Corrientes del tiempo: Prólogo y Capítulo 1

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Era una noche jodidamente fría. A decir verdad, lo que llevaban de noviembre estaba siendo especialmente gélido, recordó mientras se frotaba las manos enguantadas. Maldiciendo aquel frío del carajo, sacó un cigarrillo y se puso a fumar esperando, así, matar el tiempo. Era la madrugada del veinticuatro de noviembre de mil novecientos cincuenta y uno, la fecha que llevaba recordando durante los últimos años, lo que ya le parecía toda una vida. Le habían pedido que esperara justo en ese lugar. Pero... ¿Esperar qué? No lo sabía, sólo le habían dicho que esperara. Empezaba a temer por los sabañones que iban a aparecer en sus pies y manos, incluso en las orejas, cuando vio llegar a un hombre. Iba elegantemente ataviado con un oscuro abrigo largo y un sombrero a juego. Por suerte, a esas alturas su cigarrillo ya se había terminado, por lo que se camuflaba con las sombras, resultando invisible a los ojos del recién llegado. Éste último, sacó algo de su bolsillo, lo miró y lo volvió a guardar, mientras se paseaba de un lado a otro fumando sin parar. A juzgar por ese gesto, estaba comprobando la hora en un reloj de bolsillo, seguramente de plata o, al menos, eso creía al ver el brillo que desprendió cuando la luz de las farolas lejanas incidió sobre él. ¿Estaría esperando a ese hombre? No lo sabía, así que siguió esperando. No habrían transcurrido ni quince minutos o, al menos, eso calculaba, cuando sintió una ráfaga de aire frío, acompañada de cierta ondulación. Algo iba a suceder. Algo que tenía que ver con la magia.


Se acercó un poco, sin hacer ruido alguno, al recién llegado. Los dos estaban esperando y, empezaba a sospechar, aguardaban lo mismo. Al caer, por fin, en aquello, todo tuvo sentido, así que, mientras sacaba una pistola del interior de su abrigo, corrió hacia el hombre. Al llegar a él, colocó el cañón del arma en su cabeza, al mismo tiempo que rodeaba el pecho del hombre con su propio brazo. - ¿Quién narices eres tú? - inquirió en un seco susurro. - Te estás metiendo con la persona equivocada - el hombre se revolvió, aunque no logró zafarse porque sabía cómo sujetarle.- Vas a acabar en la Puerta del Sol, estú... No le dejó terminar la frase. Descendió el arma hasta colocarla en un punto exacto de su ancha espalda y presionó el gatillo. El disparo resonó, pero no le importó, pues aquella zona estaba en ruinas y prácticamente abandonada; la bala impactó en el corazón, matando al hombre al instante. Bueno, hombre no. Benavente. Era un maldito Benavente, un desalmado, un... Justo en ese momento, un haz de luz brotó cerca de él. Ya llegaba. Dejó el cuerpo en el suelo, antes de salir corriendo hasta su escondite entre las sombras. Desde ahí vio como tres adolescentes surgían de la nada.


¿Qué diantres había sucedido? Lo último que recordaba era que, en medio de su pelea con aquellos rufianes que servían a Rodolfo Benavente, un portal había comenzado a succionar todo lo que había en la sala y que éste se había cerrado tras engullir a los chicos. Kenneth, todavía confuso, parpadeó, pues no comprendía nada. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué había planeado el señor Benavente? ¿A dónde habían ido Ariadne y los demás? Como un idiota, se quedó ahí parado, mirando la nada donde antes había estado el portal y donde ya no quedaba ni rastro de él. Intentaba encontrar una solución, intentaba no dejarse llevar por el pánico, intentaba reaccionar para hacer regresar a los tres jóvenes. Pero sólo podía parpadear. - ¡Kenneth! El aullido de Álvaro únicamente provocó que se girara, confuso, buscándole. Fue Álvaro, sin embargo, el que le encontró a él... De una forma un tanto brusca, pues le apartó con fuerza, tomando su lugar. Desde el suelo, Kenneth alzó la mirada justo para ver como Álvaro realizaba un complejo movimiento con la muñeca y, así, apuñalar al lacayo de Rodolfo Benavente. Éste cayó como un fardo, con los ojos apagados. Estaba muerto. Todavía preso de aquel extraño estado de indiferencia y parálisis, Kenneth reparó en que no se había asustado, ni impresionado, nada que ver con la primera vez que Álvaro le salvó la vida matando a otro asesino. - ¡Joder, Ken, reacciona! Buff... Álvaro se tambaleó, llevándose la mano al costado.


