En blanco y negro: Capítulo 13

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Capítulo 13 Mis peores Navidades - ¿Qué tal te va por ahí? Tania estaba sentada en su cama, con las piernas cruzadas sobre las que mantenía su nuevo portátil rosa. Se lo había comprado su padre, ya que el que tenía le traía recuerdos de Lucía. Estaba empleando uno de los mejores inventos de la humanidad, Skype, para poder hablar con Jero que se encontraba muy lejos de ella. - Esto es un caos - el chico le sonrió, radiante.- Ya ha llegado todo el mundo para la cena y... Bueno, más vale una imagen que un montón de palabras, ¿no? En su casa, Jero cogió como pudo el portátil de su madre (le había explicado que sólo tenían ese y uno de mesa que el muchacho llamaba La patata) y le mostró el salón de su casa. Habría como treinta personas ahí reunidas, riendo, hablando... Eran como una postal de Navidad, algo completamente ajeno a Tania, cuyas Navidades consistían en estar con su padre y su tío Álvaro. Nada que ver con eso. - ¿Qué te parece? - le preguntó, contento. - Una locura. Jero regresó a su habitación, cerró la puerta y se fijó en la pantalla de su ordenador. Por suerte, ya no había aquel murmullo alegre, así estaba mejor. Más intimidad. - ¿Y cuáles son tus planes para esta noche? - Álvaro ha venido hace un rato y ahora mismo estará intentando ayudar a mi padre y él le estará echando a patadas de la cocina - rió al visualizar la escena, ocurría todos los años, pero siempre le divertía.- Álvaro lloriqueará, mi padre gruñirá y luego harán las paces durante la cena, antes de emborracharse y comenzar a cantar éxitos musicales de la talla de Bertín Osborne. - Parece divertido. - Lo es - asintió, quedándose un instante callada.- Me preguntó qué estarán haciendo los demás en estos momentos.

 - ¿Deker?


La cantarina vocecilla de su hermana, interrumpió su lectura. Alzó la mirada del libro que tenía sobre las piernas, para ver como la niña se sentaba a su lado, peleándose con la falda de su vestido rojo Burdeos. - ¿Ocurre algo, enana? Hanna se encogió de hombros, remolona, recostándose en él, por lo que Deker le pasó un brazo sobre los hombros. Intuía qué podía sucederle, pues incluso a sus diecinueve años seguía sintiéndose un intruso en aquella casa, en aquella familia. - No me gusta esta casa - murmuró Hanna; frunció el ceño, además de los labios, en un mohín ofuscado.- Y no me gusta esa gente. - Ya somos dos. Como cada año, toda la familia Benavente se reunía en el caserón donde vivía el patriarca, Rodolfo, el abuelo o, como prefería llamarlo Deker, El viejo. La casa consistía en una imponente mansión de tres pisos, que tenía forma cuadrada con un patio interior en el centro como si de un claustro se tratara; además, en la parte trasera, se había edificado un enorme invernadero de cristal y forja, de aspecto victoriano, lleno de todo tipo de plantas. Entre la inmensidad de la mansión, la decoración un tanto desfasada y muchas veces gótica, las múltiples obras de arte y aquel olor a rancio que acompañaba a algunos ancianos, aquel lugar era la peor pesadilla de un niño. Aunque, entre aquel laberinto de habitaciones frías y oscuras, había una que era como su santuario, la única en la que se sentía cómodo: la biblioteca. Desde niño había acudido ahí, a refugiarse entre libros, a entretenerse entre las páginas de La isla del tesoro imaginándose que era Jim Hawkins y podía huir de todo aquello en un barco para encontrar un tesoro. En aquella ocasión, sin embargo, había acudido para buscar algo que pudiera ayudar a Ariadne. A lo largo de los años, su dichosa familia había ido acumulando una gran cantidad de libros de ocultismo, de leyendas y sobre Objetos. Entre todo aquello tenía que haber, al menos, una explicación de lo que le estaba ocurriendo a la chica. - ¿Qué lees? - quiso saber Hanna. - Una tediosa disertación que no me lleva a ningún sitio. - Pues la tía Leonor no deja de decir lo buenas y maravillosas que son sus hijas: que si han pintado no sé qué, que si ya hablan inglés y francés...- la niña hizo una mueca, antes de añadir.- ¡Y no saben nada! Si les he preguntado que qué tal estaban en inglés y me han mirado con esa cara de pazguatas que tienen... Deker no pudo evitar echarse a reír, revolviéndole el pelo a su hermana. - Esa es mi chica.


