Antología del Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet 2016 Décima edición
Créditos: Antología del Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet 2016. Décima edición Primera Edición: febrero 2017 Textos: Ángel Olgoso, Francisco Guzmán Vega, María Inés Bertúa, Roberto de Bianchetti, Manuel Ignacio Montolio Cartes, Jesús Andrés Peña Ojeda, Amaia García Martínez, Clara García Baños, Adrián Ortega Iturriaga, Andrés Morales Rotger, María Alicia Fenieux Campos, Juan Pablo Goñi Capurro, Yoendris Rafael Marín Saborit, Nelson Specchia, Alberto Palacios Santos, Miguel Ángel López Muñoz, Edgar Lazarín Vargas, Raúl Francisco Pérez-Tort Vélez, Maumy Isaes González Márquez, Ramón Antonio Cortez Cabello y Salomé Guadalupe Ingelmo. Portada: Hernando de Alvarado Tezozómoc. Frontispicio de Hernando de Alvarado Tezozómoc, Crónica mexicayotl, Adrián León traductor del nahuatl (México: UNAM e INAH, 1949) Contraportada: Tlacuilo, detalle del Códice Mendoza Maquetación y diseño: Salomé Guadalupe Ingelmo Corrección y Prólogo: Salomé Guadalupe Ingelmo Edición: Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet https://sites.google.com/site/concursoliterariointernacional/ Todos los textos publicados en esta antología son propiedad de sus respectivos autores. Queda, por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta publicación en cualquier medio sin el consentimiento expreso de los mismos. Los interesados en reproducir esta antología deberán contar también con la aprobación del certamen convocante. Puede ponerse en contacto con nosotros en el siguiente correo electrónico: concursoliterarioaganivet@gmail.com
La patria del escritor es su lengua. Francisco Ayala
Índice Prólogo_____________________________________________________________- 9 Medio real, Ángel Olgoso______________________________________________- 15 La lluvia del miércoles, Francisco Guzmán Vega___________________________- 19 Una densa cortina, María Inés Bertúa___________________________________- 29 Ecuestre, Roberto de Bianchetti_________________________________________- 37 ¿Qué le van a hacer?, Manuel Ignacio Montolio Cartes_____________________- 45 Cuestión de horas, Jesús Andrés Peña Ojeda______________________________- 49 Asistente de redacción, Amaia García Martínez____________________________- 55 Tiempos terribles, Clara García Baños___________________________________- 63 Estuario, Adrián Ortega Iturriaga_______________________________________- 67 Fundido a blanco, Andrés Morales Rotger________________________________- 73 El bosque de Kai, María Alicia Fenieux Campos__________________________- 81 El precio de la originalidad, Juan Pablo Goñi Capurro______________________- 89 Ciudad Sitiada, Yoendris Rafael Marín Saborit____________________________- 99 Partita y sombrillas chinas, Nelson Specchia_____________________________- 107 Proyecto para un final feliz, Alberto Palacios Santos_______________________- 115 El Monstruo, Miguel Ángel López Muñoz_______________________________- 123 Un encuentro, Edgar Lazarín Vargas___________________________________- 131 Treinta denarios, Raúl Francisco Pérez-Tort Vélez________________________- 139 Reflejo, Maumy Isaes González Márquez________________________________- 147 Crónica de un maestro, Ramón Antonio Cortez Cabello____________________- 153 Memorias de un “tlamatini”. «Crónica de un maestro»: claves de lectura, Salomé Guadalupe Ingelmo_________________________________________________- 161 -
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Prólogo
Dado que tan generosamente se me ha brindado la oportunidad de prologar la antología de los textos ganadores y finalistas en el Décimo Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet, desearía comenzar dejando constancia de mi gratitud hacia aquellas personas que, aun sin conocernos, tanto me han ofrecido a través de sus obras. A todos cuantos habéis participado, ganadores y no, debemos agradeceros la confianza con la que habéis depositado en nuestras manos algo tan preciado. Desearía felicitaros también porque, libre y responsablemente, habéis decidido afrontar el ejercicio de humildad que supone el someter a otro juicio lo escrito. Creo que ambas decisiones dicen mucho —bueno— sobre vuestro carácter y sobre vuestra forma de acercaros no sólo a vuestros semejantes, sino también al proceso literario. Es obligado agradecer encarecidamente, además, la cálida acogida que a este certamen se le ha dispensado a lo largo de sus diez años de vida, pues la participación ha ido en progresivo aumento hasta alcanzar los 1367 participantes en la presente edición. Hemos recibido obras de 39 países distribuidos por todo el mundo: Alemania, Argentina, Austria, Bélgica, Belice, Bolivia, Brasil, Bulgaria, Canadá, Chile, China, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, España, Estados Unidos, Francia, Guatemala, Honduras, Irlanda, Israel, Italia, México, Nicaragua, Noruega, Panamá, ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ Paraguay, Perú, Polonia, Puerto Rico, Reino Unido, República Dominicana, Suecia, Suiza, Uganda, Uruguay y Venezuela. Son, me da por pensar, muchos corazones alentados por la misma ilusión y muchos dedos escribiendo —en la misma lengua— por un mismo fin y muchos fines a un tiempo. Son, también, muchos seres humanos de las más distintas procedencias y culturas sintiéndose, voluntariamente, parte de un mismo mecanismo. Y todo ello gracias al mágico poder de la palabra escrita. Muchas son las definiciones de literatura. Mucho he reflexionado sobre los múltiples aspectos del proceso creativo en los últimos años. Algunas veces, junto a profesionales de la palabra escrita que merecen todo mi respeto. Las más, en soledad. Indudable que el hecho creativo puede ser abordado e interpretado —cifrado y descifrado— de diversas formas, bajo diversas perspectivas y enfoques. Todas ellas respetables, aunque sigo preguntándome si todas igualmente útiles a la comunidad. Diría que un autor, un artista en general, tiene ineludibles obligaciones para con sus semejantes. Por ello escribir bien va mucho más allá de un hecho meramente formal, de un dominio del lenguaje innato o aprendido a golpe de constancia y disciplina, admirables cualidades. Así, en la décima edición de este certamen, revisando las obras presentadas a concurso, he tenido oportunidad de descubrir personas que, más allá de poseer oficio, se revelan autores comprometidos, individuos preocupados por mejorar a través de sus obras el tejido social al que pertenecen. Dispuestos a conceder, con sus voces, dimensión artística a las inquietudes de muchos. Por otro lado, cómo no, el proceso creativo refleja una búsqueda constante de comprensión, aceptación y afecto. Porque el ser humano necesita sentirse parte de una comunidad. Y quizá el escritor busque aún con más ahínco la aprobación de sus semejantes. No por hueca vanidad, sino porque quien escribe normalmente se expone mucho más y más abiertamente. Porque quien escribe suele desnudarse ante los extraños y por tanto se vuelve más vulnerables y sensible. Por eso creo que los autores agradecemos especialmente el que, de vez en cuando, se reconozca que hemos logrado nuestro objetivo: que hemos conseguido llegar hasta el lector. Es por tanto el escritor, diría, un ser fundamentalmente generoso. El más humano entre los humanos: aquel en el que se manifiestan públicamente todos los temores, deseos y frustraciones de la especie. Es por tanto el autor, además, un ser valiente. O un ser que, cuanto menos, ha sabido desarrollar sus propios mecanismos 10 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ para vencer el miedo y mitigar el dolor que produce la vida. Intuyo que es más fuerte quien no teme mostrar su fragilidad: sencillamente se limita a confiar en su capacidad de recuperación, en que si cae sabrá levantarse. Y ése, el de reinventarse hasta el infinito, es un ejercicio que ha de poner en práctica una vez tras otra el escritor, como el ser humano en general. Todos nosotros sabemos que a menudo quien escribe inspira recelo, que se encuentra bajo la sospecha de ser un exhibicionista. Yo creo firmemente, y quiero seguir creyendo, que quien escribe lo hace mayoritariamente por sed de conocimiento y por altruismo: para poder comprenderse más y para crear un mundo mejor para sí mismo y para sus semejantes. Por eso quiero agradeceros a todos vosotros, a todos los que habéis participado y a todos los que trabajáis en la sombra, que escribáis. Y quiero rogaros a que, pase lo que pase dentro y fuera de vosotros, lo sigáis haciendo. Desearía felicitaros por el alto nivel generalizado que he podido advertir entre las obras participantes. Pero también, y muy especialmente, por lo que éstas revelan de vosotros: por la pasión y compromiso que una buena parte rezuman. Vosotros, todos aquellos que escribís con honestidad, que sois conscientes de vuestras responsabilidades hacia una disciplina de larga tradición que ha servido para plasmar tantos nobles sentimientos y brillantes ideas desde que el hombre es hombre, vosotros que respetáis vuestro trabajo y a vuestros lectores, que os respetáis a vosotros mismos en vuestra faceta de escritores… Vosotros… Vosotros habéis ganado ya. Considero un privilegio poder llamaros compañeros. Y para seguir mereciéndolo procuraré, a mi vez, mantenerme fiel a mis obligaciones. Porque más allá de debérmelo a mí misma, siento que también os los lo debo a vosotros. Trabajamos todos juntos, incluso en la distancia, por una meta común, por un alto fin: el progreso del ser humano. Somos comunidad y nuestro esfuerzo se concentra en un único y noble objetivo que nos convierte en una pequeña familia. Personalmente me siento orgullosa de pertenecer a un colectivo que se caracteriza por su alto nivel de compromiso social. La palabra es el arma más poderosa. Hay que usarla, por tanto, con precaución y responsabilidad. Pero también, sin cobardía. Me parece que los ganadores y finalistas, como muchos otros participantes, han hablado alto y claro. Entiendo, por ello, que en este certamen se ha renovado un compromiso que nos hace ganar a todos: a quienes participaban y a quienes no. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ El autor puede ser dulce voz que describe a veces; pero ha de saber ser también, lejos de intereses o temores, martillo cuando los tiempos lo requieren. Somos animales sociales y por ello necesitamos reforzar nuestra cohesión, fomentar la conciencia de grupo, la certeza de pertenecer a una cultura común que es nuestra responsabilidad y en la que a la vez reside nuestra fuerza. Custodios de tan preciado patrimonio son los maestros, esos profesionales a quienes a menudo nuestras sociedades, ingratas y displicentes, no aprecian ni amparan suficientemente. Pero la docencia no es una profesión más, sino una vocación, un modo de vida que trasciende las aulas y que se convierte en ejemplo de integridad para nuestros niños y jóvenes, forjando la sociedad del mañana. Amarga se revela a menudo la Crónica de un maestro1. Y sin embargo sin ellos, paradójicamente, no habría futuro. Escribir implica siempre un ejercicio de introspección, un proceso en el que el autor acrecienta su conocimiento. Y por ello muy a menudo también, al menos en un primer momento, acrecienta su dolor. En ese sentido, creo, la literatura supone un ejercicio de tolerancia: tolerancia hacia uno mismo y hacia los demás. Promueve el entendimiento entre los pueblos, la aceptación del otro —que expresa su particular forma de ver el mundo, su bagaje cultural, a través de sus obras literarias—. Nutro aún la convicción de que esforzarse por entender cuanto nos resulta ajeno, retazos de vidas y realidades que pueden no ser las nuestras, ha de hacer de nosotros no sólo personas más informadas y por ello más libres, sino también mejores personas. Podéis estar seguros de que vuestras obras, todas y cada una de ellas, han sido tratadas con el respeto y afecto que merecen. Que todas ellas han sido leídas —y releídas— con interés y atención. Que todas ellas han sido juzgadas —horrenda pero obligada palabra— con imparcialidad. Gracias, de nuevo, a todos vosotros por haberme permitido —por habernos permitido— disfrutar y enriquecernos con ellas. Toda lectura encierra una experiencia muy íntima, una parte del proceso creativo que personalmente valoro muchísimo: un momento en el que, aunque sea durante segundos, autor y lector parecen lograr la comunión a través de la tinta. No importa que ambos no piensen o sientan exactamente igual; en ese mágico instante ambos advierten y comparten el latido de otro ser humano. Por un breve espacio de tiempo —un libro, un relato, un párrafo o 1
Crónica de un maestro, el texto ganador de presente certamen, es obra de Ramón Antonio Cortez Cabello (México).
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══════════════════════════════════════════════════ unas líneas— se crea esa atmósfera mágica gracias a la cual dos completos desconocidos sienten que se comprenden. Que al otro lado del texto hay alguien con similares inquietudes. Que al otro lado, en definitiva, hay un hermano. Quiero dar las gracias por la oportunidad que me habéis brindado de acercarme a vosotros. Hoy alabo no sólo vuestra profesionalidad sino también vuestra generosidad, una de las más bellas cualidades que puede adornar al ser humano.
Salomé Guadalupe Ingelmo Coordinadora del Concurso Literario Internacional “Ángel Ganivet”
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Medio real Ángel Olgoso
La casa de Diego Torrearias, vieja pero notable y rebozada de cal, estaba más allá del Corredorcillo de San Bartolomé, por la cuesta del río, esquina a la calle Maldegollado. En ese tal Callejón del Alcahoz se levantaban pocas casas y una ringla de tapias de tierra prensada que tenían por fondo patizuelos, corrales o el mismo campo. Torrearias, barbero y médico cirujano respetado por la mucha diligencia en el ejercicio de sus armas, bajo, barbisaliente, próvido de vello y pantorrillas, regresó a media tarde. El sol aún quemaba y las sombras eran gratas. Ató a la reja del ventano el borrico, quedando este como aquella burra de Balaam que vio un ángel, se sacó el sombrero y restregó las suelas en la estera de esparto del soportal. Un manojito de espigas colgaba del muro de la entrada. Encontró la puerta abierta, e iba a trasponer el zaguán ancho y fresco cuando llegó hasta él con desconcierto su esposa Mencía, perdido el donaire: hacía casi dos horas que se vino a tierra un lienzo de pared. Los alarifes que enmendaban el tejado terrero habían pisado en falso al cabo del corredor, junto al humero de la cocina. Espantado, el médico se apresuró hacia el último descansillo de la vivienda seguido por los sollozos de Mencía. Allí, sin mostrar enojo, y sin dejar de catar las pruebas del desastre que había sobrevenido, se paró a escuchar los esclarecimientos que daban del trance los alarifes, dos hermanos simples y recios como bueyes. Primero fue un agujero no mayor que el de la cerradura de un aposento. Luego, para alumbrar ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ con un velón el interior de la discreta oquedad, ensancharon la grieta con comedimiento, como un postiguillo por el que poder recibir mejor la luz. Y en ese momento se derrumbó hacia dentro el entrepaño sobre lo que parecía una alacena tapiada de antiguo. Estaba vacío el lugar y, tras aquella pared frontera, sólo dieron con eso que uno de los hermanos traía temeroso entre las manos: varios cartapacios encuadernados en cuero deslucido y un rimero de papeles añejos con manchas en los márgenes. Hallaron además los abultados pliegos envueltos en medio metro de lino que con piedras de sal se cubría. Torrearias mandó a los alarifes limpiar las ruinas que dejara tal desatino, y a su esposa enfriarse la nuca. Después subió al camaranchón sin boquetes y, a la luz pobre de una candela, como si estuviese en un bufetillo o leyera de asiento ante una escribanía, desató los cartapacios y barajó los papeles descubiertos. Pero no tuvo que mirar y remirar los legajos para desentrañar, turbado, su sentido: reparó en seguida en esas grecas de las letras arábigas que corrían bailadoras por todas sus páginas. Acostumbrado a pasar del pensamiento al acto, el médico lo escondió todo al fondo del desván, bajo las vigamentas, entre sacos y trebejos. Aquellas nuevas y sobresaltos le hurtaron el sueño. Cogitabundo, veía una pincelada de viva luz que fuera hilando, como un dedo muy afilado y diáfano, la honda oscuridad de la alacena clausurada. Seguidamente se abría una claror rotunda que encendía las foscas paredes donde, hacía cien años a lo menos, los cazos de azófar colgarían de las espeteras, el aceite se guardaría en tinajas vidriadas y los alcaparrones en orcitas, habría horcas de ajos y cebollas, cántaros panzudos, alcarrazas rezumando su agua fresca, anaqueles ordenados con escudillas, jícaras y cucharas de boj. Al trasluz, como esfumado por una camisa de finísima holanda, veía también ir y venir a los lejanos moradores, envolver con gran prevención los papeles prohibidos, cosas atañaderas sin duda a moriscos secretos, y esconderlos con no poca lástima en el paramento fingido de la bodeguilla ya vacía, mudos, a oscuras durante años, esperanzados sus dueños de encontrarlos íntegros a su regreso. Torrearias sabía de los desafueros contra los mestizos de sangre, contra esos extranjeros en su tierra de nacimiento, de sus peligros y prisiones, de los huesos de jamón que debían llevar en sus alforjas para librarse de recelos, de los inquisidores persiguiendo a los sospechosos de apostasía. Pero al médico, que no quería chocarse con los justicias por el paradero de aquellas carpetas, le sobrevino cierta calentura de dineros. Corrían a la par su cautela de 16 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ cristiano viejo y el desvelo por su hacienda, que no era pingüe. Si iba con tiento, bien pudiera sacar por el hallazgo medio real o una fanega de harina: los cosarios compraban género por panillas y no por arrobas. Desvelado todavía al alba, con el inconveniente de las cosas muy advertidas, el médico determinó encargarle a su hijo la venta de los cartapacios a un sedero, buen y socorredor amigo, que tenía el puesto en la calle Cordonerías. Estebanillo, de diez y siete años, moreno y zanquilargo, era de la piel del diablo pero, cuando quería, podía ser también industrioso y bien mandado. Prevenido con un cordial envión en el cogote, su padre le acababa de dar la encomienda de vender unos escritos gastados y, con ello, de soltarlo en mitad del paraíso: nada gustaba más a Estebanillo que, sorteando los adarves de la ciudad, caer en el rebullicio de la calle del Hombre de Palo, de la Cuesta del Pez o del Corralillo de San Miguel, cerca del claustro de la Iglesia mayor, en su tropel de gente voceadora y furiosa, alegre y dicaz, escuchar la melodía de las fraguas y los alfares, las pisadas de una caballería en las pedrezuelas de la calle de la Sal o a las puertas de la sinagoga del Tránsito, respirar los olores de diversas suertes, el rastro de especias y bosta, de cuartos de carnero y unciones de algalia, de quesos enrejalados y gallinas desplumadas, cruzarse con trajinantes que cargaban pellejos, con tundidores y clérigos ambulatorios, con guarnicioneros y dueñas de negra toca vendedoras de mixturas y panaceas, con mozos de cebada e hilanderas, con aurífices y estudiantes, con confiteros y militares empenachados con airones de todos los colores. A todo esto, andaba por las mismas calles del mercado de la Alcaná un hombre ya de días, ojuelos entre joviales y melancólicos, frente dilatada, dientes desparejos, lacios y caídos los bigotes, la barba rojiza tirando a cana. El cuerpo, magro, espetado, parecía contrahecho en un punto. Vestía pañillo negro y antiguo y tomaba los recovecos de la judería con paso quedo. Era un hombre honesto, prudente, que en el pasado anduvo temerario por tierra y por mar entre variados lances y calamidades, y ahora, desengañado de las muchas cosas que atraíllan a los demás, miraba todo con compasión. Las mudanzas de la fortuna, las envidias, las deudas, las vanas cartas de favores, las burlas ingratas y las disputas familiares habían hecho almoneda de su vida. Descansaba en una áspera camita sobre duros bodoques de lana. Sufría hidropesía y otras dolencias. Hacía mucho que no se asomaba a una olla de canónigo. Pero aunque no estaba a 17 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ cubierto de la necesidad y los achaques, ni desasido del todo del temor a perder su pan en la vejez, o del pensamiento de entrar como novicio en una orden, sonreía bondadosamente. Acaso porque las letras eran su solo afán, y su consuelo, y él de los que ponían las cosas en leyendas ante un tintero de loza. Acaso porque recordó las palabras del clásico que declaraban que, aparte del sabio, nadie es libre. Acaso porque, desfilando entre los mercaderes de la calle Ropería o de la calle Nuncio Viejo, podría hallar por ventura otra edición de ese Entremés de los romances que con tanto deleite había leído durante toda su vida de infortunios, o ponerle coto a la Tercera parte de Florisel de Niquea. Como interrogando con sosiego estos juicios, llegó aquel hombre de bien a la calle Cordonerías. En la puerta del sedero, reparó al pronto en un muchacho muy alto que llevaba un atadijo de papeles. Lo requirió y le pidió permiso para apreciar el abundante recado que había en los cartapacios. Apenas fue servido y los tuvo en las manos, aquel hombre flaco guarnecido de ropilla oscura, aquel hombre sereno, tolerante y templado en el beber, sintió una tilde de estremecimiento, notó que para él salía por fin el alto sol del júbilo, le sobrecogió una alegría clara, de ámbar líquido, como la luz de sus felices días italianos. Sin menoscabo de la declinación de su vida, de las protecciones no dispendiadas, de las fatalidades, de la obligación al decoro o de la menguada renta, persuadió al muchacho como era menester y por medio real, reteniendo las muestras de alborozo, le compró aquel hatillo de papeles viejos que, cuando más tarde los hizo descifrar, supo obrados, para su gran pasmo y contento, por la mano de un tal arábigo llamado Cide Hamete Benengeli.
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La lluvia del miércoles Francisco Guzmán Vega
La lluvia sigue cayendo sobre los charcos. Juan Rulfo, Pedro Páramo
Recuerdo que un olor a tierra mojada pobló el ámbito de la tarde. Una trabazón de nubes, hinchadas de tanta agua, flotaba a baja altura sobre los picos de la serranía, en un rebullimiento que estrujaba una y otra vez sus trenzas color de hierro. Dejábamos resbalar la mirada sobre el horizonte galvanizado por el relumbre intermitente de los relámpagos. El trueno del miércoles apagó nuestros corazones como si fuese una sustancia oleosa que se desmorona sobre los sedimentos de una luz escasa y un cielo anubarrado. Un verano recién nacido envolvió nuestras vidas con el vapor podrido de los charcos, sepultados bajo los días grises. Aunque nada hacía pensar que llovería esa tarde. “Lloverá hasta la noche”, sentenció alguien a mi lado. Volví la cabeza y encontré que era el tío Odilón quien lo afirmaba con singular vehemencia, con esa voz suya, lúgubre y vieja, y ese beneplácito de quienes arrogan a sus huesos seniles la facultad de predecir los tiempos de aguas y los desafueros de la canícula. Sabía también por qué los pájaros de las pajareras arriman sus voces a las hembras. Nos hallábamos sentados alrededor de la mesa de la cocina. Sobre el fogón, una olla de barro despedía un tibio aroma a guayaba. Fluían penachos de vapor que nos hacían pensar que muy pronto estaríamos bebiendo de aquella infusión de pobres. Más adelante, los hombres volverían a la milpa y ellas se sentarían a tejer y a bordar ensueños con la aguja y el hilo de sus remotas fantasías. Mientras nosotros, los más ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ chicos, jugaríamos a ser grandes por un largo rato, o simplemente veríamos cómo las agujas del reloj de la cocina proseguían su curso infatigable, sin más patrón que el tedio de la tarde apretada de brumas; inmersos en el hechizo de los cuentos y las visiones inquietantes de las historias de espanto. No había más cosa que hacer, sólo dejar pasar aquel atardecer desteñido del mes de julio, como todos los atardeceres grises de un verano primíparo. Nada que hacer; sólo dejar que el tiempo pasara. Las palabras agoreras del tío Odilón se fueron al traste con las primeras gotas, broncas, aporreando el techo de cinc. Las mujeres se precipitaron en rescate de las prendas que colgaban de los tendederos amarrados a los horcones del corredor. Precavidamente, los más pequeños nos refugiamos en el cuarto más apartado de la casa, sintiendo el regocijo de espiar, por los agujeros de la puerta, las gordas gotas que morían aplastadas contra el empedrado del patio de los rosales. Alguien anunció a viva voz que la cosa gris que nos estropeaba la tarde se había desañudado sobre la casa, dando la impresión de tocarla con sólo desdoblar el brazo. Invadido por mi curiosidad primitiva, abandoné mi precario refugio y me asomé a la lluvia por la ventana abierta. Encontré que la mujer que hizo aquella anunciación se quedó corta en sus apreciaciones. En realidad, era un montón de cielo que aleteaba en círculos, rastrillando todo lo que se encontraba a su paso. Azorado, vi como un par de gallinas con sus plumas remojadas, sorprendidas por el imprevisto, chapoteaban en el barro, sin lograr darle dirección a su vuelo emergente. Hojas podridas, latas vacías y pozales desguarnecidos, fueron arrastrados por la ventolera, como si fueran una plaga de saltamontes, entre bandazos y volteretas. Nuestras horas se llenaron de aquel estrépito formidable, de aquella conmoción de terremoto. La llegada de los varones logró apaciguar mis miedos y sacarme del desvarío en el que me hallaba. Una mano anónima me atrajo con firmeza hacia dentro. Otras más cerraron a la fuerza los postigos de la ventana. La abuela, quien había salido a escudriñar con los orificios de sus ojos de aguamarina el firmamento revenido de truenos, pronunció, en medio del ladrido del viento que bajaba de las montañas: “¡Ave María Purísima! ¡Es una culebra!”. Yo me encontré de pronto con una realidad insoslayable: mujeres y hombres que se rebullían en medio de un tráfago de mercado. Ellas, asperjando el aire con cruces de sal. Ellos descuartizaban la ventisca con los filos de sus machetes, remedio infalible para espantar a las culebras de agua. Sus cuerpos sudaban a mares. Era como si la lluvia se les hubiese metido en los huesos. Al 20 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ ver aquel desbarajuste, Teresa, la mayor de mis hermanas, quizás recordando el ritual protocolario que procedía en aquellos menesteres, se prosternó y comenzó a remoler a grito pelado La Magnífica, la oración que todos aprendimos cuando niños. Así que me sumé al coro de voces infantiles y recé a pecho abierto, con toda mi pequeña fe a cuestas. Pronto la habitación se convirtió en una intempestiva capilla, amanecida a intervalos por el fulgor de los relámpagos, bajo la impávida mirada de las imágenes de los santos de rostros solemnes, pestañas postizas y labios embarrados con un carmín de fantasía. Fue un aguacero de toda la tarde. La casa se tiñó de sombras y se nos amontonaron en los pechos los sobresaltos. No había barruntos de que pronto escamparía. Sobre el horizonte desvanecido, una cresta de nubes arbitrarias se retorcía como un dragón fabuloso lanzando fuegos de artificio que alumbraban el cielo con sus fulgores. Para entonces las historias de espantos se nos habían vaciado y nos acometía el aflojamiento de nuestras manos yertas. Era una lluvia que amortiguaba las voces, con trazas de un llover extraño, irreconocible hasta entonces. Los más viejos, en sus soliloquios, afirmaban que jamás habían visto cosa parecida. Mi primo Feliciano se calzó sus botas amarillas de material plástico y se apareció en el patio para sondear los niveles del desastre. Cosa de un minuto después estuvo de vuelta. Lo hizo sin proferir palabra, amordazado por un silencio lúgubre, apoyado su hombro sobre la jamba. Su aspecto de perro apaleado nos hizo comprender que la tormenta había alcanzado categoría de catástrofe. Ni siquiera podíamos encerrarnos en nuestro cuarto, no sólo por el temor a un remojón, sino ante la posibilidad de que el aluvión desbordara los cimientos y pereciéramos ahogados en un arroyo turbio. El abatimiento enflaqueció el corazón de los más viejos cuando, brincando de un recuerdo a otro, comenzaron a hablar, quejumbrosamente, de cómo la siembra se perdería a causa de tan vasto volumen de agua, y que los ganados quedarían envarados en las partes más flojas del terreno. En esos momentos el río estaría por sobrepasar las compuertas que regulaban su caudal. Sus palabras caían sobre nosotros como un guante de plomo. Aunque muy adentro nos maniataba el miedo a que la feria del pueblo se postergara, o peor aún, se cancelara por efecto de la lluvia. Ignorábamos que, hacia el norte, sobre la parte más baja del pueblo, la situación era dramática.
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══════════════════════════════════════════════════ Nunca nos dimos cuenta en qué momento el sopor nos envolvió en un suave arrullo, oscurecidos por el negror del cielo, tumbados sobre el piso encuerado, temerosos de que el agua perturbara nuestro sueño prestado. Sólo recuerdo que, tras fruncir los párpados, entreví la llama de la luz que se filtraba por los resquicios de la ventana. De pronto me vi arrebujado por trece cuerpos, rayados por un alba fugaz, amasados todos de tierra, consolidando una costra de lodo y escasas carnes. “Es jueves”, escuché que alguien murmuraba a mi lado. En realidad era lo que menos me interesaba en ese instante, lo más crucial para mí era saber que nos estaba vedado salir de casa. Así que no podíamos ir al río y ver cómo las aguas engullían con sus fauces los objetos que se embarcaban en una aventura incierta. Esa tarde, a menos de doscientos pasos de nuestra casa, sobre la misma línea de la calle, la tragedia se movía de puntas, con húmedos trancos y una frialdad que nos desbocaría el brinco del corazón. Me figuraba que vivíamos los rescoldos de un diluvio universal. En mi aturdimiento, pergeñé la posibilidad de salir en busca de maderos y clavos; materiales rudimentarios para construir un arca en donde pudiésemos guarecernos mi familia y yo. Sin embargo, la frágil envoltura de las horas postergó mis proyectos y me circundó una onda de embriaguez. Y aunque dormía a saltos, me acomodé en el sueño lo mejor que pude, imaginándome que al despertar todo habría terminado; con los rayos de un sol desmenuzando las azules sombras y un viento suave que barrería las calles embarulladas por las breñas de la neblina. En las brumas de mi desvarío, advertí la ropa húmeda untada a mi piel. Unos brazos piadosos me alzaron en vilo y me condujeron a una estancia más amplia. De nuevo me vi acordonado por mis primos y mis hermanos, esta vez desparramados sobre un camastro cubierto con un petate de palma. Me desperté. Vi el perfil abatido de la abuela, sentada rígidamente en su mecedora de bejuco, con índole taciturna, a oscuras, como si la noche entera naciera de su propia integridad. Sostenía entre la línea de sus labios un cigarro basto. Fumaba a intervalos. Por encima de su cabeza algodonada flotaba un humo azul que formaba un estandarte arbitrario. Observaba con ojos cavilosos la tronera provocada por las aguas en la parte más baja de la pared que da a la calle. Por aquel hueco fluía la sopa de la riada allanando la casa. Seguidamente apareció mi padre blandiendo una pala desbordante de tierra. Con un silencio que cerró sus alas sobre nuestros hombros, la arrojó sobre el boquete. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ Una enmarañada tarde de jueves se consolidó en una confusa madrugada de viernes. Se nos fueron apagando los recuerdos, traspapelados en alguna oscura gaveta de la memoria. Había dejado de sentirse el caer de la lluvia sobre el techo, distorsionado por su propio peso. A los perdigones iniciales se sucedió una llovizna sempiterna. Era un total desatino para todos. Ellos abandonaron la siembra a su propia suerte, mientras que las mujeres, acomodadas a lo largo del corredor, apoyadas contra el pasamanos de madera, no bordaban ni tejían más. Sólo contemplaban consternadas las ráfagas de un viento de agua que despelucaba los últimos vestigios de los rosales. Y a nosotros, los menores, el tiempo se nos trastornó. Habíamos perdido el orden de las cosas; nos corroía la duda por saber si comíamos o cenábamos en el almuerzo, o si hacíamos la siesta por las madrugadas, cuando se aviva la rescoldera de los olvidos. Eran las trampas de nuestros sentidos, entre los cuales descollaba el tacto; ese pálpito que se arrinconaba en la geometría más íntima de nuestra piel recién nacida. Nos escoriaban los huaraches y el solo roce de nuestras ropas, y nos brotaba, en las junturas de los dedos, una rémora de algas petrificadas y minúsculos pólipos de ahogado solitario que no cesaban de amacollar. Teníamos los ojos inyectados a causa del sueño mal acomodado. La arboladura de las vértebras de los viejos crujía siempre que se ponían en pie. Se había interrumpido la cuenta regresiva de la feria de Santa Anita. Sólo nos quedaban las nociones de que corría la primera mitad del mes de julio. Pronto desaparecería por entero el huerto de los rosales que antes llenaban con su olor tibio el patio, y de los cerdos y las gallinas del corral, sólo florecería el huacal de sus huesos desmigajados y sus plumas remojadas. Para el siguiente día, la lluvia aminoró y se convirtió en una llovizna sin ruidos, cuando apenas nos habíamos acostumbrado al tedio de media semana. Para entonces podíamos sacar la cabeza por la ventana y contemplar los charcos de lodo formados en las hondonadas. Aunque no podíamos salir a jugar, sólo escudriñar cosas y más cosas encalladas en el esperma de la marisma, en torno a las albercas de aguas muertas, envenenadas en su propia espuma. Apreciábamos por doquier escombros y fósiles de animales sin dueño. Surcaban también por el torrente muñecas desmembradas, soldados baldados y algún trenecito descolorido, atacado por el flagelo de una herrumbre centenaria —sin duda todos juguetes preferidos por sus remotos dueños—. Era un osario de nadie, sepultado en una calle de pobres. Adentro de la casa, los muebles y 23 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ otros utensilios domésticos fueron parapetados contra la barda de la cocina, que era la parte más alta de la vivienda. Todos ayudábamos con singular brío: los mayores con su fortaleza y nosotros con una sensación de abandono y los pantalones arriscados a media pierna. De a poco nos comenzaron a llegar noticias del mundo exterior, como si habitáramos en un lugar aislado de un planeta lejano. La abuela, asomada al vano de la ventana, advirtió que donde antes estuvo un puente, sólo quedaban los muñones de la madera descuartizados por la creciente. Mi madre escudriñó por la puerta atascada por el fango. Comprobó que de las casas vecinas, únicamente se entreveían los fósiles de los adobes desarraigados de sus cimientos. Habían pasado varios días desde que comenzó el mal temporal. Fue por entonces que las mujeres salieron en busca de comida, sorteando las ciénagas de formas caprichosas, trazadas por las aguas que buscaban nuevos cauces. Las nuevas seguían llegando a cuentagotas. Aunque lo más perturbador fue enterarnos de la muerte de José Pacheco, un adolescente vecino de juegos. Nunca supe quién vino con la noticia. Sólo me acuerdo que cuando la abuela y las demás volvieron, era más el abatimiento que nos asaltaba por la tragedia que la escasez de comida: un cuarto de arroba de maíz picado de gorgojo, unas cuantas calabazas marchitas, algunas papas cuarteadas, un par de cebollas compungidas y tres onzas de manteca con olor a ropero viejo. Sin embargo, era más el pesar que anidaba en sus corazones de mujer. Así que con las palabras ahogándoseles en los labios, nos refirieron los hechos. Dijeron que fue el jueves —o tal vez el viernes—, mientras, entre una proliferación de pies descalzos, la familia de Prudenciano y Eduviges dormía sobre el piso desnudo del único dormitorio de su jacal, un pedazo de río entró subrepticiamente y los sorprendió soterrados en su sueño. Con indescriptible violencia arrastró al padre y salió con el sigilo del más cruel ladrón. Al oír sus voces, José despertó y se precipitó en su ayuda. Enfundado en calzoncillos, corrió tras el reguero de gritos que se perdían en la chata oscuridad. En esos momentos, el río no era sino una vaga línea negra y lisa que en los meses de otoño bajaba gateando entre los escarpados monolitos, asperjando los atardeceres fugaces con sus luces colgando de los árboles. Mientras que, bajo esa túnica de verdugo despiadado, se convertía en un cepo mortal. A sabiendas del peligro que su temeridad implicaba, José se tiró a las aguas tras su progenitor. Éste salió a flote unos metros más adelante y salvó la vida gracias a que
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══════════════════════════════════════════════════ logró aferrarse al tronco de un sauce. No corrió José igual fortuna. Nada se supo de él en los siguientes dos días. Más adelante, una mujer sin edad irrumpió en la casa y nos refirió, entre amagos de llanto, que la marejada podría —como sucedió en un pueblo del Caribe o como bien pudo haber sucedido con Addie Bundren en el condado de Yoknapatawpha— arrancar a los muertos de sus sepulturas o llevarles las aguas tempestuosas. Flotarían sin timón los féretros de tablas peladas por el atrio y las calles contiguas. Nada podría hacerse por ellos, sólo rezar un padrenuestro para que no tuviesen que padecer una muerte atroz, pasada por agua. La misma mujer agregó que, con el humedecimiento, a los difuntos les da por retorcerse. “Bah, esos son puros mitotes de viejas sin quehacer”, aseveró mi padre mientras despejaba, con ayuda de una pala, largos pegotes de lodo del corredor. Sin su admirable entereza, yo me figuraba a los muertos invisibles chapaleando en el légamo de mis pesadillas, y a los animales atollados en las breñas. “Ya el padre Simón dispuso nueve días de misas gregorianas para impetrar por el reposo eterno de sus almas”, añadió la mujer con ínfulas de santidad. En el pardear de la tarde logramos entrever algunas hendiduras de escampado que se filtraban por entre las hojas humilladas de los árboles. Aunque no faltó quien se tomase los sucesos como un castigo recibido por los pecados de adulterio y por consumir carne en fechas de guardar, transgresiones acuñadas como moneda corriente entre los réprobos que contravienen los designios de Dios. Carcomido por los rumores, yo percibía el olor podrido de los cuerpos emponzoñando el ámbito de las calles. Sobrecogido, me imaginé que aquel hedor áspero y penetrante podía provenir del cadáver de mi bisabuelo Juan Vizcaíno, a quien recordaba vagamente, envuelto en su mortaja de muerto inconsolable. Sin embargo, esa sensación pronto se desvaneció. Poco a poco todo volvió a la rutina de un pueblo sin historia, con un río poco acostumbrado a causar perjuicios entre la gente que lo ve pasar con trancos de buey manso, entre los espejos irisados de sus remansos y el jolgorio del atardecer. En la hilazón del fin de semana fueron recuperándose los sentidos perdidos en las harinas de la bruma y en los malos humores de los animales aventados al sol. Para entonces, la mirada nos alcanzaba para avistar los tijeretazos de la cordillera. No disimulábamos el regocijo que nos provocaba tomar una
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══════════════════════════════════════════════════ sopa menguada, aderezada con rabos de cebolla y tallos de quelites y verdolagas, arrinconados en las faldas de los cerros. Unos sorbos de sueño nos permitieron recuperar el hilo de nuestras vidas, aunque no el de ésas que todos conocíamos; sino el de la vida sin José Pacheco, el hermoso adolescente ahogado que fue encontrado al tercer día, como un mesías convertido en un nabo gigante, enterrado entre las raíces apretadas de los juncos, con el pelambre tieso y una rémora de musgo y algas marinas revistiéndole la piel. Tenía la boca llena de tierra, como si en su sueño sin sosiego, buscara llevarse consigo su gusto y su verdor. Su recuerdo se desvaneció en el pasar de los días y en el rastro de los años. Sólo se le rindieron honores episcopales mientras duró el novenario. Nadie sabíamos si se repetirían los trágicos eventos, aunque éramos conscientes de que debíamos estar preparados para ello. Y por supuesto que algo quedó de todo aquello que nos recordará por siempre la tragedia vivida. Me refiero a la construcción de la nueva colonia, situada a las afueras del pueblo: una maraña de casitas con paredes encaladas y techos bajos de teja, que vistas en el espejismo del aire, semejan frágiles barquitos de papel que zozobran en la voracidad del olvido y en el olor verde, floreciente de las milpas; alineadas sin mucho esmero de norte a sur, como un vaho que se entierra en nuestras narices, igual que una sombra blanca desvanecida en el hechizo del tiempo encogido; como las tardes hechas de ceniza con su aleteo de paloma ciega sobre el horizonte gris, sin un resquicio de cielo, sólo una pasta viscosa separada por tres dedos de la tierra. Aunque desde entonces, a lo largo de mi vida, he procurado encontrarles la punta a mis recuerdos y recuperar el día faltante en la narración. Estoy plenamente convencido de que todo empezó un miércoles por la tarde, tras la admonición del tío Odilón, quien anunció con vehemencia que llovería esa noche. Después fueron tres, cuatro días, pasados por agua. No lo sé a ciencia cierta, sólo me veo sumergido en un sopor de piedra, relegado al trueno pavoroso del atardecer, espantándome a zarpadas el tedio del mes de julio; aplastado por una nublazón que nos llenó de brumas y malos agüeros; con una grieta de lucidez en mi cerebro y una voz fatigada que pareciera brotar de lo más profundo de mis pesadillas, ahogadas por el ladrido del fierro de las bisagras de las puertas desportilladas, sentenciadas a cadena perpetua por los vapores de las reminiscencias y el
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══════════════════════════════════════════════════ estruendo de las aguas, que algo tenían de cosa viva. Era un fárrago silencioso que apagaba mis sentidos. Sin embargo, a pesar de la reverberación de las casitas de adobes encalados, construidas por decreto presidencial, la gente aún vive amortajada en una sábana blanca de neblinas, en medio de una interminable inquietud; derrotada por la nostalgia. Nada hay que logre rescatar de la veleidad de su memoria el atroz sentimiento de desamparo que afloró como un algo sólido y concreto en la sustancia gris de un miércoles por la tarde.
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Una densa cortina María Inés Bertúa
Yo que sentí el horror de los espejos no sólo ante el cristal impenetrable donde acaba y empieza, inhabitable, un imposible espacio de reflejos... J. L. Borges, Los espejos
Pienso que esta noche, como sucedió antes, voy a verla de nuevo. Todavía faltan unas horas para que llegue el momento, pero la ansiedad no me da tregua. Mientras espero, busco en la televisión un partido de fútbol. En un canal de deportes están emitiendo un encuentro de la liga italiana. Me entretengo por un rato, pero antes de los cuarenta y cinco minutos del primer tiempo, me levanto para mirar hacia el ventanal del edificio de enfrente. Quiero que las horas pasen más rápido. Deseo ver la silueta de esa mujer, cuando un halo de luz la rescate de las sombras. Noche. Por fin. Ella, está allí, detrás de su ventana. Tiene puesto el pijama azul. Camina de un lado a otro. Su ritmo es inquieto, como el de las copas de los árboles cuando se desata la tormenta. ¿Qué pensamientos la turban? ¿Por qué no podrá dormir? Tal vez espera a alguien que se ha retrasado. Una noticia importante. Una voz, una imagen o un mal presentimiento.
