puerta — comentó mientras se acercaba a ella con aires de experta —. La cerradura está algo rota, y un golpe fuerte la romperá del todo. —Pero… —intervino Amara casi sin pensar. Todas le miraron. —Pero… ¿qué? —preguntó Minna intimidándola. —Nada, da igual. —Eso creía. “El grabado es tan bonito…” pensó. Le daba pena destrozar una tienda tan linda. Entonces recordó para qué estaba allí y sacudió la cabeza. No podía dejarse llevar por sus emociones. No otra vez. — ¿Quién le va a dar la patada? —preguntó Minna. Antes de que nadie pudiese contestar, Amara se colocó frente a la puerta y, utilizando toda la fuerza que podía, asestó una patada frontal a la parte de la puerta más cercana a la cerradura. Como acatando una orden, la puerta cedió lentamente y se abrió, dejando paso al interior del lugar. Era un sitio bonito, cargado de colores. Se respiraban múltiples aromas que recordaban inevitablemente al campo. No había un solo espacio tras el modesto mostrador despoblado de flores. El rojo predominaba sobre el resto de los colores. Estaba claro que tenían cierta preferencia por las rosas y amapolas antes que por el resto de las flores. Las chicas dejaron las mochilas en el centro de la sala y comenzaron a sacar las cosas. —Está bien, hay que remodelar este sitio. Sed creativas. Poco más tarde, Minna estaba arrojando macetas al suelo, Laura envolvía el ya roto mostrador con papel higiénico, Anna lanzaba cosas a los cristales, rompiéndolos

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en mil pedazos y agradeciendo que no hubiese vecinos cerca que pudiesen oírles, Alicia pisoteaban flores dejando todo el suelo manchado y Amara pintaba con una brocha sobre la pared. Cuando terminaron, aquel local parecía otro totalmente distinto. Las bisagras habían cedido poco después de la patada y la puerta estaba, literalmente, tirada en el suelo. Los dibujos de los cristales estaban esparcidos por todo el lugar, el mostrador estaba envuelto en papel higiénico, había tierra y flores pisoteadas en cada una de las esquinas, y en la pared estaba escrito en grande, con letras moradas y claras pasadas de brochas, “¡LARGO DE AQUÍ, JUDÍOS!”. Amara no fue capaz de escribir nada más ofensivo que aquello. Lo que sobró de los rollos de papel colgaba de las tuberías que sobresalían de la pared. Las sillas que en su momento se colocaron allí pensando en los clientes estaban tiradas y con las patas rotas. En definitiva, aquel lugar que a Amara le había parecido tan acogedor, se había transformado en un vertedero. Minna miró al susodicho vertedero con orgullo y sonrió. —Hemos hecho un buen trabajo, chicas —admitió. —Y hemos pasado un buen rato —añadió Anna. —Sí, yo me he reído bastante, pero ahora tengo un sueño horroroso… —se lamentó Alicia. Tiraron lo que había sobrado de pintura al suelo y por las paredes, recogieron los cubos vacíos y las brochas y se marcharon. Pasaron por encima de la puerta, pisoteando la amapola que Amara, en un principio, intentó defender, pero luego tumbó ella misma de una patada. Anduvieron tranquilas e hicieron el camino de vuelta entrando por las mismas calles por las que habían salido. Todavía seguían allí los mismos gatos, y alguna que otra rata se cruzó de nuevo en su camino. Pararon frente a la casa de Minna y dejaron los cubos y las brochas delante de la puerta. Poco después, cada una estaba haciendo su viaje de vuelta a casa. Amara llegó a su puerta pensando en qué había ocurrido aquella noche. Metió la llave en la cerradura y la giró empujando la puerta hacia ella para evitar que sonase demasiado. Cerró la puerta sigilosa y comprobó de nuevo que su padre continuaba en el sofá. Estaba exactamente en la misma postura que antes de irse. Dejó las llaves en la mesilla y subió despacio a su cuarto. Deshizo todo lo que había hecho bajo las sábanas y guardó cada cosa en su sitio. Miró el reloj de pared y advirtió que eran más de las dos. Había sido una noche agotadora. Se enfundó el pijama y se metió de nuevo en la cama. Necesitaba dormir. Comprobó que Natch estaba dormido a sus pies y siguió su ejemplo. Cerró los ojos poco a poco y se durmió.

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****** Había pasado toda la mañana con las BDM frotándose los ojos por el cansancio. No le sentaba bien no dormir, eso estaba claro. Erika no le había dirigido la palabra. Se había limitado a esquivarla durante todo el día y ya comenzaba a molestarse, así que, poco después de comer, fue a visitarla a su casa. Llamó nerviosa a la puerta y la recibió un rostro indiferente. —Dime —saludó Erika perdiendo su alegría natural. —Erika, yo… —Amara no sabía cómo disculparse. Quería hacerlo, pero tampoco sabía si serviría de algo—. Lo siento. Erika permaneció unos segundos en silencio. Finalmente, decidió hablar. —No me pidas perdón a mí, Amara. No es la tienda de mis padres la que habéis destrozado. — ¡Pero no quiero que estés enfadada conmigo! Entiéndeme; necesito recuperar el respeto de las demás. Además, lo que Nevin me ha hecho es imperdonable. Nunca debí relacionarme con judíos. Si me han educado de la manera que lo han hecho es por algo… —Entiendo tu forma de pensar, pero no la comparto. La venganza nunca trae buenas repercusiones. —Erika guardó silencio de nuevo, mientras miraba cómo su amiga bajaba la vista y empezaba a decaer de ánimos—. Amara, dime una cosa. Cuando Nevin venga triste porque la única manera de sostenerse económicamente que sus padres tenían ha desaparecido… ¿seguirás pensando que lo que has hecho es lo correcto? —Sí. —Amara contestó rápida, pero Erika podía notar el vibrar de su voz y su mirada temblorosa. No decía lo que realmente pensaba. El silencio se hizo notar de nuevo y la tensión se podría haber cortado con un cuchillo. —Como quieras. Yo me voy dentro. — ¡Espera! —suplicó la chica—. No me odies. —No te odio —respondió cortante— y nunca lo haré. Pero creo que has cometido un error, y espero que, como persona inteligente que eres, te des cuenta de eso pronto. Cuando lo hagas, avísame. Te recibiré de nuevo con los brazos abiertos. Hasta entonces, prefiero estar sola.

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Erika entró y cerró la puerta tras de sí, dejando a Amara con la palabra en la boca. Se marchó del portal de aquella casa, pensativa. Se lo había quitado todo. Había perdido todo lo que quería por Nevin. En aquel momento no le apetecía mucho ir con sus padres, así que se marchó a dar una vuelta por las calles de Berlín. Anduvo cabizbaja, sin saber muy bien adónde iba. Sus propios pies la adentraron en callejuelas que le resultaban extrañamente familiares. Poco a poco, las calles se hicieron más oscuras y estrechas, pero Amara estaba en otro mundo y no tenía miedo alguno. Estaba todo totalmente vacío, pero la chica notó una sensación que le era muy conocida y regresó repentinamente al mundo real. Miró rápido hacia todas las direcciones y comprobó que, para su alivio, no había nadie. Siguió perdiéndose por las calles de su ciudad, pero más alerta, escrutando cada rincón y comprobando que nadie la observaba. Unos minutos después, paró frente a la entrada de una calle. —Esto me suena mucho —susurró. Había una tienda con un cartel azul en la pared, y, en la esquina de la calle, una farola con el cristal roto. Se adentró un poco más y vio un edificio con las ventanas destrozadas y la puerta en el suelo. Se paró de nuevo y suspiró. —Espero que tú no tengas nada que ver con esto —le sobresaltó una voz muy familiar procedente de su espalda. Se giró asustada y vio el rostro de Eliza, que cargaba un par de bolsas mientras apoyaba un pie contra la pared. — ¿Eliza? —preguntó acercándose más a ella y creyendo que le engañaba la vista. —En persona. — ¿Qué haces aquí? —se apresuró a decir mientras intentaba parecer ajena a aquel destrozo. —Vine a comprar unas cosas —comunicó señalando las bolsas— y te vi. Como estos callejones son oscuros y peligrosos, pensé en advertirte de que por aquí no sólo merodean las ratas, pero estabas tan ausente que ni te diste cuenta de que estaba. Amara comprendió y miró al suelo. —Ahora dime; ¿tienes algo que ver con esto? — ¿Con qué?

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—Este local está destrozado. — ¿Y por qué crees que tengo algo que ver con eso? —Porque nadie se atrevería a entrar por estas calles si no ha estado antes, porque has estado un buen rato mirando este local con una expresión que dice “por qué lo hice”, porque estás tan nerviosa que sudas hasta por los ojos y porque yo casi nunca me equivoco. Amara se vio de repente en un callejón sin salida. Su expresión se tornó arrepentida y se le saltaron un par de lágrimas. —Déjame adivinar. Era una tienda judía, ¿no es así? Amara asintió entre llantos. — ¿Cómo lo sabes? —Por aquí abundan bastante, y no se me ocurre otra razón para que participes en algo así. Pero no entiendo por qué lo hiciste, sinceramente. Es cierto que no debes relacionarte con judíos, no son como nosotros; Pero con mantenerse al margen es suficiente. Yo creía que tú no te metías mucho en estos berenjenales. —No es una tienda judía cualquiera. Eliza recordó súbitamente la conversación que mantuvo con Erika acerca de Nevin. “Así que al final sí que es judío…”, pensó. —Es de la familia de Nevin, ¿no? A Amara se le encrespó el vello y se le abrieron mucho los ojos. Asintió y se limpió la nariz en su brazo. Nunca lograría entender cómo Eliza conseguía adivinar siempre la verdad en aquellas ocasiones. —Anda, ven —sugirió—; te invito a un chocolate y me cuentas qué ha ocurrido. Eliza le pasó el brazo sobre el hombro y la escoltó suavemente lejos de aquel laberinto de calles oscuras e interminables, cargando las dos bolsas en una sola mano.

Mientras las chicas se marchaban, Nevin salió de su escondrijo. Había seguido a Amara desde que la vio adentrarse en aquellos callejones. Contempló en silencio la destrozada tienda desde su posición y suspiró.

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—Todo se ha acabado —murmuró. Se dio la vuelta y se marchó de aquellas oscuras calles. ****** Lentamente, fueron deshaciendo el camino que la chica realizó a solas, viendo la luz exterior cada vez más clara y sintiendo que el olor a orina de gato desaparecía poco a poco. Al cabo de algunos minutos, regresaron a la civilización. Las calles estaban rebosantes de gente que andaba de un lado para otro, conversando con amigos o, simplemente, mirando al frente. La cafetería estaba a un par de calles que llegaron rápidas y sin previo aviso. —Esta mesa está bien —sugirió Eliza despertando a su acompañante de su estado de trance y haciéndole ver que estaban frente al local. Sin muchas ganas, ambas ocuparon un sitio en torno a la mesa y esperaron a que el camarero les atendiera. Un hombre calvo y corpulento apareció tras la puerta y siguió el itinerario habitual. —Buenas tardes, ¿qué les sirvo, señoritas? —Un café y un chocolate, por favor. El hombre cerró la libreta y asintió con la cabeza. Al cabo de unos minutos de amargo silencio apareció de nuevo con las dos bebidas sobre una bandeja plateada. Se marchó a atender otra mesa mientras ellas tomaban lo que habían pedido. —Bueno, llevas en silencio desde que hemos venido de la tienda. ¿Qué es lo que te ocurre? —Necesitaba pensar sobre las palabras adecuadas para contar lo que ha pasado. — ¿Lo has pensado ya? —Más o menos. —Pues puedes contármelo. El silencio hizo acto de presencia nuevamente. Las dos dieron un largo sorbo a sus bebidas y continuaron con la conversación. —No tengo ni idea de por qué piensas que Nevin es judío —murmuró. Eliza encogió los hombros tratando de ocultar el evidente hecho de que se lo habían

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contado—, pero has acertado de pleno. El caso es que… bueno, resumiendo, me ha dejado —aclaró, omitiendo el hecho de que había comenzado a salir con otra chica. —Ajá; entonces supongo que querrías vengarte, ¿no? —Eliza cogió de forma elegante la taza y dio un sorbo corto al café. A Amara no le sorprendió la falta de tacto de su profesora. —En parte, pero no sólo eso —confesó. Eliza dejó la taza de café sobre la mesa y meditó unos instantes. Tras unos segundos en silencio, la miró con una expresión de duda. —Supongo que me contarás de que se trata, ¿no? Amara entrelazó los dedos de ambas manos sobre la mesa. —Quería volver a ser yo. Quería demostrar que soy yo de nuevo —admitió, casi en un susurro. —Pero la Amara que yo conocía no destrozaba tiendas judías. —Eliza miró a la chica en silencio—. ¿Sabes qué? Creo que te has dejado influenciar mucho por algunas personas que no son de tu ambiente habitual. No te estoy diciendo que vuelvas con Nevin, ni mucho menos. Eso no te conviene. Pero creo que deberías ser tú, y no lo que otras personas quieren que seas. El camarero llegó repentinamente colocando una bandejita sobre la mesa con un número en un papel. Eliza dejó los Reichmarks correspondientes sobre ella y se levantó. —Aclárate lo que tienes en la cabeza, Amara —dijo antes de marcharse por donde había venido. Amara observó a su profesora irse y doblar la esquina de la calle. Con una cuchara que antes había sido utilizada en el café de Eliza, comenzó a remover su bebida. El chocolate se había quedado todo al final del vaso. Cuando se transformó de nuevo en una mezcla homogénea, dio un largo sorbo y se bebió todo lo que quedaba. Se levantó y, comprobando que el dinero que había en la bandeja era para pagar ambas bebidas, se marchó. Tenía pensado volver a su casa, darse una buena ducha y echarse una siesta que realmente necesitaba, pero sus pies se detuvieron frente a la puerta de Erika, a quien debía una disculpa. Dudando un poco antes de actuar, llamó con los nudillos, deseando que su amiga tuviese un acto de compasión y abriese la puerta. ******

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Faber se sentaba en su imponente sillón, como de costumbre, cuando su visitante habitual entró por la puerta tras una orden suya. —Buenos días —saludó con una sonrisa. —Hola —contestó sin mucho entusiasmo. Faber se sorprendió por el seco saludo del inquilino, pero continuó la conversación sin darle mucha importancia. —Bueno, creo que traes buenas noticias, ¿no? —Supongo. — ¿Supones? —preguntó comenzando a alterarse—. ¿Puedes dejar de comportarte así? Me irritas. —El hombre se repeinó el pelo con las manos—. Dime ya qué tal ha salido todo. —No lo sé. Faber estaba empezando a desesperarse. — ¡¿Cómo que no lo sabes?! ¡¿Quieres comportarte como un adulto?! —gritó levantándose de su asiento. Entonces se dio cuenta de que había perdido los papeles y se sentó. Su acompañante no sólo no se inmutó, sino que ni siquiera se dignó a mirarle a la cara ni un solo instante—. Dime ya qué ha pasado, por favor. El individuo miró por primera vez a Faber a la cara y suspiró. Realmente, él no sabía si había ido bien o mal, pero sí que había salido como Faber quería. —Ha salido todo como esperábamos. No entiendo cómo lo has conseguido, pero ha acabado saliendo a tu gusto, Faber. —Bueno, en ese caso, ahora sólo hay que mantener unos días más de vigilancia para asegurarse de que todo sigue según lo previsto. — ¿Es necesario que sea yo el que mantenga la vigilancia? —Totalmente necesario. Si no, podrían sospechar. — ¿Sospechar por qué? —Pues sospechar porque alguien a quien no han visto en su vida les observa sin parar. —Pero yo… no sé si seré capaz.

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—Tienes que serlo. Si no, no te espera nada bueno, y lo sabes. El inquilino inclinó la cabeza y miró la mesa que tenía bajo sus manos. Ya había olvidado por qué hacía lo que estaba haciendo. —Escúchame; sabes quién eres y sabes lo que tienes que hacer. No necesitas nada más para realizar el último tramo de la misión como es debido. “Sé quién soy”, pensó. ¿Realmente sabía quién era en esos momentos y qué debía hacer? Sabía quién quería Faber que fuese y qué quería que hiciese, pero eso era lo que Faber quería. “¿En quién me he convertido? ¿Seré capaz de hacer lo que me piden?”. —Hazlo por tu padre. Aquella frase fue como un jarro de agua fría para el individuo, que recordó al instante por qué estaba en eso. Su expresión se tornó segura de nuevo y asintió con la cabeza. —Mantendré la vigilancia. ¿Cuántos días? —Con dos o tres días será suficiente. El inquilino asintió otra vez y se levantó de su asiento. —Espera —dijo Faber, llamando su atención, unos segundos antes de que saliese por la puerta—. No me decepciones, Nevin. —No lo haré —fue lo último que dijo antes de desaparecer de aquella habitación. ****** Para su sorpresa, Erika no sólo le había abierto la puerta, sino que, además, le había servido zumo y había permitido que se sentase en su sofá mientras escuchaban la radio; quizás porque sabía que venía a disculparse. Al cabo de unos minutos y un par de vasos de zumo, Amara se dignó a dar disculpas y explicaciones. Apagó la radio y comenzó a hablar. —Erika, yo… lo siento muchísimo. He estado hablando con Eliza, y me arrepiento de lo que he hecho. No sé cómo he podido hacer lo que he hecho. —No me tienes que pedir perdón a mí, sino a Nevin. Lo que has hecho estuvo mal.

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—Ya lo sé, pero sentía la necesidad de pedirte disculpas. No te hice caso y ahora me doy cuenta de que tú tenías razón. —Está bien, está bien. Sabes que sería incapaz de no perdonarte. Pero espera, ¿qué es eso de que has hablado con Eliza? —Una historia muy larga —contestó mientras se levantaba del sofá—. Ahora me voy a casa. Necesito una ducha y un buen descanso. Erika la acompañó hasta la puerta. Se despidieron y cada una entró en su casa. Amara se sentía considerablemente mejor tras las conversaciones con Eliza y Erika. Entró y vio de nuevo la esvástica sobre la puerta. No sabía qué pensar exactamente acerca de ella, pero decidió olvidar el tema. Subió las escaleras y entró en el baño. Se acuclilló frente al grifo y lo abrió. Esperó que el agua se volviese tibia y se enderezó. Abrió el paso del agua a la manguera de la ducha y se dejó acariciar por las suaves gotas que caían sobre ella. Poco después, se encontraba sosteniendo a Natch frente a su cama y con el pijama rozándole la piel. Se le había hecho bastante tarde tras la visita a Erika y la larga ducha, y ya sólo quedaba tiempo para echar un vistazo por la ventana antes de irse a acostar. Dejó sobre la cama a su gato, que se revolvió hasta encontrar la postura más cómoda a los pies de la cama, y se acercó a su ventana. Inevitablemente, recordó a Nevin llamándola desde su jardín. No pudo contener una lágrima que escapó mientras regresaba a su cama. Se metió bajo las sábanas y pensó en que el día siguiente era lunes, y, de una forma u otra, se acabaría cruzando con Nevin. Eso le inquietó bastante, pero el sueño pudo con ella, a pesar de todo. ****** Las primeras horas de instituto se las pasó cabeceando. Tenía muchísimo sueño, y, a veces, le costaba mantener los párpados abiertos. Le sobresaltaron varias subidas de tono de su profesora, quien, por cierto, no se dio cuenta en ningún momento del estado de Amara. El recreo, por tanto, llegó como un milagro. Como era costumbre, la chica se sentó con Erika bajo el árbol de siempre y hablaron, hasta que vieron a Nevin apoyado contra la pared en la zona de los chicos. Las estaba observando, y, nada más darse cuenta de que le miraban, se giró. —Esto se acabó —gruñó Amara mientras se levantaba del suelo. — ¿Adónde vas? —preguntó Erika desde su asiento. —No puedo seguir así con él. No se me da nada bien ocultar cosas, y ahora mismo lo estoy pasando realmente mal. No puedo soportar haberle hecho esto a la persona que quiero y no haber pedido ni una mísera disculpa.

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La chica se encaminó, esquivando las miradas de los profesores que solían estar más centrados en su comida, a la zona masculina del patio. Comprobó que Nevin hacía ademán de irse de allí sin ser visto, pero lo agarró por el brazo y le obligó a mirarle a la cara. —Nevin, escucha, tengo que decirte algo. —Ahora mismo no tengo ganas de hablar, ha pasado algo… muy malo en mi familia. Amara suspiró. —Sé qué es lo que ha pasado en tu familia. Y, en gran parte, soy culpable. Nevin se giró mirándola directamente a la cara y mostró dolor en su rostro. —Verás, yo… No me odies por esto, pero colaboré con algunas chicas para destrozar la tienda de tus padres —confesó, ignorando que el chico la había seguido el día anterior, cuando se cruzó con Eliza y le confió lo que había hecho. Nevin permaneció en silencio sin hacer intento alguno de zafarse de las manos de Amara; simplemente, miraba dolido. — ¡Lo siento mucho! Yo… —se disculpó mientras empezaba a lagrimear—, ¡yo no pensaba en lo que hacía! ¡Sé que me odias, y, aunque estés con otra, yo te sigo queriendo y haré lo que sea necesario para ayudar a reconstruir lo que he roto! Ver lágrimas en el rostro de Amara fue algo que Nevin no pudo soportar, pero debía mantener la compostura. —Déjame —suplicó mientras, por fin, se sacudía las manos de Amara de encima—. Quiero estar solo. Amara permaneció de pie frente a él, observando, impotente, cómo toda esperanza de que la perdonase se desvanecía en el aire. — ¡Lárgate! —gritó, aparentando dureza, aunque, en el fondo, era tristeza lo que amenazaba con salir al exterior. Nevin corrió lejos de ella, esquivando al resto de alumnos y manteniendo una ardiente chispa de ira en su mirada. Amara permaneció sola, de pie, ignorando que cinco chicas estaban observando cómo se derrumbaba y miraba al suelo, incapaz de hacer nada por la persona que quería y que, en esos momentos, parecía odiarle.

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—No puedo creerlo —murmuró Sarah, incrédula. —Le dimos una oportunidad de oro y mira cómo la desaprovecha —se quejó Alicia. Laura, Anna y Minna observaban sentadas el espectáculo. Estaban lo suficientemente cerca como para oír parte de la conversación, pero lo suficientemente lejos para pasar desapercibidas. —Hay que hacer algo —sugirió Minna, levantándose—. ¿Se cree que se va a ir de rositas tras delatarnos y rendirse al enemigo? Pues se equivoca. Todas las chicas se levantaron y siguieron a una Minna llena de orgullo hasta la posición de Amara, que las contempló llegar asustada, pero se mantuvo firme. —Rosenbauer —la llamó Minna, en tono seco y cortante. —Faber —contestó con expresión seria. —Te hemos escuchado en toda la conversación, ¿sabes? —No querrás una medalla, ¿no? Sarah esbozó una extraña sonrisa escondida que borró de su cara nada más sentir la mirada del resto. —Estamos hartas de ti, Rosenbauer. No eres de los nuestros, pero tampoco de los suyos. O te decides, o tendrás a todos en tu contra. Amara meditó unos instantes acerca de sus palabras. —Pues yo estoy harta de vosotras —contestó, dejando anonadadas a Minna y a las espectadoras en aquella conversación—. Estoy harta del mundo en el que vivimos y quiero poder querer a Nevin si me da la gana. Estoy harta de tener que elegir. —Pues es lo que hay. La Alemania actual está dividida entre la gente que va con el partido y la que no, y seas del grupo que seas, el otro estará contra ti. Ten en cuenta quién es el grupo más poderoso cuando elijas, Rosenbauer. —Te equivocas, no tiene por qué ser así. —Pero lo es. Así que, o dejas las BDM y todo lo relacionado con ellas, o te olvidas para siempre de Nevin y todo lo que le rodea. Creo que está clara la mejor opción.

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Amara dudó, pero no acerca de qué contestar, sino acerca de cómo decirlo. —Está bien —dijo, no muy segura de que su respuesta fuese la más indicada—, elegiré. Dejo las BDM.

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CAPÍTULO 8: —Voy a dejar las BDM —suspiró, nada más llegar al sitio en el que su amiga se sentaba. — ¡¿Que vas a hacer qué?! —preguntó, sin poder terminar de creerse lo que oía. Erika se levantó de un salto. Lo primero que Amara había dicho había sido como una bomba para la chica. —Que voy a dejar las BDM. —Pero… ¿Pero, por qué? Amara se sentó y se agarró las piernas flexionadas con los brazos. Suspiró. Su amiga la siguió y se sentó junto a ella. —Porque estoy harta. No soy capaz de olvidarme de Nevin, y no puedo seguir en las BDM en estas condiciones. Minna me ha abierto los ojos. —Pero tu padre va a matarte… —Ya ni me habla. Además, tampoco tiene por qué enterarse, ¿no? — ¿Más mentiras? Te estás volviendo una rebelde —bromeó entre risas, intentando calmar la conversación. Amara enterró el rostro entre sus brazos. Notaba todas las miradas de Minna y las demás clavándose en su persona, pero no les dio importancia. —Y, cuando se lo has dicho a las chicas, ¿qué te han dicho? Amara levantó la cabeza de nuevo. —Pues lo lógico, que si me meteré en líos, que si estoy acabada… Lo que cabe esperar, teniendo en cuenta lo que voy a hacer. —Intenta no salir mucho de casa, no te vayan a pegar —bromeó de nuevo, y soltó una carcajada. Amara le contestó con una simple media sonrisa. Erika notaba la desesperación en su amiga, aunque no la hubiese demostrado. Sabía que se sentía sola en todo ese asunto. —Pues mira, ¿sabes qué? —preguntó. Amara le miró y encogió los hombros—. No vas a estar sola. Yo también dejaré las BDM.

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— ¡¿Qué?! —se alteró—. ¡No! ¡No, no, no! ¡Tu padre sí que te matará! ¡Te echará de casa! ¡Te pegará! ¡No puedes hacer eso! —gritó mientras se levantaba, casi inconscientemente. —Bueno —sonrió—, no tiene por qué enterarse, ¿no? —Llamarán a tu casa, Erika. —Sólo tengo que estar atenta al teléfono. Amara intentó intervenir, pero Erika se le adelantó. —No me vas a convencer. Llevo tiempo queriendo dejar las BDM y esto es la excusa perfecta —rió. Aunque, en el fondo, tenía mucho miedo. —Entonces, ¿hoy no piensas ir con las BDM? —No, y tú tampoco. Nos vamos las dos a dar una vuelta. O, si lo prefieres, mi padre vuelve tarde. Podemos quedarnos en mi casa con la radio y un par de zumos. Amara sonrió y asintió. No era nada del otro mundo, pero era una buena forma de pasar una tarde.

En el otro lado del patio, Minna y el resto de las chicas observaban atentas a las dos amigas. —Quién demonios se habrá creído que es… —murmuró. — ¿Crees que su amiga la respaldará? —preguntó Anna. —Puede ser. —Minna suspiró—. ¿Sabéis qué? Ya estoy cansada de tantas tonterías. Hay que actuar, y rápido. Hay que conseguir que se le quiten las ganas de ser “una rebelde”. —Sí, nos ha delatado —se quejó Laura—. Creo que deberíamos hacer algo al respecto. —Ya se nos ocurrirá algo. Ahora deberíamos volver a clase —sugirió Alicia justo al llegar la hora de regresar a los estudios. ****** Un humeante plato de pasta descansaba sobre la mesa de la cocina. Sólo uno. Los padres de Amara ya habían comido. La señora Rosenbauer tuvo la amabilidad de

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dejarle un plato preparado, quizás para que no tuviese que hacerlo ella. Comió rápida, sin apenas saborear la deliciosa comida de su madre, y recogió su plato. Lentamente, avanzó hacia el salón, donde pudo ver a sus dos progenitores sentados, escuchando la radio. —Me voy —dijo, intentando llamar la atención de ambos, aunque sólo su madre se giró. — ¿Adónde? —Pues con las BDM, como siempre —mintió esperando no ser descubierta. —Que te lo pases bien —susurró, girando de nuevo la vista y acomodándose en el sofá. Se despidió con una última mirada y agarró las llaves de la mesita del pasillo. Abrió la puerta, y se marchó.

