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Slavoj ŽiŞek y David Graeber en torno a la Resistencia y el trabajo de Simon Critchley
[Anarquismo en PDF]
Fuente: PALIMPSESTOS, para la traducción al castellano. London Review of Books para la reseña, la crítica y la respuesta. Traducción: Leo Faryluk (reseña de Žižek y crítica de Graeber). La Congregación (contestación de Žižek). Edición: La Congregación [Anarquismo en PDF]
Rebellionem facere Aude!
PRESENTACIÓN
EN EL AÑO 2007, Simon Critchley publica su libro Infinitely Demanding (traducido al castellano como La demanda infinita, por Marbot Ediciones en 2010 —aunque hubiese sido más acorde Infinitamente demandante). Según Alain Badiou, «La obra de Critchley es admirable por su claridad, su emoción y su fuerza. A través de una combinación de close readings (tanto de autores clásicos como modernos) con su propia experiencia, Critchley presenta una teoría del anarquismo basada en un firme compromiso ético. Resulta completamente imprescindible leer y discutir este texto». Para la propia editorial, «Mediante un análisis de la ética de Kant, Lévinas, Løgstrup, Badiou, y Lacan, Critchley evalúa la posibilidades abiertas para la acción política después de Marx y del marxismo. El libro culmina con una defensa del anarquismo como práctica ética y como un nuevo medio de propiciar la organización social». El filósofo marxista, sociólogo, psicoanalista y crítico cultural esloveno Slavoj Žižek fue una de las personas que tuvo a su cargo reseñarlo. Incluso fue quien aportó el texto de contratapa de la edición original del libro de Critchley. Sin embargo, sus palabras fueron poco halagüeñas y cargadas de un sesgo profundamente autoritario. El texto de Žižek le valió la respuesta de varios intelectuales, entre los que destaca su contraparte anarquista, el antropólogo norteamericano (actualmente exiliado en Inglaterra), David Graeber. Esta es la traducción del intercambio entre estos dos académicos y activistas. LEO FARYLUK [3]
LA RESISTENCIA ES RENDIRSE: QUÉ HACER CON EL CAPITALISMO Slavoj Žižek [London Review of Books 15 de Noviembre de 2007] UNA DE LAS LECCIONES más claras de las últimas décadas es que el capitalismo es indestructible. Marx lo comparó con un vampiro, y uno de los puntos más destacados de la comparación parece ser que los vampiros siempre vuelven a levantarse luego de haber sido apuñalados hasta la muerte. Incluso el intento de Mao por borrar las huellas del capitalismo a través de la Revolución Cultural, concluyo con su regreso triunfal. La izquierda de hoy reacciona de muy variadas maneras a la hegemonía del capitalismo global y su complemento político, la democracia liberal. Podría, por ejemplo, aceptar la hegemonía, pero sigue luchando para conseguir reformas dentro de sus reglas (esto es la Tercera Vía de la socialdemocracia). O bien, aceptar que la hegemonía está aquí para quedarse, pero no obstante debe ser resistida de sus «intersticios». O bien, aceptar la inutilidad de toda lucha, ya que la hegemonía es tan global que nada puede realmente hacerse excepto esperar por un estallido de «violencia divina» —una versión revolucionaria del «sólo Dios nos puede salvar» de Heidegger. O bien, reconocer la inutilidad temporal de la lucha. En el actual triunfo del capitalismo global, el argumento es que la verdadera resistencia no es posible, así que todo lo que podemos hacer hasta que el espíritu revolucionario de la clase obrera mundial se renueve es defender lo que queda del Estado de [4]
