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ara Gino, la primavera era la peor temporada del año. Trabajar no le suponía ningún sacrificio, pues llevaba al volante desde los veinte y no le importaba conducir hiciera el tiempo que hiciera. Había empezado desde abajo, trabajando para una empresa de transportes, y ahora por fin tenía un autobús en propiedad: un estupendo autocar de lujo, con televisión, frigorífico e incluso con un pequeño cuarto de baño. Se dedicaba a transportar turistas por la región y por el mundo entero durante todo el año, pero en el mes de abril se veía obligado a aceptar excursiones de estudiantes. Gino odiaba a los chicos tanto como a los profesores: a los primeros porque ensuciaban el autobús y a los segundos porque difícilmente conseguían mantener a raya a los chavales. Había llegado a la conclusión de que estudiar era solo una excusa para no ponerse a trabajar. No hacía el menor esfuerzo por ocultar lo molestas que le resultaban las lecciones que los profesores impartían micrófono en mano, hasta tal punto que, cuando su capacidad de
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aguante llegaba al límite, les hacía creer a todos que la instalación de sonido se había averiado. Pero había que salir adelante, así que aquella mañana de abril, a las cinco en punto, Gino estaba en la plaza esperando la invasión de los bárbaros.
Juan Carlos de Mesotos había heredado el Hotel Clara de una vieja tía soltera. Como ningún miembro de la familia tenía intención de dedicarse al noble arte de la hospitalidad, había pensado en vender, hasta que un asesor financiero le describió un escenario económico mucho más interesante. Debido a la crisis galopante, invertir no resultaba rentable; pero, dado que el hotel se encontraba en una zona en plena expansión, el terreno podía triplicar su valor si se demolía el edificio. Un constructor amigo del asesor inmobiliario tenía intención de edificar precisamente en aquella zona unas viviendas de película con piscina privada, así que, si Juan conseguía una de aquellas viviendas a cambio del terreno, ni siquiera habría tenido que plantearse el problema de invertir: en definitiva, el negocio del siglo. Juan Carlos, a la espera de encontrar los fondos necesarios para la demolición, había decidido confirmar las últimas reservas que había realizado la vieja tía: treinta alumnos de un instituto italiano más otros treinta de un college inglés con los correspondientes profesores. Unas setenta personas en total, que habría que alojar en las veinte habitaciones de las que disponía hotel. Aquello
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era de lo más sencillo: los profesores se quedarían en las seis mejores habitaciones y los alumnos, divididos en grupos de cinco, se instalarían en las restantes, mientras las dos últimas habitaciones serían para su familia. Él, además de ejercer de director, se haría cargo de la recepción por las noches, pues en Barcelona ni siquiera el más cruel de los profesores puede negar a los chicos un paseo por las Ramblas; su mujer se encargaría del desayuno y su hija del servicio de habitaciones. Con los ingresos obtenidos y con un pequeño préstamo, a final de mes podría empezar la demolición del Hotel Clara.
Circular n.º 11. 29 de noviembre Aquellos alumnos de Tercero A y de Tercero B que vayan a participar en el viaje a Barcelona organizado por el instituto del 9 al 13 de abril deberán presentar, antes del 7 de diciembre, una autorización por escrito de sus padres. Precio: 350 euros por alumno. Programa 9 de abril: salida de Plaza Verdi (frente a la entrada del instituto) a las 5.30. Bocadillo. Llegada a Cannes y noche en el Hotel du Cinéma (categoría: dos estrellas). Cena en un bistrot a base de quesos franceses y especialidades locales. Por la noche, visita guiada a la ciudad. 10 de abril: desayuno y salida a las 8.00. Bocadillo. Llegada a Barcelona. Cena en un local típico de las Ramblas. Noche en el Hotel Clara (categoría: dos estrellas).
