Una semana en lugano francisco hinojosa

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Una semana en Lugano Francisco Hinojosa Ilustraciones de Mauricio GĂłmez MorĂ­n


ÍNDICE

El tanque ........................................................... 11 Otro Pedro ......................................................... 15 El mayor Núñez ................................................ 18 La misión........................................................... 23 El entrenamiento ............................................. 28 El presidente... ................................................... 32 Lugano .............................................................. 35 El emperador ..................................................... 40 Los cazadores .................................................... 45 Las perlas de oro ............................................... 52 El rescate ........................................................... 63 Pavos, faisanes, gatos, sandías .......................... 69 Piedra, plastilina, pastade sulfinito.................... 77 Pulpos rojos, peces piñata, almejas leopardo .... 84 Ladrón que roba a ladrón .................................. 91 El desempate ..................................................... 97 La meta .............................................................105 Los premios ......................................................109 El regreso .........................................................114


Para el gran Ponchazo



EL TANQUE

Todo comenzó el día en que Pedro salió de su casa para esperar al camión de la escuela. En vez de camión se topó con un tanque de guerra. Bajó de él un soldado vestido con un auténtico traje del Ejército, se le puso enfrente y le gritó: —¡Número 23! —¿Presente! —contestó Pedro de manera automática, ya que ése era su número de lista en la escuela. —Tengo órdenes de llevarlo al cuartel. —Pero... —Tengo órdenes de no dejarlo hablar hasta que lleguemos con mi general. —Pero... —no hubo pero que valiera porque otro soldado bajó del tanque, lo cargó con un solo brazo y lo metió adentro. Por más que quiso, Pedro no pudo ver hacia dónde se dirigían por la sencilla razón de que los tanques no tienen ventanas. Después de una hora, en la que no pudo decir ni una sola palabra y en la que nadie le dio ninguna explicación, el tanque se frenó, el soldado volvió a levantarlo con un solo brazo y lo depositó en una elegante oficina. Al rato llegó el general Gándara, con el traje tan cargado de medallas que parecía un arbolito de navidad. La seriedad de su cara explicaba el evidente miedo que le tenían sus subordinados. —¡Número 23! —le gritó. —Presente! —volvió a responder Pedro, llevándose la mano a la frente, tal y como vio que lo habían hecho los otros soldados.


—Tiene usted una importante misión que cumplir con nosotros... —Pero... —¡Silencio! Aquí usted no puede hablar hasta que le dé permiso, ¿entendido? Asustado, sin saber cómo le iba a hacer para explicar que seguramente había una confusión y que ya se le había hecho tarde para entrar a la escuela, sólo se atrevió a mover afirmativamente la cabeza. —Por lo que veo, número 23, ni se imagina cuál es la razón por la que lo hemos llamado. Movió la cabeza hacia los lados. —Ya sabrá todo a su tiempo. Por lo pronto vaya a ponerse su uniforme. No me gusta ver aquí a gente vestida con esa ropa... Dígame, ¿en su escuela lo dejan usar ese tipo de zapatos rojos? —Son tenis, señor, se llaman tenis. —¿Y sus papas le dan permiso de usarlos? —Sí, claro, ellos también los usan. Y ya que usted mencionó a mis papás... —No le he dado permiso aún de preguntarme nada. —Sí, pero... —Será mejor que borre esa palabra de su vocabulario. En el Ejército los peros no existen. Se le ocurrió entonces a Pedro levantar la mano, como lo hacía en la escuela cuando necesitaba hacer una pregunta. Al parecer, el general lo entendió y se compadeció de él. —Por lo que veo, está usted muy inquieto. Le voy a dar permiso de hacer una pregunta, sólo una. —Gracias, señor. ¿Mis papás ya saben que estoy aquí? —¡Por supuesto que no, número 23! ¿Nos cree tontos o qué? —Es que si no me ven llegar...


—No le he dado todavía permiso de hablar, y como ya hizo su única pregunta, en este preciso momento se va a cambiar de ropa. Y dicho y hecho: al instante entró otra vez el soldado, lo cargó como si fuera un gatito recién nacido y lo sacó de la oficina. Pasaron primero por un campo lleno de tanques estacionados, luego por otro en el que los soldados marchaban en grupos al compás de las órdenes que les daba el jefe, y luego por otro más, el aeropuerto, repleto de aviones y helicópteros. Al final, el soldado lo metió en una casa, le dio un uniforme del Ejército de su tamaño y le ordenó que se cambiara. Lo hizo todo tan rápido que las botas se las puso al revés. —Sígame —le dijo muy serio el soldado. Pedro lo siguió, marchando detrás de él, hasta que llegaron a otra casa: era el comedor. El soldado le indicó que se sentara y le puso enfrente un plato de avena, un vaso con leche y una cuchara. —No, gracias —trató de excusarse—, ya desayuné en mi casa. El soldado, en vez de repetirle que no tenía permitido hablar, tomó la cuchara, la llenó de avena y se la puso en la mano. Cualquiera imaginará el asco que le dio, pero Pedro la pensó dos veces: era mejor que se comiera él solo ese espantoso revoltijo a que el soldado se lo metiera en la boca a la fuerza. Para terminarla de amolar, algo que no aguantaba: la leche estaba tibia..., y con el calor que hacía estuvo a punto de vomitar al primer trago. Cuando terminó, el soldado le limpió la cara con una servilleta y le dijo que lo siguiera. En el camino se encontraron con varios soldados que al verlos se paraban y los saludaban con la mano en la frente. Antes de llegar de nuevo a la oficina del general Gándara, Pedro descubrió que a quien


saludaban no era al soldado sino a él, porque uno de ellos alcanzó a decirle, antes de cuadrarse: —A sus órdenes, sargento número 23.


OTRO PEDRO

El general estaba de mejor humor. Le dijo: —Sargento número 23, puede tomar asiento. Tenemos mucho de qué platicar antes de que salga a cumplir con su misión. Pedro se sintió muy raro de que él también lo llamara sargento. Antes de que se le ocurriera intentar una pregunta y de que el general le respondiera que no tenía permitido hablar, le leyó el pensamiento: —Puede hacer ahora las preguntas que le vengan en gana, aunque no le aseguro que a todas le vaya a responder. —Señor... —comenzó Pedro. —Dígame general, ¿entendido? —General —corrigió—, si mis papas no me ven llegar de la escuela se van a preocupar. Y si viera cómo se pone mi papá cuando se preocupa... —Sargento, llevamos planeando esto mucho tiempo. Ningún detalle se nos ha escapado. Y para que lo crea y esté tranquilo, se lo voy a demostrar. El general apretó un botón que tenía al lado de su escritorio y sonó un timbre. De inmediato entraron dos soldados que llevaban consigo a la sorpresa más grande que se había llevado hasta entonces en su vida: Pedro Martínez en persona, o sea un doble de él mismo. —No se asuste, sargento —le dijo el general


cuando vio la cara que puso—. Este niño que usted ve no es en realidad un niño de carne y hueso. sino un robot. Un robot que está programado para reemplazarlo en su casa y en la escuela mientras usted cumple con su misión. —¿Qué misión? Ya lo sabrá a su tiempo, no se desespere, ¿Y cree usted —le preguntó enojado— que mis papás no se van a dar cuenta de que yo no soy ese muñeco? En vez de responderle, el general ordenó que pusieran en funcionamiento al robot. Un soldado se sentó frente a una computadora y presionó varias teclas hasta que el robot empezó a tener movimiento propio. Era sorprendente ver cómo hacía los mismos gestos y cómo se movía de la misma manera que Pedro. Ya hasta le habían puesto la ropa con la que lo recogieron a la salida de su casa, incluidos sus tenis rojos. —No debes preocuparte de nada —habló el robot—. Nadie se enterará de que yo no soy tú. Si quieres comprobarlo, puedes hacerme las preguntas que quieras. —¿Ah, sí? ¿Quién es la tía Elena? —se le ocurrió preguntarle. ;La tía Elena! Ni me menciones a esa vieja bruja que se dedica a molestarte en cuanto te ve. Si me pide que toque en el piano la pieza que tanto le gusta, yo creo que le voy a echar en la cabeza la jarra completa de café. Es más, no sé por qué no lo has hecho antes. Se merece eso y más. —Siempre he querido hacerlo, de veras —le dijo Pedro entusiasmado. —Ya ves, te conozco mejor que tú mismo. ¿En dónde tengo escondida mi alcancía? —En el clóset, dentro de la caja donde tu mamá guarda la ropa que ya no te queda. ¿Qué me regalaron mis papás de cumpleaños ? —Una patineta nueva.


—¿Cuál es la comida que más me gusta? —Los ravioles y las pizzas y las fresas y... _ ¿A dónde fui el año pasado de vacaciones? —No seas mentiroso —le contestó—, el año pasado no fuiste a ningún lado de vacaciones. _ ¿Cómo le hizo —volteó Pedro a ver al general_- para que este robot supiera tanto de mí? —Ésos son secretos, sargento. Cuando los soldados se llevaron al robot que lo iba a sustituir todos los días, Pedro supo que las cosas iban muy en serio. Empezó a entrarle miedo por esa supuesta misión que debía cumplir. _ ¿Y por qué me dicen sargento y no Pedro? _ le preguntó al general cuando se quedaron otra vez solos. _ En el Ejército nadie tiene nombre de pila. Aquí sólo hay rangos, y el que a usted le corresponde es el de sargento, ya que un cabo no puede tener la responsabilidad que le vamos a encomendar. —Bueno, y ya que lo menciona, ¿se podría saber cuál es esa misión por la que no me han dejado ir a la escuela? —Es una misión muy delicada, muy importante. —¿Y por qué yo? —Vamos por partes, sargento. En estos días voy a decirle cosas que deben guardarse en riguroso secreto. Si alguien se entera de lo que voy a decirle podríamos tener problemas, muy graves problemas... Ya para entonces era tal el susto que tema Pedro, que se le olvidó que tenía ganas de ir al baño. Estuvo a punto de hacerse en los pantalones.


EL MAYOR NÚÑEZ

En ese momento le anunciaron al general Gándara que tenía una llamada por teléfono. Al colgar le dijo a Pedro que iba a estar muy ocupado el resto de la mañana. Así es que tendría que guardar sus preguntas hasta que pudiera volverlo a recibir. Se despidió de él y le ordenó a los soldados que lo acompañaran y que cumplieran con las instrucciones que ya les había dado. Mientras caminaban por el campo militar Pedro trató de hacer conversación con ellos, pero por más esfuerzos que hizo no logró apartarlos de su silencio. Lo llevaron de nuevo a la casa donde se había cambiado de ropa y lo dejaron allí, en un cuarto con una televisión, una silla y un escritorio. Como no tenía la menor intención de aburrirse, decidió encenderla y ponerse a ver un programa hasta que alguien se acordara de él y le explicara por qué estaba en el Ejército y cuál era esa misión importante y delicada que tenía que cumplir. Pero las sorpresas seguían. En vez de un programa normal, apareció en la pantalla un militar que dijo: —Sargento número 23, soy el mayor Núñez, su maestro particular. Además de su adiestramiento en el campo militar, que en breve comenzará, es mi deber enseñarle a usted las mismas cosas que en estos momentos debería estar aprendiendo en su escuela. Por ello, para que no sienta después que perdió clases, yo estaré aquí para ayudarlo. Debe poner atención en todo lo que va a ver y a oír en estos momentos. En el escritorio que tiene enfrente encontrará un cuaderno y un lápiz. Tómelos y regrese frente al televisor.


Pedro estaba tan impresionado, que no sabía si el programa estaba grabado de antemano o si el militar que le daba órdenes lo podía ver a través de la pantalla. En lo que averiguaba, decidió hacerle caso. Tomó el cuaderno y el lápiz y se sentó frente al aparato. Lo que siguió fue el colmo para Pedro. ¿Cómo era posible que los del Ejército no lo hubieran dejado ir a la escuela sólo porque ellos mismos querían darle las clases? Eso fue precisamente lo que pasó: el militar de la televisión empezó a preguntarle cosas que sus maestros de la escuela le hubieran preguntado. Durante un buen rato estuvo atento a todo, tomaba notas en el cuaderno cuando no podía responder y contestaba las preguntas que sí sabía. Hasta que se le cayó el lápiz al suelo y le pidió al “maestro” que lo esperara un momento para que pudiera recogerlo. Mientras lo buscaba, el militar seguía dando su clase. Se dio cuenta entonces de que en realidad el mayor Núñez no lo estaba viendo y de que se trataba de un programa grabado. Ya ni siquiera se preocupó por encontrar el lápiz. Regresó a su lugar y siguió contestando a las preguntas: —¿En qué continente se encuentra Alemania? —En el Polo Norte, pedazo de cucaracha, es algo que todo el mundo sabe. —¿Cuál es la capital de Guatemala? —África, ¿qué no se lo enseñaron en la escuela? La verdad yo creo que es usted bastante... —¿Qué océano es más grande, el Pacífico o el Atlántico? —Le digo que es usted un bruto. Hasta la tina de mi casa es más grande que cualquier océano. —¿Quién es el emperador de Lugano? —Ah, qué tonto es usted: todo el mundo sabe que soy yo...


Mientras le respondía, Pedro se hurgaba las narices, hacía gestos con la cara y le sacaba la lengua al militar de la pantalla. —¿Qué es lo que más produce el pueblo de Turambul? —continuó el mayor Núñez. —Caca, eso es lo que más produce, caquita fresca... y mocos, muchos mocos verdes... En ese momento, uno de los soldados encargados de su custodia entró al cuarto. Como Pedro no supo qué hacer, su primera reacción fue apagar la televisión. El militar se le quedó mirando con ojos de no muy buenos amigos y sin decir nada le indicó con el dedo que lo siguiera. La mala suerte de Pedro aún no había terminado: fueron derechito al comedor. Lo hizo formarse en la fila, le puso una charola en las manos, un plato, una cuchara y un vaso y le dijo que después volvería por él. Un gordo con cara de albóndiga, sin que Pedro le pidiera nada, le echó en el plato dos albóndigas tristes y secas y una buena cantidad de potaje de garbanzos. Luego una señora, tan gorda que parecía esposa del otro, añadió una papa fría, un pan duro y un chorrito de agua de limón. Para Pedro ya todo había llegado a sus límites. Haber sido llevado a ia fuerza, ponerle un uniforme, decirle sargento, tomar clases por televisión..., pero darle de comer algo tan espantoso, eso sí que era el colmo. Pensó que si la misión que tenía que cumplir con el Ejército era tan importante como decía el general, bien podría exigir a cambio un trato justo, como por ejemplo que le dieran de comer ravioles, hamburguesas, tacos de pollo, pizzas, helado de chicle, malteadas... Porque la verdad, conociendo el estómago de Pedro, con comida como la que le estaban sirviendo él no iba a querer cooperar mucho. Llevó su charola a una mesa en la que otros soldados comían en silencio. Tomó la cuchara y


aguantando la respiración probó el revoltijo: si de aspecto era horrible, por la cara que puso, el sabor debió ser realmente horripilante. Estaba seguro de que no iba a poder tomar una cucharada más. Por eso tuvo que recurrir a un truco bastante tonto, pero que ya lo había salvado alguna vez de comer ensalada de atún en la casa de su tía Elena: como por descuido, tiró al suelo la charola con todo y todo. De inmediato, los soldados que estaban a su alrededor dejaron sus platos y se apresuraron a recoger las cosas y a ofrecerle sus propios alimentos. —Sargento, tome mi comida —dijo uno. —La mía está más llena, sargento —le ofreció otro. —No he probado mi agua de limón, sargento. Es suya —intervino otro más. —Gracias—respondió Pedro—, muchas gracias. La verdad ya casi me había acabado la sopa..., quedé satisfecho, gracias, muchas gracias... —A sus órdenes —le dijeron varios de ellos. Pedro ios saludó con la mano en la frente, saludo al que todos correspondieron de pie, y salió dei comedor antes de que le insistieran más. Como su guardián aún no había regresado por él, decidió salir a dar una vuelta por los alrededores. Cerca de allí, tres soldados, descalzos y con los pantalones arremangados hasta las rodillas, lavaban un tanque con agua y con jabón. En cuanto se dieron cuenta de que Pedro los observaba, dejaron a un lado las cubetas y los cepillos y se cuadraron. —A sus órdenes, mi sargento —dijeron a coro. Puso entonces cara de enojado y empezó a darle una vuelta al tanque, como si estuviera supervisando su trabajo. —¡Soldados! —les gritó—. ¿Quién les enseñó a lavar tanques?


Los tres, sin bajar la mano de la frente, no se atrevieron a responder nada. —¿Qué pensarían los enemigos si vieran un tanque tan mal lavado? ¿Creen que así se puede ganar una guerra? Quiero que en este preciso momento hagan un charco de Iodo y ensucien el tanque. ¿Me entendieron? Claro que lo entendieron. Al instante, en lo que uno de los soldados hacia con una pala un montoncito de tierra, los otros dos le echaban agua, hasta que juntaron al fin una montaña de lodo. Luego cada uno tomó su cubeta y bañó el tanque. Cuando Pedro vio que ya habían hecho un buen esfuerzo y que el tanque estaba tan cochino que parecía que acababa de llegar de una batalla, les dijo: —Cuando regrese, quiero encontrarlo bien lavadito, como si hoy le tocara combatir en el frente o participar en el desfile de la independencia. Iba a darles más instrucciones cuando descubrió que su guardián lo había sorprendido otra vez con las manos en la masa. Sin embargo no le reclamó su conducta. Sólo le dijo que el general lo esperaba en su oficina. Había llegado la hora de poner las cosas en claro.


LA MISIÓN

—¿Me va a dejar hablar ahora? —le preguntó Pedro al general antes de que él se lo prohibiera, como ya era su costumbre. —Puede ser que le dé permiso después de que hable yo, ¿está claro? —cerró la puerta y se sentó frente a su escritorio—. Como ya le había dicho, lo que le voy a confiar tiene que permanecer en el más absoluto secreto. Pedro movió afirmativamente la cabeza. —Desde hace tres años, el emperador Tao Hito invita a fin de año a los hijos de varios reyes y presidentes que son sus amigos. Las reuniones las hace en la capital de su imperio, que es una isla ubicada en el centro del océano Pacífico. Se llama Lugano. Es una isla hermosísima que muy pronto conocerá... —Ya ve cómo sí había un error en todo esto —se apresuró Pedro a contestar—. Yo no soy hi jo de ningún presidente ni de... —Sargento, no he terminado de hablar —puso el general la cara muy seria y continuó—: Como le decía, la isla donde se hacen estas fiestas es el lugar más parecido al Paraíso que existe sobre la Tierra. El emperador Tao Hito, que por si todavía


no lo sabe es el hombre más rico del planeta, organiza cada año un concurso con todos los jóvenes a los que invita, y el premio que da al que gane es una sorpresa maravillosa. El primer año, el príncipe Galano, hijo del rey de Zambizania, le llevó a su padre los títulos de propiedad de la mina de oro más grande del mundo. El segundo año, Abdul, el hijo del presidente de Turambul, ganó una isla en medio del océano Atlántico. Una isla muy especial ya que, además de tener un enorme castillo, es el único lugar del planeta en el que habita una especie muy rara de pavorreal que pone los huevos más deliciosos que se conozcan sobre la Tierra. —¡Huevos! —se extrañó Pedro, no muy convencido de que eso pudiera ser un platillo exquisito. —Sí, señor, huevos con cuatro yemas. Yo no los he probado, pero sé de empresarios que son capaces de cambiar toda su fortuna por uno de esos pavor reales. —¿Y el tercer año...? —El tercer año, la infanta Mila, que es la hija menor de la duquesa de Bulgraquia, ganó el premio: una pequeña botellita que contenía una vacuna contra todas las enfermedades, ¿se imagina? —¿Y yo qué tengo que ver en todo esto? —preguntó Pedro con ganas de aclarar cuanto antes el misterio. —A eso vamos, sargento, no se desespere. Este año, para ser exactos dentro de dos semanas, tres días y —miró su reloj— ocho horas, el hijo de nuestro presidente debería abordar un avión con rumbo a Lugano. Sin embargo, él no podrá ir, o más bien: no deberá ir. —¿Por qué? —le preguntó sorprendido. —Recuerde, sargento, que todo lo que le diga aquí es un secreto de Estado. ¿Sabe lo que eso quiere decir? —Claro —respondió Pedro, aunque la verdad no sabía muy bien qué era lo que significaba.