Bienestar, enfrentando a aquellos en el poder con demandas que sabemos no pueden cumplir, y, por otro lado, encerrándonos en los estudios culturales, donde silenciosamente podemos continuar el trabajo crítico. O bien, enfatizar el hecho de que el problema es más fundamental, que el capitalismo global es en última instancia un efecto de los principios subyacentes de la tecnología o la «razón instrumental». O bien, postular que se puede socavar el capitalismo global y el poder del Estado, no atacándolo directamente, sino por la remodelación del campo de lucha en las prácticas cotidianas, donde se pueda «construir un nuevo mundo»; de esta manera, las bases del poder del capital y el Estado serán socavadas gradualmente, y, en algún momento, colapsarán (el mayor ejemplo de este enfoque es el movimiento Zapatista). O bien, tomar el camino «posmoderno», cambiando el acento de la lucha anticapitalista a las múltiples formas de lucha político-ideológica por la hegemonía, haciendo hincapié en la importancia de rearticulación discursiva. O bien, apostar a que se puede repetir a nivel posmoderno el gesto marxista clásico de la promulgación de la «negación determinada» del capitalismo: con el ascenso actual del «trabajo cognitivo», la contradicción entre la producción social y las relaciones capitalistas se ha tornado más marcada que nunca, lo que hace posible por primera vez una «democracia absoluta» (esta sería la posición de Hardt y Negri). Estas posturas no se presentan como una forma de evitar algunas de las «verdaderas» políticas radicales de izquierda —lo que están tratando de disimular es, de hecho, la falta de tales posturas. Sin embargo, esta derrota de la izquierda no es toda la historia de los últimos treinta años. Hay otra lección que aprender no menos sorprendente, la de los comunistas chinos presidiendo el que posiblemente sea el desarrollo más explosivo del capitalismo en la historia, y el crecimiento de la social[5]
democracia como Tercera Vía en la Europa occidental. La lección es, en resumen: podemos hacerlo mejor. En el Reino Unido, la revolución de Thatcher fue, en su momento, caótica e impulsiva, marcada por contingencias imprevisibles. Fue Tony Blair quien fue capaz de institucionalizarla, o, en términos de Hegel, elevarla (aparecer por primera vez) a una contingencia, un accidente histórico, una necesidad. Thatcher no era una thatcherista, no era más que ella misma; fue Blair (más que Major) quien verdaderamente dio forma al thatcherismo. La respuesta de algunos críticos de la Izquierda posmoderna a esta situación es llamar a una nueva política de resistencia. Los que siguen insistiendo en la lucha contra el poder del Estado, por no hablar de detentarlo, son acusados de quedarse anclados en el «viejo paradigma»: la tarea de hoy, dicen sus críticos, es resistir al poder del Estado mediante la retirada de su terreno y la creación de nuevos espacios fuera de su control. Esto es, por supuesto, el anverso de aceptar el triunfo del capitalismo. La política de la resistencia no es más que el suplemento moralizante a una Tercera Vía de Izquierdas. El reciente libro de Simon Critchley, Infinitamente demandante, es una encarnación casi perfecta de esta posición. Para Critchley, el Estado liberal-democrático está aquí para quedarse. Los intentos de abolir el Estado fracasaron rotundamente; en consecuencia, la nueva política tiene que estar situada a cierta distancia de él: los movimientos contra la guerra, organizaciones ecologistas, grupos que protestan contra los abusos racistas o sexistas, y otras formas de auto-organización local. Debe ser una política de resistencia al Estado, de bombardear al Estado con demandas imposibles, de denunciar las limitaciones de los mecanismos estatales. El argumento principal para la realización estas políticas de resistencia a cierta distancia del Estado depende de la dimensión ética de la «infinitamente demandante» llamada a la justicia: ningún Estado puede prestar atención a esta llamada, ya que su objetivo final es [6]
la «política real» que asegure su propia reproducción (su crecimiento económico, seguridad pública, etc.). «Por supuesto», escribe Critchley, La historia es habitualmente escrita por la gente de las pistolas y los garrotes y no podemos esperar vencerlos con sátiras burlonas y plumeros. Sin embargo, como elocuentemente muestra la historia del nihilismo activo de ultra-izquierda, uno pierde al momento en que toma las armas y los garrotes. La política anárquica de resistencia debería buscar ser mímica y espejo de la violenta soberanía árquica a la que se opone.
