He secuestrado a la profesora (capítulo 1)

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l móvil suena implacable. Subida en la moto, en compañía del Vespa, sin casco e intentando esquivar a los municipales resulta imposible apagarlo. Se trata de una pesadilla, desde luego, pero lo que le espera es incluso peor que una pesadilla. Suena el despertador y toda la familia se pone en marcha. —Muévete, que vas a llegar tarde hoy también. Pero la Chispas va a llegar tarde de todas formas. No piensa ir a primera hora, porque la profe pregunta y pone nota. ¿Cómo es posible preguntar a los alumnos a las ocho de la mañana? Solo es cuestión de inventarse la típica excusa de que no va a haber clase porque la profe no puede ir, levantarse, lavarse y salir disparada al bar. Hoy le toca ir al bar, porque el amplio repertorio de excusas se agotó la semana anterior, ¡y eso que solo estamos a lunes! La Chispas se levanta. La voz de su madre la persigue hasta el baño, graznando como una radio mal sintonizada y diciendo entre dientes palabras como desayuno… «No podemos seguir así, a mí ni se me habría ocurrido tratar a mi madre de esa forma…, date prisa, que no te estás arreglando para ir al teatro…, solo tenemos un baño…, ¿qué quieres comer hoy, qué quieres cenar, a qué hora?»…


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Son solo las siete y cuarto y todavía no se ha permitido ni un respiro. ¿Pero es que acaso respira? Suspira. Suspira siempre. La última frase, ya en el rellano, llega como un estertor. —¿Te parece que esas son maneras de ir vestida al colegio? Ponte algo más decente, o… Se acabó. La casa ha quedado a sus espaldas. Como si no existiera. La radio se ha apagado de repente y la Chispas vuelve a pertenecerse a sí misma. Menos mal que están los iPods y la música para afrontar un nuevo día en este mundo de extraterrestres que repiten las mismas palabras de siempre hasta que les duele la boca, solo por el gusto de recordarte que están ahí. Ellos siempre están ahí, siempre están presentes, recordando todo lo que han hecho por ti y todo lo que seguirán haciendo por ti, por sí mismos y por todo el mundo. ¿Habrán escuchado un poco de música alguna vez? Nihi también ha elegido el bar. Recorren juntas el último trecho indicándose por señas lo que están escuchando. Cada una con su música. Mueven la cabeza a su aire, pero las piernas y los brazos siguen el ritmo.  A las dos les gusta la misma música, esa que solo los ignorantes pueden confundir con un sonido monótono. En todo caso monótono será el sermón de mamá, que se repite todos los días palabra por palabra. Los Startrashsound pueden ser cualquier cosa menos monótonos. «Alone is beautiful, but with the sound you’re never alone». Alone (que se pronuncia como se escribe) es una recopilación estupenda, un CD que Pig se ha bajado con el e-Mule. Pig, además de ADSL, cuenta con la suerte de tener unos padres que trabajan de noche. La vida le sonríe: cuan-


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do se levanta, ellos vuelven del hospital, se cruzan con él y le dan un beso.  Así que todas las noches puede hacer lo que le dé la gana con el ordenador, salvo el día en que sus padres libran. Pig está solo y se lo ha montado muy bien: hasta sus abuelas viven lejos. Los concursos con la playstation son una pasada y pueden durar desde que sus padres se van a trabajar hasta que los demás tienen que volver a casa. Él se queda solo, jugando. Qué suerte. Su madre le deja provisiones de todo tipo, bebidas, chucherías, patatas fritas y palomitas. Solo tiene que calentarse la cena cuando le entra hambre. En el fondo, por eso se llama Pig… En la acera, frente a la entrada del instituto, Vale y Big Jim dan la nota representando una especie de Laoconte particular: una maraña de brazos y de bocas que en los primeros momentos de enamoramiento había ofendido a las bedelas del instituto que trabajan en portería.  Al final comprendieron que despegarlos era imposible, así que se han hecho a la idea: solo se limitan a indicar con gestos que el timbre acaba de sonar. V   ale entra con bastante retraso, dejando a Big Jim en el apuro de tener que elegir entre irse a su instituto o encerrarse en un bar a la espera de que su gran amor se libere de la esclavitud del colegio. A poca distancia, el Porros, que está cubierto de tatuajes, y su fiel amigo Bis, adicto a los piercings, hacen acopio de tabaco, papel de fumar y cosas por el estilo. ¿Entrarán? ¿No entrarán? Depende. «¿De qué depende? De según como se mire todo depende…». El que llega puntual es el Empollón, con su cartera llena de libros, sus granos y su merienda, pan recién hecho con mortadela. Y   la Firmas, entre efluvios de cremas y desodorantes, orgullosa y erguida sobre sus tacones, con ropa de


