Textos Stuart Mill

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John Stuart Mill De los límites de la autoridad de la sociedad sobre el individuo

John Stuart Mill (Londres, 1806 – Avignon, 1873)

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Sobre la libertad ________________________________________________ 2 20

De los límites de la autoridad de la sociedad sobre el individuo ____________________ 2

El utilitarismo___________________________________________________ 16 ¿Qué es el utilitarismo? ____________________________________________________ 16 De qué clase de prueba es susceptible el principio de utilidad_____________________ 34

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Sobre la libertad 5

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Capítulo Primero Capítulo Segundo Capítulo Tercero Capítulo Cuarto Capítulo Quinto

- Introducción - De La Libertad De Pensamiento Y De Discusión - De La Individualidad Como Uno De Los Elementos Del Bienestar - De Los Límites De La Autoridad De La Sociedad Sobre El Individuo - Aplicaciones

CAPÍTULO CUARTO

De los límites de la autoridad de la sociedad sobre el individuo ¿Dónde está, pues, el justo límite de la soberanía del individuo sobre sí mismo? ¿Dónde comienza la autoridad de la sociedad? ¿Qué parte de la vida humana debe ser atribuida a la individualidad y qué parte a la sociedad? 15

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Cada una de ellas recibirá su debida parte, si posee la que le interesa de un modo más particular. La individualidad debe gobernar aquella parte de la vida que interesa principalmente al individuo, y la sociedad esa otra parte que interesa principalmente a la sociedad. Aunque la sociedad no esté fundada sobre un contrato, y aunque de nada sirva inventar un contrato para deducir de él las obligaciones sociales, sin embargo, todos aquellos que reciben la protección de la sociedad le deben algo por este beneficio. El simple hecho de vivir en sociedad impone a cada uno una cierta línea de conducta hacia los demás. Esta conducta consiste, primero, en no perjudicar los intereses de los demás, o más bien, ciertos intereses que, sea por una disposición legal expresa, sea por un acuerdo tácito, deben ser considerados como derechos; segundo, en tomar cada uno su parte (que debe fijarse según principio equitativo) de los trabajos y los sacrificios necesarios para defender a la sociedad o a sus miembros de cualquier daño o vejación. La sociedad tiene el derecho absoluto de imponer estas obligaciones a los que querrían prescindir de ellas. Y esto no es todo lo que la sociedad puede hacer. Los actos de un individuo pueden ser perjudiciales a los demás, o no tomar en consideración suficiente su bienestar, sin llegar hasta la violación de sus derechos constituidos. El culpable puede entonces ser castigado por la opinión con toda justicia, aunque no lo sea por la ley. Desde el momento en que la conducta de una persona es perjudicial a los intereses de otra, la sociedad tiene el derecho de juzgarla, y la pregunta sobre si esta intervención favorecerá o no el bienestar general se convierte en tema de discusión. Pero no hay ocasión de discutir este problema cuando la conducta de una persona no afecta más que a sus propios intereses, o a los de los demás en cuanto que ellos lo quieren (siempre que se trate de personas de edad madura y dotadas de una inteligencia común). En tales casos debería existir libertad completa, legal o social, de ejecutar una acción y de afrontar las consecuencias. Sería una grave incomprensión de esta doctrina, suponer que defiende una egoísta indiferencia, y que pretende que los seres humanos no tienen nada