Entonces, ¿Qué deberían hacer, por ejemplo, los demócratas estadounidenses? ¿Dejar de competir por el poder estatal y retirarse a los intersticios del Estado, dejando el poder a los republicanos y comenzar una campaña de resistencia anárquica a ella? ¿Y lo haría Critchley si estuviera frente a un adversario como Hitler? ¿Seguro que en tal caso se debería buscar ser «mímica y reflejo de la violenta soberanía árquica» a la que se opone? ¿No debería la izquierda hacer una distinción entre las circunstancias en las que se podría recurrir a la violencia para enfrentar al Estado, y aquellas en las que todo lo que se puede y se debe hacer es utilizar la «sátira burlona y plumeros»? La ambigüedad de la posición de Critchley reside en una extraña incongruencia: si el Estado está aquí para quedarse, si no es posible la supresión de éste (o el capitalismo), ¿por qué retirarse de él? ¿Por qué no actuar con (en) el Estado? ¿Por qué no aceptar la premisa básica de la Tercera Vía? ¿Por qué limitarse a una política que, como Critchley dice, «pone al Estado en cuestionamiento y llama al orden establecido a rendir cuentas, no con el fin de acabar con el Estado, lo que es deseable en un sentido utópico, pero en orden de mejorarlo o atenuar sus efectos dañinos»? Estas palabras simplemente demuestran que el actual Estado liberal-democrático y el sueño de las políticas anarquistas [7]
«infinitamente demandantes» existen en una relación de parasitismo mutuo: los agentes anárquicos hacen el pensamiento ético, y el Estado hace el trabajo de dirigir y regular la sociedad. El agente ético-político anárquico de Critchley actúa como el super-yo, bombardeando confortablemente al Estado con demandas; y cuanto más trata el Estado de satisfacer estas demandas, más culpable parece ser. En cumplimiento de esta lógica, los agentes anarquistas enfocan sus protestas no en aquellos abiertamente dictadores, sino en la hipocresía de las democracias liberales, que son acusadas de traicionar los mismos principios que dicen profesar. Las grandes manifestaciones en Londres y Washington contra el ataque de EE.UU. a Irak hace unos años ofrecen un caso ejemplar de esta extraña relación simbiótica entre el poder y la resistencia. Su paradójico resultado fue que ambas partes se mostraron satisfechas. Los manifestantes salvaron sus hermosas almas: dejaron claro que no están de acuerdo con la política del gobierno en Irak. Aquellos en el poder lo aceptaron calmadamente, aunque se beneficiaron de ello: no sólo las protestas no impidieron en modo alguno la decisión ya tomada de atacar a Irak; sino que también sirvieron para legitimarla. Por ello la reacción de George Bush a las manifestaciones masivas en su visita a Londres, en efecto fue: «¡Ves, por esto es por lo que estamos luchando, por lo que la gente está haciendo aquí —protestar en contra de su política del gobierno— será posible también en Irak!». Llama la atención que el camino que Hugo Chávez ha emprendido desde 2006 es exactamente el contrario al elegido por la Izquierda posmoderna: lejos de resistir al poder del Estado, lo agarró (por primera vez mediante un intento de golpe, luego democráticamente), usando rudamente el aparato del Estado venezolano para promover sus objetivos. Por otra parte, él está militarizando los barrios, y organizando la formación de unidades armadas en ellos. Y, el susto final: ahora que está [8]
sintiendo los efectos económicos de la «resistencia» del capital a su gobierno (escasez temporal de algunos productos en los supermercados subvencionados por el Estado), ha anunciado planes para consolidar los 24 partidos que lo apoyan en un partido único. Incluso algunos de sus aliados son escépticos acerca de este movimiento: ¿irá en detrimento de los movimientos populares que han dado a la revolución venezolana su ímpetu? Sin embargo, esta elección, aunque arriesgada, debe ser apoyada plenamente: la tarea es hacer que la nueva función del partido no sea como la de un partido socialista (o peronista) estatal típico, sino como un vehículo para la movilización de nuevas formas de política (comités barriales creciendo desde las raíces como el pasto). ¿Qué le podemos decir a alguien como Chávez? ¿«No, no tomes el poder del Estado, simplemente retírate, abandona el Estado y la situación que ocupas»? Chávez es tratado a menudo como un payaso —¿Pero no sería tal retirada simplemente reducirlo a una versión del Subcomandante Marcos, a quien muchos izquierdistas mexicanos ahora se refieren como el «Subcomediante Marcos»? Hoy en día, son los grandes capitalistas —Bill Gates, las corporaciones contaminantes, los cazadores de zorros— quienes «resisten» al Estado. La lección aquí es que lo verdaderamente subversivo no es insistir en demandas «infinitas» que sabemos que quienes están en el poder no pueden cumplir. Desde que saben que lo sabemos, tal actitud «infinitamente demandante» no representa un problema para aquellos en el poder: «Es tan maravilloso que, con tus demandas críticas, nos recuerdes el tipo de mundo en el que a todos nos gustaría vivir. Desgraciadamente, vivimos en el mundo real, en el que tenemos que conformarnos con lo que es posible». Lo que hay que hacer es, por el contrario, bombardear a aquellos en el poder, con demandas puntuales estratégicamente bien elegidas, precisas, que no pueden ser reunidas bajo la misma excusa. [9]