La camisa estaba sucia, arrugada, pero en medio de todo aquello destacaba una mancha oscura, una mancha que crecía poco a poco. Y, por fin, Kenneth fue capaz de reaccionar. Se puso en pie de un salto, asustado, justo a tiempo de sujetar a su amigo. - ¡Tenemos que irnos de aquí! ¡YA! - gritó, entonces, Felipe. - Álvaro...- fue lo único que él acertó a decir. - Vamos - le instó Álvaro. Kenneth deslizó un brazo por la cintura del hombre, atrayéndolo hacia él, mientras que le sostenía la mano que Álvaro había apoyado en su hombro. Así, echaron a correr hacia la salida. Felipe se reunió con ellos poco después, ya que primero había recogido las cuatro Damas y las había metido de cualquier manera en uno de los estuches de madera. Jamás se había sentido así. El pánico le latía en las sienes, le atenazaba el estómago y descubrió, todavía más aterrado, que era más poderoso que él. ¿Y si le volvía a paralizar? ¿Y si algo le sucedía a Álvaro porque era un cobarde? Tras tantos años leyendo la expresión "corazón desbocado", la estaba experimentando en primera persona. Todo se debía al miedo, a ese pánico desgarrador que estaba rezumando, que le impelía a seguir corriendo hacia la salida, cargando a Álvaro como buenamente podía. Cerró los ojos un momento, solo un momento, para clamar al cielo que les permitiera salir de ahí, que le concediera la oportunidad de poner a Álvaro a salvo. - Mierda, ¡joder! - gruñó el hombre. - No puede ser...- musitó Felipe, tenso. Alzó la mirada para, a través de los cristales algo empañados de sus gafas, ver a un grupo inmenso de personas... No, de asesinos, todos ellos eran asesinos, estaba seguro. - Ken, suéltame, tengo que... - Estás herido. - Vosotros sois ladrones, no podríais hacer nada. Suelta, Ken, en serio.


Pero no lo hizo. Todo lo contrario. Se aferró con más fuerza a Álvaro, mientras seguía sintiendo aquel acelerado ritmo de tambor que, en realidad, era su pulso. Al mirar al frente, al ver esa masa que se acercaba a ellos con la única intención de matarles, tuvo claro que iba a morir. Había llegado el fin. Todo se iba a acabar. Finito. Adiós a ellos tres. Y durante un segundo, sólo durante un segundo, pensó en todo lo que había deseado y no había llevado a cabo, en lo imposible, en lo que ya no pasaría jamás. Todo se mezcló. El arrepentimiento, la pena, la auto-compasión... Y el miedo. Aquel maldito miedo que provocó que el corazón le fuera todavía a más velocidad. Y algo cambió en su interior. No supo el qué, tan solo que las piernas le temblaron como si fueran de mantequilla, mientras una sola idea inundó su mente: no quería morir, no quería que ninguno de ellos tres muriera. Ese deseo fue tan sumamente fuerte, tan inusualmente poderoso, que pareció crecer en su interior, como un ave fénix renaciendo de sus cenizas. Sintió que hacía algo, pero no sabía el qué. No obstante, frente a él apareció una masa borrosa, como una especie de niebla espectral, que provocó que el grupo de asesinos se quedara paralizado. Todos ellos palidecieron hasta parecer cadáveres, mientras sus rostros se deformaban al verse en ellos reflejado el pavor primigenio y horrible que debían estar experimentando. - ¿Qué cojones está pasando? - preguntó Álvaro. Kenneth no conocía la respuesta, pero sí que era él quien lo provocaba. Entonces, todos los asesinos comenzaron a aullar de puro terror. Algunos echaron a correr, otros se tiraron al suelo llorando como niños recién nacidos, incluso hubo algunos que se tiraron del pelo como si se estuvieran volviendo locos. - Felipe, ¿estás usando algún Objeto? - No... Qué va.