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todas las firmas que puedan encontrarse en la ciudad, el pelo recién estirado y una gota de gel «efecto rizos» en las puntas. Siempre impecable, tanto por la mañana para ir al instituto como los sábados por la tarde en la discoteca. La Firmas sabe lo que quiere a pesar de su edad. No bebe ni fuma. Estudia «l.o.», lo necesario, lo necesario para encontrar a alguien que la saque de allí y pueda ofrecerle una vida de presentadora televisiva. Su meta era salir con un futbolista, pero la familia quiere que vaya al instituto y la Firmas ha tenido que hacerse a la idea. Su instinto le dice cuándo tiene que desmayarse para que no le pregunten en clase y un amigo mayor le pasa las traducciones por SMS. Cuenta en su haber con una alucinante cantidad de abuelas moribundas, pero como sabe llorar bien y hace que se le corra el rímel con mucho arte, ningún profesor se ha atrevido nunca a indagar sobre el estado de salud de las viejecitas. Ni tampoco sobre su existencia real. Es la única de la clase que no lleva apestosos zapatones de plástico, que no enseña el ombligo y que exhibe sus delicados tobillos con faldas por encima de la rodilla. El profe de Ciencias pronto se fijó en todos estos detalles, intuyendo que «la alumna manifiesta una particular inclinación hacia todo aquello relacionado con el cuerpo humano y otros aspectos relacionados con la materia». Quiso escribirlo en el informe de fin de curso, si bien al final prefirió guardárselo como apreciación personal. Los profesores también son seres humanos, pero es mejor no divulgarlo. Cuchicuchi sale del cochazo de mamá con su mochila y con sus rastas a cuestas. V   ive lejos de allí y ha cambiado ya tres veces de instituto. En los otros centros no había caído bien a los profesores, probablemente a causa de su look. No


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se daban cuenta de que en casa estudiaba como loco y, para machacarlo, le preguntaban siempre a traición.  Aunque se lo sabía todo, nunca aprobaba. Por eso, su madre, como buena empresaria, tomaba cada año una sabia decisión: llevarlo a otro instituto. En tres años, Cuchicuchi había sufrido tres cambios, pasando siempre de curso a condición de que no volviera a aparecer por clase. La verdad es que la envidia de los profesores jugaba en su contra. Cuchicuchi es muy rico y después de la Universidad va a entrar en la empresa de sus padres, así que tenía el trabajo asegurado. ¡Ganando además desde el principio mucho más dinero del que ganaban los profesores al final de su carrera! Su madre lo sigue con la mirada para asegurarse de que llega puntual. En otras ocasiones, los profesores habían intentado suspenderlo porque nunca iba a clase. Esta vez no la iban a engañar. Cuchicuchi cruza con seguridad la puerta del instituto. Saluda con educación a la portera y sonríe a Bru, que se pone colorada —el rubor incrementa el tono rosado de su acné, que le ha valido su apodo (fea y / o grano)1—. Cuando oye el rugido del motor y ve que se aleja el cochazo de mamá, da media vuelta con mucho estilo y se dirige al bar. Porque si falta él, ¿quién va a pagar los cafés? En el bar, el bueno de Libero, el camarero, está despachando como un loco cafés y croissants, capuchinos y bollos rellenos. Un bar próximo a un instituto es una ventana a un futuro por el que ningún camarero apostaría ni siquiera un euro.  Así que lo mejor es cobrar cuanto antes.   Bru es un apodo formado por la primera sílaba de las palabras brutta, bruco y brufolo —que significan fea, gusano y grano, respectivamente—, rasgos que indican claramente los rasgos físicos del personaje. 1