—Verá: los tres años pasados el hijo del presidente fue a las reuniones en Lugano, compitió y no ganó el premio. No sólo eso: todas las veces quedó en el último lugar. ¿Y sabe por qué? —Pues la verdad no, ni siquiera lo conozco. —Le voy a decir otra confidencia que ni a la almohada le puede contar: el muchacho es realmente muy bruto, tan bruto que no sabe siquiera montar una bicicleta sin caerse al minuto. Lo hemos instruido con nuestros mejores hombres, le hemos dado clases, liemos invertido mucho dinero y esfuerzo y trabajo en él, y nada..., ¡el último lugar! Además, por si fuera poco, Abdul y el príncipe Galano no dejan de molestarlo en cuanto lo ven, le tienden trampas en las que siempre cae y luego se burlan de él. La verdad, ya hasta tiene miedo de ir... —¿Y qué quiere? ¿Que yo vaya a defenderlo? —No, sargento, lo que queremos el presidente y yo es que vaya usted a la fiesta de este año en vez de su hijo. Nuestros servicios de inteligencia han descubierto una cosa: que el premio que Tao Hito va a dar en esta ocasión es... —¿Y por qué yo? —interrumpió Pedro—, Hay muchos niños en el país. —Sólo por dos razones debe ir usted: primero, porque lo hemos investigado y hemos descubierto que es uno de los muchachos más listos de su escuela, y segundo, porque usted es casi idéntico a él. Más que eso: nadie se podría dar cuenta de que usted lo va a sustituir. Hasta en el nombre coinciden: también se llama Pedro. ¿Queda claro? —Bueno, en parte... ¿Cuál va a ser el premio que va a dar el emperador este año? No me lo ha dicho... —Le vuelvo a recordar que no debe decir nada de esto a nadie. Como le decía, nuestros servicios de inteligencia han descubierto que el premio va a ser ahora algo que el presidente y


el Ejército han querido tener siempre: un cohete a la luna. Desde hace muchos años, el presidente le ha pedido al Ejército que le construya un cohete para que él y su familia puedan viajar por el espacio. El Ejército lo ha intentado muchas veces, pero no ha podido. Nuestros mejores ingenieros se han dedicado años y años, se ha gastado mucho dinero y el resultado siempre ha sido el mismo: en las prácticas de vuelo, cuando creemos que ya todo está listo, el cohete se cae antes de haber avanzado un kilómetro en el aire. —Ya voy entendiendo, general. Ustedes quieren que me haga pasar por Pedro y que gane el cohete para que el presidente pueda hacer su viaje. ¿Y yo qué? ¿Piensa el presidente invitarme a la luna? —Si eso es lo que usted quiere, puede pedírselo. Aunque si no, el presidente y el Ejército están dispuestos a regalarle cualquier otra cosa que quiera. ¿Qué dice? El general tocó al fin el punto más sensible de Pedro: toda su vida, desde que leyó de chico el cuento de Aladino, había soñado que alguien le ofrecía cumplirle tres deseos. Imaginaba, por ejemplo, que pedía una alberca para su casa, algo que era realmente imposible porque vivía en un quinto piso. Otras veces se le antojaba hacer un viaje en helicóptero por toda la ciudad y aterrizar luego en el patio de su escuela. O ir a Africa en un convoy a cazar leones. O jugar como centro delantero en la selección nacional. O ser el actor principal de una película de aventuras. También soñaba con pedirle al genio que destruyera a hachazos el piano de la tía Elena. Y eso de viajar a la luna con el presidente no le parecía ahora ninguna mala idea. El trato con el general empezaba a interesarle, aunque aún no sabía cómo eran las competencias en la isla del emperador Tac Hito, ni si tenía alguna


oportunidad real de salir vencedor. —¿Y por qué no mandan al robot en vez de a mí? —se le ocurrió preguntar. —Muy buena pregunta, sargento, estaba seguro de que la iba a hacer. Resulta que el año antepasado, eI presidente de Tarminia tuvo la misma idea: construyó un robot idéntico a su hijo Tofico y lo mandó a Lugano. Pero no contaba con que el emperador Tao Hito es un zorro a quien nadie puede engañar. Colocó unos dispositivos en la isla capaces de detectar si alguno de los concursantes estaba hecho de otra cosa que no fuera carne y sangre y huesos. En cuanto entró el robot a Lugano, la alarma sonó y descubrió así al impostor que intentaba engañarlo, Como ve, sargento, tenemos todo bien calculado.


EL ENTRENAMIENTO

Al día siguiente, Pedro se sintió raro al despertar en otro cuarto que no era el suyo y frente a un soldado que le había quitado las cobijas y ¡e ordenaba que se levantara. Le dio una toalla y le mostró dónde estaba la regadera. Pedro, que ya había recordado qué hacía allí y cuál era la misión y el premio que lo esperaban, obedeció sin chistar. Pero cuando hizo intentos y más intentos por abrir la llave del agua caliente y no logró más que un chorro helado le gritó al soldado para que lo ayudara. —Aquí no hay agua caliente, sargento _____ le respondió muy serio. —Entonces exijo hablar de inmediato con el general. El soldado no intento explicar nada y, sin importarle que también él se mojara, lo empujó a la regadera donde caía un agua capaz de congelar a cualquiera. A Pedro no le importó en ese momento que le dijeran que no habría misión que cumplir ni premio que ganar y se rebeló: salió como rayo de la regadera y, todavía temblando, se encerró en su cuarto sin que el soldado pudiera darle alcance. Se puso el uniforme lo más rápido que pudo y sólo abrió la puerta hasta que su guardián le hizo la promesa de que no lo haría mojarse de nuevo. Cuando por fin salió, volvió a exigir que lo llevara con el general. El soldado asintió con la cabeza y no dijo nada, le indicó que lo siguiera y lo llevó al comedor. Otra vez un desayuno nada apetecible lo esperaba allí: un plato de avena y un vaso de leche tibia. Pedro volvió a hacer su truco de volcar la


charola, pero el soldado, sin enojarse, recogió todo y le llevó otra más. Supo entonces que iba a ser muy difícil que se escapara de comerse todo aquello. Resignado, se tapó las narices y terminó con la avena y la leche en menos de dos minutos. De regreso, el soldado lo encerró en su cuarto, donde Pedro se quedó solo ante el televisor. A pesar de que sabía que el mayor Núñez estaría allí para darle clases, lo encendió solamente porque no había nada más interesante que hacer. El mayor apareció en la pantalla, lo saludó y le pidió que tomara el cuaderno y el lápiz porque la lección iba a comenzar. Pedro se recostó en el piso y no hizo caso de sus instrucciones. Se dedicó a escuchar: _ Hace tres años, la competencia en Lugano consistió en lo siguiente: el emperador Tao Hito juntó a los diez niños que había invitado, incluida su hija Tani Tita, y le dio a cada uno un mapa de la isla. El mapa tenía marcado con una cruz el lugar donde se encontraba escondido un cofre lleno de pequeñas monedas de oro y plata. Quien lo encontrara sería el ganador. _ Ése es un juego de niños —se burló Pedro, aunque sabía que el mayor Núñez no lo escuchaba. —Seguramente usted pensará —continuó— que todo esto parece un juego de niños. Pero se equivocaría porque las hazañas que hizo el ganador y los obstáculos a los que se enfrentó fueron muchos. Nos enteramos, por boca del hijo del presidente, que los concursantes tuvieron que escalar una montaña muy empinada, cruzar a nado un río caudaloso y frío, atravesar un campo lleno de tarántulas gordas y peludas, enfrentarse con una tribu de robots que los atacaron con unas flechas de goma que no hacen daño, pero que causan un dolor que hace llorar al más valiente. La competencia duró una semana completa. Si usted cree que encontrar el cofre fue


algo sencillo, como de cuento para niños, se equivoca: Jacinta, la hija del presidente de Venelombia, tuvo que permanecer en un hospital más de quince días para poderse recuperar del juego. — ¡Bah! —se molestó Pedro—, yo pensé que se trataba de algo realmente difícil. Y mientras el mayor Núñez seguía contando más y más detalles del concurso, él se dedicó a imaginar la isla: se vio a sí mismo con un pico y una pala desenterrando el tesoro, siendo coronado por el emperador, bai lando con una princesa, comiendo ricos manjares y entregándole al presidente su cohete a la luna. —Mañana le contaré cómo fueron las otras dos competencias —dijo el mayor Núñez para terminar—, ya que por ahora deberá salir de este cuarto para que den inicio sus entrenamientos físicos. Mente sana en cuerpo sano. Pedro decidió hacer caso de esta instrucción sólo porque ya tenía ganas de salir del cuarto. El mayor Núñez en persona lo esperaba afuera. Primero lo puso a correr detrás de él, mientras le cantaba una cancioncita que Pedro debía repetir: Vamos

todos

a

correr

Vamos todos a correr Por

el

campo

militar.

Por el campo militar. Vamos

todos

a

ganar,

Vamos todos a ganar, Ése

es

nuestro

deber.

Ese es nuestro deber. Después de cinco vueltas a la pista y de haber cantado no menos de treinta veces la cancioncita, Pedro sudaba a mares y sacaba la lengua de fuera. Pero eso no era todo: el mayor Núñez ya le tenía preparados nuevos ejercicios: le indicó a Pedro


que tenía que cruzar a pie un buen charco de lodo, subir unas escaleras, treparse a un tubo, descolgarse de él, correr entre los huecos de unas llantas, caminar de manos, arrastrarse debajo de unas vigas y saltar diversos obstáculos. Al terminar, Pedro sentía que ninguno de sus huesos estaba en su sitio. Tenía ganas de darse un baño de agua caliente y dormir cuando menos un día completo. Y especialmente tenía ganas de hablar con el general Gándara para reclamarle un trato más justo.


EL PRESIDENTE

Las dos semanas de clases y entrenamientos pasaron rápidamente. Después de ese tiempo, Pedro sentía que ya estaba preparado para enfrentarse con los mejores competidores que fueran a Lugano. Cada día que pasaba se ponía más ansioso por tomar ya el avión que lo llevaría a la isla. Sin mucho trabajo pudo arreglar con el general Gándara un mejor trato durante su estancia en el campo militar: le permitió bañarse todos los días con agua caliente y comer a veces ravioles, tacos de pollo y hamburguesas. Lo único que lo tenía preocupado era que los servicios de inteligencia del Ejército no habían podido averiguar, como se lo prometió el general, en qué consistiría la competencia a la que los sometería el emperador Tao Hito. Se enteraron, eso sí, a través de sus satélites de comunicación, de que el príncipe Galano había estado sometido también a los mejores entrenamientos. Según el general, él sería su rival más duro. Después seguiría Abdul, que tenía muy buena condición física pero le faltaba inteligencia. Los dos, además, eran enemigos del hijo del presidente: los años anteriores hicieron todo ¡o que pudieron para obstaculizar los pocos logros que había alcanzado, y luego se burlaron de él. En cuanto a la infanta Mila, al general Gándara la tenía sin cuidado. Dijo que la vez que ganó


había tenido mucha suerte y que eso era lo único con lo que contaba para ganar: suerte. Un día antes de su partida, el general lo mandó llamar a su oficina. Se encontraba allí el presidente en persona. —¿Con que tú eres Pedro? —le dijo. —Soy el sargento número 23 —respondió serio y asustado. —Para mí eres Pedro. Realmente es sorprendente el parecido que tienes con mi hijo. Yo creo que si los veo en la calle juntos no sabría quién es quién. Me han dicho que estás muy bien preparado para ganar la competencia que ponga Tao Hito. Confiamos tanto en que seas tú el ganador... y te lo vamos a agradecer por supuesto como se merece. ¿Ya has pensado qué quieres que te regale después de tu victoria? —Todavía no, señor, los entrenamientos no me han dejado tiempo para pensar. —Piénsalo bien. Podría regalarte un elefante del zoológico para que lo tengas en tu casa, o si prefieres una playa en nuestras costas o un lago... ¿O qué tal el parque de diversiones que está en el centro de la ciudad? ¿Lo conoces? Si lo quieres podría ser para ti y para quien tú quieras invitar. —Yo creo que primero debo ganar y luego... —Me ha comentado el general Gándara que has aprendido rápido y que eres realmente ágil y despierto. Dice que está completamente se guro de que vas a hacer papilla a los otros competidores. Podría darte una bicicleta de oro puro, o un saco lleno de monedas para que tú te compres lo que quieras, o mi colección de guantes que me han regalado todos los campeones de box del país. —Sí, pero —el general miró a Pedro con cara de pocos amigos—, puedo perder... —No, no, Pedro, no puedes ni debes perder.


Sería algo muy malo para ti y para mí, ¿verdad? A Pedro no le quedó de otra más que asentir con la cabeza. —Desde que el hombre pisó por primera vez la luna, mi familia y yo hemos tenido unas ganas enormes de hacerlo también y de viajar por el espacio. Ya te habrá dicho el general Gándara que durante muchos años el Ejército ha tratado de construirme un cohete. Reconozco sus esfuerzos, pero eso no resuelve nada: yo quiero hacer ese viaje aunque sea lo último que haga en mi vida. —¿Y por qué no se compra un cohete? —preguntó Pedro—. Yo creo que hay muchos países que se lo podrían vender. —¡Ojalá así fuera! —se quejó el presidente—. Ni siquiera el emperador Tao Hito, que es muy amigo mío, ha querido venderme el suyo. Y mira que le he ofrecido a cambio cosas como mi colección personal de sellos postales, que hasta donde yo sé es la más completa del mundo. Llegué a decirle que le mandaba a cambio nuestra catedral, que siempre le ha gustado, pero el viejo zorro no aceptó. Dice que si me da el cohete podría copiarlo y luego venderlo al mundo. Eso es lo que piensan los países que tienen cohetes. Lo que me tiene intrigado es por qué ahora quiere deshacerse de él y darlo como regalo al ganador de su competencia anual.


LUGANO

Cuando uno se ha preparado intensamente para que llegue el momento más importante de su vida, el día amanece con otra cara: parece que el sol tiene un brillo distinto, que el cielo es más azul y que toda la naturaleza se comporta de una manera más amigable. Así fue para Pedro cuando llegó al fin la mañana en que debía partir hacia Lugano. Se dio un baño de tina con agua caliente y se puso el traje azul que le había enviado el presidente, así como una corbata roja que Tao Hito le había regalado al hijo en su cumpleaños. Después de dos semanas de usar a diario uniforme de sargento, se sentía raro de tener encima ropa normal. Cuando terminó de lustrarse los zapatos, llamaron a la puerta: era el desayuno. Desde el día anterior había pedido un menú especial para un día especial: una pizza de jamón con pedacitos de pina, una malteada de chocolate y un plato de fresas, Al terminar se lavó los dientes y salió acompañado por un coronel. Desde su cuarto hasta el hangar, donde lo esperaban el general Gándara y el mayor Núñez, había una larga valla de soldados que lo saludaban con la mano en la frente. El avión del Ejército que lo llevaría a Lugano ya estaba también listo, así como una gran manta que decía: BUENA S U E R T E , S A R G E N T O N Ú M E R O 23. Antes de que se subiera al avión, los cañones retumbaron y la banda hizo sonar los tambo-


res y las trompetas. —Mucha suerte, Pedro —le dijo el general—. Estaremos aquí esperándote la próxima semana con los papeles de propiedad de... tú ya sabes. —No se preocupe, general —aseguró Pedro, lleno de optimismo—. Yo creo que así va a ser. —Haz tus ejercicios todas las mañanas —le pidió el mayor Núñez—. Recuerda que mente sana en cuerpo sano. —Veinte lagartijas, veinte abdominales y veinte sentadillas —aseguró Pedro. —No se te vayan a olvidar las reverencias al emperador y a la emperatriz. —Ni darles el regalo que les manda el presidente. Cuando al fin terminaron de recordarle todo lo que debía hacer, Pedro se despidió de ellos. Desde las escalerillas del avión, hizo el saludo militar, al que todos los presentes respondieron. El capitán del vuelo lo recibió en la puerta y lo invitó a pasar. Nunca había sentido Pedro tanta emoción en su vida. Viajar en un avión del Ejército, conocer una isla, competir en un juego junto a príncipes, infantas e hijos de presidentes de todo el mundo, tener a su regreso la promesa de que le cumplirían tres deseos si él era el triunfador y quizás hasta viajar pronto a la luna, ¿qué más podía pedir? Pegó los ojos a la ventanilla y vio cómo el avión se iba alejando poco a poco de la tierra. En ese momento se dio cuenta de que todo era verdad. Una soldado mujer, que hacía de sobrecargo, le preguntó si quería algo de comer o de tomar, a lo que Pedro respondió que no tenía apetito. De haber sabido que le ofrecerían de desayunar a bordo no lo hubiera hecho por la mañana. Poco después de que el avión empezara a


volar sobre el mar, cayó profundamente dormido. Cinco horas más tarde, el capitán le anunció por el micrófono que estaban a punto de aterrizar en Lugano. Pedro revisó que su cinturón de seguridad estuviera bien ajustado y miró a lo lejos la isla en la que aterrizarían. Conforme se fueron acercando al lugar, pudo distinguir las olas que rompían sobre la playa, las palmeras, un lago, un río, los barcos en el muelle y, a lo lejos, una construcción blanca y enorme que no podía ser otra cosa que el palacio del emperador. En cuanto Pedro apareció en la puerta del avión, una banda de músicos empezó a tocar. Tendieron una alfombra roja al pie de las escalerillas. En el otro extremo lo esperaban la emperatriz y su hija, a las que ya conocía bien por fotografías. —¡Pedro, Pedro! —se emocionó Tani Tita, la joven hija del emperador. —¡Qué gusto verte de nuevo! —exclamó la emperatriz—. Eras el único que faltaba. Pedro se acercó a ellas e hizo una reverencia, tal y como se lo había enseñado el mayor Núñez. —A mí también me da mucho gusto regresar -dijo Pedro—. El año pasado estuve muy divertido, aunque haya quedado en último lugar. De lodos modos, como dice mi papá, lo importante no es ganar, sino competir. —Este año te irá mejor —lo consoló Tani l ita mientras se dirigían al coche—. Es más: yo confío en que seas tú el ganador. —Vengo, preparado, más preparado que los otros años. Durante el trayecto del aeropuerto al palacio, Pedro sintió que ya tenía la situación en las manos. Ninguna de sus dos anfitrionas sospechaba en lo más mínimo que él no fuera el verdadero Pedro


que habían conocido años atrás. Antes de llegar al palacio sacó de su maleta de mano el regalo que el presidente le había mandado a los emperadores: era una pequeña caja que la emperatriz no tardó en abrir. Había adentro una estatuilla de oro. —¡Oh! —exclamó emocionada—, es maravillosa. Mi esposo y yo le habíamos insistido tanto a tu padre para que nos regalara esta pieza. Me da un gusto enorme que se haya decidido al fin a sacarla de ese feo museo donde la tenía para regalárnosla a nosotros. —Se nota que los quiere mucho —mintió Pedro—, porque el rey de Morabinia también se la había pedido... —Cuando la vea Tao Hito se va a emocionar —continuó la emperatriz—. Va a ser una de las piezas más bellas de su colección. Al llegar al palacio, lo condujeron a su cuarto para que descansara del viaje. Pero Pedro, que ya había dormido en el avión y que tenía más ganas de entrar rápido en acción, dijo que no lo necesitaba y que prefería ir adonde estuvieran los demás invitados reunidos. Estaban todos en un enorme salón de juegos. Había máquinas de videos, una pista especial para patinar, una mesa llena de frutas extrañísimas, una orquesta, una autopista de carreras del tamaño de un cuarto, un tren eléctrico que le daba la vuelta al salón, un tiro al blanco, juegos de mesa y una alberca. Ni en sueños había visto Pedro algo mejor que eso. El primero que lo reconoció fue el príncipe Galano. —¡Pedro! —le gritó—, veo que ya llegaste. Hice una apuesta con Abdul: le dije que ten-


drías tal vergüenza del papel que hiciste el año pasado que no vendrías. —Pues ya ves —contestó lleno de orgullo—. Este año vine a llevarme el premio. La sonora carcajada que pegó el príncipe hizo que todos voltearan a verlos. Se acercó entonces Abdul. —Te gané, Galano, te gané. Ya ves que no le iba a dar pena a Pedro venir ahora por el ridículo que hizo la última vez. —Cuidado —se burló el príncipe—, dice que vino a llevarse el premio. De haber sabido que estaba tan decidido a ganar yo mejor ni vengo. —Tienes razón —respondió Pedro a las burlas—, yo que tú mejor no hubiera venido, porque además de ganar voy a hacer que ahora quedes tú en último lugar.