- ¿Entonces? - ¿N-no deberíamos, ya sabéis, irnos? - logró decir Kenneth, que seguía impresionado y asustado a partes iguales, ¿cómo diantres estaba haciendo eso? ¿Por qué podía hacerlo? Por suerte, tanto Álvaro como Felipe decidieron huir, por lo que pudo dejar de pensar en todo aquello, por lo menos por el momento. En cuanto cruzaron la niebla, desapareció para ellos... Como si fuera una ilusión. Abandonaron la torre Benavente para acabar en el coche que habían aparcado enfrente, marchándose a toda velocidad de ahí. Felipe se colocó tras el volante, mientras Kenneth se encargó de taponar la herida de Álvaro, que estaba empezando a adquirir un tono verdoso; además, el sudor comenzó a perlarle la frente. - ¿Estás bien? - le preguntó, nervioso. Álvaro le dedicó una sonrisa torcida, aunque pareció que le costaba. - Lo estaré. No te preocupes, Ken, no pienso abandonarte tan pronto. - Idiota. Pero, en el fondo, le ilusionó que le dijera aquello.

 No mires atrás. No mires atrás. Tania se repitió aquello como un mantra, mientras avanzaba a través de los pasillos del internado en busca de su padre. Rubén acababa de marcharse para convertirse en un asesino, pero sólo era la última de las partidas de una larga lista: Ariadne, Deker, su tío Álvaro... Jero... Aquella era la que más le dolía. Jero se había ido sin ni siquiera avisarla. Aunque, la verdad, tampoco podía echárselo en cara, pues había sido exclusivamente culpa suya, les había demostrado a todos que no se podía contar con ella.


Agitó la cabeza. No, no iba a pensar más en ello, pues no iba a mirar atrás y aquello era algo del pasado. Les iba a demostrar a todos que podía ser fuerte, que no necesitaba que nadie cuidara de ella o la protegiera. Al subir al primer piso, encontró, al fin, a quien buscaba. Su padre hablaba con el profesor Antúnez, ambos parecían confusos, sobre todo el primero, que no había experimentado nunca la magia de la máquina de escribir de Ellery Queen. - Ni siquiera sé cómo he llegado hasta aquí. - A mí más me preocupa cómo ha vuelto la normalidad. - Ya lo pensarás luego, ahora llévame a la habitación de Tania - exigió. Al escuchar aquello, sonrió. Por mucho que tuviera firmes intenciones de ser más fuerte, el saber que su padre estaba ahí y que cuidaba de ella, le hizo sentirse bien. Era como si, al menos, algo iba bien en el mundo, en su mundo. - ¡Papá! - exclamó. - ¡Tania! Corrió hasta alcanzar sus brazos. Su padre, entonces, la abrazó, alzándola un poco, como si siguiera siendo una niña pequeña. - Oh, menos mal que estáis bien...- suspiró la chica cuando regresó al suelo. Se apartó el rubio cabello de la cara para mirar al profesor Antúnez. Aquel hombre no era la persona en la que más confiaba; de hecho, le hubiera gustado que, en vez de él, estuviera ahí su tío Álvaro o Felipe Navarro, el director y tío de su mejor amiga. Sin embargo, sólo le tenía a él, a un hombre mayor, algo cascarrabias que no era precisamente su mayor fan.- Profesor, ha ocurrido algo... C-creo que... Bueno, debería verlo usted mismo... Sin mediar más palabra, echó a andar hacia el dormitorio que Rubén había compartido con Santi, donde.... donde... Sólo con pensar en la macabra escena que la esperaba, se echó a temblar. No obstante, logró conducirlos hasta la habitación.


