Corrientes del tiempo: Capítulo 2

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Capítulo 2 Cuento sobre un rey - Venga, chaval, deja de gruñir. Antes de que pudiera decir algo al respecto, Gerardo le palmeó la espalda amistosamente. Después, ocupó su asiento en el tren que les llevaría de vuelta a Madrid. Observó la amplia sonrisa del hombre, la melodía que tarareaba entre dientes y que, contra todo pronóstico, se trataba de My favourite things, lo que provocó que Felipe enarcara las cejas.

Pues si que le fue bien anoche. Hay que ver. Cerró los ojos, sintiéndose un poco patético. Era él quien acababa de cumplir diecinueve años, el que iba a la universidad, debía de ser él quien tuviera éxito con las chicas y pasara las noches junto a ellas en la cama. Pero no, sólo había habido una especie de novia que, además, le habían dejado por otro al final del curso anterior. Menudo historial. Era un pringado de tomo y lomo, el eterno segundón: el segundo hijo, el segundo en la línea de sucesión, el segundo en el corazón de su novia... - Deja de auto-lamentarte. - No me dejas hacer nada. - No te dejo hacer cosas inútiles - apuntó Gerardo, clavando su sabia mirada en él con una sonrisa comprensiva bailoteando en sus labios.- El trabajo que tenías pendiente, en cambio, sí que te lo permito hacer. - Sabes que soy mayor de edad, ¿verdad? - Tendrás sesenta años y seguirás siendo mi alumno. - ¿Tanto vas a durar?


- Incluso más - le hizo burla, divertido. En ese preciso momento, el tren comenzó el trayecto, por lo que Gerardo se arremangó ligeramente para mirar el reloj que descansaba en su muñeca.- Sale puntual, estaremos en casa a primera hora. - ¡Yuju! - exclamó Felipe con desgana. - Algún día tendrás que perdonarle a tu hermano lo que ocurrió con Álvaro - su maestro volvió a suspirar, antes de volverse hacia él; su rostro, entonces, se tornó serio, incluso un tanto ceremonioso.- No tenía otra opción. Sé que es injusto, pero no podía hacer otra cosa. - Podía haber salvado a Álvaro - opinó, obcecado. - ¡Dios! Cuando te pones así, es imposible dialogar contigo - Gerardo le miró una última vez, antes de agitar la cabeza, como rindiéndose.- Como quieras. Pero, escúchame, Felipe Navarro, llegará un día en que te darás cuenta de que, todo este tiempo perdido con tu hermano, no volverá. Y, ese día, sabrás lo idiota que estás siendo y que suele ser mejor perdonar.

 - Señor Navarro, estamos llegando, ¿desea que llamemos a una limusina? La azafata de sonrisa angelical hizo que abandonara el pasado y regresara al presente, donde le aguardaba un avión entero de gente a la que debía proteger: Álvaro seguía convaleciente, Kenneth se mostraba retraído, Clementine parecía asustada, Tim estaba inquieto y Hanna... Hanna estaba directamente aterrada, además de mostrándose desconfiada. - No se preocupe, señorita, ya nos está esperando alguien - sonrió educadamente. - Como desee el señor. Desvió su mirada hacia la ventanilla para encontrarse con la ciudad de Madrid que, desde esa altura, parecía muy pequeña, como si fuera el escenario de los muñecos de un niño.


Se preguntó si vería las ruinas de la mansión familiar, aquel terreno reducido a un erial debido al fuego. Cerró los ojos un instante, apenas podía creerse que, de todo aquello, hiciera ya doce años, doce largos años.

Héctor, Chryssa, perdonadme una vez más... La he vuelto a perder. Otra vez. Una rabia poderosa y salvaje estuvo a punto de apoderarse de él al pensar que, de nuevo, la familia Benavente le había arrebatado a su sobrina, su única familia... La niña de sus ojos. Durante dos años Rodolfo Benavente la había sometido a experimentos, torturas, para satisfacer sus indecentes delirios de grandeza y lo había vuelto a hacer una vez más: los había separado, aunque, de nuevo, sería algo temporal.

Te voy a encontrar, Ariadne. Lo juro. El avión aterrizó sin ningún tipo de problemas, por lo que todos lo abandonaron para encontrarse en medio del aeropuerto. A Felipe no le pasó desapercibido que Álvaro caminaba tambaleante, todavía pálido, por lo que se colocó a su lado para servirle de muleta. - Deberías sentarse en un banco, mientras voy a buscar una silla de ruedas. - Puedo caminar. - Álvaro, deberías hacerle caso - opinó Kenneth con cierta timidez. - Tonterías. Puedo andar perfectamente, es sólo que estoy un poco débil - su amigo se apoyó en él, ladeando la cabeza para poder mirarle.- Y, te recuerdo, que tú te has ido a Londres tras despertar de un coma y, que yo sepa, no te he detenido. - Eres un maldito cabezota. - Es parte de mi encanto - le sonrió Álvaro, mientras él le ayudaba a caminar; junto a ellos, observándoles con cierta ansiedad, se encontraba Kenneth, que tampoco estaba demasiado convencido de todo aquello.- Oh, por cierto, se me había olvidado decírtelo: no puedes chulear de avión privado. No, cuando no hay ni una mera botellita de alcohol en todo el súper avión privado. No es demasiado estrella del rock.