EL EMPERADOR

A las ocho de la noche estaban citados los diez competidores para cenar con el emperador. Como todavía faltaba una hora, Pedro aprovechó que se había librado de los pedantes hijos del rey de Zambizania y del presidente de Turambul para conocer el palacio. Entró primero a una habitación en la que se exhibían los trajes, todos tejidos con hilos de oro y plata, que habían pertenecido a los emperadores de Lugano. Estaban expuestos en vitrinas y al pie de cada uno aparecía el nombre del quien fuera su dueño. Al final de la habitación, había una vitrina más grande en la que se encontraban también los anillos de piedras preciosas, los cetros de oro macizo y las joyas de los antiguos emperadores y emperatrices del imperio. Abrió la siguiente puerta: era una inmensa biblioteca llena hasta el techo de libros perfectamente ordenados. Pedro tomó al azar un volumen: se trataba de La cocina luganesa, un libro rojo y dorado que en la portada tenía una estampa de una gran mesa servida con los platillos más inimaginables. Lo abrió por la mitad y, al tiempo que se veía un abundante y variado platón de frutas, la ilustración despidió varios olores que Pedro pudo reconocer: fresas, uvas, manzanas, peras, mangos, frambuesas, melocotones. Como era lógico, se le hizo agua la boca. Quedó tan impresionado que cerró el libro al instante: los olores desaparecieron. Volvió a abrirlo en otra página: la ilustración mostraba una bandeja con un gran pavo


dorado que aventó hacia Pedro aromas y perfumes maravillosos: clavo, castaña, nuez moscada, ajo, pimienta, pétalos de rosas y crisantemos, ciruelas, almendras. Ya para entonces, era tal el apetito que le había abierto la ilustración que hubiera sido capaz de darle una mordida al libro. Pedro dejó La cocina luganesa en el estante y salió de esa extraña biblioteca hacia el pasillo central. Eran tantas las puertas que tenía a su alcance que decidió cerrar los ojos y dar varias vueltas en círculo con el índice de frente. Cuando empezaba a marearse, se frenó y vio hacia dónde apuntaba su dedo: eran las escaleras. Sin temor a entrar a algún lugar prohibido, Pedro empezó a subirlas. Cuando ascendía el tercer escalón estuvo a punto de tropezar con el emperador. —Pedro querido —lo saludó—, ¿cómo has estado? —Bien, bien —respondió Pedro, todavía con el susto del encuentro pero sin olvidar la obligada reverencia que tenía que hacerle. —Dime, ¿cómo está tu papá? ¿Ya pudieron construirle el cohete que tanto quería? —No, todavía no, pero el Ejército sigue trabajando duro. Dice mi papá que algún día lo conseguirá. —Eso espero. Dale de mi parte las gracias por la estatuilla que nos regaló. Es una pieza clave para mi colección. ¿Ya te avisaron de la cena? —S í, precisamente estaba buscando el comedor —mintió Pedro. —¿Arriba? —La verdad se me olvidó dónde queda. Como desde hace un año no vengo... —Tendrás que venir más seguido. Bueno, vete de una vez allá y diles a todos que no tardo. Es por aquella puerta —y el emperador le señaló la


última del pasillo. Cuando Pedro llegó, ya todos estaban sentados. El único lugar vacío, además de la cabecera, estaba junto a la infanta Mila, que a diferencia de Galano y Abdul sí parecía tener buenas relaciones con él. Le habló sobre el regalo que su madre le había dado en su último cumpleaños y que a ella no le causaba ninguna emoción: un diamante del tamaño de una almendra que había pertenecido a su bisabuela. —Es una reliquia, míralo —le dijo, mostrándole la piedra incrustada en un armazón de oro que colgaba de su cuello. Para no quedarse atrás, Pedro inventó que a él su padre le había regalado un elefante del zoológico y el parque de diversiones que quedaba en el centro de la ciudad. —Cuando quieras conocerlo —la invitó—, ya sabes, sólo necesitas avisarme. Puedo mandarte un avión del Ejército para que te recoja. —Buena idea —dijo entre risas la infanta—, pero tú conoces a mi madre: no me deja salir mucho del reino... En ese momento sonó tres veces el gong: el emperador iba a entrar al salón y todos debían ponerse de pie. Pedro, junto con todos los demás, hizo una reverencia en cuanto entró. El emperador les pidió que tomaran asiento. —Queridos amigos —les dijo—, bienvenidos a Lugano en este cuarto año de competencias. Supongo que ya estarán ansiosos por entrar en acción cuanto antes. Pasé mucho tiempo pensando y planeando el juego que mañana por la mañana va a dar comienzo. Les aseguro que será más divertido que los años pasados. Y el premio, como siempre, va a ser una sorpresa que nadie imagina. Bueno, más bien serán dos sorpresas: una para que el


vencedor se la lleve a sus padres y la otra para que se la quede y la disfrute él mismo. Al parecer, según le había contado el mayor Núñez a Pedro, ya desde el año pasado todos los niños se habían quejado de que el regalo era algo que no les gustaba a ellos sino nada más a sus padres. Una isla con pavo reales que ponen huevos con cuatro yemas, una vacuna contra todas las enfermedades, una mina de oro, ¿para qué quería un niño esos regalos? Si el trofeo al vencedor hubiera sido al menos una bicicleta voladora o un proyector de fantasmas todos se hubieran conformado. Al terminar la sopa de pera, el emperador volvió a dirigirse a los diez niños: —Así como el primer año jugaron a encontrar un tesoro escondido, el segundo al rescate de la reina y el tercero a los piratas, este año se me ha ocurrido inventar un juego más interesante: habrá diario una competencia distinta. Serán siete juegos, uno por cada día. El que logre más puntos al final será el ganador. Sus capacidades y sus aptitudes serán las que estén en juego. Ya mañana le daré a cada uno una hoja con las instrucciones para que puedan concursar. —Eso me gusta —comentó la infanta Mila—, me encanta la idea de jugar a siete juegos distintos. Cuando terminó la cena, algunos invitados se fueron a sus cuartos a descansar para estar bien despiertos durante el primer día de competencia, otros prefirieron volver al salón de juegos y otros más a tomar el aire en alguno de los jardines del palacio. Pedro aceptó la invitación que le hizo Tani Tita para platicar con Mila junto a la fuente de cristal. —Me daría mucho coraje que Galano o Abdul ganaran este año. Son unos tramposos —aseguró


la infanta. —La vez que Galano encontró el cofre del tesoro —recordó Tani Tita—, se dedicó solamente a seguirme, pensando que por ser hija del emperador yo iba a saber dónde estaba. Pero a mí mi papá no me dice nada. Es más: todavía no sé en qué van a consistir los juegos de este año, ni qué premios va a dar. —Esa vez estuviste a un paso de ganar —recordó también Mila—, pero el tramposo de Galano encontró el cofre del tesoro cuando en realidad ya habías hecho tú todo el trabajo. —¿Y por qué no lo acusaron? —preguntó Pedro. —Como dice mi papá, en el amor y en la guerra todo se vale. Si lo hubiéramos acusado, de todas maneras hubiera sido el triunfador. Su hazaña fue haberme seguido sin que yo me diera cuenta. —Esta vez no nos vamos a dejar engañar, ¿verdad? —se enojó la infanta. —Entre los tres podemos ayudarnos para que Abdul y Galano se vayan por pistas falsas. —Trato hecho —se apresuró Pedro a aceptar la complicidad de sus amigas—. Juntos podemos hacer que queden en el último lugar. —Trato hecho. —Trato hecho.


LOS CAZADORES

A las ocho de la mañana, poco antes del desayuno, los competidores estaban listos para saber de qué se trataba la competencia del día. El emperador les había dicho que tenían que estar a esas horas en el comedor principal para que allí les explicara las reglas y les diera las instrucciones a seguir. El ambiente que reinaba era realmente animado. Todos iban bien preparados: llevaban mochilas de campaña, botas, cuerdas, lámparas de pilas, cascos, lentes oscuros, palas y picos, hachas, binoculares... A las ocho y diez minutos sonó tres veces el gong para anunciar la llegada de los emperadores. —Me gustaría mucho —empezó a decir Tao Hito, una vez que tomó asiento en la cabecera— poder desayunar en calma con ustedes, pero veo que ya están nerviosos por entrar en acción. Como les dije ayer, cada día habrá una competencia distinta. Nos reuniremos aquí mismo todas las noches para ver quién fue el ganador del día y para anotar los puntos buenos. Y nos reuniremos también todas las mañanas para que les dé las nuevas instrucciones. El día de hoy habrá una competencia muy sencilla: jugarán a ser cazadores. Ahora les van a repartir las instrucciones que deben seguir para


ganar el primer punto. Mientras desayunaban higos envueltos en jamón serrano y crepas de cacahuate, los sirvientes del emperador entregaron una hojita a cada uno de los diez concursantes. Las instrucciones decían: En Lugano, cada mes de noviembre, nacen miles y miles de mariposas llamadas luganesas, que no existen en ninguna otra parte del planeta. Ahora, en pleno mes de mayo, sólo se pueden ver unas cuantas. Los biólogos del imperio han podido localizar sólo cinco, aunque puede haber más. La competencia de hoy consiste en traer viva a una de ellas. A la salida de este salón, cada competidor podrá tomar una red especial para atrapar mariposas y una caja. Quien se presente hoy por la noche aquí mismo con uno de esos ejemplares conquistará un punto. Para que no haya confusión, les hemos hecho aquí un dibujo de la mariposa luganesa: es verde, con moteado amarillo y antenas color naranja. Su tamaño es parecido al de una mano extendida. ¡Buena suerte! Galano y Abdul fueron los primeros en terminar de leer las instrucciones, apurar de un solo trago su jugo de pitahaya, elegir las mejores redes y perderse en la espesura de la selva luganesa. Los últimos en salir fueron Tani Tita, Mila y Pedro. Eran las ocho y cuarenta de la mañana. Había por delante más de once horas para buscar a la mariposa bajo un sol intenso y agotador. Tofico, el hijo del presidente de Tarminia, decidió irse hacia el río que atravesaba de un extremo a otro la isla. Encontró allí una balsa aparcada en el muelle. Con la red en un mano y un mango


que había recogido en el camino en la otra, se dedicó a esperar a una mariposa luganesa, como si la muy tonta fuera a meterse sólita en la red. A las doce del día, aburrido, sacó de su mochila una pequeña grabadora, puso un cassette de música de moda en Tarminia, guardó su amuleto en el fondo de la red y se quedó profundamente dormido. Bob y Dan, los hijos gemelos del presidente de la República Democrática de Yorkaho, sacaron de su mochila de campaña las pistolas inmovilizadoras que su abuela les había regalado de navidad. Si la mariposa luganesa pasaba cerca de sus miras telescópicas, iba a ser imposible que no la paralizaran con sólo apretar el gatillo. Para ello, habían tomado clases con los campeones olímpicos de tiro al blanco que había en el país. Lo demás sería muy fácil: cuando la mariposa estuviera inmóvil, la tomarían con la mano, la meterían en su caja y le echarían, una gotita de líquido desparalizador. Los gemelos se sentaron a esperar a su presa en medio de un campo de flores azules, que pensaron sería el lugar preferido de cualquier mariposa del mundo. Galano y Abdul, siempre juntos, se fueron hacia el lago. Pensaban que tarde o temprano las mariposas tendrían sed y necesitarían echar un trago cu esas tranquilas y dulces aguas llenas de lirios acuáticos. Después de un rato en el que no aparecía ninguna mariposa hicieron un trato: mientras uno combatía el calor con un refrescante baño en el lago, el otro tendría que vigilar con los binoculares. Luego cambiarían. El ganador del sorteo fue Abdul. Como no llevaba consiga traje de baño, se quitó toda la ropa y se echó un clavado desde lo alto de un peñasco. Cuando empezaba a disfrutar del agua, su compañero


le avisó que tenía que volverse a vestir porque había llegado la hora de transformarse en cazadores. —¿Dónde está la mariposa? —preguntó Abdul, poniéndose apresuradamente los pantalones y tomando la red. —¡Mira hacia allá! —le señaló Galano en voz baja—. Aquella que va corriendo con la red en alto es Jacinta. —¿Ya vio una mariposa? —Claro, estoy seguro de que ya encontró una de nuestras mariposas. —¡Qué descaro! ¿Cómo es posible que haya venido al lago a cazar si nosotros llegamos primero? —Tienes razón. Para que aprenda a no imitamos le daremos una lección. En silencio, escabullándose entre los árboles, Galano y Abdul se fueron en pos de su víctima. Cuando la tuvieron a su alcance, pudieron comprobar que sus sospechas habían acertado en el blanco: la mariposa luganesa ya estaba en la red de Jacinta. Algo se dijeron al oído y cada uno tomó un rumbo distinto. Entonces, al cabo de dos minutos, se escucharon gritos: — ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Ayúdenme! —¿Quién es? —preguntó Jacinta, volteando hacia los lados. —¡Por acá! —se volvió a oír la voz.— ¡Ayúdenme rápido! ¡Estoy cerca del muelle! Jacinta, como buena venelombiana, se dispuso a ofrecer su ayuda: con mucho cuidado metió la mariposa dentro de la caja que llevaba consigo, la dejó al pie de un árbol y se dirigió hacia el lugar de donde provenía la voz desesperada que pedía auxilio. Al llegar al muelle y no ver a nadie preguntó: —¿Dónde estás? No te veo.


Sin embargo, la voz ya no volvió a contestar. Jacinta, preocupada porque no había encontrado a nadie cerca del muelle, pensó en lo peor. “Quizás se ahogó alguno de los concursantes, o cayó en una trampa para osos”. Era tal el susto que, sin acordarse de recoger la caja que contenía su mariposa, corrió hacia la estación de bomberos que estaba cerca a pedir ayuda. Un rato más tarde. Galano y Abdul tomaban el sol en una playa de la isla y admiraban a la mariposa luganesa que Jacinta les había hecho el favor de atrapar por ellos. —Ahora necesitamos otra más —se apuró a decir Galano. —Habrá que dejar que alguien la atrape por nosotros. Mientras tanto —sugirió Abdul—, ¿qué te parece un buen chapuzón? En otro lado de la isla, Tani Tita y Mila se habían subido al monte Ting, en cuya cima se encontraba una gran pirámide de cristal que le había regalado a Tao Hito el presidente de Turambul. Desde esa posición, podían observar mejor hacia todo lo ancho y todo lo largo de la isla. Habían montado allí un telescopio que les permitiría descubrir con toda precisión el lugar donde se encontrara una de las mariposas buscadas. —Si hubiera sabido que el juego iba a consistir en atrapar a una mariposa luganesa —comentó Tani Tita—, hubiera guardado en una jaula cuando menos unas treinta. En noviembre hay tantas que casi se vuelve verde todo el paisaje. Pasado el mediodía, después de haber comido algunos bocadillos que llevaron para no perder tiempo en ir a comer al palacio, descubrieron a lo lejos una grande y verde mariposa luganesa.