Al ver la sangre y el horrible cadáver que, hacía un rato, había sido el bueno de Santi, el profesor Antúnez abrió los ojos desorbitadamente y acudió raudo a cerrar la puerta. - ¿Qué narices ha ocurrido aquí? - Antúnez, controla el tono - compilió su padre. - Hay un estudiante sin cabeza en el instituto, no es momento para andarse con tacto repuso el hombre muy serio; aún así, suspiró antes de volverse hacia ella, visiblemente más calmado.- Tania, ¿me puedes explicar, por favor, qué ha sucedido? Miró a uno y a otro, nerviosa. Entonces habló. Lo contó todo, vomitó una palabra tras otra casi como si fuera una autómata, mientras se esforzaba en no mirar el cadáver, en no conectar esa imagen con el concepto que tenía de Santi. Se ahorró, eso sí, las partes más personales, como que se había besado con Rubén. Oh, Dios... Con todo lo que había sucedido, no había sido realmente consciente de eso. Había besado a Rubén. No sólo eso, sino que entre ellos había habido... Intensidad. No mires atrás. No mires atrás. No mires... - ¿Cómo llegaría la máquina hasta aquí? - murmuró, para sí, el profesor Antúnez, mientras se acariciaba la barbilla, pensativo.- Estaba encerrada en la... ¡Oh, mierda! - empezó a palparse los bolsillos del pantalón.- ¿Dónde estará ese maldito aparato? - Toma - Mateo le ofreció el suyo. - Gracias - en cuanto el profesor Antúnez agarró el teléfono, se concentró en ella. Tania se sobresaltó pues, generalmente, no reparaba en ella; solía concentrarse en Ariadne, que para algo la había criado, pero también le otorgaba importancia tanto a Deker como a Jero, pero nunca a ella. Por eso, se sintió entre nerviosa y exultante.- Tania, lleva a tu padre a la habitación de Ariadne, había dejado algo para él si no me equivoco. - Ah, claro, claro, sí... Vamos, papá.


Fue a salir de aquel maldito dormitorio que, a partir de ese momento, le provocaría pesadillas, pero entonces el profesor Antúnez la llamó: - Tania - giró sobre sí misma para encararle.- Lo hicisteis bien, sobre todo tú. - Gracias, profesor. El hombre le dedicó una sonrisa triste, antes de que ella y su padre salieran al pasillo. Tania sabía bien lo que quería decirle: que no habrían podido salvar a Santi de ningún modo, también que ella no habría podido detener a Rubén y que éste se estaba equivocando. Rubén... Se preguntó cómo le estaría yendo. ¿Estaría muy lejos?

 ¿Podían salirle las cosas peor? Tras abandonar el internado Bécquer, había acudido a su refugio en busca de su moto, pero no la había encontrado. Estupendo. ¿Cómo cojones iba a ir ahora al encuentro con Mikage? Mientras abandonaba los terrenos de la escuela, le llamó y fue muy claro: - Tengo una ofrenda para ti, ¿dónde nos vemos? - Sigo en Madrid. Podemos vernos allí - le respondió el asesino. - Tengo dieciséis años, me estoy escapando del colegio y llevo una cabeza en una mochila. ¿Cómo pretendes que llegue a Madrid desde el Bécquer? - A pie, en bus, en taxi, haciendo auto-stop... Así que, ahí estaba, caminando rumbo a Madrid con una mochila llena de hielo a la espalda para conservar... Cerró los ojos, incómodo, le costaba pensar en eso. Decidió concentrarse en el frío de enero. Por suerte, ayudaría a conservar... La cabeza. Llevaba un buen rato caminando, cuando un coche se abrió paso entre la leve niebla que le envolvía. Era alargado, de color negro, elegante. Era un coche caro, muy caro, semejante a una