- Podrías dejar de bromear, al menos - masculló Kenneth. Álvaro le miró sorprendido, aunque no tardó en suavizar su expresión. - Venga, Ken, no te lo tomes así... - Sí, es verdad, yo no debería tomármelo así. Claro, yo soy el idiota - murmuró en tono malhumorado, mientras apretaba los finos labios; se colocó las gafas en su sitio con la yema del dedo.- Pues ya que tú no te tomas en serio tu salud, yo tampoco lo haré, tranquilo. - Oye, que esté un poco débil, no quiere decir que tú lo vayas a estar. No sé muy bien cómo va nuestro vínculo, pero, sinceramente, Kenneth, creo que estás exagerando. - ¿Crees que todo esto es por el vínculo? - ¿No lo es? Kenneth le fulminó con la mirada, antes de apretar el paso y reunirse con los más jóvenes que iban varios metros por delante. Ante tal reacción, Álvaro pestañeó, confuso, antes de volver a concentrarse en él. - ¿Podrías decirme qué acaba de pasar? - le preguntó. - Yo diría que has metido la pata. - ¿Pero por qué? - Está preocupado por ti, idiota - aclaró Felipe, divertido.- Vamos, que el muchacho es otro de los que te ha cogido cariño, vete tú a saber por qué - le hizo burla, antes de sonreír.- Y no ayuda que te tomes a cachondeo el que estés malherido. - Soy un asesino, Felipe. De hecho, soy el mejor asesino del clan. Muchos me retan, por no hablar de que me tocan las peores víctimas, las peligrosas... Vamos, que si me tomo todo a pecho, acabaré muerto de un disgusto antes de una puñaladita de estas - agitó la cabeza durante un instante, después miró al frente, sonriendo un poco.- Así que le preocupo mucho, ¿eh? - Eso parece. En el rostro de su amigo vio aparecer una sonrisa.


Ya en silencio, caminaron hasta franquear las puertas del aeropuerto para encontrarse con un monovolumen de color azul oscuro. Gerardo no tardó en abandonarlo para ayudarle a acomodar a Álvaro en la última fila de asientos. A su lado, se sentó Kenneth Murray, que seguía visiblemente ofendido; los tres más jóvenes, por su parte, ocuparon la hilera central, mientras que Gerardo regresó a su sitio tras el volante y Felipe acabó en el de al lado. Permanecieron callados hasta que los demás se durmieron. No costó mucho en realidad. La primera en caer fue Clementine, que, sin darse cuenta, se recostó en Tim; le siguió Álvaro, a quien Kenneth cubrió con su propio abrigo antes de dormirse también. Hanna, por su parte, pareció empeñada en permanecer despierta; Felipe la veía pestañear, obstinada, pero en ninguna ocasión le dijo nada, pues sabía que, de momento, no confiaba en él. ¿Cómo iba a confiar en él? En primer lugar, había perdido a su hermano, algo que él entendía a la perfección; en segundo lugar, era un adulto, uno que sólo se había mostrado autoritario, así que, seguramente, le recordaría a su propio padre. Al final, la niña cedió y acabó hecha un ovillo, apoyada sobre Tim que, al ver que Hanna descansaba de una vez, se abandonó a los brazos de Morfeo. - ¿Tú no quieres dormir? - le preguntó Gerardo en voz baja. - Bastante he dormido ya. El hombre asintió con un gesto, sin apartar los ojos de la carretera. Felipe le vio apretar los labios, gesto que en los demás podría denotar enfado o tensión, pero no en Gerardo. No, en su caso era preocupación, temor. Estaba reuniendo valor. - Dime que está bien. Dime que no le han hecho nada. - No le hicieron nada - se apresuró en aclarar; entonces suspiró, al mismo tiempo que se recostaba en la puerta del vehículo.- Llegué a verla. Estaba bien... O, al menos, eso quiero pensar se quedó un instante en silencio. Cerró los ojos con fuerza y, cuando habló, lo hizo en un susurro, con voz rota.- La he vuelto a perder. Otra vez. - Felipe...


- ¿Por qué le fallo una y otra vez, Gerardo? ¿Por qué? Al expresar en alto lo que llevaba carcomiéndole desde que vio a Ariadne desaparecer en un haz de luz, no pudo evitar echar la vista atrás.

 Aunque le había insistido a Gerardo que le dejara conducir, éste no se lo había permitido. Por eso, no se concentró en el paisaje, sino que se distrajo enredando con la radio del coche y, por eso, le costó ver la ceniza flotando en el ambiente. Después vinieron las ruinas, el erial en el que se habían transformado los terrenos donde había crecido y que habían estado cubiertos por verde hierba, por árboles... Pero no quedaba nada. Ya no quedaba nada. - Gerardo...- fue lo único que acertó a decir. - Espera aquí - le ordenó el hombre, aparcando el coche frente a los restos de la mansión familiar; sin embargo, él fue más rápido y, antes de que su maestro pudiera darse cuenta, ya estaba llegando a lo que quedaba de entrada principal.- ¡Felipe! ¡Quédate...! ¡Felipe! La voz de Gerardo quedó ahogada en parte por los latidos de su desbocado corazón, en parte por la distancia que les separaba. Le dio igual. Lo único que importaba era su familia, que estuviera bien, a salvo; que pudiera encontrarla... - ¡Héctor! ¡Héctor, ¿dónde estás?! - gritó, recorriendo los pasillos. Y, al final, lo encontró. Los encontró. Tres cadáveres. Quemados. Sólo quedaban unos huesos negros con algún trozo de carne que otro que parecían aferrarse al esqueleto con rebeldía. Dos adultos y un niño. Una parte de Felipe sabía que aún había esperanzas, que faltaba un cuerpo, pero era la parte más ínfima de su