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══════════════════════════════════════════════════ Medianoche. La ventana de enfrente captura mis ojos como si fuese el talismán de un encantador. Es como un río de luz por donde la mujer se desplaza. De pronto esa corriente se apaga. La mujer se hunde en la oscuridad. Me pregunto: Si ella es una desconocida, ¿qué significa este dolor que me atraviesa cuando presiento su inquietud? Atardecer. Las sombras de los edificios se prolongan como abrazos sobre el asfalto. Y, como si fuesen sentenciados, se agarran al último soplo de vida antes de perderse en la noche. Voy al balcón. Me engaño diciéndome que es para respirar aire fresco. No quiero admitir que estoy a la espera, que es angustia y deseo, al mismo tiempo. Quiero que la noche avance. Que la mujer con el pijama azul se apropie de mis ojos. Tarda. Entro. Medianoche. Deambulo por mi departamento, y por la maraña de mis emociones. Me sirvo un whisky para relajarme. Vuelvo al balcón y la veo a ella sentada detrás de su ventana. Hay un cambio en su actitud. Me pregunto si sabrá que la miro, si deseará reducirme a ese ojo que la observa. Tiene puesto un camisón largo, supongo que es de seda. Fuma. El cigarrillo pende de su boca por un breve momento. Luego la brasa desaparece con una curva leve, sólo para volver, en unos instantes, a su boca. Imagino sus labios: carnosos, sedientos. Me refresco el paladar con un trago de whisky helado. Ella se toca la frente, como si se quitara un mechón de pelo díscolo, o tal vez un pensamiento oscuro. Ya no parece inquieta. ¿Cómo desgranó su angustia?: ¿un llamado?, ¿una imagen, una voz? Quizás ahuyentó los fantasmas y las desesperanzas. Desde que la vi siento que no tengo otros tiempos, más allá de los breves instantes de sus apariciones. En este momento me dejo llevar por la cadencia de sus gestos suaves. Al fin me relajo. Mi angustia claudica ante su calma, que parece recién inaugurada. Amanecer. Me despierto. Estoy en el balcón. Sé por el temblor que se apodera de mi cuerpo que estuve sentado allí todo este tiempo. Tengo la ropa y los párpados muy húmedos. Ella ya no está. En su ventana se posa un último recorte de cielo estrellado y un reflejo de luna. Entro a mi habitación. Me acuesto. Me abrazo al acolchado para ahuyentar el frío: de la ausencia, de la noche, de mi espera, de mi extrañeza, de mí. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ Quisiera pensar que estoy preso de una ilusión, de un sueño raro. Sin embargo, la presencia de esa mujer es ligera y contundente. Es esencial y abrumadora como la lluvia que se descarga en este momento. La lluvia que traza astillas cristalinas y azules sobre los vidrios. La lluvia que reparte infinitamente las luces de la ciudad sobre mi ventana. Me prometo no descansar hasta encontrar a esa mujer: en la calle, en la vida. Más allá de su aparición, casi espectral. En algún momento saldrá. Irá al trabajo. Tendrá amigos. Le gustarán las flores. Necesitará encontrar un lugar donde sentir la brisa y el sol. No será, para mí, el eterno resplandor de un torso virgen, ni la azul urgencia, ni la profunda sensualidad. Media mañana. Aún sobrevuelan la ciudad densos nubarrones de tormenta. Desde acá puedo ver que el sol pinta, de a ratos, lamparones dorados sobre la avenida. Un pájaro se desorienta y choca contra la ventana cerrada en el balcón de ella. Pienso con ironía y tristeza: Soy yo. El clima sigue muy húmedo. Me obligo a volver a mis ocupaciones. Antes pongo un disco en mi viejo equipo de sonido. Disfruto de la música, que desafía intacta el paso del tiempo. Noche. De pronto se enciende la luz en el ventanal de ella. La veo. El pelo lacio, suelto sobre los hombros desnudos. El pecho semicubierto, turgente y blanco. Otra vez la lluvia. En Buenos Aires la lluvia se repite, como un estribillo, en medio de los sonidos urbanos. La lluvia salpica de lapislázulis y topacios los ventanales del edificio de enfrente. Ruego para que la tormenta no empañe mi visión. Hostil a mis deseos, un chaparrón corre una densa cortina. Los relámpagos iluminan brevemente los edificios de la cuadra. Las calles se transforman en ríos que arrastran las pesadillas de la ciudad. Decepción. Me acuesto. Mi sueño es un caleidoscopio que no logra definir ninguna imagen. Al despertar sé que toda mi realidad se reduce al campo de visión entre mi balcón y el de ella. Sábado por la tarde.
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══════════════════════════════════════════════════ San Telmo. Me gusta pasear por este barrio. Recorro la feria donde el pasado entra en el presente efímero. Siento que allí permanecen algunas huellas de mi infancia. Veo un viejo aldabón en el puesto que tengo delante de mí. Lo agarro, tiene forma de mano, está ennegrecido. Pasa una sombra. La siento sobre mi lado derecho. Me doy vuelta y la veo a ella un poco más allá, está delante de otro escaparate. Se prueba una capelina rosa. Sonríe con un mohín, como si se estuviese reflejando en un espejo imaginario. La miro sin disimulo. Ella deja la capelina en aquel mostrador de la feria. Se acomoda el pelo con ese gesto que ya le conozco. Toma una prenda. Es una blusa antigua. Se la prueba por encima del vestido. Ella parece atemporal en medio de esos objetos que, como náufragos, llegaron a esta orilla del tiempo. La puestera habla a los gritos con un hombre que está en el local de enfrente, sin prestar la más mínima atención a la presencia de la posible compradora. Me molesta esa descortesía, pero en esta ocasión considero que es una buena excusa para presentarme ante la mujer que me desvela. Ensayo algunas palabras. Algo así como: Linda capelina, le queda muy bien... Como me parecen frases cursis, las descarto. Intento otras fórmulas mientras dejo en su lugar el aldabón que había estado examinando. Cuando vuelvo a mirar hacia el puesto de la capelina, la mujer del ventanal ha desaparecido. Giro en redondo pero no está en ninguno de los locales que me rodean. Me lanzo a recorrer los otros: el de los caireles, el de las muñecas antiguas. Avanzo. Atropello sin cuidado a los paseantes. Peregrino entre los soldaditos de plomo y los adornos de plata de otras épocas. Nada. Ella se ha esfumado ante mis ojos, como una sombra entre otras sombras. Me impongo calmarme y de modo mágico pienso: Quizás su perfume la delate. Huelo el aire. Sólo percibo la mezcla de los sahumerios. Invaden el lugar con un olor penetrante que me repugna. Vuelvo al puesto de la capelina. Pregunto a la vendedora por la mujer que busco. De un modo que me resulta inexplicable, la puestera me vuelve la espalda sin dirigirme la palabra. Me irrito, estoy a punto de reclamarle su falta de urbanidad, pero mi búsqueda me apremia. Por esa razón no me detengo. De nuevo en mi departamento. Me tortura haber perdido la oportunidad de hablar con ella. Me tiendo sobre mi sofá. Estoy bastante desanimado, pero igual cuento las horas con impaciencia. Transformo en una cita la suposición de verla otra vez, detrás de su ventana. Noche ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ La idea de encontrarla me calma de a poco. Confío mi suerte a cada estrella que despierta. Me sumerjo en el reflejo de la luna sobre los vidrios de los departamentos más altos, donde todavía no se han encendido las luces. Espero. Mi espacio y mi tiempo viajan entre de los pliegues de ese camisón negro, en el mar de ese pijama azul. Entrecierro los ojos. Me imagino cómo habría sido el encuentro con ella en San Telmo, si no la hubiese perdido. Vuelvo de mis ensoñaciones. Más tarde, sólo la oscuridad se abre ante mí. Sólo el plenilunio se asoma al ventanal. Sólo los neones de la calle iluminan su balcón. Me siento fatalmente decepcionado y triste. Madrugada. Estuve en guardia. Ella no volvió a aparecer en el ventanal. Me desespero. Su ausencia me tortura. No puedo quedarme tranquilo. Mi imaginación fabrica escenas terribles: ella lastimada por las espinas del pasado, ella arrastrada por un loco deseo, ella desprotegida. Ella... Si me guío por cómo la vi en San Telmo, es posible que mis temores sean errados, pero no deseo esperar las demostraciones del tiempo o del acaso. Para rescatarla y serenar mis desvelos, tejo planes alocados. Al fin queda uno, riesgoso, pero irrenunciable. Busco mi colección de llaves. Creo, contra de toda lógica, que alguna abrirá la puerta de su departamento. Sí, voy a convertirme en ladrón. Sí, en un intruso. Todo es preferible antes que sufrir el enigma de su ausencia. Paso la noche en vela, sostengo el manojo de llaves como si allí estuviese la clave de mi futuro. Me duelen los ojos. El ventanal, vacío de su luz, ahora se abre como la boca de una esfinge y pronuncia el enigma: ¿Quién es ella? ¿Por qué se evapora mi ser ante el leve resplandor de su figura cuando emerge de las sombras? La mañana. Ya está en marcha mi plan: el portero tendrá que salir a juntar la basura que yo desparramé en la vereda durante las primeras horas de la madrugada. Fue una táctica débil, que saqué de ver cómo el encargado, en su afán de limpieza, a veces dejaba abierta la entrada del edificio. Esta estrategia fue la única que me resultó más sólida, entre otras que tracé pero que se hundieron como frágiles barquitos de papel en medio de mis oleadas de ansias y temores. ═════════════════
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La suerte. El portero barre. Cruzo la calle. Doy unos pasos inseguros hacia la puerta del edificio. El hombre no se da cuenta de mi presencia. Me apuro para escabullirme adentro. El ascensor llega rápido. Tengo el cálculo de la ubicación del departamento. El pasillo me resulta familiar. Esa sensación me acelera el pulso. Miro inquieto hacia el lugar desde donde podría aparecer el portero. No lo veo. Primero golpeo la puerta suavemente, nadie responde al llamado. Repito el gesto, pero ahora con más fuerza. El silencio es una señal que me empuja. Tanteo una de mis llaves sin mirar el manojo, para no perder tiempo. Sé que sólo el azar me facilitará la entrada. Sí, el puro y simple azar, si estuviese en mis manos. La suerte me falla en el primer lance. Pruebo con otra llave… otra más... No dejo caer mis esperanzas. Luego de varios ensayos, digo: ¡Vamos, vamos!, y le hablo al llavero, como si fuese un puñado de amigos que pudiesen sacarme del apuro. En ese instante recuerdo el aldabón ennegrecido que tuve en las manos en la feria de San Telmo. Elijo entonces una llave oscura. La puerta se abre. Hace un suave chirrido que a mí me parece tan inoportuno como si se hubiese cruzado, de pronto, una estrepitosa tropilla de zainos. Entro rápido, urgido por el temor de que alguien me haya escuchado. Una tenue luz se distribuye como espuma a través de las cortinas. La claridad me hace sentir etéreo y me da un alivio momentáneo. Decido no avanzar aún hacia los otros espacios. Quisiera que los objetos disuelvan mis temores, que sean los futuros testigos de nuestros triunfos cotidianos. Imagino el murmullo del pijama azul. Huelo el tabaco que impregna la cortina. El perfume que tapiza el sillón donde ella se sienta. Abro los párpados de a poco, quiero darle una chance más a la realidad para que sea ligera. Para que los muebles sean arcas de promesas. Al fin me animo a abrir los ojos. Todo está tapado con cobertores blancos. Me desconcierto. Levanto las telas. Se desprende una nube de polvo como un ave nocturna. Descubro una biblioteca. En uno de los estantes encuentro una foto de ella, sonríe. Tiene puesta una capelina, igual a la que se había probado en la feria de San Telmo. Miro otra fotografía. Ella posa junto a un joven. Él la toma por la cintura mientras que apoya la otra mano en un equipo de audio antiguo, igual al mío. Me acerco a la ventana, miro con detenimiento la cara del hombre. El hombre, ese hombre... No puedo creerlo. No, no puedo dar crédito a lo que veo. Ese hombre soy yo. Y me veo igual que hoy. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ Es incomprensible. Hago un esfuerzo para dominarme. No quiero caer en la irrealidad, no quiero que mi razón se resquebraje, pero estoy justo en el borde, en un borde resbaladizo. Alucinado abro los cajones, uno detrás de otro. Encuentro unos diarios viejos. Leo uno al azar: 24 de marzo de 1976. Busco en las noticias de esa fecha. Salgo del departamento. No me preocupo de poner las cosas como estaban, ya ni pienso en la posibilidad de cruzarme con el portero del edificio. La ceniza del tiempo cae de repente sobre mis hombros. Ya en mi departamento me siento ausente. Cansado. Débil. Mis ideas van y vienen en oleadas de ritmo desordenado. Vuelven algunos recuerdos, los recibo como si fueran viejos conocidos que se hubiesen ido a vivir a otro país. De pronto surge en mi memoria una canción: “El monstruo de la laguna”, recuerdo el nombre del grupo de rock: “Pescado Rabioso”. Reviso mi departamento, encuentro el disco. También encuentro un long play de “Sui Géneris”. Escucho: “Rasguña las piedras”. Miro la ventana de enfrente, ella no ha vuelto. A través de la música vuelvo a las estrofas olvidadas de mi existencia junto a ella: Nora. El pasado. Me lo encuentro cara a cara. Un pasado del año 1977. Ella y yo en la calle Corrientes. Vamos a entrar al subte de la línea B. Serían alrededor de las diez de la noche. Habíamos ido al cine. De pronto siento un golpe más bien ligero sobre mi hombro derecho. Giro la cabeza. Espero encontrarme con alguien familiar. Pero no. Un hombre que no conozco me muestra el arma que empuña debajo de su saco. Enseguida apoya el cañón en mi cintura. Mis poros se crispan, y mi sangre se calienta de horror. Veo los ojos de ella, desmesurados, ardientes de miedo. Nos suben a un coche. Llegamos a un lugar oscuro. Forcejean para separarnos. Resistimos hasta herirnos los brazos. Nuestras llagas son banderas que se alzan contra la pesadilla. Quiero despertar. Pero nunca amanece. A cada hora, el agudo dolor de mis huesos me dice que el terror es real. Olores ácidos. Gritos y quejidos. Paredes que rezumaban hilos de humedad y negrura. Olor a carne chamuscada. Mi carne. Después el vuelo. Y el río, ese río maldito que me chupa. Y yo, que deseo, pese a todo deseo abrazarme a la vida. Y en ese instante aparece tu figura, Nora, allí, en la 35 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ ventana barrosa del río. Y en ese instante quiero salvarte y salvarme. Pero el agua silencia tu nombre, silencia todos los nombres.
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Ecuestre Roberto de Bianchetti
El quinto regimiento desplegado. Desde posición nornordeste, en curva discontinua hacia el sur, mil trescientos hombres hostiles preparados. Los bosques se mecen mucho más distantes, ni siquiera ocupan el escenario. Al norte, en el cuadrante C-28, quizá el más castigado, destaca una colina que no tiene más nombre que un número fortuito. Sobre ella, un redondel de cartón azul oscuro de más o menos una pulgada. Cuando el viento de invierno sopla desde las espaldas enemigas no es tan gélido, pero por las noches trae aromas de comidas que en este lado no hay y dan hambre. Tangente con la elevación, otra línea irregular muchas veces interrumpida atraviesa en tinta roja toda la planicie. Es la primera trinchera. A espacios regulares, diminutos números manuscritos la dividen en secciones: 34, 35, 36… Tratando de imitarle los caprichos, otra línea por momentos consigue ser paralela: la antigua zanja, ahora ya casi borrada. El río, que durante las primaveras es más ancho, cruza el campo a treinta y cinco kilómetros del frente. Aquí, en el lienzo barnizado, esa distancia es de cuatro palmos, y sus márgenes tienen vislumbres morados. El suelo se ha puesto negro de tanto pisarlo. Y de tanta explosión, hiede. Innumerables líneas negras atraviesan sutilmente el mapa: longitudes y latitudes como un enjambre de escuálidas arañas. Al borde, el puntero, que espera en vano el pulso firme del general. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ Mañana es la ofensiva. El general comenzó a saltar con exquisitez. Una valla blanca, pintada para él, una valla amarilla, pintada para él, una azul, para él. El caballo era pelirrojo, para él. Los gestos del amo eran imperceptibles. La bestia, músculo, impulsos y esfuerzo, confundía la propia voluntad con los deseos caprichosos del jinete. El cuero curtido que lo sujetaba y que crujía era tan suyo como su pellejo. Obedecía feliz. Un sargento de la décima compañía y un soldado de su pelotón miraban con fascinación al comandante del regimiento. Habían llegado desde el frente cargando en una carreta dos tambores de aceite de obús para el automóvil del comandante. Se detuvieron a ver la exhibición. Apoyaron los codos en un madero que hacía de cerco, antes se abotonaron la chaqueta y se sacudieron el polvo para la ocasión. Por respeto y homenaje, el sargento aguantó la tentación áspera de la petaca en el bolsillo. Cabalgando, el general era una escultura en movimiento. Para quienes estaban por allí, oficiales y soldados, el mundo entero se detuvo contemplando al jinete con su alazán favorito. A la vista de aquel campo estaba el hospital de campaña, y a pocos kilómetros las baterías. Y en las trincheras, esperando, los soldados. Y no tan distante, el enemigo. Y pese a tanto martirio presente y martirio por venir, mirando al general en su montura, hasta Dios se tomó un respiro. Algunos no pudieron contener los aplausos. El general saludó con la cabeza. Siguió con trote extendido por el borde de la pista. Con un imperceptible roce de talones y medio giro controlado de muñecas cambió a passage y enseguida a galope reunido para enfilar hacia la siguiente tanda de vallas. Antes de acelerar, sonrió al capellán que contestó con la timidez típica del montañés. Al terminar el segundo recorrido, el general llegó al paso hasta donde esperaba el asistente con una copa que saboreó lentamente. Dio palmadas al cuello del caballo. Se inclinó y le susurró suaves palabras entre las orejas, un cariño que no tenía por ningún subordinado. Acomodó la hebilla del estribo. Cerca, dos coroneles también observaban. La mirada dura de uno de ellos era lo único vivo en el rostro pétreo. ¿Quién podría haberle adivinado el pensamiento?
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══════════════════════════════════════════════════ El coronel parecía ensimismado mirando la herida del general, que desde el perfil derecho no se veía, pero que de frente o por el lado izquierdo le deformaba progresivamente el pómulo hasta hundirse debajo del parche que cubría la órbita desecada por una bala de otra época. “Si hubieran inventado la pólvora sin humo treinta años antes —esa fue la única vez que el coronel lo escuchó lamentarse. Estaba bebido y fue entre risas—, aún podría guiñarle el ojo a las señoritas sin quedarme ciego en la galantería”. En otra época, contra otros enemigos, fue que, todavía joven oficial, recibió la herida después de hacer su disparo, porque para aquellos años los fusiles delataban con un dedo de humo blanco dónde estaba la cabeza oculta del tirador, sólo había que esperar que el otro descargara primero. Alguien lo estaba esperando. Sin embargo, aquella intimidad que habían sabido tener entre caballeros se había perdido hacía tiempo. Tres veces se recuerda que el general hubiera llegado hasta la primera línea de trincheras. De las razones que lo llevaron tan lejos, dos pronto estuvieron en el olvido, pero la tercera aún persiste en la memoria. Fue después de una tremenda batalla de aquel año, cuando la compañía del coronel, con un gran derrame de almas, había defendido con ganancias una posición clave para los mapas. El general llegó con la comitiva, miró altivo el desastre que lo rodeaba y se acercó al coronel que apretujaba en un puño el parte de muertos. —¡Felicitaciones, coronel! —habló para que todos lo escucharan—, sus hombres han muerto como bravos… ¡Con tantos héroes gloriosos, la patria está salvada! El coronel aceptó la mano y la estrechó, contestando bajo para que nadie más lo oyera: —Se equivoca, mi general. Nunca hay gloria ni habrá nunca salvación en esto. En el ojo del general, el coronel entendió que el silencio puede ser la manera más rabiosa con la que se firma una declaración de guerra. El general aflojó las riendas y el ritmo del galope se estiró con gentileza. El caballo reacomodó el paso y saltó la valla como si la gravedad no existiera. El sargento, con la expresión de maestro de escuela que había sido y que deseaba volver a ser, dijo: ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ —¡Un Pegaso! El soldado que lo acompañaba, que en su verdadera vida sólo conocía caballos oscuros enredados al arado y a la lanza del carro, debe haber tenido un pensamiento parecido, porque si le hubieran salido las palabras, habría exclamado: —¡También vuelan! Y sobre el corcel, haciendo que abriera sus alas, el general cabalgaba. Los cascos hacían resonar música hueca. Un galope, una valla; un galope, otra valla... El momento era plácidamente arrebatador. Pero como si en la historia del mundo faltaran desgracias; como si estos hombres no merecieran respiro; como si sobre el castigo, más castigo, en el centro de la pista cayó el infortunio. El caballo iba dichoso, creyendo galopar por su propio deseo, sintiendo en las patas que el suelo era suyo y sintiendo en los ollares que el viento era suyo, cuando algún estampido inexistente debe de haberlo engañado. Entre tantas explosiones reales es fácil que se cuele alguna falsa, o algún fantasma de disparo lo debe de haber espantado, porque con un bruto tan noble no se tendría otra explicación. Fue horrible. Cuando el comandante quiso otro salto, la montura se negó. Y así como el sargento de la décima compañía se había esforzado en su vida de maestro en enseñar la física de los cuerpos, el general, con un solo gesto sin intención, enseñó lo que es la fuerza centrífuga, la aceleración y la inercia: todos vieron horrorizados cómo, mientras el caballo elegía con un contrapaso un camino transversal, el general seguía con el suyo, galopando también pero en el aire, yéndose después a dar la espalda contra el obstáculo colorido con todo su impulso. La espina al partirse fue lo único que se escuchó. Cuando lo cargaron en la ambulancia el general se estaba muriendo. Al llegar al hospital, aún vivía. El sargento y el soldado volvieron a la trinchera sin las latas, quedaron abandonadas al costado de la pista. Todavía era de día. El camino de regreso lo hicieron en silencio, escuchando el traquetear de las ruedas que era el tiempo mismo que transcurría, preguntándose de mil maneras distintas pero sin respuestas, qué sería del ejército entero sin la mano señera del general. Casi al llegar, el que era maestro miró al campesino para decirle la cosa más triste del mundo pero no pudo, el último trago de aguardiente le había borrado el pensamiento. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ Ya por la noche, desde el corral y hasta en las trincheras, todavía se podía escuchar el galope del alazán, solo, con apero y sin jinete, que, respondiendo al instinto u obedeciendo a la memoria, seguía saltando las vallas. Se abrió una puerta, se asomó el jefe médico. Anunció: —Caballeros, el general se muere… Se está muriendo. —¿No hay nada por hacer? —Sí, esperar a que se muera. —¡Mañana es el ataque! Necesitamos las últimas órdenes –quien lo dijo, lo suplicó por todos. El jefe médico iba a contestar. El viejo necesita sus últimos minutos para él, pensó, pero sólo dijo: —Que alguien ordene venir al capellán. —Y volvió a entrar. La habitación. El general en su cama. Alguna enfermera le había sacado el parche y entonces el comandante era sólo una cara incompleta con un agujero repugnante. Sentía frío, mucho frío. Sentía frío en un cuerpo que no sentía. Hubiera querido tiritar. Percibió movimientos ajenos y confusos. De tanto en tanto el jefe médico asomaba en su restringido campo visual. Por no llorar, se guardó las preguntas. Tuvo sed. Antes de hablar, intentó la compostura. Se tomó su tiempo. Para hacer alarde de la estirpe, para que se conociera después la gracia y se contara en reuniones sociales, quiso ordenar un vino, exigir un buen Merlot —1896, esa es una excelente añada—; pero su lengua traidora y sus labios cómplices tan sólo suplicaron por agua. Escuchó. —Enfermera, lávelo. No se aguanta el olor. Recién entonces el general reparó en esa pestilencia dulce que por ser suya no lo repugnaba. Lo desvistieron, bolsa arrugada. Estuvo desnudo a la vista de quien quisiera, sucio y mojado, el tiempo que ocupó una monja en lavarlo con un trapo, un balde, agua y jabón. Como a los caballos. No se quejó. —Ahora está más fresco, mi general —le dijo la monja al terminar, como si fuese un niño.
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══════════════════════════════════════════════════ “¿Más fresco, idiota? ¡Si no siento mi cuerpo y sin embargo tengo frío!”, le hubiera querido soltar. Pero calló. No por cortesía, si no por miedo a quebrarse y llorar. Lloró. Hasta que se durmió, un gimoteo casi femenino fue lo único que se escuchó en la habitación. Al despertar, en el mismísimo instante en que despertó, se dio cuenta que se le había escapado una pompa de sosiego que ni siquiera había podido disfrutar. Los sueños (los dormires) suelen cometer estos atracos. —Vino el padre —le avisaron. Movió el ojo, que se desplazó por su frente como un bicho, y vio sentado a su lado al capellán, que preguntó con la rudeza de siempre: —¿Cómo está, general? ¿Qué siente? Antes de volver a dormirse, el general dijo: —Una inmensidad lisa de nada. El cura, después de un instante, cuando el general ya había vuelto a caer en un descanso improbable, dijo para sí con un tinte de contento: “Como debe de ser el mar...” La madre le había cantado entre toses y arrullos: —Verde, verde, verde, como lo son tus ojos. Más tarde, su padre, con pesares de viudo, le contestó: —Azul, azul, como fueron azules los ojos de ella. El niño no conocía el mar. Y desde que supo de él, no hubo día en la vida del cura montañés en que el océano no ocupara su pensamiento. Pensar lo impensable, evocar lo desconocido. Había leído: “Misterioso fondo abisal, inverso cielo de sal, incansable campo de agua. Gigante de la remota manía, tú solo has perdonado más hombres de los que todos los hombres han perdonado, y has salvado, y has hundido”. Y había leído más, mucho más; pero el cura, el mar, no lo conocía. La habitación ya estaba iluminada con lámparas. El jefe médico se había ido y dijo que volvería. Una enfermera hacía guardia en la silla de la esquina y el cura se quedó sentado junto a la cama del comandante. No había en el mundo nada más ajeno a la angustia de los miles de mortales que esperaban su suerte que ese lugar. —¡Padre!... —el general le hablaba. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ —General... —¿Qué tengo? —Está estropeado, mi general. No puede moverse: está inválido, paralítico... Se hizo un silencio, un torbellino de silencio. El general estuvo a punto de contarle al capellán del terror que sentía; pero al ver en el cura la acostumbrada indiferencia, se abstuvo. —¿Qué me pasó, padre?... No me acuerdo. —Estaba saltando como hace cada la mañana, y el caballo se le negó. Golpeó entero en una valla. —¿Qué caballo? ¿El alazán?... —Sí, mi general. —¿Mi preferido?... —Sí, mi general. El más querido, pensó —o sintió—. —¿Qué me espera? —preguntó. —Misericordia de Dios, mi general. —Misericordia de Dios, dice usted… Bastante poca cosa. Misericordia de Dios... Sí, bastante poca cosa, pensó el padre. El general siguió: —Nunca me morí... ¡No me vengan con cosas nuevas ahora! El capellán, entonces, creyendo que era una gracia, se animó con el recado que llevaba: —General, mañana es la ofensiva. Los jefes de batallón están preocupados, no saben qué hacer si usted no les da las órdenes para el ataque. Dijo esto y se sintió el hombre más cruel entre los hombres más crueles. El general hizo un pestañeo cansino, el capellán creyó que asentía. La enfermera, desde su rincón, vio al padre inclinarse sobre el tullido para escuchar palabras que a ella le llegaban mudas. Vio cómo el padre se erguía nuevamente y se quedaba sentado junto a la cama, aparentemente impasible. En la ventana, la negación nocturna y el sí de las estrellas se terminaron de completar.
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══════════════════════════════════════════════════ El general tan solo como nunca, comenzó a escudriñar su cuerpo. Pero por más esfuerzo que hizo, no pudo encontrarlo. No lo tenía. Esta vez se aguantó el llanto. Intentó encontrar consuelo en el pasado. Le sobraba el tiempo, o eso creía. Así, le vino a la mente una minucia, un detalle de antes, vaya a saber por qué, de los años en que sus manos aún estaban curtidas por el manejo del sable y de las armas, y tendido en una tienda de campaña observaba una minúscula araña, blanca rosácea, que tanteaba suertes de ocho patas buscando la rosa de los vientos. Con la decisión y los titubeos de un buen jefe, recorría la orografía áspera de la piel insensible que despreciaba el paseo receloso de aquella estrella sutil. El general pensó en esa mano, Insensible…, insensible... Sopló para sacarse la arañita de la memoria. Siguió recordando, viajó más lejos. Un amor. De todos, el más prohibido. ¿Por qué le vino éste a la memoria y no otro? Recordó esa noche, el momento secreto. Recordó el encuentro. Recordó cada palabra, y sus ojos, los de ella, y su boca, roja, y sus caricias, de cosquillas, y su aliento, de frutilla y menta. Y buscó lo mágico, lo oculto, lo libre, lo carnal. Pero, con sorpresa, no recordó más. No pudo. Como si todo aquel amor se hubiera perdido en la nada. El cuerpo flácido tampoco en esto pudo darle respuesta. Ni siquiera sintió fastidio, hasta se río de sí mismo. Siguió evocando... Llegó al día en que padre lo dejó en el patio del Colegio Militar, lejos de los cariños de mamá. Sufrió de nuevo la sordidez del espacio de piedra rodeado en piedra, los ruidos soldadescos, la ventisca, el aguanieve, el desamparo... Sintió que el tiritar de aquella escena era el mismo tiritar de ese ahora, no había transcurrido ni un instante. Un solo temblor. Fue entonces, exactamente, cuando el comandante del quinto regimiento murió. Se asomó al rostro. Vio al ojo único abierto, más ausente que el ausente. Se signó y santiguó en un simulacro de piedad, y dejó el cadáver a su espalda para que la enfermera cerrara el ojo y tapara la cabeza con la manta. Si le hubiera caído tan solo una lágrima, el cura montañés, quizá, habría conocido el sabor del mar. Se abre la puerta, sale el capellán. Un oficial pregunta, lleva la voz de mil y mil hombres: —¿Y bien, padre? ¿Dejó alguna orden? —Sí, coronel, una: maten al caballo. ═════════════════
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¿Qué le van a hacer? Manuel Ignacio Montolio Cartes A la derecha de la mujer había seis hombres con las manos amarradas tras las espalda, apoyados en la baranda del puente iluminado por dos camiones ubicados en los extremos según las órdenes de los tres histéricos oficiales a cargo de la maniobra, quienes caminaban de un lado a otro abofeteando a los detenidos, enardeciendo con insultos a los aterrorizados conscriptos, amenazándoles porque los veían vacilar, tropezar, se les caían las armas, no querían matar. Hasta que dieron la primera orden y los disparos retumbaron a la derecha de la mujer que pensaba: Soy tan joven… Moriré a los diecinueve años. Moriré sin haber sido madre; peor sería morir siendo madre. Pensaba en muchas cosas a la vez cuando entrevió una sombra desplomándose, al parecer un conscripto se desmayó. Y otra sombra, a sus espaldas, cayó al torrente. Y un oficial sufrió un ataque de histeria: pateaba al conscripto desmayado, sacó un arma, quería matarlo; pero otro oficial lo contuvo y la mujer escuchó unos ruidos metálicos —¿Cerrojos, pasadores, seguros? ¿Cómo se llama eso?—. Al parecer alguien lloraba —creyó que un oficial lloraba de histeria—, y atronó la segunda descarga. La víctima gritó como tratando de no gritar y cayó al agua. Le pareció oír un chapoteo, como si la víctima se retorciera en el agua, como si batallara por nadar con las manos atadas. Están disparando mal, pensó. Pobres conscriptos, pobres muchachos. Y pensó: ¿Cuánto me queda, un par de ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ minutos? ¿Qué hay que hacer cuando se va a morir? ¿Qué hay que pensar? Y pensaba en sus padres, los amigos, el hijo que quiso tener… Pero se mezclaba todo. Pensaba en todo a la vez, como ráfagas de pensamientos, como sombras de pensamientos inacabados: un revoltijo de imágenes. Y retumbó la tercera descarga. Cayó otro cuerpo al agua. ¿Y si me tiro hacia atrás?, pensó. Debí hacerlo cuando comenzaron. Igual me romperán las rocas. Las rocas, pero no ellos. Y la ensordeció la cuarta descarga. Alguien vomitaba en el pelotón. Un oficial gritó, un conscripto se quejó: “me vomitaste en la cabeza”. Había sollozos, no sabía si de conscriptos o de condenados. Me voy a tirar. Entonces vio al pelotón apostarse frente al quinto condenado, y lo vio: un ex compañero de colegio le iba a disparar. Iba un curso más abajo, no fueron amigos pero la conocía. Él no la había visto. ¿Y si le hablo? Si le hablo lo van a matar. La espantó la quinta descarga, la antepenúltima que oiría. Y hubo un disparo aislado, una pausa. “¡Se mató este huevón!”, gritó un oficial. De reojo vio que pateaba la cabeza. “¡Se mató la mierda cobarde!”. Quería amenazar a los conscriptos, pero no sabía cómo. “¡Sigan!”. Se movió el pelotón y él la vio, la reconoció. Cómo pedirle ayuda. Él hizo un gesto –abrió los ojos, miraba hacia el lado, simulaba cabecear un balón– que ella no entendió. O tal vez sí, porque pensó: ¿Y si me tiro? Sí, me tiro ¡Me voy a tirar! Saltó hacia atrás y sintió un estampido, uno solo, y algo como un empujón en el hombro. Y cayó, cayó. Me romperán las rocas. Y se hundió. El simultáneo golpe contra el agua y contra el fondo. El agua la revolvió, la arrojó contra las rocas. Con las manos amarradas no podía nadar. El torrente la arrastró, la revolcó, le rompió el rostro. Tragó arena, piedras y de pronto estaba de espaldas. Respiró. Con los pies y contoneándose, controló un poco su desplazamiento. Se hubiera dejado arrastrar para alejarse, para perderse; pero se golpeaba contra las rocas, la herían las piedras, el hombro ardía… Así que se allegó a la orilla, reptando, culebreando. Se quedó quieta y vio el puente. No muy lejos, uno de los camiones maniobraba con dificultad en el camino estrecho. Otras luces se desplazaban en aparente desorden. Ya se van. Pasó un cadáver maniatado por el torrente. Ya se van. El cadáver se alejaba, se perdía. ¿Cuándo desembocará, y dónde? Despertó aterida. Era primavera, pero las mañanas siempre son frías en la montaña. Fragmentos del puente se entreveían en la niebla. El hombro le ardía aunque la bala no estaba incrustada. El conscripto apuntó bien. Habrá sido así, de verdad quiso salvarme. A lo mejor lo mataron, pensó mientras se arrastraba hasta una roca y frotaba 46 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ la cuerda, que cayó al agua. Ella se incorporó, temblorosa. Distinguió a lo lejos algunas casas campesinas. Más allá, un camino de tierra. Y se dirigió a una ubicada en medio del prado que terminaba en el río. ¿Y si me denuncian?, pensaba. Ahora soy peligrosa. Y ¿qué voy a hacer? No voy a ir un tribunal. Nadie se me querrá acercar. Tengo que tocar igual. ¿O mejor me mato? No se veía a nadie. A lo mejor es domingo, pensaba. ¿Ése es el camino que lleva al puente? Abrió el cerco. El perro se le acercó sin ladrar. Tocó la puerta. Sus heridas sangraban, estaba sucia, tiritaba. Abrió una anciana. “¿Qué le pasó, mijita, la atacaron, la violaron?”. No, dijo ella. Apareció el marido. “¿Qué le pasó, le dispararon?”, dijo él. “Escuchamos los disparos, pobre gente”. “Sí —respondió ella—, me fusilaron”. “Pase, pase, mijita —urgió la anciana—. Venga, siéntese”. Limpiaron sus heridas, le dieron café. “Y ¿cómo sobrevivió? Qué horror, cuénteme. Y ahora, ¿qué va a hacer?”, decía la anciana mientras la bañaba, la curaba y colocaba unas hierbas en el hombro. “Tan joven que es usted, ¿qué daño podría hacer? Y ahora, ¿a dónde va a ir? ¡Ay, estos desgraciados! Mejor duerma, mijita”. Y durmió toda la tarde. Al despertar le prepararon un té, comió sopaipillas, media tortilla de rescoldo con queso derretido —queso de verdad— y “duerma más, mijita. Duerma no más. Después veremos qué hacemos, ahora descanse”. Y se durmió pronto, no quería pensar. Durmió sin sobresaltos, sin soñar, arrullada por el rumor del río, la luna lenta, los susurros de los ancianos, los grillos… Y cuando despertó la rodeaba un horrendo círculo de rostros horrendos, castrenses rostros de risa deforme que se le acercaban. Un círculo atroz que se cerraba sobre ella. Y detrás de los rostros, la anciana que se empinaba, diciendo: “Ay, mijita, perdónenos, fue el miedo. Imagínese si después sabían. Mi marido no aguantó”. “¡Cállate, vieja de mierda!”. “Y ahora, ¿qué le van a hacer a usted, tan jovencita y sola? ¿Qué le van a hacer? ¿Qué le van a hacer?”…
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Cuestión de horas Jesús Andrés Peña Ojeda
El líquido de embalsamar se ha calentado en exceso. Hace un día infernal en el sótano, cuya ubicación bajo el suelo no es capaz de contrarrestar los más de cien grados Fahrenheit a la sombra del exterior (treinta y ocho grados Celsius, si lo prefieren). Y los aparatos de climatización no recuerdo desde cuándo no funcionan. Así no hay manera de preparar un cuerpo. El vidrio laminado —translúcido— de los ventanucos a nivel de calle permite adivinar el desfile de calzado negro, regado por el llanto real o cortés de los deudos que se van confundiendo en mi memoria. Hoy llevamos tres duelos. Allá afuera se amontonan en progresión los vehículos (que parecen oscurecidos para la ocasión), estacionando “contra natura”, maltratando de manera cruenta el césped que con tanto esmero y dedicación cuidaba mi madre, deslumbrando las azaleas que plantó con sus propias manos. Flores curiosas estas, que desprenden un olor vago, casi imperceptible. La miel que producen es altamente venenosa para los seres humanos, en cambio es un festín para los insectos, atropellados sin piedad por esos mismos monstruos que exhalan ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ gases contaminantes por doquier. Sus neumáticos compiten por alinearse frente al mástil de la bandera, próximos al cartel que nos define con sencillez: Funeral Home. Una casa que acoge veinticuatro horas, trescientos sesenta y cinco días al año, pésames y gentes, saludos y cadáveres. Una casa grande y antigua, pero muy sólida: abajo el negocio, arriba la zona privada. Abierta a las necesidades de quienes están y quienes estuvieron. La profesionalidad y corrección en el trato, en esos momentos tan delicados, marca de calidad de la empresa. Desde bien temprano sufrimos en estas estancias semisubterráneas los rigores climáticos la Sra. Robertson y yo junto a tres amigos más que, aprovechándose de la ventaja, aguardan turno en la cámara frigorífica. Para mí es lo habitual, paso aquí más tiempo del que logro recordar. Es mi prisión y mi santuario, aislado del mundanal ruido, que empecé a habitar el día en que mi padre se largó con aquella comercial de apellido impronunciable. De eso hace poco más de ocho meses. Pero no me siento obligado, forzado por las circunstancias, no. Este trabajo es mi pasión, mi vocación, la manera de darle continuidad a lo que el viejo construyó durante media vida. La que le quede la andará gastando con esa rubia de talle generoso en algún paraíso tropical de moneda devaluada. No me importa lo que ocurra más allá de estas cuatro paredes, que gire la bola como quiera mientras me dejen en paz. Creerán que padezco alguna rara enfermedad mental, pero este es un trabajo muy solitario. Todos necesitamos con quién (o con qué) hablar. Y los seres humanos —los vivos, quiero decir— me rehúyen como la peste. Bubónica. No se preocupen, es mutuo. Ya de pequeñito tenía fama mi carácter asocial y huraño en los tres colegios que tuvieron la fortuna de colmatar mi cerebro con los rudimentos de la enseñanza pública. El trabajo de papá y nuestra residencia plagada de finados tampoco ayudaba, claro. Los seres supuestamente humanos que rondan las calles que inevitablemente les conducirán algún día a mi presencia (o a la de otro virtuoso en la materia) temen, por definición, quedar impregnados de la fragancia de la muerte, esa señora con guadaña que habita el imaginario colectivo. Imbéciles. El perfume que me acompaña lo aporta el líquido de conservación, un producto excelente que se usa en esta casa desde hace años, pero que no hay manera de quitárselo de encima ni aunque te duches veinte veces. Tal y como están las cosas, a la Sra. Robertson no le ha molestado en absoluto que varias gotas de sudor se hayan precipitado desde mi nariz para repiquetear sobre su 50 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ mejilla, justo cuando iba a conectarle la bomba inyectora en la base del cuello. Las he secado inmediatamente con suma delicadeza. Le he pedido perdón, como no podía ser de otra manera, he graduado la perilla y comprobado que fuese bien el drenaje. Todo en orden. Embalsamar es un arte. Sin duda. No sé si tendrá musa propia entre las disciplinas que habitan el Parnaso, pero la transformación que consigues de una persona (o lo que era una persona, no entremos en disputas teológicas) es sencillamente fascinante. El poder que te dan algunos productos químicos, pinzas, cánulas, aspiradores, clavos o martillo (para cerrar la boca del difunto que ha quedado con una mueca poco presentable)... no tiene parangón. Es el trabajo de un demiurgo que roza la capacidad de resucitar el alma de quienes nos han dejado (¿verdad, Sra. Robertson?), mostrarla más digna ante aquellos que la querían, ayudar a asimilar el trance del paso de esta vida a la siguiente o a ninguna, según las creencias de cada cual. Tiene un altísimo componente psicológico esto de la exposición del cuerpo, en ocasiones sustancialmente mejorado, para darle el último adiós. Me gustaría subrayar la palabra exposición, como en una galería de arte. Perfumado, con sus mejores galas, elegidas en vida mediante un contrato prefunerario, donde el futuro fallecido decide, además de la ropa, ataúd (de entre la variedad de nuestro amplio catálogo) y manera en que quiere ser despedido, o en el peor de los casos mediante las interminables discusiones de los descendientes, que nunca acaban de ponerse de acuerdo en si le sentaba mejor el vestido azul o el traje con el que se casó la última vez. Cualquiera que haya visto un cuerpo en el estado en que se encontraba la Sra. Robertson antes y cómo está quedando ahora apostaría por levantar un museo para la especialidad. Lástima que después del esfuerzo muchos acaben pasando por las irrespetuosas llamas del horno. No es este el caso. Apenas se notan ya los efectos del accidente, un desafortunado rectángulo de losas de textura pétrea que se estrelló contra su cara, infeliz resultado de un vuelo matutino desde el segundo piso, sin cambiarse siquiera el camisón por un atuendo más apropiado. La reconstrucción ha supuesto muchísimo empeño por mi parte y, a pesar de que las condiciones no eran las mejores, el resultado ha sido espléndido. No habrá queja. Han sido necesarias muchas horas contrarreloj (y el sol no ha acompañado) para evitar la descomposición. A lo que hay que sumar dos botes de Cavicida, dado que nuestra Sra. 51 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ Robertson traía alojado un enfisema pulmonar, fruto de su tradicional querencia por el tabaco de liar, al que no dio tiempo a llevársela por delante. Mil perdones si la he ofendido, señora. Sobre el soporte occipital ya es posible darle los últimos retoques. He procedido a depilarle con cuidado las cejas, que adquirieron consistencia de arbusto a causa de la dejadez de los últimos meses, y la Sra. Robertson lo ha agradecido sinceramente. Ajustarle la peluca ha sido heroico, las losas dejaron algo descompensados los hemisferios cerebrales. Pero ni una protesta. Es más, casi ha sonreído. O eso quiero pensar, aunque el martillo ha puesto de su parte a la hora de enderezarle el gesto. Los labios, a los que ha habido que inyectar unas gotitas de silicona para que ganaran robustez, acabaron ganando más prestancia si cabe gracias al suave color aportado por el lápiz. Los tonos rojos apagados pueden ser un clásico, pero si lo que se pretende es dirigir la atención al conjunto, un color piel parece la elección más acertada en este caso. Lejos de ser incoloro, aporta a la dermis y al falso cabello una tonalidad que complementa la palidez sin estridencias. Rozando la belleza. Distinguidamente, mi querida Sra. Robertson. Hora de subir al velorio. Acomódese, señora, los deudos esperan ansiosos para ver qué hemos estado haciendo aquí abajo. Permítame ajustarme bien el nudo de la corbata e insertar un clavel blanco en el ojal, no quiero yo ser menos. Aunque si pudiera me quedaría en camiseta, sigue haciendo un calor espantoso. En el camino a la sala, se puede distinguir el aroma suave de las flores arrancadas del parterre exterior que lleva el cadáver sobre el pecho, que confunde y aporta levedad a los sentidos. Sujetas por las manos entrelazadas, atestiguan lánguidas una de las escasas últimas voluntades que la difunta dejó escritas para la posteridad, fijadas con imán a la puerta del refrigerador. Como la de esta innecesaria exhibición impúdica a través del cristal del ataúd, bastante menos elegante que la caja opaca de la que se abre la parte superior en el momento oportuno. Pero cada cual tiene sus gustos. Es su manera de salirse con la suya cuando ya nadie puede replicarle. A su edad, estas cuestiones no son de extrañar. Lentamente la camilla con el féretro se desliza sobre la moqueta, amortiguando el chirrido metálico de las ruedas. No lo suficiente como para evitar la atención de
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══════════════════════════════════════════════════ quienes llegaron demasiado pronto al oficio. Una chica de falda estridente, cuya estampa resulta vagamente familiar, le devuelve a la ingrata percepción de lo presente: —¿Señor Robertson? —¿Sí? —Lamento mucho su pérdida. El embalsamador responde con esmerada educación, empujado por la mecánica de la costumbre. Muestra una ligera sonrisa de agradecimiento, apenas esbozada, antes de continuar su camino. Por un momento, piensa en las ironías de la muerte. Mira detenidamente hacia el cuerpo, esa obra de arte salida de sus manos, que le resulta cada vez más ajena.
