Animal sospechoso nº 1

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animal sospechoso revista de poesía · número 1 · primavera 2002

Un buque cargado de…Javier González Luna, Chus Pato, Alexis Gómez Rosa, Neus Aguado. Dossier: Mañanitas mexicanas. Poetas nacidos en los años cuarenta: inventario de voces: Marco Antonio Campos, Antonio Deltoro, Ricardo Yáñez, Francisco Hernández. Entrevista: Ricardo Yáñez-Jeannette L. Clariond: una conversación al filo. De frente y de perfil: Elsa Cross, Gloria Gervitz, Elva Macías. Remolque final: Figuras de Rimbaud. Reseñas: Los cinco entierros de Pessoa; Bronwyn; Les veus del ventríloc; Diáspora; Paisaje, tiempo azul



SUMARIO Editorial Juan Pablo Roa Delgado

Un buque cargado de… Javier González Luna (Colombia) Chus Pato (España) Alexis Gómez Rosa (República Dominicana) Neus Aguado (Argentina)

Dossier Mañanitas mexicanas Poetas nacidos en los años cuarenta: inventario de voces Margarito Cuéllar

Selección poética Marco Antonio Campos Antonio Deltoro Ricardo Yáñez Francisco Hernández

Entrevista Ricardo Yáñez-Jeannette L. Clariond: una conversación al filo

De frente y de perfil. Semblanza de poetas Myriam Moscona Elsa Cross Gloria Gervitz Elva Macías

Remolque final Figuras de Rimbaud Javier González Luna

Reseñas Los cinco entierros de Pessoa Bronwyn Diáspora Paisaje, tiempo azul Les veus del ventríloc

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Qual eminenza di mente fu quella di colui che s'immaginò di trovar modo di comunicare i suoi più reconditi pensieri a qualsivoglia altra persona, benché distante per lunghissimo intervallo di luogo e di tempo? Parlare con quelli che son nell’Indie, parlare a quelli che non sono ancora nati nè saranno se non di qua a mille e dieci mila anni? e con qual facilità? con i vari accozzamenti di venti caratteruzzi sopra una carta. Galileo Galilei Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo Giornata prima

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entados en dos círculos antagónicos, los integrantes escuchaban atentos al pirata improvisado quien hacía las veces de vocero del grupo que llevaba la batuta: «De La Habana viene un buque cargado de…», decía su estribillo náutico más o menos invariable que fijaba el abanico de las posibilidades temáticas. Antes de que la clepsidra terminara su acompasado derrumbe arenisco, en plena altiplanicie andina a más de mil kilómetros de la geografía coralina, el juego de las adivinanzas portuarias disparaba el vocabulario más o menos exótico de los objetos posibles entre los que tendría que hallarse la palabra acertijo. El abanico se extendía en su flexibilidad desde las papayas, piñas y habanos, hasta los nombres de tribus indígenas y libros de cronistas más o menos conocidos. Si la adivinanza llegaba a buen puerto y el círculo contrincante acertaba, entonces el siguiente grupo tomaba la voz cantante perdida y acoplaba una ciudad costera alejada de La Habana y hacía repetir la coda al pirata improvisado: «De Cartagena sale un buque cargado de…». Tiempo después, cuando aprendimos cómo bautizar la noche con un reguero de vino deplorable o con mareadas de almizcles que envilecían el sentimiento, dejamos que creciera esa sensación extraña, análoga al juego marítimo de los calambures portuarios, que dejaban los volúmenes escritos en español provenientes de otras latitudes y nos embargara, haciéndonos sentir hermanastros de muchos autores que escribían en una lengua parecida pero distinta que, a la larga, parecía como tocada por una vieja resaca de piedras nocturnas que la hacía cercana pero extraña. Así la lengua española –o castellana según el profesor de gramática en la era escolar–: océano siempre presente aunque propietario de latitudes y distancias que producen cierto extrañamiento. Y así crecimos, creyendo en ese soliloquio de cada uno de los clanes dialectales, pegados como una rémora a la panza de un vehículo que atraviesa enormes distancias salinas, sin sentirnos del todo vecinos o extranjeros sino sabiéndonos habitantes torpes y lúcidos de una ciudad apócrifa de Marco Polo, familiares siameses y a la vez antípodas de un doble de vocabulario similar, aproximado. –Pero a cada uno su soledad–, diría con razón monsieur Gaston Bachelard. Bien explica en uno de sus escritos centinelas cómo se hizo anacoreta aprendiendo de la soledad de los otros, compartiéndola con la imagen que de ésta le ofrecían sus autores preferidos. De toda esa argamasa de sentimientos la

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ceniza que queda es la poesía, ese animal sospechoso1 por quien es mejor no hablar y, sobre todo, a quien no hay que defender desde las graderías, puesto que él mismo lo hace mejor que tratados, poetas y vanos ejercicios de reivindicación. Una vez soltadas las amarras y levadas las anclas, sin querer descubrir de nuevo las ciudades de Gog y Magog (Ung y Mungul según los primeros visitantes de esa región imaginada) y sin querer deslumbrar con finos paños de oro o de seda, ni con hermosas cuentas de lapislázuli, abandonamos a su suerte este primer cargamento de palabras venidas desde Bogotá, Galicia, Santo Domingo y Córdoba en las voces de Javier González, Chus Pato, Alexis Gómez Rosa y Neus Aguado. Por ahora concluyamos con esta larga letanía. Ángel o demonio, animal sospechoso quiere pertrecharse en la sombra, como bestia de la maleza, en este idea: hacer respirar, desde sus páginas, a esa Laye babélica, última Thule ciudad del extranjero y escuchar desde la calígine esa extraña algarabía, a veces imperceptible, aludida al comienzo de este texto: como en la espesura, cuando el follaje no permite aún divisar el caudal en su caída de piedras y guijarros, pero deja intuir con claridad el rumor del agua golpeando los peñascos. Sin embargo, más que una travesía, este primer número puede considerarse como un bautismo mexicano: Mañanitas mexicanas, nuestro dossier, lo debemos a la iniciativa del poeta Margarito Cuéllar quien, desde el castigo, o bendición, del sol de Monterrey, dio vida a una serie de iluminaciones y préstamos que fueron sumándose uno tras otro como eslabones, hasta conformar la cadena entera. Así llegaron Myriam Moscona, con sus semblanzas de Elsa Cross, Gloria Gervitz y Elva Macías; ellas mismas, con sus poemas y su atención a nuestros múltiples requerimientos, y Jeannette L. Clariond, con la prontitud con que nos hizo llegar su entrevista a Ricardo Yáñez. Y como todo bautismo –y toda fundación– requiere de una sombra tutelar para su primera ceremonia, no podemos omitir al Rimbaud evocado por Javier González, quien, desde la humedad y el alboroto bogotanos, nos adentra en ese género ambiguo de la hagiografía rimbaudiana y nos recuerda la actualidad de ese «muchacho que puso los propios caprichos por encima del oficio». No se hable más: ya se acerca esa encantadora y fina dama salvaje que alebresta las voces de la penumbra, que propicia la fiesta como una «cabalgata en medio de la siesta»2.

1. Nicanor Vélez. José Ángel Valente o el movimiento de la materia. Rosa cúbica, 21/22. Barcelona, 2001. 2. Pierre Clastres. Investigaciones en antropología filosófica. Barcelona, Gedisa, 1981.

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Un buque cargado de...

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Javier González Luna Javier González Luna (Facatativá, Colombia, 1954), poeta y ensayista, ha publicado los títulos de poesía Hacia el alba (1993) y Ab-uso de palabra (1992) y los libros de ensayo El cuerpo y la letra. La cosmología poética de Octavio Paz (Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1990) y El linaje de Orfeo (Bogotá, Ceja, 2000). Durante su estadía en París, ciudad donde se doctoró en la Universidad de la Sorbona, hizo parte del grupo fundador de la revista bilingüe Spirale Inkari. Actualmente reside en Bogotá.

Para el cómico Todos los hombres son iguales. Todos los hombres navegan Los mismos alcoholes. El mundo tiene siempre un mismo dibujo, Sonrisa de borracho, Maneras rápidas y tristes De hacer las cosas. La venganza, la ciega Idea de hacer justicia Y tener la razón Pero, ¿qué razón es ésta? ¿Qué magro envilecimiento y el dolor Nos ha trastornado así? Todos los hombres son iguales En sus músculos, en su esqueleto, En su manera de morir. Apropiémonos de nuestra hora Muramos de nuestra propia muerte. Que cada hombre tenga su muerte Su deseo. Que cada vida se agote En su ansia de vivir. (Inédito)

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Lectura y coronación de Franz Kafka 1924. Muere en Berlín el hombre de la límpida mirada la ternura aplastada por el siglo que apenas comienza. Los trabajadores saludan a Franz Kafka: el hombre fatigado del South Ferry de Manhattan, la femme de menage en el tren de París, el mañanero vendedor de jugos de la Caracas. Praga eres tú y tú la has liberado de su encantamiento de castillos. El mundo es ahora dolor de pavimentos. El tiempo ha hecho crecer de nuevo esos castillos al otro lado del océano; el laberinto se reproduce en metástasis a orillas del Houdson, en la antigua laguna de Tenotchtitlán, en las playas de Malasia, de China, del Río de la Plata. Karl llegando a América, los rascacielos bailotean en el ojo del buey. En el puente del barco Charlot patea el culo del agente de una libertad ya agotada. Quijote entre papeles y corredores, abogado de parias y causas perdidas, actas, registros, universo de folios, el hombre en manguillas ejerce su increíble sacerdocio. Eres el abuelo de los hombres vestidos de gris, hijo de los pueblos sin nombre ni guerra, semilla iluminada nacida del encuentro de la Kábala con los mitos fatigados de Europa. Hombrecito enamorado de Milena, de la hembra que destruye soledades. Geniecillo, padre de los golems que saltan ahora entre los rascacielos de Manhattan. Señor K, peatón digerido por la boca del subway –abrigo cubierto de nieve, calle sucia, escarchada–

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Tu palabra se busca en las entrañas, en las oscuridades del miedo y de la angustia. Cristaliza allí. Extrañeza absoluta brota de lo cotidiano; Has explorado la frontera de la que no se regresa. Criatura. Desnudez de lo humano. Hijo apaleado por su padre, imagen extrañada por tu mismo espejo. Alucinado explorador de la cadena samsárica. Escribir para ti ha sido un instrumento de castigo, Lees el mundo con tus heridas. Descubridor de la barbarie de los nómades «¿cómo puede tu noble corazón, dulces entrañas, soportar este mundo?». Te transfiguras en fin en radiante escarabajo, sabio aceptante de toda circunstancia. Quizá la inocencia te redima la tristeza. Palabras humanas incapaces de decir el dolor de la criatura. La libertad sólo la conoce el animal, tú sólo sabes de buscar una salida. Resistente de la pasión y la ternura, los extranjeros te saludan: los gitanos y clochards de las calles de París, los indios y los pakis de las tiendas de Londres, los chinos secretos de todos los países, los sudacas soñadores de astucias, todos derrotados por el siglo, por el desarraigo, por los espejismos ultramarinos. Nosotros. Los que apenas sabemos de la tierra y el sueño. Nosotros. Otros hombres aplastados por máquinas y engranajes, rendimos homenaje a tu sombrero, a tu ceniza que no vio la guerra ni la oscuridad de fin de siglo. Hombre de ninguna parte, saludo tu figura graciosa que ha lavado la cara del hombre. (Del libro Ab-uso de palabra)

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Tríptico urbano -IOtra mañana de motores, de pasos rápidos, de gritos en la calle. La ciudad emerge de los abismos de la noche. Bajo el sol, tobillos lacerados, fetidez agridulce, mendigos tumefactos, despiertan de su sueño alucinado. –Pronto han de iniciar la increíble cosecha de basuras–. Una primera inhalación de pegante devuelve al cuerpo la náusea que es la vida. Perros enloquecidos ladran a las moscas, a las persianas de luz que acribillan la bruma. –Sirenas, mecanismos de seguridad, se activan o desconectan–. En la sucia cantina dan tumbos y eructos los amantes perdidos de la noche. Los cielos de alcohol y de humo son ahora memoria, deseo que duerme para renacer furioso.

-IIOtra mañana –joven niña– descubriendo las heridas de la tierra. Camino al trabajo alguien encuentra el primer cadáver del día. En el inmenso desierto del sur el dolor paga doble su deuda. El hombre vuelve a ser de barro de carne húmeda, suplicada. En las torres de cristal bellas mujeres despiertan al prodigio del sol invadiendo la estancia.

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Humedad de esencias y de cuerpos. Ya corre el agua perfumada en la bañera preparando otro día triunfal. Miles de aparatos de radio repiten la vergüenza de todos los días. Un hombre triste balancea la cabeza seguro de regresar a un mundo conocido. ¿Acaso la mañana no son sólo las horas muertas que preceden al horror de la noche?

-IIILa aldea destruida Aurelio la vio. De sus ruinas sobrevive ahora una ciudad herida (bendecida aún por el mismo sol, por los mismos crepúsculos fantásticos). Hombres hechizados deambulan por pasillos de innúmeros mercados. Jóvenes ansiosos, viejos ausentes, mujeres fatigadas. Mañana tiene nombre de vértigo de huida hacia metrópolis gastadas. Hoy: es aliento retenido, animal constancia de existir. Todo es lento, repetido. El delirio del amor se apodera a veces de los cuerpos fingiendo definitivos desenlaces. La muerte crece poderosa con su flor púrpura. El hombre se detiene estupefacto en medio del movimiento atropellado: el hombre que aún no sabe morir. (Del libro Ab-uso de palabra)

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Chus Pato Chus Pato, poeta gallega (Ourense, 1955) licenciada en geografía e historia y profesora en un instituto de enseñanza media. Ha publicado Urania (1991), Heloísa (1994), obra traducida al castellano por ediciones La Palma, Fascinio (1995), Nínive (1996), por la cual fue galardonada con el premio Losada Diéguez, A ponte das poldras (1996) y m-Talá (2000). Igualmente ha participado en los libros colectivos Palabra de muller, Oito e medio, Poesía dos aléns, Daquelas que cantan y Bis a bis.... Parte de su poesía se encuentra incluida en las antologías Rio de son e vento, Poésie en Galice aujourd´hui, Rías de tinta, Defecto 2000 y A tribu das baleas, entre otras. Su trabajo se extiende a participaciones en performances y vídeos: A sereiña, y Ethics of the Care en Frankfurt, Alemania, con «Pato, Esteirán, Ruido Produccións».

pregúntome se nesta frase caben todos os teixos da cidade libre de París, todas as miñas reflexións acerca da linguaxe -a palabra que pecha o edificio da Lingua é a mesma que se abre cara ao dominio do vento- foi entón posible cruzar non un senón dous, tres, infinitos arcos da vella, cada portal e a froita; desexaba pronunciar para ti: ónice, dicirche que Camille esculpiu -le vague- e tres figuriñas en bronce; non saberemos nunca si as augas son fertilidade, deriva. Soñei cos vertedoiros, coa líbido do rei ou máis ben coa ausencia de líbido no rei, fronte ao estanque; sobre a carencia absoluta de desexo, nunha arte que carece de paixón e só dispón do cálculo e da estética do cálculo para trazar as liñas mestras do seu oficio. As augas, como unha arquitectura para albergar civilizacións ¡miña irmá! Babel é tempo e Afrodita. Quixen un Ganges de palabras, e ¡que terrible a trenza que ten por empuñadura única a miña mao e por emblema o vento! é como espertar dun soño, do corpo, das palabras *

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cheguei a un lugar onde a dor impide o pensamento, o cerebro funciona como un fábrica de imáxes -ser máis precisa, un mar de corazóns. Moi ben, polo de agora agrándanse, metamorfoséanse en superficies planas, enchen ese mar, ata o horizonte. Poden suxerir grandes follas de plantas tropicais, carnívoras, logo illas-extensión, illas de san Brandán, floridas, toda esa area rameada sobre do mar - búscame na dirección das Indias enormes, inflados globos escarlatas, aboiando no naufraxio -máis tarde pin-ups os aventais, invaden ese mar, ata a liña do confín ser fiel non escribir nunca esas palabras ídolos do corazón corenta anos mirando para o muro, con cristais, mesmo a grande escala no aeroporto de Cartago para que o aire se esgaze e se coroe

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PORQUE NON É SÓ O IDIOMA O QUE ESTÁ AMEAZADO SENÓN A NOSA PROPIA CAPACIDADE LINGÜÍSTICA, sexa cal sexa o idioma que falemos A LINGUA É PRODUCCIÓN, a lingua produce, produce COMUNICACIÓN PRODUCE PENSAMENTO, PRODUCE CAPACIDADE POÉTICA, produce ganancia e beneficio, PRODÚCENOS como HUMANOS, prodúcenos como FELICIDADE A lingua é PRODUCCIÓN, de aí os intentos do CAPITAL por PRIVATIZAR a lingua, por deixarnos SEN PALABRAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . A LINGUA, calquera LINGUA NO CAPITAL, tende ao esvaecemento, tende a converterse en algo que se consume. En algo que xa non PRODUCIMOS os falantes, senón o CAPITAL, no seu intento de privatizarnos, PRODUCE PARA NÓS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . No CAP ITAL os creadores da Lingua, os falantes, pasan a ser CONSUMIDORES; a Lingua, calquera Lingua no Capital, pasa a ser un producto de consumo, o mesmo que calquera outra MERCADORÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . LINGUA-SERVIDUME LINGÜÍSTICA KAPITAL-KILLER ASASINA *

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non é masoquismo, é verdade todo o que a protagonista conta: o cemiterio das fillas asasinadas e o seu azul, un azul polo que se pasean os perús reais; éntrame pola boca e o teu pai arríncame o corazón, eu logro chegar ata un primeiro lago que é un primeiro lago de xeo eterno. «O principal é que vostede está salvada». Logo obríganme a representar un papel na ópera; o teu pai tira toda a miña roupa interior pola ventá, destroza todos os meus pratos, a cristalería e a mascariña fúnebre de Kleist e o retrato de Hölderlin, a Eneida e a Lucrecio e a Virxilio. Obríganme a nadar no reino dos mil e un atolóns de prata. «É importante non parar de falar baixo as augas, así os tabeiróns afástanse e con eles o teu pai, que é o meu pai e que unha vez máis quere facerme o amor». ¡Ódiote, ódiote máis que á miña vida!. Poreime o abrigo azul, a capa sideral de Tschaika Ahasvero, pronto sairá a lúa. –Este poema é unha grande homenaxe a Ingeborg Bachmann– Ingeborg é unha das nais da autora que viaxou ate Klagenfurt na deprimida rexión de Carintia logo de atravesar os Dolomitas, onde foi asidua dos museos

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de taxidermia. A autora ten así mesmo outras nais literarias como Silvia Plath ou Ánxela Carter, tamén irmás, irmás de sangue e ilustres predecesoras –non se trata de buscarlle influencias ao que escribe, trátase máis ben de establecerlle unha xenealoxía–; e si, é certo que utilizou algúns fragmentos da lenda pero o que ela descoñecía era quen eran e non eran a princesiña de Kagran (que por gralla en Fascinio saiu Kageran) nin o seu amante forasteiro. Cada vez cae máis neve sobre de nós. Poñereime o teu abrigo brancoSiberiano, a capa astral de Tschaika Ahasvero. Resultou logo que o teu pai non era exactamente o noso pai; leva un traxe que lle fai xogo cos látigos de montar, cos fusís, coas pistolas de disparar na caluga, leva postos ises traxes no máis profundo da noite. Ademais Casandra non puido existir, endexamais; ningún deus tivo nunca tal poder. Deus é unha representación, como o Estado en letra nupcial, escribirei «sobre o suxeito lírico da enunciación poética»

non xa –identificalo– como unha ou calquera das persoas da verbalización senón un límite da linguaxe, baleiro, en todo caso arepresentativo ou afigurativo e que desde aquí desprega un proceso de verdade na lingua, de ficcionalidade, de abertura cara ao sensible. Negarlle esta capacidade de construcción é negarlle a lingua o proceso de verdade que desblinda as palabras. É por esta cualidade de límite polo que este Eu do lirismo pode adoptar todas as fórmulas non só da Retórica senón tamén de todos os demais xéneros literarios. En definitiva, o Poema subsume dentro de si o mundo –nada novo enunciamos– . De aí a súa ficcionalidade, a súa viaxe seguida cara, por exemplo, ao país dos oráculos sen chegar a ser oracular, nin profético (hoxe en día son imposibles os oráculos); cara ao país da Epopea sen retorno feliz cara a ningún solo natal; cara ao país dos conceptos sen que se lle ocorra a tentación ¡horror dos horrores! dun sistema; cara ao país das narrativas sen naturalmente chegar a relatar ningunha historia, dos discursos científicos ou non; cara ao drama e a autonomia das diferentes voces que o compoñen, e como non, cara ao país da cultura de masas, é dicir dos subxéneros literarios Suscribimos que este suxeito é unha especie de oitavo pasaxeiro da lingua estranxeiro a toda clase de patrias, pero nunca alleo ao politicamente humano De aí a necesidade do título desta disertación «Ofelia, alien: viaxeira das estrelas» segura como estou polo demais de que a ningún dos meus oíntes se lles escapou a semellanza deste a-significatico da lingua con certos aspectos da conceptualización do «feminino» na nosa civilización actual e sistema literario anotacións marxinais no caderno dunha transeúnte: desexo escribir e escribir sen ignorar o meu xénero, porque este xénero é a miña diferencia mais non me desexo «eterno feminino» ao prezo do cárcere-Margarida-nin cunha daga atrevesada no peito-Xulieta-; non podo imaxinarme Beatriz entre os coros celestes, mais tampouco Laura, Emma nin Ana Karenin, moito menos ou o mesmo ¿por que non? dama das camelias; tampouco asasinando aos meus fillos, nin tecendo a voz do enigma, nin destruíndo naos, nen provocando o Holocausto final en Troia; nin a Apolo cuspíndome no ceo da boca para que endexamais poida ser entendida, desexo ser entendida moitísimas gracias

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. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . será o sol xirando no meu peito todo un sistema de galaxias no corazón levarei a túa capa de azucena silvestre, de martagón de lirio silvestre e dime agora ¿onde está Kiel? a miña viaxe co sangue xa sabes qué facer, non vai ser que a ganancia sexa a eternidade ao prezo de Creón, é dicir da beira masculina da estirpe, ou que enlees para sempre o corpo en adiviñas que sexan destrucción para a cidade -unha destrucción que nin sequera te pertence-. Sitúate máis ben da beira escura, da que non brilla no Solsticio.