limusina. Era el coche de Mikage, no podía ser de otra persona. Confirmando sus sospechas, el vehículo se paró cerca de él, por lo que Rubén cruzó la carretera para acercarse. Mikage había abierto la puertezuela de la limusina y le aguardaba cómodamente sentado en los asientos tapizados de blanco; una sonrisa petulante adornaba sus finos labios. Rubén tuvo la sensación de que el asesino esperaba aquel encuentro, pues su gesto parecía decir que sus planes habían salido maravillosamente. - Así que tienes un regalito para mí, ¿eh? - ¿Pretendes que te lo enseñe aquí? - preguntó, sorprendido. - ¿Acaso ves que haya alguien observando? Es un lugar tan bueno como cualquier otro, incluso mejor. Una carretera secundaria en medio de ninguna parte. Un lugar perfecto. Como única respuesta, Rubén le tiró la mochila. Mikage enarcó una ceja, aunque no dijo nada. En su lugar, abrió la mochila y contempló el interior con una evidente sonrisa de orgullo. Rubén se preguntó si la satisfacción se la había provocado él al cometer un asesinato o si la sentía de sí mismo al predecir que aquello iba a pasar. No lo sabía y empezaba a intuir que con Mikage siempre sería así. - Dime, Lucille, ¿vas en serio? Durante un segundo, recordó a Ariadne. Ella sí que habría entendido la referencia, incluso le habría respondido con alguna ironía. Ahuyentó a la chica de sus pensamientos. Si Ariadne estuviera ahí, no estaría nada contenta con él, todo lo contrario, la habría decepcionado sobremanera al querer convertirse en un asesino. - Nunca lo he ido tanto - respondió con decisión. - Entonces, entra. Tenemos mucho de que hablar.




Llevaba recorriendo el salón de su casa desde que los demás se habían marchado. Ni siquiera sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero se le antojaba una eternidad. Se detuvo, apoyando los brazos en la ventana para recostarse sobre ella, mirando la ciudad de Londres, todavía empapada por el aguacero que no había dejado de caer. Era la segunda vez en su vida que Timothy Ramsay aguardaba noticias encerrado en su casa y era tan horrible como recordaba. Se sentía frustrado, nervioso, débil... No soportaba el no poder hacer nada. Sólo esperar. Mientras veía el agua caer sobre la carretera, los coches y los edificios, pensó en sus padres, en el fatídico día en que no llegaron a su casa porque, supuestamente, habían muerto en un accidente. No solía regresar a ese día, no le gustaba pensar en él, pues sólo le causaba dolor, pero la espera no hacía más que evocar el maldito recuerdo. Fue entonces cuando vio llegar un coche. Lo reconoció al instante, era el que habían robado los demás al irse. ¡Por fin! Se acercó corriendo a la puerta, sintiendo las miradas de las dos chicas sobre él. Tanto Hanna como Clementine habían dejado de meterse la una con la otra, para limitarse a un intercambio de miradas torvas, mientras cada una hacía lo suyo: la primera los deberes, la segunda hacer zapping en la televisión. - ¿Ya están aquí? - preguntaron a coro. Al menos, se ponían de acuerdo en algo. - Esperad en el salón - les advirtió, acompañándose de un gesto.- Clementine, cuida...- vio que Hanna iba a protestar, por lo que le dedicó una mirada implorante y, milagrosamente, ella calló.- Esperad aquí hasta que lo diga. Y dejad de pelear. En cuanto abrió la puerta, descubrió que Felipe y Kenneth sostenían a Álvaro, que estaba herido; a juzgar por la tremenda mancha oscura de su ropa, había perdido mucha sangre. Además, estaba pálido, también sudoroso y el rubio cabello se le pegaba en torno al rostro.