Las dos se echaron a correr tras ella. Quien la atrapara sería la que podría presentarla en la noche al concurso. Por su parte, Pedro salió a conocer la isla, aunque en realidad podría decirse que la conocía ya por las fotografías y los planos que el mayor Núñez le hizo aprenderse de memoria. Caminó por un sendero de piedras blancas hasta que llegó a un bosque de árboles tan altos como el edificio donde vivía. Estaba tan maravillado con el lugar que muy pronto se olvidó de las mariposas, la competencia y el cohete del presidente. Sacó de la mochila su navaja y se puso a tallar una escultura en un gran leño que encontró. Al rato, después de más de tres horas de trabajo, el leño tomó la forma de un palacio muy parecido al de Lugano. Pedro había tenido siempre mucha habilidad con las manos. Sus esculturas en plastilina, cartón y yeso ganaban todos los años el primer lugar en el concurso de su escuela. Cuando su obra estaba ya casi terminada, una mariposa luganesa pasó volando tan cerca de él que lo asustó. De inmediato, dejó a un lado su palacio de madera, tomó su red y se echó a correr tras ella. Sin embargo, la mariposa se elevó por los aires y se dirigió hacia la costa. Pedro se esmeró en no perderla de vista. Finalmente, cuando la mariposa empezaba a volar más bajo y Pedro estaba a un paso de conseguir su primer punto, sobrevino un pequeño accidente en la playa: al parecer, un muchacho que corría por esa misma zona lo hacía tan distraído que tropezó con él. La cabeza de Pedro fue a dar contra un coco, la red se partió en dos y él empezó a ver estrellitas. Despertó una hora más tarde en la clínica del palacio. Le dijeron que Abdul lo había llevado


allí porque se lo había encontrado sin sentido en la playa, lleno de sangre y con un buen chipote. Le dieron tres puntadas en la frente. El último competidor, Iván, que era hijo del general Desinovich, primer ministro de la República de Armetonia, tuvo la buena ocurrencia de irse a cazar al Zoológico de Lugano. En el Insectario, entre la jaula de las abejas azules y la de los alacranes voladores, había en efecto otra con mariposas luganesas. Abrió con un alambre la cerradura, introdujo con mucho cuidado la red y atrapó una. El resto del día lo dedicó a molestar a úna pareja de orangutanes, a arrojarles piedras a las serpientes y a bañar con una manguera a un indefenso y furioso elefante. A las ocho en punto de la noche, los diez participantes estaban sentados en la mesa, con sus redes y sus cajas al lado. , Ansiosos por conocer quiénes habían logrado atrapar una mariposa, cenaron todos con tanta prisa que parecía una competencia de velocidad. Al terminar, el emperador les pidió que lo acompañaran al Jardín Señorial para que uno por uno abriera su caja y dejara en libertad, en su caso, a la mariposa. Conforme se iban abriendo las cajas, él apuntaba en un pizarrón los puntos que cada uno había obtenido. Así quedó la tabla de resultados del primer día:


ABDUl. ROB DAN GALANO IVAN JACINTA MILA PEDRO TAN/ TITA TOFICO

lunes t 0 0 1 1 0 1 0 0 1


LAS PERLAS DE ORO

A la mañana siguiente, Pedro despertó con un malestar atroz. Más bien dos malestares atroces: el primero por no haber logrado ningún punto el primer día de competencias, y el segundo por el dolor que aún sentía en la frente, a pesar de que Taní Tita le había dado un remedio casero contra el dolor y para hacerlo dormir bien: unas cuantas bellotas que crecen en la isla. Quizás por eso tuvo pesadillas. Soñó con el general Gándara y con el presidente: Pedro les explicaba que no sólo no llevaba consigo los papeles del cohete, sino que además de todo había quedado en último lugar. Dos soldados lo conducían entonces hacia el paredón para fusilarlo; cuando el pelotón se alistaba para disparar, Pedro se despertó. Sin embargo, luego de hacer veinte abdominales y veinte sentadillas, se dio un baño con agua medio fría, ya que había decidido autocastigarse, y salió rumbo al comedor lleno de optimismo y dispuesto a ganar ese día su primer punto. A las ocho y diez, los concursantes recibieron las nuevas instrucciones: En algunos puntos escogidos de Lugano, se encuentran escondidas cinco perlas de oro. Por si no lo saben, Lugano es el único lugar del mundo en el que se reproducen las ostras de las perlas de oro. ¿Cómo encontrar una perla en una isla tan grande?, se preguntarán. Es algo difícil, pero no imposible. Para hacerlo sólo tienen que


buscar en los lugares donde haya una cruz marcada. ¡Buena suerte! —¿Y dónde está el mapa? —le preguntó Galano al emperador. —No hay ningún mapa —respondió Tao Hito—. Para hallar las perlas de oro deberán recorrer la isla con los ojos muy atentos. Pueden encontrar una cruz marcada en el lugar menos esperado: busquen allí un poco y sacarán una perla. —Pero —se quejó Abdul—, la isla es muy grande... —Es cuestión de suerte -—aclaró el emperador—, pero también de paciencia. La cruz puede estar abajo de donde están sentados, o en el interior de alguna cueva, o arriba de un árbol, o en el fondo del río... Ya cada uno sabrá cómo encontrar su propia perla. Aunque sólo cinco de ustedes, a lo mucho, podrán ganar el punto del concurso de hoy. Y antes de que se les haga más tarde, yo les recomendaría que terminaran su desayuno y empezaran a buscar. Aunque Lugano es una isla perdida en el centro del océano Pacífico, se trata de un lugar en realidad muy grande, especialmente si se le compara con el tamaño de una perla. Podrían esconderse allí millones y millones de perlas sin que nadie se diera cuenta. Los primeros en salir del palacio fueron Dan y Bob. Tomaron el rumbo de la cañada, cada uno con su detector de metales en la mano. Los detectores de metales que habían llevado a Lugano eran aparatos muy sofisticados, construidos especialmente para ellos en Yorkaho. Parecían una especie de aspiradoras que localizaban electrónicamente la presencia de metales en el suelo y en el subsuelo.


Ninguno de los dos hizo caso de las instrucciones del emperador: en vez de buscar cruces que les indicaran el lugar donde estaban escondidas las perlas de oro, se dedicaron a recorrer cuanto lugar se les antojara con su detector apuntando hacia el suelo. Y como sus máquinas sonaban a cada rato, sacaron de la tierra clavos, tornillos, latas de refresco, herraduras de caballo, canicas de plomo, pedazos de hojalata, anillos, aretes y llaves. Cuando por fin creyeron encontrar una perla, se desilusionaron pronto al reconocer que se trataba de una muela de oro. En cambio Iván pensó en algo más ingenioso: según el plano de la isla, que había conservado de la competencia del año anterior, cerca del muelle tendrían que estar los bancos de ostras. Lo más difícil fue localizarlos, porque el resto fue sencillo: se puso su traje de buzo, desprendió una docena de ostras, subió a la superficie y a fuerza de golpearlas y romperlas con su hacha halló en una de ellas una auténtica perla de oro, casi tan grande como el ojo de un caballo. El resto del día la pasó construyendo un castillo de arena en la playa y bebiendo del jugo de tamarindo que había llevado en su cantimplora. Extrañamente, Tani Tita, que sabía muy bien en dónde estaban los bancos de ostras, no tuvo la misma idea. Prefirió encaminarse hacia la mina de plata abandonada, cerca de la antigua estación de ferrocarriles. Era un lugar al que le gustaba ir cuando tenía ganas de estar sola y de que nadie la molestara. Aunque sabía que era muy difícil que su padre hubiera tenido la ocurrencia de poner allí una de las perlas de oro, encendió su lámpara de mano y se metió a la mina. El silencio del lugar sólo se veía interrumpido de vez en cuando por el correteo de alguna rata o por los crujidos de los viejos palos de madera que mantenían aún en pie la vieja


mina. Su intuición había funcionado: a unos veinte metros de la entrada, en una de las paredes, había una gran cruz marcada con pintura fosforescente. A Tani Tita se le iluminaron los ojos y corrió a buscar la perla escondida. En el momento en que escarbaba con un cincel sobre la pared, escuchó un fuerte estruendo. Galano y Abdul idearon dos buenos planes: primero, dedicaron una hora a pintar cruces por todos lados para que los demás concursantes perdieran el tiempo buscando en sitios falsos; y segundo, esperaron a que el emperador estuviera en su oficina y a que la emperatriz se fuera al jardín a pintar sus óleos, para que ellos, con mucha cautela, entraran a la recámara de la emperatriz a esculcar en sus alhajeros. No les cabía la menor duda de que ella tendría guardadas las mejores perlas de oro de Lugano. Justo en el momento en que Abdul abría uno de los cofres que encontró en el clóset, alguien quiso entrar en la habitación. Galano escuchó a tiempo el sonido del picaporte, hizo una seña a su amigo y ambos se escondieron tras una amplia cortina. El sirviente que había entrado a la habitación vio el clóset y el cofre abiertos. Pensó en un descuido de la emperatriz y cerró y guardó todo al momento. Al salir, echó llave a la habitación. Cuando Abdul y Galano estuvieron seguros de que ya no había nadie allí, salieron de su escondite y continuaron su labor: volvieron a abrir cofres, alhajeros y cajones hasta que dieron con una gran caja fuerte oculta tras un cuadro. —¿Has abierto alguna vez una caja fuerte? —preguntó Abdul. —No, solamente la alcancía de mi hermana —se quejó—. ¿Y tú?


—Una vez abrí la de un tío, pero era muy pequeña y tardé como cinco noches en hacerlo. —Seguramente aquí debe haber muchas perlas de oro. No creo que tenga menos de cien. En lo que Galano daba vueltas al azar hacia uno y otro lados de la perilla de la caja fuerte, Abdul continuó la búsqueda en otras partes de la habitación, hasta que tuvo una valiente idea: —¿Por qué no vamos por un hacha y abrimos la caja a golpes? —¿Tú crees que se pueda? —Si no, podríamos dinamitarla. Yo traje un saco lleno de pólvora. —¡Excelente idea! ¿Cómo no me habías dicho antes que tenías pólvora? Colocaron de nuevo el cuadro sobre la caja fuerte, guardaron los cofres que habían sacado del clóset y corrieron a abrir la puerta. En cuanto se dieron cuenta de que estaban atrapados, Abdul sacó una ganzúa de su mochila y trató en vano, durante media hora, de abrir la cerradura. Mientras tanto, Galano había amarrado entre sí las sábanas de la cama de la emperatriz. Con ellas podrían descolgarse por la ventana y salir así a uno de los patios del palacio, el patio de la fuente de cristal. Justo en esos momentos, Pedro buscaba cruces en las cercanías del palacio. Al hacerlo pensaba como nunca en el cohete del presidente y en los deseos que él le iba a cumplir si ganaba el torneo de los siete juegos. Tenía un punto perdido, había dejado que Abdul le robara su mariposa y, por si fuera poco, tenía tres puntadas y un vendaje en la frente. Estaba decidido a encontrar una perla a como diera lugar y a estar alerta para no caer en otras trampas que le tendieran sus enemigos. Cerca de la fuente de cristal encontró al fin una cruz marcada con pintura blanca. Pensó que ése era su día de la buena suerte. Fue hacia un


cuarto de herramientas que había descubierto por la mañana, sacó de allí un cincel y un martillo y se puso a darle al piso hasta que consiguió desprender varios azulejos. En esas estaba cuando Abdul y Galano descendieron de la recámara de la emperatriz a través de las sábanas anudadas de su cama. Al verlos y sentir que podrían robarle su perla, Pedro trató de esconderse, pero ya era tarde, sus enemigos lo habían visto. —Pedro —le preguntó Galano aguantando la risa—, ¿encontraste una perla? —No, todavía no —mintió Pedro—. Yo creo que por aquí no debe haber nada. Sería muy fácil, ¿no creen? —Nosotros ya encontramos las nuestras — mintió también Abdul—, así es que con tu permiso pasaremos el resto del día en el salón de juegos, ¿no gustas? Pedro vio cómo sus dos enemigos se iban sin intentar averiguar más sobre la cruz que él había encontrado. Olió algo raro en todo eso. O bien lo espiarían para que él escarbara bajo la cruz, encontrara la perla y ellos se la robaran, o bien había ya un truco en todo ello. Después de pensar un rato, se dio cuenta de que había caído en una trampa: la cruz que había descubierto tuvo que haber sido pintada por ellos. No le cupo la menor duda. Abandonó el cincel y el martillo y prefirió salir del palacio a buscar las perlas en otra parte, no sin antes asegurarse de que Abdul y Galano no lo siguieran. Cerca de las caballerizas volvió a encontrar otras dos cruces, una junto a la otra, marcadas sobre la tierra con pintura blanca, iguales a la que había hallado en la fuente de cristal. Para Pedro esas cruces habían sido pintadas evidentemente por Galano y Abdul. Así es que no se tomó siquiera la molestia de permanecer allí por más tiempo y


salió rumbo al Parque de los Colorines, donde se encontró con Jacinta. —Llevo horas buscando cruces —se quejó— y no encuentro nada. Yo no sé qué se habrá pensado Tao Hito con este concurso. Es de locos buscar cruces por toda la isla. —Hay que tener paciencia —la animó Pedro—. Tenemos que conseguir una de esas perlas a como dé lugar. —Ayer me robaron mi mariposa —le confesó Jacinta—. Estoy segura de que fueron los tramposos de Galano y Abdul. Me la van a pagar... —A mí también me la robaron. Pero te aseguro que van a perder. Acuérdate de que hicimos el trato de hundirlos en el último lugar. Entre tanto, Mila buscaba en la zona de la presa. Algo le decía que en ese lugar encontraría una cruz. Hacia el mediodía, pasaron por allí unos trabajadores que iban al palacio; al ver a la infanta tan concentrada, con la mirada fija en el piso, hicieron una reverencia y le preguntaron: —¿Se le perdió algo, alteza? —¡Oh, no! —se sobresaltó—, sólo buscaba insectos raros para mi colección. Como los vio tan dispuestos a ayudarle en su búsqueda, Mila tuvo entonces una idea mejor: —Bueno, la verdad es que también estaba localizando una diadema que dejé escondida el año pasado. Marqué una cruz en el piso para acordarme. Y ya ven, ahora no la encuentro. —Si quiere que la ayudemos, alteza... —¡Oh, no! Tendrán mucho quehacer en el palacio. —No, por favor, permítanos ayudarle. Y entonces, los diez trabajadores con los que se había topado, se pusieron a buscar cruces en el piso. En esos mismos momentos, Galano y Abdul habían trepado de nuevo por la ventana a la habitación


donde estaba la caja fuerte, provistos cada uno de una hacha y con el saco de pólvora. Sin embargo, al asomarse, vieron que la emperatriz se encontraba tomando una siesta. Algo le dijo al oído Galano a su cómplice y bajaron de nuevo al patio de la fuente de cristal. Al rato se escuchó un estallido. —¡Fuego! ¡Fuego! —gritó Abdul con todos sus pulmones bajo la ventana de la emperatriz.— ¡Fuego! Cuando acudieron al llamado los sirvientes y el cuerpo de bomberos del palacio, la emperatriz se asomó asustada por su ventana. Abdul y Galano, que se escondían mientras todo esto sucedía, habían prendido fuego a un montón de hojas secas que juntaron en el Jardín Señorial. Sin embargo, contrario a lo que ellos esperaban, la emperatriz no salió de su cuarto, aunque sí lograron despertarla. Cuando dieron las seis de la tarde, Galano y Abdul, ya desesperados, tuvieron que idear otra cosa: —Faltan dos horas y no hemos conseguido nada. —Yo creo que la emperatriz ya no va a salir. Vamos a otra parte. —Es cierto, ya muchos deben haber conseguido una de nuestras perlas. —Es más, deben estar tras nosotros para dárnoslas. Hay que ayudarlos a que nos encuentren. Cuando pasaron cerca de la piscina principal, notaron que alguien descansaba plácidamente en traje de baño. Era Tofico, que se había cansado de no encontrar nada y prefirió nadar. Sin embargo, Abdul y Galano pensaron que, como ya había encontrado su perla, tomaba sin preocupación los últimos rayos de sol. —Tofiiico, despieeerta —lo molestó Galano. —¿Qué sucede? —se despertó Tofico sobre-


saltado. —Nada, amigo, sólo queremos que nos entregues la perla que ya encontraste, ¿verdad? —Yo no he encontrado nada, se los prometo. —Vamos, vamos, tú sabes que no nos gusta que nos mientan. —Se los juro por Santa Toficolina. Asustado, pensando que seguramente no le creerían, Tofico se incorporó y echó a correr rumbo a los vestidores. Logró llegar al baño antes de que le dieran alcance. Una vez dentro, giró la llave, respiró hondo y cerró un momento los ojos. Al abrirlos, una gran sorpresa lo esperaba: una cruz marcada en el espejo del botiquín. Sin embargo, no todo podía ser buena suerte para él. Justo cuando admiraba el brillo que despedía la perla de oro, sus dos perseguidores rompieron la puerta del baño a hachazos. —Oh, querido Tofico —le dijo Galano al ver la cruz marcada en el espejo—, ¿qué veo? Que has encontrado una perla para tus amigos, ¿verdad? —No, eso sí que no —le respondió—, yo la encontré primero. Abdul lo amenazaba, con el puño en alto, cuando entraron ai lugar Dan y Bob. Los gemelos, al darse cuenta de la situación, sacaron de inmediato sus pistolas inmovilizadoras y dispararon a los agresores. La escena quedó así: Abdul con el puño en alto y Galano tratando de protegerse del disparo de Bob, ambos tan quietos que parecían estatuas de hielo. Tofico dio las gracias a sus salvadores y salió con su perla bien protegida entre las manos. Decepcionados y abatidos por su infructuosa búsqueda, Jacinta y Pedro notaron que ya era hora de regresar al palacio. En el camino, volvieron a pasar por las caballerizas. Pedro, que aún no se había dado por vencido, le dijo a Jacinta que lo esperara un momento y se fue a escarbar en las dos cruces que había encontrado antes: nada


perdía con hacerlo. Sacó de allí dos perlas, una de las cuales se la regaló a Jacinta. A las ocho de la noche ya se encontraban todos sentados a la mesa en espera de que el emperador llegara a anotar en la pizarra ios puntos buenos del día. Sólo su asiento y el de Tani Tita estaban vacíos. Galano le comunicó a su compañero que tenía la sospecha de que la hija de Tao Hito no estaba porque seguramente estaría haciendo alguna trampa, como por ejemplo pedirle a su papá que le diera una perla ya que no había encontrado ella ninguna. Sin embargo, llegó el emperador sin su hija. —¿Y Tani Tita? —fue lo primero que preguntó, y a! ver que nadie tenía ninguna noticia dijo—: Si no se presentó aquí a la hora acordada tiene que ser descalificada. Ésas son las reglas. La puntuación de ese día, según la apuntó Tao Hito en el pizarrón, fue la siguiente: lunes I

martes 0

TOTAL I

0

0

0

GALANO

0 I

0 0

0 I

IVAN JACINTA

i

I

0

1

2 I

MILA

1

0

PEDRO

0

1

TAÑI TITA TOPICO

0 I

0 !