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[...] visitamos Montevideo un pouco para descansar da vertixe bonaerense, das interminables xornadas laborais dos seus habitantes, do seu trepidante ritmo de vida; tamén polos versos asombrosos de Delmira Agustini e por ser a cidade de Isidore Ducasse, a quen eu teño en moítisima estima. Montevideo é unha cidade futurista e colonial chea de estatuas, mais o único busto feminino é o de Rosalia que está aí, na Costaneira mirando ao implacable río da Plata, un río que eu non cheguei a comprender porque non é doado enfrontarse á estrañísima natureza do sur, mesmo a selva no trópico, arcaica, fósil, neo-gótica e aos seus ríos, cataratas que converten o desfalecemento en mármore ou augas case inmóbiles, como se non quixeran espertar do seu soño á vexetación que medra nas súas ribeiras. Así a foz do Iguazú no Parana, así a fervenza inaudita na que eu crin atopar o xigante branco, o abismo de Arthur Gordon Pin, os seus abrazos. Ás veces unha plantación de araucarias, un bosque de cedros e cupresos traíame á memoria partituras Oterianas, precisamente a máis nórdica e romántica das súas novelas, ................................................. Eu sentíame en xeral pruducto dunha civilización antiquísima, sáida dun crisol moi antigo anterior mesmo á gran selva amazónica, sentíame bárbara, europea, tan milenaria e precámbrica como basálticos eran os para min descoñecidos deuses indíxenas. As miñas costas resentíanse do peso das xeodas, do seu desprazamento ígneo, das augas marmóreas. A eternidade cobrou un valor rápido, fulminante, veloz, enérxico, inalterable, cruzado por toda a dispersión hereditaria dos corpos: Obbatalá, da que eu podería dicir non lembro a miña idade nin a distancia que me separa dos meus recordos pero si a saciedade ante a linguaxe. As veces o meu corpo adopta a figura dun anel invertido e os meus oídos rexistran frecuencias válidas en calquera idioma. Quizais Bos Aires sexa a cidade do amor, do encontro, dos abrazos a cidade de Tschaika Ahasvero pois quen posúe o rastro das estrelas o poder da orquídea do chuchamel atlántico pode abrir as cartas do destino. Deus non é senón un vivinte na escravitude da carne (fragmentos dunha carta enviada a Graciela Leis París: asinado: ADA)

(De l libro m-Talá)

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Alexis Gómez Rosa Alexis Gómez Rosa (Santo Domingo, República Dominicana), poeta y profesor de literatura hispanoamericana e identidad dominicana del Hunter College del City University de New York, ha publicado los libros de poesía Oficio de post-muerte, (1973), Pluróscopo (1977), High Quality, Ltd (1985), Contra la espuma (1990), New York City en tránsito de pie quebrado (Premio de Poesía Casa Teatro, 1990), Si dios quiere y otros versos por encargo (Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña de Henríquez, 1992), Self Service Poems (ahora disponible en su versión castellana) (2000) y una antología de su obra con el título de Tiza & Tinta en Lima, Perú. Los poemas aquí seleccionados forman parte de su libro Self Service Poems, publicado en Madrid por Huerga y Fierro en el año 2000. Actualmente vive en Santo Domingo.

IX La distancia, en la pleamar del bolerista transparenta un espacio enrarecido por viejas embarcaciones mañaneras; gaviotas y pelícanos integrados a esta visión calina de verdades afines. Tú y yo, de cielo en cielo, Altazor. Desde los arrecifes deletreo tu nombre, la canción y el dibujo desde los arrecifes persigo, lleno de ojos y lentejuelas que otra orilla innombrada vulnera en la trastienda del deseoso. Desde allí te veo llegar y arribamos, en un solo latido (como el de aquél de chacabana y sandalias, que también usa corbatas), al desván de una historia siempre más noche. En otras palabras, el deseo al labrarme te nombra y enaltece en tu acepción barroca eres otra: semejante y distinta en el tiempo fuera de serie. El tiempo discurre y acerca, en esos rostros del día, tu viva presencia en un gerundio de lenguas taciturnas, que acarrean, un sueño común de promesas inservibles. La palabra te dispersa. En tu boca gime, desnuda, metamorfoseada en anémonas, corales, y nada me dice tanto como verte venir, vienes, guiñando el ojo con malicia redentora. Tu vida llama desde la fantasía nupcial de la oratoria -su lenguaje cifrado, yuxtapuesto-, interna su pareja de furias contra el orden. La sábana escrita en pétalos chamuscada (en el rincón los detalles), el espejo sonámbulo, irisado; los lápices al rojo vivo. Otras cosas quedan (quedaron) sobre la mesa: el zinfandel californiano próximo a derramarse de tus labios, dicen la palabra última y la distancia en la que reverbera tu espejismo.

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La Atarazana Es una calle nerviosa, una calle antiquísima, una calle muy joven. Parece que un arcoiris la inicia. No el arco iris que fundara una gota de gasoil sobre el asfalto mojado, sino aquél del dibujo blanco y negro de Adriancito. De niño la vi crecer formando un ovillo de mesas enlutadas. Ya hombre, nuevas mesas pueblan como si filmara Bertolucci un entierro entre largas copas vespertinas: los hombres de frac y chistera y frente al Alcázar de Don Diego, una partía de necios, chulos, furufas y bribones: los curiosos de siempre.

Acrílica de una tarde de precios bajos Mientras los esperaba pasé todos los climas –dijo Sara Nicastro, en el centro invertebrado de una verse ilusión. En otro extremo de la ciudad, tras el celaje interior de una persecución adjetiva, un hombre ordena las palabras de su muerte y decide conocer su lugar en el mundo. (Sara sacude su pelo castaño –al sol de hoy, con su pelo castaño– y se dispone a comprar flores.)

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Robo (Víctimas: Allen Ginsberg y Adrienne Rich) La carretera es una invitación relámpago al viaje, la carretera vieja y deteriorada como un cuchillo (fatamorgana), cortando al aire la planicie o el mogote, si la miras desde la ventana Sur, o si te pones a esperar la guagua. La carretera tiene mi edad. Más aún: vivió por siempre en la cabeza de Pompilio, su constructor, a quien se le fue de las manos; Pompilio que soñó pobremente callecitas. Desde hace años la llevo a todas partes. Si en España: me despierta el retorno hacia la iguana y al taíno; si en La Habana, en la flamante Habana de los chinos fotógrafos de Nancy Morejón, la carretera me despierta una bemberria de huracanadas reminiscencias. Largo es mi viaje a la cabeza me llega, aquella tarde inhóspita por la que G. C. Manuel se marchó a reunirse con Jack Kerouac en la pagoda de un verso inmemorial. (Atrás, a lo lejos, quedaron la calle y el baluarte de El Conde, bajo el cielo fabuloso del poema: Mieses Burgos y Sánchez Lamouth, escribiendo con el silabario de la infancia su impostergable testamento.) ¡Es dura la carretera! Ahí está tal como la dejé y por la que ahora regreso al principio del poema, con más años, libras y libros y los pies ligeros, transhumantes, del polvo de innumerables caminos. En ellos he dejado mi vida (¡cae la noche insular!), mirando al descampado desde la ventana Sur de mi androginia.

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Neus Aguado Neus Aguado (1955) es poeta, narradora y ensayista; parte de su obra literaria está recogida en los libros de narraciones Juego cautivo (1986) y Paciencia y barajar (1990), y en los poemarios Paseo présbita (1982), Blanco adamar (1987), Ginebra en bruma rosa (1989) y Aldebarán (2000). Reside en Barcelona.

Aguamarina Te escribo como una fuente, como el agua que se desborda en el claustro de la vida, como una liberación. No sé si es la primera o la última carta ni siquiera si tiene principio ni final. El verbo fluye como un arroyo que ha liberado su curso de unas plantas carnívoras –impropias del lugar– que le impedían el paso. Inundada de cuanto deseo expresar apenas puedo balbucear alguna vieja canción que tú entonaste en tu propia casa un día más amable, que tú me cantaste en la confianza de una mañana de sábado cuando cometí el error de no explicarte antiguas leyendas, de no pronunciar antiguas palabras de idiomas inventados por los bárbaros o la simple equivocación de no permanecer a tu lado impasible ante tu asombro, de no moverme, de no convertirme en berilo purísimo para adorno de tus manos. (De la plaquette VV.AA. Mirall de Glaç, Poesía XL)

Vida conyugal A veces, me parece que me equivoco de folletín y le digo a una anciana innoble lo que le corresponde a mi pareja, le digo a un niño de meses lo que le corresponde a un gato, nadie se inmuta, a lo sumo a la anciana le tiembla el pulso, el bebé se agarra con más fuerza a mi dedo y mi pareja ni se entera. A mi pareja hace tiempo que desistí de contarle nada ese debe de ser el motivo de mi confusión, y cuando me animo a decirle algo le digo lo que le diría a una anciana, a un gato, a una criatura, al veterinario, a la oculista, al acupuntor; el resultado no es muy catastrófico, apenas se entera, sonríe o se ofende. Debo reconocer que estas reacciones ya las tenía antes: es casi inmutable. Y lo que podría ser una virtud acaba por ser un fastidio porque cuando nos peleamos, no sé si lo hago con el gato o con la oculista, y cuando hacemos el amor no sé si lo hago con el veterinario o el loro, mi vida es un desconcierto tan grande que no sé siquiera si es un folletín. 23-8-1998 (Inédito)

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Segunda plegaria A Maria-Mercè Marçal, la hermana extranjera

Aquí estoy, entregada a tus manos de luz transparencia de siglos omnipresente sensación de haber nacido para nada y para nadie Arañando con uñas de mil días la gruta milenaria Alternando luz y sombra tela de araña fugitiva Cierva de los bosques y piedra volcánica respiro de mineral en la angostura Vuelvo a ser y no soy, según el orden de los tiempos, frágil jaula de miedos Aquí estoy, herramienta del suplicio, disfrazado ángel Luz que se convierte en belleza líquida líbrame del instante de la pérdida. (De Homenatge a Maria-Mercè Marçal, Barcelona, Empúries, 1998)

Paseo présbita Como el abrojo que dormir quisiera respaldándose en un nombre austero Bajo la pregunta armoniosa de la lluvia. Como la tentación que desea descansar no importándole el calificativo que le den Bajo la duda de la frontera del mal. Como la luz inflamada que guarda el cancerbero no sabiendo quien ha de disfrutar de ella Bajo la égida de los infiernos. Como la ingenuidad que alienta al niño sin sospechar que un día desaparecerá Bajo la adusta madurez del sabio. Como la muerte que pacta con la vida resguardándose en un jirón de miedo Bajo la tutela de un ojo inerte.

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Como la venganza de la triste Safo que se enardece al infringir la ley Bajo la tibia tierra del placer. Como la soberbia que hiriendo se traiciona enseñando su frágil balbuceo atormentado Bajo el imperio de un deseo. Como los insultos que los dioses infligen trasformándolos en egregios dones elegíacos Bajo la austeridad de una palabra altiva. Como el manjar que atosiga al inculpado en un vaivén de inconsciencias palpitantes Bajo la fría claridad de la justicia. Como el acervo inquietante de la frígida oculto cuidadosamente entre tinieblas Bajo la lujuria de un lecho virgen. Como el silencio que ofende al profeta mientras trasciende a todos los mortales Bajo el maleficio de la senectud. Voy tambaleándome en un mutismo incierto atravesando todos los aspectos Bajo la aprensiva percepción. (Del libro Paseo présbita)

El sentimiento agazapado durante años sólo se permite infrecuentes e intensos encuentros con el objeto de su pasión / compasión pero aún desconoce que hay telones y diques. La larvada presencia del amor llama un día de improviso, el peor, sin avisar y por la puerta de servicio y nos encuentra con el batín raído y despeinadas y no sabemos qué decirle y a veces es mejor, pues que podemos decirle a esa pequeña mariposa cualquier Lysandra bellargus azulada-lilosa que de improviso revolotea desamparada sin pensar que la vamos a achicharrar con nuestra mejor luz. O que le vamos a decir a un souris domestique que se ha colado en la despensa

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y pretende probar el queso más sabiamente envenenado o a la musaraña etrusca -eres tan pequeña que nadie te buscaque pide a voces, grititos apenas, que notemos su presencia. Nada se puede hacer, a lo sumo intentar un «rendez-vous» un día mejor, cuando hayamos salido del gimnasio, visitado el salón de belleza y nos encontremos lo suficientemente hermosas para decir: Dime cuanto quieras pequeña mariposa, pequeño ratoncito, pero no cuentes conmigo, no sé cómo pueden pasar estas cosas, debe de ser eso que llaman amor no correspondido. (De Ginebra en bruma rosa, Barcelona, Lumen, 1989)

Estás aquí, ante la soledad más pura y no hay nada que escape a tu saber. Eres consciente de que la finitud existe. Cualquiera puede ser la herramienta que use alguien para su desolación: Sabes y callas. (Del libro Aldebarán)

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Mañanitas mexicanas

Margarito Cuéllar

Poetas nacidos en los años cuarenta: inventario de voces

Marco António Campos, Antonio Deltoro, Ricardo Yáñez, Francisco Hernández Entrevista

Ricardo Yáñez – Jeannette L. Clariond: una conversación al filo Myriam Moscona

De frente y de perfil. Semblanzas de poetas Elsa Cross, Gloria Gervitz, Elva Macías

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La poesía mexicana ante el siglo XXI. Poetas nacidos en los años cuarenta: inventario de voces Margarito Cuéllar

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ice Agustí Bartra que la poesía, «como el famoso gato, no se deja agarrar por la cola, y en cuanto a la flotante sonrisa, se desvanece al más leve soplo de la lógica». Esta idea de Bartra es un indicador de estos tiempos en que las ordenanzas de la vida y el reacomodo mundial de las cosas nos bombardean de sorpresas, gratas e ingratas –más lo segundo que lo primero– y cuando parece que la poesía se juega la última partida. Los poetas mexicanos nacidos un poco antes de mediados del siglo XX no son propiamente una generación, sino una dispersión de nombres que hacia los años sesenta se integran a los primeros talleres literarios y en los setenta empiezan a destacar en suplementos y revistas, en libros y recitales. Poetas como Marco Antonio Campos, Carlos Montemayor, David Huerta, Gloria Gervitz, Francisco Hernández, Jaime Reyes, Alejandro Aura, Ricardo Yáñez, Gaspar Aguilera Díaz, José Vicente Anaya, Antonio Deltoro, Evodio Escalante, Miguel Ángel Flores, Mariano Flores Castro, Raúl Garduño, Carlos Isla, Raúl Navarrete, Norberto de la Torre, Óscar Wong, Dinonisio Morales, Elsa Cross y Elva Macías son el equivalente en México a lo que en Colombia se conoció como la Generación sin Nombre. Las aportaciones de sus obras a la poesía de las tres últimas décadas del siglo XX, se manifiestan en varias rutas, las mismas que examinaremos a continuación, no sin antes señalar que en este artículo se aborda sólo el trabajo de Marco Antonio Campos, Antonio Deltoro, Ricardo Yáñez y Francisco Hernández. Desde el castigo, o la bendición, del sol de Monterrey, bajo el manto protector de Alfonso Reyes, santo patrono de nuestras letras, anotamos algunos rasgos, nombres, señas particulares y vías de acceso a los poetas nacidos en los años cuarenta en México; señas y vías que tienen que ver más con las obsesiones de quienes padecemos el virus de la taxidermia poética que con escuela académica alguna. De hecho, para ser más precisos, y siguiendo los lineamientos de Octavio Paz en su prólogo a Poesía en movimiento, este trabajo toma en cuenta sólo una parte de esa porción de la poesía mexicana. Margarito Cuéllar poeta, periodista, traductor, narrador y promotor cultural mexicano (Ciudad del Maíz, San Luis Potosí, 1957). Ganador de varios premios nacionales de poesía (Zacatecas, 1985, Calkiní, Campeche, 1993) y del Premio Nacional de Cuento (Campeche, México, 1997). Ha sido beneficiario del Programa de Residencias Artísticas México-Colombia en el área de poesía. Entre sus publicaciones sobresalen: Que el mar abra sus puertas para que entren los pájaros (1982), Hoy no es ayer (1983), Batallas y naufragios (1985), La poesía se compone de piedras y gusanos (1986), Noticias poéticas (1988), Tambores para empezar la fiesta (1992), Estas calles de abril (1995), Cuaderno para celebrar (2000) y Plegaria de los ciegos caminantes (2000). Su obra ha sido traducida parcialmente al portugués, al inglés y al búlgaro. Actualmente es Coordinador editorial de la revista Ciencia UANL.

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Para una ubicación más aproximada de los poetas que a continuación trataremos, diré que se forman en los convulsivos años sesenta y publican sus primeros cuadernos o libros en los no menos catastróficos años setenta. Cuando esto sucede, al menos dos generaciones de poetas conforman el escenario de la poesía mexicana: Los Contemporáneos (José Gorostiza, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Jaime Torres Bodet, Jorge Cuesta, Gilberto Owen, Carlos Pellicer, Elías Nandino) y el grupo Taller, constituido principalmente por Octavio Paz y Efraín Huerta. Hacia los años sesenta se gesta también la irrupción del grupo La Espiga Amotinada, integrado por Óscar Oliva, Jaime Labastida, Jaime Augusto Shelly, Eraclio Zepeda y Juan Bañuelos. Estos poetas, junto con Jaime Sabines, Eduardo Lizalde, Rubén Bonifaz Nuño, Alí Chumacero y Enriqueta Ochoa, vienen a ser una especie de padres de los poetas a los que nos referiremos en el presente texto; hermanos mayores lo serán José Emilio Pacheco, José Carlos Becerra, Marco Antonio Montes de Oca y Homero Aridjis. Sobrevolando el cielo del siglo XX, o al menos la región transparente del aire que comprendía entonces –primeras décadas del XX–, Zacatecas, Aguascalientes, San Luis Potosí y la Ciudad de México, un poeta mayor cuyos pasos todavía resuenan con un ánimo que va de la provincia a las flores del mal: Ramón López Velarde (1888-1921).

Marco Antonio Campos o las posibilidades del viaje Autores como Marco Antonio Campos (Ciudad de México, 1949) y Carlos Montemayor (Parral, Chihuahua, 1947), comparten un rasgo común: la erudición. Tanto Campos como Montemayor ofrecen, en su vasta y variada obra (poesía, ensayo, traducción, narrativa, crítica), un trabajo sólido, pleno de la experiencia que dejan la reflexión, la lectura y el viaje (el real, el de la experiencia literaria y el de la imaginación). Campos orienta también su preocupación hacia el periodismo cultural y a la promoción literaria, mientras que Montemayor se ha convertido, desde hace años, en referencia obligada respecto a temas como las guerrillas y las luchas políticas en México, específicamente en lo que tiene que ver con los movimientos armados e indígenas del país. Marco Antonio es lo que en literatura se conoce como «un hombre de letras». Hombre de letras fue Alfonso Reyes y lo es José Emilio Pacheco. No porque el resto de los escritores no lo sean, sino porque es difícil concebir a Reyes, Pacheco o a Campos fuera de la atmósfera que da la tinta impresa, el papel, las redacciones, el placer de la lectura, los debates y todo lo que lleva a un escritor a ejercer su oficio. Discípulo, en sus inicios, del poeta chiapaneco Juan Bañuelos, en el taller de literatura de la Universidad Nacional Autónoma de México, Campos publica su primer libro, Muertos y disfraces (1974), con apenas veinticinco años. Recoge en él sus primeros textos, los de los traicioneros veinte años. Muertos y disfraces es el pie de página de lo que vendrá: Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985)

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y La ceniza en la frente (1989), así como el libro inédito Los adioses del forastero. Todos ellos recopilados en Poesía reunida, 1970-1996 (El Tucán de Virginia/UNAM, 1997). Así saludaba el poeta nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez, gran conocedor de la poesía mexicana, el segundo libro de Campos: «Nos felicitamos por este muchacho que desde que comenzó tenía los dientes completos y las bibliotecas bien leídas». También, de alguna manera, reconociendo en Marco Antonio a un poeta cuya obra reúne lo muy antiguo y lo muy moderno, le daba su más sentido pésame: «Este muchacho quiere sufrir y lo conseguirá. No hay remedio contra estas cosas; es la inminencia de la catástrofe». Para Marco Antonio los poetas están hechos «de las figuras de las sombras y de las velas de los barcos.» Si alguien ha sido fiel a esta idea ha sido precisamente este singular escritor, que ha recorrido una considerable cantidad de millas, no sólo como ciudadano del mundo, sino sobre todo como escritor, lector, promotor cultural, traductor y como divulgador de las letras mexicanas y latinoamericanas. No sé si sea una limitación mía como lector, pero la mayoría de los poetas cuya obra disfruto me parece que tienen arranques grandiosos, primeros poemas o libros fundamentales, decisivos, necesarios; luego siento que la obra va bajando de tono, que las atmósferas se van volviendo librescas, intrincadas, demasiado elaboradas, que poco a poco van perdiendo frescura, desafío, elocuencia, grandeza, sorpresa e imaginación con que empezaron. O será que los poetas transitamos por un sinuoso camino en el que la pérdida de la inocencia va acentuando otros rasgos y denotando rutas que pudieran ser de madurez poética, que al alejarse de la espontaneidad nos lleva a manosear un término –peligroso en extremo– que bien podríamos denominar «control de calidad poética». Pero volvamos a Campos y a su poética: «Los poetas, quizá más que los otros, están hechos de las figuras de las sombras y de las velas de los barcos». Esta revelación no dista mucho de Nietzsche –»Nietzsche era dieta libresca y dieta viva»–, con quien el poeta mantiene una estrecha cercanía, sobre todo en sus primeros escritos: «De todo lo que se ha escrito amo sólo aquello que el hombre ha escrito con sangre». La poesía de Marco Antonio traza caminos hacia los que ha mantenido su fidelidad: la infancia y la adolescencia, la poesía, el poeta y los libros («mi vida fue en las letras no en la vida»), la fascinación y la soledad del viaje, la muerte, el peligroso territorio del amor: los encuentros, el dolor de la separación, los recursos de la memoria y la soledad creativa. Para hacer este recorrido, el poeta se mantiene firme a un ritmo muy definido, a una cadencia que hace del verso libre y del verso blanco un canto pleno de sonoridades. Nos habla de la experiencia personal desde la perspectiva de un clásico, desde el ideario de un poeta que, abreve en Bonifaz Nuño, en Lizalde o en Ungaretti, en la poética griega, en Rimbaud o en López Velarde, nos ofrece siempre una obra que conmueve sin caer en lo confesional y que conversa sin caer en lo coloquial. «La poesía no hace nada. / Y yo escribo estas páginas sabiéndolo», dice Campos en esa especie de declaración de principios o manifiesto poético con el que el