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11 de abril: desayuno y visita a la ciudad en autobús. Bocadillo. Por la tarde, visita al Museu Picasso. Cena en un local típico. 12 de abril: desayuno a las 7.00 y salida hacia Lourdes. Bocadillo. Visita al santuario de la Virgen de Lourdes y salida hacia Aviñón. Cena en un local típico. Noche en el Hotel des Papes. 13 de abril: desayuno y salida. Comida y cena por cuenta de los alumnos. Llegada prevista a las 23.30-24.00.
Los comentarios de Tercero A fueron unánimes: «¿Por qué tenemos que ir de viaje con los anormales de Tercero B, profe?». También reinaba el consenso en Tercero B: «No, profe, nosotros no nos vamos de viaje con los anormales de Tercero A». Como contrapartida, los treinta estudiantes aseguraban que no iban a ver nada de Barcelona y que sería mucho mejor ir a París, que con un vuelo low cost el viaje saldría por la mitad y, sobre todo, que era incomprensible desviarse quinientos kilómetros para ir a Lourdes. Conclusión: todos se apuntaron al viaje. La incursión a Lourdes era incomprensible para los chicos, pero no para los profesores. El padre Valta había presentado una queja a la directora del instituto, pues desde su último viaje a Umbría todo el cuerpo docente salía a ver mundo menos él, que siempre se quedaba en el centro. Cada uno de los profes se mostró dispuesto a cederle su propio puesto de carcelero, pero la directora
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fue implacable: el padre Valta no iba a sustituir a nadie, sino que acompañaría a los alumnos de Tercero y a los profesores. —Podemos dedicar un día al santuario. Estoy segura de que nunca van a ir a Lourdes... En cambio, en Barcelona pasarán muchos veranos. La profesora de lengua y de latín aprobó la elección de la directora, sobre todo porque, gracias a la presencia del padre Valta, daba por hecho que le iba a tocar una habitación individual. —No, tú compartirás habitación con la profesora de matemáticas, que es la tutora de los dos grupos. El profesor de filosofía también va a compartir habitación con el de historia del arte. Algunos protestaron, pero la directora, con semblante autoritario, ya había dado por concluida la reunión. Tercero A y Tercero B irían a Lourdes y a Barcelona. Un viaje académico en el que lo profano iría unido a lo sacro, y la belleza del arte a la ascesis del espíritu.
El 9 de abril, a las cinco y veinte en punto, treinta chicos hacen fila ante el portaequipajes del autobús con sus pesadas maletas, cargadas de artículos no perecederos: camisetas, sudaderas de firma, vaqueros y todo aquello que los padres, haciendo uso de la fuerza, se habían empeñado en meter por si hacía mal tiempo, así como un total de treinta litros de cerveza y otros treinta litros más de vinos y licores. Las mochilas dan cabida en total a unos
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diez kilos de chicles, treinta litros de Coca-Cola, unas cien bolsas de patatas fritas y de palomitas, cajetillas de cigarrillos dispersas, iPods y móviles. Sin olvidar el papel de fumar y todo aquello que los chicos han podido encontrar en el mercado local para no tener que comprar provisiones en Barcelona. Norma Perussini, profesora de lengua, latín y literatura, aparece en uniforme de combate. Es la primera en llegar. Cientos de viajes con los alumnos del instituto le han demostrado que unos pantalones cómodos y un par de mocasines permiten atrapar de inmediato a cualquier estudiante que pretenda apartarse del grupo. Norma, a lo largo de todos estos años en que ha ejercido honradamente su profesión, solo ha perdido a un alumno llamado Mastrandrea, que, al llegar a un área de servicio, se había juntado con unos seguidores del Milan en un partido de ida. Pero se trataba de su primer viaje como instructora y además, el chico, que había repetido curso varias veces, ya era mayor de edad. Con el tiempo y gracias a su experiencia había conseguido prevenir una serie de peligros potenciales: un paseo por un saledizo, una incursión al McDonalds e incluso una relación sexual prematura. Norma sabe cómo guiar un rebaño de treinta chicos conscientes de que han salido a descubrir el mundo y su presencia tranquiliza a los demás profesores. El padre Valta lleva vaqueros y un jersey azul. Aquella era su gran oportunidad para reconducir a la enseñanza de la religión o de las religiones, si no hacia la fe, a aquel sesenta por ciento de alumnos que, nada más