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Asistente de redacción Amaia García Martínez
Una mañana, en un barrio de una gran ciudad, una mujer de mediana edad desayuna mientras hojea el periódico. La situación más normal del mundo. Se detiene en la sección de necrológicas. Nada raro. El tazón de café con leche queda suspendido a medio camino entre la mesa y su boca. Pasan varios segundos sin que la mujer sea capaz de descifrar lo que está leyendo. Al final la taza cae sin romperse, la mujer sale de su trance y corre a por una bayeta. Tampoco es tan extraño. Pero la mujer en cuestión no conoce al protagonista de la necrológica que ahora lee una y otra vez: “Juan Acosta Kaufmann, Tánger 1939 – Madrid 2015”. Bueno, a decir verdad lo ha visto un par de veces, y habrá intercambiado con él unas pocas frases. Puro protocolo. Ni siquiera sintió hacia él un atisbo de simpatía. Y sin embargo, conoce su pensamiento mejor que el de ninguna otra persona. Puede contar pasajes enteros de su biografía y recitar sus frases más selectas. En realidad, su vida entera gira en torno a él. Esta mujer que desayuna soy yo, María López Merino, 56 años, residente en Madrid, asistente de redacción en Ediciones Folio, ahora integrada en el conglomerado Humanitas Editorial. Juan Acosta Kaufmann quizás no necesite presentación, pero haré ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ un breve resumen de lo que ponía en su necrológica. Pensador y novelista. De origen humilde y exótico, autodidacta. Relegado al ostracismo durante la Dictadura, se exilió en París y fue encumbrado en la Transición. Ya como académico y sabio de referencia, recorrió debates y tertulias, firmó artículos y ensayos. En definitiva, había dejado una impronta imborrable en la literatura en castellano del siglo XX y principios del XXI. Acosta Kaufmann era algo así como el Kundera español. Nuestros caminos se cruzaron en 1983. Yo había terminado la carrera de Filología y comencé a trabajar, a cambio de un sueldo mísero, en Ediciones Folio. Lo habría hecho aunque no me pagasen en absoluto: para mí Folio era un templo del saber y sus libros (cubierta morada para la filosofía, naranja para la narrativa, y verde para la poesía), objeto de culto. Mi jefe por aquel entonces, Mario Tamayo, me había dicho una mañana de otoño que tenía “una nueva apuesta”, y que yo me encargaría de pulir sus textos. Hasta aquel momento no había hecho más que contestar la correspondencia, comprobar pedidos y pagar a los recadistas, así que no cabía en mí de contento. La nueva apuesta era Juan Acosta Kaufmann. El escritor fue entregando novelas y ensayos con un ritmo continuo, una obra cada dos años. Su éxito fue creciendo y llegó a convertirse en el autor más vendido de Folio. Hoy en día cualquier editor hubiera tratado de exprimirle, pero eran los años ochenta y estamos hablando de editores con principios, como Mario. Yo iba pasando a limpio los textos, corregía las pruebas, contactaba con los prologuistas, escribía reseñas y, en general, daba forma a todos los libros que salían de la mente del gran escritor. Aunque en los últimos años su ritmo de producción se había vuelto algo más lento y su prosa más compleja, seguía siendo el autor más vendido de Folio y el principal motivo por el que Humanitas Editorial se había interesado por la casa. —¿Y ahora qué va a pasar contigo? De acuerdo con una de sus costumbres que más me sacaban de quicio, mi marido se había acercado sigilosamente y estaba leyendo el periódico, todavía abierto en la página de necrológicas, por encima de mi hombro. No me había parado a pensarlo. Pero ya eran las ocho de la mañana, iba a llegar tarde al trabajo. Nada más sentarme en mi mesa de la oficina, Héctor Vázquez me llamó a su 56 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ despacho. Vázquez era mi nuevo jefe, nombrado hacía un par de años por la dirección de Humanitas para reflotar Folio. Al principio hubo cotilleos y bromas a propósito de Vázquez entre los históricos. Su desconocimiento de la casa y, peor aún, de los libros, era notable. También llamaban la atención su estilo ejecutivo, su todoterreno y su reloj fuera de escala. Pero conforme la plantilla de Folio fue adelgazando, los rumores se habían ido extinguiendo. —María, supongo que tú también has leído los periódicos. No hace falta que te diga que Juan ha sido el número uno de ventas de Folio durante décadas. Su muerte nos deja en una situación aún más comprometida. Yo traté de componer mi mejor cara de pesadumbre mientras pensaba que esa familiaridad con Acosta Kaufmann, “Juan”, al que seguramente jamás había visto en persona, era muy típica de Vázquez. —Adela, la agente de Juan, me ha llamado ya para decirme que ha dejado un manuscrito. Es una novela, y estaba a punto de terminarla. —Vaya, es una gran noticia. —Sí, lo es. Con el revuelo que ha causado su muerte, cualquier cosa que lleve la firma de Juan arrasará. Te vas a encargar de revisar el manuscrito y pulirlo, como has hecho siempre. Si nos damos un poco de prisa, podemos llegar a la campaña de Navidad. Quiero que le des prioridad absoluta, así que puedes trabajar desde casa. Esperamos un gran resultado, todos confiamos en ti. *** El manuscrito de Acosta Kaufmann llegó en una caja de cartón de tamaño mediano. Me la llevé a casa en el metro, cargándola con cierta dificultad y algo de orgullo. Nadie en el vagón podía sospechar el valor de su contenido. Me instalé en la mesa del comedor con el manuscrito, mi portátil, el diccionario de sinónimos y antónimos, y un termo de café que vaciaba y llenaba varias veces a lo largo del día. Nunca había trabajado en casa y, al principio, el silencio se me hacía abrumador. Cualquier pequeño ruido me distraía más que el bullicio de la oficina. Sin embargo, comencé a acostumbrarme. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ Dediqué los primeros días a leer el manuscrito y analizar su contenido: anotaba mis dudas y las erratas que iba encontrando, contrastaba versiones cuando una frase o incluso una escena entera había sido reescrita. Al detectar ciertos manierismos, no podía evitar que se me escapase una sonrisilla. Con este manuscrito también jugué a uno de mis pasatiempos favoritos: antes de dar la vuelta a una página, trataba de adivinar cuál sería la siguiente palabra. Si acertaba diez seguidas, me concedía pequeños premios, como coger una onza de chocolate del frigorífico. Supongo que este juego lo practican todos los asistentes editoriales, aunque nunca lo he hablado con nadie. A la semana de comenzar el trabajo ya tenía un diagnóstico. Me sentía como un forense que acaba de completar una autopsia. En resumen, mi informe era el siguiente: El último verano era una clásica novela corta de Acosta Kaufmann, que se centraba en sus temas más queridos. En un contexto vagamente exótico, con edificios coloniales semiderruidos y nazis perseguidos por el Mosad, el autor desplegaba sus personajes de siempre. El héroe atormentado, atrapado entre la fidelidad a sí mismo y la presión social por alcanzar una noción de éxito que apenas entiende. Las sombras familiares, la madre abnegada y el padre militar. La mujer, apenas esbozada porque no hacía falta más para dejar claro lo que el autor quería que conociéramos de ella: su belleza y su distancia, cualidades inseparables. Y entonces empezó. *** Podría decir que no sé cómo ocurrió, pero lo recuerdo. Estaba leyendo una frase no especialmente relevante de la novela: “Las agujas de las mujeres de los marineros nunca eran lo suficientemente rápidas como para atrapar en sus redes los últimos rayos de sol”. La releí varias veces, primero en voz baja, luego marcando la pronunciación con los labios y, finalmente, en voz alta. No me gustaba. Era una idea poética, pero el resultado era confuso y cacofónico, y el adverbio estaba de más. “Las mujeres de los marineros trataban de atrapar en sus redes los últimos rayos de sol”. Lo puse a lápiz en el margen. Luego lo escribí a ordenador, al final del texto 58 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ que ya tenía transcrito. El cursor parpadeaba, invitándome a deshacerlo. Tenía la goma de borrar en la mano. Pero no lo hice. La tentación era demasiado fuerte. ¿Y si…? Los días siguientes quité adverbios, rompí frases subordinadas, eliminé adjetivos. Borré conversaciones acartonadas. Corté y cambié de sitio palabras, luego frases, párrafos y escenas enteras. Decidí que uno de los personajes secundarios, el inspector Rainer, era insustancial y lo eliminé de la trama. Estaba disfrutando, por supuesto. Aquella sensación de libertad era desconocida para mí. —¿Marcha bien el trabajo? —me preguntó un día mi marido, en la cena—. Anoche te quedaste hasta tarde. —Sí, va muy bien. Ahora mismo estoy puliendo el texto. —Ah, genial. Fue una sensación rara, como si me hubiera sorprendido robando. Supongo que me sonrojé. Pero él siguió comiendo, sin preguntarme en qué consistían las modificaciones. También he de decir que mi marido es ingeniero y jamás le ha interesado la ficción. Al principio de nuestro noviazgo, cuando yo llevaba cada nuevo libro que editábamos en Folio como si fuese un trofeo, solía fingir interés y muchas veces se quedaba dormido con uno de aquellos libros de cubierta morada, naranja o verde en el regazo. Dediqué los días siguientes a mi principal problema con El último verano: Patricia, la protagonista femenina. Como todas las mujeres que ocupaban un papel central en la obra de Acosta Kaufmann, Patricia no tenía carácter, ni siquiera entidad. Sólo existía como huidizo objeto del deseo para el héroe. Tenía que hacer algo al respecto. Añadí situaciones, le di frases en conversaciones en las que antes apenas intervenía. Le regalé una historia y una personalidad. Pensamientos propios. Lo estaba pasando en grande. Entonces sonó el teléfono. Era Vázquez, y Vázquez nunca se andaba con rodeos. —¿Cuándo podré tener el borrador definitivo? —No queda mucho, ya estoy terminando de pulirlo. —Mándamelo por email en cuanto esté. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ —Claro, el viernes sin falta. Esa llamada debería haberme devuelto a la realidad. Tendría que haber guardado el archivo en el que estaba trabajando en una carpeta escondida en las profundidades de mi ordenador portátil, y retomado el documento original. Pero no era capaz de hacerlo. Como cuando suena el despertador y nos concedemos cinco minutos más, no paraba de decirme a mí misma que aquella sería la última palabra, la última frase. Pasaron dos días; el plazo que me había dado en la conversación con Vázquez estaba a punto de terminarse. A última hora de la tarde del viernes, me senté a escribir a mi jefe. Redacté un mensaje somero (no se iba a molestar en leerlo), atribuyendo mi tardanza a la dificultad para descifrar la caligrafía temblorosa de Acosta Kaufmann. Y entonces me dispuse a adjuntar el archivo. En mi ordenador tenía dos documentos. El último verano era el texto original, la novela póstuma de Acosta Kaufmann pasada a limpio. El último verano edit era la versión libre en la que había trabajado, disfrutando por primera vez con mi trabajo, en los últimos días. No sé qué me pasó. Cuando me quise dar cuenta, el mensaje con el documento El último verano edit adjunto ya estaba enviado. Lo lamenté, por supuesto. Maldije mi torpeza. Estaba segura de que Vázquez habría abierto el mensaje al momento. Me planteé todas las opciones a mi alcance. La única posibilidad viable pasaba por explicarle que había sido un error: le diría que aquel documento no era más que un pequeño ejercicio, un juego privado. Pero no me sentía con fuerza para llamar a Vázquez. Por otro lado, en cuanto empezase a leerlo, él mismo se daría cuenta de que el texto no era original. Temía su reacción. —¿Te pasa algo? —me preguntó mi marido mientras veíamos la tele. —No es nada. Acabo de mandarle la novela a Vázquez y... ¿Cómo explicárselo? —Ya. Te entiendo. Siempre es difícil deshacerse de un trabajo en el que te has volcado tanto. —Sí, es justo eso.
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══════════════════════════════════════════════════ *** El fin de semana esperé, ensayando mentalmente mi conversación con Vázquez. No podía concentrarme en nada más. El lunes llegué a la oficina, casi sin dormir, y tal como imaginaba mi jefe me llamó a su despacho. Encima de su mesa estaba, impreso y encuadernado, El último verano edit. —María, acabo de hablar con Adela. Lo he contrastado también con un catedrático experto en la obra de Juan, y con el crítico de literatura del Grupo Crónica, Luis. ¿Sabes qué me dicen? No podía descifrar la expresión de su cara. —No. —Es la mejor obra de Juan. Supera a las anteriores. Por fin se decidió a aligerar el estilo, y a darle peso a un personaje femenino. Patricia va a dejar huella. Ese cabrón tenía escondido un jodido canto de cisne. —Vaya. Vázquez sonreía, dando golpecitos a su copia impresa de El último verano edit. —Felicidades. Nada más decirlo la expresión de Vázquez se ensombreció. Ahora viene. —María, siento mucho decirte esto, y especialmente ahora. Sabes que estamos en medio de una crisis brutal que afecta a todo el sector, y en nuestro caso hemos decidido hacerle frente con una reestructuración que nos permita seguir ofreciendo a los lectores las mejores obras. —Sí. —Tal como están las cosas, nos vemos obligados a prescindir de tu puesto. Pero quiero que sepas que tienes toda mi admiración por lo mucho que has aportado a esta casa, María. La conversación con Vázquez había tomado un rumbo que no me había imaginado. Tuve que improvisar. —No es para tanto. Yo sólo he sido una asistente de redacción.
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Tiempos terribles Clara García Baños
El tipo me esperaba recostado sobre el cabezal de la cama doble. Ojos vidriosos, mejillas flácidas y sin rasurar, un lío de fajas de gasa y mucha, mucha sangre. Un triste espectáculo, en definitiva. Y patético. La pareja vivía en un barrio elegante, mucha debía de ser su necesidad de mantener su alto nivel de vida para meterse en un lío de armas. Pero no fue la sangre lo que me impresionó. No podía ser, viejo: si eres médico, lo eres en cualquier circunstancia. Como en los buenos tiempos, cuando buscarte el pan no tenía tintes tan terribles. ¿Recuerdas los buenos tiempos, viejo? Para mí acabaron cuando embargaron mi casa por falta de pago y tuve que mudarme a la periferia. Ahí comenzó la cuesta abajo. La hembra que disfrutaba siendo mi mujer se largó. Una noche fui requerido para practicar un aborto. Lo hice por dinero. Una, dos, tres veces. Pronto se supo, y me retiraron la licencia. Pero continúas siendo médico. A pesar de todo: de la clandestinidad, de la falta de condiciones, del hambre. Por eso te digo que no fue la sangre la que me impresionó. Era el sol, viejo, el día radiante, el cielo sin nubes y el resplandor solar, calentándonos de balde y por vez primera en aquel largo invierno. Y el tipo aquel, reclinado en el cabezal, con la persiana bajada, perdiéndoselo todo…
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══════════════════════════════════════════════════ La mujer que me había conducido a la estancia permanecía junto a la puerta. La estampa misma de la derrota. Como todos los que llaman a mi puerta, viejo. Pero ella además llegó asustada, recelosa de que alguien pudiera seguirla en el dédalo de callejas de mi barrio suburbial o el suyo residencial. Vivían en una casa espaciosa y elegante. Al menos, lo había sido. Se percibían, aquí y allá, algunos huecos: los cambios de tonalidad en el suelo y las paredes hablaban de alfombras y cuadros malvendidos o empeñados en la lejana esperanza de volver al buen estatus económico alcanzado en la época en que…. ¡Ay, aquella época! De bala. Una herida de bala. No pregunté por qué no habían acudido al hospital, ni por qué no habían hecho llamar a algún prestigioso doctor de su círculo. Era un barrio fino. Ingenieros, altos cargos, doctores sin duda. Quizá incluso en el mismo edificio. No. Si me habían buscado a mí, era por algo muy concreto: discreción. Yo nunca preguntaba. El vendaje era de principiante, un recurso de emergencia. En el suelo, en un rincón, en el interior de una bolsa de plástico desmadejada, el lío de vendas que había cambiado la mujer. Dejé mi maletín en el suelo, la gabardina en la silla cercana, ocultando la confusión de ropas del tipo. Me saqué el anillo. Lo guardé en el bolsillo del pantalón. Me remangué las mangas de la camisa y pedí a la mujer que me permitiera lavarme. Ella me indicó la otra puerta de la habitación, una puerta amplia que daba paso a un baño completo, alicatado a la moda de antes de la deflación. Me lavé las manos en el lavabo de grifos de cobre, con jabón abundante y frotando bien hasta los codos. Luego sacudí fuerte los brazos, salpicando todo de gotitas frescas. Queriendo escuchar en mi imaginación el regaño de la mujer que solía ser mi esposa por mancillar el espejo, refunfuñé un poco. La toalla no está limpia, me disculpé con su fantasma. El tipo continuaba recostado, en la misma posición en que lo encontré al llegar. La mujer, sentada en el borde de la silla de las ropas, lo tomaba de la mano sin fe. —Ayúdeme a acostarlo. Entre ambos lo tendimos sobre la espalda. El tipo me miró con ojos vidriosos, los labios deshidratados con una puntilla de baba reseca en el filo. No tenía fiebre. Arrimé la mesilla de noche a mi costado. Saqué los objetos cotidianos que aún resistían 64 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ el declive y los coloqué sin miramientos sobre mi arrugada gabardina: las gafas sin su funda, un despertador muy antiguo de cuerda (la escasez de pilas había relegado la electrónica a objetos de museo), una revista fechada el último año del glamour, un pañuelo arrugado y una caja de aspirinas casi vacía. Sobre la mesilla dispuse mi escaso instrumental. La mujer me miraba sin verme. Al tipo lo anestesié con una solución de halotano al 0,01%. Corté el pingo de tela con que su mujer había tratado de contener la hemorragia mientras localizaban a un médico discreto y sin escrúpulos como yo. Exhibí el despojo ensangrentado para impresionarla y que me dejara a solas con el tipo. —Va a necesitar vendas limpias. ¿Aún puede hervir agua? —Sí —dijeron sus ojos asustados. —Hiérvalo todo. Hágalo a conciencia, no se apresure. La mujer tomó el pingajo de mis manos. Luego se agachó para recoger la bolsa con los otros vendajes. Sus caderas se marcaron bajo la ropa, pero yo no sentí ninguna emoción. Ni siquiera el ardor, viejo, ni siquiera el ardor nos respetó la crisis. Al salir la mujer tensé el cordón de la persiana. La alcoba se inundó de resplandor y quedé deslumbrado por un momento. En cuanto las pupilas se acomodaron, procedí a extraer la bala. El último rayo de sol incidía en la pared del fondo cuando terminé la última sutura. Volteé de nuevo al tipo para dejarlo otra vez tendido sobre la espalda. Abrí el maletín, con sumo cuidado coloqué en el centro el tarro de acero inoxidable y dispuse alrededor todo el instrumental. Entonces lo cerré con su candado y lo dejé a los pies de la cama. Mientras me lavaba las manos con la misma pulcritud que al inicio de la operación, la cabeza de la mujer asomó por el quicio de la puerta. ─¿Cómo ha ido… doctor? Le temblaba la voz de miedo, de dolor y de vergüenza. No. De vergüenza, no, viejo. Ahora que lo pienso, no creo que fuera vergüenza. No me costó imaginármela oponiéndose al tipo, dispuesto a todo por dinero fácil, por lo menos al principio. Pero por aquel entonces, la necesidad y el hambre pura habían arrasado ya con los valores de cualquiera. Y al final, el asunto se había resuelto así de feo: él, herido. Y ella, derrotada, 65 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ pero con un buen fajo de billetes. Sin duda, lo que me ofrecía era solo una pequeña parte del botín. La miré largamente y ella no aguantó la mirada. —Son tiempos difíciles —musitó llorando. —Trate de despertarlo. Humedézcale los labios, pero no le ofrezca de beber ni comer hasta mañana. Ella me acompañó hasta la puerta. Comenté de modo casual que a pesar de ser un día muy bello, ocurrían cosas terribles. Como un desesperado que había huido tras ser disparado por el guardia de seguridad del banco local, según contó la radio. —Son tiempos difíciles —quiso repetir, pero la voz se le atascó en la garganta. —Sí. —Suspiré para darle un poco de paz a su atormentada alma─. Son tiempos difíciles para todos. Anochecía cuando salí del edificio. Un poco más viejo, un poco más indigno, con mi maletín de médico clandestino, mi fajo de billetes y este riñón robado, viejo.
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Estuario Adrián Ortega Iturriaga
Cuando la gente nos deja, siempre queda un misterio Virigina Woolf
Sol que golpea al pueblo como un gran martillo. Un golpe tras otro, carpintero meticuloso. El pueblo es un pedazo de masa cruda que ha quedado olvidada dentro de un horno de leña, cocinándose. La vida crepita entre los muros de luz. Un hombre se agita desesperado al interior; arde, suda compulsivamente, de tener la energía, gritaría. Está cansado. Hoy elegí aire, cama y soledad. El aire es algo que tiene que pagarse en este sitio, ¿puedes creerlo? Afuera lo único que echa aire son las hélices de los mosquitos. Así que la única manera de conseguir un poco de aire fresco es pagando un cuarto de hotel. Me resguardo en este cuarto pequeño: sólo una cama, un sillón y un espejo en el que veo a un tipo jorobado. A veces me asusta lo horribles que podemos vernos cuando no estamos prestando atención. Incluso en soledad me asalta cierta urgencia vanidosa. Llevo apenas una semana aquí y ya me invaden fuertes deseos de huir, de volver. Al nacer tenemos que romper un cordón umbilical sólo para ir a amarrarnos a cuanto encontramos: al espacio que está junto al brazo del sillón, por ejemplo, no de cualquier sillón, sino de ése que ahora queda a cientos de kilómetros, donde leía y me olvidaba de ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ todo y en algún momento azaroso e inexorable llegaba aquel perro de nariz fría a acurrucarse a un lado y yo pasaba la mano izquierda sobre su pelo largo y caliente y una extraña y deliciosa calma se extendía por toda la casa. Ahora ese recuerdo cuelga de un gancho aferrado a mis costillas, como una pierna de jamón en una báscula. Poco a poco nos convertimos en pulpos de cientos de brazos que se aferran de lo primero que ven. Somos como barcas que, si se dejaran flotar libremente, lo más probable es que terminaran hechas pedazos, completamente destruidas, en un afán desesperado de agarrarse de una piedra. Verde hasta donde alcanza la vista. Trescientos sesenta grados de vegetación húmeda. Del otro lado, el mar. Hombres que reciben el sol en la cara, lo besan, como a una vieja nodriza que los ha cuidado desde el nacimiento. Como cachorros ciegos, buscan los pezones de luz. Un pájaro amarillo vuela, pero no se detiene; sigue y se pierde a lo lejos. Nos hemos acostumbrado a destruirlo todo, hasta a nosotros mismos. ¿O es a nosotros a quienes destruimos primero y luego, rotos, cortamos el resto, con nuestras filosas necedades? ¿Hay diferencia? Estos hombres, que son como tú y yo, tuvieron una selva llena de vida. Convirtieron los árboles en trozos negros de carbón, en vías de tren, en fuego. Ahora todo es pasto y vacas que llegaron del otro lado del océano y un hambre feroz. Los hombres se preguntan qué va a ser de ellos cuando la carne ya no pueda venderse. Porque todo tiene su momento. Y un día la gente dejará de comer carne con la avidez de hoy. Entonces querrán convertir el carbón en árboles. Y las mesas y las sillas y las vías de tren y hasta la carne llena de moscas; todo en árboles. Hasta los calcetines que lleven puestos. Al mirarse los pies se preguntarán cómo llegaron esos pedazos de tela ahí, mientras una vaca muge de hambre. Sé que si tú estuvieras aquí tendrías algún remedio, de esos que las mujeres siempre traen cargando en botellitas dentro de sus bolsas, un aceite que te untas en las sienes y listo. O un consejo. Algo que a mí se me escapa y que para ti es tan evidente. Me dirías: “pero si está ahí, lo tienes frente a las narices”, con ese acento nuevo tuyo que deforma tu voz sin cambiarla del todo, como un vestido que te cubre sólo de una manera ingenua. Pero hemos quedado separados por esa inmensidad que unos llaman océano y que, en realidad, no es más que un enorme y auténtico gesto de amor, porque sólo el amor que ofrece completa libertad es verdadero. El resto, los que mutilan sus 68 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ propios sueños en un afán de sacrificio, mutilan también el amor que tienen por el otro. De estar aquí, me mirarías con ternura y sonreirías ante esa palabra sin significado para ti. Y reiríamos, juntos. Al otro lado de esta selva, el agua te empuja como a una pelota de playa que flota dócilmente. Me han traído aquí para ayudarlos. Vaya idea más presuntuosa. Ayudar. Los únicos que pueden ayudarse son ellos mismos. Me miran con sus rostros ennegrecidos por el escepticismo y veo odio y esperanza entremezclados, y yo también dudo. Lo hago porque esperan de mí algo que no puedo darles. Esperan una solución que caiga del cielo, como lo hace la lluvia. Algo así de milagroso. O que venga de fuera, envuelta en un extranjero. Por eso, antes de echarme a patadas, me ofrecen la mano y esperan. Esperan. Tengo un montón de palabras falsas en la boca y no me atrevo a escupirlas. No creo en los sueños gestados en una oficina lejos de aquí, donde el aire circula sin dificultad. Un hombre se sienta en su sillón de cuero y cavila. Días enteros dedicados a organizar sus ideas. Sus locuras. Llega el día en que revienta: la respuesta. Estalla como una burbuja. Él creerá devotamente en esa verdad. Pero la verdad es tan sólida como el agua de río. Nadie puede ayudarlos, quisiera decirles. No soy su salvador. No soy más que un tipo al que le gusta ir al cine los domingos y hacer reír a las mujeres y, de vez en cuando, bailar cumbias. Busquen un espejo y revisen su postura. Si están jorobados, ódiense. ¿Qué va a saber un hombre de la vida de otros hombres? Mar. 5:10 de la tarde. Luz ámbar que viaja por el universo y baja a lamer las piernas de una muchacha con sabiduría. Gotas de agua salada buscan el colchón de la piel suave. —La vi hace unos días en la tienda. ¿Es suya? —¿Puede hacerse un poco a la derecha? No quiero acabar con una pierna más morena que la otra. Otro poco. Gracias, ahí está bien. ¿Qué decía? —¿Tiene tiempo de tomarse una cerveza o un refresco? —Disculpe, va a pensar que soy una grosera, ¿me acerca esa toalla? —Me hospedo en el Hotel Pescador. —Ah, en el Pescador. Me encantaría. Deme cinco minutos y lo alcanzo. Me faltan cinco minutos de bronceo y es todo por hoy. —Habitación número 12. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ Sueño con que vengas a este pueblo arrinconado buscándome. Imagino tu llegada como la de una reina de la que todos cuchichean y se enamoran. Un ser de una belleza inaudita; redonda, como el granizo. La gente se detiene estupefacta y te admira, como a un tigre que, por un motivo inexplicable, llega a su tierra sucia de arena. Todos quieren sacar sus escobas y limpiar los caminos por los que tus pies largos se deslizan. Pero a ti eso te importa muy poco; nunca te has preocupado por traer los pies sucios. Los pies están cerca del suelo por algo. Tú quieres encontrarme. Sólo eso. Lo has decidido al fin, ¿después de cuántas despedidas? Nuestro ritmo era como el del verano en el hemisferio norte: florecía una vez al año, con intensidad; luego hibernaba, como un oso exhausto. La justificación era sencilla: tu felicidad estaba lejos de la mía. Así es con los amantes: cada quien tiene su camino y nunca son el mismo. El tuyo estaba lejos y partiste. ¿Y el mío? El tuyo era seguro, sólido como una montaña inamovible. El mío aguardaba; se extendía, ondulaba como el mar. Y un día también partí, indeciso, y te dejé allá, en ese horrible bar donde nos escondíamos. Ahora, tomando la batuta, marcas un cambio y preguntas por mí. Así lo imagino: detienes a una señora arrugada y le preguntas por un tipo que llegó unos cuantos años atrás. “¿El joven? —dice la anciana —. El joven se marchó ayer. La estuvo esperando. Todos los días. Esperaba. No hacía otra cosa. Decía que un día llegaría una muchacha que sacaría a todo el pueblo de sus casas. Y que todos, sin excepción, saldrían con una escoba y se pondrían a barrer como locos. ¿Usted cree? El día que venga, decía, las calles brillarán más que una concha recién lavada. Siempre andaba contando esa historia. Estaba un poco loco. Loco, quizá, por usted. Ayer, sin mayor explicación, cogió sus maletas y se largó. A lo mejor en el Pescador le puedan decir a dónde”. Así es como lo imagino. Habitación número 12. No hay teléfono. Hay impaciencia que se mueve nerviosa. Dos golpes a la puerta que son como las patas de un caballo golpeando un puente de madera. Luego, silencio. Expectativa líquida fluyendo a toda velocidad dentro de un cuerpo desacostumbrado. 5:16 de la tarde. —Bueno, ¿dónde están esas cervezas? —Se toma muy en serio la puntualidad. —El bronceado es un asunto delicado. Un minuto más o un minuto menos pueden dejar una catástrofe. Una catástrofe difícil de corregir. —Se ve muy guapa. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ —Todo está en la precisión. Nada del otro mundo. —¿Le parece que vayamos a algún lugar? No tuve tiempo de comprar nada. —¿Y esas libretas? ¿Es poeta? —Las cargo a todos lados, por si las dudas. Un día de estos podría tener una idea magistral y ¿si no tuviera una libreta a la mano? ¿Se imagina? Sería como quedarse dormido bajo el sol y despertar convertido en langosta. —Ni de broma lo diga. Al frente, el mar. Inabarcable. El horizonte llano e inhóspito se alarga y tú, de pie —pies descalzos y sucios—, te preguntas: ¿en dónde? Cada gota de agua salada es una posibilidad. Cada grano de arena, un lugar en el que puedo estar bebiéndome una malteada o mirando fijamente a un espejo o desvistiendo a una muchacha. Mierda. Si desvistes a una muchacha que no sea yo, piensas. El agua continúa su vaivén perpetuo, metódica. Pero no logra erosionar esa idea. Perderme. Estamos todo el tiempo perdiéndonos y encontrándonos. Es así. Viene el día y conforme pasan las horas uno se encuentra yendo en una dirección y, en consecuencia, alejándose del resto. Al anochecer, no queda más que dejarse caer; al amanecer, agarramos la vida de golpe, como a una pelota de béisbol. Atrás queda un reflejo nuestro; al frente, una respuesta. El barco sigue una ruta y el lugar de partida queda como una de esas pinturas rupestres a las que el viento lame y desdibuja. A pesar de eso, hay personas que son como montañas, y su envejecimiento pasa inadvertido. Y cuando el barco vuelve, la montaña sigue estando ahí. No se ha movido ni un centímetro. El barco va y viene y la montaña resiste. Aunque un buen día puede venir un temblor, una sacudida que viene de lo más profundo de la tierra, del magma que es sangre y que, sin explicación, un buen día decide acomodarse, como un niño dormido que a mitad de la noche cambia de postura y se encoje; de la misma forma, en algún momento la montaña se quiebra y se desmorona y termina desperdigada por todo el mundo, en granos de tierra que llegan al mar y se revuelven. ¿En la playa de un hotel donde llora una mujer de pie, sin pestañear, el rostro liso, sin gesto, estirado por la desesperanza? Un hotel insignificante. Sobre todo eso: insignificante. Quizá, si alguno se pusiera a buscarle algún chiste, supongamos, un ocioso o, lo que es lo mismo, un hombre solo, es decir, un hombre que cubre su soledad con reflexiones absurdas, podría, fácilmente, sentarse a encontrarle algún chiste y, de hacerlo, llegaría, 71 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ eventualmente, al insólito y desagradable color amarillo con el que a algún estúpido se le ocurrió embarrar las paredes. Un amarillo sin motivo de existir más que el de molestar. Porque uno puede pensar en el amarillo cegador del sol o en el de las plumas de algunos pájaros o en el de los girasoles o, incluso, en el de un jugo recién exprimido de once naranjas. Pero ese amarillo es, simple y llanamente, una inyección de ácido a los ojos. Una bofetada bien puesta al universo del color. Exceptuando ese infeccioso detalle, el lugar es algo en verdad insignificante. La sombra de unos pies descalzos anega el piso de concreto. Dos lunares, ni muy largos ni muy cortos. Pero no vienes. Tampoco viene la muchacha de la tienda a la que no tuve el valor de hablarle. Sonrió. Y eso fue todo. Ahí se detuvo la existencia de su materia en mi camino. Tras la puerta quedó su substancia y una vida de la que jamás tendré noticia. ¿Cuántas historias se nos escurren, como aceite resbaloso, por pura cobardía? ¿O será una certeza escondida que nos previene y anula movimientos innecesarios, que pareciera decir: “de cualquier forma, aunque llegaras a hablarle, aunque lograras llevarla a la cama y desnudarla y escuchar la frecuencia de sus quejidos, llegaría el día en que la olvidarías, se esfumaría como el humo negro de la leña ardiente y, acaso no daría lo mismo?”. Lo único que pasea por aquí son las imágenes que formulo, escenas tan efímeras como los rayos dorados del sol, esparcidos por el suelo, a la espera del oleaje erosivo de la noche. No veo ninguna escoba danzando sobre el pavimento. Lo único que baila, certera y fiel, es el agua dulce que viaja por la resbaladilla cóncava de la sierra. A unos pasos, el líquido terroso se junta con la lengua espumosa del mar. En esa unión de contradicciones; el sudor salado del mar y el río que corre por la grieta de la montaña, la vida se reproduce en calma, bajo el sol. Los pájaros caen como flechas y salen con un crustáceo en el pico. Ninguno viene por mí. Quisiera viajar en la boca de un ave migratoria. Espero. El mar se alza y se despliega con la ondulación de una sábana extendida por una mucama perezosa. Las crestas inevitablemente caen con la cara al suelo. Así veo mi rostro reflejado en una ola que se levanta y cae con fuerza. No tengo nariz. No tengo boca. Soy un líquido traslucido de movimientos monótonos e infatigables. De estar a un lado, podrías mirarme y decirme: “ahí está tu nariz, y es larga”. En tus ojos hay un gran silencio. Veo mis facciones destrozarse una y otra vez con cada ola. Estoy solo.