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poeta se inicia, a principios de los setenta, en un oficio que ejerce en «un tiempo de ajedrez con frases griegas», con inusual acierto religioso. Hay momentos en que el primer Marco Antonio, al menos el de los primeros dos libros, es una especie de monje arrepentido o de diácono lópezvelardeano fascinado ante el paisaje, el desdoblamiento de las olas, la música del aire, la belleza de una mujer, la transparencia de un río o el alboroto de las nubes. El Sena, el Arno, la pintura, la propia muerte, la meridiana blancura de las ciudades italianas y el aire del mar griego, ejercen en la obra de Marco Antonio una especie de hipnosis: «...y la vida -¡eso, la vida!- a la que yo amo, / a la que canto, / como a un perro sarnoso me ha olvidado». Ahí están Vallejo en todo su dolor, Neruda, Huidobro, pero también Rilke, Blake, Leopardi y Dante. «Cambiemos al idiota del concepto por el loco que atiza las imágenes», tal es la premisa del poeta, que lee, viaja y se duele con la conciencia plena del que no sabe «hacer nada sino versos» y que firma «los sueños en el viento». Madrugadas en Atenas, las voces del Mediterráneo, la mirada del Arno, azafatas que azulean el azul del cielo (López Velarde revisited), las banderas de utopía (por ejemplo «Lucy en el cielo con diamantes»), forman parte de esa apuesta mayor en que la poesía y el ángel son también la perdición del poeta. A partir de Monólogos, los retratos de familia se van haciendo frecuentes, así como las crónicas de la melancolía, deshojamiento de calendarios, naturalezas vivas iluminadas por la fascinación del sol. Aquí me detengo para citar un poema memorable –como lo es también su «Testamento»–, «Era Ninfa Santos y era Roma» en la mejor tradición de prosa poética: «...y de pronto me duele / una dulce mujer que ya es ceniza». Irrupciones neoyorquinas, encuentros con Vallejo y Rimbaud, conversaciones imaginarias con Neruda y Odisseas Elytis, memorandos a Rubén Bonifaz Nuño, la nostalgia por la patria («Una amarga tristura me tristumba»), los grabados españoles, París bajo la lluvia, culminan un ciclo en el que no pueden faltar los cielos transparentes de Zacatecas y Aguascalientes, ejerciendo un influjo del que el poeta no puede sustraerse. Con Los adioses del forastero, que reúne textos escritos entre 1987 y 1996, retoma sus inicios en la cofradía de Nietzsche: Se escribe abriéndose las venas hasta que el grito calla, con llanto ácido que nace de pronto pues imposible nos era contenerlo con luz dura como rabia azul, quemado el rostro

Aquí vemos la presencia ausente de las calles de Mixcoac, versos de viejos libros, los jóvenes amores infelices, la antigua casa, la iglesia, el álbum de infancia, las cartas, 1968, los fantasmas de la familia y los amigos deambulando por los patios de la memoria, otra vez los veranos en Viena, el Danubio bajo el sol, noviembres en Budapest, forasteros en Austria, las calles de Delfos, Giotto en la catedral de Asís, el Cristo de Cimabue, Sandro Botticelli, hoteles y hospitales; como el Hospital de la Concepción, en que Rimbaud (el poeta que «se atrevió

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todavía a cumplir 37 años»), «... no sabía si los ojos servían / para llorar o para ver...» y un nueve de noviembre, según la historia recreada con tino de cronista, dirige el siguiente llamado al director de Mensajerías Marítimas: «Infórmeme usted a qué hora puedo / ser transportado a bordo». Para Rubén Bonifaz Nuño, Campos no sólo se guía por un «agudo instinto musical», sino que está dotado de un oído poderoso que lo hace «percibir y orientar los más finos matices sonoros, con la humildad del artesano que se esfuerza por disimular las horas consumidas en el acabado de su obra...». Si alguien en la poesía mexicana ha mantenido su fidelidad a ciertas líneas poéticas, Marco Antonio Campos es, sin duda, uno de ellos. Que lo diga el poeta: «Supe que la palabra muerte era emblema de la muerte y anhelé cambiarla por las palabras sol y cuerpo, muchacha y viaje, libertad y sueño, utopía y libro». El linaje del espejo y sus rostros múltiples, así tenga forma de trovadores sicilianos del siglo XIX o de destello borgeano, refleja al fin y al cabo el rostro verdadero del poeta y la estética de su inteligencia.

Antonio Deltoro o la poesía como caja de resonancias La obra de Antonio Deltoro (Ciudad de México, 1947), se inicia en 1979 con la aparición de Algarabía inorgánica, al que le seguirán Hacia dónde es aquí (1984), Los días descalzos (1992) y Balanza de sombras (1997), trabajos agrupados en Poesía reunida, 1979-1997 (UNAM, 1999). La poesía de este singular autor se inscribe en el contexto de cierta poesía latinoamericana y española, más cercana a lo experimental, al juego lúdico, al ejercicio del pensamiento y a la imaginación. Composiciones que llevan al lector de sorpresa en sorpresa, que enriquecen el entorno temático del texto hasta proponer una estética en la que el sueño, la vigilia, la distorsión, la animación de objetos y animales, crean la posibilidad de un discurso que se aleja del lirismo, aunque no lo rehuye, y evade la incorporación de la evidencia como elemento sustancial. Deltoro crea toda una fraternidad en la que el poema es un todo, el cual puede estar integrado por piedras, elementos de la ciencia, gallinas, palabras o los días de la semana. «Un día las inflaremos con palabras / y se irán como globos por el cielo», dice el poeta refiriéndose a las piedras en el texto «Algarabía inorgánica (notas para un poema mineral)». Si bien en la poesía romántica, modernista y de transición, de Amado Nervo a Manuel Gutiérrez Nájera, de Rubén Darío a Manuel José Othón, hasta llegar a López Velarde, se llenó de aves de variados plumajes, cisnes, palomas y noveles picos alfareros, vergeles, montañas, himnos pacifistas y novias en tierra adentro, Deltoro parece burlarse de nosotros con títulos como «Nocturno a las gallinas», «Desde los corrales de la noche», «Ángeles cobardes» y «Gallinas en la quinta del sordo», que de hecho conforman todo un apartado: «De gallinas». La poesía de Antonio Deltoro echa a andar una maquinaria precisa, una especie de relojería en la que alternan el artesano y el orfebre, el lanzador de juegos pirotécnicos y el rayo que se filtra a través de los resquicios.

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Las plumas de la angustia fueron gallinas, verdaderos ángeles, estúpidos y crueles, torpes y esenciales. Las plumas de la angustia, mutiladas de unas alas que nunca se elevaron, están encerradas en las almohadas, en los pulmones blandos de las nubes más cobardes.

Los días descalzos abre con el poema «Jueves» que es todo un alumbramiento: El jueves amanece a la misma hora que todos los días y mucho más abierto. Es tan generoso conmigo que me entra en la mano caluroso y preciso como una pelota de esponja. ... Es tan grave, sin duda, que sirve a la sorpresa caminando tranquilo por las noches del viernes.

La poética de Antonio Deltoro nos enseña, como él mismo dice, que el asombro no sólo forma parte de la mecánica del pensamiento sino también de las vísceras y del corazón. Éste es el equilibrio de relojería del que hablaba antes y que anima, desde la pausa y la balanza, desde el arpón que primero asegura su blanco y hace de la vida una metáfora de la precisión. Su poesía nos devela no sólo asombro y sorpresa, sino encabalgamiento de sensaciones, más que el lenguaje mismo. Es precisamente gracias a esa confabulación entre lenguaje y objeto poético que el texto nos hace recuperar nuestra capacidad de asombro ante lo inusitado: lección de vida sin los sofismas de la ética; de mañana o la plenitud, de tarde o la enfermedad del tiempo, la mañana o la niñez, la pubertad y el sueño de libertad, la tarde o la idea de la muerte. «A veces siento que en la mañana somos propietarios del tiempo, por las tardes siento que somos como esos inquilinos que saben que se les vence el contrato», contesta Deltoro al poeta español Francisco José Cruz durante una entrevista. Bastan un título («Pájaros») y una línea («El árbol está cargado de sus mejores frutos») para que nos sea revelado un mundo en el que no existe el vértigo: «Me gustan las capillas abiertas para ver el cielo, / las paredes sin techo, las puertas por donde entra la hierba». Deltoro vuelve, tal vez siguiendo el consejo de Rilke, pero iniciado en su propia búsqueda, a la infancia, al goce y a la luminosidad de las cosas. Raíces y piel, sensación y milagro parecen guiar cada hallazgo de sus versos. A veces es sólo el destello, la ráfaga, lo que produce un efecto multiplicador: «El árbol está cargado de sus mejores frutos» («Pájaros»), «La tierra es un trompo en la mano de dios». Poesía revestida con la piel de la inocencia, ahora ya no es sólo el jueves, sino también el domingo el motivo del canto: «Me siento solo como un dedo al que le faltara una mano», «El domingo es un día por decreto oficial, un falso día». En Los días descalzos, el poeta nos acerca a lo esencial del ser, es decir, hace que las cosas sean substanciales para el hombre; no cataloga ni jerarquiza, no es el taxidermista ni el espeleólogo, es el espejo que viaja. Con la experiencia de ese viaje la tierra se vuelve palpable, amable, es siembra y es desierto, es luz y es el

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disparo de un balón de juego –»Yo canto a los pies que fatigados de trabajar las sierras llegaron al llano e inventaron el fútbol»–, un pupitre en el salón de clase, multiplicación de calles, la danza de las bicicletas, las azoteas. Dos poemas fundamentales cierran este libro: «Los vigilantes» y «Los días descalzos». El contacto de la piel con la tierra, el origen y el fin, hace que el hombre sepa la edad de las piedras en libertad despierta, las cicatrices de la memoria, la luz que no muere sola sino que nace a cada instante. El poeta agradece la prolongación en las banquetas, la fascinación por el muro, los rostros, los letreros, las corazonadas, el agua que sale de los grifos, el aire que se cuela por las ramas: «Me voy por la ventana con mis ojos / por la luz de esos mares». En los ojos, el presente es el balón que sube y baja, el camión de la basura, los sueños lejanos «como quien llega del sueño iluminado de las primeras horas». Tanto el poema en prosa, como el verso breve y el versículo, trazan su propia ruta, se abren camino desplegando a su paso una legión de sueños y sonámbulos, de frenética alegría, de agua que cae sonriente, el desplazamiento sobre el papel como si alguien, un amoroso padre, por ejemplo, guiara la mano para dibujar el sol o la tarde, los días de la semana o los años de la infancia, en franca armonía con un bestiario que nos devuelve la salud poética y el acto celebratorio. Antonio Deltoro es un poeta de la luz en que lo usado se renueva y lo usual se vuelve conversación: «La almohada es una concha que despierta de noche / y que en el día recibe el sol plácidamente». Lector de Borges, Neruda, Gonzalo Rojas, Lezama Lima, Eliseo Diego y Roberto Juarroz, este habitante de la altiplanicie mexicana «enamorado del trópico», es sin duda una de las voces más originales en la poesía mexicana de los siglos XX y XXI. Su poesía despliega un paracaídas inmenso que nos invita a recuperar una interrelación más cercana y fluida con el lenguaje, una alianza incondicional con la palabra, en la que frescura y naturalidad cantan a dúo y aprenden a escuchar su propio eco. «...Hacer poesía: poner en contacto con la palabra lo que no tiene palabras», para crear de esta manera «un poco de humanidad en el vacío». En definitiva, recuperación del habla del río, del rumor del mar y del murmurio del arroyo; canto mayor, comunión de silencios, estética de la blancura sin artificios. Conciencia de la puesta de la tarde y de que la noche asoma sus antenas, no por oscuras menos luminosas. Preludio de la mañana. Poesía para recuperar una estética del feísmo, tajos a la figura del absurdo.

Ricardo Yáñez o las voces interiores La voz de Ricardo Yáñez es una de las más sólidas de su generación. Arraigado entre la tradición y la ruptura, sus textos encierran una musicalidad y un tono entre quejumbroso y conceptual que lo hermanan con Zaid, pero que abreva en san Juan de la Cruz, en fray Luis, en la poesía del Siglo de Oro para ofrecer una poética depurada, que reduce el poema a su expresión mínima. Yáñez es un orfebre, un gambusino. Pule el poema hasta convertirlo en canto e instrumento del tiempo. Así como hay poetas de la oscuridad y de los bajos fondos, Yáñez es un poeta de la

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iridiscencia, de la transparencia y del brillo de la hoja que sin cortar traza una línea precisa en torno a la claridad. Su obra poética la integran los libros: Divertimento (1972), Ni lo que digo (1985), Dejar de ser (1994), Antes del alba (1995) y Si la llama (2000). En Ni lo que digo el poeta rescata una parte de Divertimento, un primer libro publicado en Guadalajara, Jalisco, cuando participaba del taller de poesía del Departamento de Bellas Artes. Elías Nandino apunta respecto a la aventura en que se inicia el joven poeta: «...con un fino humor y una sagaz ironía que lo ayudan a merodear por lo impenetrable y, con un hallazgo poético, con una inocente indecisión o una atrevida metáfora, sale victorioso, no resolviéndolos pero sí acercándolos más a nuestro conocimiento y al poder de nuestra imaginación...». Con estas palabras que parecen ser el bautismo del poeta, nos habla ya de las vertientes a las que Yáñez mantendrá firme su barca. Nandino apuesta por el poeta y a la vez espera el poema mayor, no porque estos primeros textos le parezcan meros «divertimientos» sino porque el primer Yáñez desnuda de tal forma al poema que apenas lo deja en los huesos de un verso. Eso sí, huesos cuya luminosidad duele y abre rutas que se revelan a medida que nos sumergimos en el mar que es el poema, aunque por instantes se asemeja más a un arroyo solitario y desnudo. En 1972 un poema como éste corría el riesgo de tomarse como una tomadura de pelo: Si alguien me dijera que esto es una lluvia yo le imprecaría diciéndole: ¡es una pecera! Entonces él se desconcertaría, claro, y llamaría a tres agentes policíacos que, girando sus macanas, me invitarían a contestar: ¿es esto la lluvia? ¡No! Es una pecera, ya lo he dicho. Y ellos, después de propinarme soberbia golpiza, se irían muy orondos, nadando.

De esta misma época iniciática es este pequeño texto: -¿Por qué no comes carne? -Porque los pájaros más obviamente carnívoros son bastante feos. ¿No te habías dado cuenta? -¿Y tú eres un pájaro? -Pi.

Yáñez asumió ese riesgo, confiando siempre en una intuición que si bien lo coloca sobre la cuerda floja, le permite ensayar sus dotes de equilibrista. Hay en la poesía primera de Yáñez un misticismo arraigado, más o menos frecuente y armonioso que prevalece hasta Ni lo que digo y luego se va decantando o tomando otras formas. Dios es el pez y es los poetas, es dios y es sí y, si es uno

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mismo y es la búsqueda de la intuición, es una avispa morada que se inserta en el corazón, es posesión y pensamiento, el infinito creciendo entre dos cuerpos y el alma de san Juan, es la distancia que lo separa del hombre y el aparato cuyas tuercas giran y se desarma. Es las flores que ordenan el universo o una legión de pájaros mensajeros, es la noche oscura de san Juan de la Cruz y el punto que permanece. «Mi padre mató a Dios en el vientre de mi madre, / y me puso a mí en su lugar. / Y estoy muy triste.» Con mayúscula o con minúscula, dios es el motor de Divertimento, obra inicial que no escapa al poema anuncio y a las tentaciones de la poesía concreta. El poeta ve el mundo con ojos de niño, de asombro, de sorpresa mayúscula, pero no se lanza al abismo en pos de una blancura idílica, ni construye edificios monumentales, edifica paredes, pinta, pule los cimientos de una obra negra que con el tiempo se volverá de cristal, pero sin la fragilidad del vidrio. Por lo menos se puede hablar con certeza de dos Yáñez distintos y un solo poeta verdadero: uno es el culto, que se sumerge en los ríos de la mística y la filosofía, en el sentido oculto y el silencio. Aquí se impone la palabra precisa, el bisturí, el trabajo de orfebrería, el misterio del canto, la revelación, la sorpresa, la edad de la inocencia, la confabulación del absurdo. El otro Yáñez es el callejero, el cronista del dolor, de la historia de lo que duele porque está o porque no está: amigos, familiares, pasajes. Aquí impera el tono coloquial, la jerga, la narración, el detalle, el tono quejumbroso. Aquí y allá: el soneto, la décima, como formas de todos los tiempos. Yáñez no es un poeta al que le importe estar a la moda. Él impone sus propios silencios y da el tono a su orquesta de pájaros. Tal vez porque la música, la danza y la pintura no le son ajenas, quizá porque escudriña el mundo con mirada de niño mayor o porque entre broma y llanto nos enseña que «El amor es esa estrella filosa / y el desamor quién sabe qué carajos / pero yo no soy yo / ni este aire mi aire». Poesía del aire, de la tierra. Cosecha que añeja, sin que por ello pierda su frescura y su sabor, que se decanta hasta quedar el puro hueso, el arroyo límpido. También es el limón agrio, la piedra en la garganta y el humor fino. Echó un poco de sal a su corbata mas no se la comió cual pretendía quizá le pareció que estaba fría aparte de que no era muy barata. Pintó en su corazón de hoja de lata una dulce canción que se sabía pero le reprocharon la alegría y se compró un chaleco color rata Consideró que el sol era la luna y que la luna nada finalmente y se quedó mirando su presente

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como quien ve llover y no se moja como quien huevos fritos desayuna mientras la rosa suya se deshoja.

Más allá de Zaid (el título original, Ni lo que digo, es de este autor) o de López Velarde, la veta popular de Yáñez lo lleva a la rima irregular y juguetona, a integración de la nota roja en el poema, al recuento de voces que se incorporan de una manera natural a su canto, dotando sus textos de una profunda inocencia. Poeta de intervalos, de corto aliento en cuanto a extensión, nunca cede a la tentación del poema largo que esperaba Nandino como posibilidad de acceso a un arte mayor. Pero el arte de Yáñez es mayor, aunque se mida en menos de ocho sílabas. Dejar de ser es una obra de madurez. La gran apuesta del poeta sigue siendo la brevedad, el suspiro, el viento apenas persistente, pero cierra el libro con un texto de aliento mayor. El lector puede aspirar lo mismo a textos de un sólo verso («las flores son el puro agradecimiento a la luz») que a un poema extenso como «Vulnerado». Los poemas de Yáñez, aunque no lo parezca, parecen surgir de la razón pura, sin que esto implique que estén animados por la frialdad. Por el contrario pareciera que una entrañable calidez los recorre y una frecuente ternura los arropa, así sea la muerte el tema al que regresa con insistencia. Me parece que se dan momentos en que la poesía de Marco Antonio y la de Ricardo, pese a que en términos formales son diametralmente opuestas, aún en la diversidad que cada uno de sus árboles poéticos ofrece, tienen al menos una rama en común: la del sentido trágico de la vida, que si bien no los sumerge en la oscuridad, sí los lleva por vericuetos de dolor y sufrimiento. Sentido trágico que es salvado, en ambos casos, por la configuración de la luz. Hago un paréntesis para señalar que Yáñez reconoce ser una especie de antilector –el término es mío–. Confiesa no leer poesía ni estar al tanto de lo que sucede en este arte en su país. Quien hojea los libros de su estudio sabe que no sólo los de poesía, sino también los de narrativa y de ensayo, están plagados de minúsculas anotaciones y claves que sólo él entiende, dibujos minuciosos y observaciones en cuanto espacio en blanco se le aparece. No es el trazo de sus poemas, es la caligrafía al vuelo de lo que le sugiere o le indica, o de lo que no le sugiere o no le indica la lectura. Digo esto porque la variación sobre temas y autores se manifiesta a lo largo de su trayectoria poética, ya sean san Juan de la Cruz, Herman Melville o Amparo Rubín, o bien los acordes de Gabriel Zaid o los de José Lezama Lima. La poesía de Yáñez surge de la contemplación, es el esplendor que nace de la oscuridad, el fulgor que no se apaga: He vuelto al mar y no estoy en el mar sino en tus ojos. He vuelto al mar

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y no estoy en el mar sino en el tiempo de tus ojos. He vuelto al mar. Me he vuelto mar, amor, pero en tus ojos.

La carta más reciente de Yáñez es Si la llama (2000); obra más riesgosa, creo, en su larga trayectoria poética. En esta edición el poeta ya no experimenta sino que se dedica a pulir con ahínco lo que la tradición –la popular y la culta– nos ha dejado durante siglos de experiencia poética. La décima, el soneto y el haiku adquieren en este libro un sentido mexicano cuando el sonetista retoma el tono coloquial y nos permite aspirar a un aire más universal, cuando abreva en san Juan de la Cruz, fray Luis de León o en sor Juana Inés de la Cruz. Rimas asonantes y consonantes llevan al poeta a recorrer sus inicios pero con más trecho andado. El poema casi desaparece para dar pie a la hoja en blanco y a la irrupción del silencio. La piedra filosofal casi se desintegra y aparece en cambio una moneda cuyo vuelo es incierto. Las secciones en las que se fragmenta el libro: Bebiera, Vía de mientras, De rendimiento, Pasaré, Bajo la lengua, Ruinas y El mismo río, conservan la economía del lenguaje que caracteriza toda la obra de Yáñez. En su veta de poeta popular Yáñez explora la versificación campirana, la de la canción popular mexicana propia de épocas pasadas o que forma parte de los bailes y cantos tradicionales de regiones como Veracruz, San Luis Potosí y Tamaulipas, donde la música acompaña casi siempre a la palabra. Formas como la copla y la décima se entrelazan para expresar los sentimientos del pueblo. En mi opinión, las partes más logradas del libro están en el verso libre, en poemas como «El violinista»: He aquí que el violinista está sentado en una rama de mi hablar y dice que los pájaros le entienden y en su mirada pone un no poner mirada sino música. Acaso sabe de la nieve el aire que respira y acaso sabe el amor más que el ciego Tiresias. Anda la luz buscándole el modo a su violín y el violín deja que le digan las sombras lo que sabe decir.

Ricardo Yáñez es una voz en plena madurez, su tonada única y su canto interior seguirán ofreciéndonos sin duda una feliz concordancia con el mundo.