¿REFERÉNDUM SOBRE ŽIŽEK? David Graeber [London Review of Books 3 de enero de 2008] SLAVOJ ŽIŽEK es un provocador exquisito y un comediante intelectual extraordinariamente dotado. Un día está denunciando a capitalistas «bienintencionados» como George Soros, insistiendo en que el capitalismo es un irremediable sistema de violencia estructural; unas semanas más tarde, está informando a la Izquierda que no hay posibilidad de superar el capitalismo jamás, sino que debemos tener esperanza en el hecho de que «podemos hacerlo mejor». Un día está abrazando a Lenin como un hombre cuyo objetivo era destruir a todos los Estados para siempre, y al siguiente está argumentando que el Estado debe mantenerse como el único bastión restante posible contra el capitalismo. Responder a tales declaraciones como si tuviesen una posición política coherente parece un poco zonzo. Sin embargo, si eliges a alguien así como revisor de un libro, es poco probable que los lectores aprendan mucho del mismo. Lo que es peor, «La resistencia es rendirse», que pretende ser una revisión del libro de Simon Critchley Infinitamente demandante, se muestra claramente menos como una revisión que como una intervención política dirigida a evitar cualquier posibilidad de que los lectores de LRB puedan considerar seriamente su mensaje. Eso sería desafortunado. El libro de Critchley es importante, a mi modo de ver, porque es una especie de obertura. Es casi inaudito que los intelectuales profesionales —filósofos, al fin— se involucren seriamente con los movimientos sociales radicales. La razón es [10]
bastante simple: se requiere escuchar. La última década ha visto profundos cambios en la política mundial, como los movimientos sociales desde la Argentina a Japón, que rechazan cada vez más la idea de tomar el poder del Estado, de crear libertad a punta de pistola, y comienzan a concentrarse en la reinvención de nuevas formas de democracia, sociabilidad e intercambio. Los intelectuales nunca han sabido muy bien qué hacer con esto. La mayoría reaccionó con condescendencia cuando el movimiento de justicia global apareció por primera vez en el horizonte hacia el año 2000; algunos pronto viraron a un entusiasmo vertiginoso, seguido de una sensación de consternado dolor al descubrir que el movimiento no estaba buscando una vanguardia. En los últimos años, como se ha hecho evidente que la transformación revolucionaria que esta clase de movimiento tiene como objetivo lograr, va a tomar una gran cantidad de tiempo y paciencia, viejos aliados intelectuales han empezado a amontonarse unos sobre otros buscando abandonar el barco, y tratar de encontrar algún «capitalista avanzado» al que vender sus almas (aunque, por el momento, sin mucho éxito). Critchley es uno de los pocos intelectuales que se ha esforzado en escuchar, en tener en cuenta la posibilidad, en efecto, de que los que participan activamente en la lucha contra el capitalismo y sus imperios podrían tener algo relevante que decir; por tratar de entender lo que están intentando lograr, y cómo podrían ser útiles las herramientas intelectuales a su disposición. El libro no se limita a proponer una ética levinasiana, entendida como una responsabilidad infinita hacia la alteridad; es en sí mismo un intento de practicarla. Žižek parece oponerse a este proyecto desde el principio (de manera bastante extraña, teniendo en cuenta que respalda el libro precisamente en estos términos en la propaganda de la contraportada). Cuando revisas un poco esta postura, su verdadero mensaje a los colaboradores de LRB es simple: ustedes son intelectuales. [11]
Los intelectuales siempre han sido, y siempre serán, putas del poder de una forma u otra. Obviamente, Žižek no puede expresarlo de ese modo: así que lo convierte en una serie de maniobras retóricas deshonestas, que en su mayoría giran en torno a la implementación del término «nosotros». «Nosotros» somos intelectuales, «nosotros» somos la izquierda (ya que la izquierda, al parecer, se compone principalmente de intelectuales), sino que también parece incluir a cualquiera desde Tony Blair o el Partido Demócrata norteamericano hasta los actuales gobernantes de la República Popular de China. Como resultado, «nosotros», obviamente, no podemos oponernos en principio a los misiles de crucero y a las salas de interrogatorios porque nuestros verdaderos hermanos