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que ver en su conducta mutua, y que no deben inquietarse por el bienestar o las acciones de otro, más que cuando su propio interés está en juego. En lugar de una disminución, lo que hace falta para favorecer el bien de nuestros semejantes es un gran incremento de los esfuerzos desinteresados. Pero tal desinteresada benevolencia puede encontrar otros medios de persuasión que no sean el látigo figurado o real. Sería yo la última persona que despreciara las virtudes personales; pero vienen éstas en segundo lugar, si acaso, respecto de las sociales. Es asunto de la educación el cultivarlas a todas por igual. Pero la educación misma procede por convicción y persuasión, así como por obligación; y solamente por los dos primeros medios, una vez terminado el período de educación, deberían inculcarse las virtudes individuales. Los hombres deben ayudarse, los unos a los otros, a distinguir lo mejor de lo peor, y a prestarse apoyo mutuo para elegir lo primero y evitar lo segundo. Ellos deberían estimularse mutua y perpetuamente a un creciente ejercicio de sus más nobles facultades, a una dirección creciente de sus sentimientos y propósitos hacia lo prudente en vez de hacia lo necio, elevando objetos y contemplaciones, no degradándolos. Pero ni una persona, ni cierto número de personas, tienen derecho para decir a un hombre de edad madura que no conduzca su vida, en beneficio propio, como a él le convenga. Él es la persona más interesada en su propio bienestar; el interés que pueda tener en ello un extraño, excepto en los casos de fuertes lazos personales, es insignificante comparado con el que tiene el interesado; el modo de interesarse de la sociedad (excepto en lo que toca a su conducta hacia los demás) es fragmentario y también indirecto; mientras que, para todo lo que se refiere a los propios sentimientos y circunstancias, aun el hombre o la mujer de nivel más corriente saben, infinitamente mejor que las personas ajenas, a qué atenerse. La interferencia de las sociedades para dirigir los juicios y propósitos de un hombre, que sólo a él importan, tiene que fundarse en presunciones generales: las cuales, no sólo pueden ser completamente erróneas, sino que, aun siendo justas, corren el riesgo de ser aplicadas erradamente en casos individuales por las personas que no conocen más que la superficie de los hechos. Es ésta, pues, una zona, en la que la individualidad tiene su adecuado campo de acción. Con respecto a la conducta de los hombres hacia sus semejantes, la observancia de las reglas generales es necesaria, a fin de que cada uno sepa lo que debe esperar; pero, con respecto a los intereses particulares de cada persona, la espontaneidad individual tiene derecho a ejercerse libremente. La sociedad puede ofrecer e incluso imponer al individuo ciertas consideraciones para ayudar a su propio juicio, algunas exhortaciones para fortificar su voluntad, pero, después de todo, él es juez supremo. Cuantos errores pueda cometer a pesar de esos consejos y advertencias, constituirán siempre un mal menor que el de permitir a los demás que le impongan lo que ellos estiman ha de ser beneficioso para él. No quiero decir con esto que los sentimientos hacia una persona, por parte de los demás, no tengan que ser afectados en absoluto por sus cualidades o defectos individuales; esto ni es posible ni es deseable. Si una persona posee en un grado eminente las cualidades que pueden obrar en bien suyo, por eso mismo es digna de admiración; cuanto más eminente sea el grado de sus cualidades más tocará el ideal humano de perfección. Si, por el

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contrario, carece manifiestamente de esas cualidades, se tendrá para ella el sentimiento opuesto a la admiración. Existe un grado de necedad, o un grado de lo que puede llamarse (aunque este punto se encuentre sujeto a objeción) bajeza o depravación del gusto, que, si no perjudica positivamente a quien lo manifiesta, le convierte necesaria y naturalmente en objeto de repulsión y, en casos extremos, de desprecio. Nadie que posea, las cualidades opuestas en toda su fuerza dejará de mostrar estos sentimientos. Sin perjudicar a nadie, un hombre puede obrar de tal manera que nos veamos obligados a juzgarle y a tenerle por un estúpido, o por un ser de orden inferior; y ya que un juicio y sentir semejantes preferiría evitarlos, le prestaríamos un gran servicio si se lo advertimos de antemano, así como de cualquier consecuencia desagradable a que se exponga. Sería muy beneficioso, en verdad, que la educación actual rindiera estos buenos oficios más a menudo, y más libremente de lo que las formas de cortesía lo permiten hoy, y que, además, una persona pudiese decir francamente a su vecino que está cometiendo una falta, sin ser considerada como presuntuosa y descortés. Tenemos derecho, por nuestra parte, a obrar de diferentes maneras, de acuerdo con nuestra opinión desfavorable sobre cualquier persona, no para oprimir su individualidad, sino simplemente en el ejercicio de la nuestra. No estamos obligados, por ejemplo, a solicitar su sociedad; tenemos el derecho a evitarla (si bien no alardeando de ello), pues tenemos también derecho a escoger la sociedad que más nos convenga. Es un derecho que nos corresponde, y también un deber, poner a los demás en guardia contra este individuo si estimamos que su ejemplo o su conversación perjudicial va a tener un efecto pernicioso sobre quienes se asocien a él. Podemos darle preferencia sobre otras personas por sus buenos oficios facultativos, pero no de ninguna manera si ellos pueden tender a su exclusivo beneficio. De estas diversas maneras una persona puede recibir de otras ciertos castigos severos, por faltas que sólo a ella se refieren; pero no sufre estos castigos sólo en cuanto son consecuencias naturales y, por así decir, espontáneas de las faltas mismas; no se infligen estos castigos simplemente por el gusto de castigar. Una persona que muestre precipitación, obstinación, suficiencia, que no puede vivir con medios moderados, que no se cohíbe de ciertas satisfacciones perjudiciales, que corre hacia el placer animal, sacrificando por él el sentimiento y la inteligencia, debe esperar descender mucho ante la opinión de los demás, así como tener menor participación en sus sentimientos favorables. Pero de esto no tiene derecho a quejarse, a menos que haya merecido su favor por la excelencia particular de sus relaciones sociales, y haya logrado así un título a sus buenos oficios, que no esté afectado por sus deméritos ante sí mismo. Lo que yo sostengo es que aquellos inconvenientes que están vinculados estrictamente al juicio desfavorable de los demás son los únicos a los que debe sentirse sujeta una persona, por lo que se refiere a la parte de su conducta y de su carácter que atañe a su propio bien, y no a los intereses de los demás en sus relaciones con ella. Los actos perjudiciales a los demás requieren un tratamiento totalmente diferente. La violación de sus derechos; la irrogación de una pérdida o un daño no justificables por sus propios derechos; la falsedad o doblez ante ellos; la utilización de ventajas sobre ellos, desleales o simplemente poco generosas; e incluso la abstención egoísta de preservarles de algún daño, todo ello merece, en verdad, la reprobación moral, y en casos