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El taller de piezas verbales de Francisco Hernández Francisco Hernández (San Andrés Tuxtla, Veracruz, 1946), es el poeta más prolífico de los autores aquí consignados. Su acrecentada tarea poética inició en 1974 con la publicación de Gritar es cosa de mudos, a la que siguieron: Portarretratos (1976), Cuerpo disperso, Textos criminales (1980), Imposibilidad de cornejas, Mar de fondo (1982), Oscura coincidencia (1986), En las pupilas del que regresa (1991), De como Robert Schumann fue vencido por los demonios (1988), Habla Scardanelli (1992), Cuaderno de Borneo, Textos cosidos, con aguja de marear, a un mascarón de proa y Los signos del zodiaco. En Poesía reunida, 1974-1994 (1996) la totalidad de su obra, desde las primeras publicaciones que apenas circularon en ediciones marginales, hasta textos dispersos en revistas y suplementos, así como material inédito, se reúne por primera vez. Tres años antes, la colección Lecturas Mexicanas, había publicado una primera antología bajo el título de El infierno es un decir. Posteriormente el Fondo de Cultura Económica dio a conocer una segunda antología personal, Antojo de trampa (1999). La fuerza de la poesía de Francisco Hernández radica en parte en su ímpetu verbal y en su capacidad de inventiva. Ambos elementos se entretejen y dan como resultado una obra siempre luminosa, en vértigo permanente y dotada de un humor que va de la delicadeza a la crueldad. Por otro lado, su preocupación por indagar y asumir –casi nunca desde el frío cubículo, ni adoptando el papel de biógrafo o cronista– momentos relevantes de la vida de individuos cuya existencia y creación artística corresponden regularmente a la historia de la literatura y pocas veces a la poesía: «Lectura de la Vida a través de la existencia de los otros», precisa Vicente Quirarte. Su poesía siempre está desbordándose, adquiera la forma de río o de mar, de vida paralela o de destello intenso; vértigo y vigilia, sueño y pesadilla, Francisco Hernández no da tregua. El paisaje más luciente, la realidad más cruel, la locura más extrema, el momento decisivo y la escritura misma son atrapados por este cazador de fantasmas. «La suya es una poesía de presencia consumada, en la que domina un elemento insólito», ha dicho Jorge Esquinca. No estoy seguro si Francisco Hernández pertenece a la especie de los poetas atormentados. Lo que sí creo es que una parte considerable de su obra está llena de clavos y de cuchillos, de coágulos que revientan y arterias que se tensan, de piedras en la garganta y en finos cortes de piel. Es una poesía hecha con el corazón y con el estómago, con la cabeza y el caos. La determinación del azar, llamémosle sueño, vigilia, encuentro fortuito, hallazgo, sorpresa, encantamiento, caída libre, hechizo, milagro, hace que en su poesía no haya visos de finales preconcebidos. Su lectura sugiere lo que nos dice la apertura de una puerta: lo que hay afuera, o adentro, puede ser desde el abismo hasta una mancha de mariposas o el revoloteo de los pájaros. De hecho, siento que la poesía de este tuxtleco está más cerca de la instalación que del simple lienzo, incluso que va más allá del collage y de la abstracción o de lo conceptual. Hay en sus primeros y ya lejanos –en tiempo– poemas, una consigna devastadora:

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[...]sigo pensando que gritar es cosa de mudos y que escuchar es intercambiar ecos con barcos fantasmas o con muertos que han perdido la esperanza de vengarse.

El regreso del extraviado al lugar del crimen, esto es, al origen, no siempre es el deslumbramiento y la recreación de lo sublime: «Regreso a ver zopilotes girar sobre mi cabeza / recién cortada, mientras despiden su hedor / a contadores públicos». Desde Gritar es cosa de mudos inicia el viacrucis del que regresa, se evidencia a través del texto «Por el ombligo transparente», y alcanza su punto culminante en los libros Mar de fondo, En las Pupilas del que regresa y Textos cosidos, con aguja de marear, a un mascarón de proa. También desde sus primeras páginas el poeta se inicia en una temática que no abandonará: la traslación de momentos, homenajes, transmutación en personalidades de la variedad más inusitada. Este baile de disfraces o desdoblamiento, cambio de piel o reinvención de sí mismo, escaparate o acto celebratorio, empieza con Ángela Davis y continúa con una larga fila de vidas: Pablo Neruda, Fernando Pessoa, Ezra Pound, Henri Michaux, Picasso, Virginia Woolf, Poe, López Velarde, Mahler, Bacon, Rilke, Lowry, Lautréamont, Van Gogh, Beethoven, Luis Cernuda, Francisco Toledo, Roberto Juarroz. Obsesión o pasión, alucinante aventura, esta línea poética alcanzará su clímax en la trilogía Moneda de tres caras: De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios, Habla Scardanelli y Cuaderno de Borneo (últimas páginas de Georg Trakl). Como si música y poesía fueran una misma cosa (remember Novalis). Dice Hernández: Eran dos Robert Schumann, dos gemelos distintos en un solo cerebro verdadero. Uno quería que tu corazón se enterrara dentro de un violín y el otro que se sembrara en una maceta.

¿Scardanelli, o la locura de Hölderlin o el vacío amparado en la oscuridad de la tragedia? Con Georg Trakl la lluvia vallejeana se vuelve una aguja de hielo: «La lluvia, siempre la lluvia, carcelera del día y de la noche. Sus dientes muerden lentamente los labios de las horas. Hasta lo más secreto de esta página se pudre con la lluvia». Diario o libreta negra, estas últimas páginas de Trakl congelan imágenes, hilos de vida, ruinas. La caspa del diablo o cocaína, hará su papel de aguafiestas y culminará con la muerte del poeta, ese farmacéutico que, a su decir, vivió enamorado de su hermana Grete y nunca pisó la nieve de Borneo. Para Vicente Quirarte, la aventura verbal de Francisco Hernández demuestra que «todo verdadero poeta es un maldito en una tierra de pasiones preconcebidas y existencias dominadas por el horror creciente y cotidiano».

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El último tequila La historia parece dar vueltas en torno a la misma rueda. Hace ya más de medio siglo que nuestro Nobel mexicano señaló enfáticamente que «la poesía es una de las formas de que dispone el hombre moderno para decir NO a todos esos poderes que, no contentos con disponer de nuestras vidas, también quieren nuestras conciencias». La moneda está en el aire. Estamos ya en los umbrales del siglo XXI, con cicatrices pero a salvo.

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Marco Antonio Campos Declaración de inicio Cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo. Pablo Neruda (Estocolmo, 1971)

Las páginas no sirven. La poesía no cambia sino la forma de una página, la emoción, una meditación ya tan gastada. Pero en concreto, señores, nada cambia. En concreto, cristianos, no cambia una cruz nuevos montes, no arranca, alemanes, la vergüenza de un tiempo y de su crisis, no le quita, marxistas, el pan de la boca al millonario. La poesía no hace nada. Y yo escribo estas páginas sabiéndolo.

Los campos Un Campos, el dios, vulcaniza el pájaro del desdén en las frentes ajenas. Otro Campos, el muerto, lleva su miedo a la taberna de las amistades. Hay uno más, el triste, que carga el cadalso de algunas mujeres. Hay otro que ni él conoce y que tiene enterrado un enorme gusano eclesiástico. Mi hermano grande, Campos, que habla siempre para convencerme... y tantas veces lo hace.

Mi odio Odio a los que para acomodarse la corbata se tardan un diciembre; a los que después de haber escrito

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versos de perro dolido mendigan la alabanza ajena. Odio a los que desprecian la mujer que los acosa por un sueño que nunca alcanzarán, y a los que con teología –pulcramente inexacta– se sirven de los imbéciles. Día a día, Marco Antonio Campos, vigilé tus actos.

Testamento En el año veintisiete de mi edad, cavando en la ruina y la desdicha, y con el aire de soñar que yo entre ustedes sería el mejor de todos; en este año de sombras a la sombra, escribo enfermo –¡en el fuego!– este legado: Dejo mis ojos, el mar y la ternura, a todas las mujeres que yo he amado; Dejo mis libros, el Arno y dos mil pájaros, a Gabriela mi hermana, que escuchaba en mis cartas las alas y las velas; Dejo mi diario (que no he escrito), las páginas de sangre y el Egeo, a Luis, mi amigo, quien oirá como nadie la voz del sufrimiento; Dejo a Bernardo el espacio de mis viajes, las cartas que aún escriba y varias charlas, para que perdure siempre la sed de la grandeza; Dejo a Héctor las ruinas de Micenas y del Ática, mi Nietzsche hincado y vivo y esta pluma, para que firme los sueños en el viento; Dejo a Alejandro la lluvia, recuerdos lacerantes del colegio, la tarde más triste compartida, porque él (como pocos) fue limpio en esta tierra; Dejo a Ricardo imágenes de plazas y de lagos, acuarelas del viento hechas ceniza, para que recuerde mi trístida tristeza; Dejo a Carlos mi cerebro que hilvana laberintos, un parque donde el nombre era Leticia, porque él –¿desde cuándo?– conoció mis obsesiones; Dejo a Gerardo la Ilíada, la Odisea, poemas que el aire llevó a nuestra memoria, para que navegue en el mar Mediterráneo; No, ya no es tiempo de hablarles de la vida. No me importa ni quiero discutirlo. ¡Me voy hacia la muerte, y no hay un vaso! Pero antes, un momento, por favor. ¿Ya pueden escucharme? Es la señal que el viento grabó en mi sepultura: No quiero regresar por este infierno.

Era Ninfa Santos y era Roma ¿Te acuerdas, Ninfa, hace diez años? Roma era grande, del tamaño de mi angustia, acaso más. Yo recogía ráfagas de golondrinas para llevártelas a la casa, para que cantaran en la ventana de tu casa. ¿Te acordarás cuando fuimos a casa de la Ginzburg y estabas como niña, como ángel? ¿Te acuerdas? Nos veíamos poco: cada tres años, con una angustia igual o diferente, llegaba a tu casa sin aviso, sin valija, sin México, sin nada entre las manos. Hablábamos de amigos y de

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Roma, de Schelley y su vida, de Byron y la vida, y a veces, por la tarde o por la noche, con un whisky o un café, leíamos a Sabines y a Vallejo. Cómo no recordarte Ninfa llevándote el cielo en los brazos, repartiendo el corazón a manos llenas, la dulzura a manos llenas. Por tu boca, como rachas de luz, como alas cruzaban las imágenes, y de pronto, así de pronto, eras tu infancia en San José, tu vida en México. Yo, por toda Europa, quería incendiar en la tarde el viento el alma, y otro día y otro viento, y otro ayer, llegaba a tu casa, y a los dos o tres días o a la semana, estaba en Florencia o en Anacapri, y al final te escribía como si fuera un hijo. Quisiera pedirte sólo dos cosas, Ninfa, sólo dos cosas quiero: la primera es no morir, y la otra, es no anhelar la muerte. Por lo demás, la vida está llena de azules, de fuego, de gorriones, y sé, o creo saber, que mientras Oriente y el sol a diario vivan estarás en el bosque o en la pradera.

Italia Italia ha sido una mañana en las alturas de Fiesole mirando, bajo árboles franciscanos, Florencia como una aparición. Ha sido el Arno que rima puente y luna y palabras de amor que nombran a Claudia y a Paola. Ha sido la línea prefulgente de Cimabue y los frescos de Giotto en la catedral de Asís hasta el mediodía extático en la melodía de luz y en la amarilumbre de los cuadros de Sandro Botticelli. Ha sido la parlata florentina que a la vez que canta aspira las palabras. Ha sido Asís de medieval sotana, donde marchan austeras sombras religiosas y pájaros anuncian dictados de luz y dictados de sombra de hermano sol y de hermana luna. Ha sido los atardeceres de agosto con la llama alma de las palomas en los aleros de arcilla de Perugia y un domingo azul en calles de Spoleto azul. Ha sido tardes de largas caminatas por el Luengo Tevere y la antigua línea renovada en la geometría de las ruinas. Ha sido cuchicheos y susurros de agua de la poesía de Keats y cuchicheos y susurros que bajan desde peldaños de la escalinata de Trinità dei Monti para anegar la calle. Ha sido el cine, el gran cine –maravilla y signo–, que hace más real al siglo xx.

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Ha sido eso y más, porque aquello que tocan las manos italianas, porque aquello que de Italia nace, se vuelve música en paisaje, casa y luz, nos vuelve música en paisaje, casa en luz, Italia.

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Antonio Deltoro á Ángeles cobardes Tienen alas y no vuelan. Su mirada estúpida y cruel, su grotesco y ridículo estar aquí. Desterradas del infierno, insoportable su mezquinidad para los seres grandiosos y soberbios. Ángeles caídos con las alas atrofiadas por la impotencia. A ciegas, sin saberlo, buscan con el pico sus infernales orígenes. Condenadas por su cobardía a la superficie, llevan en su carne, carne de gallina, el castigo. Muchedumbre de soledades en el corral que en venganza se matan a picotazos. Demonios desterrados, ángeles caídos, tienen alas pero no vuelan, condenados por su cobardía a la superficie.

Gallinas en la quinta del sordo Las gallinas se ríen por la noche cuando nadie las ve. ¿De qué se ríen las gallinas? ¿Por qué su risa secreta? Goya las vio reírse en las noches de Aragón. Viejo ya, sordo, pintaba al mundo a través de su risa macabra. Sordo, porque la risa de las gallinas no suena.

Pájaros El árbol está cargado de sus mejores frutos.

Jueves a los amigos del jueves El jueves amanece a la misma hora que todos los días y mucho más abierto. Es tan generoso conmigo que me entra en la mano caluroso y preciso como una pelota de esponja. Discreto, como esas cosas que por fuera son nada, a veces amanece nublado como si el miércoles no lo anunciara con sus gritos agudos. Es tan grave, sin duda, que sirve a la sorpresa caminando tranquilo como las noches del viernes. Se come a gajos como una mandarina y por las tardes sabe como una manzana. En todos los jueves está presente el jueves, aun hoy que es martes está presente el jueves. Se puede caminar por el jueves como Cristo en las aguas del lago Tiberiades e ir sin pisar jamás ni lunes ni domingo derechito hasta el jueves. Sus mañanas están pobladas de aceras, de calles, de periódicos, hay gente que las vive miércoles y hay gente que las vive viernes, yo las vivo jueves como un viaje intensísimo y largo o como un sueño que no quiere acabar.

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Apenas son las doce y ya he conocido mujeres que me han llevado al entusiasmo, la pelota ha golpeado la pared, me ha llenado de vejez un anciano. Los jueves el tiempo se detiene, surgen la poesía y los amigos, es un día de piernas fuertes y de mirada serena en donde por las noches transcurren muchas vidas. Abandono el volante y me voy a volar, es jueves en el tiempo del mundo, es jueves en este acantilado sobre esta playa tenue, es jueves hoy por la mañana, es jueves en los labios del jueves. En el viaducto blancas paredes conducen al auto por la noche, todo tiempo es jueves entre un puente y otro hacia la casa. El árbol de los jueves es ancho como el tiempo de los jueves, los pájaros cubren sus elevadas ramas y surcan el espacio: el cielo de los jueves es un archipiélago de islas alargadas. Trepar a las primeras ramas de este árbol es mirar de cerca la distancia, montar en el asombro, saber que si un jueves es un tigre, el otro puede ser volcán y aparecerse. De mañana, cuando el patio se abre suspendido en el juego, cuando se entra por fin a la clase de historia, cuando las tardes estimulan la fuga y se quedan atrás, olvidados en el aula, los apuntes de química, entre niños estudiosos y niñas aplicadas se prepara a lo lejos el partido nocturno. También los jueves la gente se suicida, pero no es la misma del lunes o del sábado, los suicidas del jueves son suicidas serenos, irrevocables, que se hunden en las aguas del jueves para siempre.

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Ricardo Yáñez Si me emborracho... Si me emborracho pienso en ti. Si me viene el amor a las palabras, a los ojos, el llanto, a los cigarros alas, al tequila sauza, ¿en quién voy a pensar? Hay un Ricardo Yáñez que me pega, que todo el día me pega, y hay un Ricardo Yáñez que te ama. Ése es el bueno.

Echó un poco de sal... Echó un poco de sal a su corbata mas no se la comió cual pretendía quizá le pareció que estaba fría aparte de que no era muy barata Pintó en su corazón de hoja de lata una dulce canción que se sabía pero le reprocharon la alegría y se compró un chaleco color rata Consideró que el sol era la luna y que la luna nada finalmente y se quedó mirando su presente como quien ve llover y no se moja como quien huevos fritos desayuna mientras la rosa suya se deshoja

El pingüino (Sobre un tema de Herman Melville) El pingüino no es carne, pescado ni volátil, no pertenece al carnaval ni a la cuaresma. Animal el menos atractivo, el más ambiguo, chapotea en los tres elementos y posee algún rudimentario derecho a todos ellos, pero no se encuentra a gusto en ninguno: en tierra renquea, en el agua avanza cinglando y en el aire aletea y se desploma.

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Como avergonzada de su fracaso, la naturaleza lo oculta en los confines del mundo.

Alegre como un río... Alegre como un río en medio de la lluvia, como un zapato viejo pero muy, muy bailado, como una silla roja o un tapete recién sacado del telar; alegre como un árbol genealógico en el que todos cantan, como un charco saliendo al nuevo día, como un temblor de hojas entre pájaros o una espuma pisada por unos pies chiquitos; alegre como el fondo de una botella verde, como el gato que sueña con una mercería, como un mueble ocupado por tu cuerpo desnudo; alegre como un martes que se supo semana, como un pan cuyo olor se abre de par en par por las ventanas del mundo, como un violín delgado diciendo tu cintura.

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Francisco Hernández Para el álbum familiar Cuando yo muera, amor mío, dulce amada, júrame que sobre tu piel que palidece sólo se proyectarán películas de gansters, de cowboys y de vampiros.

Postal de Madrid vino la muerte y se llevó los ojos de Picasso decorados por él mismo era domingo las caras iban tristes y volvían interrogantes en toda España flotaba una honda preocupación por los resultados del futbol

Calle habanera Ésta es la calle de la juventud Me dicen Y la ausencia de viejos me conmueve Ésta es la calle de los pechos firmes De las nalgas duras De las limpias sonrisas desplegadas De los trancos veloces De un ángulo mejor de la esperanza Con que ésta es la calle de los jóvenes Me digo Y dejo caer mis treinta años En un banco Y trato de recobrar mis fuerzas Para seguir andando

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S贸lo para dos manos Para Gonzalo Tassier La mano derecha Tiene catorce dedos Y la mano izquierda siente nostalgia Por un bast贸n de Borges. La mano derecha Tiene quinientas plumas y al atardecer Se posa en los alambres De la mano izquierda. La mano derecha colecciona Sellos, u帽as, hojas blancas. La mano izquierda navega Dentro de un tintero.

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Ricardo Yáñez-Jeannette L. Clariond: una conversación al filo

(Entrevista realizada por Jeannette L. Clariond para animal sospechoso)

as Cuando te conocí hablabas de un descender en la palabra. ¿Cómo se da ese descenso? R. Y. El ejercicio nace de una idea un tanto teatral. Tiene que ver también con lo que más tarde denominé el «diccionario interior». Es un averiguar en los significados o los sentidos de la palabra desde una perspectiva tanto intelectual como emotiva, sobre todo, de ponerse en contacto con los modos que tiene determinada palabra de afectarnos profundamente. El descenso a la palabra es un bajar, que se pretende paulatino, hasta las zonas oscuras que en nosotros explora la palabra misma. Digamos, la palabra «casa».

as Pero esa casa, Ricardo, ¿cómo la vas construyendo, cuál es tu material? R. Y. Los únicos materiales que tengo, a más del cuerpo, son la voz, como activador, y la imaginación como sustancia de respuesta. Olvidaba advertir que el ejercicio requiere movimientos. Estos movimientos idealmente harían que el que se ejercita se desprenda de los usos comunes del lenguaje y comience a encontrar resonancias de todo tipo, pero especialmente primitivas, cuasi prelingüísticas, aquellas que yacen en los estadios del mito. Los ejercicios del taller tienen mucho de ritual, incluso los más aparentemente técnicos, o las explicaciones también más aparentemente racionales. El rito del taller puede decirse es a la vez mi rito propiciatorio (casi sólo en el taller yo soy yo) y mi rito de iniciación a lo que el otro es.

as Pareciera como si el tallerista fuera el chamán capaz de abrir las puertas a lo olvidado. R. Y. El tallerista, en este caso el coordinador del taller, tiene la obligación de ser el mago que toca la verdad del otro, lo cual hace casi imposible que el otro disimule su propio ser. Esta imposibilidad de negación de sí hace que por una parte la comunicación sea más fluida y, por otra, más arriesgada, tanto entre los talleristas todos, como de cada quien con su propio self.

Jeannette Lozano Clariond (1948), poeta y traductora es, además, investigadora del México Antiguo. Sus títulos en poesía son Mujer dando la espalda, Newaráriame, Desierta memoria (reeditado por Pre-textos Plaza & Janés) y Todo antes de la noche (en prensa). En su trabajo como traductora, se encuentran las obras Antología bilingüe de Roberto Carifi (Pistoia, Italia), La terra santa de Alda Merini (Milán, Italia) y actualmente en Pre-textos, Zodiaco negro de Charles Wright (Charlottesville, Virginia).

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as Es difícil por lo que le es propio a la escritura de no correr el riesgo del autoengaño. ¿Cómo escapar a ello? R. Y. El taller, el mío, como se sabe, no sólo atiende al fenómeno de la escritura, pero en tal representación del ser suele detenerse con mayor eficiencia. Toda representación, en una de sus instancias, exige irrealidad. Mas esta irrealidad puede ser buena vía para que lo real realmente sea. El autoengaño, es otro de los riesgos que corre el que –ya en la escritura, ya por otros medios– desee representar el mundo, su yo, etc. Pero no hay identidad sin representación. Finalmente la identidad se logra por la representación afortunada (más, menos) del ser que se procura, se averigua, se –presuntamente– es. No hay lenguaje, ninguno, que eluda la falsedad; es decir, que garantice estar libre de toda culpa respecto al engaño. Al respecto sólo procede el ejercicio de la ética, de lo que yo llamaría el rigor sensible respecto a la verdad del lenguaje por el cual se ha optado. Mas esta verdad no puede ser tal sin una correspondencia, ascética o barroca, con la verdad de lo representado.

as De ahí que hayas optado por decir que la imagen es el oro del lenguaje. R. Y. Sí, porque la imagen es ya en sí misma una representación –con frecuencia de no se sabe qué. Ése «sabe que» es lo que el representador se inclina a averiguar. Finalmente (finalmente nunca es finalmente) mi idea del lenguaje procede siempre por imaginación. De alguna manera siento que sólo el lenguaje que hace imaginar ciertamente es lenguaje.

as Algunos han distinguido entre el imaginar y el fantasear preponderando el primero por sobre el segundo. R. Y. Tengo un escrito al respecto. No sé dónde lo he dejado. Mi idea en este terreno es que la imaginación es un trabajo que descansa y logra, en tanto el fantaseo es un trabajo que cansa y no logra. La fantasía, y concedo que no soy muy riguroso en este aserto, es un descanso merecido, siempre legítimo, siempre necesario. Cuando la fantasía es ilegítima, deviene fantaseo.

as ¿En qué momento la escritura deviene trabajo con el ser? R. Y. La escritura es una de las evidencias de que todo lenguaje es representación. ¿Representación de qué? Del ser mismo. Quiero decir con esto que la misma habla es, desde el balbuceo y acaso, antes, un trabajo con el ser. Mas si escribir es de un modo u otro cobrar conciencia de la capacidad representadora del lenguaje, la escritura que asume esa conciencia de modo comprometido profundiza y desarrolla ese haber hecho consciente tal realidad. El trabajo evidente con el ser comienza entonces.