- Les hubiera dado su merecido, pero... Mamá estaba ahí y no quería que se peleara con la tía Leonor o que me regañara - apretó un poco los labios.- Soy una cobarde. - No. Eres sensata - apuntó él. - Eso está bien. Tiene que haber alguien sensato en la familia. Hanna dio un respingo, pero su caso fue peor, pues casi se le salió el corazón por la boca. Había reconocido aquella voz. No la esperaba ahí, ni siquiera entendía qué hacía él ahí. Miró hacia la puerta sólo para ver a su amigo Tim, que le sonreía con aire cansado. Entre sus manos sostenía una gabardina, en sus rubios cabellos, desordenados, había varios copos de nieve. Acababa de llegar. Avanzó hacia ellos, aflojándose la corbata con una mano. - Quiero casarme con él - musitó Hanna, impresionada. Durante un instante, estuvo a punto de indicarle que había doce años de diferencia entre ellos, pero Tim se puso en cuclillas frente a ellos. - ¿Y tu bonito conjunto de mago rockero? - ¿Te crees que así no voy a preguntarte qué haces aquí? - No tengo familia y tu padre me invitó a venir. Al fin y al cabo, él es mi compañero - se volvió hacia su hermana, dedicándole una sonrisa radiante.- Y tú debes de ser Hanna, ¿verdad? - le tendió la mano.- Encantado de conocerte. He oído hablar mucho de ti. La niña únicamente fue capaz de estrecharle la mano, antes de enterrar el sonrojado rostro en la espalda de Deker. Éste puso los ojos en blanco, mesándose los cabellos. - Genial. Ahora impresionas a mi hermana. - Se llama educación. A ti no te hace falta, pero al resto del mundo sí. - ¿Qué haces aquí, Tim? - Cenar con mi compañero y su familia - ladeó la cabeza, mirándole intencionadamente, mientras le tendía un papel.- Y, por cierto, deja La isla del tesoro en su sitio, que la cena va a comenzar enseguida - al decir aquello, frunció el ceño, seguramente sorprendido ante el título en el que había estado ocupado. Agitó la cabeza, volviéndose hacia su hermana.- ¿Qué, princesita? ¿Nos vamos a cenar? Tim se puso en pie, echando a caminar hacia la puerta, seguido de Hanna, que parecía flotar de pura felicidad. Su amigo le echó una última mirada, antes de desaparecer en el pasillo, lo que Deker interpretó como señal para que abriera la nota, que rezaba:

Han pasado cosas. Necesitamos hablar lejos de tu familia. Mañana nos vemos en el Retiro. No le digas a nadie a dónde vas.


Registró sus bolsillos hasta dar con su mechero y quemó la nota. Después, se puso en pie, ajustándose la corbata, antes de fajarse y colocarse la chaqueta, que ni siquiera se ató. Se preguntó qué habría descubierto Tim para que se reuniera con la familia Benavente, de quien llevaba tiempo prácticamente huyendo, pues no quería ingresar en sus filas.