A pocos metros de allí, Nevin refunfuñaba mientras se dirigía a esa calle. —Mantener la vigilancia —susurró—. ¿Pará qué? Hará lo mismo de siempre; comerán, se marcharán, volverán por la noche, cenarán y a dormir —se quejaba mientras giraba la esquina—. Faber sólo quiere hacerme la vida imposible, estoy seg… El muchacho se escondió tras la esquina de nuevo, asomando un poco la cabeza para poder ver qué pasaba. La chica llamó a la puerta y, poco después, desapareció tras ella. —Tranquilo, Nevin. Saldrán en breve. Tienen que hacerlo. ¿Para qué iban a pasarse la tarde allí si tienen que irse? Nevin trataba de convencerse de aquello, pero, en el fondo, sabía que algo no iba bien, y lo pudo comprobar con el paso del tiempo. Pasaron unos minutos, y luego una hora, y nadie salía de aquella casa. —Se acabó —gimió—. Gracias por fastidiarme la tarde. El chico comenzó a andar deprisa en dirección al edificio en el que trabaja Faber. Tenía cosas que contarle. Debería haber salido todo bien, pero era obvio que había algo que fallaba en todo aquello. El joven pensaba en esto mientras se acercaba al edificio en cuestión. Entró por una pequeña puerta y acabó en un lujoso lugar, lleno de gente aparentemente importante. El sonido de sus zapatos al chocar contra aquel

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suelo era chirriante. Giró pasillos, entró por puertas y, finalmente, se encontraba frente al despacho de Faber. — ¿Quiere algo, señor Löwe? —preguntó uno de los hombres que custodiaban la puerta. Ya lo conocían todos, debido a lo mucho que se le veía por allí últimamente. —Pasar. —Necesita una cita concertada para eso, señor. Me temo que no podré dejarle pasar. —Venga, hombre —suplicó fingiendo un exagerado tono de desesperación en su voz—. Es totalmente necesario. Y va en serio. —Lo siento, pero es imposible. —Está bien, me iré —gimoteó dándose la vuelta. El hombre que custodiaba la puerta asintió satisfecho y giró la vista un segundo para comprobar el otro pasillo. En ese instante, Nevin corrió y abrió la puerta de golpe, ignorando la mano que acababa de agarrarle fuertemente la camisa. —Oh, Nevin. Qué sorpresa —susurró Faber, levantando la vista de los papeles que se esparcían por toda la mesa—. ¿Es muy urgente? —Sí. —Déjale pasar —ordenó mirando al hombre, que, inmediatamente, soltó la camisa del chico e inclinó la cabeza a modo de asentimiento. El hombre le lanzó una mirada furtiva a Nevin, que le contestó con una pícara y burlona sonrisa muy característica suya. Poco después cerró la puerta y se marchó, dejándolos solos. —Siéntate —suplicó Faber. —Gracias —dijo mientras apartaba el sillón de la mesa para poder acceder a él—. Lo que tengo para contarte es una mala noticia. —No me gustan las malas noticias. —Lo sé, pero hay que afrontar lo que toca. Faber soltó un bolígrafo al que llevaba un rato dándole vueltas y suspiró.

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—No sé qué demonios te pasa en esta misión, pero me estás decepcionando. No era tan difícil para el número de complicaciones que estamos teniendo, y, sobre todo, por tú culpa. —No soy yo, y tampoco la misión. Es el sujeto. Es problemático porque tiene un carácter fuerte. No se rinde. — ¿Qué quieres decir con que no se rinde? —Creo que tú dirías algo así como que hemos creado un monstruo. —Sé más específico, por favor. —Hoy ha faltado a sus obligaciones, y sabes a cuales me refiero. Creo que las ha dejado y que se ha vuelto en nuestra contra, más o menos. Faber le miró con las manos cruzadas frente a la boca. —Hay que hacer algo. —Efectivamente —contestó, conteniendo las risas. El hombre se veía claramente nervioso por no tener la situación bajo control. —Tú ve a mantener la vigilancia, tal y como estaba planeado, por si cambia de opinión. Yo iré pensando algo y te llamaré si tengo noticias. Haz tú lo mismo. —De acuerdo —asintió, aceptando, muy a su pesar, continuar con la vigilancia. —Ahora lárgate de aquí, estoy empezando a estar de los nervios. Nevin asintió con la cabeza y se levantó del sillón. Abrió la puerta y, frente a él, se encontró al mismo hombre que lo retuvo hace unos momentos, mirándole con odio. El joven se limitó a sonreír con malicia y salió de aquel pasillo. Cuando Faber se aseguró de que se había ido, trató de volver a sus asuntos, pero la cabeza no dejaba de darle vueltas. Ahora había que planear otra estrategia. Solían tener muchas por si la primera no funcionaba, pero, teniendo en cuenta cómo había acabado la primera, no sabría si alguna de las demás surtiría algún efecto. Dejó escapar un suspiro. —Espero que todo vaya bien —susurró—. Tampoco es una misión tan difícil. ****** Se había hecho algo tarde, pero no lo suficiente como para que las chicas de las BDM estuviesen de camino a casa. Amara y Erika seguían absortas en sus asuntos,

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pues el señor Engels tardaría en llegar. El sonido de la radio era lo único que se oía en la habitación, hasta que Erika se cansó tras varias horas de silencio. —Amara —susurró apagando el aparato para poder hablar mejor. La chica giró la cara indicando que la escuchaba y esperó a que su amiga continuase. — ¿Puedo preguntarte una cosa? —Claro, dime. — ¿Por qué has hecho esto? Quiero decir… ¿Por qué has dejado las BDM? ¿Sólo por Nevin? Amara comenzó a dudar. ¿Realmente era sólo por Nevin? ¿Qué le había hecho cambiar de opinión tan radicalmente? —Yo… no lo sé. Creo que, quizás, la manera en la que nos han educado sea un poco excesiva. No sé, piénsalo. —Erika guardaba silencio, escuchando atenta cada palabra—. ¿De verdad son tan diferentes? Son personas, ¿no? —La chica agachó la cabeza, insatisfecha con su propia respuesta—. Aunque, en gran parte, esto que estoy diciendo es gracias a que he conocido a Nevin. Y sé que debería odiarlo por lo que me ha hecho, y darme cuenta de que todos ellos son iguales, pero… —No, lo que haces es lo mejor —la consoló su amiga, pasándole un brazo por encima del hombro—. Es cierto que Nevin se ha portado muy mal contigo, pero ha sido sólo él, no todos los judíos del mundo, ¿entiendes? —Ya, pero tampoco puedo odiarlo a él. Las dos permanecieron de nuevo en silencio. Erika se ahorró preguntar por qué no podía, pues lo sabía más que de sobra. Nevin realmente le había llegado hondo. En medio de aquel silencio no del todo incómodo, sino, más bien, reconfortante, pudieron oír cómo unas llaves giraban la cerradura de la puerta principal. Ambas se alteraron. —Erika, tu padre volvía tarde, ¿no? —Eso creo —dijo casi en un susurro—. Eso me dijo, por lo menos. —Todavía no ha acabado la sesión con las BDM, lo sabes, ¿no? —Lo sé —respondió asustada.

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Si el señor Engels veía que no habían ido con las juventudes, podía hacer cualquier cosa. Estaban seguras de que, además de informar a los padres de Amara, como era obvio, Erika acabaría realmente mal. Ninguna habló más, pero el miedo que sentían se podía adivinar fácilmente en sus ojos. Sabían que no podrían esconderse, pues para llegar a cualquier habitación de la casa en la que el señor Engels no fuese a entrar había que subir las escaleras, y, para ello, pasar frente a la puerta por la que acababa de entrar. Los pasos cada vez se oían más cerca y Amara se sentía totalmente impotente por no poder ayudar a su amiga en aquella situación. Erika respiraba entrecortadamente y tenía los ojos muy abiertos. En el fondo, agradecía el haber apagado la radio. Así, su padre no las oiría y el infierno no llegaría tan de repente. Comenzaron a ver la punta de los zapatos negros tan reconocibles del señor Engels, y Amara pudo sentir la respiración de su amiga como si fuese suya. Poco después, el resto del hombre apareció en el salón. La primera expresión que adoptó su cara no fue de enfado, sino de sorpresa. Miró de reojo el reloj de pared y entonces llegó aquella cara que tanto temíamos ver. —Erika —masculló, escupiendo las palabras. Erika no contestó, se limitó a tragar saliva, nerviosa—. ¿Qué haces aquí? —Yo… —Deberías estar con las BDM. —Me encontraba mal y decidí no ir… —improvisó, deseando, con todas sus fuerzas, que su padre no rechazase aquella excusa. —Y Amara también se encontraba mal, supongo. —Ella… —Erika no sabía cómo defenderse. El duro rostro de su padre sólo conseguía impedir que pensase con claridad. —Vete —gruñó. No miraba a nadie, pero Amara entendió perfectamente que se refería a ella. Amara no se movió un ápice. En principio era porque estaba paralizada, pero también se negaba a dejar a su mejor amiga en manos de un hombre que le podría hacer más daño del que se imaginaban. —He dicho que te vayas de mi casa. Y ten por seguro que tus padres se enterarán de esto. Yo que te creía una buena influencia —despotricaba mientras miraba directamente a su hija.

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Amara miró a su amiga, buscando una respuesta. —Vete —suplicó Erika. La chica negó con la cabeza. No podía dejarla sola, teniendo en cuenta que había sido ella la que había hecho que se quedase en su casa, haciéndole compañía. —Hazme caso. Por favor, vete —insistió. Amara no tuvo elección. Su amiga la empujó suavemente con las manos para levantarla del asiento. Pasó junto al señor Engels y se detuvo. Miró a su amiga con tristeza. —Lo siento —susurró. Tras eso, le lanzó al padre de Erika lo que pretendía ser la más dura de sus miradas, pero no pudo evitar soltar una lágrima, que ablandó su expresión. Poco después, se oyó el duro sonido de la madera que componía la puerta, estrellándose con un duro golpe contra su propio marco. Amara había dado aquel portazo en señal de su enfado y preocupación por Erika, que le agradeció aquel gesto. —Qué demonios haces aquí, y no pienso volver a preguntarlo. ¡Quiero la verdad! —gritó alterado. —Padre, sólo ha sido hoy porque Amara no se encontraba bien —suplicó, omitiendo la parte de que ambas habían dejado las BDM. — ¡Tu obligación es ir! ¡Me importa muy poco lo que Amara haga! Interrumpiendo los gritos del señor Engels, el teléfono resonó por todo el salón. Erika se alivió unos segundos por aquella tregua, pero recordó la conversación con Amara esa misma mañana. “Llamarán a tu casa, Erika”, “Sólo tengo que estar atenta al teléfono”. —Yo lo cojo —murmuraron sus labios con voz casi robótica, antes de que ella misma les diese permiso. —Ni hablar —contestó su padre—. Tú te quedas donde estás. La chica se sintió perdida. “Ya está”, pensó, “este juego se ha acabado en menos de un día”. —Familia Engels, ¿dígame? —saludó su padre a la persona que estaba tras el auricular, que, probablemente, fuese Krause, o Bär si había suerte. Ella, por lo menos, disfrazaría un poco los hechos—. Ajá… Sí… —Cada vez bajaba más el tono de voz, y no podía evitar temerse lo peor. La conversación continuó un par de minutos con el señor

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Engels en silencio, sólo escuchando, hasta que, finalmente, pareció que acababa—. Muchas gracias… Sí… Sí, sí, eso haré. Gracias. Hasta pronto —murmuró en un tono de voz casi inaudible antes de colgar el aparato. Erika no preguntó quién era, porque sabía que su propio padre aclararía las dudas. —Era la señora Krause. “Será mala suerte”, pensó. —Dice que hoy han hablado con ella unas compañeras tuyas. —En aquel instante pasó por su cabeza la imagen de Minna seguida de todo un cuarteto de chicas hablando con las monitoras. Sí, era lo más lógico. “¿Quién si no Minna?”, se dijo—. Al parecer, has dicho algo así de “dejar las BDM”. Espero por tu propio bien que eso no sea cierto. —Yo no dije eso. —Y era verdad, ella no lo dijo. Fue Amara. Erika, simplemente, se limitó a apoyarla. — ¡Cállate! —gritó enfurecido arreándole una bofetada. Erika no se llevó la mano a la zona dolorida, aunque fue su primer impulso, por el simple hecho de no mostrar debilidad—. No me mientas, Erika. No nací ayer. Ambos permanecieron en silencio unos segundos, cosa que a Erika extrañó bastante. Normalmente, su padre le habría propinado algunos golpes, se habría cansado y cada uno a su cama. Pero claro, aquella vez la cosa se enredaba en todo el tema de las BDM, algo que, en aquella casa, nunca podía criticarse. —Me parto el espinazo todos los días para tener sobre la mesa una comida a la que le puedas hincar el diente. Te consiento cada capricho, y lo único que pido a cambio es que cumplas tus obligaciones como joven alemana que eres. ¿Era tanto pedir? “¿Qué capricho? Lo único que hace es hacerme la vida imposible”, pensaba. No podía decirlo en alto, o el castigo sería mucho peor. —Vete —murmuró. Erika hizo ademán de hablar, pero su padre la interrumpió de nuevo—. He dicho que te vayas. Lárgate. Piensa en lo que has hecho, y, cuando recapacites, a lo mejor me pienso dejarte entrar de nuevo. Erika se quedó en blanco mientras su padre la empujaba fuera de la casa. Se sentía incapaz de reaccionar. Sólo sintió que era ella cuando oyó un portazo tras de sí y le asaltó el frío viento nocturno que corría por las calles de Berlín.

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Las chicas ya volvían de estar con las BDM, y, en teoría, ya deberían haber llegado a sus respectivas casas, pero decidieron tomar una ruta alternativa para ver qué tal les había ido a Amara y Erika. Aquella tarde habían salido a pegar algunos carteles por las calles, cosa que hacían a menudo. Les había sorprendido que Amara cumpliese su palabra. Ya sabía lo que iban a hacer esa tarde, y a ella le encantaba. Siempre que salían ella era la primera en encontrar los sitios para pegar los carteles, y, puede que por el simple hecho de sentir el aire en la cara, era de las pocas ocasiones en las que sonreía con sinceridad. Nadie entendía cómo podía haber cambiado de opinión de tal manera respecto a las BDM, que tanto le importaban. Pasados pocos minutos, se encontraban girando la esquina de la calle, en dirección a la casa de Amara, pero cambiaron de destino al ver a Erika delante de su puerta. Se acercaron un poco y la vieron petrificada, con la boca entreabierta, mirando fijamente hacia delante. —Vamos a ver qué le pasa —susurró Minna cerca del resto de las chicas—. ¿Qué, te han echado de casa? —dijo alzando la voz. Erika permaneció en silencio, pero cambió rápidamente su expresión por una más desafiante. —No me ignores —ordenó, en tono enfadado. —Minna —masculló, girando la cabeza para mirarla directamente a los ojos—, no te incumbe en absoluto lo que me pase, ¿de acuerdo? —Sí, bueno, en eso te equivocas. Quiero asegurarme de que mi venganza ha salido a pedir de boca. La furia empezó a subir por todo su cuerpo, haciendo hervir su sangre, en el mismo instante en el que pudo ver una sonrisa en la cara de Minna. Quiso lanzarse, empujarla, estrangularla hasta que no le quedase un suspiro que pudiese soltar, pero se contuvo. No iba a darle la satisfacción de verla en aquel estado. —Pues siento decepcionarte —contestó—, pero aunque yo esté ahora en la calle, mañana a estas horas estaré durmiendo en mi cama, y aún no he visto que Amara salga de su casa, por lo que deduzco que sus padres ni se han enterado de lo ocurrido. Te he visto poco hábil esta vez, Minna. El cuarteto de chicas comenzó a reírse discretamente. Minna se percató de ello y comenzó a irritarse. —Escúchame bien, Engels; vuelve a intentar dejarme en ridículo y te arrepentirás.

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Fingió reír para demostrar que, aunque estuviese sola contra cinco, controlaba la situación. —No me hace ninguna falta, lo haces muy bien tú solita, Faber. Casi sin pensarlo, Minna le propinó una bofetada con la mano abierta en plena cara. Entre aquella y la de su padre, ya iban dos en menos de una hora, y estaba comenzando a no sentir su propio moflete. —Te dije que te arrepentirías —anunció, orgullosa de sí misma. —Estoy muy acostumbrada a estas cosas como para que me afecte un golpecito de una chica como tú. Vete a casa; no tienes nada que hacer aquí. El cuarteto que seguía a Minna comenzó a sentirse indignada. En un principio había tenido gracia que dejase en ridículo a la chica más perfecta que conocían, pero la cosa ya pasaba de castaño a oscuro, y no pensaban tolerar aquella situación. —No eres nadie para hablarle así a Minna, Engels —masculló Alicia, dejando de estar en segundo plano y acercándose más a la escena principal. El resto siguieron a la joven y se colocaron en círculo alrededor de las dos muchachas. Erika estaba empezando a asustarse, pero rió de nuevo, fingiendo continuar al mando de todo el asunto. —Si no os importa, me marcho. Tengo mejores cosas que hacer que discutir con cinco maniquíes. Erika se giró, dispuesta a marcharse a un parque cercano a pasar la noche. La casa de Amara no era un buen lugar, teniendo en cuenta la llamada que recibirían en breve; sin embargo, Minna la agarró del brazo tan fuertemente que dejó las marcas de sus uñas en él. —Tú no vas a ninguna parte —farfulló, con la cara roja de rabia. — ¿Y qué me vas a hacer si no te hago caso? —preguntó intentando mantener un tono de voz constante, para esconder el dolor que le producían las uñas de la chica. Antes si quiera de que le diese tiempo a verlo, Minna le golpeó fuertemente la cara con el puño, descargando parte de su rabia. Erika cayó al suelo, se incorporó como pudo y se pasó una mano por la nariz, que había empezado a sangrar. —Te lo tienes bien merecido —se regodeó Laura, que fue coreada por todas.

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Erika se levantó del frío suelo. Aquella vez si vio el puño de Minna dirigiéndose directamente hacia ella, y le dio tiempo a pararlo con un rápido movimiento de mano. Se dispuso a devolvérselo, pero antes de que pudiese darse cuenta, tenía encima al resto de las chicas. No pudo ver muy bien quién, le clavó la rodilla directamente en el estómago. Se inclinó con las manos en la barriga, pero se reincorporó rápida, a pesar del punzante dolor en el lugar del impacto. La nariz continuaba sangrando y le había venido un fuerte mareo a causa del dolor. Lanzó una patada al aire, que, casualmente, atizó a una de ellas. Eso la reconfortó un poco. Haciendo caso omiso de todos los dolores internos y externos, continuó en pie, lista para defenderse, pero, por desgracia, eran demasiadas, y ella se encontraba demasiado mal. Notó cómo alguien le agarraba los dos hombros y, agachándola un poco, le daba otro rodillazo, pero, esta vez, en las costillas. Supuso que aquel último golpe fue por parte de Minna, debido a que era extraordinariamente fuerte. Comenzó a dolerle el pecho, y deseó que no se le hubiese roto ninguna costilla. Cayó de rodillas y sintió múltiples patadas que la tumbaron en el suelo, golpeando tanto sus dos costados como la espalda y el pecho. Ya no tenía fuerzas para pelear y se dejó golpear. Esperaba que se fueran pronto, pero permanecieron un largo rato pateando lo poco que quedaba de ella. Cuando por fin dejó de sentir los golpes, escuchó un sonido proveniente de una de las chicas y notó saliva cayendo directamente en su cara. Dos más imitaron a la primera y escupieron en Erika, que permanecía hecha un ovillo en el suelo. Cuando escuchó las pisadas y las risas alejándose, se intentó incorporar, pero a medio camino comenzó a toser, echando sangre bajo ella misma. Se dejó caer de nuevo sobre el líquido rojizo y deseó que pasara alguien por aquella calle. Miró hacia un lado y pudo distinguir el pañuelo rosa pastel de Minna. “Se le habrá caído del bolsillo”, se dijo. Cerró los ojos fuertemente y los volvió a abrir, empapados en lágrimas. “Ayuda”, pensó, pero no fue capaz de decirlo. En el fondo estaba segura de que no iba a llegar nadie. Por aquella calle pasaba muy poca gente, y la hora no era la más indicada para ver a nadie fuera de su casa. Entonces comenzó a desear que pasara rápido el tiempo. Sentía un cansancio extremo y los párpados le pesaban. Cerró los ojos y se durmió. El frío de la noche haría el resto.

Nevin había andado a paso muy lento, contemplando los gatos y los pájaros que pasaban a su alrededor. Por fin había llegado a la esquina de la calle. Estaba muy oscuro. No sabía por qué seguía allí, teniendo en cuenta que las obligaciones del sujeto en cuestión habían acabado hacía algunos minutos. En el fondo se sentía un poco culpable. Había andado tan lento a propósito, porque no quería vigilar más a nadie. Suspiró y giró la esquina. Una silueta negra se dibujó a lo lejos, pero, dado lo oscura que estaba aquella noche, no pudo distinguir muy bien si se trataba de un perro grande o una simple bolsa de basura. Se acercó al mismo ritmo que había hecho todo

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el camino, y la sombra cada vez se iba haciendo menos difusa. Creyó que era un perro, hasta que pudo distinguir una mano humana. “¿Una persona?”, pensó. Aceleró poco a poco el paso, hasta acabar corriendo hacia quien quiera que fuese. Prácticamente, se lanzó al suelo junto al individuo, clavando las rodillas en el suelo. Se le paró el corazón al poder distinguir una cara muy conocida en aquel magullado cuerpo. —Dios, no… —gimió. Rápido, comprobó el pulso de la chica, pero era demasiado tarde. Sintió como si un puñal le atravesase de lado a lado y no pudo evitar esbozar una mueca de dolor y echarse un poco hacia delante. No soltó ni una lágrima. Le habían educado como a un hombre, y los hombres de su familia no lloraban. Dejó suavemente su mano sobre el suelo y le apartó con una caricia el flequillo de la cara. Se levantó, borrando cualquier rastro de debilidad de su mirada, dispuesto a avisar a las autoridades y a quien fuese necesario, y contempló por última vez la escena. Se percató entonces de que, junto a ella, descansaba un pequeño pañuelo rosa pastel. Lo levantó con cuidado y recordó haberlo visto antes en alguna parte. De repente, como un relámpago, imágenes de Minna sacándolo de su bolsillo llegaron a su cabeza. —Minna… —masculló. Miró de nuevo el cuerpo de la joven y se guardó el pañuelo en uno de los bolsillos de sus pantalones—. No te preocupes; esto no quedará así, Erika. Como si le fuese la vida en ello, comenzó a correr volviendo por el mismo camino por el que había venido. Esta vez no pensaba detenerse a mirar los pájaros. Esquivando con habilidad cada obstáculo, y girando sin disminuir un ápice su velocidad, llegó casi sin darse cuenta al edificio de la Gestapo. Subió los escalones de tres en tres haciendo caso omiso de la gente que le miraba de hito en hito y llegó frente a la puerta del despacho de Faber. Sin detenerse a pedir permiso y deseando que aún no se hubiese marchado a casa, abrió la puerta con fuerza. El guardia que había de costumbre intentó detenerle, pero sin éxito. Por suerte para Nevin, el hombre se encontraba sentado en su pupitre mirando atónito cómo cerraba la puerta de un portazo, echaba el pestillo, y se colocaba frente a él. Agradeció que en aquel edificio soliesen salir tan tarde del trabajo. — ¡Tu hija! —gritó lo más alto que pudo, furioso. —Mi hija… ¿qué? —preguntó de hito en hito.

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Nevin golpeó la mesa con ambos puños con toda la fuerza que la rabia le proporcionaba. — ¡Es una asesina! Faber se levantó rápido del asiento, totalmente desconcertado. —Cálmate, Nevin, y deja de decir esas cosas sobre mi hija o atente a las consecuencias. Nevin cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia abajo. Guardó toda la ira que estaba dejando salir como pudo, y volvió a mirar a Faber. —Tu hija, y, conociéndola, supongo que también sus amigas, han asesinado a Erika. Faber no pudo disimular el asombro en su rostro. — ¿La rebelde? Nevin no se inmutó, pero no hizo falta que lo hiciese para dar a entender que sí. Faber se acomodó de nuevo en su asiento. —Vale, tengo una pregunta para ti. ¿Cómo sabes que fue mi hija? El chico metió una mano en el bolsillo y la sacó arrastrando un pañuelo de color rosa pastel. Lo dejó con fuerza sobre la mesa. —Se le debió de caer cuando se fue. Faber miró el pañuelo con rostro indiferente. —Bueno, ¿y qué? Eso no altera en absoluto tu misión, ¿no? — ¡¿Cómo que y qué?! —gritó enfurecido, dejando escapar la rabia que había escondido—. ¡Claro que altera mi misión! ¡Esto no entraba en nuestros planes! ¡No tenía que morir nadie! Faber se levantó de su asiento y le miró con rostro desafiante, pero la expresión enfadada de Nevin no se alteró un ápice. —Me da igual lo que tú opines. Tu misión sigue siendo la misma. Este tipo de cosas son riesgos que hay que asumir. — ¡Son riesgos innecesarios que no pienso seguir corriendo!

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— ¡Que me da igual lo que tú pienses! —dijo a voz en grito, dando un fuerte puñetazo sobre los papeles que había encima de la mesa. Faber rodeó su escritorio y se colocó frente a Nevin, mirándolo directamente a los ojos, intentando intimidarle. —No voy a seguir metido en esto, Faber. Y pienso denunciar un asesinato a las autoridades. El individuo soltó una carcajada. — ¿De verdad crees que van a hacerle algo a la hija de un importante miembro de la Gestapo? —Eso espero. El chico se giró y, nada más dar el primer paso, sintió la mano de Faber sobre su hombro. Teniendo en cuenta las misiones que tendría que realizar, había recibido un entrenamiento y unas clases especiales, y se conocía a la perfección los puntos más débiles del ser humano. Se giró con rapidez y localizó el punto de ataque más fácil: bajo el lóbulo de la oreja. “Si se presiona, provoca insoportable dolor; si se golpea, síncope inmediato”, fueron las palabras exactas de sus profesores. No era un golpe mortal, pero tampoco quería matarlo; sólo ganar tiempo. Con una velocidad inimaginable, golpeó fuertemente, con un solo dedo, ese punto, y contempló como Faber parpadeaba sin parar. “Visión borrosa”, pensó. El hombre comenzó a tambalearse y cayó al suelo de rodillas. “Mareos y vértigo”. Se llevó las manos a los oídos con angustia. “Los sonidos se pierden poco a poco”. Finalmente, cayó al suelo cuan largo era. “Desmayo”. —Tengo menos de un par de minutos para salir corriendo sin levantar sospechas en un edificio lleno de gente después de haber dejado a uno de los jefazos desmayado en el suelo —susurró—. Gran plan. Se dirigió hacia los cajones del escritorio que estaban en la cara que daba al asiento de Faber. Los abrió rápido, uno por uno, hasta que, en el último, encontró lo que buscaba. Sacó una pequeña pistola, la miró sonriente, y la guardó en el pantalón bajo la camisa. —Una pena que no sea una Luger —murmuró, echando de menos la pistola semiautomática con la que solía entrenar su tiro. Se colocó frente a la puerta y abrió el pestillo con decisión. Salió del despacho y cerró la puerta tras de sí, sin dejar ver lo que había detrás. Se encontró cara a cara con el guardia de siempre, que le miraba enfadado.

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—Era muy urgente —se excusó fingiendo una sonrisa—. Me ha pedido que os diga que no quiere que le moleste nadie por muy urgente que sea. Está revisando unos datos que acabo de proporcionarle. Sonriendo, se marchó mientras notaba cómo la mirada del individuo se clavaba directamente en su espalda. Andaba a paso rápido, pero sin llegar a correr. No podía levantar muchas sospechas, pues la gente de aquel edificio ya había tenido suficiente con su carrera para llegar al despacho. Mostrando fingidas sonrisas a cada persona que se le cruzaba, siguió caminando. Nada más llegar a la salida del edificio, comenzó buscar un escondrijo lo más rápido que pudo. En apenas medio minuto, Faber despertaría y tendría a toda la Gestapo encima. La prioridad ahora era ocultarse.