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cumplir los dieciséis, había optado por no ir a su clase. Se siente joven y con dotes de comunicador. Pero, sobre todo, le encanta la idea de ver mundo mientras sus hermanos de la orden se encargan de las obligaciones cotidianas, desde la misa hasta las confesiones. En definitiva, el padre Valta es un ser humano y también sabe disfrutar el momento. No es pecado. Llega el turno de Franco Ferrosi y de Lavinia Sabini, profesores de filosofía y matemáticas respectivamente. Dos ciencias que parecen opuestas pero que hablan una sola lengua. Están estudiando cuándo y cómo se van a casar y todo depende de un préstamo que ella, Lavinia, ha estudiado con matemática precisión y que considera demasiado gravoso. Él, Franco, tomando el asunto con filosofía, le ha propuesto alquilar un piso, por lo menos durante los primeros años, pero ella prefiere no tirar el dinero a la calle. Se han ido a dormir tras varias horas de discusión a sus espaldas, una discusión que no tienen intención de retomar al amanecer, y menos aún en público. Y encima a ella se le ha olvidado meter en la maleta el impermeable de Franco, así que, como en Barcelona le dé por llover… Alberto Grisani es el último profesor en llegar. Si la vida le hubiera sonreído, aunque solo fuera por un momento, se habría quedado durmiendo en su casa, pero la vida no le ha sonreído nunca. Escultor nato y pintor aficionado, es uno de los artistas más incomprendidos de una ciudad que del proverbio «Nadie es profeta en su tierra» ha hecho su lema. Alberto Grisani detesta el
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instituto, a los alumnos y, sobre todo, a los demás profesores. Tampoco los conserjes le caen bien, por no hablar del personal de secretaría. No se habla con la directora y se comunica con ella a través de sonidos inarticulados. Cuando le comunicaron que tenía que irse de viaje a Barcelona con Tercero emitió una especie de gruñido, sonido que fue interpretado como una señal de asentimiento. Ni siquiera ha preparado la maleta. Ha metido el dentífrico y el cepillo de dientes en el bolsillo de su americana, ha cogido los lápices y un bloc de dibujo y, cuando ha sonado el despertador, se ha levantado de la cama vestido y todo, pues no se había desnudado antes de acostarse. Norma Perussini va a ser la guía de la excursión. A Gino le cae fatal desde el primer momento, pues intuye de inmediato que Norma es una profesora de pies a cabeza: se lo dice el corazón. Nada más entrar en el autobús, Gino le comunica que el micrófono no funciona y que espera resolver el problema en la primera parada. Son las cinco y media de la mañana y no tiene ninguna gana de oír la voz arrogante de una profesora dando órdenes a quienes se podría definir literalmente como una pandilla de delincuentes en potencia. Gino va a tener que pasearlos en autobús durante cinco días, así que, para limitar los daños, ha cerrado con llave los servicios, ha cubierto prudentemente el televisor con una bandera del Inter y ha precintado el frigorífico con un candado: no ha podido hacer nada más.
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Para empezar, Norma indica a los profesores dónde tienen que sentarse. —Usted, padre Valta, al lado de Alberto. V osotros dos —dice refiriéndose a Franco y a Lavinia— podéis sentaros juntos. Y o me quedaré en este asiento plegable, al lado de Gino. El siguiente paso son los alumnos. Pasa lista a Tercero A. Solo los conoce de oídas, así que les obliga a sentarse en las primeras filas para controlarlos mejor. Tercero B: los suyos. Primero pasa lista y luego distribuye a los alumnos por el autobús, separando con maestría a los íntimos y enumerando, a continuación, todo lo que está prohibido hacer durante los cinco días que van a pasar juntos. Está hablando a un ejército de sordos, porque todos, o casi todos, tienen los auriculares puestos con la música a todo volumen, y los que no, están echándose una buena siesta. Nihi y el Grafitis logran conquistar la última fila antes de que arranque el autobús. Su historia de amor ha dado la vuelta al mundo. Él ha embadurnado todo un vagón de tren con el nombre de Nihi y le ha dedicado una pintada frente a la puerta del instituto: un pingüino persiguiendo a una mariposa. Y ella, a su vez, se ha tatuado un pingüino y una mariposa en los hombros. En definitiva, un romance destinado a prevalecer en la historia; o más bien en la piel de Nihi, en una tapia y en las paredes de un vagón de tren, al menos hasta que los vecinos decidan darle al muro una mano de pintura o la empresa de ferrocarriles opte por cambiar los vagones (algo que nunca ocurrirá).