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graves, la animadversión y los castigos morales. Y no solamente estos actos, sino ciertas disposiciones que conducen a ellos, son, propiamente hablando, inmorales y merecedores de una desaprobación que puede convertirse en horror. La disposición a la crueldad; la malicia y la mala condición; la que es la más odiosa de todas las pasiones y la más antisocial, la envidia; la hipocresía, la falta de sinceridad, la irascibilidad sin motivos suficientes y el resentimiento desproporcionado a la provocación; la pasión de dominar a los demás, el deseo de acaparar más de lo que a uno pertenece (la pleonecia de los griegos), el orgullo que consigue satisfacción en la inferioridad de los demás, el egoísmo que pone a uno y a sus intereses por encima de todas las cosas del mundo, y que decide en su favor cualquier cuestión dudosa, todos ellos son vicios morales que constituyen un carácter moral malo y odioso y no se parecen en nada a las faltas personales antes mencionadas, las cuales no constituyen inmoralidades propiamente hablando ni, por extremas que sean, tampoco perversidad. Pueden ser pruebas de estupidez o un defecto en la dignidad personal y en el respeto de sí mismo, pero sólo se encuentran sujetas a la reprobación moral cuando entrañan un olvido de nuestros deberes en relación a nuestros semejantes, por el bien de los cuales el individuo está obligado a cuidar de sí mismo. Los llamados deberes para con nosotros mismos no constituyen una obligación social, a menos que las circunstancias los conviertan en deberes para con los demás. La expresión "deber para consigo mismo", cuando significa algo más que prudencia, significa respeto de sí mismo, o desenvolvimiento de sí mismo; y nadie tiene por qué dar cuenta a los demás de ninguna de estas dos cosas, pues el hacerlo no reportaría ningún bien a la humanidad. La distinción entre el descrédito, al que justamente se expone una persona por falta de prudencia o dignidad personal, y la reprobación, a la que se hace acreedora cuando ataca a los derechos de sus semejantes, no es una distinción puramente nominal. Existe una gran diferencia, tanto en nuestros sentimientos como en nuestra conducta en relación a una persona, según que ella nos desagrade en cosas en que pensamos tenemos derecho a controlarla, o en cosas en que sabemos que no lo tenemos. Si nos desagrada, podemos expresar nuestro disgusto y también mantenernos a distancia de un ser, o de una cosa, que nos enfada; pero no nos sentiremos llamados por ello a hacerle la vida insoportable. Debemos pensar que ella misma sufre, o sufrirá toda la pena de su error. Si es que estropea su vida por un desarreglo de su conducta, no debemos desear nosotros estropeársela más; en lugar de desear que se la castigue, debemos tratar sobre todo, de aliviar el castigo que lleva en sí misma, mostrándole el medio de evitar o de curar los males que su conducta le causa. Esta persona puede ser para nosotros un objeto de piedad, o tal vez de aversión, pero no de irritación o de resentimiento; no la tratemos como a un enemigo de la sociedad; lo peor que podremos hacer será abandonarla a sus propias fuerzas, si es que no intervenimos benévolamente con muestras de interés y solicitud. Muy otro será el caso si esa persona ha infringido las reglas establecidas para la protección de sus semejantes, individual o colectivamente. Entonces, pues, las consecuencias funestas de sus actos recaen, no sobre ella, sino sobre los demás, y la sociedad, como protectora de todos sus miembros, debe vengarse del individuo culpable, debe infligirle un castigo, y un castigo suficientemente severo, con intención expresa de castigarle. En este