El dolor de cabeza y el mareo al levantarse eran cosas normales teniendo en cuenta el estado del que acababa de salir, pero nada más recobrar del todo la conciencia, desaparecieron por completo. No tenía nada más que a Nevin pululando por su cabeza. Se giró hacia todos lados, comprobando que no seguía allí, aunque lo sabía de antemano. Con esfuerzo, se levantó del suelo y fue directo hacia uno de los cajones de su mesa. Lo abrió y, al no encontrar nada dentro, lo cerró con fuerza y rabia. Salió de la sala, sobresaltando al guardia que había en el pasillo. — ¡Tú! —gritó señalando con el dedo al guardia, que miró hacia atrás comprobando que no hubiese nadie más—. ¡¿Has visto salir a Nevin Löwe de aquí?! —S-sí —tartamudeó, asustado—. Me dijo que usted le había dicho que no quería que nadie le molestase por muy urgente que fuera y se marchó. Faber se giró y golpeó la puerta de su despacho con el puño. —Hacia dónde fue… —masculló. —No lo sé, sólo sé que bajó este piso —contestó. El hombre se giró de nuevo y comenzó a correr lo más rápido que pudo, bajando los escalones de dos en dos, y comprobando si estaba en cada una de las plantas, pero sin bajar el ritmo. Finalmente, llegó a la puerta principal y salió a la calle. Aquello estaba desierto. Lanzó un grito de rabia al aire y entró de nuevo en el edificio, siendo, inevitablemente, el centro de todas las miradas. Subió los pisos, uno por uno, hasta llegar de nuevo a la puerta de su despacho.

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—Quiero carteles de “se busca” con su foto y agentes de la Gestapo para encontrarle —ordenó al guardia—. ¡Ya! Faber entró en su despacho y cerró con un fuerte portazo.

Nevin salió de su escondrijo y miró fijamente la puerta del edificio. Ahora la gente que había dentro no eran sus aliados, ni sus jefes, ni sus compañeros… eran sus enemigos y, con total seguridad, pondrían precio a su cabeza. Se dio la vuelta y comenzó a callejear, intentando llegar a su casa para poder llamar por teléfono y denunciar un asesinato. Cuando dejó de recibir sus entrenamientos especiales y empezó a trabajar para la Gestapo, no pidió dinero a cambio. Simplemente, un lugar donde poder vivir sin que nadie le molestase. Faber lo organizó todo para costearle una pequeña casa de un solo piso en una de las calles más escondidas de Berlín. No habían gastado demasiado dinero en ella, pero también pagaban las facturas, que no eran muy elevadas. Al chico le gustaba vivir a base de luz natural y pasaba poco tiempo en casa. Aquella era la primera vez que iba a utilizar el teléfono que le habían instalado. Sin darse cuenta, llegó a su pequeño hogar. Entró en la casa y descolgó el teléfono que descansaba sobre una mesita en el pasillo. Marcó el número sin apenas mirar lo que estaba haciendo y esperó a que lo cogiese alguien. —Buenas noches… Quería denunciar un asesinato… —con la mirada fija en el suelo, comenzó a darle la dirección—. ¿Qué si sé quién ha sido? No estoy seguro de cuánta gente participó, pero Minna Faber fue una de las personas que… Sí, sí, estoy seguro… Está bien, gracias. Colgó el teléfono y permaneció de pie unos instantes. Suspiró y agarró un chaleco y algo de dinero que había sobre la mesita. Era dinero que había ganado hacía tiempo haciendo algunos trabajos como camarero o lavando coches. Echó un último vistazo a su pequeña casa, y se marchó. ****** Había cenado y se había ido a la cama sin ningún problema, pero no podía dormir. Aún nadie había llamado a su casa. A lo mejor el señor Engels se lo había pensado mejor y no iba a avisar a sus padres, aunque era bastante improbable, por no decir imposible. Como respondiendo a sus pensamientos, oyó sonar el teléfono. Sólo había uno en la casa, y estaba en el salón, por lo que, para su desgracia, probablemente lo cogería su padre. Se enterró más en las sábanas cuando dejó de oírlo, suponiendo que ya lo habrían descolgado. Poco después, comenzó a escuchar

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pasos, cada vez más cerca, y se hizo la dormida, pensando que, a lo mejor, preferirían no despertarla y hablar al día siguiente, pero, en vez abrir la puerta de su cuarto, la que abrió fue la del de su madre, cerrándola después con tranquilidad. “A lo mejor no era el señor Engels”, pensó, esperanzada. Pasaron los minutos, y Amara seguía sin conciliar el sueño. La puerta del cuarto de sus padres se abrió y se cerró innumerables veces, y se oyeron pasos bajando y subiendo las escaleras cada dos por tres. Ya era la cuarta vez que Amara se levantaba sólo para dar una vuelta por la habitación, cuando escuchó abrirse y cerrarse la puerta del cuarto de su madre. Como por un impulso, se arrojó sobre la cama y se enterró entre las sábanas, haciéndose la dormida. La puerta se abrió rápidamente y, sin apenas darle tiempo a pensar algo, encendieron las luces. —Qué… ¿Qué pasa? —gimió enderezándose, y fingiendo un bostezo. —A la cocina. Ahora —ordenó su padre. Mientras sus progenitores bajaban las escaleras, ella se puso las zapatillas y les siguió, atemorizada. Llegó a la planta baja cuando ellos ya estaban sentados en torno a la mesa. —Siéntate —dijo la mujer. — ¿Qué ocurre? —preguntó, fingiendo no saber nada. El señor Rosenbauer entrelazó los dedos y puso ambas manos sobre la mesa, delante de él. —Hemos recibido una llamada de casa de los Engels. ¿Sabías que nos iban a llamar? —N-no —mintió. Su padre dio un fuerte puñetazo sobre la mesa. — ¡Deja de mentir! ¡Sí que lo sabías! —gritó amenazante, levantándose de su asiento e irguiéndose frente a su hija. —Cálmate, por favor —rogó su mujer. El hombre, milagrosamente, obedeció y se sentó de nuevo. —Está bien, ¿sabes qué es lo que nos ha dicho?

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Amara permaneció quieta y callada, interpretando aquella pregunta como retórica, aunque se equivocaba. — ¡Quieres contestar! —gritó enfurecido. Ya no tenía por qué mentir; lo sabían todo, y si seguía escondiéndose se enfadarían más aún. —Os ha dicho que Erika y yo hemos decidido… dejar las BDM. — ¡Exacto! —bramó el hombre, fuera de sí. Se calmó un poco y se frotó los ojos con los dedos—. Ya no sé quién eres, Amara —susurró. —Padre, puedo explicártelo… —No me llames así porque ya no te puedes considerar mi hija —interrumpió. Amara quedó boquiabierta. Miró a su madre buscando apoyo, pero sólo vio bochorno en su cara. Bochorno y tristeza. —Yo te habría ayudado si me lo hubieses pedido, Amara —sollozó la mujer. Amara no tenía nada bueno que decir, pero el silencio era demasiado afilado como para mantenerlo mucho tiempo sin hacer daño, así que decidió arriesgarse y dar la cara. — ¡Ya soy lo suficientemente mayor como para tomar mis propias decisiones! —se quejó. — ¡No es lo que estás demostrando! —respondió su padre. La conversación había subido de tono, y ahora era todo gritos. — ¡No puedes obligarme a pensar igual que tú! ¡Yo no soy tú! — ¡Tú harás lo que yo diga que hagas! —vociferó, levantándose otra vez de su asiento. Su hija le imitó y también se levantó. — ¡Nunca! En ese momento, el hombre abofeteó a su hija, y el silencio inundó la sala durante unos segundos que parecieron interminables. Finalmente, el señor Rosenbauer lo rompió, mientras contemplaba el amenazante rostro de su hija.

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—Ya no sabemos qué hacer contigo aquí. Ya hemos avisado a tus tíos y reservado un billete de tren por teléfono. Te vas a alejar de todas las malas influencias de aquí, Amara. Mañana temprano te vas a Baviera. — ¡¿Q-qué?! ¡¿Por qué?! ¿¡Cuánto tiempo!? —preguntó, a punto de romper a llorar. —El que sea necesario —dijo antes de marcharse por la puerta de la cocina.

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CAPÍTULO 9: Apenas eran las seis de la mañana cuando sonó el teléfono. El hombre, molesto se levantó de su cama y bajó las escaleras sintiendo que le pesaba todo el cuerpo. Le faltaba una hora para ir al trabajo y sabía que no podría dormirse de nuevo. Bajó el último escalón, se acercó a la mesita del pasillo y agarró el teléfono. —Quién es… —masculló, frotándose los ojos. —Policía local —respondió una voz femenina robotizada por culpa del aparato—. ¿Hablo con el señor Engels? —Sí, soy yo. —Usted es el padre de Erika Engels, si no me equivoco. Tras oír aquella frase, el hombre recordó haber dejado a la chica pasando la noche sola, en la calle, y se alteró. —Un segundo —pidió, mucho más despierto que antes. Dejó el teléfono descolgado sobre la mesa y corrió hacia la puerta. Abrió y salió en pijama a la calle. No había nadie, sólo un pequeño charco de sangre seca. Corrió de nuevo hacia dentro y, con la esperanza de que Erika fuese más hábil de lo que imaginaba, subió al cuarto de su hija, pensando que, a lo mejor, había entrado por la ventana, pero tampoco había nadie. Bajó los escalones con los ojos llorosos y agarró de nuevo el teléfono. — ¿Qué le ha pasado a mi hija? —preguntó con la voz quebrada. —Señor Engels, siento mucho comunicarle que esta noche hemos recibido una llamada anónima denunciando un asesinato. La víctima era… El hombre se apartó el aparato de la oreja y lo dejó sobre la mesa unos segundos. No quería oírlo, aunque ya lo sabía. Cerró fuertemente los ojos y, al abrirlos, se acercó de nuevo el teléfono. — ¿Están totalmente seguros de que es ella? —Llevaba encima su carnet de las BDM. Aparecían su foto y todos sus datos. El silencio se mantuvo unos instantes. —Lo lamentamos mucho, señor Engels. Mi más sentido pésame. — ¿Se sabe quién es el culpable? —Una persona que ahora mismo está en busca y captura. Le prometemos que le atraparemos lo antes posible. Su nombre es Nevin Löwe.

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****** Aquella mañana no llevaba su uniforme de las BDM. Era lo único que había permanecido en el armario. Cerró la gran maleta de cuero gastado y agradeció que no explotase. No sabía cuánto tiempo estaría en Baviera, y, si resultaba ser mucho, tenía demasiadas cosas que no quería dejar atrás. Comenzó a pensar en todo lo que iba a abandonar por un tiempo indefinido cuando llamaron a la puerta. Su madre apareció tras ella. —Amara, ¿has terminado ya? —Sí —murmuró levantando la maleta con esfuerzo. Esperó unos segundos en silencio, de pie, y unos segundos antes de que su madre se marchara, siguió hablando—. Madre, ¿no podría despedirme de Erika? —Lo siento, tu tren sale en breve, y tu padre está comenzando a impacientarse. —Amara miró al suelo tristemente—. Pero en casa de tus tíos hay teléfono. Podrás llamarla. Y seguro que también puedes cartearte con ella, así que no te pongas triste, ¿de acuerdo? —sugirió antes de abrazarla con dulzura—. Ahora baja, o tu padre se pondrá de los nervios. La chica bajó las escaleras cargando la enorme maleta y vio a su padre esperando, apoyado en el marco de la puerta. Bajó el último escalón y se giró, comprobando que su madre la seguía escaleras abajo. Soltó la maleta y le abrazó fuertemente, deseando no tener que abandonarla para siempre. —Vámonos —ordenó su padre. Ambas se soltaron y, con resignación, Amara comenzó a andar hacia la puerta. Su padre entró en el negro coche y se sentó en el asiento del conductor mientras ella metía la maleta de cuero en el maletero. Lo cerró y se sentó en uno de los asientos de la parte trasera. Mientras oía cómo el motor del viejo coche intentaba arrancar, miró por la ventana y vio a su madre con lágrimas recorriendo sus mejillas frente a la puerta de su casa. La vio agitando la mano, intentando fingir una sonrisa, y ella imitó el gesto como despedida. Nada más empezar a moverse el coche, la chica se escondió tras la puerta de éste y no pudo evitar soltar algunas lágrimas.

Nevin había pasado la noche en vela moviéndose de calle en calle. No podía permitirse el lujo de dormir cuando aún estaba tan cerca de las personas que querían detenerlo y, probablemente, matarlo después. Ahora se dirigía a la casa de la única persona que quedaba en Berlín que quizás, sólo quizás, estaría dispuesta a ayudarle en aquella situación. Llegó a la puerta y llamó. Una mujer con los ojos rojos y un pañuelo húmedo en la mano le recibió.

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—Hola… ¿Está Amara en casa? —No, acaba de marcharse a Baviera. ¿Qué ocurre para que vengas tan temprano? Y ¿quién eres? — ¡¿A Baviera?! —preguntó sin poder creérselo—. ¡¿Para qué?! —Se marcha una temporada a vivir con sus tíos. Nevin intentó tranquilizarse. Aún había una posibilidad de encontrarla. — ¿Puede decirme cuál es su dirección, o el apellido de sus tíos? —Sí, un segundo —pidió mientras entraba dentro a por un papel y un lápiz. Sin saber muy bien por qué, había apuntado la dirección de los tíos de Amara en una pequeña hoja de papel. Lo releyó para comprobar si estaba bien, y, muy extrañada, se lo llevó de nuevo al chico. —Muchísimas gracias, señora —dijo tras soltar un suspiro de alivio. —Espera, tu cara me suena de algo… —Debe haberse equivocado —improvisó. —Tú… ¡Tú eres Nevin, el chico con el que salía mi hija! —exclamó, recordando el día en el que los vio juntos. Antes de que pudiese decir nada más, el joven había comenzado a correr y se había perdido entre las calles de la zona.

El tren estaba a punto de salir de la estación y ya habían dado el aviso a los más rezagados, como era el caso de Amara. Estaban recorriendo un extenso pasillo lleno de gente, moviéndose de acá para allá, cuando vieron a un hombre vendiendo periódicos. La chica hizo caso omiso de él, pero su padre no. —Deme uno —pidió sacando algunos Reichmarks que tenía guardados en el bolsillo. El hombre, feliz por haber conseguido una venta, le entregó un ejemplar y guardó el dinero en una pequeña cajita que tenía bajo el brazo. El hombre volvió hacia donde estaba su hija y le tendió el periódico. —Llévatelo. A lo mejor así se te hace más ameno el viaje —sugirió. Amara se lo agradeció con una sonrisa. Poco después estaba subida en el tren camino a Baviera. Vio cómo se cerraban las puertas y sintió, inexplicablemente, que no

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iba a volver nunca a aquella estación. Se despidió con la mano de su padre y se acomodó en su asiento. Abrió el periódico por la mitad, más o menos, y comenzó a pasar las páginas. No había ninguna noticia interesante. En una de las fotos se comentaba un asesinato. La única foto que había era una de lo que parecía ser un charco de sangre. Comenzó a leer. “Una chica fue hallada muerta frente a su domicilio la noche pasada gracias a una llamada anónima. La víctima era una joven alemana de quince años llamada Erika Engels…” Amara dejó caer el periódico al suelo. Las lágrimas comenzaron a brotar en sus ojos como la confusión en ella. —Erika… —sollozó—. No puede ser… Recuperó el periódico y siguió leyendo algo más adelante. “La causa de la muerte fue una brutal paliza a manos de Nevin Löwe, un joven alemán de…” Pasó una hoja y comprobó que la noticia seguía. Leyó el final. “Si alguien ha visto a esta persona, por favor alerte a las autoridades”. El texto iba acompañado de una foto de Nevin. —Es imposible… —murmuró, con lágrimas en los ojos. Dejó caer el periódico de nuevo y se llevó las manos a la cara. Comenzó a llorar desconsoladamente, mientras el ruido del tren ahogaba sus gemidos.

Nevin llegó a la estación agotado. Estaba acostumbrado a correr largas distancias, pero aquella vez había ido demasiado rápido. Se apoyó en una de las columnas del interior y cogió aire. Cuando se enderezó de nuevo, vio frente a él una foto suya. Debajo sólo ponía “Se busca por asesinato. Si alguien lo ha visto, que llame al teléfono que les proporcionaremos a continuación…”. Nevin abrió mucho los ojos y no pudo esconder el asombro y el enfado. — ¡¿Qué?! —gritó—. ¡¿Cómo que por asesinato?! Arrancó el cartel y echó un vistazo rápido desde su posición para comprobar si había más. “Con suerte, no mucha gente lo habrá visto”, pensó. Entonces vio a un hombre vendiendo periódicos cerca de los trenes. Se abrió paso entre la gente intentando esconder su cara y llegó hasta él.

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—Hola, joven. ¿Quieres uno? —saludó el vendedor—. Es una nueva edición especial de la mañana. Noticias actualizadas y el discurso íntegro del Führer. Un joven alemán como tú no querrá perdérselo, ¿no? — ¿Noticias actualizadas? —preguntó incrédulo. A lo mejor era su día de suerte y salía en aquel periódico la información que necesitaba—. Disculpe, ¿sale algo sobre un asesinato en este periódico? —Pues no lo sé —contestó con voz ronca—, aunque creo que sí —anunció intentando ganarse otra venta—. ¿Quieres uno? —Sí, deme uno —pidió sacando unos Reichmarks del bolsillo. Agarró el periódico y pasó hoja por hoja mientras andaba hacia la salida de trenes. Finalmente, encontró lo que buscaba. “Una chica fue hallada muerta frente a su domicilio la noche pasada gracias a una llamada anónima. La víctima era una joven alemana de quince años llamada Erika Engels…” Pasó la página y fue directo al final de la noticia. “Si alguien ha visto a esta persona, por favor alerte a las autoridades”. El texto iba acompañado de la misma foto que aparecía en los carteles. —Faber… —masculló en voz baja, arrugando el cartel y tirándolo a una papelera cercana. Hizo lo mismo con el periódico—. Será cabrón… Estaba convencido de que había manipulado de algún modo a la policía para exculpar a su hija e inculparlo a él, y así conseguir que no sólo la Gestapo, que ya era bastante, estuviese tras de él. Ese hombre iba a por Nevin, y aquello se había convertido en algo personal. Enfadado, se acercó a un señor que, por el uniforme, parecía pertenecer al personal de la estación. —Disculpe —dijo, tocándole el brazo para llamar su atención—, ¿sabe a qué hora salió el último tren a Baviera? —Hace unos diez minutos. — ¿Y el próximo? —Hoy no salen más trenes a Baviera —contestó mientras hojeaba un cuaderno. “No puede ser”, pensó mientras apretaba los puños. —Pero puede coger ese tren —sugirió apuntando a una de las enormes máquinas— hasta Düsseldorf y allí hacer transbordo hasta Baviera.

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—Cuánto tiempo falta para que salga el tren a Düsseldorf —preguntó sonriente. Tardaría más tiempo, pero por lo menos saldría de Berlín. —Unos dos minutos. No sé si quedarán billetes, pero puede preguntarlo allí — dijo señalando el lugar con el dedo. Cuando se giró, el chico ya no estaba.

Nevin corría lo más rápido que sus piernas le permitían. No podía perder ese tren. Estuvo a punto de caer un par de veces, pero recobró el equilibrio con facilidad. Por suerte para él, aún quedaban un par de billetes. Compró uno con los Reichmarks que cogió antes de salir de su casa y se quedó casi sin dinero. Se dirigió a los andenes y, cuando llegó allí, un minuto después de perder de vista al hombre que le había indicado qué tren coger, se vio obligado a esconderse lo más rápido que pudo entre la gente. Enfrente de cada máquina había un agente de la Gestapo y otro de la policía por puerta. Estaban repartiendo carteles, probablemente con su foto. —Maldita sea… —masculló. No lo había pensado, pero era más que obvio. Donde más vigilancia iba a haber era en las fronteras de Berlín y en las estaciones de tren. Así se aseguraban de que no pudiese salir de la ciudad. Su mente comenzó inmediatamente a buscar salidas. No podía perder el tren a Düsseldorf, y saldría en unos segundos; un minuto, si tenía suerte. Entonces una idea estúpida rondó su cabeza. Se estiró el cuello de la camisa hasta que, más o menos, le tapaba la cara. Alzó la mano sobre las cabezas de la gente y le robó el gorro a un señor que andaba desprevenido. Esperó a perderlo de vista y se lo puso. Con el pelo escondido y el rostro medio tapado, normalmente lo habrían parado para identificarle, pero esperaba que su plan diese resultado. Se acercó un poco más, de espaldas, a los agentes que vigilaban las puertas, y gritó, deformando su propia voz y señalando a un hombre con el pelo negro y revuelto, que andaba de espaldas a ellos. — ¡Es él! ¡Es el de los carteles! En ese instante, los guardias se miraron y hubo un momento de distracción mientras mandaban a uno de cada dos a por el supuesto criminal. Nevin aprovechó ese instante y se coló rápidamente en el tren, pasando desapercibido y librándose de que le identificasen. Las puertas se cerraron casi al momento. Con el tren comenzando a moverse, Nevin comprobó cómo agarraban al pobre chico y comprobaban que se habían equivocado. —Lo siento —susurró—, pero necesitaba coger este tren.

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—Disculpe —llamó uno de los guardias a alguien que parecía pertenecer al personal de la estación. —Sí, dígame —respondió, acercándose un poco. — ¿Ha visto usted a este hombre? —preguntó enseñando una foto de un chico moreno de pelo alborotado y brillantes ojos oscuros. —Sí, me preguntó por los trenes a Baviera. — ¿A Baviera? —repitió, mirando a todos los agentes que tenía alrededor, que se acercaron a ellos al distinguir la mirada de triunfo de su compañero. —Sí. Me preguntó por el último tren y el próximo. — ¿Y cuándo va a salir? —Ya ha salido. La expresión de triunfo desapareció por completo del rostro de todos los guardias. —Pero ha cogido el tren a Düsseldorf para hacer allí transbordo y llegar a Baviera. Lo alcanzaréis si vais directamente a Baviera —sugirió—. Bueno, ¿y qué ha hecho este muchacho? ¿Por qué lo perseguís? — Por asesinato —contestó el guardia, antes de desaparecer con gran parte de los agentes allí presentes.

El chico se relajó cuando por fin dejaron muy atrás la estación, pero ahora tenía que apañárselas de nuevo. Sólo podía desear que nadie le reconociera. El revisor acababa de entrar en su vagón, y él estaba casi al final. Buscó rápidamente un sitio libre con la mirada. Vio una madre al fondo del vagón con un niño pequeño, un bebé entre los brazos y un asiento libre a su lado. Comenzó a andar en esa dirección. — ¿Está libre este asiento?—preguntó sonriente a la mujer, que le devolvió la sonrisa y asintió—. Yo es que he sido de los últimos en subir, y me he quedado sin sitio—dijo mientras pasaba delante de la mujer y se sentaba junto a ella. — ¿Qué edad tiene? —preguntó—. El pequeño, digo. —Trece meses. —Es una monada, ¿me permite cogerlo?

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—Claro —respondió sonriente poniéndole al pequeño entre los brazos. El revisor llegó justo en ese momento. La mujer y el mayor de sus dos hijos lo miraron. Nevin se limitó a mirar al bebé intentando no mostrar mucho la cara. — ¿Me entregan sus billetes? —pidió el hombre. Su voz se vio amortiguada por el espeso bigote que cubría su boca. La mujer le dio los billetes que tenía preparados de antemano. El hombre los comprobó. Dos de niño y uno de adulto. La mujer continuaba mirándole mientras agujereaba los tres billetes. —Su billete, señor —pidió a Nevin, que se lo entregó sin dejar de mirar al bebé. El revisor lo miró y lo agujereó. —Que tengan buen viaje —se despidió, antes de marcharse al siguiente vagón. Cuando la mujer se giró, Nevin estaba jugueteando con su hijo. ****** “No digas nada, ¿entendido?”, le había dicho a su propia hija. “Pero yo no imaginaba que iba a morirse, sólo quería que pasase un mal rato”, le contestó. Faber tenía el cuerpo echado sobre la mesa de su despacho y meditaba acerca de la conversación que mantuvo la pasada noche con su hija. “Ya lo sé, y por eso no te pasará nada. Ya lo estamos organizando todo. Pero si te preguntan, solamente di: no sé nada. ¿Entendido?” “Sí, papá”, respondió, sin mucho más remordimiento que el que había dejado salir unos segundos antes. Estaba absorto jugueteando con un bolígrafo y repitiendo aquella conversación en su cabeza miles de veces cuando llamaron a la puerta. —Adelante —llamó, saliendo de aquella especie de estado de trance. La puerta se abrió y un agente de la policía y otro de la Gestapo se plantaron ante su mesa. —Señor, tenemos nueva información para usted —anunció el agente de la Gestapo—. Nevin Löwe ha cogido un tren hacia Düsseldorf y allí hará transbordo hacia Baviera.

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— ¿Baviera? —preguntó confuso, soltando el bolígrafo sobre la mesa—. ¿Para qué quiere ir a Baviera? —Ni idea, pero eso es lo que nos ha dicho un hombre del personal de la estación. —Está bien, quiero que mandéis a la mitad de vuestros hombres a la estación de Baviera y a la de Düsseldorf. Vamos a atraparle. ****** El tiempo en el tren no pasaba especialmente rápido. No sabía cuántas horas llevaba allí metido, pero ya le había entrado hambre desde hacía rato, así que supuso que la hora de comer habría pasado. La mujer que estaba sentada a su lado se había quedado dormida, y el bebé con ella. Nevin miró por la ventana y pudo ver la estación. El tren estaba a punto de llegar, así que se vio obligado a despertar a la familia. Llegaron al andén sin mayor complicación y cada uno se marchó por su lado nada más abrir las puertas del tren. El chico logró encontrar a alguien que parecía trabajar allí entre la multitud. —Disculpe —dijo alzando la voz para lograr que llegase hasta él—, ¿sabe cuándo sale el siguiente tren a Baviera? —Si no me equivoco sale en una hora y media, más o menos—respondió con el mismo tono de voz. El chico dio las gracias y se marchó fuera de la estación. Tenía muchísima hambre y algunas monedas en el bolsillo, así que se dirigió a buscar la cafetería o el bar más cercano. Encontró un bar grande y agradable muy cerca de la estación. Se sentó y esperó un minuto a que le atendieran. Pidió un refresco y un sándwich, que era lo mucho que podía permitirse con los pocos Reichmarks que había en su bolsillo. Cuando el camarero volvió de la cocina con su plato y su vaso, reparó en la mesa que estaba junto a la suya. Había un grupo muy numeroso de hombres de entre veinte y treinta años. Se estaban dando un buen festín. Abundante, caro y de calidad. “Estarán celebrando algo”, pensó. Colocaron delante de él el plato y se llevó su tiempo para comer. Cuando terminó, unos treintaicinco minutos después de haberle puesto el plato delante, se lo retiraron. Luego le llevaron a la mesa una pequeña bandejita con un papel en el que ponía el importe a pagar. Dejó los Reichmarks sobre la mesa y vio cómo los de la mesa de al lado hacían lo mismo y se marchaban. Habían dejado un buen fajo de billetes. Nevin miró hacia todos lados. Con la certeza de que nadie miraba, se levantó y cogió el dinero de la bandejita.