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as Es entonces que el escritor se enfrenta a un mundo que no es el de él o el de ella, que se sabe en la nada y de esa nada tiene que crear su patria personal, esa que se construye con la palabra, con lo que tú has dado en llamar el «diccionario interior». R. Y. La patria grande del lenguaje heredado, por así decirlo, debe pasar por una zona de nadie, para que en el escritor surja la patria chica, la verdadera, la del lenguaje creado.

as Para ti la música ha sido factor determinante, quizá lógica interna de la escritura. R. Y. Los músicos son los artistas que más admiro. ¿Que no hacen ruido? Claro, por eso admiro a los músicos, porque, al menos idealmente son lo más lejano al ruido. Quiero decir con ello, que en ellos lo pertinente es la fusión y lo impertinente la concesión. No se me escapa el hecho de que tal pertinencia y tal impertinencia es, en más de algún modo, a todos aplicable. Al respecto, su saber, puede decirse es exquisito. Llegando por otro lado, diré de los músicos que son magos inmediatos. Nada te transporta más fácilmente que la música. Y la escritura artística, y en escritura artística no excluyo a los que no teniendo por objetivo la obra de arte en sí, escriben como artistas, procede del mismo modo que la música, exagerando un poco, es magia que transporta.

as He visto en tus talleres utilizar la música como un modo de entrar y salir de un poema. Todo ello me parece una gran metáfora. R. Y. Guillermo Samperio tiene un cuento cuyo título probablemente sea: «Ella habitaba un cuento». Cuando recurro a la música para entrar o salir de un poema es para que los talleristas perciban que la poesía es habitable, y, más allá, que lo único que habitamos siempre es un poema. Entrar y salir de un poema sería entonces la iniciación al habitar por siempre, al haber habitado desde siempre (con frecuencia este habitado es en realidad evitado) el poema. La música te permite percibirlo con mayor rapidez que con cualquier otro arte.

as ¿Dónde entra entonces la paciencia? R. Y. Ah, la paciencia, he dicho alguna vez, bastante en broma pero sin falsedad, es la ciencia de la paz. Y no es posible tal ciencia sin una percepción atinada del tiempo, de los tiempos. A un amigo mío, tallerista cuasi involuntario, tenor él, le dije alguna vez luego de una muy exitosa presentación: «La música es la sabiduría del tiempo, y tú no siempre fuiste sabio allá arriba». No tiene caso continuar con la anécdota, sino decir que si bien es cierto que la paciencia es la ciencia de la paz, no puede nadie acceder a ella sin una sabiduría del tiempo, léase, sin la música.

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as Tiempo y música serán entonces la poesía. R. Y. Tiempo y música y reconocimiento de que algo habla en lo habitado.

as Sería entonces habitar la metáfora. R. Y. Sería entonces reconocer que sólo habitamos la metáfora, que sólo es habitable la metáfora y que detrás de toda habitación hay siempre otra habitación que clama por ser habitada. Pero ese clamar, ¿qué es? Ese clamar es la voz que nos dice que más adentro está lo real y que sólo accediendo a ese adentro, con nosotros mismos, que siempre más adentro está, –y más adentro, y más adentro y más– podemos comunicarnos con los otros.

as Hay un miedo siempre a estar con el otro. R. Y. Hay un miedo siempre a estar con nuestros fantasmas y el otro es uno de estos. Mas fantasma no hay que no sugiera realidades ocultas de nosotros mismos. El miedo al otro es un miedo a saber que el otro rebasándonos, nombra una esencia de nuestro propio espíritu.

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De frente y de perfil. Semblanza de poetas Myriam Moscona

Elsa Cross Ya Apolo ha concluido su jornada fue el primer verso que, a los catorce años, escribió con la cabeza llena de mitología, de historias de caballería y de inquietud. En la biblioteca de su abuela conoció a los poetas modernistas y también algunas reproducciones «muy trasnochadas pero muy bellas del encuentro de Dante y Beatriz». Hija de un piloto que tenía una buena colección de libros de historia de México, Elsa Cross estuvo hace poco en Chenkán. Ahí, hace varias décadas, su padre se accidentó y fue un sobreviviente en medio del mar. Frente a esas playas, Elsa Cross retoma la memoria de su padre joven que graba de golpe / el instante apenas divisible en muerte y vida. En su árbol genealógico aparece su tatarabuela negra de Martinica, quien se casó con John Cross, hijo de un propietario de plantaciones de algodón en Carolina del Norte. Al enterarse de los amoríos de su hijo con esa mujer que tenía el mismo color que sus esclavos, su padre lo desheredó. Al echarlo de su casa, le dio un cuerno de pólvora y una Biblia. Elsa Cross reconstruye esa historia en un poema que nunca recogió en sus libros: Se sabe sin embargo que hasta su hora última guardó la pólvora y la Biblia. Pero nada se ha dicho de su elección definitiva. Otro descendiente conserva los objetos en un desván polvoroso y olvidado pero la herencia la he alcanzado yo

Myriam Moscona (Ciudad de México,1955), poeta y periodista cultural. Es autora de Último Jardín (1983), Las visitantes (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, 1988), El árbol de los nombres (1992), Vísperas (1996), Negromarfil (2000) y un libro de poesía para niños titulado Las preguntas de Natalia (1992). En 1996 obtuvo en su país el Premio Nacional de Traducción de Poesía por su versión de La música del desierto de William Carlos Williams (en colaboración con Adriana González Mateos). Los textos referentes a Gloria Gervitz, Elsa Cross y Elva Macías publicados en el presente número de animal sospechoso, pertenecen a su libro De frente y de perfil. Semblanzas de poetas (1994) con fotografías de Rogelio Cuéllar. Agradecemos a la autora la cesión de los textos para la presente edición, y al fotógrafo por imágenes que acompañan a las semblanzas.

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íntima y terrible. Y heme aquí venerando la memoria del viejo John Samuel titubeando aún.

Cerca de la cabina de mando de los aviones que su padre piloteaba, cruzó varios continentes. Era un tiempo en el que leía lo que caía en sus manos. «Nunca he vuelto a leer tanto como entonces.» No pensaba ser escritora, quería estudiar ciencias políticas, pero desistió debido a su ineptitud para las matemáticas. «Con toda certeza, iba a reprobar estadística y todo lo que se le pareciera.» Estudió en una escuela de monjas, de la cual salió considerándose atea y con la convicción de que la única salida estaba «en las revoluciones, en un cambio social. Me quería ir a Cuba o a un kibbutz». Su primera publicación, a los quince años, fue un poema rimado a la patria que salió en el Novedades, y cinco años después circuló Naxos, su primera plaquette. Y los que no entendieron de palabras verdaderas han de repudiarnos. Caerán sus amenazas a un pozo sin fondo. No oiremos los ecos.

Muchos años de su juventud los pasó en una búsqueda que la llevó desde la psicodelia hasta un ayuno de cuarenta días que su amiga Elva Macías le hizo suspender con un jugo de papaya. Todo ese tiempo vivió cerca de la poesía, de lecturas de Sartre, «quien me mataba de aburrimiento». Decidió estudiar filosofía, aunque se daba cuenta de que la poesía era su vocación central. «Es importante aquello en lo cual uno cifra su identidad, porque a uno le parece que es la razón de su vida, lo que le da sentido. Así, tenía la sensación de que ser escritora o poeta era lo único que justificaba mi vida, muy rilkeanamente. Y eso, a veces, amenazó y llegó a poner en peligro mis otros papeles: el de madre, pareja o ama de casa, que inconscientemente no podía asumir, pues sentía que me obligaba a sacrificar el otro. Vivía desgarrada en una dicotomía total y era totalmente incapaz de picar cebolla y escribir poesía a la vez.» Aún así, escribió libros que tuvieron una respuesta inmediata. Muy joven, obtuvo el premio Diana Moreno Toscano, que se daba a escritores noveles con un jurado constituido por Octavio Paz, Rubén Bonifaz Nuño, Juan José Arreola, José Luis Martínez y Héctor Azar. Por ese tiempo, Margo Glantz incluyó en su Narrativa joven de México sus únicos cuentos publicados, «género que no volví a escribir, porque no llegaba adonde quería llegar: no era mi medio de expresión. Fue ése el tiempo en que acepté la poesía como vocación. Dejé tres novelas empezadas». Para ella, «llegar a la poesía era llegar a lo más profundo de algo», y sus escritos de entonces reflejaban su mundo interior: Fui tan sombría como la dama de la torre. Cubrí los pies con mantos de brocado y a la hora del crepúsculo visité todos los días en la ventana idéntico paisaje de montañas doradas, cielo oscuro y distante

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surcado por malas aves y por nubes. Cómo pudo caber tanta desolación en dos ojos oscuros. Tanta soledad en una sola vida.

Toda su búsqueda adquirió sentido en 1976, cuando llegó a la meditación siddha. Hasta entonces, no había tenido ningún momento de atracción por la filosofía de Oriente. «Me espeluznaba: no podía relacionarme con esos dioses de cuatro brazos y cinco cabezas.» Pero una tarde en que muy cerca de su casa hacía hatta yoga, vio, pegado en una puerta, el nombre Muktananda. Creyó que allí dentro había otra escuela de Yoga. Se asomó y su primer encuentro fue de un rechazo absoluto. «Días después, mientras hacía mi tesis sobre Nietzsche, cerré los ojos por un instante y vi el rostro y el nombre de Swami Muktananda. Ése fue el inicio de una transformación y el final de una búsqueda.» Hace algún tiempo, pasó dos años en Ganehspuri, al norte de Bombay, «en un lugar alucinante, sagrado, donde en la antigüedad fueron sabios legendarios a hacer sacrificios rituales, donde están los jardines más bellos de la India». En Ganeshpuri vivió cerca de un baniano y debajo de él vio pasar por última vez a su maestro, horas antes de su muerte. «El baniano es un árbol sagrado y los poetas hindúes hablan con mucha frecuencia de él: por un lado, aluden a las raíces que brotan de las ramas más altas y bajan hasta encajarse en la tierra, volviendo a su origen. Por otro lado, hablan de la semilla pequeñísima en que está contenido potencialmente ese árbol enorme, tal como en el espacio más secreto del corazón de cada ser humano está contenido el universo entero.» Allí estás tú, que te fugas del tiempo, Tú, a quien se nombra como el principio, el medio y el fin, como el sendero y la puerta, como la cima, como el relámpago. Allí estás tú, aunque aparezcan los rebaños de cabras, las gavillas, mujeres que aplastan el suelo de su era.

Vegetariana, pero amante del café, «único rezago de viejos vicios», vive cerca de la presencia de Gurumayi, sucesora de Muktananda. Desde que entró en esta disciplina, su relación con la escritura ha cambiado. «Ahora no me preocupa si escribo o no. Mis últimos libros han salido de una forma libre, sin proponérmelo.» estría que abre el pensamiento penetrando el sesgo en recintos donde no reinan las palabras.

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Elsa Cross Ultramar (fragmentos) Las piedras (5) En la blancura de los atrios la refracción del mediodía fulgura como sombra en la retina. Cualquier aparición puede acontecer. Los laureles de Daphne –Laura– apuntan hacia el cielo con dedos abiertos en espanto. Y el reflejo del dios se acumula entre esas piedras. Se oye el viento del este, los metales de los cencerros, las cigarras: polifonía incipiente del verano. El sol se abre en la piel, desborda al sueño en el filo de un brillo, funde las diferencias que a la tarde recobrarán sus rasgos definiendo en su margen accidentes de terreno o mostrando abismos entre lo que se finge semejante. Los sueños se desmoronan ¿como estatuas de dioses? Apariciones contra ese fondo: la blancura de las daphnes habla de la sombra que se agazapa entre sus largas hojas. Y a la noche, ¿dónde se insinuará lo claro? ¿Una ola en el mar donde la luna instile su deseo?

Elsa Cross (México, 1946) Entre las últimas publicaciones de esta autora, profesora de filosofía de la religión y mitología comparada en la Universidad Autónoma de México, podemos citar Poemas escogidos 1965-1999 (2000) y Los sueños. Elegías (1999). En Miroir au soleil (Bruselas, 1996), en traducción francesa de Fernand Verhesen y con una presentación de Octavio Paz, se recopila una amplia selección de su obra. Sus libros El diván de Antar y Moira, obtuvieron en México los premios nacionales de poesía «Aguascalientes» y «Jaime Sabines». La tercera edición de El diván de Antar acaba de ser publicada en España, por Palmart, Valencia. Ha traducido y publicado libros de poesía de Saint-John Perse, Yves Bonnefoy y Ezra Pound.

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Las olas (6) Vuelo tendido como un grito en el atardecer. El viento quiebra una espiral de olas que se alejan. Ir y venir, hueco dando tumbos– y en un giro iluminada de pronto como un arco celebratorio la gran puerta. Sin muros ni recinto: sólo umbral. Toda la noche, el mar. Sus voces en la piel cubren de resonancias los sedimentos del sueño: criaturas tempestuosas y fugaces, -vuelos que se revierten. Como el ojo del dios ya tocando lo humano, el ala rota, algo baja del cielo impracticable a condensarse en una imagen fija: la puerta de un templo que no se edificó jamás– Al fondo un resplandor, polvo de nuestros huesos cubre el horizonte de amatista. Y en el límite extremo de un destino, si todo es ofrenda y vierte sus aceites íntimos en el fuego del tiempo, se vuelve una sustancia que se agota y se va de las manos, o se convierte en plegarias de agua, frases de luz, caricias sobre el cuerpo constante de las cosas.

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Las cigarras (2) Cigarras como almas regadas por el pasto. Ecos de pensamientos. Los míos dicen: «Vine aquí en busca de una imagen entrevista en el sueño». O bien: «Vine aquí a destruir mis sueños». Momentos ya vividos, sospecha de algo que se teje al borde de un mismo instante– y madura hacia otros signos. Y esa urdimbre hecha de materias olvidadas tiende un lazo hacia los días futuros. Intentos por resarcir las hebras deshechas. ¿Se bordaban los confines del mundo? ¿Los amores del Dios– Serpiente silenciosa allegándose a la grave caverna? Tejidos de una seda luida– de lo soñado a lo vivido a lo soñado, el hilo corre y se pierde en la otra urdimbre, en un cabo y otro se deshace– ¿y cuál es más real? ¿El decurso circular o el zigzagueo? ¿Lo que se hace visible o aquello que se muestra en lo que no se ve? Los hilos se enmarañan bajo el sesgo verde de la luna.

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Gloria Gervitz Una mañana se encontró repitiendo como una letanía los siguientes versos: En las migraciones de los claveles rojos donde revientan cantos de aves picudas y se pudren las manzanas antes del desastre Ahí donde las mujeres se palpan los senos y se tocan el sexo…

Se sentó a escribir esto y se vio de pronto en un viaje que ya no pudo detener. Estaba escribiendo el inicio de Shajarit, su primer libro, experiencia que la impulsó a detectar que todos sus poemas anteriores no eran más que el preludio de esta escritura. Había estudiado historia del arte y usaba el pelo corto. Tenía algunas amistades literarias y una profunda simpatía por la voz de la mujer en la literatura. Dedicó muchas horas a reconocer con detenimiento el desempeño de la mujer en las letras. Pero ante todo, se dejó llevar por la poesía. Shajarit (palabra hebrea que designa el rezo judío de las mañanas) es el comienzo de un poema épico de la memoria, la nostalgia y las evocaciones que en sus libros posteriores no ha hecho sino continuar. Gloria Gervitz es de los poetas que casi nunca escriben poemas sueltos. Todo lo que hasta ahora ha publicado se sostiene por un impulso unitario; todos sus libros son un solo poema que abre paso a un cargamento de voces que hablan desde la confusión del tiempo, el espacio y la memoria. Nieta de una rusa judía y una mexicana católica, creció con dos mundos que su poesía compagina: Llueve mientras mi abuela reza el rosario Llueve mientras mi hermano dice kadish por mí

Es implacable cuando se trata de eliminar versos, imágenes o páginas enteras si ella considera que no enriquecen el poema. Corrige sin tocarse el corazón. Elimina, aprieta, concentra. Con el mismo desprendimiento, es capaz de deshacerse de objetos. Es una esteta que ha hecho de su casa un paisaje; es austera en cuanto a sus adornos caseros y personales. Su poesía es reflejo de esta condición. «Los espejos –dice Gloria en sus poemas– están colgados alto, para verse apenas la cara.» Su afición por el cine puede sentirse, también, reflejada en su poesía. Algunas escenas de sus libros parecen acotaciones para un guión cinematográfico: Al fondo pared Ventana Al noroeste mujer y silla Voz

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Ojos abiertos De espaldas mujer vieja sentada Pelo corto Nunca desnuda

La historia o el enjambre de historias que subyacen en los tres libros de Gloria Gervitz no son solamente la biografía de una o de varias mujeres, es el recorrido de una generación de madres, abuelas e hijas judías que llegaron a refugiarse a un continente lejano a su lengua, a sus referencias y costumbres. Vinieron cargando el estigma de una herencia cuidadosamente continuada. Dejaron sus casas y sus muertos; trajeron, en cambio, hijos y tradiciones, «ruido de arterias», trajeron su circunstancia cotidiana y sus abandonos. Ella habla del modo en que esas historias la conmueven. En especial, aquellas mujeres de alrededor de treinta años que vinieron sin saber adónde iban, cargando hijos y tragándose la incertidumbre: Y ella vino desde Kiev Ramo de flores apretado contra el pecho Vida para ser vivida en un tiempo más largo –No fuimos a Canadá porque nos dijeron que era muy frío Salimos en tren El barco lo tomamos en Ámsterdam Nunca más me embarcaré en aquel mar tan soñado Oh madre que olvidé En esta hora y en la hora de nuestra muerte Adonai Eloheinu Adonay Ejad Adiós Adiós Oh madre Adiós

La autora de Fragmentos de ventana viaja, cuando puede, a Nueva York, lugar que conoce y domina con sus rutas de autobús, sus cines, sus librerías y recovecos. Suele hospedarse en The Alerton House for Women, un hotel venido a menos, exclusivo para mujeres, en la calle 57 con Lexington. Es un lugar al que ella vuelve cada vez que llega sola a Nueva York. Ahí la impresionan las viejas que hablan solas en los elevadores y las sombras solitarias que deambulan en sus pasillos. Con su afición por Ana Ajmátova, por Seferis y por el pan fresco, tiene fama de ser la poeta mexicana que recibe en su casa a amigos y colegas con el mayor esmero. Su inclinación por el pelo corto (el pelo corto me hace vulnerable) y su voz de niña configuran el perfil de esta autora amante del trabajo perseverante, de los perros (su actual mascota se llama Woolf, homenaje a la autora de Una habitación propia) y de los muebles de madera, casi todos diseñados por Eduardo Santos, su compañero de hace muchos años y su esposo desde noviembre de 1986. De sus reflexiones sobre el trabajo de la poesía ha entendido que «en la elección hay siempre algo oscuro y misterioso, y es que, más que elegir, el poema nos elige, a veces nos habita durante años sin que tengamos conciencia de que está ahí creciendo, alimentándose de nuestra sustancia. Hago mía esa frase de Yeats: es a mí misma a quien corrijo al corregir mis textos… El tiempo de la poesía y el tiempo personal responden a urgencias distintas. Tuve que aprender, yo impaciente, la paciencia, dejar que los poemas crecieran sin prisa, con el riesgo de no encontrar

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nada, o el riesgo aún mayor de encontrar algo. Tardé años en darme cuenta de que estaba escribiendo desde siempre el mismo poema, como si fuese un árbol al que le crecen nuevas ramas, se le secan otras que hay que cortar o caen solas; el tronco es el mismo, quizá sólo las raíces se hacen más profundas. Uno de mis últimos versos de Migraciones dice: «[…] Y yo quería saber / Pero sólo me fue dado preguntar […]», cuando lo escribí sentí un descanso, porque me di cuenta de que eso es casi lo único que nos es dado en la vida». Gloria Gervitz intenta observarse en la balanza de los días: «Octavio Paz ha dicho que él no puede distinguir entre leer, vivir y escribir. En mi caso, sí hay una escisión entre la que escribe los poemas y la otra, la que vive las preocupaciones y la rutina de la vida cotidiana. No sé cuáles son los vasos comunicantes, ni qué es lo que nutre a la que escribe; plásticamente, mi forma de estar en el mundo me recuerda a Las dos Fridas de Frida Kahlo. Pero la que parece ocupar la mayor parte del día es la que tiene prisa para no llegar tarde a sus citas, la que se preocupa por el dinero y las más de las veces, aunque esté ocupada, pierde el tiempo. Ignoro muchas cosas de ambas, pero lo que sí sé es que si la que escribe se muriera, si un día me seco para siempre y ya no puedo escribir, si un día no tengo ya nada que decir, nadie a quién recordar, ese día voy a estar muerta».

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Gloria Gervitz Como Jonás en el vientre de la ballena Como la Sibila dentro de las paredes húmedas y negras Sin saber qué decir sin nada para decir Por ti siempre para ti Esta fidelidad debe haber sido a mí misma. Viejos sentimientos cuidadosamente olvidados rompen el olvido Y sabes que te hablo a ti sólo a ti para siempre a ti El aire está inmóvil. Se llena de flores La lluvia también se desplaza hacia el sueño Lentamente recupera su sombra se inclina como un sauce cae Yo regreso a casa *

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Una muchacha sola en el muelle El calor es muy intenso. La luz es blanca, lastima Es tan violenta esta luz, que la desnuda, la despoja La luz es interminable. Tiene que cerrar los ojos El niño se suelta de su mano Ella está allí por primera vez y para siempre La luz queda vacía Desciendo A través de persianas cerradas música que nunca he escuchado Desciendo Vendedores con frutas desconocidas Desciendo Despacio interminable descenso Otra vez la misma escena. La mujer en el muelle. Deslumbrada El niño corretea en el malecón. El marido va por delante En lo adentro para siempre la añoranza. Más allá del mar la otra orilla de la nostalgia Fui injusta con mi madre y después de todo ¿qué hice yo con mi vida? Desciendo

Las tres primeras partes del poema Migraciones (Shajarit, Yizkor, Leteo) fueron publicadas por el Fondo de Cultura Económica en 1991; la cuarta parte (Pythia) ha sido escrita y publicada en 1993 gracias a la beca del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México. Los fragmentos publicados en esta selección proceden de la sexta y última versión (192 páginas) publicada en el año 2000. Varios fragmentos de este extenso poema están traducidos al alemán, francés, hebreo, inglés, italiano, portugués y ruso, cuya versión definitiva será publicada a mediados del presente año por el Fondo de Cultura Económica, la cual incluye tres textos compuestos en inglés.