ser, pues otra mucho más poderosa había ganado la partida: la parte de él que era hermano. Su hermano mayor había muerto. Muerto. Caminó torpemente. Un paso, luego otro y otro. Así, al final, alcanzó los esqueletos carbonizados que antes habían sido su familia. Se dejó caer al suelo, sin fuerzas. Las lágrimas empezaban a caer de sus ojos, pero las ignoró para apretar los puños y mirar al techo, mientras un grito agónico escapaba de sus labios: - ¡HÉCTOOOOOOR! - Felipe, muchacho... Gerardo se había acercado, sin que él se diera cuenta, llevaba un maletín especialmente grueso entre los dedos. Al sentir la fuerte mano de su maestro en el hombro, se sintió algo mejor, aunque tampoco era demasiado. Volvió a mirar los cadáveres. Sólo quería gritar, patalear, aullar que no era justo, que su hermano no merecía morir, pero se obligó a mantener la calma. Tres cadáveres. Estaban cinco personas en la casa, pues además de sus dos sobrinos, Colbert también vivía ahí. Todavía quedaba lugar para la esperanza. Faltaban dos cuerpos, quizás estuvieran vivos. - Tenemos que buscar a los que faltan, Gerardo - dijo. - No sabemos si son ellos, Felipe. Puede que sean del servicio... - ¡Felipe! La voz de Colbert hizo que el corazón le diera un vuelco. Giró sobre sí mismo para ver como un niño de pelo negro corría hasta a ellos; el chaval, que ya tenía doce años, le abrazó con fuerza, seguramente había estado aterrado. - Eh, venga, venga, tranquilo, todo irá bien - le consoló, aunque ni él mismo se creía sus propias palabras. Se agachó, revolviéndole el pelo al niño.- Colbert, ¿qué ha pasado? - Nos han atacado, no sé quien, pero...


- Colbert, mírame a mí, muchacho - intervino Gerardo con suavidad, poniéndose en cuclillas para poder sujetarle de un hombro.- ¿Sabes si ellos son la familia real? - el interpelado asintió con un gesto.- ¿Estás seguro? - Los vi huir, señor - explicó, aturullándose un poco.- Don Héctor y doña Chryssa estaban discutiendo, se pararon y... El fuego les cayó encima. Yo lo vi - Colbert empezó a llorar, incluso parecía sorberse los mocos de forma ansiosa.- No pude hacer nada, Felipe, yo... - Lo sé, lo sé. Tranquilo. - ¿Sobre qué discutían Héctor y Chryssa, Colbert? - Pues... Eh... Don Héctor quería volver a por Ariadne y por mí, pero doña Chryssa... Ella, bueno, ella... No quiso - musitó Colbert, mordiéndose el labio inferior.- Ella decía... Decía que Eneas era el heredero, que era lo único que importaba. Por eso, yo... Yo fui a salvar a la princesa. Lo prometo, me di prisa, fui a salvarla, pero... El niño se calló, afectado de nuevo por la llorera que lo sacudía de pies a cabeza. - ¿Pero? Colbert, ¿qué le ha pasado a mi sobrina? ¿Está bien? - El señor Benavente s-se... Se la ha llevado. ¡Lo siento, lo siento mucho! - No - aclaró él con voz pastosa, aunque no tardó en tornarse dura como la roca.- Va a ser él quien lo sienta. Vamos a traerla de vuelta, esa será nuestra misión primordial.

 Mientras viajaban hacia el internado, y una vez se hubo obligado a no recordar los hechos acontecidos doce años atrás, le explicó todo lo sucedido en Londres: desde su llegada a la ciudad hasta como, tras perder a los tres jóvenes en un portal espacio-temporal, volvieron a casa con otras tres nuevas incorporaciones a la lista de personas que proteger. Cuando terminó, se sintió exhausto, por lo que se recostó, cerrando los ojos.


- No te preocupes, Felipe - le consoló Gerardo, palmeándole levemente una rodilla.- Ya conoces a Ariadne, logrará mantener a los otros dos con vida. Incluso disfrutará. Estará bien. - No puedo dejar que ande perdida en vete a saber qué época. - La encontraremos. Es lo bueno de vivir en un mundo con magia, que tenemos muchas más soluciones al alcance de la mano que el resto de los mortales. Asintió con desgana. - ¿Cómo ha estado durante este tiempo? - acabó preguntando. - No ha sido fácil. El haber matado a Colbert, el compromiso con Kenneth... - ¿Compro qué? - casi escupió la palabra, escandalizado. - ¿No te lo han contado? No, desde luego que no - resopló Gerardo, antes de explicarle cómo había conseguido que Ariadne lograra lo imaginable: salir victoriosa del juicio.- No me quedó otro remedio, Felipe. Incluso aunque tú hubieses estado ahí, hubiera tenido que hacerlo y lo sabes. Es la princesa. Felipe volvió a cerrar los ojos. Sí, Ariadne era la princesa, estaba en la línea de sucesión por delante de él y, por mucho que lo deseara, no podía salvarla de su destino. Aunque todos le llamaban rey, aunque le habían coronado, no dejaba de ser algo temporal. - Supongo que te haría la vida imposible. - Un poco. Al final me perdonó. - Eso es porque siente debilidad por ti, viejo afortunado. - De todas maneras, Álvaro estuvo a la altura, al final la conquistó incluso a ella - en los labios de su antiguo profesor se instaló una sonrisa orgullosa, mientras, a través del retrovisor, miraba al aludido.- Ahora estaba bien, parecía haber salido del pozo. Felipe se volvió a mirar a su amigo, agradecido. De alguna manera, Kenneth había acabado reclinándose en Álvaro, por lo que ofrecían una estampa bastante curiosa. Le agradecía a su amigo que hubiera ayudado a Ariadne, aunque mucho se temía que sería algo temporal, pues si


conocía a su sobrina, y lo hacía bastante bien, sabía que tarde o temprano acabaría enamorándose como una idiota. Ella misma se rompería el corazón.

Oh, mi pobre niña, ¿cómo voy a salvarte de tu propio destino? Condenada por tener el corazón tan grande, menuda tragedia. Pensando en su querida sobrina, Felipe se quedó dormido.