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“Necesito comprar un billete de tren, no puedo esperar que vuelva a funcionar el truco del bebé”, se dijo, mientras guardaba el fajo en un bolsillo. Faltaba una media hora para que el tren saliese, pero comenzó a andar hacia la estación. Los billetes podrían agotarse en poco tiempo, y no merecía la pena arriesgarse. Llegó y se acercó a un pequeño mostrador que había justo en la entrada. —Buenas, ¿me da un billete para adulto para Baviera? —pidió, a sabiendas de que, si pedía uno de niño, le negarían la posibilidad de viajar solo. Parecía algo mayor de lo que en realidad era, así que no habría problemas. Y no le importaba que costase algo más, pues llevaba todo un fajo de billetes en el bolsillo. —Aquí tiene —dijo entregándole el billete. El hombre le pidió el dinero y Nevin le dio el importe exacto. Le había sobrado algo de dinero. —Muchas gracias. —Que tenga un feliz viaje. El chico vio un enorme reloj que colgaba de la pared de la estación y se percató de que apenas quedaban quince minutos para que su tren saliera. Dio un par de pasos hacia el andén y escuchó las puertas abrirse tras de sí y la voz de alguien preguntando incesantemente “¿Ha visto usted a esta persona?”. —Oh no —susurró mientras se levantaba el cuello del abrigo y enderezaba el sombrero que llevaba puesto desde hacía rato. Un agente de la policía pasó junto a él y, afortunadamente, ni le reconoció. Nevin vio cómo iba directo al tren con destino a Baviera y entraba para examinarlo, seguido de un puñado de agentes más a los que no había visto pasar. Poco tiempo después, la mitad de ellos salió y se colocó frente a las puertas. El resto se quedaron dentro vigilando los vagones hasta que saliese el tren. Nevin intentaba pensar mientras no dejaba de escuchar a un hombre gritando la misma frase decenas de veces y repartiendo carteles con su foto. —Maldita sea… ¿Cómo han podido encontrarme tan pronto? —dijo en un volumen casi inaudible. La única posibilidad que tenía era llegar hasta dentro por un lugar que no fuese alguna de las puertas y no estar en los vagones del tren. Vio entonces que la casilla del maquinista estaba totalmente desprotegida. Se acercó vigilando cada uno de los ángulos posibles y llegó hasta encontrarse con un hombre que vestía un modesto y manchado mono. —Hola, ¿qué haces aquí? —preguntó el maquinista mientras lo veía subir—. No puedes estar aquí, ¿sabes?

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Nevin se tranquilizó al sentirse dentro del tren. Miró hacia atrás y comprobó que los agentes de la Gestapo y de la policía seguían absortos en sus tareas y no se habían dado cuenta de que había entrado. —Verá, es que admiro mucho su trabajo —improvisó—, y me encantaría ver cómo arranca el tren. Luego volveré a mi asiento, lo juro —prometió señalando la pequeña puerta que separaba el primer vagón de aquel lugar. El maquinista sonrió. —Está bien, pero luego vuelves a tu asiento, ¿entendido? El chico asintió. El maquinista encendió el aparato y comprobó que los agentes salían antes de arrancar. Nevin también vio aliviado cómo todos los agentes desalojaban los vagones y esperaban en el andén junto a sus compañeros. El tren comenzó a moverse y en poco tiempo dejaron la estación atrás. Nevin suspiró. —Qué, te ha gustado, ¿eh? —rió el maquinista. —Sí, lo cierto es que nunca había visto desde la casilla del maquinista arrancar uno de estos —respondió con una enorme sonrisa. — ¿Cómo te llamas? —preguntó. —Alex Gerber —mintió. Cuanta más gente supiese su verdadero nombre, más probabilidades había de que le identificasen y le capturasen. —Bueno, Alex, mi nombre es Frank Finkel —anunció—. Encantado de conocerte. —Igualmente —respondió aún con la sonrisa en la cara. —Bueno, te dejaría seguir el viaje aquí, pero tienes que entregarle tu billete al revisor. —Ya, bueno… —Si quieres puedes volver luego —sugirió, emocionado por el simple hecho de que alguien se interesara por su trabajo. —A lo mejor me paso, gracias —agradeció mientras se levantaba y abría la pequeña puerta, entrando en el vagón. El revisor estaba terminando ya con ese vagón, cuando el chico se le acercó corriendo. — ¡Espere! —le llamó, corriendo con el billete en alto.

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El revisor se giró y le vio, casi tropezando por la velocidad suya y el tambaleo del tren. Le entregó el billete y el hombre lo agujereó, devolviéndoselo después. Nevin suspiró y busco con la mirada un asiento libre mientras el revisor se marchaba al siguiente vagón. Encontró un asiento junto a una chica más o menos de su edad y su padre. No pudo evitar acordarse de Amara al ver ese pelo rubio trenzado y ese rostro serio. Se preguntaba si estaría dispuesta a acogerlo teniendo en cuenta lo que había hecho. Además, lo más probable era que hubiese leído algún periódico en el que dijese que él era el asesino de Erika. Se dejó caer sobre el asiento y dejó de pensar, pues era lo que menos le apetecía. ****** Amara se despertó cuando oyó abrirse las puertas de su tren. Sacudió la cabeza para despejarse y sintió los ojos hinchados. Se había pasado gran parte del trayecto entre lágrimas y el resto se había dormido a causa del agotamiento. Su estómago la había despertado un par de veces pero estaba demasiado adormilada y hambrienta como para pensar en algo que no fuese llenarse de comida. Agarró la maleta con ambas manos, que ahora pesaba un poco menos, pues la había vaciado de cualquier cosa comestible. Salió del vagón dando tumbos y dejó su equipaje en el suelo, controlado, mientras buscaba con la mirada. Lo cierto era que ella no había visto nunca a esa parte de su familia. Vivían demasiado lejos. Sin embargo, sus tíos la vieron cuando era un bebé y la madre de Amara solía mandarles fotos de vez en cuando, acompañadas de cartas en las que siempre añadía “besos de parte de todos”, aunque yo, realmente, nunca mandé ninguno de mi parte. No sabía qué aspecto tendría la persona que me iba a ir a buscar a la estación, pero él o ella si lo sabría, por lo que se limitó a quedarse de pie frente al tren del que había salido, tal y como sus padres le indicaron. Pocos segundos después, había llegado alguien gritando su nombre. — ¡Amara! —sonó una voz masculina por encima de las demás. La chica se giró hacia el lugar del que provenía su nombre y vio a un hombre alto y rubio abriéndose paso entre la gente. Lucía una barba de pocos días y llevaba unas gafas negras que, a pesar de ser demasiado grandes, le quedaban de maravilla. Llevaba una modesta camisa verde de mangas cortas y una sonrisa muy reconfortante dibujada en la cara. — ¡Ahí estabas! —gritaba sin cesar, sonriente, mientras se acercaba torpemente a ella. —Hola —susurró, dándole un beso en la mejilla. — ¿Qué te ha pasado? —preguntó asustado, señalando los ojos de la chica. —No lo sé, debe ser una reacción alérgica —mintió.

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—Bueno, yo soy tu tío Eldwin. Supongo que tú a mi no me recordarás, ¿no? Amara negó con la cabeza. —Anda, deja que te ayude —sugirió—, que esa maleta debe pesar bastante. El hombre se acercó a la chica y levantó su equipaje con una sola mano. Estaba bastante en forma. Con la mano que tenía libre, hizo un gesto a Amara para que le siguiese y se puso bien las gafas, que habían comenzado a caerse hacia delante. Se giró para comentarle acerca de su viaje, pero al ver su cara, supo que no tenía muchas ganas de hablar y siguió andando. Salieron de la estación y se encontraron con un paisaje no muy diferente a Berlín. Las mismas casas, la misma gente, el mismo ruido, e incluso la misma entrada a la estación. Todo era tan familiar que le dio la sensación de no haberse movido de casa. —Sube, este es mi coche —anunció Eldwin señalando a un pequeño coche rojo apagado que estaba aparcado en esa calle. El hombre metió la maleta en el maletero y subió al asiento del conductor. Comprobó que ambos llevaban puesto el cinturón y arrancó los motores. Fuera del vehículo, el aire se había llenado de humo, y no sonaba demasiado bien. —No te preocupes, lo hace siempre. Este viejo amigo ya no aguanta lo mismo que antes —se lamentó dando unos golpecitos en el salpicadero. Para su sorpresa, el coche comenzó a moverse, y pronto dejaron atrás la estación y el paisaje urbano. Las casas, la gente, los coches, el ruido y todo lo que ella conocía se iba difuminando poco a poco con un paisaje muy diferente, hasta desaparecer por completo en apenas un par de minutos. Lo que ahora se veía por la ventana era muy distinto. El verde predominaba sobre todos los colores. Inmensos valles y praderas salpicados de intermitentes casas y granjas llenaban el lugar. Amara se vio absorbida por aquel lugar en segundos, y, sin darse cuenta, habían pasado un par de minutos más y habían llegado a un pequeño pueblo en medio del campo. La casa de sus tíos no era especialmente lujosa, pero sí una de las más grandes de aquel pueblo. Tenía un solo piso, pero podría ser más grande que la casa de Amara y Erika juntas. El tejado era de tejas rojas, y las paredes estaban pintadas de un bonito amarillo claro. Desde el coche, la chica pudo ver un huerto detrás de la casa, y, en la parte delantera, había una pequeña cuadra con dos o tres caballos y un corral con muchas gallinas dentro. Una enorme verja rodeaba la casa, pero, tras ella, sólo había un enorme prado. —Bueno, ¿qué te parece? —preguntó mientras echaba el freno y abría la puerta del coche. —Increíble —murmuró.

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Eldwin soltó una carcajada y bajó del coche. Se acercó a la puerta de la verja y la abrió. El espacio que dejaba era más que suficiente para meter el coche, pero él decidió abrirla un poco más, por si acaso. Volvió a montarse y soltó el freno. Entró lentamente y aparcó el coche frente a la puerta principal. —Bueno, pues, oficialmente, ya hemos llegado. Eldwin se bajó y abrió el maletero. Sin mucho cuidado, sacó la enorme maleta y la dejó en el suelo mientras cerraba la puerta que había abierto para meter el coche. Cerró el maletero y esperó a que Amara saliese para cerrarlo con llave. Volvió a coger el equipaje con una sola mano y llamó a la puerta principal con los nudillos de la otra. — ¡Leyna! —llamó en voz alta—. ¡Abre, que ya ha llegado tu sobrina! Leyna era la tía de Amara. Tampoco se acordaba de ella, pero su madre le había hablado varias veces de ella. Eran hermanas, y su madre era la mayor de las dos. Sólo los tenía a ellos como tíos por parte materna. La puerta se abrió dejando ver a una mujer con el pelo castaño claro recogido en un elegante moño. Dos finos tirabuzones le caían a ambos lados de la cara. Parecía muy joven aún sabiendo que su madre apenas le llevaba tres años. Aunque, bueno, su tía tenía un marido que parecía agradable, una vida en un pueblecito en el campo, sin estrés y sin prisas… Su madre no podía presumir de eso. — ¡Hola, Amara! —saludó alegremente. Se limpió las manos en el delantal, que dejó lleno de harina, y le agarró la cara para darle dos fuertes besos en las mejillas—. ¡Hacía mucho tiempo que no te veíamos! ¿Cuántos años tendrías la última vez? ¿Cuatro, quizás? —preguntaba sonriente—. Anda, pasa, pasa —pidió mientras se apartaba de la puerta para dejarles pasar. Eldwin la llevó hasta una habitación que a Amara le costó recordar, pues habían pasado por lo menos siete más. —Dormirás con tu prima. Se llama Zelda y tiene más o menos la misma edad que tú. Eldwin llamó a la puerta con la mano que tenía libre. —Zelda, cielo, ¿podemos pasar? — ¡Sí, adelante! —se escuchó desde detrás de la puerta. Amara esperó mientras su tío abría y dejaba la maleta en el suelo. Luego salió y miró a su sobrina.

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—Bueno, os dejaré para que os podáis presentar. Os avisaremos cuando esté lista la cena. Eldwin se marchó y las dejó solas. Amara se adentró en la habitación de Zelda, que parecía ser una de las más modernas de la casa, y cerró la puerta. —Hola, soy Amara —saludó mientras se acercaba a darle un beso en la mejilla. —Yo Zelda, aunque supongo que ya te lo habrá dicho mi padre. Extrañamente, se parecían mucho. La misma estatura, el mismo color de pelo y de ojos, la misma nariz… aunque, obviamente, no eran iguales. Zelda tenía los labios más finos, los ojos más almendrados y su rostro lo adornaban multitud de pecas. Además, ella estaba algo más morena y aparentemente más fuerte que su prima. —Bueno, ¿qué tal el viaje? —preguntó mientras se levantaba de la silla en la que estaba sentada y se acomodaba en una de las dos camas que había en la habitación—. Siéntate, si quieres. —Gracias —susurró mientras se acomodaba junto a ella—. Pues bien, algo aburrido, pero bien —dijo, omitiendo el hecho de que se había enterado que su mejor amiga había sido asesinada, supuestamente por el chico al que quería. Hizo un gran esfuerzo por evitar soltar alguna lágrima. Un incómodo silencio prevaleció unos segundos, hasta que la dulce voz de Leyna sonó desde la cocina. — ¡La cena está lista! —anunció Las primas se levantaron y anduvieron por un par de pasillos por los que Amara se habría perdido de no ser porque iba acompañada de su prima hasta llegar al comedor. Era un sitio agradable y no muy grande, teniendo en cuenta el tamaño de la casa. Una mesita adornaba el centro de la sala, y sobre ella descansaba un modesto mantel de flores. Había platos vacíos desperdigados por la mesa y una enorme olla en el centro. Amara esperó discretamente a que todos se sentaran, pues no sabía si tenían algún sitio asignado o preferido. Algunos días después se dio cuenta de que tenía razón. —Bueno, pues cielo —dijo Leyna dirigiéndose a Amara—, sírvete lo que quieras, hay de sobra. La chica observó cómo Zelda abría la olla, metía un cazo y lo sacaba lleno de una especie de estofado, que luego se sirvió en su plato. Repitió el proceso una vez más y le cedió el cazo a su prima, que hizo lo mismo sin mucha seguridad acerca de lo que estaba sirviéndose. Le pasó el cazo a su tía, que hizo lo mismo y se lo dio a Eldwin, que se sirvió el doble de cazos.

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“O está excesivamente rico, aunque que no tiene esa pinta, o este hombre come demasiado”, pensó. La familia comenzó a comerse el plato cucharada a cucharada con muchas ganas. Amara tenía hambre, pero no se decidía del todo a probarlo. No tenía un color muy apetecible. Comprobó de nuevo cómo todos se llevaban aquella cosa al estómago sin dudar, se vio algo más decidida y hundió la cuchara en el plato. Se la acercó indecisa a la cara y, tras observarla unos momentos, se llevó el estofado a la boca. —Esto… —murmuró mientras lo saboreaba—, ¡esto está delicioso! Eldwin, Leyna y Zelda se miraron entre sí y sonrieron, mientras veían cómo Amara devoraba el plato en apenas dos minutos y se servía otro cazo. —No te atiborres demasiado, o esta noche tendrás pesadillas —comentó Leyna entre risas. Terminó la cena y Amara había acabado comiendo la misma cantidad que su tío. Todos se despidieron hasta la mañana siguiente, con besos y “buenas noches”, cosa que a la chica le supuso algo totalmente nuevo. En su casa esas cosas nunca se hacían. De hecho, eran raras las ocasiones en las que coincidían sus horas de irse a la cama. Zelda la condujo de nuevo por un camino del que Amara trató de acordarse para la próxima vez que tuviese que regresar al cuarto. Entraron en la habitación y se pusieron el pijama. A Amara le daba un poco de vergüenza cambiarse delante de ella, pero su prima estaba totalmente desinhibida, así que no le dio importancia. —Puedes deshacer tu maleta y meter las cosas en el armario —sugirió, abrochándose los botones del pijama—. No tengo mucha ropa, así que hay mucho espacio libre. —Gracias —dijo, complementando la respuesta con una sonrisa. Abrió la maleta que, literalmente, rebosó. Zelda observó la ropa saliendo de la enorme maleta de cuero gastado y esbozó una mueca de duda. —Tranquila —dijo adivinando lo que pensaba—, gran parte de esto puede quedarse en la maleta, sólo necesito colgar algunas cosas que no pueden arrugarse. Zelda soltó lo que a su prima le pareció un suspiro de alivio y abrió el armario. Era cierto que estaba casi vacío, pero ni con dos como ese hubieran podido guardar todas las cosas que había en la maleta. Amara sacó algunos vestidos, camisas y alguna que otra falda. Incluso sacando sólo eso costó trabajo guardarlo todo sin que las puertas se abriesen solas, pero lo consiguieron. Tras el arduo trabajo, cada una se tiró en su correspondiente cama.

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—Bueno —suspiró Zelda mientras se incorporaba y deshacía la cama para meterse dentro—, cuéntame algo de ti, ¿no? — ¿Algo como qué? —respondió, incorporándose y haciendo lo mismo. —No sé… ¿tienes novio? —preguntó, metiéndose en la cama. —Bueno, ahora no, pero tenía… —respondió tristemente, hundiéndose entre las sábanas. — ¿Tuviste que dejarlo para venir aquí? —intentó adivinar. —No, es más… complicado. Es demasiado difícil de explicar. —No importa, tengo mucho tiempo —anunció enderezándose de nuevo y sentándose de rodillas en el colchón. —Quizás otro día… El silencio volvió a interrumpir la charla hasta que, sorprendentemente, la propia Amara se interesó por romperlo. — ¿Y tú? — ¿Yo? —dijo sorprendida, señalándose con el dedo. No esperaba que Amara fuese la que intentaría mantener la conversación y menos con un tema como ese, teniendo en cuenta lo callada que había estado desde que llegó—. Pues no, y mejor así, mis amigas no me cuentan muy buenas anécdotas de chicos —rió. —Ya… bueno, mañana tienes instituto, ¿no? Hay que dormirse pronto. —Eso, se me olvidaba —recordó, llevándose una mano a la cabeza—. Mañana tengo clases de siete a dos, hasta esa hora puedes ayudar a mi madre en el huerto, recoger los huevos de las gallinas, leer un rato o, si lo prefieres, te dejo que montes a Richelle. — ¿Richelle? —preguntó. —Sí, es mi yegua. Tenemos tres caballos, pero Ahren es de mi padre, lo que significa que es intocable, y Floy está ya muy vieja, así que no creo que te lo pases muy bien con ella. —Soltó una leve risita—. Sabes montar, ¿no? — ¿A caballo? Bueno… —Dudó entre decir directamente no o inventarse alguna historia que le justificase. —No te preocupes, mi padre te puede enseñar. Tiene mucho tiempo libre — sugirió, adivinando instantáneamente que los conocimientos de Amara de caballos era escasos o casi nulos.

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Pasó rápidamente una fría ráfaga de viento por la ventana que habían dejado abierta y ambas se acurrucaron en sus camas. En realidad Amara pensaba que no iba a pasar la mañana montada en un caballo, aunque no dijo nada. —Bueno, creo que sí que es hora de dormirse —comunicó Zelda, bostezando—. Buenas noches; que descanses —dijo con una enorme sonrisa. —Buenas noches —contestó, tapándose con las sábanas. No había sido una respuesta acompañada de una sonrisa; ni siquiera iba con un tono muy agradable, pero ese día, justo ese día, no era el más indicado para poder ser amable. Lo intentaría al día siguiente, si conseguía que se le despejase un poco la cabeza y olvidar a Erika y a Nevin, aunque lo creía imposible.

Zelda ya llevaba un buen rato dormida cuando Amara se levantó de la cama. No había conseguido pegar ojo, y estimaba que serían las tres de la madrugada, más o menos. Quizás era por haber dormido tanto en el tren, o quizás por el simple hecho de no querer tener pesadillas. Estaba convencida de que si se quedaba dormida soñaría con la muerte de su amiga, o con Nevin en la cárcel, o cualquier cosa similar o peor. No podría soportarlo. Cansada de dar vueltas en la cama se acabó levantando y se dirigió a su enorme maleta. La abrió procurando no hacer ruido y sacó de ella una pequeña muñeca de trapo. Uno de los ojos estaba pintado porque el original se le había caído. Tenía costuras por todas partes, y una de las trenzas era considerablemente más corta que la otra. Estaba hecha un asco; sin embargo, la miró con cariño. Le traía muchos recuerdos. Ya conocía a Erika pero nunca se había fijado mucho en ella. Tenían unos seis años cuando Amara se llevó aquella muñeca al colegio. Entonces tenía los dos ojos en sus respectivos sitios. Era la hora del recreo cuando Minna llegó con las gemelas y le arrebató la muñeca. — ¡Es mía! —gritaba, impotente. —Pues cógela —reía la otra chica, lanzándosela a sus dos amigas. Por aquel entonces, Minna era más alta que Amara, y a ésta le resultó imposible arrebatársela. — ¿Por qué me odias? —lloraba Amara, restregándose las sucias manos por los ojos para limpiarse las lágrimas. Era su muñeca favorita, así que lloraba desconsoladamente mientras observaba cómo volaba sobre su cabeza, hasta que llegó Erika. Empujó a Minna al suelo justo cuando le habían lanzado a ella a la pequeña muñeca y la recibió en su lugar. La sostuvo en la mano mientras se giraba para ver cómo Minna se acariciaba algunas heridas y gimoteaba.

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—Para que aprendas —dijo. Echó un vistazo a la muñeca y comprobó que se le había caído un ojo. Se la entregó dudosa a Amara. —Lo siento, pero se ha quedado tuerta —dijo tristemente. —Gracias —fue lo único que respondió, pero desde ese día se convirtieron en amigas inseparables. Amara bostezó. Dejó la muñeca de nuevo en la maleta y se metió en la cama. Casi sin poder darse cuenta se había quedado dormida.

No paraba de salir sangre. Aterrorizada, se lanzó hacia el agresor. Quería proteger a Erika a toda costa. No iba a permitir que le pasara nada malo. Nunca. Lo apartó de un empujón y lo miró a los ojos. Era Nevin. La chica se sorprendió y se asustó más aún. Temblorosa, intentó lanzarse hacia su amiga, pero Nevin comenzó a transformarse. Los ojos se le inyectaron en sangre y todos sus dientes se convirtieron en afilados colmillos. Las uñas crecían inexplicablemente, y su altura se volvió exageradamente elevada. Miró a Erika, asustada, y la vio tendida en el suelo, totalmente desfigurada a causa de los golpes. Una de las cuencas de los ojos estaba vacía y ensangrentada. Amara intentó correr, asustada, consciente de que no podría ayudar a su amiga, pues ya estaba perdida, pero una fuerza extraña le mantuvo los pies pegados al suelo. Una gota de algún líquido le cayó en la cabeza, seguida de un chorro entero. Se llevó la mano al pelo y, al observarla de nuevo, estaba roja. Miró hacia arriba y vio a Nevin devorando lentamente a su amiga. La sangre que desprendía se mezclaba con su saliva y caía en una mezcla roja y espesa en la cabeza de la joven. —¡¡¡BASTA!!! —gritó con todas sus fuerzas, llorando. Cerró los ojos con todas sus fuerzas y, al abrirlos, Nevin estaba frente a ella y Erika en el mismo lugar que al principio. Tendida en el suelo, ensangrentada. Nevin se acercó a ella y le pasó una mano por la cara. Amara se apartó deprisa, sin darle tiempo casi a reaccionar. Se giró de nuevo para ver a Erika, pero sólo encontró su muñeca. Al volver a mirar al frente, Nevin ya no estaba. Todo se había vuelto negro de repente. Sólo estaba la muñeca. La agarró. Le faltaba un ojo, al igual que a la Erika que estaba allí unos momentos antes. Mientras la miraba, las costuras comenzaron a abrirse, y del interior de la muñeca brotaban chorros de sangre. Todo se tiñó de rojo y la muñeca comenzó a moverse por sí sola. Curiosamente, se había vuelto muy parecida a Minna, casi igual. Esbozó una malvada sonrisa y, abriendo la boca y mostrando todos sus dientes acabados en punta, se lanzó hacia delante y mordió el

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cuello de Amara, que comenz贸 a gritar desesperadamente, aunque s贸lo pod铆a gritar el nombre de Minna.

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CAPÍTULO 10: Era de madrugada cuando el tren llegó a su correspondiente estación. El sol aún no había hecho acto de presencia y, sin embargo, el lugar bullía de gente por los cuatro costados. La máquina empezó a frenar al acercarse al andén, y se quedó justamente en su sitio. El chico se desperezó y miró por la ventana. Instantáneamente, como movido por un impulso, se escondió bajo la ventana, ocultándose a la gente que estaba fuera del tren. “Cómo se me ocurre pensar que si no me veían entrar en el tren se marcharían de esta estación”, pensó, frustrado. Mientras esperaba a que la gente que estaba sentada cerca suya se levantase, actuó como si se le hubiese caído algo al suelo para no levantar sospechas. Se subió de nuevo el cuello del abrigo y se puso el sobrero, que lo había dejado en el asiento. Se levanto, creyendo que había alguna esperanza de que no lo viesen, y se unió a la extrañamente lenta multitud que salía del tren. Entonces se vio acabado. La fila iba tan lenta porque todo el mundo, de uno en uno, tenía que pasar por la policía para que les identificasen. Habían llegado hasta el extremo de buscarle en las maletas más grandes. Pensó en permanecer en el tren, pero vio que en el último vagón terminaron antes y el agente comenzó a revisarlo por dentro. La desesperación le hacía sudar a chorros. La fila de gente que tenía atrás le empujaba, y podía ver cómo la gente de delante de él cada vez era menos. Intentaba pensar rápido, pero ninguna idea llegaba a su cabeza. Seguía notando la presión en su espalda y gente gritando obscenidades para que avanzase. “Vamos, Nevin, tú puedes”, se decía. “Piensa rápido”. Pensar en esa frase siempre le ayudaba, y, afortunadamente, esa vez no fue una excepción. Sólo quedaban dos personas delante de él, una mujer y su hija pequeña. Miró de nuevo al último vagón y vio al agente que había entrado unos momentos antes salir y colocarse junto a la puerta, con los brazos cruzados delante del pecho. Creyó ver su última esperanza y corrió como un galgo atravesando todos y cada uno de los vagones. Pisó varios pies, empujó a numerosas personas y pidió perdón decenas de veces, hasta que llegó a la puerta del último vagón. Entró y comenzó a andar a gatas, intentando esconderse de las ventanas. Junto a la puerta, se puso de pie, pegado a la pared, y frenó en seco. Comenzó a repasar su plan. “Salir corriendo del primer vagón y salir por el último”, era lo único que había pensado, pero ¿cómo? Había un agente del tamaño de un armario junto a la puerta por la que iba a salir. Es cierto que no estaría preparado, y que no le haría una inspección porque ya había acabado con ellas, pero, aún así, seguía allí. Se armó de valor como pudo y se quitó el abrigo. “Intentaré pasar desapercibido”, se dijo, pero no lo consiguió. Salió del vagón y, casi al instante, el agente se giró para verlo. Sin darle tiempo a reaccionar, Nevin

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agarró el abrigo por un extremo y, con un movimiento de muñeca, pasó el otro por detrás del policía para agarrarlo de nuevo. Tiró del abrigo, acercándose el aturdido hombre a él velozmente, le agarró los hombro, echándolo hacia abajo y le propinó un fuerte rodillazo en la cara, que lo dejó casi inconsciente; todo en menos de una fracción de segundo. No pudo hacer otra cosa que salir corriendo de allí, pero todos se dieron cuenta. La estación era un hervidero de agentes de la Gestapo y de la policía. Todas las puertas estaban protegidas y había varios desperdigados entre el resto de la gente. Corría tan rápido como sus piernas le permitían, aunque se dio cuenta de que eso le iba a servir de poco al contar cinco agentes en la puerta principal, que, además, ya se habían dado cuenta de lo sucedido y defendían la entrada con muchas más ganas que antes. Ya no podía pararse, no después de haber atizado a un policía, así que mantuvo la carrera. Vio que las paredes estaban repletas de intermitentes ventanas por las que, por lo que parecía, cabía un chico de su envergadura. Estaban algo altas, lo suficiente como para no poder engancharse de un salto, pero no le importó. Para la sorpresa de los agentes, desvió su camino hacia la derecha, directo a estrellarse contra la pared, pero aprovechó la gran velocidad que llevaba para andar un par de pasos sobre ella y engancharse con trabajo en un saliente de la ventana. Los agentes sacaron rápidamente sus pistolas y se colocaron debajo, pero antes de disparar, saltó hacia afuera. Rodó un par de veces por el suelo, pero gracias a eso amortiguó la caída. Sin mucha más dificultad, corrió lejos y se camufló entre la gente, perdiéndose por completo del punto de mira de los policías. “Menos mal”, pensó mientras suspiraba. Sentía el latir de su corazón en sus propios oídos. Tiró el abrigo y el sombrero en una papelera, pues tenía claro que le podrían reconocer por eso. Situado entre todo el mundo, perdido con la multitud, vio cómo los agentes salían del edificio de la estación, muy alterados. A uno de ellos le sangraba la nariz y estaba aturdido, así que supuso que era al que le había dado el golpe. Nada más darse cuenta de que preguntaban por él a todas y cada una de las personas que andaban cerca, se internó entre las desconocidas callejuelas de Baviera. ****** — ¡Amara! —gritaba una y otra vez, desesperada, cada vez más fuerte—. ¡¡Amara!! La chica se despertó y se enderezó de golpe, llorando y totalmente sudada. Aturdida, miró hacia delante y vio a su tía suspirando apoyada en su marido. —Menos mal que te despiertas, estábamos preocupados —admitió Eldwin, aliviado.