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Desembarcamos un mediodía en el puerto de Veracruz Traíamos abrigos gruesos de piel. En La Habana comí mango por primera vez ¿A quién contarle esto? Memoria del mar y su tedio, de la muchacha que fui. El vestido gris que ahora se ve ridículo en la fotografía. Memoria de las tablas percudidas del barco, de aquellas olas impávidas, caducas en su belleza Memoria de la luna casi insoportable Es mediodía. Es hoy. Desembarco. Es un día de agosto Jamás me había sentido tan aferrada a la vida

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Iría a morir al otro lado del mar. Ésa es su única certidumbre Lo que ya fue. Lo que no será más. Nada de aquello que la inquietaba se trasluce en esa fotografía de antes de partir. El pelo recogido, el niño de siete años a su lado en esas fotos anodinas de pasaporte. Ella es real sólo hasta donde puedo imaginarla. El olvido la va acercando. Pero de nada puede hoy servirle que yo la recuerde. Así, lo de después de esa fotografía se ha perdido, lo mismo que aquella mañana o aquel atardecer en que ella zarpó de Amsterdam. Ahora ha quedado absuelta de la trama que fue su vida. ¿Hubiéramos sido amigas? No creo, pero eso no importa. Estamos juntas en una sola oscuridad.

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Y ese olor a madera mojada. Ese olor húmedo y salobre Las mujeres exangües bajo la luz (muchas usan peluca) murmuraban palabras recién aprendidas en aquella lengua extranjera, las repiten como si fueran una letanía Las estrellas se desprenden de la noche siguen su propia ruta Yo desde aquí las sigo a ciegas Todavía oigo envuelto entre la niebla el canto de las sirenas Todavía no conozco el olvido. Tampoco conozco el perdón

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Elva Macías Con una diferencia de nueve años, la partera Flora Masa trajo al mundo, en Tuxtla Gutiérrez, a dos escritores: Elva Macías y Eraclio Zepeda. Años más tarde, en 1963, en Milpa Alta y con la presencia de Carlos Payán, Óscar Oliva, Jaime Augusto Shelley y Elsa Cross, los dos escritores se casaron contra la voluntad familiar de esa adolescente que a los pocos días partiera con su esposo a Oriente. En la República Popular China, donde conoció al último emperador arreglando los jardines del Palacio Imperial, Elva fue la primera maestra de español para niños. Con su azoro y sus ojos oblicuos absorbió la belleza de la muralla, los campos de arroz, las tazas de té y, con su soledad «como una ciudad sitiada», se separó de Oriente con estas líneas: Escribo a Chan Min Shu un poema de despedida. Pekín está cubierto de nieve, ella pinta perdices; las perdices escriben en la nieve.

Después siguió su destino hacia la Unión Soviética, donde le sucedieron dos cosas fundamentales: el nacimiento de su única hija, Masha, y el aprendizaje del ruso. Desde Moscú, Elva mandaba textos a través de su amiga Elsa Cross al taller de Arreola. «Fui el único miembro del taller ‘por correspondencia’». Intensamente marcada por sus estancias en diversos lugares y geografías, ha escrito poemas al transiberiano, a Palenque, a la muralla china, a Quito y a la ciudad de Tuba extendida sobre una estepa: «En tu pecho / el centro de Asia / pequeño obelisco sobre el desierto». Como todo escritor chiapaneco, le canta también a su entorno y, cuando asciende a San Cristobal, escribe: Desde la montaña contemplo a Navenchuac como una aldea china donde el agua duerme como un ojo.

Navenchuac, pequeña población chamula, «podría ser pintada por un paisajista chino. Tiene los elementos: montaña y agua, además de la fonética del nombre. La cumbre de sus montañas está permanentemente coronada por nubes». Asidua lectora de Perse, Goroistiza, Percy B. Shelley, Cernuda y Vallejo, a quienes llevó consigo en su exilio voluntario, ha entrado en el impulso de alientos muy diversos a lo largo de los años y de su trabajo con la palabra. Su obra transita desde la brevedad hasta el inicio de un desbordamiento en su libro Lejos de la memoria: «El interior es más difícil de hurgar. El paisaje será siempre medular en mis poemas, pero ahora aparece ligado a cosas más oscuras, más personales.

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Estoy entrando, sin temor, a una poesía que puede ser casi narrativa. Atrás de cada poema hay algo más vivido que contemplado». Poeta y promotora cultural, organizadora de actividades teatrales y plásticas, profunda conocedora de telas, coleccionista de botones antiguos, gustosa alquimista de la cocina chiapaneca, europea y oriental vive desde hace dieciséis años en una vieja casa de la colonia Condesa, llena de sobriedad y calidez. Diseñadora de vestuario para varias obras de Germán Castillo, ex directora del Museo del Chopo, conocedora del movimiento interior y las manías de tres gremios (literario, plástico y teatral) cree que «quizá el teatrero es el más conflictivo». Elva Macías pasó su infancia en un pequeño pueblo rural donde su padre bautizó una carreta repartidora de leche con el nombre de Poco a poco. El pueblo de Villaflores está muy ligado a su historia familiar. Su bisabuelo materno lo fundó y su abuelo paterno lo hizo cabecera de municipio. Sus antecedentes literarios están enraizados en la historia de su abuelo José Emilio Grajales, poeta popular, autor del Himno a Chiapas. El jardín de niños donde ella pasó sus primeros años escolares llevaba el nombre de ese personaje, asesinado durante la Revolución por curar a unos rebeldes. Fue martirizado de un modo brutal: le arrancaron las plantas de los pies, lo hicieron caminar en sal y finalmente lo ahorcaron. Ella elabora esa historia en un poema dividido en dos apartados: De todo lo que no pude ver estoy hablando, y el dolor es tan denso… Si me lo pides, abuelo, soy hombre y puedo vengarte. Ajusto perfectamente en la cabalgadura… Pende tu cuerpo la soga al cuello y tus pies desollados, tu imagen bajo el claroscuro de la fronda. Te veo después en el regazo de la dolorosa Agustina que como un ángel recoge tu cuerpo bajo sus alas.

Su obra también retoma algunas historias transformadas por su poesía: la Bella Durmiente, Hansel y Gretel, Adán y Eva o el Arca de Noé. Becaria en 1971 del Centro Mexicano de Escritores, Elva se entregó esos años al conocimiento y a la creación poéticos bajo la coordinación de Francisco Monterde, Juan Rulfo y Salvador Elizondo. «Tenían un gran respeto por la gente que empezaba a escribir, sus consideraciones fueron de gran utilidad. En poesía, las de Elizondo fueron siempre atinadas y brillantes.» Sus compañeros fueron Willebaldo López y Héctor Manjarrés, además de Elsa Cross: su más antigua e intensa amistad literaria. Fueron desde adolescentes compañeras del Colegio Francés Pasteur. Juntas iban a la Casa del Lago a escuchar Poesía en voz alta y juntas también fueron entregándose a un oficio que ha sido central en la vida de ambas. Tiempo antes conoció en Tuxtla a un personaje que la ha acompañado desde entonces con su vida y su amistad: «Yo tenía once años y llegaba a casa de una amiga un grupo de poetas, compañeros de su hermano. Pasaron por ahí Jaime

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Augusto Shelley, Jaime Labastida, Daniel Robles, Óscar Oliva y Eraclio Zepeda. Éramos un grupo de amigas que, entre otras cosas, jugaba a escoger su poeta favorito. Yo escogí a Eraclio y fui de todas ellas la única que se quedó con su elegido». Después de veintiséis años de unión, confiesa que en su relación literaria «Laco es más complaciente con mis poemas. Yo soy mucho más crítica con su trabajo». Con él ha conocido cuatro continentes y se ha contagiado de su impulso viajero. Cinéfila de vocación, muchas imágenes de su poesía han surgido del cine. Su poema «Voz escanciada», escrito a sus veinticuatro años, era un proyecto para guión. En ese poema se encuentra retratado el lado amoroso e imposible de dos hermanos brutalmente separados por una ciudad anegada que no les permite reencontrarse: «Hermano, ausente mío, / ¿con qué designación nombrar el duelo?». Elva Macías ha creado el paisaje mutante. Sus nuevos poemas contienen los trazos de un retratista. Once líneas le bastan para contar una historia: Nodriza enloquecida que ha perdido su crianza. Varón que no parí pero durmió en mi seno hasta la pubertad. Llevo el destierro hundido en mis costados. Hoy nadie creería al verme una mendiga que amamanté al joven príncipe como a un cervatillo.

Conocedora de la relación de mujeres poetas mexicanas de este siglo, hace suyas las palabras de la argentina Olga Orozco cuando ésta define un aspecto del quehacer poético: «Quiéralo o no, cada uno funda su arte poético, aun remitiéndose a la negación de toda regla, y le impone sus leyes: la de la libertad absoluta, la del rigor extremo, la del abandono y la brusca vigilancia». A pesar de no saber manejar, la autora de Pasos contados tiene dentro de sí una brújula inequívoca. Su sentido de orientación, como el de los gatos, es casi infalible. Elva Macías lee a sus poetas de cabecera, fuma sólo por las noches, acaricia a Masha (su hija), a Misha (su gato), y se abandona, antes de dormir, a uno de sus versos: Y me sentí más grande que el olvido.

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Elva Macías Cuatro poemas de ciudad contra el cielo * La memoria te inscribe en la leyenda. Y por esa dicha de haberte cuidado como el hijo varón que nunca tuve, después de tu traición te consuelo y resguardo. Niño deseado por todos, como hechizado inicias la marcha y a tu galope, no emboscadas, no ejércitos, ni fieras salvajes se enfrentan. Sólo encrucijadas: El peine que tu amada tiró se vuelve un zarzal inextricable, espinas que partirán tus brazos. El espejo en que tu madre contempló su desencanto, será un lago de agitadas aguas que cruzará tu barca. La espada que abandonó tu padre abrió al caer de tajo un precipicio que librarán tus pasos. Desde la almena donde hilo la red en el insomnio, te prevengo de las trampas de tu destino. * Montañas separadas como jibas custodian al río Perfumado. La ciudad es un sello al pie del paisaje. Un coro de ciegos en el embarcadero: al cauce dan sus bocas.

Elva Macías (Chiapas, 1944) ha publicado cinco libros de poesía, cuatro de ellos reunidos recientemente en la colección Poemas y ensayos de la Universidad Nacional Autónoma de México bajo el título de Mirador. Recibió los premios Chiapas de literatura «Rosario Castellanos» en 1993 y en 1994 el Nacional de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada por su libro Ciudad contra el cielo. Es autora de dos antologías personales y una de la poeta argentina Olga Orozco; también es autora de libros para niños de poemas y adivinanzas. Su obra figura en numerosas antologías en México, Estados Unidos, Canadá, Francia, Italia y Puerto Rico. Fue becaria del Centro Mexicano de Escritores en 1972; actualmente, es miembro del Sistema Nacional de Creadores.

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De las cuevas de imágenes sagradas emanan los fieles. Así fluye el canto de los mendigos. * Infusión de brasas para el temple de los asustados. Humo de boñigas para ahuyentar de las heridas los insectos. Hierbas aromáticas en los pliegues de las mortajas. Inician los dioses el recuento del día. * Hilo tronchado a medio laberinto. Torzal que sale de su ruta de seda e inicia nueva trama, lía con la muerte. Asumo la orfandad como si revelaras en el último instante que yo también era tu hijo.

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ú Último remolque

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Figuras de Rimbaud Javier González Luna

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l «mito» Rimbaud ha tenido recientemente un florecimiento insospechado. En los últimos años se han publicado diferentes documentos en torno al poeta de La Temporada en el Infierno. Escritos que vienen a aumentar la ya de por sí inconmensurable bibliografía rimbaudiana. Y no sólo a aumentar los estudios serios o provocadores, que no cesan de producirse desde la proclamación de Arthur Rimbaud por Paul Verlaine en sus Poetas malditos , sino que a más de cien años de esos acontecimientos es posible encontrar nuevos perfiles y orientaciones en la crítica rimbaudiana. Primero que todo cabe señalar dos tipos principales de trabajos en torno al «hombre de las suelas al viento». De una parte los intentos de interpretación y crítica, restringidos al ámbito académico; trabajos que, por lo demás, dejan siempre un sabor amargo al pretender resolver el enigma de la ininteligibilidad de la obra. De otra parte, disponemos actualmente de toda una línea de escritos consagrada a la biografía rimbaudiana; género del cual hacen ya parte volúmenes consagrados y notables. Desde la piadosa biografía «oficial», redactada por Paterne Berrichon (1897) bajo la profética inspiración de Isabel Rimbaud, hasta el más reciente volumen de Jean Jacques Lefrere (2001) son muchos e importantes los trabajos consagrados a esta vida dickensiana1. Las biografías de Rimbaud desbordan ya las anécdotas del biografiado para promover un nuevo concepto de la relación entre vida y obra en el campo de los estudios literarios; un nuevo valor de la biografía como crítica e interpretación de la obra. Desde luego estamos más allá de la crítica etiológica practicada por moralistas y psicoanalistas de antigua escuela. Dentro de las biografías notables señalemos de paso el importante volumen en inglés de Graham Robb, al cual nos referiremos en este comentario; la ya clásica «lección» de Enid Starkie, escrita en 1938, y los recientes trabajos en francés de Jean Luc Steinmetz, Pierre Petitfils y el citado J. J. Lefrere2. La imagen que queremos desarrollar aquí es la de una visión de conjunto, en un sentido «cubista», de las diferentes facetas asumidas por el mito Rimbaud, desde la época en que vivió el poeta. Sintetizar los variados aspectos que han sido enfatizados a lo largo de la recepción de la obra y del «mito». Para este comentario debemos tener siempre en men-

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Algunas expresiones en cursivas se han tomado del libro de Graham Robb, Rimbaud, A Biography, Nueva York, Norton, 2000. Starkie, Enid, Rimbaud, Londres, Faber and Faber, 1961.

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te que se trata de una unidad de vida y palabra, donde los énfasis responden más a la recepción y a la lectura en diferentes períodos de los «estudios literarios», que a una determinación definitiva de uno de ellos. El «caso Rimbaud», identificado inicialmente en el terreno de la historia literaria (Francia, siglo XIX, simbolismo, etc.), desborda los límites de esta disciplina para interpelar con su radicalidad la historia social y de las costumbres en el mundo moderno. En ese desbordamiento ninguna relación obra-biografía será tan reveladora, como la del poeta de Charleville. En su breve obra poética Rimbaud alcanza a concebir la determinación de la palabra sobre la vida personal y social de quien la profiere. La conocida imagen del ángel y el demonio reunidos en una sola figura muestra aquí los mejores rendimientos de su formulación paradójica. Trataremos inicialmente tres aspectos que la Rimbaud Studies Industry ha señalado, desde un comienzo, como los más importantes, para regocijo de sus variados lectores. Terminaremos planteando un cuarto aspecto que tiene su origen en la asombrosa relación de su obra con la biografía de Claudel y que dará pie a la conversión de éste al catolicismo. El tema del Rimbaud crístico y salvador vuelve a ser aludido por el reciente escrito de Pierre Michon Rimbaud el hijo. Rimbaud visto desde el análisis cubista podrá encontrar en esta percepción simultánea la unidad de sus facetas.

I. La guerra parisina La lectura más popular, y que sostiene el interés en los otros aspectos de la figura de Rimbaud, es la del poeta rebelde, incansable hasta el momento de su muerte. La fortaleza en su actitud de desafío a las costumbres y «valores» sociales. La vida posterior del poeta y la visión de conjunto aportada por los estudios recientes muestran que no se trata de algo tan simple. Rimbaud ha sido un icono que resurge en diferentes momentos de insurrección en la sociedad. El poeta más allá del político, la poesía marcando el camino de la acción. El panorama de los suburbios contemporáneos no sería completo sin su imagen reproducida en las paredes de cités y barrios populares. Arthur Rimbaud será la figura en que se reconocen las generaciones de desposeídos; una imagen que, inicialmente, es expresión de una rebeldía adolescente, radical y legítima. Una insurgencia contra la hipocresía y el autoritarismo político de la Francia de aquellos años. Hipocresía que veremos expresarse más adelante en un terreno preciso: el de la sexualidad. Napoleón II será así el antagonista del Rimbaud político; la encarnación de todo poder e imperio. Es esta primera imagen la que fascinó a Jim Morrison, por los años sesenta, indicándole con su mirada altiva un itinerario hacia el profetismo

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y la justificación lírica de la protesta. Es también a través de esa lectura del creador de The Doors que unos años más tarde Graham Robb va a entrar en contacto con la vida del poeta. «La biografía persigue», dice un comentarista del libro de Graham Robb. Se ha querido sintetizar esta faceta bajo la etiqueta del anarquismo. Idea plausible en aquellos años todavía tocados de arrojo y romanticismo. Esta lectura entiende en todas las actitudes de Rimbaud una intención política que da pie y justifica las revoluciones juveniles posteriores. Ninguno de los biógrafos citados logra establecer sin embargo con certeza una militancia y un programa claro de Rimbaud en la actividad política. El Rimbaud procomunero, luciendo armas en las barricadas, parece ser más bien una viñeta tomada del Victor Hugo de Los Miserables. Pero, «revolución obliga» y no parece que podamos ir más allá de la actitud, a su vez burguesa, de épater le bourgeois. El carácter primordialmente estético de esta revuelta no impide ver una orientación de Rimbaud a lo largo de toda su vida hacia la figura del trabajador, su pregunta por el mundo del trabajo y la relación que la poesía puede tener con éste. De la «Carta del vidente», a sus fatigas africanas Rimbaud parece aferrarse a un juego del «todo por el todo», propio del más elevado de los desafíos. Si bien el término «revolución» o la más militante categoría de «proletariado», no hacen parte de su léxico primordial, una irritada caridad anima como la iras dei toda su palabra y su actitud. Sus cantos guerreros tendrán una ulterior formulación en aquella «Iluminación» que lleva el título de Democracia, donde toda rebeldía se justifica por simple obra de la sospecha y del ardor. El programa de guerra de Rimbaud, si bien político por su marco y energía, es ante todo un «manifiesto» que ve en la poesía la mejor arma para el ataque al mundo burgués. Cuando en 1870 hace su primera descente à Paris, lleva consigo un programa que, aunque no es original de su cosecha, sí tiene una formulación operativa en las «Cartas del Vidente»: el desarreglo de los sentidos. La revolución tendrá dos frentes de ataque. El primero consistirá en implantarse verrugas en el rostro para hacer con ello irreconocible la luz apolínea. Velar la imagen del dios ante la mirada impura de los burgueses, deslumbrar con los disfraces del demonio. Dentro de esta estrategia la actitud de épater alcanza condición guerrera al proponerse un comportamiento insostenible en el ámbito privado como en el público del mundo burgués. La homosexualidad, el ajenjo y el alcohol harán parte de esa disciplina de encanallamiento con la que el poeta quiere poner a raya toda tentación de aceptación y éxito parisinos. El segundo frente tendrá como objetivo una demolición aún mayor. Rimbaud, con los cien versos del Barco Ebrio en el bolsillo, llega a París para iniciar el último ciclo en la historia de la poesía. El soneto de las «Vocales» inaugura la experiencia zutista, el período parisino de taller del poeta campesino de Charleville. Período del cual apenas comenzamos a

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ver la importancia. El Rimbaud de los primeros meses en París antes de la redacción del «libro negro». Con dichos experimentos colectivos se da cumplimiento a la tarea de demolición de la belleza y de hacer del juego «amargo» con las palabras el cometido principal de la poesía. La experiencia zutista recupera con este comentario su papel de laboratorio de la proferación contemporánea.

II. Un asunto de arenques Toute langue d’amour est une langue de bois.

La segunda faceta del cubo rimbaudiano comienza a ser perceptible más recientemente: a partir de las revoluciones sexuales de los años sesenta. En 1871 Arthur Rimbaud y Paul Verlaine inician su temporada en el infierno, que con su breve duración –de poco más de un año–, reproduce el itinerario de Dante, de la mano de Virgilio, en los círculos de los infiernos condenatorios. G. Robb resume el significado histórico de esta amistad escandalosa en una imagen paralela. Rimbaud y Verlaine serían el Adán y Eva de la cultura gay. Con ese develamiento, con la puesta en escena de la homosexualidad, la sociedad tuvo que empezar a producir un discurso sobre esos «comportamientos» que había logrado mantener ocultos y castigados hasta entonces. Apreciar el impacto que la pasión homosexual tiene sobre la obra de Rimbaud es una tarea que puede llevar a muchos equívocos. Fundador de la cultura gay o pederasta asesino, según lo definió Edmond de Goncourt, comme vous voulez. Lo cierto es que en el terreno político todavía hay mucho que hacer para hablar de una tolerancia respecto de la homosexualidad. Occidente ha encontrado su manera de asimilar la «cultura gay» y de hacerla cínica y rentable. La «biografía» nos muestra cómo el terreno ha sido preparado. La ausencia del capitán Rimbaud del seno familiar, la fatal costumbre de Vitalie Cuif de firmarse «viuda Rimbaud», para ocultar el dolor que le causa su abandono, todo esto es una carencia de amor que Rimbaud va a buscar en la pasión sexual en su relación con Verlaine. Pasión en el sentido propio que entraña la violencia y el sacrificio. Pasión que no pudo durar más allá del día en que Verlaine no soportó más los sarcasmos de Rimbaud comparándolo con los arenques que traía de la tienda.

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Peanes. Expresión irónica para registrar la figura de un poeta griego y homoerótico. La empleaban los opositores de Rimbaud. Robb, Graham, Rimbaud, A Biography, Nueva York, Norton, 2000. Edición española: Rimbaud, Barcelona,Tusquets, 2001.


La danza entre el esposo infernal y la virgen loca devela un drama que no sólo se refiere a una «vida gay» sino a cualquier vida impulsada por la pasión y el juego. Se abre la época de las «relaciones» en el contexto amoroso. Graham Robb cierra la cuestión con una sospecha legítima: «Es difícil aceptar que el hombre que en su adolescencia hizo ondear su buggery y escribió peanes3 al ano haya dejado de ser sexual, o por lo menos de hallar deleite sensual en los hombres abisinios y musulmanes que constantemente lo rodearon»4.