 Voy a matar a Gerardo por esto. ¡Morirá entre terribles sufrimientos! A pesar de que por dentro ardía de rabia, el exterior de Ariadne no podía ser más dulce, sonriente y calmado. Se encontraba en medio de una concurrida fiesta, luciéndose del brazo de Kenneth Murray, mientras conversaba de forma bastante banal con los invitados. Esa misma mañana habían llegado a Salvador, una de las ciudades más importantes de Brasil. Ariadne llevaba mucho tiempo anhelando que algún golpe le llevara ahí, había estado en Río de Janeiro y había acabado enamorada del lugar, de la arquitectura, del ambiente... Por eso quería ver Salvador, hacer algo de turismo, perderse entre sus calles. Pero, claro, había acudido acompañada de Kenneth, por lo que no había podido ver más que el puerto. Desde ahí habían viajado en ferry hasta una pequeña isla que no estaba muy lejos de la ciudad y que consistía en la fortaleza de uno de los magnates más ricos del mundo y, también, de los más excéntricos. Bryan Darryll había inventado un sistema operativo que había acabado imponiéndose en la mayoría de las empresas del planeta, por lo que se había hecho asquerosamente rico. De hecho, tenía tantísimo dinero que se había comprado su propia isla, edificado su mansión y la había llenado de todo tipo de obras de arte. Por eso, Kenneth y ella habían acudido ahí como el marqués de Santillana y su prometida, una joven proveniente de una familia adinerada. Era la tapadera perfecta, pues sí que existía dicho marquesado (Juan II de Castilla se lo concedió Íñigo López de Mendoza por su participación en la primera batalla de Olmedo) y el marqués no era alguien demasiado conocido, así que Kenneth podía suplantarlo con facilidad. Los dos, fingiendo ser una pareja modelo, estaban en aquella enorme sala de baldosas que imitaban un tablero de ajedrez, paredes de un intenso color púrpura y tanto lámparas como figuras de formas abstractas. En aquellos momentos estaban hablando con un diplomático francés, su esposa y su hija adolescente, que seguía encandilada con el anillo de pedida que Ariadne llevaba, - ¿Y para cuándo la boda? - le preguntó la mujer en un español fluido, aunque con acento.


- Va a ser este mayo - respondió ella, fingiendo emoción. - A Paula le hacía ilusión que fuera al aire libre y con muchas flores - apuntó Kenneth, sonriendo, mientras le rodeaba la cintura con un brazo.- Y no le puedo decir que no. - ¿Podrías enseñarnos de nuevo el anillo? - pidió la hija de la diseñadora. - ¡Claro! Ariadne agitó la mano frente a la muchacha, arrancándole una nueva exclamación, que se esforzó en compartir, casi dando saltitos. Se contuvo, puesto que llevaba un vestido largo de color azul grisáceo de palabra de honor que se le ajustaba hasta por encima de las rodillas, donde empezaba a abrirse como una campana; por encima, parecía que llevaba una especie de pañuelo gris perla que le iba desde el hombro izquierdo hasta el pecho derecho y de ahí se enrollaba entorno a su cintura hasta que, finalmente, caía. - Es precioso - insistió la hija del diplomático. - Gorka tiene muy buen gusto. Ariadne sonrió a su compañero, que no dudó en inclinarse sobre ella para besarla de forma apasionada. Cuando se separaron, fingieron que no podían soportar más la pasión, así que se excusaron como pudieron antes de desaparecer en dirección al piso superior. Una vez ahí, Kenneth la cogió en brazos, besándola de nuevo, mientras se dirigían hacia uno de los dormitorios que el dueño de la casa les había mostrado. De hecho, tal y como se habían propuesto, se encontraron con él, que únicamente se rió, sin sospechar nada. En cuanto estuvieron en la habitación, cerraron la puerta y Kenneth la dejó delicadamente en el suelo, mientras el rubor acudía a sus mejillas. - Yo... Espero no haberte violentado... Ha sido por... - ¿Vas a ponerte así el día de nuestra boda? - inquirió ella, divertida. - Bueno... Es que yo... Esto... Decidió ignorar a Kenneth, que seguía balbuciendo cosas sin sentido, para registrar los pliegues de tela que había en la cintura de su vestido. De ahí sacó un pequeño saquito, donde encontró dos auriculares que iban a necesitar para poder comunicarse y llevar a cabo el golpe que habían planeado en apenas un par de días. Se colocó el suyo con precisión, al mismo tiempo que Kenneth que, curiosamente, había dejado de estar hecho un manojo de nervios, para mostrarse confiado y seguro.

Esto es otra cosa. Ey, si al final no vamos a ir a la cárcel y todo. - Nos vemos luego - se despidió.


