SUMERGIDOS EN LA LITERATURA SELECCIÓN DE RELATOS ? AMOR, RELACIONES SOCIALES: ? “Dejar a Matilde” de Alberto Moravia ? “EL soldadito de plomo” de Hans Christian Andersen ? “Los ojos de Susana” de Federico Garrido ? “Frustrado de amor primavera” de ? “Canción de amor” de Jalin Gibran ? POLICÍACO: ? “La coartada perfecta” de Patricia Highsmith ? “La aventura del detective agonizante” de Arthur Conan Doyle ? “La señorita de compañía” de Agatha Christie ? “La pista de los dientes de oro” de Roberto Arlt ? TERROR: ? “El corazón delator” de Edgard Allan Poe ? “ La pata de mono” de Jacobs ? “El pantano de la luna” de Lovecraft ? “El alquimista” de Lovecraft ? “El hombre sin cabeza” de Ricardo Mariño ? CIENCIA FICCIÓN: ? “Cómo ocurrió” de Isaac Asimov ? “El demonio de dos centímetros” de Isaac Asimov ? “El ruido de un trueno” de Ray Bradbury ? “En el amor y en la guerra...” de Azhmodeus ? AVENTURAS: ? “El diente de la ballena” de Jack London ? “Un expreso del futuro” de Julio Verne ? “El silencio blanco” de Jack London ? “Los tigres de La Malasia” de Emilio Salgari ? FANTÁSTICO: ? “El bosque-raíz-laberinto” de Italo Calvino ? “Las habichuelas mágicas” de Hans Christian Andersen ? “La historia prodigiosa de la Ciudad de Bronce” de Las Mil y Una Noches, Anónimo ? “La noche boca arriba” de Julio Cortazar ? “El niño lobo del Cine Mari” de José María Merino
AMOR
DEJAR A MATILDE Un amigo mío camionero ha escrito en el cristal del parabrisas: “Mujeres y motores, alegrías y dolores”. No digo yo que no tenga sus buenas razones para decir que los dolores y las alegrías que le procuran las mujeres tengan más o menos el mismo peso en la balanza de su vida. Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a mí, esa balanza andaba muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo de las alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo que, al final, tras un año de noviazgo de puras peleas, incumplimientos de palabra, bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la primera oportunidad. La oportunidad llegó pronto, una noche que la había citado en la plaza Campitelli, cerca de su casa: Esa noche Matilde, simplemente, no vino. Advertí entonces, tras una horita de espera, que sentía más alivio que disgusto, y comprendí que había llegado el momento de la separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción agraz, medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz alta: -Esta vez se acabó, vaya si se acabó. Este juramento hay que decir que me calmó, porque dormí de corrido nueve horas y sólo me desperté por la mañana cuando mamá vino a avisarme que preguntaban por mí al teléfono. Fui al teléfono, al apartamento de enfrente, de una modista amiga. De inmediato, la vocecita dulce de Matilde: -¿Cómo estás? -Estoy bien -contesté, duro. -Perdóname por anoche..., pero no pude, de verdad. -No importa -le dije-, así que adiós... Nos veremos mañana... Te diré una cosa... -¿Qué cosa? -Una importante. -¿Una cosa buena? -Según... Para mí sí. -¿Y para mí? Dije tras un momento de reflexión: -Claro, también para ti.
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-¿Y qué cosa es? -Te la diré mañana. -No, dímela hoy. -No me mates... -Está bien... ¿Sabes por qué te he telefoneado hoy? Porque hace un día precioso, es fiesta, y podríamos ir en moto al mar. ¿Qué te parece? Me quedé incómodo porque no me esperaba esa propuesta tan cariñosa, hecha con una voz tan dulce. Después pensé que, en el fondo, tanto daba hoy como mañana: iríamos a la playa y yo, en lo mejor, le diría que la dejaba y así me vengaría también un poco. Dije: -Está bien, dentro de media hora paso a buscarte. Fui a recoger el ciclomotor y luego, a la hora fijada, me presenté en casa de Matilde y le silbé para llamarla, como de costumbre. Se precipitó enseguida abajo, lo noté; normalmente me hacía esperar Dios sabe cuánto. Mientras corría hacia mí atravesando la plaza, la miré y me di cuenta una vez más de que me gustaba: bajita, dura, morenísima, con la cara ancha por abajo como un gato, la boca sombreada de pelusilla, los ojos negros, astutos y vivos, el pelo muy cortito, tan espeso y tan bajo sobre la frente que evocaba el pelamen de un animal salvaje. Pero pensé: “Desde luego que me gusta, me gusta mucho, pero la dejo”, y advertí con alivio que la idea no me turbaba en absoluto. Cuando la tuve delante, todavía jadeando por la carrera, me preguntó en seguida con voz tierna: -¿Qué? ¿Aún estás enfadado por lo de ayer? Contesté huraño: -Vamos, monta. Y ella, sin más, subió al sillín de la moto agarrándose a mí con las dos manos. Salimos. Una vez en la vía Cristoforo Colombo, entre los muchos automóviles y motos del día festivo, con el sol que ya quemaba, empecé a pensar sañudamente en lo que debía hacer. ¿Cuándo tenía que decirle que la dejaba? Al principio pensé que se lo diría en cuanto llegásemos a la playa, para estropearle la excursión y a lo mejor traerla inmediatamente después a Roma: una idea vengativa. Pero después, pensándolo mejor, me dije que, a fin de cuentas, también me estropearía la excursión a mí mismo. Mejor, pensé, disfrutar de la vida y -¿por qué no?- de Matilde hasta cierto momento, digamos que hasta las dos, después de comer. O bien, incluso, esperar al final de la excursión y decírselo mientras regresábamos, por esta misma vía Cristoforo Colombo, sin volverme, así, como por azar. O incluso también esperar a llegar a Roma y decírselo en la puerta de su casa: “Adiós, Matilde. Te digo adiós porque hoy ha sido la última vez que hemos estado juntos”. Entre tantas ideas no sabía cuál escoger; al final me dije que no debía hacer planes; en el momento oportuno, no sabía cuál, se lo diría. Entre tanto Matilde, como si hubiera adivinado mis reflexiones, se apretaba fuerte a mí, e incluso me había cogido con la mano la piel del brazo, como pellizcándome, con ese pellizco que se llama mordisco del asno, y que en ella era una demostración de afecto. La oí, después, decirme al oído con una voz alegre y tierna: -¡Eh! ¿Sabes que tienes que ir al peluquero? Con tanto pelo ni hay sitio para un beso. Digo la verdad, esas palabras y el pellizco me hicieron cierto efecto. Pero de todas formas
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pensé: “Sigue, sigue... Ya es demasiado tarde”. Una vez en Castelfusano cogí hacia Torvaianica, donde sabía que no había balnearios, que sólo agradan a quienes van al mar a ponerse morenos, sino nada más que matorrales y la playa desierta. Al llegar a un sitio muy solitario, con un monte bajo que pululaba, verde e intrincado, por el declive hasta la tira blanca de la playa, dejé la moto en el borde del camino; y después corrimos juntos a más no poder por los senderos, rodeando los gruesos arbustos batidos por el viento, hasta el mar. La llevaba de la mano, pero este gesto cariñoso lo había impuesto ella; y yo la dejé hacer; así me sentí de nuevo enternecido, como en los buenos tiempos en que la quería. Pero me di cuenta de que seguía decidido a dejarla, y esto me devolvió la confianza. -Voy a desnudarme detrás de aquella mata -dijo ella-. No mires. Y yo me pregunté si no sería cosa de decírselo ahora; recibiría la ducha fría justo en el momento en que estaba desnuda, llena de la felicidad que le daba aquel sitio tan bonito y la excursión al mar. Pero cuando me volví hacia ella y vi asomar por la mata sus hombros delicados, con los brazos levantados, y quitarse la falda por la cabeza, se me fueron las ganas. Tanto más cuanto que ella decía, siempre con su voz cariñosa: -Giulio, no te creas que no me doy cuenta; me estás mirando. Así fuimos a tumbarnos en la arena, yo boca abajo y ella hacia arriba, con la cabeza en mi espalda como en un cojín. El sol quemaba mi espalda, la arena me quemaba el pecho y su cabeza me pesaba en la espalda, pero era un dulce peso. Ella dijo, tras un largo silencio: -¿Por qué estás tan callado? ¿En qué piensas? Y yo contesté espontáneamente: -Pienso en lo que tengo que decirte. -Pues dilo. Estaba a punto de decirlo de veras cuando ella, voluble como las mariposas que vuelan de una flor a otra y nunca se dejan coger, dijo de pronto: -Mira, mientras tanto úntame los hombros, que no quiero quemarme. Renuncié una vez más a hablar y, cogiendo el frasquito de aceite, le unté la espalda desde el cuello a la cintura. Al final ella anunció: -Me duermo. ¡No me molestes! Y me quedé turulato de nuevo, pensando que, en el fondo, no le importaba nada saber lo que quería decirle. Matilde durmió quizás una hora; después se despertó y propuso: Caminemos a lo largo del mar. Es pronto para bañarse, pero al menos quiero mojarme los pies en el agua. Volvió a cogerme de la mano y juntos corrimos a través de la playa hacia la orilla. Las olas eran grandes y ella, siempre de mi mano, empezó a dar carreritas hacia adelante y hacia atrás,
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según las olas avanzaran o refluyeran, entre un viento que soplaba con fuerza, gritando de alegría cada vez que una ola, más rápida que ella, la embestía y le subía hasta media pierna. No sé por qué, al verla tan feliz, me dieron unas ganas crueles de estropearle la felicidad y grité fuerte, para superar con la voz el estruendo de mar: “Ahora te digo esa cosa”. Pero ella, de forma imprevista, me abrazó repentinamente con fuerza, diciéndome: “Cógeme en brazos y llévame al medio del agua, inténtalo, pero no me dejes caer”. De modo que la cogí en brazos, que pesaba mucho aunque era pequeña, y avancé un poco entre toda aquella confusión de olas que se cruzaban, montaban unas sobre otras y refluían. Mientras tanto me preguntaba por qué ella había hecho este gesto; y concluí diciéndome que, con su intuición femenina, había adivinado que lo que quería decirle no le iba a gustar. Ahora, desvanecido el peligro de oírme decir aquella cosa, me invitaba a volver a la orilla. Volví y la dejé con delicadeza en la arena; me dio un beso en la mejilla, diciendo: -Y ahora comemos. Abrimos el paquete del almuerzo y comimos los bocadillos de ternera que mi madre me había preparado. Después, durante dos horas, siempre la misma canción. Yo tenía en la punta de la lengua lo que quería decirle, pensaba decírselo porque el momento me parecía favorable, estaba a punto de decirlo cuando ella, de pronto, me hablaba de forma cariñosa o hacía un gesto imprevisto, o incluso me quitaba la palabra de la boca. Varias veces me volvió la idea de una de esas mariposas blancas de la col, que en primavera son las primeras y las más inasibles, feliz de quien consigue echarles mano. Después, cuando ya desesperaba de llegar a mi declaración, me propuso de golpe y porrazo: -Bueno, dime ahora esa cosa. Estaba a punto de abrir la boca cuando ella gritó: -No, no me la digas, espera, déjamela adivinar. Veamos: ¿quieres decirme que me quieres mucho? -No -respondí. -¿Entonces quieres decirme que soy muy mona y te gusto? -No. -Entonces, ¿que nos casaremos pronto? -No. -Estas son las tres únicas cosas que me interesan -dijo ella sacudiendo la cabeza-. Basta, no quiero saber nada. -No, tengo que decirte que... Pero ella, tapándome la boca con la mano: -Chitón, si quieres que te dé un beso. ¿Qué podía hacer yo? Me quedé callado; y ella quitó la mano y puso sus labios, en un beso largo que me pareció sincero. Al final habíamos hecho de todo: tomado el sol, dormido, un semibaño, habíamos hablado;
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pero no le había dicho aquella cosa y ya sólo nos quedaba irnos. De modo que nos vestimos cada uno detrás de su mata y yo una vez más, mientras me metía los pantalones, pensé que ese era el momento adecuado. Me levanté y dije con voz natural: -Lo que quería decirte, Matilde, es esto: he decidido dejarte. Pronunciadas estas palabras miré hacia la mata tras la que ella se ocultaba, pero no vi nada. El viento ahora soplaba más fuerte que nunca y sólo se oían, en aquel lugar desierto, la voz del viento, baja y modulada, y el estruendo del mar. Matilde parecía que no estaba, como si mis palabras la hubieran hecho desvanecerse en el aire, como los torbellinos de arena que el viento levantaba sin tregua de las dunas blancas y empujaba hacia arriba, hacia el monte bajo. Dije: “Matilde”, pero no obtuve respuesta. Grité entonces: ¡Matilde!”, y tampoco contestó. Inquieto, incluso un poco asustado, pensando que, quién sabe, estuviera llorando de dolor, o quizá se hubiera desmayado, me puse a toda prisa la camisa y corrí hacia la mata detrás de la cual debería estar. No estaba: en la arena no vi más que su bolso y sus zapatitos rojos. Pero justo en el momento en que me volvía llamándola, la sentí que se me echaba encima, con violencia hasta el punto de que no pude aguantar en pie y caí boca arriba, con ella. Matilde ahora se sentaba a horcajadas en mi pecho y me decía: -Repite lo que has dicho. Vamos, repítelo. La arena me soplaba en la cara, punzante; ella reía sin parar y yo por fin contesté flojo: -Bueno, no lo repito, pero déjame en paz. Pero ella no se levantó en seguida y dijo: -¿Y eso era todo? Te digo la verdad, creía que era algo más importante. Después me soltó; me levanté yo también y, de repente, advertí que estaba conte nto de habérselo dicho y de que no lo hubiera tomado en serio y se lo tomara como una de las muchas bobadas que se pueden decir entre enamorados. En resumen, volvimos a subir la pendiente cogidos de la cintura. Y yo le dije que la quería mucho; y ella me contestó ya un poco reservada, porque no se temía que la dejara: “También yo”. Poco después corríamos de nuevo por la vía Cristoforo Colombo. Pero al llegar a su casa me dijo, cogiéndome la mano: -Giulio, ahora es mejor que no nos veamos unos días. Me sentí casi desfallecer y consternado, exclamé: -Pero, ¿por qué? Y ella, con una buena carcajada: -He querido hacer una prueba. Querías dejarme, ¿eh? Y luego, sólo ante la idea de no verme unos días, pones una cara así de triste. Está bien, nos vemos mañana. Corrió hacia arriba y yo me quedé como un bobo, mirándola alejarse. ALBERTO MORAVIA
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EL SOLDADITO DE PLOMO Érase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos. Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fábrica. No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de todos, incitándolo a ser el más valiente. Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes. Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían de prisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valentía. Por la noche, cuando ella le preguntaba si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia que no. Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el travieso que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo admonitorio señalaba al pobre soldadito. Finalmente, una noche, el travieso estalló. -¡Eh, tú, deja de mirar a la bailarina! -el pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló: -No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo. Y lo dijo ruborizándose. ¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor! Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito en el borde de una ventana. -¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela! El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar. Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia. Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo. El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios. Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua. -¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno. -Cojámoslo igualmente, para algo servirá -dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo. Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta
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allí no se sabe cómo. -¡Pongámoslo encima y parecerá marinero! -dijo el pequeño que lo había recogido. Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto. Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron cómo pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había arrasado tantos y tantos peligros en sus batallas! La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos. Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo había uno que lo angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina... De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de una enorme Ave, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme. Sin embargo, el Ave no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el río. Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros pájaros tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado. -Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche -dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador. El Ave acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos. -¡Pero si es uno de los soldaditos de...! -gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna. -¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido. -¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de esta Ave! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana! Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina. Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados. Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación. Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el fuego. El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía impotente para salvarla. ¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse. El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón. A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.
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http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/euro/andersen/hca.htm HANS CHRISTIAN ANDERSEN
LOS OJOS DE SUSANA He navegado por ríos calmos donde la luz de las estrellas acaricia los ojos, donde las nubes se entretienen susurrando cuentos a las copas de los árboles, donde las aves bailan al compás del viento fresco, donde río y me siento feliz junto a mi amada Susana. La conocí hace muchos años, cuando estudiaba en la Universidad, y me sentía tan vigoroso como un árbol cuyas raíces se aferran al suelo con fuerza. Durante días la seguí, porque la había visto una única vez en la calle, y al verla una flecha empenachada de llamas me atravesó el corazón, y una voz limpia y dulce me susurró al oído palabras nunca oídas ni escritas. Era sumamente bella, incluso mientras la veía alejarse; era rubia, con esa melena de áureos rizos que se derramaban sobre sus gráciles hombros como una cascada de doradas y delicadas cerdas, trenzadas por las manos de benignos espíritus. Su rostro era perfecto, un óvalo pálido y dulce, el mentón firme, los pómulos suaves, la nariz griega, pero los ojos... eran sus ojos los que me atrajeron, y los que me hicieron arrodillarme ante ella, y enloquecer de un amor no terrenal, no humano, ideal y lejano. Por fin logré hablar con ella y supe que se llamaba Susana Castaños. Tenía mi misma edad y era la persona más simpática que hasta entonces había conocido. Pronto ella sintió el mismo amor que yo había sentido por ella el primer día que la vi, y comenzamos a salir. Aun seguimos juntos, pues nos casamos, tuvimos hijos, crecimos uno al lado del otro, y aunque somos dos ancianos achacosos y débiles, yo la sigo amando como el primer día. Porque sé que al despertar cada mañana tendré ante mí los hermosos, los luminosos, los bellos ojos de Susana. http://free.corefusion.net/Free/viajinsoc/home.nsf/0/96C41ED011DD725F85256FC0005463F7?OpenDocu ment
FEDERICO GARRIDO
FRUSTADO AMOR DE PRIMAVERA Ya se estaba por terminar la primaria. En la escuela los varones la pasábamos bastante bien, éramos los más grandes y eso nos daba una serie de atribuciones sobre el resto de los niñitos de los grados inferiores, a los que tratábamos con desdén y altanería. Éramos los de séptimo. En los últimos días de clase las nenas, siempre más sensibles, más señoritas y más románticas, en general mostraban una increíble e inusitada tristeza por el inminente abandono de la Sargento Cabral, tristeza que tuvo su punto culminante el último día, cuando a coro se largaron todas a llorar sobre los pupitres. A nosotros, los machitos piolas, no nos entraba en la cabeza semejante demostración de dolor, solamente pensábamos en las vacaciones, el viaje a Chapadmalal y en jugar a la pelota en la calle todas las tardes. Pero de a poquito brotaba una nueva sensación, una nueva necesidad se iba apoderando de nuestras mentes casi vírgenes: las mujeres. Si bien ya hacía uno o dos años que teníamos contacto con el sexo femenino a través de algunas fotos o revistas pornográficas ajadísimas que traía siempre el turco Nafur, creo no equivocarme si digo que la mayoría sólo había tenido relaciones muy superficiales con el otro
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sexo, ni hablar de una auténtica novia. Ni siquiera Walter, uno de los más entradores y simpáticos, y que además tenía una muy buena reputación entre las chicas, había logrado algún acercamiento más allá de charlas breves con las nenas. Yo ni siquiera eso. La más linda era Ana María, esa que el último día de clase se levantó Walter, mientras lloraba desconsolada por el final la primaria y el abandono definitivo de esas aulas conocidas. Primero vi que en el grado mi amigo se le acercaba bastante y la consolaba en su desdicha. A la salida, entre la multitud lo perdí de vista, raro porque siempre volvíamos juntos, pero tremenda fue la sorpresa cuando yendo para mi casa con el guardapolvo pintado hasta el cogote junto con Daniel y otros pibes, vemos que Walter está ¡apretando con Ana María en un banco de la plaza! Seguimos caminando, disimulando el estupor, pero no hablamos más desde allí hasta casa. La sorpresa y la envidia eran demasiado para intentar cualquier otro tipo de diálogo. A mí hacía tiempo que me gustaba Cecilia, una flaca siempre de pollerita y trenzas que vivía a dos cuadras de casa. Por supuesto que nunca habíamos hablado, ni siquiera en los cumpleaños, pero hacía bastante tiempo ya que me quitaba el sueño. Aunque esto no me preocupaba demasiado, ya que el resto de la barra tampoco tenía novia ni mucho menos y, como dice el refrán, mal de muchos, consuelo de tontos. Esa noche, último viernes de clases nos encontramos como siempre en la esquina de casa con Walter, Sata (otro miembro no muy sobresaliente de la barra) y Daniel. Era una de esas noches de primavera o verano inolvidables con el barrio quieto y el murmullo de la avenida a una cuadra, con mi viejo y Taelo, el papá de Walter, en camiseta, sentados en la vereda hablando de política, jugando al truco y tomando vino fresco, con mi abuela riéndose con la vecina y mi mamá que me llamaba infructuosamente a cada rato para que entrara a la casa. Enseguida nos colocamos todos alrededor de Walter para que nos cuente su increíble logro con Ana María y él, haciendo gala de su triunfo amoroso, nos relataba sólo pequeñas porciones de la aventura para hacerse el misterioso y minimizar el hecho, así nos daba más envidia. Alguno, menos interesado en el tema y para respetar la sagrada tradición futbolera, pateaba una pelota de goma contra la pared de la esquina. Después del relato del agrandadísimo Walter salió de alguien la rutinaria propuesta de ir a robar nísperos a la casa de a la vuelta. Esta era una actividad importantísima para la barra, sobre todo en las noches cálidas, ya que se experimentaba una sensación de riesgo y un derroche de adrenalina impresionante. El asunto era así: a la vuelta de casa, como a una cuadra y media, vivía una señora que tenía varios árboles de nísperos carnosos separados de la vereda tan solo por un pequeño enrejado. Mientras uno o dos trepaban a las rejas para alcanzar las maravillosas frutas los otros, abajo, atajaban los nísperos que el grupo de avanzada iba arrancando, todo esto en el más absoluto silencio y protegidos por la tenue luz de las lamparitas de la calle que se esfumaban bajo las copas de los árboles. No recuerdo haber comido fruta más rica. Otro hurto más audaz era robarle mandarinas a Don Cosme, pero esto lo habíamos suspendido hacía tiempo, ya que para alcanzar los árboles había que entrar directamente
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al terreno del frente de la casa e internarse en él unos cinco o seis metros. Una vez Don Cosme lo agarró a Walter en plena faena recolectora, arriba del árbol. Sin darle tiempo ni siquiera a bajarse le pegó unos certeros maderazos en el culo, entre insultos y amenazas indescriptibles. Así que después de esto decidimos no innovar y volvimos a la rutina del robo de nísperos. Esa noche me sentía un poco raro, ya que se juntaban en mi mente dos pensamientos difíciles de resolver: por un lado me gustaba Cecilia pero no me animaba a hablarle, por otro, tenía la obligación moral de hacerlo, no quería ser menos que Walter, ídolo total del momento. Estaba enamorado de Cecilia, pero además soñaba con que alguna vez se reunieran todos alrededor de mí para escuchar atentamente mis logros, lo que no conseguía ni con mis mayores méritos. Después de la corrida subsiguiente al robo y el reparto del botín sentados contra la persiana de la esquina de casa, decido contarle mis deseos con Cecilia a mi amigo Walter y de paso, por supuesto, pedirle consejos. Los carozos de los nísperos regaban la vereda. Quedamos los dos solos y Walter, luego de escuchar mi confesión, me plantea la estrategia a seguir con la total seguridad en uno mismo que da la experiencia. - Mirá Beto, vos tenés que ir mañana y pararte en la esquina del kiosco de Mosquito, del lado de acá. Cuando Cecilia salga de la casa la encarás y le decís que tenés que hablar con ella. Después te la llevás para la placita y le decís que le gustás y si quiere salir con vos, y chau. Yo te acompaño. La propuesta, de tan simple ya me pareció imposible desde el principio. Al otro día me voy al kiosco, pero sólo, no quería tener la presión de mi amigo. Me quedo esperando un rato hasta que de repente, como un fantasma, sale Cecilia de la casa. Con el corazón en la boca pienso rápidamente todo lo que le tenía que decir, avanzo dos pasos. Cecilia, a unos cincuenta metros, se da vuelta y creo que me vio, ahí nomás giro 180 grados y rajo para el otro lado a paso tendido. Doy toda la vuelta a la manzana y regreso para mi cuadra. Primer intento fallido. Al rato me cruzo a la casa de Walter que estaba viendo a Bugs Bunny en la tele tomando la correspondiente leche con Toddy de la tarde. - Y Beto, que pasó, ¿te la levantaste? - Nada, estuve esperando como una hora y no salió. - Ahora termino la leche, vamos al kiosco y la esperamos hasta que salga ¿eh? - Sssí, bueno. Contesto por obligación, estaba acorralado entre Walter y mi vergüenza. Los dibujitos de la Warner se me pasaron volando, hasta el Gallo Claudio, que era mi preferido. "Vamos" me dice y tirando la taza sobre la mesa se levanta y salimos de nuevo a la calle. Otra vez estamos parados los dos en la puerta del kiosco de Mosquito. Éste, al verme nuevamente por allí nos dice "Che, si no van a comprar nada tómensela de acá, rajen". Nos corremos un poquito hacia la derecha, igual desde allí se veía la casa de Cecilia. Walter me sigue explicando la estrategia a seguir. Al ratito sale Cecilia de nuevo, pero por suerte esta vez con Ester, la mejor amiga de ella que también iba con nosotros a la primaria.
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- Andá ahora, dale. - No Walter, cómo voy a ir si está con Ester, sos loco, ¿querés que me queme? Otra vez Cecilia se da vuelta y nos mira. - Ves boludo, que me hacés quemar, ya me vio. Mientras le digo esto me voy sólo para el otro lado. Ahora me enojé con Walter, sin fundamento, pero tenía que encontrar alguna excusa para evitar el potencialmente desastroso encuentro con Cecilia. - Vamos a jugar a la pelota. Dice Walter metiéndose rápidamente a la casa a buscar la redonda de goma. Jugamos un cabeza en la vereda. Jugaba bien Walter, cabeceaba bárbaro y tenía una gran habilidad para pararla de pecho y convertir el gol, que en ese caso valía doble. Pasaron un par de días más y a pesar del deseo inevitable de que Cecilia fuera mi novia prácticamente no hablé más del tema, pero Walter, cruel e hincha pelotas, me seguía hostigando con eso hasta el hartazgo. Ahora encima que no me animaba a encararla me tenía que aguantar las cargadas de él y del resto de la barra, los que enseguida hacían leña del árbol caído. Esa tarde vamos a jugar a la placita un picadito, todo estaba tranquilo, sólo se escuchaba a los gorriones, los autos de la avenida y diarero de la esquina que pregona: "Diareooo, La Razón La Crónica, Diareooo, El Clarín todos los premios". Mientras me mandaba un inusual remate que pega en el palo, perdón, en el árbol que hacía de palo, Walter se acerca corriendo como un loco, dejando que la pelota se aleje peligrosamente y amenace con caer en la concurrida avenida. - Mirá, allá va Cecilia sola, andá a hablarle. Por supuesto que con la presión de él y de toda la barra enterada no tenía más remedio que ir. - Bueno, pará, que me acomodo la ropa. Al ver que tardo intencionalmente Walter vuelve a la carga. - ¡Andá ya Beto, no seas cagón!. Lástima que Walter no siguió estudiando después de la secundaria, la Argentina se perdió un psicólogo de primera. Camino unos pasos en dirección al encuentro de Cecilia, ella viene con la cabeza baja, bamboleando las trenzas y dando pasos como si estuviera saltando un elástico o jugando una rayuela invisible. Indeciso, me doy vuelta, y veo que todos están a la expectativa de lo que va a pasar. Walter no me saca la vista de encima. - Dale, maricón. La encuentro a mitad de cuadra en la vereda de enfrente de la plaza. Cecilia levanta la cabeza y con sorpresa ve que estoy parado y esperándola a menos de tres metros. Dos
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pasos más y se detiene, me mira con una mirada que me imagino agresiva, la plaza desaparece, los autos se paran en seco en la Alvear, el diarero de la esquina calla súbitamente. Hasta dejan de flamear las cintitas de colores que cuelgan a modo de bandera de unas antenitas laterales y de los espejos retrovisores de la trompa del 181 parado en la esquina. Me agarra un ataque fulminante de tartamudeo: - Ce... Ce... e... e... Cecilia me sigue mirando, pensará qué le pasa al tarado éste. - Eeee... querés... eeee... Es inútil, no me sale nada. Como enojada y sin esperar ni un segundo más, me pasa por al lado y continúa la marcha. Ni se da vuelta cuando dobla la esquina, que era lo mínimo de esperarse. Qué papelón, qué estruendoso fracaso. Vuelvo con los chicos a la plaza pensando qué inventar para salir lo más limpio posible de esta tremenda situación. - ¿Y, qué te dijo? Enseguida pregunta Walter antes de que pueda llegar a las hamacas. "Que no", miento. Por lo menos me hubiera dicho que no, pero qué iba a decir si al final no le pregunté nada. Después de un amargo rato más de peloteo, vuelvo vencido a la calidez segura de mi casa, a mis revistas de Batman y Superman, mi mamá que me pregunta dónde anduve, que otra vez estoy transpirado y tan sucio de tierra que doy asco, y mi abuela que me mira de reojo y no dice nada. En la cocina marchan los churrascos con papas fritas, mi viejo sigue silbando en el galpón del fondo, mi perro Casimiro echado en el comedor y yo, que me voy a la pieza a ver si encuentro alguna respuesta a mi desdicha entre las aventuras de mis superhéroes, a ver cómo hace Clark Kent para deslumbrar y conquistar a Luisa Lane, pero él tampoco puede. http://ca.geocities.com/el_rincon_de_nora/cuentos_juveniles/cuentos_para_adolescentes_ frustrado_amor_de_primavera_noviembre_1973.htm
CANCIÓN DE AMOR Cierta vez, un poeta escribió una hermosa canción de amor. E hizo muchas copias y las envió a sus amigos y conocidos, hombres y mujeres, y también a una joven que había visto tan sólo una vez y que vivía más allá de las montañas. Y cuando pasaron dos o tres días vino un mensajero de parte de la joven, trayendo una carta. Y la carta decía: "Déjame decirte que estoy profundamente conmovida por la canción de amor que escribiste para mí. Ven pronto y habla con mis padres para tratar los preparativos de la boda". Y el poeta respondió, diciendo en su carta:
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"Amiga mía, la canción que le envié no era sino una canción de amor brotada del corazón de un poeta, cantada por todo hombre y a cualquier mujer." Y ella le escribió a su vez, diciendo: "¡Hipócrita y mentiroso! ¡Desde hoy, hasta el día en que me entierren, odiaré a todos los poetas por su causa!" JALIN GIBRAN http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/otras/gibran/cancion.htm
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POLICIACO
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LA COARTADA PERFECTA La multitud se arrastraba como un monstruo ciego y sin mente hacia la entrada del metro. Los pies se deslizaban hacia adelante unos pocos centímetros, se paraban, volvían a deslizarse. Howard odiaba las multitudes. Le hacían sentir pánico. Su dedo estaba en el gatillo, y durante unos segundos se concentró en no permitir que lo apretara, pese a que se había convertido en un impulso casi incontrolable. Había descosido el fondo del bolsillo de su sobretodo, y ahora sujetaba la pistola en ese bolsillo con su mano enguantada. Las bajas y anchas espaldas de George estaban a menos de medio metro frente a él, pero había un par de personas entre medio. Howard giró los hombros y se encajó en el espacio entre un hombre y una mujer, empujando ligeramente al hombre. Ahora estaba inmediatamente detrás de George, y la parte delantera de su sobretodo desabrochado rozaba la espalda del abrigo del otro. Howard niveló la pistola en su bolsillo. Una mujer golpeó su brazo derecho, pero mantuvo firme la puntería contra la espalda de George, con los ojos fijos en su sombrero de fieltro. Una voluta del humo del cigarro del otro hombre se enroscó en las fosas nasales de Howard, familiar y nauseabunda. La entrada del metro estaba a tan sólo un par de metros. Dentro de los próximos cinco segundos, se dijo Howard, y al mismo tiempo su mano izquierda se movió para echar hacia atrás el lado derecho de su sobretodo, hizo un movimiento incompleto, y una décima de segundo más tarde la pistola disparó. Una mujer chilló. Howard dejó caer la pistola a través del abierto bolsillo. La multitud había retrocedido ante la explosión del arma, arrastrando a Howard consigo. Unas cuantas personas se agitaron ante él, pero por un instante vio a George en un pequeño espacio vacío en la acera, tendido de lado, con el delgado cigarro a medio fumar aún sujeto entre sus dientes, que Howard vio desnudos por un instante, luego cubiertos por el relajarse de su boca. -¡Le han disparado! -gritó alguien. -¿Quién? -¿Dónde? La multitud inició un movimiento hacia adelante con un rugir de curiosidad, y Howard fue arrastrado hasta casi donde estaba tendido George. -¡Échense atrás! ¡Van a pisotearlo! -gritó una voz masculina. Howard fue hacia un lado para librarse de la multitud y bajó las escaleras del metro. El rugir de voces en la acera fue reemplazado de pronto por el zumbido de la llegada de un tren. Howard rebuscó mecánicamente algo de cambio y sacó una moneda. Nadie a su alrededor parecía haberse dado cuenta de que había un hombre muerto tendido en la parte de arriba de las escaleras. ¿No podía usar otra salida para volver a la calle e ir en busca de su coche? Lo había aparcado apresuradamente en la Treinta y cinco, cerca de Broadway. No, podía tropezar con alguien que lo hubiera visto cerca de George en la multitud. Howard era muy alto. Destacaba. Podía recoger el coche un poco más tarde. Miró su reloj. Exactamente las 5:54. Cruzó la estación y tomó un tren hacia el norte. Sus oídos eran muy sensibles al ruido, y normalmente el chirrido del acero sobre acero era una tortura intolerable para él; pero ahora, mientras permanecía de pie sujeto a una de las correas, apenas escuchaba el insoportable ruido y se sentía agradecido por la despreocupación de los pasajeros que leían el periódico a su
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alrededor. Su mano derecha, aún en el bolsillo de su sobretodo, tanteó automáticamente el descosido fondo. Esta noche tenía que volver a coserlo, se recordó. Bajó la vista a la parte delantera de la prenda y vio, con un repentino shock, casi con dolor, que la bala había abierto un agujero en el sobretodo. Sacó rápidamente su mano derecha y la colocó sobre el agujero, sin dejar de mirar el panel publicitario que tenía delante. Frunció intensamente el ceño mientras revisaba todo el asunto una vez más, intentando ver si había cometido algún error en alguna parte. Había abandonado el almacén un poco antes que de costumbre -a las 5:15- para poder estar en la calle Treinta y cuatro a las 5:30, cuando George abandonaba siempre su tienda. El señor Luther, el jefe de Howard, había dicho: «Hoy termina usted pronto, ¿eh, Howard?» Pero lo mismo había ocurrido algunas otras veces antes, y el señor Luther no pensaría en nada malo al respecto. Y había borrado todas las posibles huellas de la pistola, y también de las balas. Había comprado la pistola haría unas cinco semanas en Bennington, Vermont, y no había tenido que dar su nombre cuando lo hizo. No había vuelto a Bennington desde entonces. Creía que era realmente imposible que la policía pudiera llegar a encontrar el rastro del arma. Y nadie le había visto disparar aquel tiro, estaba seguro de ello. Había escrutado a su alrededor antes de meterse en el metro, y nadie miraba en su dirección. Howard tenía intención de ir hacia el norte unas cuantas estaciones, luego regresar y recoger su coche; pero ahora pensó que primero debía librarse del sobretodo. Demasiado peligroso intentar que cosieran un agujero como aquél. No tenía el aspecto de la quemadura de un cigarrillo, parecía exactamente lo que era. Debía apresurarse. Su coche estaba a menos de tres manzanas de donde había disparado a George. Probablemente sería interrogado esta noche acerca de George Frizell, porque la policía interrogaría con toda seguridad a Mary, y si ella no mencionaba su nombre, sus caseras -la de ella y la de George- sí lo harían. George tenía tan pocos amigos. Pensó en meter el sobretodo en alguna papelera en una estación del metro. Pero demasiada gente se daría cuenta de ello. ¿En una de la calle? Eso también parecía muy llamativo; después de todo, era un sobretodo casi nuevo. No, tenía que ir a casa y coger algo para envolverlo antes de poder tirarlo. Salió en la estación de la calle Setenta y dos. Vivía en un pequeño apartamento en la planta baja de un edificio de piedra marrón en la calle Setenta y cinco Oeste, cerca de la avenida West End. Howard no vio a nadie cuando entró, lo cual era estupendo porque podía decir, si era interrogado al respecto, que había vuelto a casa a las 5:30 en vez de casi a las 6:00. Tan pronto hubo entrado en su apartamento y encendido la luz, Howard supo lo que haría con el sobretodo: quemarlo en la chimenea. Era lo más seguro. Sacó algunas monedas y un aplastado paquete de cigarrillos del bolsillo izquierdo del sobretodo, se quitó la prenda y la tiró sobre el sofá. Entonces cogió el teléfono y marcó el número de Mary. Respondió al tercer timbrazo. -Hola, Mary -dijo-. Hola. Ya está hecho. Un segundo de vacilación. -¿Hecho? ¿De veras, Howard? No estarás... No, no estaba bromeando. No sabía qué otra cosa decirle, qué otra cosa se atrevía a decir por teléfono.
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-Te quiero. Cuídate, querida -dijo con voz ausente. -¡Oh, Howard! -Se echó a llorar. -Mary, probablemente la policía hablará contigo. Quizá dentro de unos pocos minutos. -Crispó la mano en el auricular, deseoso de rodear a la mujer con sus brazos, de besar sus mejillas que ahora debían estar húmedas de lágrimas-. No me menciones, querida..., simplemente no lo hagas, te pregunten lo que te pregunten. Todavía tengo que hacer algunas cosas y he de apresurarme. Si tu casera me menciona, no te preocupes por ello, puedo arreglarlo..., pero tú no lo hagas primero. ¿Has entendido? -Se daba cuenta de que le estaba hablando de nuevo como si fuera una niña, y de que eso no era bueno para ella; pero éste no era el mejor momento para estar pensando en lo que era bueno para ella y lo que no-. ¿Has entendido, Mary? -Sí -dijo ella, con un hilo de voz. -No estés llorando cuando venga la policía, Mary. Lávate la cara. Tienes que tranquilizarte... -Se detuvo-. Ve a ver una película, amor, ¿quieres? ¡Sal antes de que llegue la policía! -Está bien. -¡Prométemelo! -De acuerdo. Colgó y se dirigió a la chimenea. Arrugó algunas hojas de periódico, puso un poco de leña encima y encendió una cerilla. Ahora se alegró de haber comprado algo de leña para Mary, se alegró de que a Mary le gustara el fuego de la chimenea, porque él llevaba meses viviendo allí antes de conocer a Mary y nunca había pensado en encender el fuego. Mary vivía directamente al otro lado de la calle frente a George, en la Dieciocho Oeste. Lo primero que haría la policía sería lógicamente ir a casa de George e interrogar a su casera, porque George vivía solo y no había a nadie más a quién interrogar. La casera de George... Howard recordaba unos breves atisbos de ella inclinada fuera de su ventana el verano pasado, delgada, pelo gris, espiando con una horrible intensidad lo que hacía todo el mundo en la casa..., indudablemente le diría a la policía que había una chica al otro lado de la calle con la que el señor Frizell pasaba mucho tiempo. Howard sólo esperaba que la casera no lo mencionara inmediatamente a él, porque era lógico que supusiera que el joven con el coche que acudía a ver a Mary tan a menudo era su novio, y era lógico que sospechara la existencia de un sentimiento de celos entre él y George. Pero quizá no lo mencionara. Y quizá Mary estuviese fuera de la casa cuando llegara la policía. Hizo una momentánea pausa, tenso, en el acto de echar más madera al fuego. Intentó imaginar exactamente lo que Mary sentía ahora, tras saber que George Frizell estaba muerto. Intentó sentir lo mismo él, a fin de poder predecir su comportamiento, a fin de poder ser capaz de confortarla mejor. ¡Confortarla! ¡Lo había liberado de un monstruo! Debería sentirse regocijada. Pero sabía que al principio se sentiría destrozada. Conocía a George desde que era una niña. George había sido el mejor amigo de su padre... pero cuál hubiera sido el comportamiento de George con otro hombre era algo que Howard sólo podía suponer; cuando el padre de ella murió, George, soltero, se había hecho cargo de Mary como si fuera su padre. Pero con la diferencia de que controlaba todos sus movimientos, la convenció de que no podía hacer nada sin él, la convenció de que no debía casarse con nadie que él desaprobara. Lo cual era todo el mundo. Howard, por ejemplo. Mary le había dicho que había habido otros dos
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jóvenes antes a los que George había arrojado de su vida. Pero Howard no había sido arrojado. No había caído en las mentiras de George de que Mary estaba enferma, de que Mary estaba demasiado cansada para salir o para ver a nadie. George había llegado a llamarlo varias veces e intentado romper sus citas..., pero él había ido a su casa y la había sacado muchas tardes, pese al terror que ella sentía de la furia de George. Mary tenía veintitrés años, pero George había conseguido que siguiera siendo una niña. Mary tenía que ir con George incluso para comprar un vestido nuevo. Howard no había visto nada como aquello en su vida. Era como un mal sueño, o algo en una historia fantástica que era demasiado inverosímil para creerlo. Howard había supuesto que George estaba enamorado de ella de alguna extraña manera, y se lo había preguntado a Mary poco después de conocerla, pero ella le había dicho: «¡Oh, no! ¡Jamás me ha tocado, nunca!» Y era completamente cierto que George nunca la había tocado siquiera. En una ocasión, mientras se decían adiós, George había rozado sin querer su hombro, y había saltado hacia atrás como si acabara de quemarse y había dicho: «¡Disculpa!» Era muy extraño. Sin embargo, era como si George hubiera encerrado la mente de Mary en alguna parte... como una prisionera de su propia mente, como si no tuviera mente propia. Howard no podía expresarlo en palabras. Mary tenía unos ojos blandos y oscuros que miraban de una forma trágica e impotente, y esto hacía que a veces se sintiera como loco al respecto, lo bastante loco como para enfrentarse a la persona que le había hecho aquello a la muchacha. Y la persona era George Frizell. Howard nunca podría olvidar la mirada que le lanzó George cuando Mary los presentó, una mirada superior, sonriente, de suficiencia, que parecía decir: «Puedes intentarlo. Sé que vas a intentarlo. Pero no vas a llegar muy lejos.» George Frizell había sido un hombre bajo y fornido con una pesada mandíbula y densas cejas negras. Tenía una pequeña tienda en la calle Treinta y seis Oeste, donde se especializaba en reparar sillas, pero a Howard le parecía que no tenía otro interés en la vida más que Mary. Cuando estaba con ella se concentraba sólo en ella, como si estuviera ejerciendo algún poder hipnótico sobre ella, y Mary se comportaba como si estuviera hipnotizada. Estaba completamente dominada por George. Siempre estaba mirándolo, observándolo por encima del hombro para ver si aprobaba lo que estaba haciendo, aunque sólo estuviera sacando unas chuletas del horno. Mary amaba a George y lo odiaba al mismo tiempo. Howard había sido capaz de conseguir que odiara a George, hasta cierto punto..., y luego ella se ponía de pronto a defenderlo de nuevo. -Pero George fue tan bueno conmigo después de que mi padre muriera, cuando estaba completamente sola, Howard -protestaba. Y así habían derivado durante casi un año, con Howard intentando eludir a George y ver a Mary unas cuantas veces a la semana, con Mary vacilando entre continuar viéndolo o romper con él porque tenía la sensación de que le estaba haciendo demasiado daño. -¡Quiero casarme contigo! -le había dicho Howard una docena de veces, cuando Mary se había sumido en sus agónicos accesos de autocondenacíón. Nunca había conseguido hacerle comprender que haría cualquier cosa por ella. -Yo también te quiero, Howard -le había dicho ella muchas veces, pero siempre con una tristeza trágica que era como la tristeza de un prisionero que no puede hallar una forma de escapar. Pero había una forma de liberarla, una forma violenta y definitiva. Howard había decidido seguirla... Ahora estaba de rodillas delante de la chimenea, intentando romper el sobretodo en trozos lo bastante pequeños como para que ardieran bien. La tela resultaba extremadamente difícil de cortar, y las costuras casi igual de difíciles de desgarrar. Intentó quemarla sin cortarla, empezando con la esquina inferior, pero las llamas trepaban por el tejido hacia sus manos,
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mientras que el material en sí parecía tan resistente al fuego como el asbesto. Se dio cuenta de que tenía que cortarlo en trozos pequeños. Y el fuego debía ser más grande y más ardiente. Howard añadió más leña. Era una chimenea pequeña con una parrilla de hierro abombada y no mucho fondo, de modo que los trozos de madera que había puesto asomaban por delante más allá del borde de la parrilla. Atacó de nuevo el sobretodo con las tijeras. Pasó varios minutos tan sólo para desprender una manga. Abrió una ventana para conseguir que el olor de la tela quemada saliera de la habitación. El sobretodo completo le ocupó casi una hora porque no podía poner mucho a la vez sin ahogar el fuego. Contempló el último trozo empezar a humear en el centro, observó las llamas abrirse camino y lamer un círculo que se iba haciendo más grande. Estaba pensando en Mary, veía su blanco rostro dominado por el miedo cuando llegara la policía, cuando le comunicaran por segunda vez la muerte de George. Intentaba imaginar lo peor, que la policía había llegado justo después de que él hablara con ella, y que ella había cometido algún imperdonable error, había revelado a la policía lo que ya sabía de la muerte de George, pero era incapaz de decirles quién se lo había comunicado; imaginó que en su histeria pronunciaba su nombre, Howard Quinn, como el del hombre que podía haberlo hecho. Se humedeció los labios, aterrado de pronto por el convencimiento de que no podía confiar en Mary. La amaba -estaba seguro de ello-, pero no podía confiar en ella. Por un alocado y ciego momento, sintió deseos de correr a la calle Dieciocho Oeste para estar con ella cuando llegara la policía. Se vio a sí mismo enfrentarse desafiante a los agentes, con su brazo rodeando los hombros de Mary, respondiendo a todas las preguntas, parando cualquier sospecha. Pero eso era una locura. El simple hecho de que estuvieran allí, en el apartamento de ella, juntos... Oyó una llamada a su puerta. Un momento antes había visto con el rabillo del ojo a alguien entrar por la puerta delantera del edificio, pero no había pensado que pudieran acudir a verlo a él. De pronto empezó a temblar. -¿Quién es? -preguntó. -La policía. Estamos buscando a Howard Quinn. ¿Es éste el apartamento Uno A? Howard miró al fuego. El sobretodo había ardido por completo, del último trozo no quedaban más que unas brillantes ascuas. Y ellos no estarían interesados en la prenda, pensó. Sólo habían venido para hacerle unas preguntas, como se las habían hecho a Mary. Abrió la puerta y dijo: -Yo soy Howard Quinn. Eran dos policías, uno bastante más alto que el otro. Entraron en la habitación. Howard vio que ambos miraban a la chimenea. El olor a tela quemada flotaba todavía en la habitación. -Supongo que sabe usted por qué estamos aquí -dijo el agente más alto-. Quieren verlo en comisaría. Será mejor que venga con nosotros-. Miró fijamente a Howard. No era una mirada amistosa. Por un momento Howard creyó que iba a desvanecerse. Mary debía de habérselo contado todo, pensó; todo.