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Norma está charlando con Gino; según el navegador, a las once pueden detenerse para descansar un rato. El padre Valta lee su breviario, Alberto ronca, Franco y Lavinia intentan echar un sueñecito. Norma se relaja un poco y, mientras tanto, los alumnos de ambas clases se cambian de sitio a sus espaldas. En primera fila se sientan los de Tercero A. A la derecha, Giulia y Giulia; a la izquierda, Giulia y Giulia. No es culpa de ellas haber nacido cuando sus nombres estaban de moda; en realidad tampoco es para tanto, pues Giulia es un nombre mucho más bonito que Anastasia. Hasta los profesores utilizan motes para distinguirlas; es más, fueron ellos mismos quienes se los inventaron, pues no podían decir «Vamos a ver, hoy voy a preguntar a… Giulia» sin que las cuatro se levantaran de su sitio. Por ello fueron rebautizadas el primer día de instituto como la novia del pato Donald y sus sobrinas, es decir, Daisy, Abril, Mayo y Junio, tal vez porque estas tres últimas pertenecen a un grupo de scouts, tal vez porque siempre van vestidas con colores claros —rosa, verde claro y azul celeste— o quizá porque la primera Giulia, la mayor y la más gorda del cuarteto, calza unas deportivas gigantescas y camina como si fuera un pato. Las tres jóvenes exploradoras son inseparables y es fácil confundirlas unas con otras. Solo soportan la molesta presencia de Daisy porque comparten nombre con ella, pues a esta última lo único que le preocupa es devorar cheesburgers, patatas fritas o gominolas y no sabe lo que son unas vacaciones en el monte o dormir bajo las estrellas. Daisy es hija de una
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norteamericana que acabó en Italia por casualidades de la vida. Habla inglés a la perfección y come según costumbres americanas. Su padre, a los tres años de matrimonio, pidió el divorcio y desapareció. Dicen que suele frecuentar todas las tabernas de la ciudad en las que hay callos, espaguetis all’amatriciana y rabo de toro en la carta, eso sin olvidar las pizzerías. Acabó saliendo en los periódicos por su intento de fundar un movimiento contra la CocaCola y el Sprite. Este es el último recuerdo que Daisy tiene de su padre, de quien, sin embargo, ha heredado un feroz apetito. Por el contrario, Abril, Mayo y Junio solo se alimentan de comida macrobiótica y, en su defecto, de ensaladas. Nada más cumplir los catorce años los glóbulos rojos decidieron abandonarlas, dejando el campo libre a sus compañeros blancos. Todo ello les permite desmayarse cuando el profesor se dispone a examinarlas, así como acumular un buen número de justificantes por visitas al médico y análisis de sangre. Sus madres, permanentemente angustiadas por la salud de sus hijas, hace tiempo que han perdido cualquier tipo de interés por su rendimiento académico, mientras las chicas, paradójicamente, viven una época feliz, jugando despreocupadamente con una anorexia que parece siempre al acecho. Los profesores también están alarmados por la palidez de sus rostros e intentan que su actitud, psicológicamente, esté a la altura de las circunstancias. Este es el único aspecto negativo de una clase que, en su conjunto, es la joya del instituto.