En cuanto llegaron al Bécquer, lo primero que hizo fue acomodar a Álvaro en su cuarto, que curiosamente también era el suyo propio, para que pudiera descansar. Después, se encargó de asignar a cada uno de sus nuevos protegidos una habitación. Ni siquiera intentó hablar de lo que iban a hacer a continuación, ya habría tiempo y sabía que lo que más necesitaban era dormir, asumir lo sucedido y aclarar sus ideas. - ¿Y qué vas a hacer ahora? - le preguntó Gerardo, mientras bajaban a la segunda planta, pues la tercera era la que tenían habilitada para ofrecer cobijo a los ladrones. - Daré una vuelta por aquí. Lo he echado de menos... - Tienes que descansar, Felipe - él abrió la boca para protestar, aunque su antiguo maestro se le adelantó.- Sí, ya sé que has dormido mucho. Aún así, tienes que descansar. ¿Hace cuánto que saliste del coma? ¿Dos días? - Estoy bien. - Y tienes que seguir bien. - Encontraré algún sitio en el que dormir, no te preocupes. En realidad, había un lugar al que deseaba ir con todas sus fuerzas. Desde que había visto anochecer, cuando salían de Madrid, una parte de él no había dejado de pensar en Valeria... y en cuanto anhelaba hacer uso de su dormitorio. Pero no podía presentarse a esas horas, no, sería mejor aguardar a que fuera un nuevo día y mantuvieran una conversación en condiciones. La primera parada en su paseo fue el dormitorio de Tania Esparza. La chica dormía en su cama, aunque parecía sufrir una pesadilla, pues se removía y murmuraba cosas entre dientes.


No le extrañaba con todo lo que había vivido. Cerró la puerta con delicadeza, esperando que la chica pronto tuviera dulces sueños, antes de dirigirse al dormitorio que, en su ausencia, Gerardo había tenido que clausurar. Se encerró ahí, dejándose caer en uno de los catres vacíos, mientras enterraba la cabeza entre las manos. Santiago, Rubén... Los recordaba a los dos, incluso cuando eran críos, ¿cómo habían podido terminar así? ¿Cómo el destino de una persona podía torcerse tanto? De nuevo en aquel día, comenzó a recordar...

 - Gerardo, ¿qué haces? - siseó, pues no podía gritar, ya que Colbert dormía en el asiento de atrás; con todo lo que había sucedido, no podía despertarle, mejor que descansara y se olvidara de llantos, preocupaciones y culpas.- ¡Tenemos que ir a por Ariadne! - Lo sé. Pero hay otras cosas... - Ariadne es... - Felipe, escúchame - le pidió el hombre en tono cortante.- Vamos a buscar a Ariadne y la vamos a encontrar. Ya no sólo porque es la única heredera al trono, sino porque es Ariadne. Sé que es tu sobrina, que la has visto crecer y que te sientes en la obligación de salvarla. Yo también, ¿qué te crees? Le he enseñado alemán, a andar sin hacer ruido... Dios, Felipe, adoro a esa cría, aunque sea una cabezota y contenga la respiración cuando se cabrea. - ¿Pero? - se adelantó él, a sabiendas de que había uno. - Pero hay más cosas en riesgo. No sabemos quién ha atentado contra tu familia, quizás vayan a por ti y...- dejó la frase en el aire para humedecerse los labios, como si hubiera algo que no se atreviera a decir.- Ahora estamos sin rey, Felipe, alguien debe liderar el clan y eres el único que puede ocupar ese lugar. Se le detuvo el corazón.


¿Había oído bien? Durante unos segundos, se dedicó a contemplar a Gerardo con auténtica estupefacción en su rostro. En sus diecinueve años de vida nunca, jamás, había pensado que sería rey. Era el segundo hijo, el que se dejaba llevar por el corazón y el que no sentía demasiado apego por las directrices más básicas del clan, ¿cómo narices iba a acabar siendo el rey? Imposible. - ¿L-lo has dicho en serio? - Desde luego. De hecho, vamos a un lugar seguro para coronarte... - ¡¿Qué?! - inquirió con voz estrangulara. - Shh, vas a despertar a Colbert... - ¡Para, para ahora mismo! Gerardo, para. Para o me tiro en marcha. Ante su amenaza, el hombre se dirigió hacia un lado de la carretera, donde aparcó. Por suerte, había amanecido hacía poco, así que no estaba demasiado transitada. Felipe abandonó el coche y se internó en la extensión cubierta de seca hierba, mientras enterraba los dedos en su pelo castaño. El flequillo le cayó sobre los ojos, aunque eso no le impidió ver como los anaranjados rayos de sol despuntaban por el horizonte. Pese a que estaba en medio de la nada, solo, con algún que otro camión recorriendo la carretera a sus espaldas, Felipe se sentía cautivo en la celda más pequeña del mundo. - No puedo hacerlo - musitó. - Felipe... Se volvió sobre sí mismo para poder encarar a Gerardo, que entrecerraba los ojos para mirarle debido al sol. El hombre seguía pálido, seguramente estaría haciendo de tripas corazón para ser el que llevara las riendas de la situación. Pese a eso, Felipe no se sintió tranquilo, todo lo contrario: jamás había experimentado tal nerviosismo. - ¡No puedo hacerlo! ¿Cómo voy a hacerlo, Gerardo? No soy mi hermano, no puedo ser rey... ¡Ni siquiera estoy preparado!


En cuanto expresó su miedo, Felipe se sintió algo mejor, aunque tampoco mucho pues, al fin y al cabo, la improvisada coronación parecía inminente. Para su sorpresa, Gerardo avanzó hacia él para colocarle una mano en el hombro, al mismo tiempo que le dedicaba su sonrisa más afable; además, en sus ojos, tan sabios como siempre, se vio reflejado un sentimiento que le puso a Felipe la carne de gallina: estaba henchido de orgullo. Entonces habló y lo hizo con delicadeza, también ternura: - A Héctor siempre lo prepararon para ser rey, pero tú... Tú, mi querido Felipe, lo llevas en el corazón. Tienes madera de rey, tienes cerebro de rey. Serás mejor rey de lo que fue tu hermano, ya lo verás. - Yo no estoy tan seguro... - Eso es, precisamente, lo que te hará un gran rey - asintió Gerardo, muy seguro de sí mismo; le dio un golpecito cariñoso, antes de dirigirle hacia el coche de nuevo.- Vamos, no hay tiempo que perder.