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-Está bien -dijo. El agente más bajo tenía los ojos fijos en la chimenea. -¿Qué ha estado quemando aquí? ¿Tela? -Sólo un viejo..., unas viejas prendas -dijo Howard. Los policías intercambiaron una mirada, una especie de señal regocijada, y no dijeron nada. Parecían tan seguros de su culpabilidad, pensó Howard, que no necesitaban hacer preguntas. Habían supuesto que había quemado su sobretodo y por qué lo había quemado. Howard tomó su trinchera del armario y se la puso. Salieron de la casa y bajaron los escalones delanteros hacia un coche del Departamento de Policía aparcado junto al bordillo. Howard se preguntó qué le estaría ocurriendo a Mary ahora. No había tenido intención de traicionarlo, estaba seguro de ello. Quizás había sido un desliz accidental después de que la policía la interrogara e interrogara hasta hacer que se derrumbase. 0 quizás ella se había mostrado tan trastornada cuando llegaron que lo dijo todo antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo. Howard se maldijo a sí mismo por no haber tomado más precauciones respecto a Mary, por no haberla enviado fuera de la ciudad. La noche anterior le había dicho a Mary que iba a hacerlo hoy, así que no debería haber resultado una impresión tan grande para ella. ¡Qué estúpido había sido! ¡Qué poco la comprendía realmente después de todos sus esfuerzos por conseguirlo! ¡Cuánto mejor habría sido si hubiera matado a George sin decirle a ella nada en absoluto! El coche se detuvo, y salieron. Howard no había prestado atención al lugar al que se dirigían, y no intentó verlo ahora. Había un gran edificio delante de él, y cruzó una puerta con los dos agentes y desembocó en una habitación parecida a una pequeña sala de tribunal donde un agente de policía estaba sentado tras un alto escritorio, como un juez. -Howard Quinn -anunció uno de los policías. El agente en el escritorio alto lo miró desde arriba con interés. -Howard Quinn. El joven de la prisa terrible -dijo con una sonrisa sarcástica-. ¿Es usted el Howard Quinn que conoce a Mary Purvis? -Sí. -¿Y a George Frizell? -Sí -murmuró Howard. -Eso pensé. Su dirección coincide. He estado hablando con los chicos de homicidios. Desean formularle algunas preguntas. Parece que también tiene problemas allí. Para usted ha sido una tarde ajetreada, ¿eh? Howard no acababa de comprender. Miró a su alrededor en busca de Mary. Había otros dos policías sentados en un banco contra la pared, y un hombre con un traje raído dormitando en otro banco; pero Mary no estaba en la habitación.
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-¿Sabe por qué está usted aquí esta noche, señor Quinn? -preguntó el agente en tono hostil. -Sí -Howard miró a la base del alto escritorio. Sentía como si algo en su interior se estuviera derrumbando, un armazón que lo había sostenido durante las últimas horas, pero que había sido imaginario todo el tiempo..., su sensación de que tenía un deber que cumplir matando a George Frizell, que así liberaba a la muchacha a la que amaba y que le amaba, que liberaba al mundo de un hombre malvado, horrible y monstruoso. Ahora, bajo los fríos ojos profesionales de los tres policías, Howard podía ver lo que había hecho tal como lo veían ellos..., como el arrebatar una vida humana, ni más ni menos. ¡Y la muchacha por quien lo había hecho lo había traicionado! Lo deseara o no, Mary lo había traicionado. Howard se cubrió los ojos con una mano. -Puede que esté trastornado por el asesinato de alguien a quien conocía, señor Quinn, pero a las seis menos cuarto no sabía usted nada de eso... ¿o sí lo sabía, por alguna casualidad? ¿Era por eso por lo que tenía tanta prisa para llegar a su casa o a donde fuera? Howard intentó imaginar lo que el agente quería decir. Su cerebro parecía paralizado. Sabía que había disparado a George casi exactamente a las 5:43. ¿Estaba siendo sarcástico el agente? Howard lo miró. Era un hombre de unos cuarenta años, con un rostro rechoncho y alerta. Sus ojos eran desdeñosos. -Estaba quemando alguna ropa en su chimenea cuando entramos, capitán -dijo el policía más bajo que estaba de pie al lado de Howard. -¿Oh? -dijo el capitán-. ¿Por qué quemaba usted ropa? Lo sabía muy bien, pensó Howard. Sabía lo que había quemado y por qué, del mismo modo que lo sabían los dos agentes de policía. -¿Qué ropa estaba quemando? -preguntó el capitán. Howard siguió sin decir nada. La irónica pregunta lo enfurecía y avergonzaba al mismo tiempo. -Señor Quinn -dijo el capitán en un tono más fuerte-, a las seis menos cuarto de esta tarde atropelló usted a un hombre con su coche en la esquina de la Octava Avenida y la calle Sesenta y ocho y se dio a la fuga. ¿Es eso correcto? Howard alzó la vista hacia él, sin comprender. -¿Se dio cuenta usted de que había atropellado a alguien, sí o no? -preguntó el capitán, con voz más fuerte aún. Estaba allí por otra cosa, se dio cuenta de pronto Howard. ¡Atropellar a alguien con el coche y salir huyendo! -Yo... no... -Su víctima no ha muerto, si eso le hace más fácil el hablar. Pero eso no es culpa suya. Ahora se halla en el hospital con una pierna rota..., un hombre viejo que no puede permitirse pagar un hospital. -El capitán le miró con el ceño fruncido-. Creo que deberíamos llevarlo a verle. Supongo que sería bueno para usted. Ha cometido uno de los delitos más vergonzosos de los que puede culparse a un hombre..., atropellar a alguien y no detenerse a auxiliarlo. De no ser por una mujer que se apresuró a tomar el número de su matrícula, tal vez no lo hubiéramos atrapado nunca.
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Howard comprendió de pronto. La mujer había cometido un error, quizá sólo un número en la matrícula.... pero le había proporcionado una coartada. Si no lo aceptaba, estaba perdido. Había demasiado contra él, aunque Mary no hubiera dicho nada.... el hecho de que hoy había abandonado el almacén antes de lo habitual, la maldita coincidencia de la llegada de la policía justo cuando estaba quemando el sobretodo. Howard alzó la vista al furioso rostro del capitán. -Estoy dispuesto a ir a ver a ese hombre -dijo con voz contrita. -Llévenlo al hospital -dijo el capitán a los dos policías-. Cuando vuelva, los chicos de homicidios ya estarán aquí. E incidentalmente, señor Quinn, se le exigirá una fianza de cinco mil dólares. Si no quiere pasar aquí la noche, será mejor que los consiga. ¿Quiere intentar conseguirlos esta noche? El señor Luther, su jefe, podía conseguirlos para él aquella misma noche, pensó Howard. -¿Puedo hacer una llamada telefónica? El capitán hizo un gesto hacia un teléfono en una mesa contra la pared. Howard buscó el número del señor Luther en la guía que había sobre la mesa y lo marcó. Respondió la señora Luther. Howard la conocía un poco, pero no se entretuvo en educados intercambios de banalidades y preguntó si podía hablar con el señor Luther. -Hola, señor Luther -dijo-. Querría pedirle un favor. He tenido un mal accidente con el coche. Necesito cinco mil dólares de fianza... No, no estoy herido, pero.... ¿podría extender para mi un cheque y enviarlo con un mensajero? -Traeré el cheque yo mismo -dijo el señor Luther-. Usted quédese tranquilo ahí. Pondré al abogado de la compañía en el asunto si necesita usted ayuda. No acepte ningún abogado que le ofrezcan, Howard. Tenemos a Lyles, ya sabe. Howard le dio las gracias. La lealtad del señor Luther lo azoraba. Le pidió al agente de policía que estaba a su lado cuál era dirección de la comisaría y se la dio a su jefe. Luego colgó y salió con los dos policías que lo habían estado aguardando. Se dirigieron a un hospital en la Setenta Oeste. Uno de los policías preguntó en recepción dónde estaba Louis Rosasco, 1uego subieron en el ascensor. El hombre estaba en una habitación para él solo, con la cama levantada y la pierna escayolada y suspendida por cuerdas del lecho. Era un hombre canoso de unos sesenta y cinco o setenta años, con un rostro largo y curtido y oscuros y hundidos ojos que parecían extremadamente cansados. -Señor Rosasco -dijo el agente de policía más alto-, éste es Howard Quinn, el hombre que lo atropelló. El señor Rosasco asintió sin mucho interés, aunque clavó sus ojos en Howard. -Lo siento mucho -dijo Howard torpemente-. Estoy dispuesto a pagar todas las facturas que le ocasione el accidente, puede estar seguro de ello. -El seguro de su coche se ocuparía de la factura del hospital, pensó. Luego estaba el asunto de la multa del tribunal.... al menos mil
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dólares cuando todo hubiera terminado, pero se las arreglaría con algunos préstamos. El hombre en la cama seguía sin decir nada. Parecía atontado por los sedantes. El agente que los había presentado se mostró insatisfecho de que no tuvieran nada que decirse el uno al otro. -¿Reconoce a este hombre, señor Rosasco? El señor Rosasco negó con la cabeza. -No vi al conductor. Todo lo que vi fue un gran coche negro que se lanzaba sobre mí -dijo lentamente-. Me golpeó un lado de la pierna... Howard encajó los dientes y aguardó. Su coche era verde, verde claro. Y no era particularmente grande. -Era un coche verde, señor Rosasco -dijo el policía más bajo con una sonrisa. Estaba comprobando una pequeña ficha amarilla que había sacado de su bolsillo-. Un sedán Pontiac verde. Cometió usted un error. -No, era un coche negro -dijo positivamente el señor Rosasco. -No. Su coche es verde, ¿no es así, Quinn? Howard asintió una sola vez, rígido. -A las seis empezaba a ser oscuro. Probablemente no pudo verlo usted muy bien -dijo alegremente el policía al señor Rosasco. Howard miró al señor Rosasco y contuvo el aliento. Por un momento el señor Rosasco miró a los dos agentes, con el ceño fruncido, desconcertado, y luego su cabeza cayó hacia atrás sobre la almohada. Estaba dispuesto a dejarlo correr. Howard se relajó un poco. -Creo que será mejor que duerma un poco, señor Rosasco -dijo el agente más bajo-. No se preocupe por nada. Nosotros nos ocuparemos de todo. Lo último que vio Howard de la habitación fue el cansado y marchito perfil del señor Rosasco en la almohada, con los ojos cerrados. El recuerdo de su rostro permaneció con Howard mientras bajaban al vestíbulo. Su coartada... Cuando llegaron de vuelta a la comisaría el señor Luther ya había llegado, y también un par de hombres con ropas civiles..., los hombres de homicidios, supuso Howard. El señor Luther se dirigió hacia Howard, con su redondo y sonrosado rostro preocupado. -¿Qué es todo esto? -preguntó-. ¿Realmente atropelló usted a alguien y se dio a la fuga? Howard asintió, con rostro avergonzado. -No estaba seguro de haberle alcanzado. Hubiera podido pararme... pero no lo hice. El señor Luther lo miró con ojos llenos de reproche, pero iba a permanecer leal, pensó Howard.
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-Bien, ya les he dado el cheque de su fianza -dijo. -Gracias, señor. Uno de los hombres con ropas civiles se dirigió hacia Howard. Era un hombre esbelto, con penetrantes ojos azules y un rostro delgado. -Tengo algunas preguntas que hacerle, señor Quinn. ¿Conoce usted a Mary Purvis y a George Frizell? -Sí. -¿Puedo preguntarle dónde estaba usted esta noche a las seis menos veinte? -Estaba..., iba en mi coche hacia el norte. Desde los almacenes donde trabajo en la Cincuenta y tres y la Séptima Avenida a mi apartamento en la calle Setenta y cinco. -¿Y atropelló a un hombre a las seis menos cuarto? -Lo hice -admitió Howard. El detective asintió con la cabeza. -¿Sabe que alguien disparó contra George Frizell esta tarde exactamente a las seis menos dieciocho minutos? El detective sospechaba de él, pensó Howard. ¿Qué les habría dicho Mary? Si tan sólo supiera... Pero el capitán de la policía no había dicho específicamente que Frizell hubiera sido tiroteado. Howard juntó las cejas. -No -dijo. -Pues así fue. Hablamos con su novia. Ella dice que lo hizo usted. El corazón de Howard se detuvo por un momento. Miró los interrogantes ojos del detective. -Eso simplemente no es cierto. El detective se encogió de hombros. -Está muy histérica. Pero también está muy segura. -¡Eso no es cierto! Salí del almacén, allí es donde trabajo, alrededor de las cinco. Tomé el coche... -Su voz se quebró. Era Mary quien lo estaba hundiendo... Mary. -Usted es el novio de Mary Purvis, ¿no? -insistió el detective. -Sí -respondió Howard-. No puedo..., ella tiene que estar... -¿Quería usted apartar a Frizell del camino? -Yo no lo maté. ¡No tengo nada que ver con ello! ¡Ni siquiera sabía que hubiera muerto! -
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balbuceó. -Frizell veía a Mary muy a menudo, ¿no? Eso es lo que me han dicho las dos caseras. ¿Pensó alguna vez que podían estar enamorados el uno del otro? -No. Por supuesto que no. -¿No estaba usted celoso de George Frizell? -En absoluto. Las arqueadas cejas del detective descendieron y se juntaron en el centro. Todo su rostro fue un signo de interrogación. -¿No? -preguntó, sarcástico. -Escuche, Shaw -dijo el capitán de la policía, al tiempo que se ponía en pie detrás de su escritorio-. Sabemos dónde estaba Quinn a las seis menos cuarto. Puede que sepa quién lo hizo, pero no lo hizo él. -¿Sabe usted quién lo hizo, señor Quinn? -preguntó el detective. -No, no lo sé. -El capitán McCaffery me dice que estaba quemando usted algunas ropas en su chimenea esta noche. ¿Estaba quemando un sobretodo? Howard agitó la cabeza en un desesperado signo de asentimiento. -Estaba quemando un gabán, y una chaqueta también. Estaban llenos de polillas. No los quería más tiempo en mi armario. El detective apoyó un pie en una silla de respaldo recto y se inclinó más hacia Howard. -Eran unos momentos más bien curiosos de quemar un gabán, ¿no cree? ¿Justo después de atropellar a un hombre con su coche y quizá matarlo? ¿Qué gabán estaba quemando.? ¿El del asesino? ¿Tal vez porque tenía un agujero de bala en él? -No -dijo Howard. -¿No arregló usted las cosas para que alguien matara a Frizell? ¿Alguien que le trajo ese gabán para que se desembarazara de él? -No -Howard miró al señor Luther, que estaba escuchando atentamente. Se envaró. -¿No mató usted a Frizell, saltó a su coche y corrió a su casa, atropellando a un hombre por el camino? -Shaw, eso es imposible -intervino el capitán McCaffery-. Tenemos la hora exacta en que ocurrió. ¡No puedes ir de la Treinta y cuatro y la Séptima hasta la Sesenta y ocho y la Octava en tres minutos, no importa lo rápido que conduzcas! ¡Enfréntate a ello! El detective mantuvo los ojos clavados en Howard.
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-¿Trabaja usted para ese hombre? -preguntó; hizo un gesto con la cabeza hacia el señor Luther. -Sí. -¿A qué se dedica? -Soy el vendedor para Long Island de Artículos Deportivos William Luther. Contacto con las escuelas en Long Island, y también coloco nuestros artículos en los almacenes de ahí fuera. Informo al almacén de Manhattan a las nueve y a las cinco. -Recitó aquello como un loro. Sentía débiles las rodillas. Pero su coartada se mantenía..., como un muro de piedra. -Muy bien -dijo el detective. Bajó su pie de la silla y se volvió al capitán-. Todavía seguimos trabajando en el caso. La cosa aún está muy abierta para nuevas noticias, nuevos indicios. -Le sonrió a Howard, una fría sonrisa de despedida. Luego añadió-: Por cierto, ¿ha visto usted esto alguna vez antes? -Sacó su mano del bolsillo, con el pequeño revólver de Bennington en su palma. Howard lo miró con el ceño fruncido. -No, nunca lo había visto antes. El hombre volvió a guardarse el arma en el bolsillo. -Puede que deseemos hablar de nuevo con usted -dijo, con otra débil sonrisa. Howard sintió la mano del señor Luther sobre su brazo. Salieron a la calle. -¿Quién es George Frizell? -preguntó el señor Luther. Howard se humedeció los labios. Se sentía muy extraño, como si hubieran acabado de golpearle en la cabeza y su cerebro estuviera entumecido. -Un amigo de una amiga. Un amigo de una muchacha que conozco. -¿Y la muchacha? ¿Mary Purvis, dijo el policía? ¿Está usted enamorado de ella? Howard no respondió. Clavó la vista en el suelo mientras andaban. -¿Es la que lo ha acusado? -Sí -dijo Howard. La mano del señor Luther se apretó más alrededor de su brazo. -Creo que le iría bien un trago. ¿Entramos? Howard se dio cuenta de que estaban de pie frente a un bar. Abrió la puerta. -Ella estará probablemente muy trastornada -dijo el señor Luther-. A las mujeres les ocurre eso. Fue un amigo suyo al que dispararon, ¿no es cierto? Ahora era la lengua de Howard la que estaba paralizada, mientras que su cerebro giraba a toda velocidad. Estaba pensando que no iba a poder volver a trabajar para el señor Luther después
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de esto, que no podía engañar a un hombre como el señor Luther... El señor Luther seguía hablando y hablando. Howard tomó el pequeño vaso de licor y bebió la mitad de su contenido. El señor Luther le estaba diciendo que Lyles le sacaría de aquello lo más rápidamente que fuera posible. -Tiene que ser más cuidadoso, Howard. Es usted impulsivo. Siempre he sabido eso. Tiene sus lados buenos y malos, por supuesto. Pero esta noche..., tuve la sensación de que usted sabía que podía haber disparado a ese hombre. -Tengo que llamar por teléfono -dijo Howard-. Discúlpeme un minuto. -Se apresuró a la cabina de la parte de atrás del bar. Tenía que saber de ella. Mary tenía que estar ya en casa. Si no estaba en casa, iba a morirse allí mismo, dentro de la cabina telefónica. Estallaría. -¿Diga? -Era la voz de Mary, apagada y carente de vida. -Hola, Mary. Soy yo. No es posible..., ¿qué le dijiste a la policía? -Se lo conté todo -dijo Mary lentamente-. Que tú mataste a mi amigo. -¡Mary! -Te odio. -¡Mary, no lo dirás en serio! -exclamó. Pero sí lo decía en serio, y él lo sabía. -Yo lo quería y lo necesitaba, y tú lo mataste -dijo ella-. Te odio. Howard apretó los dientes y dejó que las palabras resonaran en su cerebro. La policía no iba a cogerlo. Ella no podría hacerle esto, al menos. Colgó. Luego permaneció de pie allí en la barra, mientras la tranquila voz del señor Luther seguía desgranando y desgranando palabras como si no se hubiera parado mientras Howard telefoneaba. -La gente tiene que pagar, eso es todo -estaba diciendo el señor Luther-. La gente tiene que pagar por sus errores y no cometerlos de nuevo... Ya sabe que pienso mucho en usted, Howard. Superará todo esto. -Hizo una pausa-. ¿Habló con la señorita Purvis? -No pude comunicarme con ella -dijo Howard. Diez minutos más tarde había dejado al señor Luther y se dirigía al centro de la ciudad en un taxi. Le había dicho al conductor que se detuviera en la Treinta y siete y la Séptima, para que en caso de ser seguido por la policía, pudiera simplemente caminar un poco desde allá hasta coger su coche. Bajó en la calle Treinta y siete, pagó al conductor y miró a su rededor. No vio ningún coche que pareciera estar siguiéndolo. Caminó en dirección a la calle Treinta y cinco. Los dos whiskys de centeno que se había tomado con el señor Luther le habían dado fuerzas. Caminó rápidamente, con la cabeza alzada, y sin embargo de una forma curiosa y aterradora, se sentía completamente perdido. Su Pontiac verde estaba aparcado junto al bordillo allá donde lo había dejado. Sacó las llaves y abrió la puerta.
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Tenía una multa.... la vio tan pronto como se sentó detrás del volante. Sacó la mano y la cogió de debajo del limpiaparabrisas. Una multa de aparcamiento. Un asunto insignificante, pensó, tan insignificante que sonrió. Mientras conducía hacia casa, se le ocurrió que la policía había cometido un error muy estúpido no retirándole su permiso de conducir cuando lo tuvieron en la comisaría, y empezó a reírse de ello. La multa estaba en el asiento a su lado. Parecía tan trivial, tan inocua comparada con lo que había pasado, que se rió de la multa también. Luego, casi con la misma brusquedad, sus ojos se llenaron de lágrimas. La herida que le había causado las palabras de Mary todavía estaba abierta, y sabía que aún no había empezado a dolerle. Y, antes de que empezara a doler, intentó fortalecerse. Si Mary se obstinaba en acusarlo, él insistiría en que fuera examinada por un psiquiatra. No estaba cuerda del todo, siempre lo había sabido. Había intentado llevarla a un psiquiatra por lo de George, pero ella siempre se había negado. No tenía la menor posibilidad con sus acusaciones, porque él tenía una coartada, una coartada perfecta. Pero si ella insistía... Había sido Mary quien en realidad lo había animado a matar a George, ahora estaba seguro de ello. Había sido ella quien había metido la idea en su cabeza con un millar de cosas que había ido insinuando. No hay salida a esta situación, Howard, a menos que él muera. Así que él lo había matado -por ella-, y Mary se había vuelto contra él. Pero la policía no iba a cogerlo. Había un espacio para aparcar de casi cinco metros cerca de su casa y Howard deslizó el coche junto al bordillo. Lo cerró y fue a su casa. El olor a tela quemada flotaba aún en su apartamento, y lo sorprendió, porque tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo. Estudió la multa de aparcamiento de nuevo, ahora bajo una mejor luz. Y supo de pronto que su coartada había desaparecido tan bruscamente como apareció. La multa le había sido impuesta exactamente a las 5:45. Patricia Highsmith
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La aventura del detective agonizante La señora Hudson, la patrona de Sherlock Holmes, tenía una larga experiencia de sufrimiento. No sólo encontraba invadido su primer piso a todas horas por bandadas de personajes extraños y a menudo indeseables, sino que su notable huésped mostraba una excentricidad y una irregularidad de vida que sin duda debía poner duramente a prueba su paciencia. Su increíble desorden, su afición a la música a hora extrañas, su ocasional entrenamiento con el revólver en la habitación, sus descabellados y a menudo malolientes experimentos científicos, y la atmósfera de violencia y peligro que le envolvía, hacían de él el peor inquilino de Londres. En cambio, su pago era principesco. No me cabe duda de que podría haber comprado la casa por el precio que Holmes pagó por sus habitaciones en los años que estuve con él. La patrona sentía el más profundo respeto hacia él y nunca se atrevía a llamarle al orden por molestas que le parecieran sus costumbres. Además, le tenía cariño, pues era un hombre de notable amabilidad y cortesía en su trato con las mujeres. El las detestaba y desconfiaba de ellas, pero era siempre un adversario caballeroso. Sabiendo qué auténtica era su consideración hacia Holmes, escuché atentamente el relato que ella me hizo cuando vino a mi casa el segundo año de mi vida de casado y me habló de la triste situación a la que estaba reducido mi pobre amigo. -Se muere, doctor Watson -dijo-. Lleva tres días hundiéndose, y dudo que dure el día de hoy. No me deja llamar a un médico. Esta mañana, cuando ví cómo se le salen los huesos de la cara, y cómo me miraba con sus grandes ojos brillantes, no pude resistir más. «Con su permiso o sin él, señor Holmes, voy ahora mismo a buscar a un médico», dije. «Entonces, que sea Watson», dijo. Yo no perdería ni una hora en ir a verle, señor, o a lo mejor ya no lo ve vivo. Me quedé horrorizado, pues no había sabido nada de su enfermedad. Ni que decir tiene que me precipité a buscar mi abrigo y mi sombrero. Mientras íbamos en el coche, pregunté detalles. -Tengo poco que contarle. El había estado trabajando en un caso en Rotherhithe, en un callejón junto al río, y se ha traído la enfermedad con él. Se acostó el miércoles por la tarde y desde entonces no se ha movido. Durante esos tres días no ha comido ni bebido nada. -¡Válgame Dios! ¿Por qué no llamó a su médico? -El no quería de ningún modo, doctor Watson. Ya sabe que dominante es. No me atreví a desobedecerle. Pero no va a durar mucho en este mundo, como verá usted mismo en el momento en que le ponga los ojos encima. Cierto que era un espectáculo lamentable. En la media luz de un día neblinoso de noviembre, el cuarto del enfermo era un lugar tenebroso, y esa cara macilenta y consumida que me miraba fijamente desde la cama hizo pasar un escalofrío por mi corazón. Sus ojos tenían el brillo de la fiebre, sus mejillas estaban encendidas de un modo inquietante, y tenía los labios cubiertos de costras oscuras; las flacas manos sobre la colcha se agitaban convulsivamente, y su voz croaba de modo espasmódico. Siguió tendido inerte cuando entré en el cuarto, pero al verme hubo un fulgor de reconocimiento en sus ojos. -Bueno, Watson, parece que hemos caído en malos días -dijo con voz débil, pero con algo de su vieja indolencia en sus modales. -¡Mi querido amigo! -exclamé, acercándome a él. -¡Atrás! ¡Échese atrás! -dijo, del modo tajante e imperioso que yo había visto en él sólo en
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momentos de crisis-. Si se acerca a mí, Watson, mandaré echarle de casa. -Pero ¿por qué? -Porque ése es mi deseo. ¿No basta? Si, la señora Hudson tenía razón. Estaba más dominante que nunca. Sin embargo, era lamentable ver su agotamiento. -¡Exactamente! Ayudará mejor haciendo lo que se le dice. -Es verdad, Holmes. El suavizó la dureza de sus maneras. -¿No estará irritado? -preguntó, jadeando para obtener aliento. Pobre hombre, ¿cómo iba yo a estar irritado al verlo tendido en tal situación frente a mí? -Es por su bien, Watson -croó. -¿Por mi bien? -Sé lo que me pasa. Es una enfermedad de los coolíes de Sumatra, algo que los holandeses conocen mejor que nosotros, aunque hasta ahora no han conseguido mucho. Sólo una cosa es cierta. Es mortal de necesidad, y es terriblemente contagiosa. Ahora hablaba con una energía febril, con las largas manos convulsionándose y sacudiéndose en gestos para que me alejara. -Contagiosa por contacto; eso es. Mantenga la distancia y todo irá bien. -¡Válgame Dios, Holmes! ¿Supone que eso va a influir en mí por un momento? No me afectaría en el caso de un desconocido. ¿Se imagina que me impediría cumplir mi deber con tan viejo amigo? Volví a avanzar, pero me rechazó con una mirada de cólera furiosa. -Si se queda ahí, le hablaré. Si no, tiene que marcharse de este cuarto. Siento tan profundo respeto por las extraordinarias cualidades de Holmes, que siempre he obedecido a sus deseos, aun cuando menos los entendiera. Pero ahora todo mi instinto profesional estaba excitado. Aunque él fuera mi jefe en otro sitio, en un cuarto de un enfermo yo era el suyo. -Holmes -dije-, usted no es usted mismo. Un enfermo es sólo un niño, y así le voy a tratar. Quiéralo o no, voy a examinar sus síntomas y lo voy a tratar. Me miró con ojos venenosos. -Si debo tener un médico, quiéralo o no, por lo menos que sea uno en quien tenga confianza dijo.
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-¿Entonces no la tiene en mí? -En su amistad, ciertamente. Pero los hechos son los hechos, Watson, y después de todo, usted es sólo un médico general de experiencia muy limitada y de títulos mediocres. Es doloroso tener que decir estas cosas, pero me obliga a ello. Me sentí muy ofendido. -Tal observación no es digna de usted, Holmes. Me muestra muy claramente el estado de sus nervios. Pero si no tiene confianza en mí, no le impondré mis servicios. Traigamos a sir Jasper Meek, o Penrose Fisher, o cualquiera de los mejores de Londres. Pero alguno tiene que aceptar, y eso es definitivo. Si cree que voy a quedarme aquí quieto, viéndole morir sin ayudarle bien por mí mismo o bien trayendo otro para que le ayude, se ha equivocado de persona. -Tiene buenas intenciones, Watson -dijo el enfermo, con algo entre un sollozo y un gemido-. ¿Tengo que demostrarle su propia ignorancia? ¿Qué sabe usted, por favor, de la fiebre Tapanuli? ¿Qué sabe de la corrupción negra de Formosa? -No he oído hablar de ninguna de las dos cosas. -En Oriente, Watson, hay muchos problemas de enfermedades, muchas posibilidades patológicas extrañas. -Se contenía después de cada frase para concentrar su menguante energía-. He aprendido mucho en algunas investigaciones recientes de índole médico-criminal. En el transcurso de ellas he dado con esa enfermedad. Usted no puede hacer nada. -Quizá no. Pero por casualidad sé que el doctor Ainstree, la mayor autoridad viviente en enfermedades tropicales, está ahora en Londres. Es inútil toda protesta, Holmes. Voy a buscarle ahora mismo -y me dirigí decidido hacia la puerta. ¡Nunca he sufrido tal choque! En un momento, con un salto de tigre, el agonizante me había interceptado. Oí el brusco chasquido de una llave al girar. Un momento después, volvió tambaleante a su cama, agotado y jadeante después de esa única llamarada de energía. -No me quitará la llave por la fuerza, Watson. Ya le tengo, amigo mío. Aquí está, y aquí se quedará hasta que yo disponga otra cosa. Pero le seguiré el humor. -Todo eso en breves jadeos, con terribles luchas en medio, buscando aliento-. Sólo piensa usted en mi propio bien. Se saldrá con la suya, pero déme tiempo de reunir fuerzas. Ahora no, Watson, ahora no. Son las cuatro. A las seis se puede ir. -Eso es una locura, Holmes. -Sólo dos horas, Watson. Le prometo que se irá a las seis. ¿Está contento de esperar? -Parece que no tengo alternativa. -En absoluto, Watson. Gracias, no necesito ayuda para arreglar la ropa de la cama. Usted, por favor, guarde la distancia. Bueno, Watson, sólo hay otra condición que yo pondría. Usted buscará ayuda, pero no del médico que ha mencionado, sino del que elija yo. -No faltaba más. -Las tres primeras palabras sensatas que ha pronunciado desde que entró en este cuarto, Watson. Ahí encontrará algunos libros. Estoy un tanto agotado; no sé cómo se sentirá una batería cuando vierte la electricidad en un no-conductor. A las seis, Watson, reanudaremos
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nuestra conversación. Pero estaba destinada a reanudarse mucho antes de esa hora, y en circunstancias que me ocasionaron una sacudida sólo inferior a la causada por su salto a la puerta. Yo llevaba varios minutos mirando la silenciosa figura que había en la cama. Tenía la cara casi cubierta y parecía dormir. Entonces, incapaz de quedarme sentado leyendo, me paseé despacio por el cuarto, examinando los retratos de delincuentes célebres con que estaba adornado. Al fin, en mi paseo sin objetivo, llegué ante la repisa de la chimenea. Sobre ella se dispersaba un caos de pipas, bolsas de tabaco, jeringas, cortaplumas, cartuchos de revólver y otros chismes. En medio de todo esto, había una cajita blanca y negra, de marfil, con una tapa deslizante. Era una cosita muy bonita; había extendido yo la mano para examinarla más de cerca cuando… Fue terrible el grito que dio…, un aullido que se podía haber oído desde la calle. Sentí frío en la piel y el pelo se me erizó de tan horrible chillido. Al volverme, vislumbré un atisbo de cara convulsa y unos ojos frenéticos. Me quedé paralizado, con la cajita en la mano. -¡Deje eso! Déjelo al momento, Watson…, ¡al momento, digo! -Cuando volví a poner la caja en la repisa, su cabeza volvió a hundirse en la almohada, y lanzó un hondo suspiro de alivio-. Me molesta que se toquen mis cosas, Watson. Ya sabe que me molesta. Usted enreda más de lo tolerable. usted, un médico…, es bastante como para mandar a un paciente al manicomio. ¡Siéntese, hombre, y déjeme reposar! Ese incidente dejó en mi ánimo una impresión muy desagradable. La violenta excitación sin motivo, seguida por esa brutalidad de lenguaje, tan lejana de su acostumbrada suavidad, me mostraba qué profunda era la desorganización de su mente. De todas las ruinas, la de una mente noble es la más deplorable. Yo seguí sentado en silenciosa depresión hasta que pasó el tiempo estipulado. El parecía haber observado el reloj tanto como yo, pues apenas eran las seis cuando empezó a hablar con la misma excitación febril de antes. -Bueno, Watson -dijo-. ¿Lleva cambio en el bolsillo? -Si. -¿Algo de plata? -Bastante. -¿Cuántas coronas? -Tengo cinco. -¡Ah, demasiado pocas! ¡Demasiado pocas! ¡Qué mala suerte, Watson! Sin embargo, tal como son, métaselas en el bolsillo del reloj, y todo su otro dinero, en el bolsillo izquierdo del pantalón. Gracias. Así se equilibrará mucho mejor. Era una locura delirante. Se estremeció y volvió a emitir un ruido entre la tos y el sollozo. -Ahora encienda el gas, Watson, pero tenga mucho cuidado de que ni por un momento pase de la mitad. Le ruego que tenga cuidado, Watson. Gracias, así está muy bien. No, no hace falta que baje la cortinilla. Ahora tenga la bondad de poner unas cartas y papeles en esa mesa a mi alcance. Gracias. Ahora algo de esos trastos de la repisa. ¡Excelente, Waton! Ahí hay unas pinzas de azúcar. Tenga la bondad de levantar con ayuda de ellas esa cajita de marfil. Póngala ahí entre los papeles. ¡Bien! Ahora puede ir a buscar al señor Culverton Smith, en Lower Street, 13.
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-Nunca he oído tal nombre -dije. -Quizá no, mi buen Watson. A lo mejor le sorprende saber que el hombre que más entiende en el mundo sobre esta enfermedad no es un médico, sino un plantador. El señor Culverton Smith es un conocido súbdito de Sumatra, que ahora se encuentra de viaje en Londres. Una irrupción de esta enfermedad en su plantación, que estaba muy lejos de toda ayuda médica, le hizo estudiarla él mismo, con consecuencias de gran alcance. Es una persona muy metódica, y no quise que se pusiera usted en marcha antes de las seis porque sabía muy bien que no lo encontraría en su estudio. Si pudiera persuadirle para que viniera aquí y nos hiciera beneficiarios de su experiencia impar en esta enfermedad, cuya investigación es su entretenimiento favorito, no dudo que me ayudaría. Doy las palabras de Holmes como un todo consecutivo, y no voy a intentar reproducir cómo se interrumpían con jadeos tratando de recobrar el aliento y con apretones de manos que indicaban el dolor que sufría. Su aspecto había empeorado en las pocas horas que llevaba yo con él. Sus colores febriles estaban más pronunciados, los ojos brillaban más desde unos huecos más oscuros, y un sudor frío recorría su frente. Sin embargo, conservaba su confiada vivacidad de lenguaje. Hasta el último jadeo, seguiría siendo el jefe. -Le dirá exactamente cómo me ha dejado -dijo-. Le transmitirá la misma impresión que hay en su mente, un agonizante, un agonizante que delira. En efecto, no puedo pensar por qué todo el cauce del océano no es una masa maciza de ostras, si tan prolíficas parecen. ¡Ah, estoy disparatando! ¡Qué raro, cómo el cerebro controla el cerebro! ¿Qué iba diciendo, Watson? Mis instrucciones para el señor Culverton Smith. Ah, sí, ya me acuerdo. Mi vida depende de eso. Convénzale, Watson. No hay buenas relaciones entre nosotros. Su sobrino, Watson…, sospechaba yo algo sucio y le permití verlo. El muchacho murió horriblemente. Tiene un agravio contra mí. Usted le ablandará, Watson. Ruéguele, pídaselo, tráigale aquí como sea. El puede salvarme, ¡sólo él! -Le traeré un coche de punto, si le tengo que traer como sea. -No haga nada de eso. Usted le convecerá para que venga. Y luego volverá antes que él. Ponga alguna excusa para no volver con él. No lo olvide, Watson. No me vaya a fallar. Usted nunca me ha fallado. Sin duda, hay enemigos naturales que limitan el aumento de las criaturas. Usted y yo, Watson, hemos hecho nuestra parte. ¿Va a quedar el mundo, entonces, invadido por las ostras? ¡No, no, es horrible! Transmítale todo lo que hay en su mente. Le dejé con la imagen de ese magnífico intelecto balbuceando como un niño estúpido. El me había entregado la llave, y con una feliz ocurrencia, me la llevé conmigo, no fuera a cerrar él mismo. La señora Hudson esperaba, temblaba y lloraba en el pasillo. Detrás de mí, al salir del piso, oí la voz alta y fina de Holmes en alguna salmodia delirante. Abajo, mientras yo silbaba llamando a un coche de punto, se me acercó un hombre entre la niebla. -¿Cómo está el señor Holmes? -preguntó. Era un viejo conocido, el inspector Morton, de Scotland Yard, vestido con ropas nada oficiales. -Está muy enfermo -contesté. Me miró de un modo muy raro. Si no hubiera sido demasiado diabólico, podría haber imaginado que la luz del farol de gas mostraba exultación en su cara. -Había oído rumores de eso -dijo.
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El coche me esperaba ya y le dejé. Lower Burke Street resultó ser una línea de bonitas casas extendidas en la vaga zona limítrofe entre Notting Hill y Kensington. La casa ante la cual se detuvo mi cochero tenía un aire de ufana y solemne respetabilidad en sus verjas de hierro pasadas de moda, su enorme puerta plegadiza y sus dorados relucientes. Todo estaba en armonía con un solemne mayordomo que apareció enmarcado en el fulgor rosado de una luz eléctrica coloreada que había detrás de él. -Sí, el señor Culverton Smith está en casa. ¡El doctor Watson! Muy bien, señor, subiré su tarjeta. Mi humilde nombre y mi título no parecieron impresionar al señor Culverton Smith. A través de la puerta medio abierta oí una voz aguda, petulante y penetrante: -¿Quién es esa persona? ¿Qué quiere? Caramba, Staples, ¿cuántas veces tengo que decir que no quiero que me molesten en mis horas de estudio? Hubo un suave chorro de respetuosas explicaciones por parte del mayordomo. -Bueno, no lo voy a ver, Staples, no puedo dejar que se interrumpa así mi trabajo. No estoy en casa. Dígaselo. Dígale que venga por la mañana si quiere verme realmente. Otra vez el suave murmullo. -Bueno, bueno, déle ese recado. Puede venir por la mañana o puede no volver. Mi trabajo no tiene que sufrir obstáculos. Pensé en Holmes revolviéndose en su lecho de enfermo, y contando los minutos, quizá, hasta que pudiera proporcionarle ayuda. No era un momento como para detenerse en ceremonias. Su vida dependía de mi prontitud. Antes de que aquél mayordomo, todo excusas, me entregara su mensaje, me abrí paso de un empujón, dejándole atrás, y estaba ya en el cuarto. Con un agudo grito de cólera, un hombre se levantó de una butaca colocada junto al fuego. Vi una gran cara amarilla, de áspera textura y grasienta, de pesada sotabarba, y unos ojos huraños y amenazadores que fulguraban hacía mí por debajo de unas pobladas cejas color de arena. Su alargada cabeza calva llevaba una gorrita de estar en casa, de terciopelo, inclinada con coquetería hacia un lado de su curva rosada. El cráneo era de enorme capacidad, y sin embargo, bajando los ojos, vi con asombro que la figura de ese hombre era pequeña y frágil, y retorcida por los hombros y la espalda como quien ha sufrido raquitismo desde su infancia. -¿Qué es esto? -gritó con voz aguda y chillona-. ¿Qué significa esa intrusión? ¿No le mandé recado de que viniera mañana por la mañana? -Lo siento -dije-, pero el asunto no se puede aplazar. El señor Sherlock Holmes… El pronunciar el nombre de mi amigo tuvo un extraordinario efecto en el hombrecillo. El aire de cólera desapareció en un momento de su cara, y sus rasgos se pusieron tensos y alertados. -¿Viene de parte de Holmes? -preguntó. -Acabo de dejarle. -¿Qué hay de Holmes? ¿Cómo está?