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— ¿Qué ha pasado? —Amara se llevó las manos a la cara y se limpió el sudor que caía de su frente. —Zelda nos avisó antes de irse al instituto de que no dejabas de gritar cosas en sueños y de moverte como si estuvieses teniendo ataques —dijo Leyna, mirándola a los ojos, algo preocupada—. Vinimos aquí y te vimos llorando y gritando. —Bueno, ya basta de preocupaciones, por suerte sólo ha sido una pesadilla — las tranquilizó Eldwin—. Ahora vístete, que te preparo el desayuno y te enseño a montar a caballo, que, según Zelda, no sabes, y eso en esta casa es como cometer un delito —rió. Leyna y su marido salieron de la habitación, dejando completamente sola a Amara. Se quedó un rato sentada, mirando hacia delante, hasta que, finalmente, salió de entre las sábanas y se puso una falda y una camisa que sacó de la ropa que dejó la noche anterior en el armario de su prima. Bostezó y salió de la habitación. Recordaba todo del sueño que había tenido, y la imagen de Nevin machacando y devorando a su amiga la torturaba constantemente. Mientras intentaba alejar la pesadilla de su mente, cruzaba los pasillos casi sin pensar y, para su sorpresa, logró llegar hasta la cocina. —Ya era hora —masculló Eldwin tras su enormes gafas negras. Era él quien estaba preparando la comida, y no Leyna, que estaba trabajando en el huerto, y eso sorprendió a la chica. — ¿Y tía Leyna? —preguntó, temiendo haberse tomado demasiadas confianzas llamándola “tía Leyna”. —Está fuera, en el huerto. —Se calló y observó la cara de sorpresa de su prima —. Nadie se entiende mejor con sus plantas que ella, y, para ser sinceros, yo hago mejor los huevos revueltos —añadió, guiñándole un ojo. Eldwin se alejó de la cocina con la sartén en la mano y echó el contenido en un plato que descansaba justo en el sitio en el que Amara se sentó la noche pasada. También agarró una jarra de zumo de naranja recién hecho y le sirvió un vaso. —Hay leche en la nevera, si quieres, pero este zumo está delicioso. Se lo agradeció con una sincera sonrisa. No tenía mucha hambre tras el atracón de la noche pasada, pero aquello tenía muy buena pinta. Agarró el tenedor y comió sin reparos. —Esos huevos los he recogido hace un momento. Ricos, ¿verdad? —Mucho —masculló con la boca llena, lo que hizo que Eldwin soltara una leve risa.

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La chica tragó con esfuerzo y, para terminar de llevarlo al estómago, le dio un largo sorbo al zumo de naranja. Aún tenía la pulpa. La madre de Amara solía quitársela con un colador para que no tuviese problema en bebérselo, pero debía reconocer que estaba bastante bueno con ella. — ¿Aquí todo es recolectado y hecho por vosotros? Eldwin rió a carcajadas. —Sólo los vegetales y lo que proviene de la gallina. —O sea, los huevos —intuyó Amara, tras dar el último bocado a la comida que tenía delante. —Y su carne. Un escalofrío la recorrió de arriba a abajo al imaginarse a Eldwin cortándole el cuello a una gallina, y dándosela a Leyna para que la despellejara y la cocinara. Ella no sería capaz, eso estaba claro, pues casi le habían dado arcadas sólo de pensarlo. Se alejó un poco el plato con la mano y bebió lo que quedaba de zumo de naranja. — ¡Bueno! —suspiró Eldwin limpiándose las manos con un trapo rojo que había sobre la mesa—. No pensarás montar con eso, ¿no? Siguió la mirada de su tío y se encontró mirando a su propia falda. — ¿Por qué? —Porque debe ser bastante incómodo —rió—. No lo sé por experiencia, pero eso es lo que parece. En el armario de Zelda hay muchos pantalones para montar, puedes coger alguno, creo que tendréis la misma talla. Yo te espero con los caballos — comentó, marchándose de la cocina— ¡Y cámbiate también los zapatos por botas de montar! —añadió. Amara se levantó pero, antes de marcharse, dudó entre recoger el plato y el vaso o no hacerlo. Normalmente esas cosas las haría su madre, pero allí parecía que se dividían las tareas, así que los metió en el fregadero. Anduvo por los largos pasillos hasta llegar a su nuevo cuarto, logrando no perderse, y abrió de par en par el armario. Quitando sus faldas, apenas había una o dos más. El resto eran sólo pantalones. Se sorprendió bastante, pues no estaba muy bien visto que las mujeres llevasen pantalones. En zonas como Stuttgart llegaron incluso a prohibirlo. Haciendo de tripas corazón, cogió unos pantalones negros algo ajustados, se quitó la falda y se los puso. Se sentía algo incómoda, pues no solía llevar pantalones y estos le apretaban las piernas, pero se resignó y se puso unas botas negras que había

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junto a la puerta. Se dirigió a la cuadra que había en la entrada y se encontró a su tío junto a los caballos. —Vale os voy a presentar —sugirió sonriente. Se había quitado las gafas, y la verdad es que así estaba mucho más atractivo—. Éste es Ahren, que será el que monte yo. El caballo movió levemente la cabeza. Era enorme, de un elegante tono marrón oscuro y patas negras, como la larga crin que le caía a un lado. —Tú puedes elegir entre Richelle o Floy, aunque creo que Richelle te gustará más; es mucho más activa. A Amara no le costó nada adivinar quién era quién. Zelda le había dicho que Floy era muy vieja, y se le notaba bastante. Estaba mucho más decaída que los otros dos. Era de un blanco apagado y tenía motas grises por el lomo. Tenía la crin trenzada y blanca, también. —Creo que prefiero a Richelle —dijo sonriente. Era una yegua negra en su totalidad. Negro brillante. Los reflejos del sol en su pelaje le daban un aspecto mucho más impresionante. — ¿Sabes subirte al caballo? —preguntó Eldwin, despertándola de sus pensamientos. La chica dudó. Era obvio que no sabía. Apenas había visto un caballo en carne y hueso un par de veces. Sin embargo, le daba mucha vergüenza admitirlo. —No te preocupes, es normal que alguien que ha pasado toda su vida en la ciudad no sepa —la tranquilizó, adivinando sus pensamientos—. Tú mírame y haz lo que yo haga. Amara asintió. En realidad no estaba muy segura de sí misma. Agarró suavemente las riendas de Richelle, que, afortunadamente para ella, ya las llevaba puestas, y observó. Eldwin se acercó por lado izquierdo del animal. Puso el pie izquierdo en el estribo y con la mano izquierda se agarró a la montura. Despacio, para que su sobrina pudiera quedarse con cada movimiento, se levantó del suelo haciendo fuerzas con el pie apoyado y la mano que sujetaba la montura. Pasó la pierna derecha por encima del lomo del caballo y acabó sentado mirando al frente. — ¿Crees que podrías hacerlo? —preguntó mientras bajaba de nuevo. —Bueno —dudó—, creo que podría intentarlo.

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Amara se acercó al lado izquierdo de Richelle y puso el pie derecho en el estribo. Eldwin la frenó antes de que continuara. —Si lo haces con ese pie, acabarás sentada de espaldas —la aconsejó, sonriente. Amara quitó el pie y puso el izquierdo, tal y como su tío le había dicho. Imitó todos los pasos y, en pocos segundos, se encontró mirando el mundo desde lo alto de una yegua. — ¿Te gusta? —preguntó Eldwin sonriente. —Sí, es increíble verlo todo desde aquí. El hombre soltó una carcajada y agarró a ambos caballos de las riendas. Abrió la puerta de la cuadra y los sacó fuera. Amara esperaba salir por la puerta principal, pero, en lugar de eso, condujo a ambos animales al fondo de la parcela. —Hay una puerta trasera que da directamente a la pradera —anunció, adivinando lo que pensaba. La chica estaba empezando a estresarse cada vez que hacía eso. Su tío tenía la extraña capacidad de adivinar todo lo que pensaba antes de que dijese nada. Llegaron a la susodicha puerta. Una puerta bastante pequeña, a decir verdad. Tanto que Amara dudaba que cupiese un solo caballo por ella. Sin embargo, pasaron los dos sin problema alguno. Eldwin cerró la puerta tras de sí, soltó las riendas y se montó en Ahren. —Supongo que tampoco sabrás lo básico sobre montar, ¿no? Amarra negó con la cabeza y su tío comenzó a explicarle todo lo que debía saber, aunque ella no estaba prestando mucha atención. Se enteraba de lo que decía, sí, pero estaba más concentrada contemplando el inmenso prado verde que se abría ante ellos. Era muy diferente a lo que ella conocía. El color era muy intenso y de una extensión inimaginable. A lo lejos también se veía paisaje rocoso. —Aquí, en Alta Baviera, se encuentra la montaña más alta de toda Alemania, ¿sabes? —anunció, interrumpiendo su propia explicación. —El Zugspitze —concluyó Amara. —Efectivamente. Marca la frontera con Austria y está, exactamente, allí —dijo señalando un pico más alto que el resto—. Hace cuatro años construyeron un teleférico. La chica quedó contemplando el blanco pico que se alzaba ante ellos.

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—Bueno, creo que te has enterado de cómo montar, ¿no? —Más o menos —confesó. —Pues tienes un prado entero para enterarte del todo. Eldwin se marchó galopando tan lejos que Amara ya no lograba verlo. Se adentró en la zona en la que había más árboles y la chica lo perdió de vista. “Genial”, pensó. “Intentaré no alejarme mucho”. Se pasó horas dando vueltas en un reducido círculo de aquel prado y, poco a poco, conseguía dominar a Richelle. De vez en cuando las riendas se le escapaban de las manos y se echaba hacia delante intentando recuperarlas mientras la yegua andaba sola sin un rumbo fijo, cosa que desesperaba muchísimo a Amara, pero, al cabo de unas horas, logró tomar el control. Dominaba la marcha de Richelle como si hubiera nacido para eso, y lo cierto era que le encantaba. Incluso habían dejado de molestarle los pantalones. —Qué, te vas acostumbrando, ¿no? —la sobresaltó una voz tras de sí. Era Eldwin, que había vuelto, por fin, de su largo paseo por el prado. —Sí, es genial —contestó, sonriente, desde lo alto del animal. —Deberías probar a salir del círculo —rió. Se dio cuenta de que quería internarla entre los árboles y se negó rotundamente. —No sé montar, realmente, y es peligroso —intentó defenderse, nerviosa, pero Eldwin ya había agarrado sus riendas desde Ahren y había comenzado a andar hacia delante con ambos caballos. Amara no sabía cómo detener a Richelle, pues lo había intentado todo, pero su tío parecía ejercer una mayor influencia sobre ella. — ¡Vamos! —suplicaba Eldwin—. ¡Te va a encantar! La chica negaba con la cabeza, aunque se reía, y por eso era más difícil tomarla en serio. En un desesperado intento por que le hiciera caso y dejase de caminar hacia el bosque, intentó bajarse de Richelle, pero un pie se le enganchó en el estribo y cayó de bruces al suelo junto a la yegua. Intentó incorporarse pero el animal comenzó a relinchar sobre ella y se asustó. Puso instintivamente las manos sobre la cara al encontrarse a la enorme yegua alzada sobre ella y gritó. Antes de que pudiera darse cuenta, Eldwin había bajado de Ahren y la había levantado del suelo justo antes de que Richelle pisoteara el lugar donde ella había caído.

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—Shhh…. —la calmó, acariciándole el cuello tan negro como el carbón—. Tranquila, Richelle —susurraba. Parecía que funcionaba, pues la yegua cada vez resoplaba menos—. Amara, creo que será mejor que lo dejemos por hoy. Asintió. El corazón le latía tan fuerte que podía escucharlo y estaba asustada. —Además, Zelda volverá en menos de una hora y comeremos. Levanta, anda — le susurró tendiéndole una mano. Amara la aceptó. Eldwin caminaba encima de Ahren hacia la cuadra, pero ella prefirió ir andando con las riendas en la mano. Prefería no volver a montar a Richelle por lo menos durante un rato, pues ya había tenido bastante. El tiempo que quedaba hasta la llegada de Zelda lo pasó en el corral, recogiendo huevos y mimando a las gallinas. Le habían parecido seres muy curiosos para pasar el rato. Sin tener que esperar demasiado, llegó Zelda del instituto y los cuatro se sentaron en torno a la mesa del comedor. El mantel de flores de la noche anterior había sido sustituido por uno de círculos de colores pastel. La comida consistía en un plato de carne que Amara prefirió no identificar por si era de gallina y algunas verduras salteadas. Todos degustaban en silencio hasta que Zelda lo rompió. —Te ha salido delicioso, mamá. “Mamá…”, pensaba Amara. Ella llamaba “madre” y “padre” a sus progenitores. Nunca se le habría ocurrido llamarlos “mamá” y “papá” por temor a que le cruzasen la cara. Dejó el tenedor sobre el plato y miró pensativa hacia delante. No podía evitar echar de menos por lo menos a su madre. Ella sí la protegió en casi todo momento. Le dolía que hubiese permitido que se marchara, pero comprendía que no había posibilidades de discutir contra su padre. Suspiró antes de percatarse de que el resto de la gente que comía en esa mesa la observaba con ojos dudosos. — ¿Te ocurre algo? —preguntó Leyna, algo preocupada. —No, no —respondió nerviosa. Recuperó deprisa el tenedor y siguió comiendo—, gracias. Siguieron comiendo en un silencio que, nuevamente, rompió Zelda. —Mamá, ¿puedo quedar hoy con Wanda, Ebba y Dustin? —De acuerdo, pero mañana tienes clase, ¿eh? Así que no te quedes fuera mucho tiempo. Y llévate a tu prima. —Claro, pensaba hacerlo aunque no lo dijeras —respondió sonriente. Lo cierto era que habían hecho muy buenas migas.

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—Un segundo —pidió Amara algo confusa—, ¿no vas con las BDM por las tardes? —Aquí poca gente va —comentó indiferente su prima—. Supone hacer un viaje más allá de la estación y no es obligatorio, aunque mi padre defienda que acabará siéndolo —concluyó con una sonrisa pícara. Eldwin resopló y la miró desafiante, pero regresó enseguida a su plato. Terminaron rápido y recogieron la mesa entre todos. Aquella tarde le tocaba fregar a Zelda, así que Amara, intentando olvidar las costumbres de su casa, se ofreció a ayudarla. —No te preocupes —negó la joven—, ahora me toca a mí. Tu turno es esta noche. Aquello logró derrotar a Amara de un solo golpe. Iban a hacer que limpiara. ¿Cómo? No sabía fregar. Nunca había tenido que fregar gracias a su madre, aunque era de las pocas privilegiadas entre las chicas de su clase. Sólo ella y Minna podían permitirse ese lujo. Había visto cómo lo hacía Erika un par de veces y no parecía muy difícil. Incluso se podría decir que era instintivo. Esperaba poder acordarse. — ¿Puedo esperarte en las cuadras? —preguntó. —Claro, puedes montar si quieres. Coge a Richelle, luego te alcanzo con Floy. Era su caballo, pero Amara no rechistó. Le gustaba Richelle, incluso después de haber estado bajo sus enormes patas delanteras. Se sentía cómoda con ella. Mientras su prima se encargaba de limpiar sus platos, ella se dirigía a las cuadras. Abrió las puertas y se colocó directa junto a Richelle, la yegua de Zelda. Acarició la crin que crecía a sus anchas, echada a un lado del cuello del animal. Eldwin le había quitado las riendas y la montura, pero le había explicado cómo ponérsela si le apetecía montarla de nuevo, así que cogió las que pertenecían a Richelle y se las puso sin mucha dificultad. Agarró las riendas y la sacó de la cuadra poco a poco. Cerró la puerta al salir y fue hacia la parte trasera, junto al huerto, para salir al prado. Una vez cerrada la verja, se dispuso a subirse a la yegua. “Si lo haces con ese pie, acabarás sentada de espaldas”, recordó. Comprobó que estaba subiendo con el pié indicado y se sentó en la montura que, para su alivio, no se movió. —Sé poner una montura como es debido —susurró entre discretas risitas. Dio un par de vueltas para comprobar que no había olvidado lo poco que había aprendido acerca de montar en el tiempo que habían pasado comiendo y sonrió. Su tío era un buen maestro.

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Miró hacia los árboles que inundaban el paisaje de fondo y dudó. “Lo mejor será esperar a Zelda”, se dijo ****** Llevaba horas deambulando por las callejuelas de Baviera, seguro de que lo buscaban, pero no lo encontrarían. Había llegado a las calles menos transitadas del lugar y se había perdido a conciencia, llegando a un pequeño hostal que parecía vacío. Al abrir la puerta, se oyó una tintineante campana que despertó a un hombre que dormía echado sobre el mostrador de recepción. Esbozó una sonrisa que sólo decía “por fin alguien que viene aquí” y “no sé qué es un dentista”. Nevin, destrozando todas sus esperanzas de conseguir algo de dinero aquel día, le plantó un papel con una dirección delante y preguntó: — ¿Sabe usted cómo llegar a este lugar? EL hombre borró la sonrisa de la cara y agarró el papel. Lo miró con el ceño fruncido, y, finalmente, se lo apartó de la cara para contestar. —Esta es una de las casas más grandes que hay en las afueras. ¿Para qué vas allí? —A visitar a unos parientes —mintió. El hombre asintió, aunque estaba convencido de que no le decía toda la verdad, y comenzó a darle indicaciones. Nevin se quedó con todas y cada una de ellas gravadas a fuego en la cabeza y, en cuanto el recepcionista terminó las explicaciones, dio las gracias y se marchó por la puerta, sin decir nada más. Se oyó de nuevo la campana al cerrarse la puerta y entonces el hombre se percató de que aún tenía el papel en la mano. — ¡Espere! ¡Se ha olvidado de…! —El hombre se resignó al ver que nadie le oía, hizo una bola con el papel y lo arrojó a una papelera que había bajo el mostrador.

Nevin andaba en la dirección que le habían indicado cuando, inesperadamente, vio pasar un coche con el agente al que había golpeado en el asiento del conductor. Instintivamente, se escondió en una de las oscuras callejuelas antes de que llegara a su altura. “¿Cómo es posible que hayan buscado por aquí?”, pensaba. Cuando el coche pasó a su lado no pudo evitar caer de espaldas y acabar sentado en el suelo. En el asiento del copiloto viajaba el mismísimo Faber.

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“Debe de haber venido con el resto de los agentes que llegaron a Baviera, pero ¿dónde estaba cuando escapé de la estación?”. En realidad, prefería no pensarlo y salir corriendo a su destino, pero vio al coche parar justo frente al hostal en el que había estado unos momentos antes. Faber y el agente al que golpeó entraron en el edificio. Tan rápido como sus pies le permitieron sin ceder y tropezar, corrió lejos del lugar en el que estaba. Pasó la estación y siguió corriendo hasta dejar atrás la zona más urbanizada. Siguiendo las indicaciones del desdentado recepcionista, corrió por un camino de tierra que estaba rodeado por una inmensa pradera y un bosque algo más lejos pero que continuaba hasta donde alcanzaba la vista y envolvía a las intermitentes casas que salpicaban el paisaje. Sin pensárselo dos veces, se encaminó hacia los árboles. Era el lugar en el que había menos probabilidades de que le encontraran.

Faber miró el marco de la puerta al entrar y lanzó una desafiante mirada a la tintineante campanita. Dejó que su acompañante cerrara la puerta por él y se dirigió al recepcionista, que andaba algo adormilado. Había llegado con el resto de los agentes pero había permanecido alejado del asunto hasta que vio cómo un chiquillo de apenas quince o dieciséis años esquivaba a profesionales, golpeaba a uno de ellos y escapaba ileso. Habían seguido su rastro y habían preguntado con su foto en la mano hasta que una mujer les condujo a aquel hostal. — ¿Ha visto a este chico? —preguntó con voz fría y enfadada al hombre que le miraba desde el otro lado del mostrador. —Sí, ha estado aquí hace apenas un momento. — ¿Sabe hacia dónde ha ido? El hombre dudó unos instantes y frunció el ceño. Entonces, como si una chispa cruzara su mente, se levantó de la silla y rebuscó en la papelera hasta encontrar un pequeño trozo de papel blanco arrugado. Se sentó de nuevo y lo estiró hasta que fuese visible lo que estaba escrito dentro; entonces se lo ofreció a Faber. —Me preguntó cómo ir a esta dirección. — ¿Cómo se va? El hombre, algo confuso le dio las mismas indicaciones que a Nevin. Apenas unos segundos después, Faber y el otro agente habían salido de aquel hostal con el papel en la mano y se habían montado en el coche. Cruzaron las calles en apenas unos segundos hasta dejar atrás la estación de Baviera y llegaron al camino de tierra que les

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habían indicado. No había nadie. Faber se bajó del coche y pateó el suelo con todas sus fuerzas, descargando su ira. — ¡Maldito estúpido! —gritaba enfurecido mientras la tierra se agitaba bajo sus pies. Entonces reparó en unas huellas que parecían ser de alguien con una talla muy similar o igual a la de Nevin. Se dirigían fuera del camino, más concretamente, en línea recta hacia el bosque. — ¿Le ocurre algo, señor? —preguntó el agente al verlo demasiado concentrado con el suelo. —Llama por lo menos a la mitad de los agentes que hay esperando en la estación. Creo que sé por dónde ha ido. ****** Zelda dejó el último plato en su lugar correspondiente y salió de la cocina mientras se secaba las manos en la camiseta. Llegó enseguida a la cuadra y le colocó las riendas y la montura a Floy. Suspiró. Ella quería montar a Richelle, pero su prima era la invitada, así que había que ser amable. Tampoco le importaba especialmente, pues Floy había sido su antigua yegua y se sentía bien con ella. La sacó de allí y la llevó al prado de detrás de su casa, donde se encontró a Amara encima de Richelle, dando innumerables vueltas en un mismo y reducido círculo. —Tenemos apenas quince minutos antes de que vengan mis amigos. ¿Quieres aprovecharlos o prefieres pasarlos dando vueltas en círculo? Amara sonrió desafiante mientras frenaba la marcha de la yegua. Observó cómo su prima se subía elegantemente en Floy y no le costó decidir. — ¿Podemos adentrarnos en el bosque? —preguntó. Zelda sonrió y dirigió a Floy hacia los árboles. Amara la miró y la siguió, contenta. Tenía ganas de ver cómo era lo que se escondía tras aquella barrera. Entonces su prima se giró. —Se me olvidaba, antes miré el correo y había una carta para ti, creo que es de tu madre —anunció, tendiéndole el sobre cerrado—. Parece mentira que hayan tardado tan poco en escribirte una, y también que haya tardado tan poco en llegar. Te deben estar echando mucho de menos. Amara se estiró hasta llegar a coger la carta sin caerse del animal. —Luego la leeré —dijo tras comprobar que era de sus padres y guardarla doblada en uno de los bolsillos del pantalón. No sabía por qué, tenía la esperanza de

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que fuera de Nevin, explicándole por qué decían que él era el asesino de Erika. Aún le costaba creerlo. Las chicas ordenaron a los caballos andar hacia el bosque. Amara no había salido de su reducido círculo en ningún momento y temía no ser capaz de controlar a su yegua como es debido; sin embargo, lo hizo de maravilla. Se adentraron en el bosque y anduvieron durante unos dos minutos, y el bosque seguía. — ¿Sabes galopar? —preguntó Zelda. —Sé la teoría, pero nunca lo he intentado… —Siempre hay una primera vez, ¿no? Si quieres ver el paisaje del fondo vas a tener que hacerlo, o no nos dará tiempo —comentó—. Sígueme. Si veo que no puedes seguir mi ritmo volveré a por ti y nos iremos de vuelta a casa, ¿vale? Amara asintió, nerviosa. No se creía capaz en absoluto de galopar y menos al ritmo de su prima que llevaba años haciéndolo. — ¿Preparada? —Más o menos… Vio cómo su prima empezaba a galopar y la imitó. No le costó trabajo cogerle el ritmo al principio, pero, en una parte del bosque, los árboles comenzaron a multiplicarse y sus ramas se acercaban más al nivel del suelo. Le costaba mucho esquivarlos y tenía que reducir la velocidad de vez en cuando, lo que hacía que su prima tuviese que hacer lo mismo. — ¿Vas bien? —preguntaba a voz en grito algunas veces. —Sí, no te preocupes —era lo que siempre contestaba en el mismo tono de voz. Cuando los árboles comenzaron a hacerse menos frecuentes y a estar más dispersos, Amara logró calmarse de nuevo. Apenas habían estado un par de minutos galopando, pero si hubiesen ido andando habría sido mucho más. Los árboles desaparecieron sin apenas darse cuenta y Zelda empezó a aminorar el paso. —Bueno, ya hemos llegado —anunció, frenando por completo. Estaban en un pequeño acantilado a apenas unos metros del suelo, frente a una inmensa pradera salpicada de flores violetas. Algo más al fondo se distinguía un paisaje montañoso, rodeado de nubes y, sencillamente, precioso. Amara se paró junto a su prima y contempló el paisaje. Era un lugar de cuento. —Es increíble —dijo, con toda la sinceridad que pudo mostrar.

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—Sí, es muy bonito —confirmó. Pasaron mirando al frente unos segundos, hasta que, finalmente, Zelda interrumpió el silencio. —Bueno, es hora de marcharse. Mis amigos llegarán en apenas unos minutos, así que hay que darse prisa. La idea de volver galopando hacía que Amara se estremeciera, pensando en las ramas que parecían tener muchas ganas de golpearla; sin embargo, el camino de vuelta se hizo mucho más ameno. Los árboles parecían apartarse grácilmente para abrirles paso a las chicas, y ninguna rama amenazó con golpearles. Llegaron al prado sin problemas y desmontaron las yeguas. Cogiendo las riendas las devolvieron a las cuadras y esperaron sentadas en unos pequeños bancos que había junto a la puerta hasta que llegaron los chicos. —Hola —saludaron todos al unísono, sonrientes. El único varón era bastante alto, y bastante guapo. Tenía el pelo castaño claro y corto, algo despeinado. Sus ojos esmeralda eran grandes pero preciosos, y tenía una espalda enorme y varonil, al igual que sus manos, que eran fuertes y protectoras. Ellas eran ambas morenas. Tenían el pelo casi negro y recogido en trenzas que les caían a ambos lados de la cara. Una, la que más tarde descubrió que era Ebba, tenía los ojos almendrados y azules; Wanda los tenía marrones y redondos, aunque eso no le quitaba belleza. Era más guapa que su amiga, y su cuerpo estaba mejor modelado. —Bueno, esta es mi prima Amara —anunció sonriente mientras abría la puerta de la enorme verja que rodeaba la casa. —Encantado —dijo Dustin entrando el primero para darle un beso en la mejilla—. Yo soy Dustin —añadió con una sonrisa dulce y encandiladora, pero que con Amara no funcionaba mucho. Las dos chicas pasaron y se presentaron. —Encantada, yo me llamo Wanda. —Y yo Ebba. Ambas le dieron dos besos en las mejillas y se dirigieron a hablar con Zelda. — ¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó Ebba.