ABDUL BOB DAN

1 I 0 2


EL RESCATE

A la mañana siguiente, Tao Hito llegó al comedor antes que sus comensales. Se le veía nervioso y desvelado. En cuanto todos se encontraron reunidos, les dijo: —Tani Tita no llegó anoche a dormir. A las diez, preocupado por su ausencia, ordené a los generales Pang y Pong, que son los jefes del Ejército y la Marina, que la buscaran por toda la isla. Si el ruido de los caballos, las motocicletas y los helicópteros no los dejó dormir se debe a eso. Pero a pesar de que más de cinco mil soldados la buscaron toda la noche, hasta hace unos momentos nadie ha podido dar con ella. Si alguno de ustedes sabe por dónde anduvo durante el día le ruego que lo diga ahora para que la encontremos más rápidamente. Sin embargo, nadie dijo ninguna palabra porque en realidad nadie había visto hacia dónde se había ido a buscar su perla de oro. Al ver que la respuesta era nula, continuó: —Tenía la esperanza de que ustedes me dieran alguna pista. Pero como veo que nadie la vio, suspenderemos las competencias hasta que Tani Tita aparezca. —¿Y por qué no la buscamos nosotros? —sugirió Jacinta. —Si el Ejército y la Marina, que conocen la isla como si fuera la palma de sus manos, no han podido hallarla, veo muy difícil que ustedes puedan hacerlo. —Pues yo no pienso quedarme aquí sin hacer


nada —añadió la infanta—. Le prometo que voy a encontrarla. —Gracias, Mila, agradezco mucho tu interés por mi hija... —Yo también voy a buscarla —afirmó Pedro. —Y nosotros —dijeron a dúo Dan y Bob. —Bueno, bueno —interrumpió el emperador—, me gusta mucho su solidaridad y no voy a impedir que me ayuden en este trago tan amargo. Es más: quien la encuentre tendrá dos puntos en la competencia, aunque no hubiera estado pensado así. Y claro, no porque ustedes quieran encontrarla mis hombres dejarán de buscar. Galano y Abdul, que ya habían estado haciendo planes en secreto sobre lo que harían ese día libre, tuvieron que unirse a tos demás sólo porque estaban en juego dos puntos. Jacinta fue la primera en abandonar el salón y salir a buscar a su amiga. En lo que caminaba sin rumbo, trató de acordarse de los lugares favoritos de Tani Tita, a los que tantas veces la había invitado a jugar en los últimos años. Pensaba que podría haber estado en alguno de ellos en busca de las perlas de oro. Se acordó, en primer lugar, de la cascada. Allí habían pasado horas y horas platicando la última vez que se vieron. Dan y Bob, antes de salir del palacio, fueron a sus cuartos a recoger sus anteojos ultravioletas e infrarrojos, que les permitían atravesar con la mirada muchos obstáculos: árboles, piedras, paredes. Era ésa la primer vez que ios usaban. Los científicos de su país acababan de inventarlos cuando ellos partieron hacia Lugano. Para su desgracia, el invento resultó muy efectivo: hacía invisible todo So que estuviera a menos de diez metros de distancia. Apenas salieron del palacio, provistos de sus anteojos, los dos chocaron vio-


lentamente contra el primer obstáculo que tuvieron enfrente: una columna de mármol y una fuente de piedra. Los trasladaron pronto a la enfermería y, aunque no pasó a mayores, quedaron tan mareados y adoloridos que los doctores terminaron poniéndoles sendas inyecciones que los obligaron a dormir el resto del día. Para Tofico, las cosas estaban muy claras: Tani Tita seguramente se había escondido en el palacio para hacerse la interesante. Decidió buscarla allí, o sea: abrir más de cien puertas, mirar abajo de las camas, subir a las azoteas, buscar en los patios, en los clósets, en las caballerizas... Iván vagó un rato sin rumbo fijo hasta que de pronto escuchó, escondido tras un vehículo blindado, que el general Pang daba órdenes a un grupo de soldados para que rastrearan las huellas que habían dejado los tenis de la hija del emperador a lo largo de la isla. Sin que se dieran cuenta, Iván los fue siguiendo a la retaguardia. Estaba seguro de que ellos lo conducirían al lugar donde Tani Tita se encontraba. Pedro y Mila salieron juntos del palacio, decididos a encontrar a su amiga a como diera lugar. Gritando cada dos o tres minutos el nombre de Tani Tita a todo pulmón, cruzaron el puente del río, atravesaron el bosque de bambúes, subieron dos pequeños montes, entraron en todas las cuevas que se encontraron a su paso, rodearon la Laguna de las Esmeraldas y caminaron más de tres kilómetros por la vía del tren hasta llegar a la desviación que conducía a la mina de plata abandonada. El calor del mediodía era tan sofocante que decidieron tomar un descanso. No se habían dado cuenta de que Galano y Abdul los habían estado siguiendo desde que salieron del palacio.


—¿Crees que le haya pasado algo grave a Tani Tita? —preguntó la infanta. —No quiero siquiera pensarlo —respondió Pedro—. Algo me dice que no estamos muy lejos. —¿Tienes sed? —No —mintió Pedro, que con las prisas había olvidado su cantimplora. —Yo sí. Sería capaz de beberme un lago completo. —Pues vamos a buscar algo de tomar. No creo que haya por aquí un río de agua de horchata, pero con un poco de paciencia te aseguro que encontraremos al menos agua pura. Mientras ellos platicaban, Galano y Abdul los espiaban a distancia. Comían chocolates rellenos de nuez y bebían latas de jugo de toronja roja que habían robado de la cocina del palacio. Mila y Pedro se reincorporaron y tomaron el sendero empedrado que llevaba a la mina. Al llegar, vieron que no se habían equivocado: los esperaba allí un pozo en el que saciaron la sed y el calor. Ya repuestos, volvieron a gritar con más bríos el nombre de Tani Tita sin obtener a cambio respuesta alguna. Iban a regresar hacia la vía del tren, cuando Pedro encontró en el suelo un arete. — ¡Es de Tani Tita! —aseguró la infanta.— ¡Estoy segura de que ese arete es suyo! —Tiene que estar por aquí. Ya ves que no nos equivocamos. Al acercarse más hacia la puerta de acceso a la mina, Pedro se dio cuenta de que estaba bloqueada. Un montón de tierra, piedras y travesanos tapaban la entrada. Mila y Pedro no tuvieron necesidad de decirse nada: sabían que dentro de la mina tenía que estar atrapada su amiga. Trataron primero de quitar con las manos todo lo que bloqueaba la entra-


da, pero vieron que iba a ser inútil hacerlo sin palas. Pedro se propuso para ir al palacio a recogerlas. Mientras Mila esperaba en la mina y Pedro caminaba hacia el palacio, los soldados a los que Iván seguía descubrieron que un árbol había caído sobre la entrada principal de la antigua fábrica de galletas de Lugano. Si la hija del emperador estaba dentro, iba a ser muy difícil que pudiera salir por sí sola, ya que el tronco no permitía hacerlo. El general Pang dio la orden de cargar entre todos el árbol caído para poder entrar. Ésa era la ocasión que Iván estaba esperando. En cuanto los soldados hicieron el trabajo, por cierto con mucho esfuerzo, Iván se presentó ante el general. —Vengo de parte del emperador —mintió—. Dice que ya han encontrado a su hija y que usted y sus soldados deben presentarse de inmediato ante él, —A la orden —respondió el general Pang e indicó a sus hombres que lo siguieran. Una vez lejos, Iván entró a la fábrica de galletas. Para entonces, Pedro llegaba a la mina con dos palas. Por más de una hora, él y Mila se dedicaron a desbloquear la entrada de la mina, hasta que al fin, sudorosos y llenos de tierra por todos lados, lograron quitar todo lo que obstaculizaba la entrada.


Cuando Galano y Abdul vieron que Mila y Pedro ya habían hecho todo el trabajo pesado, se presentaron ante ellos y les dijeron que Tani Tita ya había sido encontrada por el Ejército. La car a de desilusión que pusieron ante tan inesperado anuncio fue más terrible que su fatiga. Desencantados, arrojaron las palas y fueron al pozo a echarse en la cabeza un balde lleno de agua. —Bueno —consoló Mila a Pedro—, al menos Tani Tita ya apareció. Con eso quedo tranquila. Sin despedirse de sus adversarios, reiniciaron su viaje de retorno al palacio. Mientras tanto, Tofico había entrado al salón de juegos a buscar a la desaparecida Tani Tita. Luego de un rato de paciente búsqueda, encendió un monitor de videojuegos y se entregó de lleno al esparcimiento. En Tarminia había tan pocas oportunidades de jugar a cosas así que era mejor aprovechar bien el tiempo. Jacinta, por su parte, había recorrido casi todos los lugares a los que solía ir con su amiga. Le dolía la garganta de tanto gritar el nombre de Tani Tita y los pies de tanto caminar de un lado a otro. A pesar de sus esfuerzos no dio con ella. A las seis de la tarde, Galano y Abdul llamaron a la puerta de la oficina del emperador para anunciarle que hacía unos momentos ellos habían rescatado a su hija y que se encontraba sana y salva reposando en su cuarto.


PAVOS, FAISANES, GATOS, SANDÍAS

Al día siguiente, después de un desayuno de cereales y frutas, el emperador habló con los diez concursantes: —Agradezco mucho al príncipe Galano y a Abdul por haber encontrado a Tani Tita en la vieja mina de plata... Pedro y Mila, que hasta entonces creían que en efecto el Ejército la había encontrado, se voltearon a ver. Pedro iba a denunciar ante Tao Hito la trampa que les habían hecho, pero Mila, que estaba a su lado, le pellizcó una pierna y le dijo al oído: —De nada valdrá que los denuncies. A Tao Hito no le gusta que nadie delate a otro. —La prueba de hoy —continuó el emperador pasando al tema que a todos interesaba— es muy especial. Cuando conozcan la única instrucción de esta competencia, muchos de ustedes se quejarán pensando que ahora tendrán una ventaja las mujeres. Pero se equivocan. He decidido no darles hoy una hoja con instrucciones porque el concurso es tan sencillo que prefiero decírselos de propia voz: ganarán puntos quienes sean los mejores cocineros. En los jardines del palacio hemos construido diez pequeñas casitas. En cada una de ellas hay una cocina con todos los utensilios e ingredientes para cocinar que puedan imaginarse. Quienes guisen los mejores platillos serán los ganadores. —Haré una pizza de chocolate —dijo Tofico. —Yo voy a hacer un faisán como el que hacen los cocineros del reino —se adelantó Mila—: con


frambuesas y zanahorias. —Por la noche —continuó el emperador—, todos probaremos los platillos y, en secreto, cada quien votará por el que más le guste. Los que tengan mayor número de votos ganarán medio punto. El otro medio punto lo daré yo a los platillos que más me gusten. Así es que manos a la obra... Esta vez, no hubo quien saliera por adelantado. Todos se fueron pensativos y saboreando lo que iban a preparar. La cocina que le tocó a Pedro estaba realmente muy bien equipada. Cacerolas, sartenes, cucharas, cuchillos, estufas, hornos... Y en la despensa no había una sola cosa que faltara. El único problema era que Pedro nunca había cocinado nada en su vida. Le había ayudado a su papá a hacer carnes asadas cuando salían de día de campo. Se había hecho por sí mismo unos huevos fritos y una malteada de chocolate. Le había ayudado a su mamá a preparar galletas y pasteles, a rallar zanahorias y a cortar otras verduras para el caldo. Pero nunca de los nuncas había cocinado algo más complicado. El mayor Núñez no calculó que lo pusieran a cocinar, porque no le enseñó nada de eso, es más: a juzgar por la comida que hacían los cocineros del Ejército, era seguro que si le hubieran enseñado algo hubiera quedado en último lugar. El único camino posible era ponerse a inventar. En cambio, Jacinta estaba feliz. Su especialidad era la cocina. Su padre le pedía, cuando había un banquete para algún invitado importante de su gobierno, que ella cocinara algo. Su platillo de más éxito era el pavo relleno de pato relleno de gallina rellena de pollo relleno de codorniz rellena de aceitunas rellenas de alcaparras. Era uno de los platillos tradicionales de Venelombia.


Tani Tita, por el contrario, estaba muy enojada. Su padre sabía muy bien que ella no era nada buena para la cocina. “Si con este concurso quiere que yo pierda un punto”, se dijo, “va a llevarse una gran desilusión porque voy a cocinar el pastel más delicioso que haya probado en su vida”. Dan y Bob, al igual que Jacinta, estaban disfrutando ya del punto que seguramente ganarían. Y es que ellos fueron entrenados también por los cocineros más expertos del país. En su equipaje, que apenas cupo en el avión que los llevó a Lugano, habían incluido especias, saborizantes artificiales, frutas, verduras, carnes y una gran cantidad de ingredientes que Yorkaho importa de todos los países del planeta. Con ellos, y con la ayuda de sus libros de cocina, podrían elaborar algunos platillos exquisitos: como el gato montés con pina y pestañas de búfalo, que es el platillo favorito de su padre, o el pastel Catarata, elaborado con miel de maple y diez variedades de nueces, o la Cacáguila, que es un filete tierno de águila envuelto en crema de cacahuate. Otro era el panorama para Abdul y Galano, que consideraban que la cocina era exclusiva de las mujeres, además de que ninguno de los dos tenía un paladar exigente. Pero eso no los hizo caer en el pesimismo: sabían que tarde o temprano se les ocurriría algo para robar lo que otros cocinaran con esmero y paciencia. Ni siquiera se molestaron en ir a conocer las cocinas que les correspondían. Iván tampoco era alguien a quien la gastronomía le llamara la atención especialmente. Lo único que sabía hacer eran cosas relacionadas con los campamentos a los que continuamente iba en su país: papas enterradas bajo una fogata, malvaviscos derretidos, salchichas asadas, huevos duros, coctel de frutas... De cualquier forma eso lo tenía muy


sin cuidado. Si la mariposa la encontró en el zoológico y las perlas de oro en los bancos de ostras, era muy sencillo adivinar de dónde sacaría ahora un delicioso guisado: de los hornos del propio palacio. Tofico, tranquilo como siempre, llegó a su cocina, eligió algunas frutas, tendió una hamaca afuera y se puso a disfrutar del paisaje. Ya tendría tiempo de pensar luego en el concurso. Después de varios intentos de cocinar guisos exóticos, como las pechugas de pollo a la sandía y las salchichas al horno con palomitas de maíz, a Pedro se le ocurrió una idea: \La cocina luganesa\, el libro que había encontrado en la biblioteca del palacio. Con olores tan gratos, pensó, fácilmente podría inspirarse para cocinar un buen platillo. En lo que dejó su cocina para ir por el libro, Abdul y Galano llegaron para ver qué había preparado. —Huele bastante espantoso esto, ¿no crees? —preguntó Galano refiriéndose a las salchichas. —¡Guácala! No me atrevería a probarlo. —Pero esto no está tan mal, huélelo. —Mmmm. Parece guacamole de sandía. —¿Nos lo llevamos? —Ya lo creo que sí... Por lo que se ve, Pedro sabe cocinar, así es que será mejor que también nos llevamos el otro, debe ser un platillo exótico, de esos que le gustan a mi padre. Antes de salir cargados con las cacerolas, Abdul decidió jugarle una broma a Pedro, por si quería ponerse a hacer más platillos: vació la sal en la azucarera, revolvió las especias de los frascos, untó con miel los filetes de pescado que había puesto a descongelar, le echó tierra al caldo donde había hervido las pechugas y desconectó el gas de la estufa. —Listo —le dijo a Abdul, y salieron ambos


rumbo a sus propias cocinas para guardar allí su botín. Entre tanto, Dan y Bob terminaban de adornar la Cacáguila con huevos de codorniz y perejil chino, y esparcían pétalos de azálea sobre el pastel Catarata. Más que deliciosos platillos, parecían verdaderas obras de arte. Con sus pistolas inmovilizadoras listas para disparar, el resto de la tarde se dedicaron a cuidar sus creaciones de los amigos de lo ajeno, Abdul y el príncipe Galano. Jacinta también terminó su pavo rellenísimo. No le hubiera cabido ni siquiera una semillita más de anís. Lo metió al horno y se puso a leer un libro mientras se cocinaba a fuego lento. Estaba segura de triunfar ese día. Tani Tita, que tenía la ventaja de conocer bien a su padre y de saber que era muy goloso, se había propuesto hacer un pastel insuperable. Tomó como base una receta que encontró en un libro y la enriqueció con chocolate de leche de cabra, miel de abejas luganesas, trocitos de kiwi y lunetas fosforescentes. Iván, tal y como lo tenía previsto, hurtó de la cocina una cacerola completa a la hora de la comida. Para hacerlo, hizo sonar una campanilla situada en el comedor que indicaba que todos los sirvientes tenían que presentarse en esos momentos ante la emperatriz. En cuanto tuvo en sus manos la cacerola corrió a su propia cocina para descubrir la sorpresa que el azar le había deparado: se trataba de un guiso de calamares con aceitunas. Seguro de su triunfo, no se molestó siquiera en probarlo, pero tampoco se dio cuenta de que el platillo aún no tenía sal. Después de meter al horno su guisado, Mila se quedó profundamente dormida sobre una silla. La despertó el reconocible olor a quemado: su faisán


con frambuesas y zanahorias tenía encima una capa negra, sobre la que cayeron además dos lágrimas derramadas por la bella cocinera durmiente. Quedaba tan poco tiempo para que diera la hora de presentar los guisados ante el emperador, que la infanta decidió rasparle lo quemado y presentar así el platillo. Por su parte, Pedro hizo un buen coraje por el hurto que había sufrido. Sin embargo no se preocupó, ya que los platillos que había cocinado ni siquiera se atrevió a probarlos. En cambio, estaba contento con las ideas que le había dado el libro La cocina luganesa: al abrirlo encontró una ilustración de los “Ravioles a la Tao Hito”. En las últimas páginas estaba escrita la receta, que sólo se limitó a seguir paso por paso. Molió el jitomate, puso a hervir los ravioles en el caldo de las pechugas, le echó una pizca de sal y lo condimentó con las más variadas especias que había en su cocina. Estaba seguro de su éxito. Antes de que dieran las ocho de la noche, Galano dio una ronda por las cocinas de sus adversarios. Espió a Dan y Bob, que no tenían cara de buenos amigos; a Jacinta, Tani Tita e Iván, que estaban visiblemente contentos; a Tofico, que dormía en su hamaca; a Pedro, que daba los últimos toques a su guisado; y a Mila, que raspaba y raspaba algo que él no alcanzó a ver. Como se le hizo sospechosa la actividad de la infanta, Galano se le acercó. —Buenas noches, Mila, ¿ya estás lista? —¿Por qué vienes a espiarme? No dejaré que robes mi platillo. —Calma, calma, nadie te va a robar nada, sólo venía a saludarte. —En ti no confío, así es que ¡fuera, fuera de aquí! Galano, que ya se había acercado lo suficiente


a su víctima, fingió tropezarse. Por supuesto cayó sobre Mila, que fue a dar al piso. En lo que su agresor se apresuraba a dar disculpas y a ayudarla a levantarse, aprovechó la oportunidad para meter dentro del guisado un puñado de babosas que había capturado en el jardín. Mila, que no creyó que se tratara de un tropezón casual, descubrió las babosas en cuanto se fue el príncipe. Dieron las ocho de la noche. Los diez concursantes, unos más hambrientos que otros y otros más contentos que unos, estaban ansiosos porque llegara Tao Hito para que diera inicio la votación por el mejor platillo. Con los tres gongs apareció el emperador y la emperatriz, quien pidió que el creador de los platillos fuera quien sirviera los platos a los jurados. Después ella fue recogiendo la votación secreta de cada uno. A la mitad de la cena, Galano quiso retirarse a su cuarto. No quería probar el guisado de Mila, pero a insistencia del emperador tuvo que hacerlo. Vomitó al probar el faisán que la infanta le sirvió con mucho gusto: sin duda le tocó comer una deliciosa babosa de jardín. En la pizarra de ese día quedaron anotados los dos puntos que habían obtenido Galano y Abdul por el rescate, así como el punto de Tani Tita por haber encontrado una perla en la mina. Por votación, todos estuvieron de acuerdo en que ella había ganado ese puntó, pues si no había llegado a tiempo para mostrar su perla fue por razones de fuerza mayor. En cuanto a los puntos ganados ese día, por mayoría de votos sólo se dieron cuatro.


lurtes 1

martes 0

miércoles 2

jueves 0

0.

0

0

I

0

0

i

GALANO

0 I

0

2

0

IVAN

1

1

0

0

2

JACINTA

0

1

0

1

2

MILA

1

0

0.