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Buen ejemplo de ello son Bingo Bongo y el Ligón, que, sentados en la segunda fila, están consultando unas guías de Barcelona para que la visita turística no les pille sin tener ni idea. A Bingo Bongo le llaman así por el color oscuro de su piel. Su bisabuelo estuvo casado con una etíope, así que Bingo Bongo heredó de su bisabuela los rizos negros, la tez olivácea y la mirada profunda. Como todo el mundo sabe, los chicos de hoy no son nada racistas, así que, ya en los primeros cursos de la ESO, empezaron a llamarle Bingo Bongo. A él le da igual, porque las facciones del rostro, su estatura, que sobrepasa el metro ochenta, y la robustez de sus brazos le permiten tener cierto éxito con las chicas. Su lema es aplicar la ley del mínimo esfuerzo para obtener el máximo rendimiento. Gracias a la longitud de sus piernas es el primero del instituto haciendo footing y su pasión por la historia —heredada de su padre, el cual, a su vez, la heredó del abuelo— ha despertado la simpatía del profesor, razón por la que se ha convertido en un ejemplo para sus compañeros. En realidad, Bingo Bongo solo estudia para que le dejen tranquilo con sus partidas de Risk, o divirtiéndose con los videojuegos y con los soldaditos de plomo. Su padre le compró una colección de pistolas de juguete, de esas que venden por entregas en los kioskos, y siempre lleva un ejemplar en el fondo de su mochila, bien oculto bajo un montón de bolsas de patatas fritas. El Ligón debe su mote a una lacerante experiencia amorosa: sus amigos le descubrieron besando a una
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chica del instituto de enfrente, que estaba muy crecidita pero que solo tenía doce años. Le endosaron ese apelativo y él lo asumió sin protestar, incluso después de que la chica le dejara por otro chaval de su edad. Una historia muy triste que le llevó a ahogar su desesperación en los libros, con la esperanza de encontrar en la cultura los medios para conquistar a las chicas de su edad. Desde luego, ni Bingo Bongo ni el Ligón imaginan por qué Pam y Jess se han sentado a su lado. Pam —abreviatura de Pamela— está perdidamente enamorada de Bingo Bongo; ha aparecido vestida con ropa de camuflaje y con una gorra de color granate para ver si surge el flechazo. Jess —abreviatura de Jessica— está colada por el Ligón desde hace tres años. Su estrategia de conquista ha sido competir con él por el puesto de primero de la clase, maniobra que ha resultado positiva para su enriquecimiento cultural y para su rendimiento académico, pero a ojos del Ligón se ha convertido en la más gilipollas de sus compañeros. Detrás de ellos yacen sobre los asientos, con la boca entreabierta, otros siete elementos de Tercero A —el Atómico, el Imberbe, el As, Macho, Shark, Anna y Alberto —que son novios desde la guardería y que, bajo el apelativo de los Tortolitos, son unánimemente considerados como una sola persona—, así como los quince pájaros de Tercero B —Bis y el Porros, Cuchicuchi y Bru, la Tetas y la Seno, la Firmas y Vale, Pig y el Vespa, el Empollón y Chaina, el Grafitis y Nihi. La Chispas se
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sienta sola, para sentirse más cómoda y porque es muy digna ella. Ya están todos. Empieza el viaje. Alberto y el padre Valta, que se ha quedado dormido sobre su breviario, roncan a coro. Gino enciende la radio y sintoniza la frecuencia de «Viaggiare sicuri» para tener información sobre las carreteras. Se ponen en marcha.