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caso, se trata de un culpable que comparece delante de nuestro tribunal, y nosotros estamos llamados no solamente a juzgarle, sino también a ejecutar de un modo o de otro la sentencia que demos. En el otro caso, no nos compete infligirle ningún sufrimiento, excepto el que se derive incidentalmente del uso que hagamos, en la regulación de nuestros asuntos, de esa misma libertad que a él le hemos dejado en los suyos propios. Muchas personas no querrán admitir la distinción, aquí establecida, entre la parte de la conducta de un hombre que se refiere sólo a él y aquella que se refiere a los demás. Se nos dirá quizá que cómo puede ser indiferente a los miembros de la sociedad cualquier parte de la conducta de uno de ellos. Nadie está completamente aislado; es imposible que un hombre haga cualquier cosa perjudicial para él, de manera grave y permanente, sin que el mal no alcance a lo menos a sus vecinos y, a menudo, a otros más lejanos. Si él compromete su fortuna, perjudica a los que directa o indirectamente obtenían de él sus medios de existencia, y, en general, disminuye más o menos los recursos generales de la comunidad; si echa a perder sus facultades físicas o mentales, no sólo comete un error en relación a los que dependen de él, sino que se hace incapaz de cumplir sus deberes hacia sus semejantes, convirtiéndose en un fardo para su afección o su benevolencia. Si tal conducta fuese muy frecuente, pocas faltas habría más perjudiciales para el conjunto general del bien. Se nos dirá, en fin, que si una persona no hace un daño directo a los demás por sus vicios o sus locuras, sin embargo, puede ser perjudicial por su ejemplo, y habría que obligarla a que se limitase en bien de quienes podrían corromperse o descarriarse con el ejemplo de su conducta. Se añadirá, incluso, si las consecuencias de la conducta hay que confinarlas sólo a los individuos viciosos o irreflexivos, ¿quiere decirse con ello que la sociedad debe abandonar su propia dirección a cuantos son evidentemente incapaces de conducirse? Si la sociedad debe protección a los niños y a los menores de edad, ¿no deberá quizás tanta protección a las personas de edad madura que son igualmente incapaces de gobernarse ellas mismas? Si el juego o la avaricia o la incontinencia, o la ociosidad, o la suciedad, son tan grandes y funestos obstáculos para la dicha y el progreso, como muchos o casi todos los actos prohibidos por la ley, ¿por qué no ha de tratar la ley (se me preguntará) de reprimir estos abusos, en tanto que sea posible? Y para suplir las imperfecciones inevitables de la ley, ¿no debería la misma opinión organizarse de una manera potente contra estos vicios, y dirigir contra los que los practican todos los rigores de las penalidades sociales? No se trata aquí (se me dirá) de restringir la individualidad ni de impedir que se ensaye cualquier manera de vivir nueva y original. Las únicas cosas que hay que tratar de impedir son las que han sido ensayadas y condenadas desde el comienzo del mundo hasta nuestros días, cosas que —la experiencia lo ha demostrado— no son útiles ni convenientes a la individualidad de la persona. Es necesario cierta cantidad de tiempo y cierta suma de experiencia, para que una verdad moral o prudencial pueda ser considerada como establecida, y todo lo que se desea es impedir a las generaciones venideras que caigan en el abismo que ha sido fatal a sus antecesores.

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Admito plenamente que el mal que una persona se haga a sí misma, puede afectar seriamente en sus sentimientos y en sus intereses no sólo a los que son sus próximos, sino también, en grado menor, a la sociedad en general. Cuando por seguir una conducta semejante un hombre llega a violar una obligación clara y comprobada hacia alguna otra u otras personas, el caso cesa de ser particular y se convierte en objeto de desaprobación moral, en el verdadero sentido de la palabra. Si, por ejemplo, un hombre, por su intemperancia o extravagancia, se hace incapaz de pagar sus deudas, o bien si, habiendo contraído la responsabilidad moral de una familia, por las mismas causas, llega a ser incapaz de sostenerla y de educarla, merece reprobación y puede ser castigado, en justicia; y no por su extravagancia, sino por incumplimiento del deber con respecto a su familia o a sus dependientes. Aunque los recursos que debieran serles consagrados, hubieran sido empleados, no en su beneficio, sino en cualquier otro objeto de prudente inversión, la culpabilidad moral hubiera sido la misma. George Barnwell mató a su tío a fin de conseguir dinero para su amante, pero, aunque lo hubiera hecho para establecerse en un negocio, habría sido castigado igualmente. También se puede reprochar justamente a un hombre su despego e ingratitud, si, como sucede a menudo, abandona a su familia y adquiere malas costumbres; pero merecería reproche, igualmente, aunque estas malas costumbres no fuesen viciosas en sí mismas, con tal de que fueran penosas para aquellos con quienes pasa la vida o cuya felicidad depende de él. Quienquiera que falte a la consideración general debida a los intereses y sentimientos de los demás, sin estar obligado a ello por algún deber más imperioso o justificado por alguna inclinación personal permisible, merece por tal falta la desaprobación moral; pero no por su causa, ni por los errores, puramente personales, que originariamente le hayan guiado. De la misma forma, si una persona, por su conducta puramente egoísta, se hace incapaz de cumplir cualquier obligación suya para con el público, tal persona es culpable de una ofensa social. Nadie debe ser castigado, por el único hecho de estar embriagado; pero un soldado o un policía deben ser castigados si se embriagan en horas de servicio. En resumen, dondequiera que haya daño o peligro de daño, para un individuo o para el público en general, el caso no pertenece ya al dominio de la libertad, y pasa al de la moralidad o al de la ley. Con respecto al daño simplemente contingente o "constructivo", por así decir, que una persona puede causar a la sociedad, sin violar ningún deber preciso hacia el público, y sin herir de manera visible a ningún otro individuo más que a sí mismo, la sociedad puede y debe soportar este inconveniente por amor de ese bien superior que es la libertad humana. Si es que se ha de castigar a los adultos por no cuidar de sí mismos, como deberían hacerlo, preferiría yo que se hiciera en interés de ellos mismos, y no con el pretexto de impedirles que se debilite su capacidad de hacer a la sociedad beneficios a los que la sociedad no pretende tener derecho. Pero no puedo admitir que la sociedad carezca de otro medio de elevar a sus miembros débiles al nivel ordinario de la conducta racional que el de esperar a que obren de modo irracional, para castigarlos entonces, legal o moralmente. La sociedad ha gozado de un absoluto poder sobre ellos durante la primera parte de su existencia y ha dispuesto también de todo el período de la infancia y de la minoría de edad para tratar de hacerles capaces de conducirse racionalmente en la vida. La generación presente es dueña, por igual, de la educación y de todas las posibilidades de las generaciones por venir; aunque es cierto también