III. La iluminación, el silencio El tercer aspecto, la imagen que otorga a Rimbaud su lugar entre los mejores poetas de todos los tiempos, es precisamente el de su breve obra publicada. La alquimia verbal se resume en dos libros principales que asombran por su unidad y diferencia. La Temporada en el infierno, el «libro negro», la bitácora de ese descenso en que el amor y la poesía riñeron hasta el crimen. El llamado «Drama de Bruselas» es el paso al acto definitivo para las vidas de Rimbaud y Verlaine. La mala suerte y la vigilancia policial llevaron a Verlaine con sus huesos a la prisión durante cerca de dos años. Rimbaud por su parte, regresa a la granja de Roche, escribe su «libro negro»; no puede responder a la presión del editor y deja de escribir poesía. Las cosas tenían que terminar así. Verlaine, el celebrado poeta parisino no puede aceptar que ese mocoso, con manías de señorita, fuera más allá de lo que él mismo soñara alcanzar: en ese momento Verlaine se siente vencido y busca destruir la imagen del rival. La imagen y tal vez el cuerpo que lo devoraba. El plomo contra la poesía, como dice Michon. Después de una edición problemática de la Temporada, Rimbaud parece desanimarse y no intenta publicar más. Su abandono de la poesía es tan efímero como la pasión que sintió por ella. Todo el mecanismo se viene abajo. Rimbaud abandona Europa y después de varias salidas en falso, pasa los últimos años de su vida entre una escuela coránica y los negocios que lo atormentaron tanto. En su nueva carrera Rimbaud, dice Robb, perseveró y en el futuro aventajó bajo las condiciones más ásperas imaginables a otros compatriotas suyos más duros que él. Se vuelve uno de los exploradores franceses más infames y aventureros, un hombre de destreza y ambiciones extraordinarias. Tal vez, el darse cuenta de esto, del papel que jugaba y de los crímenes que se cometieron en la empresa, lo llevó a quemar los 34 tomos de registros y memorias de su socio Labatut. Un documento vergonzoso; la memoria colonial. No debemos ver sin embargo en ese abandono un «argumento» con-

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tra la poesía. Su nueva vida es otra actitud que no quiere acordarse de esas necedades. C'est fini. Pasemos a otra cosa: hagámonos hombres en el mundo, respiremos esos mares, seamos absolutamente modernos. Y tal vez tenga razón... Pero al mismo tiempo que Rimbaud trataba de hacerse un hombre entre los salvajes, Verlaine publicaba las «Iluminaciones» de su amigo y la poesía volvía a alzar el vuelo ... Pero no vayamos tan rápido. Las lecturas de estos textos son múltiples y nunca se resuelven. Ya Tororov hace un estudio de diferentes tipos de lectura. En sus conclusiones este autor ya advierte de los senderos equívocos que nos pueden perder en esas «iluminaciones». Pero una pregunta ardiente permanece sin contestar: lo que hizo el adulto Rimbaud de la fama creciente de su ego anterior, «el verdadero dios de pubertad». Él supo ciertamente de ella pero nunca reaccionó. Taciturno al extremo, Rimbaud dice nunca.

IV. El hijo, el hombre «Jesús tenia treinta y tres años, Jean Arthur también era Cristo Crucificado a los treinta y siete» René Guy Cadou

Llegamos ahora a la cuarta faceta del cubo Rimbauldiano. Se trata del aspecto aludido inicialmente en relación con Claudel y la figura evocada de un Rimbaud en conexión con sus lecturas religiosas y esotéricas. La evidencia de un Rimbaud «neocrístico, anticrístico y philomático». En este terreno espinoso disponemos ahora de dos textos principales. El reciente libro, ya aludido, de Pierre Michon, Rimbaud le fils5 (1991) y el Rimbaud par lui-meme6, ya clásico de Yves Bonnefoy. Dos lecturas que desarrollan ideas paralelas en la interpretación del Rimbaud místico pero que llegan a figuras opuestas. El hijo y el hombre. Arthur Rimbaud es para Michon el mocoso de Charleville, con su angustia de primera comunión y su tristeza por la ausencia del padre. Es un hijo de la moderna familia de desheredados y niños echados a perder por la mamá. Para Bonnefoy la figura completa de Rimbaud consiste mejor en su opción por alcanzar la condición del hombre; hombre de su siglo y de su jugada… Michon pone de manifiesto las relaciones familiares de Arthur. La presencia agobiante por amorosa de su madre y la ausencia pesada y calla5 6

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Michon, Pierre, Rimbaud le fils, París, Gallimard, 1991. Edición española: Rimbaud el hijo, Barcelona, Anagrama, 2001. Bonnefoy, Yves, Rimbaud par lui-même, Paris, Editions du Seuil, 19XX. Edición española: Rimbaud por sí mismo, Caracas, Monte Avila, 1975.


da del padre. Sobre este modelo se organiza su destino. Mecanismos de búsqueda y huida que lo llevarán a su amistad con Verlaine, a su aventura africana, a su muerte dolorosa en el hospital de Marsella. El Evangelio de Rimbaud que Michon alude bajo la forma profana de Vulgata, permite ver una dimensión de su figura que ha permanecido oculta pero que se pone ahora de relieve. Lectura iniciada por Benjamin y su relación con el mundo moderno. Análisis psicológico y materialista que encuentra sin embargo sus mitos en las figuras del cristianismo ancien regime. El hijo del anatema y del fantasma, de la corneta y del rosario. La manera como Michon conduce su psicoanálisis nos muestra la carne viva de ese muchacho campesino con manos enrojecidas de lavandera como lo describió Mallarmé. La lectura de Bonnefoy penetra, por el contrario, en la epifanía del sujeto poético moderno. Rimbaud anuncia la nueva ley. El final de la poesía, de la cultura europea. Como ese barco ebrio el hombre se entrega a la prueba de su fuerza. Con el «abandono de la poesía» Rimbaud entra en un mundo de realidad cruda. Pero esto lo hace de manera profética, como luego seguirán Mallarmé, Bonnefoy, Blanchot. «Rimbaud, aunque destrozado e incurable, era moderno de forma menos absolutista que nosotros», recuerda Michon. Estamos lejos de poder apreciar su ingenuidad, su gran valoración de los románticos y los griegos. En esto coinciden las dos interpretaciones. El hijo también es el robador del fuego. El mismo dios que golpeó a Hölderlin, lleva a Rimbaud a entregarse a un ardor de la vida ,dejando a un lado la poesía. Una lectura concurrente de los dos abordajes pondrá de manifiesto instrumentos de análisis más finos. En el misticismo que puede ser leído en Rimbaud debemos ver el esfuerzo por realizar un paso de iniciación. De hijo a hombre, de la inocencia a la experiencia , según la enseñanza de Blake. Misticismo sin mistificación, la figura del hijo, que Michon asocia con el Cristo, da voz a un proceso más humano y desgarrador: el paso de la infancia a la condición de hombre. Ese esfuerzo de Rimbaud, su fracaso, como dirá Bonnefoy, crea la base en que se funda la voz del poeta moderno. Bonnefoy vuelve a centrar la figura en el misterio del poeta. La aventura personal de Rimbaud es secreta como toda vida privada en el mundo burgués. La biografía tiene un límite y la obra es difundida en el espacio poético. De Rimbaud tenemos sus textos. La palabra al término de la vitalidad. El destino, la aventura que ganan la existencia de un hombre, de un artista, en el abismo contemporáneo. Sin lugar a dudas su destino fue el del hijo. Sacrificio de la vida, como lo aprendió de su madre. Si Rimbaud como poeta fue el ángel y el demonio, tal vez siga siendo cuando hombre ese niño, ese dios irritado. Pero también es la historia de una vocación de hombre. En el sentido

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existencial. Mayoría de edad, responsabilidad burguesa. En este caso Rimbaud no sólo fracasa con la poesía sino que su fracaso también es el de toda la humanidad. Imposibilidad doble de ser poeta y niño y de afirmarse como hombre. El poeta no sólo ha perdido la aureola sino que el hombre ha perdido su humanidad. Indudablemente lo que más asombra desde el punto de vista de la literatura es que Rimbaud haya abandonado su tarea. De nuevo, al lector, como a él mismo, el piso le tiembla. El arte poética encontraría su fin en las «Iluminaciones». Prefiero creerlo así. La lección de Rimbaud es la de una idea poética que encarna en una aventura de vida. Algo muy dieciochesco por lo demás. Pero eso es. Rimbaud se ha hecho hombre y ardido en el ruido de una modernidad que no acaba de morir, toda la poesía estética y moral ha colapsado. Pero de nuevo vienen las «Iluminaciones» en nuestra ayuda. De ese final, surgirá un concepto de la poesía más ligado al conocimiento y a la magia verbal. El poema sigue su danza sobre los abismos de la historia.

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Rese単as

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La parábola del asombro Los cinco entierros de Pessoa Juan Manuel Roca Barcelona, Ígitur, 2001 168 págs. Guillermo Martínez González Organizada en varios ciclos temáticos, esta nueva antología de Juan Manuel Roca, recientemente publicada, permite seguir el rastro de sus obsesiones más constantes: la poesía como visitación nocturna, la saga de sus pobladores extraídos del delirio y los más lacerantes paisajes, el sondeo de los ciegos en el tejido invisible de su percepción crepuscular, el asalto del deseo en zonas que son como un bebedizo, una invitación a los festines del cuerpo, la otredad y lo desconocido. Parábola del riesgo y del asombro, ésta es una de las aventuras más fulgurantes de los últimos tiempos en la poesía colombiana, un itinerario que, llegado a su plenitud, atrae por su encendida persistencia en el poder del lenguaje para convocar el hechizo y el pavor de la revelación poética.

La meditación sobre la poesía y el destino del poeta en una sociedad en crisis, que además desdeña las potencias del espíritu, distingue a la modernidad desde Baudelaire hasta nuestros días. En la obra de Roca, su referencia como creación que se encuentra en los terrenos del mito y las fuerzas más liberadoras de la condición humana, es frecuente. Conjuro contra la rutina y los despojos de la realidad, Roca nunca ha negado el peligro de su extinción en un mundo que la niega a cada instante. Pero es gracias a su condición de mensajera en el exilio, de visionaria de todas las catástrofes, que logra su transfiguración, su estela que detiene el tiempo y anuncia la llegada de los sueños. Centro magnético de fuerzas encontradas, de turbiones que se enlazan con lo más recóndito, de imágenes que se aguzan en el delirio, el poema en Roca, sin embargo, nunca ha rehusado la realidad ni ha dejado de señalar los estigmas de una circunstancia inmediata marcada por la violencia y el escarnio, a la identidad maravillosa del arte y la vida. Su poesía se complace en el espectáculo del mundo, habla de su infancia y su primer asombro ante el fuego y la lluvia; en medio de la guerra, instaura la risa, los paréntesis del erotismo y el ocio, el gozo por una parla que se confunde por igual con los hallazgos del ebrio y las truculencias del vago que ha visto el cruce de todos los vientos. Rumor de aldea que se mezcla con el aire fétido de la urbe, a la manera de Villon, la poesía de Roca ama la lírica y el escarnio, la celebración y el epitafio, el árbol con su letanía de

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hojas y cielo y la bandera que se agita como trapo sucio en la carnicería del más remoto suburbio. Virulencia y deslumbramiento: de esta tensión nacen sus poemas. De ese andar entre la guillotina y la melodía, se alimenta esta poesía que a cada momento recuerda que «todo paraíso tiene su serpiente». Desprovista de cualquier desazón escatológica y afincada con dientes y sueños en las miserias y esplendores de lo terrenal, ejerce, sin embargo, una sutil transgresión del tiempo, asigna al arte el encantamiento del instante, el poder de detener para siempre en la página a la mujer que se baña en el río, ese mismo río donde Heráclito contempla el vértigo de la eternidad. Roca encuentra su reino ideal en la noche. De allí su insistencia en los ciegos y su deletreo en los alfabetos de la sombra. El poeta, como el ciego, descifra lo invisible, crea el mundo a partir de la nada. Como los ciegos, la noche no tiene límites, vagabundea «al clangor de las esferas y el timbal de la luna». Más allá de los temas, de las alucinadas peripecias de sus personajes suspendidos en la cuerda floja de la vida, lo que en definitiva concede originalidad a Roca es una maravillosa capacidad de manipular el lenguaje, de deslumbrar con la imagen. Se pueden encontrar las huellas de su búsqueda, las influencias que lo prodigan, los artificios que subyacen en el fondo de los poemas y, no obstante, nunca deja de sorprendernos por la fastuosidad y el rigor verbal, por el hallazgo metafórico que nos traslada a posibilidades inéditas.

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Yrwyr nynyr: escrito bajo el agua Bronwyn Juan Eduardo Cirlot Edición de Victoria Cirlot Madrid, Siruela, 2001 999 págs. Rodolfo Häsler La personalidad poética de Juan Eduardo Cirlot (Barcelona 1916 1973) se conforma de manera atípica en relación al panorama general de la poesía española. Sus conocimientos profundos de la música y su actividad como compositor, sus estudios de egiptología y de civilizaciones antiguas como la púnica o la celta, el medievalismo gótico, a lo que siguieron sus contactos con el surrealismo, hacen de él un poeta que forzosamente habría de optar por una expresión sin encasillamiento posible en una época en la que predominaban los grandes grupos y las tendencias unificadoras. Se trata de un autor raro, en el sentido francés del término, lo que por desgracia ha pesado demasiado tiempo sobre una obra que cada vez cobra mayor luz, mayor dimensión,


hasta irse vislumbrando como una de las escrituras poéticas más sorprendentes y gratas de la poesía española de la segunda mitad del siglo XX. La génesis de Bronwyn, una de las obras cumbre dentro de la producción poética de Cirlot, nace dentro de la heterodoxia en cuanto se refiere a motivos e intereses frente a lo que se estaba produciendo por esos años. El autor queda fascinado con la visión de la película El señor de la guerra de Franklin Schaffner. La película desarrolla su trama en los albores de la Edad Media y sus protagonistas son Charlton Heston y Rosemary Forsyth, actriz que interpreta el papel de Bronwyn, muchacha celta en un pueblo sometido por los conquistadores en los marjales de Brabante, símbolo evidente de una Europa en ciernes. La muchacha, como la Dama del Lago, surge de las aguas y con su deslumbrante belleza desarma al aguerrido caballero: Contemplo entre las aguas del pantano Y circundado por el verde bosque. No muy lejos el mar descompone Y tus ojos azules en los cielos

Se trata de un tema tratado durante la Edad Media en la literatura, la pintura y posteriormente en la música, un tema que desde la Antigüedad han interpretado diferentes culturas: el desafío de la belleza, el poder de lo hermoso capaz de desarmar o desestimar cualquier oposición. La

amada que viene desde otra vida, como una mensajera del más allá, de lo ya transcurrido, es una problemática que a Cirlot le fascinaba como buen estudioso y conocedor de la simbología medieval que era. Bronwyn , por supuesto, debe interpretarse como encarnación de lo opuesto, lo desconocido, lo que de repente aparece y modifica por completo nuestro universo con una tremenda capacidad de transformación espiritual. El misterio que continuamente aparece frente a nuestros ojos y nos deslumbra, en definitiva, la encarnación de la poesía en su estado más perturbador, cercano a la visión mística. Esa presencia de lo contrario, de lo desconocido, del misterio, incluso del vacío que nos enfrenta con nosotros mismos y sin cuya comprensión y asimilación no podemos llegar a nada duradero, siempre aparece en su obra y podría decirse que alrededor de esa visión reposa el eje central de la poesía de este autor. El agua como elemento nutricio, original, del cual emana la vida y la creación, en su constante movimiento o en su quietud, aparece dentro del ciclo poético como la base fundacional sobre la que se construye el texto: Yacente bajo un sol de luces negras, Escrito en una losa bajo el agua Perdido entre murallas y silencio Mi laberinto intenta ser un rostro.

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El primer fragmento de Bronwyn apareció editado en 1968 y el último, La «quête» de Bronwyn, en 1971, ambos publicados por cuenta del autor. Estos cuadernos, de factura bellísima, nunca tuvieron una gran tirada. En 1974, un año después de su fallecimiento, el ciclo fue editado en el libro Poesía de J. E. Cirlot 1966 1972 por Leopoldo Azancot. Hay en el conjunto de estos cuadernos una gran variedad de formas poéticas, desde sonetos hasta ejemplos magníficos de poesía permutatoria o de poesía fónica, sin dejar de lado el verso libre y la prosa poética, lo cual indica un afán abarcador y experimentador en el autor que aún hoy no ha sido del todo tratado por sus estudiosos. Un espléndido ejemplo de variaciones fónicas es el titulado «Bronwyn n» en el que el poeta se pregunta cómo nombrar a la amada idealizada y se decide por jugar con las consonantes que componen su nombre, b, r, n, w, y. Un brillante ejemplo del espíritu lúdico mediante el cual J. E. Cirlot logró recrear, desde la pura intuición poética, la más sorprendente aproximación a la lengua celta que podamos imaginar: Yrwyr nynyr Ow ow wyr ownyr ow nynyr Yr nynow rynwnynwyr Nywny nywny nywny ynnn rynw

Con el empleo de esta forma Cirlot lograba perfeccionar algo que había perseguido desde hacía mucho

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tiempo: aunar el sonido, la música, el simbolismo fonético, la forma plástica (no podemos olvidar que Cirlot fue uno de los importantes críticos de arte en su momento y valedor de los artistas que conformaron el grupo Dau al Set en Barcelona) los estudios medievales y la simbología. Todo esto, lo llevaría a convertirse en un poeta amante de lo hermético, defendiendo la postura de que el lector era quien debía esforzarse por comprender el texto a la manera de una elevación y nunca al revés. La presente edición de Bronwyn nos permite afirmar que es la primera, puesto que nos presenta, además de los textos publicados por el autor, otros materiales inéditos que tienen que ver con el mito de Bronwyn: cartas, notas personales, planos de geografía simbólica en los que el poeta se pregunta si los lugares son reales, junto con trabajos del autor como collages hechos con fotografías de El señor de la guerra. La abundancia del espacio blanco en la página permite, en esta ocasión, que se cumpla perfectamente una de las aspiraciones más interesantes de Cirlot referente a la función del lector de su obra: éste puede completar el crecimiento del texto, de su explosión, para que las palabras resuenen, como composiciones musicales, en todas sus posibilidades, hasta su punto de resonancia; no en vano el autor fue uno de los mejores difusores del dodecafonismo y de la obra de Wagner, Mahler y Schoenberg en España.


Amb glops de llum blava: l’esclat de la veu espasmòdica Les veus del ventríloc. Poesia de teatre Josep Palau i Fabre Tria i pròleg de David Castillo Proa, Barcelona, 2001 96 p. David Casassas Quan, l'any 1962, amb l'aparició de l'assaig El mirall embruixat, Josep Palau i Fabre reivindica una revolució en el teatre que s'arreli en la concepció d'un temps teatral nou, defineix el camí per a una comprensió unitària del conjunt de la seva obra. En efecte, Palau i Fabre insta a que, a la manera d'un Lorca o, fins i tot, de cert Lope de Vega – Palau tot sovint s'encarrega de recordar que el gran teatre ha estat escrit per poetes–, el gènere teatral adopti la forma espasmòdica de què els Baudelaire i els Rimbaud han estat capaços de dotar una poesia que, d'aquesta manera, ha anat passant a ser menys narrativa. «El poema –espasme –diu Palau i Fabre– és un poema de temps cronomètric molt més breu i de

temps interior molt més tens; no vol ésser llegit, sinó viscut, i exigeix la despesa, en nosaltres, del temps que duu acumulat.» És des d'aquesta convicció, de l'assumpció del poder de la paraula poètica per manipular el dolor i el desordre –«la sang vessada que senyoreja en les venes, [...] que munta per les parets»– i per tractar la incertesa del desig – «l'instint de faune»– que s'obre a la matèria, que arrenca la producció teatral de Palau i Fabre; i és en atenció a aquesta convicció que cal entendre la selecció de textos, de «poesia –de poemes, podríem dir– de teatre», que David Castillo ha fet a par tir del conjunt de l'obra dramàtica de l'autor de Poemes de l'Alquimista. Lluny, doncs, del traç de dubtoses, per consuetudinàries, línies de demarcació entre la poesia i el teatre, cal concebre el teatre de Palau i Fabre com una extensió de la seva obra poètica, fins ara recollida exclusivament als Poemes de l'Alquimista, cosa que equival a afirmar l'existència d'una solució de continuïtat entre l'un i l'altra: el model teatral de Palau es desenvolupa al voltant de peces en un sol acte, intenses, de gran condensació expressiva, on el poder denotatiu de la metàfora il·lumina espais que, per mer recurs a la narració descriptiva, restarien caliginosos. Teatre botzina de la ventrilòquia pròpia d'un subjecte heterogeni, teatre pilot en l'itinerari vers la síntesi alquímica, el corpus dramàtic del que es nodreix Les veus del ventríloc destil·la poesia en estat pur. En definitiva, «amb Les veus del ventríloc –afirma el mateix Castillo–

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trencarem la idea de Palau com a autor d'un únic llibre de poemes». Les veus del ventríloc reuneix dues qualitats que, donades les dificultats que plantejava la iniciativa editorial, cal destacar. Per una banda, tots i cadascun dels textos recollits, tot i constituir fragments extirpats de les peces teatrals, funcionen de forma autònoma. En efecte, l'absència del text teatral original com a punt de referència en cap moment posa en perill la unitat semàntica dels poemes. Per altra banda, aquesta independència de significat dels textos aplegats no implica que aquests apareguin de forma desllorigada. No només perquè cadascun d'ells sigui vàlid per sí mateix, sinó perquè, a més, rere tots ells s'hi endevina un fil conductor que té a veure amb les preocupacions fonamentals del poeta. Tot i la seva familiaritat amb els principals corrents artístics de mitjans del segle XX –cal no oblidar que tant la seva formació prèvia com, sobretot, els quinze anys passats a París connecten Palau i Fabre amb episodis cabdals de la cultura europea com ara el surrealisme, l'existencialisme o el teatre de l'absurd, així com amb figures que, com Antonin Artaud i Picasso, el marcaran definitivament–, l'eclosió de l'activitat del Palau dramaturg va lligada a l'exploració de les possibilitats dramàtiques d'un per-sonatge andalús del segle XVI: Don Joan. Ara bé, sense abandonar la càrrega primigènia que el mite de Don Joan arrossega –la indagació dels mecanismes de la seducció, del desig i del dolor–, l'aproximació que hi fa Palau afegeix una perspectiva ben

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personal: la de la dona em-bruixada. En efecte, dins del cicle de Teatre de Don Joan, que inclou cinc peces, la presència de la dona hi juga un paper central. La dona, sota la mirada de Palau, és víctima de la «sageta enverinada» d'un Don Joan de set insaciable que, bo i «davallant per les parets del vertigen, [...] beneït pel mateix sant diable», ha encès frívolament la pira d'una passió els estralls de la qual no permeten tornar enrere. En aquest punt, però, la resposta de la dona adquireix una enorme profunditat no només psicològica, sinó fins i tot metafísica. Efectivament, la dona erma, devastada pel pas d'un Don Joan del que és encara presa –«jo mateixa m'admiro que les meves flames no hagin consumit ja l'eternitat, [...] jo em consumeixo en les penes eternes de l'infern, per haver-te estimat més a tu que a qui devia i per no haver-me'n sabut mai penedir»–, la dona que mastega la passió unívoca que la parasita és capaç de participar de l'amor intransitiu al que, entre d'altres, apel·la Rilke. Un amor que no és altre que l'amor no correspost i que, abatut, ja no espera tampoc corres-pondència; l'amor que no té objecte que l'aculli, que és conscient de ser flux vers el nores i que, per tant, és radical sortida d'un mateix; l'amor com a pur anhel que es projecta al món i que s'hi vessa, i que el fecunda. Així, d'entre les restes del naufragi, la dona, cega d'amor encara, troba material fèrtil per a la seva reconstrucció («són les tenebres les que suporten la volta celestial») i, a la manera del vell Tirèsies, és capaç de fer el pas de la lamentació a la clarividència:


Anell o talismà, els somnis de les noies tenen la teva forma perfecta com un ull. Un ull sense pupil·la, buidat de llum, orbat, per tal que les encegui la pròpia claredat.