A la misma hora, en el aeropuerto John Lennon de Liverpool, treinta chicas y chicos de uniforme esperan ordenadamente su turno ante el mostrador de facturación. Son vigilados de lejos por un profesor, mientras el director del college da las últimas instrucciones a los instructores que van a acompañar a los alumnos en su viaje escolar por España; un viaje que empezará en Madrid, donde pasarán un día y medio, y terminará en Barcelona. No se oye ni el vuelo de una mosca. El equipaje ha quedado reducido al mínimo, pues ha sido revisado varias veces por el profesor y ya no llevan nada de alcohol, tabaco, hachís o marihuana. Cada alumno tiene derecho a una bebida sin alcohol y a un cake para el viaje. Los tres instructores, de impecable aspecto, cuentan con poco más de veinte años. Han recibido una excelente formación en su vieja escuela y tienen intención de dejar el pabellón muy alto; de hecho todos ellos, tanto instructores como alumnos, llevan una bufanda con los colores del college. Suben ordenadamente al avión, se abrochan los cinturones y saludan por la ventanilla a padres y profeso-
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res. Pero nada más despegar dan la vuelta a la bufanda, que se convierte en el banderín rojo y blanco del Liverpool Football Club, y empiezan a cantar las mismas canciones que corean en los estadios. El entusiasmo no conoce límites, pues en realidad a lo que van a Barcelona es a apoyar a su equipo, o mejor dicho, al Equipo, en un encuentro con el mítico FC Barcelona. Los tres instructores sacan de sus mochilas las primeras cervezas del viaje. Siguiendo las advertencias de los pilotos, un furgón de la policía les espera en el aeropuerto de Madrid para escoltar a los primeros hinchas ingleses —de excursión con el instituto— hasta su destino. Bueno, es cierto que se trata de una final de la Champions, pero en el fondo son solo unos chicos. ¿Es que acaso puede suceder algo grave? John, el mayor de los instructores, no encuentra las treinta y tres entradas del partido, pues con las prisas que preceden a todos los viajes ha hecho la tontería de dejárselas en Liverpool, probablemente sobre la mesa de la cocina; pero no se deja llevar por el pánico y decide llamar a Jennifer para que se las envíe por mensajero al Hotel Clara de Barcelona. Calma y sangre fría british style.
El autobús se sitúa en el carril derecho de la autopista. Casi todo el mundo duerme salvo Norma Perussini, que está indicando a Gino cómo y cuándo frenar para que la relación con los gigantes de la carretera sea segura. Afortunadamente, a la media hora, la profe también se queda
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traspuesta. Gino apaga la radio para evitar que la alegre comitiva se despierte por culpa del ruido y, de hecho, hasta las diez no se oye ni el vuelo de una mosca. El primero en despertarse es Shark, que, sacando las cartas, inaugura oficialmente el torneo de Escoba junto a Macho, al Atómico y al As. Los cuatro son considerados como unos fuera de serie en el juego, pues llevan por lo menos tres años entrenando como mínimo dos horas al día —durante las clases de ciencias, de religión o de arte, es decir, a primera y a última hora, al margen del profesor que les toque— y su fama de invencibles ha traspasado los estrechos muros del instituto, divulgándose entre todas las escuelas de la ciudad. Cuchicuchi —que lleva años jugando a las cartas en todos los institutos de la villa y tiene mucha experiencia— propone un torneo por parejas entre Tercero A y Tercero B. El Vespa y Pig se apuntan. Solo falta el cuarto participante. El Empollón, que todos los fines de semana juega a la Escoba en la parroquia con el cura, decide sumarse al grupo ante el desconcierto general. ¿Estará a la altura? Los chicos, para improvisar una mesa de juego, reclinan dos respaldos, que se parten nada más abatirlos. Gino, afortunadamente, no se da cuenta de nada y la partida puede dar comienzo. Todo el mundo sabe que jugar a las cartas es la mejor manera de manifestar la personalidad del individuo. El As, por ejemplo, llora cada vez que pierde —ya lo hacía de pequeño—; por eso se ha ganado él solito un mote que exalta su tendencia natural a la victoria. El