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que no puede hacerlas perfectamente buenas y prudentes, ya que ella misma carece, de modo lamentable, de sabiduría y bondad; además sus mejores esfuerzos no siempre son, en los casos individuales, los de mayor éxito; pero, aun así, la generación presente está perfectamente capacitada para hacer que las futuras sean tan buenas y un poco mejores que ella misma. Si la sociedad deja que gran número de sus miembros crezcan en un estado de infancia prolongada, incapaces de ser impulsados por la consideración racional de motivos lejanos, ella misma tendrá que acusarse de las consecuencias. Armada, no sólo con todos los poderes de que la educación dispone, sino también con todos los ascendientes que la autoridad de una opinión establecida ejerce sobre los espíritus poco capaces de juzgar por sí mismos, y ayudada por las penalidades naturales que gravitan sobre cualquiera que se exponga al desprecio y disgusto de quienes le conocen, la sociedad no debe reclamar para sí el poder de dictar mandatos y obligar a obediencia, en aquello que afecta a los intereses personales de los individuos; pues, según todas las reglas de la justicia y de la política, la apreciación de esos intereses deberían pertenecer a los que deben soportar las consecuencias de ellos. No hay nada que tienda más a desacreditar y a hacer inútiles los buenos medios de influir sobre la conducta humana que acudir a lo peor. Si entre aquellos que se trata de obligar a una conducta prudente o templada existe alguno de la madera con que se hacen los caracteres vigorosos e independientes, ése, infaliblemente, se rebelará contra semejante yugo. Nadie que sea así admitirá que los demás tienen derecho a controlarle en sus intereses personales, aunque lo tengan a impedirle que les perjudique en los suyos propios; y se viene a considerar como signo de fuerza y de valor el oponerse a una autoridad usurpada de tal manera, así como el llevar a cabo, y con ostentación, todo lo contrario de lo que ella prescribe. Esto explica que, en tiempo de Carlos II, frente a la intolerancia moral del fanatismo puritano, naciese una moda de relajamiento. En cuanto a lo que se dice de la necesidad de proteger a la sociedad contra el mal ejemplo dado por los hombres viciosos o ligeros, es verdad que el mal ejemplo, sobre todo el ejemplo dado al perjudicar a los demás impunemente, puede tener un efecto pernicioso. Pero ahora estamos hablando de esa conducta que, sin perjudicar a los demás, se supone que causa gran daño al mismo que la sigue; y no acierto a explicarme cómo hay quienes no creen que tal ejemplo sea más saludable que pernicioso, en general, ya que, si bien pone de manifiesto una conducta que es mala, igualmente pone de manifiesto las perniciosas y degradantes consecuencias que, si la conducta es justamente censurada, debe suponerse la siguen en todos o en la mayoría de los casos. Pero el argumento más fuerte contra la intervención del público en la conducta personal es que, cuando él interviene, lo hace inadecuadamente y fuera de lugar. Sobre cuestiones de moralidad social o de deberes para con los demás, la opinión del público (es decir, la de la mayoría dominante), aunque errónea a menudo, tiene grandes oportunidades de acertar, ya que en tales cuestiones el público no hace más que juzgar sus propios intereses: es decir, de qué manera le afectaría un determinado tipo de conducta, si fuera llevado a la práctica. Pero la opinión de una tal mayoría impuesta como ley a la minoría, cuando se trata de la conducta personal, lo mismo puede ser errónea que justa;