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—Pero entonces, ¿quién va a ir hoy a clase? —pregunta la Chispas, sacándose un auricular de la oreja. —Los de siempre. El Empollón, Bru, Chaina, la Seno y la Tetas.  A lo mejor la Firmas y Vale también. La Chispas vuelve a meterse el auricular en la oreja y sigue comiéndose el bollo. A clase irán los de siempre.  Aquellos que, por un motivo o por otro, no temen que les pregunten en latín. La Firmas y Vale porque son capaces de manifestar los síntomas de un enfermo terminal de cáncer si un profesor se atreve a pronunciar su nombre; los otros cinco porque, para su desgracia, saben latín. La Seno y la Tetas conocen más o menos la materia, ya que a ellas el estudio no les desagrada del todo. Prefieren divertirse, pero estudiar tampoco les resulta tan perturbador —cosa que sirve para compensar, pues la familia bastante perturbada está ya a causa de los hermanos mayores— y lo hacen muy a gusto. Son, además, personas muy queridas en clase. La Seno —diminutivo de coseno— es un pequeño genio de las matemáticas. Resuelve cualquier problema en cinco minutos y se pasa el resto del tiempo lanzando chuletas de un extremo a otro de la clase con puntería infalible. Y   no tiene preferencias: ayuda a todo el mundo. La Tetas, llamada así porque con solo doce años utilizaba ya una 95 de sujetador, lleva tres años instalada en primera fila, al lado de la pizarra, y ofrece con generosidad información en todos los alfabetos alternativos que se puedan imaginar, desde el de los sordomudos hasta el que utilizaba en la infancia para jugar. Campeona de mimo, es una inestimable intérprete silenciosa en cualquier asignatura. Chaina es una chica lista. Ni más ni menos. Procede de una localidad desconocida al sur de Pekín, sus padres tie-


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nen una tienda, ha conseguido permiso de residencia en Italia y, gracias a la canguro que se ocupaba de ella cuando era pequeña, es una de las pocas alumnas que conoce el dialecto local. Para Chaina, el latín, el italiano, el dialecto, las matemáticas, el inglés, la física o cualquier otra cosa son como una playstation o un iPod para cualquier otro chico de su edad. Un instrumento. No le resultan difíciles. Nada es imposible para Chaina. Ella cumple y desaparece cuando termina la clase. Nadie sabe nada de su vida fuera del colegio, nadie sabe si tiene amigos o novio. De Chaina nadie sabe nada. Y   a ella no le interesa hablar. —Buenos días. Faltaba el Grafitis, con su estuche de plástico lleno de rotuladores y la sonrisa estampada en la cara.  Al Grafitis todo le parece bien y no se enfada por nada. Si tiene algo que decir lo escribe por las paredes. Y   también se divierte escribiendo lo que no le interesa. Le encanta mover la mano y el rotulador, ver cómo serpentean los caracteres y el efecto que producen. No habla mucho y no le gusta figurar. Sueña con un vagón de tren que se lleva lejos sus colores y sus dibujos, sus letras redondeadas y gruesas, o estilizadas y angulosas, mientras él viaja sin moverse de su sitio. —Ya era hora —balbució Nihi. El Grafitis llega tarde incluso cuando se trata de hacer pellas. Y   es que ni el tiempo ni el espacio forman parte de su bagaje cultural. O por lo menos tal y como los entienden la mayoría. Ya están todos. Hay unos siete alumnos en clase y ocho en el bar —contando con el Vespa y Pig, que llegan echando pestes. La clase del año anterior era más numerosa. Pero la profesora, Norma Perussini, que da clase de lengua y de