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Fundido a blanco Andrés Morales Rotger
La impresora, cuatro cuartillas en blanco sobre la mesa, Windows se está cerrando, guardando su configuración, el bolso, la llave del escritorio, el calzado de calle, las cuatro y treinta y cinco. El horario, en definitiva, lo establece la responsable de la limpieza. Es asomar el carro de las escobas por el despacho y colgarse Alma el bolso al hombro. Un adiós para todos en su mano y ya el reloj la está empujando a un ascensor que no esperará por meterse cuanto antes en la claridad cegadora de la calle. Por salir directa hacia un metro que no la saca del trabajo ni la deja en casa; pero que de poco tiempo acá, sin razón alguna, toma casi a diario. Sin que Alma se lo explique. En la línea blanca toca el saxo un músico de color que alumbra con acordes metálicos los territorios descampados del vestíbulo. Trencitas rastafari, chaqueta naranja, calzón a listas anchas, zapatos sin cordones y un irrebatible y arrogante destello de altivez en el rostro cuando ella se le mete en los ojos. Alma cruza frente al calzón a listas y al momento el saxo parte el aire con una queja larga y desbocada. Un lamento que hace que la melena nerviosa y descuidada de Alma se revuelva como un animal asustado; hipnotizada. Enseguida el músico manda callar a su saxo e inicia una disculpa. Es una pieza de jazz triste de Miles Davis: lamenta haberla asustado. —Relájese —la voz negra del músico. Delante de ella, a muy poca distancia—. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ —Respira hondo, Alma —una voz blanca a lo lejos. Muy, muy a lo lejos—. Alma parpadea. Consigue abrir el bolso y deja caer unas monedas de níquelcobre en un sombrero hongo que la mira boca arriba. Pero el metro de la línea blanca no esperará a que Alma descienda. Para cuando alcance el andén de la L12, el último coche se habrá metido en las madrigueras de la ciudad. En el reloj de la marquesina son las 16:52. Le quedan ocho minutos de oxígeno para acercarse al colegio y recoger al niño. Ocho minutos de luz, como cuando se pone el sol. Llegaré puntual, estoy segura. Alma esquiva las oleadas que deja el siguiente tren al abrir las puertas. Por suerte, el metro irá medio vacío cuando regrese con su crío. Su pequeño Dino. Aroma a batido de fresa y a jarabe para la tos, y esa carita siempre enfadada, como si presintiera el porvenir. Algo exagerado. Pero a Alma le consta que lo suyo no son mohines esquivos, sino orgullo de sabelotodo. Que tan pequeñajo y ya le asocia números y cantidades con aventajado talento. Su Dino. Alma busca entre la oleada de batas embadurnadas de pintura que deja entrever la “clase de los leones” al abrir la puerta. Ni rastro de su Dino. Alma se impacienta. —Pasa si quieres —La tutora de P5 se mira las manos manchadas de pintura azul y señala hacia “los leones”—; pero te aseguro que Dino no está. Alma se desespera por derretir lo que parece un despiadado espejismo de pesadilla. Ella en persona lo acompañó esta mañana con su mochila, la camiseta con su dinosaurio preferido y un beso de nariz a nariz, como le ha enseñado a su Dino que se besan los esquimales. Me va a contar a mí si lo he traído o no. —Alma, lo siento, no…—la educadora—. —Alma, no…—su ex marido o su hermano o un hombre de blanco que no sabe qué hace aquí, en esta niebla irisada y blancuzca. Allá lejos. Muy a lo lejos—. La doble vida de Alma va a parar a ese lugar de siempre que llama su despacho u oficina. El sueño es lo otro. La realidad, en cambio, se la anuncia la responsable del horario cuando cruza la nada blanca y se asoma con el carro de las escobas. Es la hora. Windows cierra un escritorio de dinosaurios a punto de devorar a Dino en la alfombra del dormitorio. Las cuatro cuarenta. Alma se calza las deportivas de patear la calle, dice adiós sin despegar los labios y se mete en el ascensor con intolerable lentitud, ajustándose el reloj a la muñeca. Dispone de tiempo. Cuando Dino está a cargo de su 74 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ padre el recorrido hasta el metro se hace pausado y pegajoso, y oculta el ruido de sus pasos como si pisara nieve. Esta tarde Alma cogerá la línea blanca en dirección opuesta a la que toma cada día. Una línea que utiliza a diario sin que Alma se lo explique. Lo primero que Alma oye al meterse en los descampados del vestíbulo son los acordes de un saxo negro. Tras la fritura del inicio, el músico se arranca con un solo de Charlie Parker. Alma cruza delante del chaleco de mayordomo y el músico deja volar el Bird of Paradise, de Parker, intentando llamar la atención de la mujer con su aleteo. Y al segundo siguiente, un traje de chaqueta color blanco deslucido se detiene sin sobresaltos frente al ave del paraíso. Alma vendería el alma para que en el momento de su reencarnación le pusieran el tema que ahora mismo la sobrevuela. —La encuentro más relajada —la voz del saxofonista—. —Así te encontrarás más tranquila —la voz de la bata blanca que le fija un gotero a la vía. Una voz y una bata a lo lejos. Muy, muy a lo lejos—. Sin reconocer aún de qué mundo de ensueños regresa, Alma lanza dos monedas con cuerpo de acero y piel de cobre al sombrero que la mira. Y con el nervio metálico del jazz desciende las escaleras mientras la megafonía diluye los últimos acordes. Son las 16:56 en el reloj de las vías. Le quedan cuatro minutos de oxígeno para llegar a casa de su ex marido y reencontrarse con su hijo. Cuatro minutos de luz: la mitad del tiempo que emplea el sol en ocultarse. Cuando el metro asoma por la boca del túnel Alma se echa atrás, contra la gente. Retrocede un paso con excesivo ímpetu, impulsada por el impenetrable pánico al monstruo que está entrando en la estación. Impenetrable y premonitorio. Por suerte, el metro irá medio vacío cuando Alma regrese más tarde con el crío. Su pequeño Dino: el superhéroe del recreo. Hoy no le angustia la prisa porque su padre se encarga de él. Pero le palpita la duda de que Juan se acuerde de pasar a buscarlo. Sabe de qué pie cojea. Juan, un hombre que vivió siempre en la convicción de que cuidar a un hijo se reduce a comprarle una camiseta de fútbol y a llenarle la mochila de dinosaurios. Pero el niño adora a su padre. Nada sabe de las noches toledanas del hombre que le había roto a ella la vida. Porque el caso fue que me encontré con la cama vacía, diez años llenos de malas experiencias y un hijo al que criar. Así es el hombre lobo que le abre la puerta a Alma. Más grueso que cuando le hizo las maletas, los mismos ojos achinados y turbios, la amenaza de una barba de tres 75 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ días y ese tono suyo al hablar, tan poco respetuoso con el corazón y la inteligencia ajenos. Alma se reafirma en el juramento de no volver a acostarse con ningún hombre. Al menos con ninguno parecido a mi ex marido. —Antes me gustaba más cómo vestías, Alma. Ni caso. Como si le hablara desde otro planeta. Alma entra en la claridad lechosa del salón comedor, tropieza con una botella vacía de vodka y arde en el fuego frío de un coche de bomberos. “¿Dónde está el niño, Juan?”. Da dos pasos hacia la luz y aplasta un DVD porno que fornicaba sobre el brillo del parqué. “No me jodas que te has olvidado de Dino otra vez, Juan”, y aparta las prensas deportivas esparcidas por el sofá, y un cenicero a rebosar de colillas blancas coronadas de carmín, y un sujetador rojo pasión —que yo no me colocaría ni loca—. “¡Dime que Dino está contigo!”. Alma en ebullición, alzando en alto un dinosaurio de plástico que ha rescatado de entre unos restos de pizza pepperoni, llorando a gritos sin mirarlo: “¡Júrame que está bien! ¡Devuélveme a mi hijo, Juan!”. —¡Tienes que serenarte! Pero Alma no se serena. Registra el baño y no se sosiega, piensa en lo que le haya podido pasar al niño y no se apacigua. Pero admite que quizá, admite que tal vez. Que puede que Juan no lo retenga. Que, conociendo a Juan, nunca asumiría la responsabilidad de cuidar al pequeño. ¿Y entonces? Entonces el alma de Alma se resquebraja. —Serénate, Alma —una voz tras la mascarilla de aquella blancura compacta. Una voz a lo lejos. Muy, muy lejana—. La luz se deshace cuando Alma cierra Windows y se dispone a dejar la oficina sin cambiarse de calzado. Por costumbre, Alma usa zapatos de tacón para moverse por el despacho y se coloca las deportivas callejeras en cuanto aparece el carro de las escobas. Pero hoy olvidó traerse los tacones. “Necesitas un baño, Alma. La melena alocada y sucia, el traje de chaqueta de un blanco raído y esas deportivas desheredadas que me trae hoy”. Comentarios cuarteleros, ácidos, jocosos, tiznados de hiel de los compañeros. “Si te lavaras un poco, Alma”. Las cuatro cuarenta y cinco. La angustia por reunirse con su hijo se impone a cualquier norma. Alma se echa atrás esos cabellos cuyo aspecto tanto le censuran y, con una mueca recién fabricada, les tira la puerta a la cara. Dispone de tiempo; pero las prisas se la comen. Sabe que su Dino estará bien atendido. 76 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ Que esta mañana se lo llevó a su madre con esa tos seca que tanto le preocupa. Pero aun así, en el clamor blanco de la calle apura el paso, derecha a la L12. Hacia esa línea que sin ninguna lógica toma casi a diario. Alma atraviesa a trancos el hall de la línea blanca y ya no se detendrá hasta que sus zapatillas de baloncesto se enfrenten a unos zapatos de dos tonos con rejilla y al brillo nostálgico que le confiere al saxo una boquilla de latón. El músico ve el apremio que Alma trae en los ojos. —Vaya adonde tenga que ir, no se entretenga. —Le habla con los ojos, blancos como huevos de paloma. —Déjate ir, Alma —palabras blancas como polvos de arroz, próximas a la percha del suero. Palabras blancas a lo lejos. Muy, muy a lo lejos—. Alma lanza tres monedas de oro nórdico al sombrero que la mira entre dos zapatos. La aleación de cobre, aluminio, zinc y estaño tintinea al percutir contra otras piezas de diez y veinte centavos de euro. A Alma le cuesta aceptar que el sonido de las monedas al caer en el sombrero es real. Que el tema Mother`s Song, de Gregory Porter, es real. Pero no acepta que la habitación blanca lo sea. La cárcel blanca es irrevocablemente irreal para ella. Y con el mensaje emocional de Porter y la imagen de su madre enredada en la cabeza, Alma escapa de la deslumbrante claridad de aquellas cuatro paredes y se mete entre la gente que llena el vértigo del andén. Son las 16:58. Le quedan dos minutos de oxígeno para encontrarse con su madre y abrazar a Dino. Dos minutos de luz: la cuarta parte del tiempo que el sol emplea en doblar el horizonte. Dos minutos aún y el tren tomará una curva fuerte y oscura, y un soplo de aire recorrerá el andén al abrir las puertas. Al abordar el vagón Alma tropieza con una sonrisa bucanera y un gran ramo de narcisos. El repartidor se excusa; pero sus flores la alertan de que no estaría de más un pomo para su madre. Un millón de pomos. Toda una floristería por su entrega desde que la auxiliara a dar a luz en el asiento trasero de un taxi. Por todas las madrugadas que cuidó del bebé, hasta esta misma mañana que se lo dejó con un circo de mocos dándole brincos en el pecho. Porque nunca se desentendió de su nieto. Los ojos del repartidor de narcisos esparcen por el aire dos ráfagas verdes y Alma toma conciencia del cuerpo que ocupa. De las botas de baloncesto, del sudario sucio que la envuelve y de la impenetrable maraña de su melena. De los borrones del 77 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ maquillaje, en los que prefiere no pensar. Aun así saca con urgencia el espejito para enfrentarse con alguna garantía a la rotunda elegancia de su madre. Y en el espejo ve lo que no hay. Esa no soy yo. Alma no se reconoce. Se busca la cara en el espejo, prueba a desenredarse el pelo, se embadurna los labios de blanco y trata de darle más negro a la raya de los ojos. Alma humedece el lápiz e intenta apuntalar el pulso como puede; pero la brusquedad del metro le dispara un rabo hasta la trágica palidez de las sienes. —¡Alma, mírate! —Mi madre, como siempre: recién salida del frasco donde conserva su juventud—. Abre los ojos y mírate bien. —Ya te vale, mamá —Alma, profanada por el rímel y las lágrimas. Madre e hija enfrentadas al espejo veneciano que tapiza la pared de la antesala. Muy flaca y desnutrida; con heridas aún visibles y erosiones en la piel. Pero a Alma nada le interesa más en el mundo que su niño y, sin más espejismos ni rodeos, dirigiéndose a su madre, que cómo había pasado el día Dino, que ¿cómo lo ves, mamá? Y la abuela, tomando un marco de la repisa bajo la luna de azogue —dos chapitas coloradas en las mejillas de Dino—: “cómo quieres que no piense en él a diario, hija”. Y Alma: “que sí, que vale; pero te pregunto por hoy, mamá. ¿Ha comido? ¿Ha devuelto?”. Y más preguntas sin respuesta porque el silencio es ahora una caricia en los labios de su madre, la señora de la casa, que ha colocado el marco en su lugar y acuna las manos de Alma entre sus manos. “¿Y esta otra foto? —haciendo que Alma se fije en esta ampliación—. Nuestro pequeño portero con un balón más grande que él. ¿Y la equipación? ¿Recuerdas que el equipo de portero lo compramos precisamente el día que se perdió en El Corte Inglés? Y por megafonía: «niño de cinco años, pelo corto, muy callado, con un dinosaurio en cada mano, en caja central, planta quinta». Y allí estaba nuestro Dino. Recuérdalo siempre así, Alma, siempre así”. Y el silencio que se llena rápido de terror en la mirada atónita de Alma, en el alma atormentada de Alma, que niega: “no mamá, no”. Y que se tapa la cara y los oídos con las manos. Y todas las lágrimas se le enredan en la voz al mismo tiempo cuando murmura que se quiere morir. —Me quiero morir, mamá. Un nudo aprisiona la garganta de Alma. —Voy a asearte un poco —suave, deliciosamente escogidas las palabras de la madre, mientras la arrebuja contra su pecho para prestarle su aliento—. La toma del brazo y, abrazadas, penetran el velo blanquecino de las diminutas 78 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ losetas, del alicatado de las paredes, del mármol de la tina y de la pureza glacial de la luz que va enfriando el ánimo de Alma. —Ahora te vamos a asear, Alma —el hueco de dos voces sin rostro en la blancura impenetrable de la sala de cuidados intensivos. Dos rostros que quedan a lo lejos. Muy, muy a lo lejos—. Alma cierra los párpados. Aun así, la claridad le hiere los ojos cuando la pantalla en blanco se enfrenta a ella. Tampoco ve el papel memorando ni el hojaldre de albaranes y facturas que se apilan en su mesa. De hecho, Alma hace rato que ha entrado en la misma película tantas veces repetida. De la rutina del trabajo, de las zapatillas de baloncesto bajo la mesa y del desprecio hacia aquellos cuya estulticia les lleva a acorralarla con toda suerte de pedradas verbales. Pero por lo que a ella respecta pueden ahorrarse el veneno. Alma se va del cine. Esta película ya la he visto yo. Así que Alma decide no esperar al reloj de las escobas y se larga del trabajo. Porque Alma tiene que dar salida urgente a la angustia que de un tiempo acá la posee. Y ahí se queden todos en esta mierda de pecera. Las cuatro y media. La tarde incendia todavía de blanco las paredes. Y es precisamente en la luz de esta calle y en esta línea de metro donde se instala la realidad de Alma. La única realidad es mi pequeño Dino, y hoy su madre lo va a encontrar. De la boca de la L12 salen fogonazos de música que ella reconoce. Abajo, en el epicentro del vestíbulo, el jazzman del hongo preside la única estación de paso hacia el cerebro de Alma. Y desde muy adentro del saxo, las notas abrasivas de Tears in Heaven, dedicadas a la desaparición accidental del hijo de Eric Clapton. Ahogada por esas lágrimas vertidas desde un cielo lejano, Alma se ve en la estación llorándole a la muerte con los ojos cegados por el exceso de luz. Detrás de la chaqueta naranja y del calzón a listas amarillas parpadea un cartel que advierte a los usuarios de la interrupción del servicio. —Hubo un accidente en las vías y han suspendido el servicio —le comenta con un lastimoso lamento el saxo—. Hay un tren detenido en el andén. —Ya pasó, Alma. Ya pasó todo —lejos ya de su cuerpo, en una sala lejana y blanca donde la realidad podía disolverse en cualquier momento. Una realidad que ya se vislumbra a lo lejos. Muy, muy a lo lejos—. Alma se decide por pagarle cuatro óbolos de cobre al músico: dos para que se las 79 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ coloque al hijo de Clapton sobre los ojos y otras dos por si, llegado el caso, también hubiera de ayudarla a cruzar ese río que conduce al otro margen de la vida. Y con el billete en la mano dará la espalda a la música y descenderá hacia ese silencio que organiza la muerte para advertir de su presencia entre los vivos. Son las 16:59, en el andén. Le queda un minuto de oxígeno, tal vez más, dado que el tiempo se multiplica por ocho durante el último aliento del sol. Porque nada muere cuando muere, sino ocho minutos después. Quizá por eso, Alma aún puede distinguir a través de la falsa claridad la silueta de un tren fuera de servicio. Y la imagen de aquellos raíles que parecen no tener nunca final. Las viejas suelas de baloncesto se adhieren al pavimento con gemidos de neumático gastado. Completamente aturdida, Alma se encamina hacia ese tren que la espera con las puertas abiertas. Una luz vibrante nace del interior del convoy. Se queda ciega justo en el momento de abordar el tren. Me quedo ciega y tardo una eternidad en convencerme de que no está vacío. De que un niño de la estatura de mi pequeño viene hacia mí como un disparo, con su mochila a la espalda y sus calcetines rojos de superhéroe. Y de que este niño es Dino, cuyo rostro transparente, bellísimo, aparece cubierto de un extraño sudor. —Se me ha caído un dinosaurio a las vías. Alma que se lo sienta en las rodillas y le revuelve el cabello y lo besa. Y lo beso y lo abrazo y lo beso. Y el beso que le doy dura como tres o cuatro besos seguidos. —Has tardado mucho, mami. Alrededor del silencio van cayendo flores blancas, como si nevara una buganvilla sobre Alma. —Alma, Alma… Alma. Una cara cerca de su cara. Casi al oído. Alguien a su lado. Muy, muy próximo a su lecho; alguien le cubren el rostro sin vida con una sábana. Y en una carpeta con pinzas de hospital anota: deceso, 17:00 horas; causa de la muerte: politraumatismo craneoencefálico con fractura y pérdida de masa cerebral. Médico colegiado: 031146. Después de tres días de un coma entretejido con agonías, la mujer que se arrojó a las vías para rescatar a su pequeño ha fallecido. Restaurado el servicio, el tren de la línea 12 se adentra en un túnel cada vez más blanco. Y por fin, la paz. ═════════════════
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El bosque de Kai María Alicia Fenieux Campos
Le gustaba el atardecer. Era el momento en que solía ir a la playa, sentarse entre las rocas y tallar madera mientras un sol tibio bañaba su piel. Aquel día, cuando el ocaso ya se anunciaba con su tinte ocre, un rumor, quizá un presentimiento, le hizo escudriñar el horizonte. Desde el Este, Remigio vio venir una enorme lancha. Se levantó de un salto, sorprendido; muy pocas veces llegaban hasta allí embarcaciones desconocidas. Se arremangó los pantalones, entró al mar y con sus brazos de pescador ayudó a sacar el lanchón del agua hasta dejarlo en la orilla. Apenas los tres visitantes desembarcaron, el aliento frío del recelo alertó a Remigio. La isla de Kai era ignorada por los navegantes. Nada había en ese islote pedregoso que justificara el riesgo de cruzar las hostiles corrientes del Pacífico Sur. Sin embargo, el modo en que le saludaron, con un apretón firme de manos, le hizo desplegar una sonrisa de dientes grandes y darles la bienvenida. Los hombres tomaron un respiro, comentaron entre ellos la tranquilidad reinante y luego repusieron la atención en Remigio, quien continuaba de pie junto al grupo, intentando entrever el motivo de la visita.
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══════════════════════════════════════════════════ —Dicen que hay un bosque nativo en la isla, un lugar realmente hermoso. ¿Es verdad? —preguntó uno de ellos. Remigio asintió y, al instante, la chispa del contentamiento iluminó las caras de los recién llegados. Ese destello deshizo la desconfianza inicial y le animó a hablarles del bosque. Les contó de las virtudes del boldo, del sabor de los piñones y de la vida centenaria de las araucarias. Esa pequeña reserva natural era el orgullo de los kainos. Cuando un día soleado lograba despabilarlos, iban de paseo a ese lugar umbroso y siempre fragante, y se consideraban afortunados. Entusiasmado por el silencio con que escuchaban, Remigio invitó a los tres visitantes a conocer el bosque; el grupo lo siguió encantado hacia la parte más alta de la isla. Remigio era uno de los pocos jóvenes que permanecía en Kai por decisión propia. A sus veintidós años tenía la libertad de la inexperiencia y las ventajas de la adultez. Podía hacer o no hacer lo que quisiera, según los ciclos de su propia naturaleza y del entorno. Él amaba ese entorno. Cada vez que iba al continente, la añoranza le hacía la vida imposible. Añoranza del olor del mar y de los árboles, del canto de los pájaros y de los grillos, de la calma habitual en el pueblo y la furia del oleaje en el invierno. La nostalgia era un dolor anudado en el pecho que solo aflojaba a la hora de volver. Pese a la pobreza y a las dificultades propias de una isla remota, a Remigio nada le faltaba… Y tenía a Teolinda, su mujer. Los unía un amor de amantes, novios desde la infancia, primos, amigos y vecinos que se crían juntos. Compartían, además, la misma complexión gruesa, los ojos oscuros e inocentes y una melena frondosa. Pero ella poseía una sagacidad y cierta determinación que escaseaban en Kai y que, sin duda, en Remigio no existían. Aquel día de la visita, la única en advertir el riesgo de mostrar el bosque a unos extraños fue Teolinda. —No eran malas personas —respondió Remigio—. ¿Por qué no traerlos para acá, a la parte más bonita de la isla? Ambos descansaban en la espesura de Kai, contra la solidez rugosa de un gran eucalipto, su refugio de amantes en las noches de verano. —¿Y si vuelven? —Teolinda lo miró directo a los ojos. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ —Es un parque protegido, no van a cortarlo. ¿Qué puede haber aquí que les interese? A la semana siguiente los visitantes regresaron. Esta vez, acompañados de una pareja de extranjeros. Ubicaron a Remigio, le saludaron con alardes, como si lo conocieran desde mucho antes, y le pidieron que les guiara de nuevo al bosque. Al llegar, cada uno de ellos se acercó a un árbol y se abrazó al tronco. Estuvieron en silencio por varios segundos, con los ojos cerrados y la cara pegada a la corteza. Mientras, Remigio los observaba sin comprender. Amaba ese bosque, pero no le parecía que justificara tal embeleso. Los afuerinos se desprendieron de los árboles lentamente, como si despertaran de un sueño. Regresaron a la caleta, subieron a la gran lancha y, al despedirse, prometieron volver. Remigio, aún desconcertado, les vio alejarse hacia el rompeolas. Comenzaron a llegar en grupos pequeños. Venían de las ciudades ribereñas del continente, frente a la isla. Descendían un tanto asustados por las olas y, tras reponerse del viaje, se dirigían al bosque acompañados de un guía. Al pasar por la aldea, saludaban a los vecinos. Ya entre araucarias, eucaliptos, canelos, peumos o arrayanes, hacían siempre lo mismo: abrazar los troncos. —¿Quiénes son esas personas que trajiste? —preguntó Remigio al dueño del último lanchón que había arribado a la isla. El hombre bebía de una lata de gaseosa mientras esperaba el retorno del grupo. Apoyó la espalda contra la proa de la embarcación y respondió con evidente ironía. —¡Qué van a ser!... Turistas. —¿Por qué se abrazan a los árboles? El botero terminó la bebida y lanzó el envase hacia el depósito de basura instalado en la playa. Aquella tarde, debido al número de visitantes, el basurero rebosaba de latas vacías. —¡Qué sé yo! Se puso de moda y punto. Y usted no sea leso… Aproveche que estos tipos traen plata. El tráfico de embarcaciones siguió aumentando, tanto como el cargamento de turistas que conducían hasta Kai. Sobre los pedruscos de la playa, Remigio se ofrecía de 83 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ anfitrión. Le gustaba sumarse a ese movimiento de personas siempre alegres. Sin proponérselo, como todo lo importante que había hecho en su vida, empezó a guiar grupos hacia el bosque. Les mostraba aquellas singularidades que solo él conocía, les contaba la historia de Kai y siempre hallaba el momento para preguntar por qué abrazaban árboles. “Transmiten la sabiduría de la Tierra”. “Es que ya no hay ejemplares tan viejos”. “Para sentir la energía de este lugar”. “Dicen que es sanador”. Cada quien le explicaba algo distinto y, al terminar, le daban una propina. Al cabo de dos meses Remigio tenía bajo su cama una bolsa de dinero, pocas oportunidades de darle uso y, en el ánimo, un malestar creciente e indefinido. De forma espontánea, los habitantes de la isla comenzaron a salir de su aislamiento. Se asomaban por los lindes de las granjas familiares, perdían el recelo y satisfacían las pequeñas demandas de las visitas: “¿Algo para tomar?”, “¿Habrá un baño cerca?”, “¿Una cosita para comer?”... Cuando el flujo de gente se hizo estable, hubo que levantar un muelle en la punta más protegida de la bahía. Poco a poco, allí donde antes las gallinas picoteaban el suelo sin apuro mientras los viejos dormían la siesta en sillas de lona, fue emergiendo un comercio incipiente. Los padres de Remigio abrieron un negocio de comida casera y, pese a la manifiesta oposición de Teolinda, los suyos instalaron un quiosco de café en un costado de la casa. La espiral de entusiasmo envolvió al resto de los vecinos y se llevó con ella, para siempre, la quietud de los isleños. Desde entonces, ya nadie pudo vivir al ritmo de su naturaleza, ni amarse en paz, ni gozar del bosque en un día de sol. El destino de Kai tomó un curso definitivo una madrugada de primavera. Aquella vez, Remigio preparaba su caña de pescar sentado sobre los tablones del nuevo muelle. Echaba de menos la soledad de la pesca al amanecer y tallar la madera al caer la tarde. Al lanzar el anzuelo, el mismo presentimiento que mucho antes le hizo otear el horizonte y avistar una lancha enorme, le puso nuevamente en alerta. Miró hacia el mar y, esta vez, vio venir un barco gigantesco. La mole equivalía a la suma de varios edificios de altura; Remigio nunca había visto algo igual. El crucero fondeó en la bahía. Cuando el sol empezó a destellar sobre las aguas, una interminable cadena de botes realizó el desembarco. Un gentío multicolor invadió el muelle, la caleta de pescadores, la playa, las veredas y las calles de Kai, y un murmullo indescifrable se 84 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ apoderó del ambiente. Remigio se vio de pronto a contracorriente de un río humano que avanzaba hacia el bosque, tal como el desconcierto y una inexplicable tristeza lo hacían sobre su alma. Aquel día los jefes de la aldea debieron prever el desmadre. En vez de eso, alentaron el arribo de otros cruceros de mayor tonelaje. Más de una vez alguien cayó al mar y casi murió atropellado por el ir y venir de los botes de acercamiento. Con tal tráfico, la isla bullía de chinos, europeos, rusos, americanos del Sur y del Norte, latinos con cervezas en las manos, musulmanes y sus mujeres envueltas en túnicas, orientales cargados de cámaras, grupos de mochileros, personas tan gordas que debían movilizarse en sillas de rueda… Familias completas hacían largas filas para abrazar un árbol y capturar la imagen, una más entre las miles de millones de imágenes que archivarían hasta el olvido en la Nube. No faltaron las disputas porque alguien eludió la espera o permaneció más de lo prudente pegado a una araucaria, la especie más cotizada por los abrazantes. Esa marea incontrolable trajo mercaderes que hicieron tantos negocios como les fue posible. La ribera se cubrió de una doble línea de chiringuitos y el pueblo se plagó de baratijas plásticas con la leyenda “Recuerdo de Kai”. Remigio y Teolinda corrían el día entero. Él, guiando grupos y ayudando a sus padres; ella, deteniendo el avance del cofibar-restopub sobre la casa familiar. Ciertamente, hacía ya bastante tiempo que a los dos les resultaba tedioso, abrumador o digno de culpa mostrar la isla. Más aún, el hastío iba asentándose en el ánimo de ambos. Los enjambres de turistas se habían vuelto invasivos: cortaban brotes, rasgaban cortezas o frotaban las hojas creyendo que ahí se encontraba la esencia de Kai. Remigio sufría a menudo los insultos de aquellos a quienes increpaba por destruir los árboles. En tanto, el pequeño quiosco de café en la casa de Teolinda seguía consumiendo, como un tumor maligno, los espacios compartidos de la vivienda. —Si yo no los hubiera traído hasta aquí, nunca hubiesen conocido este lugar —dijo Remigio durante una de las pocas noches en que el agotamiento cedía ante la necesidad de amarse. —Todos somos culpables de lo que está pasando —respondió ella. En medio del bosque, solos como pocas veces, permanecieron abrazados sobre un manto de hojas impregnadas de olor a boldo. Remigio se enderezó, apoyó los codos
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══════════════════════════════════════════════════ en las rodillas y miró a lo lejos. En la bahía, las luces de tres cruceros formaban aureolas de luz sobre el mar. —Vámonos de aquí, vámonos al continente. Kai se está muriendo —la voz de Remigio sonó cansada, desapacible. —¡¿Qué haríamos nosotros en el Conti?! Él dejó caer la cabeza en un gesto de derrota; no tenía la respuesta. Tomó una varilla y con la punta atizó la pequeña fogata que habían encendido para calentarse. Luego, levantó la mirada y retomó el hilo de sus reflexiones. —A veces me dan ganas de quemar el bosque y acabar con todo esto… Ya no lo siento mío. Ella le tomó una mano y la apretó. Sin mirarse compartieron un silencio cómplice cargado de conjeturas que, ambos sabían, era mejor no comentar. Remigio estaba francamente agobiado. Dos sombras oscuras le hundían los ojos y teñían sus rasgos con el tono cetrino de los rostros viejos. Había llegado a un punto de no retorno en el cual todo carecía de sentido. Una tarde calurosa, mientras subía hacia el bosque seguido de los visitantes, se detuvo en lo alto del sendero y miró hacia la costa. Una hilera de barcos esperaba el desembarque. Tuvo la sensación de que estaban a punto de parir y que miles de alimañas saldrían de esas panzas a tomar lo suyo. La playa y las calles del pueblo semejaban un hormiguero. El caserío se había desbordado con agregados insalubres. Desde la altura era un amasijo de palos, plásticos y planchas de metal. El mar había perdido la transparencia, lucía espumoso. Al otro lado de la isla descubrió por primera vez la mancha colorida e informe de un basural. Se giró hacia el bosque. De un modo indefinible pero evidente, mostraba el desmedro. La isla era un estropicio, un completo desastre. Una pena inesperada comenzó a crecer por su pecho hasta hacerse sólida. Podía sentirla en la garganta, latiendo, a punto de reventar. De súbito, surgió en su mente la imagen de un abismo colosal. La isla se abría en dos y un hoyo monstruoso se tragaba la costra sucia en que se había convertido la aldea. Visualizó el mar: se agitaba furioso, hundía los barcos y arrasaba el hormiguero. La naturaleza rugía, avanzaba, recuperaba el terreno… Y él, fascinado, mirando al vacío, se extravió en la alucinación.
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══════════════════════════════════════════════════ Un alarido incontenible subió desde el bajo vientre, brotó por la garganta hasta agotarse y le hizo caer de rodillas a tierra. Es noche de luna llena, el cielo de Kai está especialmente limpio. El bosque se alza justo enfrente de ellos; pueden ver las copas de los árboles, largas y solemnes, enlazadas en un abrazo final. Remigio y Teolinda, tomados de las manos, se miran a los ojos. Cada uno reconoce en el otro la pena profunda de lo irremediable. —Créeme, volverá a crecer cuando los turistas se hayan ido —dice Teolinda, con la misma certeza de quien sabe que el verano traerá días de sol. Entonces, ella se aleja de Remigio. Con decisión va hacia una pira de ramas y hojas secas que han arrimado contra un árbol viejo, y le prende fuego.
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El precio de la originalidad Juan Pablo Goñi Capurro
Estornuda. El olor a pólvora no ha terminado de disiparse, quizá no lo hará en años, resistiendo los esfuerzos que haga Miguel por ventilar. Deja la puerta abierta; por más seguridades que le diera su amigo, teme una explosión al pulsar el interruptor de la luz. Lo aprieta, colocando su cuerpo fuera de la casucha. Miguel tenía razón, el sitio es seguro, no hay explosiones. Una lámpara solitaria pende de un cable que emerge de un agujero en la pared. Carlos introduce su maleta, la bolsa con comestibles y cierra la puerta. Arriba del sillón azul, un tragaluz rectangular. El resto de la habitación es un desierto, como le anticipara su amigo. No hay puertas, sólo huecos. Las divisiones son de durlock, sin pintar. Las paredes antiguas tienen una capa de revoque manchado por humedad y restos de polvo acumulado, en algunas partes rojo y en otras gris. Recorre la propiedad. Pasillo, baño a medio construir. Al final, a la izquierda, el espacio para la futura habitación. Varios trastos en ella. No hay luz. Colchón en el piso, frazadas, almohadas. A la derecha, la cocina. Una garrafa, anafe. Otra bombilla que cuelga; funciona, comprueba Carlos. Cuatro vasos, dos platos, cubiertos en un bol. Pava ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ y olla, fósforos. Abre la canilla, el agua se ve limpia. La cocina posee la única ventana de la edificación, tapiada. Miguel deja las aberturas para el final, quiere finalizar primero el arreglo del resto para evitar robos. Carlos se decepciona, ¿a eso llama su amigo una casa en arreglos? El piso es de tierra. Lo ha rellenado, los polvorines tienen un piso mucho más bajo que el suelo a su alrededor, por ese asunto de las emanaciones de gases y las explosiones. ¿Cuánto deberá esperar hasta considerarse seguro? Regresa al primer ambiente, toma los comestibles, los traslada a la cocina. Decide aprovechar las últimas horas de sol; el exterior es más interesante, menos depresivo. Nada más salir por la puerta, tiene a la vista el lago artificial creado en la cantera en desuso. Miguel compró la propiedad a bajo precio en una subasta, tras la quiebra de la empresa. ¿Logrará convertir ese depósito de hierros en agua cristalina y el viejo polvorín en una cabaña deseable? Carlos apuesta por la negativa, mientras camina por un sendero trazado por cientos de pasos, entre las rocas del borde. ¿Así se supone que debe festejar el premio más importante de su trayectoria? Solo, en ese sitio apartado del mundo, sin más compañía que su maleta, los billetes y la botella de whisky. Una escalera de metal desciende en caracol hasta la misma orilla del agua. No le tiene confianza, nota herrumbre en varios tramos. Los bordes rocosos muestran la huella de las perforaciones realizadas para colocar los barrenos. Piensa en la temperatura del agua. Estará helada. En ella deberá asearse; el baño no tiene ducha. El pozo del que sale la que se consume en la casa es más profundo, aseguró Miguel. Hay una bomba junto a la edificación, para subir el agua hasta el tanque. ¿Cómo ha terminado en ese rincón abandonado? Todo había parecido tan fácil al principio. La foto era única, inesperada. Se topó con ella de casualidad, en una trasnoche de insomnio, recorriendo críticas para decidir qué película ver online. Zombis teniendo sexo, ¡genial! Sobre una cripta, dos hombres desnudos, montándose. Carlos alucinó al ver la imagen. El pasivo, con sus piernas abiertas, descoyuntado. Los pómulos sangrantes, la boca abierta perdiendo baba. La pose era tan desarticulada como la del otro, de pie, empujando sus caderas contra el culo flaco. El pelo del activo era una greña, el ojo derecho pendía de un trozo de piel. Estaban medio verdosos, pálidos pero verdosos. La expresión de placer en ambos era increíble. Fue ver la foto y recordar el concurso. La descargó. Su idea original era copiarla, hacer un montaje similar en el
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══════════════════════════════════════════════════ cementerio de la ciudad, con un par de actores aficionados, de los que conocía muchos. Se animarían, pensó; el maquillaje los volvería inidentificables. Chequeó las bases del concurso provincial. La foto cumplía con los requisitos. Los organizadores se encargaban de destacar que en la categoría “Fotos artísticas” premiarían la originalidad de la composición. ¿Más original que esa? Jamás había visto algo similar. Veinte mil dólares. Dos años completos de salario; podía dejar de una vez el supermercado y recuperar sus fines de semana. O cumplir el sueño de viajar a Tailandia. Evaluó a qué actores convocar. Volvió al blog. Imaginación podrida, se llamaba. La última entrada databa de dos años atrás. Otro de los millones de cadáveres que deambulaban por el espacio virtual, como tantos satélites que forman basura en la atmósfera real una vez que han cesado en sus funciones. El blog era peruano, ni siquiera de Lima, sino de una ciudad llamada Tarma. Lo firmaba un tal Héctor Borra. ¿Qué jurado visitaría un blog de Tarma, Perú? Incluso podía variar un poco la posición de los personajes para que su foto se considerara original. Volvió a las bases, buscó la fecha de cierre. No había tiempo de hacer una nueva toma, el plazo de entrega cerraba al día siguiente. Carlos no lo pensó demasiado. Cambió los datos del archivo, le agregó su firma y envió la foto. Como esperaba, ningún jurado se percató del engaño. Recibió la comunicación: su obra era finalista. Le enviaron los pasajes, la invitación incluía estadía en un hotel cuatro estrellas y cena de gala. El acto se realizaba en una galería del centro de la capital. En la sala más grande, en tamaño gigante, fueron exhibidas las quince obras que aspiraban a los tres premios. Carlos observó, regocijado, que ante la suya se congregaba la mayoría de los asistentes. Se acercó, copa de champaña en la mano. No supo quién lo identificó. Al ver al pie de la foto, junto a su firma, el propio retrato enviado a los organizadores, comprendió que cualquiera había podido hacerlo. Recibió salutaciones de los funcionarios de cultura, de dos fotógrafos reconocidos y de una decena de visitantes, gente de buen vestir. Un llamado interrumpió la ronda de fotos con el autor; hora de la premiación. Carlos ajustó su corbata, tras dejar su copa vacía en manos de un mozo de cabello crespo. El escenario estaba en el fondo. En un extremo, una mesa con los tres jurados. Uno de ellos tomó el micrófono y disparó vaguedades, elogiando el nivel general de los trabajos presentados. El representante de la provincia dio un pequeño discurso, 91 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ resaltando la preocupación de su partido por el arte fotográfico. Por fin, el conductor anunció los premiados. Carlos resultó ganador de su categoría. Recibió el cheque de manos del presidente del jurado, un fotógrafo octogenario que se trasladaba apoyado en un bastón. El secretario provincial le entregó la foto ganadora, impresa en un marco de madera clara, con incrustaciones de plata en el frente, incluyendo la plaquita donde estaba grabada la leyenda: “Premio a la mejor foto artística”. Carlos tomó el micrófono; antes de hablar, observó a los presentes arracimados en las cercanías del entarimado. Comenzó por agradecer a jurados y autoridades, habló del valor y la audacia que iban de la mano con la originalidad, del esfuerzo y otras menudencias. Fue interrumpido dos veces por los aplausos. En uno de esos intervalos observó que, junto a la foto de los zombis, permanecía un hombre enjuto, de cabello canoso, largo, con una gorra escocesa y una pipa en la mano. El hombre, de lentes de montura gruesa, no prestaba atención a lo que sucedía en el escenario. Carlos encaró la parte final de su discurso, olvidándose del curioso personaje. Recogió más saludos, choques de manos, besos recargados de carmín y palmadas en la espalda. Copas de champán y palabras, palabras, palabras. El secretario lo invitó a dirigirse al comedor del hotel, donde cenarían. Camino a la puerta, Carlos se detuvo frente a la gigantografía de los zombis; querían tomarle una foto junto a su obra. Sonrió. Una voz, casi un susurro, se las ingenió para llegar a sus oídos. —No me engañas, Carlos Bunarena. Eso no es maquillaje. El premio te va a costar caro, a ellos no les gusta que se descubran sus secretos. Tienen muchos amigos, demasiados. Carlos no pudo volverse de inmediato, eran no menos de ocho los que hacían tomas. Cuando por fin se liberó de la pose, el hombre de gorra escocesa se alejaba, mezclándose con los tapados y las perlas de las señoras que abandonaban el salón. El secretario lo tomó del brazo, quitándole margen de maniobra. Durante la cena, Carlos aprovechó los altos en las conversaciones para repasar la frase del extraño individuo. No le había acusado de plagio, no había puesto en duda la autoría de su obra. Estaba libre, sus dólares no corrían peligro. ¿Qué los modelos no estaban maquillados? Se rió. El viejo estaba loco, ¿pensaba que de verdad eran zombis? Llegaron los últimos brindis. El secretario le dio nombre y dirección del banco donde le canjearían el cheque por los dólares. Carlos se acostó feliz, pleno. Sólo lamentó no tener el premio en efectivo para 92 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ poder contratar algún servicio de compañía. ¿Cómo podía imaginar su situación al siguiente anochecer? Este anochecer, porque ya anochece. Son las ocho, el sol se ha perdido detrás de los bordes rocosos de la cantera. Silencio. La temperatura ha descendido, Carlos se introduce en la construcción. Da varias patadas a la puerta. Toma la valija, se sienta en el sillón. La abre, saca los fajos con el dinero, juega con ellos. Vuelve a guardarlos. Toma la foto enmarcada. Los zombis parecen sonreír, además de gozar con su cópula. Extrae el whisky. Deja ambos elementos, foto y botella, en el piso. Va con la maleta al interior, la arroja sobre el colchón. Se agacha, saca la linterna para estudiar el cuarto donde dormirá esa noche. Tres bolsas de cemento apiladas, dos cajas de madera, trozos de artefactos irreconocibles. Una de las cajas está abierta. Carlos mira en su interior. ¿Cómo no va a haber olor a pólvora? La caja tiene dinamita. Hay un racimo, listo para usar, unido por una mecha. Carlos se estremece, busca un vaso en la cocina, encuentra una copa de vino entre los recipientes floreados. La escoge, a falta de vasos de cristal fino. Regresa al sillón y se sirve un whisky. Veinticuatro horas antes estaba exuberante, eufórico. Veinte horas atrás, dormía el sueño de los héroes. El vértigo de los hechos aún le asombra. La ventana abierta lo salvó. Y la tormenta, que se desató en el instante preciso. Con tanto champán, no hubiera despertado a tiempo. Se había acostado con la camisa y el pantalón encima. El celular y la billetera, en sus bolsillos todavía. El chaparrón atravesó el espacio abierto y cayó de golpe sobre su rostro, como si le hubieran lanzado un balde de agua. Carlos dio un brinco, insultó. Oyó el trueno. El trueno se apagó. Sonó la puerta. Golpeaban. La madera crujió. Saltó un trozo, una astilla. Intentaban romperla. Carlos manoteó el cheque —lo había dejado bajo el velador; se había dormido contemplándolo—. Saltó de la cama. Sonaron varios golpes, más de una persona quería entrar y robarle el dinero. Se asomó a la ventana, el agua lo castigó dándole de frente. Protegió el cheque, introduciéndolo dentro de la cajetilla de cigarrillos tras arrojar su contenido anterior al piso. Los goznes de la puerta cedieron. Carlos colocó los pies en el marco de la ventana, se tomó de los bordes y saltó. Como calculara, cayó sobre el toldo del patio. La tela terminó rajándose, pero el último tramo hasta el piso fue suave. Sin perder un segundo, descalzo como estaba, corrió hacia la salida. El conserje de turno dormitaba. El vasco Torrenz era su único amigo en 93 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ la capital. Lo llamó apenas se dio cuenta que tenía el celular, cuando pisó la vereda. Tuvo suerte, a las cuatro de la mañana no son bien recibidos los llamados, ni siquiera de un amigo. El vasco estaba en la cuadra de su panadería, empezando el trabajo. Le dio la dirección, él pagaría el taxi. No fue fácil, con su estampa; por fin consiguió que uno lo aceptara como pasajero. Frente al calor del horno, Carlos se secó las ropas. Entre mates, le contó al vasco del intento de robo y su providencial escapada —Tenés que irte de inmediato. —Primero cobro el cheque. —Pueden seguirte. —No les di tiempo. Igual, sin la plata no me voy. El vasco le prestó un par de zapatos. Torrenz vivía al costado de su negocio; le sirvió un desayuno con pan tibio y facturas recién horneadas, y lo llevó hasta el banco a la hora de apertura. Carlos siguió las indicaciones del secretario provincial. Recibió cuatro fajos con cincuenta billetes cada uno. Los colocó en los bolsillos del pantalón, aunque abultaran. En su billetera, en el bolsillo trasero, estaba el pasaje de vuelta. El vasco lo dejó en la terminal; se negó a recibir una compensación por sus favores. A las cuatro de la tarde, Carlos estaba en su propia casa, aliviado y feliz. Tan contento que comenzó a saltar y dar gritos. Se calmó. Colocó los billetes sobre la mesa de su cocina comedor. Había escapado, era tiempo de planear su viaje. Había escapado, ¿cómo pudieron llegar tan rápido?, ¿volverían a aparecerse esa noche? Imposible, murmura. Esta vez no tienen datos. Habla en voz alta, el silencio lo atemoriza. El escondite es bueno, recóndito, secreto. Aunque también es la opción final: no ofrece alternativas de escape. Bebe para calmarse. ¿Hasta dónde llegará el poder de la organización que lo busca? ¿Serán de la ciudad o de la capital?, ¿cuántos? Las preguntas se agolpan. Las paredes del viejo polvorín son gruesas, atesoran el sol de la tarde, hace calor en el interior. Carlos se quita la camisa, queda con una musculosa de frisa. Separa las piernas. Bebe otro trago, pensando en que cenará un sándwich de salame y queso, pese a contar con veinte mil dólares a dos metros de distancia. No piensa cocinar esa noche, tampoco los fideos o el arroz que ha llevado son propuestas estimulantes para el apetito. ¿Lo han traicionado los del concurso? Ellos tenían los datos, la habitación del hotel y su propia dirección, sabían dónde estaría. Los del concurso o cualquiera de la provincia. Esos datos pasaron por varias manos, centenares 94 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ de empleados tienen acceso a los servidores de la administración pública. Necesita un cigarrillo. Fumar acompaña sus pensamientos. Prefiere no encenderlo en el interior. Se coloca la campera y sale. El mecanismo le queda claro, le tranquiliza hallar una explicación racional que descarte la necesidad de una organización con extensiones impredecibles. Con la información con que contaban desde adentro, una simple banda de cuatro chorros era suficiente, los mismos que habían atacado la puerta de su habitación en la capital. Tras el fracaso en el hotel, los tipos contaban con su dirección para volverlo a intentar. No hicieron nada en el banco, ¿para qué? Lo dejaron retirar el dinero, sabiendo que volvería a su casa. Viajaron en coche, seguro. ¿Cuántas veces su madre había insistido con que levantara más el paredón del fondo? ¡Cómo lamentó, por la tarde, no haber oído ese consejo! Por allí debieron entrar, desde el baldío vecino. No se terminaban de acallar sus gritos de felicidad cuando oyó que alguien se chocaba el viejo tanque de agua, olvidado en el fondo del patio. Esta vez no dejó que llegaran a romper sus persianas para reaccionar. Corrió al dormitorio y colocó prendas en la valija. Escuchó pasos, parecían arrastrase sobre la parte del patio cubierta de cemento. Metió el dinero y salió a la calle. En dos minutos llamaba a la casa de Miguel. Le contó con rapidez lo que sucedía. Descartaron ir a la policía, no le pondrían custodia permanente. Miguel pergeñó la solución; le dio las llaves de la casa que estaba refaccionando. Como precaución extra, cambiaron de coches. Quedaron que al otro día, si no lo seguían, Miguel iría a la cantera y recuperaría el suyo. El amigo organizó todo, hasta le indicó que pasara por el supermercado chino para cargar provisiones. Él las completaría cuando le llevara el coche. Carlos aceptó, jamás lo encontrarían en esa cantera, que no figuraba siquiera en los catastros de la municipalidad. Se detuvo apenas por fiambre, fideos y arroz. Y whisky. No volvió a frenar hasta el acceso al predio; el camino se interrumpía junto a la tranquera, a cien metros de la casa. Un derrumbe había hecho desaparecer parte del tramo que conducía al fondo de la cantera, impidiendo continuar en auto. Por suerte, había llegado con luz natural. Esa misma luz que ha dejado de acompañarlo. Pita en la oscuridad, sus pulsaciones descienden. ¿Serán la nueve, ya? Dos pequeñas estrellas, cielo límpido. Mejor que no llueva, desconfía de la resistencia del techo de chapas. La suerte está cambiando. Los tipos estarán un par de 95 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ días deambulando por la ciudad; al no encontrarlo, se irán en busca de otra presa, tampoco es millonario. Apaga el cigarrillo con cuidado, no sea cosa que una chispa alcance las mechas del dormitorio. Se vuelve; percibe algo extraño al girar, fugaz. Son movimientos en la oscuridad, movimientos lejanos. El pastizal que circunda la cantera le impide distinguir con claridad, muchas sombras se entrecruzan. La luna se asoma, aún no en plenitud. Ve siluetas. Ignora si están dentro o fuera del predio, le es imposible calcular distancias en la penumbra. Una figura alcanza un punto más alto; hay un reflejo en la noche, es una silueta humana que avanza, bamboleante. Un sonido lo atrae hacia la dirección opuesta, como si viniera de la cantera. Escucha más ruidos, son pasos, es el pedregullo del camino desplazado por pies que avanzan. Un reflejo en el agua alumbra apenas la zona. Son cuatro o cinco, son hombres, caminan con torpeza, como si estuvieran borrachos. Carlos pierde la compostura, ingresa en la edificación. Cierra la puerta. Coloca una tranca, heredada de la época en que funcionaba la explotación. Arroja la campera al piso. Una idea lo aterra; lucha por quitársela, se golpea las sienes como si pudiera desalojarla del cerebro. Corre a la habitación, toma la linterna. Saca el dinero de la maleta. Piensa colocarlo con la dinamita. Oye los pasos, acercándose. Un derrape de piedras le informa que vienen también por el otro lado. Cambia de planes. Coloca el dinero entre las bolsas de cemento. Antes de salir, manotea el racimo de dinamita. Llega hasta la sala. Alza la dinamita. Abre la puerta, asoma la cabeza. La luna convierte la cantera en un estadio con iluminación nocturna. Son muchos, no podrá con todos. Vuelve a colocar la tranca, intenta no hacer ruido aunque sabe que es tarde. Se sienta. Va a tomar el whisky pero escoge la foto. La mira, la mira otra vez. No comprende, no acepta. ¿Serán las siluetas una creación de su miedo?, ¿una exteriorización de la culpa por haber birlado la obra de Héctor Borra? Recuerda el último mensaje enviado por Miguel, antes de perder la señal. “Encontré a Héctor Borra en Google. Murió hace dos años. Según la nota, se lo comieron unos chanchos salvajes”. Carlos alza el racimo de dinamita con su mano izquierda, en la derecha sostiene aún la foto enmarcada. Su postura es casi relajada, tendido sobre la tela azul. Le dedica un pensamiento al viejo de la gorra escocesa, ¡vaya que tienen amigos los amantes del cementerio! Es absurdo, es ilógico, es imposible. La puerta recibe varios embates, la tranca salta. Carlos toma el encendedor, prende la 96 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ mecha. Dos cartuchos caen del racimo, el resto se mantiene. Se rompe la base del tragaluz sobre su cabeza. Carlos no mira. Varias manos rozan la pared, cerca de su cabello. Son cinco brazos los que se introducen, girando en búsqueda de su presa. Carlos no sabe la cantidad, sólo sabe que son verdes, como los cuerpos en la foto que sostiene ante sus ojos mientras la mecha se va consumiendo.