0

1

PEDRO

0

1

0

0

1

TAN! TITA

0

0

1

2

TOFICO

/

1 I

0

0

2

ABDUL BOB DAN

i

TOTAL 3 1 / J


PIEDRA, PLASTILINA, PASTA DE SULFINITO

Después de la abundante cena de la noche anterior, pocos acudieron al salón a desayunar con apetito. Abdul sólo bebió medio vaso de leche y Galano no se atrevió a probar bocado. El sabor de las babosas todavía no se le había ido de la boca, así como tampoco el amargo sabor de la derrota y la burla que le había infligido su rival. Mila, en cambio, desayunó dos huevos fritos, una buena porción de pina, una malteada de nuez y un trozo de pastel de moka. Aunque su platillo no salió elegido en la votación, estaba realmente alegre de sólo verle la cara a su tramposo contendiente. Por el contrario, Pedro echaba chispas de furia. Si bien había logrado encontrar una perla de oro, también era cierto que le habían robado su mariposa, que junto con Mila descubrió dónde se encontraba atrapada Tani Tita, pero ambos cayeron en la trampa que les pusieron Abdul y Galano, y que Abdu! casi ganó un punto con un platillo que él mismo había inventado y preparado, las pechugas de pollo a la sandía, que por cierto fue muy elogiado por la emperatriz. Tenía apenas un solo punto en la competencia. Si no se ponía más alerta iba a ser imposible que el presidente tuviera su cohete y él sus deseos cumplidos. El emperador pidió silencio para explicar la prueba del día: —Como ven, todo ha sido hasta ahora muy sencillo. Sus habilidades, sus aptitudes y su ingenio han sido los protagonistas de estas competencias


anuales de Lugano. Hoy no va a ser la excepción. Los cinco puntos que se disputarán este día los tendrán aquellos que logren impresionarme más. Como ustedes deben saber, soy el coleccionista de esculturas mas importante del mundo. Pues hoy, mis queridos amigos, ganarán los que hagan para mí la mejor escultura. —jBuaj! —se quejó Abdul en voz baja. —Para mí que ya está chocheando Tao Hito —aseguró Galano—. Los años pasados fueron mejores... —Mis ayudantes —continuó el emperador— los llevarán a una bodega en la que se encuentran los materiales más variados con los que suelen hacerse las esculturas. Cada uno tomará lo que quiera e irá a hacer su obra en el lugar que prefiera. Como siempre, nos veremos aquí por la noche. jBuena suerte! Y por favor: ¡hagan para mí las esculturas más maravillosas que se hayan visto sobre la Tierra! Salvo a Galano y Abdul, a todos los demás se les veía listos para empezar a trabajar. Poco a poco terminaron sus desayunos y salieron hacia la bodega de los materiales. A Pedro le subió el ánimo la competencia. Si todo salía en orden, no le cabía la menor duda de que un punto sería para él. Tendría, es cierto, que trabajar mucho, pero sobre todo tendría que cuidarse de los robos. Como su material favorito era la madera, muy fácil de conseguir en cualquier parte de Lugano, y su instrumento la navaja suiza que siempre llevaba consigo, prefirió no ir a la bodega. Así podría darse prisa para perderse en algún sitio donde no lo encontraran sus declarados enemigos. De camino a la bodega, Jacinta imaginó la escultura de un animal prehistórico, una especie de tiranosaurio con cabeza de triceratopo. Estaba segura de que


algo así tendría que gustarle al emperador. Se decidió al fin por la plastilina, que le proporcionaba muchos colores y muchas combinaciones. Además, a ella siempre le había gustado modelar. Tomó tiras de todos los colores y se fue a trabajar a su cuarto, segura de que allí nadie la molestaría. Tofico tomó de la bodega lo primero que encontró: pedazos de fierro, alambre, clavos, tuercas, láminas de hojalata y bolitas de metal. Echó todo lo que le cupo en la mochila y se fue a la piscina, sin tener una idea clara de qué iba a hacer para ganar el punto del día. Una vez allí, dejó en el piso sus materiales, sacó su traje de baño y puso en práctica sus amplios conocimientos de nado de pecho. “Ojalá se le ocurra a Tao Hito," dijo en voz baja, “hacer una competencia de natación. Nadie podría conmigo." Iván pensó que no podría en esa ocasión presentar al concurso alguna de las esculturas del propio emperador, porque se daría cuenta fácilmente del engaño. Si al menos hubiera una tienda en Lugano donde las vendieran, Se le ocurrió sin embargo una buena alternativa: elegir cualquier objeto raro que encontrara por allí y decir que él mismo lo había hecho. Eso ya lo había visto en muchos museos: una rueda de bicicleta arriba de una mesa, un coche chocado, una silla, un montón de latas amontonadas una sobre la otra... Ésa era la solución que él requería: el arte moderno. Para Mila el concurso no tenía mucho chiste. Antes de pasar a recoger sus materiales a la bodega, decidió darse una vuelta por el salón que Tao Hito tenía dedicado a la escultura que durante años y años había coleccionado por todo el mundo. Así podría inspirarse y, a la vez, saber cuáles eran las preferencias del emperador. En cuanto a la parte manual, ella se tenía la confianza suficiente como para elaborar una pieza más que buena. Dan y Bob tampoco necesitaron de materiales,


yaque ellos llevaron consigo los mejores del mundo: ploritutetano, fácil de modelar y endurecer; pasta de sulfinito, que arroja luz propia; marfil de plástico, que cede fácilmente al calor; nieve que no se derrite; yeso computarizado, programado para adquirir la forma que el artista quiera con sólo escribirlo en el monitor, y terracota-terranueva, un invento de los científicos de Yorkaho que copia automáticamente el objeto que se le ponga enfrente. Una vez que desempacaron en su cuarto todos los materiales e instrumentos que necesitaban, se fueron a trabajar al salón de juegos, que cerraron con llave para que nadie los interrumpiera. Galano y Abdul, como siempre, como cuervos al acecho de su presa, se dedicaron a vagar por la isla para pensar en la estrategia que seguirían ese día. ¿A quién robar, cómo hacerlo, en qué momento? Finalmente, Tani Tita tardó más de una hora en decidirse por ¡os materiales que utilizaría en su escultura: eligió una piedrasuave, dorada y ligera y un juego de cinceles y martillos. Haría una escultura de ella misma. Para hacerlo, necesitaría también un espejo. ¿Qué mejor lugar que su propio cuarto? Ella misma pudo transportar todo sin necesidad de pedir ayuda a los mozos. Hacia las cuatro de la tarde, parecía que en Lugano no había gran movimiento. Los competidores estaban todos abocados a sus esculturas, salvo Tofico, que tomaba el sol en una terraza, y el dúo de tramposos, Galano y Abdul, que espiaba a través del ojo de la cerradura del cuarto de Jacinta. Su tiranosaurio con cabeza de triceratopo parecía más bien una lagartija con cara de escarabajo, al menos eso fue lo que le pareció a Abdul. —Con eso no puede ganar, ¿no crees?


—¿Qué no te gusta? —le preguntó asombrado el príncipe. —Pues la mera verdad... —A lo mejor es una obra de arte. Yo he visto muchas esculturas parecidas a ésa en casa de mis padres. —Si tú crees que es buena, vamos a dejar que la termine y se la robamos. —No, no. No hay que dejar que le haga algo más. Podría echarla a perder... El plan que se le ocurrió a Galano fue muy eficaz. Bajaron ambos a la estancia y uno de ellos tomó el teléfono de comunicación interna y marcó un número. —Señorita Jacinta —fingió la voz—, tiene usted una llamada en el salón principal. Creo que se trata de su señor padre. —¿Mi padre? —contestó emocionada—. Allá voy. Tal y como lo previeron los raterillos, Jacinta salió como relámpago de su cuarto sin acordarse de cerrar la puerta, mientras ellos tenían el camino libre para cometer su fechoría. En esos precisos momentos, Iván encontraba un verdadero objeto de arte creado seguramente por los sirvientes del palacio: era un bote de basura lleno de botellas y latas de refresco. Sólo había que añadirle algún detalle que le diera más presencia. Lo primero que se le vino a la cabeza fue vaciarle encima una lata de pintura blanca que encontró en el mismo lugar. Lo demás fue sencillo: con un fuelle ayudó a que la pintura secara rápido, le estampó su firma con un pedazo de carbón y llevó a guardar la escultura a su cuarto. Bob y Dan habían logrado también dos productos maravillosos e impactantes: una réplica exacta de la emperatriz en yeso computarizado y un refrigerador de sulfinito en tonos rojos y verdes fosforescentes.


Estaban tan seguros de su éxito que dejaron las esculturas bajo llave y se fueron a brindar con refrescos de grosella a la orilla del río. El cuarto de Tani Tita era un verdadero desastre. Parecíaque allí se hubiera librado una batalla campal. Pedazos de piedra dorada por todas partes, cinceles y martillos regados y casi toda su ropa en el suelo, pues se la había probado a su doble de piedra sin decidirse por el vestuario idóneo para su presentación en público. Así como la copia que Bob había hecho de la emperatriz era prácticamente idéntica, en el caso de la escultura de Tani Tita no podría decirse lo mismo. Se parecía más a un simio con aretes y cola de caballo que a ella misma. Por su parte, Mila había encontrado en efecto inspiración entre las piezas de la colección de Tao Hito. Pensaba que sus gustos serían similares a los de su madre, que se volvía loca con la escultura clásica. Pero por fortuna para ella, se equivocó. Por lo que pudo ver, lo que más le gustaba al emperador eran las formas abstractas, o sea aquéllas en las que no se alcanza a distinguir nada reconocible. La solución que encontró para su propia escultura fue tan simple como ir a la bodega, tomar el material que más le gustara y presentarlo en la noche tal y como lo encontró, o sea un pedazo de mármol rosa, sucio e informe. Finalmente, Pedro dedicó prácticamente todo el día a hacer un complicadísimo castillo tallado en madera. Se parecía un poco al palacio de Lugano, aunque daba la impresión de ser mucho más grande. Para su fortuna, nadie se le acercó en ningún momento. Por la noche hubo varias sorpresas: la de la emperatriz al verse reproducida de cuerpo completo en la escultura de Bob; la de Jacinta al ver que Galano llevó su animal prehistórico al concurso; la del


emperador al quedarse maravillado con las “magistrales piezas de arte moderno”, así dijo, de Iván y de Mila; la de Tofico cuando lo despertaron porque la cena ya había terminado, y la de Pedro al ver que Abdul presentó esa noche la escultura que él mismo había hecho en su primer día en Lugano y que tuvo que abandonar para perseguir a su mariposa. lunes

martes

miércoles

jueves

v temes

ABDUL

!

0

2

0

i

TOTAL 4

BOB

0

0

G

!

i

2

DAN

0

0

0

I

0

1

GALANO

I

0

2

0

0

J

IVAN

I

1

0

0

!

j

JACINTA

0

I

0

!

0

2

MILA

I

0

0

0

1

2

REDRO

0

I

c

0

i

2

TAÑI TITA

0

1

0

I

0

2

TOE ICO

I

1

0

0

0

2

PULPOS ROJOS, PECES PIÑATA, ALMEJAS LEOPARDO A la mañana siguiente, el emperador no pudo ir a desayunar con sus invitados porque recibió la visita inesperada del archiduque de Montalvo. Sin embargo, la emperatriz tomó su papel y repartió a todos las instrucciones del día. Ya fueron cazadores, buscadores de perlas, cocineros y escultores. Ahora, quien quiera ganar un punto más, deberá ser un buen


pescador. Lugano está rodeado por uno de los mares más ricos del mundo; en sus aguas se pueden encontrar los peces más extraños y sabrosos que se hayan conocido hasta ahora. Existen, por ejemplo, el pez paleta, el pez piñata, el pez lagartija y la piraña amarilla, así como una especie de pulpo rojo minia tura, el famoso calamar gallo, un camarón con brazos de cangrejo y una ostra azul del tamaño de un gatito. Quienes lleguen aquí en la noche con una mayor variedad de especies serán los que conquisten puntos buenos en el concurso. Esta vez, además, habrá una modalidad: deberá hacerse en grupos de dos. Cada quien elegirá a su compañero de pesca. Afuera estará espe rando a cada pareja un miembro de la Marina que les dará instrumentos de pescar, los llevará en lancha a donde ustedes quieran y les indicará cómo conservar lo que vayan pescando. ¡Buena suerte! —¡Vaya! —exclamó Galano— ¡Hasta que Tao Hito puso una competencia más interesante! —Por supuesto que ganaremos —aseguró Abdul, dando por sentado que ambos saldrían juntos a la aventura. Otra pareja natural, a la que nadie puso un pero, fue la de los gemelos Dan y Bob, quienes habían llevado consigo a Lugano algunas cosas que podrían serles útiles en el mar. —Estoy segura de que tú y yo haremos buena pareja —aseguró Tani Tita por su parte a Pedro—. Acuérdate de aquella vez en que nos ayudamos el año pasado. Casi lo logramos... —Es cierto—fingió Pedro recordar—. Y además la pesca es una de mis especialidades —siguió mintiendo.


En cuanto Iván notó que Mila y Jacinta empezaban a ponerse de acuerdo entre sí, trató de proponerle a una de ellas que fuera su pareja. Pero al parecer llegó tarde, ya que las vio decididas a emprender juntas la aventura. Supo entonces que no tenía otra elección: tendría que hacer pareja con Tofico, que había desaparecido momentáneamente para ir al cuarto a ponerse unas bermudas floreadas y un gorro de pescador. Dan y Bob, que no aceptaron la ayuda que les ofreció un oficial de la Marina, pusieron en funcionamiento el dispositivo de inflado automático de su barca. Habían elegido como punto de partida una tranquila playa de la parte suroeste de la isla. Echaron a bordo sus instrumentos de pesca y salieron, mar adentro, a iniciar su aventura. Con una carnada bioenriquecida que coloca ron en el anzuelo pescaron a los pocos minutos un extraño pez multicolor; parecía como si hubiera estado en un carnaval y le hubiera caído encima una lluvia de confeti. Con mucho cuidado Bob le desprendió el anzuelo de la boca, lo colocó en un acuario que llevaban consigo y lo bautizó como el “pez fiesta”. En esos momentos, Dan ya tiraba de su caña para sacar un pez que le daba mucha pelea. Se trataba de un auténtico pez águila, que era una especie en peligro de extinción. Era negro, con un pico ganchudo de pájaro y con unas aletas más desarrolladas de lo común que parecían pequeñas alas de águila. Entre los dos lograron también ponerlo a salvo, vivito y coleante, en el acuario. Cerca de allí, Jacinta y Mila, a bordo de un yate de la Marina, tomaban el sol en traje de baño mientras esperaban a que sus cañas de pescar tuvieran algún movimiento. Habían colocado veinte cañas con sus respectivas camadas. Después de casi dos horas en las que sólo habían enrollado el carrete por falsas alarmas de movimiento, pidieron al capitán del yate


que las llevara a otra zona, donde hubiera aguas más cálidas y más ricas en bancos de peces. Durante todo el trayecto, se dedicaron a pintarse los labios y las pestañas, a beber agua de coco y a platicar sobre la moda en sus respectivos países de origen. En la Laguna de las Esmeraldas, a bordo de una modesta balsa, Tani Tita y Pedro echaban sus redes al agua. La hija del emperador sabía que en esas aguas habitaban muchas de las más extrañas especies marinas de Lugano. Su padre había reser vado esa laguna como centro ecológico de preser vación de las especies luganesas. En poco menos de cuatro horas habían logrado sacar un pez paleta, tres pulpos rojos, dos calamares gallo, un pez piñata, una langosta caracol, seis robalos de dos cabezas y una pequeña mantarraya con cola de caballo. —Falta todavía un beta gigante —propuso Tani Tita a Pedro—. Es el pez que más me gusta. En el palacio lo cocinan sólo los días de fiesta nacional guisado con albahaca y pasas. Es delicioso. —No lo he probado —respondió Pedro con cierta nostalgia por su casa—, pero por lo que me dices debe parecerse al huachinango a la naranja que hace mi mamá. —¿Tu mamá cocina? —preguntó extrañada Tani Tita. —Bueno, bueno —se dio cuenta de su metida de pata—, los cocineros lo hacen pero la receta es de mi mamá. Tofico se desilusionó mucho con la idea de Iván: le propuso no salir de pesca sino ir al Acuario a recopilar todas las especies marinas de Lugano. De lo que más ganas tenía Tofico era de salir en barco a altamar, pues su país, Tarminia, no tenía litorales, estaba encerrada en el centro del con


tinente. —Lo importante es ganar el punto —se enojó Iván—, no salir de paseo. —Pero además eso es hacer trampa —inte rrumpió Tofico. —¿Trampa? ¿Cuál trampa? Las instrucciones del emperador fueron muy claras: gana quien lleve más especies distintas, sin importar de dónde las tome o en dónde las pesque... Lejos de allí, Galano y Abdul habían elegido el yate más grande y lujoso de la Marina de Lugano. Le pidieron al capitán que llevara consigo a sus mejores marineros y que los guiara al mejor lugar de pesca de la isla. Una vez que el yate se paró, Galano ordenó a los marineros que pescaran todo lo que pudieran mientras ellos, dentro de la cabina, veían una película en la televisión del yate. Los marineros obedecieron al acto, como si el mismo general Pong se los hubiera pedido. Al terminar la película, una cinta de terror, Galano y Abdul fueron a supervisar los progresos del personal del yate. Habían sacado grandes cantidades de truchas, siete caracoles gigantes y un pez vela. —Pero, ¿qué han hecho? —les gritó Abdul.— Lo que queremos no son grandes cantidades de peces sino mayor variedad... —¡Quiero que saquen cuando menos cincuenta especies distintas! —lo respaldó el príncipe—. ¿Me entendieron, bola de inútiles? Los marineros hicieron un saludo militar y sin mayor reclamo continuaron su labor, no sin antes devolver al mar casi todo lo que habían pescado. Galano y Abdul regresaron entonces a la cabina a ver otra película: El vampiro sanguinario. Entre tanto, Dan y Bob habían encontrado muchas otras especies fantásticas: una serpiente panzcna, un pez espejo, una tortuga-liebre, un cangrejo tanque, un caballito de mar con trompa de cocodrilo


y una sardina aplastada. Estaban felices con sus acuarios Henos. No menos felices, Tani Tita y Pedro habían pescado ya cuarenta y dos especies distintas, incluida una jaiba corazón y un pejelagarto. Hacia las cinco de la tarde, recogieron las redes. Bronceadas por el sol, Jacinta y Mila hicieron el recuento de sus presas: siete camarones con brazos de cangrejo, un pez lagartija, dos robalos con una cabeza, tres peces sol y una almeja leopardo. Tenían dudas acerca de su triunfo en la compe tencia, pero no muchas. Hicieron una lista de sus presas, se dieron un baño en el yate y se pusieron vistosas ropas para ir a la cena con el emperador. Tofico, más bien aburrido, ayudaba mecáni camente a iván a trasladar del Acuario a sus propias peceras todas las especies que su compañero iba seleccionando. Luego, en una carretilla, entre los dos llevaron las peceras a un lugar secreto, cercano al palacio. Como a las seis de la tarde terminaron su tarea, que celebraron con sendos jugos de limalimón. Finalmente, Galano y Abdul, después de haber visto cuatro películas, hicieron la lista de todo lo que los marineros habían atrapado: treinta y seis especies distintas. No les cabía duda alguna de que serían los triunfadores. A las siete y media, mientras Galano ordenaba a los marineros que llevaran su botín al palacio, Abdul tuvo la mala idea de tratar de molestar a uno de los peces: la mordida que la piraña amarilla le dio estuvo a punto de arrancarle el dedo completo. El capitán del yate se encargó de echarle alcohol, hacerle un vendaje y ponerle una inyección contra el tétanos. En esa ocasión, la cena se llevaría a cabo en el Jardín Señorial. A las ocho en punto, había tantas peceras


en el lugar que apenas si cabían los invitados. Todos estaban sudorosos y cansados pero expectantes por conocer el resultado. En cuanto el gong sonó, el emperador entró al Jardín y llamó al orden. Invitó a que todos se sentaran a la mesa para que cenaran con calma antes de contar las presas de cada quien. Les sirvieron camarones morados con salsa de mango y aguacates rellenos de pez piñata. Al terminar, el emperador y el general Pong hicieron el recuento: para sorpresa de todos hubo un triple empate, cada uno con cuarenta y dos especies distintas: Tañí Tita y Pedro, Dan y Bob y Tofico e Iván. Así quedó la tabla del penúltimo día de competencias:


lunes martes ABDUL BOB

1 0

0 0

miércoles jueves

viernes

sábado 0

4

0

0 i

i

1

J 2 3

2

DAN

0

0

0

i

0

1

GALANO

1

2

0

0

IVAN

1

0 7

0

0

1

0 t

JACINTA MILA

0 I

PEDRO

I

TOTAL

i

0

7

4 2

0

0

0 7

0 0

0

0 I

0

0

1

1

2 3

TAÑI TITA

0

1

0

1

0

1

3

TOFICO

1

1

0

0

0

I

3


LADRÓN QUE ROBA A LADRÓN...