En definitiva, és ella, la dona embruixada, la dona seduïda i alhora abandonada, qui, des de les cendres del propi incendi, ha emmotllat un món del que pot celebrar-ne fins la por i el fred, perquè participa de la foscor amb què ha bastit i manté un amor detonat per un Don Joan inconscient de la seva obra. Tal i com sembla clar, hi ha, al darrere d'aquesta Poesia de teatre, el batec de l'intent d'una síntesi metafísica. La recurrència a la vella idea de la unió dels contraris, evident al monòleg del demiürg de la tragèdia La caverna, n'és un exemple fefaent: En mi s'uneixen els dos sexes, claror d'enigma. El bé i el mal en mi es confonen i es necessiten. Odi i amor són els qui engendren, perquè s'estimen i es detesten. [...] Els sexes no es penetren, tampoc no es separen, estan units d'arrel per alguna altra banda. Què és masculí? Què és femení? Tot és igual i tot distint.

I d'aquí a la confusió de tots els plans de la realitat, en una afirmació de la unitat que cal situar a la base de certa reivindicació de la paternitat de la pròpia vida –i de la responsabilitat envers ella–, només hi ha un pas. Diu també el demiürg: Occiràs els teus pares, els teus fills devoraràs: ells et roben la força i són el teu secret. Seràs fill dels teus fills i els pares pariràs. Naixeràs aleshores, si vols, de tu mateix.

Es tracta, doncs, d'un intent d'integrar la totalitat dels aspectes de la vida en una mirada calidoscòpica que, sense esborrar la policromia inherent a les coses, difumini la distinció entre el dolor i la complaença, entre allò desitjable i allò que tractem d'evitar, una mirada que, d'aquesta manera, identifiqui el flux únic que circula per tot allò que l'home ha fet i fa. Com a la «Cançó blava», autèntica explosió poètica pertanyent a l'Homenatge a Picasso que, més enllà del caràcter anecdòtic del que s'hi relata –l'obra és una evocació escenificada de les etapes principals del pintor malagueny–, constitueix una invita-ció a tenyir el món del pigment necessari per a fer visible la irrompible continuïtat, fins i tot en el dolor, de la seva naturalesa: Amb glops de llum blava bevem l'infinit. La llum no s'esbrava

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en la blava nit. El blau ens satura el cos i la ment: entranya madura d'aquest firmament. El blau ens contempla, el blau ens comprèn, el blau és un temple en el nostre infern.

«La poesia no com a fi en sí mateixa, sinó com a mitjà d'exploració o d'experimentació, com per altres ho poden ser el microscopi o la música, o com a l'edat mitjana s'empraven els metalls»– diu Palau a les notes que acompanyen la primera edició, clandestina, dels Poemes de l'Alquimista. La poesia, en definitiva, com a forma d'alquímia. Ara bé, la síntesi que proposa Palau no pot entendre's al marge de la consideració de certa forma del que podríem anomenar «platonisme invertit». En efecte, els poemes de Palau i Fabre aboquen a l'assumpció de la necessitat d'un maneig immediat i proper dels instruments que conformen el món d'ombres i aparences en el que l'home irremeia-blement opera. Lluny d'aspirar a la consecució d'una realitat ontològica-ment superior definida en oposició a la matèria, Palau opta per l'home quiet al fons de la caverna, assegut davant el repte de resoldre els enigmes que el defineixen. I, des del fons de la caverna, en la por i el fred de la caverna, apareixen el plor, el plany per l'aridesa de la tenebra, el dolor i el desordre:

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La sang vessada és més potent encara i s'enduu la mirada dels ulls, els somnis de la son, el peu fora del pas. La sang vessada senyoreja en les venes, que esdevenen torrents, que no seran mai més rius endreçats i harmoniosos.

I la temptació de la fugida –«deixarho tot, no endur-nos absolutament res»–; i el mal que només engendra mal –«per masegar el mal / el bé hi és de sobres»; i la gran mascarada de les gestes infames –«cementiris sota la lluna»–; i el pes terrible de la incertesa –el voler saber i no poder, i el saber sense voler, i el no voler saber per a poder–; i «l'esca del pecat». Doncs bé, és només per via de l'actuació a par tir d'aquestes realitats, a la manera de la dona embruixada per Don Joan, que es pot concebre la capacitat humana de dotar la vida d'un rumb propi, d'un rumb escollit de forma autònoma des de l'autosuficiència de qui és capaç de convertir el perill del desesper en arma pròpia: Cal que em nodreixi de mi mateixa i en les meves entranyes em regeneri, com si em parís de nou jo mateixa de mi, per a sentir-me nova


cada dia i no afeblir-me en el delit que em mou. [...] Car si em deixés anar pel corrent sol·lícit de les aigües sense rems ni timó, prompte seria a l'estrany oblit o en els penya-segats de la follia.

Es tracta d'una afirmació de la vida que bascula entre certa aposta dionisíaca per un existir a borbollades –«fes el que vulguis, però més. / L'excés és el que compta»– i la consciència de la hybris, com a territori prenyat de conflictes, que amaga la desmesura. Sigui com sigui, arrelat en una visió materialista, en el sentit estrictament lucrecià, del món, visió a la que no són alienes certes reivindicacions del «més ençà» fetes a la manera d'una Maria Zambrano, Palau i Fabre assaja un cant al compromís per part d'aquell que ha assolit la serenor de certa mirada de síntesi envers el món i que viu no en la vigilància, sinó en l'atenció respecte a tot allò que s'esdevé al seu entorn i de què és deutor o responsable: [...] entre el cel i la terra sento el meu vol suspendre's amb estranya dolcesa. És el moment feliç que l'au sotja la presa: cal abatre's rabent -redevenir sageta.

A partir d'aquestes asseveracions, l'aposta normativa de Palau no podia sinó passar per l'apel·lació a certa forma d'innocència que podria ser associada a la particular idiosincràsia dels cronopios cortazarians, éssers insignificants o, més ben dit, sense pretensió de notorietat als quals el recurs espontani, mai forçat, a la imaginació primer de tot i, en última instància, a la indiferència resol qualsevol possible conflicte que pugui venir donat per la presència d'altri: Si un gos rastreja la teva flaire o es mor d'enveja un criticaire dansa i punteja sota el paraigua

Les veus del ventríloc són diverses tant pel que fa a la forma com en relació al discurs. Efectivament, s'hi poden trobar des de formes populars com la cançó o la quarteta més clàssiques, treballades a la manera d'un Salvat-Papasseit –humor i crítica social inclosos–, formes que, sense deixar de banda el símbol, presenten ressonàncies romàntiques més que noucentistes, verdaguerianes, àdhuc joglaresques; fins la solemnitat dels monòlegs del cicle de Teatre de Don Joan o dels Mots de ritual per a Electra, passant per la versatilitat del vers lliure, on el recurs, en aquest cas central, al símbol condueix a un lirisme contingut d'enorme eficàcia expressiva. Però Les veus del ventríloc són també, i sobretot, el punt de confluència de les veus diverses d'uns personatges conscients de la

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fragmentació dels respectius discursos i, alhora, disposats a la seva confrontació, amb l'esperança que aquesta fructifiqui en alguna cosa. Ens trobem, en definitiva, davant d'uns personatges que s'enfronten a les preguntes primeres, que, puerils i alhora potser massa pretensioses, fan niu en ells, erectes. Per què caminar? La necessitat de la consolació hi és pregona: «Però, per què a mi cap veu / mai no ve a consolarme? / Per què jo sol, a mi sol, em responc?» Però la consolació, al contrari del que passa al món llatí, es resisteix: és en la soledat, en la soledat potser compartida però al capdavall ineluctable, que cal afinar l'oïda. I, des de la soledat del fons de la caverna, aquests personatges es veuen sorpresos per la presència de certa força inercial que els indica que és en el mateix impuls que conforma la pregunta viva on cal cercar la resposta. Per què caminar? La resposta, humil i alhora fulminant, sembla apuntar a una realitat inapel·lable: cal caminar perquè tenim peus. I cal fer-ho amb «el pas lleuger i la mirada certa».

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Plusvalía de amor Diáspora Cristina Peri Rossi Barcelona, Lumen, 2002 112 págs. Alejandro Gómez-Franco Entiendo la poesía como una forma muy particular de la palabra, más cercana de la letra, en su condición de trazo, de huella, que cualquier otra forma literaria y, por lo tanto, más cercana al cuerpo. Digo porqué. La letra es del orden de la marca y, un cuerpo, al menos el cuerpo que interesa al psicoanálisis y sin duda a la poesía, se define y se decide por las marcas que la palabra, los significantes, han dejado en él. Pero además, la poesía se sirve de la palabra para convocar los objetos pulsionales, fundamentalmente la voz y la mirada, los dos elementos que Lacan agregó a la lista freudiana inicialmente compuesta por el objeto oral y el objeto anal. La poesía hace aparecer, muestra, ese objeto pulsional que es la voz, así como la pintura intenta mostrar el otro objeto que es la mirada en el campo escópico. La mirada también es con-


vocada por la poesía como bien lo muestran muchos poemas de Cristina Peri Rossi. En la escritura de esta autora hay muchos aspectos y eso hace difícil la decisión acerca de cuál de ellas hablar. Yo he tenido que hacer mi elección. Cuando hablé con Cristina la primera vez, una de las primeras cosas que le comenté sobre su obra era que me parecía profundamente femenina, no en el sentido más tópico de apelación a una cierta sensibilidad para la expresión de los sentimientos en el que se supone que las mujeres son maestras, sino en la búsqueda de precisar qué es el goce de la mujer. Qué quiere una mujer, es una de las preguntas fundacionales del psicoanálisis junto a la de qué es un padre. Y Cristina Peri Rossi, como buena rioplatense, no es insensible a la razón freudiana. La preocupación de esta poeta por el goce femenino hace que haya en su obra una fuerte presencia de la cosa, del Das Ding kantiano, como aquello que se resiste a la palabra pero que sólo por la palabra tenemos noticia de ella. También aparece la cosa como la matriz de todos los objetos, ya que éstos son sólo su declinación en una metonimia interminable. Los objetos son sólo el semblante de la cosa. Sabemos, por lo tanto, que objeto no hay, que el objeto del deseo sólo ex-siste, y que esa ex-sistencia es una forma particular de hacerse presente en la ausencia. La mirada como objeto pulsional es lo que, por ejemplo Velázquez, hace aparecer en Las meninas. La voz, como objeto pulsional se puede observar en las alucinaciones

de los paranoicos. Los psiquiatras creyeron encontrar la respuesta al definir las alucinaciones auditivas como percepciones sin objeto. Lo que escucha el paranoico, a causa de un accidente en su proceso de constitución como sujeto, es la voz antes de hacerse palabra, pero como no está totalmente libre de la sujeción al lenguaje y, por lo tanto, del sentido, la voz adquiere una significación delirante. El poeta, por otros medios, también busca acercarse a esa voz original, esa que existe antes de que las palabras se transformen en nombres. El psicoanálisis encuentra algunas veces, las mejores, su fin allí, con la aparición de un significante que no significa nada pero es aquel que condensa y decide toda la serie de significantes mayores que rigen la vida de un sujeto. El poeta también vuelve una y otra vez a los mismos significantes declinándolos hasta hacerlos entregar aunque no sea más que una gota de la voz primordial que hace universal al poema. Cuando en ocasiones escuchamos un idioma que no conocemos, recuperamos algo de la experiencia original que fue nuestra entrada al lenguaje y la palabra. En Peri Rossi hallamos abundantes ejemplos de la convocatoria de esos dos objetos inefables, la voz y la mirada, que son especialmente determinantes para la mujer. No es que no lo sean para el hombre, pero lo son de un modo diferente. La mujer, por el privilegio de no tener pene puede gozar de él y no sólo en él, como es el caso del hombre, en quien el goce de órgano hace de verdadero obstáculo para experimentar un goce distinto. Eso no quie-

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re decir que no haya hombres que lo consigan y no necesariamente por la vía de la elección homosexual. Esta idea me evoca un poema de Diáspora que se titula «La Bacante III»: También hay un poeta que le recita poemas antiguos –bacanales– y al cual ella jamás concede sus favores. Teme que, satisfecho, se le fuera la inspiración.

Es verdad, generalmente en los hombres la inspiración está ligada a la erección. Es así, no todos podemos ser san Juan de la Cruz. Hay, también en Diáspora, varios poemas que son ejemplo de esta presencia del objeto voz que se desliza por la vertiente musical: «Yo la amaba», «Mora y barroca», «Seno sino signo apoyadura». No explican, no nos dan una significación, no metaforizan, sólo nos traen un eco antiguo aunque en absoluto ajado, y creo que ese es el gran mérito de estos poemas, fundamentalmente el poema «Mora y barroca»: Mora y barroca mura y mara barrunta y bala por su boca yo barrumbé un moro entero

Un poema que hace aparecer en toda su frescura el juego con las palabras, antes de que se petrifiquen en el sentido. Porque, ¿qué es

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«barumbar un moro entero»? No sabía nada de la infancia de Cristina y, para no correr el riesgo de equivocarme, tuve que corroborar lo que me había atrevido a suponer: que alguien a su lado cantaba y no era un hombre. En este poema, voz, objeto, mujer y enigma son una sola cosa que encuentra su explicación en el poema «Amabas a las niñas», en el que la voz no se muestra sino que se evoca como razón, como objeto que causa el deseo. También esta autora se queja de las palabras y les reprocha su inconsistencia cuando no convocan la voz como en el poema anterior a éste («Dejaste de hablar por prudencia»). O el brevísimo pero elocuente «Podría escribir los versos más tristes esta noche, / si los versos solucionaran la cosa». En este poema habría que poner la cosa con mayúscula. En relación a este enfado que se presenta cuando las palabras no responden por la cosa, la autora me relató una anécdota de su infancia en la que se le revela esta verdad: su madre le explica que mesa en inglés se dice table y en francés table. Su desazón es mayúscula, ya no hay Uno, ya no hay la virginidad de la palabra y el objeto haciendo el amor para siempre. La madre con su explicación convocó al padre en su función primera, la del aguafiestas que introduce la ley con la que nos echamos a andar por el mundo. No es ajena a esto la insistente preocupación en la obra de Cristina Peri Rossi por la memoria y el olvido, la forma más segura del recuerdo. Las cosas que mandamos al limbo del olvido tienen pocas ocasiones de comerciar con las palabras


que las volverían a la memoria y así se conservan sin alteración. El valor de la rememoración en el psicoanálisis muchas veces tiene justamente la función de volver a poner en circulación algo que había sido apartado por razones que atañen a la economía del placer. En la poesía de Peri Rossi hay mucho –no podría no haberlo– de aquéllo vivido en los primeros años de vida y que luego queda sepultado por la amnesia que alimenta el anhelo de reencontrar la identidad de percepción de lo que, por no haber estado nunca, ha dejado la huella más imborrable. La ficción de que palabra y objeto son una sola cosa, que la madre de la autora destruye con su inocente docencia, es la creencia suscitada por el deseo de colmar esa separación que no podemos ignorar. Esta referencia a la niñez me permite evocar otra de las figuras que aparecen con insistencia en Diáspora. Son esas niñas balthusianas observadas desde el mirador de la nostalgia pero sin melancolía, una nostalgia que busca su consuelo en una ironía rebelde que, aún sabiendo la inutilidad del empeño de su búsqueda no ceja en su deseo de saber. Niñas solitarias, indolentes, alejadas de cualquier pathos que las haga dudar de la presencia de la mirada en la que se mantienen erectas («Amaba las niñas», «Paisaje de otoño», «Del verano», «Les printemps»). He leído Diáspora junto a otro libro de Cristina Peri Rossi donde el cuerpo, el goce, el amor, la creencia y el desengaño se dan cita para hacer un recorrido desde la alineación hasta la separación. Se trata de So-

litario de amor, una novela muy singular. En ella la autora hace hablar a un hombre de aquello de lo que los hombres no suelen hablar. No es un hombre cualquiera, es un hombre contemporáneo. Creo que uno de los méritos de esta novela es justamente ése: dibujar un hombre que ya no se sostiene sólo por su vínculo con el objeto en la vertiente que bifurca los caminos del amor y del sexo, un hombre que ha sido igualmente mordido por el amor. Hay razones estructurales por las cuales el hombre mantiene separados ambos caminos, pero esas estructuras no son inamovibles. Consentir en esa reunión es para el hombre tener acceso a un goce que, como decíamos antes, no es sólo el goce del órgano. ¿Qué hacer con ese goce que caracteriza lo femenino como posición subjetiva, sin dejar de tener en cuenta que no es un goce inocuo, sino que causa estragos justamente porque escapa a la regulación que introduce la palabra? La respuesta siempre es individual, pero no deja de tener su incidencia en lo social. El psicoanalista y el poeta se dan cita en el intento de dar la palabra a la sensibilidad contemporánea. Uno y otro pueden contribuir a iluminar algo el sendero que nos lleva al campo del saber acerca de ese goce que puede ser tremendamente destructivo en su búsqueda del plus de placer que lo caracteriza y cuya mejor definición dio Marx con el concepto de plusvalía. No hace falta mirar muy lejos para ver sus efectos devastadores; Argentina está a la vuelta de la esquina.

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reminiscencias de los ritos africanos dan pie a la santería cubana, a la búsqueda del paraíso perdido de la infancia se traduce en ritmo la memoria del Caribe:

Delicada geometría Paisaje, tiempo azul Rodolfo Häsler Aldus, México, 2001 78 págs. Enzia Verduchi Poeta y traductor, Rodolfo Häsler nació en Santiago de Cuba en 1958. Actualmente reside en Barcelona, ciudad adonde llegó de niño. Ha publicado varios libros de poemas, entre los que destacan: Poemas de arena (1982), Tratado de licantropía (1988), Elleife (1993) y De la belleza del puro pensamiento (1997). Paisaje, tiempo azul, el primer libro de Häsler publicado en México por editorial Aldus, se divide en seis partes («Okantomí», «Hammam», «Los hermanos extranjeros», «Yo le robé las joyas a la marquesa», «Suite de Tánger» y «Dánae, la ciudad») que comprenden una amplia variedad temática y una suma de diversas influencias que definen una voz particular. En el abanico de Ochúm y bajo la protección de Yemayá, en el corazón de la Caridad del Cobre, las

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Si de lo más oscuro la solución destaca como libro blanco, la cabeza ya no te pertenece, asentada en su fuerza, en el centro del ceremonial, el alma inmaculada para que emprendas el camino que el caracol te dicta, la virtud y la armonía. Toda naturaleza te unge con su savia y pasan los años para probarte tu existencia, para que encuentre firmeza en tu demanda, en la vida vivida, la paz, la perfección unida a la distancia que sueñas...

La poesía de Häsler avanza entre penínsulas, tiempo y paisaje, está al margen del antes y el después [que] «son secundarios y vienen en función del momento. Un epicureísmo horaciano recorre estos deslumbramientos y las palabras son verdaderos hallazgos capaces de expresar lo instantáneo que dura toda una vida» –como señaló en su momento Hugo Gutiérrez Vega. Con


versos de trazo cuidadoso, el poeta transita una región donde comulgan las costas de América, Europa y África en la diversidad, en el «atrevimiento de vivir en la hoja del puñal». El mundo es uno para el deseo y la pasión, el sol resplandece del mismo modo entre el aroma del café árabe o vienés o el vaso de té en Barcelona, «la canícula todo lo atempera», incluso el cielo mismo posee ese mismo poder mágico, protector: […] Todo es sueño en la estancia superior, en el infinito humeante y cálido todo es silencio que se expande, símbolo de más delicada geometría, de alguna manera, sofisticación que apunta en cada uno de los gestos cuando intento retener tu carne blanca entre mis dientes.

Rodolfo Häsler asume la ciudadanía del mundo, apuesta por las aristas del agua, el fuego y el aire; el límite es el amor ilimitado porque en este punto tienen cabida todas la posibilidades y las promesas, la extenuación es la regla para una «causa superior»: Hay ciudades que merecen vivirse,

no lo dudes, pues al instante de cerrar los ojos nos invade el ritmo de los siglos, toda la experiencia acumulada tiempo atrás, para llegar a la misma conclusión: somos antiguos resucitados, viejos en la piel, viejos escribas, viejos en la libertad y entrega, [...] no nos engañemos, el vicio se pierde en el vacío...

Por otra parte, en un tono que recuerda a Dumas, ora juguetón ora satírico, Häsler nos remite a la historia versificada del robo de las joyas de una marquesa en complicidad con Rubén Darío en su kiosko de malaquita; el misterio bárdico concluye que «Todo es, amor, según se mire, lo que hoy entrego». En Paisaje, tiempo azul, destaca la sección dedicada a Tánger, un manifiesto homenaje a Paul Bowles. La sensualidad de la palabra, el deleite del idioma son de una luminosa sensibilidad, en especial el poema «Souk-El-Hamra» que saluda y bautiza los claroscuros de Oriente: Si hubiese creado el mundo abigarrado y alguien me exigiese cuentas por ello, lo llevaría a oler la fruta

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aplastada en el suelo. […] el joven que soñaba con el cansancio de sus amantes, regateando a gritos, como mercadería, es vendido ante mis ojos en la impiedad de un gesto, casi pornografía. Qué alivio que esos aburridos europeos hayan dejado de fotografiar la mezquita del viernes. Metamorfosis de la vida, así nombro lo que los muros atesoran, pues una vez conoces el precio de las manzanas en el zoco y qué dátiles transparentan la luz, no hay modo de olvidar ni razón para exaltar mayor encantamiento.

Häsler, en su bitácora de viaje funda Dánae, su visión onírica de New York, la intuición de lo que es y lo que pudo ser, el latido de la ciudad por dentro y el pulso exterior de la urbe, un tour de force de Chinatown a West Side, de Madison Avenue, pasando por la 5ª Avenida, al otoño de Jackson Pollock; donde en el silencio, un momento sólo todos los momentos,

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el niño que se mancha el dedo de azul para fijar en la tela un sueño que dure todos los sueños».

Paisaje, tiempo azul de Rodolfo Häsler se asemeja a un pergamino chino de escritura vertical, en el cual se pueden apreciar los diferentes destellos del caleidoscopio, un engranaje de imágenes, transparente, cuyo mejor elogio es precisar que la metáfora nunca es fortuita si no cae a plomo, precisa.


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