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—Pues lo que queráis, aunque quizás lo mejor sea ir al prado y tumbarnos a hablar, así conocéis un poco a mi prima. Al parecer se quedará una temporada y será estupendo que os conozcáis. Todos estuvieron de acuerdo y, en pocos minutos, estaban sentados sobre un enorme mantel de cuadros en el prado de atrás de la casa de Zelda. —Bueno —suspiró Wanda tras un largo rato conversando—, ¿y por qué has venido hasta Baviera, si puede saberse? —preguntó con una sonrisa. Amara dudaba. No sabía si contarlo. Aunque estaban lejos de Berlín. A Nevin no le pasaría nada si contaba quién era. Y no tenía por qué mencionar el asesinato. —Pues… —comenzó. Seguía dudando, pero lo contó igualmente—, el caso es que empecé a salir con un chico que me gustaba mucho, pero un día me confesó que… bueno, me confesó que era judío. —Dejó que el silencio penetrara unos segundos en la gente que le rodeaba y siguió hablando—. Mi padre se enteró y se enfadó mucho. Luego, me dijo que había conocido a una chica judía y que quería dejarlo conmigo porque veía demasiados problemas. Yo… seguía colada por él, así que dejé las BDM sólo por él. Fue entonces cuando mis padres decidieron sacarme de Berlín, supongo que para que me apartase de todas esas… “malas influencias”. —Suspiró y se giró para ver a los demás. Dustin parecía preocupado, pero las chicas la miraban de hito en hito. —Esa historia la he oído antes —murmuró Wanda. —No puede ser… ¡Yo también! —exclamó Ebba—. Claro que sin lo de las BDM y que le echaran de casa. — ¿En serio? —preguntó Amara asombrada. Lo que le había pasado a ella no era algo muy normal, y no terminaba de creerse que fuera casualidad. —Sí, una amiga de Múnich me contó que había empezado a salir con un judío que la había dejado por otra judía porque veía demasiados problemas en su relación — confesó Wanda. —Mi prima de Frankfurt me contó exactamente lo mismo cuando vino de visita el mes pasado —dijo Ebba, sorprendida. —Qué casualidad —añadió Zelda, entristecida—; una pena que coincidáis en una cosa así… Dustin permanecía en silencio. Se había sentado junto a Amara, y cada vez, sin saber cómo, estaba más cerca suya. Ella intentaba alejarse un poco disimuladamente, pero siempre volvía a acercarse, además de que, como siguiese moviéndose para el lado, acabaría por estar encima de Ebba. Entonces se giró y acercó su boca al oído de Zelda.

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— ¿Esa historia significa que tengo alguna oportunidad con ella? —le susurró de forma que sólo Zelda se enterara. La chica rió y se acercó a su oído. — ¿Por qué no se lo preguntas? Dustin la miró desafiante. Ambos sabían que nadie en su sano juicio preguntaría una cosa así, pero Zelda se le adelantó. —Amara, ¿por qué no quedas con Dustin esta noche? —preguntó sonriente. El aludido se llevó una mano a la cara y comenzó a arder de la vergüenza. Instintivamente se escondió entre sus rodillas. —Pero tu madre ha dicho que no vuelvas tarde —recordó, con la esperanza de que sirviera de algo. —Yo, pero tú no tienes clase. Venga, os lo pasaréis bien —añadió, antes de levantarse del mantel—. Ya se ha hecho tarde. Nosotras nos vamos a cenar y en una hora y media Amara estará en la puerta. No te retrases, Dustin —dijo guiñándole un ojo. Todos los chicos se levantaron para que Zelda pudiera recoger el mantel. Se marcharon todos de la casa y Dustin se despidió con un beso excesivamente sentido en la mejilla de Amara. —Nos vemos esta noche —dijo, haciendo que Amara se sintiese cada vez peor. Cuando todos se perdieron de vista y ellas entraron en casa de Zelda para cenar, Amara no pudo evitar sermonearle. — ¿Cómo se te ocurre? —preguntó alterada—. No me gusta, no quiero quedar con él. —No seas tonta —le reprochó mientras ponía los cubiertos y las servilletas en la mesa—, te lo pasarás bien. Dustin es un buen chico y es una buena forma de olvidarte del que te hizo daño. Amara colocó los vasos y los platos frente a cada silla y suspiró. —Está bien, pero no prometo nada. Pocos segundos después de terminar la conversación, Zelda llamó a sus padres para que acudiesen a la mesa. Destapó una olla que había en la cocina y la llevó al comedor, dejándola sobre el centro de la mesa.

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—Hoy hay pasta —anunció sonriente Leyna, sirviendo un plato a Amara, luego a Eldwin, luego a Zelda y luego a ella misma. Cenaron mientras hablaban y comentaban el día que habían tenido. Zelda y Amara hablaron de su tarde con los chicos, pero nadie mencionó el tema de Nevin, por suerte para ella, que no tenía muchas ganas de hablar de eso. Terminaron la cena y Amara fregó los platos lo más rápido que pudo, a petición de su prima, que, por alguna razón que no lograba entender, estaba ansiosa por que se fuera con Dustin. —Bueno —suspiró Zelda cuando Amara dejó el último plato en su sitio—, aún nos queda una media hora para que llegue Dustin, así que ¿por qué no te arreglas un poquito? —sugirió. Amara miró su atuendo de arriba abajo y le lanzó una mirada desafiante a su prima. — ¿No voy bien así? —preguntó. Se había quitado los pantalones y las botas de montar y ahora llevaba una de sus faldas y una camisa blanca. —Bueno… podrías cambiarte. He visto tu ropa y tienes cosas preciosas. Amara no se ofendió aunque interpretó aquello por un “la ropa que llevas es demasiado fea”, pero no le dio importancia. Muy a su pesar, su prima consiguió arrastrarla hasta su cuarto para que se cambiara de ropa. Cambió la sencilla falda marrón por una negra más ajustada y corta, y su camisa de botones se transformó en una de tirantes que le marcaba la figura y la hacía parecer más esbelta. —Mucho mejor —opinó Zelda, observándola desde la cama. —Tú llevas un pijama… —se quejó. —Yo no he quedado con Dustin. —Yo no quería quedar con Dustin. Zelda sonrió y se sentó en la cama. —Es lo que toca. Amara recordó entonces la carta de su madre y la sacó del bolsillo de la falda que había dejado en el suelo. La desdobló y abrió el sobre. Dentro había un papel de color blanco sucio escrito enteramente con la impecable y cursiva letra de su madre. — ¿Te importa que la lea antes de irme? —preguntó a su prima. —Adelante.

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Amara se sentó en su cama con el papel entre las manos y comenzó a leer. “Querida Amara, No he podido evitar escribirte en cuanto te has ido. Te estamos echando mucho de menos. Supongo que te habrás enterado ya de algunas noticias que prefiero no comentar aquí porque no merece la pena recordarlas. Sólo espero que estés bien. Aquí las cosas siguen como siempre. En tu instituto me han dicho que cuando vuelvas tendrás tiempo de recuperar todo el tiempo perdido, así que por eso no te preocupes. Te mandan recuerdos todas las chicas de tu clase, y también tu padre. Un abrazo, Tu madre. PD: Creo que deberías saber que antes de que me enterase del asunto de Erika, Nevin vino a casa y le di tu dirección actual. No he llamado a la policía, eso es algo que deberías hacer tú si lo crees necesario. Ten mucho cuidado.” Amara cerró la carta y permaneció en silencio. ¿Nevin sabía dónde se alojaba ahora? No tenía muy claro cómo reaccionar a eso. Nunca había creído realmente que él hubiese podido asesinar a su mejor amiga, pero ahora que podía aparecer en la casa de sus tíos le entró la duda. — ¿Qué dice la carta? —preguntó Zelda haciéndola salir de sus pensamientos. —Me mandan recuerdos… El silencio permaneció unos instantes. Zelda se removió en la cama y dijo: —Dustin debe de estar esperándote, así que, ya sabes. A por él— sonrió. Amara le devolvió la sonrisa aunque intentó parecer desafiante. Suspiró de nuevo y abrió la puerta despacio. —Oye, ¿tus padres saben que voy a salir? —No, así que intentad no hacer mucho ruido ahí fuera. Anda, ¡vete! —rió lanzándole un cojín. Amara cerró la puerta tras de sí y oyó a su prima reírse dulcemente desde el otro lado de la puerta. Sonrió y se fue directa a la puerta de la verja. Se sentó en el banco en el que habían esperado por la mañana y, a los pocos segundos, vio a Dustin aparecer con una rosa en la mano. No pudo evitar acordarse de la noche en la que Nevin la visitó y reprimió un gemido ahogado. Se le formó un nudo en la garganta pero logró disolverlo con esfuerzo.

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—Buenas noches —saludó mientras abría la puerta. —Buenas noches —dijo entregándole la flor en un amable gesto— Amara, esta noche estas deslumbrante —confesó, totalmente convencido de sus palabras. Otra punzada de dolor le recorrió el pecho. Eso fue exactamente lo que Nevin dijo en su primera cita. Cada vez se sentía peor. No entendía cómo estaba con otro chico sabiendo lo que sentía por él, pero hizo un esfuerzo por guardarse sus sentimientos y le hizo pasar en un silencio absoluto a la pradera que había tras la casa. — ¿Otra vez quieres ir allí? —preguntó incrédulo—. Esperaba que quisieras salir a ver la zona o algo. —Me gusta este sitio —confesó mientras abría la puerta que daba a la pradera—. Es tranquilo y agradable. Hay pocos sitios así donde yo vivo. La conversación continuó con los dos totalmente a solas, sentados sobre un mantel que habían llevado allí.

A cierta distancia, Nevin permanecía escondido encima del árbol más alto que pudo ver. Desde la copa, intentó comprobar a qué altura se habían quedado los agentes y dónde exactamente se había metido. Al entrar en el bosque había acabado por perderse entre los árboles, y darse cuenta de que le seguían agentes de policía y de la Gestapo no ayudó mucho. Logró distinguir unas sombras moviéndose a unos minutos de distancia. Le costó bastante, pues los árboles le tapaban la vista, y tampoco supo con certeza que eran ellos, pero ¿quién iba a ser si no? Miró en todas las direcciones hasta lograr distinguir una casa que estaba a unos metros. No quedaba otra, tenía que ser la de los tíos de Amara. Bajó del árbol tirándose al suelo y rodando en él. La hierba era abundante y mullida, lo que logró amortiguar la caída. Corrió en dirección a la casa de los tíos de Amara sin que nada le detuviese.

Amara llevaba un rato escuchando a Dustin y, de vez en cuando, comentando o fingiendo una sonrisa. No podía dejar de pensar en Nevin y en lo que su madre había dicho. Llegó el momento en el que ya no podía aguantar ni un minuto más. —Dustin, escúchame —pidió, interrumpiéndole—. Lo siento mucho. Eres un chico muy agradable, pero no puedo seguir fingiendo que tienes alguna posibilidad. Dustin cambió la cara totalmente para parecer un cachorrillo indefenso, y Amara se dio cuenta de lo dura que había sido.

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—Verás, es que me sigue gustando mucho Nevin y… ahora nadie tendría ninguna oportunidad conmigo. Lo siento mucho. Dustin se levantó y sonrió tristemente. —Lo entiendo, no te preocupes. Ha sido un placer haberte conocido. Cerraré la verja al salir. —Lo siento… —No te preocupes —fue lo último que dijo con una sonrisa, esta vez sincera, en los labios. Amara se quedó sola sobre el mantel de cuadros. Se encogió sobre sí misma y, con la cara entre las rodillas, suspiró. No quería llorar, pero sí estar a solas. Entonces un ruido entre los árboles le hizo dar un respingo. Rápidamente, se puso de pie y escudriñó el bosque, inquieta. Se acercó un poco, con la esperanza de que fuese algún tipo de animal nocturno, pero una mano humana surgió de entre los árboles y su primer impulso fue agarrarla. Llevó al desconocido hasta ella y le propinó un rodillazo en el estómago sin llegar a ver quién era. El individuo cayó de rodillas con las manos en la barriga. — ¿N…¡Nevin!? —dijo sin pensar, poniéndose las manos en la boca.

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CAPÍTULO 11: Nevin la miró suplicante mientras ella se alejaba poco a poco. —Espera… —pidió con las manos aún sobre el estómago. —Eres un asesino… —fue lo que dijo. Nunca creyó realmente que él fuese el que mató a su mejor amiga, pero tenerlo frente a ella era diferente. No sabía si era verdad o no, y mejor pecar de precavidos. —No, yo no… —masculló levantándose y acercándole una mano. —No me toques —amenazó desafiante apartándole la mano de un tortazo. Nevin se giró. Se oían pasos cerca. Estaba seguro de que eran los agentes que le perseguían. Necesitaba esconderse. —Amara, fue Minna —confesó. — ¿Q-Qué? —preguntó, bajando un poco la guardia y dejando que se acercara. —Te lo explicaré todo pero tienes que esconderme —suplicó. — ¿Por qué? —dijo asustada. —La Gestapo me pisa los talones. Amara abrió mucho los ojos. ¿La Gestapo? No podía creerse que la Gestapo le persiguiera sólo por ser judío, tenían cosas mucho mejores que hacer. Escrutó de nuevo la temerosa mirada del chico. Le tendió una mano. —No tenemos mucho tiempo. Se levantó y la siguió de la mano. Amara cogió el mantel y abrió rápida la verja, cerrándola tras de sí. Se paró en la entrada de la casa. —Antes de dejarte entrar necesito que me expliques qué pasa aquí. Nevin dudó. No sabía si dispondrían del tiempo necesario, pero no le quedaba otra opción, así que empezó a relatar. —De acuerdo, pero seré lo más breve posible y espero que no hagas muchas preguntas. Amara asintió. —Yo no soy realmente judío. Mi padre era un miembro muy respetado en la Gestapo, hasta que, un día, murió asesinado por unos judíos a los que perseguían. Desde entonces he recibido un entrenamiento especial en la Gestapo y me he

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convertido en uno de sus agentes. Hace algún tiempo se empezó a llevar a cabo un experimento en toda Alemania llamado “Vacuna Racial”. Yo soy parte de ese experimento, y tú también. Consiste en persuadir a las jóvenes alemanas de que mantengan relaciones con gente judía. Yo he hecho estas cosas antes, en varias ocasiones, pero, esta vez, la cosa se descontroló. Tú no diste tu brazo a torcer y, en vez de volverte en contra de los judíos, estuviste más a su favor de lo que esperábamos. Por culpa de esto dejaste las BDM, y eso hizo que Minna y sus amigas asesinaran a Erika. En cuanto lo supe fui a ver a Faber, el padre de Minna y mi superior en esta misión, y le dije que lo dejaba y que pensaba denunciar a su hija. Faber no tardó en manipular a la policía para inculparme en el asesinato de Erika Engels y desde entonces huyo de la policía y la Gestapo. Pedí tu dirección en tu casa y vine hasta aquí buscando refugio, pero me han encontrado, y ahora necesito que me escondas. Amara permaneció en silencio intentando digerir toda esa información con la boca abierta. No entendía gran parte de lo que le había explicado. —Amara, luego te explicaré todo con más detalle y responderé a tus preguntas, pero tengo prisa por salvar la vida. La chica volvió a la realidad, aunque algo confundida, todavía. Pensó en Zelda. No sabía si su prima le ayudaría, pero había que intentarlo. Se puso un dedo en la boca para decirle que no hiciera ruido y lo guió por los amplios pasillos hasta su habitación. Encendió la luz, despertando a su prima, que sólo masculló unos sonidos inentendibles mientras se incorporaba despacio. —No hay mucho tiempo para presentaciones, así que Nevin, esta es Zelda; Zelda, este es Nevin. —Amara… ¿qué pasa? —Este es el chico del que os hablé esta tarde, ¿recuerdas? Zelda pareció despertarse del todo de repente y se sentó en la cama, alterada. — ¿Qué demonios hace él aquí? ¡Creía que vivía en Berlín! —Zelda, no te asustes, pero necesitamos tu ayuda —pidió mientras Nevin permanecía de pie, en silencio—. ¿Tiene esta casa algún sitio donde esconderle? —Pero ¿para qué? —preguntó nerviosa—. Amara, me estás asustando, no sé quién es y no sé por qué está aquí. Y aún menos tengo la más remota idea de por qué quieres que le esconda. Necesito explicaciones. Amara vio a Nevin mirando por la ventana. La ventana del cuarto de Zelda daba a la puerta de la verja de la parte del prado. Se giró alterado y sólo dijo:

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—Casi han llegado. Amara agarró del brazo a su prima y a Nevin y los sacó del cuarto, apagando las luces del cuarto y llevándolos a la cocina. Cerró la puerta con sumo cuidado y sin hacer ruido. —Sentaos los dos —pidió. Ambos se sentaron y observaron a Amara. —Zelda, no hay tiempo para explicaciones, pero es muy urgente que me digas un lugar donde pueda esconderle, por favor. Su prima la miró confusa. No sabía qué hacer. Sus padres no sabían nada, y ella sabía relativamente poco de todo aquello. —Confía en mí —suplicó la chica—. Por favor. Zelda dudó unos momentos, pero, finalmente, cedió. —Está bien. Necesitáis un sitio para esconderle, ¿no? —Sí. Zelda se llevó una mano a la barbilla y apoyó el codo en la mesa. —En el sótano buscarán seguro, y es el sitio en el que os podéis esconder mejor de toda la casa. Si deciden rebuscar, no tendréis oportunidades —confesó preocupada. —Pero si no han llegado ya al prado les queda poco —intervino Nevin—. ¿Crees que podrán abrir la verja por su cuenta? —Es resistente, pero no creo que un grupo de agentes fuertes y armados tengan mucho problema en reventar el cerrojo. Todos esperaron en silencio a la próxima frase que les hiciese perder más esperanzas, si es que les quedaba alguna. —Tengo una idea —anunció Zelda—, aunque no sé si funcionará… Amara y Nevin levantaron las miradas, centrándolas en la chica. El joven puso una mano sobre la mesa y sintió el suave tacto de la madera bajo ella. Habían quitado el mantel antes de acostarse. —La ventana de mi cuarto da al prado, ¿no? —comenzó a relatar. Los otros dos asintieron levemente—. Nos vamos los tres a mi cuarto. Amara y yo nos metemos en la cama. Tendrán que llamar a la puerta de casa si quieren entrar e inspeccionar. En cuanto llamen, saldrás por la ventana y te esconderás en algún árbol. Sabes trepar,

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¿no? —preguntó dirigiéndose a Nevin, que asintió—. Amara y yo haremos como si no hubieras estado aquí y, como mis padres no saben nada, defenderán que no te han visto en su vida. Nevin dudó. Se levantó de la silla y dio una vuelta a la mesa. Una idea era una idea, pero ¿funcionaría? No. No podía ser tan fácil. Había demasiados agentes como para no poder dejar a un par vigilando bajo cada ventana. —No termina de convencerme… —comunicó el chico—. Seguro que hay varios agentes en el prado, vigilando. Amara se sentó en la silla que Nevin había dejado libre y apoyó el codo en la mesa. Tenía que haber alguna solución para todo aquello. Estaba absorta en sus pensamientos cuando oyó a Nevin murmurando: —Piensa rápido… —Lo había pronunciado en una voz casi inaudible, pero Amara había conseguido escucharlo. Se mordió el labio y, repentinamente, como movido por un espasmo, levantó la cara. —Zelda, ¿hay alguna forma de acceder al tejado desde dentro? —No… —contestó. —Y ¿tenéis chimenea? La chica lo miró extrañada. —Sí, ¿por qué? — ¿Es ancha? —Supongo. —Zelda comenzó a entender sus intenciones—. Espera, no pretenderás esconderte dentro de la chimenea, ¿no? —No, no. No tengo la seguridad de que no vayan a mirar en ella, y, si por algún casual lo hiciesen, no tendría forma de escapar a tiempo antes de que me atravesaran de un balazo. Pretendo llegar al tejado desde ella. Ambas lo miraron de hito en hito. —Te podrían ver desde fuera. Nevin fingió una sonrisa para intentar hacer ver que estaba seguro de sí mismo, aunque, en realidad, no podría estar más asustado. —Está muy oscuro y nadie se esperaría que subiese al tejado sin salir de la casa. Están vigilando las entradas y las ventanas, pero no el tejado.

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Amara lo miró, dudando de aquel plan. No había muchas probabilidades de que saliera bien, y todos lo sabían. — ¿Cómo pretendes subir? —preguntó, intentando echar abajo su plan. No podía dejar que se arriesgara tanto. —No te preocupes por eso, sé cómo… Interrumpiendo la frase tranquilizadora de Nevin, sonaron fuertes golpes en la puerta. Tan fuertes que parecían hacer temblar hasta los cimientos de aquella casa. Todos se giraron y se levantaron deprisa. —Amara, llévalo al salón y enséñale la chimenea. Después vete a nuestro cuarto. Date prisa, mis padres no pueden verle. Ella estaba obviamente asustada, pero se tranquilizó y se dirigió a la puerta. Agarró a Nevin por el brazo y, más rápido de lo que nunca hubo corrido, lo llevó al salón, que estaba muy cerca de su cuarto. Lo acercó a una chimenea de piedra gris y le miró con ojos tristes. —No te preocupes, me las apañaré —la tranquilizó con una sonrisa. Ella le devolvió el gesto, entristecida, y se fue corriendo a su cuarto. Los golpes en la puerta volvieron a sonar y Nevin adivinó que Zelda les estaba dando un tiempo que debía aprovechar. Se metió en la chimenea. Era relativamente ancha. Lo suficiente como para que Nevin pudiese subir por ella, aunque iba a resultar algo incómodo, eso estaba claro. Inspiró fuertemente y echó el aire con más fuerza aún. Apoyó la espalda contra una de las cuatro paredes de la chimenea y los pies en la que estaba justo delante. Comenzó a andar por ella hacia arriba, con toda la velocidad que se podía permitir sin destrozarse la espalda.

— ¿Quién es? —preguntó Zelda, haciéndose la adormilada. Antes de darles tiempo a contestar, abrió la puerta y se encontró frente a media docena de agentes. Algunos de la Gestapo y otros de la policía. Al frente del grupo estaba un hombre adulto que parecía ser el de mayor rango. De repente sintió el miedo con mucha más intensidad—. ¿Puedo ayudarles? —sugirió con fingida tranquilidad. — ¿Qué pasa aquí, Zelda? —dijo la tranquilizadora y protectora voz de su padre. La chica no pudo evitar sentir un inmenso alivio al saber que tenía a Eldwin detrás—. ¿Querían algo? —Sí —confirmó Faber, el hombre que iba en cabeza—. Tenemos buenas razones para sospechar que alojan a una persona a la que estamos buscando.

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— ¿Qué? —soltó Eldwin, casi gritando—. ¡Pero bueno! ¿Qué les hace pensar eso, si puede saberse? ¿Y a quién demonios buscan? —Las razones que tenemos para sospechar que está aquí son asunto nuestro, pero, si insiste, le puedo ayudar en la segunda cuestión —dijo entregándole un cartel con la foto de Nevin. Eldwin lo miró, y Zelda también. Repentinamente, la chica sintió cómo se le paraba el corazón. — ¿Un asesino? —masculló el hombre—. ¿Buscan a un asesino en mi casa? Zelda se esforzó por reprimir un gemido. Había ayudado a un asesino, y su propia prima era quien se lo había pedido. Decidió hacer de tripas corazón y se mantuvo firme. Le había dicho a Amara que la ayudaría, y así iba a ser. Ya le pediría explicaciones en otro momento. No pudo evitar extrañarse al no leer ninguna referencia a su sangre judía. —Si no esconde nada no le importará que revisemos la casa. Eldwin esbozó una clara mueca de odio. —Sí me importa. Es mi casa y no me hace gracia que, encima de culparme por esconder a un asesino, la registren. Pero si no me queda otra opción, pasen. —El hombre se echó a un lado y les dejó pasar—. Mi mujer y mi sobrina están dormidas, ¿es necesario registrar sus habitaciones? Faber asintió. —Todas y cada una de ellas.

Nevin agarró con esfuerzo el borde de la chimenea que salía del tejado. Apenas un paso y estaría fuera. Se agarró con las dos manos y se quedó colgando con media cabeza fuera de su escondrijo. Oteó el prado y vio a todos los agentes que vigilaban la zona exterior. Eran al menos una docena. Afortunadamente, ninguno miraba hacia arriba, así que, utilizando todas las fuerzas que le quedaban en ambos brazos, se levantó y salió de la chimenea. Se agazapó en silencio, intentando ocultarse tras el pequeño cuadrado por el que había salido y suspiró. Deseaba con todas sus fuerzas que aquello saliera bien. Se miró la camisa. Estaba llena de hollín, al igual que la suela de sus zapatos. Se apartó un poco la ennegrecida camisa y sacó la pequeña pistola que robó del despacho de Faber. La cargó y la mantuvo en la mano, con el gatillo bajo el dedo índice. “Nunca se sabe cuándo la voy a necesitar”, pensó.

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Los agentes habían registrado la mitad de la casa, y estaban llegando a la zona de las habitaciones y el salón, y, por tanto, a la chimenea. A medida que avanzaban, los guardias iban entrando en los cuartos de baño, las habitaciones de invitados y todo lo que tenía puerta. De dos en dos, registraban cada sala con ahínco y se reincorporaban al grupo anunciando que no había nada. Llegaron a la altura de la habitación de Zelda y un agente abrió la puerta. Encendió la luz, y Amara se levantó de la cama fingiendo haberse despertado por su culpa. — ¿Qué ocurre? —preguntó incorporándose. Llevaba puesto el pijama y se había despeinado un poco—. ¿Señor Faber? —exclamó fingiendo asombro—. ¿Qué hace usted aquí? El hombre la miró con desprecio. Estaba claro que estaba pensando “no te hagas la tonta”, pero no dijo nada. Quizás porque no tenían pruebas concluyentes que certificasen que realmente había escondido a Nevin. En lugar de eso, dijo: —Levanta, hay que registrar esta habitación. Amara salió de la cama y se colocó junto a su prima y su tío, descalza. Zelda le lanzó una mirada furtiva. Estaba claro que ya se había enterado de por qué buscaban a Nevin y quería respuestas, pero aquel no era el momento más indicado. Dos agentes entraron y registraron en todos los rincones de la habitación. Salieron y se reincorporaron al grupo. —Nada, señor —anunció uno de ellos. —Buscad en la siguiente. Abrieron la puerta de la habitación de Eldwin y Leyna y la mujer se despertó, asustada. — ¿Qué ocurre? —preguntó incorporándose y mirando a la cara a cada uno de los agentes. —Leyna, levántate. Al parecer sospechan que alojamos a un criminal y deben registrar toda la casa —comunicó Eldwin. La mujer se levantó y se colocó junto a su marido, con cara de espanto, mientras dos desconocidos registraban hasta el último rincón de la habitación. Salieron pocos segundos después, anunciando que, como tantas otras veces, no había nada. — ¡No escondemos a nadie! —estalló Eldwin, con las manos en alto—. ¡No deberían registrar nuestra casa sin motivo alguno! —Nuestro motivo, señor —contestó Faber, girando la cabeza para mirarle a la cara—, es que el chico era novio de su sobrina; además, tuvo un pequeño descuido y

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se dejó esto en el hostal en el que preguntó. —Faber sacó un pequeño papel del bolsillo y se lo entregó. Eldwin lo leyó varias veces para asegurarse de que lo hacía bien. —Es nuestra dirección… —murmuró. —Efectivamente. Eldwin y Leyna miraron a Amara de hito en hito. —Amara, ¿has escondido a un criminal… en nuestra casa? —preguntó Leyna, temiendo la respuesta que pudiera recibir. — ¡No! —gritó la chica, asustada. Toda la familia se percató, nada más mirarle a la cara, de que mentía. Eldwin le lanzó una mirada compasiva. Parecía que iba a seguirle el juego. —Si mi sobrina dice eso yo la creo —anunció el hombre, haciendo frente a Faber. Su mujer le agarró del brazo en señal de complicidad. Faber los miró con una fingida lástima. —Estoy entre un cuarteto de locos, genial —farfulló en voz baja, casi inaudible—. Bueno, pasemos al salón, ya queda poco por registrar, señores —anunció subiendo el volumen. Inevitablemente, el corazón de ambas comenzó a latir mucho más deprisa. Amara tenía la sensación de que, en cualquier momento, el suyo se saldría de su pecho. Faber las miró y ambas trataron de esconder su miedo, pero era demasiado visible para eso. El hombre mostró una sonrisa de victoria y detuvo al resto de los agentes. —De esta sala me encargo yo —dijo, decidido. Anduvo por la habitación aún con la vista fija en las chicas. Podía ver cómo el rostro de las jóvenes se cambiaba al acercarse a determinados lugares de la habitación. Se esforzaban por ocultarlo, pero realmente no podían. Cuanto más se acercaba a la chimenea, más gotas de sudor frío recorrían sus frentes. Faber tocó la chimenea y miró fijamente a las primas, que se mostraron asustadas en todos los sentidos. — ¡Ajá! —exclamó Faber, victorioso—. ¡Así que está aquí! Habría sido un buen escondite de no ser por vuestra mala forma de ocultar cosas—comentaba mientras se agachaba para entrar en la chimenea. Una vez tuvo la mitad del cuerpo en ella, los comentarios se acallaron de inmediato. No había nada. Sólo una chimenea llena de

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ceniza y hollín. Faber entrecerró un poco los ojos para ver mejor. En el hollín de una de las paredes se dibujaba una ancha línea ascendente, y, en la pared contraria, huelas perfectas de grandes zapatos. El hombre sonrió en el interior de la chimenea, y salió de ella—. Bueno, agentes, creo que nos hemos equivocado de lugar. No es necesario seguir buscando aquí. Todos permanecieron boquiabiertos, incluida la familia. —Pero jefe, el papel… —murmuró uno de los agentes de la Gestapo, acercándose un poco a él, con afán de convencerle. —He dicho que nos vamos —dijo con tono amenazante. Los agentes acataron sus órdenes y salieron en fila por los pasillos, acompañados de la familia. Amara y Zelda se quedaron las últimas. Se aseguraron de que nadie las miraba. — ¿Crees que lo sabe? —susurró Zelda al oído de su prima. Amara se limitó a asentir, asustada, deseando estar equivocada. —Me debes una explicación —dijo en el mismo tono de voz, inaudible para todos excepto para su prima. La chica le lanzó una mirada cuando llegaban a la puerta de entrada. Estaba claro que no era el momento para dar explicaciones. —Bueno, lo lamento mucho, señor… —Eldwin. Llámeme Eldwin. —Eldwin. Espero no haberles molestado mucho, sólo hacemos nuestro trabajo —se disculpó—. Que pasen una buena noche. Faber y el resto de los agentes se dirigieron hacia el prado, a avisar a los demás, y cerraron la puerta principal tras de sí. La familia permaneció en silencio unos segundos. Lo suficiente como para asegurarse de que los agentes estaban lo suficientemente lejos de la puerta como para no oír nada. —Amara, quiero explicaciones y las quiero ahora —pidió Eldwin, conteniéndose la ira y apretando mucho los puños. Zelda miró a su padre y asintió. Estaba claro que les debía una explicación a todos. —Nevin… Nevin era mi novio —murmuró, con la mirada baja—. La noche antes de coger el tren para Baviera, mi mejor amiga fue asesinada por la hija de Faber y sus

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amigas. Faber es el hombre que ha estado antes aquí, el que dirigía el grupo. Para encubrir a su hija, culpó a Nevin del asesinato y manipuló a la policía. Él… él es inocente —sollozó. — ¿Dónde está? —preguntó el hombre. —En el tejado. Ha subido por la chimenea… En ese momento un miedo que le paró la respiración unos instantes se apoderó de ella. Nevin seguía en el tejado, y era obvio que Faber lo sabía.