 Las palabras que, en su día, le dedicó Gerardo resonaron en su mente. Sabía que era un buen rey, que hacía bien su trabajo, pero había estado ausente demasiado tiempo y todo se había descontrolado. Por eso, una parte de él no dejaba de sentirse culpable y de hacerse preguntas imposibles: ¿habría cambiado algo de estar presente? ¿Cómo estaría su sobrina? ¿Podría salvar a Rubén de su aciago destino? Abandonó el dormitorio de los chicos para dirigirse al de Ariadne. En parte lo hacía porque la echaba de menos y quería sentirla cerca, en parte porque no se le ocurría otro sitio en el que podría dormir sin sentirse desprotegido. Entonces, para su sorpresa, había alguien esperándole en la puerta.


Valeria Duarte estaba sentada en el suelo con la cabeza apoyada en la pared y su larga melena rubia cayéndole de cualquier manera, incluso cubriéndole el rostro. A juzgar por el camisón blanco perla que llevaba y el libro que descansaba abierto sobre su regazo, se había quedado dormida esperándole. El corazón de Felipe dio un vuelco. Le ocurría siempre que veía a Valeria. La luz de la luna la bañaba por completo, arrancándole destellos de su pelo y rodeándola de un aura argenta, casi mágica, lo que le hacía parecer una ensoñación. Pero, aunque a Felipe solía parecérselo a menudo, ella era real, tan real que muchas veces dolía. Se olvidó de todo eso para agacharse frente a Valeria, zarandeándola con suavidad, antes de cogerla en brazos con sumo cuidado. - ¿Mmm? - Venga, Val, despierta - le susurró, percatándose de que, al cogerla en volandas, su rostro estaba demasiado cerca del de ella.- Es tarde, preciosa, vamos a la cama. - ¿Felipe? Mientras Valeria situaba sus brazos en torno al cuello de Felipe, le observó con los ojos más cerrados que abiertos debido a que acababa de despertarse. No obstante, en cuanto sus miradas se cruzaron, pareció recobrar el sentido al instante. - ¡Has vuelto! Se aferró a su cuello con todavía más fuerza, emocionada, por lo que Felipe se tambaleó, sorprendido, y acabó chocando contra una pared. Tras el leve golpe, se enderezó, mirando a la mujer que parecía contener la risa a duras penas. Agitó la cabeza, fingiendo hastío, aunque en realidad estaba encantado con lo que estaba ocurriendo. - ¿Y se puede saber qué hacías ahí? - Leía... - Las bibliotecas están desfasadas.


- Y te esperaba, tonto - sonrió ella, sus ojos parecían brillar como piedras preciosas, a pesar de la oscuridad que envolvía los pasillos del internado. Valeria comenzó a acariciarle el pelo, que seguía demasiado corto, mientras añadía.- Gerardo me dijo que estarías aquí por la noche y, bueno, pensé que cuando acabaras con...- frunció el ceño un momento.- Lo que quiera que hagas, irías ahí y, entonces, yo estaría para ti. - Pues acertó, señorita, ¿desea un perrito piloto? - bromeó. Al instante de decir eso, se arrepintió. ¿Cómo podía ponerse nervioso con Valeria a esas alturas? ¿Y cómo podía ser tan idiota? - Ja-ja, como no nos conocemos... - Bueno, a lo mejor ahora crees que no me conoces. - Conocer a una persona va más allá del nombre o unos datos - declaró, muy seria, sin dejar de mirarle a los ojos.- Sé quién eres, Felipe. Me da igual que seas un ladrón o un rey o... Lo que sea. Sé quién eres en realidad. Sé que has estado siempre que lo he necesitado. Sé que darías la vida por tu hija. Sé que... No sé, tantas cosas... >>Siempre te ríes cuando ves a alguien caerse, como si tuvieras cinco años. Sé que te gusta rebañar cualquier cosa con el dedo, que adoras enseñar, que aprecias a todos los alumnos... Sé lo que importa sobre ti, aunque...- hizo una pausa y se humedeció los labios, como reuniendo valor.- Me gustaría saber todo, pero cuando tú estés preparado. Habían llegado a la habitación de Valeria, así que Felipe la depositó en el suelo, todavía impresionado con las palabras que acababa de escuchar. Siempre había creído que, en caso de contarle la verdad, se enfadaría con él por haberle ocultado tantas partes de su vida. Y se había preparado para ello a conciencia, al igual que siempre imaginaba la peor de las resoluciones de los robos o de sus encargos. Nunca se había preparado para eso y no sabía cómo reaccionar.


Valeria se quedó apoyada contra la puerta, sin dejar de observarle con un gesto juguetón en sus labios. El pelo le caía sobre los hombros, desordenado, una aureola dorada que decoraba sus hermosos rasgos.

Dios, está preciosa. Más que nunca. Felipe, cálmate, mantén la mente fría... Y otras cosas también. - ¿No quieres pasar? - inquirió ella con cierta timidez. - Bueno... Eh... Yo... Pues... Esto, yo... - Mientras tú dormías apaciblemente, yo sufría tu ausencia, ¿sabes? - dijo como si fuera algo casual, aunque luego añadió.- Era como Sandra Bullock, pero sin irme con Bill Pullman. Yo te he esperado y... Buff, Felipe, ¿no te das cuenta de que quiero estar contigo? - Si te soy sincero, ahora mismo mi cerebro no funciona muy bien. Y, si tenemos en cuenta que soy el rey de los ladrones, director de instituto y padre, todo ello con éxito probado, no es algo que me ocurra muy a menudo... Jo, qué horrible es esto de ser tonto - agitó la cabeza, antes de sonreír sólo porque Valeria reía. - Sigo sin creerme que seas un rey. - Pues tengo un nombre muy monárquico, una profesora de historia debería saberlo. - ¿Por qué no pasas? - insistió ella, abriendo la puerta a su espalda.- No te voy a engañar, me muero porque me expliques qué está pasando, pero... Soy yo, Felipe, soy tu mejor amiga. Soy yo, puedes desahogarte conmigo. Le miró una última vez, antes de internarse en el dormitorio. Tras un instante de duda, Felipe le siguió, dispuesto a contarle todo, mientras algunos recuerdos seguían asaltándole...