Para el último día, quienes llevaban la delantera eran Abdul e Iván. Le seguían, con tres puntos, Tofico, Galano, Pedro, Bob y Tani Tita. Sobra decir que casi todos estuvieron listos para la competencia antes de que sonaran las ocho de la mañana en el reloj del palacio. Sólo Mila, Jacinta y Dan, que únicamente habían conseguido dos puntos, no llegaron a tiempo: sabían que ellos no tenían ya ninguna oportunidad de ganar. A las ocho y diez se presentó Dan y a las ocho y quince Mila, acompañada de Tao Hito. —Amigos —se dirigió a todos el empera dor—, lamento comunicarles que otra desgracia nos ha llegado ahora. Si bien el miércoles pasado es tuvimos a punto de suspender la competencia por la desaparición de mi hija, hoy me veo en la necesidad de volverlo a hacer... Las palabras del emperador le sonaron a Abdul y a Iván como la más dulce de las músicas. Sabían que así ellos serían los ganadores. En cambio, a los demás se les fue el habla: era injusto que en la recta final se acabara todo sin llegar a disputar el punto definitivo. —Sucede que la infanta Mila, hija de mi muy querida amiga la duquesa de Bulgraquia, ha perdido el diamante que su madre le regaló en su cum pleaños. Si se tratara de un diamante común y corriente, no habría ningún problema: Lugano tiene una de las más ricas minas de diamante del mundo.


Pero no es así, se trata de algo muy especial. Ese diamante, que perteneció a la bisabuela de Mila, es el más perfecto del planeta y el único en el mundo que tiene, por eso mismo, un valor histórico inapreciable: por él se libraron las guerras más crueles de este siglo, por él se fueron a pique grandes imperios, por él darían su fortuna completa los hombres más ricos de la Tierra, incluido yo mismo. —¡Bah! —se molestó Dan al oído de Tofico—. Suspender todo por un mugroso diamante. —Si la duquesa de Bulgraquia ve llegar a Mila sin el collar de diamante, mi amistad con ella se vería francamente alterada. Ya que con el rescate de Taní Tita fueron ustedes más eficaces que los miembros del Ejército y la Marina, voy a darles la oportunidad de encontrar ese diamante antes de avisarles a ellos. Quien logre dar con él obtendrá los últimos dos puntos de la competencia de este año. Ahora no sólo les deseo buena suerte, les pido que lo encuentren cuanto antes. Quien lo haga puede llamar a la puerta de mi oficina a la hora que sea. Al terminar el desayuno, obviamente todos se fueron con Mila: ella era lógicamente quien más pistas podría darles. —¿En dónde estuviste ayer? —¿Qué hiciste? —¿Dónde crees que se te haya perdido el diamante? —¿Ya te buscaste en las bolsas? Las preguntas que le hacían, una tras otra, la llegaron a marear. Después de un rato respondió con la cara muy seria: —Lo perdí y no sé dónde, créanmelo. Los únicos que no le hicieron preguntas fueron


Galano y Abdul, que salieron de inmediato a buscar el diamante extraviado. Pedro, que aún no se había dado por vencido, pese a tener un punto menos que Iván y que Abdul, vio que ésta era su última oportunidad de ganar el cohete para el presidente. Estuvo presente mientras Mila respondía a las preguntas, pero apenas terminó de hablar salió como de rayo a buscar la prenda perdida. Lo primero que se le vino a la cabeza fue explorar a lo largo del camino que siguió del palacio al muelle donde estaba anclado el yate. Por eso trató de reconstruir todo el recorrido que ella y Jacinta habían hecho el día anterior. Bob y Dan se pusieron sus trajes de buzo y se echaron al agua a la altura de donde el yate en el que viajaron Mila y Jacinta había anclado para la pesca. Llevaban consigo linternas marinas de gran potencia y viseras especiales para detectar destellos. Una corazonada les decía que el collar tendría que encontrarse en algún lugar de esas profundas aguas. Su intuición no fue equivocada, ya que pronto se toparon con un barco que reposaba en la superficie marina. En uno de los camarotes del barco hundido encontraron un collar de perlas luganesas y un cofre lleno de monedas. Tofico trató de acompañar a Iván, pero éste aprovechó una distracción de su compañero del


día anterior para perderse en la selva. Cuando se vio solo, Tofico se puso a buscar el diamante en el cuarto de Mila. Mientras tanto, en el palacio, Tani Tita y Jacinta consolaban a la infanta: sabían que si el collar no aparecía la duquesa la tendría castigada más de un año. Después de un rato, las tres amigas salieron juntas a buscar entre la yerba el objeto perdido. Pedro alcanzó a ver a lo lejos a Galano y a Abdul platicando reposadamente, cada uno en una hamaca, cerca de la playa. Le extrañó que ellos no estuvieran al acecho de los otros, listos para hacer trampas, o bien buscando el diamante. Era ésa la última oportunidad para ganar la competencia. Además, pensó Pedro, si lo hubieran encontrado no estarían allí, sino tocando a la puerta del emperador para declararse vencedores. Su curiosidad pudo más que el riesgo que corría. Con mucha cautela, se acercó a ellos para escucharlos más de cerca. —Es increíble cómo se creyeron lo de la pérdida de! diamante —dijo Abdul entre risas. —¿Por qué increíble? Todos son una bola de brutos... —Especialmente Mila, que ni sospechas de que fue robado mientras dormía... Pedro vio entonces, entre las manos de Abdul, el collar de la infanta. Jugaba con él como si fuera una honda barata. El corazón empezó a latirle velozmente. Sabía que frente a él estaba su única oportunidad de ganar. El problema que se le presentaba entonces era cómo quitarles el diamante. Luego de pensar un rato,


decidió jugar con las mismas armas con las que ellos habían robado y hecho trampa toda la semana. Corrió al palacio a recoger las cosas necesarias para llevar a cabo su plan. Hurtó un pollo a la ciruela que preparaban en esos momentos los cocineros de palacio, volvió a tomar prestado el libro La cocina luganesa y recolectó en los linderos del bosque unas cuantas bellotas, de las mismas que Tani Tita le había dado para el dolor y para dormir el día que le cosieron la frente. A continuación, extendió un mantel sobre el pasto, cerca de donde Abdul y Galano descansaban en sus hamacas, puso allí el pollo, al que le roció unas cuantas bellotas, y abrió el libro en una página donde un pavo a la ciruela despedía todos sus exquisitos aromas. La trampa surtió de inmediato su esperado efecto. Galano y Abdul empezaron a husmear hacia el lugar de donde provenía el olor a comida. —No huele nada mal —dijo Galano pasándose la lengua por la boca. —Nada mal. Seguramente alguien quiere invitarnos a comer. Bajaron ambos de sus hamacas y, guiados por el olfato, llegaron al lugar en donde Pedro fingía comer una pata de pollo. —¡Pedro! —le gritó Abdul—. ¡Qué bueno que pensaste en nosotros para compartir tu comida! —Nada de eso —respondió Pedro—. Este pollo es solo para mí. —Hay que compartir... —le dijo Galano, al tiempo en que se le echaba encima y le hacía una llave de judo. Una vez inmovilizado por Galano, Abdul desprendió la otra pata del pollo y le dio una mordida. —Delicioso, francamente delicioso —dijo Abdul


con la boca llena—. No cabe duda de que eres un buen cocinero —y lanzó entonces un profundo bostezo. Iba a darle otra mordida, cuando Abdul cerró los ojos y cayó, con todo su peso, sobre el platón. Al ver que algo le pasaba a su amigo, Galano soltó a Pedro. —i Hay que ayudarlo! —le dijo asustado—. Puede ser otra vez su problema del corazón. Pedro fingió interesarse por la salud de Abdul, se le acercó y, sin que lo notara su cómplice, sacó de su bolsa el collar de la infanta Mila. Una vez que lo tuvo en la mano, se paró y echó a correr. Extrañado por la conducía de Pedro, Galano revisó la bolsa de su amigo y pronto se dio cuenta de que todo había sido una trampa. Dejó allí a Abdul y, a través de un atajo, trató de perseguir al ladrón. Seguro de su triunfo, Pedro llamó a la puerta de la oficina del emperador. Una sorpresa lo esperaba allí. —Ya ve —explicaba Galano a Tao Hito—, entre Pedro y yo encontramos el diamante. Vamos, dáselo de una vez. —Pero... —trató de reclamar Pedro, —Gracias, muchachos —dijo contento el emperador—, no saben cuánto agradezco lo que han hecho por mí. por Mila y por la duquesa de Bulgraquia. Cada uno de ustedes ganó hoy dos puntos.


EL DESEMPATE

—Como ya todos saben —dijo Tao Hito a sus invitados en el desayuno del día siguiente—, ha habido esta vez un empate. Pensé primero en premiar a los dos ganadores, pero desafortunadamente los premios no pueden ser divididos. Para lograr un desempate he decidido que Pedro y Galano com pitan en un juego muy sencillo, el mismo que tenía pensado para ayer y que no pudo llevarse a cabo por la desaparición del diamante. La competencia requiere mucha habilidad y resistencia. —No podrá contigo —dijo en voz baja Abdul a Galano—, te lo aseguro. —La prueba consistirá en llegar al extremo sur de Lugano. Allí, a la entrada del Museo Marítimo, se encuentra la meta. Como les dije, es una prueba de habilidad, ingenio y resistencia, porque no se trata de una simple carrera, ya que en el camino se encontrarán con muchos obstáculos que el Ejército y la Marina de Lugano me han ayudado a poner en puntos estratégicos. Dentro de media hora nos veremos a la salida del palacio para que yo mismo les dé la señal de partida. A Pedro, media hora se le hacía mucho. Estaba tan ansioso por entrar en acción que quería empezar cuanto antes. Al pasar cerca de él, Abdul alcanzó a decirle: —Escucha, basura asquerosa, más te vale que te prepares bien para tu derrota. —Ojalá y que no termines llorando como bebito


—añadió Galano. Jacinta, que escuchó todo, respondió por Pedro: —Pues todos esperamos que seas tú quien termine con la lengua de fuera y llorando. Mientras Galano y Abdul se retiraron a hacer sus preparativos, Tani Tita y Jacinta acompañaron a Pedro a su cuarto. Más tarde se unieron a ellas los gemelos Dan y Bob. —Te trajimos una pistola inmovilizadora —di jo uno de ellos mientras el otro desempacaba de un saco diversos objetos—, unos tenis especiales para flotar en el agua, una liana automática por si necesitas descolgarte de los árboles, unos anteojos de rayos infrarrojos y ultravioletas, un globo autoinflable por si necesitas volar, un disfraz de piedra por si quieres hacerte el invisible y unas cápsulas hidratan tes y nutrientes para que no pierdas tiempo en comer y beber. —Yo quiero darte mi brújula —añadió Jacinta a los objetos que Pedro iba metiendo en su mochila de campaña. —Y yo mi amuleto —intervino Tani Tita, extendiéndole un colmillo de cocodrilo. A la vista de todos, el emperador levantó una pistola al aire y jaló del gatillo. Al mismo tiempo, los dos competidores echaron a correr ante los gritos de aliento de los demás. Pedro había decidido de antemano apartarse de la vista de su contrincante lo antes posible para evitar un seguro pleito. Él prefería de todas todas una competencia limpia y pareja que un juego de trucos. Aunque ya después de una semana de estar allí conocía casi toda la isla, había llevado consigo un mapa para elegir la ruta más corta y más segura. En poco menos de una hora estaba ya en medio


del bosque de bambúes, donde sólo se escuchaba el sonido de las hojas mecidas por el viento. Extrañado por no haber encontrado hasta el momento obstáculo alguno, se sentó un momento para tomar una de las cápsulas que los gemelos le habían regalado. Entonces escuchó un sonido agudo que se iba acercando a él poco a poco. Seguro de que se trataba de uno de los obstáculos o bien de alguna triquiñuela de Galano, sacó la pistola inmovilizadora y avanzó hacia el lugar de donde provenía el sonido. Apenas había dado dos pasos cuando el suelo cedió ante su peso: cayó en un profundo agujero, como de tres metros de altura y con las paredes verticales y lisas. El golpe que se dio no fue muy fuerte gracias a que el fondo del agujero estaba acolchonado con una capa de bolitas de hule espuma. Mientras tanto. Galano caminaba con cautela muy cerca de allí. A cada rato volteaba hacia arriba, hacia abajo, hacia los lados, hacia atrás, como esperando que de un momento a otro algo o alguien lo asaltara. Sin embargo, el obstáculo que había puesto Tao Hito en ese preciso lugar le vino de donde menos lo imaginaba: unas diminutas hormigas de cristal, invisibles a primera vista, se le subieron por la pierna y le llegaron al pecho, a la espalda, a las nalgas y finalmente a la cabeza. De pronto, las hormigas soltaron un líquido que producía una comezón insoportable. Galano empezó a rascarse como pudo. Como las manos no le alcanzaban, pegó su espalda a un árbol para ayudarse con él. Luego se tiró al piso y se revolcó contra la yerba. Cuando no pudo más corrió despavorido a buscar un charco de agua donde pudiera meterse y calmar la comezón. Después del desconcierto inicial, Pedro sacó de su mochila la liana automática que le obsequiaron los gemelos. No estaba seguro de su funcionamien


to, pero pensó que no podría ser algo muy com plicado. Apuntó con la mira hacia la cima de un bambú grueso que alcanzaba a ver desde la trampa y apretó el gatillo. La liana subió a gran velocidad y se atoró precisamente en el lugar al que había apuntado. Con muchos esfuerzos, ya que la mochila le pesaba en la espalda, subió a través de la pared recta del agujero hasta que alcanzó el piso. Una vez de pie, se sacudió la tierra y las migas de hule espuma que se le habían adherido a la ropa. Trató también de rescatar la liana automática por si más adelante le volvía a ser útil, pero fue imposible: se había agarrado tan fuerte del tronco de bambú que no tuvo de otra más que abandonar allí el instrumento. Sin duda había sido fabricado para usarse una sola vez. Repuesto de su primer incidente consultó el mapa y reinició su camino hacia el Museo Marítimo. A los pocos pasos, escuchó un chapoteo en el agua. Pensó primero en no hacerle caso, previniendo otra trampa del emperador, pero la curiosidad pudo más que la prisa y el temor. Al acercarse al lugar de origen del chapoteo, pudo ver que Galano se revolcaba con desesperación en un charco de lodo. Parecía un chango lleno de pulgas. —¡Ayúdame! —le gritó Galano—. Algún bicho se me metió en el cuerpo y no sé cómo quitármelo. Con precaución, Pedro dejó a un lado la mochila, empuñó la pistola inmovilizadora y se acercó a su adversario. Flotaban en el charco, como pe queños puntitos brillantes, las hormigas de cristal. —Ya están muertas —le dijo Pedro. Galano se levantó del charco y comprobó que en efecto la comezón se le había ido del cuerpo. —Será mejor que busques dónde bañarte —le dijo entre risas—, estás impresentable. No creo que quieras que todos te vean en ese estado tan


lamentable... Imagínate: además de perder, lleno de lodo. Los insultos de Galano llovieron a mares, aunque muchos de ellos ya no los alcanzó a oír Pedro pues había tomado su mochila y se había echado a correr hacia el río. Una hora después un relámpago cruzó el cielo gris de Lugano. Desde que había comenzado la competencia, no se había visto una sola nube sobre la isla, y una tormenta, como la que amenazaba en esos momentos, estaba del todo descartada. Las primeras gotas sorprendieron a Pedro cerca del monte Ting, a más de cuatro horas a pie de la meta. No hubiera sido muy difícil haber cargado con un impermeable, pero quién podría haber imaginado que ese día llovería en Lugano. La llovizna se transformó pronto en lluvia, luego en aguacero y finalmente en tormenta, una tormenta que amenazaba con arrancar árboles y deslavar el monte. En cuanto ya no pudo avanzar más por temor a caer y porque se dificultaba mucho mirar hacia adelante, Pedro tuvo la suerte de encontrar frente a sí una cueva donde refugiarse. Como supuso que su adversario se encontraría en las mismas dificultades, no le importó perder un poco de tiempo en esperar a que escampara y a que pudiera reanudar su camino. Con su linterna de mano se abrió paso en la oscuridad de la cueva, al tiempo en que varios murciélagos que volaban en su interior se asustaron con la inesperada visita. Un tanto temeroso de que uno de esos bichos se le acercara y le chupara la sangre, a Pedro se le ocurrió que la única manera de espantarlos era encender una fogata, que además le ayudaría a calentarse y a secar su ropa. Cuando más esperaba una trampa de Tao Hito, para su sorpresa se topó con una cruz pintada en


un rincón de la cueva. Escarbó un poco y encontró una perla de oro. A esa misma hora, Galano se guarecía de la tormenta en una cabaña que había encontrado a su paso. Prendió fuego en la chimenea, sacó de su mochila un trozo de jamón y una lata de jugo de cereza y se sentó en el suelo a comer y a esperar a que el tiempo mejorara. En un extremo de la cabaña, una rata lo miraba sin moverse. Con toda calma, Galano sacó de su mochila una pistola de dardos y le disparó al indefenso roedor. En ese preciso momento, alguien abrió la puerta y entró a la cabaña. Fue tal el susto que le pegó que a Galano se le cayeron de las manos la pistola y el jamón. —¿Qué haces aquí? —le preguntó el hombre con cara de pocos amigos al intruso. Sobrepuesto del susto, Galano respondió: —Soy amigo del emperador y puedo hacer en su isla lo que me dé la gana. —¡¿Qué dices, niño imbécil?! —se enojó el tipo—. ¡En esta casa el único que manda soy yo! Al ver que había metido la pata, pensó rápido y decidió optar por otra estrategia. —Verá —se excusó—, lo que sucede es que Tao Hito me ha puesto a competir con un tramposo y cochino imbécil. ¿Sabe de las competencias que hace todos ios años? —¿Competencias? —gritó el hombre con brusquedad—. Por supuesto que sé de las com petencias de Tao Hito. Los habitantes de Lugano estamos hartos de sus malditas competencias. —¿Entonces no va a ayudarme? —preguntó desconsolado Galano. —Por supuesto que no. Lo que voy a hacer es encerrarte y darte una buena tunda. Eso te mereces por meterte en casas que no son tuyas.