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Ciudad Sitiada Yoendris Rafael Marín Saborit
I Santa Mónica es un pueblo maldito. Tuve por miseria nacer aquí, en los cerros que apenas se levantan alrededor del pueblo como una herradura. Por estas vueltas la naturaleza no ha sido muy pródiga. Todo es polvo y espinas, y para sacarle algo a la tierra hay que pelearse duro con los peñascos hasta que te salta la sangre de las manos. Dicen que hace mucho tiempo el valle fue fértil. Realmente no me acuerdo. Nací en Santa Mónica hace más de setenta años y desde que tengo memoria las cosas han sido iguales. Por eso se marchan. Nadie quiere acabar sus días en este rincón del mundo donde hasta Dios se asoma con tristeza y el viento sopla con desgano al atardecer. Se han ido a la ciudad vecina. Dicen que allá las cosas marchan mejor y se puede prosperar. Nadie ha regresado al pueblo. Recuerdo a Rosa, que fue a llevar a su hija agonizante; a Rigo Villareal; a Don Felipe, jugador empedernido al que solo le quedaba el nombre, pues lo otro lo había perdido en las apuestas. Antes eran pocos los que se arriesgaban. Había que llenar la alforja de tortas de casabe, carne salada y darse tres palos de aguardiente para soportar el paso de la mula ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ por aquellas lomas quién sabe durante cuánto tiempo. Pero todo cambió cuando reconstruyeron el ferrocarril. Desde entonces los lugareños se apretujaban en los dos cochecitos del tren, llevando consigo a los niños y sus escasas posesiones. Nadie ha regresado, por eso Santa Mónica está así, como muerta. Ya no hay quien alegre la plaza los domingos y cada día son menos los comerciantes en la feria. Igualmente se fueron el sastre y el único médico del pueblo. Ahora no tengo quien me atienda. Mis hijos se están preocupando porque dicen que estoy muy débil. Casi no salen de casa y cuando lo hacen regresan enseguida. Ellos no me entienden, pero yo también me quiero ir del pueblo. Quiero tomar un buen vino o ver a esas mujeres que, me cuentan, bailan desnudas. Desde que murió mi esposa no he vuelto a mirar a otra mujer, pero ya estoy cansado. Mi cuarto se había ido llenando de extraños, gente con caras serias y ropas tristes. Alguien le pidió a mi nieto que saliese, pero no obedeció. Se quedó en una esquina, donde lo asfixia un olor a medicinas y flores secas. Aún no han prendido las luces y unas sombras se mueven por las paredes como queriendo alcanzar el techo. Mi hija Mercedes encendió una vela que se derrite, ardiendo en un rincón del piso. Me pide que descanse, pero su voz tiembla y sus ojos se pierden por la ventana. Yo estoy quieto en mi camastro, rodeado de gente extraña que no me dejan ver la luz. II Escogí la madrugada para marcharme. No quiero que mis hijos se enteren y armen revuelo. Ellos no me entienden. Cuando se levanten ya estaré lejos. Si tengo suerte, hoy mismo podré coger el tren a media tarde. Si no, tendré que esperar al próximo sábado y eso les daría la posibilidad de encontrarme. Doy dos vueltas alrededor de la mula y reviso en la oscuridad que no se quede nada, incluyendo hasta el último centavo que he logrado juntar. Me subo en la bestia y con paso lento pero firme comenzamos a bajar hacia el pueblo por senderos áridos, casi invisibles a esta hora. No hay bosques en Santa Mónica, solo arbustos, matorrales que han ido absorbiéndolo todo. Sin embargo, a la mula no parece importarle y camina sin atender a las ramas que se le enganchan en las patas.
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══════════════════════════════════════════════════ Yo bendigo ese don del animal de no sentir el dolor como los cristianos. Ellos no le temen a nada, ni saben qué es bueno y qué no, ni se ponen tristes. Quizás por eso son tan tercos y nada más les importa llegar adonde van. Tienen suerte. Si yo fuera una bestia, ahora me podría sacar estos recuerdos del pecho sin que me doliera tanto. Pero no puedo. La cara de mi mujer me viene a la mente una y otra vez, como si quisiera decirme algo con los ojos tan llenos de lágrimas como aquella mañana. Las calenturas se la llevaron, a ella y a la criatura que traía, y no pudo dar a luz. Recuerdo que cada día amanecía más pálida. La tos se hacía más frecuente, salpicando de sangre la almohada y los pañuelos. Por eso deseo ser un animal, para no ponerme así ni llorar mientras cabalgo sobre una mula. Anselma no se me aparta del camino y por momentos me asustan sus ojos fijos, su boca fruncida como si me estuviera reprochando aquel viaje. Puede que sean los celos por aquellas muchachas de la ciudad. Yo trato de explicarle y sonreírle, pero se me queda el gesto en una mueca que me eriza la nuca. Ella sigue con la boca así, como que me va a hablar pero no me dice nada. Reaparece en silencio en cada recodo del camino y ya no sé si me cuida, si me guía o si quiere hacerme daño. Ni siquiera estoy seguro de que sea ella, porque nunca me había mirado de ese modo y sería incapaz de asustarme como lo ha hecho hoy. Por eso me alivio al ver que el trillo comienza a ensancharse hasta llegar a una de las calles de las afueras del pueblo. Queda poca gente. Uno se percata enseguida: las puertas están abiertas; las habitaciones, oscuras, cuando ya es hora de levantarse para atender la tierra ingrata. Apenas si se sienten los ruidos de los trastos en algunas cocinas donde los perros esperarían las primeras sobras del día. Las casas están en ruinas, con esa humedad terrible que se adueña de las paredes cuando han quedado abandonadas. Pocas familias han resistido la tentación y han decidido quedarse. Se les siente acallando las crías, alimentando y preparando las bestias. Entro a la única fonda que ha quedado abierta por un desayuno. Miro alrededor y descubro algunos bultos roncando sobre las mesas. Otros, desayunando, quizás esperan como yo el arribo del tren. Asimismo descubro algo más importante: ha desaparecido el miedo, aquel sobresalto que me acompañó durante el camino. No sé si por las luces de las casas o por los hombres de la fonda. Ahora solo pienso en el tren. No veo uno desde que era niño. Cargaba víveres, la correspondencia y algodones, pero al tiempo ya no 101 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ hubo mucho que cargar. Se fue envejeciendo hasta que lo echaron en un barranco cerca de aquí. Nosotros nos escapábamos de los ranchos y nos íbamos a jugar en aquellos cajones de hierros oxidados. Entonces se nos pasaba el tiempo muy rápido y los viejos salían a buscarnos con bejucos en las manos, temerosos de que pudiéramos hablar con algún forastero sobre la historia del pueblo. Han pasado tantos años. Me alegra la idea de ver un tren otra vez, viajar en él. Esta vez lo haría de veras, no como antes. Acabo el desayuno y me pongo de pie con impaciencia. No resisto esperar sentado en la fonda. Ha amanecido y afuera se reanuda la vida. Escucho el chirrido de las carretas, el repicar de los baldes en los pozos. Decido esperar en el ferrocarril a pesar del riesgo de que mis hijos me encuentren. Ya deben de haber notado mi ausencia; pensarán que ando cerca, recogiendo raíces y hojas para los brebajes. Al salir casi tropiezo con Paco Ramírez. Está, como siempre, en el suelo, recostado al borde de una mampara. Me mira con los ojos hinchados de tanto aguardiente. Justo cuando voy a sortearlo me sujeta una bota. —Eso es una trampa. Hubiera esperado que cualquiera hiciera eso, menos tú. Sabes que no nos debemos marchar. Creí que respetabas más la palabra y la memoria de tu padre. Yo me encojo de hombros y me sacudo la pierna, dándole la espalda. —La gente olvida muy rápido —insiste—. Parece que tú también. Sin girar la cabeza me subo a la mula. Me alejo a su ritmo acompasado, con las palabras de Paco retumbándome en los oídos. Él sabe que yo lo entiendo, que no olvido nada. Claro que no. III Al llegar al ferrocarril me doy cuenta. Hubiera podido describirlo con los ojos cerrados: el andén pequeño, ahora con numerosas grietas; los bancos de madera; las tejas rojizas. La sombra, como en todo el pueblo, escasa. Más a esta hora cercana al mediodía, cuando el sol cae con toda la rabia y uno no halla dónde esconderse. La tierra se me sube a los zapatos, empolva las maletas y los pantalones de los niños que corren entre risas. Los veo retozar y me extraña que mis hijos aún no hayan bajado a buscarme en el pueblo. Cualquiera les hubiera dicho que andaba por estos rumbos. Ellos saben que ya 102 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ no demoro mucho tiempo fuera de casa, que apenas hago visitas. Por eso me extraña, aunque después de todo, es mejor. No quiero darles más problemas. Ellos no quieren que me marche. Paco y Anselma tampoco. Al menos eso parecía querer decirme al bajar los cerros. Me recuesto en un banco a esperar, miro las montañas que rodean el pueblo. Es posible que a los viejos tampoco les hubiera gustado mucho la idea del viaje. Ellos eran muy severos en eso de no conversar con los demás, sobre todo si eran forasteros venidos en el tren. Recuerdo que durante mucho tiempo fue papá quien bajaba al pueblo a traer las mercancías y comprar los víveres. Cuando yo empecé a venir, me llenaba la cabeza de historias que solo él sabía. Entonces bajaba y subía como un fantasma por esos pedregales, hasta que descubrí dónde se escondían los otros de mi edad. Costó no pocas palizas, pero siempre volvíamos a escaparnos y a escondernos sin entender aquel miedo incontrolable que sentían cuando algún extraño se nos acercaba. Con el tiempo vino la calma. Dejamos de ir a las ruinas del tren y supimos toda la verdad. Nosotros también tuvimos miedo. Y de nuevo los años curándolo todo, intentando borrar esas cadenas invisibles del pasado, que como el rostro del Anselma, se empeñan en regresar una y otra vez. Mis hijos no saben. Este viaje podría tentarlos, pero no, todavía no. Santa Mónica es su lugar. Un silbido profundo atraviesa el aire anunciando la cercanía del tren. El suelo se estremece y la gente comienza a agitarse. Recogen sus cosas, se sacuden y, aun sin ver siquiera la chimenea, caminan hacia las vías. Yo estoy nervioso. Apenas miro por última vez la bestia atada a un árbol y la bocacalle que no me trae ninguna cara conocida. Me apuro donde los otros y veo llegar la locomotora con ese chirrido inolvidable desde la infancia. Viene como salida de un horno, con ese olor penetrante a hierros y sol. Los coches están vacíos. Antes venían forasteros a comerciar y a hacer fortuna. Pero, ahora, ¿qué se puede hacer aquí? Los viajeros se arremolinan alrededor de las puertas de los coches. Yo me quedo parado frente a la locomotora, con el corazón queriendo salírseme del pecho. Tanto tiempo, me digo, y paso las manos por las paredes sucias. Aún están calientes. Me angustia tener que marcharme del pueblo. No pude despedirme de mis hijos. Es lo que más me duele. Eso y lo que ellos y los demás piensen de mí. No sé si llegarán a comprender. Claro que pudieron bajar de las lomas para llevarme de vuelta o despedirme, pero hasta esas cosas uno perdona. Son los hijos. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ El andén ha quedado desierto. Un nuevo silbido me dice que es hora. Me subo a un coche con los ojos húmedos, sin llegar a ver la cara del maquinista que me arranca de Santa Mónica. Me acomodo en uno de los asientos que ha quedado libre. Froto mis manos y no quito la vista de la ventanilla, donde el andén ha ido desapareciendo suavemente. Comienzan a pasar fugazmente las calles del pueblo. A lo lejos, las montañas parecen estar ardiendo y forman una muralla alrededor del valle. De niño llegué a creer que aquellas lomas estaban allí para protegernos del mundo. Luego pensé que podía ser justamente lo contrario. Hoy no pienso nada. Solo son lomas infértiles que dudo signifiquen algo. Santa Mónica ha quedado atrás. Mirado en la distancia, no parece un pueblo sino sus ruinas, un recuerdo que se pega a las nubes rojas del atardecer. El desierto se impone. Lo último que he visto son los cerros. Por la ventanilla entra un aire caliente que me obliga a cerrar los ojos para que no se me llenen de arena. Los arbustos casi han desaparecido y solo se ven zarzales y plantones de hierbas secas. En el coche los pasajeros se acomodan. No sé cómo pueden estar tan tranquilos, como si nada fuera a pasar al final del viaje, como si pudiéramos decidir bajarnos ahora y regresar a casa aunque fuera caminando a través del desierto. No entiendo por qué se aventura aquella mujer con sus tres niños. Pudiera estar desesperada, pero no debió traerlos. No a ellos, que con ingenuidad juegan agitando las manos por las ventanillas. No reconozco a ningún viajero. Solo el señor de la esquina me parece familiar, con sus ropas viejas y los zapatos remendados. Se levanta y viene hacia mí, retirando el sombrero de su cara. —No podía dejarte solo. O, más bien, no quería quedarme solo —dijo abochornado Paco Ramírez, y se sentó frente a mí con una excusa. No salgo de mi asombro. Ahora soy yo quien se desconcierta. Hace muchos años que no lo veía tan sobrio como ahora. —Tal vez tienes razón y ya es hora de olvidar. —Tal vez es demasiado tarde —respondí, y mis ojos se perdieron en la soledad de desierto.
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══════════════════════════════════════════════════ IV Santa Mónica es un pueblo maldito. Nada que se levanta sobre la muerte corre otro destino. Por eso me voy a pesar de ciertos recuerdos, de una promesa incumplida. Me incomoda entonces la actitud de Paco, hurgando en el pasado cuando solo quiero dejarlo todo atrás e irme sin remordimientos. Santa Mónica no siempre fue como hoy, ni sus pobladores tan dóciles y escurridizos. Ni siquiera fue ese su verdadero nombre. El Renacer, prisión El Renacer. Así se llamó hasta hace poco más de un siglo, cuando azotó la epidemia. El gobierno les negó la ayuda y hasta el propio ejército retiró sus tropas cuando ya comenzaban a enfermar. A los infectados los encerraban aislados hasta que morían reventados por las fiebres, inundando el valle de quejidos moribundos. Solo algunos campesinos que no habían abandonado la zona y un puñado de reos lograron sobrevivir, y se marcharon a los cerros. Mi padre, que había sido funcionario público, decidió quedarse. Allí rehicieron sus familias y se escondieron durante años, viendo temerosos cómo aún los animales se morían en el valle. Un buen día le prendieron fuego a todo, a ver si se acababa de una vez aquella mala sangre de la tierra. De ese modo comenzó el temor de la gente por las fiebres. Nadie recuerda de quién fue la idea: de a poco comenzaron a bajar, al no aparecer los militares. Mi padre nunca quiso bajar de los cerros, no se sabe si por el temor o la maldición. En aquella casa estableció su familia y bajó solo una vez a construir un pedestal con una cruz en memoria de los difuntos, en especial de Mónica, aquella monjita encorvada que no quiso abandonar a los enfermos. Paco Ramírez sigue hablándome sin descanso. Afuera ha caído la noche y solo se adivinan las sombras de los arbustos. Progresivamente, un resplandor sube al cielo e intuyo la ciudad, pero los ojos se me cierran sin poder evitarlo. Es incomprensible, pero siento las voces de mis hijos y sus manos en mi frente. Un paño húmedo refresca mi cara, se desliza por la cabeza goteando sobre la almohada. Tengo frío. Otra vez me tocan. Un segundo paño me recorre ahora el cuello y los brazos. “Trae más agua y llama a Mercedes, que ella sabe de estas cosas”, les escucho murmurar y siento unos pasos que se alejan pesadamente. Comienzo a ver la ciudad a través de la ventanilla. Una muralla interminable la rodea. Por encima de sus torreones, un vapor multicolor desaparece. Atravesamos un 105 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ portón y las cosas empiezan a resultarme extrañamente conocidas. Los jardines están bien podados. Las calles son estrechas y están llenas de luz y de estatuas blancas de mármol. “Creo que está peor”, le oigo decir a Mercedes. “Y eso que no supo lo de Paco”, continúa y su voz se confunde con el suave movimiento del tren. La ciudad me decepciona. La veo tan triste como Santa Mónica. Las casas parecen vacías. Solo me animo cuando nos arrimamos al andén y reconozco las caras de Rosa y Don Felipe. El tren se detiene. Todos se lanzan a la plataforma donde sé que una mujer me espera. Junto a una columna, le revuelve los rizos negros a una niña. Ahora no sé si debo abandonar el tren, pero Anselma sonríe feliz y tampoco quiero regresar a casa.
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Partita y sombrillas chinas Nelson Specchia
A Marta Argerich, en el Verbier Festival
La pianista se sienta en la butaca negra. El escenario es negro, el gran Steinway & Sons de doble cola es negro, como el piso, las delgadas maderas de sostenidos y bemoles, y los zapatos negros y sencillos de la concertista. Los tres pedales de bronce y los zócalos de las patas del piano son las únicas motas doradas en toda la escena. Por eso las figuritas de damas chinas que adornan la blusa de la pianista destacan tanto. Ella se sienta en el negro taburete, rodeada de negro, y resaltan las figuritas pintadas, cada una con una sombrilla haciendo juego con los hanfu y los hanzhuang de sedas teñidas con colores primarios. Las túnicas yi de las damas chinas vibran con cada movimiento de los hombros de la concertista, que se inclina y su abundante mata de pelo largo, ya gris, le cae sobre la cara. Johann Sebastian Bach ha debido de tener el mismo problema con los bucles de su peluca entalcada al componerla (no se han conservado las partituras manuscritas, la crítica la cataloga con el nombre, casi automovilístico, de BWV 826). La pianista aparta el pesado cabello con un gesto de la cabeza y comienza la segunda partita con los compases de la ═════════════════
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SINFONÍA que se alargan en un introito permanente, como si la timidez pudiera con ellos. La mano izquierda invita, la derecha contesta, pero ambas vuelven a frenarse. Simulan dos jóvenes subiendo una escalera: ella sube dos escalones, él la alcanza; se detienen, ahora avanza él, un sólo paso, ella da dos, él vuelve a alcanzarla. Se toman de la mano, suben —de golpe— juntos algunos pasos, y se detienen de nuevo, quizás a mirarse. Ahora descienden, con pasos que aceleran, hasta un rellano de la escala, y giran, primero suavemente, luego acelerando. La sinfonía ya adelanta lo que será el cénit de la partita, en el movimiento final, en el capriccio, cuando las manos de la concertista operen el milagro de la velocidad envolvente, de la urgencia del misterio. Ahora son sólo unos giros que se aceleran por momentos. Las escaleras han desaparecido, los círculos se resuelven en el breve tramo de dos octavas, las manos casi se cruzan, primero la derecha —quiero suponer que es el paso de la muchacha—, luego la izquierda, pero sin esos semitonos graves, masculinos, del comienzo de la sinfonía: ahora, al final, cuando ya se acerca el movimiento de la allemande, la mano izquierda tiene una coloratura andrógina, junto a la derecha, casi identificándose, colándose bajo los dedos de la gran mujer que gobierna el espacio negro, una tumba llena de rostros en penumbra, donde todos contienen la respiración para que nada, nada, nada afecte esa delicuescencia que impregna, como un vapor sonoro, las ondas que magnetizan e inmovilizan a todos. El breve interludio de velocidad, el augurio del capriccio final, ha pasado: los codos de la pianista vuelven a relajarse, las damitas chinas de su vestido se estiran sobre la seda con sus sombrillas de colores, y las manos casi juntas de la mujer comienzan a dibujar la ALLEMANDE con una suave brisa, una frescura de sosiego tras ese momento de aceleración gravitacional con que se cerró la sinfonía. Las manos de la dueña absoluta del piano han engordado, ya no son aquellos dedos finos y largos que conquistaron, hace casi medio siglo, al mundo ejecutando la 108 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ Sexta Polonesa, la Heroïque del Opus 53, en el concurso Fryderyk Chopin de 1965 (luego vendrían varios Konex, y una media docena de Grammys). También su cuerpo se ha ensanchado con los años, pero los millones de miradas se centran en sus manos, esos dos apéndices míticos que vuelan por el teclado, que lo acarician, lo rozan, parecería que no llegan a hundirse en las largas teclas de un blanco amarfilado, sin embargo la fuerza del golpe siempre es el justo, la presión que establece el equilibrio perfecto para que el golpe del martillo de madera sobre las cuerdas tensadas sea el único posible, el que está en la mente de todos, pero que sólo esas manos parecen capaces de lograrlo. Los simples zapatos negros de la pianista pisan el pedal que levanta las cuerdas, y el sonido adquiere gravedad, queda resonando en un vibrato atmosférico, hasta que el pie se retira del pedal, el encordado del gran piano de cola baja y el contacto con la madera apaga la vibración suspendida en el aire. La calma de la allemande es irónica con su nombre: vaya a saberse por qué el genio de la peluca le puso ese nombre al movimiento menos alemán de toda la partita. Pero se anima hacia el final, las damitas chinas del vestido revolean un poco las faldas de sus hanfu, y la mujer levanta suavemente la vista del teclado, mira hacia la nada (hacia una nada muy concreta, ubicada a su derecha y levemente por encima de la línea del horizonte que marca la tapa levantada del piano), recupera de su prodigiosa memoria pentagramada el próximo movimiento, y con una sacudida en sus cabellos grises comienza la COURANTE con un ritmo de golpes y galopes. El teclado, que se había apacentado en la allemande se despierta de pronto, se alza en el esplendor del barroco. Es una música evocativa, aquí están de nuevo las escaleras de los primeros minutos, aquellas que corrían hacia arriba y hacia abajo dos jóvenes amantes. Hay una ilusión de salir, de elevarse. Pero es una ilusión fugaz, momentánea. La courante es el movimiento más corto de toda la partita, y finaliza cuando apenas ha esbozado unas imágenes de espirales doradas y de humo de incienso. Tan breve suspiro, se agota y desaparece con la misma discreción que llegó, y en el silencio del final la concertista comienza los razonamientos intelectuales de la
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══════════════════════════════════════════════════ SARABANDE que no puede ocultar su estructura de diálogo, de conversación entre las dos manos, que ahora han dejado la cercanía, la proximidad, y toman cada una su rumbo en el extremo del teclado. La derecha inquiere, aguda, con parsimonia, y se relaja mientras la izquierda comienza la respuesta, cercana pero siempre distinta a la figura que acaba de esbozar su compañera. Algo de gitano hay en ese diálogo, más adecuado a la dulzura del violín que al golpe de las teclas de marfil y alabastro. Algo de gitano, como esa pulserita de cuero rojo torcido, de dos vueltas, que la concertista lleva en su muñeca diestra, desde hace años. No hay en ella más adorno que esa simple tira de cuero torneado, debe de ser la artesanía hippie más vista del mundo, porque los millones de ojos que siguen las pulsiones de la mano de la pianista no pueden esquivarla, en su humildad y simpleza gitana, como el diálogo de la sarabande. De golpe una imagen, o un recuerdo, o un rostro, cruza por ese pentagrama invisible que la mujer tiene rayado en su sangre, y sonríe, suave, débilmente: alguien tocó con ella este trozo, otras manos acariciaron las suyas al final de la cadencia romaní de la sarabande, y su memoria táctil las ha traído ahora. Pero la parte blanda de la partita está a punto de culminar, y se acerca la guerra y el caos: no hay lugar ya para debilidades. La mujer levanta la vista del teclado mientras sus manos, como si tuvieran vida propia, siguen dibujando los acordes finales del movimiento. Ella mira el vacío, saluda a esa imagen fugaz que ha pasado a visitarla, y la despide. El visitante entenderá que el escenario es el lugar más solitario del planeta, que sólo puede estar ella, porque el caos se acerca. Lo mira en el infinito negro con que la han rodeado, y le lanza un beso, afectuoso, al aire. Baja nuevamente los ojos, y comienza la guerra.
RONDEAUX Las partitas fueron de las últimas composiciones inventadas por el genio barroco de la peluca empolvada, hacia 1730; para entonces ya era el músico más importante del 110 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ mundo y había escrito, experimentado y ejecutado todo lo que se conocía y algunas cosas más. La mano que escribe las partituras de las partitas es una mano libre, que ya está de vuelta de todo, y que parece decidida a probarse a sí misma los propios límites. Si se las compara con el conjunto de piezas anteriores, las suites francesas y, sobre todo, las suites inglesas, en las partitas Johann Sebastian Bach se suelta: son las más libres y, por eso, las más difíciles. Pero el alemán tenía por entonces, para probar este límite a su genio y a su físico, apenas unos pesados, duros y lerdos claves; ¿intuiría quizás que en un ignoto futuro una mujer de uno de los extremos excéntricos del mundo denominado Argentina tendría la capacidad de hacer realidad ese traspaso de límites, de bordes, de fronteras? El rondeaux es impetuoso, comienza a golpear las maderas blancas con un brío inusitado. Todo lo anterior fue un camino, un largo introito al torbellino, y ahora estamos en el torbellino y el aire comienza a dar vueltas. Púm pumpumpúm pum, pum púm pumpumpú, las manos saltan y casi se chocan, pero no llegan a estrellarse, porque un oportuno trino vuelve a ubicarlas cada una en su línea de fuego, y retoman la suite, primero al trote, luego al galope, y se lanzan a la carrera. El sonido girando en el aire comienza a envolverlo todo, los rostros en la penumbra se tensan, los cabellos comienzan a erizarse, las caléndulas blancas que marcan el filo del escenario se ponen tiesas, y sus pabilos y estambres liberan de pronto el perfume adormilado. Hay docenas de intensidades diferentes en el golpe de los dedos de la ejecutante, la mezcla de esas fuerzas diversas componen un prisma desordenado, retorcido. Recuerdo de pronto un soneto elaborado por un alumno mediocre, que escuchaba todos los días estos gradientes en la ejecución de la pianista: Cada tarde, a las cinco, tomaba las partituras. Cruzando la vía y la plaza de piedra me esperaba el grave conservatorio, que olía a jazmines y a pianos. Yo cerraba los ojos al acariciar la fría escala en do menor, y esquivaba la imagen de tu mano, que sabría encontrar el golpe exacto, el tono ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ y sonidos fugaces y medidos: odisea de nervioso trino, veloz como diez rayos metidos en diez dedos, marcando el camino del genio con compases retorcidos. Con el perfume de las calas y la electricidad estática de los cabellos erizados, las damitas chinas del vestido de la mujer también se han despertado. Un golpe de hombros de la pianista, al compás del galope tendido del rondeaux, las pone en movimiento. La mano derecha de la concertista ya no esboza laxas caricias, sino que es el timón de los rayos: se ha agarrotado, cerrándose sobre sí misma, y dispara a una velocidad que el ojo no puede seguir, y sin transición, encadena el último compás del rondeaux con el primero del CAPRICCIO y el aire se hace aún más liviano. Hay temor, temor reverencial. La primera que abre la sombrilla, quizás para protegerse de ese vendaval de hermosura que hiere, es la damita china con el hanfu de seda roja, que se ubica en el brazo derecho del vestido de la pianista; sus colegas no tardan en seguirla. En la sala alguien tose, nervioso, intentando quebrar la atmósfera mágica que el velocísimo capriccio ha impregnado en el ambiente, pero no lo logra, el silencio negro lo aplaca al instante. Las damitas abren y cierran sus sombrillas en la blusa, y su dinámica se imprime en los brazos de la mujer, en su cuello, en su cintura, y en las ondas que el torbellino de la partita ha desencadenado y que encuentra su clímax en la octava central del piano, a equidistante distancia del arpegio que, como una luz, ejecuta la mano derecha, y el grave acorde con que la izquierda lo consolida. Las sombrillas abriéndose y cerrándose han terminado por elevar a la pianista, que ya no apoya los pies calzados con los simples zapatos negros en el suelo, junto al pedal de bronce del Steinway & Sons, que se arquea, perdiendo sus líneas clásicas y curvas, se desfonda, las largas cuerdas se cortan sin producir ningún ruido que altere el capriccio volador, porque ya la concertista vuela, impulsada por las sombrillitas de las 112 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ chinas de su blusa, flota en horizontal, apenas las puntas de los dedos todavía alcanzan el borde de las teclas blancas, que también comienzan a desprenderse del negro sarcófago del Steinway y a flotar, como los zapatos, las calas, los asistentes —que giran también, mudos y absortos, en el ciclón de la partita— y como la gris mata de pelo de la pianista que, antes de perder el último contacto con el piano y dejarse llevar por el vendaval aireado de las sombrillas, manotea y alcanza su pañuelito de papel, que ha dejado, como siempre, en la esquina más aguda del encordado.
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Proyecto para un final feliz Alberto Palacios Santos
Enero no es un buen mes para volar a Finlandia. Lo cierto es que mi temor a volar es el mismo en cualquier época del año, por tanto no me importó demasiado meterme en un avión justo en unos días en los que media Europa hibernaba bajo un manto de nieve. Hacía algún tiempo había escrito un libro de relatos que mi agente pensó que era ideal para las largas noches nórdicas, sorprendentemente un editor finlandés con un especial cariño a las novelas de escritura seca y agrietada, es decir un fanático de la narrativa española, se interesó por ese volumen, así que sin apenas quererlo las causas se fueron enredando con los azares, la idea de un viaje a Finlandia fue adquiriendo realidad y después de las Navidades acabé comprando un billete de ida y vuelta a Helsinki. El vuelo no fue tranquilo —no puede ser sosegada una actividad tan poco natural para un ser bípedo—. La salida se retrasó más de dos horas por el temporal que afectaba a todo el norte de Europa y, cuando al fin despegamos, empezó un viaje horrible en el que las tormentas iban y venían alegremente por el firmamento como las azafatas por el pasillo central de la cabina. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ En medio de una tempestad en la que creí ver por la ventanilla a todos los dioses del panteón nórdico brindando por nuestras almas, una azafata finlandesa con aspecto de azafata finlandesa se acercó a mí, encendió la lucecita que tenía sobre mi cabeza y me sonrió. Cuando aterrizamos me dijo algo en francés y yo dije que sí, o que no, o que gracias, que ya me encontraba bien. Tenía las piernas largas de las azafatas de las películas y un uniforme que igual podía ser de auxiliar de vuelo como de policía de Los Ángeles. Busqué su nombre a toda prisa en su placa, en el bolsillo de la chaqueta, en algún bordado… pero solo encontré sus pechos, y un pañuelo rojo anudado al cuello, y la triste sensación de que la desnudaba con la mirada. Después de recoger la maleta estuve deambulando por el aeropuerto, sin atreverme a salir; mi subconsciente debía creer que, de alguna manera, allí dentro seguía unido a ella, y que si dejaba aquel recinto no volvería a verla. Compré un periódico escrito en sueco, entré en un par de tiendas y por fin me senté en una cafetería, en un sitio que yo creía estratégico, ideal para ver pasar a pasajeros y miembros de las tripulaciones. Pasaron muchos, gente de todo tipo y aspecto, viajeros y tripulantes de todos los países conocidos y de todas las compañías de vuelo, unos sonrientes, otros malhumorados y, la mayoría, empujando los restos de su vida sobre un carrito metálico. Tomé alguna nota, hice fotos con el móvil y hasta me sobresalté dos veces cuando pasaron grupos de azafatas a buen paso como si fueran a buscar a algún pasajero rezagado. A la hora y media dudé entre pedir el tercer café o marcharme, miré mis papeles, abrí mi agenda y revisé la reserva del hotel. Decidí llamar para decirles que llegaba con retraso, después salí para coger un taxi. El tiempo era horrible, una ventisca violenta cargada de nieve me abofeteó la cara, el cielo tenía un gris que en esa parte del mundo tendría algo que ver con la realidad, pero que yo nunca había visto. No había ningún taxi. Un señor con traje azul y aterido de frío me dijo en francés —por alguna razón siempre que salgo de España me hablan en francés— que el tráfico era caótico en el centro y que iba a poner una queja al aeropuerto. No entendí nada. Delante del hombre iracundo había una fila congelada de viajeros a la espera de un vehículo; alguien se quejó en un idioma escandinavo y un par de niños lloraban en lenguas nórdicas en algún lugar indefinido de la cola.
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══════════════════════════════════════════════════ Odio las colas. Sí, como todo el mundo, pero yo más: las colas son el trasunto de la incertidumbre y la paciencia, y yo tengo ambas virtudes descompensadas. Di la vuelta decidido a pasar la noche en el aeropuerto. No tenía mi cita con mi editor hasta el día siguiente a las once; me convencí de que para entonces la situación no seguiría siendo tan mala y que, si maldormía, quizás llevaría a la reunión un aspecto descuidado y medio interesante, más cercano al que ofrecen mis libros, y me tomarían más en serio. Volví a mi mesa del café dispuesto a acabar con la producción de Colombia, pero estaba ocupada —la mesa, no Colombia—.Di la vuelta en busca de otros cafés, pero solo encontré establecimientos de comidas rápidas pintados de colores chillones, así que busqué una librería para abastecerme para la noche. Di un par de vueltas entre los estantes con la idea íntima y absurda de encontrar mi nombre entre aquellos autores. No estaba, pero reconocí un par de libros no demasiado malos que ya había leído. Compré otro periódico, esta vez en inglés, y una revista con aspecto de estar hecha con papel reciclado y de la que no fui capaz de traducir el título, así que acabé poniéndola del revés como en una broma tonta y solitaria. En medio de aquel caos nórdico pensé que quizás mi revista era lo único que estaba boca arriba y que el resto del mundo, es decir yo, el aeropuerto, Helsinki y Europa entera estábamos patas arriba. Fue en medio de ese pensamiento delirante cuando la revista empezó a pesar. Y después, a tomar autonomía y girarse, como obedeciendo a una ley gravitacional que le impedía estar boca abajo. Una vez recolocada correctamente y en un delirio de libre albedrío, bajó unos centímetros emergiendo al otro lado, como una sirena nórdica, mi azafata, ya de paisano, sin su uniforme azul, sin su pañuelo, pero con aquellos ojos sonrientes que vi por primera vez durante la tormenta, en pleno banquete de los dioses. —¿Entiende el finés? —Si lo que usted me dice ahora es en finés, sí. En caso contrario, creo que me quedó pendiente en el instituto. —Es una revista de tendencias. —Entonces estaba bien del revés. Rió y yo me sentí como si tuviera dieciocho años y hubiera hecho reír a Miss Finlandia. —¿Va a coger otro vuelo? ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ —No, me quedo aquí, pero hace un tiempo horrible y no hay un solo taxi fuera. —Aquí dentro no van a venir a buscarle. —Lo sé —simulé reír—, pero prefiero esperar; hace demasiado frío para mí. Estuvo mirándome con detenimiento y cuando acabé de hablar seguía mirándome con el mismo detenimiento. —Tiene hotel, supongo. Estuve tentado de decirle que no, fantaseando a mil por hora con la posibilidad de que me llevara a un piso cálido y pequeño del centro de Helsinki —suponiendo que Helsinki tuviera centro—, un piso de soltera con carteles antiguos de compañías aéreas en las paredes, con un hervidor de agua susurrante, estanterías repletas de chocolatinas azules y novelas negras y, al fondo, una ventana de cristales gruesos tras los que ver toda Europa congelada. Pero soy novelista y por tanto nunca miento, así que le dije el nombre de mi hotel, su dirección y hasta el apellido de la señorita de recepción que me atendió en un inglés impecable. —¿Cómo es un inglés impecable? —Volvió a sonreír con sus ojos. —Es como el suyo, pero sin la sonrisa… y sin arrastrar las erres. Me tendió la mano, o soñé que lo hacía, y dejó de arrastrar sus erres para arrastrarme a mí al mundo, al exterior congelado, al infierno gélido por el que inevitablemente hay que pasar si se quiere calentar la vida. Salimos de la terminal, una bocanada de aire frío nos sacudió en la cara, caminamos hacia la enorme cola de mortales que esperaban un taxi y les adelantamos por la derecha. Yo seguía a aquella desconocida sujeto como un náufrago a mi maleta amarilla, mientras ella iba agarrada a una maletita azul llena de prendas minúsculas y erres mayúsculas que arrastraba por el piso encerado. Según avanzábamos iba creciendo en mí una sensación de privilegio, de orgullo infantil que casi me hacía daño en el pecho. Llegamos a un mar de coches de colores aparcados de forma milimétrica, ordenados como si aquello tuviera algún sentido, alineados como si acabaran de salir de la factoría. Ella caminaba un poco por delante de mí y yo, un poco por detrás, apenas un metro, cien centímetros desde los cuales disfrutar del movimiento pendular de su coleta amarilla, acompasado a mis propios pensamientos, que iban y venían de Madrid a Helsinki, que salían de mi ático mínimo de hombre pequeño, que viajaban por el metro 118 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ (yo siempre fui un escritor subconsciente y subterráneo), que cruzaban Europa y se acercaban de forma vertiginosa a las caderas infinitas de esa desconocida. Hasta que la desconocida se paró en seco y me dijo algo en su idioma. Y yo, que de los idiomas que ignoro solo sé palabras sueltas e inútiles, quise entender que me pedía la vida o la hora; pero cuando hice el gesto de mirar el reloj, sonrió, me tapó la esfera con una mano y me señaló un automóvil –pequeño y azul, como su maleta– con la otra. —Entra —dijo en español. Y entré. La temperatura de su coche pasó de cero a cien en diez segundos. Según salíamos del hueco del aparcamiento pensé, con una mezcla de envidia y excitación, en mi maleta, que descansaba en el maletero pegada a la suya. Miré por la ventanilla: ella conducía con habilidad por un laberinto de calles hechas de viento y coches aparcados. Los limpiaparabrisas gemían mientras quitaban la nieve con dificultad y dejaban en el cristal marcas que dibujaban mapas de ciudades desaparecidas o perfiles topográficos de algún planeta tan lejano como me sentía yo en esos momentos de mi casa, de mis clases, de mis libros escritos y por escribir. Salimos del aeropuerto por una zona privada. Una valla negra y amarilla se abrió a nuestro paso y tomamos una carretera estrecha que, en un par de minutos, nos condujo hasta la autopista que llevaba a Helsinki. El tráfico era denso, pero ni mucho menos había atasco. Si vivieran en Madrid o en mi cabeza, sabrían lo que es un verdadero atasco. Ella, de la que aún no sabía su nombre (¿Taimi, Henna, Sirka?), conducía con suavidad, con la mirada fija en el horizonte y las manos muy quietas sobre el volante, del que solo las separaba un instante para mover la palanca de marchas o para retirarse un mechón de pelo que se había escapado del perfecto orden de su coleta. No comenzó a hablar hasta que la ventisca cesó y los limpiaparabrisas dejaron de quejarse. —Lo siento —dijo—, no soporto ese chirrido. —Lo entiendo, a mi me pasa igual con algunos ruidos. —¿Cómo con las erres arrastradas?