 - El internado Gustavo Adolfo Bécquer.


La voz de Gerardo sonó potente, incluso ceremoniosa, mientras ante sus ojos y los de Colbert surgía un impresionante castillo. Lo pasaron de largo para adentrarse en un camino estrecho, mal definido, que les acabó llevando a la parte trasera. Una vez ahí, tras bajar del coche y recoger la especie de maleta, Gerardo los condujo hasta un viejo cobertizo. - ¿Qué es este lugar? - preguntó Felipe, curioso. - La casa de un viejo amigo. - Oye, no quiero parecer quejica o llorón, pero, ¿no podrías detenerte cinco minutos para explicarme lo que está pasando? - le pidió, agarrándole del brazo. - Tienes razón, perdona...- reconoció el hombre, agitando la cabeza.- Aunque tengas cara de tal, ya no eres ningún niño - asintió con un gesto, antes de tomar aire.- Aquí vive Raimundo Gurrea, miembro del Consejo y amigo mío. Está retirado, por lo que ya no roba, aunque sí que sigue con sus ocupaciones como miembro del Consejo. También ayuda a todo ladrón que necesite ayuda, de ahí el camino y este cobertizo. Lleva directo a su despacho. - ¿Necesito el beneplácito del Consejo para ser regente? - No. Necesitas un miembro del Consejo como testigo para la coronación. - ¿He de saber algo sobre él? En cuanto Gerardo negó con la cabeza, se introdujeron en un pasadizo a través de un armario. Su antiguo maestro le guió con facilidad a través del entramado de galerías, mientras Felipe analizaba el edificio y su situación, la antesala de un plan que, poco a poco, iba cobrando forma. Por eso, antes de que llegaran al despacho del señor Gurrea, se detuvo de nuevo. - ¿Puedo hacerte una pregunta sobre tu amigo? - Sí - respondió Gerardo en tono cansino. - ¿Tiene familia? ¿Herederos? Ante su curiosidad, el hombre enarcó una ceja, como si estuviera intentando dilucidar lo que pasaba por su mente, aunque únicamente respondió:


- No. Es el último de su familia. Algunas familias se están disputando su posición en el Consejo y eso que sigue fuerte como un roble - apretó los labios, haciendo un ademán claramente censurador.- ¿En qué piensas, Felipe? Conozco esa cara y... - Anda, sigamos. Gerardo le miró un instante en silencio, seguramente planteándose un interrogatorio que, al final, no llevó a cabo, a sabiendas de que, si él quería, no le sonsacaría ni una sola palabra. Por eso, siguieron caminando hasta llegar a un despacho elegantemente decorado, sofisticado, aunque también un poco sobrecargado. Detrás de una mesa se encontraba un hombre que, incluso sentado, parecía un gigante. Era orondo y sus regordetas mejillas estaban sonrojadas, lo que le daban aire de bonachón, aunque sus ojos azules relucían como los de un zorro detrás de unas pequeñas gafas de montura redonda. Al verlos, no tardó en levantarse para acercarse a Gerardo. A Felipe le impresionó, en primer lugar, la agilidad que demostró aquel hombre, pese a la enorme barriga que poseía y, en segundo lugar, lo distinto que era de su amigo Gerardo. Éste era alto, su cuerpo seguía siendo fornido, hasta seguía en plena forma, por lo que parecía un dandi madurito de expresión seria. - Gerhardt - dijo en un alemán perfecto.- ¡Cuánto tiempo sin verte, viejo amigo! - Mucho me temo que no tenemos tiempo para saludos, Raimundo. Entonces, Raimundo pareció reparar en él y su sonrisa se apagó un poco, aunque lo que más le sorprendió a Felipe fue la tristeza sombría de su mirada. Era como si supiera lo que había ocurrido, como si Gerardo únicamente le habría confirmado la noticia. - ¿Qué ha ocurrido, Gerhardt? El interpelado le puso rápidamente al día.


- Por eso estamos aquí, Raimundo. Necesito que, como miembro del Consejo, seas testigo de la coronación de Felipe como rey. Él ocupará el puesto hasta que la princesa Ariadne cumpla la mayoría de edad. - Entiendo...- asintió, todavía pálido y apesadumbrado.- Sí, sí, claro, aunque... Bueno, no estoy demasiado puesto en leyes, la verdad, pero podría suceder que la princesa sólo acceda a la corona contrayendo matrimonio... - Eso no importa ahora - le interrumpió Gerardo. - Claro, claro, sí. ¿Has traído la corona? - Es lo único que he podido recuperar del incendio - explicó, colocando el ancho maletín sobre el escritorio; lo abrió, dejándoles ver dos coronas, las que habían llevado su hermano y Chryssa en contadas ocasiones.- Han arrasado el lugar, hasta han desvalijado las cámaras de seguridad con los Objetos...- sujetó la corona masculina, un discreto aro de oro, con sumo cuidado, al mismo tiempo que intercambiaba una mirada con Raimundo.- ¿Lo haces tú? - Será lo más adecuado... - ¡Un momento! - les interrumpió Felipe para sorpresa de ambos. Se colocó entre ambos, justo frente a Raimundo Gurrea, a quien miró con decisión.- Tengo un trato que ofrecerte. Creyó ver que el hombre iba a sonreír, como si, de nuevo, lo esperara. - Te escucho - dijo. - Estoy estudiando en Oxford con la intención de ser profesor. Siempre he querido ser profesor, aunque siendo ladrón lo veía difícil, pero... Este sitio... Es perfecto - admitió, dándose cuenta de que su voz reflejaba la emoción que sentía al notar que todo encajaba.- Sería una gran tapadera, podría ser profesor y el rey de los ladrones al mismo tiempo. Además, si se administra bien este lugar podría dar dinero, lo que acabaría con las misiones obligadas para conseguir financiación... - Felipe, ¿no irás a...? - le interrumpió Gerardo. - Calla. Deja que el chico se explique. Continúe, alteza.