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pues en tales casos, "opinión pública" significa, lo más, la opinión de unos cuantos sobre lo que es bueno o malo para otros; y, muy a menudo, ni siquiera eso significa, pasando el público con la más perfecta indiferencia por encima del placer o la conveniencia de aquellos cuya conducta censura, no atendiendo más que a su exclusiva inclinación. Existen muchas personas que consideran como una ofensa cualquier conducta que no les place, teniéndola por un ultraje a sus sentimientos; como aquel fanático que, acusado de tratar con demasiado desprecio los sentimientos religiosos de los demás, respondía que eran ellos los que trataban los suyos con desprecio al persistir en sus abominables creencias. Pero no hay paridad alguna entre el sentimiento de una persona hacia su propia opinión y el de otra que se sienta ofendida de que tal opinión sea profesada; como tampoco la hay entre el deseo de un ladrón de poseer una bolsa y el deseo que su poseedor legítimo tiene de guardarla. Y las preferencias de una persona son tan suyas como su opinión o su bolsa. Es fácil para cualquiera imaginar un público ideal que deja tranquila la libertad y la elección de los individuos sobre cualquier asunto, exigiendo de ellos solamente la abstención de ciertas maneras de conducirse que la experiencia universal ha condenado. Pero, ¿dónde se ha visto un público que ponga tales límites a su censura?, o bien, ¿cuándo se ha visto que el público se preocupe de la experiencia universal? El público, al intervenir en la conducta personal, raramente piensa en otra cosa que en la enormidad que hay en obrar y sentir de otro modo distinto al suyo; y este criterio, débilmente disfrazado, se presenta a la especie humana como un dictado de la religión y la filosofía, por todos los escritores, moralistas y especulativos, o al menos, por nueve de cada diez de ellos. Ellos nos enseñan que las cosas son justas porque lo son, porque sentimos que son así. Nos dicen que busquemos en nuestro espíritu o en nuestro corazón las leyes de conducta que nos obligan hacia nuestros semejantes. ¿Qué puede hacer el pobre público, si no es el aplicar estas instrucciones, y el hacer obligatorios para todo el mundo sus sentimientos personales sobre el bien y sobre el mal, cuando alcanzan cierta unanimidad? El mal que aquí se indica no existe solamente en teoría, y quizá se espere que cite aquí los casos particulares en los que el público de este tiempo y de este país concede a sus propios gustos la investidura y el carácter de leyes morales. No estoy escribiendo un ensayo sobre las aberraciones del sentimiento moral actual. Es un tema demasiado importante para ser discutido entre paréntesis y a manera de ilustración. Sin embargo, son necesarios ciertos ejemplos para mostrar que el principio que yo sostengo tiene una importancia seria y práctica, y que no estoy tratando de elevar una barrera contra males imaginarios. No es difícil probar con numerosos ejemplos que una de las inclinaciones más universales de la humanidad es la de extender los límites de lo que se puede llamar policía moral, hasta el punto de invadir las libertades más legítimas del individuo. Como primer ejemplo, veamos las antipatías que muestran los hombres, basándose en un motivo tan ligero como la diferencia de prácticas y sobre todo de abstinencias religiosas. Para citar un ejemplo bastante trivial recordemos que, de todo el credo y las prácticas cristianas, nada envenena más el odio de los musulmanes que el hecho de que los cristianos coman cerdo. Pocos actos hay que los cristianos y europeos miren con mayor disgusto que el que sienten

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los musulmanes ante este medio de calmar el hambre. En primer lugar, supone una ofensa contra su religión; pero esta circunstancia no explica, en absoluto, el grado ni la especie de su repugnancia; también el vino les está prohibido por su religión, y aunque consideran mal el tomarlo, no les produce la misma repugnancia. Su aversión a la carne del "animal inmundo" es, por el contrario, de carácter especial: una antipatía instintiva. Antipatía que la idea de suciedad, una vez que ha penetrado a fondo en sus sentimientos, se produce siempre, incluso entre quienes por sus costumbres personales no son de una limpieza escrupulosa. El sentimiento de impureza religiosa tan vivo entre los hindúes, es un ejemplo notable. Suponed ahora, que en una región, cuya mayoría de población es musulmana, se quiera prohibir que se coma el cerdo en todo el país. No habría nada de nuevo en ello para los mahometanos1. ¿Sería esto un modo legítimo de ejercer la autoridad moral de la opinión pública? Y si no, ¿por qué no? Tal práctica resulta realmente repugnante para un público semejante; cree sinceramente que Dios la prohíbe y la aborrece. Ni siquiera podría esta prohibición ser censurada como una persecución religiosa. Sería religiosa en el origen, pero no sería ya una persecución a causa de la religión, pues ninguna religión obliga a no comer cerdo. El único fundamento sólido de condenación sería que el público no tiene por qué intervenir en los gustos e intereses personales de los individuos. Un poco más cerca de nosotros: la mayoría de los españoles consideran como una grosera impiedad, altamente ofensiva para el Ser Supremo, rendirle culto en forma diferente al de la Iglesia Católica; ningún otro culto público se permite entre ellos. Para todos los pueblos de la Europa meridional, un sacerdote casado no sólo es irreligioso, sino impúdico, indecente, grosero. ¿Qué piensan los protestantes de estos sentimientos perfectamente sinceros y de las tentativas hechas para aplicarlos con todo rigor a los que no son católicos? Sin embargo, si los hombres están autorizados a usar de su libertad en aquellas cosas que no se relacionan con los intereses de otro, ¿según qué principios se podría lógicamente excluir estos casos?; o bien, ¿quién puede condenar a las gentes por querer suprimir lo que consideran como un escándalo ante Dios y ante los hombres? Para defender lo que se considera como una inmoralidad personal, no podríamos contar con mejores razones que las que se tienen para suprimir estas costumbres entre los que las consideran como impiedades; y a menos que queramos adoptar la lógica de los perseguidores, y decir que nosotros podemos perseguir a los demás porque tenemos razón, y que ellos no deben perseguirnos porque están equivocados, sería necesario guardarnos bien de admitir un principio de cuya aplicación resultaría para nosotros mismos una injusticia tan grande.