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-Está desesperadamente enfermo. Por eso he venido. El hombre mi hizo señal de que me sentara en una butaca y se volvió para sentarse otra vez en la suya. Al hacerlo así, vislumbré un atisbo de su cara en el espejo de encima de la chimenea. Hubiera podido jurar que mostraba una maliciosa y abominable sonrisa. Pero me convencí de que debía ser alguna contracción nerviosa que yo había sorprendido, pues un momento después se volvió hacia mí con auténtica preocupación en sus facciones. -Lamento saberlo -dijo-. Sólo conozco al señor Holmes a través de algunos asuntos de negocios que hemos tenido, pero siento gran respeto hacia su talento y su personalidad. Es un aficionado del crimen, como yo de la enfermedad. Para él, el delincuente; para mí, el microbio. Ahí están mis prisiones -continuó, señalando una hilera de botellas y tarros en una mesita lateral-. Entre esos cultivos de gelatina, están cumpliendo su condena algunos de los peores delincuentes del mundo. -Por su especial conocimiento del tema, es por lo que deseaba verle el señor Holmes. Tiene una elevada opinión de usted, y pensó que era la única persona en Londres que podría ayudarle. El hombrecillo se sobresaltó, y la elegante gorrita resbaló al suelo. -¿Por qué? -preguntó-. ¿Por qué iba a pensar el señor Holmes que yo le podía ayudar en su dificultad? -Por su conocimiento de las enfermedades orientales. -Pero ¿por qué iba a pensar que esa enfermedad que ha contraído es oriental? -Porque en unas averiguaciones profesionales, ha trabajado con unos marineros chinos en los muelles. -El señor Culverton Smith sonrió agradablemente y recogió su gorrita. -Ah, es eso -dijo-, ¿es eso? Confío en que el asunto no sea tan grave como usted supone. ¿Cuánto tiempo lleva enfermo? -Unos tres días. -¿Con delirios? -De vez en cuando. -¡Vaya, vaya! Eso parece serio. Sería inhumano no responder a su llamada. Lamento mucho esta interrupción en mi trabajo, doctor Watson, pero este caso ciertamente es excepcional. Iré con usted enseguida. Recordé la indicación de Holmes. -Tengo otro recado que hacer -dije. -Muy bien. Iré solo. Tengo anotada la dirección del señor Holmes. Puede estar seguro de que estaré allí antes de media hora. Volví a entrar en la alcoba de Holmes con el corazón desfalleciente. Tal como lo dejé, en mi ausencia podía haber ocurrido lo peor. Para mi enorme alivio, había mejorado mucho en el
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intervalo. Su aspecto era tan espectral como antes, pero había desaparecido toda huella de delirio y hablaba con una voz débil, en verdad, pero con algo de su habitual claridad y lucidez. -Bueno, ¿le ha visto, Watson? -Si, ya viene. -¡Admirable, Watson! ¡Admirable! Es usted el mejor de los mensajeros. -Deseaba volver conmigo. -Eso no hubiera valido, Watson. Sería obviamente imposible. ¿Preguntó que enfermedad tenía yo? -Le hablé de los chinos en el East End. -¡Exactamente! Bueno, Watson, ha hecho todo lo que podía hacer un buen amigo. Ahora puede desaparecer de la escena. -Debo esperar a oír su opinión, Holmes. -Claro que debe. Pero tengo razones para suponer que esa opinión será mucho más franca y valiosa si se imaginara que estamos solos. Queda el sitio justo detrás de la cabecera de mi cama. -¡Mi querido Holmes! -Me temo que no hay alternativa, Watson. El cuarto no se presta a esconderse, pero es preciso que lo haga, en cuanto que es menos probable que despierte sospechas. Pero ahí mismo, Watson, se me antoja que podría hacerse el trabajo. -De repente se incorporó con rígida atención en su cara hosca-. Ya se oyen las ruedas, Watson. ¡Pronto, hombre, si de verdad me aprecia! Y no se mueva, pase lo que pase…, pase lo que pase, ¿me oye? ¡No hable! ¡No se mueva! escuche con toda atención. Luego, en un momento, desapareció su súbito acceso de energía, y sus palabras dominantes y llenas de sentido se extinguieron en los sordos y vagos murmullos de un hombre delirante. Desde el escondite donde me había metido tan rápidamente, oí los pasos por la escalera, y la puerta de la alcoba que se abría y cerraba. Luego, para mi sorpresa, hubo un largo silencio, roto sólo por el pesado aliento y jadeo del enfermo. Pude imaginar que nuestro visitante estaba de pie junto a la cama y miraba al que sufría. Por fin se rompió ese extraño silencio. -¡Holmes! -gritó-. ¡Holmes! -con el tono insistente de quien despierta a un dormido-. ¿Me oye, Holmes? -Hubo un roce, como si hubiera sacudido bruscamente al enfermo por el hombro. -¿Es usted, señor Smith? -susurró Holmes-. Apenas me atrevería a esperar que viniera. El otro se rió. -Ya me imagino que no -dijo-. Y sin embargo, ya ve que estoy aquí. ¡Remordimientos de conciencia! -Es muy bueno de su parte, muy noble. Aprecio mucho sus especiales conocimientos.
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Nuestro visitante lanzó una risita. -Claro que sí. Por suerte, usted es el único hombre en Londres que los aprecia. ¿Sabe lo que le pasa? -Lo mismo -dijo Holmes. -¡Ah! ¿Reconoce los síntomas? -De sobra. -Bueno, no me extrañaría, Holmes. No me extrañaría que fuera lo mismo. Una mala perspectiva para usted si lo es. El pobre Víctor se murió a los cuatro días; un muchacho fuerte, vigoroso. Como dijo usted, era muy chocante que hubiera contraído una extraña enfermedad, que, además, yo había estudiado especialmente. Singular coincidencia, Holmes. Fue usted muy listo al darse cuenta, pero poco caritativo al sugerir que fuera causa y efecto. -Sabía que lo hizo usted. -¿Ah, sí? Bueno, usted no pudo probarlo, en todo caso. Pero ¿qué piensa de usted mismo, difundiendo informes así sobre mí, y luego arrastrándose para que le ayude en el momento en que está en apuros? Qué clase de juego es éste, ¿eh? Oí el aliento ronco y trabajoso del enfermo. -¡Déme agua! -jadeó. -Está usted cerca de su fin, amigo mío, pero no quiero que se vaya hasta que tenga yo unas palabras con usted. Por eso le doy agua. Ea, ¡no la vierta por ahí! Está bien. ¿Entiende lo que le digo? Holmes gimió. -Haga por mí lo que pueda. Lo pasado, pasado -susurró-. Yo me quitaré de la cabeza esas palabras: juro que lo haré. Sólo cúreme y lo haré. -Olvidará, ¿qué? -Bueno, lo de la muerte de Víctor Savage. Usted casi reconoció que lo había hecho. Lo olvidaré. -Puede olvidarlo o recordarlo, como le parezca. No le veo declarando en la tribuna de los testigos. Le veo entre otras maderas de forma muy diferente, mi buen Holmes, se lo aseguro. No me importa nada que sepa cómo murió mi sobrino. No es de él de quien hablamos. Es de usted. -Sí, sí. -El tipo que vino a buscarme, no recuerdo cómo se llama, dijo que había contraído esa enfermedad en el East End entre los marineros. -Sólo así me lo puedo explicar. -Usted está orgulloso de su cerebro, Holmes, ¿verdad? Se considera listo, ¿no? Esta vez se ha encontrado con otro más listo. Ahora vuelva la vista atrás, Holmes. ¿No se imagina de otro
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modo cómo podría haber contraído eso? -No puedo pensar. He perdido la razón. ¡Ayúdeme, por Dios! -Sí, le ayudaré. Le ayudaré a entender dónde está y cómo ha venido a parar a esto. Me gustaría que lo supiera antes de morir. -Déme algo para aliviarme el dolor. -Es doloroso, ¿verdad? Sí, los coolíes solían chillar un poco al final. Le entra como un espasmo, imagino. -Sí, sí; es un espasmo. -Bueno, de todos modos, puede oír lo que digo. ¡Escuche ahora! ¿No recuerda algún incidente desacostumbrado en su vida poco antes de que empezaran sus síntomas? -No, no, nada. -Vuelva a pensar. -Estoy demasiado mal para pensar. -Bueno, entonces, le ayudaré. ¿Le llegó algo por correo? -¿Por correo? -¿Una caja, por casualidad? -Me desmayo. ¡Me muero! -¡Escuche, Holmes! -hubo un ruido como si sacudiera al agonizante, y yo hice lo que pude para seguir callado en mi escondite-. Debe oírme. Me va a oír. ¿Recuerda una caja; una caja de marfil? Llegó el miércoles. Usted la abrió, ¿recuerda? -Sí, sí, la abrí. Dentro había un resorte agudo. Alguna broma… -No fue una broma, como verá a su propia costa. Idiota, usted se empeño y ya lo tiene. ¿Quién le mandó cruzarse en mi camino? Si me hubiera dejado en paz, yo no le habría hecho nada. -Recuerdo -jadeó Holmes-. ¡El resorte! Me hizo sangre. Esa caja… está en la mesa. -¡Esa misma, caramba! Y más vale que salga del cuarto en mi bolsillo. Aquí va su último jirón de pruebas. Pero ya tiene la verdad, Holmes, y puede morirse sabiendo que yo le maté. Usted sabía demasiado del destino de Víctor Savage, así que le he enviado a compartirlo. Está usted muy cerca de su final, Holmes. Me quedaré aquí sentado y le veré como se muere. La voz de Holmes había bajado a un susurro casi inaudible. -¿Qué es eso? -dijo Smith-. ¿Subir el gas? Ah, las sombras empiezan a caer, ¿verdad? Sí, lo subiré para que me vea mejor. -Cruzó el cuarto y la luz de repente se hizo más brillante-. ¿Hay algún otro servicio que pueda hacerle, amigo mío?
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-Un fósforo y un cigarrillo. Casi grité de alegría y asombro. Hablaba con su voz natural; un poco débil, quizá, pero la misma que yo conocía. Hubo una larga pausa y noté que Culverton estaba parado, mirando mudo de asombro a su compañero. -¿Qué significa esto? -le oí decir al fin, en tono seco y ronco. -El mejor modo de representar un personaje -dijo Holmes-. Le doy mi palabra de que desde hace tres días no he probado de comer ni de beber hasta que usted ha tenido la bondad de darme un vaso de agua. Pero el tabaco es lo que encuentro más molesto. Ah, ahí unos cigarrillos. -Oí rascar un fósforo-. Esto está mucho mejor. ¡Hola, hola! ¿Oigo los pasos de un amigo? Fuera se oyeron unas pisadas, se abrió la puerta y apareció el inspector Morton. -Todo está en orden y aquí tiene a su hombre -dijo Holmes. El policía hizo las advertencias de rigor. -Le detengo acusado del asesinato de un tal Víctor Savage -concluyo. -Y podría añadir que por intento de asesinato de un tal Sherlock Holmes -observó mi amigo con una risita-. Para ahorrar molestias a un inválido, el señor Culverton Smith tuvo la bondad de dar nuestra señal subiendo el gas. Por cierto, el detenido tiene en el bolsillo derecho de la chaqueta una cajita que valdría más quitar de en medio. Gracias. Yo la trataría con cuidado si fuera usted. Déjela ahí. Puede desempeñar su papel en el juicio. Hubo una súbita agitación y un forcejeo, seguido por un ruido de hierro y un grito de dolor. -No conseguirá más que hacerse daño -dijo el inspector-. Estése quieto, ¿quiere? Sonó el ruido de las esposas al cerrarse. -¡Bonita trampa! -gritó la voz aguda y gruñona-. Esto le llevará al banquillo a usted, Holmes, no a mí. Me pidió que viniera aquí a curarle. Me compadecí y vine. Ahora sin duda inventará que he dicho algo para apoyar sus sospechas demenciales. Puede mentir como guste, Holmes. Mi palabra es tan buena como la suya. -¡Válgame Dios! -gritó Holmes-. Se me había olvidado del todo. Mi quiero Watson, le debo mil excusas. ¡Pensar que le he pasado por alto! No necesito presentarle al señor Culverton Smith, ya que entiendo que le ha conocido antes, esta tarde. ¿Tiene abajo el coche a punto? Le seguiré en cuanto me vista; quizá sea útil en la comisaría. »Nunca me había hecho más falta -dijo Holmes, mientras se reanimaba con un vaso de borgoña y unas galletas, en los intervalos de su arreglo-. De todos modos, como usted sabe, mis costumbres son irregulares, y tal hazaña significa que mí menos que para la mayoría de los hombres. Era esencial que hiciera creer a la señora Hudson en la realidad de mi situación, puesto que ella debía de transmitírsela a usted. ¿No se habrá ofendido, Watson? Se dará cuenta de que, entre sus muchos talentos, no hay lugar para el disimulo. Nunca habría sido capaz de darle a Smith la impresión de que su presencia era urgentemente necesaria, lo cual era el punto vital de todo el proyecto. Conociendo su naturaleza vengativa, seguro que vendría a ver su obra.
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-Pero ¿y su aspecto, Holmes, su cara fantasmal? -Tres días de completo ayuno no mejoran la belleza de uno, Watson. Por lo demás, pasando una esponja con vaselina por la frente y poniendo belladona en los ojos, colorete en los pómulos y costras de cera en los labios, se puede producir un efecto muy satisfactorio. Fingir enfermedades es un tema sobre el que he pensado a veces escribir una monografía. Un poco de charla ocasional sobre medias coronas, ostras o cualquier otro tema extraño produce suficiente impresión de delirio. -Pero, ¿por qué no me quiso dejar que me acercara, puesto que en realidad no había infección? -¿Y usted lo pregunta, querido Watson? ¿Se imagina que no tengo respeto a su talento médico? ¿Podía imaginar yo que su astuto juicio iba a aceptar a un agonizante que, aunque débil, no tenía el pulso ni la temperatura anormales? A cuatro pasos se le podía engañar. Si no conseguía engañarle, ¿quién iba a traer a Smith a mi alcance? No, Watson, yo no tocaría esa caja. Puede ver, si la mira de lado, el resorte agudo que sale cuando se abre, como un colmillo de víbora. Me atrevo a decir que fue con un recurso así con lo que halló la muerte el pobre Savage, que se interponía entre ese monstruo y una herencia. Sin embargo, como sabe, mi correspondencia es muy variada, y estoy un tanto en guardia contra cualquier paquete que me llegue. Pero me pareció que fingiendo que él había conseguido realmente su propósito, podría arrancarle una confesión. Y he realizado ese proyecto con la perfección del verdadero artista. Gracias, Watson, tiene que ayudarme a ponerme la chaqueta. Cuando hayamos acabado en la comisaría, creo que no estaría de más tomar algo nutritivo en Simpson’s.
Arthur Conan Doyle
La señorita de compañía -Ahora usted, doctor Lloyd -dijo la señorita Helier-, ¿no conoce alguna historia espeluznante? Le sonrió con aquella sonrisa que cada noche embrujaba al público que acudía al teatro. Jane Helier era considerada la mujer más hermosa de Inglaterra y algunas de sus compañeras de profesión, celosas de ella, solían decirse entre ellas: Claro que Jane no es una artista. No sabe actuar, en el verdadero sentido de la palabra. ¡Son esos ojos...! Y esos ojos estaban en aquel momento mirando suplicantes al solterón y anciano doctor que durante los cinco últimos años había atendido todas las dolencias de los habitantes del pueblo de St. Mary Mead. Con un gesto inconsciente, el médico tiró hacia abajo de las puntas de su chaleco (que empezaba a quedársele estrecho) y buscó afanosamente en su memoria algún recuerdo para no decepcionar a la encantadora criatura que se dirigía a él con tanta confianza. -Esta noche me gustaría sumergirme en el crimen -dijo Jane con aire soñador. -Espléndido -exclamó su anfitrión, el coronel Bantry-. Espléndido, espléndido. -Y lanzó su potente risa militar-. ¿No te parece, Dolly? Su esposa, reclamada tan bruscamente a las exigencias de la vida social (mentalmente estaba planeando qué flores plantaría la próxima primavera), convino con entusiasmo: -Claro que es espléndido -dijo de corazón, aunque sin saber de qué se trataba-. Siempre lo he
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pensado. -¿De veras, querida? -preguntó la señorita Marple cuyos ojos parpadearon rápidamente. -En St. Mary Mead no tenernos muchos casos espeluznantes... y menos en el terreno criminal, señorita Helier -dijo el doctor Lloyd. -Me sorprende usted -dijo don Henry Clithering, ex comisionado de Scotland Yard, vuelto hacia la señorita Marple-. Siempre he pensado, por lo que he oído decir a nuestra amiga, que St. Mary Mead es un verdadero nido de crímenes y perversión. -¡Oh, don Henry! -protestó la señorita Marple mientras sus mejillas enrojecían-. Estoy segura de no haber dicho nunca semejante cosa. Lo único que he dicho alguna vez es que la naturaleza humana es la misma en un pueblo que en cualquier parte, sólo que aquí uno tiene oportunidad y tiempo para estudiarla más de cerca. -Pero usted no ha vivido siempre aquí -dijo Jane Helier dirigiéndose al médico-. Usted ha estado en toda clase de sitios extraños y en diversas partes del mundo, lugares donde sí ocurren cosas. -Es cierto, desde luego -dijo el doctor Lloyd pensando desesperadamente-. Sí claro, sí... ¡Ah! ¡Ya lo tengo! Y se reclinó en su butaca con un suspiro de alivio. -De esto hace ya algunos años y casi lo había olvidado. Pero los hechos fueron realmente extraños, muy extraños. Y también la coincidencia que me ayudó a desvelar finalmente el misterio. La señorita Helier acercó su silla un poco más hacia él, se pintó los labios y aguardó impaciente. Los demás también volvieron sus rostros hacia el doctor. -No sé si alguno de ustedes conoce las Islas Canarias -empezó a decir el médico. -Deben de ser maravillosas -dijo Jane Helier-. Están en los Mares del Sur, ¿no? ¿O están en el Mediterráneo? -Yo las visité camino de Sudáfrica -dijo el coronel-. Es muy hermosa la vista del Teide, en Tenerife, iluminado por el sol poniente. -El incidente que voy a referirles -continuó el médico- sucedió en la isla de Gran Canaria, no en Tenerife. Hace ahora muchos años ya. Mi salud no era muy buena y me vi obligado a dejar mi trabajo en Inglaterra y marcharme al extranjero. Estuve ejerciendo en Las Palmas, que es la capital de Gran Canaria. En cierto modo, allí disfruté mucho. El clima es suave y soleado, excelente playa (yo soy un bañista entusiasta) y la vida del puerto me atraía sobremanera. Barcos de todo el mundo atracan en Las Palmas. Yo acostumbraba a pasear por el muelle cada mañana, más interesado que una dama que pasara por una calle de sombrererías. "Corno les decía, barcos procedentes de todas las partes del mundo atracan en Las Palmas. Algunas veces hacían escala unas horas y otras un día o dos. En el hotel principal, el Metropol, se veían gentes de todas razas y nacionalidades, aves de paso. Incluso los que se dirigían a Tenerife se quedaban unos días antes de pasar a la otra isla. "Mi historia comienza allí, en el hotel Metropol, un jueves por la noche del mes de enero. Se celebraba un baile y yo contemplaba la escena sentado en una mesa con un amigo mío. Había
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algunos ingleses y gentes de otras nacionalidades, pero la mayoría de los que bailaban eran españoles. Cuando la orquesta inició los compases de un tango, sólo media docena de parejas de esta nacionalidad permanecieron en la pista. Todos bailaban admirablemente mientras nosotros los contemplábamos. Una mujer en particular despertó vivamente nuestra admiración. Alta, hermosa e insinuante, se movía con la gracia de una pantera. Había algo peligroso en ella. Así se lo dije a mi compañero, que se mostró de acuerdo conmigo. "-Las mujeres como ésta -me dijo- suelen tener historia. No pasan por la vida con más pena que gloria. "-La hermosura es quizá la riqueza más peligrosa -repliqué. "-No es sólo su belleza -insistió-. Hay algo más. Mírela de nuevo. A esa mujer han de sucederle cosas o sucederán por su causa. Como le digo, la vida no pasa de largo junto a una mujer así. Estoy seguro de que se verá rodeada de sucesos extraños y excitantes. Sólo hay que mirarla para comprenderlo. "Hizo una pausa y luego agregó con una sonrisa. "-Igual que sólo hay que mirar a esas dos mujeres de ahí, para saber que nada extraordinario puede sucederles a ninguna de ellas. Han nacido para llevar una existencia segura y tranquila. "Seguí su mirada. Las dos mujeres a las que se refería eran dos viajeras que acababan de llegar. Un buque holandés había entrado en el puerto aquella noche y sus pasajeros llegaban al hotel. "Al mirarlas comprendí en el acto lo que quiso decir mi amigo. Eran dos señoras inglesas, el tipo clásico de viajera inglesa que se encuentra en el extranjero. Las dos debían rayar los cuarenta años. Una era rubia y un poco... sólo un poco llenita. La otra era morena y un poco... también sólo un poco exageradamente delgada. Estaban lo que se ha dado en llamar bien conservadas: vestían trajes de buen corte poco ostentosos y no llevaban ninguna clase de maquillaje. Tenían la tranquila prestancia de la mujer inglesa, bien educada y de buena familia. Ninguna de las dos tenía nada de particular. Eran iguales a miles de sus compatriotas: verían lo que quisieran ver, asistidas por sus guías Baedeker, y estarían ciegas a todo lo demás. Acudirían a la biblioteca inglesa y a la iglesia anglicana en cualquier lugar donde se encontrasen, y era probable que una de las dos pintara de vez en cuando. Como mi amigo había dicho, nada excitante o extraordinario habría de ocurrirle nunca a ninguna de las dos por mucho que viajaran alrededor de medio mundo. Aparté mis ojos de ellas para mirar de nuevo a nuestra sensual española de provocativa mirada y sonreí." -¡Pobrecillas! -dijo Jane Helier con un suspiro-. Me parece estúpido que las personas no saquen el mayor partido posible de sí mismas. Esa mujer de Bond Street, Valentine, es realmente maravillosa. Audrey Denman es cliente suya, ¿y la han visto ustedes en La Pendiente? En el primer acto, en el papel de una colegiala está realmente maravillosa. Y sin embargo, Audrey tiene más de cincuenta años. En realidad, da la casualidad de que sé de muy buena tinta que anda muy cerca de los sesenta. -Continúe -dijo la señora Bantry al doctor Lloyd-. Me encantan las historias de sensuales bailarinas españolas. Me hacen olvidar lo gorda y vieja que soy. -Lo siento -dijo el doctor Lloyd a modo de disculpa-, pero, a decir verdad, mi historia no se refiere a la española. -¿No?
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-No. Como suele suceder, mi amigo estaba equivocado. A la belleza española no le ocurrió nada excitante. Se casó con un empleado de una compañía naviera y, cuando yo abandoné la isla, tenía ya cinco hijos y estaba engordando mucho. -Igual que la hija de Israel Peters -comentó la señorita Marple-. La que se hizo actriz y tenía unas piernas tan bonitas que no tardó en lograr el papel de protagonista. Todo el mundo decía que acabaría mal, pero se casó con un viajante de comercio y sentó la cabeza. -El paralelismo pueblerino -murmuró don Henry. -Efectivamente -continuó el médico-, mi historia se refiere a las dos damas inglesas. -¿Les ocurrió algo? -preguntó la señorita Helier. -Sí, y precisamente al día siguiente. -¿Sí? -dijo la señora Bantry intrigada. -Al salir aquella noche, sólo por curiosidad, miré el libro de registro del hotel y encontré sus nombres con facilidad. Eran la señora Mary Barton y la señorita Amy Durrant, de Little Paddocks, Caughton Weir, Bucks. Poco imaginaba entonces lo pronto que iba a encontrar de nuevo a las propietarias de aquellos nombres y en qué trágicas circunstancias. "Al día siguiente había planeado ir de excursión con unos amigos. Teníamos que atravesar la isla en automóvil, llevándonos la comida hasta un lugar llamado (apenas lo recuerdo, ¡ha pasado tanto tiempo!) Las Nieves, una bahía resguardada donde podíamos bañarnos si ése era nuestro deseo. Seguimos el programa tal como habíamos pensado, si exceptuamos el hecho de que salimos más tarde de lo previsto y nos detuvimos por el camino para comer, por lo que llegamos a Las Nieves a tiempo para bañarnos antes de la hora del té. "Al aproximarnos a la playa, percibimos en seguida una gran conmoción. Todos los habitantes del pequeño pueblecito parecían haberse reunido en la orilla y, en cuanto nos vieron, corrieron hacia el coche y empezaron a explicarnos lo ocurrido con gran excitación. Como nuestro español no era demasiado bueno, me costó bastante entenderlo, pero al fin lo logré. "Dos de esas chaladas inglesas habían ido allí a bañarse y una se alejó demasiado de la orilla y no pudo volver. La otra acudió en su auxilio para intentar traerla a la playa, pero le fallaron las fuerzas y se hubiera ahogado también de no ser porque un hombre salió en un bote y las recogió, aunque la primera estaba más allá de toda ayuda. "Tan pronto como supe lo que ocurría, aparté a la multitud y corrí hasta la playa. Al principio no reconocí a las dos mujeres. El traje de baño negro en que se enfundaba la figura rolliza y la apretada gorra de baño verde me impidieron reconocerla cuando alzó la cabeza mirándome con ansiedad. Estaba arrodillada junto al cuerpo de su amiga tratando de hacerle unos torpes remedos de respiración artificial. Cuando le dije que era médico lanzó un suspiro de alivio y yo le mandé que fuera en seguida a una de las casas a darse una buena fricción y a ponerse ropa seca. Una de las señoras que venía con nosotros la acompañó. Me puse a trabajar para devolver la vida a la ahogada, pero fue en vano. Era evidente que había dejado de existir y al fin tuve que darme por vencido. "Me reuní con los otros en la casita de un pescador, donde tuve que dar la mala noticia. La superviviente se había vestido ya y entonces la reconocí inmediatamente como una de las recién llegadas de la noche anterior. Recibió la mala nueva con bastante calma y era evidente que el horror de lo ocurrido la había impresionado más que cualquier otro sentimiento personal.
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"-Pobre Amy -decía-. Pobre, pobrecita Amy. Había deseado tanto poderse bañar aquí. Y era muy buena nadadora, no lo comprendo. ¿Qué cree usted que puede haber sido, doctor? "-Posiblemente un calambre. ¿Quiere contarme exactamente lo que ha ocurrido? "-Habíamos estado nadando las dos durante un rato, unos veinte minutos. Entonces dije que iba a salir ya, pero Amy quiso nadar un poco más. Luego la oí gritar y, al comprender que pedía ayuda, nadé hacia ella tan deprisa como pude. Cuando llegué a su lado aún flotaba, pero se agarró a mí con tanta fuerza que nos hundimos las dos. De no haber sido por ese hombre que se acercó con el bote, me hubiera ahogado yo también. "-Suele ocurrir muy a menudo -dije-. Salvar a una persona que se está ahogando no es tarea fácil. "-Es horrible -continuó la señorita Barton-. Llegamos ayer y estábamos encantadas con el sol y nuestras vacaciones. Y ahora ocurre esta horrible tragedia. "Le pedí los datos personales de la difunta, explicándole que haría cuanto pudiese por ella, pero que las autoridades españolas necesitarían disponer de cuanta información tuviera. Ella me dio todos los datos que pudo con presteza. "La fallecida era la señorita Amy Durrant, su señorita de compañía, que había entrado a su servicio cinco meses atrás. Se llevaban muy bien, pero la señorita Durrant le habló muy poco de su familia. Se había quedado huérfana desde muy tierna edad y fue educada por un tío, ganándose la vida desde los veintiún años." -Y eso fue todo -continuó el doctor. Hizo una pausa y volvió a decir, esta vez con cierta intención: -Y eso fue todo. -No lo comprendo -dijo Jane Helier-. ¿Es eso todo? Quiero decir que es muy trágico, pero no... bueno, no es precisamente lo que yo llamo espeluznante. -Yo creo que la historia no acaba ahí -intervino don Henry. -Sí -replicó el doctor Lloyd-, sí que continúa. Desde el principio me di cuenta de que había algo extraño. Desde luego interrogué a los pescadores sobre lo que habían visto. Ellos eran testigos presenciales. Y una de las mujeres me contó una historia bastante curiosa a la que entonces no presté atención, pero que recordé más tarde. Insistió en que la señorita Durrant no se encontraba en ningún apuro cuando gritó. La otra nadadora se había acercado a ella, según esta mujer, y deliberadamente le sumergió la cabeza debajo del agua. Como les digo, no le presté mucha atención. Era una historia fantástica y las cosas pueden verse de manera muy distinta desde la playa. Tal vez la señorita Barton había tratado de dejarla inconsciente al ver que la otra, presa del pánico, se agarraba a ella con desesperación y que podían ahogarse las dos. Y según la historia de aquella mujer española, parecía como... como si la señorita Barton hubiera intentado en aquel momento ahogar deliberadamente a su compañera. "Como les digo, presté poca atención a aquella historia por aquel entonces, pero más tarde acudió a mi memoria. Nuestra mayor dificultad fue averiguar algo de aquella mujer, Amy Durrant. Al parecer no tenía parientes. La señorita Barton y yo revisamos juntos sus cosas. Encontramos una dirección a la que escribimos, pero resultó ser la de una habitación que había alquilado para guardar algunas de sus pertenencias. La patrona nada sabía y sólo la vio al alquilarle la habitación. La señorita Durrant había comentado entonces que le gustaba tener un
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lugar al que poder llamar suyo y al que poder regresar en un momento dado. Había allí un par de muebles antiguos, algunos cuadros y un baúl lleno de esas cosas que se adquieren en las subastas, pero nada personal. Había mencionado a la patrona que sus padres habían muerto en la India cuando ella era una niña y que fue educada por un tío sacerdote, pero no dijo si era hermano de su padre o de su madre, de modo que el nombre no nos sirvió en absoluto de guía. "No es que fuese un caso precisamente misterioso, pero sí poco satisfactorio. Debe de haber muchas mujeres solas y orgullosas, en su misma posición. Entre sus cosas encontramos en Las Palmas un par de fotografías, bastante antiguas y desvaídas y que fueron recortadas para que cupieran en sus marcos respectivos, de modo que no constaba en ellas el nombre del fotógrafo, y también había un daguerrotipo antiguo que pudo haber sido de su madre o con más probabilidad de su abuela. "La señorita Barton tenía, según dijo, la dirección de dos personas que le dieron referencias suyas. Una la había olvidado, pero la otra logró recordarla tras algunos esfuerzos. Resultó ser la de una señora que ahora vivía en Australia. Se le escribió y su respuesta, que naturalmente tardó bastante en llegar, no sirvió de gran ayuda. Decía que la señorita Durrant había sido señorita de compañía suya por un determinado espacio de tiempo, cumpliendo su cometido del modo más eficiente, que era una mujer encantadora, pero nada sabía de sus asuntos particulares ni de sus parientes. "De modo que, como les digo, no era nada extraordinario en realidad, pero fueron las dos cosas juntas las que despertaron mis recelos. Aquella Amy Durrant de quien nadie sabía nada y la curiosa historia de la española que presenció la escena. Sí, y añadiré otra cosa: cuando me incliné por primera vez sobre el cuerpo de la ahogada y la señorita Barton se dirigía hacia las casetas de los pescadores, se volvió a mirar con una expresión en su rostro que sólo puedo calificar de intensa ansiedad, una especie de duda angustiosa que se me quedó grabada en la mente. "Entonces no me pareció extraño. Lo atribuí a la terrible pena que sentía por su amiga, pero más tarde comprendí que no era por eso. Entre ellas no existía relación alguna y por ello no podía sentir un hondo pesar. La señorita Barton apreciaba a Amy Durrant y su muerte la había sobresaltado, eso era todo. "Pero entonces, ¿a qué se debía aquella inmensa angustia? Ésa es la pregunta que me atormentaba. No me equivoqué al interpretar aquella mirada y, casi contra mi voluntad, una respuesta comenzó a tomar forma en mi mente. Supongamos que la historia de la mujer española fuese cierta. Supongamos que Mary Barton hubiera intentado ahogar a sangre fría a Amy Durrant. Consigue mantenerla bajo el agua mientras simula salvaría y es rescatada por un bote. Se encuentra en una playa solitaria, lejos de todas partes, y entonces aparezco yo, lo último que ella esperaba. ¡Un médico! ¡Y un médico inglés! Sabe muy bien que personas que han permanecido sumergidas en el agua más tiempo que Amy Durrant han vuelto a la vida gracias a la respiración artificial. Pero ella tiene que representar su papel y marcharse dejándome solo con su víctima. Y cuando se vuelve a mirar por última vez, una terrible angustia se refleja en su rostro. ¿Volverá a la vida Amy Durrant y contará lo que sabe?" -¡Oh! -exclamó Jane-. Estoy emocionada. -Desde este punto de vista, el caso parece más siniestro y la personalidad de Amy Durrant se hace más misteriosa. ¿Quién era Amy Durrant? ¿Por qué habría de ser ella, una insignificante señorita de compañía a quien se paga por su trabajo, asesinada por su ama? ¿Qué historia se escondía tras la fatal excursión a la playa? Había entrado al servicio de Mary Barton unos pocos meses antes. Ésta la lleva consigo al extranjero y, al día siguiente de su llegada, ocurre la tragedia. ¡Y ambas eran dos refinadas inglesas de lo más corriente! La sola idea resultaba
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fantástica y tuve que reconocer que me estaba dejando llevar por la imaginación. -Entonces, ¿no hizo nada? -preguntó la señorita Helier. -Mi querida jovencita, ¿qué podía hacer yo? No existían pruebas. La mayoría de los testigos refirieron la misma historia que la señorita Barton. Yo había basado mis sospechas en una mera expresión pasajera que bien pude haber imaginado. Lo único que podía hacer, y lo hice, era procurar que se continuasen las pesquisas para encontrar a los familiares de Amy Durrant. La siguiente vez que estuve en Inglaterra fui a ver a la patrona que le alquiló la habitación, con los resultados que ya les he referido. -Pero usted presentía que había algo extraño -dijo la señorita Marple. El doctor Lloyd asintió. -La mitad del tiempo me avergonzaba pensar así. ¿Quién era yo para sospechar que aquella dama inglesa simpática y de trato amable hubiera cometido un crimen a sangre fría? Hice cuanto me fue posible por mostrarme cortés con ella durante el corto espacio de tiempo que permaneció en la isla. La ayudé a entenderse con las autoridades españolas e hice todo lo que pude como inglés para ayudar a una compatriota en un país extranjero. No obstante tengo el convencimiento de que ella sabía que me desagradaba y que sospechaba de ella. -¿Cuánto tiempo permaneció allí? -preguntó la señorita Marple. -Creo que unos quince días. La señorita Durrant fue enterrada allí y, unos días después, la señorita Barton tomó un barco de regreso a Inglaterra. El golpe la había trastornado tanto que no se sentía capaz de pasar el invierno allí, como había planeado. Eso es lo que dijo. -¿Y parecía afectada? -quiso saber la señorita Marple. -Bueno, no creo que aquello la afectara personalmente -replicó el doctor con cierta reserva. -¿No engordaría por casualidad? -insistió la señorita Marple. -¿Sabe? Es curioso que diga eso. Ahora que lo pienso, creo que tiene razón. Sí, si en algo cambió, fue en que pareció engordar un poco. -Qué horrible -dijo Jane Helier con un estremecimiento-. Es como... como engordar con la sangre de la propia víctima. -Y a pesar de todo, en cierto modo, no podía dejar de sentir que tal vez la estaba haciendo víctima de una injusticia -prosiguió el doctor Lloyd-. Sin embargo, antes de marcharse me dijo algo que parecía indicar lo contrario. Debe de haber, y yo creo que las hay, conciencias que obran muy lentamente y que tardan algún tiempo en despertar de la monstruosidad del delito cometido. "Fue la noche antes de que partiera de las Canarias. Me había pedido que fuera a verla y me agradeció calurosamente todo lo que había hecho por ella. Yo, como es de suponer, quité importancia al asunto diciéndole que había hecho únicamente lo normal dadas las circunstancias, etc. etc. Después hubo una pausa y, de pronto, me hizo una pregunta. "-¿Usted cree -me dijo- que alguna vez puede estar justificado tomarse la justicia por propia mano?
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"Le respondí que era una pregunta difícil de contestar, pero que en principio yo pensaba que no, que la ley era la ley y que debíamos someternos a ella. "-¿Incluso cuando es impotente? "-No la comprendo. "-Es difícil de explicar, pero uno puede hacer algo que esté considerado como completamente equivocado, que sea considerado incluso un crimen, por una razón buena y justificada. "Le repliqué secamente que algunos criminales habían pensado eso al cometer sus crímenes y se horrorizó. "-Pero eso es horrible -murmuró-, horrible. "Y luego, cambiando de tono, me pidió que le diera algo que la ayudara a dormir, ya que no había podido hacerlo últimamente desde... desde que sufrió aquel terrible golpe. "-¿Está segura de que es eso? ¿No le ocurre nada? ¿No hay algo que torture su mente? "-¿Qué supone usted que puede torturar mi mente? -me contestó furiosa y con recelo. "-Las preocupaciones son muchas veces la causa del insomnio -dije sin darle importancia. "Pareció reflexionar unos momentos. "-¿Se refiere a las preocupaciones del porvenir o a las del pasado que ya no tienen remedio? "-A cualquiera de ellas. "-Sería inútil preocuparse por el pasado. No puede volver... ¡Oh!, ¿de qué sirve? No debemos pensar más, no se debe pensar en ello. "Le receté un somnífero y me despedí. Cuando me iba pensé en lo que acababa de decirme. «No puede volver...» ¿Qué? ¿O quién? "Creo que esta última entrevista me predispuso en cierto modo para lo que iba a suceder después. Yo no lo esperaba, por supuesto, pero cuando ocurrió no me sorprendí. Porque Mary Barton me había dado la impresión de ser una mujer consciente, no una débil pecadora, sino una mujer de convicciones firmes, que actuaría según ellas y que no cejaría mientras siguiera creyendo en ellas. Imaginé que durante nuestra última conversación empezó a dudar de sus propias convicciones. Sus palabras me hicieron creer que empezaba a sentir la comezón de ese terrible hostigador del alma: el remordimiento. "Lo siguiente sucedió en Cornualles, en un pequeño balneario bastante desierto en aquella época del año. Debía ser, veamos, a finales de marzo, y lo leí en los periódicos. Una señora se había hospedado en un pequeño hotel de aquella localidad, una tal la señorita Barton, cuyo comportamiento fue muy extraño, cosa que fue observada por todos. Por la noche paseaba de un lado a otro de su habitación, hablando sola y sin dejar dormir a las personas de los dormitorios contiguos al suyo. Un día llamó al vicario y le dijo que tenía que comunicarle algo de la mayor importancia y que había cometido un crimen. Y luego, en vez de continuar, se puso en pie violentamente diciéndole que ya regresaría otro día. El vicario la consideró una perturbada mental y no tomó en serio su grave auto acusación.
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"A la mañana siguiente se descubrió que había desaparecido de su habitación, donde había dejado una nota dirigida al coronel y que decía lo siguiente: Ayer intenté hablar con el vicario para confesarme, pero no pude. Ella no me deja. Sólo puedo remediarlo de una manera: dando mi vida por la suya, y debo perderla del mismo modo que ella. Yo también debo ahogarme en el mar. Creí que lo hacía justificadamente. Ahora comprendo que no era así. Si quiero obtener el perdón de Amy debo ir con ella. No se culpe a nadie de mi muerte. MARY
BARTON
"Sus ropas fueron encontradas en una cueva cercana a la playa. Al parecer se había desnudado allí y nadado resueltamente mar adentro, donde la corriente era peligrosa ya que la arrastraría a los acantilados. "El cadáver no fue recuperado, pero al cabo de un tiempo se la dio por muerta. Era una mujer rica, resultó tener más de cien mil libras. Puesto que murió sin hacer testamento, todo fue a parar a manos de sus parientes más próximos, unos primos que vivían en Australia. Los periódicos hicieron alguna discreta alusión a la tragedia ocurrida en las Islas Canarias y expusieron la teoría de que la muerte de la señorita Durrant había trastornado la razón de su amiga. En la encuesta judicial se pronunció el acostumbrado veredicto de «suicidio cometido en un ataque de locura». "Y de este modo cayó el telón sobre la tragedia de Amy Durrant y Mary Barton." Hubo una larga pausa y luego Jane Helier dijo con expresión agitada: -Oh, pero no debe detenerse ahí, precisamente en el momento más interesante. Continúe. -Pero comprenda, señorita Helier, esto no es un folletín, sino la vida real, y en la vida real las cosas se detienen inesperadamente. -Pero yo no quiero que se detengan -dijo Jane-, quiero saber. -Ahora es cuando debe hacer uso de su inteligencia, señorita Helier -explicó don Henry-. ¿Por qué asesinó Mary Barton a su señorita de compañía? Ése es el problema que nos ha planteado el doctor Lloyd. -Oh, bueno -replicó la aludida-, pudo ser asesinada por muchísimas razones. Quiero decir... oh, no lo sé. Tal vez se saliera de sus casillas o tuviera celos, aunque el doctor Lloyd no haya mencionado a ningún hombre, pero es posible que durante el viaje en barco... bueno, ya sabe usted lo que dice todo el mundo de los cruceros y los viajes por mar. La señorita Helier se detuvo por falta de aliento, mientras todo su auditorio pensaba que el exterior de su encantadora cabeza superaba en mucho a lo que tenía dentro. -A mí me gustaría hacer mil sugerencias -dijo la señora Bantry-, pero supongo que debo limitarme a una. Yo creo que el padre de la señorita Barton haría fortuna arruinando al de Amy Durrant y Amy determinó vengarse. ¡Oh, no! Tendría que haber sido al revés. ¡Qué fastidio! ¿Por qué la rica dama asesinó a su humilde señorita de compañía? Ya lo tengo. La señorita Barton tenía un hermano menor que se enamoró perdidamente de Amy Durrant. La señorita Barton espera su oportunidad. Cuando Amy sale al mundo, la toma como señorita de compañía y la lleva a Canarias para llevar a cabo su venganza. ¿Qué tal? -Excelente -dijo don Henry-. Sólo que ignoramos que la señorita Barton tuviera un hermano. -Eso lo he deducido -replicó la señora Bantry-. A menos que tuviera un hermano menor, no veo el motivo. De modo que debía tener uno. ¿No lo ve usted así, Watson? -Todo esto está muy bien, Dolly -dijo su esposo-, pero es solo una mera conjetura. -Claro -respondió la señora Bantry-. Es todo lo que podemos hacer, conjeturar. No tenemos la menor pista. Adelante, querido, ahora te toca a ti. -Les doy mi palabra de que no sé qué decir, pero creo que es acertada la sugerencia de la señorita Helier acerca de que debía haber un hombre de por medio. Mira, Dolly, seguramente debía ser un párroco. Por un decir, las dos le tejen una capa a medida, pero él acepta la de la señorita Durrant primero. Puedes estar segura de que tuvo que ser algo así. Es muy significativo que al final acudiera también a un párroco, ¿no? Ese tipo de mujeres siempre pierden la cabeza por los párrocos bien parecidos. Se oyen casos continuamente. -Creo que debemos tratar de encontrar una explicación un poco más plausible -dijo don Henry-,
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aunque admito que también es sólo una conjetura. Yo sugiero que la señorita Barton fue siempre una desequilibrada mental. Hay muchos más casos así de los que pueden imaginar. Su manía fue agudizándose y empezó a creer que su obligación era librar al mundo de ciertas personas, posiblemente de las «mujeres desgraciadas». No sabemos gran cosa del pasado de la señorita Durrant. De modo que es muy posible que tuviera un pasado «desgraciado». La señorita Barton lo averigua y decide exterminarla. Más tarde, su crimen empieza a preocuparle y se siente abrumada por los remordimientos. Su fin demuestra que estaba completamente desequilibrada. Ahora dígame si está de acuerdo conmigo, señorita Marple. -Me temo que no, don Henry -replicó la señorita Marple sonriendo para disculparse-. Creo que su final demuestra que había sido una mujer inteligente y resuelta. Jane Helier la interrumpió lanzando un grito. -¡Oh! ¡Qué tonta he sido! ¿Puedo probar otra vez? Claro que debió ser eso. ¡Chantaje! La señorita de compañía le estaba haciendo victima de su chantaje. Sólo que no comprendo por qué dice la señorita Marple que fue una mujer inteligente por el hecho de que se suicidara. No lo comprendo en absoluto. -¡Ah! -exclamó don Henry-. Seguro que la señorita Marple conoce un caso exactamente igual ocurrido en St. Mary Mead. -Usted siempre se burla de mí, don Henry -contestó la señorita Marple con tono de reproche-. Debo confesar que me recuerda un poco, sólo un poco, a la anciana Trout. Cobró las pensiones de tres ancianas fallecidas en distintas parroquias. -Me parece un crimen muy complicado y muy provechoso -dijo don Henry-, pero no veo que arroje ninguna luz sobre el problema que nos ocupa. -Claro que no -replicó la señorita Marple-. Usted no, pero algunas de las familias eran muy pobres y la pensión de las ancianas representaba mucho para los niños. Sé que es difícil de entender para los extraños, pero lo que quiero hacer resaltar es que el fraude se apoyaba en el hecho de que una anciana se parece mucho a cualquier otra. -¿Cómo? -preguntó don Henry intrigado. -Siempre me explico mal. Lo que quiero decir es que, cuando el doctor Lloyd describió a esas dos señoras, no sabía quién era quién y supongo que tampoco lo sabía nadie del hotel. Desde luego, lo hubieran sabido al cabo de uno o dos días, pero al día siguiente una de las dos pereció ahogada y si la superviviente dijo que era la señorita Barton, no creo que a nadie se le ocurriera dudarlo. -Usted cree... ¡Oh! Ya comprendo -dijo don Henry despacio. -Es lo único que tendría un poco de sentido. Nuestra querida señora Bantry ha llegado a la misma conclusión hace tan solo unos momentos. ¿Por qué habría de matar una mujer rica a su humilde acompañante? Es mucho más lógico que fuera lo contrario. Quiero decir que es así como suelen suceder las cosas. -¿Sí? -comentó don Henry-. Me sorprende usted. -Pero claro -prosiguió la señorita Marple-, luego tuvo que usar la ropa de la señorita Barton, que probablemente debía quedarle un tanto estrecha, por lo que daría la impresión de haber engordado un poco. Por eso hice esa pregunta. Un caballero seguramente pensaría que estaba aumentando de peso y no que la ropa le quedaba pequeña, aunque no sea éste el modo correcto de explicarlo. -Pero si Amy Durrant asesinó a la señorita Barton, ¿qué ganaba con ello? -quiso saber la señorita Bantry-. No podía mantener la ficción indefinidamente. -Sólo la mantuvo por espacio de un mes aproximadamente -indicó la señorita Marple-. Y durante este tiempo supongo que viajaría, manteniéndose alejada de todo el que pudiera conocerla. Eso es lo que quise dar a entender al decir que una mujer de cierta edad resultaba muy parecida a cualquier otra. No creo siquiera que notaran que la fotografía del pasaporte era distinta, ya saben ustedes lo malas que son. Y luego, en marzo, se marchó a ese balneario de Cornualles donde comenzó a actuar de un modo extraño, a atraer la atención de la gente para que cuando encontrasen sus ropas en la playa y leyeran su última carta no repararan en lo obvio. -¿Que era? -preguntó don Henry. -Que no había cuerpo -replicó la señorita Marple-. Eso es lo que hubiera saltado más a la vista de no ser por la cantidad de pistas falsas puestas para apartarlos de la verdadera pista, incluyendo el detalle de la comedia del arrepentimiento: No había cuerpo, ése era el hecho más
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importante. -¿Quiere usted decir...? -preguntó la señorita Bantry-. ¿Quiere decir que no hubo tal arrepentimiento? ¿Y que... que no se ahogó? -¡Ella no! -replicó la señorita Marple-. Igual que la señora Trout. Ella también supo preparar muchas pistas falsas, pero no había contado conmigo. Yo sé ver a través del fingido remordimiento de la señorita Barton. ¿Ahogada ella? Se marchó a Australia y no temo equivocarme. -No se equivoca, señorita Marple -dijo el doctor Lloyd-. Tiene razón. Otra vez me deja usted sorprendido. Vaya, aquel día en Melbourne casi me caigo redondo de la impresión. -¿Era eso a lo que se refería usted al hablar de una coincidencia? El doctor Lloyd asintió. -Sí, tuvo muy mala suerte la señorita Barton o la señorita Amy Durrant o como quieran llamarla. Durante algún tiempo fui médico de un barco y, al desembarcar en Melbourne, la primera persona que vi cuando paseaba por allí fue a la señora que yo creía que se había ahogado en Cornualles. Ella comprendió que su juego estaba descubierto por lo que a mí se refería e hizo lo más osado que se le ocurrió, convertirme en su confidente. Era una mujer extraña, desprovista de toda moral. Era la mayor de nueve hermanos, todos muy pobres. En una ocasión pidieron ayuda a su prima rica, que vivía en Inglaterra, pero fueron rechazados y la señorita Barton se peleó con su padre. Necesitaban dinero desesperadamente, ya que los tres niños más pequeños estaban delicados y necesitaban un costoso tratamiento médico. Parece ser que entonces Amy Barton planeó su crimen a sangre fría. Se marchó a Inglaterra, ganándose el pasaje como niñera, y obtuvo su empleo de señorita de compañía de la señorita Barton haciéndose llamar Amy Durrant. Alquiló una habitación en la que puso algunos muebles para crearse una cierta personalidad. El plan del ahogamiento fue una inspiración repentina. Había estado esperando que se le presentara alguna oportunidad. Después de representar la escena final del drama, regresó a Australia y, a su debido tiempo, ella y sus hermanos heredaron todo el dinero de la señorita Barton como parientes más próximos. -Un crimen osado y perfecto -dijo don Henry-. Casi el crimen perfecto. De haber sido la señorita Barton quien muriera en las Canarias, las sospechas hubieran recaído en Amy Durrant y se hubiese descubierto su parentesco con la familia Barton. Pero el cambio de identidad y el doble crimen, como podemos llamarlo, evitó esa posibilidad. Sí, casi fue un crimen perfecto. -¿Qué fue de ella? -preguntó la señora Bantry-. ¿Cómo actuó en el asunto, doctor Lloyd? -Me encontraba en una posición muy curiosa, señora Bantry. Pruebas, tal como las entiende la ley, tenía muy pocas todavía. Y también, como médico, me di cuenta de que, a pesar de su aspecto vigoroso y robusto, aquella mujer no iba a vivir mucho. La acompañé a su casa y conocí al resto de los hermanos, una familia encantadora que adoraba a su hermana mayor, completamente ajenos al crimen que había cometido. ¿Por qué llenarlos de pena si no podía probar nada? La confesión de aquella mujer no fue oída por nadie más que por mí y dejé que la naturaleza siguiera su curso. La señorita Amy Barton falleció seis meses después de mi último encuentro con ella. Y a menudo me he preguntado si vivió alegre y sin arrepentimiento hasta que le llegó su fin. -Seguramente no -dijo la señora Bantry. -Yo creo que sí -dijo la señorita Marple-. Como la señora Trout. Jane Helier se estremeció. -Vaya -dijo-, es muy emocionante. Aunque aún no entiendo quién ahogó a quién y qué tiene que ver esa señora Trout con todo eso. -No tiene nada que ver, querida -replicó la señorita Marple-. Fue sólo una persona, y no precisamente agradable, que vivía en el pueblo. -¡Oh! -exclamó Jane-. En el pueblo. Pero si en los pueblos nunca ocurre nada, ¿no es cierto? suspiró-. Estoy segura de que si viviera en un pueblo sería tonta de remate. Agatha Christie
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La pista de los dientes de oro Lauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro. Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes aparecieran como de ese metal. Esto ocurre a las once de la noche. A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado. A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre. En el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima. Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi, botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos. A las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos escriben titulares así: El enigma del bárbaro crimen del diente de oro Son las diez de la mañana. El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones. Lauro Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos en cuya boca hay
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engastados dos dientes de oro. No se equivoca. A esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad. Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son: -Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que ver con el crimen. El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las indagaciones elementales, pregunta y anota: -Entre nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le han visto en tal lugar? Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el que ellas presentaban. En las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de la policía. Demetrio Rubati de "profesión" ladrón, con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido. También se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar proporciones inusitadas. Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro, es observado con ate nta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada {...}* de los que los tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo. En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de características tan singulares. Las hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los periódicos.