Cuando al fin escampó, parecía que nada había pasado en Lugano. El cielo había vuelto a tomar su color azul intenso. Sólo el lodo que se había formado por todos lados y unos cuantos árboles caídos daban cuenta de la tormenta. Pedro, que había logrado espantar a los murciélagos hacia zonas más profundas de la cu^va, se puso los tenis especiales que Dan y Bob le habían regalado, apagó la fogata y salió de su refugio. Eran casi las doce del día y la distancia que aún le faltaba por recorrer no era corta. Aunque un poco sucia, se puso su ropa seca y salió de la cueva, nervioso por no saber si su adversario le llevaba la delantera. Cuando sacó la brújula para continuar su camino se quedó paralizado al ver que la aguja giraba como loca. Desconcertado, sin saber hacia dónde quedaba el Museo Marítimo, sacó el amuleto que le había dado Tani Tita, cerró los ojos, dio vueltas sobre sí mismo y se frenó. Con el colmillo de cocodrilo en la mano, decidió seguir adelante. Entre tanto, amarrado con cuerdas en las manos y en los pies, Galano trataba de zafarse de los nudos tan apretados que el dueño de la cabaña le había hecho. Arrastrándose como serpiente, logró llegar a su mochila y, con los dientes, la abrió para sacar una navaja con la que pudiera cortar


las amarras. Tuvo que hacer todo con mucho cuidado y en absoluto silencio, ya que el hombre roncaba muy cerca de él. Al cabo de media hora, pudo al fin cortar las cuerdas. Tomó su mochila, salió por la ventana y echó una carrera tan veloz que parecía que un tigre corría tras él con toda la intención de devorarlo.


LA META

Si una tormenta había azotado hacía unos momentos a Lugano, la calma que ahora se veía era el extremo contrario. El sol brillaba en lo alto, los pájaros sobrevolaban los aires, la tierra mojada se secaba a una velocidad sorprendente, el chillido eventual de los changos volvía a la normalidad y el silencio del contorno sólo se veía interrumpido por el chas quido de los pies al pisar las hojas secas. Guiado por el amuleto de Tani Tita, Pedro escaló a través de las empinadas paredes del monte Ting. Desde la cima alcanzó a ver con sus binocu lares el extremo sur de la isla. Se sentía salvado y tan cerca de la meta que los ánimos lo impulsaron a correr de bajada todo el monte. Sin embargo, al llegar a los linderos, Pedro no pudo continuar su camino: una barrera transpa rente, como de cristal, le impedía seguir adelante. Arrojó todo lo que encontró cerca contra ese muro invisible, pero por más fuerza que usó, la pared no cedió a sus golpes. No le cabía la menor duda de que Tao Hito había tendido esa trampa. Lo más lógico era tratar de encontrar el fin de la pared y cruzarla. ¿Serían unos metros, un kilómetro, dos...? Galano, por su parte, trotaba sin saber hacia dónde se dirigía, hasta que llegó, por azar, al mismo punto donde Pedro había topado con la pared invisible. —Mi querido Pedro —empezó Galano con las burlas—, veo que todavía insistes en ganar este premio. Es mío. ¿Qué no sabes acerca de todos los favores que Tao Hito le debe a mi padre? Él mismo le prometió que yo ganaría este año.


—Pues la verdad me parece muy raro —inventó Pedro—, ya que al mío le prometió que sería yo el ganador. —Ja, ja. ¿Piensas que te lo voy a creer? En vez de continuar con el pleito de palabras y provocaciones, Galano se le aventó al cuello a su adversario. Cayeron los dos al piso y empezaron a golpearse y a forcejear. Intentaba Galano aplicarle una llave de lucha libre cuando Pedro se dio cuenta de que, muy cerca de ellos, una abeja azul se posaba sobre una rosa blanca. Sabiendo que esa era su posibilidad de vengarse del ataque sorpresivo que había recibido de Galano, reunió todas sus fuerzas y empujó a su contrincante contra el rosal. El grito que pegó el príncipe fue tan estruendoso que a Pedro le quedaron retumbando los oídos. No sólo la abeja le había clavado su aguijón, sino que también se le hundieron en la espalda tres gruesas espinas.



Abdul, a quien nadie hacía caso, estaba también tranquilo: sabía que su amigo vencería a su pobre adversario. Antes de partir, le había regalado un desmagnetizador que le robó a Dan de su equipaje. Si Galano lo ponía a funcionar, la brújula de Pedro se pondría como loca y le señalaría un camino distinto al que hubiera querido. Pedro se levantó y se sacudió la tierra. Había que darse prisa en encontrar el fin del muro de cristal. Sin embargo, para su sorpresa, descubrió que el muro había desaparecido. Se despidió burlonamente de su enemigo y corrió a todo lo que sus pies cansados le permitían. Tras él, se reincorporó Galano y, todavía adolorido, se fue en su persecución. Era el principio del final, el momento en el que los trucos ya no servían de nada. En cambio, la condición física era lo que en últimas cuentas inclinaría la balanza hacia uno de los lados. Muy cerca el uno del otro, ambos libraban en su carrera diversos obstáculos: bolas de espinas empujadas por el viento, pequeños arroyuelos de agua hirviente, rocas que cambiaban de posición por sí solas y los hacían caer, árboles derribados que rodaban contra ellos, densas nubes de mosquitos... Luego tuvieron que cruzar un puente colgante a pasos lentos, ya que el viento hacía que se balanceara hacia los lados peligrosamente. Pedro llevaba entonces la delantera, aunque no por mucho. Cuando al fin los dos concursantes vieron a lo lejos el Museo Marítimo, los gritos de aliento hacia Pedro por parte de los invitados apagaron las débiles voces con que Abdul intentaba apoyar a su amigo. Sin embargo, cuando ya todos esperaban el


final, una última trampa les había preparado Tao Hito: unos metros antes de la meta, Galano y Pedro cayeron en un estanque de arenas movedizas. Los esfuerzos que hacían por no hundirse los empujaban más y más hacia el fondo. Pedro recordó entonces una película que había visto un mes antes: en ella, el héroe había caído en arenas movedizas. Para lograr salir vivo de allí, empezó por no moverse, hasta que, más tarde, cuando ya sólo faltaba que se le hundiera la cabeza, alguien logró rescatarlo. Eso fue lo que hizo: quedarse quieto mientras veía que su adversario trataba en vano de nadar hacia la orilla y se hundía cada vez más y más. Lentamente, como si no tuviera prisa, Pedro llevó su mano hacia la mochila, la abrió y sacó de su interior el globo autoinflable que le habían regalado los gemelos. Con los dientes le dio vuelta a la perilla que lo ponía a funcionar. Poco a poco, cuando ya tenía la arena hasta los hombros, el globo empezó a inflarse y a tornar altura. Ante los ojos de incredulidad de Galano, que para entonces había imitado a Pedro en quedarse inmóvil, su adversario salió de las arenas movedizas jalado por un gran globo. Viajó unos metros hacia el frente y aterrizó en tierra firme, a sólo dos pasos de la meta. Cuando Pedro levantó los brazos en señal de victoria, dos besos, uno en cada cachete, fueron sus primeros premios.


LOS PREMIOS

La competencia había llegado a su fin. Ocho aviones con banderas de distintos países esperaban en el aeropuerto de Lugano para repatriar a los hijos de los presidentes, monarcas, duquesas y primeros ministros que Tao Hito había invitado a su isla. Algunos estaban tristes por el fin de esas vacaciones que esperaban durante todo el año. Otros aún no estaban repuestos por haber perdido la ocasión de ganar el premio. Indudablemente, el más contento de todos era Pedro, que de un momento a otro recibiría de manos de Tao Hito los papeles del cohete a la luna, así como la sorpresa que le tenía reservada al ganador. Y los más furiosos de todos, qué duda cabe, eran Galano y Abdul, que miraban hacia el suelo y se mordían la lengua. Como todos los días, a las ocho de la mañana se dieron cita en el salón comedor los emperadores y sus invitados, a quienes se les veía distintos que el resto de los días, ya que ahora nadie iba arropa do especialmente para competir, sino con trajes y vestidos de gala. El emperador dijo lo que ya todos sabían: —El ganador de este año ha sido Pedro. Quiero que le demos un aplauso por tan merecido triunfo. Las palmas y los gritos de alegría no se hicie


ron esperar, salvo los de Galano y Abdul, que apenas pudieron disimular su coraje con sonrisas forzadas. Tao Hito se acercó entonces a Pedro y le entregó un sobre: —Lo prometido es deuda. Llévale a tu papá este premio que tú has ganado y que contiene una sorpresa para él de incalculable valor. Estoy seguro de que estará tan orgulloso de ti que también te premiará como mereces. Pedro, que sabía lo que contenía el sobre y que ya estaba pensando en los deseos que le pediría al presidente, sonrió y lo recibió con una reverencia. —Y ahora —continuó el emperador—, vayamos todos a ver cuál es el premio que le corresponde a Pedro. Lo tengo en el Jardín Señorial. Tani Tita lo tomó de la mano y, junto con los demás, salió al Jardín, donde se encontraba ya una gran caja. La curiosidad por saber qué contenía se apoderó de todos. El corazón de Pedro palpitaba como nunca. Dos semanas de entrenamiento en el Ejército y una más de competencias llegaban por fin a su feliz término. El emperador invitó a Pedro a pasar con él al frente, junto a la caja. Colgaba de ella un listón, que el emperador le puso en la mano y le pidió que tirara de él. Pedro hizo caso, tiró del listón y la caja se abrió en cuatro para dejar al descubierto el regalo que Tao Hito le hacía. Se trataba de un cubo de metal que tenía al frente un tablero luminoso lleno de botones y letreros, así como una pantalla. Ante el desconcierto de todos, Tao Hito explicó qué era esa extraño artefacto que Pedro se llevaría a su casa. —Durante este último año, los inventores del imperio han estado construyendo esta singular


máquina, que he bautizado con el nombre de la “Caja golosa” y que no es otra cosa que una pequeña fábrica de golosinas. Con ella se pueden producir los caramelos, los chocolates, las paletas, los mazapanes y los chiclosos más variados y deliciosos que puedan imaginar. Invitó entonces a Pedro a conocer la máquina y a accionar los mecanismos de selección. —Dime qué golosina se te antoja más en estos momentos. —Un chocolate de almendra —se apresuró a contestar. El emperador consultó los nombres de una larga hilera de botones y empujó el que decía “chocolate”. Luego buscó en la lista de “sabores” y localizó el botón “almendra”. —No me has dicho qué forma quieres que tenga tu chocolate. Para no dejarle las cosas tan fáciles, después de pensarlo un poco, Pedro contestó: —Un chocolate de almendra con forma de cucaracha. A Tao Hito no pareció sorprenderle tan extraño capricho. Consultó el directorio de “formas” y oprimió el botón “cucaracha”. —Ahora falta que me digas de qué tamaño te gustaría. Pedro describió el tamaño con las manos. —Más o menos unos treinta centímetros, ¿verdad? —y sin esperar respuesta, el emperador anotó el número de centímetros en la pantalla de la “Caja golosa”. Bueno, al parecer ya está todo listo, aunque se te ha olvidado decirme cuántos chocolates quieres. Pedro hizo cuentas de todos los que presenciaban la demostración y respondió: —Doce.


Tao Hito anotó nuevamente en la pantalla el número de piezas que solicitaba a la máquina y accionó una palanca. Después de un minuto de absoluto silencio, en el que sólo se alcanzaban a escuchar las respiraciones de los atentos espectadores, se empezaron a oír ruidos dentro de la caja; luego un humito blanco salió de una pequeña chimenea y todo el espacio se llenó de un delicioso aroma de chocolate y almendra. Al cabo de cinco minutos exactos salieron de la caja doce piezas, envueltas en papel de estaño, de treinta centímetros y con la inconfundible forma de una cucaracha. —Ahora hay que saborear los resultados —dijo el emperador, e invitó a todos a pasar por su chocolate. —¡Está exquisito! —exclamó Jacinta. —¡Increíble! —comentó por su parte Tofico. —Es lo más sabroso que he probado en mi vida —dijo Bob al oído de Dan—. Tendremos que pedirle a los inventores de Yorkaho que nos hagan una igual, ¿no crees? —Por supuesto. Es más, no sé cómo no se les ocurrió antes. —No está nada mal —reconoció Abdul. Cuando Pedro empacaba las últimas cosas en su habitación, Tani Tita y Jacinta llamaron a su puerta. —Pedro —lo abrazó la hija del emperador—, estoy tan feliz con tu triunfo que parece que yo misma hubiera ganado. —Además humillaste a Galano y a Abdul —añadió Jacinta—. Si les hubieras visto las caras en la entrega del premio... —Gracias —respondió con humildad Pedro—. Mucho de esto se lo debo a ustedes... De alguna manera ha sido una victoria nuestra.


—Basta de modestias —pidió Tani Tita—. Va a ser muy largo el año que falta para que nos veamos de nuevo, ¿verdad? —Ya lo creo —dijo Jacinta con melancolía—. ¡Un laaargo año! —Me ha gustado mucho conocerlas —dijo Pedro con sinceridad. —¿Conocernos? —se extrañaron a dúo. —Digo —corrigió—, haberlas visto de nuevo. Los miembros del Ejército de Lugano habían subido ya al avión de Pedro la “Caja golosa” y el equipaje de su único pasajero. Al igual que a su llegada, la banda tocaba música y la emperatriz y su hija estaban allí para despedirlo. Pedro hizo la reverencia obligada y se despidió, no muy convencido de poder cumplir con su palabra, diciendo: —Nos vemos el año que entra. Subió al avión lleno de sentimientos encontrados. Si bien se sentía orgulloso por haber triunfado, el despedirse de Lugano, seguramente para siempre, le dejaba un mal sabor de boca, como si se hubiera bebido el jugo de cien limones. Por otro lado tenía ganas de entregarle al presidente, con sus propias manos, el sobre que él había ganado. Al mismo tiempo, empezaba a extrañar a sus padres, a sus compañeros de escuela y, algo que nunca hubiera creído, a sus profesores. Como en muchos otros momentos de esas últimas semanas, también estaba preocupado por el papel que su doble habría hecho para sustituirlo en su vida diaria. Antes de quedarse dormido en el avión, tuvo una idea que le subió el ánimo. Uno de los deseos que le pediría al presidente sería que lo enviara a él a Lugano, de ahora en adelante, en vez de a su hijo.


EL REGRESO

Desde la cabina, el piloto anunció que en breve aterrizarían. —Sargento número 23, favor de abrocharse su cinturón de seguridad y poner el asiento en posición vertical. A Pedro le pareció extraño volver a oír eso de “sargento”. Tenía la sensación de que habían pasado años desde aquel día en que un tanque lo recogió afuera de su casa. El general Gándara y una valla de soldados lo esperaban con la banda de música y un ambiente de fiesta. Evidentemente ya se habían enterado de que él había sido el ganador. —¡Sargento! —le gritó emocionado el general—. ¡Déjeme estrechar esa mano valiente y triunfadora! —Estamos orgullosos de usted —añadió el mayor Núñez, a quien Pedro notó una medalla más en su traje. —Pase usted, el presidente no tarda en llegar. Ha dejado todos los asuntos que tenía pendientes para venir a verlo. —Vamos —respondió Pedro, seguro de sí mismo—, a mí también me urge verlo. En el camino a la oficina, Pedro preguntó por sus padres y por el papel que el robot había hecho en su ausencia. El presidente no tardó en llegar. Saludó a Pedro con mucho entusiasmo, lo felicitó por su trabajo y le pidió que le entregara de inmediato el sobre


que le había mandado Tao Hito. El presidente leyó en voz alta: Querido amigo: La competencia de este año ha sido limpiamente ganada por Pedro. Es un muchacho estupendo que supo vencer muchos obstáculos y que ha sido el digno ganador. Como bien sabes, el premio que cada año doy es más significativo para los padres que para el propio muchacho. Por eso éste año he dado también un regalo al ganador. En cuanto a ti, el premio que te corresponde por la victoria de Pedro es mi colección completa de sombreros... —¡Cómo! —gritó el presidente—, ¿su colección de sombreros? —Señor presidente —intervino el general Gándara—, el servicio de inteligencia del Ejército investigó a fondo el asunto. Le aseguro que Tao Hito iba a dar un cohete a la luna... Sin hacer caso de lo que decía el general Gándara, el presidente continuó la lectura de la carta: He de decirte que en un principio tenía pensado dar de premio algo que a ti te hubiera encantado: un cohete para viajar a la luna. Sin embargo no lo hice por una sola razón: me molesta mucho que los servicios de inteligencia de ios países que considero amigos me estén espiando. Por otro lado, gracias por la figurilla de oro. En cuanto a Pedro, me gustaría que siguiera viniendo a las competencias de Lugano. Desde


el primer día que lo vi supe que él no era tu hijo, que por cierto si quieres que también venga yo no tengo inconveniente. Se despide, calurosamente, Tao Hito. Mientras terminaba de leer la carta, el presidente iba arrancando del saco del general Gándara, una por una, todas sus medallas. —Pero... —intentó excusarse el general. —En el Ejército, los peros no existen —le recordó Pedro. Dos horas más tarde, en la residencia presidencial, Pedro le contaba al presidente los pormenores de sus días en Lugano. —El año que entra voy a pedirle al contralmirante Sánchez que te entrene bien para las competencias. —¿El año que entra? —¿Por qué no? Ya Tao Hito decidió invitarte. Quizás entonces se decida a dar de premio el cohete... —Hablando de Tao Hito y del cohete, ya tengo pensados los deseos que prometió cumplirme si ganaba... —Si ganabas el cohete. —No es mi culpa que el emperador haya descubierto a su servicio de inteligencia... ¿Yo qué tengo que ver con eso? —Pedro —le dijo con calma el presidente—, si ahora te cumplo tus deseos ya no tendrás tanto interés en ganar el año que entra, ¿o no es cierto? —Claro que sí..., además usted lo prometió. —Yo no prometí nada si no traías contigo los papeles del cohete.


—Eso no es justo. —El año que entra tendrás nuevamente la oportunidad. Pedro, que se sentía un orgulloso ganador del certamen de Lugano, ahora pensaba que en realidad había perdido y que el presidente no había sido con él menos tramposo que Abdul y Galano en la isla. Y aún faltaba lo peor. Cuando el presidente se despidió de él, Pedro alcanzó a decirle: —¿Y la “Caja golosa”? —Querido Pedro, había olvidado decírtelo. A mi hijo le gustó tanto esa máquina que me la pidió. Tú sabes que un padre no puede negar nada a su hijo. No estaría bien, ¿no crees? Un tanque del Ejército llevó a Pedro en su casa, justo a la hora en que el camión de la escuela dejaba al robot. —Hola, Pedro —lo saludó—. ¿Cómo te fue de misión? —Por una parte bien, pero por la otra muy mal: el presidente y tus amigos del Ejército me engañaron. Son tan tramposos como... —No te quejes, amigo. Así son las cosas. —¿Y a ti cómo te fue? —preguntó Pedro interesado. —Como verás en unos momentos, nadie se dio cuenta de que yo no era tú... Te dejé unas cuantas sorpresas que te van a gustar, aunque otras... En esos momentos, el soldado del tanque desconectó al robot, que se quedó paralizado y con la frase a medias.


Al entrar a su casa y ver a sus padres, Pedro tuvo un ataque repentino de cariño. Pese a que sus tres últimas semanas habían sido realmente divertidas, ya los extrañaba. Abrazó a su madre como nunca antes lo había hecho, a lo que ella respondió, con tono severo: —Si crees que así voy a contentarme por lo que hiciste ayer, estás muy equivocado. —¿Qué hice? —preguntó Pedro con sorpresa. —¡¿Qué hiciste?! —se enojó su padre—. ¿Haber roto a martillazos ei piano de tu tía Elena te parece poco?


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