Ariadne salió al pasillo para descender hasta la planta baja de nuevo. Una vez ahí, pasó rápidamente por una de las mesas repletas de comida y de bebida y cogió con discreción una botella de vodka. Después, fue hasta el hueco debajo de las escaleras, teniendo cuidado de que ninguna cámara la filmara. Una vez ahí, le pegó un buen lingotazo al vodka, se echó un poco por encima y vació lo que quedaba en el árbol de Navidad. - Apuesto a que ni Papa Noel te hace un regalo como ese, ¿eh? Salió de su escondite haciendo eses, con gesto achispado y fue directa hacia una camarera para conseguir una copa de champagne. Después, se dirigió hacia su objetivo.

 Vio como tres de los hombres de la seguridad privada de Bryan Darryll recorrían el pasillo del primer piso. En cuanto descendieron la escalera, Kenneth salió de la habitación para dirigirse al final del corredor, donde había una puerta muy bien escondida, seguramente la que emplearía el servicio de aquella casa. - ¡Sho no he tocao nada! ¡Nada! - escuchó gritar a Ariadne. - ¿La oléis? Su aliento apesta - comentó un guardia. - ¡Nooo! ¡No he comido pesto...! ¡Guape...! ¿Petón? No, no, guapetón... Essso ess... Se coló por la puerta con gracilidad, encontrándose ante unas escaleras de hormigón con forma de caracol cuadrado. Según los planos, la sala de cámaras estaba en la segunda planta, así que subió muy despacio, sin hacer ruido. - Señorita, si es tan amable... - ¿Essso es una indecisión propocente? Essspera... ¿Era así? Al alcanzar el segundo piso vio dos puertas: una tenía que dar a la casa, la otra a la sala de vigilancia. Permaneció agachado en los últimos escalones, hasta que escuchó risas saliendo de una. Entonces se fijó que estaba un poco abierta, seguramente los guardias de seguridad la habían dejado así al salir. De uno de los bolsillos de su chaqueta sacó algo parecido a un disco de hockey, que presionó con los dedos, antes de colocarlo en el suelo y empujarlo para que patinara hasta colarse en la sala. Sólo tuvo que esperar unos instantes y, entonces, escuchó varios estruendos. El resto de guardias de seguridad estaba inconsciente. - Ya estoy dentro - susurró, informando así a Ariadne, mientras se sentaba en una de las sillas y se situaba entre las múltiples pantallas.- Te tengo localizada. - Eh... Tú...- escuchó que decía ella.- ¿Dónde esta mi mochila?


- ¿Perdón? - se extrañó uno de los hombres. De uno de los bolsillos interiores de la chaqueta, sacó una especie de iPhone que conectó a uno de los ordenadores de la sala. Lo que había preparado ahí era un pequeño virus troyano que le permitiría dominar la seguridad informática que controlaba la isla entera. - Sho tenía una chila... ¡MO! Mochila, eso - insistía Ariadne. - Pero, señorita... - ¡Era como la de Dora la exploradora! - exclamó la chica, fingiendo perder los papeles durante un instante, aunque al siguiente pareció compungida.- Aunque... Yo no tengo un mono... ¡Y yo quiero uno! ¡Quiero un mono! - hizo como que lloraba de una forma tan convincente que Kenneth estuvo a punto de preguntarle si estaba bien. Ya había penetrado las defensas del programa de seguridad y, poco a poco, se estaba haciendo con él... Hasta que... Al final... ¡Eso era! ¡Ya lo tenía! - No hay seguridad en la caja fuerte. - ¿Dónde está...? ¡Mi mochila! - ¡Dios, por fin! ¡Ya ha caído inconsciente! Kenneth guardó su pequeño invento, antes de salir de ahí para entrar al pasillo de la casa por la otra puerta. El plan era que tenía que aguardar ahí para dejar inconscientes al resto del personal de seguridad, además de para facilitar la huida de Ariadne. Así lo hizo. En cuanto vio que llegaban al descansillo, les lanzó el otro disco que tenía y los hombres cayeron al suelo. Pasó por encima de ellos para regresar a la sala de seguridad, donde iba a seguir a Ariadne a través de las múltiples cámaras. Sin embargo, al observar las pantallas, algo inesperado se cruzó en su camino.