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Doménico Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana. La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes. La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la policía. . . El asesino no es descubierto nunca. Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini. Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo. A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de fosforescencias pasan por sus ojos. Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo. Instintivamente, no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono. Una hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna, mientras examina el diente del
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enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba fijada esa veta de papel de oro. Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes superiores de la dentadura izquierda. Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco, observa el pálido rostro de Lauro, y le dice: -Hay un diente picado. Habrá que hacerle una orificación. Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta: -¿Cuesta mucho platinarlo? -No; la diferencia es muy poca. Mientras Diana prepara el torno, habla: -A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras. Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas: -Yo creo que ese crimen es una venganza... ¿Y usted?... -Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios, y matarlo?... Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos. Media hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección. Diana Lucerna le dice: -Véngase pasado mañana. Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y níqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe... Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en su voluntad moral. Debe denunciar al asesino... Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más violencia que si él tratara de
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asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos. Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!... Diana se quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas. Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de una casa de departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra... Está allí... Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie frente a él. Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece. Lauro la mira, y después, con voz dulce, le pregunta: -¿Qué le pasa, señorita? Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación sobreviene la repulsión, y entonces dice: -Yo soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindisi -yo soy italiano-, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no castiga ciertos crímenes. Diana lo escucha y responde: -Supe que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura de la caries. Lauro prosigue: -Supe que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo. -¿No lo encontrarán a usted? -No; si usted no me denuncia. Diana lo mira:
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-Es espantoso lo que usted ha hecho. Lauro la interrumpió, frío: -La agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus promesas. Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón: -¿No lo encontrarán a usted? -Yo creo que no... -¿Vendrá usted a curarse mañana? -Sí, señorita; mañana iré. Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará. Roberto Arlt
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TERROR EL CORAZÓN DELATOR ¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia. Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre. Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía. Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente. Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
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-¿Quién está ahí? Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte. Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación. Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre. Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito. ¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado. Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba
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bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme. Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas. Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja! Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora? Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar. Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima. Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos. Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más
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fuerte... más fuerte... más fuerte! -¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón! EDGAR ALAN POE http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/poe/corazon.htm
LA PATA DE MONO La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea. -Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera. -Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque. -No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero. -Mate -contestó el hijo. -Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No sé qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa. -No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez. El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio. -Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido. Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza. -El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego. Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños. -Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
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-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente. -Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo. -Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza. -Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo? -Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír. -¿Una pata de mono? -preguntó la señora White. -Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar. Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó. -A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo. La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente. -¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla. -Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos. Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban. -Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White. El sargento lo miró con tolerancia. -Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció. -¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White. -Se cumplieron -dijo el sargento. -¿Y nadie más pidió? -insistió la señora. -Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono. Habló con tanta gravedad que produjo silencio. -Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
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El sargento sacudió la cabeza: -Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después. -Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría? -No sé -contestó el otro-. No sé. Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió. -Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento. -Si usted no la quiere, Morris, démela. -No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela. El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó: -¿Cómo se hace? -Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias. -Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos? El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento. -Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable. El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India. -Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa. -¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido. -Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán. -Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer. El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad. -No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
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-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras. El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves. -Quiero doscientas libras -pronunció el señor White. Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él. -Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora. -Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré. -Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente. Sacudió la cabeza. -No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto. Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse. -Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos. Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible. -Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte? -Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert. -Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre. -Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de
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la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte. La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido. Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes. -Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse. -Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo. -Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente. -Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede? Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar. Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla. Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio. -Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin. La señora White tuvo un sobresalto. -¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert? Su marido se interpuso. -Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor. Y lo miró patéticamente. -Lo siento... -empezó el otro. -¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre. El hombre asintió. -Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre. -Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios. Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la
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confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio. -Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante. -Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido. Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados. -Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro. El otro se leva ntó y se acercó a la ventana. -La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron. No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida. -Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada. El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto? -Doscientas libras -fue la respuesta. Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio. Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio. Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar. -Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío. -Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
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Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó. -La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono. El señor White se incorporó alarmado. -¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede? Ella se acercó: -La quiero. ¿No la has destruido? -Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres? Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente: -Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste? -¿Pensaste en qué? -preguntó. -En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno. -¿No fue bastante? -No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida. El hombre se sentó en la cama, temblando. -Dios mío, estás loca. -Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo! El hombre encendió la vela. -Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo. -Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo? -Fue una coincidencia. -Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer. El marido se volvió y la miró: -Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras... -¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?
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El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa. El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto. Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano. Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo. -¡Pídelo! -gritó con violencia. -Es absurdo y perverso -balbuceó. -Pídelo -repitió la mujer. El hombre levantó la mano: -Deseo que mi hijo viva de nuevo. El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes. Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado. No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela. Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada. Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe. -¿Qué es eso? -gritó la mujer. -Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera. La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa. -¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó. -¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente. -¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta. -Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
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-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy. Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante: -La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla. Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono. -Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara... Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo. Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo. JACOBS http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/jacobs/pata.htm
EL PANTANO DE LA LUNA Denys Barry se ha esfumado en alguna parte, en alguna región espantosa y remota de la que nada sé. Estaba con él la última noche que pasó entre los hombres, y escuché sus gritos cuando el ser lo atacó; pero, ni todos los campesinos y policías del condado de Meath pudieron encontrarlo, ni a él ni a los otros, aunque los buscaron por todas partes. Y ahora me estremezco cuando oigo croar a las ranas en los pantanos o veo la luna en lugares solitarios. Había intimado con Denys Barry en Estados Unidos, donde éste se había hecho rico, y lo felicité cuando recompró el viejo castillo junto al pantano, en el somnoliento Kilderry. De Kilderry procedía su padre, y allí era donde quería disfrutar de su riqueza, entre parajes ancestrales. Los de su estirpe antaño se enseñoreaban sobre Kilderry, y habían construido y habitado el castillo; pero aquellos días ya resultaban remotos, así que durante generaciones el castillo había permanecido vacío y arruinado. Tras volver a Irlanda, Barry me escribía a menudo contándome cómo, mediante sus cuidados, el castillo gris veía alzarse una torre tras otra sobre sus restaurados muros, tal como se alzaran ya tantos siglos antes, y cómo los campesinos lo bendecían por devolver los antiguos días con su oro de ultramar. Pero después surgieron problemas y los campesinos dejaron de bendecirlo y lo rehuyeron como a una maldición. Y entonces me envió una carta pidiéndome que lo visitase, ya que se había quedado solo en el castillo, sin nadie con quien hablar fuera de los nuevos criados y peones contratados en el norte. La fuente de todos los problemas era la ciénaga, según me contó Barry la noche de mi llegada al castillo. Alcancé Kilderry en el ocaso veraniego, mientras el oro de los cielos iluminaba el verde de las colinas y arboledas y el azul de la ciénaga, donde, sobre un lejano islote, unas
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extrañas ruinas antiguas resplandecían de forma espectral. El crepúsculo resultaba verdaderamente grato, pero los campesinos de Ballylough me habían puesto en guardia y decían que Kilderry estaba maldita, por lo que casi me estremecí al ver los altos torreones dorados por el resplandor. El coche de Barry me había recogido en la estación de Ballylough, ya que el tren no pasa por Kilderry. Los aldeanos habían esquivado al coche y su conductor, que procedía del norte, pero a mí me habían susurrado cosas, empalideciendo al saber que iba a Kilderry. Y esa noche, tras nuestro encuentro, Barry me contó por qué. Los campesinos habían abandonado Kilderry porque Denys Barry iba a desecar la gran ciénaga. A pesar de su gran amor por Irlanda, Estados Unidos no lo había dejado intacto y odiaba ver abandonada la amplia y hermosa extensión de la que podía extraer turba y desecar las tierras. Las leyendas y supersticiones de Kilderry no lograron conmoverlo y se burló cuando ol s aldeanos primero rehusaron ayudarle y más tarde, viéndolo decidido, lo maldijeron marchándose a Ballylough con sus escasas pertenencias. En su lugar contrató trabajadores del norte y cuando los criados lo abandonaron también los reemplazó. Pero Barry se encontraba solo entre forasteros, así que me pidió que lo visitara. Cuando supe qué temores habían expulsado a la gente de Kilderry, me reí tanto como mi amigo, ya que tales miedos eran de la clase más indeterminada, estrafalaria y absurda. Tenían que ver con alguna absurda leyenda tocante a la ciénaga, y con un espantoso espíritu guardián que habitaba las extrañas ruinas antiguas del lejano islote que divisara al ocaso. Cuentos de luces danzantes en la penumbra lunar y vientos helados que soplaban cuando la noche era cálida; de fantasmas blancos merodeando sobre las aguas y de una supuesta ciudad de piedra sumergida bajo la superficie pantanosa. Pero descollando sobre todas esas locas fantasías, única en ser unánimemente repetida, estaba el que la maldición caería sobre quien osase tocar o drenar el inmenso pantano rojizo. Había secretos, decían los campesinos, que no debían desvelarse; secretos que permanecían ocultos desde que la plaga exterminase a los hijos de Partholan, en los fabulosos años previos a la historia. En el Libro de los invasores se cuenta que esos retoños de los griegos fueron todos enterrados en Tallaght, pero los viejos de Kilderry hablan de una ciudad protegida por su diosa de la luna tutelar, así como de los montes boscosos que la ampararon cuando los hombres de Nemed llegaron de Escitia con sus treinta barcos. Tales eran los absurdos cuentos que habían conducido a los aldeanos al abandono de Kilderry, y al oírlos no me resultó extraño que Denys Barry no hubiera querido prestarles atención. Sentía, no obstante, gran interés por las antigüedades, y estaba dispuesto a explorar a fondo el pantano en cuanto lo desecasen. Había ido con frecuencia a las ruinas blancas del islote pero, aunque evidentemente muy antiguas y su estilo guardaba muy poca relación con la mayoría de las ruinas irlandesas, se encontraba demasiado deteriorado para ofrecer una idea de su época de gloria. Ahora se estaba a punto de comenzar los trabajos de drenaje, y los trabajadores del norte pronto despojarían a la ciénaga prohibida del musgo verde y del brezo rojo, y aniquilarían los pequeños regatos sembrados de conchas y los tranquilos estanques azules bordeados de juncos. Me sentí muy somnoliento cuando Barry me hubo contado todo aquello, ya que el viaje durante el día había resultado fatigoso y mi anfitrión había estado hablando hasta bien entrada la noche. Un criado me condujo a mi alcoba, que se hallaba en una torre lejana, dominando la aldea y la llanura que había al pie del pantano, así como la propia ciénaga, por lo que, a la luz lunar, pude ver desde la ventana las silenciosas moradas abandonadas por los campesinos, y que ahora alojaban a los trabajadores del norte, y también columbré la iglesia parroquial con su antiguo capitel, y a lo lejos, en la ciénaga que parecía al acecho, las remotas' ruinas antiguas, resplandeciendo de forma blanca y espectral sobre el islote. Al tumbarme, creí escuchar débiles sonidos en la distancia, sones extraños y medio musicales que me provocaron una rara excitación que tiñeron mis sueños. Pero la mañana siguiente, al despertar, sentí que todo había sido un sueño, ya que las visiones que tuve resultaban más maravillosas que cualquier sonido de flautas salvajes en la noche. Influida por la leyenda que me había contado Barry, mi mente
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había merodeado en sueños en torno a una imponente ciudad, ubicada en un valle verde cuyas calles y estatuas de mármol, villas y templos, frisos e inscripciones, evocaban de diversas maneras la gloria de Grecia. Cuando compartí ese sueño con Barry, nos echamos a reír juntos; pero yo me reía más, porque él se sentía perplejo ante la actitud de sus trabajadores norteños. Por sexta vez se habían quedado dormidos, despertando de una forma muy lenta y aturdidos, actuando como si no hubieran descansado, aun cuando se habían acostado temprano la noche antes. Esa mañana y tarde deambulé a solas por la aldea bañada por el sol, hablando aquí y allá con los fatigados trabajadores, ya que Barry estaba ocupado con los planes finales para comenzar su trabajo de desecación. Los peones no estaban tan contentos como debieran, ya que la mayoría parecía desasosegada por culpa de algún sueño, aunque intentaban en vano recordarlo. Les conté el mío, pero no se interesaron por él hasta que no mencioné los extraños sonidos que creí oír. Entonces me miraron de forma rara y dijeron que ellos también creían recordar sonidos extraños. Al anochecer, Barry cenó conmigo y me comunicó que comenzaría el drenaje en dos días. Me alegré, ya que aunque me disgustaba ver el musgo y el brezo y los pequeños regatos y lagos desaparecer, sentía un creciente deseo de posar los ojos sobre los arcaicos secretos que la prieta turba pudiera ocultar. Y esa noche el sonido de resonantes flautas y peristilos de mármol tuvo un final brusco e inquietante, ya que vi caer sobre la ciudad del valle una pestilencia, y luego la espantosa avalancha de las laderas boscosas que cubrieron los cuerpos muertos en las calles y dejaron expuesto tan sólo el templo de Artemisa en lo alto, donde Cleis, la anciana sacerdotisa de la luna, yacía fría y silenciosa con una corona de marfil sobre sus sienes de plata. He dicho que desperté de repente y alarmado. Por un instante no fui capaz de determinar si me encontraba despierto o dormido; pero cuando vi sobre el suelo el helado resplandor lunar y los perfiles de una ventana gótica enrejada, decidí que debía estar despierto y en el castillo de Kilderry. Entonces escuché un reloj en algún lejano descansillo de abajo tocando las dos y supe que estaba despierto. Pero aún me llegaba el monótono toque de flauta a lo lejos; aires extraños, salvajes, que me hacían pensar en alguna danza de faunos en el remoto Menalo. No me dejaba dormir y me levanté impaciente, recorriendo la estancia. Sólo por casualidad llegué a la ventana norte y oteé la silenciosa aldea, así como la llanura al pie de la ciénaga. No quería mirar, ya que lo que deseaba era dormir; pero las flautas me atormentaban y tenía que hacer o mirar algo. ¿Cómo sospechar lo que estaba a punto de contemplar? Allí, a la luz de la luna que fluía sobre el espacioso llano, se desarrollaba un espectáculo que ningún mortal, habiéndolo presenciado, podría nunca olvidar. Al son de flautas de caña que despertaban ecos sobre la ciénaga, se deslizaba silenciosa y espeluznantemente una multitud entremezclada de oscilantes figuras, acometiendo una danza circular como las que los sicilianos debían ejecutar en honor a Deméter en los viejos días, bajo la luna de cosecha, junto a Ciane. La amplia llanura, la dorada luz lunar, las siluetas bailando entre las sombras y, ante todo, el estridente y monótono son de flautas producían un efecto que casi me paralizó, aunque a pesar de mi miedo noté que la mitad de aquellos danzarines incansables y maquinales eran los peones que yo había creído dormidos, mientras que la otra mitad eran extraños seres blancos y aéreos, de naturaleza medio indeterminada, que sin embargo sugerían meditabundas y pálidas náyades de las amenazadas fuentes de la ciénaga. No sé cuánto estuve contemplando esa visión desde la ventana del solitario torreón antes de derrumbarme bruscamente en un desmayo sin sueños del que me sacó el sol de la mañana, ya alto. Mi primera intención al despertar fue comunicar a Denys Barry todos mis temores y observaciones, pero en cuanto vi el resplandor del sol a través de la enrejada ventana oriental me convencí de que lo que creía haber visto no era algo real. Soy propenso a extrañas fantasías, aunque no lo bastante débil como para creérmelas, por lo que en esta ocasión me limité a preguntar a los peones, que habían dormido hasta muy tarde y no recordaban nada de
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la noche anterior salvo brumosos sueños de sones estridentes. Este asunto del espectral toque de flauta me atormentaba de veras y me pregunté si los grillos de otoño habrían llegado antes de tiempo para fastidiar las noches y acosar las visiones de los hombres. Más tarde encontré a Barry en la librería, absorto en los planos para la gran faena que iba a acometer al día siguiente, y por primera vez sentí el roce del mismo miedo que había ahuyentado a los campesinos. Por alguna desconocida razón sentía miedo ante la idea de turbar la antigua ciénaga y sus tenebrosos secretos, e imaginé terribles visiones yaciendo en la negrura bajo las insondables profundidades de la vieja turba. Me parecía locura que se sacase tales secretos a la luz y comencé a desear tener una excusa para abandonar el castillo y la aldea. Fui tan lejos como para mencionar de pasada el tema a Barry, pero no me atreví a proseguir cuando soltó una de sus resonantes risotadas. Así que guardé silencio cuando el sol se hundió llameante sobre las lejanas colinas y Kilderry se cubrió de rojo y oro en medio de un resplandor semejante a un prodigio. Nunca sabré a ciencia cierta si los sucesos de esa noche fueron realidad o ilusión. En verdad trascienden a cualquier cosa que podamos suponer obra de la naturaleza o el universo, aunque no es posible dar una explicación natural a esas desapariciones que fueron conocidas tras su consumación. Me retiré temprano y lleno de temores, y durante largo tiempo me fue imposible conciliar el sueño en el extraordinario silencio de la noche. Estaba verdaderamente oscuro, ya que a pesar de que el cielo estaba despejado, la luna estaba casi en fase de nueva y no saldría hasta la madrugada. Mientras estaba tumbado pensé en Denys Barry, y en lo que podía ocurrir en esa ciénaga al llegar el alba, y me descubrí casi frenético por el impulso de correr en la oscuridad, coger el coche de Barry y conducir enloquecido hacia Ballylough, fuera de las tierras amenazadas. Pero antes de que mis temores pudieran concretarse en acciones, me había dormido y atisbaba sueños sobre la ciudad del valle, fría y muerta bajo un sudario de sombras espantosas. Probablemente fue el agudo son de flautas el que me despertó, aunque no fue eso lo primero que noté al abrir los ojos. Me encontraba tumbado de espaldas a la ventana este, desde la que se divisaba la ciénaga y por donde la luna menguante se alzaría, y por tanto yo esperaba ver incidir la luz sobre el muro opuesto, frente a mí; pero no había esperado ver lo que apareció. La luz, efectivamente, iluminaba los cristales del frente, pero no se trataba del resplandor que da la luna. Terrible y penetrante resultaba el raudal de roja refulgencia que fluía a través de la ventana gótica, y la estancia entera brillaba envuelta en un fulgor intenso y ultraterreno. Mis acciones inmediatas resultan peculiares para tal situación, pero tan sólo en las fábulas los hombres hacen las cosas de forma dramática y previsible. En vez de mirar hacia la ciénaga, en busca de la fuente de esa nueva luz, aparté los ojos de la ventana, lleno de terror, y me vestí desmañadamente con la aturdida idea de huir. Me recuerdo tomando sombrero y revólver, pero antes de acabar había perdido ambos sin disparar el uno ni calarme el otro. Pasado un tiempo, la fascinación de la roja radiación venció en mí el miedo y me arrastré hasta la ventana oeste, mirando mientras el incesante y enloquecedor toque de flauta gemía y reverberaba a través del castillo y sobre la aldea. Sobre la ciénaga caía un diluvio de luz ardiente, escarlata y siniestra, que surgía de la extraña y arcaica ruina del lejano islote. No puedo describir el aspecto de esas ruinas... debí estar loco, ya que parecía alzarse majestuosa y pletórica, espléndida y circundada de columnas, y el reflejo de llamas sobre el mármol de la construcción hendía el cielo como la cúspide de un templo en la cima de una montaña. Las flautas chirriaban y los tambores comenzaron a doblar, y mientras yo observaba lleno de espanto y terror creí ver oscuras formas saltarinas que se silueteaban grotescamente contra esa visión de mármol y resplandores. El efecto resultaba titánico completamente inimaginable- y podría haber estado mirando eternamente de no ser que el sonido de flautas parecía crecer hacia la izquierda. Trémulo por un terror que se entremezclaba de forma extraña con el éxtasis, crucé la sala circular hacia la ventana norte, desde la que podía verse la aldea y el llano que se abría al pie de la ciénaga. Entonces mis ojos se desorbitaron ante un extraordinario prodigio aún más grande, como si no acabase de dar la espalda a una escena que desbordaba la naturaleza, ya que por la llanura espectralmente iluminada de rojo se desplazaba una procesión de seres con formas tales que no podían
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proceder sino de pesadillas. Medio deslizándose, medio flotando por los aires, los fantasmas de la ciénaga, ataviados de blanco, iban retirándose lentamente hacia las aguas tranquilas y las ruinas de la isla en fantásticas formaciones que sugerían alguna danza ceremonial y antigua. Sus brazos ondeantes y traslúcidos, al son de los detestables toques de aquellas flautas invisibles, reclamaban con extraordinario ritmo a una multitud de tambaleantes trabajadores que les seguían perrunamente con pasos ciegos e involuntarios, trastabillando como arrastrados por una voluntad demoníaca, torpe pero irresistible. Cuando las náyades llegaban a la ciénaga sin desviarse, una nueva fila de rezagados zigzagueaba tropezando como borrachos, abandonando el castillo por alguna puerta apartada de mi ventana; fueron dando tumbos de ciego por el patio y a través de la parte interpuesta de aldea, y se unieron a la titubeante columna de peones en la llanura. A pesar de la altura, pude reconocerlos como los criados traídos del norte, ya que reconocí la silueta fea y gruesa del cocinero, cuyo absurdo aspecto ahora resultaba sumamente trágico. Las flautas sonaban de forma horrible y volví a escuchar el batir de tambores procedente de las ruinas de la isla. Entonces, silenciosa y graciosamente, las náyades llegaron al agua y se fundieron una tras otra con la antigua ciénaga, mientras la línea de seguidores, sin medir sus pasos, chapoteaba desmañadamente tras ellas para acabar desapareciendo en un leve remolino de insalubres burbujas que apenas pude distinguir en la luz escarlata. Y mientras el último y patético rezagado, el obeso cocinero, desaparecía pesadamente de la vista en el sombrío estanque, las flautas y tambores enmudecieron, y los cegadores rayos de las ruinas se esfumaron al instante, dejando la aldea de la maldición desolada y solitaria bajo los tenues rayos de una luna recién acabada de salir. Mi estado era ahora el de un indescriptible caos. No sabiendo si estaba loco o cuerdo, dormido o despierto, me salvé sólo merced a un piadoso embotamiento. Creo haber hecho cosas tan ridículas como rezar a Artemisa, Latona, Deméter, Perséfona y Plutón. Todo cuando podía recordar de mis días de estudios clásicos de juventud me acudió a los labios mientras los horrores de la situación despertaban mis supersticiones más arraigadas. Sentía que había presenciado la muerte de toda una aldea y sabía que estaba a solas en el castillo con Denys Barry, cuya audacia había desatado la maldición. Al pensar en él me acometieron nuevos terrores y me desplomé en el suelo, no inconsciente, pero sí físicamente incapacitado. Entonces sentí el helado soplo desde la ventana este, por donde se había alzado la luna, y comencé a escuchar los gritos en el castillo, abajo. Pronto tales gritos habían alcanzado una magnitud y cualidad que no quiero transcribir, y que me hacen enfermar al recordarlos. Todo cuanto puedo decir es que provenían de algo que yo conocí como amigo mío. En cierto instante, durante ese periodo estremecedor, el viento frío y los gritos debieron hacerme levantar, ya que mi siguiente impresión es la de una enloquecida carrera por la estancia y a través de corredores negros como la tinta y, fuera, cruzando el patio para sumergirme en la espantosa noche. Al alba me descubrieron errando trastornado cerca de Ballylough, pero lo que me enloqueció por completo no fue ninguno de los terrores vistos u oídos antes. Lo que yo musitaba cuando volví lentamente de las sombras eran un par de incidentes acaecidos durante mi huida, incidente de poca monta, pero que me recomen sin cesar cuando estoy solo en ciertos lugares pantanosos o a la luz de la luna. Mientras huía de ese castillo maldito por el borde de la ciénaga, escuché un nuevo sonido; algo común, aunque no lo había oído antes en Kilderry. Las aguas estancadas, últimamente bastante despobladas de vida animal, ahora hervían de enormes ranas viscosas que croaban aguda e incesantemente en tonos que desentonaban de forma extraña con su tamaño. Relucían verdes e hinchadas bajo los rayos de luna, y parecían contemplar fijamente la fuente de luz. Yo seguí la mirada de una rana muy gorda y fea, y vi la segunda de las cosas que me hizo perder el tino. Tendido entre las extrañas ruinas antiguas y la luna menguante, mis ojos creyeron descubrir un rayo de débil y trémulo resplandor que no se reflejaba en las aguas de la ciénaga. Y ascendiendo por ese pálido camino mi mente febril imaginó una sombra leve que se debatía
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lentamente; una sombra vagamente perfilada que se retorcía como arrastrada por monstruos invisibles. Enloquecido como estaba, encontré en esa espantosa sombra un monstruoso parecido, una caricatura nauseabunda e increíble, una imagen blasfema del que fuera Denys Barry. LOVECRAFT http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/lovecraf/pantano.htm
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El ALQUIMISTA Allá en lo alto, coronando la herbosa cima un montículo escarpado, de falda cubierta por los árboles nudosos de la selva primordial, se levanta la vieja mansión de mis antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado ceñudas el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y fortaleza para la casa altanera cuyo honrado linaje es más viejo aún que los muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones, castigados durante generaciones por las tormentas, demolidos por el lento pero implacable paso del tiempo, formaban en la época feudal una de las más temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde las aspilleras de sus parapetos y desde sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus espaciosos salones el paso del invasor. Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en la indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante el ejercicio del comercio, ha negado a los vástagos del linaje la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los deslucidos tapices del interior, todo narra un melancólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de cobijo a los tristemente menguados descendientes de los otrora poderosos señores del lugar. Fue en una de las vastas y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en pie donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entre las oscuras y sombrías frondas, los salvajes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi nacimiento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era más que un chiquillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas. Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaban mi atención. Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que supe me sumía en hondas depresiones. Quizás, al principio, fue sólo la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia conseguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes
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de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, el añoso Pierre me entregó un documento familiar que, según decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increíble relato que tenía ante los ojos. El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, alguien de no pocos talentos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeños de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que filial. Una noche el castillo de la colina se encontró sumido en la más tremenda de las confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de búsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullía violentamente. Sin más demora, llevado de furia y desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya había expirado. Entretanto, los alegres criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el pobre Michel había sido muerto en vano. Al dejar el conde y sus amigos la mísera cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los árboles. La charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C. «Nunca sea que un noble de Viva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees»
tu
estirpe
homicida
proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una redoma de líquido incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la colina. El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey, causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un título, murió traspasado por una flecha en el transcurso de una cacería, a la edad de treinta y dos años, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, años después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos dieron en murmurar acerca de que
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su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaños cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y, desde ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado antepasado al morir. Según lo leído, parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida, tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más preciosa a cada día que pasaba, y me fui progresivamente sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me había perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empeñado como estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición de saber demonológico y alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no encontraba explicación para la extraña maldición que afligía a mi familia. En los pocos momentos de pensamiento racional, podía llegar tan lejos como para buscar alguna explicación natural, atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había descendientes conocidos del alquimista, me volví nuevamente a los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya que las ramas restantes de la familia se habían extinguido, pondría fin conmigo a la maldición. Cuando yo frisaba los treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto gustara de deambular en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendo el único ser humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese destino con el que se habían encontrado tantos de mis antepasados. Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuir y que, al decir del viejo Pierre, no habían sido hollados por ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban extraños y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronándose en la putridez de largas exposiciones a la humedad. Telarañas en una profusión nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacías tinieblas. Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y horas, ya que cada oscilación del péndulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizca más de mi condenada existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo contemplado con aprensión. Dado que la mayoría de mis antepasados fueron abatidos poco después de llegar a la edad exacta que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instante la llegada de una muerte desconocida. En qué extraña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliqué al examen del viejo castillo y cuanto contenía. El suceso culminante de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones más largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la fatídica hora que yo sabía había de marcar el límite final a mi estancia en la tierra, más allá de la cual yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de conservar el hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los más castigados de los antiguos torreones. En el transcurso de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, bajando a lo que parecía ser un calabozo medieval o quizás un polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última escalera, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, descubrí que un muro sólido, manchado por el agua, impedía mi avance. Girándome para volver sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequeña trampilla con anillo, directamente bajo mis pies. Deteniéndome, logré alzarla con dificultad, descubriendo una negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante
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resplandor vislumbré una escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo había abatido hacia las repelentes profundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso. Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de piedra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este túnel resultó de gran longitud y finalizaba en una masiva puerta de roble, rezumante con la humedad del lugar, que resistió firmemente cualquier intento mío de abrirla. Cesando tras un tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera, cuando sufrí de repente una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda concebir la mente humana. Sin previo aviso, escuché crujir la pesada puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de análisis. Encontrarme en un lugar tan completamente abandonado como yo creía que era el viejo castillo, ante la prueba de la existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un horror de lo más agudo que pueda imaginarse. Cuando al fin me volví y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que veían. En un antiguo marco gótico se encontraba una figura humana. Era un hombre vestido con un casquete 1 y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de increíble profusión. Su frente, más alta de lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extrañamente cargada de hombros y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio, manteniéndome sujeto al sitio. Por fin, la figura habló con una voz retumbante que me hizo estremecer debido a su honda impiedad e implícita malevolencia. El lenguaje empleado en su discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizo hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganza de Charles le Sorcier. Relató cómo el joven Charles había escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de los años para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que éste alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo había vuelto en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada estancia subterránea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador. Cómo había apresado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a ingerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldición. Entonces me dejó imaginar cuál era la solución de la mayor de las incógnitas: cómo la maldición había continuado desde el momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en digresiones, hablándome sobre los profundos estudios de alquimia de los dos magos, padre e hijo, y explayándose sobre la búsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podría garantizarle el goce de vida y juventud eternas. Por un instante su entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y, con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Llevado por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustrado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso. Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais
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y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, más oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo. Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida. -¡Necio! -gritaba-. ¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes bastante cerebro como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha perpetuado la espantosa maldición sobre los tuyos? ¿No te he hablado del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes quién desveló el secreto de la alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo que he vivido durante seiscientos años para perpetuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE SORCIER! Lovecraft http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/lovecraf/alquimis.htm
EL HOMBRE SIN CABEZA Cuento e ilustraciones extraídas, con autorización de sus editores, del libro El hombre sin cabeza y otros cuentos, de Editorial Atlántida (Buenos Aires, 2001; colección De Terror) El hombre, el escritor, solía trabajar hasta muy avanzada la noche. Inmerso en el clima inquietante de sus propias fantasías escribía cuentos de terror. La vieja casona de aspecto fantasmal en la que vivía le inspiraba historias en las que inocentes personas, distraídas en sus quehaceres, de pronto conocían el horror de enfrentar lo sobrenatural.
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Los cuentos de terror suelen tener dos protagonistas: uno que es víctima y testigo, y otro que encarna el mal. El "malo" puede ser un muerto que regresa a la vida, un fantasma capaz de apoderarse de la mente de un pobre mortal, alguna criatura de otro mundo que trata de ocupar un cuerpo que no es el suyo, un hechicero con poderes diabólicos...
Un escritor sentado en su sillón, frente a una computadora, a medianoche, en un enorme caserón que sólo él habita, se parece bastante a las indefensas personas que de pronto se ven envueltas en esas situaciones de horror. Absorto en su trabajo, de espaldas a la gran sala de techos altos, con muebles sombríos y una lúgubre iluminación, bien podría resultar él también una de esas víctimas que no advierten a su atacante sino hasta un segundo antes de la fatalidad. El cuento que aquella noche intentaba crear Luis Lotman, que así se llamaba el escritor, trataba sobre un muerto que, al cumplirse cien años de su fallecimiento, regresaba a la antigua casa donde había vivido o, mejor dicho, donde lo habían asesinado. El muerto regresaba con un cometido: vengarse de quien lo había matado. ¿Cómo podía vengarse de quien también estaba muerto? El muerto del cuento se iba a vengar de un descendiente de su asesino. Para dotar al cuento de detalles realistas, al escritor se le ocurrió describir su propia casa. Tomó un cuaderno, apagó las luces y recorrió el caserón llevando unas velas encendidas. Quería experimentar las impresiones del personaje-víctima, ver con sus ojos, percibir e inquietarse como él. Los detalles precisos dan a los cuentos cierto efecto de verosimilitud: una historia increíble puede parecer verdad debido a la lógica atinada de los eslabones con que se va armando y a los vívidos detalles que crean el escenario en que ocurre. La casa del escritor era un antiquísimo caserón heredado de un tío —hermano de su padre— muerto de un modo macabro hacía muchos años. Los parientes más viejos no se ponían de acuerdo en cómo había ocurrido el crimen, pero coincidían en un detalle: el cuerpo había sido encontrado en el sótano, sin la cabeza. De chico, el escritor había escuchado esa historia decenas de veces. Muchas noches de su infancia las había pasado despierto, aterrorizado, atento a los insignificantes ruidos de la casa. Sin duda, esa remota impresión influyó en el oficio que Lotman terminó adoptando de adulto. Proyectada por la luz de las velas, la sombra de Lotman reflejada en las altas paredes parecía un monstruo informe que se moviera al lento compás de una danza fantasmal. Cuando Lotman se acercaba a las velas, su sombra se agrandaba ocupando la pared y el techo; cuando se alejaba unos centímetros, su silueta se proyectaba en la pared... sin la cabeza. Ese detalle lo sobrecogió. ¿Cómo podía aparecer su sombra sin la cabeza? Tardó un instante en darse cuenta de que sólo se trataba de un efecto de la proyección de la sombra: su cuerpo aparecía en la pared y la cabeza en el techo, pero la primera impresión era la de un cuerpo sin cabeza.
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Anotó en su cuaderno ese incidente, que le pareció interesante: el protagonista camina alumbrándose con velas y, como algo premonitorio, observa que en su sombra falta la cabeza. El personaje no se asusta, es sólo un hecho curioso. No se asusta porque él desconoce que en minutos su destino tendrá relación con un hombre sin cabeza. Y no se asusta —pensó Lotman—, porque así se asustará más al lector. Terminó de anotar esa idea, cerró el cuaderno y decidió bajar al sótano. Los apolillados encastres de la escalera emitían aullidos a cada pie que él apoyaba. En un año de vivir allí sólo una vez se había asomado al sótano, y no había permanecido en él más de dos minutos debido al sofocante olor a humedad, las telas de araña, la cantidad de objetos uniformados por una capa de polvo y la desagradable sensación de encierro que le provocaba el conjunto. Cien veces se había dicho: "Tengo que bajar al sótano a poner orden". Pero jamás lo hacía. Se detuvo en el medio del sótano y alzó el candelabro para distinguir mejor. Enseguida percibió el olor a humedad y decidió regresar a la escalera. Al girar, pateó involuntariamente el pie de un maniquí y, en su afán de tomarlo antes de que cayera, derribó una pila de cajones que le cerraron el paso hacia la escalera. Ahogado, con una mueca de desesperación, intentó caminar por encima de las cosas, pero terminó trastabillando. Cayó sobre el sillón desfondado y con él se volteó el candelabro y las velas se apagaron.
propio grito tuvo el efecto de asustarlo más aún.
Mientras trataba de orientarse, Lotman experimentó, como a menudo les ocurría a los protagonistas de sus cuentos, la más pura desesperación. Estaba a oscuras, nerviosísimo, y no encontraba la salida. Sacudió las manos con violencia tratando de apartar telas de araña, pero éstas quedaban adheridas a sus dedos y a su cara. Terminó gritando, pero el eco de su
Quién sabe cuánto tiempo le llevó dar con la escalera y con la puerta. Cuando al fin llegó a la salida, chorreando transpiración, temblando de miedo, atinó a cerrar con llave la puerta que conducía al sótano. Pero su nerviosismo no le permitía acertar en la cerradura. Corrió entonces hasta cada uno de los interruptores y encendió a manotazos todas las luces. Basta de "clima inquietante" para inspirarse en los cuentos, se dijo. Estaba visto que en la vida real él toleraba muchísimo menos que alguno de sus personajes capaces de explorar catacumbas en un cementerio. Cuando por fin llegó al acogedor estudio donde escribía, se echó a llorar como un chico. Una gran taza de café hizo el milagro de reconfortarlo. Se sentó ante la computadora y escribió el cuento de un tirón. Un muerto sin cabeza salía del cementerio en una espantosa noche de tormenta. Había "despertado" de su muerte gracias a una profecía que le permitía llevar a cabo la deseada venganza pensada en los últimos instantes de su agonía: asesinar, cortándole la cabeza, a la descendencia, al hijo de quien había sido su asesino: su propio hermano. Cuando el escritor puso el punto final a su cuento sintió el alivio típico de esos casos. Se dejó
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resbalar unos centímetros en el sillón, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Ya había escrito el cuento que se había propuesto hacer. Dedicaría el día siguiente a pasear y a encontrarse con algún amigo a tomar un café. Sin embargo, de pronto tuvo un extraño presentimiento... Era una estupidez, una fantasía casi infantil, la tontería más absurda que pudiera pensarse... Estaba seguro de que había alguien detrás de él.
Cobardía o desesperación, no se animaba a abrir los ojos y volverse para mirar. Todavía con los ojos cerrados, llegó a pensar que en realidad no necesitaba darse vuelta: delante tenía una ventana cuyo vidrio, con esa noche cerrada, funcionaba como un espejo perfecto. Pensó con terror que, si había alguien detrás de él, lo vería no bien abriera los ojos. Demoró una eternidad en abrirlos. Cuando lo hizo, en cierta forma vio lo que esperaba, aunque hubo un instante durante el cual se dijo que no podía ser cierto. Pero era indiscutible: "eso" que estaba reflejado en el vidrio de la ventana, lo que estaba detrás de él, era un hombre sin cabeza. Y lo que tenía en la mano era un largo y filoso cuchillo... Ricardo Ilustraciones de Gustavo Ariel Mazali
Mariño
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CIENCIA FICCIÓN CÓMO OCURRIÓ 1979, Revista Asimov's Science Fiction Adventure Magazine Mi hermano empezó a dictar en su mejor estilo oratorio, ése que hace que las tribus se queden aleladas ante sus palabras.- En el principio -dijo-, exactamente hace quince mil doscientos millones de años, hubo una gran explosión, y el universo... Pero yo había dejado de escribir. - ¿Hace quince mil doscientos millones de años? -pregunte, incrédulo. - Exactamente -dijo-. Estoy inspirado. - No pongo en duda tu inspiración -aseguré. (Era mejor que no lo hiciera. Él es tres años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiración. Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas.)- Pero, ¿vas a contar la historia de la Creación a lo largo de un periodo de más de quince mil millones de años?