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══════════════════════════════════════════════════ —Qué va. —Me ruboricé como un adolescente—. En realidad me encantan las erres arrastradas. Casi podría decir que me gusta todo lo que se arrastra, las maletas con ruedas, los trenes, los amantes despechados… Es por eso que lo paso tan mal en los aviones. —Podías haber cogido el autobús. —¿Para venir a Finlandia? Se echó a reír, esta vez con la boca y con los hombros. —¡No, hombre! Para ir al centro, a Helsinki. Hay un autobús que sale del aeropuerto de Vantaa cada cuarenta minutos. —¿Ah, sí? No lo sabía. Si me lo hubieras dicho… Me arrepentí de aquella última frase en cuanto salió de mi boca. Por suerte ella se lo tomó con normalidad, como allí se tomaban el temporal, el frío o la falta de luz. Una frase torpe o descortés no iba a cambiarle el humor. —Estoy contenta. Llevo toda una semana fuera de casa; me apetece llegar, tomarme un baño, relajarme y, mañana, ir a ver mi familia. —¿No viven en Helsinki? —No, mis padres viven en una ciudad pequeña, en el norte, llamada Kemi. —No lo había oído nunca. ¿Es bonita? —Oh, sí. —Sonrió—. Su escudo tiene un ancla y un salmón plateado. No supe qué responder a eso, así que no dije nada. Fuera comenzó a llover, un agua nieve muy suave que le daba a la luz artificial de las farolas un aspecto indefinido, como si todo estuviera a punto de ser borrado. Pensé en sus padres, altos y con aspecto juvenil, en medio de una casa de madera pintada de rojo, ambos muy finlandeses y afectuosos, recibiéndome con palabras amables, sonrisas francas y golpecitos en la espalda. Me acordé también de mis propios padres, en su casa de piedra, en mi barrio sucio de mi pequeña ciudad amarilla y sin anclas ni salmones en su escudo. Al acordarme de mí y de mi casa, me sentí muy extraño dentro de aquel país y de aquel coche. Busqué decir cualquier cosa para salir de aquella irrealidad, para que aquella mujer, de la que aún no sabía su nombre (¿Hella, Aina, Seija?), no se asustara, no se arrepintiera de haber invitado a aquel viajero a asomarse a su vida. ¿Qué podría decirle? Podría hablarle de mis libros, del volumen seco y agrietado que vengo a 120 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ presentar a un editor finlandés, de mis historias graves y perfectamente desordenadas, de cuentos hiperrealistas en los que escritores vulgares acaban destrozando su vida para salir de la normalidad, historias en las que describo a mujeres sin nombre, fuertes e inmensamente bellas con la excusa de hacer que hombres vestidos con mi heterónimo las desnuden en capítulos sucios. Mejor no. Podría hablarle de todo lo que sentí cuando la vi. De cómo me fijé en sus pechos leves, pero firmes, cuando fue a protegerme en medio de aquella tormenta. O mejor le podía hablar de mi fobia a los aviones, y a volar, y al frío, y a volar de nuevo. ¿Me dejarás quedarme en Finlandia? ¿Podré vivir en tu piso? ¿Podré ir a ver a tus padres a ese pueblo de nombre congelado? Si alguna respuesta es sí, deberás, por favor, decirme tu nombre —te recuerdo que aún no lo sé (¿Erika, Unelma, Elisabet?)—, y quizás algún diminutivo o apelativo cariñoso con el que pueda llamarte. Los limpiaparabrisas volvieron a ponerse en funcionamiento, la lluvia se hizo más intensa y ella volvió a fijarse solo en la carretera. Algunos carteles indicaban que estábamos cerca de Helsinki y, en medio del quejido de los cristales del coche, ella me preguntó de nuevo por el nombre y la calle de mi hotel. Yo saqué mi agenda y pronuncié la dirección completa en tono neutro, como si ella ya no fuera ella sino una taxista o alguien enviado por la editorial para que me acompañara. Cuando acabé de indicarle mi destino, miró por el espejo retrovisor y tomó la primera salida de la autopista. —Estamos muy cerca —dijo como si yo no hubiera pensado todo lo que quería decirle—. En menos de diez minutos estarás tomándote un baño en medio de una ciudad congelada. Yo también sonreí o pensé en hacerlo. Debía hablar, decir algo, lo que fuese, antes de que me dejara a la puerta del hotel y yo me bajara, y abriera el maletero, y recogiera para siempre mi maleta amarilla felizmente pegada a su maleta azul. Pero seguía lloviendo y los edificios de Helsinki pasaban a izquierda y derecha, rápidos y desdibujados, recién salidos de una acuarela infantil. —Soy escritor —dije al fin. —Lo sé —dijeron ella y su sonrisa. —Mañana tengo una cita con mi editor. —Cuando te traduzcan al finés, buscaré tu libro y te leeré. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ —Aún no sé si lo harán. —Estoy segura –dijo mientras entrábamos en una avenida con mucho tráfico y parábamos en un semáforo. Volvió a apagar los limpiaparabrisas. —¿Cómo puedes estar segura? —le dije en un tono cercano al reproche—. No me conoces, no sabes cómo escribo… No has leído nada escrito por mí. —Es cierto. Pero ahora estoy presente en esta historia y sé que estás a punto de encontrar el final correcto. El cristal delantero del coche estaba lleno de lluvia, como este relato, como yo. —¿Qué dices? Una sensación horrible entró por mi estómago y se extendió por todo mi cuerpo en medio de un escalofrío. Quise decir algo más, pero no pude o no supe. Contuve una náusea. —No te preocupes, ya estamos cerca de tu hotel. Todo va a acabar muy pronto. Volvió a arrancar y a accionar los limpiaparabrisas. En medio del ruido y de la lluvia de aguanieve se adivinaba el edificio del hotel, un bloque de piedra y cristal, un damero de ventanas cuadradas donde un escritor más atrevido hubiera forzado el final del relato para jugar su última partida. Pero yo, mis letras secas y yo, ya no dábamos para más. Acurrucado en mi asiento, pensaba sin palabras todo lo que quería decirle y ya no podría escribir. Junto a la puerta del hotel, un empleado muy joven con una chaqueta amarilla señalaba, bajo el agua nieve, un sitio reservado para dejar el coche, un hueco listo para dejarnos a mi maleta y a mí. La miré por última vez mientras giraba el volante para aparcar. ¿Cómo decirle que yo no quería volver a aquel hueco? ¿Cómo explicarle que necesitaba salir a la lluvia, sentir la realidad mojándome la piel y correr por aquella avenida, y después pedirle que, por favor, me salvara? ¿Cómo hacerle entender que odio el frío y que le tengo pánico a volar y que solo una azafata podía curarme, aunque formara parte de mi propia historia, aunque tuviera que inventarla cada día, aunque mi editor finlandés no entendiera aquel final feliz? ¿Cómo escribir un final feliz?
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El Monstruo Miguel Ángel López Muñoz
Aguardé más de dos horas en la recepción del hotel, pero la espera valió la pena. El Monstruo al fin apareció por la puerta, seguido de cerca por varios niños, vigilados por sus padres. Apreté los dedos contra el frío cañón de la Glock y me dispuse a acabar con él para siempre. Ya estaba levantándome para dirigirme hacia él cuando comprendí que no debía apresurarme. No serviría de nada sin testigos. Tenían que verle caer, que presenciarlo la mayor cantidad de gente posible. Por eso, en vez de actuar impulsivamente, me limité a sentarme de nuevo en el sofá de la entrada y solté el dedo del gatillo. No era muy buen tirador, así que sabía que sería mejor que me anduviera con cuidado. Qué coño, no había disparado más que una vez en mi vida, en la trastienda donde había comprado el arma. Pero logré imaginarme con toda nitidez que le volaba sus putos sesos y los esparcía por la recepción. Claro, esa cosa no tiene sesos, pero me daba igual. Yo lo imaginaba de esa manera, aunque supongo que arrancarle sus gigantescas orejas también me hubiera resultado altamente satisfactorio. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ Una o dos veces llamé la atención del guarda de seguridad del hotel. No se trataba de un alojamiento normal, sino de estos que se encuentran en el interior de un parque temático, y por eso la vigilancia resultaba bastante acusada. Vete tú a saber qué pensaría el tipo que podía ser yo. Tal vez un pederasta, o un secuestrador. En el mejor de los casos, un degenerado. Claro que no le culpo por pensar así, pues no tenía el aspecto más envidiable del mundo. Hacía un par de semanas que no me afeitaba y llevaba unos pantalones gastados y con los bajos comidos por completo. Eso, unido a mi calzado polvoriento y mi pelo grasiento, no ayudaba mucho a mejorar la imagen general. Ya no faltaba mucho. Sólo tenía que fingir ser inofensivo un poco más y mi plan se habría consumado. El Monstruo tenía los días contados. Lo observé ahí, de pie, saludando a los niños, con su sonrisa congelada y su cara de plástico. En las películas de dibujos animados me parece más humano. Ahí en persona, lo vi como lo que era: un idiota con traje que cobraba una mierda a la hora. ¿Dije un idiota con traje? No, no es verdad. En realidad se trata de mucho más que eso. El Monstruo era quien me arrebató a mi hijo. Todo empezó cuando mi mujer y yo decidimos que nuestro hijo ya había crecido lo bastante como para disfrutar un parque temático, de modo que decidimos planear las vacaciones de ese año para visitar el más famoso del país. Nuestro hijo estaba que no podía contenerse de la emoción. No hacía más que decírselo a sus amigos, a sus primos, a sus tíos. No debía de existir una sola persona en todo el vecindario que no lo supiera. El viaje también nos ilusionaba. No por nosotros, claro, sino por él. Se le veía tan contento… No hacía más que preguntarnos a todas horas si subiríamos a la montaña rusa, si veríamos el castillo por dentro o si sabíamos algo de la atracción de los piratas. Es lo que tienen los parques temáticos, que poseen una tensión equivalente a la de los cumpleaños o las jodidas Navidades. Todo debe resultar perfecto. Ay de ti en caso contrario. Entonces será un infierno, un momento horrible, desperdiciado. Luego lo contarás a la gente y todos te mirarán con lástima, como si fueras un perro abandonado. Eso sí, hay que matizar que no todos se comportarán así. Habrá uno, a lo sumo dos, que te mirará con gesto de comprender lo que estás diciendo. Esos son los que, como tú, han descubierto la suprema verdad, y es que esas fechas de mierda no valen
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══════════════════════════════════════════════════ para nada más que para poner a prueba cómo de bien te llevas con la gente de tu entorno, ya sean parientes o amigos. Lo que nos ocurrió en el parque temático entra en tal categoría. Los primeros días, todo marchó a la perfección. Visitamos las atracciones principales, vimos los espectáculos que según el folleto no nos debíamos perder, compramos regalos para llevar a la vuelta. Hasta aprovechamos, mi mujer y yo, unos cuantos momentos románticos para nosotros. Pero todo se fue a pique cuando apareció él. Cuando apareció el Monstruo. Yo en aquel momento no sabía mucho de esa criatura. Todo lo que conocía se resumía en que la mitad de los niños del mundo se morían de ganas por conocerle, y la otra mitad no lo hacía porque sencillamente no habían escuchado hablar de él. El Monstruo era el amigo de los niños por excelencia y nuestro hijo quería hacerse una foto con él. ¿Cómo negarle ese capricho? A veces me planteo qué hubiera pasado si ese día me hubiera dejado la cámara en la habitación del hotel, pero no tardo en darme cuenta de que el pasado ya no tiene remedio. Había varios niños en aquel momento con él, haciéndose fotos. Nuestro hijo estaba que no podía estarse quieto de la emoción. Esperamos pacientemente hasta que terminó con esos niños, pero para nuestra sorpresa ignoró por completo a nuestro hijo y se acercó a otra familia que esperaba desde hacía menos tiempo que nosotros. Inicialmente no reaccionamos debido al clásico miedo que le invade a uno cuando comprende que tiene que armar un escándalo para que le hagan caso. Además, no queríamos montar una escena delante de nuestro hijo. Cualquier cosa menos eso. Llegaron más niños, y siguieron colándose. Mi mujer estaba con los nervios destrozados y mi hijo ya no aguantó más. Dejó de darme la mano y se acercó a su héroe, su emblema. Nada más colocarse mi hijo a su lado, aquella cosa le volvió la espalda con descaro, como fingiendo que no le había visto. La lectura resultaba evidente para un adulto, pero para un niño no tanto, sobre todo cuando la ilusión sustituye a la lógica. De modo que mi hijo insistió, pero fue inútil. Aquella cosa hacía como si no existiera.
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══════════════════════════════════════════════════ Regresó junto a nosotros completamente desconsolado, llorando como una magdalena. Se nos partió el corazón nada más verle así y nos largamos de allí para intentar animarle con alguna otra atracción o bicho disfrazado, pero fue inútil. El Monstruo acababa de matar a mi hijo sin siquiera tocarle. Cuando regresamos del viaje, mi hijo ya no era el mismo. Un padre sabe de estas cosas. Le faltaba algo que tenía antes, que había sido asesinado en aquel momento. Hace tiempo leí en una revista dominical que si un recién nacido no tiene cerca a su madre en las primeras horas de vida, puede desarrollar carencias emocionales que le acompañarán para el resto de ella. A mi hijo le ocurrió algo parecido aquel día. Estaba vivo pero muerto por dentro, con la niñez arrebatada. Según el psicólogo que nos trató, su mente se comportaba como si hubiera deducido que el mundo es un lugar terrible donde todos a su alrededor sólo desean decepcionarle. Resulta gracioso, ¿verdad? Te pasas noches enteras en vela pensando que a tus hijos te los puede arrebatar un amigo que acaba por suponer una mala influencia, o un colgado bebido que empieza con él una pelea en una discoteca. En mi caso se trató de una jodida rata gigante con frac y pajarita. El caso es que aquel incidente provocó el principio del fin. El dolor no tardó en extenderse a nuestro matrimonio, y mi mujer y yo nos pusimos en entredicho. Comenzamos a culparnos a nosotros mismos, y cuando ya no podíamos enterrarnos más hondo, descargamos las culpas en el otro. No duramos mucho así y nos acabamos separando, con el consiguiente problema añadido para nuestro hijo. Al principio odié a mi mujer con todas mis fuerzas, y luego a mí mismo, pero todo eso ya ha pasado. Ahora me da igual, y lo he hablado con ella muchas veces. Llega un momento en la vida en el que esas cosas se pueden superar. Pero lo que le hagan a tu hijo, eso es peor que cualquier cosa que te puedan hacer a ti mismo. A partir de ese punto comenzó mi infierno personal. Me obsesioné con averiguar por qué le había ocurrido eso a mi hijo y no a otro. No hacía más que hablar de ello con mis compañeros de trabajo, con el del piso —pagar un alquiler solo hoy en día es insostenible—, con mis escasas citas, que no tardaban en dejar de llamarme después de aquellos episodios. No tardaron en despedirme, claro. No rendía lo suficiente, y no les faltaba razón. Toda mi energía mental se concentraba en otra parte.
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══════════════════════════════════════════════════ De modo que los meses siguientes me dediqué a malvivir e investigar qué demonios había ocurrido, qué parte del mundo se había vuelto tan loca como para permitir que algo así sucediera. Empecé a deambular por los alrededores de las ferias y los circos ambulantes, con la esperanza de que alguien pudiera darme una sencilla respuesta, pero nadie sabía de qué estaba hablando. Algunos me miraban con incredulidad, como si no se creyeran lo que les estaba contando. Intenté colarme en los entresijos de los parques temáticos sin éxito, debido a su excepcional mutismo. Lo que pasaba dentro se quedaba dentro, pero no dejé de intentarlo. Si algo bueno tenía Internet era que me permitía solicitar ayuda a millones de personas al mismo tiempo. Al principio sólo lograba que se clausuraran los blogs que abría contando mi caso, debido a que la compañía del parque alegaba que estaba utilizando marcas registradas. Hablé con un abogado que me sugirió cómo expresarme de tal modo que no pudieran emplear tales argumentos. Tuve que afrontar otros escollos, incluyendo algunos insultos no demasiado contenidos, pero al fin encontré lo que buscaba. Un ejecutivo de la compañía al que acababan de despedir no tuvo reparos en hablar conmigo. Vivía en la misma ciudad que yo, de modo que quedamos en un bar del centro y charlamos largo y tendido. Allí me habló de algo que yo no sabía, y la mayoría de la gente de a pie tampoco, y es que cuando empiezas en una de esas empresas de dibujos animados, subas lo que subas, siempre empiezas como mascota de parque temático. Para que te contagies de la felicidad de los niños, decía mientras daba una calada a su cigarrillo. Su situación no fue una excepción. No le destinaron al mismo que aquel al que fuimos, pero para el caso suponía lo mismo. Como siguió narrando con calma, cuando uno se enfunda uno de esos trajes tiene normas nada arbitrarias que cumplir. Una de ellas es que no puedes retirarte la máscara en ningún momento ni bajo ningún concepto. No tienes derecho a arrebatar a los niños la ilusión de que su héroe es en realidad un señor con traje. Ni aunque sufras convulsiones y puede que te atragantes con tu propio vómito, ni aunque un niño se esté ahogando y tengas que hacerle el boca a boca para reanimarle. Bajo ningún concepto. Otra de las cosas que me dijo tenía que ver con la atención preferente. A los niños terminales, retrasados mentales o paralíticos les ponían un discreto medallón azul 127 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ y de ese modo los empleados del parque sabían que debían interactuar con ellos de manera inmediata. Eso, en el fondo, tampoco me parecía tan singular. Pero lo que me alarmó de verdad fue lo que aún estaba por contarme. Igual que había niños que gozaban de atención preferente, había niños que no la tenían. En concreto, los niños que llevasen objetos o camisetas de marcas que no hubieran firmado un contrato con el parque. A esos niños, según el protocolo, había que hacerles discretamente el vacío y, en el peor de los casos, si no era posible rechazarles con cordialidad, tomarse la foto con ellos tapando, por medio del traje, la marca en cuestión. De repente lo vi todo terroríficamente claro. Comprendí el motivo por el que el Monstruo había acabado con la vida de mi hijo. Al volver a casa busqué las fotografías que tomamos del viaje. No tardé nada en encontrarlas, ya que muy a menudo las ojeaba para recordar cómo era mi hijo antes del incidente. En realidad estaba casi seguro de localizar lo que estaba buscando, pero debía verlo con mis propios ojos. Tenía que asegurarme. Había llegado a un estado de paranoia tal que para mí era necesario cerciorarse hasta de la menor sospecha. Pude, al fin, confirmar mi intuición gracias a una foto que nos sacó amablemente un turista ese mismo día. Mi hijo llevaba una camiseta con un gran logotipo de un refresco. Tanto que no podía ser ocultado ni por las manos enormes de esa rata de los cojones. Me metí en Internet intentando averiguar si esa empresa tenía algún acuerdo comercial con el parque, pero ya sabía la respuesta antes de leerla. De modo que perdí a mi hijo por un acuerdo empresarial, pensaba. Por eso el Monstruo me lo había arrebatado. Al día siguiente compré la pistola y me encaminé una vez más al parque temático. Viajé en autocar para que no me registraran al entrar en el aeropuerto. Acceder a la recepción del hotel con el arma no resultó difícil, pero sabía que dispondría de poco tiempo hasta que atrajera las sospechas del agente de seguridad. Y al fin la ocasión había llegado. El Monstruo se pasaba por la recepción del hotel a ciertas horas escogidas para dar la bienvenida a los recién llegados. Aquel era mi momento, y ya había bastantes turistas alrededor. Agarré de nuevo el arma bajo el
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══════════════════════════════════════════════════ abrigo y me levanté para dirigirme con calma hacia su posición. Sólo lamentaba lo que estaba a punto de perpetrar por dos causas. La primera de ellas era el sujeto que estaba bajo el traje. Él no tenía la culpa de nada, sólo era un soldado de la cultura pop al servicio de sus mandamases. La otra eran los niños que estaban presentes. Pero se trataba de un daño colateral necesario para acabar con el Monstruo. Me abrí paso entre los adultos que estaban vigilando a sus hijos, temerosos de tipos como yo. El guardia de seguridad ya se había percatado del peligro, pero era tarde para detenerme. Me coloqué junto al Monstruo, que me miró con su estúpida sonrisa, y revelé el arma. Creo que en aquel momento alguien chilló, pero no estoy del todo seguro de ello. Para mí ya sólo existían dos seres vivos en el mundo, el Monstruo y yo. Coloqué la pistola entre sus enormes dedos de felpa, me apunté a la pierna y disparé. Caí al suelo redondo, y la gente se apartó corriendo como si mi cuerpo estuviera infectado. El Monstruo tenía la pistola enganchada entre los dedos, y movía la mano espasmódicamente, tratando de desembarazarse de ella. Aquel ejecutivo me había contado que otra de las normas era que no podían coger ningún objeto de los visitantes, fuera el que fuese. Que una fotografía tomada con astucia podía ser usada en su contra. Que si un niño les ofrecía una rara flor arrancada, los titulares del día siguiente podían decir que la mascota del parque no respetaba la naturaleza. Aunque me encontraba tumbado en el suelo y a punto de desmayarme, escuché los primeros flashes. Cuando desperté en el hospital me leyeron mis derechos y me asignaron un abogado de oficio, pero no tardé en llamar al mismo al que recurrí cuando solicité ayuda por Internet. Me comunicó que, como poco, me acusarían de tenencia ilícita de armas y alteración del orden público, pero me daba igual. Sólo me importaba la fotografía que, a pesar de haberse intentando silenciar, ya circulaba por la mayor parte de los medios de papel, además de online.
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══════════════════════════════════════════════════ Había acabado con el Monstruo, y al fin podía descansar. Al fin mi hijo había sido vengado.
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Un encuentro Edgar Lazarín Vargas
Un hombre no puede escapar por siempre, en algún momento se acaba el día y no queda refugio de luz alguno. A veces, la huida se ve interrumpida por un encuentro que es en apariencia casual, aunque a estas alturas yo ya no creo que nada sea casualidad. Yo me había creado una inofensiva liturgia que, llegado el momento, se transformó en un auténtico ritual. Ritual que me lanzó a mis profundas oscuridades, ahí en donde habitan los misterios. Esa rutina litúrgica consistía en hacer un total reacomodo de mi estudio. Creo que cualquiera que no fuera yo, habría dicho que el lugar tenía un orden impecable. Mi título de Licenciado en Letras Hispánicas colgaba de la pared, en perfecta alineación con los otros cuarenta y siete diplomas y posgrados, además de los reconocimientos obtenidos por las múltiples conferencias impartidas a lo largo de mi carrera. Seis años habían pasado desde que comencé a desarrollar el hábito, tiempo durante el cual no escribí más de una línea. Tal vez no podría llamar un reacomodo total a lo que hacía, porque mi biblioteca era tan nutrida que mover los libreros hubiera sido imposible. Me concentraba en ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ cambiar de lugar los muebles: el secreter lo pasaba a una pared distinta y con él, su silla. El sofá en el que leía también cambiaba de posición; éste siempre tenía que mirar hacia el librero más grande, por eso yo procuraba que quedara de espaldas al secreter. Una vez concluido este proceso, seguía con los libros, inventando un nuevo sistema de clasificación. Con creatividad, cada lunes diseñaba una nueva forma de hacerlo. A veces, sencillamente era por autores. En ocasiones los acomodaba por género, luego por género y subgénero. En alguna ocasión, se me ocurrió ordenar los libros por la cantidad de obras publicadas del autor. Cuantos más libros publicados tuvieran, su lugar en el librero estaría más cerca del principio. Me divertí cuando ideé ese sistema; pero al llegar a mi nombre, un autor con tan sólo un libro en toda su carrera, me sentí frustrado. En ese momento, aunque me costó trabajo dejar a la mitad el proceso, ideé un nuevo sistema que no me recordara los varios años de sequía literaria. Así pasaba los lunes, cumpliendo con devoción mi rutina, cuyo supuesto objetivo, escribir, no se alcanzaba. Siempre quedaba inconforme con el acomodo del estudio, en específico, por la forma elegida para clasificar los libros. Al verlos, aquejado por una frustración particular, comenzaba de nuevo el proceso. Aquel día concluí la labor, me senté al secreter, abrí la libreta, llena de hojas blancas, y cogí la pluma fuente. Mirando el papel, visualicé muchas letras sin orden alguno, que se fueron acomodando poco a poco para formar oraciones ya leídas en alguno de los libros de mi biblioteca. Enfocándome más en las líneas que mi imaginación traía a gran velocidad, comencé a identificar algunas. Supe a qué novelas pertenecían y qué autores las escribieron. Me giré hacia el librero grande y comenzó a invadirme la urgencia de que debía catalogar de nuevo la biblioteca en ese preciso instante. Pero me contuve, obligándome a permanecer sentado. Los nombres de los autores desfilaban a gran velocidad por mi mente. Entonces recordé de nuevo el único libro que conformaba mi obra: Las sombras de «El llano en llamas»: un análisis simbólico. Poniendo la pluma entre mis dientes, recordé el momento en el que concluí ese libro, y cómo aquel día sentí que era tiempo de escribir mi primera novela. En una semana de arduo trabajo ya había definido una estructura perfecta. Desarrollé con minuciosidad las biografías de los personajes, definí el tiempo verbal, el punto de vista y la voz del narrador que contaría la historia. Todo con una planificación matemática. 132 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ Comencé a complementar la estructura con los acontecimientos más adecuados. Escribía a diario con disciplina y rigor, el sonido de las teclas inundaba mi estudio a partir de las seis de la mañana. Podía estar escribiendo hasta el medio día, embelesándome con la prosa tan fina que estaba desplegando. Después de algunas semanas quise leer lo que llevaba escrito hasta entonces, para comenzar a corregir. Noté que había demasiados adjetivos, percibí que la estructura era rígida, y así fui sintiendo que todo el texto estaba planificado en exceso. Hasta que, al leer la última palabra, me alcanzó como un balazo la certeza de que aquella novela no tenía emoción. Carecía por completo de sombra. Esa revelación me llenó de tristeza. Desde entonces, pasados seis años, yo no había escrito de nuevo. El recuerdo me hizo apretar las mandíbulas. Los dientes apresaron la pluma, quebrándola. La tinta negra se vertió sobre mi camisa blanca, ocupándola con una mancha que, después del primer impacto, comenzó a extenderse sobre la tela con lenta agresividad. Me enojé conmigo mismo. “¡Cómo eres pendejo!”, dije. Olvidé por completo a los autores y me levanté para ir al cuarto de lavado. Prendí la lámpara que colgaba del techo, agarré un trapo —por supuesto estaba impecable— y busqué en los anaqueles el líquido más adecuado para desmanchar mi camisa. Me negaba a aceptar que esa mancha no se quitaría nunca más. Mi vista fue atraída por un rincón del anaquel en el que había un bote con cloro. Tuve que traer una escalera para que mis manos llegaran hasta el entrepaño, que estaba a considerable altura. Cogí el pesado bote, me costó trabajo cargarlo. Al bajarlo, se reveló una mancha negra, que agazapada, acechaba en el espacio detrás del bote. No alcancé a descifrar su forma, pero luego de unos instantes, mis ojos definieron la imagen. Era una rata negra que se refugiaba en ese rincón. Salté horrorizado de la escalera. Casi pierdo el equilibrio, pero no me caí. El animal saltó del anaquel, creo que también estaba asustado, y corrió a esconderse en la coladera, que, no sé por qué razón, no tenía tapa. Traté de recordar cuándo la quité y por qué lo hice. Me pareció muy extraño que en mi casa hubiera una coladera destapada. Sin encontrar la respuesta a esa pregunta, reaccioné y puse deprisa una cubeta sobre el hoyo, volviendo casi de inmediato la concentración al misterio de la tapa desaparecida. No pude recordar cuándo la quité. Me quedé calculando todo lo que el
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══════════════════════════════════════════════════ subsuelo de la ciudad escondía. De seguro el animal salió de la coladera. Es mi culpa que tenga una rata en mi cuarto de lavado, me recriminé. Luego sentí asco. Bajé mi cabeza. No escuché movimientos del animal; sospeché que se había ido. Habría dado media vuelta y regresado por donde llegó. Escuché el silencio, imaginé al animal arrastrándose por la tubería, olfateando para encontrar su destino. Luego pensé que seguramente las ratas no tenían un hogar a donde regresar. El ruido volvió: la rata se movía, dejando escapar ligeros chillidos. Cuando quité el bote de cloro, no pude verla bien. Traté de revivir el momento del encuentro para poder valorar su tamaño. Me recordaba cogiendo el bote de cloro y de nuevo veía una gran mancha negra. Así es que en mi cabeza se formó la imagen de una rata negra enorme. Puse mi pie sobre el borde del balde para asegurarme de que la rata no saliera. Vi una escoba, pero no estaba a mi alcance. Con precaución, bajé mi pie y caminé algunos metros, cogí la escoba, regresé a la cubeta y me posicioné como bateador de béisbol, con mi “escoba-bate” lista para hacer un jonrón si la rata se atrevía a salir. Pasaron diez minutos y yo pensé que era inútil estar parado ahí, eso no solucionaba nada. La rata volvió a chillar, y sentí golpecitos en la base del balde. Un escalofrío que venía de lejos golpeó mi nuca. Miré a mi alrededor buscando un arma que no requiriera confrontación directa con la rata. Solté la escoba y, sin quitar mi pie de la cubeta, salté con el otro hasta el lavadero. Llené la jícara con agua y, precavido, bajé el pie. Tenía miedo, me agaché despacio. Escuché. La rata no hacía ruido. Probablemente estuviese cansada, tratando de recuperar energías. Pensé que haciendo un movimiento rápido y acertado, me salvaría. Levanté el balde, vaciándolo sobre el hoyo. Una buena cantidad de líquido entró directo al subsuelo; pero otra, también considerable, dejó el piso empapado. Miré a la coladera para cerciorarme de que la rata se había espantado con el agua y de que ahora sí habría dado la vuelta buscando nuevos caminos subterráneos para arrastrarse. Acerqué mi rostro al agujero, un poco más, luego más, otro poco… Escuché de nuevo el chillido. Brinqué del susto. La cubeta voló y sólo atiné a poner mi pie sobre la coladera. Estiré mi brazo y cogí la escoba otra vez. Supuse que la rata saltaría en cuanto quitara mi pie, pero pensar en que pudiera sentirla en la suela de mi zapato me revolvió el estómago y despertó al escalofrío que ya desde antes se había 134 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ estacionado en mi nuca. Moví mi pie y el bicho saltó de inmediato. Reaccioné sin pensar y la golpeé con la escoba. El golpe alcanzó de lleno su cuerpo bofo; no supe si lo que sentí fue asco o terror. El animal salió volando contra una pared. Ahí se quedó atontada por unos segundos, pero luego reaccionó y se puso en dos patas, eructando un ruido que hasta entonces no le había escuchado. Era un sonido que me agredía. Me quedé en guardia, sosteniendo la escoba al frente como un arma mientras ella producía esos ruidos extraños. Y me invadió un pensamiento que al mismo tiempo me hacía sentir miedo, coraje e incomodidad. Pensé en lo asqueroso de las ratas, animales sucios que portan la rabia, andan por el drenaje y nadan en la mierda que los habitantes de la ciudad mandamos al subsuelo. Era un ser repugnante, y estaba ahí frente a mí, en mi cuarto de lavado, en el mismo suelo que yo pisaba. Y tan cerca del estudio, de mi biblioteca. La rata se puso de nuevo en cuatro patas y se lanzó. Yo la medí con la escoba, esperando la confrontación. Pero no existió tal choque por que, antes de llegar a mí, se metió de nuevo en la coladera. Me apresuré a poner la cubeta sobre la coladera. Estaba harto, respiraba con agitación, quería acabar con el problema ya. Conté hasta tres, quité la cubeta y metí el palo de escoba en el hoyo, haciendo un movimiento rápido hacia arriba y hacia abajo. Después se hizo un silencio seco. Pensé que por fin se había ido, asustada. Me alegré. Agotado, me disponía a entrar cuando escuché los chillidos. Puta rata, no se iba. Me encolericé y comencé a golpear el hoyo con la escoba. Sólo logré perder el equilibrio y caer al suelo mojado. Piensa, me dije. Pero ninguna idea se formó en mi cabeza; fui incapaz de ordenar mí mente. Miré la coladera y me arrodillé frente a ella. Escuchando los chillidos del animal, sentí que me estaba retando, como si me dijera que no iba a poder vencerla. Me llegó un impulso, no sé de dónde, por meter la mano en el hoyo. Como una voz que había quedado en un territorio lejano, la razón me decía que era una mala idea, pero yo lo deseaba. Lento, sumergí mi mano en la coladera. Al principio solo sentí la humedad del drenaje en mi piel, pero el deseo de agarrar a la rata y aplastarla me llevó a hundir el brazo entero y de golpe. Sentí el agua podrida mojándome, pero ya no me dio asco. Exploré con mi tacto el refugio de la rata, que aguardaba en silencio, agazapada en
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══════════════════════════════════════════════════ algún rincón de esa oscuridad. Mi brazo entero revolvía el agua negra mientras yo pensaba que le ganaría al animal, hasta que sentí su mordida en mi mano. Me apresó la piel con sus dientes. Ella tenía ventaja sobre mí: estaba en su territorio, dentro de su cueva; yo afuera, sin poder usar mis ojos. Entonces agité el brazo y sentí cómo estrellaba a la rata contra las paredes de la coladera, hasta que me soltó. Saqué mi brazo de inmediato y me levanté de un brinco. Con la cabeza, pegué contra la lámpara del cuarto, que quedó bailando, reflejando sombras informes en las paredes. Luego se apagó. A tientas busqué una linterna en los anaqueles, la prendí y el cuarto quedó en penumbras. Un hilo ardoroso de sangre me escurría por la mano. Los dientes de la rata habían traspasado mi piel. Supe que me quedaría una cicatriz imborrable. En medio del intenso hedor del cloro se abría paso otro aroma que no identifiqué. Era un poco como el olor de mi sudor, pero combinado con algo más. Tal vez así olía mi sangre, o quizás era la esencia resultante de combinarla con el tufo de la rata. No lo sé, y no lo supe en ese instante, pero ese olor me mareaba. Y me hacía sentir que mi cabeza flotaba, separada de mi cuerpo. Cogí el bote con cloro y lo vacié completo dentro de la coladera. El animal chilló. Mientras vertía el líquido, sus ruidos se agudizaban. La escuché llorar. Se me ocurrió que se había quemado los ojos con el cloro, y que ya no le servían para traspasar la oscuridad. No era lástima ni rencor, pero una emoción muy fuerte recorrió todo mi ser. Después de un rato, el animal guardó silencio. Temblando de fatiga, mi mano dejó caer la linterna, que quedó balanceándose en el suelo, haciendo bailar la luz con la que me alumbró. Mi aspecto era un desastre. Con la ropa empapada y llena de mugre, ya no pude encontrar la mancha de tinta en mi camisa, se confundía con toda la suciedad que adopté en la pelea. De mi rostro escurría el sudor y, al coger mi cabeza, sentí que mi cabello no tenía forma alguna. Exhausto, me senté en el suelo. En ese instante, ella asomó su trompa, olfateando. Tenía los bigotes maltratados y pedazos de su pelo decolorados, pero su nariz estaba intacta. Giró en su eje hasta que me encontró, olfateándome. Salió del hoyo y, siempre olfateando, se me acercó hasta quedar frente a mí. Estábamos tan cerca que casi nos tocábamos. Yo ya no le quise
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══════════════════════════════════════════════════ pegar, ni sentí asco y tampoco miedo. La linterna proyectó en la pared nuestras siluetas. Formaban una sola sombra.