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Atómico sufre delirios de grandeza, pues todo lo que hace resulta ser «atómico». Es su comentario predilecto: la última película que ha visto es atómica, la chica con la que ha salido es atómica, la pizza que ha comido es atómica e incluso es atómico el constipado que le ha obligado a quedarse en casa durante tres días. Así es el Atómico… Poco se puede decir de Macho que su apodo no lo haya dicho ya. Rechoncho y velludo, cierta parte de su cuerpo que no se puede nombrar ha ganado, gracias a su longitud, todos los concursos que se celebran en el baño de los chicos varias veces a lo largo del año. Incluso en estado de reposo. Y por último tenemos a Shark, un skinhead con noventa y cinco kilos de tatuajes, cráneo afeitado y piercings por todas partes. Hijo único de un tranquilo contable y de una pacífica ama de casa obsesionada por la comida, Shark se pasa el tiempo leyendo cómics, viendo dibujos animados, engullendo bocadillos o en el gimnasio. Es completamente abstemio y nunca en su vida se ha fumado un canuto por miedo a que el humo le provoque un cáncer de pulmón. No es particularmente brillante en el instituto y los profesores culpan a la tartamudez de su escaso rendimiento. Los profesores de Tercero A tienen una virtud particularmente apreciada por todos: consideran que la clase, al margen de los resultados obtenidos, siempre está a la altura de las expectativas. Así no hay que hacer frente a fracasos personales, los chicos siempre están contentos y los padres también. La directora del centro tiene la clase
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de Tercero A en gran estima; es para todo el mundo un ejemplo de escuela dinámica y eficiente, respetuosa con las exigencias didácticas que impone una instrucción pública que se ha convertido en empresa. Son las diez de la mañana y los dos equipos están preparados para el desafío. El Empollón baraja las cartas con indiscutible profesionalidad, no sin haberse fijado antes adónde ha ido a parar el siete de oros —un pecado venial que nunca se ha atrevido a confesar al párroco, el cual se pregunta, a su vez, cómo es posible que el chaval acabe siempre desplumándolo—. Reina un silencio de ultratumba y los que no juegan a las cartas deciden concederse otra media hora de sueño. Los profesores nunca tendrían que llamar al orden a los alumnos si jugar a las cartas fuera materia de estudio. Pero, desgraciadamente, el Imberbe se ha despertado. Con su carita de ángel que no necesita maquinilla de afeitar, pregunta con voz meliflua a Macho, apoyándose sobre sus hombros: —¿Y esa carta con siete monedas de oro que tienes ahí? Shark lleva años con ganas de machacarlo vivo, pero tal y como está, con la mole de su cuerpo literalmente encajonada entre el asiento y el compartimento del equipaje, tampoco logra su objetivo esta vez y se limita a gritar: —¿Pe… pe… pero t… t… tú e… eres imb… imbé… imbécil? Todo el mundo se despierta.
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«Se acabó el chollo», piensa Gino para sus adentros. Por suerte quedan pocos kilómetros para la temida parada en el área de servicio.
Norma Perussini está hecha una fiera. Detesta a los chicos de Tercero A: nadie los considera unos delincuentes en potencia que ni siquiera merecen el reformatorio, tal y como sucede con sus quince alumnos de Tercero B, así que arremete contra los demás profesores porque, en su opinión, la actitud de su grupo es culpa de ellos. Lavinia está a punto de echarse a llorar, pero encuentra consuelo en los brazos de Franco. Alberto decide que no ha pasado nada, hasta que se pone a pegar alaridos como un poseso cuando descubre los respaldos arrancados. El padre Valta interviene en su ayuda y al menos consigue reparar uno de ellos. —Mis hermanos y yo somos de lo más habilidosos con el bricolaje. Chicos y chicas se levantan para cotillear y luego vuelven educadamente a su sitio. Uno de los chavales duerme con las fauces abiertas y otro está a punto de meterle una paja en la boca, pero al final se arrepiente para desesperación de un tercero que está grabando la escena. Solo se oye el ruido que las latas de Coca-Cola y las bolsas de patatas fritas hacen al abrirse. Y el fastuoso autobús de Gino entra en la explanada del área de servicio con un acompañamiento sonoro, cuyo leitmotiv está compuesto por el crujir de las patatas fritas entre los dientes y los eructos de rigor.