 En cuanto la acostaron en una cama y la dejaron sola, Ariadne se levantó para regresar a la fiesta, donde aprovechó para reunirse con el dueño de la casa. De camino a él, cogió dos copas de champagne y le tendió una, acompañándose de una sonrisa. - Feliz Navidad, señor Darryll - le dijo en inglés, aunque imitando la forma en que lo pronunciaba Tania; su personaje no era muy ducha en aquel idioma.- Una fiesta magnífica. - Muy gracias, señorita... - Paula Blasco. Le hizo una discreta seña al camarero que portaba una bandeja llena de canapés y, en cuanto se acercó, se chocó con él a propósito y, así, el contenido de su copa acabó en la pechera


del anfitrión. Depositó la copa vacía sobre la bandeja, mientras intentaba secarle el champagne, aunque el señor Darryll se apartó. - No pasa nada. - Pero... Pero... Yo... ¡Lo siento mucho! No era mi intención... Le quitó la copa de los dedos, teniendo cuidado de cogerla del borde y no del tallo, que era de donde la había estado sosteniendo Darryll. Después, aprovechó la confusión para traspasar una puerta oculta que había en la esquina más recóndita de la sala. Acabó en un frío corredor absolutamente vacío, suspirando tranquila al comprobar que el invento de Kenneth había funcionado. Aquella puerta estaba programada de tal manera que reconocía el calor humano y, ante él, se activaba una alarma para avisar a toda la casa de que estaba siendo franqueada. El pasillo era completamente blanco, con las paredes completamente desnudas, salvo con la excepción de unas puertas metálicas y una ventana al fondo. Se acercó a la cristalera para comprobar que daba a una ensenada, cuyo borde estaba relativamente cerca. Mientras lo archivaba como una posible vía de escape, se puso en cuclillas, colocando la copa en el suelo con delicadeza. Se levantó la larga falda para poder alcanzar el muslo, donde tenía una pequeña bolsa atada a él. De ahí sacó un rollo de celo y un pequeño frasco que contenía polvos de talco. Espolvoreó el tallo del recipiente con el talco, antes de colocar ahí con sumo cuidado la cinta adhesiva. Obtuvo, así, la huella de Bryan Darryll. Después, sólo tuvo que colocarla sobre el lector que había junto a las puertas y presionarlo para que éstas se abrieran. El ascensor únicamente tenía un botón, que pulsó sin dudarlo. Todo estaba según los planes que el propio Darryll había hecho públicos al atestiguar que su casa era inaccesible para cualquiera que no fuera él. Al pensar en eso, Ariadne no pudo evitar soltar una risita, mientras salía del cubículo metálico.

Qué malo es el ego... Frente a ella había otra puerta metálica, aunque parecía mucho más maciza que las del ascensor. A su lado, había un teclado numérico. Kenneth se había empeñado en que llevara algún tipo de aparato electrónico que hackeara el dichoso teclado, pero a ella siempre le habían gustado los clásicos. Volvió a sacar el frasco con los polvos de talco, que vació en la palma de su mano. La acercó al teclado, soplando para que una nuble blanca lo cubriera; entonces volvió a soplar sobre el aparato, descubriendo que únicamente cuatro números habían quedado impregnados de talco. No tardó nada en ordenarlos: 1-2-1982.


La puerta se abrió, por lo que Ariadne volvió a sonreír.

Serás un genio informático de la leche, pero la fecha de tu cumpleaños. ¿De verdad? Espero encontrarme a un tigre ahí dentro o un robot asesino o me sentiré muy defraudada. Vaya mansión impenetrable de los cojones. Entró en la caja de seguridad propiamente dicha, pero no halló nada, salvo las posesiones más valiosas del supuesto genio informático. Ni rayos láser, ni tigres, ni robots asesinos... Ni siquiera un dragón que defendiera las preciadas cosas de su dueño.