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Treinta denarios Raúl Francisco Pérez-Tort Vélez
El tren suburbano me dejó en la estación del municipio donde él residía. Había sido un viaje corto, que aproveché para revisar viejas fotografías y ajados artículos periodísticos relativos a su persona. El vetusto vagón oscilaba con ruidos ensordecedores. En el andén polvoriento, pocos transeúntes. Algunos pasajeros descendieron conmigo y abandonaron prestamente las instalaciones ferroviarias. No vi a nadie que subiera al convoy, que pronto reemprendió la marcha hacia otros parajes del interior. Permanecí unos instantes indeciso, observando el panorama que me rodeaba. Aunque el pueblo no estaba distante de la capital, se respiraba en aquel lugar una tranquilidad que califiqué de provinciana. No había taxis que aguardaran clientes en el apeadero. Tendría que caminar hasta su casa. Esta no quedaba lejos, según me aseguró un lugareño amable, quien también me indicó detalladamente el camino a seguir: “derecho, don, hasta la esquina donde verá un almacén. Y desde allí, a la izquierda, cruzando la primera calle. Es una de color rosado y de dos pisos… La tendrá a la vista al dar la vuelta. Si se pierde, pregunte no más por su dueño (y me dijo el nombre de la persona a la que debía visitar), porque aquí todos lo conocen”. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ La mañana era soleada y nada me importó tener que llegar andando. El cielo celeste, con pocas nubes blancas, y la temperatura primaveral invitaban más a dar un agradable paseo que a la labor periodística que me habían encomendado. Mientras marchaba, pensaba que, en esos momentos, compartían mi ánimo dos sentimientos contrapuestos: por un lado el deseo de cumplir una tarea que podría resultar brillante, con una nota que diera mucho que hablar, y por otro, la reticencia a remover un pasado que yo, al igual que muchos, prefería dejar en piadoso olvido. Es una etapa superada de la historia reciente que vivieron nuestros padres y los jóvenes sólo conocíamos por referencias y análisis de terceros, tan interesados y parciales como contradictorios y de dudosa veracidad. “La memoria —dice un autor latinoamericano— es la limosna del tiempo”. Todos sabemos que la historia la escriben los vencedores y la reescriben quienes los suceden. Cada uno la cuenta a su manera y tal como quiere. Desconfío de la objetividad. ¿Quién deja de poner algo de sí cuando escribe? No soy de los que creen que el paso de los años clarifica los hechos al desaparecer las pasiones que los originaron. Estoy seguro de que los sucesos controvertidos siguen siendo tales y que la lejanía, privada de sus protagonistas, los difumina y hace tan borrosos como las imágenes que portaba en mi maletín. La casa que buscaba estaba emplazada en lo alto de una suave lomada, en un marco de viviendas modestas y algo presuntuosas a la vez. La suya estaba rodeada por un jardín florido, donde no me hubiera extrañado ver un enano de terracota. Me esperaba. La cita había sido acordada por el director del periódico, luego de vencer la resistencia del hombre a conceder entrevistas. Cierto prestigio que tengo como periodista y el muy conocido nombre del matutino que me enviaba, habían logrado convencerle para que me recibiera. Si tenía suerte en mi cometido, lograría declaraciones trascendentes y acabaría con muchos años de voluntario silencio por su parte. Llamé a la puerta con contenida ansiedad. Un perro faldero proclamó mi presencia con ladridos histéricos. Tenía dando vueltas por mi cabeza la imagen que las cenicientas fotos que portaba me habían brindado de su persona, y desconocía su aspecto físico actual. Lo recordaba como un hombre robusto, de pelo renegrido, barba enmarañada y mirada profunda. Me atendió de inmediato. Él mismo abrió la cancela, invitándome a entrar con un gesto comedido, acallando al pequeño guardián que pronto me meneó el rabo. Su apretón de manos, en la obligada presentación protocolar, fue 140 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ firme y la expresión de su rostro me pareció seria e interrogativa. Me costó aceptar que el frágil y atildado burgués de cuidados bigotes y escasos cabellos blancos con quien me enfrentaba había sido otrora un temible guerrillero. Nada quedaba en su figura de la fiera estampa que retenía, salvo el brillo de los ojos y el tono viril de la voz, que no condecía con su edad. Lo seguí al salón, que era a la vez despacho y biblioteca. Observé que sus pasos vacilaban y que la espalda se le encorvaba como si soportara un peso invisible. Nos acomodamos en sendos sillones y una mujer (no supe si era empleada doméstica o familiar) nos sirvió café. Comenzamos a conversar. Soy hábil para esos menesteres y suelo inspirar confianza en mis entrevistados. Hacía mucho ya que no se hablaba de él, aunque tiempo atrás el suyo había sido un nombre que estaba en boca de todos. Los vaivenes de la política habían hecho que mi interlocutor, calificado años ha como villano, delincuente y terrorista, pasase luego a ser considerado casi un héroe. Ahora era solamente un rezago de la historia, esa torpe escritura de lo fugaz, de la que algunos querían desembarazarse y otros aprovecharla como propia. La época de la guerrilla del extremo sur latinoamericano es cosa del pasado, y a muy pocos de sus actores les gusta recordar lo que un día fueron. Para romper el hielo empecé hablando de temas generales. La foto de una mujer de rostro amable presidía la habitación desde un severo marco de madera oscura. Al notar que mi vista se fijaba en ella, me dijo: “era mi esposa”, agregando: “pero ahora estoy solo”. Una repleta librería ocupaba dos de las paredes del cuarto desde los zócalos hasta el techo. Intercalados con los volúmenes había fotos enmarcadas y, en todas las baldas, diversos objetos que serían recuerdos de su larga vida. Me sorprendió la ausencia de emblemas o de otros signos partidarios. En un ángulo, bajo la ventana, había una cómoda butaca con una lámpara de lectura detrás. Lo imaginé apoltronado allí, leyendo o releyendo sus libros. Un gato siamés irrumpió en el cuarto y se acomodó sobre sus rodillas, como custodiándolo. Fui llevando la plática, pausadamente, hacia la temática política; pero pronto advertí que él no deseaba hablar del presente, como si fuera ajeno a éste, y que prefería en cambio referirse al pretérito, a la difícil etapa que le había tocado transitar en plena juventud. Aunque ese era mi objetivo, temía que si mis preguntas fuesen excesivamente indiscretas o punzantes, se cerrara a la confidencia y se negara a hablar de los argumentos que más me interesaban, es decir, precisamente, de su pasado violento y de su transición a la democracia. Contrariamente a lo que mis prevenciones habían intuido, se mostró comprensivo, 141 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ colaborador y hasta locuaz. A medida que transcurrían los minutos y la charla se hacía más fluida, fue cambiando su expresión corporal. Ya no tenía los brazos cruzados denotando recelo y, a veces, cerraba los ojos, como buscando en su memoria datos precisos para ilustrarme. Me dio la impresión de que él necesitaba un interlocutor tanto como yo de un confidente. Me pareció que había estado callado demasiado tiempo, y que quería abrirse a alguien. Tenía la fortuna de haber llegado en un momento oportuno, de ser el receptor de sus memorias. Y me sentí como si hubiera hallado un manuscrito curioso e incontrovertible. Sentí que, pese a que mis ideales eran tan diferentes de los suyos, podría interrogarlo como quien busca la verdad en un viejo documento, sin tener que compartir sus principios radicales y contestatarios. Redactaría un excelente artículo de investigación, novedoso y fundado. Una revelación espontánea que venía intuyendo por su aspecto físico, cambió el clima del coloquio. “No me queda mucha vida”, me dijo. “Aunque me han operado, el cáncer no perdona”, agregó. Sentí lástima por él. Dejé de ver al hombre feroz de su leyenda y contemplé al anciano cansado que se sabía al final del camino. Evitando la compasión, traté de soslayar esa confesión y continuar la charla con la ineludible referencia al avance de la medicina y de las nuevas expectativas de cura. Me sonrió con amargura y displicencia. Con muchos circunloquios llevé luego la charla hasta el tiempo aciago de los atentados y secuestros del cual había sido relevante actor. Me habló entonces de sus compañeros de lucha, de sus ideales y de sus frustraciones. Sus crónicas fueron minuciosas, detalladas, veraces. “Sabe amigo —me dijo más tarde—, casi todos los que no cayeron en la acción han acabado muriendo de viejos… Una muerte sin gloria… Algunos sobrevivieron dignamente y otros lo hicieron encaramados en la política, a caballo del vencedor o como prósperos comerciantes, desentendidos de aquello por lo que habían luchado…, aunque seguíamos titulándonos siempre como camaradas y compañeros. Ya quedamos pocos. Yo preferí este voluntario ostracismo, volver a los libros, a esta casa que es como mi fortaleza, donde no me alcanzan ni el odio ni la alabanza Estaba cansado, joven. Lo estaba al acabar aquello y lo estoy aún más ahora. Tuvimos aciertos y errores. Hoy en día, el camino que tomamos años atrás parece demencial. Luego, hubo tanto orgullo (falso o real) como arrepentimientos (casi siempre íntimos y no revelados). Con la edad, se impone la razón sobre el corazón, ¿no es cierto? Hay cosas que no debí haber hecho y otras que debí hacer y no hice. ¡Que fuimos todos héroes!, dicen algunos… Eso ni yo me lo creo.” Me 142 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ pareció que debía darle ánimos y elogiarlo, venciendo con cinismo mis reservas, pero me interrumpió diciendo: “mire usted, he vivido demasiado con esto a cuestas y por eso voy a contarle algo que nunca relaté a nadie. No debiera estar aquí, no señor; debí morir hace tiempo, antes que ellos o por ellos…”. Me quedé callado, esperando una narración que quizás hiciera más meritorio mi reportaje. “Todos podemos ser Cristo o Judas alguna vez… Yo también tuve esa oportunidad. Mi grupo estaba formado por cinco compañeros y quien le habla, su jefe. Eran hombres valientes, decididos, temerarios… Mi célula fue responsable de muchas operaciones… de atentados los calificará usted. Pues bien, me niego a considerarlas tanto gloriosas hazañas como crímenes detestables. Ya están hechas. No hay vuelta atrás. El futuro nos juzgará; a fin de cuentas, ¿qué es la memoria histórica sino una larga historia de traiciones y miserias? No busco el perdón, que sé inútil, ni la compasión, que sería para mí un cruel castigo. ”Voy a los hechos: Una partida del ejército me sorprendió en la calle. La mandaba un teniente con aires de general, tan fanático de su causa como yo de la mía. Recuerdo que era menudo, rubio, de ojos claros… Durante los días que fui su prisionero tuve oportunidad de conversar con él. Interesantes las charlas, aunque nunca nos pusimos de acuerdo en casi nada. Imposible, claro… No llegué a odiarlo nunca… Puede haber sido causa de eso que llaman el síndrome de Estocolmo, aunque me inclino a creer que en otras circunstancias podríamos haber sido realmente amigos. Por él supe que alguien (nunca sabré quién) me había delatado. Fui a parar a un calabozo, a una celda diminuta, húmeda y oscura, con un ventanuco que daba a un patio desolado, y allí comenzó mi calvario. Yo era quien conocía el nombre de todos, quien podría denunciarlos y permitir que los apresaran, que sería lo mismo que condenarlos a la muerte. Me prometí que sellaría mis labios y nunca los traicionaría. Estaban de por medio mi honor y mi hombría. También un juramento de confraternidad. Eran tiempos en los que la palabra valía mucho y la gente moría por una idea, cierta o equivocada. No puede imaginar usted cuánto aguanté, ni todo el dolor que sufrí. Me sacaban de la mazmorra sólo para pegarme y hacerme una y otra vez las mismas preguntas: ¿Quiénes son?, ¿dónde están? Y yo me obstinaba en el silencio. No le hablaré de sus métodos para interrogarme. Bastantes crueldades han relatado ya los medios, pero ellos tenían sus
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══════════════════════════════════════════════════ razones, tanto como yo las mías. ¿Le extraña a usted mi aceptación de la situación? Pero vea, así son las cosas, inexplicables o explicables solamente para quien las ha vivido. ”Como a Judas, a mí me ofrecieron treinta dinares, pues a la revelación de los nombres y del paradero de mis cofrades seguiría lo más parecido a la recompensa, o sea el eludir la muerte —que de otra manera hubiera sido segura— y continuar en cambio como prisionero. Me negué a hacerlo reiteradas veces, con las escasas fuerzas que me quedaban después de cada castigo. Finalmente, una tarde me pusieron contra un muro y me avisaron que sería ejecutado. Estaba resignado. Supuse que allí acabaría todo, lo que no dejaba de ser un consuelo. Me vendaron los ojos. Pedí que no me ataran las manos a la espalda. El teniente accedió y hasta me convidó a un cigarrillo. Atento el hombre. Cada uno cumplía su papel, el que le fuera asignado por el destino. No le guardo rencor. La historia nos había deparado a cada uno su debido lugar, a uno como reo y al otro como ejecutor. Él nunca me había torturado, aunque había dado las órdenes necesarias para que lo hiciesen. En esos grupos, sabe, siempre hay un bruto dispuesto a ser el centurión y a flagelar al condenado. Me había llegado la hora. Quise morir como un valiente, señor, o como un necio, que al final es lo mismo. Abrí mis brazos en cruz aguardando los disparos. Me sentía como Cristo en el calvario y como Él me pregunté por qué Dios me había abandonado. Y entonces fue cuando grité, sí, al oír el inconfundible ruido que denota el accionar de los cerrojos de las armas y que precedería al estampido final. Exclamé que hablaría, que les diría todo… y caí de rodillas. Fracasé… Sentí pavor…, me rendí. El papel de Cristo me quedaba grande; yo, en ese drama, estaba destinado a ser únicamente Judas. Cada uno elige su máscara y hace su papel lo mejor que puede. Algunos lo llaman cobardía. Les dije cuanto deseaban saber. Nunca más supe de mis amigos, de mis compañeros, de los traicionados. Los ultimaron, desaparecieron… Vaya uno a saber cómo y dónde acabaron. Soy el responsable. El final lo sabe usted. Ellos ganaron. Vino una paz salpicada de sangre, una pax romana que con el tiempo se transformó en lo que hoy tenemos. Un día se abrió la puerta de mi cárcel. Curiosa la política, ¿no? Los malvados de antes fuimos considerados leales combatientes. Fui alabado y las huellas de la tortura me sirvieron de salvoconducto. Vino la amnistía, luego llegaron las reivindicaciones y los mismos hechos fueron cambiando de color según el cristal con el cual los miraba el poder de turno. A nadie pareció interesarle nunca cómo desaparecieron mis guerrilleros, y yo lo he callado por 144 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ vergüenza. Y se lo cuento a usted por necesidad. Según San Mateo, Judas se suicidó. Yo ni siquiera he tenido el coraje para acabar conmigo; pero, quizás ingenuamente, supongo que la verdad me ayudará a purgar la culpa”. No supe qué responderle, pero de inmediato me dije que no escribiría esa historia hasta que el transcurso del tiempo la hiciera irrelevante, hasta que su nombre fuera olvidado por completo. Mi crónica careció de espectacularidad y estuvo plagada de lugares comunes. Algún día, resolví, escribiría este relato pero omitiría sus señas, tal como ahora lo hago. Él quiso llevar su cruz a cuestas solo. No necesitaba comprensión ni castigo, y yo debía conservar su secreto aunque no me lo hubiese pedido. Lo suyo fue una confesión laica, pero yo no podía absolverlo, ni siquiera juzgarlo. Supongo que él mismo ya se había condenado.
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Reflejo Maumy Isaes González Márquez
Armó el estudio improvisado en esa habitación del primer piso de la casona para poder trabajar aislado, pero no le ha servido de mucho. Lo agarró la noche sin haber podido terminar la secuencia de tomas. Le cuesta concentrarse, los mosquitos no lo dejan en paz. Las picaduras se las aguanta, el fastidio de los zumbidos no. Se sigue repitiendo que falta poco y así saca paciencia de donde no tiene. De un manotazo espanta un mosquito y casi se saca los lentes. Cuando alquiló la casona no tomó en cuenta que habría tanto bicho. Simplemente le pareció el lugar ideal para la del cortometraje. A primera vista se enamoró del bosque de álamos que rodea el predio. Le recordaba algo, una sensación de quietud, la misma que sentía en casa de sus abuelos, donde pasaba las vacaciones de niño. Sólo que allá había un acantilado y abajo reventaban las olas con un murmullo continuo, adormecedor. Acá lo fascinó el silencio; la serenidad del agua fluyendo por el brazo del río, los colores del atardecer. Pero le han jugado en contra la humedad y los mosquitos. Si por lo menos se le hubiera ocurrido traer un ventilador. Levanta el vaso que se acaba de servir, mira los dos dedos de ron a contraluz. El líquido tiene unos
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══════════════════════════════════════════════════ reflejos ámbar interesantes. Debería grabarlos alguna vez. Para la vida, por molestar nomás. Abajo, la fotógrafa y el escenógrafo juegan al truco; cada tanto los escucha gritar. El sonidista, en cambio, salió a dar una vuelta por el predio. Dijo que no soportaba los crujidos de ese caserón. Así lo llamó: caserón. “Hasta las paredes se quejan”, agregó, y se fue como espantado. Él recordó la advertencia del administrador de la inmobiliaria sobre los ruidos. “Acá todo cruje, pibe”, le había dicho. Más que alquilar, parecía querer que se arrepintiera. Él no le prestó atención, igual se reservó ese detalle ante el grupo. Cada quien hizo lo suyo sin quejarse, pero después de algunos días ya se querían ir. Tuvo que ponerse firme para que se quedaran. Por las dudas, advirtió. Solo falta que él termine la edición. El productor lo llamó esa misma tarde para darle el ultimátum: si no entrega el demo por la mañana les sacarán el financiamiento y ahí, sí, se acabó el proyecto. Escucha un sonido vago, musical. Bebe un trago. Parece el reverberar de las cuerdas de un violín. ¿De dónde viene la melodía? Un mosquito se le mete en la nariz. Otro manotazo y esta vez casi vuelca el trago. Tiene que escoger el último corte de la secuencia. Se acomoda los lentes y tantea sobre la mesa buscando el pendrive que le dejó el sonidista. A un costado de la pantalla, choca la botella de ron. Logra atajarla antes de armar un enchastre. Si se moja el pendrive, pierde el material. “Toda la música está acá”, le dijo el sonidista al entregárselo. Los clips listos para acompañar la secuencia. Hace avanzar la toma con el paneo del frente de la casona. Ve pasar las puertas, las ventanas; incluyendo la de la misma habitación donde él está editando ahora. Justo en esa ventana ve una silueta. Duda, tal vez solo sea un juego de luces, la toma es lejana. En la siguiente, la ventana está más cerca. La melodía del violín sigue, más clara. ¿Podrá venir de la filmación? Se da cuenta de que la silueta es la de una persona de espaldas adentro de la habitación. Se saca los lentes, los limpia, se los vuelve a poner. Detiene la toma, la observa de cerca. Sí, hay un hombre. Parece que sostuviera algo, tal vez un instrumento. No está seguro, la toma es borrosa. Se supone que no debería haber nadie ahí; la casona tenía que estar vacía, los integrantes del grupo tuvieron que quedarse afuera durante las filmaciones.
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══════════════════════════════════════════════════ Bebe de un trago el resto de ron que queda en el vaso. Todavía tiene media botella. Se levanta, camina por la habitación. Mira el reguero de fotos y papeles sobre la mesa improvisada. Levanta una foto, es la imagen de la casona durante la caída del sol. Le gustan los tonos, el violeta difuminado con el naranja sucio, la fachada entre sombras. La imagen congelada de un pedazo de realidad. Deja la foto y se sirve otro trago. Va hasta la ventana, campanea el vaso mirando la noche. Se da un golpe en el cuello y mira la mano. Le ha quedado una mancha colorada. La frota contra el jean. Abajo, en la oscuridad del jardín, ve al sonidista que fuma recostado contra un álamo. Desde el segundo piso, es apenas una figura difusa. Una silueta, se dice. Lo reconoce por las rastas que le cuelgan más abajo de la cintura. Debería preguntarle por el violín. Regresa a la pantalla. Deja el vaso junto al teclado y agarra el mouse. Los mosquitos continúan zumbando. Repasa las tomas del día. La caminata por el monte que grabaron durante tarde le recuerda los viajes a la playa, cuando visitaban la casa de sus abuelos: ver pasar a toda velocidad los matorrales a través de la ventanilla de la pick-up de su padre y, a lo lejos, el horizonte azul índigo, la línea ligeramente curva del mar, los cormoranes cayendo en picada, las guayabas, los mangos, el aroma a sal. Parecen memorias de otra vida. Hace diez años que emigró y de a poco los recuerdos se vuelven manchones, reflejos inasibles, sólo reales en las pocas fotos que se trajo para no olvidar de dónde salió. Empina otro trago. El ron le raspa la garganta. Observa la botella, el líquido resplandece con la luz de la pantalla. Sí, tendría que comenzar a grabar ciertas cosas. Tiene la impresión de que se está perdiendo algo, de que llega tarde, pero tiene que concentrarse. En este momento, la filmación es su realidad, no aquello que dejó atrás. El último corte y listo, se dice. Incorpora lo que cree debería ser el final del cortometraje: un pájaro que cruza el cielo al atardecer, la silueta en contraste. Otra vez el violeta y el naranja, el ocre moribundo que se desliza hacia el negro del río. También incluye los clips del pendrive. Repasa las tomas, esta vez acompañadas por la música y los sonidos ambientales. El sonidista hizo un buen trabajo con los cortes, le gusta el balance. Rellena el vaso. Bebe y se mata un mosquito en el hombro. Le pican hasta por encima de la tela. Se sacude los restos del bicho y ve que le queda una mancha roja contra el blanco de la remera. “Remera”, se dice, otra palabra que se le ha pegado sin darse cuenta, como tantas otras. 149 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ Junto con las palabras también se le han pegado las costumbres, incluso el gusto por el mate; ya casi nunca toma café. Así, ese que era ha dejado de ser para convertirse en este otro. Un mosquito se para sobre la pantalla. Intenta aplastarlo pero el bicho se escapa antes de recibir el manotazo. La secuencia llega de nuevo al paneo de la casona. Vuelve a escuchar el violín. Reconoce la melodía: es un ejercicio de escalas. Lo recuerda de sus clases. De niño intentó tocar el violín, pero era tan malo que nunca logró entrar a la orquesta. Lo mantuvieron haciendo escalas hasta que él mismo asumió que lo suyo era otra cosa. Mira la pantalla. Lo que no recuerda es si tocar el violín fue idea suya o de alguien más. Su padre, tal vez. No está seguro. La escala sigue, reverbera. Nunca hablaron con el grupo sobre la posibilidad de incluir un violín. ¿A quién se le habrá ocurrido? Vuelve a la ventana, asoma medio cuerpo. Afuera ya no está el sonidista, apenas puede distinguir los troncos pálidos de los álamos, las ramas erizadas de hojas de plata. Le gustan esos árboles, son pacíficos, como grandes tótems alineados para protegerlo. De qué, no sabe; el encargado dijo que fueron plantados ahí por los habitantes originales como una forma de resguardar el predio del exterior. “Pero ¿quién lo resguarda de lo que hay adentro?, eh, pibe”, agregó, y se apuró a buscar algo en el maletín. Él no le dio importancia, la gente muchas veces tiene ocurrencias absurdas. Escucha el canto de las chicharras. Por encima de ese chillido, siguen las escalas. Se pasa la mano por la cara. Mata un mosquito, otro se aleja zumbando. El sudor y los restos del bicho le pegotean los dedos. Está sucio, huele mal. Se restriega las manos contra el jean. Trata de prestar atención. El violín sigue, las escalas parecen salir del video pero también desde las paredes de la habitación. Da un vistazo a la pantalla. Vuelve a mirar la panorámica de la casona. Las ventanas que pasan de a una, de izquierda a derecha. Otra vez la silueta del hombre. Los miembros de algunas culturas creen que las imágenes grabadas retienen algo del alma de quien aparece en ellas; como si fueran el reflejo de otra realidad. Todo tiene una explicación lógica, se dice. Tal vez el violín venga del piso de abajo. Se aparta y va hasta la puerta. Pega la oreja a la madera labrada. Afuera, la fotógrafa canta truco y se ríe. Él empina el último trago del vaso. Busca la botella. Tiene la impresión de que el ron se evapora. Es la única costumbre que persiste: ron en lugar de vino. En la pantalla resplandece un brazo del río. Los destellos del sol sobre el agua son como las escamas 150 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ de un lomo de pez que no existe. El violín sigue y él todavía no está seguro de dónde viene. Trata de hacer memoria, pero entre las advertencias del administrador no recuerda ninguna referencia a la música. Habló de ecos, crujidos. Dijo que salvo algún arreglo de plomería, el resto de la casona se mantenía intacto; las mesadas de mármol, los ventanales del piso al techo, las molduras, los pasamanos retorcidos, incluso los muebles. Era una copia fiel de alguna casa de campo europea, de esas que viajaban en barco, pieza por pieza, desde el viejo continente. Seguro habría alguna similar en otra parte, quién sabe. Retrocede la secuencia hasta el paneo del frente. Se sirve un nuevo trago y aprieta play. Las tomas vuelven a avanzar. Primero las imágenes de los álamos, después el río, luego las ventanas. Lo detiene justo al llegar a la silueta del hombre. Ahora la imagen es más nítida: el tipo está de pie, de espaldas a la ventana abierta. Vuelve a apretar play. Mira la nuca, el brazo que sube y baja, el cuerpo que se mueve al compás. La escala que sigue, melodiosa, intensa. Aprieta stop y se acerca a la imagen. Sí, el hombre es quien toca y él lo escucha. Pero no había ningún violinista en el storyboard y nadie habló de incluir uno. Quizás alguien se quiso hacer el interesante sin decirle nada. Revisa las fotos. Las mira con la lupa. Va pasándolas sin encontrar ningún hombre, ningún violín. ¿De dónde salió? Tal vez el sonidista quiso incorporar la música para acompañar esa imagen. Busca el teléfono. “Buenísimo lo del violín”, escribe. Aprieta send y vuelve a la pantalla. Bebe. Mira el círculo de humedad que dejó el vaso sobre la mesa. Se le ocurre que el detalle del violín quizás le dé un toque de intensidad a la idea original del cortometraje. Su padre decía que él tenía talento para la música, pero debía practicar más. Le obligaba a llevarse el violín incluso de vacaciones. Esas veces los odiaba, a su padre y a la música. Pasaba horas encerrado haciendo escalas con el rumor del mar de fondo. Los cormoranes en picada y la risa de los otros niños abajo, en la playa, quedaban demasiado lejos. La secuencia vuelve a llegar hasta el paneo de la ventana, se da cuenta de que la figura del hombre es tan nítida como los árboles, los pájaros o el río. Al igual que él, el violinista lleva una remera blanca y jean. En el hombro derecho tiene una mancha roja. Se toca su propio brazo. Cierra los ojos y trata de enfocarse. La realidad es él ahí, mirando la pantalla. La realidad es él hecho una sopa de transpiración. Retrocede la 151 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ secuencia y aprieta play. El hombre toca, sus movimientos siguen los acordes de la escala. Aunque su padre insistía en su habilidad para la música, él nunca lo creyó; prefirió darse por vencido. ¿Y si hubiese seguido? Recuerda una foto: él y su padre en el salón de la casa de sus abuelos. Él con el violín en posición, su padre sonriendo con una mano sobre su hombro. Ese mismo día lo grabó haciendo escalas, dijo que quería guardarlo como recuerdo. Ni siquiera sabe qué pasó con el violín. Su padre quizás lo tenga todavía. Si le llama quizás le diga que lo guardó, por si se le ocurría retomarlo alguna vez. Trata de seguir la música, imitando los movimientos del hombre. Los acordes galopan arriba y abajo, cada vez más rápido. Tras él, escucha la puerta que se abre. El hombre gira la cabeza. Por un instante, puede mirarle a los ojos: es su propia cara la que lo mira desde la pantalla. “¿Qué violín? No te pasé ninguno”, dice el sonidista. Lo ve entrar a la habitación, mirar hacia los costados, acercarse a la pantalla. Él aprieta el violín contra el mentón. El instrumento encastra perfecto, como si fuera parte de él. Le da la espalda a eso que haya del otro lado y vuelve a comenzar la escala.
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Crónica de un maestro Ramón Antonio Cortez Cabello
¡Oh Tenochtitlán, señora hermosa! Urbe de piedra y áureos ropajes, ¡Qué pena verte en ruinas, humillada! Ahuehuetl
Año 3-casa (1521) Los españoles volvieron casi un año después de su noche triste, con ellos vino la destrucción. Tras ochenta días de combates, Tenochtitlán se llenó de sombras, ruinas, humo y dolor. La ciudad fue destruida piedra por piedra. En los últimos días de guerra murieron más de inanición que combatiendo. El hambre devoraba a la gente. Nada había bajo los escombros que sirviera de alimento: ni yerbas, sabandijas o cortezas de árbol. A falta de algo que pudiera arder, muchos preguntaban: ¿cómo puede ser que de piedras y arena salgan llamas robustas? ¿Qué se quema? La esperanza, se respondían. Cuando se supo de la rendición de Cuauhtémoc, el silencio aturdió a la ciudad. Desde ese momento, bajo la lluvia, la gente empezó a salir; la tristeza se condensaba en la multitud doliente. Tres meses de guerra demolieron Tenochtitlán y al ánima mexica. ═════════════════
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══════════════════════════════════════════════════ Aunque la desolación parecía distribuida a partes iguales, entre la muchedumbre de vencidos descollaba la tristeza de Ahuehuetl. Sus hombros cargaban un peso mayor que la derrota; nada significaban ahora su lucha, su vida: había desaparecido el estado mexica. Supo de la manera más cruel que cumplir su encomienda no implicaba la salvación de Tenochtitlán. Ya no tenía fe, el augurio rector de su vida fue un gran engaño. Luego de la derrota, los mexicas tenían como único destino el olvido. Mientras viviera cargaría el fracaso: educó a un pueblo para la victoria y fue testigo de su caída. Sólo esperaba que la muerte llegara pronto. Tenochtitlán, año 2-caña (1455) El marido encerró en la troje a la esposa embarazada y no dejó dormir a sus hijos. Tenía miedo, recluyó a su mujer para no verla convertirse en loba, el desvelo de los niños sirvió para evitar se volvieran ratones. A toda la ciudad la inundada el terror, era la noche del fuego nuevo. Como en la cima del Huizachtépetl brilló la hoguera ceremonial, no tuvo que cohabitar el marido con una loba, ni tener por hijos a dos ratones. Además, y eso explicaba los gritos alegres en todo el Valle de Anáhuac, el mundo duraría 52 años más. De su embarazo la mujer no sólo recordaría aquella noche. Aunque comía bien y en el huipil llevaba un trozo de itztli para que su niño no saliera “eclipsado”, nadie, ni la comadrona, previó un parto prematuro. Los dolores la sorprendieron al ir por agua, no pudo volver a casa y parió en el campo. Como nació junto a un gran árbol lo llamaron Ahuehuetl. Por nacer bajo el signo Ce Técpal y la protección de Huitzilopochtli, se esperaba fuera un gran guerrero. Su padre guardó el ombligo en una bolsita de cuero que luego un soldado enterró en un campo de batalla: así su hijo sería militar. Cuando el niño fue llevado con el tonalpouhqui, el agorero que elegía la fecha de bautizo, dijo éste: “Será glorioso guerrero y su mayor victoria será contra el olvido”. Aunque la última parte de la profecía era algo confusa, esto no opacó la dicha familiar. El día del bautizo la madre vistió al crío de Caballero Ocelotl, le puso una rodelita en una mano y un arco pequeño en la otra. El niño aferró las armas minúsculas y las agitó con energía, padres e invitados rieron felices. ═════════════════
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***
En los primeros años del reinado del segundo Moctezuma pasaron cosas raras. Por un tiempo, en las noches, se veía en el cielo una gran espiga de lumbre que amenazaba chocar con la ciudad. Al desaparecer aquel fuego no acababan de tranquilizarse los tenochcas, cuando se incendió el templo de Huitzilopochtli. Quienes pensaban que nada bueno anunciaban aquellas cosas, tuvieron más razones para seguir preocupándose: un rayo destruyó un templo y tiempo después, sin haber temblado, las aguas encrespadas del lago destruyeron las casas de la orilla. Una noche cayó fuego del cielo y los siguientes días aparecieron, en distintos lugares, animales deformes, aves con espejos en la mollera, hombres con dos cabezas. A todas estas criaturas las llevaban ante Moctezuma y, tras verlas éste, desaparecían. Astrólogos y agoreros no sabían qué significaba aquello, algunos creían se anunciaba la destrucción de Tenochtitlán. Pueblo y monarca estaban aterrados. El día que se supo de la llegada de los españoles, de inmediato fueron relacionados con las señales, el miedo creció y en los templos se ofrendaba multitud de sacrificios. Sin saber qué anunciaban las señales, mas conociendo la fortaleza de su patria, Ahuehuetl no les atribuyó el sentido pesimista dado por muchos. No creía que los extranjeros fueran teules o representantes de Quetzalcóatl; aun sabiendo de sus armas poderosas, de sus victorias sobre otros pueblos, no los consideró peligrosos. Fue de los pocos que no se preocuparon por la molesta presencia de los españoles en Tenochtitlán. La posterior expulsión de éstos, lideradas las tropas por Cuitláhuac, el nuevo tlatoani tras morir Moctezuma, pareció confirmar su pensamiento. No tuvo que pasar mucho tiempo para darse cuenta de su equivocación. ***
En sus primeros años Ahuehuetl fue un niño apacible y generoso, era difícil ver en él a un futuro guerrero. Fue hasta que ingresó al telpochcalli que mostró su carácter. Varios compañeros le hicieron burla por llamarse “Árbol viejo”, les divertía que un niño
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══════════════════════════════════════════════════ llevara en su nombre la palabra “viejo”. Pero las mofas no duraron, un par de peleas bastaron para dejar claro que no era bueno enfadarlo. Los maestros advirtieron en él la prestancia del guerrero y, como mostraba un apetito insaciable por leer, la curiosidad del sabio. Concordaban en que era el mejor de su clase, pero discrepaban en si era mayor su aptitud castrense o la intelectual. Las dudas no prevalecieron mucho, en su primera batalla mostró una inusual destreza, lo común era que entre varios guerreros atraparan un prisionero; él capturó a cuatro. Ahuehuetl era un héroe. Más asombro que el provocado por su hazaña se produjo al saberse que, aunque tenía derecho a ser capitán, a sentarse con los principales, a usar barbote de oro y borlas en la cabeza, el joven declinaba dichos honores con tal que lo dejaran ser maestro. Nadie lo entendió entonces, pero aquella decisión venía gestándose desde que supo las palabras del agorero. Le había intrigado la segunda parte del vaticinio: “… Su mayor victoria será contra el olvido”, y decidió buscar su significado, de ahí el interés, que luego se volvió gusto, por la lectura. En un amatl del telpochcalli descubrió qué significaba el augurio: su misión era que los mexicas recordaran su origen, historia y costumbres. Aquella era la victoria contra el olvido que debía obtener. Al capturar a los guerreros cumplió la primera parte de la profecía, y eso le permitía ir tras la segunda. Aquella última batalla tendría que librarla en el telpochcalli. Por eso Ahuehuetl se hizo profesor. En poco tiempo se diferenció de los otros maestros. Además de fortalecer el cuerpo de sus discípulos, sembró en ellos el orgullo nacional. Lo que aprendió con el hastío solemne que acompaña a las cosas importantes, él lo enseñaba con la amenidad de un cuento. Aprovechaba hasta los sepelios de personas notables para explicar las ceremonias fúnebres, los niveles del cielo y divisiones del inframundo. Los profesores que al principio no aprobaban su método, reconocieron que funcionaba. Con el tiempo sus discípulos ocuparon altos puestos de gobierno y muchos le pedían que fuera su consejero, pero él siempre declinaba las ofertas con las mismas palabras: “Hace mucho se me encomendó que las nuevas generaciones recuerden la historia de su pueblo, esto sólo puedo hacerlo aquí, en el telpochcalli”. Ante el poderío de Tenochtitlán y la debilidad de las naciones vecinas, pensaba el maestro que nada que viniera de fuera podía derrotarla; que sólo podría hacerlo el 156 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ abandono de la disciplina. Comprendió entonces lo vital de su encomienda y sintió un frío en el estómago. Nunca faltó en su clase el relato del éxodo de su pueblo. La crónica de los siglos que, luego de salir de Aztlán, tardaron los mexicas en llegar al Valle de Anáhuac. Le divertía la sorpresa de los mancebos al conocer la pobreza de Acamapichtli, el primer tlatoani; sólo con gran esfuerzo lograban asociar palabras como pobreza y humildad con los gobernantes. Dicho asombro se hizo más profundo entre los alumnos que asistían a las clases de Ahuehuetl en tiempos de Moctezuma Xocoyotzin, pues a éste lo rodeaba un ritual más acorde con un dios que con un hombre. El pasmo entre los alumnos crecía al enterarse de que en tiempos pasados los mexicas pagaban tributos a los tepanecas. El estupor de los estudiantes se volvía consternación cuando conocían la historia de Chimalpopoca, el monarca que murió siendo prisionero del cacique de Atzcapozalco. Conocer el éxodo mexica y el infortunio de los primeros tlatoanis, ayudaba a los jóvenes a valorar lo que entonces disfrutaban. Conseguido este objetivo abordaba el maestro otros temas. Dentro de la historia patria, Ahuehuetl tenía su parte favorita: la que iniciaba con Itzcoatl, el cuarto tlatoani. Durante el reinado de éste, se sacudieron los mexicas el dominio tepaneca. El profesor explicaba con deleite cómo se formó la triple alianza con los señoríos de Tacuba y Texcoco. Después de relatar aquella confederación, su clase se volvía una lista de hazañas y conquistas. Hablaba del genio militar de Moctezuma Ilhuicamina, de la majestad del tlatoani actual, el joven Moctezuma. Aclaraba, sin embargo, que la grandeza del imperio era consecuencia de la disciplina y organización del pueblo. Al ver a los muchachos ensanchando orgullosos el pecho, Ahuehuetl sabía que su propósito de formar buenos ciudadanos se había cumplido. Año 2-caña (1507) Antes de cumplir 52 años, Ahuehuetl vio el temor que invadía Tenochtitlán durante la ceremonia del fuego nuevo. Aunque él no estaba exento del temor general, igual aprovechó para explicar cómo se medía el tiempo. Sus alumnos aprendieron que un año se compone de dieciocho meses de veinte días, y que para completar el ciclo solar se agregaban cinco días a cada año. Que 104 años hacían un siglo y 52 años, una
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══════════════════════════════════════════════════ gavilla. Y que el fuego nuevo se celebraba entre el final de una gavilla y el inicio de otra. En vísperas del ritual, satisfecho su objetivo didáctico, esperaba Ahuehuetl el acontecimiento con la misma incertidumbre que los demás. Luego sintió la tranquilidad de haber cumplido lo que mandaron sus dioses. Puedo morir en paz, se dijo. El día de la ceremonia todas las hogueras, de casas y templos, fueron apagadas. Toda mujer embarazada fue recluida; los niños se mantenían insomnes y horas antes se habían destruido todos los utensilios domésticos. La tensión era insoportable; si no flameaba el fuego en el cerro de Iztapalapa, sería el fin del mundo. Por fortuna el fuego nuevo coronó la cima del Huizachtépetl tranquilizando a la urbe de piedra. El maestro sonrió ante el dorado resplandor que brillaba a lo lejos. Se dio cuenta que en la anterior ceremonia, cuando él nació, reinaba Moctezuma Ilhuicamina y que esta vez otro Moctezuma, Xocoyotzin, era el tlatoani. Año 1-conejo (1558) Caída Tenochtitlán, el viejo profesor sentía cercana su muerte. Sin embargo, así como en libros y en voz de los ancianos aprendió cosas del pasado, ahora veía y aprendía de los hechos actuales. Miró derrumbarse edificios construidos para ser eternos; ceremonias oficiadas desde el inicio de los tiempos cayeron en desuso. Dioses más antiguos que el mundo cayeron de sus santuarios. Señores, dinastías enteras desaparecieron, y él, Ahuehuetl, seguía en pie. Afianzado su triunfo en el Valle de Anáhuac, los españoles iniciaron una actividad constructora casi tan intensa como el celo guerrero exhibido en batalla. Iglesias, casas y edificios surgían por doquier; de las desnudas entrañas de la metrópoli vencida, emergía la Ciudad de México. Aunque fueron expulsados y se les prohibió vivir en Tenochtitlán, los mexicas transitaban por la que fue su ciudad: eran los siervos que edificaban la nueva urbe. Desde Tepepulco, lugar cercano a Texcoco, el antiguo maestro veía todo con desencanto, consideraba inútiles sus conocencias. Además estaba triste porque la muerte no llegaba. Cumplió 103 años sin achaques, sólo su memoria lo atormentaba. A diario lo mortificaban los recuerdos, y nada duele más en la desgracia que evocar épocas felices. En los últimos 37 años comprobó que la tristeza no acorta la vida, pero sí prolonga el 158 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ sufrimiento. Al principio creyó que su existencia la alargaba el olvido divino: se sentía tan pequeño que no le extrañaba la omisión. Luego creyó su vejez un castigo y, aunque estaba seguro de merecerlo, ignoraba la causa del mismo. El día que lo buscó el señor de Tepepulco, Tlatenzin, ahora llamado Don Diego de Mendoza, a Ahuehuetl le empezaron a suceder cosas extrañas, entre otras una que creyó imposible: volver a creer en sus dioses. Don Diego lo citó a una reunión en el lugar donde vivían los religiosos españoles. Un nuevo encargado había llegado al monasterio. Todos los que llegaron a la junta eran viejos y ocupaban puestos de importancia antes de llegar los españoles. No se trataba, como pensaron al principio, de una plática sobre cristianismo. En vez de oír las razones del nuevo director, éste les propuso el trato desconcertante de escuchar las suyas. Era bueno aquel hombre, no pedía oro ni daba órdenes, sólo preguntaba. Quería saber sobre ellos, sus dioses, ceremonias, costumbres, todo. Aquel sacerdote se llamaba Bernardino de Sahagún y mostraba interés en cómo eran las cosas en Anáhuac en los tiempos antiguos. Según sus propias palabras, haría un libro sobre la historia del pueblo mexica. En esos días el ánima oscurecida de Ahuehuetl empezó a iluminarse, por primera vez en años latía alegre su corazón. Hasta le pareció escuchar la tenue música que, antes de salir el sol, sonaba en Tenochtitlán. No había pasado tanto tiempo de aquello, sin embargo ahora parecía más sueño que realidad. Entendió entonces que todo su saber y cada año vivido tenían como única razón de existir aquel momento. Supo que la profecía dicha un siglo atrás estaba a punto de cumplirse. Por dos años acudió sin falta al monasterio. Los viejos se reunían con el religioso y sus aprendices. Los discípulos de Sahagún eran jóvenes mexicas. Ahuehuetl se sintió orgulloso de aquellos muchachos que, además de náhuatl hablaban español y escribían a la manera mexica y al modo español. Todo lo dicho por los ancianos se anotaba en grandes papeles. Sahagún preguntaba, los viejos contestaban y los jóvenes escribían. Luego de mucho desear la muerte, en aquellos días Ahuehuetl temió que su vida acabara. Le daba miedo no alcanzar a decir todo lo que su mente atesoraba, lo que quería salvar del olvido. Hablaba tan rápido que los tlacuilos apenas podían escribir sus razones. El propio Sahagún dijo en su libro: “Se enmendó, declaró y añadió todo lo que 159 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ de Tepepulco truje escrito, y todo se tornó a escribir de nuevo, de ruin letra porque se escribió con mucha prisa”. Esto se debió en parte al apresuramiento de Ahuehuetl, pero gracias a sus premuras dijo todo lo que atesoraba su memoria. Poco después de que sus recuerdos quedaran escritos, a los 105 años, falleció Ahuehuetl. Su cara irradiaba paz y sonreía. Saber que sus dioses no le mintieron explicaba el sosiego de su rostro; sonreía porque el augurio se había cumplido, porque venció al olvido y porque estaba a salvo la historia de su pueblo.
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Memorias de un “tlamatini”. «Crónica de un maestro»: claves de lectura Salomé Guadalupe Ingelmo
Soñar que cuando un día esté durmiendo nuestra propia barca, en barcos nuevos seguirá nuestra bandera enarbolada Gabriel Celaya, Poema al maestro
1492 se revela, sin duda, una de las fechas más cargada de significado para la disciplina histórica. Entre otras circunstancias —incluidas algunos acontecimientos tan relevantes para la Península Ibérica como la expulsión de los judíos remisos a convertirse al cristianismo o la rendición de Granada, último reino musulmán en el territorio—, 1492 inaugura una era, pues se convierte en la fecha escogida por convención para hacer comenzar la Edad Moderna. Así 1492 pone punto y final a la Edad Media, transformándose en sinónimo de nacimiento para un prometedor nuevo orden. Pero esta lectura responde únicamente a una óptica europea. Porque, en efecto, desde la perspectiva de los indígenas americanos, cerrando violentamente una etapa de esplendor propio para abrir una de sometimiento al dominio ajeno, 1492 no señala un principio sino un final.
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══════════════════════════════════════════════════ Crónica de un maestro, de Ramón A. Cortez Cabello, nos propone un acercamiento a esa sensibilidad indígena para la cual 1492 no significó gloria y promesa de abundancia, sino decadencia, muerte y olvido. ANTECEDENTES En 1492 Colón descubre el Nuevo Mundo, pero ese mundo en realidad distaba mucho de ser nuevo o totalmente desconocido. Los vikingos habían instalado algunos modestos asentamientos —si bien efímeros— al norte de Canadá, en la isla de Terranova, ya en el siglo X. Ese Nuevo Mundo, además, no permanecía deshabitado, y por ello el choque de culturas que propició el avance de los conquistadores resultó inevitable. No obstante, no se puede responsabilizar únicamente a la intervención española de la caída del imperio mexica, que fue en parte víctima de sus propias ansias imperialistas. Lejos de la imagen idealizada que a veces se ofrece del indígena, la administración puesta en pie por el imperio local se había ganado muchos enemigos. Cuando los españoles llegaron, encontraron un estado debilitado y sin cohesión, donde las rencillas y rencores florecían. Hasta tal punto que algunas facciones indígenas apoyaron a los extranjeros y facilitaron su labor de conquista. Ese vastísimo imperio que llegaba hasta Guatemala se había creado sometiendo a otras culturas locales. El rápido y espectacular crecimiento de Tenochtitlán, ciudadestado que ejercía su dominio centralizador, se había conseguido acumulando enormes cantidades de bienes y materia prima procedentes de los pueblos sojuzgados. A ellos se exigían pagos, tributos y sacrificios humanos para sostener la grandeza del imperio. Así las naciones sometidas, hartas de la presión tributaria y de las estructuras administrativas impuestas, pensaron que los españoles les permitirían liberarse. Por otro lado, la falta de cohesión no se manifestaba únicamente entre etnias, sino también entre diversos estratos de la misma sociedad. El propio sistema desarrollado por el imperio favoreció la progresiva desaparición de la igualdad social y el surgimiento de una clase privilegiada —guerreros, sacerdotes y comerciantes— que exigía un reparto no equitativo de los recursos. En consecuencia, el creciente descontento de las clases desfavorecidas las hacía cada vez más propensas a la revuelta.