- Tengo que hacerlo. Ese es el tiempo que llevo. Lo tengo todo aquí dentro -dijo, palmeándose la frente-, y procede de la más alta autoridad. Para entonces yo había dejado el estilo sobre la mesa. - ¿Sabes cual es el precio del papiro? -dije. - ¿Que? (Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro.) - Supongamos que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo de papiro. Eso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo tendré que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabarán cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro, y tu tengas la voz y la fuerza suficientes, ¿Quién va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones, ¿cómo vamos a obtener derechos de autor? Mi hermano pensó durante un rato. Luego dijo: ¿Crees que deberíamos acortarlo un poco? Mucho -puntualicé, si esperas llegar al gran publico. - ¿Que te parecen cien años? ¿Que te parecen seis días? No puedes comprimir la Creación en solo seis días -dijo, horrorizado. Ese es todo el papiro de que dispongo -le asegure-. Bien, ¿qué dices? Oh, está bien -concedió, y empezó a dictar de nuevo-. En el principio... ¿De veras han de ser solo seis días, Aarón? Seis días, Moisés -dije firmemente.. Isaac Asimov
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EL DEMONIO DE DOS CENTIMETROS Conocí a George en un congreso literario celebrado hace muchos años, y me llamó la atención el peculiar aire de inocencia y de candor que mostraba su rostro redondo y de mediana edad. Inmediatamente decidí que era la clase de persona a quien uno le dejaría la cartera para que se la guardase mientras se bañaba. El me reconoció por mis fotografías en la contraportada de mis libros y me saludó alegremente, diciéndome lo mucho que le gustaban mis cuentos y mis novelas, lo cual, naturalmente, me dio una excelente opinión de su inteligencia y buen gusto. Nos estrechamos cordialmente las manos, y él dijo: - Me llamo George Bitternut - Bitternut - repetí, para fijármelo en la mente -. Un apellido poco corriente. - Danés - respondió -, y muy aristocrático. Desciendo de Cnut, mas conocido como Canuto, un rey que conquistó Inglaterra a comienzos del siglo XI. Un antepasado mío era hijo suyo: bastardo, naturalmente. - Naturalmente - murmuré, aunque no veía porque había que darlo por sentado. - Le pusieron de nombre Cnut, como su padre - continuo George -, y cuando fue presentado al rey, el soberano dijo: 'Voto a bríos, ¿Este es mi heredero?' - 'No exactamente - respondió el cortesano que estaba meciendo al pequeño Cnut -, pues es ilegítimo, ya que su madre es la lavandera a la que vos...' 'Ah - dijo el rey -, eso es mejor'. Y como Bettercnut (en ingles better significa mejor) se le conoció a partir de ese momento. Únicamente con ese nombre. Yo lo he heredado por línea masculina directa, salvo que las vicisitudes del tiempo han acabado por cambiarlo a Bitternut. Y sus azules ojos me miraron con una especie de hipnótica inocencia, que impedía toda duda. - ¿Quiere almorzar conmigo? - pregunté, moviendo la mano en dirección al restaurante profusamente decorado que, evidentemente, estaba destinado sólo a personas poseedoras de carteras bien repletas. - ¿No le parece que ese local es un poco ostentoso y que la cafetería del otro lado podría... ?respondió George. - Como invitado mío - añadí. - George frunció los labios y dijo: - Ahora que lo miro bajo una luz más favorable, veo que tiene una atmósfera un tanto hogareña. Sí, almorzaré con usted. - Mientras tomábamos el plato principal, George dijo: - Mi antepasado Bettercnut tuvo un hijo, al que llamo Sweyn. Un buen nombre danés. - Si, ya sé - respondí -. El padre del Rey Cnut se llamaba Sweyn Forbeard. En tiempos modernos el nombre se suele escribir Sven. - George frunció levemente el ceño y dijo: - No hace falta que alardee de sus conocimientos de estas cosas, amigo mío. Admito que tiene usted los rudimentos de una educación. - Me sentí abochornado. - Lo siento. - Agitó la mano en ademán de magnánimo perdón, pidió otro vaso de vino y prosiguió: - Sweyn Bettercnut se sentía fascinado por las mujeres, característica que hemos heredado todos los Bitternut, y tenía mucho éxito con ellas..., como ha sido el caso con todos sus descendientes. Se sabe que muchas mujeres, después de separarse de él, meneaban la cabeza en señal de admiración y decían: 'Oh, es todo un Sweyn.' Y también era un archimago. Hizo una pausa y, luego, preguntó con brusquedad: - ¿Sabe usted qué es un archimago? - No - mentí, no deseando volver a hacer una ofensiva ostentación de mis conocimientos. ¿ Qué es? - Un archimago es un mago eminente - aclaró George, con lo que pareció un suspiro de alivio -. Sweyn estudiaba las artes arcanas y ocultas. Entonces era posible hacerlo, pues aun no había surgido todo ese desagradable escepticismo moderno.
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Estaba consagrado a la tarea de encontrar la manera de persuadir a las jovencitas para que observaran con él esa clase de comportamiento dulce y complaciente que es la corona de la femineidad, y rehuyesen todo lo que era huraño y hosco. - Ah - dije, con tono comprensivo. - Para eso necesitaba demonios, y perfeccionó medios para invocarlos, quemando ciertas hierbas aromáticas y pronunciando determinados conjuros semiolvidados. - ¿Y daba resultado, señor Bitternut? - Llámeme George. Claro que daba resultado. Tenia legiones de demonios que trabajaban para él, pues, como con frecuencia se lamentaba, las mujeres de la época eran seres tercos y obstinados, que oponían, a su pretensión de ser nieto de un rey, ásperas observaciones sobre la naturaleza de la descendencia. Sin embargo, una vez que un demonio ejecutaba su obra, comprendían que un hijo natural era, simplemente, natural. - ¿Está seguro de todo eso, George? - Naturalmente, pues el verano pasado encontré su libro de recetas para invocar demonios. Lo hallé en un viejo castillo inglés que actualmente está en ruinas, pero que en otro tiempo perteneció a mi familia. Se especificaban las hierbas exactas, la forma de quemarlas, el ritmo, los conjuros, las entonaciones. Todo. Estaba escrito en inglés antiguo, anglosajón, ya sabe, pero yo tengo un poco de lingüista y... Se me hizo patente un ligero escepticismo. - Usted bromea - dije. Me miró con altivez. - ¿Por que cree semejante cosa? ? ¿ Acaso me estoy riendo? Se trata de un libro auténtico. Yo mismo experimenté las recetas. - Y obtuvo un demonio. - Si, en efecto - respondió, señalándose de manera significativa el bolsillo superior de la chaqueta. - ¿Lo tiene ahí? George se tocó el bolsillo, y parecía a punto de asentir cuando sus dedos palparon algo importante, o tal vez fuese precisamente que no palparon nada. Miró en el interior. - Se ha ido - dijo con disgusto -. Desmaterializado... Pero quizá no se le pueda censurar por ello. Anoche estuvo conmigo porque sentía curiosidad por este congreso, ¿sabe?. Le di un poco de whisky con un cuentagotas, y le gustó. Tal vez le gustó demasiado, pues quería pegarse con la cacatúa enjaulada que hay en el bar y empezó a insultarla. Afortunadamente, se quedó dormido antes de que el pájaro ofendido pudiera replicar. Esta mañana no parecía encontrarse muy bien, y supongo que se ha ido a su casa, dondequiera que esté, para recuperarse. Sentí un acceso de rebeldía. ? ¿ Esperaba que me creyera aquello? - ¿Me está diciendo que tenía un demonio en el bolsillo de la chaqueta? - Es agradable ver lo rápidamente que se hace usted cargo de la situación - dijo George. - ¿Que tamaño tenia? - Dos centímetros. - Pero eso no llega a una pulgada. - Totalmente correcto. Una pulgada son 2,54 centímetros. - Quiero decir, ¿ qué clase de demonio es para tener solo dos centímetros de estatura? - Uno pequeño - respondió George -, pero, como dice el refrán, mas vale tener un demonio pequeño que no tener ninguno. - Depende de como sea. - Oh, Azazel..., se llama así. Es un demonio amistoso. Sospecho que no está muy bien considerado en sus antros nativos, pues se le nota extraordinariamente ansioso por impresionarme con sus poderes, salvo que no quiere utilizarlos para enriquecerme, como debería hacer, tratándose de una honorable amistad. Dice que sus poderes deben ser utilizados tan solo para hacer el bien a otros. - Vamos, vamos, George. Seguramente que no es esa la filosofía del infierno. George se llevo un dedo a los labios. - No diga esa clase de cosas, amigo. Azazel se sentiría enormemente ofendido. Dice que su país
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es amable, decente y muy civilizado, y habla con gran respeto de su gobernante, cuyo nombre jamás pronuncia, y al que llama simplemente el Todo Total. - ¿Y en realidad hace favores? - Siempre que puede. Ese es el caso, por ejemplo, de mi ahijada, Juniper Pen... - ¿Juniper Pen? - Sí. Por su expresión de intensa curiosidad, me doy cuenta de que desea conocer la historia. Con mucho gusto se la contaré. Juniper Pen (dijo George) era una cándida estudiante de segundo curso en la Universidad cuando comienza mi relato..., una dulce e inocente muchacha fascinada por el equipo de baloncesto, todo y cada uno de cuyos miembros eran jóvenes altos y muy guapos. El jugador que más parecía estimular su imaginación femenina era Leander Thomson, un muchacho alto y delgado, de grandes manos que se enroscaban en torno a un balón o a cualquier otra cosa que tuviera forma y el tamaño de un balón, lo que de alguna manera trae a la memoria a Juniper. Obviamente, él era el objeto de sus gritos, cuando contemplaba desde la grada uno de sus partidos. Solía hablarme de sus dulces sueños, pues, como todas las jovencitas, aunque no sean mis nietas, se sentía impulsada a confiar en mi. Mi porte cariñoso pero digno invitaba a las confidencias. - Oh, tío George - decía - seguro que no es nada malo que yo suene en un futuro con Leander. Me lo imagino como el mejor jugador de baloncesto del mundo, como la flor y nata de los grandes profesionales, como el titular de un sustancioso contrato de larga duración. Y no es que yo pida mucho. Todo lo que quiero de la vida es una pequeña mansión cubierta de enredaderas, un pequeño jardín que se extienda todo cuanto la vista pueda abarcar, una sencilla servidumbre organizada en equipos, todos mis vestidos ordenados alfabéticamente para cada día de la semana y cada mes del año y... Me vi obligado a interrumpir su encantador parloteo. - Ay un ligero fallo en tu plan, pequeña - dije -. Leander no es un jugador de baloncesto muy bueno, y es poco probable que algún equipo le contrate por grandes sumas. - Eso es injusto - dijo, enfurruñando el gesto.¿Por que no es un jugador de baloncesto muy bueno? - Por que así es como funciona el Universo. ¿Por que no concentras tus juveniles afectos en alguien que sea un buen jugador de baloncesto? ¿O, si vamos a eso, en algún joven y honrado corredor bursátil de Wall Street que tenga acceso a informaciones reservadas? - La verdad es que ya he pensado en ello, tío George, pero me gusta Leander exclusivamente por lo que es. Hay veces en que pienso en él y me digo: en realidad, ¿Tan importante es el dinero? - Chist, jovencita - exclamo horrorizado. Hoy en día, las mujeres son increíblemente francas. - Pero, ¿por qué no puedo tener también el dinero? ¿Es mucho pedir? ¿Lo era realmente? Después de todo, yo tenía un demonio para mí solo. Se trataba de un demonio pequeño, desde luego, pero su corazón era grande. Seguramente que querría favorecer el curso del verdadero amor, a fin de aportar luz y dulzura a dos seres cuyos corazones latían al unísono al pensar en besos y fondos mutuos. Azazel me escuchó cuando le invoque con el conjuro apropiado... No, no puedo decirle cuál es. ¿ No tiene usted un elemental sentido de la ética? Como digo, me escucho, pero con lo que me pareció una absoluta carencia de esa comprensión que cabría esperar. Confieso que le había arrastrado a nuestro mundo sacándole de su entrega a algo parecido a un baño turco, pues se hallaba envuelto en una diminuta toalla y estaba tiritando. Su voz parecía más aguda y estridente que nunca. (En realidad, no creo que fuese verdaderamente su voz. Me da la impresión de que se comunicaba mediante alguna especie de telepatía, pero el resultado era que yo oía, o imaginaba oír, una aguda vocecilla.) - ¿Que es baloncesto? - pregunto -. ?¿ Un balón con forma de cesto? Porque, en ese caso, ¿qué
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es un cesto? Trate de explicárselo, pero, para ser un demonio, puede resultar realmente obtuso. Se me quedó mirando, como si no le estuviese explicando con luminosa claridad cada detalle del juego. Finalmente, dijo: - ¿Podría ver un partido de baloncesto? - Naturalmente - respondí -. Esta noche se juega uno. Leander me dio una entrada, y tú puedes ir en mi bolsillo. - Estupendo - dijo Azazel -. Llámame cuando te dispongas a salir para el partido. Ahora tengo que terminar mi zymig - con lo que supongo se refería a su baño turco, y desapareció. Debo confesar que me irrita sobremanera que alguien anteponga sus insignificantes asuntos domésticos a las trascendentales cuestiones de que yo me ocupo..., lo cual me recuerda, amigo mío, que el camarero parece estar intentando atraer su atención. Creo que le tiene preparada la cuenta. Recójala, por favor, para que yo pueda continuar mi relato. Esa noche fui al partido de baloncesto, y Azazel venia conmigo en mi bolsillo. Mantenía la cabeza asomada por el borde del bolsillo y habría constituido un sospechoso espectáculo si alguien hubiera estado mirando. Su piel es de un color rojo brillante y en su frente se destacan las protuberancias de dos péquenos cuernos. Por fortuna, se mantenía dentro del bolsillo, pues su musculosa cola de un centímetro de longitud es su rasgo más prominente y nauseabundo. Yo no soy un gran aficionado al baloncesto, y preferí dejar que Azazel extrajera por su propia cuenta el significado de lo que estaba viendo. Su inteligencia, aunque más demoníaca que humana, es notable. Una vez finalizado el partido, me dijo: - Por lo que he podido deducir de la esforzada acción de los corpulentos, desgarbados y en absoluto interesantes individuos que corrían por la pista, parece ser que se producía una cierta conmoción cada vez que esa curiosa pelota pasaba a través del aro. - En efecto -dije- Eso es encestar. - Entonces, ¿ese protegido tuyo se convertiría en un héroe de ese estúpido juego si pudiera pasar la pelota por el aro todas las veces que lo intentase? - Exactamente. Azazel pensativo, agito la cola. - No tiene que ser difícil. Solo necesito ajustar sus reflejos para hacerle calcular el ángulo, la altura, la fuerza... Permaneció unos instantes en reflexivo silencio, a continuación dijo: - Veamos, he tomado nota de su complejo coordinado personal durante el partido... Sí, se puede hacer. En realidad, ya esta hecho. Tu leander no tendrá ninguna dificultad en hacer pasar la pelota por el aro. Yo experimentaba una cierta excitación mientras aguardaba a que se celebrase el siguiente partido. No le dije nada a la pequeña Juniper, porque nunca había hecho uso de los poderes demoníacos de Azazel y no estaba del todo seguro de que sus hechos hicieran honor a sus palabras. Además, quería que se llevara una sorpresa. (Y se la llevó, muy grande, lo mismo que yo.) Por fin llego el día del partido, y aquél fue el partido. Nuestro colegio local, Nerdsville Tech, de cuyo equipo de baloncesto Leander era tan pálida luminaria, jugaba contra los larguiruchos fajadores de Reformatorio Al Capone, y se esperaba que fuese un combate épico. Como de épico, nadie lo esperaba. El equipo de AL Capone en seguida se puso por delante en el marcador, y yo observaba atentamente a Leander. Parecía tener dificultades para decidir lo que debía hacer, y al comienzo sus manos parecían fallar el balón cuando trataba de avanzar. Supuse que sus reflejos habían resultado tan alterados, que en un principio no podía controlar en absoluto sus músculos.
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Sin embargo, luego, fue como si se acostumbrara a su nuevo cuerpo. ¡ Cogió el balón y pareció que se le escapaba de las manos... pero que forma de escaparse! Descubrió un arco en el aire y atravesó el centro del aro. Las gradas estallaron en frenético aplauso, mientras que Leander contemplaba pensativamente el aro, como preguntándose que había ocurrido. Fuera lo que fuese, volvió a ocurrir otra vez..., y otra. Tan pronto como Lenader tocaba el balón, este se elevaba describiendo un arco. Tan pronto como se elevaba, se curvaba hacia la canasta. Sucedía tan de repente, que nadie veía jamás a Leander apuntar ni hacer absolutamente ningún esfuerzo. Interpretando esto como una prueba de maestría, la multitud se puso histérica. Sin embargo, luego, como era de esperar, sucedió lo inevitable, y el partido se hundió en un caos total. Brotaban silbidos de las tribunas; los alumnos de rostros llenos de cicatrices, que animaban al reformatorio Al Capone, proferían violentas observaciones de carácter insultante, y por todas partes se producían peleas a puñetazos entre el publico. Lo que yo no había dicho a Azazel, creyendo que se trataba de algo evidente, y lo que el no había advertido; era que las dos canastas de la pista no eran iguales: una correspondía al equipo local y la otra al equipo visitante, y que cada jugador lanzaba el balón hacia la canasta apropiada. Y el balón, con toda la lamentable ignorancia de un objeto inanimado, en cuanto Leander lo tocaba, se elevaba hacia la canasta más próxima. El resultado era que, una y otra vez, Leander se las arreglaba para introducir el balón en la canasta en que no debía. Persistió en hacerlo, pese a los amables reproches del entrenador del Nerdsville, Claws (Pop) McFang, que se desgañitaba a gritos por entre la espuma que le cubría los labios. Pop McFang enseñó los dientes con un suspiro de tristeza por tener que expulsar a Leander del partido y lloró abiertamente cuando le quitaron los dedos de la garganta de Leander para que pudiera llevarse a efecto la expulsión. Amigo mío, Leander nunca volvió a ser el mismo. Naturalmente, yo había pensado que buscaría refugio en la bebida y se convertiría en un torvo y pensativo alcohólico. Eso lo habría comprendido. No obstante, aún cayo mas bajo. Se volvió hacia sus estudios. Bajo la despreciativa, y a veces incluso compasiva, mirada de sus condiscípulos, iba de clase en clase, sepultaba la cabeza entre los libros y descendía hacia las cenagosas profundidades de la ciencia. Durante todo ese tiempo, sin embargo, Juniper se aferró a él. Me necesita, decía, con los ojos empañados por las lagrimas. Sacrificándolo todo, se caso con él una vez que ambos se graduaron. Y continuo manteniéndose unida a él, incluso mientras caía al mas profundo de los abismos, al ser estigmatizado con un doctorado en Física. El y Juniper viven ahora en un pequeño apartamento situado en alguna parte del lado oeste. El enseña física y ella realiza investigaciones sobre Cosmogonia, según tengo entendido. El gana 60,000 dólares al año, y entre quienes le conocieron cuando era un deportista respetable, se dice, en horrorizados susurros, que es un posible candidato al premio Nobel. Juniper nunca se queja, y se mantiene fiel a su ídolo caído. Ni con palabras ni con hechos expresa jamás ningún sentimiento de perdida, pero no puede engañar a su viejo padrino. Sé muy bien que, a veces, piensa melancólicamente en la mansión cubierta de enredaderas que nunca tendrá y en las ondulantes colinas y distantes horizontes de la pequeña finca de sus sueños. - Esa es la historia - dijo George, mientras recogía el cambio que había traído el camarero y anotaba el total del recibo de la tarjeta de crédito, supongo que para poder deducirlo de sus impuestos -. Yo, en su lugar - añadió -, dejaría una generosa propina.
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Así lo hice, un tanto aturdido, mientras George sonreía y se alejaba. En realidad, no me importaba que George se hubiera quedado con el cambio. Se me ocurrió que él únicamente tenía una comida, mientras que yo disponía de una historia que podía contar como propia y que me reportaría una cantidad de dinero equivalente a muchas veces el coste de la comida. De hecho, decidí continuar almorzando con él de vez en cuando. -
Isaac Asimov (AZAZEL)
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EL RUIDO DE UN TRUENO El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad: SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DE L PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA. Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio. -¿Este safari garantiza que yo regrese vivo? -No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta. Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano. -¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente. -Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es... Eckels terminó la frase: -Matar mi dinosaurio. -Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces. Eckels enrojeció, enojado.
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-¿Trata de asustarme? -Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo. El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos. -Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición. Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente. Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-díanoche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor. -¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels. -Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro. La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas. -Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois. El sol se detuvo en el cielo. La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas. -Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no han existido. Los hombres asintieron con movimientos de cabeza. -Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith. Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes,
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entre palmeras y helechos gigantescos. -Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos. -¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre. -No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies. -No me parece muy claro -dijo Eckels. -Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende? -Entiendo. -¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones! -Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels. -¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera! -Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba. -Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no
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podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera. -¿Cómo sabemos qué animales podemos matar? -Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales. -¿Para estudiarlos? -Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos? -Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos... vivos? Travis y Lesperance se miraron. -Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones..., un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida. Eckels sonrió débilmente. -Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando. -¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma... Eckels enrojeció.
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- ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus? - Lesperance miró su reloj de pulsera. -Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero! Se adelantaron en el viento de la mañana. -Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún. -¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer. -He cazado tigres, jabalís, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo como un niño. - Ah -dijo Travis. -Todos se detuvieron. Travis alzó una mano. -Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real. La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta. Silencio. El ruido de un trueno. De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurus rex. -Jesucristo -murmuró Eckels. -¡Chist! Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas
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manos de reptil tantearon el aire. -¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna. -¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio. -No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible. -¡Cállese! -siseó Travis. -Una pesadilla. -Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero. -No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme. -¡Nos vio! -¡Ahí está la pintura roja en el pecho! El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla. -Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí. -No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí. Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza. -¡Eckels! Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no! El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol. Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás. Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para
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partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros. Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes. El trueno se apagó. La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana. Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente. En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero. -Límpiense. Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos. Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final. -Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal. Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo? -¿Qué? -No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado. Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura.
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Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando. -Lo siento -dijo al fin. -¡Levántese! -gritó Travis. Eckels se levantó. -¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí! Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera... -¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia! -Cálmate. Sólo pisó un poco de barro. -¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels! Eckels buscó en su chaqueta. -Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares! Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió. -Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva. -¡Eso no tiene sentido! -El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas! La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies. Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse. -No había por qué obligarlo a eso - dijo Lesperance. -¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil. -Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812.
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Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos. -No me mire -gritó Eckels-. No hice nada. -¿Quién puede decirlo? -Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece? -Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil. -Soy inocente. ¡No he hecho nada! 1999, 2000, 2055. La máquina se detuvo. -Afuera -dijo Travis. El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio. Travis miró alrededor con rapidez. -¿Todo bien aquí? -estalló. -Muy bien. ¡Bienvenidos! Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta. -Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca. Eckels no se movió. -¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira? Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio..., se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco... Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
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De algún modo el anuncio había cambiado. SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA. Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando. -No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No! Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta. -¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels. Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía? Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca: - ¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer? El hombre detrás del mostrador se rió. -¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa? Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos. -¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos...? No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba. Ray Bradbury
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EN EL AMOR Y EN LA GUERRA... Relatos de Ciencia Ficción
Un relato satírico de ci-fi sobre esa reacción química que se suele llamar amor. El comandante Tanhold se atusaba los largos bigotes que sobresalían de las comisuras de sus labios, de un color azulado, mientras caminaba de un lado a otro de su lujoso despacho. Debido a su rango, tenía todo lo que podía desear; unas vistas (por supuesto holográficas) de los jardines del emperador, una enorme estatua de sí mismo a lomos de un fuerte derran sobre cadáveres de enemigos y otros placeres menores, como una botella de kheel de doscientos cincuenta años, una caja de puros de Titán y varias concubinas de colonias lejanas. El militar esperaba ansioso la llegada de profesor Ferfhak, al que había hecho llamar una hora antes. No era un hombre paciente fuera del campo de batalla, le molestaba que se le hiciera esperar cuando había asuntos tan importantes que tratar como la preciosa fedoriana de piel verdosa que apenas se atrevía a mirarle. Eso sin contar la inminente campaña contra el Imperio de la Estrella Roja, la cual no había comenzado por otra cuestión que había requerido su atención, además del molesto hecho de que una rata de biblioteca como el profesor hubiera penetrado en una zona de calificación D a la que sólo el personal militar tenía permitido el paso, bajo pena de destierro o eliminación. Por supuesto tendría una estúpida razón como la que le dio al general Hums hacía doscientos ciclos, cuando aterrizó su nave en un lejano planeta de calificación C sólo para estudiar muestras de una antigua civilización alienígena. En ese instante las puertas del despacho se abrieron y dieron paso a un pequeño sujeto con túnica blanca, propia de un científico, de tez rojiza y unos bigotes pequeños y descuidados. Sus ojos eran de color verde con pequeñas motas rojizas. El comandante fijó sus amarillentos ojillos en él. Sin duda no era totalmente puro. Esto le habría sorprendido cien años antes, pero en ese momento las relaciones entre especies eran algo lo suficientemente común como para no llamar la atención de nadie. El ser llevaba un extraño objeto entre sus manos, protegido dentro de una caja de un material transparente. -Que Yhggar guié sus pasos -dijo el militar. -Favorable ciclo -la voz del científico denotaba cierto nerviosismo. El comandante se preguntaba si esto era normal o era debido a su detención. -Tome asiento -le ofreció, como mera formalidad. El profesor se sentó en un pequeño taburete metálico. -Le he hecho llamar para recibir una explicación por su conducta de hace tres ciclos, cuando entró usted en una zona calificada D. ¿Entiende lo que eso significa teniendo en cuenta sus antecedentes? -Probablemente mi exilio o eliminación. Pero lo hice por una buena razón, señor -dijo el científico con su aguda y molesta voz. -Le escucho, pero le advierto que mi tiempo es limitado. -Claro, claro. Entonces iré al grano. Penetré en la zona prohibida para recuperar un material de cerca de un milenio de antigüedad. Un… libro -dijo, pronunciando esta última palabra como si fuera la primera vez. -¿Un qué?
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-Esto que traigo en esta caja. Es un conjunto de láminas de un material prensado sobre el que esa civilización escribía hace siglos. Tuve suerte de que lo hubieran guardado en esta caja de vacío. De no ser así esta información se habría perdido para siempre. -Curioso, pero ésa no es razón para… -Disculpe -le interrumpió-. No he terminado de explicarme. El libro es de una vieja civilización monoplanetaria. -Entonces no puede ser muy útil -espetó con desdén. -Todo lo contrario, señor. Es muy valioso dado que esta civilización fue la predecesora del Imperio de la Estrella Roja, cuya conquista pretende usted comenzar, si es que no me equivoco. -¿Cómo sabe eso? -Vamos, comandante. Es un secreto a gritos en la capital. -Bien, ¿y en que nos ayuda ese… livero? ¿Acaso es un compendio de tácticas militares de nuestros enemigos? -Se dice libro, señor. Y no, no tiene ningún tipo de información de carácter militar. -Entonces nos es inútil -sentenció-. Por un momento había captado mi atención. Claro que si es tan antiguo tampoco sería de utilidad -dijo mientras deslizaba su garruda mano hacia el pulsador de la guardia. -¡Espere! No lo entiende. El libro no es acerca de nada militar, pero le puede ser de mucha utilidad. Trata sobre un sentimiento propio de nuestros enemigos, lo llaman amor. -¡Déjese de sentimientos! Eso es para la psicología militar. -¡Por favor! Permítame explicárselo, si cuando termine aún quiere juzgarme, me entregaré gustosamente. -De acuerdo. Pero no abuse de mi paciencia: es más limitada que mi tiempo. -El amor es una sensación en la que un sujeto cae prendido de otro, y sólo puede pensar en él. Es incapaz de realizar cualquier otra acción con productividad y prefiere ser eliminado a ver sufrir o morir a la persona amada. -¡Qué sentimiento tan extraño! ¿Y dice que nuestros enemigos tienen esa enfermedad? De ser así ya les habríamos conquistado. -No todos. Se da en algunos sujetos de manera aleatoria, pero está provocada por una sustancia llamada feniletilamina. Ésta reacciona ante las feromonas del sujeto y queda enamorado de la persona a la que en ese momento ve, toca o en la que piensa. -¿Quiere decir que esa enfermedad se puede provocar? -¡Exacto! Al principio pensaba que serviría sólo con la feniletilamina, pero también hay que añadir unos compuestos para que la solución resulte. -Se dio cuenta de que empezaba a perder la atención del militar, que se desviaba hacia el botón de la guardia-.Y lo mejor de todo es que el resto de razas de la Galaxia es inmune, por lo que sólo nuestros enemigos quedarían infectados. Los del Tribunal de la Guerra no se nos echarían encima.
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-¡Eso es excelente! -el comandante Danhold estaba radiante, al menos todo lo que un oficial de su rango se podía permitir aparentar. -Si me deja hacer pruebas con dos sujetos de esa raza se dará cuenta del poder destructor que tiene. -Tiene usted todos los fondos que necesite para este proyecto, dos espías enemigos que iban a ser eliminados mañana y una calificación D para actuar. Responderá ante mí, no quiero que el emperador sepa nada sobre esto. Quedará entre nosotros. ¿Queda claro? Si esto sale mal, mi cargo como comandante de la flota puede peligrar. -Sí, señor. Y diciendo esto, el profesor Ferfhak salió del despacho, sabiendo que acababa de salvar su puesto y su vida. Las pruebas en espías fueron todo un éxito: los sujetos quedaron totalmente inservibles para la lucha al perder el raciocinio y el afán de supervivencia. Y aún más, al ser uno de ellos torturado, el otro espía dio toda la información sobre la flota enemiga que sabía, desde su posición y efectivos a su horario de almuerzos. El profesor Ferfhak preparó un prototipo de misil que, al penetrar en el casco de la nave enemiga, diseminaba la feniletilamina alterada por el sistema de refrigeración, lo que provocaba la rápida infección de toda la tripulación. Se preparó un pequeño escuadrón de cazas con estos prototipos y atacaron un crucero enemigo. Las bajas fueron totales. Los sistemas de defensa enemigos parecieron haber sido desactivados, pero funcionaban: era el factor humano el que no lo hacía. La nave fue destruida con magnífica precisión, no hubo que lamentar ni una sola baja aliada. El comandante Tanhold estaba lleno de júbilo. Se presentó en el palacio imperial con los datos del ataque y el propio emperador le nombró gran almirante, un título que hacía siglos que no era otorgado, con lo cual tuvo el control pleno de la flota. El ataque contra el Imperio de la Estrella Roja era inminente. Todo parecía ir sobre ruedas hasta que le llegó una nota de su departamento de seguridad: el profesor Ferfhak había muerto. La noticia no pudo importarle menos, el científico ya había sido útil al ejército, por lo que su presencia a partir de ese punto era una molestia. Pero leyó todo el comunicado: al parecer el profesor había sido eliminado por otro científico. ¡Un asesinato! Eso era imposible, pero la nota era muy clara. Asesinado con una pistola láser. Era inaudito. Hacía al menos trescientos años que no había un asesinato en todo el imperio. Además, había ocurrido en las propias instalaciones secretas en las que creaban los prototipos de misiles de feniletilamina alterada. El asesino le había disparado al profesor porque había mantenido relaciones sexuales con una compañera. Dejó caer la nota al suelo, sus manos temblaban de manera incontrolada. ¡Santo Yhggar! ¿Qué había hecho? ¡La enfermedad se había extendido! Azhmodeus
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AVENTURAS
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EL DIENTE DE BALLENA En los primeros días de las islas Fidji, John Starhurst entró en la casa-misión del pueblecito de Rewa y anunció su propósito de propagar las enseñanzas de la Biblia a través de todo el archipiélago de Viti Levu. Viti Levu quiere decir «País grande», y es la mayor de todas las islas del archipiélago. Aquí y allá, a lo largo de las costas, viven del modo más precario un grupo de misioneros, mercaderes y desertores de barcos balleneros. La devoción y la fe progresaban muy poco, nada, y algunas veces los al parecer convictos arrepentíanse de un modo lamentable. Jefes que presumían de ser cristianos, y eran por tanto admitidos en la capilla, tenían la desesperante costumbre de dar al olvido cuanto habían aprendido para darse el placer de participar del banquete en el que la carne de algún enemigo servía de alimento. Comer a otro o ser comido por los demás era la única ley imperante en aquel país, la cual tenía trazas de perdurar eternamente en aquellas islas. Había jefes como Tanoa, Tuiveikoso y Tuikilakila, que se habían comido cientos de seres humanos. Pero entre estos glotones descollaba uno, llamado Ra Undreundre. Vivía en Takiraki, y registraba cuidadamente sus banquetes. Una hilera de piedras colocadas delante de su casa marcaba el número de personas que se había comido. La hilera tenía una extensión de doscientos cincuenta pasos y las piedras sumaban un total de ochocientas setenta y dos, representando cada una de ellas a una de las víctimas. La hilera hubiera llegado a ser mayor si no hubiese sucedido el que Ra Undreundre recibió un estacazo en la cabeza en una ligera escaramuza que hubo en Sorno Sorno, a continuación de la cual fue servido en la mesa de Naungavuli, cuya mediocre hilera de piedras alcanzó tan sólo el exiguo total de ochenta y ocho. Los pobres misioneros, atacados por la fiebre, trabajaban arduamente esperando que el fuego de Pentecostés iluminara las almas de los salvajes. Pero los caníbales de Fidji se resistían a dejarse civilizar mientras tuvieran provisiones abundantes de carne humana. Por aquella época fue cuando John Starhurst proclamó su intención de enseñar la Biblia de costa a costa y su propósito de penetrar en las montañas del interior, al norte de Río Rewa. Los maestros indígenas lloraban silenciosamente. Sus compañeros misioneros trataron en vano de disuadirlo. El rey de Rewa le advirtió que seguramente los montañeses le aplicarían en cuanto lo vieran el kaikai -esto es, que se lo comerían-, y que el rey de Rewa, como cristiano, no tendría más remedio que declarar la guerra a los montañeses, que lo vencerían, a él se lo comerían y luego entrarían a saco en Rewa, y por tanto esta guerra costaría cientos de víctimas. Más tarde, una comisión de jefes indígenas de allí mismo se entrevistaron con él. Starhurst los escuchó pacientemente, pero no cambió un ápice su decisión y modo de pensar. A sus compañeros los misioneros les dijo que él no tenía vocación de mártir, pero que estaba seguro de que enseñando la Biblia en todo el Viti Levu no hacía más que cumplir un mandato divino, y que se creía el escogido por Dios para tal fin. Los mercaderes apelaron a objeciones y grandes argumentos para disuadirle de la idea, a todo lo cual él contestó: -Sus observaciones no tienen para mí valor alguno, están inspiradas en el temor de los daños que en sus mercaderías se puedan causar. Ustedes están muy interesados en ganar dinero y yo en salvar almas. Hay que salvar a los habitantes de estas islas negras. John Starhurst no era un fanático. Él hubiera sido el primero en negar esta imputación. Era un hombre eminentemente sano y práctico, estaba seguro de que su misión iba a ser un gran éxito, pues tenía la certeza de que la luz divina alumbraría las almas de los montañeses, provocando una sana revolución espiritual en todas las islas. En sus suaves ojos grises no había destellos de iluminado, pero sí se veía una inalterable resolución emanada de la fe que tenía en
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el Poder Divino, que era quien le guiaba. Un hombre tan sólo aprobó la decisión de Starhurst. Era Ra Vatu, quien lo animaba en secreto y le ofreció guías hasta las primeras estribaciones de las montañas. El corazón de Ra Vatu, que había sido uno de los indígenas de peores instintos, comenzaba a emanar luz y bondad. Ya había hablado en varias ocasiones de querer convertirse en lotu (cristiano), y hubiera tenido acceso a la pequeña capilla de los misioneros a no ser por sus cuatro mujeres, a las cuales quería conservar; pero había asegurado a Starhurst que sería monógamo tan pronto como su primera mujer, que a la sazón estaba muy enferma, muriese. John Starhurst comenzó su gran empresa por el río Rewa en una de las canoas de Ra Vatu. A distancia, recortándose la silueta en el cielo, divisábanse las montañas. en las que se veían varias columnitas de humo. Starhurst las contemplaba con cierta impaciencia. Algunas veces rezaba en silencio, otras uníase a sus rezos un maestro indígena que lo acompañaba. Narau, que así se llamaba, era lotu desde hacía siete años, que su alma había sido salvada del infierno por el doctor James Eliery Brown, el cual lo había conquistado con unas plantas de tabaco, dos mantas de algodón y una gran botella de un licor balsámico. A última hora, y después de cerca de veinte horas de solitaria meditación, Narau había tenido la inspiración de acompañar a Starhurst en su viaje de predicación por las montañas inhospitalarias. -Maestro, con toda seguridad te acompañaré -le había anunciado. El misionero lo abrazó con gran alegría; no cabía duda de que Dios estaba con él, ya que con su ejemplo había decidido a un hombre tan pobre de espíritu como Narau, obligándolo a seguirle. -Yo realmente no tengo valor, soy el más débil de los siervos del Señor -decía Narau durante la travesía del primer día de viaje en canoa. -Debes tener fe, mucha fe -replicaba animándole Starhurst. Otra canoa remontaba aquel mismo día el río Rewa, pero con una hora de retraso a la del misionero, y tomaba grandes precauciones para no ser vista. Iba ocupada por Erirola, primo mayor de Ra Vatu y su hombre de confianza. En un cestito, y siempre a la mano, llevaba un diente de ballena. Era un ejemplar magnífico; tenía seis pulgadas de largo, de bellísimas proporciones, y el marfil, con los años, había adquirido tonalidades amarillentas y purpúreas. El diente era propiedad de Ra Vatu, y en Fidji, cuando un diente de esa calidad intervenía en las cosas, éstas salían siempre a pedir de boca, pues es esta la virtud de los dientes de ballena. Cualquiera que sea el que acepta este talismán, no puede rehusar lo que se le pida antes o después de la entrega, y no hay un solo indígena capaz de faltar al compromiso que al aceptarlo contrae. La petición puede ser desde una vida humana hasta la más trivial de las alianzas o peticiones. Más allá, río arriba, en el pueblo de un jefe llamado Mongondro, John Starhurst descansó al final del segundo día de canoa. A la mañana siguiente y acompañado por Narau, pensaba salir a pie hacia las humeantes montañas, que ahora, de cerca, eran verdes y aterciopeladas. Mongondro era viejo y pequeño, de modales afables y aspecto de elefantiasis; por tanto, ya la guerra con sus turbulencias no le atraía. Recibió al misionero con cariñosas demostraciones, lo sentó a su mesa y discutió con él de materias religiosas. Mongondro tenía espíritu muy inquisitivo y rogó a Starhurst que le explicase el principio del mundo. Con verdadera unción y palabra precisa, relatóle el misionero el origen del mundo de acuerdo con el Génesis, y pudo observar que Mongondro estaba muy afectado. El pequeño y viejo jefe fumaba silenciosamente una pipa y, quitándola de entre sus labios, movió tristemente la cabeza. -No puede ser -dijo-. Yo, Mongondro, en mi juventud era un excelente carpintero, y aun así
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tardé tres meses en hacer una canoa, una pequeña canoa, muy pequeña. ¡Y tú dices que toda la tierra y toda el agua la ha hecho un solo hombre...! -Ya lo creo; han sido hechas por Dios, por el único Dios verdadero -interrumpió Starhurst. -¡Es lo mismo -continuó Mongondro- que toda la tierra, el agua, los árboles, los peces, los matorrales, las montañas, el sol, la luna, las estrellas, hayan sido hechos en seis días! No, no y no. Ya te he dicho que en mi juventud era muy hábil y tardé tres meses en hacer una pequeña canoa. Esa es una historia para chicos, pero que ningún hombre puede creer. -Yo soy un hombre -dijo el misionero. -Seguro, tú eres un hombre; pero mi oscuro entendimiento no puede adivinar lo que tú piensas y crees. -Pues yo te aseguro que creo firmemente que todo fue hecho en seis días. -Eso dices tú, eso dices -replicaba humildemente el viejo caníbal. Cuando John Starhurst y Narau se fueron a dormir, entró en la cabaña Erirola, el cual, después de un discurso diplomático, entregó el diente de ballena a Mongondro. El jefe lo examinó; era muy bonito y deseaba poseerlo, pero adivinando lo que le iban a pedir no quiso aceptarlo y se lo devolvió a Erirola con grandes excusas. Al amanecer del día siguiente, Starhurst se dirigió a pie, calzado con sus hermosas botas altas de una sola pieza, precedido de un guía que le había proporcionado Mongondro, hacia las montañas. Seguíale el fiel Narau, y una milla detrás y procurando no ser visto iba Erirola, siempre con el cesto en el que llevaba guardado el famoso diente de ballena. Durante dos días fue siguiendo los pasos del misionero y ofreciendo el diente a todos los jefes de los pueblos por donde pasaban, pero ninguno quería aceptarlo, pues la oferta era hecha tan inmediatamente después de la llegada del misionero que, sospechando todos la petición que les iban a hacer a cambio del diente, rechazaban el magnífico presente. Íbanse internando demasiado en las montañas, y Erirola optó por dirigirse, aprovechando pasos secretos y directos, a la residencia del Buli de Gatoka, rey de las montañas. El Buli no tenía noticias de la llegada del misionero, y como el diente era un soberbio y bello talismán, fue aceptado con grandes muestras de júbilo por parte de todos los que lo rodeaban. Los asistentes estallaron en una especie de aplauso al posesionarse del diente el Buli y grandes voces cantaban a coro: -¡A, woi, woi, woi! ¡A, woi, woi, woi! ¡A tabua levu! ¡Woi, woi! ¡A mudua, mudua, mudua! -Pronto llegará aquí un hombre blanco -comenzó a decir Erirola tras una breve pausa-. Es un misionero y llegará de un momento a otro. A Ra Vatu le gustaría tener sus botas, pues quiere regalárselas a su buen amigo Mongondro, y también desearía que los pies se quedasen dentro de las botas, pues Mongondro es un pobre viejo y tiene los dientes estropeados. Asegúrate, gran Buli, de que los pies se queden dentro. El resto del misionero se puede quedar aquí. La alegría del regalo del diente se aminoró con tal petición, pero ya no había medio de rehusar, estaba aceptado. -Una pequeñez como es un misionero no tiene importancia -replicó Erirola. -Tienes razón, no tiene importancia -dijo en alta voz el Buli-. Mongondro, tendrás las botas; vayan ustedes tres o cuatro y tráiganme al misionero, teniendo cuidado de que las botas no se estropeen o se vayan a perder.
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-Ya es tarde -exclamó Erirola-. Escuchen, ya viene. A través de la maleza espesísima, John Starhurst, seguido de cerca por Narau, apareció. Las famosas botas se le habían llenado de agua al vadear el río y arrojaban finísimos surtidores a cada paso que daba. En la mirada del misionero se leía la voluntad y el deseo de vencer. Tan convencido estaba de que su misión era inspiración divina, que no tenía ni la más ligera sombra de miedo, a pesar de que sabía que era el primer hombre blanco que se había atrevido a penetrar en los inexpugnables dominios de Gatoka. John Starhurst vio al Buli salir de su casa seguido de su séquito de montañeses. -Te traigo buenas nuevas -dijo saludando el misionero. -¿,Quién ha sido el que te ha enviado? -preguntó el Buli sorda y pausadamente. -Dios. -Ese nombre es nuevo en Viti Levu -replicó el Buli-. ¿De qué islas, pueblos o chozas es jefe ese que tú dices? -Es el jefe de todas las islas, pueblos, chozas y mares -contestó solemnemente Starhurst-. Es el supremo dueño y señor de cielo y tierra, y yo he venido aquí a traerte su palabra. -¿Me envía por tu conducto dientes de ballena? -replicó insolentemente el Buli. -No; pero mucho más valioso que los dientes de ballena es... -Entre jefes esa es la costumbre -interrumpió el Buli-. Tu jefe o es un negro despreciable o tú eres un gran idiota, por haberte atrevido a venir a estas montañas con las manos vacías. Mira, fíjate: otro mucho más generoso ha venido a verme antes que tú.
Y diciendo esto, le mostró el diente de ballena que acababa de aceptar de manos de Erirola. Narau empezó a desfallecer y a sentirse angustiado. -Es el diente de ballena de Ra Vatu -le dijo al oído a Starhurst-. Lo conozco muy bien, y ahora sí que no tenemos salvación. -Un obsequio muy estimable -contestó el misionero pasándose la mano por sus largas barbas y ajustándose las gafas-. Ra Vatu se las ha arreglado de modo que seamos bien recibidos. Pero Narau no las tenía todas consigo y disimuladamente empezó a alejarse de Starhurst, olvidando sus promesas de fidelidad hechas al empezar la temeraria aventura. -Ra Vatu será lotu dentro de muy poco tiempo -empezó a decir el misionero-, y yo he venido a que tú también te hagas lotu. -No necesito nada de ti -contestó orgullosamente el Buli- y es mi decisión que mueras hoy mismo. El Buli hizo una seña a uno de sus montañeses, quien avanzó haciendo filigranas en el aire con su maza de guerra. Narau, viendo el pleito perdido, corrió a ocultarse entre unas chozas donde estaban las mujeres y los chicos; pero Jo hn Starhurst se abalanzó hacia su ejecutor por debajo de la maza y consiguió rodearle el cuello con sus brazos. En esta ventajosa posición comenzó a argumentarle. Defendía su vida, ya lo sabía, pero la defendía sin nerviosidades ni miedo.