El chico se agazapó y contempló la escena. Faber salía de la casa con el resto de los agentes y se dirigía al prado. Soltó un sentido suspiro y se incorporó para entrar de nuevo por la chimenea. Miró a Faber una última vez, y se dio cuenta de que estaba mirando hacia su posición. Nevin se extrañó mucho. Muy despacio, se escondió tras la chimenea y se asomó por un lado para seguir observando. Parecía que el hombre estaba buscando algo. No pudo percibir muy bien todos sus movimientos, pero logró distinguir un rápido gesto y una pistola apuntándole a la cabeza. Tardó demasiado en reaccionar. Logró apartar la cara, pero el brazo permaneció en el mismo lugar y la bala le rozó el hombro. Instintivamente, se llevó una mano a la herida y la presionó. Un par de balas siguieron a la primera, pero ninguna acertó en el blanco, ya que permanecía tras la chimenea. — ¡Nevin! —escuchó. Era algo parecido al eco de una voz. Giró la cabeza en todas las direcciones, pero no vio a nadie—. ¡Nevin, soy yo! —resonó la voz de nuevo. Se percató entonces de que provenía de la chimenea. Una bala pasó a su lado y le hizo dar un brinco del susto—. ¡Nevin, baja! — ¡No puedo! —gritó acercando la cara a la chimenea, deseando que le oyera. Apartó la cara de inmediato, pues una bala estuvo a punto de acertarle en plena frente. — ¡No tienes escapatoria, Löwe! —gritó Faber, sintiendo la victoria mucho más cerca—. ¡Dos de mis hombres están subiendo al tejado, y como trates de entrar por la chimenea te volaré la cabeza! ¡Ríndete! Nevin frunció el ceño. Tenía razón, no había escapatoria. “Piensa rápido…”, se dijo. Como movido por un impulso, se incorporó un poco y metió la cara en la chimenea mientras, con una mano, disparó al lugar donde creía que estaba Faber. — ¡Voy a las cuadras! —gritó. Un segundo después había apartado la cara y se había escondido de nuevo. Había conseguido distraer a Faber con el disparo el tiempo

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suficiente. El hombre se quedó unos segundos más en un estado de confusión. No recordaba que Nevin fuese armado. Eso complicaba mucho las cosas, sobre todo para los agentes que había mandado al tejado. El chico vio dos agentes asomándose por el tejado. Uno de ellos sacó la pistola, pero, antes de que le diese tiempo a cargarla, Nevin había preparado y disparado la suya. La bala le dio en la frente y el hombre cayó de espaldas, provocando un feo y desagradable sonido al chocar contra el suelo. El segundo hombre hizo amago de bajar del tejado, asustado, pero repitió el tiro y acertó de pleno en el blanco. Mientras escuchaba cómo caía el cadáver del segundo agente, se apoyó levemente contra la chimenea y respiró de forma entrecortada. Estaba acostumbrado a pelear y a hacer prácticamente todo tipo de misiones, pero nunca antes había matado, y ni se le había pasado por la cabeza matar a alguien de la Gestapo o la policía alemana. Despertó de aquel trance y se movió rápido, corriendo agazapado por el tejado. Las cuadras estaban pegadas a la casa, por lo que podría saltar a su techo sin ninguna dificultad y esconderse dentro. Sólo deseaba que no quedasen agentes ahí. No le había gustado matar a los otros dos. Sentía las balas demasiado cerca, y eran muchas. Faber debía de tener mucha munición reservada para él. Se acercó al borde del tejado y dio un inevitable resbalón, quedándose enganchado justo en el final. Se agarró y contempló lo que había abajo.

Amara salió de la casa seguida de Zelda, Eldwin y Leyna y observó las cuadras. Dos agentes las vigilaban con dureza. Al ver a la familia, sacaron sus armas y les apuntaron. Una de las pistolas apuntaba a Amara, y la otra a Zelda. —¡Poneos de rodillas con las manos en la cabeza! —gritó uno de los agentes mientras agitaba el arma a modo de amenaza—. ¡Ahora! La familia obedeció y se puso de rodillas frente a ellos. El hombre se acercó a Amara con la pistola en alto e intención de agarrarle las manos, pero antes de que pudiera ponerle un dedo encima, se frenó en seco y cayó al suelo de espaldas, muerto. Una bala lo había atravesado de arriba abajo. El otro agente se puso en guardia y apuntó con la pistola en todas las direcciones, buscando al atacante, pero no tardó en caer por culpa de una bala que le acertó de lleno en la cabeza. Poco después de que el sonido del cadáver cayendo al suelo hiciese su aparición, Nevin surgió del tejado, hábil como un gato. Cayó encima de las cuadras y bajó para encontrarse frente a frente con la familia. Eldwin y Leyna dieron un paso atrás, asustados. El hombre miró a su mujer y se puso delante en afán de protegerla de cualquier peligro, pero no fue necesario. Amara, por el contrario, dio un paso al frente.

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—Nevin… —murmuró, llorosa. Sin intención alguna de evitarlo, se echó en sus brazos. El abrazo apenas duró unos segundos, antes de que él la apartara para poder hablar. —Faber no tardará en llegar. Sé que me tenéis miedo, pero yo no soy un asesino. Eldwin no pudo reprimir lanzar una mirada a los cadáveres del suelo. Todos muertos por aquel joven. Nevin se percató de ello y rectificó sus palabras. —Está bien, no soy el asesino de Erika Engels. He hecho lo que he hecho ahora en defensa propia. Me persiguen por algo de lo que no soy culpable, y han puesto precio a mi cabeza. Nevin trataba de explicarse, pero no había mucho más tiempo. De hecho, le había sorprendido el haber dispuesto de aquellos escasos segundos. —No queda tiempo, volved dentro —pidió, angustiado. — ¡Pero te cogerán! —exclamó Amara. —Ya habéis hecho mucho por mí esta noche. Si os ven ahora estarán convencidos de que me habéis ayudado y podéis acabar entre rejas… o algo peor. Volved dentro —el miedo era cada vez más obvio en la voz del chico. La familia comenzó a andar a paso rápido hacia el interior de la casa, pero Amara no se movió un ápice. Todos entraron en la casa sin percatarse de ello, excepto Zelda, que se giró justo a tiempo. — ¡Amara, ven aquí! ¡Los agentes te verán! —Yo me quedo —anunció, intentando mostrar serenidad—. No te preocupes, Zelda. Estaré bien. Sólo… —murmuró conteniendo un par de lágrimas—, sólo recuerda que os quiero muchísimo. Y dile a mi madre que la echaré de menos. Zelda vio escapar una lágrima de los párpados de su prima y comprendió que nada le haría cambiar de opinión. Comprobó que sus padres ya estaban dentro, y dijo: —Richelle os está esperando. Es vuestra única oportunidad. —El silencio prevaleció los pocos segundos que se pudo permitir—. Cuídate. Zelda cerró la puerta con mucho dolor y sintiéndose impotente, pero sabía que no podría haber sido de otra forma. Nevin miraba de hito en hito a Amara. La chica cerró fuertemente los ojos e hizo desaparecer cualquier rastro de llanto. Entonces se percató de la herida que sangraba sin control en el brazo de Nevin. Se asustó, pero trató de mantener la calma.

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Cuando se dispuso a acercarse a examinarla, volvió a la realidad. Apoyó deprisa la mano con la pistola en el hombro de Amara y disparó hacia adelante. Un agente cayó al suelo y los demás se escondieron tras la pared. —Corre —ordenó, abriendo la puerta de la cuadra—. Entra y saca a algún caballo. Tenemos que salir de aquí, yo te cubro. Ella asintió y se adentró en la cuadra. Oyó varios disparos provenientes de la pistola de Nevin y trató de no asustarse. Antes de cerrar la puerta, Zelda le había dicho que Richelle les estaba esperando. ¿Eso quería decir que tenía vía libre para llevársela y huir con ella? Se acercó a la yegua negra y la acarició suavemente. Puso uno de sus descalzos pies en el estribo y subió tal y como había aprendido con su tío Eldwin. Salió de la cuadra lo más rápido que pudo y se colocó tras Nevin. — ¡Sube! —pidió. El chico subió con una destreza impresionante y Amara dedujo que no era la primera vez que montaba en un caballo. Se apoyó con una sola mano mientras seguía apuntando con la otra a la esquina donde se escondían los agentes. Había tres cadáveres más en el suelo a los que Amara prefirió no mirar. — ¡Me quedan pocas balas, vámonos ya! —le gritó Nevin al oído, de modo que los agentes no pudieran escuchar que se estaba quedando sin munición. Amara dio la orden a Richelle y salió galopando de allí. La verja llegaba hasta donde alcanzaba la vista, por lo que no podían internarse en el bosque, que era su única salvación. La desesperación se apoderó de los dos al comprobar que los agentes les seguían y seguían disparando. Tuvieron la esperanza de lograr dejarles atrás al ir ellos a caballo y los otros a pie, pero de repente distinguieron las luces de un coche poniéndose en marcha. —Mierda… —masculló Nevin—. Deben de haber avisado a alguno de los agentes de la estación para que trajese el coche… Así nos pillarán. —El viento amortiguaba un poco el sonido, pero Amara lo entendió perfectamente y frenó a Richelle en seco. —No podemos seguir corriendo en paralelo al bosque. Hay que entrar. Podemos trepar esta verja. Nevin la miró confuso. No sabía si aquello iba a funcionar, pero, desde luego, no había muchas más opciones. Bajaron del caballo a toda prisa y Amara le dio una fuerte palmada. La yegua salió asustada en dirección a la cuadra. “Sabrá volver”, pensó Amara. No se equivocaba; sabría volver. Se giró entonces para ver a Nevin trepando la verja sin aparente esfuerzo. Trató de hacer lo mismo,

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pero el simple tacto del alambre en sus pies descalzos le hizo soltar un leve gemido de dolor. — ¡Amara, corre! —suplicó el chico, ya desde el otro lado de la verja—. ¡El coche se acerca! El vehículo aún estaba a una distancia suficiente como para no verlos trepando, y eso les daba una ventaja. Si aún no sabían que iban al bosque, no los estarían buscando allí y les darían más tiempo. Eso, claro está, si Amara lograba trepar la verja. Reprimió sus gemidos y se mantuvo firme mientras sus pies se hacían cortes por culpa del alambre. Llegó hasta arriba y el coche estaba más cerca. Saltó sin apenas pensárselo y rodó por el suelo, amortiguando el golpe. La blanda y verde hierba del prado ayudó a que no se hiciera daño. — ¡Corre! —gritó Nevin, angustiado. Él le tendió una mano y, nada más notar el tacto de la de Amara, la agarró con fuerza y corrió hacia los árboles. Se internaron en el bosque y vieron pasar el coche delante de sus narices. No avanzó muchos metros más. Los suficientes para poder llegar a la parte en la que la carretera se ensanchaba y podría dar la vuelta para regresar a la puerta de la casa. —Saben que hemos entrado en el bosque —murmuró Nevin—. Deben de haber visto a la yegua de tu prima. Esperemos que no la hayan matado. Amara tragó saliva. Sabía muy bien lo mucho que le dolería a Zelda si su yegua moría en aquellas circunstancias. Trató de no pensar en ello y miró al joven. —Hay que internarse más en el bosque —propuso. Se habían agazapado tras unos matorrales y él los estaba apartando un poco con las manos para poder ver si alguien se acercaba. No tardaron en ver sombras moviéndose desde dentro hacia fuera del bosque. Estaban peinando la zona con mucho cuidado, y no tardarían en descubrirles. El miedo volvía a estar a flor de piel y era más intenso que antes. —Piensa rápido —susurró Nevin, asustado. La chica lo miró con una evidente confusión en su mirada y, de repente, una idea pasó por su cabeza. Le resultó increíble lo rápido que trabajaban sus mentes bajo presión. —Nevin, sé dónde podemos escondernos, pero hay que darse prisa. El chico asintió. De repente le agarraron la mano y lo guiaron corriendo a toda velocidad por el bosque. Cada vez se internaban más y el prado quedaba más atrás. Las

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ramas parecían buscar sus caras y más de una les dejaron señales en los brazos. Se percató de que corrían en diagonal. Era lógico. Si corriesen simplemente hacia adelante, tarde o temprano terminarían llegando a su zona, pero corriendo en diagonal, a la vez que se alejaban del prado se alejaban de los agentes. Unos minutos más tarde, momentos que se le hicieron eternos a los dos, llegaron a un acantilado que apenas estaba a unos metros del suelo. Era el mismo que había visto Amara con su prima aquella tarde. Era bajo, sí, pero recordaba haber girado la vista y haber observado que llegaba muy lejos. Agradecía que su vista no le hubiera fallado. Delante sólo había un inmenso prado salpicado de flores violetas. —Amara, aquí no podemos escondernos —murmuró Nevin, decepcionado—. Es un prado. No hay nada donde esconderse. —El chico realmente temía que la joven hubiese perdido la cordura. Sin embargo, se giró y le dedicó una sonrisa. —Te equivocas. De hecho, piensas como espero que piense Faber. Él estaba obviamente confundido. —Estamos en un acantilado. Nos basta con bajar y pegarnos a la pared. Así no nos verá, y, como lo que hay delante es sólo un prado, echará una ojeada y se marchará sin molestarse en buscar —“o eso espero”, pensó. Nevin asintió, aunque no estaba muy seguro del plan propuesto. Para bajar, el chico se agarró con las manos al borde del acantilado, de espaldas al prado, y comenzó a resbalar los pies hacia abajo. Había pocos metros de altura, pero, aún así, se hizo algo de daño al caer. La herida de bala había dejado de sangrar gracias a un improvisado vendaje con un trozo de tela del pijama de Amara, pero dolía bastante de todas formas, aunque no era excesivamente grave, sólo le había rozado. Ella no se atrevió a hacer lo mismo y bajar solo con los pies desnudos y vulnerables, así que se lanzó con toda la delicadeza que pudo sobre Nevin, que la sostuvo con fuerza. Estaban abajo y, durante unos segundos, sólo pudieron sentirse pequeños ante la inmensidad de aquel enorme prado y las montañas que lo enmarcaban en un cuadro perfecto. Se pegaron a la pared lo más que pudieron, y esperaron, de pie, quietos como las piedras que les rodeaban. La mano de Nevin, nerviosa, buscó la de Amara. Sólo se escuchaban sus propias respiraciones. No pudieron hacer más que aguardar. No tuvieron que esperar mucho, al cabo de unos segundos se oyó un ruido proveniente de arriba.

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Faber se detuvo y contempló el prado salpicado de flores. Apenas parecían una enorme mancha negra en medio de la noche. Pisó otra rama que se rompió, cediendo ante el peso del hombre y provocando un crujido bajo sus pies. El ruido que provocaba el movimiento de la hierba y las hojas secas que caían de los árboles también colaboraba a delatar su presencia. Contempló el prado, pero nada se movía en él, así que se dio la vuelta y siguió su camino. Se encontró con otros dos agentes. —Señor, ¿ha visto algo? —Nada. Creo que ya va a ser imposible pillarlos. — ¿Qué hacemos? —Seguiremos rastreando la zona hasta que amanezca. — ¿Y si cuando amanezca no lo hemos encontrado? Faber guardó silencio unos segundos, andando hacia delante. Dudaba cómo decirlo, pero estaba claro lo que pasaría. —Habremos perdido esta batalla.

Amara escuchaba las suaves voces alejarse cada vez más. Hablaban con un volumen muy bajo, pero consiguió oírles y averiguar cuándo se marchaban. —Creo —susurró con una voz que apenas pudo oír ella misma— que podemos salir de aquí. Nevin se separó de la pared y miró hacia arriba. Suspiró aliviado y se giró hacia la chica. —Muchas gracias —susurró mientras la abrazaba. Amara notó sus suaves y protectores brazos y se sonrojó. Dudó unos momentos, pero, finalmente, le devolvió el abrazo. —Más nos vale ir saliendo de aquí —dijo Amara, apartándose—. Podrían volver en cualquier momento. Nevin asintió. Comenzaron a andar pegados a la pared hasta que los árboles comenzaron a salpicar el paisaje y a difuminarse con la pradera. Andaban lo más rápido que podían sin llegar a hacer ruido. La oscuridad los engulló y anduvieron horas por el bosque. Estaban hambrientos, sucios, doloridos y cansados, pero eso no les detuvo durante gran parte del camino, hasta que, al empezar a amanecer, Amara rogó un descanso.

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—Llevamos horas caminando —masculló, jadeante—. ¿No podemos tomar un descansito? Nevin miró las gotas de sudor que le caían a ambos lados de la cara. No lo creía conveniente, pero los agentes ni si quiera sabían dónde estaban, así que cedió. —Está bien, pero no mucho tiempo. Amara suspiró con una sonrisa y se sentó en el suelo. Notó las ramas crujir bajo ella y se acomodó como pudo. Le pesaban los párpados y le costaba mantenerse en pie. —Nevin —susurró, con la poca fuerza que lograba mantenerla despierta—. ¿Adónde vamos? El chico la miró. Era una pregunta un tanto difícil. Si habían andado en la dirección correcta, en poco tiempo estarían entrando en Austria, pero era complicado. Habían tomado la única ruta posible, y las probabilidades de que fuese la acertada no eran muchas. Lo más probable era que no saliesen de Alemania, por lo menos en algún tiempo. Pero, ¿qué iba a decirle después de haber abandonado todo lo que conocía y quería y andado toda una noche por él? ¿Que no sabía hacia dónde se dirigían? —Mi objetivo es llegar a Austria. — ¿Y llegaremos? —preguntó, adivinando lo que estaba pasando. Nevin guardó silencio. —Eso espero. — ¿Cuánto nos queda por andar? Pensó unos momentos. —La casa de tus tíos esta cerca de Penzberg. Llevaremos andando unas nueve horas. Si hemos andado en línea recta y en la dirección correcta, nos quedan un par de horas para llegar a la frontera y entrar en Austria. — ¿Y si no lo hemos hecho? —En dos horas estaremos en medio de ninguna parte… — ¿Hay algún modo de orientarnos? —preguntó, con una mínima esperanza que no quería dejar escapar. Nevin se llevó una mano a la barbilla y meditó unos instantes.

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—El Zugspitze debería estar en la frontera con Austria y nos lo toparíamos de frente en un rato si fuésemos en línea recta y en la dirección correcta. El problema es que tenemos que seguir andando, porque no puedo verlo desde aquí. Las copas de los árboles apenas dejan pasar la luz del sol, no veo más de lo que tengo ante mis narices… — ¿No puedes escalar uno y verlo desde arriba? Nevin tocó un árbol con una mano y alzó la mirada. La decepción se dibujó claramente en su rostro. —Estos árboles son diferentes a los de casa de tus tíos. El tronco es mucho menos rugoso, por lo que resbala más, y las ramas se acumulan en la copa. Es imposible, y más aún con una herida de bala en un brazo —añadió, palpándose la tela que hacía de vendaje y esbozando una mueca de dolor—. Bueno, sólo nos queda seguir andando, Amara. Vas a tener que levantarte. La chica hizo un esfuerzo sobrehumano por tenerse en pie y comenzó a andar tras Nevin, que dirigía la marcha. Los árboles comenzaron a cambiar y a dispersarse, y el sol cada vez se veía más alto. Siguieron caminando a pesar del malestar durante un largo rato, pero, al cabo de un tiempo, Amara cayó al suelo, sin fuerzas. Nevin se giró rápidamente y se agachó casi instintivamente para levantarla. Sintió punzadas de dolor en el brazo de la herida, pero no le dio importancia y la levantó del suelo. — ¿Te encuentras bien? —preguntó alterado, comprobando si tenía algún tipo de herida en alguna parte. —Sí, sólo… sólo estoy un poco cansada. Nevin la soltó cuando estaba de pie, pero sus piernas cedieron de nuevo y la dejaron caer. —No estás en condiciones de continuar —dijo, preocupado, anunciando algo que los dos sabían bien. No se lo pensó dos veces antes de ofrecerse—. Sube a mi espalda. Amara lo miró confusa. —Pero no podrás conmigo, estás agotado y herido. —Sube —fue lo único que dijo. Su mirada obligó a Amara a subir a su espalda. Se agachó para que Amara pudiera subir y se levantó agarrando sus piernas. El brazo le dolía y el cansancio podía con él, pero no se dio por vencido. Siguió andando

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con la chica a la espalda. A los pocos minutos, ella estaba dormida, pero a Nevin no le importó. Cuando los árboles se dispersaron un poco más se vio frente a una empinada cuesta. Subió la mirada y no pudo reprimir una sonrisa victoriosa. —El Zugspitze —dijo, orgulloso. La rodeó con esfuerzo, lo que le retrasó un largo rato, pero siguió andando. Las dos horas que él había estimado ya habían pasado, y media hora más, pero sólo veía más árboles. Siguió andando un largo rato, pero el paisaje no cambiaba. No podía seguir adelante mucho más, pero tampoco podía quedarse en medio del bosque. Muchos animales salvajes acecharían a dos personas dormidas, y no tenían nada de comer ni de beber. Siguió andando lo que las piernas le permitieron, pero acabó por caer de rodillas al suelo. Dejó a Amara suavemente sobre la hierba y se tumbó a su lado. Era imposible esforzarse, sabía que acabaría por caer, tarde o temprano. Mantuvo los ojos abiertos apenas unos segundos, hasta que no pudo resistir más y se durmió.

El hombre caminaba sin detener su ritmo habitual. Sorteó los árboles y matorrales sin apenas un descanso, hasta que un tirón en la pierna izquierda le hizo frenar. Se detuvo y comenzó a estirar el músculo que le dolía. Giró la vista un segundo, simplemente para contemplar el paisaje, y vio dos cuerpos tendidos sobre el suelo. Dejó los estiramientos y se acercó a ellos. Un chico moreno de pelo alborotado y una joven rubia vestida con un pijama roto. Estaban sucios y magullados. El hombre actuó sin pensárselo mucho y fue rápidamente a buscar un caballo para poder cargar con los dos.

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CAPÍTULO 12: Nevin abrió lentamente los ojos. Tenía la vista borrosa, así que parpadeó un par de veces para poder ver con claridad. Se incorporó un poco y sintió que se le hundía levemente la mano al apoyarla junto a él. Una suave tela resbaló por sus piernas y entonces se dio cuenta de que estaba en una cama ajena. Miró nervioso hacia todos lados sintiendo su corazón latiendo en sus oídos, y sólo buscaba una cosa: a Amara. Era una habitación demasiado pequeña como para meter a dos personas y que no llegaran a encontrarse, así que se levantó deprisa buscando la puerta. Pisó descalzo el suelo de madera y lo sintió cálido. La habitación estaba a oscuras y buscaba casi a tientas el pomo, palpando las paredes. Lo encontró y abrió la puerta deprisa, asustado. Ante él se abrió un estrecho pasillo. Empezó a correr por él, pero frenó en seco a la mitad. Escuchaba el tintineo de una cuchara chocando contra las paredes de una taza. Era un sonido que conocía muy bien y le traía muchos recuerdos, gracias a su padre. Siempre se tomaba un café en una de sus tazas de porcelana blanca por las mañanas. Una voz muy familiar le despertó de sus pensamientos. Era Amara. No lograba distinguir las palabras, pero estaba claro que era ella. Comenzó a andar, acelerando cada vez más la marcha y siguiendo la voz. Acabó corriendo por el pasillo, angustiado. Cada vez su voz estaba más cerca pero el latido de su corazón le impedía escuchar qué decía, y su angustia le impedía fijarse hacia dónde se dirigía. Llegó a la habitación de la que provenía la voz, se apoyó con las manos en el marco de la puerta y sin llegar a ver qué o quién había dentro, gritó con todas las fuerzas que el miedo le proporcionó: — ¡AMARA! El chico se echó hacia el interior de la habitación, sosteniéndose sólo con las manos que se agarraban temblorosas al marco de la puerta. Jadeaba y sudaba, con el ceño fruncido por la preocupación. Amara se giró y lo miró atónita, sujetando una taza entre las manos. —Nevin… Dejó la taza sobre la mesa y se levantó, despacio. Se acercó dispuesta a abrazarle y él se derrumbó sobre ella antes de que pudiera hacer nada. La envolvió con sus brazos con toda la fuerza que pudo conseguir y se apoyó en su hombro. —Menos mal que estás bien, yo… —dijo levantando la mirada. Se percató entonces de la presencia de otra persona en aquella habitación—. ¿Tú quién eres? — preguntó subiendo la voz y separándose de Amara, colocándose delante suya. Era un hombre ancho y fuerte, bien conservado, excepto por el hecho de que las entradas eran bastante visibles en su melena castaña.