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latín, decidió en segundo que no todos los alumnos estaban hechos para un instituto de reconocido prestigio.  Así que entre los suspendidos y los que se pasaron a ciencias o a FP, el hacha había causado estragos en la que iba a ser la futura clase de Tercero B2, que en la actualidad era la sombra de sí misma. —Si me hubiera dicho nada más empezar que el latín no era lo mío, me habría cambiado de rama el primer año —sentencia la Chispas sin quitarse los auriculares. Los demás hacen un gesto de aprobación. Libero trae más croissants y entrega el ticket a Cuchicuchi. —Que cada uno se pague lo suyo, ¿no? —Paga tú, Cuchicuchi, te lo devolvemos mañana… —Pero tarde o temprano me lo tenéis que devolver. Nihi, ofendida, se levanta y arroja sobre la mesa un billete de cinco euros. —Toma. Nadie necesita tu dinero, ¡rata! Nihi, guapísima e inabordable, tiene mal carácter y se enfada por cualquier cosa. Cuchicuchi la adora y los demás también. La Chispas coge el billete y se lo mete a Nihi en el bolso. —No seas gilipollas… Que pague él. —«Arma virumque cano»… Traduce… ¿Cómo empieza esta historia? O mejor dicho, ¿cómo ha empezado en realidad? Son las ocho y cinco y Norma lleva exactamente cinco minutos en clase. Ha pasado lista y ha recordado a los presentes que ese año va a ser una ma  En Italia, La Terza Liceo, es decir, la clase de Tercero, se correspondería con el primer año de Bachillerato. 2


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sacre.  Al principio eran veinticinco en total, ahora solo quedan quince. Pero para ella, diez alumnos son suficientes para ir a selectividad. Incluso menos. Porque el instituto es algo serio, es un compromiso… La entrada de Vale interrumpe su discurso. Son las ocho y siete minutos. Norma recuerda: —Por hoy pase, pero es la última vez, insisto, la última vez que te dejo entrar si llegas tarde. ¿Queda claro? Vale, en silencio, se sienta en su sitio. —Hoy pregunto y os pongo nota. Son las ocho y ocho minutos. —¿Hay algún voluntario? Chaina, suplicante, mira al Empollón con sus dulces ojos rasgados. —Por favor… sal tú…, ayer, a última hora, llegó el nuevo género y he estado trabajando en la tienda hasta las dos de la mañana… ¿Funcionará? El Empollón cuenta con siete calificaciones en latín, todas entre el 9 y el 10. Los demás, no tienen más de una en su haber. Chaina, ninguna todavía; corre peligro. El párroco le ha explicado al Empollón que se debe ayudar a los inmigrantes, pues el Empollón es uno de los pocos que todavía se pasa por la parroquia de vez en cuando, sigue yendo a misa e intenta ser mejor. —Yo. Este gesto le sale del corazón.  Además, ha estudiado y se lo sabe todo. Norma consigue disimular a duras penas una mueca de disgusto. En sus tiempos, cuando ella estudiaba, se preguntaba al azar. El que se lo sabía, bien, y el que no había estudiado volvía a su sitio con un 0 y se iba derecho a septiembre,


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eso si no suspendía el curso de antemano. Preguntar siete veces al mismo alumno es una infamia. Pero tal vez aspira a sacar un diez, así que no se le pueden cortar las alas. —A la pizarra… Vamos a ver, lee… «Arma virumque cano»… Traduce… Exactamente las ocho y diez. Entra la Firmas, arrastrándose sobre sus zancos. —Perdón… —¡Esto es un instituto, no un hotel! —grita la profesora. —«Canto las armas y las fuerzas…, no, los hombres, las gestas» —responde el Empollón, que con el ruido no consigue concentrarse. —No me estoy enterando de nada. ¿Pero qué estás diciendo? ¿Hombres, fuerzas? ¿Armas, gestas? ¿Es que tú tampoco has estudiado? ¡Tú tampoco! Son las ocho y once, un lunes por la mañana. Estamos en un instituto italiano de enseñanza media, en la clase de Tercero B. La tragedia está a punto de empezar.


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