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-Cometerás un pecado muy grande si me matas -decía a su verdugo-. Yo no te he hecho ningún daño ni a ti ni al Buli. Tan bien agarrado estaba al cuello del montañés, que los demás no se atrevían a dejar caer sus mazas por miedo a equivocarse de cabeza. -Soy John Starhurst -continuó con calma-. He estado trabajando tres años, sin aceptar remuneración alguna, en las islas Fidji. He venido aquí para el bien de ustedes, ¿por qué me quieren matar? Mi muerte no beneficiará a ningún hombre. El Buli echó una mirada a su diente de ballena. Estaba bien pagada la muerte del misionero. Éste se encontraba rodeado de una masa de salvajes desnudos que hacían grandes esfuerzos por acercarse a la presa. El cantó fúnebre predecesor del banquete de carne humana empezó a dejarse oír, adquiriendo tales tonalidades que ahogaban por completo la voz del misionero. Tan hábilmente plegaba éste su cuerpo al del montañés, que no había medio de asestarle el golpe de gracia. Erirola sonreía y el Buli se exasperaba. -¡Fuera ustedes! -gritó-. Heroica historia para que la vayan contando por la costa una docena de hombres como ustedes, y un misionero sin armas tan débil como una mujer puede más que todos juntos. -¡Oh, gran Buli, y podré más que tú también! -gritó Starhurst, dominando a duras penas el griterío de los salvajes-. Mis armas son la Verdad y la Justicia, y no hay hombre que las resista. -Ven hacia mí entonces -contestó el Buli-. La mía no es más que una pobre y miserable maza de guerra, y, según tú dices, no es capaz de vencerte. El grupo separóse de él, y John Starhurst quedó solo frente al Buli, que se apoyaba en su enorme y nudosa maza guerrera. -Ven hacia mí, hombre misionero, y vénceme -gritaba el rey de las montañas, desafiándolo. -Aun así, te venceré -contestó John, limpiando los cristales de sus gafas y guardándolas cuidadosamente mientras avanzaba. El Buli levantó la maza. -En primer lugar, te diré que mi muerte no te proporcionará provecho alguno. -Dejo la respuesta a mi maza -contestó el Buli. Y a cada tema que el misionero tocaba, respondía en la misma forma, sin dejar de observarle con atención para prevenirse del habilidoso abrazo. Entonces, y únicamente entonces, comprendió John Starhurst que su muerte era inevitable; pero llevado de su arraigada fe, se arrodilló y empezó a invocar al cielo, como si esperase algún milagro: -Perdónalos, que no saben lo que hacen -decía como si estuviese en contacto con la Divinidad-. ¡Dios mío, ten compasión de Fidji! ¡Oh Jehovah, óyenos! ¡Por Él, por tu hijo, compadécete de Fidji! ¡Tú eres grande y Todopoderoso para salvarlos! ¡Sálvalos, oh Dios mío! ¡Salva a los pobres caníbales de Fidji! El Buli, impaciente, dijo: -Ahora te voy a contestar.
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Levantó la maza sobre la cabeza del misionero, asiéndola con las dos manos. Narau, que estaba escondido, oyó el golpe del mazo contra la cabeza y se estremeció intensamente. Después, la salvaje y fúnebre sinfonía volvía a resonar en las montañas, y comprendió Narau que su amado maestro había muerto y que su cuerpo era arrastrado a la hoguera para ser condimentado. Escuchó y percibió las palabras de la fúnebre canción: ¡Arrástrame suavemente, arrástrame suavemente! ¡Soy el campeón de mi patria! ¡Da las gracias, da las gracias! A continuación, una sola voz cantaba: ¿Dónde está el hombre valiente? Cien voces contestaban a coro: ¡Será arrastrado a la hoguera y asado! Y cantaba de nuevo la voz que había interrogado: ¿Dónde está el hombre cobarde? Y las cien voces vociferaban: ¡Se ha ido a contarlo, se ha ido a contarlo! Narau gemía angustiado. Las palabras de la canción salvaje eran ciertas. Él era el cobarde; ya no le restaba más que huir, correr... ir a contar lo sucedido. Jack London http://www.rinconcastellano.com/biblio/relatos/index.html
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UN EXPRESO DEL FUTURO -Ande con cuidado -gritó mi guía-. ¡Hay un escalón! Descendiendo con seguridad por el escalón de cuya existencia así me informó, entré en una amplia habitación, iluminada por enceguecedores reflectores eléctricos, mientras el sonido de nuestros pasos era lo único que quebraba la soledad y el silencio del lugar. ¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo allí? Preguntas sin respuesta. Una larga caminata nocturna, puertas de hierro que se abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos, escaleras que se internaban (así me pareció) en las profundidades de la tierra... No podía recordar nada más, Carecía, sin embargo, de tiempo para pensar. -Seguramente usted se estará preguntando quién soy yo -dijo mi guía-. El coronel Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues en Estados Unidos, en Boston... en una estación. -¿Una estación? -Así es; el punto de partida de la Compañía de Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool. Y con gesto pedagógico, el coronel señaló dos grandes cilindros de hierro, de aproximadamente un metro y medio de diámetro, que surgían del suelo, a pocos pasos de distancia. Miré esos cilindros, que se incrustaban a la derecha en una masa de mampostería, y en su extremo izquierdo estaban cerrados por pesadas tapas metálicas, de las que se desprendía un racimo de tubos que se empotraban en el techo; y al instante comprendí el propósito de todo esto. ¿Acaso yo no había leído, poco tiempo atrás, en un periódico norteamericano, un artículo que describía este extraordinario proyecto para unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos colosales tubos submarinos? Un inventor había declarado que el asunto ya estaba cumplido. Y ese inventor -el coronel Pierce- estaba ahora frente a mí. Recompuse mentalmente aquel artículo periodístico. Casi con complacencia, el periodista entraba en detalles sobre el emprendimiento. Informaba que eran necesarios más de tres mil millas de tubos de hierro, que pesaban más de trece millones de toneladas, sin contar los buques requeridos para el transporte de los materiales: 200 barcos de dos mil toneladas, que debían efectuar treinta y tres viajes cada uno. Esta "Armada de la Ciencia" era descrita llevando el hierro hacia dos navíos especiales, a bordo de los cuales eran unidos los extremos de los tubos entre sí, envueltos por un triple tejido de hierro y recubiertos por una preparación resinosa, con el objeto de resguardarlos de la acción del agua marina. Pasado inmediatamente el tema de la obra, el periodista cargaba los tubos (convertidos en una especie de cañón de interminable longitud) con una serie de vehículos, que debían ser impulsados con sus viajeros dentro, por potentes corrientes de aire, de la misma manera en que son trasladados los despachos postales en París. Al final del artículo se establecía un paralelismo con el ferrocarril, y el autor enumeraba con exaltación las ventajas del nuevo y osado sistema. Según su parecer, al pasar por los tubos debería anularse toda alteración nerviosa, debido a que la superficie interior del vehículo había sido confeccionada en metal finamente pulido; la temperatura se regulaba mediante corrientes de aire, por lo que el calor podría modificarse de acuerdo con las estaciones; los precios de los pasajes resultarían sorprendentemente bajos, debido al poco costo de la construcción y de los gastos de mantenimiento... Se olvidaba, o se dejaba aparte cualquier consideración referente a los problemas de la gravitación y del deterioro por el uso.
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Todo eso reapareció en mi conciencia en aquel momento. Así que aquella "Utopía" se había vuelto realidad ¡y aquellos dos cilindros que tenía frente a mí partían desde este mismísimo lugar, pasaban luego bajo el Atlántico, y finalmente alcanzaban la costa de Inglaterra! A pesar de la evidencia, no conseguía creerlo. Que los tubos estaban allí, era algo indudable, pero creer que un hombre pudiera viajar por semejante ruta... ¡jamás! -Obtener una corriente de aire tan prolongada sería imposible -expresé en voz alta aquella opinión. -Al contrario, ¡absolutamente fácil! -protestó el coronel Pierce-. Todo lo que se necesita para obtenerla es una gran cantidad de turbinas impulsadas por vapor, semejantes a las que se utilizan en los altos hornos. Éstas transportan el aire con una fuerza prácticamente ilimitada, propulsándolo a mil ochocientos kilómetros horarios... ¡casi la velocidad de una bala de cañón! De manera tal que nuestros vehículos con sus pasajeros efectúan el viaje entre Boston y Liverpool en dos horas y cuarenta minutos. -¡Mil ochocientos kilómetros por hora!- exclamé. -Ni uno menos. ¡Y qué consecuencias maravillosas se desprenden de semejante promedio de velocidad! Como la hora de Liverpool está adelantada con respecto a la nuestra en cuatro horas y cuarenta minutos, un viajero que salga de Boston a las 9, arribará a Liverpool a las 3:53 de la tarde.¿No es este un viaje hecho a toda velocidad? Corriendo en sentido inverso, hacia estas latitudes, nuestros vehículos le ganan al Sol más de novecientos kilómetros por hora, como si treparan por una cuerda movediza. Por ejemplo, partiendo de Liverpool al medio día, el viajero arribará a esta estación alas 9:34 de la mañana... O sea, más temprano que cuando salió. ¡Ja! ¡Ja! No me parece que alguien pueda viajar más rápidamente que eso. Yo no sabía qué pensar. ¿Acaso estaba hablando con un maniático?... ¿O debía creer todas esas teorías fantásticas, a pesar de las objeciones que brotaban de mi mente? -Muy bien, ¡así debe ser! -dije-. Aceptaré que los viajeros puedan tomar esa ruta de locos, y que usted puede lograr esta velocidad increíble. Pero una vez que la haya alcanzado, ¿cómo hará para frenarla? ¡Cuando llegue a una parada todo volará en mil pedazos! -¡No, de ninguna manera! -objetó el coronel, encogiéndose de hombros-. Entre nuestros tubos (uno para irse, el otro para regresar a casa), alimentados consecuentemente por corrientes de direcciones contrarias, existe una comunicación en cada juntura. Un destello eléctrico nos advierte cuando un vehículo se acerca; librado a su suerte, el tren seguiría su curso debido a la velocidad impresa, pero mediante el simple giro de una perilla podemos accionar la corriente opuesta de aire comprimido desde el tubo paralelo y, de a poco, reducir a nada el impacto final. ¿Pero de qué sirven tantas explicaciones? ¿No sería preferible una demostración? Y sin aguardar mi respuesta, el coronel oprimió un reluciente botón plateado que salía del costado de uno de los tubos. Un panel se deslizó suavemente sobre sus estrías, y a través de la abertura así generada alcancé a distinguir una hilera de asientos, en cada uno de los cuales cabían cómodamente dos personas, lado a lado. -¡El vehículo! -exclamó el coronel-. ¡Entre! Lo seguí sin oponer la menor resistencia, y el panel volvió a deslizarse detrás de nosotros, retomando su anterior posición. A la luz de una lámpara eléctrica, que se proyectaba desde el techo, examiné minuciosamente el artefacto en que me hallaba.
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Nada podía ser más sencillo: un largo cilindro, tapizado con prolijidad; de extremo a extremo se disponían cincuenta butacas en veinticinco hileras paralelas. Una válvula en cada extremo regulaba la presión atmosférica, de manera que entraba aire respirable por un lado, y por el otro se descargaba cualquier exceso que superara la presión normal. Luego de perder unos minutos en este examen, me ganó la impaciencia: -Bien -dije-. ¿Es que no vamos a arrancar? -¿Si no vamos a arrancar? -exclamó el coronel Pierce-. ¡Ya hemos arrancado! Arrancado... sin la menor sacudida... ¿cómo era posible?... Escuché con suma atención, intentando detectar cualquier sonido que pudiera darme alguna evidencia. ¡Si en verdad habíamos arrancado... si el coronel no me había estado mintiendo al hablarme de una velocidad de mil ochocientos kilómetros por hora... ya debíamos estar lejos de tierra, en las profundidades del mar, junto al inmenso oleaje de cresta espumosa por sobre nuestras cabezas! e incluso en ese mismo instante, probablemente, confundiendo al tubo con una serpiente marina monstruosa, de especie desconocida, las ballenas estarían batiendo con furiosos coletazos nuestra larga prisión de hierro! Pero no escuché más que un sordo rumor, provocado, sin duda, por la traslación de nuestro vehículo. Y ahogado por un asombro incomparable, incapaz de creer en la realidad de todo lo que estaba ocurriendo, me senté en silencio, dejando que el tiempo pasara. Luego de casi una hora, una sensación de frescura en la frente me arrancó de golpe del estado de somnolencia en que había caído paulatinamente. Alcé el brazo para tocarme la cara: estaba mojada. ¿Mojada? ¿Por qué estaba mojada? ¿Acaso el tubo había cedido a la presión del agua... una presión que obligadamente sería formidable, pues aumenta a razón de una "atmósfera" por cada diez metros de profundidad? Fui presa del pánico. Aterrorizado, quise gritar... y me encontré en el jardín de mi casa, rociado generosamente por la violenta lluvia que me había despertado. Simplemente, me había quedado dormido mientras leía el articulo de un periodista norteamericano, referido a los extraordinarios proyectos del coronel Pierce... quien a su vez, mucho me temo, también había sido soñado. Julio Verne
EL SILENCIO BLANCO -Carmen no durará más de un par de días. Mason escupió un trozo de hielo y observó compasivamente al pobre animal. Luego se llevó una de sus patas a la boca y comenzó a arrancar a bocados el hielo que cruelmente se apiñaba entre los dedos del animal. -Nunca vi un perro de nombre presuntuoso que valiera algo -dijo, concluyendo su tarea y apartando a un lado al animal-. Se extinguen y mueren bajo el peso de la responsabilidad. ¿Viste alguna vez a uno que acabase mal llamándose Cassiar, Siwash o Husky? ¡No, señor!
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Échale una ojeada a Shookum, es... ¡Zas! El flaco animal se lanzó contra él y los blancos dientes casi alcanzaron la garganta de Mason. -Conque sí, ¿eh? Un hábil golpe detrás de la oreja con la empuñadura del látigo te ndió al animal sobre la nieve, temblando débilmente, mientras una baba amarilla le goteaba por los colmillos. -Como iba diciendo, mira a Shookum, tiene brío. Apuesto a que se come a Carmen antes de que acabe la semana. -Yo añadiré otra apuesta contra ésa -contestó Malemute Kid, dándole la vuelta al pan helado puesto junto al fuego para descongelarse . Nosotros nos comeremos a Shookum antes de que termine el viaje. ¿Qué te parece, Ruth? La india aseguró la cafetera con un trozo de hielo, paseó la mirada de Malemute Kid a su esposo, luego a los perros, pero no se dignó responder. Era una verdad tan palpable, que no requería respuesta. La perspectiva de doscientas millas de camino sin abrir, con apenas comida para seis días para ellos y sin nada para los perros, no admitía otra alternativa. Los dos hombres y la mujer se agruparon en torno al fuego y empezaron su parca comida. Los perros yacían tumbados en sus arneses, pues era el descanso de mediodía, y observaban con envidia cada bocado. -A partir de hoy no habrá más almuerzos -dijo Malemute Kid-. Y tenemos que mantener bien vigilados a los perros... Se están poniendo peligrosos. Si se les presenta oportunidad, se comerán a uno de los suyos en cuanto puedan. -Y pensar que yo fui una vez presidente de una congregación metodista y enseñaba en la catequesis... -habiéndose desembarazado distraídamente de esto, Mason se dedicó a contemplar sus humeantes mocasines, pero Ruth lo sacó de su ensimismamiento al llevarle el vaso-. ¡Gracias a Dios tenemos té en abundancia! Lo he visto crecer en Tenesí. ¡Lo que daría yo por un pan de maíz caliente en estos momentos! No hagas caso, Ruth; no pasarás hambre por mucho tiempo más, ni tampoco llevarás mocasines. Al oír esto, la mujer abandonó su tristeza y sus ojos se llenaron del gran amor que sentía por su señor blanco, el primer hombre blanco que había visto..., el primer hombre que había conocido que trataba a una mujer como algo más que un animal o una bestia de carga. -Sí, Ruth -continuó su esposo, recurriendo a la jerga macarrónica en la que sólo se podían entender-. Espera a que recojamos y partamos hacia El Exterior. Tomaremos la canoa del Hombre Blanco e iremos al Agua Salada. Sí, malas aguas, tempestuosas..., grandes montañas que danzan subiendo y bajando todo el tiempo. Y tan grande, tan lejos, tan lejos... viajas diez jornadas, veinte jornadas, cuarenta jornadas -enumeró gráficamente los días con sus dedos-; siempre agua, malas aguas. Entonces llegas a un gran poblado, mucha gente, tanta como los mosquitos del próximo verano. Tiendas tan altas... como diez, veinte pinos. ¡Hi yu skookum!1 Se detuvo impotente, echándole una mirada suplicante a Malemute Kid, y laboriosamente colocó por señas los veinte pinos, punta sobre punta. Malemute Kid sonrió con alegre cinismo; pero los ojos de Ruth se abrieron con asombro y placer; creía a medias que la estaba engañando, y tal condescendencia halagaba su pobre corazón de mujer. -Y luego entras en una... caja, y ¡zas!, subes hacia arriba -lanzó su taza vacía al aire para ilustrarlo, y mientras la cogía hábilmente gritó-: Y ¡paf!, bajas de nuevo. ¡Ah, grandes
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hechiceros! Tú vas a Fuerte Yukón, yo voy a Ciudad Ártica... veinticinco jornadas... Entre los dos cable muy largo, todo seguido... cojo el cable... Yo digo: «¡Hola, Ruth! ¿Cómo estás?»... y tú dices: «¿Eres mi buen esposo?»... y yo digo: «Sí»... y tú dices: «No puedo hacer buen pan, no queda levadura.» Entonces digo: «Mira en el escondrijo, bajo la harina; adiós.» Tú miras y encuentras mucha levadura. Todo el tiempo tú en Fuerte Yukón y yo en Ciudad Ártica. ¡Gran hechicero! Ruth sonrió tan ingenuamente con el cuento de hadas, que los hombres estallaron en carcajadas. Una pelea entre los perros vino a cortar por lo sano las maravillas de El Exterior, y para cuando separaron a los combatientes, Ruth había amarrado los trineos y estaba lista para el camino. -¡Arre! ¡Baldy! ¡Arre! Mason restalló diestramente el látigo y, mientras los perros aullaban débilmente en sus correas, abrió la marcha tirando de la vara del trineo. Ruth lo seguía con el segundo grupo de perros, dejando a Malemute Kid, que la había ayudado a partir, cerrar la marcha. Un hombre fuerte, una bestia, capaz de derrumbar a un buey de un golpe, no podía soportar pegar a los pobres animales, y los mimaba como raramente hace un conductor de perros..., es más, casi lloraba con ellos en su miseria. -¡Venga, adelante, pobres bestias doloridas! -murmuró, después de varios intentos infructuosos por arrancar. Pero su paciencia se vio recompensada al fin, y, aunque gimiendo de dolor, se apresuraron a reunirse con sus compañeros. Ya no hubo más conversación; la dificultad del camino no permite tales lujos. Y entre todas las faenas, la de la ruta del Norte es la peor. Dichoso el hombre que puede soportar una jornada de viaje a base de silencio, y eso en una ruta ya abierta. Pues de todas las descorazonadoras tareas, la de abrir camino es la peor. A cada paso las grandes raquetas se hunden hasta que la nieve llega a la altura de las rodillas. Luego, hacia arriba, derecho hacia arriba, pues la desviación de una fracción de pulgada es anuncio cierto del desastre; la raqueta se eleva hasta que la superficie queda limpia; luego adelante, abajo, el otro pie se eleva perpendicular a media yarda. El que lo intenta por primera vez puede sentirse feliz, si evita colocar las botas en esa peligrosa cercanía y caer sobre la traicionera superficie, se rendirá exhausto después de cien yardas; el que puede mantenerse alejado de los perros por un día entero puede muy bien meterse en su saco de dormir con la conciencia tranquila y un orgullo fuera de toda comprensión. Y el que viaja veinte jornadas sobre la larga ruta es un hombre que merece la envidia de los dioses. La tarde pasó, y con el respeto nacido del silencio blanco, los silenciosos viajeros se aplicaron a su trabajo. La naturaleza tiene muchas artimañas para convencer al hombre de su finitud -el incesante fluir de las mareas, la furia de la tormenta, la sacudida del terremoto, el largo retumbar de la artillería del cielo-, pero la más tremenda, la más sorprendente de todas es la fase pasiva del silencio blanco. Cesa todo movimiento, el aire se despeja, los cielos se vuelven de latón; el más pequeño susurro parece un sacrilegio, y el hombre se torna tímido, asustado del sonido de su propia voz. Única señal de vida que viaja a través de las espectrales inmensidades de un mundo muerto, tiembla ante su propia audacia, se da cuenta de que su vida no vale más que la de un gusano. Surgen extraños pensamientos no llamados, y el misterio de todas las cosas pugna por darse a conocer. Y el temor a la muerte, a Dios, al universo, se apodera de él, la esperanza en la resurrección y la vida, su deseo de inmortalidad, la lucha vana de la esencia aprisionada. Entonces, si alguna vez ocurre, el hombre camina solo con Dios. Así pasó lentamente el día. El río trazaba un gran meandro y Mason dirigió su partida hacia él a través del estrecho cuello de tierra. Pero los perros retrocedieron ante la empinada ribera. Una y otra vez, a pesar de que Ruth y Malemute Kid empujaban el trineo, resbalaban de nuevo
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hasta el fondo. Entonces vino el esfuerzo supremo. Las miserables criaturas, debilitadas por el hambre, reunieron sus últimas fuerzas. Arriba, arriba... El trineo se detuvo en la cima de la ladera, pero el perro que iba a la cabeza giró toda la reata hacia la derecha, enredando las raquetas de Mason. El resultado fue desastroso. Mason cayó de repente al suelo; uno de los perros se derrumbó sobre sus arneses; y el trineo se volcó hacia atrás, arrastrando de nuevo todo hasta el fondo. ¡Zas! El látigo cayó sobre los perros salvajemente, sobre todo en el que había tropezado. -¡No, Mason! -suplicó Malemute Kid-. El pobre diablo no puede más. Espera y engancharemos mis perros. Mason retuvo el látigo intencionadamente hasta que se apagó la última palabra, entonces restalló el largo látigo, rodeando completamente el cuerpo de la criatura culpable. Carmen porque de Carmen se trataba- se agazapó en la nieve, lloró lastimosa y se volvió sobre el costado. Era un momento trágico, un patético incidente del camino: un perro agonizante y dos compañeros enfurecidos. Ruth miró ansiosamente de un hombre al otro. Pero Malemute Kid se contuvo, aunque había un mundo de reproche en sus ojos, e inclinándose sobre el perro cortó las correas. No pronunciaron ni una palabra. Ataron a los perros en doble hilera y superaron la dificultad; los trineos estaban de nuevo en camino, con el perro moribundo arrastrándose detrás. Mientras el animal pueda viajar no se le sacrifica, se le ofrece esta última oportunidad, arrastrarse hasta el campamento si puede, con la esperanza de que allí se mate un alce. Arrepentido ya de su ataque de ira, pero demasiado terco para enmendarse, Mason faenaba a la cabeza de la cabalgata, sin imaginarse que el peligro flotaba en el aire. La leña caída se apilaba densamente en el protegido suelo, y a través de ella se abrieron paso. A cincuenta pies o más del camino se alzaba un alto pino. Durante generaciones había permanecido allí, y durante generaciones el destino había tenido este único fin previsto. Quizás se había decretado lo mismo para Mason. Se agachó para atarse el cordón del mocasín. Los trineos se detuvieron y los perros se tumbaron en la nieve sin un gemido. La quietud era extraña; ni un soplo hacía crujir el bosque cubierto de escarcha. El frío y el silencio del espacio habían helado el corazón y apagado los temblorosos labios de la naturaleza. Un suspiro latió en el aire. No lo oyeron, más bien lo sintieron, como la premonición de un movimiento en el vacío inmóvil. Entonces el gran árbol, cargado con su peso de años y nieve, representó su papel en la tragedia de la vida. Oyó el estrépito de advertencia e intentó saltar, pero, casi en pie, recibió el golpe de lleno en el hombro. El súbito peligro, la muerte repentina... ¡Cuán a menudo se había enfrentado a ella Malemute Kid! Las ramas del pino aún temblaban mientras daba órdenes y entraba en acción. Tampoco se desmayó ni elevó la voz en lamentos inútiles la muchacha india, como podían haber hecho sus hermanas blancas. Cumpliendo las órdenes del hombre, echó su peso sobre el extremo de una palanca improvisada, aliviando el peso y escuchando los gemidos de su esposo, mientras Malemute Kid atacaba el árbol con el hacha. El acero repicaba alegremente al morder el tronco helado, cada golpe acompañado por una respiración audible y forzada, el «¡huh!» «¡huh!» del leñador. Al fin Kid tendió sobre la nieve a la lastimosa criatura que una vez fuera hombre. Pero peor que el dolor de su compañero era la muda angustia reflejada en la cara de la mujer, la mirada mezcla de esperanza y desesperación. Se cruzaron pocas palabras. Los de las tierras del Norte aprenden pronto la futilidad de las palabras y el valor inestimable de los hechos. Con la temperatura a sesenta y cinco bajo cero, un hombre no puede permanecer tumbado en la nieve por muchos minutos y sobrevivir. Por tanto, cortaron las correas del trineo y tendieron a la
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víctima, envuelta en pieles, en un lecho de ramas. Ante él ardía un fuego, hecho de la misma madera que había provocado la desgracia. Detrás de él, y cubriéndolo parcialmente, estaba extendido un toldo primitivo, un trozo de lona que captaba las radiaciones de calor y las devolvía hacia él, un truco que conocen los hombres que estudian física en sus fuentes. Los hombres que han compartido su lecho con la muerte saben cuándo les llama. Mason estaba terriblemente machacado. El examen más superficial así lo revelaba. Tenía rotos el brazo derecho, la pierna y la espalda; sus miembros estaban paralizados desde las caderas; y la probabilidad de heridas internas era grande. El único signo de vida era un gemido ocasional. Ninguna esperanza; no había nada que hacer. La noche implacable se deslizó lentamente sobre ellos. Ruth sufría con el desesperado estoicismo de su raza, y nuevas arrugas acudían al rostro de bronce de Malemute Kid. De hecho, Mason sufría menos que ninguno, pues estaba al este de Tenesí, en las grandes montañas Smokey, reviviendo escenas de su niñez. Y lo más patético era la melodía de su ya olvidado nativo dialecto sureño, mientras deliraba sobre las charcas en que nadaba, las cazas de mapache y robos de sandías. A Ruth le sonaba a chino, pero Kid comprendía, y sentía, sentía como sólo puede sentir alguien aislado durante años de la civilización. La mañana devolvió la consciencia al hombre postrado, y Malemute Kid se inclinó sobre él para captar sus susurros. -¿Recuerdas cuando nos encontramos en el Tanana, hará cuatro años en el próximo deshielo? No me importaba mucho entonces. Creo más bien que era bonita, y había un toque de emoción en todo ello. Pero, sabes, he llegado a tenerle un gran afecto. Ha sido una buena esposa para mí, siempre a mi lado en las dificultades. Y cuando llega la hora de comerciar, no hay otra igual. ¿Recuerdas aquella vez que disparó a los rápidos de Moosehorn para sacarnos a ti y a mí de esa roca, y las balas azotaban el agua como granizo? ¿Y cuando el hambre en Nukluyeto? ¿O cuando se adelantó al deshielo para traernos la noticia? Sí, ha sido una buena esposa para mí, mejor que la otra. ¿No sabías que antes estuve casado? Nunca te lo dije, ¿verdad? Pues lo ensayé otra vez, en Estados Unidos. Por eso estoy aquí. Habíamos crecido juntos. Me vine para. darle una oportunidad de que le concedieran el divorcio. Lo consiguió. »Pero eso no tiene nada que ver con Ruth. Pensé en recoger todo y salir para El Exterior el año que viene, ella y yo, pero es demasiado tarde. No la mandes de nuevo con su gente, Kid. Es muy duro tener que volver. ¡Piénsalo! Casi cuatro años a base de nuestra tocineta, judías, harina y fruta seca, y volver a su pescado y caribú. No es bueno que haya conocido nuestras costumbres, llegar a ver que son mejores que las de su pueblo, y luego volver a ellas. Cuida de ella, Kid, ¿lo harás? No, no lo harás. Tú siempre la eludiste. Y nunca me dijiste por qué viniste a estas tierras. Sé bueno con ella, y mándala a Estados Unidos en cuanto puedas. Pero arréglalo de manera que pueda volver, quizás eche esto de menos. »Y el niño... Nos ha acercado más, Kid. Espero que sea un chico. ¡Piénsalo! Carne de mi carne, Kid. No debe quedarse en este país. Y, si es una chica, pues tampoco. Vende mis pieles; conseguirás al menos cinco mil, y tengo otras tantas en la compañía. Y administra mis intereses junto con los tuyos. Creo que se resolverá la demanda del tribunal. Cuida de que reciba una buena educación; y Kid, sobre todo, no le dejes volver. Este país no es para hombres blancos. »Soy un hombre perdido, Kid. Tres o cuatro jornadas más a lo sumo. ¡Ustedes deben seguir! Recuerda, es mi mujer, es mi hijo... ¡Dios mío! ¡Espero que sea un chico! No puedes permanecer a mi lado... Y yo, un moribundo, te ordeno seguir. -Dame tres días -suplicó Malemute Kid-. Puedes mejorar; algo puede pasar.
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-No. -Sólo tres días. -Deben seguir. -Dos días. -Son mi mujer y mi hijo, Kid. Tú no lo pedirías. -Un día. -¡No, no! Te ordeno... -Sólo un día, lo podemos ahorrar de la comida, y quizás mate un alce. -No. Bueno, un día, pero ni un minuto más. Y Kid, no, no me dejes solo para enfrentarme a ella. Sólo un disparo, un apretón de gatillo. Tú lo entiendes. ¡Piénsalo! ¡Carne de mi carne, y no viviré para verle! »Mándame a Ruth. Quiero despedirme y decirle que piense en el niño y que no espere a que me muera. De lo contrario, podría negarse a marchar contigo. Adiós, amigo, adiós. »Kid, quería decir... Cava un hoyo por encima de la señal, cerca de la falla. Saqué unos cuarenta centavos de oro con mi pala allí. »Y ¡Kid! -se agachó aún más para oír sus últimas palabras, la rendición del orgullo de un moribundo-. Siento lo de..., ya sabes..., lo de Carmen. Dejó a la muchacha llorando suavemente sobre su hombre. Malemute Kid se puso la parka y las raquetas de nieve, guardó el rifle bajo el brazo y silenciosamente salió al bosque. No era ningún novato en las severas penas de las tierras del Norte, pero nunca se había enfrentado a un problema como éste. En lo abstracto estaba claro, tres posibles vidas contra una ya condenada. Pero dudaba. Durante cinco años, hombro con hombro, en los ríos y en los caminos, en los campamentos y en las minas, haciendo frente a la muerte por congelación, inundaciones y hambre, habían atado los lazos de su compañerismo. Tan apretado era el nudo, que a menudo se había dado cuenta de unos vagos celos de Ruth, desde la primera vez que entró entre ellos. Y ahora tenía que cortarlo con sus propias manos. Aunque rezó por un alce, un solo alce, toda la caza parecía haber abandonado la tierra, y el anochecer halló al hombre exhausto, arrastrándose hacia el campamento, con las manos vacías y un gran peso en el corazón. Un alboroto de los perros y los gritos agudos de Ruth le hicieron apresurarse. Al irrumpir en el campamento, vio a la muchacha, en medio de la jauría aullante, golpeando con el hacha. Los perros habían roto el férreo mandato de sus dueños y devoraban la comida. Se unió a la contienda con la culata del rifle, y el antiguo proceso de la selección natural tuvo lugar de nuevo con la brutalidad de aquel primitivo ambiente. Rifle y hacha subían y bajaban, acertaban o fallaban con una regularidad monótona; cuerpos elásticos destellaron, con ojos salvajes y fauces babosas; y hombre y bestia lucharon por la supremacía hasta el más amargo término.. Luego, las apaleadas bestias se arrastraron hasta el borde de la luz de la hoguera, lamiéndose las heridas, elevando sus quejas a las estrellas. Habían devorado toda la provisión de salmón seco, y quizás quedasen cinco libras de harina para sostenerlos a lo largo de doscientas millas de páramos. Ruth regresó junto a su esposo,
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mientras Malemute Kid cortaba en pedazos el cuerpo caliente de uno de los perros, cuyo cráneo había sido aplastado por el hacha. Guardó cada trozo cuidadosamente, excepto la piel y las entrañas, que echó a los que momentos antes fueran sus compañeros. La mañana trajo nuevos problemas. Los animales se volvían unos contra otros. Carmen, que aún se aferraba a su delgado hilo de vida, acabó devorada por la jauría. El látigo cavó sin miramientos sobre ellos. Se agachaban y aullaban bajo los golpes, pero se negaron a dispersarse hasta que el último miserable trozo hubo desaparecido: huesos, piel, pelo, todo. Malemute Kid realizó sus tareas, escuchando a Mason que estaba de nuevo en Tenesí, pronunciando discursos enredados y violentas exhortaciones a sus hermanos de otros tiempos. Aprovechando los pinos cercanos, trabajó rápidamente, y Ruth lo observó mientras construía un escondrijo parecido a los que a veces utilizan los cazadores para guardar la carne fuera del alcance de lobos y perros. Una tras otra dobló las copas de los pinos pequeños acercándolas casi hasta el suelo y atándolas con correas de piel de alce. Entonces sometió a golpes a los perros y los amarró a dos de los trineos, cargando éstos con todo menos las pieles que cubrían a Mason. Las envolvió y sujetó con fuerza en torno a su cuerpo, atando cada extremo de sus vestimentas a los pinos doblados. Un solo golpe con el cuchillo de caza enviaría el cuerpo a lo alto. Ruth había recibido la última voluntad de su esposo y no ofreció resistencia. ¡Pobre muchacha, había aprendido bien la lección de obediencia! Desde niña se había inclinado y había visto a todas las mujeres inclinarse ante los señores de la creación, y no parecía natural que una mujer se resistiera. Kid le permitió una sola expresión de dolor, mientras besaba a su esposo (su pueblo no tenía esa costumbre), luego la condujo al primer trineo y la ayudó a ponerse las raquetas de nieve. Ciega, instintivamente, tomó la vara y el látigo y azuzó a los perros hacia el camino. Entonces volvió junto a Mason, que había entrado en coma, y, mucho después de que ella se perdiera de vista, agazapado junto al fuego, esperando, deseando, rezando para que muriera su compañero. No es agradable estar solo con pensamientos lúgubres en el silencio blanco. El sonido de la oscuridad es piadoso, amortajándole a uno como para protegerle, y exhalando mil consuelos intangibles: pero el brillante silencio blanco, claro y frío bajo cielos de acero, es despiadado. Pasó una hora, dos horas, pero el hombre no moría. A media tarde el sol, sin elevar su cerco sobre el horizonte meridional, lanzó una insinuación de fuego a través de los cielos, y rápidamente la retiró. Malemute Kid se levantó y se arrastró al lado de su compañero. Lanzó una mirada a su alrededor. El silencio blanco pareció burlarse y un gran temor se apoderó de él. Sonó un disparo agudo: Mason voló a su sepulcro aéreo, y Malemute Kid obligó a los perros a latigazos a emprender una salvaje carrera mientras huía veloz sobre la nieve. Jack Londo http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/london/silencio.htm
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LOS TIGRES DE LA MALASIA CAPÍTULO ”EL ASALTO DEL “MARIANA”
PRIMERO
-¿Vamos avante? ¿Sí o no? ¡Voto a Júpiter! ¡Es imposible que hayamos varado en un banco como unos estúpidos! -No se puede, señor Yáñez. -Pero, ¿qué es lo que nos detiene? -Todavía no lo sabemos. -¡Por Júpiter! ¡Ese piloto estaba borracho! ¡Valiente fama la que así se conquistan los malayos! ¡Yo que hasta esta mañana los había tenido por los mejores marinos de los mundos! Sambigliong, manda desplegar otra vela. Hay buen viento, y quizás logremos pasar. -¡Que el diablo se lleve a ese piloto imbécil! Quien así hablaba se había vuelto hacia la popa con el ceño fruncido y el rostro alterado por violenta cólera. Aun cuando ya tenía edad (cincuenta años), era todavía un hombre arrogante, robusto, con grandes bigotes grises cuidadosamente levantados y rizados, piel un poco bronceada, largos cabellos que le salían abundantes por debajo del sombrero de paja de Manila, de forma parecida a los mejicanos y adornado con una cinta de terciopelo azul. Vestía elegantemente un traje de franela blanca con botones de oro, y le rodeaba la cintura una faja de terciopelo rojo, en la cual se veían dos pistolas de largo cañón, con las culatas incrustadas en plata y nácar- armas, sin duda alguna, de fabricación india-; calzaba botas de agua de piel amarilla y un poco levantadas de punta. -¡Piloto!- gritó. Un malayo de epidermis de color hollín con reflejos verdosos, los ojos algo oblicuos y de luz amarillenta que causaba una expresión extraña, al oír aquella llamada abandonó el timón y se acercó a Yáñez con un andar sospechoso que acusaba una conciencia poco tranquila. -Podada- dijo el europeo con voz seca, apoyando la diestra sobre la culata de una pistola-. ¿Cómo va este negocio? Me parece que había dicho usted que conocía todos estos parajes de la costa de Borneo, y por eso lo he embarcado. -Pero señor...- balbució el malayo con aire cohibido. -¿Qué es lo que quiere usted decir?- preguntó Yáñez, que parecía haber perdido por primera vez en su vida su calma habitual. -Antes no existía este banco. -¡Bribón! ¿Ha salido acaso del fondo del mar esta mañana? ¡Es usted un imbécil! Ha dado un falso golpe de barra para detener el “Mariana”. -¿Para qué, señor? -¿Qué sé yo? Pudiera suceder que estuviese de acuerdo con esos enemigos misteriosos que han sublevado a los dayakos. -Yo nunca he tenido relaciones más que con mis compatriotas. señor. -¿Cree usted que podemos desencallar? -Sí, señor; en la marea alta. -¿Hay muchos dayakos en el río? -No lo creo. -¿Sabe si tienen buenas armas? -No les he visto más que algunos fusiles. -¿Qué será lo que les habrá hecho sublevarse?- murmuró Yáñez-. Aquí hay un misterio que no acierto a desentrañar, aun cuando el Tigre de la Malasia se obstine en ver en todo esto la mano de los ingleses. Esperemos a ver si llegamos a tiempo de conducir a Mompracem a Tremal-Naik y a Damna antes de que los rebeldes invadan sus plantaciones y destruyan sus factorías. Veamos si podemos dejar este banco sin que la marea alcance el máximum de su altura. Volvió la espalda al malayo, se fue a la proa, y se inclinó en la amura del castillo. El barco que había encallado, probablemente por efecto de una falsa maniobra, era un espléndido velero de dos palos, de reciente construcción, a juzgar por sus líneas todavía limpias, impecables, y con dos enormes velas, las de los grandes paraos malayos.
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Debía desplazar por lo menos doscientas toneladas, e iba tan bien armado, que podía hacerse temer de cualquier mediano crucero. Sobre la toldilla se veían dos piezas de buen calibre protegidas por una plataforma movible formada por dos gruesas planchas de acero dispuestas en ángulo, y en el castillo de proa cuatro bombardas o enormes espingardas, armas excelentes para ametrallar al enemigo, aun cuando de poco alcance. Además llevaba una tripulación, demasiado numerosa para un barco tan pequeño, compuesta de cuarenta malayos y dayakos, ya de cierta edad, pero todavía fuertes, de rostro altivo y con no pocas cicatrices, lo cual indicaba que eran gente de mar y de guerra a un mismo tiempo. La embarcación estaba detenida en la boca de una bahía extensa, en la cual desaguaba un río que parecía caudaloso. Multitud de islas, entre ellas una muy grande, la defendían de los vientos de Poniente. La bahía hallábase rodeada de escolleras coralíferas y de bancos cubiertos de vegetación muy espesa y de color verde intenso. El “Mariana” había encallado en uno de aquellos bancos ocultos por las aguas, que entonces comenzaba a verse por efecto de la baja marea. La rueda de proa se había encajado profundamente, haciendo imposible ponerlo a flote con sólo el medio de lanzar el ancla a popa y halar la cuerda. -¡Perro de piloto! exclamó Yáñez después de haber observado con atención el bajo-. ¡No saldremos de aquí antes de medianoche! ¿Qué me dice usted, Sambigliong? Un malayo de cara arrugada y cabellos encanecidos, pero que, sin embargo, parecía muy robusto, se había acercado al europeo. -Digo, señor Yáñez, que sin la ayuda de la pleamar, son inútiles todas las maniobras. -¿Tienes confianza en ese piloto? -No sé qué decirle, capitán- respondió el malayo-, pues no lo he visto nunca. Pero... -Continúa- dijo Yáñez. -Eso de haberlo encontrado solo, tan lejos de Gaya, metido en una canoa que no podría resistir una ola, y enseguida ofrecerse a guiarnos... ¡Vamos!... Me parece que todo eso no está muy claro. -¿Se habrá cometido una imprudencia al confiarle el timón?- se preguntó Yáñez, que se había quedado pensativo. Después, sacudiendo la cabeza como si hubiese querido arrojar lejos de sí un pensamiento importuno, añadió: -¿Por qué razón ese hombre, que pertenece a vuestra raza, habrá querido perder el mejor y más poderoso parao del Tigre de la Malasia? ¿No hemos protegido siempre a los borneses contra las vejaciones de Inglaterra? ¿No hemos derrotado a James Broak para dar la independencia a los dayakos de Sarawak? -¿Y por qué, señor Yáñez- dijo Sambigliong-, se han levantado en armas tan de improviso contra nuestros amigos los dayakos de la costa? Porque también Tremal-Naik, al crear factorías en estos litorales antes desiertos, les ha proporcionado el medio de ganarse la vida cómodamente sin correr el riesgo de caer en manos de los piratas que los diezmaban. -Esto es un misterio, mi querido Sambigliong, que ni Sandokán ni yo hemos logrado aclarar hasta ahora. Ese imprevisto estado de ira contra Tremal-Naik debe tener un motivo que ignoramos; pero seguramente alguien ha procurado darle aire para que el incendio sea mayor. -¿Correrán verdadero peligro Tremal-Naik y su hija Damna? -El mensajero que ha enviado a Mompracem ha dicho que se hallan en armas todos los dayakos y como poseídos de locura, que han saqueado e incendiado tres factorías, y que hablaban de matar a Tremal-Naik. -Y sin embargo no hay en toda la isla mejor hombre que él- dijo Sambigliong-. No comprendo cómo esos bribones arruinan y saquean sus propiedades. -Algo sabremos cuando lleguemos al “kampong” de Pangutarang. La aparición del “Mariana” calmará un poco a los dayakos, y si no deponen las armas, los ametrallaremos como merecen. -Y conoceremos el motivo del levantamiento. -¡Oh!- exclamó de pronto Yáñez, que había vuelto la cabeza hacia la boca del río-. Allí hay alguien que, al parecer, quiere dirigirse hacia nosotros. Una pequeña canoa con una vela había desembocado por detrás de los islotes que obstruían la desembocadura del río, y dirigía la proa hacia el “Mariana”.