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—Soy la persona que os ha salvado de morir en el bosque —anunció, levantándose de su silla y mostrando su extremadamente elevada estatura—. Me llamo Kellen, y debo decirte que eres un poco desagradecido. Nevin empezó a recordar su caminata por el bosque y la forma en la que cayó, dejando a Amara desprotegida. Comenzó a ruborizarse por la vergüenza y el sentimiento de culpa y pidió perdón. —Lo siento mucho. Estamos asustados, no quería hablarle de esa manera. —Se inclinó un poco hacia delante a modo de reverencia, pero Kellen se acercó y le paró con una mano. —No soy de la realeza ni nada parecido, no te tienes que inclinar ante mí, Nevin. El chico miró a Amara, alterado. Ella asintió. —Le he dicho quienes somos. Merece saberlo después de habernos acogido. A Nevin le costó reprimir las ganas de reprocharle lo que había hecho. “Nunca des tu verdadero nombre a gente que se salga tu círculo de conocidos. Nunca se sabe con quién puedes estar hablando”, le habían dicho sus profesores muchas veces. Aquel hombre parecía de fiar, le daba buenas vibraciones, pero no había ninguna necesidad de arriesgarse; no llegaba a entender por qué Amara le había dado sus verdaderos nombres Sin embargo, soltó un suspiro de resignación y dirigió la mirada a Kellen de nuevo. — ¿Dónde estamos ahora? —En Scharnitz, Austria —contestó solemne, poniéndose las manos en la cintura. Los ojos de Nevin se iluminaron un momento. — ¿En… en Austria? —murmuró—. ¿En serio? El hombre asintió y Nevin se abalanzó sobre él. Lo envolvió en un fuerte abrazo de agradecimiento que pilló por sorpresa a la chica y a Kellen, y lo soltó feliz. —Tranquilo —masculló alisándose la camisa—, no habéis llegado a salir de Austria. Nevin miró confuso a Amara, que se encogió de hombros con una media sonrisa.

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—Sí, ya me ha contado tu amiga que fuisteis a pasear al bosque y os perdisteis. No te preocupes, es algo normal —comentó, totalmente convencido de sus palabras. Nevin escondió una sonrisa con esfuerzo. Al parecer Amara había pensado en algunas cosas a la hora de facilitar información. Era un alivio. —Puedes comer si tienes hambre, son las cuatro —sugirió Kellen. Nevin buscó con la mirada algún reloj de pared, y, cuando comprobó que tenía razón, escuchó a sus tripas rugir por el hambre. Se tapó la barriga con las manos, pero el sonido no pasó desapercibido. Kellen soltó una sonora carcajada y dijo: — ¡Tenemos la nevera llena de comida! ¡Coge lo que quieras, que yo voy a pasear un rato! Los chicos observaron al hombre marcharse entre intermitentes y poco estridentes risitas que se iban con él. El joven miró a Amara y se abalanzó sobre la nevera. —Corre, coge todo lo que vayamos a necesitar y nos vamos de aquí —pidió, mientras sus manos rebuscaban nerviosas entre la comida. Sacó una botella de agua y, cuando sus manos quisieron regresar al interior de aquel frío lugar en busca de más provisiones, algo le detuvo el brazo. Nevin se giró y vio a Amara mirándole desafiante. —No —masculló con fuerza—. Deja eso donde estaba. No cabía en sí de asombro al ver cómo Amara recogía la botella y la metía de nuevo en la nevera. Él estaba petrificado, así que no interfirió en su tarea hasta que estuvo realizada. — ¿Pero qué te pasa? —preguntó alterado—. ¡Eso nos hace falta si queremos sobrevivir hasta encontrar un sitio donde alojarnos! Nevin señalaba histérico con la mano la nevera cerrada. La abrió de nuevo y volvió a sacar la botella, con el ceño fruncido. — ¡Déjalo ya! —suplicó Amara, que se acercó a recoger la botella. El chico intentó impedírselo y forcejearon unos momentos por ella. Amara tiraba furiosa hacia un lado, y Nevin, desconcertado, hacia otro. Los dos cedieron y la botella cayó al suelo. Por suerte para todos, no se rompió en mil pequeños pedacitos de cristal y pudieron recogerla, intacta. Los dos se agacharon para recogerla y se quedaron en cuclillas, con la botella agarrada por ambos extremos. — ¿Qué te ocurre? —preguntó sin saber muy bien qué estaba pasando—. No sabemos quién es este tipo ni lo que piensa hacer con nosotros. Lo más sensato es huir.

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Amara permaneció en silencio unos segundos, cabizbaja. —Es sólo un pobre hombre, Nevin. Es viudo y vive sólo. Trabaja duramente en el campo para poder ganar el dinero que usa para comprar cosas como la botella de agua que pretendías llevarte. Tiene un hijo en la universidad al que le está costeando los estudios. Nos ha acogido sin pedir nada a cambio, cuando podría habernos utilizado para ganar algo de dinero. No quiero que le robes, Nevin. Es un hombre bueno. Los dedos del chico se deslizaron hasta dejar de lado cualquier mínimo contacto con la botella. La joven la cogió con ambas manos, se levantó del suelo y la colocó de nuevo en su lugar correspondiente dentro de la nevera. — ¿Cómo sabes todo eso? —preguntó, levantándose. —Me he levantado antes que tú y estuve hablando con él. Kellen te cambió el vendaje del brazo y cuando pasó por delante de mi habitación en dirección a la cocina me despertó. Se llevó una mano a la herida, que ya no dolía tanto como él recordaba. Palpó una suave y agradable venda que le recordó a las que su padre usaba cuando él se hacía daño, que no eran pocas veces. Se vio incapaz de reconocer lo verdaderamente agradecido que estaba por aquel detalle. —También te la desinfectó y creo que incluso la cosió. Al parecer antes trabajaba como médico en un pueblecito de Austria, pero le despidieron por un recorte de personal. Tras aquellas palabras se hizo el silencio en la cocina. Unos segundos después, Nevin se acercó, calmado, a la nevera, y Amara lo asaltó con súplicas. —Te he pedido que no lo hagas, Nevin —murmuró. —No voy a robar —contestó tajante—. Me rugen las tripas, y Kellen dijo que podía coger lo que yo quisiera. —Ah… —fue lo único que respondió Amara, antes de soltar una pequeña y apenas sonora risita, pero Nevin la oyó y se giró, sonriente. —No te preocupes. No voy a hacerle nada a este hombre —la tranquilizó. En el fondo, de no haber sido por Amara, ya estaría saliendo por la puerta con una mochila a la espalda cargada de comida, bebida y algunas medicinas útiles, pero, según parecía, a la chica le había caído bien, por lo que se había convertido en intocable.

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Pocos momentos después, el joven estaba sentado frente a la mesa con un enorme plato lleno de sobras frente a él. Había cogido y calentado un poco de todo lo que había guardado, y comía sin parar. —Te vas a atragantar —comentó Amara, que se sentó junto a él y observaba cómo engullía la carne y la ensalada sin darle un mínimo descanso a su estómago y a sus pulmones. —No he desayunado y tampoco he comido. Son las cuatro de la tarde y hemos estado toda la noche caminando. Es lógico, ¿no? —rió tras el tenedor que sostenía frente a su cara. Amara le devolvió la sonrisa. —Oye, yo… Nevin levantó la mirada y, quizás por el tono de voz que utilizó, apartó el plato y dejó de comer para escucharla. —Dime. —Necesito que me cuentes cosas. — ¿Qué cosas? —preguntó extrañado. —Todo. El chico dejó el tenedor sobre el plato y movió la silla para colocarse mirando directamente a Amara. Carraspeó un poco para aclararse la garganta y comenzó a relatar. —Mi madre murió cuando era pequeño, apenas me acuerdo de ella. Mi padre murió hace algunos años, y lo recuerdo a la perfección —murmuró con evidente tristeza en su voz. Agachó la cabeza y la hundió entre sus manos unos segundos—. Siempre… siempre me decía “piensa rápido”. Él me entrenaba desde que tengo memoria con pruebas de agilidad y fuerza. Era muy típico que me lanzase pelotas mientras sorteaba algún obstáculo, y lo único que decía era “piensa rápido”. —Calló unos instantes—. Se transformaba totalmente en el trabajo y los entrenamientos. Cambiaba. Eran dos personas distintas y opuestas. Le encantaba trabajar en la Gestapo. Era su vida… y de hecho le costó la vida. No recuerdo muy bien ese día, pues al principio no parecía muy importante. Yo estaba en casa, como siempre, esperando a que mi padre llegase para cenar con él. En su lugar vino Faber a darme el pésame. Al parecer estaban persiguiendo a un grupo de judíos que habían abierto una especie de club clandestino contra el partido nacionalsocialista. No tuvieron en cuenta que iban armados, y mi padre se llevó la peor parte.

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El silencio casi provocó el llanto en Amara, que no pudo evitar abalanzarse sobre Nevin y encerrarlo en un fuerte y protector abrazo. El chico dudó, pero le devolvió el abrazo, agradecido. Se separaron y continuó relatando. —Faber no sólo me dio el pésame. Me comentó que mi padre le habló mucho de mí y le contó que yo también valía para trabajar en la Gestapo, así que me ofreció una especie de “puesto de honor”. Recibiría un entrenamiento especial con profesionales y participaría en misiones que irían subiendo de nivel a la vez que yo. Acepté sin dudarlo. Me enseñaron a manejar armas de fuego y algunas armas blancas, recibí entrenamientos físicos muy duros y clases particulares para tener algún conocimiento básico. Sin darme cuenta me había integrado en la Gestapo como un agente más. Poco tiempo después, Faber y un amplio grupo de jefazos inventaron la misión “Vacuna Racial”, en la que me involucraban a mí de lleno, aprovechando mi edad y demás factores. Tenía que enamorar a una alemana, confesarle que era judío y luego dejarla poniendo cualquier excusa. A cualquier alemana le acarrearía graves problemas salir con un judío, y si luego encima le deja, probablemente acabe por desconfiar totalmente de gente judía. Era un plan que tuve que repetir muchas veces. Era tan sólo un… experimento, mientras se aprueban unas leyes que prohíben directamente cualquier unión con gente de sangre judía. Amara abrió mucho los ojos. Aquello sonaba realmente imposible. —No puede ser verdad —comentó incrédula. —Lo es. La Gestapo quería demostrarle al Führer que es muy posible que jóvenes alemanas se enamorasen de judíos, y así conseguir evitar cualquier unión de alemanes con judíos. —Pero eso —se quejó—, ¡eso es imposible! ¡Es imposible impedir que dos personas se enamoren! —Amara cerró la boca de repente. No se reconocía. Ella nunca habría dicho eso. De hecho, habría apoyado la loca idea que la Gestapo tenía en mente. Se pasó una mano por la cara e hizo otra pregunta—. ¿Por qué dejaste tu misión? Creía que te gustaba formar parte de la Gestapo… Nevin pareció dudar. Finalmente, contestó a aquella pregunta que, a simple vista, parecía realmente sencilla. —En principio era una misión pacífica. Nadie tendría que resultar herido, pero por culpa de todo lo que hemos montado, Erika… bueno, supongo que sabes lo que pasó. —No del todo —murmuró Amara, conteniéndose el llanto al recordar a su mejor amiga.

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—La encontré sin pulso en medio de la calle junto a un pañuelo rosa pastel que pertenecía a Minna. Amara notó una punzada de dolor recorriéndole el pecho. Sabía que Nevin se había ahorrado los peores detalles, como cómo murió y el estado en el que estaba, pero no podía evitar que le doliese igual. —Mi intención era denunciarlo, pero Faber manipuló a la policía de alguna manera y ahora el asesino soy yo. Esa era otra razón, tenía que huir de allí. Y la última razón era que… —El chico pareció arrepentirse de haber empezado a hablar—. Bueno, resumiendo, no me sentía capaz de continuar con misiones de ese tipo. Ella sintió unas ganas irrefrenables de preguntar, pero la cara de Nevin advertía que no era el momento más indicado para hacerlo, así que se limitó a observarle, en silencio. No tenía nada que decir respecto a nada de lo que Nevin había hablado. No tenía ningún comentario que no pudiese resultar ofensivo, obvio, estúpido o insultantemente simple; sin embargo, a él pareció molestarle más el silencio que cualquier comentario posible. —Por favor, di algo, este silencio es demasiado incómodo —suplicó Nevin, levantando la mirada. — ¿Qué quieres que diga? —preguntó con una sonrisa forzada. —Algo. Cualquier cosa. Lo que sea —murmuró con ojos suplicantes—. Odio este tipo de silencio. —No tengo nada que decir —respondió—. Sólo puedo darte las gracias. — ¿Qué? —preguntó confuso. La chica se echó un mechón de pelo a un lado. Lo llevaba suelto. Parecía que no se había esforzado en recogérselo de nuevo tras la caminata de la noche anterior. A los ojos de Nevin, le quedaba increíblemente bien. —Sí —afirmó—. Gracias a ti he cambiado. Ahora soy diferente a ellos. Si no fuera por ti estaría luchando por que te cortasen la cabeza, Nevin. Y lo estaría haciendo desde la ignorancia, juzgando sin saber nada. Igual que juzgaba a gente que, simplemente, pensaba de manera distinta. Gracias. Nevin calló un segundo, pero, después, la cogió con fuerza de los brazos y la acercó hacia sí, envolviéndola en un abrazo. —Fuguémonos —murmuró en su oído, aún abrazado a ella. Amara se separó al instante.

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— ¿Qué? ¿Cómo que “fuguémonos”? Te recuerdo que estamos en Austria. Ya nos hemos fugado —comentó entre risas. —No, no. Digo más lejos. Donde nadie pueda encontrarnos. A Francia, o España… o incluso a Inglaterra —comentó emocionado—. Inglaterra parece un buen sitio para asentarse. Separado de la tierra en la que estamos ahora. — ¿Y cómo pretendes conseguir el dinero necesario para ir hasta allí? — preguntó, dándose cuenta de que hablaba en serio. —Podemos trabajar una temporada para Kellen. Le haremos las tareas de la casa un tiempo, hasta que ganemos lo que necesitamos. Una voz ronca los sobresaltó a los dos. —No es muy inteligente intentar esconder algo y contarlo a voz en grito sin reparo alguno y ni siquiera preocuparse por si hay alguien tras la puerta. El hombre entró en la cocina y se sirvió, sereno, un vaso de agua, mientras los chicos lo miraban, preocupados. Le dio un trago y lo dejó sobre la mesa. —Yo no voy a reprocharos nada —comentó Kellen, sentándose en una silla—. No me lo teníais que haber ocultado. Amara se preguntó cuánto tiempo había estado escuchando su conversación, pero Nevin le ahorró las molestias de decirlo en voz alta. — ¿Desde cuándo estabas en la puerta? —dijo Nevin, lanzándole una mirada desafiante. En el fondo aquel hombre no terminaba de caerle bien. No se fiaba mucho de él. — ¿En serio creíais que iba a pasear un rato? —preguntó con ironía—. Sabía desde el principio que me ocultabais algo, así que decidí espiar un poco. Nevin se reprimió las ganas de gritarle y observó impotente cómo se terminaba el vaso de agua. Amara decidió intervenir. —Bueno, Kellen. El caso es… ¿nos ayudarás? —preguntó no muy convencida. —Yo también he mentido un poco, para ser sinceros —se confesó, levantándose a dejar en vaso en el fregadero—. Mi hijo ya ha terminado los estudios y todo mi dinero es para mí. Además, no lo gano en el campo, sino en una empresa, y gano bastante. Os puedo dar algo para unos billetes de tren. Los dos chicos se quedaron boquiabiertos. Le habían creído como tontos. Había resultado ser mucho más listo de lo que pensaban.

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—Os voy a dar dinero para dos billetes de tren a Francia y un poco más por si acaso. Tengo amigos que trabajan en los embarcaderos de allí. Si les decís que vais de mi parte, probablemente os consigan meter gratis en algún barco a Inglaterra. Si no, os tendréis que buscar la vida. Amara no pudo evitar extrañarse. — ¿Por qué nos dará el dinero? —Porque soy un alma caritativa, supongo. Además —añadió—, si no os lo doy a vosotros me lo gastaré en cerveza, y a mi mujer no le gusta verme borracho. — ¿Pero usted no era viudo? —preguntó Nevin, casi riéndose por lo absurdo de aquella situación. —Sí, bueno… Cuando dije que era viudo quise decir que mi mujer estaba comprando en el centro —dijo con una pícara sonrisa—. Ahora coged esto. El hombre cogió una cartera de su bolsillo derecho y sacó un fajo de billetes. Empezó a contar en voz baja y se lo tendió al joven. —Con esto tendréis suficiente para dos billetes de tren a Francia. Salid de esta casa y seguid recto; llegaréis al centro. Allí preguntad por la estación, es fácil de encontrar. Ahora, ¡iros! Amara se lo agradeció con la mirada y una sincera sonrisa y salió por la puerta. Nevin la quiso seguir pero una mano lo agarró por el hombro. —Tú —murmuró el hombre en su oído—. Cuídala. Nevin se giró para mirarle a los ojos. —Sea sincero —pidió—. ¿Por qué nos ha dado ese dinero? La respuesta no se hizo esperar demasiado. —Porque, teniendo en cuenta vuestra historia, no os quedan muchas oportunidades más para vivir tranquilos. Además, es una historia que debería conocer toda Alemania, toda Austria y el mundo entero. Difundidla y que llegue a todos. Y sed felices. Mantuvo la mirada firme unos segundos. Se dio la vuelta y se marchó corriendo. Kellen sonrió y cruzó los brazos. —De nada —murmuró.

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Amara sintió la presencia de alguien y se giró. Supo que era Nevin desde el primer momento, pero después de todo lo sucedido, mejor prevenir que curar. — ¿Qué ha pasado? —preguntó, quejándose por la espera. Nevin dejó de correr y comenzó a seguir el ritmo de la chica. —Nada, me estaba despidiendo. La joven respiró profundamente. — ¿Por qué crees que nos ha mandado a Inglaterra? Habría sido mucho más rápido dejarnos en Francia y punto. O en algún sitio más cercano. Se dio cuenta de que tenía razón y comenzó a pensar sobre ello. —Bueno, hemos comentado que Inglaterra era un buen lugar para vivir — observó Amara—. A lo mejor al escuchar nuestra conversación se enteró de eso. Nevin salió de sus pensamientos y dijo: —Sí, tiene que estar bien. Viviremos en Londres, donde nació Peter Pan. Amara lo miró confusa. — ¿Quién? —Peter Pan. ¿No sabes quién es? La joven negó con la cabeza. —Es el protagonista de una obra de teatro escrita por Matthew Barrie. ¿Sigues sin saber quién es? Amara negó de nuevo. —A mi madre le gustaba mucho viajar. Le encantaba. Uno de sus viajes fue a Inglaterra. Vio la obra representada y se enamoró de ella. Me compró un ejemplar escrito. Estaba en inglés, pero ella lo escribió en nuestro idioma para que yo pudiera leerlo. El protagonista es Peter Pan, un niño que no quería crecer, aunque, si vamos a vivir en Londres, creo que será mejor que tú veas la obra con tus propios ojos, en vez de oírla de mí. Amara permaneció en silencio, sin nada que decir. —Peter Pan —murmuró— siempre me ha gustado. Es lo poco que me queda que me recuerda a ella. —A tu madre… —susurró a modo de pregunta.

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—A mi madre —confirmó—. Es cierto que no la añoro. Casi no me acuerdo de ella. Pero esta obra me recuerda su voz, y debo reconocer que eso me encanta. Aunque… —el chico esperó en silencio unos segundos, meditando en sus próximas palabras—. He de reconocer que siempre he envidiado un poco a ese niño. Amara le lanzó una mirada interrogante. — ¿Por qué? —Bueno, supongo que porque yo tuve que crecer demasiado rápido, después de lo de mi padre. Amara no fue capaz de decir nada, se limitó a mantenerse en silencio. No llegó a ser un silencio incómodo, simplemente no había nada más que decir. Llegaron al centro y se encontraron apretados entre tanta gente. Había más de la que esperaban. Una señora con un bebé en brazos pasó por delante de ellos y fue Nevin quien se lanzó a preguntar. —Disculpe, señora. — ¿Sí? —contestó, dándose la vuelta con una sonrisa algo forzada. — ¿Sabe usted dónde está la estación de tren? La mujer acomodó al bebé, que empezó a llorar. —Sí, mira, ¿ves ese edificio que hace esquina? —Sí. El bebé daba vueltas en los brazos de la señora. No parecía haber manera humana de tranquilizarle, pero ella no se rendía y seguía dándole vueltas buscando la postura perfecta. —Pues allí tenéis que girar a la derecha. Luego a la izquierda. La mujer interrumpió la indicación para darle un enorme bezo en la mejilla a su hijo y lo balanceó con suavidad, intentando calmarle. Amara, por primera vez en su vida, se preguntó si tendría hijos. No supo qué pensar. Se preguntó si sería con Nevin, y tampoco tuvo respuesta para eso. — ¿Y sigo recto? —preguntó el chico, intentando devolverla a la conversación. —Sí, la estación tiene un enorme cartel señalizándola, así que no tendréis problema para encontrarla.

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—De acuerdo, muchas gracias —se despidió Nevin con una falsa y forzada sonrisa. La mujer sonrió y se marchó, calmando a su bebé. —Vamos, Amara —dijo el chico—. No te separes mucho de mí. Aquí hay demasiada gente. Ella se acercó y él le cogió la mano con suavidad, ruborizándola. Le costaba asumir que echaba de menos su contacto, pero era la pura verdad. Se abrieron paso entre la gente. Andaban cubriéndose las caras instintivamente, aunque allí pocas personas podrían reconocerles. Aquella calle se les hizo interminable a los dos. Fueron apenas dos minutos caminando hasta llegar a la esquina, pero tanta gente les agobiaba, sobre todo por la posibilidad de que les encontraran. Ambos sabían que era un miedo irracional, que era prácticamente imposible, pero no podían evitarlo después de lo que habían pasado. Giraron la esquina y siguieron las indicaciones de la mujer hasta estar frente a un enorme edificio coronado por un cartel indicando que era la estación. Nevin suspiró y caminó hacia delante, decidido, pero un tirón de la mano que sostenía la de Amara le frenó. Se giró y vio la preocupación en los ojos de la joven. — ¿Qué te ocurre? —preguntó. Amara calló unos segundos, con la cabeza gacha. Levantó la mirada y habló. — ¿No te da miedo? — ¿Qué? —dijo confuso—. ¿Cómo que miedo? — ¿No te importa dejarlo todo atrás? —murmuró. Nevin le agarró ambas manos con firmeza. Vio como bajaba la cabeza de nuevo. —Mírame —suplicó—. Mírame a la cara. La joven levantó la mirada de nuevo y vio los ojos temblorosos de él. —Tengo miedo. Claro que tengo miedo, pero debo afrontarlo. No puedo volver a Alemania. Tú sí. Nadie te obliga a venir y mucho menos yo. Amara quiso bajar la mirada y centrarla en el suelo, pero la mano de Nevin se separó de la suya y le agarró la barbilla, haciendo que no pudiera dejar de mirarle. Él quiso buscar en sus ojos algo que le dijera que había alguna oportunidad de que

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fuesen juntos a Inglaterra, pero no encontró nada. Sólo miedo. Soltó un suspiro de resignación. No podía hacer nada. —Te diré lo que haremos. Vamos a entrar ahí los dos. Yo compraré un billete para el próximo tren a Francia. Tú comprarás uno para Berlín. Amara no asintió. No hizo nada. Se limitó a seguir a Nevin hacia el interior de aquel enorme edificio. Dentro había mucha más gente que fuera, aunque pareciese imposible. Se abrieron paso poco a poco y con dificultades para llegar al mostrador. Se pusieron en la cola, esperando a que les atendieran. Nevin miró a todos lados, simplemente para contemplar aquel lugar antes de dejarlo atrás. Se fijaba en todas las diferencias entre aquel lugar y la estación de Berlín. Una enorme lámpara redonda colgaba del centro del techo, y había un segundo piso constituido únicamente de pasillos colgantes adornados con vallas de un color similar al del bronce. Supuso que estarían únicamente para llegar más rápido de un andén a otro y no toparse con tantísima gente. La cola se movió un par de pasos y Nevin con ella. Reparó entonces en una pequeña tiendecita que había junto a ellos. Parecía vender todo tipo de prensa. —Amara, espera aquí un segundo, ahora vengo. El chico comenzó a andar, acelerando cada vez más el paso, hacia la tiendecita. Sacó el fajo de billetes del bolsillo y separó uno. Si iba a ir solo todo el viaje quería tener algo con lo que entretenerse. —Disculpe —dijo al hombre del mostrador—. Deme un periódico, por favor. — ¿Cuál quieres? —Cualquiera, no me importa. Se levantó de su asiento y rebuscó entre los periódicos de la estantería que estaba detrás de él. Cogió uno que a Nevin le pareció escogido al azar, pero al dejarlo al dejarlo sobre el mostrador dijo: —Este tiene un titular muy interesante. Dejó el dinero y esperó al cambio. Se guardó las monedas en el bolsillo y salió de allí leyendo el titular.

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Amara vio aparecer a Nevin corriendo entre la multitud. La cola había avanzado bastante en su ausencia y les quedaba poco para que les atendieran. La gente avanzó un paso más justo cuando el chico llegó, jadeante, a su lado. —Mira esto —masculló entregándole el periódico—. Te lo dije. Amara leyó el titular, extrañada, y no creyó entender del todo lo que veía escrito en letras negras en la parte superior de aquel ejemplar. “Desde hoy quedan promulgadas las llamadas “Leyes de Nürnberg para la Protección de la Sangre Alemana y el Honor” —No leas sólo el titular. Hay mucho más. La joven bajó la mirada de nuevo y siguió con su lectura. “Desde hoy, quince de Septiembre de 1935, quedan promulgadas las “Leyes de Nürnberg para la Protección de la Sangre Alemana y el Honor”. El primer artículo dice así: ARTÍCULO 1. 1. Los matrimonios entre Judíos y Sujetos del Estado Alemán o Sangre Relativa quedan prohibidos. Los matrimonios consumados son considerados inválidos, incluso si han sido consumados en el extranjero para evitar esta ley…” La chica se apartó del periódico y se lo dio a Nevin, que apenas pudo mantenerse unos segundos en silencio. —Lo han conseguido. Han hecho lo que querían, después de todo lo ocurrido. Supongo que lo nuestro ha ido directamente al Führer en un bonito informe, y ha servido para hacerle ver que estaban necesitados de una ley así. Amara, lo siento pero no… —No, no lo sientas —interrumpió—. Sé que me vas a decir que no puedo, o no debo volver, pero tampoco quiero. No, no quiero vivir en un sitio así, y mucho menos sin ti. Le acarició suavemente una mejilla, y acercó su cara a la de ella, pero, antes de que sucediera nada más, la cola avanzó, empujándolos, y se colocaron justo delante del mostrador. — ¿Qué desean? —preguntó una melodiosa voz delante de ellos. — ¿A qué hora sale el próximo tren a Francia?

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—En quince minutos. Las puertas ya están abiertas. —Denos dos billetes para ese tren. La dependienta del mostrador les entregó lo que habían pedido, y Nevin dejó el dinero frente a ella. La vuelta fueron apenas un par de monedas. —Gracias, que tengan buen viaje —recitó de memoria la mujer. Ambos comenzaron a andar hacia el andén sin mencionar lo sucedido unos momentos antes. Había mucha gente y un largo trecho por recorrer, así que llegaron unos diez minutos después. Entraron en el vagón. Estaba lleno casi al completo, pero había un par de sitios libres justo en frente de la puerta. Los ocuparon ellos y dejaron correr el tiempo en silencio. Apenas cinco minutos después, las puertas se cerraron. Nevin agarró una mano a Amara y se giró para comprobar que ella le estaba mirando. Le rozó la mejilla con la mano que tenía libre y la besó. No iba a dejar pasar aquella oportunidad, eso estaba claro. Varias personas se quedaron mirando, tanto dentro del vagón como fuera, a través del cristal de la puerta. El tren comenzó a moverse y los chicos se separaron, pero sin dejar de mirarse a los ojos. Iban en dirección a Francia, y ninguno sabía qué iba a ocurrir allí. No sabían siquiera si lograrían llegar a Inglaterra o acabarían perdidos en alguna ciudad francesa, pero aquello no les importaba. Sólo querían dejar atrás su vida pasada. Alemania, Austria, La Gestapo, Faber, sus padres, Erika… todos los recuerdos dolorosos se quedarían en aquella estación. No sabían si iban a vivir felices o, simplemente, tranquilos, pero tenían que intentarlo.

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