y hermanas no son los que están siendo volados por ellos o colgados en ellas, sino, más bien, aquellos que aprietan los botones y calculan las posiciones de estrés. Bueno, por supuesto que podemos tomar esa decisión si nos gusta. Durante la mayor parte de la historia humana, aquellos que forjaron sus vidas mediante la escritura así lo hicieron. Aun así, ofreceré dos puntos que los lectores podrían considerar: En primer lugar, el capitalismo no estará realmente ahí para siempre. Un motor de expansión y acumulación infinita no puede, por definición, continuar para siempre en un mundo finito. Ahora que la India y China están consumiendo en su mayor capacidad, parece razonable suponer que en un plazo máximo de 50 años, el sistema llegará a sus límites físicos. Sea donde sea que terminemos en ese punto, no va a ser un sistema de expansión infinita. Por lo tanto, no será capitalismo. Será otra cosa. Sin embargo, no hay garantía de que este algo sea mejor. Podría ser mucho peor. ¿No nos vendría bien considerar al menos qué podría llegar a ser mejor? Parece un extraño momento para pedir que suspendamos toda especulación sobre alternativas. Y si deseamos pensar alternativas al capita[12]
lismo ¿Qué mejor que comprometerse con quienes construyen este tipo de alternativas desde el presente? En segundo lugar, para ser capaces de hacer esto, es probable que necesitemos aprender a superarnos un poco a nosotros mismos. Esta es la eventualidad contra la que Žižek parece estar haciendo su heroica resistencia. Después de todo, ¿Por qué elegir a Chávez? ¿Por qué no, por ejemplo, a Evo Morales, quien a diferencia de Chávez realmente fue puesto en el poder, y se mantiene en él, gracias a auténticos movimientos sociales? Obviamente: por esa misma razón. ¿Podemos realmente imaginar a alguien como Žižek, siquiera en sus fantasías, escuchando pacientemente las demandas de las asambleas de democracia directa de El Alto? Chávez, por el contrario, es precisamente la figura política del intelectual que desearía ser él mismo: un intérprete virtuoso y un comediante político sosteniendo el poder sin responsabilidades reales con nadie, excepto el placer de su audiencia. Claro, es una fantasía seductora. Pero es precisamente la fantasía que tenemos que superar si queremos hacer una diferencia real en el mundo.
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RESPUESTA A LAS CRÍTICAS Slavoj Žižek [London Review of Books 24 de enero de 2008] MIS CRÍTICOS hacen las siguientes reivindicaciones: 1. Que mi mensaje es que no hay ninguna posibilidad de superar el capitalismo; todo lo que podemos hacer es «sentarnos en el sofá y contemplar la barbarie por la televisión»; 2. Que defiendo modestas demandas realistas en lugar de grandes objetivos imposibles, 3. Que al desechar a la izquierda democrática occidental, apoyo a dictadores chiflados como Chávez. Que tales puntos de vista mutuamente excluyentes se hayan leído en un texto breve, demuestra que he puesto el dedo en la llaga. Es realmente extraño que David Graeber piense que mi «mensaje real» es que «los intelectuales siempre han sido, y siempre serán, putas del poder». Por el contrario, ¿no son los defensores de la resistencia desde los intersticios del poder, como Simon Critchley, quienes reclamaban que el compromiso directo con el poder convertía a los intelectuales en hijos de puta? Desde mi punto de vista, la retirada a una cómoda posición moralizante es la forma más alta de corrupción. Mi parecer es que la izquierda no es capaz de ofrecer una verdadera alternativa al capitalismo global. Es cierto que el capitalismo «no va a estar ahí para siempre» (son los defensores de la nueva política de resistencia los que piensan que el capitalismo y el Estado democrático están aquí para quedarse); no será capaz de hacer frente a los antagonismo que produce. Pero hay una brecha entre esta percepción negativa y una vi[14]
sión positiva básica. Yo no creo que los actuales aspirantes —el movimiento antiglobalización, etc.— vayan a hacer el trabajo. Y entonces, ¿qué vamos a hacer? Todo lo posible (y lo imposible). Soy consciente de que cuando la izquierda construye un movimiento de protesta, no hay que medir su éxito por el grado en que se cumplen sus demandas específicas: más importante que lograr el objetivo inmediato es el aumento de la conciencia crítica y la búsqueda de nuevas formas de organizarse. No obstante, no creo que esto se sostenga para las protestas contra la guerra de Irak, que encajaban con demasiada suavidad en el espacio asignado a las «protestas democráticas» por el estado hegemónico y el orden ideológico. Es por ello que no asustan en lo más mínimo a los poderosos. Después, tanto el gobierno como los manifestantes se sintieron satisfechos, como si ambos hubiesen alcanzado sus propósitos.
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