Menudo rollo de robo. Qué pena que no exista Gringotts, eso sí que sería todo un reto. Localizó el Objeto prácticamente al entrar y eso que no sabía cuál era en concreto, pero podía percibir su poder latente. Una vez más, sentía que aquella clase de cosas eran más bien seres, que tenían su propia vida... Y que podían comunicarse con ella, aunque nunca era tan fuerte y tan claro como con las Damas. Se trataba de una katana. De la katana más bonita que jamás había visto. Estilizada, larga, de un acero tan liso que parecía estar hecho de agua. A su lado descansaba la funda, que era de cuero negro con un dragón de plata que tenía los ojos de jade verde.

Jo, mierda, debería haber venido con un chándal amarillo y le habría hecho la competencia a Uma Thurman. Aunque yo paso de la boda ensangrentada. Uy, eso me recuerda... - Cielito mío - dijo con retintín, observando fijamente la caja de cristal donde estaba la katana guardada. No escuchó respuesta.- Kenneth. Ey, Kenneth, ¿estás ahí? ¡Kenneth! - puso los ojos en blanco, intentando no empezar a echar espumarajos por la boca.- ¿Recuerdas que eres mi apoyo? ¡Ey! ¿Estás ahí? Aguardó un momento, pero nada, su compañero no respondía. Ariadne, manteniendo la calma, desencajó la caja de cristal reforzada con varillas de oro, que servía de tapa. La katana quedó al descubierto, muy cerca de ella y, al mismo tiempo, muy lejana. Sus peores temores acababan de confirmarse: había un último elemento de seguridad con el que no habían contado. El soporte donde descansaba la katana estaba conectado a algún tipo de mecanismo que Ariadne no supo identificar, puesto que estaba oculto en la peana rectangular donde se apoyaba todo. Sabía lo que iba a pasar, que en cuanto levantara la katana, el mecanismo de seguridad saltaría y todo el mundo se enteraría del robo; de lo que no tenía ni idea era de cómo desactivarlo desde ahí. Si al menos Kenneth la estuviera ayudando desde la sala de vigilancia...


Esto me pasa por bocazas. Oh, qué fácil es el robo, cómo me aburro... Pues toma, abúrrete ahora, guapa. - Espero que tengas una buena excusa, Kenneth. Pero una excusa del tipo: me han pegado un tiro o un basilisco me está persiguiendo para comerme... Y ni siquiera así te libras de dormir en el sofá - se quedó un instante callada, haciendo una mueca.- Jo, si ya te mando al sofá sin ni siquiera habernos casado, imagínate cómo será cuando lo hagamos. >>Nos lo vamos a pasar teta.

 Estaba siendo la peor nochebuena de su vida. Su madre había organizado una cena íntima en el apartamento que tenían en Madrid, donde los dos estaban pasando las fiestas. Aquella noche, Rubén había descubierto que, en realidad, “cena íntima” era un eufemismo para “encerrona”, ya que se había topado con una velada protagonizada por su futura familia política. Durante toda la cena tanto su madre como Erika y sus padres habían estado charlando tan tranquilamente, como si nada ocurriera, todo fuera normal y todos fueran amigos. Rubén no daba crédito. ¿Cómo se podía ser tan...? ¡Ni siquiera encontraba palabras para describirlos! Estaba tan anonadado y furioso y rabioso y se sentía tan impotente que se dedicó a machacar la comida con el tenedor, sin levantar la mirada de su plato. Los odiaba. No podía evitarlo. Odiaba a todos ellos, a él el primero por seguirles el juego y, sobre todo, al destino, a las circunstancias, por ponerlo en aquel maldito tablero. - Oye, Rubén - Erika llamó su atención. Como toda respuesta, enarcó las cejas. - ¿Qué te parece si salimos un rato? Podemos ir a una discoteca o, simplemente, a pasear, Madrid está tan bonita en esta época del año... - Lo siento. Me duele la cabeza. - Rubén, cielo...- intervino su madre. - Me voy a la cama - gruñó, poniéndose en pie. No necesitó mirar a su madre para notar su descontento, así que apretó los labios, mientras añadía con frialdad.- Al menos que también puedas controlar mis jaquecas, me voy a dormir. - Que te mejores... Erika fue a besarle cariñosamente, pero Rubén siguió con su camino, sin detenerse, por lo que el gesto de la chica fue en vano. Una vez salió del comedor, sí que lo hizo, mirando hacia