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Sólo un hombre la tripulaba; pero estaba aún tan lejos, que no se podía distinguir si era un malayo o un dayaco. -¿Quién podrá ser?- se preguntó Yáñez, que no lo perdía de vista-. Mira, Sambigliong: ¿no te parece que está indeciso respecto de cómo debe maniobrar? Ahora se dirige hacia los islotes, ahora se aleja para echarse sobre las escolleras de coral. -Se diría que trata de engañar a alguien respecto de su rumbo; ¿verdad, señor Yáñez?- respondió Sambigliong-. ¿Lo vigilarán acaso, y tratará, en efecto, de engañar a alguien? -Eso mismo me parece- contestó el europeo-. Ve a buscar mi anteojo, y manda que carguen con bala una bombarda. Trataremos de ayudar en la maniobra a ese hombre, que, evidentemente, trata de unirse con nosotros. Un momento después dirigía el anteojo hacia la canoa, que aun se encontraba a unas dos millas de distancia, y que concluyó por alejarse de los islotes, dirigiéndose resueltamente hacia el “Mariana”. De pronto Yáñez lanzó un grito: -¡Tangusa! -¿El que Tremal-Naik había llevado consigo a Mompracem y a quien había hecho factor? -Sí, Sambigliong. -Pues ahora sabremos algo de esa insurrección, si es él- dijo el dayako. -¡Oh, sí; es él! ¡No me equivoco; lo veo bien!... ¡Oh! -¿Qué es, señor? -Que veo una chalupa tripulada por una docena de dayakos, y me parece como que quiere dar caza a Tangusa. ¡Mira hacia la última isleta! ¿Ves? Sambigliong aguzó la mirada y vio que, efectivamente, una embarcación muy estrecha y muy larga dejaba la embocadura del río y se lanzaba a toda velocidad hacia el mar bajo el impulso de ocho remos manejados con gran brío. -Sí, señor Yánez; dan caza al factor de Tremal-Naik. -¿Has mandado cargar una bombarda? -Las cuatro. -¡Muy bien! Esperemos un momento. La canoa, que tenía el viento de popa, bogaba derecha hacia el “Mariana” con bastante velocidad; sin embargo, no podía correr tanto como la chalupa. El hombre que la montaba se hizo cargo de que lo seguían, y dejando la caña del timón, tomó los dos remos para acelerar la carrera. De pronto una nube de humo se elevó de la proa de la chalupa, y a los pocos instantes se oyó en el “Mariana” el estampido de un tiro. -Hacen fuego sobre Tangusa, señor Yáñez!- dijo Sambigliong. -¡Bueno, querido yo enseñaré a esos bribones cómo tiran los portugueses!- repuso el europeo con su calma habitual. Tiró el cigarrillo que estaba fumando, se hizo sitio entre los marineros que habían invadido el castillo de proa atraídos por el disparo, y se acercó a la primera bombarda de babor, apuntándola contra la chalupa. La caza continuaba con furia, y la canoa, no obstante los desesperados esfuerzos del hombre que la montaba, perdía terreno. Otro tiro de fusil partió de la chalupa, pero sin daño alguno, pues es sabido que los dayakos manejan mejor sus cerbatanas que las armas de fuego. Yáñez seguía mirando impasible. -Está en la línea- murmuró al cabo de dos minutos. Hizo fuego. Se inflamó el largo cañón, produciendo un estampido que repercutió incluso bajo los árboles que cubrían la lejana costa de la bahía. A estribor de la chalupa se vio alzarse un chorro de agua: enseguida se oyeron en lontananza gritos de rabia -¡Tocada, señor Yáñez!- gritó también Sambigliong. -Y se irá a pique muy pronto- repuso el portugués. Los dayakos interrumpieron la carrera y viraron desesperadamente, con la esperanza de saltar en uno de los islotes antes de que se hundiese la embarcación. La avería que le produjo el proyectil de la bombarda, una bala de libra y media por mitad de plomo y cobre, era demasiado grande para que pudiese correr mucho tiempo.
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En efecto, los dayakos estaban todavía a más de trescientos pasos del islote más cercano, cuando la chalupa, que se llenaba rápidamente de agua, faltó bajo sus pies y se fue a fondo. Como los dayakos de la costa son todos hábiles nadadores, pues pasan la mayor parte de su vida en el agua, lo mismo que los malayos y los polinesios, no había peligro de que se ahogasen. -¡Salvaos- dijo Yáñez-; pero, si volvieseis a la carga, os abrasaríamos las costillas con una buena metralla de clavos! La pequeña canoa, viéndose libre de sus perseguidores gracias a tan afortunado tiro, había vuelto a emprender su ruta hacia el “Mariana” empujado por la brisa, que aumentaba con la puesta del sol; así es que muy pronto se encontró en aguas del velero. El hombre que la guiaba era un joven de treinta años de piel amarillenta, perfil casi europeo, como si fuese hijo del cruce de las razas caucásicas y malaya; su estatura era más bien pequeña, pero parecía muy fornido; llevaba el cuerpo liado en tiras de tela blanca, que le sujetaban fuertemente los brazos y las piernas, y en las ligaduras se veían manchas de sangre. -¿Lo habrán herido?- se preguntó Yáñez-. Ese mestizo me parece que sufre mucho. ¡Ohé! ¡Echad una escala y preparad algunos cordiales! Mientras los marineros ejecutaban aquellas órdenes, la pequeña canoa dio la última bordada, pegándose al costado de estribor del velero. -¡Sube pronto!- gritó Yáñez. El factor de Tremal-Naik ató la canoa a una cuerda que le habían arrojado, amainó la vela, subió con algún trabajo la escala y apareció sobre la toldilla. Un grito de sorpresa y horror se le escapó al portugués. El cuerpo de aquel desdichado aparecía acribillado como por una descarga de innumerables perdigones, y de algunas de aquellas heridas todavía salían gotas de sangre. -¡Por Júpiter!- exclamó Yáñez estremeciéndose-. ¿Quién te ha puesto de ese modo, mi pobre Tangusa! -Las hormigas blancas, señor Yáñez- contestó el malayo con voz apagada y haciendo un horrible gesto de dolor. -¡Las hormigas blancas!- exclamó el portugués-. ¿Quién te ha cubierto el cuerpo con tales insectos, siempre ávidos de comer! -Los dayakos, señor Yáñez. -¡Ah, miserables! Vete a la enfermería y que te curen; después hablaremos. Ahora dime tan sólo si Tremal-Naik y su hija Damna corren peligro inminente. -El amo ha formado un pequeño cuerpo de malayos, e intenta hacer frente a los dayakos. -Está bien; ponte en manos de Kibatang, que entiende de heridas, y después envía a buscarme, mi pobre Tangusa. Por el momento, tengo que hacer otra cosa. Mientras el malayo, ayudado por dos marineros, descendía a la cámara, Yáñez había puesto de nuevo su atención en la desembocadura del río, en la cual habían aparecido tres grandes chalupas montadas por tripulaciones numerosas, y una con puente doble, en la cual se veía uno de esos pequeños cañones de cobre amarillo llamados lilas por los malayos, fundidos con una parte de plomo. -¡Oh, diablo!- murmuró el portugués-. ¿Tendrán intención esos dayakos de venir a medirse con los tigres de Mompracem? ¡No será con esa fuerza con la que habéis de poder con nosotros! ¡Tenemos buenas armas, y os haremos saltar como cabras salvajes! -Tendrán otras chalupas escondidas detrás de las islas, señor Yáñez- dijo Sambigliong-. Somos demasiado fuertes para que vayamos a tenerles miedo, aun cuando conozcamos la audacia y el empuje de los hijos de piratas y cortacabezas. -¿No tenemos aún dos cajas de aquellas?... -¿Balas de acero con punta? Sí, capitán. -Manda traerlas sobre cubierta, y da orden a todos nuestros hombres para que se pongan botas de mar, si no quieren estropearse los pies. ¿Se han embarcado los haces de espinos? -También, señor Yáñez -Manda ponerlos alrededor de la borda. Si quieren subir el asalto, los veremos gritar como fieras salvajes. ¡Piloto! Podada, que se había subido hasta la cofa del trinquete para observar el movimiento sospechoso de las cuatro chalupas, descendió, y se acercó al portugués mirando oblicuamente. -¿Sabes si esos dayakos tienen muchas barcas? -No he visto apenas ninguna en el río- contestó el malayo.
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-¿Crees que tratarán de abordarnos aprovechándose de nuestra inmovilidad? -No lo creo, mi amo. -¿Hablas sinceramente? ¡Ten cuidado, porque comienzo a sospechar de ti, pues esta encalladura no me parece accidental! El malayo hizo un gesto para esconder la fea sonrisa que le apuntaba en los labios, y enseguida dijo con tono de resentimiento: -No he dado motivo ninguno para que dude de mi lealtad mi amo. -¡Pronto lo veremos!- contestó Yáñez-. Ahora vamos a buscar a ese pobre Tangusa mientras Sambigliong prepara la defensa.
Emilio Salgari http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/OtrosAutoresdelaLiteraturaUniversal/Salgari/LosTigresdelaMalasia/index.asp
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FANTÁSTICO El bosque-raíz- laberinto
En un bosque tan frondoso que aún de día estaba oscuro, el rey Clodoveo cabalgaba a la cabeza de su ejército, de retorno de la guerra. El rey estaba preocupado: sabía que a un cierto punto el bosque debía terminar y entonces él habría llegado a la vista de la capital de su reino, Arbolburgo. A cada vuelta del sendero esperaba descubrir las torres de la ciudad. Nada, todo lo contrario. Hacía mucho tiempo que avanzaban en el bosque y éste, sin embargo, no daba señales de terminar. -No se ve -dice el rey a su viejo escudero Amalberto-, no se ve todavía... Y el escudero: -A la vista sólo tenemos troncos, ramas retorcidas, frondas, matas y zarzales. Majestad, ¿cómo podemos esperar ver la ciudad a través de un bosque tan denso? -No recordaba que el bosque fuera así de extenso e intrincado -refunfuñaba el rey. Se hubiera dicho que mientras él estaba lejos la vegetación hubiese crecido desmesuradamente, enroscándose e invadiendo los senderos. El escudero Amalberto tuvo un sobresalto. -¡Allá está la ciudad! -¿Dónde? -He visto aparecer a través de las ramas la cúpula del palacio real. Pero no logro divisarla ahora. Y el rey: -Estás soñando. No se ve más que palos. Pero en la vuelta siguiente fue el rey quien exclamara: -¡Eh! ¡Es allí! ¡La he visto! ¡Las verjas del jardín real! Las garitas de los centinelas! Y el escudero: -¿Dónde, dónde, Majestad? No veo nada... Ya la mirada del rey Clodoveo giraba desorientada alrededor. -Allí... No... Sin embargo, la había visto... ¿Dónde ha ido a parar? La sombra se adensaba entre los árboles. El aire se volvía siempre más oscuro. Y entre las ramas más altas se oyó un batir de alas, acompañado de un extraño canto: -Coac... Coac... -Un pájaro de colores y formas jamás vistos revoloteaba en el bosque. Tenía plumas tornasoladas como un faisán, grandes alas que se agitaban en el aire como las de un cuervo, un pico largo como el de un pájaro carpintero y una cresta de plumaje blanco y negro
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como el de una abubilla. -¡Eh, atrápenlo! -gritó el rey-. ¡Eh, se nos escapa! ¡Sigámoslo! El ejército, en filas compactas, dirigió su marcha de modo de seguir el vuelo del pájaro, giró a la izquierda, giró a la derecha, retrocedió. Pero el pájaro ya había desaparecido. Se oyó todavía el "Coac... Coac...", alejándose después el silencio. El camino se les hacía penoso. Dijo el rey: -Las ramas nos obstaculizan la marcha. No nos queda más que descabalgar o rasguñarnos con ellas. Y el escudero: -¿Ramas? Estas son raíces, Majestad. -Si estas son raíces -replicó el rey- entonces nos estamos adentrando en la tierra. -Y si éstas fueran ramas, -insistió el viejo Amalberto-, entonces hubiéramos perdido de vista el suelo y estaríamos suspendidos en el aire. Reapareció el pájaro. O mejor dicho, se vio volar su sombra y se sintió una "Coac...Coac..." -Este extraño pájaro nos guía -dijo el rey-. ¿Pero adónde? -Tanto vale seguirlo, señor -dijo el escudero-. Desde hace rato hemos perdido el camino. Todo está oscuro. -¡Enciendan las linternas! -ordenó el rey, y la fila de soldados se desanudó por el bosque como una bandada de luciérnagas. Todo aquel día la princesa Verbena había mirado con catalejo el horizonte desde el balcón del palacio real de Arbolburgo, esperando el retorno de la guerra del rey Clodoveo, su padre. Pero fuera de los muros de la ciudad el bosque era tan espeso como para esconder a un ejército en marcha. En ese momento a Verbena le había parecido ver una fila de alabardas y de lanzas despuntando entre las ramas, pero debía estar equivocada. Allí, ahora le parecía que algunos yelmos se asomaban entre las hojas.... No, era un engaño de sus ojos. Durante la ausencia del rey Clodoveo, el bosque allí abajo se había vuelto cada vez más espeso y amenazador, como si el reino vegetal quisiera asediar los muros de Arbolburgo. Y al mismo tiempo, en el interior de la ciudad, todas las plantas se habían marchitado, habían perdido las hojas y se habían muerto. La ciudad no era la misma desde que la reina Ferdibunda, segunda mujer del rey Clodoveo y madrastra de Verbena, en ausencia del marido, había tomado el mandó asistida por su primer ministro Curvaldo. Verbena pensaba: "Querría fugarme de aquí, salir al encuentro de mi padre". Pero, ¿cómo hacerlo en ese bosque impenetrable? La reina Ferdibunda, que espiaba a Verbena detrás de una cortina, murmuró al primer ministro: -Comienza a perder las esperanzas nuestra princesita. Los días pasan, los súbditos están cansados de esperar a un rey que no vuelve. Y yo también estoy cansada, Curvaldo. Es tiempo
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de dar vía libre a nuestra conjura. Curvaldo sonrió maliciosamente. -Los conjurados están prestos a reunirse en los lugares convenidos, reina mía, para después marchar sobre el palacio real y... -...y proclamarte rey, Curvaldo -terminó Ferdibunda la frase. -Si así lo quiere mi reina... -y Curvaldo, siempre sonriendo maliciosamente, inclinó la cabeza. -Entonces -dijo la reina- arma tu trampa, Curvaldo, y advierte a tus hombres, es la hora. Pero Curvaldo prefería proceder con cautela. En Arbolburgo loa fieles del rey eran todavía numerosos, y vigilaban. Las calles de la ciudad eran rectas y estaban expuestas a las miradas de todos: las idas y venidas de los conjurados serían rápidamente vistas por mucha gente. La reina estaba impaciente. -¿Qué piensas hacer, Curvaldo? El primer ministro tenía un plan. -Nuestros movimientos deben desenvolverse fuera de los muros de la ciudad -decidió-. Nos desplazaremos de una puerta a la otra por los caminos exteriores que pasan por el bosque. Sin ser vistos, los conjurados circundarán la ciudad. Saliendo de la puerta norte, Ferdibunda y Curvaldo dieron órdenes a sus secuaces: -Divídanse en dos grupos: uno rodeará la ciudad por el este y el otro por el oeste. A las nueve y cuarto precisamente penetrarán en Arbolburgo por las puertas laterales. Nosotros dos, entretanto, con un rodeo más largo, iremos hasta la puerta sur y desde allí haremos nuestra entrada triunfal a la ciudad, a las nueve y media en punto. Habiendo dicho esto, la reina y el ministro se alejaron por un sendero trazado en forma de anillo en torno a Arbolburgo, apenas afuera de los muros. A decir verdad, mientras más avanzaban ellos, más parecía el sendero desprenderse de la ciudad. La reina comenzó a preguntarse si acaso no habían equivocado el sendero. -No temas, -dijo Curvaldo- más allá de aquella vuelta, doblada la colina, estaremos cerca de los muros. Y continuaron por el sendero. -Eso, hay todavía un desvío, pero seguramente más allá volveremos al camino principal. El sendero ya subía, ya bajaba. -Apenas superados estos desniveles, nos encontraremos en la dirección correcta -decía Curvaldo, pero entretanto oscuros presentimientos invadían el ánimo de la reina. Veía la maraña de la vegetación adentrándose como la trama de su traición, como si sus pensamientos fueran a embrollar la ciudad en un enredo inextricable. Mientras tanto un pájaro de una especie jamás vista voló entre las ramas emitiendo un reclamo
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estridente: -"Coac... Coac..." -Qué extraño pájaro -dijo Ferdibunda-. Parece que nos esperara, que deseara hacerse atrapar. No, el pájaro volaba de rama en mata, se escondía, volvía a aparecer. Siguiéndolo la reina y Curvaldo se encontraron en un sendero más espacioso, aunque más oscuro y todo curvas. -Está cayendo la noche... ¿Dónde estamos? El pájaro se dejó oír aún: -"Coac... Coac..." -Sigamos el canto del pájaro -dijo Curvaldo-, por aquí, ven. Mientras tanto, en otra parte del bosque, también al rey Clodoveo le parecía oír el canto del pájaro. En aquella noche sin estrellas, en aquel laberinto de áspera corteza nudosa, el "Coac... Coac..." era el único signo hacia el cual dirigir los propios pasos. El aceite de las linternas se había acabado, pero los ojos de los soldados se habían vuelto luminosos como los de los búhos y su resplandor constelaba la oscuridad. El ejército en marcha no emitía más un sonido metálico sino un frufrú como si entre las armas y las corazas y los escudos hubiese crecido follaje. El viejo escudero Amalberto ya sentía crecer el musgo sobre su espalda. -¿Dónde estará mi ciudad? -se preguntaba el rey Clodoveo-. ¿Y mi trono? ¿Y mi hija Verbena? Verbena estaba en aquel momento bajo la morera de su patio. Esta vieja morera era el único árbol que había quedado con vida en toda la ciudad. Los pájaros, desde tanto desaparecidos de los árboles de Arbolburgo, venían todavía a visitar las ramas de la morera en la estación de las moras. He aquí que entonces un pájaro de formas y colores jamás vistos viene agitando las alas, a posarse cerca de Verbena. Graznó: -"Coac... Coac..." -Pájaro, si pudiera volar contigo fuera de esta jaula... -suspiraba Verbena-. Si pudiera seguirte en tu vuelo... Pero, ¿dónde estás ahora? ¿Te has escondido? ¡Espérame! ¡No me dejes aquí! El tronco de la vieja morera estaba todo retorcido, lleno de sinuosidades, excavado por los siglos. Girar en torno a su tronco parecía cuestión de un instante, pero en cambio Verbena tuvo que salvar raíces que sobresalían, inclinarse bajo ramas bajas. Parecía que el árbol quisiera tomarla bajo su protección, atraerla hacía el río de savia que a través de corrientes subterráneas se ligaba con el bosque. -"Coac... Coac.." -Ah, has volado hasta allá abajo -dijo Verbena-. Pero, ¿en dónde estoy? Quería sencillamente rodear el tronco y me he perdido entre sus raíces. Hay un bosque subterráneo que levanta los fundamentos de la ciudad... ¿Adónde he ido a parar? Verbena no lograba comprender si había quedado prisionera dentro del tronco de la morera o entre las raíces enterradas o bien si había salido completamente afuera de la ciudad, al bosque amenazador que tanto la atemorizaba... al bosque libre que tanto la atraía.
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Un joven llamado Arándano se acercaba a los muros de Arbolburgo y gritaba un llamado: -¡Eh, los de la ciudad! ¡Centinelas de guardia en los muros! ¿Me oyen? Pero ninguno asomaba la cara. Arándano estaba acostumbrado a llegar a la ciudad desde el bosque y a ver aparecer en lo alto y sobre los árboles las torres, los balcones, las pérgolas, los miradores, las verandas. Pero esta vez se encontraba el bosque tan crecido que sobre su cabeza no veía más que ramas retorcidas que parecían raíces. -¡Respóndanme! -gritaba Arándano-. ¡Digan algo! ¡Hagan una señal! ¿Cómo puedo llevarles nuevamente los cestos de frutillas silvestres, de rodellones, de bayas? ¡Eh, los de la ciudad! ¿Cómo haré para volver a ver a la bella muchacha que un día se asomó a un balcón y aceptó en regalo un ramo de madreselvas? Buscando ver más lejos, Arándano subió sobre ramas más altas pero la maraña parecía espesarse más bien que dejar espacio a la luz. -¡Oh! ¡Qué extraño pájaro! -exclamó de repente Arándano. Y el pájaro: -"Coac... Coac..." El bosque era aquella mañana un serpentear de senderos y de pensamientos de personas perdidas. El rey Clodoveo pensaba: "¡Oh, ciudad inalcanzable! Me enseñaste a caminar por tus caminos rectos y luminosos y, ¿de qué me sirve eso? Ahora debo abrirme paso por senderos serpenteantes y enmarañados y me he perdido..." Y los pensamientos de Curvaldo eran éstos: "Más tortuoso el camino, más conviene a nuestros planes. Todo consiste en encontrar el punto en el cual las curvas, a fuerza de curvarse, coinciden con los caminos rectos. Entre todo el nudo de senderos que se enredan en el bosque, éste es el nudo del cual no encuentro el cabo". En cambio Verbena pensaba: "¡Huir, huir! ¿Pero, por qué mientras más me interno en el bosque más me parece estar prisionera? La ciudad de piedra escuadrada y el bosque enmarañado siempre me parecieron enemigos y separados, sin comunicación posible. Pero ahora que he encontrado el pasaje me parece que se transforman en una sola cosa. Querría que la savia del bosque atravesase la ciudad y llevase la vida entre sus piedras, querría que en el medio del bosque se pudiese ir y venir y encontrarse y estar juntos como en una ciudad..." Los pensamientos de Arándano eran como en un sueño: "Querría llevar a la ciudad las frutillas del bosque, pero no en un cesto: querría que las mismas frutillas se movieran, como un ejército bajo mi mando, que marchasen sobre sus propias raíces hasta las puertas de la ciudad. Querría que los ramos cargados de moras se encaramaran por los muros, querría que el romero y la salvia y la albahaca y la menta invadiesen las calles y las plazas. Aquí en el bosque la vegetación sofoca de tan densa, mientras que la ciudad permanece cerrada e inalcanzable como una árida urna de piedra". Curvaldo aguzó el oído. -Oigo pasos como de un ejército en marcha.
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Ferdibunda aguzó la vista. -¡Cielos! ¡Es mi marido, el rey, a la cabeza de sus tropas! ¡Escondámonos! El escudero Amalberto había percibido algo raro. -Majestad, siento que alguien se esconde entre los árboles y espía nuestros pasos. Y el rey Clodoveo: -Estamos en guardia. Súbitamente Arándano fue interrumpido en sus ensoñaciones. -¡Oh! ¡Qué veo! -se le había aparecido la muchacha que había visto una vez en el balcón. La llamó: -¡Eh, muchacha! Verbena se volvió. -¿Quién me llama? -Yo, Arándamo. Llevaba los frutos del bosque a la ciudad, pero me he perdido siguiendo a un pájaro que hace coac. -Yo soy Verbena. Vengo de la ciudad, o más bien me escapo de ella y también me he perdido siguiendo a un pájaro que hace coac... Ah, pero tú eres aquel joven que un día me regaló un ramo de madreselvas y me parecía que era el bosque mismo que llegaba hasta mí para darme un mensaje... Escucha, ¿sabes decirme dónde estamos? Había descendido por las raíces y ahora me encuentro como suspendida. -No lo sé. Me había trepado por las ramas y ahora me encuentro como engullido en un laberinto... Quería decirle, además: "Pero estando tú aquí, Verbena, lo mejor de la ciudad y del bosque están finalmente reunidos" pero le parecía un poco atrevido y no lo dijo. Verbena quería decirle: "Tu sonrisa, Arándano, me hace pensar que donde tú estás el bosque pierde su aspecto selvático y la ciudad es más árida y despiadada". Pero no sabía si la habría entendido y dijo solamente: -Pero, ¿cómo haces para estar abajo, si dices que estás sobre las ramas? En efecto, Verbena veía a Arándano como hundido en un pozo... pero en el fondo de aquel pozo estaba el cielo. -Y tú, ¿cómo haces para haber llegado tan alto, siempre descendiendo, mientras que yo no he hecho otra cosa que subir? Arándano se puso a reflexionar, y agregó después: -Pensándolo bien la solución no puede ser más que una.
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-¿Cuál? -Este bosque tiene las raíces arriba y las ramas abajo. Y Verbena y Arándano comenzaron juntos a dar vueltas y contra-vueltas entre las ramas. -Este es el arriba y aquél es el abajo... No, éste es el abajo y aquél es el arriba... -Tienes razón -admitió Verbena-. Pero yo he descubierto otro secreto. -Dímelo. -¿Ves este árbol todo retorcido? Si giras alrededor de él en este sentido verás el bosque al revés, si giras en sentido contrario, el arriba y el abajo se trastornarán de nuevo. Los dos jóvenes hablaban, hablaban, comunicándose sus descubrimientos, y no se daban cuenta de ser espiados por los ojos gélidos de la reina madrastra. Ferdibunda fue rápidamente a advertirle a Curvaldo. -La princesita ha escapado de la ciudad. Hay que impedirle que descubra nuestra conjura y que vaya al encuentro de su padre para advertirlo. Aquel joven guardabosque debe ser su cómplice. Debemos capturarlos. Curvaldo mostró los dientes en una sonrisa que no prometía nada bueno. -A ella la sepultaremos bajo las raíces. A él lo colgaremos de la rama más alta. La reina estuvo inmediatamente de acuerdo. -Mientras tanto yo me presentaré al rey para intentar detenerlo un poco. Súbitamente Ferdibunda corrió al encuentro de Clodoveo. -¡Mi real consorte, bienvenido! -¿A quién veo? -exclamó el rey-. ¿Mi mujer, la reina Ferdibunda? ¿Qué haces aquí? -¿Y adónde querrías que estuviese sino aquí, esperándote? ¿No es éste quizás nuestro palacio? -¿Nuestro palacio? No veo más que un bosque todo espinas de las que no logro desenredarme... ¿Acaso tengo alucinaciones? Y se dirigió al escudero para confirmar sus impresiones. El viejo Amalberto extendió los brazos y dobló hacia afuera el labio inferior, como alguien que no comprende nada. -¿Cómo? -insistía Ferdibunda-. ¿No ves los pórticos, los escalones, los salones, los lampadarios, los cortinajes, los tapices, los terciopelos, los damasquinados, tu trono con almohadón de plumas sobre el que reposarás de las fatigas de la guerra? El rey meneaba la cabeza. -Yo no toco más que corteza húmeda, matas, musgo, palos... ¿Habré perdido la razón? Pero si
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este es el palacio, ¿dónde está mi hija Verbena? -Ay de mí -dijo la reina- debo darte una noticia muy triste... Verbena... -¿Qué dices? ¿Verbena...? -Al pie de uno de estos árboles encontrarás su tumba. Busca entre las raíces. - ¡No! ¡No puede ser! ¡Verbena! ¿Dónde estás? -y el rey se puso a buscarla, desesperado. -¡Padre mío... estoy aquí! -gritó Verbena apareciendo en el extremo de una rama alta-. ¡Finalmente te he encontrado! -¡Hija mía! ¡Entonces no estás muerta!... ¿Dónde estoy, dónde estamos? -No hay tiempo que perder -le explicó Verbena- hay un pasaje secreto a través del cual las ramas más altas del bosque comunican con las raíces de la morera que crece en nuestro patio, bien al centro de la ciudad. ¡Sube! ¡Rápido! ¡Te salvarás de la conjura de la madrastra traidora y recuperarás el trono! Y el rey, siguiendo a su hija, después de algunas vueltas hacia arriba y hacia abajo, desapareció detrás de ella en lo alto de las ramas, seguido de sus soldados. Curvaldo, cuando vio al rey y su ejército treparse sobre los árboles, se quedó sorprendido; después se refregó las manos de alegría. -¡Bien, se metieron en la trampa ellos mismos! Ahora no tienen más vía de escape! -y súbitamente se puso a dar órdenes a sus secuaces-. ¡Rodeen los árboles! ¡Los atraparemos como gatos! ¡O abatiremos los árboles para hacerlos caer! Pero ¿qué sucede? Sobre las ramas no había ninguno. El rey y los soldados habían desaparecido todos, como si hubieran volado. Curvaldo sintió que le tiraban de la manga. Era Arándano. -¡Señor ministro, puedo enseñarle un pasaje secreto para llegar a la ciudad! Para Curvaldo fue como si hubiese visto un fantasma. -¿Qué haces tú aquí? ¿No te había colgado de la rama más alta? -La rama más alta era en realidad la raíz más baja. Y un pájaro me liberó de las cuerdas a golpes de pico. -No entiendo más nada. ¿Dónde está ese pasaje secreto? ¡Debo ocupar la ciudad lo más rápidamente posible, antes que el rey...! ¡Fieles míos, síganme! ¡Y tú también, reina! Y Arándano: -Sigan las raíces hasta el final, donde más se adelgazan... Creyendo seguir una raíz hasta sus extremos, Curvaldo y Ferdibunda se encontraron sobre la punta de una rama.
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-Pero esto no es un pasaje subterráneo... Estamos en el vacío... ¡La rama cede, me caigo, ayúdenme! Cayéndose, tuvieron tiempo de ver el pájaro que revoloteaba en torno. -Coac... Coac... Mientras tanto, en la sala del palacio, el rey Clodoveo festejaba su propio retorno al trono. -Hija mía, tú y este bravo joven me han salvado. Pero Arándano tenía un semblante triste. -No sabía que eras la hija del rey. ¡Ahora deberé dejarte! -Padre mío -dijo Verbena al rey- ¿quieres que el encantamiento que aprisiona la ciudad y el bosque termine? -Claro: estoy viejo y he sufrido mucho. -Arándano y yo queremos casarnos y unir ciudad y bosque en un solo reino. -La corona me pesa -dijo el rey- y estaba pensando precisamente en abdicar. Verbena dio un salto de alegría. -¡De ahora en adelante la ciudad y el bosque no serán más enemigos! Arándano saltó todavía mas alto. -¡Pongamos banderas y festones por la gran fiesta sobre todas las ramas! -¡Pero si ésta es una raíz! -¡Es una rama! -¡Es una raíz! -¡Es una rama...!
Italo calvino
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Las habichuelas mágicas Periquín vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña del bosque. Como con el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre determinó mandar a Periquín a la ciudad, para que allí intentase vender la única vaca que poseían. El niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas. -Son maravillosas -explicó aquel hombre-. Si te gustan, te las daré a cambio de la vaca. Así lo hizo Periquín, y volvió muy contento a su casa. Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar. Cuando se levantó Periquín al día siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de vista. Se puso Periquín a trepar por la planta, y sube que sube, llegó a un país desconocido. Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba. Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas de las habichuelas, y descolgándose, tocó el suelo y entró en la cabaña. La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo los huevos de oro, y con su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se murió y Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiéndose al castillo del gigante. Se escondió tras una cortina y pudo observar cómo el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero. En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín y, recogiendo el talego de oro, echó a correr hacia la planta gigantesca y bajó a su casa. Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo. Sin embargo, llegó un día en que el bolsón de cuero del dinero quedó completamente vacío. Se cogió Periquín por tercera vez a las ramas de la planta, y fue escalándolas hasta llegar a la cima. Entonces vio al ogro guardar en un cajón una cajita que, cada vez que se levantaba la tapa, dejaba caer una moneda de oro. Cuando el gigante salió de la estancia, cogió el niño la cajita prodigiosa y se la guardó. Desde su escondite vio Periquín que el gigante se tumbaba en un sofá, y un arpa, oh maravilla!, tocaba sola, sin que mano alguna pulsara sus cuerdas, una delicada música. El gigante, mientras escuchaba aquella melodía, fue cayendo en el sueño poco a poco. Apenas le vio así Periquín, cogió el arpa y echó a correr. Pero el arpa estaba encantada y, al ser tomada por Periquín, empezó a gritar: -¡Eh, señor amo, despierte usted, que me roban! Se despertó sobresaltado el gigante y empezaron a llegar de nuevo desde la calle los gritos acusadores: -¡Señor amo, que me roban! Viendo lo que ocurría, el gigante salió en persecución de Periquín. Resonaban a espaldas del niño pasos del gigante, cuando, ya cogido a las ramas empezaba a bajar. Se daba mucha prisa, pero, al mirar hacia la altura, vio que también el gigante descendía hacia él. No había tiempo
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que perder, y así que gritó Periquín a su madre, que estaba en casa preparando la comida: -¡Madre, tráigame el hacha en seguida, que me persigue el gigante! Acudió la madre con el hacha, y Periquín, de un certero golpe, cortó el tronco de la trágica habichuela. Al caer, el gigante se estrelló, pagando así sus fechorías, y Periquín y su madre vivieron felices con el producto de la cajita que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro. Hans Christian Andersen HISTORIA PRODIGIOSA DE LA CIUDAD DE BRONCE "Cuentan que en el trono de los califas Omniadas, en Damasco, se sentó un rey -¡sólo Alah es rey!- que se llamaba Abdalmalek ben-Merwán. Le gustaba departir a menudo con los sabios de su reino acerca de nuestro señor Soleimán ben Daúd (¡con él la plegaria y la paz!), de sus virtudes, de su influencia y de su poder ilimitado sobre las tierras de las soledades, los efrits que pueblan el aire y los genios marítimos y subterráneos. Un día en que el califa, oyendo hablar de ciertos vasos de cobre antiguo cuyo contenido era una extraña humareda negra de formas diabólicas, asombrábase en extremo y parecía poner en duda la realidad de hechos tan verídicos, hubo de levantarse entre los circunstantes el famoso viajero Taleb ben-Sehl, quien confirmó el relato que acababan de escuchar y añadió: "En efecto, ¡oh Emir de los Creyentes! esos vasos de cobre no son otros que aquellos donde se encerraron, en tiempos antiguos a los genios que rebeláronse ante las órdenes de Soleirnán, vasos arrojados al fondo del mar mugiente, en los confines de Moghreb, en el Africa occidental, tras de sellarlos con el sello temible. Y el humo que se escapa de ellos es simplemente el alma condensada de los efrits, los cuales no por eso dejan de tomar su aspecto formidable si llegan a salir al aire libre." Al oír talas palabras, aumentaron considerablemente la curiosidad y el asombro del califa Abdalmalek, que dijo a Taleb ben-Sehl: "¡Oh Taleb, tengo muchas ganas de ver uno de esos vasos de cobre que encierran efrits convertidos en humo! ¿Crees realizable mi deseo? Si es así, pronto estoy a hacer por mí propio las investigaciones necesarias. Habla." El otro contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! Aquí mismo puedes poseer uno de esos objetos, sin que sea precíso que te muevas y sin fatigas para tu persona venerada. No tienen más que enviar una carta al emir Muza, tu lugarteniente en el país de los Moghreb. Porque la montaña a cuyo pie se encuentra el mar que guarda esos vasos, está unida al Moghreb por una lengua de tierra que puede atravesarse a pie enjuto. ¡Al recibir una carta semejante, el emir Muza no dejará de ejecutar las órdenes de nuestro amo el califa!". Estas palabras tuvieron el don de convencer a Abdalmalek, que dijo a Taleb en el instante: "¿Y quién mejor que tú ¡oh Taleb! será capaz de ir con celeridad al país de Mobhreb con el fin de llevar esa carta a mi lugarteniente el emir Muza? Te otorgo plenos poderes para que tomes de mi tesoro lo que juzgues necesario para gastos de viaje, y para que lleves cuantos hombres te hagan falta en calidad de escolta. ¡Pero date prisa ¡oh Taleb!" Y al punto escribió el califa una carta de su puño y letra para el emir Muza, la selló y se la dio a Taleb, que besó la tierra entre las manos del rey, y no bien hizo los preparativos oportunos, partió con toda diligencia hada el Moglhreb, a donde llegó sin contratiempos. El emir Muza le recibió con júbilo y guardándole todas las consideraciones debidas a un enviado del Emir de los Creyentes; y cuando Taleb le entregó la carta, la cogió, y después de leerla y comprender su sentido, se la llevó a sus labios, luego a su frente, y dijo: "¡Escucho y obedezco!" Y en seguida mandó que fuera a su presencia el jeique Abdossamad, hombre que había recorrido todas las regiones habitables de la tierra, y que a la sazón pasaba los días de su vejez anotando cuidadosamente, por fechas, los conocirmentos que adquirió en una vida de
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viajes no interrumpidos. Y cuando presentóse el jeique, el emir Muza le saludó con respeto y le dijo: "¡Oh jeique Abdossamad! He aquí que el Emir de los Creyentes me transmite sus órdenes para que vaya en busca de los vasos de cobre antiguos, donde fueron encerrados por nuestro señor Soleimán ben-Daúd los genios rebeldes. Parece ser que yacen en el fondo de un mar situado al pie de una montaña que debe hallarse en los confines extremos del Moghreb. Por más que desde hace mucho tiempo conozco todo el país, nunca oí hablar de ese mar ni del camino que a él conduce; pero tú, ¡oh jeique Abdossamad! que recoirrisite el mundo entero, no ignorarás sin duda la existencia de esa montaña y de ese mar. Reflexionó el jeique una hora de tiempo, y contestó: "¡Oh emir Muza ben-Nossair! No son desconocidos para mi memoria esa montaña y ese mar; pero, a pesar de desearlo, hasta ahora no pude ir donde se hallan; el camino que allá conduce se hace muy penoso a causa de la falta de agua en las cisternas, y para llegar se necesitan dos años y algunos meses, y más aún para volver, ¡suponiendo que sea posible volver de una comarca cuyos habitantes no dieron nunca la menor señal de su existencia, y viven en una ciudad situada, según dicen, en la propia cima de la montaña consabida, una ciudad en la que no logró penetrar nadie y que se llama la Ciudad de Bronce!" Y dichas tales palabras, se calló el jeique, reflexionando un momento todavía, y añadió: "Por lo demás, ¡oh emir Muza! no debo ocultarte que ese camino está sembrado de peligros y de cosas espantosas, y que para seguirle hay que cruzar un desierto poblado por efrits y genios, guardianes de aquellas tierras vírgenes de la planta humana desde la antigüedad. Efectivamente, sabe ¡oh Ben-Nossair! que esas comarcas del extremo Occidente africano están vedadas a los hijos de los hombres; sólo dos de ellos pudieron atravesarlas: Soleimán benDaúd, uno, y El Iskandar de Dos-Cuernos, el otro. ¡Y desde aquellas épocas remotas, nada turba él silencio que reina en tan vastos desiertos! Pero si deseas cumplir las órdenes del califa e intentar, sin otro guía que tu servidor, ese viaje, por un país que carece de rutas ciertas, desdeñando obstáculos misteriosos y peligros, manda cargar mil camellos con odres repletos de agua y otros mil camellos con víveres y provisiones; lleva la menos escolta posible, porque ningún poder humano nos preservaría de la cólera de las potencias tenebrosas cuyos dominios vamos a violar, y no conviene que nos indispongamos con ellas alardeando de armas amenazadoras e inútiles. ¡Y cuando esté preparado todo, haz tu testamento, emir Muza, y partamos!... Al oír tales palabras, el emir Muza, gobernador del Moghreb invocando el nombre de Alah,, no quiso tener un momento de vacilación; congregó a los jefes de sus soldados y a los notables del reino, testó ante ellos y nombró como sustituto a su hijo Harún. Tras de lo cual, mandó hacer los preparativos consabidos, no se llevó consigo más que algunos hombres seleccionados de antemano, y en compañía del jeique Abdossamad y de Taleb, el enviado del califa, tomó el camino del desierto, seguido por mil camellos cargados con agua y por otros, mil cargados con víveres y provisiones. Durante días y meses marchó la caravana por las llanuras solitarias, sin encontrar por su camino un ser viviente en aquellas inmensidades monótonas cual el mar encalmado. Y de esta suerte continuó el viaje en medio del silencio infinito, hasta que un día advirtieron en lontananza como una nube brillante a ras del horizonte, hacia la que se dirigieron. Y observaron que era un edificio con altas murallas de acero chino, y soltenido por cuatro filas de columnas de oro que tenían cuatro mil pasos de circunferencia. La cúpula de aquel palacio era de oro, y servía de albergue a millares y millares de cuervos, únicos habitantes que bajo el cielo se veían allá. En la gran muralla donde abríase la puerta principal, de ébano macizo incrustado de oro, aparecía una placa inmensa de metal rojo, la cual dejaba leer estas estas palabras trazadas en caracteres jónicos, que descifró el jeique.Abdossamad y se las tradujo al emir Muza y a sus acompañantes:
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¡Entra aquí para saber la historia de los domínadores! ¡Todos pasaron ya! Y apenas tuvieron tiempo para descansar a la sombra de mis torres. ¡Los dispersó la muerte como si fueran sombras! ¡Los disipó la muerte como a la paja el viento! Con exceso se emocionó el emir Muza al oír las palabras que traducía el venerable Abdossamad, y mur.muro- "¡No hay más Dios que Alah! Luego dijo: "¡Entremos!" Y seguido por sus acompañantes, franqueó los umbrales de la puerta principal y penetró en el palacio. Entre el vuelo mudo de los pájarracos negros, surgió ante ellos la alta desnudez granítica de una torre cuyo final perdíase de vista, y al pie de la que se alineaban en redondo cuatro filas de cien sepulcros cada una, rodeando un monumental sarcófago de cristal pulimentado, en torno del cual se leía esta inscripción, grabada en caracteres jónicos realzados por pedrerías: ¡Pasó cual el delirio de las fiebres la embriaguez del triunfo! ¿De cuántos acontecimientos no hube de ser testigo? ¿De qué brillante fama no gocé en mis días de gloria? ¿Cuántas capitales no retemblaron bajo el casco sonoro de mi caballo? ¿Cuántas cuidades no saqueé, entrando en ellas como el simoun destructor? ¿Cuantos imperios no destruí, impetuoso como el trueno? ¿Qué de potentados no arrastré a la zaga de mi carro? ¿Qué de leyes no dicté en el universo? ¡Y ya lo veis! ¡La embriaguez de mi triunfo pasó cual el delirio de la fiebre, sin dejar más huella que la que en la arena pueda dejar la espuma! ¡Me sorprendió la muerte sin que mi poderío rechazase, ni lograran mis cortesanos defenderme de ella! Por tanto, viajero, escucha las, palabras que jamás mis labios pronunciaron mientras estuve vivo: ¡Conserva tu alma! ¡Goza en paz la calma de la vida, la belleza, que es calma de la vida! ¡Mañana se apoderará de ti la muerte! Mañana responderá la tierra a quien te llame: "¡Ha muerto! ¡Y nunca mi celoso seno devolvió a los que guarda para la eternidad!" Al oír estas palabras que traducía el jeique Abdossamad, el emir Muza y sus acompañantes no pudieron por menos de llorar. Y permanecieron largo rato en pie ante el sarcofago y los sepulcros, repitiéndose las palabras fúnebres. Luego se encaramaron a la torre, que se cerraba con una puerta de dos hojas de ébano, sobre la cual se leía esta inscripción, también grabada en caracteres jónicos realzados por pedrerías:
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¡En el nombre del Eterno, del Inmutable! ¡En el nombre del Dueño de la fuerza y del poder! ¡Aprende, viajero que pasas por aqui, a no enorgullecerte de las apariencias, porque su resplandor es engañoso! ¡Aprende con mi ejemplo a no dejarte deslumbrar por ilusiones que te precipitarían en el abismo! ¡Voy a hablarte de mi poderío! ¡En mis cuadras, cuídadas por los reyes que mis armas cautivaron, tenía yo diez mil caballos generosos! ¡En mis estancias reservadas, tenía yo como concubinas mil vírgenes descendientes de sangre real y otras mil vírgenes escogidas entre aquellas cuyos senos son gloriosos, y cuya belleza hace palidecer el brillo de la luna! ¡Diéronme mis esposas una posteridad de mil príncipes reales, valientes cual leones! ¡Poseía inmensos tesoros, y bajo mi dominio se abatían los pueblos y los reyes, desde el Oriente hasta los limites extremos de Oocidente, sojuzgados por mis ejércitos invencibles! ¡Y creía eterno mi poderío, y afirmada por los siglos la duración de mi vida, cuando de pronto se hizo oir la voz que me anunciaba los irrevocables decretos del que no muere! ¡Entonces reflexioné acerca de mi destino! ¡Congregué a mis jinetes y a mis hombres de a pie, que eran millares, armados con sus lanzas y con sus espadas! ¡Y congregué a mis tributarios los reyes, y a los jefes de mi imperio, y a los jefes de mis ejércitos! Y a presencia de todos ellos hice llevar mis arquillas y los cofres de mis tesoros, y les dije a todos: "¡Os doy estas riquezas, estos quintales de oro y plata, si prolongáis sólo por un día mi vida sobre la tierra!" ¡Pero se mantuvieron con los ojos bajos, y guardaron silencio! ¡Hube de morir a la sazón! ¡Y mi palacio se tornó en asilo de la muerte! ¡Si deseas conocer mi nombre, sabe que me llamé Kusch ben-Scheddad ben-Aad el Grande! Al oír tan sublimes verdades, el emir Muza y sus acompañantes prorrumpieron en sollozos y lloraron largamente. Tras de lo cual penetraron en la torre, y hubieron de recorrer inmensas salas habitadas por el vacío y el silencio. Y acabaron por llegar a una estancia mayor que las otras, con bóveda redondeada en forma de cúpula, y que era la única de la torre que tenía algún mueble. El mueble consistía en una colosal mesa de madera de sándalo, tallada maravillosamente, y sobre la cual se destacaba en hermosos caracteres análogos a los
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anteriores, esta inscripción: -¡Otrora se sentaron a esta mesa mil reyes tuertos, y mil reyes que conservaban bien sus ojos! ¡Ahora son ciegos todos en la tumba! El asombro del emir Muza hubo de aumentar frente a aquel misterio, y como no pudo dar con la solución, transcribió tales palabras en sus pergaminos; luego, conmovido en extremo, abandonó el palacio y emprendió de nuevo con sus acompañantes el camino de la Ciudad de Bronce. Anduvieron uno, dos, y tres días, hasta la tarde del tercero. Entonces vieron destacarse a los rayos del rojo, sol poniente, erguida sobre un alto pedestal, una silueta de jinete inmóvil que blandía una lanza de larga punta, semejante a una llama incandescente del mismo color que el astro que ardía en el horizonte. Cuando estuvieron muy cerca de aquella aparición, advirtieron que el jinete, y su caballo, y el pedestal eran de bronce, y que en el palo de la lanza, por el sitio que iluminaban aún los postreros rayos del astro, aparecían grabadas en caracteres de fuego estas palabras: ¡Audaces viajeros que pudisteis llegar hasta las tierras vedadas, ya no sabréis volver sobre vuestros pasos! ¡Si os es desconocido el camino de la ciudad movedme sobre mi pedestal con la fuerza de vuestros brazos, y dirigíos hacia donde yo vuelva el rostro cuando quede otra vez quieto! Entonces el emir Muza se acercó al jinete y le empujó con la mano. Y súbito, con la rapidez del relámpago, el jinete giró sobre sí mismo y se paró volviendo el rostro en dirección completamente opuesta a la que habían seguido los viajeros. Y el jeique Abdossamad hubo de reconocer que, efectivamente, habíase equivocado y que la nueva ruta era la verdadera. Al punto volvió sobre sus pasos la caravana, emprendiendo el nuevo camino, y de esta suerte prosiguió el viaje durante dias y días, hasta que una noche llegó ante una columna de piedra negra, a la cual estaba encadenado un ser extraño del que no se veía más que medio cuerpo, pues el otro medio aparecía enterrado en el suelo. Aquel busto que surgía de la tierra, diríase un engendro monstruoso arrojado allí por la fuerza de las potencias infernales. Era negro y corpulento como el tronco de una palmera vieja, seca y desprovista de sus palmas. Tenía dos enormes alas negras, y cuatro manos, dos de las cuales semejaban garras de leones. En su cráneo espantoso se agitaba de un modo salvaje una cabellera erizada de crines ásperas, como la cola de un asno silvestre. En las cuencas de sus ojos llameaban dos pupilas rojas, y en la frente, que tenía dobles cuernos de buey, aparecía el agujero de un solo ojo que abríase inmóvil y fijo, lanzando iguales resplandores verdes que la mirada de tigres y panteras. Al ver a los viajeros, el busto agitó los brazos dando gritos espantosos, y haciendo movimientos desesperados como para romper las cadenas que le sujetaban a la columna negra. Y asaltada por un terror extremado, la caravana se detuvo allí, sin alientos para avanzar ni retroceder. Entonces se encaró el emir Muza con el jeique Abdossamad y le preguntó: "¿Puedes ¡oh venerable! decirnos que significa esto?" El jeique contestó: "¡Por Alah, ¡oh emir! que esto supera a mi entendimiento!" Y dijo el emir Muza: "¡Aproxímate, pues, más a él, e interrógale! ¡Acaso él mismo nos lo aclare!" Y el jeique Abdossamad no quiso mostrar la menor vacilación, y se acercó al monstruo, gritándole: "¡En el nombre del Dueño que tiene en su mano los imperios de lo Visible y de lo Invisible, te conjuro a que me respondas! ¡Dime, quién eres, desde cuándo estás ahí y por qué sufres un castigo tan extraño!" Entonces ladró el busto. Y he aquí las palabras que entendieron luego el, emir Muza, el jeique
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Abdossamad y sus acompañantes:
"Soy un efrit de la posteridad de Eblis, padre de los genn. Me llamo Daesch ben-Alaemasch, y estoy encadenado aquí por la Fuerza Invisible hasta la consumación de los siglos. "Antaño, en este país, gobernado por el rey del Mar, existía en calidad de protector de la Ciudad de Bronce un ídolo de ágata roja, del cual yo era guardián y habitante al propio tiempo. Porque me aposenté dentro de él; y de todos los países venían muchedumbres a consultar por conducto mío la suerte y a escuchar los oráculos y las predicciones augurales que hacía yo. "El rey del Mar, de quien yo mismo era vasallo, tenía bajo su mando supremo al ejército de los genios que se habían rebelado contra Soleimán ben-Daúd; y me había nombrado jefe de ese ejército para el caso de que estallara una guerra entre aquél y el señor formidable de los genios. Y, en efecto, no tardó en estallar tal guerra, "Tenía el rey del Mar una hija tan hermosa, que la fama de su belleza llegó a oídos de Soleimán, quien deseoso de contarla entre sus esposas, envió un emisario al rey del Mar para pedírsela en matrimonio, a la vez que, le instaba a romper la estatua de ágata, y a reconocer que no hay más Dios que Alah, y que Soleimán es el profeta, de Alah y le amenazaba con su enojo y su venganza, si no se sometía inmedíatamente a sus deseos. "Entonces congregó el rey del Mar a sus visires Y a los jefes de los genn, y les dijo: "Sabed que Soleimán me amenaza con todo género de calamidades para obligarme a que le de mi hija, y rompa la estatua que sirve de vivienda a vuestro jefe Deasch ben-Alaemasch. ¿Qué opináis acerca de tales amenazas? ¿Debo inclinarme a resistir?" "Los visires contestaron "¿Y que tienes que temer del poder de Soleimán, ¡oh rey nuestro! ¡Nuestras fuerzas son tan formidables como las suyas por lo menos, y sabremos aniquilarlas!" Luego encaráronse conmigo y me pidieron mi opinión. Dije entonces: "¡Nuestra única respuesta para Soleimán será dar una paliza a su ernisario!". Lo cual ejecutóse al punto. Y dijimos al emisario: "¡Vuelve ahora para dar cuenta de la aventura a tu amo!" "Cuando enteróse Soleimán del trato infligido a su emisario, llegó al límite de la indignación, y reunió en seguida, todas sus fuerzas disponibles, consistentes en genios, hombres, pajaros y animales. Confió a Assaf ben-Barkhia el mando de los guerreros humanos, y a Domriat, rey de los efrits, el mando de todo el ejército de genios, que ascendía a se sesenta millones, y el de los anímales y aves de rapiña recolectados en todos los puntos del universo y en la islas y mares de la tierra. Hecho lo cual, yendo a la cabeza de tan formidable ejército, Soleimán se dispuso invadir el país de mi soberano el rey del Mar. Y no bien llegó, alineó su ejército en orden de batalla "Empezó por formar en dos alas a los animales, colocándolos en líneas de a cuatro, y en los aires apostó a las grandes aves de rapiña, destinadas a servir de centinelas que descubriesen nuestros movimientos y a arrojarse de pronto sobre los guerreros para herirles y sacarles los ojos. Compuso la vanguardia con el ejército de hombres, y la retaguardia con el ejército de genios; y mantuvo a su diestra a su visir Assaf ben-Barkhia, y a su izquierda a Domriat, rey de los genios del aire. Él permaneció en medio, sentado en su trono de pórfido y de oro, que arrastraban cuatro elefantes. Y dio entonces la señal de la batalla. "De repente, hízose oír un clamor que aumentaba con el ruido de carreras al galope y el estrépito tumultuoso de los genios, hombres, aves de rapiña y fieras guerreras; y resonaba la corteza terrestre bajo el azote formidable de tantas pisadas, en tanto que retemblaba el aire
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con el batir de millones de alas, y con las exclamaciones, los gritos y los rugidos. "Por lo que a mí respecta, se me concedió el mando de la vanguardia del ejército de genios sometido al rey del Mar. Hice una seña a mis tropas, y a la cabeza de ellas me precipité sobre el tropel de genios enemigos que mandaba el rey Domriat. E intentaba atacar yo mismo al jefe de los adversarios, cuando le vi convertirse de improviso en una montaña inflamada que empezó a vomitar fuego a torrentes, esforzándose por aniquilarme y ahogarme con los despojos que caían hacia nuestra parte en olas abrasadoras. Pero me defendí y ataqué con encarnizamiento, animando a los míos, y sólo cuando me convencí de que el número de mis enemigos me aplastaría a la postre, di la señal de retirada y me puse en fuga por los aires a fuerza de alas. Pero nos persiguieron por orden de Soleimán, viéndonos por todas partes rodeados de adversarios, genios, hombres, animales y pájaros; y de los nuestros quedaron extenuados unos, aplastados otros, por las patas de los cuadrúpedos, y precipitados otros desde lo alto de los aires, después que les sacaron los ojos y les despedazaron la piel. También a mí alcanzáronme en mi fuga, que duró tres meses. Preso y amarrado ya, me condenaron a estar sujeto a esta columna negra hasta la extinción de las edades, mientras que aprisionaron a todos los genios que yo tuve a mis órdenes, los transformaron en humaredas y los encerraron en vasos de cc.bre, sellados con el sello de Soleimán, que arrojaron al fondo del mar que baña las murallas de la Ciudad de Bronce. "En cuanto a los hombres que habitaban este país, no sé exactamente qué fue de ellos, pues me hallo encadenado desde que se acabó nuestro poderío, ¡Pero si vais a la Ciudad de Bronce, quiza os tropeceis con huellas suyas y lleguéis a saber su historia!"