- Quiero este internado. Quiero que sea mi base. Podría hacer obras durante el verano, convertir las mazmorras en una cámara de seguridad donde guardar Objetos. Además, podría darle a mi sobrina una infancia medianamente normal, algo que, la verdad, me interesa mucho hizo una pausa, antes de añadir.- Por eso, le ofrezco un trato. - Soy todo oídos. - Terminaré la carrera. Aunque sea rey, aunque busque a mi sobrina, la terminaré. Puedo hacerlo. En cuanto lo haga, usted me contratará de profesor y no importará la jerarquía de los ladrones, seré su empleado con todas sus consecuencias. Eso sí, en cuanto usted decida jubilarse o... Bueno, muera, yo me haré cargo del internado. Seré su director y su único dueño. Tras sus palabras, el silencio se hizo. Al final, tras unos segundos que a Felipe se le antojaron eternos, Raimundo Gurrea se acarició la barbilla, volviéndose hacia Gerardo. - No es un mal plan, tu chico es todo un estratega. - Y un descarado. - Sin embargo, no sé qué ganaría cediendo a tus deseos, alteza. - Le daré tu puesto en el Consejo a quien desees y el resto de ladrones no podrá decir nada al respecto. Si no me equivoco y, Gerardo, corrígeme si es así, el rey puede designar un puesto en caso de que no haya herederos legítimos que lo ocupen. Además, me gusta enseñar, me encantan los críos, los cuidaré como si fuera su padre, se lo puedo prometer. Raimundo, meditabundo, se dedicó a contemplar el techo hasta que, al final, le tendió la mano con una de sus bonachonas sonrisas. - Me parece un buen trato, sí. Entonces, volvió a tomar asiento, abrió un cajón que, en un principio, parecía oculto y sacó un taco de folios, donde comenzó a escribir con una pluma. Cuando terminó, se puso en pie y le cedió la silla. - Un día será tuya, mejor que te vayas acostumbrado - le sonrió.


- ¿Qué es esto? - preguntó Felipe al ver los manuscritos. - Uno, nuestro trato por escrito. El otro, tu declaración de que, como rey de los ladrones, cumplirás con tu deber de liderar al clan, servir de justicia y bla, bla. Lo típico, es del documento estándar que firma todo rey. - Aún así prefiero leer ambos documentos antes de firmarlos. - Una decisión muy sensata. Felipe leyó minuciosamente cada una de las palabras que poblaban ambos escritos y sólo cuando tuvo la certeza de que todo estaba en orden, las firmó. En cuanto lo hizo, Raimundo también estampó su firma en ambas y, tras doblarlas con cuidado, las guardó en el cajón. Como había estado siguiendo sus movimientos con la mirada, sus ojos se encontraron con los del hombre que, de repente, se mostró excesivamente serio. - ¿Le ha llamado la atención? - Sólo me preguntaba por qué esconde ahí documentos, ¿no sería más seguro guardarlos en una caja fuerte? - Ah, bueno... Es que soy un sentimental, ¿sabe? También un poco supersticioso. Una vez, una hermosa dama me dijo que este cajón era importante, que tenía propiedades mágicas. Se supone que recupera cualquier cosa que has perdido, aunque haya sido muy atrás en el tiempo. - ¿Y apreciaba a esa dama? - Se ganó mi corazón con una sonrisa. Se olvidaron del tema pues, como bien les señaló Gerardo, debían llevar a cabo la ceremonia de coronación. Tras repetir en voz alta los mismos juramentos que estaban escritos en el documento que había firmado, Raimundo le colocó la corona de oro. A partir de ese momento, sintió un peso que todavía no había desaparecido.




- Vaya... Tras terminar de contarle su historia, cómo llegó a ser el rey de los ladrones y también el director del internado Gustavo Adolfo Bécquer, Valeria se quedó con la boca abierta. Ante su exclamación, Felipe sólo pudo asentir con un gesto. Entonces se alzó el silencio entre ellos. No era un silencio tenso o incómodo, sino algo más íntimo, pero silencio al fin y al cabo. A Felipe le resultó extraño, pues él siempre había podido hablar de mil cosas con Valeria desde la conoció. Comprendió, entre aterrado y compungido, que el coma había supuesto un punto de no retorno, que las cosas habían cambiado de forma inexorable entre ellos... Aunque desconocía el alcance del cambio. - No sé cómo tratar contigo - soltó Valeria de repente. - Ya... Es algo que suele pasar. Como si ser un rey me cambiara... - ¿Qué? - se extrañó ella, antes de agitar la cabeza con brío.- No, no, no lo decía por eso. Estuviste en coma durante meses, Felipe. Estuviste en coma y yo... Yo te eché de menos. Mucho. Iba a verte todos los días, te pedía que despertaras... Ni siquiera era consciente de vivir, ¿sabes? Sí, me levantaba, iba a trabajar, discutía con mi madre, tenía citas, pero... Era como si una bruma se hubiera instalado en mí, como si hubiera estado dormitando a tu lado... Y sólo porque tú no estabas. - Ajá...- susurró Felipe, sin saber bien qué debía decir. Valeria cerró los ojos, enterrando el rostro en la palma de la mano, mientras de sus labios brotaba un gruñido gutural. - Hay que ver lo idiota que eres a veces. - ¡Eh! - ¡Estoy intentando decirte que te quiero y no te das cuenta! - ¿Qué...? - preguntó, sintiendo que no podía respirar. - ¡Que te quiero, imbécil! Es lamentable que me pasara como en las canciones, ¿sabes? Eso de no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes es verdad. Me bastó un día sin hablar contigo para