atrás. Podía verla colérica y triste al mismo tiempo. A decir verdad, le daba pena, pero había llegado a un punto en que ni lo lacónico de su situación era suficiente para despertar compasión en él. ¿Se estaba convirtiendo en un monstruo? No, no era ningún monstruo, simplemente un idiota pasivo. Se había limitado a aceptar su situación, a hacerse la víctima mientras intentaba jugar al héroe mártir, el pobrecito que tenía un futuro de mierda y estaba amargado por ello. ¿Y a dónde le había llevado? A que Tania le mandara a la mierda. Y con razón. A odiar a todos. Con razón o sin ella. Siendo justo o injusto. Fue en ese preciso momento, ese instante en el que vio a Erika hundida por un gesto suyo y la había detestado igual, cuando fue consciente de algo que le aterró: se estaba convirtiendo en su madre. No negaba que su madre tenía sus razones, pero había hecho del odio, del rencor y la venganza su vida. Cada vez estaba más sola y más amargada, anclada en el pasado, perdiendo el futuro a pasos agigantados. Él no quería eso. No quería acabar así. Tenía dieciséis años y ya se sentía un anciano con un pesado lastre de errores y desgracias a su espalda. No podía permitirlo. No iba a permitirlo. Estaba seguro de que aquel no podía ser su sino. ¡Qué demonios! Si lo era, se encargaría de cambiarlo. Forjaría su propio camino con sus manos, uno que podría ser difícil, pero que tendría un final feliz... Un sendero que le llevaría a ella. Hacía unos meses había sentido que su destino estaba unido a Tania. Y, quizás, aquella idea tan solo era un espejismo, pero ya no le importaba. Iba a luchar. Iba a actuar, a hacer lo que fuera para ser mejor persona y hacer justicia a su modo, ni al de su madre ni al de nadie, al suyo. Porque sólo así estaría bien consigo mismo. Porque sólo así podría recuperar su vida. Porque sólo así podría alcanzar a Jero. Por él mismo. Y porque así sería digno de ella. Digno de Tania. Se quedó rezagado un instante más, cerciorándose de que la charla continuaba en el comedor. En cuanto lo hizo, se dirigió hacia la zona de las habitaciones, pero no entró en la suya, sino en la de su madre. Su madre era un animal de costumbres. Tan estricta, tan maniática, tan previsible... Por eso sabía que su agenda personal estaba guardada en el primer cajón de su mesilla, ahí siempre


estaba a mano. Se sentó en la cama, sacando la agenda de tapas de cuero marrón y apoyándola en sus muslos, para pasar las hojas con cuidado mientras las fotografiaba con su Iphone. No sabía qué estaba buscando exactamente, tan solo sabía que aquellas páginas guardaban información que podía venirle bien. Era todo cuestión de lógica: si quería librarse de la familia Cremonte y de su compromiso necesitaba dos cosas: por un lado, destruir a los Conscius y, por otro, librarse de la cláusula que implicaba a su madre. Para ello, por tanto, necesitaba información pues, como había aprendido de su aventura en Salamanca, la información era el arma más poderosa. Por eso habían matado a ese pobre profesor. Cuando acabó, lo dejó todo como estaba y se fue a su habitación, donde descargó las imágenes en su portátil y comenzó a estudiarlas a fondo.

 Posible asesinato número treinta y dos: tirarle un piano a la cabeza. Posible asesinato número treinta y tres: ponerle una película porno. Je, je, con lo mojigato que es, seguro que palma de un infarto... Mmm, ese me gusta, podría hasta pasar el examen de la Espada... Ariadne había logrado desmontar la peana, aunque en el proceso había roto uno de sus zapatos. Durante un momento se sintió algo así como McGiver al ingeniárselas para usar el tacón a modo de herramienta. Pero, después, se había encontrado con el dispositivo que había montado dentro y había vuelto a maldecir en todos los idiomas que conocía, que no eran pocos. Llevaba un buen rato estudiando cómo funcionaba aquel artilugio y estaba medianamente segura de haber descubierto cómo evitarlo. Pero, claro, en su trabajo eso no era suficiente. No obstante, tampoco tenía otra opción, pues dejar un Objeto de categoría roja en manos de un genio un tanto idiota, además de fanfarrón, engreído y excéntrico no le parecía la mejor de las ideas. Miró su reloj. El tiempo se le acababa, debían coger el vuelo de vuelta a España esa misma noche o la huida sería todavía más difícil, a pesar de la identidad falsa y de la molesta peluca rubia ceniza.