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El caso de los parsis de Bombay es un curioso ejemplo de este hecho. Cuando esta tribu industriosa y emprendedora (que descendía de los adoradores del fuego persas) salió de su país natal al instaurarse el califato y llegó al oeste de la India, fue tolerada allí por los soberanos hindúes con la condición de no comer buey. Cuando más tarde aquellos lugares cayeron bajo la dominación de los conquistadores mahometanos, los parsis obtuvieron la continuación de esta tolerancia, a condición de abstenerse del cerdo. Lo que en un principio no fue más que sumisión se había convertido en una segunda naturaleza, y los parsis se abstienen todavía hoy de comer buey y cerdo. Aunque su religión no lo exija, la doble abstinencia ha llegado a ser una costumbre para su tribu, y la costumbre en el Oriente es una religión.

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Podría objetarse a los ejemplos precedentes, aunque sin razón, que proceden de contingencias imposibles entre nosotros; pues, en nuestro país, la opinión no irá nunca a imponer la abstinencia de ciertas carnes, ni a atormentar a las gentes porque sigan tal culto o tal otro, porque se casen o no se casen. El ejemplo siguiente será tomado, sin embargo, de un atentado a la libertad cuyo peligro no ha pasado en absoluto. Dondequiera que los puritanos han contado con fuerza suficiente, como en Nueva Inglaterra y en la Gran Bretaña del tiempo de la república, han intentado con gran éxito suprimir las diversiones públicas y casi todas las diversiones privadas, particularmente la música, el baile, el teatro, los juegos públicos o cualquier otra reunión hecha con fines de esparcimiento. En nuestro país hay ahora un número considerable de personas cuyas nociones de religión y de moralidad condenan estos pasatiempos, y puesto que estas personas pertenecen a la clase media, que es una potencia cada vez mayor en la situación política y social presente, no es imposible del todo que un día u otro lleguen a disponer de una mayoría en el Parlamento. ¿Qué dirá el resto de la comunidad, al ver reglamentar sus diversiones por los sentimientos morales y religiosos de los severos calvinistas y de los metodistas? ¿No rogará a tales hombres, de piedad tan importuna, que se atengan a sus propios asuntos? Esto es precisamente lo que debería decirse a cualquier gobierno o público que tenga la pretensión de privar a todo el mundo de las diversiones que ellos consideran condenables. Pero si se admite el principio de la pretensión, no se podrá hacer objeción razonable a que la mayoría, o cualquier otro poder dominante en el país, la aplique según sus puntos de vista; y todos tendrán que estar dispuestos a conformarse con la idea de una república cristiana, tal como la comprendían los primeros colonos de Nueva Inglaterra, si una secta religiosa como la suya volviera a tomar posesión del terreno perdido, como se ha visto a menudo hacer a religiones consideradas en decadencia. Supongamos ahora otra eventualidad que tiene quizá más probabilidades de realizarse que la que acaba de ser mencionada. Hay una tendencia poderosa en el mundo moderno hacia la constitución democrática de la sociedad, acompañada o no, con instituciones políticas populares. Se afirma que en el país donde más prevalece esta tendencia, es decir, donde la sociedad y el gobierno son más democráticos, el sentimiento de la mayoría, a la que desagrada cualquier manera de vivir demasiado brillante o demasiado cara para que pueda esperar igualarla, hace el efecto de una ley suntuaria; en muchos lugares de la Unión, es realmente difícil que una persona muy rica encuentre alguna manera de gastar su fortuna sin atraerse la desaprobación popular. Aunque sin duda, estas aseveraciones sean muy exageradas como representación de hechos existentes, pese a ello, el estado de cosas que describen, no es solamente posible, sino también un probable resultado del sentimiento democrático, combinado con la noción de que el público tiene derecho a poner su veto sobre la manera de gastar los individuos sus ingresos. Sólo con que supongamos que existe una difusión considerable de las opiniones socialistas, a los ojos de la mayoría, parecerá infame el poseer otra cosa que una propiedad muy pequeña o un sueldo ganado con el trabajo manual. Opiniones semejantes (en principio al menos) han hecho ya grandes progresos entre el artesanado y pesan de una manera opresiva,