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══════════════════════════════════════════════════ Además, la irregular distribución de la población en el territorio, fruto del crecimiento desmedido de ciertos centros urbanos, propició una sobreexplotación de recursos en determinadas zonas del imperio. Por otro lado, a medida que se alcanzaba un mayor grado de complejidad sociopolítica, las obras faraónicas en la capital se consideraron necesarias para legitimar a la clase gobernante y facilitarle el mantenimiento de su estatus. Pero al tiempo esas demostraciones de supremacía exigieron un dispendio cada vez mayor de recursos por parte de las élites, y por ello condujeron al colapso y hundimiento del propio sistema al que pretendían sostener. La caída de Tenochtitlán, responde, por tanto, a un cúmulo de circunstancias no siempre exógenas. Aunque no cabe duda de que los españoles dieron el golpe de gracia a un imperio convulso y en declive, inviable por más tiempo en sus términos. ESCENARIO: LA CAIDA DE TENOCHTITLÁN Desde el punto de vista formal, Crónica de un maestro se presenta como un diario2. Las anotaciones de su protagonista, Ahuehuetl, comienzan precisamente en 1521, fecha en la cual se produce la caída de Tenochtitlán, capital del imperio mexica, a manos de los españoles. Con Moctezuma II cautivo, Cortés había supuesto que controlaría fácilmente a los mexicas. No sabía que la forma de gobierno indígena permitía que su líder, si no se demostraba merecedor del cargo, fuese sustituido por otro noble. Y a medida que Moctezuma accedía a las demandas de Cortés —como recaudar tributos para los españoles—, su autoridad iba disminuyendo e iba perdiendo la confianza de su gente. Los españoles fueron expulsados de la capital en la famosa Noche Triste —entre el 30 de junio y la noche del 1 de julio de 1520—, pero un año después volvieron. Al no lograr sus pretensiones, acabaron sitiando la ciudad y cortaron el suministro de agua. Aunque Cortés había previsto una rendición rápida, Cuauhtémoc, primo de Moctezuma y líder de Tenochtitlán, ejecutó a todos los nobles que dirigían las facciones favorables a negociar con los invasores. Los mexicas se atrincheraron en la ciudad protagonizando una resistencia desesperada. El 13 agosto de 1521 —3-casa en el calendario azteca—, 2
Algunas novelas muy famosas han escogido adoptar la forma de un diario en el que a veces se intercala también el género epistolar. Quizá los dos ejemplos más conocidos sean Drácula, de Bram Stoker, y Frankenstein, de Mary Shelley.
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══════════════════════════════════════════════════ después de tres meses de asedio, Tenochtitlán, duramente golpeada y diezmada por el hambre y enfermedades como la viruela, se rinde ante los españoles. Cortés exigió el oro perdido durante La Noche Triste y Cuauhtémoc fue apresado y ejecutado. Se saqueó y masacró incluso después de la rendición. Casi toda la nobleza estaba muerta y los supervivientes, sin líderes ni fuerzas, huyeron de la ciudad. En el contexto de este estremecedor escenario histórico, Crónica de un maestro plasma el desaliento de una población sitiada: la carestía, el hambre y sus secuelas en el ánimo de las gentes; la aflicción de quien se sabe ya vencido aunque persevere en la inútil resistencia3. El texto rezuma nostalgia por un tiempo floreciente que forma ya parte del pasado, de una memoria colectiva que habrá de aprender a protegerlo del amenazador olvido. Porque, en efecto, la conquista impone también la pérdida de la identidad cultural. A menudo los conquistadores, desde una presunta superioridad intelectual y moral esgrimida por la mentalidad etnocéntrica, para justificar sus pretensiones imperialistas, describen a los indígenas como niños: inocentes e ingenuos, atrasados y desvalidos. Niños, en último término, incapaces de autonomía; que han de ser guiados y gobernados por su propio bien. Se pretende que los grupos humanos absorbidos artificialmente se sientan fieles súbditos de una Corona, la española, con la que no tienen nada en común: que se ha impuesto por la fuerza y les oprime con sus impuestos; que expolia sus recursos naturales y explota a sus gentes en un régimen de trabajos forzados que inicialmente poco distaba de la esclavitud —que la reina Isabel, sin embargo, había prohibido en los territorios conquistados—; que los considera ciudadanos de segunda y no legisla en su favor; que incluso duda de si habrá de reconocerlos como seres humanos, si tendrán
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Escenas que resultan turbadoramente semejantes a las que describen, en muy distintos periodos, historiadores impresionados por otros famosos asedios. Pienso en el dramático cerco de Masada (Judea) acontecido en el siglo I, que narra Flavio Josefo —quien, en su Guerra de los judíos, menciona incluso el canibalismo—; pero los ejemplos podrían ser muchos, como el brutal asedio de quince meses a la ciudad celtíbera de Numancia que tanto conmovió a Apiano, quien en el siglo II d. C. nos narra este evento sucedido a mediados del II a. C. Porque, salvo por los cambios impuestos por el progreso de la tecnología armamentística, los horrores de la guerra han permanecido más o menos inmutables a lo largo de la sangrienta historia de la humanidad. Matamos con mayor rapidez y en cantidades mayores, pero la población civil que sobrevive sigue padeciendo las mismas secuelas. Actualmente la torturada Siria, donde resulta imposible cubrir las necesidades más básicas y ni siquiera se respetan los hospitales, ofrece uno de tantos ejemplos.
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══════════════════════════════════════════════════ almas racionales y merecedoras de libertad —para conservar su cultura y religión, para aceptar o rechazar a sus gobernantes, para disfrutar de propiedades y tierras...—. Naturalmente, en medio de este panorama desolador se alzaron voces discordantes con la estrategia marcada por la Corona y llevada a la práctica por los ejércitos, como la de Fray Bartolomé de las Casas, defensor de los derechos y la dignidad de los indígenas4. Si el imperio romano, en lugar de limitarse a una aculturación forzada de los pueblos conquistados, supo abrirse al sincretismo e incorporó rasgos de las nuevas civilizaciones anexionadas, especialmente en ámbitos tan significativos como el religioso, asegurándose con este mecanismo su larguísima supervivencia, la Corona española, por el contrario, no quiso mostrarse tan previsora. Mientras los romanos supieron integrar a las poblaciones conquistadas, logrando que, como ciudadanos, se sintiesen parte de una gran comunidad intercultural que aceptaban como propia e incluso estaban dispuestos a defender, los españoles no se preocuparon de planear una estrategia integradora efectiva, que hubiese requerido ante todo tolerancia. AHUEHUETL, ANÓNIMO PROTAGONISTA DE CRÓNICA DE UN MAESTRO Ahuehuetl, personaje —por cuanto me resulta— de ficción, comparte, no obstante, rasgos comunes con Hernando de Alvarado Tezozómoc, figura histórica en la que podría haberse inspirado. Una pista al respecto parece ofrecerla el propio nombre del protagonista de Crónica de un maestro. Ahuehuetl es la denominación que recibe en lengua náhuatl un tipo de árbol (“ciprés de la tierra / ciprés ancho”), y a él se refiere precisamente Hernando de Alvarado Tezozómoc en su Crónica mexicana5. Otro indicio podría esconderse en el título de la obra, Crónica de un maestro, que se describe como una crónica, igual que el texto de Tezozómoc.
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García García, Emilio. “Bartolomé de Las Casas y los Derechos Humanos”. Los Derechos Humanos en su origen. La República Dominicana y Antón de Montesinos. Aletheia 52 (2011). Salamanca: Editorial San Esteban, pp. 81-114. 5 Gran Diccionario Náhuatl de la Universidad Nacional Autónoma de México (2012). Disponible en la Web <http://www.gdn.unam.mx/diccionario/consultar/palabra/ahuehuetl>.
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══════════════════════════════════════════════════ Hernando Alvarado Tezozómoc forma parte del grupo de historiadores que surgen en el México dominado, convirtiéndose en la voz de una etnicidad emergente en el contexto del régimen colonial. Estos personajes formaban parte de la nobleza indígena o eran descendientes mestizos de ésta. Tezozómoc, en efecto, pertenecía a la alta nobleza, pues por parte de su madre era bisnieto de Axayácatl y nieto de Moctezuma El Joven, y por parte de su padre era sobrino nieto del mismo Moctezuma II. Por eso gozaba de un amplio conocimiento sobre la genealogía e historia de la nobleza mexicana. Las obras de Tezozómoc se revelan fundamentales para entender el pasado prehispánico de los mexicanos, y sin embargo muy poco conocemos sobre su vida 6. No se conserva registro ni de su nacimiento ni de su fallecimiento, que acontecen en fechas deducidas sólo a través de cálculos aproximados. Según las fuentes, Tezozómoc debió de nacer en Tenochtitlán el año en el que Cortés tomó la capital o poco después, y debió de morir hacia 1610, tras una vida casi tan longeva 7 como la del protagonista de Crónica de un maestro, que fallece a los 105 años. Aunque no desempeñó el cargo de responsabilidad que por su elevado linaje le hubiera correspondido —por razones que se nos escapan, el gobierno de los indígenas de Ciudad de México recayó en su cuñado, un plebeyo educado por los misioneros españoles—, Tezozómoc, igual que el protagonista de Crónica de un maestro, se convirtió en custodio espiritual de las tradiciones de su pueblo. Nos legó un amplio corpus de relatos históricos, genealogía y poemas. Reunió todo ese material en Crónica mexicana, escrita en castellano, y Crónica mexicáyotl, en lengua náhuatl. Precisamente en Crónica mexicana, redactada probablemente hacia 1598, Tezozómoc narra cómo los mexicas, en principio simples emigrantes —cuyo lugar de 6
Una bibliografía básica sobre el personaje se puede consultar en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes: <http://www.cervantesvirtual.com/bib/portal/exploradores/pcuartonivel49b7.html? conten=exploradores&pagina=viajeros2_hernandoalvarado.jsp&tit3=1598,+Hernando+de+Alvarado+Tezoz omoc>. 7 Boturini calculó el año de redacción de la Crónica mexicana (1598) a partir del capítulo 83 de la misma, en el cual se cuenta que Tenochtitlán sufrió una gran inundación en 1470, 128 años antes del momento en el que escribía el autor. Sin embargo, los estudios históricos confirman que el año real de la inundación debe colocarse en 1499, y no en 1470, en cuyo caso la fecha de redacción de la obra habría sido 1627. Aunque ambas fechas, 1598 y 1627, tienen la misma probabilidad de ser correctas, la mayoría de estudiosos descartan la segunda porque para entonces Tezozómoc habría tenido entre 86 y 104 años. Kenrick Kruell, Gabriel. “La Crónica mexicáyotl: versiones coloniales de una tradición histórica mexica Tenochca”. Estudios de Cultura Náhuatl 45 (enero-junio de 2013), pp. 213-214. <http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/revistas/nahuatl/pdf/ecn45/934.pdf>
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══════════════════════════════════════════════════ origen parece Chicomóztoc (la casa de las siete cuevas cavernosas)—, de alguna forma parias desheredados, consiguen fundar —en un lugar señalado por su máxima divinidad, Huitzilopochtli, con un águila que devora una serpiente— la soberbia Tenochtitlán y, mediante guerras y conquistas, predestinados por designio divino a ello, se convirtieron en dueños del mundo. Es la de Tezozómoc, por tanto, una crónica del imperialismo mexica narrada por un buen conocedor del mismo. El historiador describe el ascenso de su gente, pero también su fracaso y definitiva derrota a manos de los colonizadores. La obra, después de enumerar todos los éxitos mexicas, se cierra con la llegada de Hernán Cortés y su encuentro con la población indígena en tiempos de Moctezuma. Tezozómoc, que formó parte de la primera generación de mexicanos alfabetizados8, ofrece un perfecto ejemplo de sincretismo entre las dos culturas, la local y la española. Como otros cronistas de Indias, heredó unas tradiciones indígenas que además de preservar, intentó hacer comprender a los españoles, convirtiéndose en intermediario entre ambas civilizaciones. De hecho parece probable que Tezozómoc trabajara ocasionalmente como intérprete del náhuatl en la Real Audiencia de México. Efectivamente, los textos de los historiadores indígenas del México colonial son producto de una mezcla de elementos de tradición indígena y europea, motivo por el cual a menudo se habla de crónica “mestiza”, pues en estas obras el sujeto historiográfico pronuncia un discurso transcultural9. Así, estos escritores nos ilustran sobre una etnicidad que surge como parte del proceso colonial y en respuesta a la necesidad de incorporar la tradición indígena en el marco de la nueva cultura dominante. Estos sujetos historiográficos abordan una interpretación de su propia realidad para insertarla en el marco de la sociedad colonial. Al respecto merece la pena subrayar que, como manifiesta Mary Louise Pratt, un discurso transcultural es aquel que se construye para entablar un diálogo con el
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Desde 1525 funcionaba en el convento de San Francisco de México una escuela a cargo de Fray Pedro de Gante, pariente del César Carlos, donde se enseñaba lectura, escritura, canto religioso y doctrina. 9 Velazco, Salvador. “Historiografía y etnicidad emergente en el México colonial Fernando de Alva Ixtlixochitl, Diego Muñoz Camargo y Hernando Alvarado Tezozómoc”. Mesoamérica 20/38 (1999), pp. 2-3. <https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/2416141.pdf>.
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══════════════════════════════════════════════════ colonizador y sus modelos discursivos. No para resistir la dominación o ratificarla, sino más bien para hacer posible un proceso de negociación cultural10. De hecho, la apropiación del lenguaje del poder como modelo para la construcción de un discurso historiográfico propio pretende, sorteando las diferencias culturales, afirmar una posición del indígena en el nuevo orden colonial. Y por tanto constituye, en sí mismo, una prueba evidente de su subordinación. Esto se advierte especialmente, por ejemplo, cuando el lenguaje del cronista manifiesta su aculturación en aspectos tan íntimos como el religioso. El discurso etnográfico de algunos de los historiadores de Indias refleja, no un intento de construir un discurso transcultural y aglutinador de las tradiciones mesoamericanas y europeas, sino una fuerte tensión cultural entre ambas. El mismo se encuentra en consonancia con la política imperial consistente en cristianizar al indígena, y a menudo se nutre de uno de los principales pilares ideológicos que sustentan la dominación española: la “idolatría” indígena y el culto “diábólico” de los antiguos pobladores de México. En esos casos cobran protagonismo una serie de conceptos negativos para la construcción de la otredad: idolatría, demonización, salvajismo y crueldad del indígena, etc. La degradada representación del indígena, fruto de estos trabajos historiográficos que justifican la dominación española por su misión presuntamente civilizadora, facilita el proyecto imperialista de la Corona. Sin embargo, frente a esa opción, el cronista Tezozómoc ilustra el proceso de formación de un sujeto culturalmente heterogéneo, que da origen a la construcción de una identidad nueva. Él demuestra, por ejemplo, que en su tiempo no resulta necesariamente incompatible considerarse mexica y también cristiano. Si bien la mayoría de los indígenas absorbieron el cristianismo sólo superficialmente, las élites fueron evangelizadas de forma especialmente concienzuda. A lo largo del siglo XVI las órdenes mendicantes, dentro de una bien calculada estrategia de proselitismo, evangelizaron a las clases privilegiadas con la esperanza de que, a su vez, ellas difundiesen la palabra de Dios entre su pueblo.
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Pratt, Mary Louise. Imperial Eyes: Travel Writing and Transculturation. Londres - Nueva York: Routledge, 1992. pp. 6-7.
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══════════════════════════════════════════════════ El propio Tezozómoc se representa en su Crónica como un cristiano que habla a otros cristianos, condenando las prácticas sacrificiales de sus antepasados, contrarias a los valores por él adoptados. El sujeto discursivo, que se incluye parcialmente en la cultura occidental-cristiana, se distancia de los indígenas de la antigüedad que fueron sus verdaderos ancestros. Así observamos como, si bien la historia es relatada mayoritariamente por sus protagonistas mexicanos, Tezozómoc toma la palabra constantemente, interviniendo en la narración para condenar los sacrificios humanos y llamar a Huitzilopochtli “demonio”. Desde un claro posicionamiento ideológico, se refiere al dios protector de los aztecas como el “ídolo diablo de piedra”, y tacha las ceremonias en su honor de “crueldad inhumana”. Así la obra de Tezozómoc, al establecer una clara división entre un “ellos” —los mexicanos antiguos— y un “nosotros” —los mexicanos y españoles del México colonial—, pone de manifiesto un espacio discursivo “cristianizado”. Pero sobre todo hay que entender que ese “nosotros” no implica necesariamente haber nacido español, sino ser cristiano. Porque el verdadero elemento identitario pasa a ser, por encima de la etnia, la religión. En efecto pudo haberse tratado, en parte, de una estrategia. Quizá Tezozómoc, como otros cronistas indígenas, en un contexto en que su clase social pierde el poder frente a los españoles, se apropia del cristianismo con la intención de seguir manteniendo una situación de cierta hegemonía. Efectivamente, quizá estos historiógrafos adoptasen el lenguaje del poder, que trasmitía determinados valores, también con el propósito de asegurarse una posición en el nuevo orden colonial. Esa adecuación a las nuevas pautas establecidas les permitiría, además, dejar constancia de los antiguos ritos eludiendo la rígida censura eclesiástica. No obstante resulta evidente que en Tezozómoc, que no era mestizo sino que tenía sangre únicamente indígena, realmente conviven contradicciones producto del sincretismo de dos culturas muy diversas. Aunque el autor condene los sacrificios humanos, su historia sigue siendo azteca. No son los protagonistas mexicas quienes abominan de los sacrificios rituales a lo largo del relato, sino una voz superpuesta que es la del propio cronista en su función de narrador11. Aunque Tezozómoc fue educado como cristiano y se le enseñó a rechazar a los dioses, mitos y ritos de los antiguos 11
Velazco, Op. Cit., p. 23.
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══════════════════════════════════════════════════ mexicanos, él permaneció fiel a la memoria de sus antepasados y actuó como depositario de la historia oral de su pueblo, convirtiéndose en uno de los pocos cronistas de origen mexica que dejaron testimonio escrito de su civilización. Gracias a Tezozómoc conocemos la crisis espiritual, económica y cultural que sufría la comunidad indígena a finales del siglo XVI y comienzos del XVII. Tezozómoc recopiló toda la información que pudo sobre su pueblo, redactando sus crónicas con testimonios obtenidos de sabios indígenas, antiguos sacerdotes y varios códices. En sus dos obras, el autor relata la historia del imperio mexica desde el mítico asentamiento en Aztlán hasta la conquista española, si bien la crónica escrita en náhuatl se orienta más hacia la genealogía de los soberanos aztecas, las narraciones fundacionales y las costumbres. Para ello, además de echar mano a las tradiciones orales conservadas en su propia familia, cual contemporáneo etnólogo, hubo de entrevistar a numerosos informantes. Mediante su bilingüismo, que hacía de él un privilegiado, Tezozómoc pretendía salvar una tradición y proteger una identidad nacional. AHUEHUETL, MAESTRO EN LENGUA NÁHUATL La lengua, naturalmente, adquiere un papel esencial en la construcción de esa identidad nacional. Algunos estudiosos creen que la Crónica mexicáyotl —sobre cuya autoría planea la sombra de la duda, pues a veces se atribuye a Domingo de San Antón Muñón Chimalpáhin y la heterogeneidad narrativa y estilística del texto efectivamente parece evidente— desciende de una presunta fuente perdida de origen mexica tenochca, conocida como Crónica X, en la que se recogería un relato de la tradición oral memorizada por los sabios y nobles de la capital. De esa hipotética fuente en náhuatl, hoy extraviada, derivarían directa o indirectamente no sólo la Crónica mexicáyotl, sino también el primer volumen de la Historia de las Indias del dominico Diego Durán (1581), la Relación del origen de los indios del jesuita Juan de Tovar —que representa un resumen de la Historia de Durán y a su vez tiene una variante mínima en el Códice
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══════════════════════════════════════════════════ Ramírez— y la Historia natural y moral de las Indias (1590), del jesuita José de Acosta, que se sirvió de algunos pasajes de la Relación de su compañero de orden12. Sea como fuere, la Crónica mexicáyotl se diría un conjunto de textos heterogéneos y probablemente de diversa autoría, reunidos y adaptados después. Según esta hipótesis, Tezozómoc habría sido responsable sólo de una parte, después recopilada y adaptada por Chimalpáhin. A su vez, según algunas propuestas, la Crónica mexicana sería una traducción al castellano de la Crónica X, y pudo escribirse tanto en 1598 como en 1627 13. Es decir que pudo ser traducida por un autor anónimo distinto de Tezozómoc en los últimos años de la vida de éste o después de su muerte. De ser cierta esta hipótesis, la Crónica X, escrita antes de 1581, la Crónica mexicáyotl, redactada en 1609 —y retomada después por Chimalpáhin—, y la Crónica mexicana, traducida del náhuatl en 1598 o en 1627, serían tres versiones de una misma tradición histórica mexica tenochca procedente de Tezozómoc14. Tezozómoc escribe, sin duda, un español que manifiesta la influencia del náhuatl tanto en el léxico como en la sintaxis: inversión del orden de las palabras en la oración, omisión de preposiciones e incluso oraciones que no se traducen. La Crónica mexicana fue pensada originalmente en la lengua materna del autor, el náhuatl. Por ello el verdadero destinatario de la obra no es ni un lector indígena monolingüe ni un lector español monolingüe, sino un lector bilingüe y partícipe de las dos culturas, que realmente podría aproximarse al texto en todas sus dimensiones. Así Tezozómoc también contribuye a la formación de un nuevo perfil de lector que coincide con el suyo propio: un indígena cristiano letrado, miembro o descendiente de la antigua élite mexica15. 12
Esta hipótesis historiográfica, en la que después han ahondado diversos investigadores, fue propuesta por primera vez por el poeta y antropólogo Robert Barlow —Barlow, Robert H. “La Crónica X: versiones coloniales de la historia de los mexica tenochca”. Revista Mexicana de Estudios Antropológicos, Sociedad Mexicana de Antropología 7 (1945), p. 65—. Para un resumen de la bibliografía relativa se puede consultar Kenrick Kruell, Op. Cit., pp. 197-232. 13 Al margen de su incierto origen, la Crónica mexicana de Tezozómoc pasó por diversos avatares antes de poder ser rescatada —un repaso está disponible, por ejemplo, en la introducción de Alvarado Tezozómoc, Hernando de. Crónica Mexicana. Edición de Gonzalo Díaz Migoyo y Germán Vázquez Chamorro. Madrid: Dastin Historia, 2001. <https://almoloyadejuarez.files.wordpress.com/2011/08/tezozomochernando-a-cronica-mexicana.pdf>—, y durante mucho tiempo los historiadores afirmaron que el documento se habría extraviado en el siglo XVII . 14 Kenrick Kruell, Op. Cit., p. 216-217 15 Velazco, Op. Cit., p. 29
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══════════════════════════════════════════════════ La lengua náhuatl —literalmente “sonoro” o “audible”, del verbo nuhuati, que significa “hablar alto”—, también denominada nahua o mexica, parte de la rama utoazteca en que se divide la amplia familia azteca-tanoana, se fue extendiendo entre los siglos III y VII d. C., ocupando una importante área de Mesoamérica en su momento de máximo esplendor. Los hablantes de náhuatl llegaron al valle de México procedentes del noroeste, de Michoacán y Jalisco, en el siglo V d. C., aunque posteriormente se sucedieron nuevas oleadas de inmigrantes que reforzaron la presencia de este dialecto. El grupo azteca se detecta desde mediados del siglo XIII en adelante. El floreciente imperio con capital en Tenochtitlán, fundada hacia el año 1325 por los aztecas o mexicas, hablantes de dialecto náhuatl, aglutinaba a diversas etnias; pero al final los nahuas se impusieron sobre huastecos, totonacos, zapotecos y el resto de pueblos con los que convivían. Así el náhuatl se convirtió en la lengua franca, facilitando la comunicación entre las etnias sojuzgadas y la administración a la que tributaban y obedecían. Por ello, finalmente, no fueron pocos los grupos locales sometidos que acabaron abandonaron sus lenguas maternas —incluidas algunas variantes dialectales habladas por los nahuas— para adoptar definitivamente el náhuatl clásico, que se homogeniza. Sin embargo, los vencedores no impusieron su idioma, de tal forma que los grupos otomíes, mazahuas, matlatzincas, totonacos, huaxtecos, mixtecos, zapotecos y otros han conservado sus lenguas nativas hasta época moderna 16. No obstante por todo el imperio se distribuían gobernadores, caciques, recolectores de tributos y mercaderes cuya lengua era el náhuatl, aunque el habla de las masas no parece haber sufrido grandes cambios. Por ello, como testimonian las fuentes históricas, los pueblos tributarios se vieron obligados a entrenar un cuerpo de náhuatlatos o traductores. Cuando Tenochtitlán cayó, en Nueva España se hablaban más de un centenar de lenguas y dialectos. La supervivencia y predominio del náhuatl, paradójicamente, se vio asegurada en parte por los misioneros, que aprendieron la lengua con el propósito de adoctrinar a los indígenas. De hecho el español adoptó diversos préstamos léxicos del náhuatl: aguacate (de yeca-tl), cacao (de cacaua-tl), chocolate (de chocola-tl), tiza (de tiza-tl), coyote (de coyo-tl), 16
En la actualidad, por su parte, la lengua náhuatl —que ha sobrevivido esencialmente entre la población rural indígena o en las aulas universitarias, conservada por antropólogos e historiadores— posee varios dialectos, de los cuales el más hablado es el náhuatl huasteca, mientras otros dialectos minoritarios están amenazados.
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══════════════════════════════════════════════════ tomate (de toma-tl)… Dado que la lengua náhuatl empleó un sistema de escritura complejo que comprendía el uso de signos con valores
pictográficos, logográficos17 y fonéticos, la
introducción del alfabeto romano —mucho más sencillo de aprender y manejar— por los frailes españoles facilitó la conservación y transmisión de la cultura mexica. En esta labor de conservación de la historia local hubo figuras clave como la de Bernardino de Sahagún (1530-1590), misionero franciscano a quien debemos una investigación enciclopédica sobre la civilización azteca. A esa actividad frenética de recopilación de datos y testimonios de los mexicas alude precisamente Crónica de un maestro, pues su protagonista es llamado a colaborar en ese monumental proyecto y pasa el final de su vida transmitiendo a los religiosos todo el legado de su pueblo, del que hasta el momento ha sido custodio. De esta forma, paradójicamente, las mismas órdenes religiosas responsables de la aculturación indígena y de la erradicación de una parte esencial de su idiosincrasia como eran todos los aspectos ligados a su religión y creencias, al tiempo permitieron la preservación de su historia. En efecto, el aprendizaje de la escritura náhuatl requería demasiado tiempo y esfuerzo, y por tanto quedaba en manos de unos pocos escogidos 18. A esos eruditos debemos los códices escritos en náhuatl que hoy conservamos, libros fabricados en fina piel de venado o papel, que se doblaban en forma de acordeón. Pues a juzgar por sus fuentes, los antiguos mexicas eran muy conscientes de la necesidad de preservar la memoria y el recuerdo, así como de la función esencial desempeñada por la escritura en este proyecto. AHUEHUETL, MAESTRO POR VOCACIÓN Y PREDESTINACIÓN Como tantas otras sociedades tradicionales, los mexicas concedían un especial peso al destino. Como todas las culturas con unos conocimientos científicos limitados, estas gentes habitaban un universo sacralizado. Su forma de explicarse y organizar su 17
A esos signos hacen referencia las entradas en el diario que propone Crónica de un maestro, como “Año 3-casa (1521)”. 18 Aunque los mexicas se dotaron de tres instituciones dedicadas a la formación —el Calmecac, el Telpochcalli y el Cuicacalli—, en realidad la escritura quedaba sólo en manos de una élite. En el Calmecac (casa del linaje), donde acudían los hijos de los pipiltin (nobles), los estudiantes recibían formación religiosa sacerdotal, ritual, ceremonial, político-administrativa, para aprender a manejar el cómputo del tiempo y el espacio, y allí se formaban también los tlacuilos o escribas. En el Telpochcalli (casa de los jóvenes), los hijos de los macehualtin (gente del pueblo) eran instruidos en el arte de la guerra y en los trabajos manuales. En el Cuicacalli (casa de los cantos), se aprendía todo lo relativo a las artes: poesía, retórica, danzas y teatro.
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══════════════════════════════════════════════════ mundo era, por tanto, muy diversa de la nuestra. El hombre moderno habita un universo desacralizado porque su actitud frente al mismo es profana. El hombre religioso advertía manifestaciones de lo sagrado por doquier, mientras el hombre irreligioso rechaza la trascendencia y se reconoce como único agente de la historia19. Nuestro posicionamiento racional contrasta, por tanto, con el universo trascendente que nos propone Crónica de un maestro. Crónica de un maestro nos muestra un mundo cargado de mensajes, símbolos y señales. Parte muy importante de la tradición mexica son las ceremonias, ritos —propiciatorios o para repeler el peligro— y corpus de presagios, que se mencionan abundantemente en el texto20. Por eso las profecías que rodean al personaje principal desde su mismo nacimiento adquieren tal protagonismo. El universo primitivo está poblado por fuerzas sobrenaturales que actúan sobre el individuo determinando su futuro. Sin embargo Ahuehuetl logra burlar la voluntad divina, o al menos consigue adecuarse a ella conservando al tiempo el libre albedrío. Porque el deseo de Ahuehuetl, que pareciera predestinado a convertirse en guerrero, es hacerse educador. Y su vocación se revela tan fuerte que, finalmente, logra encontrar el modo de cumplir con su sino sin renunciar a su sueño de formar a otros. En este sentido, dentro de una tradición muy rígida en lo referente al respeto reverencial por las señales divinas, donde se considera que el ser humano no puede escapar al destino asignado de antemano, Crónica de un maestro supone un canto a la libertad personal y propone un pacto entre predestinación y autodeterminación. Ahuehuetl comprenderá que no ha de cumplir con la misión que le ha sido encomendado mediante las armas, sino gracias a la pluma; que su ventaja no reside en el uso de la fuerza, sino de la capacidad intelectual. Pues el verdadero futuro está en la formación de los jóvenes, que no han de olvidar su pasado. 19
Eliade, Mircea. Lo sagrado y lo profano. Madrid: Guadarrama, 1981, pp. 10-14; 124-131. Crónica de un maestro coloca el nacimiento de su protagonista en el año 2-caña (1455), según las fuentes contemporáneas, de carestía y muertes por inanición. Si bien en 4-casa (1457) las lluvias provocaron la abundancia de alimento. En el año de nacimiento del protagonista, en efecto, las fuentes indican que se cumplió un ciclo azteca y por ello se celebró el incendio de su fuego nuevo, una ceremonia que tenía lugar en Tenochtitlán. En el año 5-caña (1471) muere Moctezuma el Viejo. Efectivamente, como menciona Crónica de un maestro, en los años sucesivos hubo señales extrañas: las fuentes hablan de un fuerte temblor de tierra en 1475 y un eclipse total en 1479. Al respecto es posible consultar García Escamilla, Enrique. Historia de Mexico narrada en nahuatl y español. Madrid: Plaza y Valdés, 2001, pp. 36ss. 20
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══════════════════════════════════════════════════ Ahuehuetl, haciendo honor a su nombre, permanece en pie como el árbol firme incluso después de la caída de la capital. Se mantiene fiel a su responsabilidad social de convertirse en testigo y trasmisor de los acontecimientos. Caen los edificios y las dinastías, pero él sigue ahí para asistir, desde su retiro en Tepepulco y ya con 103 años, a la reconstrucción por parte de los españoles de una nueva ciudad ahora prohibida a los mexicas, expulsados por los usurpadores y empleados como vulgar mano de obra. Es entonces, al final de sus días, cuando se presenta la oportunidad de cumplir la misión de convertirse en héroe salvador para su pueblo. Bernardino de Sahagún, recién llegado, requiere la colaboración de informantes que le permitan recopilar la historia mexica. El anciano protagonista comprende que en efecto logrará, de una forma imprevista y gracias a la intervención del propio conquistador, rescatar a su pueblo del olvido antes de morir, y durante sus dos últimos años de vida se dedica a legar con disciplina y entusiasmo recobrado todo el saber que atesora sobre sus gentes. Y así logra morir en paz, sabiendo su cometido, el de poner a salvo la historia de su pueblo, cumplido. Pareciera ésta la fabula del conquistador conquistado, pues son los propios sacerdotes, que con su evangelización —paralela a la colonización— acabarán con los cultos indígenas, los que conservarán por escrito el recuerdo de las tradiciones locales. En efecto a Sahagún, que fue autor de gran número de libros en náhuatl, español y latín, debemos sobre todo su Historia general de las cosas de la Nueva España, una obra monumental en doce libros que le costó treinta años llevar a término. Sahagún, fraile franciscano, enseñaba latín en el imperial Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, que había sido fundado por orden real en 1536 por el arzobispo de México, Juan de Zumárraga. El objetivo de la institución era ofrecer instrucción académica y religiosa a los jóvenes mexicas, especialmente a los vástagos de las élites, es decir a los hijos de los pipiltin (nobles). Entre ellos fue escogiendo Sahagún a brillantes discípulos que se formaron con él —como los tlacuilos encargados de dibujar los logográmas en los códigos escritos en náhuatl— para hacerlos sus colaboradores en la investigación sobre la lengua y cultura nahuas que se proponía realizar. Los discípulos de Sahagún eran, por tanto, jóvenes mexicas que hablaban y escribían en náhuatl y español. Eso les permitió poner en práctica el método de trabajo que Sahagún, gran experto en lengua náhuatl también, pretendía y que consistía, en 175 ═════════════════
══════════════════════════════════════════════════ buena medida, en recurrir a las fuentes orales que ofrecían los testimonios de los indígenas ancianos. Motivo por el cual algunos investigadores le consideran precursor de la etnología moderna y primer antropólogo de América. El resultado fue tan innovador, tan respetuoso con la diversidad local, que se ganó el resquemor de la Corona, quien en el fondo juzgaba la obra contraria a sus fines por demostrarse demasiado transigente con un mundo considerado pagano. Se estimó que el texto de Sahagún, que a su modo toleraba las costumbres ancestrales 21, podía llegar a convertirse en un obstáculo para la evangelización. Así, cuando Sahagún envió su trabajo al Consejo de las Indias para que fuese publicado, éste fue confiscado por orden real, y los tres ejemplares existentes acabaron en la Biblioteca del Palacio Real de Madrid para evitar que viesen la luz. De hecho el colegio de Santa Cruz de Tlatelolco perdió el favor de la Corona, quien empezó a temer que al instruir a los nobles mexicas, estos pudieran encabezar un movimiento revolucionario contra los invasores españoles. La injerencia en el centro logró sabotearlo de tal forma que, finalmente, tuvo que dejar de educar a los muchachos indígenas. Sin duda el argumento central de Crónica de un maestro se articula alrededor de la figura del docente. La narración pone de manifiesto que si bien todos hemos de comprometernos en la conservación de nuestra propia cultura, esta carga recae de forma muy especial sobre los hombros de los educadores. Ahuehuetl, el maestro, consciente de su responsabilidad social frente a la comunidad, siente que la derrota de su pueblo ante los españoles y la consecuente pérdida progresiva de la identidad cultural es, de algún modo, un fracaso suyo personal. Su vida se ha desarrollado bajo el vaticinio que ha determinado su conducta desde la infancia, y sin embargo, acercándose el final de sus días, se siente impotente y frustrado. Crónica de un maestro, entre otras cosas, se propone rescatar la dignidad de una profesión que se alimenta de su vocación de servicio al ser humano. A veces incluso 21
Algunos de los sacerdotes franciscanos que enseñaban en Santa Cruz de Tlatelolco incluso siguieron educando a sus estudiantes según las técnicas y asignaturas impartidas en el Calmécac mexica, lo que facilitó la adaptación de los muchachos y su mayor rendimiento escolar. Yépez Silva, Yolanda. El tlacuilo y el escribano: el trabajo conjunto de dos funcionarios en la Nueva España, México. Universidad Nacional Autónoma de México / Facultad de Estudios Superiores Acatlán, 2012 [Tesis de Licenciatura en Historia]. p. 55. <http://docplayer.es/14706502-Universidad-nacional-autonoma-de-mexico.html>
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══════════════════════════════════════════════════ sólo de eso, pues frecuentemente sufre la precariedad o la franca indigencia. Pero conviene no olvidar que los profesionales que la desempeñan, a menudo tan poco valorados, pueden y deben actuar como faro y guía para sus semejantes, especialmente en los momentos de mayor oscuridad y desamparo. Por ello Ahuehuetl declina puestos de responsabilidad en el gobierno, ofrecidos por antiguos discípulos suyos, después miembros de la élite dirigente, argumentando que su misión consiste en que las nuevas generaciones recuerden la historia de su pueblo, y eso sólo puede conseguirlo desde el telpochcalli —centro en el que se educaba a los jóvenes del pueblo, es decir a los hijos de los plebeyos—, donde conquista la atención de los alumnos gracias sus amenas clases, que a menudo parecen un cuento22. Qué mejor líder podría existir, por tanto, que un educador. Así no parece casual que el protagonista de Crónica de un maestro se llame precisamente Ahuehuetl, ya que a este ciprés se refiere la Crónica mexicana de Tezozómoc23 en circunstancias muy concretas que demuestran que el ahuehuetl o ciprés de tierra simboliza la protección, motivo por el cual el soberano se puede identificar con él. Por extensión, un buen líder, alguien con autoridad para guiar sabiamente y con rectitud, como por ejemplo un maestro, también podría identificarse con ese árbol. Ahuehuetl asiste, como lo hacemos nosotros, lectores, al retrato de una sociedad cambiante en la que el individuo sojuzgado —por tanto también abandonado y 22
Métodos didácticos que al principio son reprobados por otros maestros a los que les parecen demasiado innovadores, aunque finalmente hayan de reconocer su efectividad. Una anécdota que parece entrañar una crítica a los detractores de estrategias pedagógicas no tradicionales y, en general, a planteamientos retrógrados en la enseñanza actual. 23 A esto tomó la mano por todos los otros demás prençipales señores, dixo Neçahualcoyotzin de Tezcuco: "Señor y nro rrey Monteçuma, hijo, nieto nro tan amado, querido y temido y a bos señor Çihuacoatl Tlacaeleltzin y todos los demás prençipales mexicanos que aquí están todos ayuntados, rresçibimos singular contento y alegría de lo que se nos manda y es bien y es líçito que tan buen señor y tan gran dios como es el tetzahuitl Huitzilopuchtli, que nos tiene abrigados con su fauor y amparo, que estamos debaxo dél como rresçibiendo alegría a su sombra, como árbol grande de çeiba (puchotl) o çiprés amcho (ahuehuetl), abiéndonos rresçibido su graçia y fauor, es bien se haga lo que nos dezís, pues estamos uçiosos, y para esto nos emos de ocupar (Capítulo 23 de la Crónica mexicana). Y con esto, fueron despedidos muchos mensajeros a todos los pueblos sujetos hasta la Mar del Oriente para que nuebamente estos bengan al rreconosçimiento de lo que es Mexico Tenuchtitlan, tre tulares, cañaberables, en el lugar y asiento adonde se escaliente el águila y adonde come su mantenimiento del manjar de la culebra, y lugar silua la gran culebra y rronca, y adonde los peçes de la gran laguna buelan por çima del agua, "y es menester le planten como está agora plantada la çeiba (puchotl) y el ahuehuetl (açiprés ancho) que da sonbra y acobixa, que ansí este nro rrey y señor nueuo del rrey Ahuitzotl (Capítulo 62 de la Crónica mexicana).
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══════════════════════════════════════════════════ castigado por sus propios dioses— se siente perdido y desorientado, indefenso ante un mundo nuevo que apenas llegaba a comprender. Y sin embargo Crónica de un maestro, aun marcada por el pesimismo, la impotencia y la visión fatalista que tan a menudo acompañó a las comunidades antiguas, propone un resquicio de esperanza. Una esperanza que llega precisamente de manos de la cultura, de la conservación y transmisión de ésta. CONCLUSIONES Crónica de un maestro nos acerca, mediante un relato histórico bien documentado, a un personaje de ficción que por su nacimiento, marcado por señales y augurios que parecen predestinarlo a convertirse en un héroe salvador de su pueblo, se asemeja a las figuras legendarias de los mitos. “Será glorioso guerrero y su mayor victoria será contra el olvido”, anuncia el augur nada más se le presenta al niño. Sin embargo, finalmente, Ahuehuetl se revela un individuo corriente, que logra su objetivo, al menos parcialmente, de una forma totalmente diversa a la prevista, en absoluto relacionada con la intervención del mundo sobrenatural o con el uso de la fuerza. Porque es justamente una conducta violenta, en la que se apoya también la ambición imperialista de los españoles, la que ha conducido a la ruina de su civilización, y sólo otra vía, la de la cultura, podrá minimizar los daños y evitar el definitivo olvido. Tezozómoc, en el proemio a la versión de 1609 de la Crónica mexicáyotl, afirmaba ser el depositario de la tradición histórica mexica tenochca: ça nocel y[n] nihuehuetlahuacall[e] y[n] nihuehuenenonotzalle (“Yo mismo soy dueño del antiguo legado, soy dueño del antiguo relato”). Pero Tezozómoc, como Ahuehuetl, el protagonista de Crónica de un maestro, comprende que si bien su pueblo siempre se preocupó especialmente por el cultivo de la oratoria y la conservación de las tradiciones orales24, el futuro de su gente sólo podrá garantizarlo la lengua escrita. Con una juventud aculturada por los colonizadores españoles, sólo ella asegurará el recuerdo de las antiguas tradiciones una vez que los ancianos de su pueblo hayan muerto. 24
En Tenochtitlán había escuelas y academias en las cuales se enseñaba a los jóvenes de la clase dirigente a hablar correctamente, a recitar y a cantar. Los templos también tenían a su disposición escuelas asalariadas de poetas y cantantes al servicio del sacerdocio y la nobleza. En esta sociedad, la de orador era una profesión reconocida a la que se recurría a menudo en diversas circunstancias.
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══════════════════════════════════════════════════ Tezozómoc comprende que, para sobrevivir después de la conquista hispana, la antigua tradición histórica mexica tenochca, hasta entonces conservada en códices pictográficos y transmitida de generación en generación verbalmente dentro de la propia familia, no podía seguir expresándose únicamente a través de la tradición oral y los códices en lengua náhuatl. Para asegurarse de lograr sus fines, Tezozómoc se propone conquistar el ánimo de los españoles, para lo cual, además de traducir, adapta a la mentalidad europea la historia de su pueblo, introduciendo elementos del género historiográfico occidental en su obra. Tezozómoc, como Ahuehuetl, se considera mero instrumento al servicio de un plan superior. Por eso no se presenta como el autor de su Crónica, sino como simple depositario de una tradición histórica, considerándose al mismo nivel de responsabilidad que los antepasados familiares que le habían legado sus recuerdos. Concluimos que, como manifestase Edward Bulwer-Lytton, la pluma es más poderosa que la espada, especialmente frente al olvido. También, que un pueblo que descuida su pasado se convierte en un pueblo sin futuro.
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