Posible asesinato número treinta y cuatro: ponerle esta dichosa peluca. ¡Pica, pica, pica! Tomó aire, debía tomar una decisión cuanto antes. Tenía claro lo que iba a hacer, pero, por si acaso, decidió intentar contactar con Kenneth una vez más: - ¿Pepito grillo? ¿Inglesito? ¿Hay alguien ahí? Tampoco aquella vez recibió respuesta.


Se quitó el otro zapato, dejándolo en el suelo, y colocó la caja de cristal en el centro de las puertas del ascensor, esperando que la estructura de oro fuera lo suficientemente fuerte. Después se colocó en cuclillas, cogiendo el calzado que estaba roto para arrancar el tacón y encajarlo en uno de los brazos que sostenían la katana. Había descubierto que el mecanismo se activaba si los dos soportes descendían, así que si mantenía uno fijo, la alarma no saltaría. Era una solución burda, pero la única que podía llevar a cabo al no ir equipada. Si al menos hubiera tenido unos alicates o unas tijeras de electricista... Llenó sus pulmones de una bocanada, obligándose a permanecer calmada y concentrada, antes de coger la katana con la mayor suavidad posible. Cerró los dedos entorno a ella, mientras se la llevaba al pecho, un poco ansiosa, ¿habría funcionado? Aquel segundo fue el más largo de su vida. Sin embargo, pasó sin que la alarma repercutiera por toda la mansión, así que sonrió muy satisfecha de sí misma.

Soy buena. ¡Qué coño! Soy la puta a... Un instante más tarde, una estruendosa sirena casi la deja sorda. Al mismo tiempo, las puertas del ascensor intentaron cerrarse, pero comenzaron a rebotar en la caja de cristal. Ésta crujió, pero aguantó. Ariadne, por su parte, no perdió más tiempo y echó a correr, saltando al interior del cubículo metálico; una vez dentro, apartó la caja de una patada, por lo que las puertas se cerraron y el ascensor comenzó a elevarse.

Soy una bocazas, soy una bocazas... A toda velocidad, se colgó la vaina de la katana de un hombro y la empuñó, deseando que la información que Gerardo les había dado fuera cierta. Las puertas del ascensor se abrieron, dando lugar a un grupo de guardias de seguridad, que estaban dispuestos a atraparla. Ella, sin embargo, era más rápida. Trazó un medio círculo con la katana, que creó una corriente de aire tan potente que todos salieron despedidos hacia atrás. Echó a correr hacia la ventana, repitiendo el mismo movimiento para hacer estallar el cristal en miles de pedazos que se desperdigaron por la cala. Ariadne no paró de correr hasta que alcanzó el borde del precipicio y, sin ni siquiera pararse a pensarlo, saltó. Sintió aquella conocida sensación de vértigo en estómago. Luego vino el frío, cuando sus pies cortaron la superficie del agua y el resto de su cuerpo le siguió. Permaneció bajo el agua unos instantes, aunque después se impulsó hacia arriba, agitando la cabeza para echar su propio pelo hacia atrás. Había perdido la peluca.


Contempló las luces de Salvador al fondo, rompiendo aquella oscuridad tan inmensa, mientras guardaba la katana en su vaina. Tras colocar la correa de la funda como si de un bolso bandolero se tratara, comenzó a nadar a toda velocidad en dirección al muelle.

Más vale que estés en un cohete rumbo a Marte, Kenneth Murray, porque como te cruces en mi camino, te voy a matar. Y te resucitaré y te torturaré y te volveré a matar.


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