descubrir por qué mis relaciones nunca funcionaban: porque no eran contigo, porque siempre has sido tú... ¡Arg! - volvió a exclamar. - Valeria... - Anda, calla, que no hace falta que digas nada, majestad... - Valeria, ¿me quieres mirar? - No... Que me da vergüenza, que sólo digo tonterías. Felipe se echó a reír, antes de arrodillarse frente a ella, acariciándole las rubias ondas con la punta de los dedos. Entonces ella, todavía con las mejillas sonrojadas, cedió y le miró a los ojos, por lo que Felipe pudo inclinarse sobre ella para besarla como siempre había soñado. Cuando se separaron, Valeria pestañeó, seguramente sorprendida, por lo que Felipe se encogió de hombros, añadiendo: - Iba a hacerlo en el hospital, pero Álvaro se desmayó y... - Él siempre tan oportuno. Felipe agitó la cabeza, antes de acariciarle el rostro, de sostenerlo delicadamente entre sus manos, mientras decía a media voz aquella verdad que llevaba enterrada en su corazón desde hacía diez años: - Siempre te he querido. Te quería incluso la primera vez que te vi. Y volvió a besarla apasionadamente, comiéndosela con los ojos, sintiéndose tan feliz que casi creía que iba a explotar. Se sentía tan dichoso, de hecho, que hasta se olvidó de la culpa por un momento, ayudado por las caricias de Valeria, sus besos... Su desnudez.

 Al entrar en el despacho de Raimundo Gurrea en aquella ocasión, ni siquiera tuvo el detalle de llamar, simplemente pasó. En sus brazos descansaba una niña pequeña, una niña que


cumpliría seis años en diciembre y que permanecía inconsciente. En un principio, Raimundo se levantó, ofendido, pero entonces la vio. - La has encontrado...- logró decir. - Le he encontrado - sonrió Felipe a duras penas; le hizo una seña en dirección al sofá, por lo que el hombre asintió torpemente, dirigiéndose él también hacia ahí. Colocó a Ariadne con delicadeza en el sofá, peinándole su larga cabellera castaña.- La tenían oculta en la torre Benavente y...- sus piernas le fallaron, por lo que acabó arrodillado en el suelo, mirándole.- Han experimentado con ella, Raimundo. - ¡¿Qué?! - Cuando la encontré, estaba sufriendo una especie de ataque... Ella... Ella lloraba, decía que no quería que le hicieran más pruebas y... Y... ¡Dios! - gritó, desesperado, cerrando los ojos con fuerza, como si así la realidad fuera a desaparecer.- ¡Es sólo una niña! ¿Cómo han podido? - Cálmate, muchacho. ¿Cómo iba a calmarse? Llevaba dos años registrando toda guarida de los Benavente, siguiendo a sus miembros, investigándolos... Dos años que habían culminado con el reencuentro con su sobrina en la peor de las circunstancias. Ariadne estaba tan herida, tan dañada, que no había dejado de llorar, gemir y tener pesadillas, sin que él pudiera hacer nada para que se sintiera mejor. - Antes, en casa, teníamos un zootropo que borraba recuerdos, manipulaba la mente y esa clase de cosas... Si al menos lo tuviera, podría... - Podemos borrarle estos dos años de todas maneras. - No, no dejaré que uses magia, sabes... - Sé los riesgos que corro - le interrumpió, muy seguro, mientras se agachaba al lado de Ariadne trabajosamente. Colocó una mano sobre la frente de la niña, apenado.- Un día esta pequeña será nuestra reina, no podemos permitir que tenga una mente enferma, debe ser alguien


fuerte, decidida... Y, Felipe, no pienso permitir que Rodolfo Benavente le robe la infancia, él es un policía, no un ladrón. - Es muy peligroso. Lo haré yo. - Tú no sabes usar la magia, muchacho. Y, aunque supieras, eres la única familia que le queda. No... Tú no puedes arriesgarte, lo haré yo.

Había sido una noche agotadora. Raimundo estuvo realizando un complejo ritual entorno a Ariadne hasta que estuvo completamente seguro de que había eliminado los dos últimos años de su vida; según le habría explicado el hombre, sólo habían sobrevivido los vagos recuerdos de la noche del atentado y luego creería que había estado con Felipe desde entonces. Tras el hechizo, había velado tanto a Ariadne como a Raimundo que, tras llevarlo a cabo, había terminado exhausto. Por primera vez desde que la había recuperado, la niña durmió de un tirón, sin pesadillas o gimotear. Por todo eso, Felipe acabó quedándose dormido al lado de su sobrina. Un par de horas después, despertó. Al no encontrar a Raimundo en la habitación, se levantó y, tras propinarle un dulce beso a Ariadne en la frente, y salió en su búsqueda. Se peinó el castaño cabello con los dedos, aunque éste se empeñaba en caerle sobre los ojos, mientras bajaba hasta el primer piso para ir al despacho del director. Una vez ahí, fue a entrar, pero justo en ese momento, la puerta se abrió. Raimundo se despedía de una chica. Corrección, de la chica más hermosa que Felipe había visto en su vida. No era demasiado alta, incluso parecía bajita a su lado, pero era preciosa. Pelo largo y liso, espeso flequillo recto, ojos dulces como la miel... - No te preocupes, querida... Oh, mira - se interrumpió Raimundo al verle, colocando una de sus regordetas manos sobre el hombro de la chica.- Qué casualidad. Le presento al nuevo profesor de literatura, Felipe Navarro. - Hola - saludó, sintiendo que se quedaba sin aire.


La chica le sonrió. - Valeria Duarte - se presentó, tendiéndole una mano que Felipe la estrechó, sintiéndose un idiota rematado porque no dejaba de sonreír como tal.- Encantada de conocerte - cuando sus dedos dejaron de tocarse, ella continuó hablando.- Bueno, yo llegué nueva el año pasado, así que me conozco los trucos. Si necesitas ayuda, no dudes en pedirla, ¿eh? - C-claro... S-sí... - Bueno, siento dejaros, pero tengo que hacer cosas en el pueblo. Valeria le sonrió una vez más, antes de alejarse, llevando con ella una carpeta entre los brazos... y el corazón de Felipe. Pues, si algo había tenido claro al verla, era que esa chica iba a ser suya algún día.


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