Cuano acabó de hablar el busto, comenzo a agitarse de un modo frenético para desligarse de la columna. Y temerosos de que lograra libertarse y les obligara a secundar sus esfuerzos, el emir Muza y sus acompañantes no quisieron pérmanecer más tiempo allí, y se dieron prisa a proseguir su camino hacia la ciudad, cuyas torres y murallas veían ya destacarse en lontananza. Cuando sólo estuvieron a una ligera distancia de la ciudad, como caía la noche y las cosas tomaban a su alrededor un aspecto hostil, prefirieron esperar al amanecer para acercarse a las puertas; y montaron tiendas donde pasar la noche, porque estaban rendidos de las fatigas del viaje. Apenas comenzó el alba por Oriente a aclarar las cimas de las montanas, el emir Muza despertó a sus acompañantes, y se puso con ellos en camino para alcanzar una de las puertas de entrada. Entonces vieron erguirse formidables ante ellos, en medio de la claridad matinal, las murallas de bronce, tan lisas, que diríase acababan de salir del molde en que las fundieron. Era tanta su altura, que parecian como una primera cadena de los montes gigantescos que las rodeaban, y en cuyos flancos incrustábanse cual nacidas allí mismo con el metal de que se hicieron. Cuando pudieron salir de la inmovilidad que les produjo aquel espectáculo sorprendente, buscaron con la vista alguna puerta por donde entrar a la ciudad. Pero no dieron con ella. Entonces echaron a andar bordeando las murallas, siempre en espera de encontrar la entrada. Pero no vieron entrada ninguna. Y siguieron andando todavía horas y horas sin ver puerta ni brecha alguna, ni nadie que se dirigiese a la ciudad o saliese de ella. Y a pesar de estar ya muy ayanzado el día, no oyeron dentro ni fuera de las murallas el menor rumor, ni tampoco notaron el menor movimiento arriba ni al pie de los muros. Pero el emir Muza no perdió la esperanza, animando a sus acompañantes para que anduviesen más aún; y caminaron así hasta la noche, y siempre veían desplegarse ante ellos la línea inflexible de murallas de bronce que seguían la carrera del sol por valles y costas, y parecían surguir del propio seno de la tierra. Entonces el emir Muza ordenó a sus acompañantes que hicieran alto para descansar y comer. Y
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se sentó con ellos durante algún tiempo, reflexionando acerca de la situación. Cuando hubo descansado, dijo a sus compañeros que se quedaran allí vigilando el campamento hasta su regreso, y seguido del jeique Abdossamad y de Taleb ben-Sehl, trepó con ellos a una alta montaña con el propósito de inspeccionar los alrededores y reconocer aquella ciudad que no quería dejarse violar por las tentativas humanas. Al principio no pudieron distinguir nada en las tinieblas, porque ya la noche había espesado sus sombras sobre la llanura; pero de pronto hízose un vivo resplandor por Oriente, y en la cima de la montaña apareció la luna, iluminando cielo y tierra con un parpadeo de sus ojos. Y a sus plantas desplegóse un espectáculo que les contuvo la respiración. Estaban viendo una ciudad de sueño. Bajo el blanco cendal que caía de la altura, en toda la extensión que podría abarcar la mirada fija en los horizontes hundidos en la noche, aparecían dentro del recinto de bronce cúpulas de palacios, terrazas de casas, apacibles jardines, y a la sombra de los macizos, brillaban los canales que iban a morir en un mar de metal, cuyo seno frío reflejaban las luces del cielo. Y el bronce de las murallas, las pedrerías encendidas de las cúpulas, las terrazas cándidas, los canales y el mar entero, así como las sombras proyectadas por Occidente, amalgamábanse bajo la brisa nocturna y la luna mágica. Sin embargo, aquella inmensidad estaba sepultada, como en una tumba, en el universal silencio. Allá dentro no había ni un vestigio de vida humana. Pero he aquí que con un mismo gesto, quieto, destacában se sobre monumentales zócalos altas figuras de bronce, enormes jinetes tallados en mármol, animales alados que se inmovilizaban en un vuelo estéril; y los únicos seres dotados de movimiento en aquella quietud, eran millares, de inmensos vampiros que daban vueltas a ras de los edificios bajo el cielo, mientras búhos invisibles turbaban el estático silencio con sus lamentos y sus voces fúnebres en los palacios muertos y las terrazas solitarias. Cuando saciaron, su mirada con aquel espectáculo extraño, el emir Muza y sus compañeros, bajaron de la montaña, asombrándose en extremo por no haber advertido en aquella ciudad inmensa la huella de un ser humano vivo. Y ya al pie de los muros de bronce, llegaron a un lugar donde vieron cuatro inscripciones grabadas en caracteres jonicos, y que en seguida descifró y tradujo al emir Muza el jeique Abdossamad. Decía la primera inscripción: ¡Oh hijo de los hombres, qué vanos son tus cálculos! ¡La muerte está cercana; no hagas cuentas para el porvenir; se trata de un Señor del Universo que dispersa las naciones y los ejércitos, y desde sus palacios de vastas magnificencias precipita a los reyes en la estrecha morada de la tumba; y al despertar su alma en la igualdad de la tierra, han de verse reducidos a un montón de ceniza y polvo! Cuando oyó estas palabras, exclamó el emir Muza: "¡Oh sublimes verdades! ¡Oh sueño del alma en la igualdad de la tierra! ¡Qué conmovedor es todo, esto!" Y copió al punto en sus pergaminos aquellas frases. Pero ya traducía el jeique la segunda inscripción, que decía: ¡Oh hijo de los hombres! ¿Por qué te ciegas con tus propias manos? ¿Cómo puedes confiar en este vano mundo? ¿No sabes que es un albergue pasajero, una morada transitoria? ¡Di! ¿Dónde están los reyes que cimentaron los imiperios? ¿Dónde están los conquistadores, los dueños del Irak, de Ispahán y del Khorassán? ¡Pasaron cual si nunca hubieran existido! Igualmente copió esta inscripción el emir Muza, y escuchó muy emocionado al jeique, que traducía la tercera: ¡Oh hijo de los hombres! ¡He aquí que transcurren los días, y miras indiferente cómo corre tu vida hacia el término final! ¡Piensa en el día del Juicio ante el Señor tu dueño! ¿Qué fue de los
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soberanos de la India, de la China, de Sina y de Nubia? ¡Les arrojó a la nada el soplo implacable de la muerte! Y exclamó el emir Muza: "¿Qué fue de los soberanos de Sina y de Nubia? ¡Se perdieron en la nada!" Y decía la cuarta inscripcion: ¡Oh hijo de los hombres! ¡Anegas tu alma en los Placeres, y no ves que la muerte se te monta en los hombros espiando tus movimientos! ¡El mundo es como una tela de araña, detrás de cuya fragilidad está acechándote la nada! ¿A dónde fueron a parar los hombres llenos de esperanza y sus proyectos efímeros? ¡Cambiaron por la tumba los palacios donde habitan buhos ahora! No pudo el emir Muza contener su emoción, y se estuvo largo tiempo llorando con las manos en las sienes, y decía: "¡Oh el misterio del nacimiento y de la muerte! ¿Por qué nacer, si hay qué morir? ¿Por que vivir, si la muerte da el olvido de la vida? ¡Pero sólo Alah conoce los destinos, y nuestro deber es inclinarnos ante Él con obediencia muda!" Hechas estas reflexiones, se encaminó de nuevo al campamento con sus compañeros, y ordenó a sus hombres que al punto pusieran manos a la obra para construir con madera y ramajes una escala larga y sólida, que les permitiese subir a lo alto del muro, con objeto de intentar luego bajar a aquella ciudad sin puertas. En seguida dedicáronse a buscar madera y gruesas ramas secas; las mondaron lo mejor que pudieron con sus sables y sus cuchillos; las ataron unas a otras con sus turbantes, sus cinturones, las cuerdas de los camellos, las cinchas y las guarniciones, logrando construir una escala lo suficiente larga para llegar a lo alto de las murallas. Y entonces la tendieron en el sitio más a propósito, sosteniéndola por todos lados con piedras gruesas e invocando el nombre de Alah comenzaron a trepar por ella lentamente, con el emir Muza a la cabeza. Pero quedáronse algunos en la parte baja de los muros para vigilar el campamento y los alrededores. El emir Muza y sus acompañantes anduvieron durante algún tiempo por lo alto de los muros, y llegaron al fin ante dos torres unida entre sí por una puerta de bronce, cuyas dos hojas encajaban tan perfectamente, que no se hubiera podido introducir por su intersticio la punta de una aguja. Sobre aquella puerta aparecía grabada en relieve, la imagen de un jinete de oro que tenía un brazo extendido y la mano abierta, y en la palma de esta mano había trazados unos caracteres jónilcos que descifró en seguida el jeique Abdossamad y los tradujo del siguiente modo: "Frota la puerta doce veces con el clavo que hay en mi ombligo." Aunque muy sorprendido de tales palabras, el emir Muza se acercó entonces al jinete y notó que efectivamente tenía metido en medio del ombligo un clavo de oro. Echó mano e introdujo y sacó el clavo doce veces. Y a las doce veces que lo hizo, se abrieron las dos hojas de la puerta, dejando ver una escalera de granito rojo que descendía caracoleando. Entonces el emir Muza y sus acompañantes bajaron por los peldaños de esta escalera, la cual les condujo al centro de una sala que daba a ras, de una calle en la que se estacionaban guardias armados con arcos y espadas. Y dijo el emir Muza: "¡Vames a hablarles antes de que se inquieten con nuestra presencia!" Acercáronse, pues, a estos guardias, unos de los cuales estaban de pie con el escudo al brazo y el sable desnudo, mientras otros permanecían sentados o tendidos. Y encarándose con el que parecía el jefe, el emir Muza le deseó la paz con afabilidad; pero no se movió el hombre ni le devolvió la zalema; y los demás guardias permanecieron inmóviles igualmente y con los ojos fijos, sin prestar ninguna atención a los que acababan de llegar y como si no les vieran. Entonces, por si aquellos guardias no entendian el árabe, el emir Muza dijo- al jeique Abdossamad: "¡Oh jeique, dirígeles la palabra en cuantas lenguas conozcas!" Y el jeique hubo de hablarles primero en lengua, griega; luego, al advertir la inutilidad de su tentativa, les habló en indio, en hebreo, en persa, en etíope y en sudanés; pero ninguno de ellos comprendio una
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palabra de tales idiomas ni hizo el menor gesto de inteligencia. Entonces dijo el emir Muza: "¡Oh jeique! Acaso estén ofendidos estos guardias porque no les saludaste al estilo de su país. Conviene, pues, que les hagas zalemas al uso de cuantos países conozcas." Y el venerable Abdossamad hizo al instante todos los ademanes acostumbrados en las zalemas conocidas en los pueblos de cuantas comarcas había recorrido. Pero no se movió ninguno de los guardias, y cada cual permaneció en la misma actitud que al principio. Al ver aquello, llegó al límite del asombro el emir Muza, sin querer insistir más; dijo a sus acompañantes que le siguieran, y continuó su camino, no sabiendo a qué causa atribuir semejante mutismo. Y se decia el jeique Abdossamad: "¡Por Alah, que nunca vi cosa tan extraordinaria en mis viajes!" Prosiguieron andando así hasta llegar a la entrada del zoco. Como encontráronse con las puertas abiertas, penetraron en el interior. El zoco estaba lleno de gentes que vendían y compraban: y por delante de las tiendas se amontonaban maravillosas mercancías. Pero el emir Muza y sus acompañantes notaron que todos los compradores y vendedores, como también cuantos se hallaban en el zoco, habíanse detenido, cual puestos de común acuerdo, en la postura en que les sorprendieron; y se diría que no esperaban para reanudar sus ocupaciones habituales más que a que se ausentasen los extranjeros. Sin embargo, no parecían prestar la menor atención a la presencia de éstos, y contentábanse con expresar por medio del desprecio y la indiferencia el disgusto que semejante intrusión les producía. Y para hacer aún más significativa tan desdeñosa actitud, reinaba un silencio genneral al paso de los extraños, hasta el punto de que en el inmenso zoco abovedado, se oían resonar sus pisadas de caminantes solitarios entre la quietud de su alrededor. Y de esta guisa recorrieron el zoco de los joyeros, el zoco de las sederías, el zoco de los guarnicioneros, el zoco de los pañeros, el de los zapateros remendones y el zoco de los mercaderes de especias y sahumerios, sin encontrar por parte alguna el menor gesto benevolo u hostil, ni la menor sonrisa de bienvenida o burla. Cuando cruzaron el zoco de los sahumerios, desembocaron en una plaza inmensa donde deslumbraba la claridad del sol después de acostumbrarse la vista a la dulzura de la luz tamizada de los zocos. Y al fondo, entre columnas de bronce de una altura prodigiosa, que servían de pedestales a enormes pájaros de oro con las alas desplegadas, erguíase un palacio de mármol, flanqueado con torreones de bronce, y guardado por una cadena de guardias, cuyas lanzas y espadas despedían de continuo vivos resplandores. Daba acceso a aquel palacio una puerta de oro, por la que entró el emir Muza seguido de sus acompanantes. Primeramente vieron abrirse a lo largo del edificio una galería sostenida por columnas de pórfido, y que limitaba un patio con pilas de mármoles de colores; y utilizábase como armería esta galería, pues veíanse allá por doquier, colgadas de las columnas, de las paredes y del techo, armas admirables, maravillas enriquecidas con incrustaciones preciosas, y que procedían de todos los países de la tierra. En torno a la galería se adosaban bancos de ébano de un labrado maravilloso, repujado de plata y oro, y en los que aparecían, sentados o tendidos, guerreros en traje de gala, quienes por cierto, no hicieron movimiento alguno para impedir el paso a los visitantes, ni para animarles a seguir en su asombrada exploración. Continuaron, pues, por esta galería, cuya parte superior estaba decorada con una cornisa bellísima, y vieron, grabada en letras de oro sobre fondo azul, una inscripción en lengua jónica que contenía preceptos sublimes, y cuya traducción fiel hizo el jeque Abdossamad en esta forma: ¡En el nombre del Inmutable, Soberano de los destinos! ¡Oh hijo de los hombres, vuelve la cabeza y verás que la muerte se dispone a. caer sobra tu alma! ¿Dónde está Adán, padre de los humanos? ¿Dónde están Nuh y su descendencia? ¿Dónde está Nemrod el formidable? ¿Dónde están los reyes, los conquistadores, los Khosroes, los Césares, los Faraones, los emperadores de la India y del Irak, los dueños de Persia y de Arabia e Iskandar el Bicornio? ¿Dónde están los soberanos de la tierra Hamán Y Karún, Y Scheddad, hijo de Aad, y todos los pertenecientes a la
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posteridad de Canaán? ¡Por orden del Eterno, abandonaron la tierra para ir a dar cuenta de sus actos el día de la Retribución! ¡Oh hijo de los hombres! no te entregues al mundo y a sus placeres! ¡Teme al Señor, y sírvele de corazón devoto! ¡Teme a la muerte! ¡La devoción por el Señor y el temor a la muerte, son el principio de toda sabiduría! ¡Así cosecharás buenas acciones, con las que te perfumarás el día terrible del Juicio! Cuando escribieron en sus pergaminos esta inscripción, que les conmovió mucho, franquearon una gran puerta que se abría en medio de la galería y entraron a una sala, en el centro de la cual habla una hermosa pila de mármol transparente, de donde se escapaba un surtidor de agua. Sobre la pila, a manera de techo agradablemente coloreado, se alzaba un pabellón cubierto con colgaduras de seda y oro en matices diferentes, combinados con un arte perfecto. Para llegar a aquella pila, el agua se encauzaba por cuatro canalillos trazados en el suelo de la sala con sinuosidades encantadoras, y cada canalillo tenía un lecho de color especial: el primero tenía un lecho de pórfido rosa; el segundo, de topacios; el tercero, de esmeraldas, y el cuarto, de turquesas; de tal modo, que el agua de cada uno se teñía del color de su lecho, y herida por la luz atenuada que filtraban las sedas en la altura, proyectaba sobre los objetos de su alrededor y las paredes de mármol, una dulzura de paisaje marino. Allí franquearon una segunda puerta, y entraron en la segunda sala. La encontraron llena de monedas antiguas de oro y plata, de collares, de alhajas, de perlas, de rubíes y de toda clase de pedrerías. Y tan amontonado estaba todo, que apenas se podía cruzar la sala y circular por ella para penetrar en la tercera. Aparecía ésta llena de armaduras, de metales preciosos, de escudos de oro enriquecidos con pedrerías, de cascos antiguos, de sables de la India, de lanzas, de venablos y de corazas del tiempo de Daúd y de Soleimán; y todas aquellas armas estaban en tan buen estado de conservación que creríase habían salido la víspera de entre las manos que las fabricaron. Entraron luego en la cuarta sala, enteramente ocupada por armarios y estantes de maderas preciosas, donde se alineaban ordenadamente ricos trajes, ropones suntuosos, telas de valor y brocados labrados de un modo admirable. Desde allí se dirigieron a una puerta abierta que les facilitó el acceso a la quinta sala. La cual no contenía entre el suelo y el techo más que vasos y enseres para bebidas, para manjares y para abluciones: tazones de oro y plata, jofainas de cristal de roca, copas de piedras preciosas, bandejas de jade y de ágata de diversos colores. Cuando hubieron admirado todo aquello, pensaron en volver sobre sus pasos, y he aquí que sintieron la tentación de llevarse un tapiz inmenso de seda y oro que cubría una de las paredes de la sala. Y detrás del tapiz vieron una gran puerta labrada con finas marqueterías de marfil y ébano, y que estaba cerrada con cerrojos macizos, sin la menor huella de cerradura donde meter una llave. Pero el jeque Abdossamad se puso a estudiar el mecanismo de aquellos cerrojos, y acabó por dar con un resorte oculto, que hubo de ceder a sus esfuerzos. Entonces la puerta giró sobre sí misma y dio a los viajeros libre acceso a una sala milagrosa, abovedada en forma de cúpula, y construida con un mármol tan pulido, que parecía un espejo de acero. Por las ventanas de aquella sala, a través de las celosías de esmeraldas y diamantes, filtrábase una claridad que inundaba los objetos con un resplandor imprevisto. En el centro, sostenido por pilastras de oro, sobre cada una de las cuales había un pájaro con plumaje de esmeralda y pico de rubíes, erguíase una especie de oratorio adornado con colgaduras de seda y oro, y al que unas gradas de marfil unían al suelo, donde una magnífica alfombra, diestramente fabricada con lana de colores gloriosos, abría sus flores sin aroma en medio de su césped sin savia, y vivía toda la vida artificial de sus florestas pobladas de pájaros y animales copiados de manera exacta, con su belleza natural y sus contornos verdaderos.
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El emir Muza y sus acompañantes subieron por las gradas del oratorio, y al llegar a al plataforma se detuvieron mudos de sorpresa. Bajo un dosel de terciopelo salpicado de gemas y diamantes, en amplio lecho construido con tapices de seda superpuestos, reposaba una joven de tez brillante, de párpados entornados por el sueño tras unas largas pestañas combadas, y cuya belleza realzábase con la calma admirable de sus acciones, con la corona de oro que ceñía su cabellera, con la diadema de pedrerías que constelaba su frente, y con el húmedo collar de perlas que acariciaba su dorada piel. A derecha y a izquierda del lecho se hallaban dos esclavos, blanco uno y negro otro, armado cada cual con un alfanje desnudo y una pica de acero. A los pies del lecho había una mesa de mármol, en la que aparecían grabadas las siguientes frases: ¡Soy la virgen Tadmor, hija del rey de los Amalecitas, y esta ciudad es mi ciudad! ¡Puedes llevarte cuanto plazca a tu deseo, viajero que lograste penetrar hasta aquí! ¡Pero ten cuidado con poner sobre mí una mano violadora, atraído por mis encantos y por la voluptuosidad! Cuando el emir Muza se repuso de la emoción que hubo de causarle la presencia de la joven dormida, dijo a sus acompañantes: "Ya es hora de que nos alejemos de estos lugares después de ver cosas tan asombrosas, y nos encaminamos hacia el mar en busca de los vasos de cobre. ¡Podéis, no obstante, coger de este palacio todo lo que os parezca; pero guardaos de poner la mano sobre la hija del rey o de tocar a sus vestidos." Entonces dijo Taleb ben-Sehl: "¡Oh emir nuestro, nada en este Palacio puede compararse a la belleza de esta joven! Sería una lástima dejarla ahí en vez de llevárnosla a Damasco para ofrecérsela al califa. ¡Valdría más semejante regalo que todas las ánforas de efrits del mar!" Y contestó el emir Muza: "No podemos tocar a la princesa, porque sería ofenderla, y nos atraeríamos calamidades." Pero exclamó Taleb: "¡Oh emir nuestro! las princesas, vivas o dormidas, no se ofenden nunca por violencias tales." Y tras de haber dicho estas palabras, se acercó a la joven y quiso levantarla en brazos. Pero cayó muerto de repente, atravesado por los alfanjes y las picas de los esclavos, que le acertaron al mismo tiempo en la cabeza y en el corazón. Al ver aquello, el emir Muza no quiso permanecer ni un momento más en el palacio, y ordenó a sus acompañantes que salieran de prisa para emprender el camino del mar. Cuando llegaron a la playa, encontraron allí a unos cuantos hombros negros ocupados en secar sus redes de pescar, y que correspondieron a las zalemas en árabe y conforme a la fórmula musulmana. Y dijo el emir Muza al de más edad entre ellos, y que parecía ser el jefe: ¡Oh venerable jeique! venimos de parte de dueño el califa Abdalmalek ben-Merwán, para buscar en este mar vasos con efrits de tiempos del profeta Soleimán. ¿Puedes ayudarnos en nuestras investigaciones y explicarnos el misterio de esta ciudad donde están privados de movinuento todos los seres?" Y contestó el anciano: "Ante todo, hijo mío, has de saber que cuantos pescadores nos hallamos en esta playa creemos en la palabra de Alah y en la de su Enviado (¡con él la plegaria y la paz!); pero cuantos se encuentran en esa Ciudad de Bronce están encantados desde la antigüedad, y permanecerán así hasta el día del Juicio. Respecto a los vasos que contienen efrits, nada más fácil que prcurároslos, puesto que poseemos una porción de ellos, que una vez destapados, nos sirven para cocer pescado y alimentos. Os daremos todos los que queráis. ¡Solamente es necesario, antes de destaparlos, hacerlos resonar golpeándolos con las manos, y obtener de quienes los habitan el juramento de que reconocerán la verdad de la misión de nuestro profeta Mohammed, expiando su primera falta y su rebelión contra la supremacía de Soleimán ben-Daúd!" Luego añadió: "Además, también deseamos daros, como testimonio de nuestra fidelidad al Emir de los Creyentes, amo de todos nosotros, dos hijas del mar que hemos pescado hoy mismo, y que son más bellas que todas las hijas, de los hombres." Y cuando hubo dicho estas palabras, el anciano entregó al emir Muza doce vasos de cobre, sellados en plomo con el sello de Soleimán, Y las dos hijas del mar, que eran dos maravillosas criaturas de largos cabellos ondulados como las olas, de cara de luna y de senos admirables y
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redondos y duros cual guijarros marinos; pero desde el ombligo carecían de las suntuosidades carnales que generalmente son patrimonio de las hijas de los hombres, y las sustituían con un cuerpo de pez que se movía a derecha y a izquierda, de la propia manera que las mujeres cuando advierten que a su paso llaman la atención. Tenían la voz muy dulce, y su sonrisa resultaba encantadora; pero no comprendían ni hablaban ninguno de los idiomas conocidos, y contentábanse con responder únicamente con la sonrisa de sus ojos a todas las preguntas que se les dirigían. No dejaron de dar las gracias al anciano por su generosa bondad el emir Muza y sus acompañantes, e invitáronles, a él y a todos los pescadores que estaban con él, a seguirles al país de los musulmanes, a Damasco, la ciudad de las flores, de las frutas y de las aguas dulces. Aceptaron la oferta el anciano y los pescadores, y todos juntos volvieron primero a la Ciudad de Bronce para coger cuanto pudieron llevarse de cosas preciosas, joyas, oro, y todo lo ligero de peso y pesado de valor. Cargados de este modo, se descolgaron otra vez por las murallas de bronce, llenaron sus sacos y cajas de provisiones con tan inesperado botín, y emprendieron de nuevo el camino de Damasco, adonde llegaron felizmente al cabo de un largo viaje sin incidencias. El califa Adbalmalek quedó encantado y maravillado al mismo tiempo del relato que de la aventura le hizo el emir Muza; y exclamó: "Siento en extremo no haber ido con vosotros a esa Ciudad de Bronce. ¡Pero iré, con la venia de Alah, a admirar por mí mismo esas maravillas y a tratar de aclarar el misterio de ese encantamiento!" Luego quiso abrir por su propia mano los doce vasos de cobre, y los abrió uno tras de otro. Y cada vez salía una humareda muy densa que convertíase en un efrit espantable, el cual se arrojaba a los pies del califa y exclamaba: "¡Pido perdón por mi rebelión a Alah y a ti, ¡oh señor nuestro Soleimán!" Y desaparecían a través del techo ante la sorpresa de todos los circundantes. No se maravilló menos el califa de la belleza de las dos hijas del mar. Su sonrisa, y su voz, y su idioma desconocido le conmovieron y le emocionaron. E hizo que las pusieran en un gran baño, donde vivieron algún tiempo para morir de consunción, y de calor por último. En cuanto al emir Muza, obtuvo del califa permiso para retirarse a Jerusalén la Santa con el propósito de pasar el resto de su vida allí, sumido en la meditación de-las palabras antiguas que tuvo cuidado de copiar en sus pergaminos. ¡Y murió en aquella ciudad despues de ser objeto de la veneración de todos los creyentes, que todavía van a visitar la kubba donde reposa en la paz y la bendicion del Altísimo! ¡Y esta es ¡oh rey afortunado! -prosiguió Schahrazada- la histotoria de la Ciudad de Bronce! Entonces dijo el rey Schahriar: "¡Verdaderamente, Schahrazada, que el relato es prodigioso!" Anónimo (Las Mil y Una Noches)
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La noche boca arriba Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida. A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento. Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un
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olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban
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hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores. Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas
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que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida. Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras. Julio Cortazar
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El niño lobo del Cine Mari
La doctora estaba en lo cierto: ningún proceso anormal se dasarrollaba dentro del pequeño cerebro, ninguna perturbación patológica. Sin embargo, si hubiese podido leer el mensaje contenido en los impulsos que habían determinado aquellas líneas sinuosas, se hubiera sorprendido al encontrar un universo tan exhuberante: el niño era un pequeño corneta que tocaba a la carga en el desierto, mientras ondeaba el estandarte del regimiento y los jinetes de Toro Sentado preparaban también sus corceles y sus armas, hasta que el páramo polvoriento se convertía en una selva nutrida de vegetación alrededor de una laguna de aguas oscuras, en la que el niño estaba a punto de ser atacado por un cocodrilo, y en ese momento resonaba entre el follaje la larga escala de la voz de Tarzán, que acudía para salvarle saltando de liana en liana, seguido de la fiel Chita. O la selva se transmutaba sin transición en una playa extensa; entre la arena de la orilla reposaba una botella de largo cuello que había sido arrojada por las olas; el niño encontraba la botella, la destapaba, y de su interior salía una pequeña columnilla de humo que al punto iba creciendo y creciendo hasta llegar a los cielos y convertirse en un terrible gigante verdoso, de larga coleta en su cabeza afeitada y uñas en las manos y en los pies, curvas como zarpas. Pero antes de que la amenaza del gigante se concretara de un modo claro, la playa era un navío, un buque sobre las olas del Pacífico, y el niño acompañaba a aquel otro muchacho, hijo del posadero, en la singladura que les llevaba hasta la isla donde se oculta el tesoro del viejo y feroz pirata. Una vez más, la doctora observó perpleja las formas de aquellas ondas. Como de costumbre, no prestaban variaciones especiales. Las frecuencias seguían sin proclamar algún cuadro particularmente extraño. Las ondas no ofrecían ninguna alteración insólita, pero el niño permanecía insensible al mundo que le rodeaba, como una estatua viva y embobada. El niño apareció cuando derribaron el cine Mari. Tendría unos nueve años, e iba vestido con un traje marrón sin solapas, de pantalón corto, y una camisa de piqué. Calzaba zapatos marrones y calcetines blancos. La máquina echó abajo la última pared del sótano (en la que se marcaban las huellas grotescas que habían dejado los urinarios, los lavabos y los espejos, y por donde asomaban, como extraños hocicos o bocas, los bordes seccionados de las tuberías) y, tras la polvareda, apareció el niño de pie en medio de aquel montón de cascotes y escombros, mirando fíjamente a la máquina, que el conductor detuvo bruscamente, mientras le increpaba, gritando: -Pero qué haces ahí chaval. Quítate ahora mismo. El niño no respondía. Estaba pasmado, ausente. Hubo que apartarlo. Mientras las máquinas proseguían su tarea destructora, le sacaron al callejón, frente a las carteleras ya vacías cuyos cristales sucios proclamaban una larga clausura, y le preguntaban. Pero el niño no contestó: no les dijo cómo se llamaba, ni dónde vivía. No les dio atisbo alguno de su identidad. Al cabo, se lo llevaron a la comisaría. Aquel raro atildamiento de maniquí antiguo, y el perenne mutismo, desconcertaban a los guardias. Al día siguiente, las dos emisoras daban la curiosa noticia, y en el periódico, por la mañana, salió una fotografía del niño, con su rictus serio y aquelos ojos fijos y ausentes. La doctora puso en marcha el aparato y comenzó a oirse otra vez el cuento. En el niño hubo un breve respingo, y sus ojos bizquearon levemente, como agudizando una supuesta atención cuyo origen tampoco podía ser comprobado. Tanto los sonidos reproducidos a través de algún instrumento como las imágenes proyectadas de modo artificial, le hacían reaccionar del mismo modo, y producían unas ondas como de emoción o súbito interés. La doctora suspiró y le palmeó las pequeñas manos, dobladas sobre el regazo. -Pero di algo. El niño, una vez más, permanecía silencioso y absorto. Al parecer su nombre era Pedro. Al poco tiempo de haberse publicado la foto en los periódicos, una señora llorosa se presentaba en la redacción con la increíble nueva de que el niño era hijo suyo, un hijo desaparecido hacía treinta años. La señora era viuda de un fiscal notorio por su dureza. Le acompañaba una hija cuarentona. Extendió sobre la mesa del director una serie de fotas de Primera Comunión en que era evidente el parecido. Acabaron
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por entregarle el niño a la señora, al menos mientras el casao se aclaraba definitivamente. El hecho de que un niño desaparecido treinta años antes (en un suceso misterioso que había conmovido a la ciudad y en el que se había aludido a causas de venganzas oscuras) apareciese de aquel modo, como si sólo hubiesen transcurrido unas horas, era tan extraño, tan fuera del normal acontecer, que a partir del momento en que se le atribuyó aquella identidad, ni la prensa ni la radio volvieron a hacerse eco de la noticia, como si el voluntario silencio pudiese limitar de algún modo lo monstruoso del caso. Sin embargo, el asunto era objeto de toda clase de hipótesis, comentarios y conclusiones en mercados y peluquerías, oficinas y tertulias y, por supuesto, en cada uno de los hogares. Hasta tal punto el tema parecía extraño, que los amigos de la familia dudaban entre darle a la madre la enhorabuena o el pésame. Al aparecido le llamaron el "niño lobo" desde que ingrsó en la Residencia, aunque la doctora señalaba lo impropio de la denominación, ya que no manifestaba ningún comportamiento por el que pudiese ser asimilado a aquel tipo de fenómenos, sino sólo una especie de catatonía, de rara estupefacción. Sin embargo, las extrañas circunstancias de su aparición, aquella presencia alucinada, sugerían realmente que el niño hubiese sido recuperado fortuitamente de algún remoto entorno, virgen de presencia humana. Puso música y el niño tuvo otro pequeño sobresalto. Era un niño muy guapo. Ahora la miraba como si quisiera decirle algo, pero ella sabía que era inútil animarle. Aquella supuesta intención era sólo una figuración suya. El desconocido pensamiento del niño estaba muy lejos. Era una verdadera pena. -Hoy te voy a llevar al cine -dijo la doctora. Primero, le reconocieron en la Residencia. Luego, la familia le había trasladado a Madrid, buscando esa mayor ciencia que siempre en provincias se atribuye a la capital. Pero no hubo mejores resultados. Cuando volvió, el niño mantenía la misma presencia atónita y, aunque las hermanas hablaban de llevarle a California (donde al parecer las cosas del cerebro estaban muy estudiadas), la madre se había acostumbrado ya a la presencia inerte de aquel gran muñeco de carne y hueso, y posponía la decisión de separtarse de él. De vuelta a la ciudad, el niño seguía subiendo a la Residencia, donde la doctora le miraba todas las semanas. La doctora era bastante joven, y se estaba tomando el caso con mucho interés. Además de las connotaciones médicas del asunto, le fascinaba la impasibilidad de aquel pequeño ser mudo, cuyos ojos parecían mostrar, junto a un gran olvido, un desolado desconcierto. La evidente influencia que producía en el cerebro del niño cualquier imagen o sonido proyectado a través de medios artificiales, le había sugerido la idea de llevarle al cine. La doctora era poco aficionada al cine, sobre todo por una falta de costumbre que provenía de su origen rural, de un internado severo de monjas y de una carrera realizada con bastantes esfuerzos y con poco tiempo de ocio. Sus descansos vespertinos solía emplearlos en la lectura de temas vinculados a su profesión, y sólo de modo ocasional asistía a la proyección de alguna película que la publicidad o los compañeros proclamaban como verdaderamente importante. La idea le surgió al ver las largas colas llenas de niños que rodeaban al Emperador. Al parecer se trataba de una de esas películas de enorme éxito en todas partes, que se pregonan como muy apropiadas para el público infantil, con batallas espaciales y mundos imaginarios. La doctora se proponía observar cuidadosamente al niño a lo largo de toda la sesión, escrutando el pulso, la respiración y otras manifestaciones físicas del posible impacto que la visión de la película pudiese tener en aquel ánimo misteriosamente ajeno. Le observó durante los primeros minutos de proyección. El niño se había acurrucudo en la butaca y observaba la pantalla con avidez de apariencia inteligente. Mientras tanto la historia comenzaba a desarrollarse. Una espectacular nave perseguía a otra navecilla por el espacio infinito, fulgurante de estrellas, muy bien simulado. La nave perseguidora hace funcionar su artillería. La pequeña nave es alcanzada por los disparos de raro zumbido, y atrapada al fin por medio de poderosos mecanismos. El vencedor llega para conocer a su presa. Es una estampa atroz: una figura alta, oscura, con un gran casco negro parecido al del ejército, cuyo rostro está cubierto por una máscara metálica, también negra, que recuerda en sus rasgos una mezcla imprecisa de animales y objetos: ratas, mandriles, cerdos, caretas
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antigás. Entonces el niño extendió su mano y sujetó con fuerza la de la doctora. Ella sintió la sorpresa de aquel gesto con un impacto más que físico. Exclamó el nombre del niño. Le observó de cerca, al reflejo de las grandes imágenes multicolor. En los ojos infantiles persistía aquella mirada inteligente, absorta en la peripecia óptica, y la doctora sintió una alegría esperanzada. La princesa ha sido capturada, aunque ha conseguido lanzar un mensaje que sus perseguidores no advirtieron. Mientras tanto, sus robots llegan a un desierto reverberante, cuya larga soledad sólo presiden los restos de gigantescos esqueletos. El cielo está inundado de un extraño color, en un crepúsculo de varios soles simultáneos. Sin darse cuenta, la atención de la doctora se distrajo en aquella extraña aventura y no percibió que el niño había soltado su mano, y atravesaba la oscuridad multicolor, ascendía por la rampa de la nave, conseguía introducirse en ella como disimulado polizón. La nave recorría rápidamente el espacio oscuro, lleno de estrellas, que la rodeaba como un cobijo. Los héroes vigilaban el fondo del cielo para prevenir la aparición del enemigo. Al fin, la doctora se dio cuenta de que el niño había soltado su mano y volvió la cabeza a la butaca inmediata. Pero el niño ya no estaba y, del mismo modo que había sucedido en aquella lejana desaparición primera, la busqueda fue completamente infructuosa.
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