- Où est Jego? - inquirió Clementine alarmada. - ¿Y mi hermano? - ¿Pero no os había dicho que os quedarais en el salón? - No hay tiempo para discutir, ni para reñir - aclaró Felipe con decisión; Tim se quedó impresionado, nunca le había visto así, en su faceta de líder. Era increíble.- Necesitamos tratarle ahora mismo. Y, vosotras, si tenéis equipaje aquí, preparadlo. Nos vamos a España ahora mismo, os vais a quedar en el internado... - ¡Yo no me muevo sin saber qué ha ocurrido con mi hermano! - aclaró Hanna. - ¡Lo mismo digo! ¡No me muevo sin Jego! - exclamó Clementine. Tim se volvió hacia las chicas, hastiado. ¿Cómo era posible que eligieran ese preciso momento para ponerse de acuerdo? Sin embargo, no tuvo oportunidad de decir nada, pues Felipe les miró con ira contenida, mostrándose poderoso, severo, alguien que infundaba respeto de verdad: - Mi mejor amigo se está desangrando. Los Benavente van a ir a por Tim por haberte salvado, Hanna. También irán a por ti, bueno, seguramente a por las dos porque, Clementine, si no me falla la memoria y, créeme, no es así, les traicionaste. Yo soy quien manda. Yo soy quien os va a sacar de esta con vida a todos, así que nadie, ¡nadie!, me lleva la contraria. Vosotras, preparad el equipaje. Tim, Kenneth, ayudadme con Álvaro y tú - se volvió hacia el asesino, no serio.- No te mueras. - ¿Es una orden? - Desde luego. - Pero yo ya no soy un ladrón, no eres mi rey. - ¿No has oído hablar de los déspotas? Pues soy uno de esos, me da igual todo, salvo que se cumpla mi voluntad. Así que, Álvaro, te ordeno que no te mueras. - A-a mí me gusta esa orden - comentó Kenneth.


- Me alegro - la sonrisa de Felipe era tirante.- Eres el único de nosotros que estudió medicina. Puedo ayudarte, pero tendrás que ser tú quien le salve. Entre los tres tumbaron a Álvaro sobre la mesa de la cocina, pues era la de mayor tamaño en toda la casa. Después, Kenneth se lo llevó al pasillo para pedirle todo lo que necesitaba para poder perpetrar la operación de urgencia. - ¿Os dais cuenta de que esto no es un hospital? - inquirió Tim, nervioso. - Habrá que bajar a la farmacia más cercana - observó Felipe. Una tos seca llamó la atención de los tres, que se volvieron para ver a Hanna con una tartera de las Bratz entre las manos. Se la tendió a Kenneth, que se quedó con cara de tonto, como si no comprendiera nada. - Ahí tenéis de todo - les dijo Hanna. - P-pero...- Kenneth seguía sin entender nada. A decir verdad, él tampoco comprendía lo que sucedía, ¿qué narices hacía una niña de once años con un súper botiquín camuflado en una tartera de unas muñecas cabezonas? ¿Tenía algún sentido? Ella debió de darse cuenta de la sorpresa de todos ellos, puesto que se mordió el labio inferior, deslizando el pie izquierdo a lo largo de la pierna derecha, incómoda. - Nunca sé cuándo Deker va a aparecer hecho polvo. - Aquí hay de todo, es... Es increíble - barbotó Kenneth. Éste acudió raudo a la cocina, dispuesto a salvar a su amigo; esa había sido la intención de Tim, pero entonces captó la mirada suspicaz que brillaba en los ojos de Felipe y que provocaba que Hanna pareciera más nerviosa. Era como si el ladrón pudiera ver a través de ella, conocer sus secretos, lo que supuso que no sería agradable para ella. - Hanna...- comenzó a decir Felipe. - ¿Por qué no vais a curar al señor guapo? - Hasta estando medio muerto, yo soy el señor guapo, ¡qué categoría tengo!


Felipe la miró un instante más, aunque no tardó en entrar en la cocina, agitando la cabeza con aire hastiado. Empezó a tomarle el pelo a Álvaro, pero Tim no le prestó atención, pues se dedicó a mirar a Hanna. Ésta le devolvió el gesto durante un instante, aunque no tardó en darle la espalda para ir al salón. ¿Quién iba a decirlo? Era toda una cajita de sorpresas.

 En cuanto cerró la puerta de la habitación de Ariadne, su padre la abrazó. La cogió completamente desprevenida, por lo que se quedó tiesa un instante, aunque después no tardó en abandonarse a los brazos de su padre. Al menos, estando junto a él, sentía que las cosas no iban tan mal como creía. - Ahora que estamos solos, ¿estás bien? - quiso saber su padre. - No. Mateo le acarició el pelo y ella se limitó a aferrarse a él, sin romper a llorar, algo que consideró todo un éxito dada la situación. Tras unos instantes en silencio, Tania se separó, todavía emocionada. - Será mejor que busque la llave - comentó distraídamente. - ¿No quieres hablar de lo sucedido? La pregunta de su padre hizo que se quedara quieta. Frente a ella estaba la estantería atestada de libros de su amiga, pero Tania no la veía, pues su mirada se perdió en el infinito, mientras se quedaba muy, muy quieta. - No es momento para hablar, ¿no crees? - Pues si este no es momento, no sé cuál lo será. - No quiero hablar, ¿vale? - repuso con más aspereza de la que deseaba, mientras comenzaba a rebuscar entre las posesiones de Ariadne. Pese a que intentó concentrarse sólo en


eso, no dejó de notar la mirada de su padre, taladrándola, por lo que acabó echando la cabeza hacia atrás, al mismo tiempo que un suspiro abandonaba sus labios.- De verdad, papá, no quiero hablar. ¿Podrías respetar eso, por favor? - Estoy preocupado por ti. - ¿Y por qué habrías de estarlo? Estoy aquí, en un lugar seguro, ¿no? - Porque están sucediendo demasiadas cosas... - Y crees que no puedo soportarlas, ¿verdad? - dijo con amargura, agarrando con demasiada fuerza el libro que tenía más a mano. - Sólo creo que si no te desahogas con alguien, explotarás. - ¿Hablar? ¿Quieres que hable? Bien - se puso en pie, volviéndose hacia él; sintió que el corazón se le iba a salir del pecho, todo porque se sentía ofendida y enfadada.- ¿Qué quieres que te cuente, papá? ¿Que mi novio se largó y me dejó aquí porque me considera una inútil? ¿Que no sé dónde están mis amigos? ¿Que soy invulnerable a la magia y no sé por qué? - hizo una pausa al sentir que la furia se esfumaba a favor de la fragilidad que le provocaba lo que acababa de pasar.¿Que Rubén ha matado a un amigo? ¿Que se va a convertir en un asesino? ¿Que...? ¿Que se ha ido lejos de aquí? - le tembló la voz, incluso sintió que le ardían los ojos, aunque logró reprimir el llanto.- ¿Qué quieres que te cuente? Mateo se acercó a ella para colocarle una mano en el hombro, mirándole con ternura, como si todo fuera a salir bien al final... Lo que la calmó un poco. - ¿Mejor? - La verdad es que sí... Le guiñó un ojo, acariciándole las mejillas, antes de concentrarse en la estantería. - Así que tenemos que encontrar unas llaves, ¿verdad? - su padre, impresionado, soltó un silbido, deslizando los dedos por su nuca.- ¿Y cómo se supone que lo vamos a hacer? - Con paciencia, supongo.


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