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principalmente, sobre quienes están al alcance de la opinión de esta clase, es decir, sobre sus propios miembros. He aquí una opinión muy extendida: los malos obreros (que constituyen mayoría en muchas ramas de la industria) profesan, decididamente, la opinión de que ellos deberían tener las mismas ganancias que los buenos, y que no se debería permitir que nadie, ni por habilidad ni destreza, ganase más que los demás. Y ellos emplean una policía moral, que llega a ser a veces una policía física, para impedir que los obreros hábiles reciban, o que los patrones den, una remuneración mayor por mejores servicios. Si es que el público tiene alguna jurisdicción sobre los intereses privados, no veo por qué se considera que estas personas cometen una falta, ni por qué un particular público individual ha de ser acusado cuando reclama la misma autoridad sobre su conducta individual que la que el público general reclama sobre los individuos. Pero la verdad es que, sin pararnos demasiado a hacer suposiciones, en nuestros días se producen grandes usurpaciones en el dominio de la libertad privada y amenazan otras mayores con alguna esperanza de éxito; y se proponen opiniones que otorgan al público un derecho ilimitado no sólo para prohibir con la ley todo lo que se considera malo, sino también, cualquier clase de cosas, aunque sean inocuas. Con el pretexto de impedir la intemperancia, ha sido prohibida por la ley, a toda una colonia inglesa y a casi la mitad de los Estados Unidos, utilizar las bebidas fermentadas en otro uso que no sea el de la medicina; y de hecho, prohibir la venta de estas bebidas, es prohibir su uso; por lo demás así se esperaba. Y aunque la imposibilidad de aplicar esta ley haya hecho que varios Estados la abandonen, incluso el que le había dado su nombre, sin embargo, se ha hecho una tentativa para obtener una ley semejante en nuestro país, y continúa haciéndose con gran celo por muchos de nuestros filántropos declarados. La asociación, o "alianza", como se la llama, ha adquirido alguna notoriedad por la publicidad que se ha dado a una correspondencia entre su secretario y uno de los pocos políticos que, en Inglaterra, consideran que las opiniones de un personaje político deberían estar fundadas en ciertos principios. La participación de Lord Stanley en esta correspondencia se ha hecho para robustecer las esperanzas puestas en él, por quienes saben lo raras que son, desdichadamente, entre cuantos figuran en la vida pública, las cualidades de que él ha dado pruebas públicas en muchas ocasiones. El órgano de "la alianza" "rechaza firmemente todo principio que se pudiera utilizar para justificar el fanatismo y la persecución" e intenta mostrarnos "la infranqueable barrera" que separa tales principios de los de la asociación. "Todas las materias relativas al pensamiento, a la opinión, a la conciencia, me parecen — dice él— extrañas al dominio legislativo. Las cosas que pertenecen a la conducta, al hábito, a la relación social, me parecen sujetas a un poder discrecional de que el mismo Estado, y no en el individuo, está investido". No se hace aquí mención de una tercera clase de actos diferentes de las dos clases citadas; es decir, los actos y hábitos que no son sociales, sino individuales; aunque pertenezcan a esta clase, sin duda, la acción de beber licores fermentados. Vender bebidas fermentadas es, empero, comerciar, y comerciar es un acto social. Pero la infracción a que se alude estriba no en la libertad del vendedor, sino en la del comprador y la del consumidor, pues el

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Estado podría lo mismo prohibir el beber vino que hacer imposible su adquisición. Sin embargo, el secretario dijo: "Yo reclamo, como ciudadano, el derecho a hacer una ley dondequiera que el acto social de un semejante invada mis derechos sociales". He aquí la definición de estos derechos sociales. "Si alguna cosa invade mis derechos sociales, esta cosa será, a no dudarlo, el comercio de bebidas fuertes. Pues destruye mi elemental derecho de seguridad, creando y estimulando constantemente los desórdenes sociales. Invade también mi derecho de igualdad, al establecer beneficios creadores de una miseria por cuya existencia se me impone una contribución. Paraliza mi derecho a un libre desarrollo moral e intelectual, rodeándole de peligros y debilitando y desmoralizando la sociedad cuya ayuda y socorro tengo el derecho de reclamar". Teoría de "derechos sociales" sin semejanza con nada anteriormente formulado, que se reduce a lo siguiente: el derecho social absoluto de todo individuo a exigir que los demás individuos obren en cualquier asunto exactamente como es debido; cualquiera que cometa la más pequeña falta a su deber, viola mi derecho social y me da derecho a reclamar a la legislatura la reparación del daño causado. Un principio tan monstruoso es infinitamente más peligroso que cualquier usurpación aislada de la libertad; no existe violación de la libertad que no justifique; no reconoce derecho alguno de libertad, excepto, quizá, la de profesar en secreto ciertas opiniones que jamás hará conocer; pues desde el momento en que alguien emite una opinión que yo considere nociva, este alguien invade todos los derechos sociales que me atribuye la "alianza". Esta doctrina adscribe a todos los hombres un determinado interés en la perfección moral, intelectual y física de cada cual, que cada uno deberá definir siguiendo su propio criterio. Otro ejemplo importante de intervención ilegítima en la justa libertad del individuo, que no es una simple amenaza, sino una práctica antigua y triunfante, es la legislación sobre "el sábado". Sin duda, el abstenerse de ocupaciones ordinarias durante un día de la semana, en tanto que lo permitan las exigencias de la vida, es una costumbre altamente saludable, aunque no constituya deber religioso más que para los judíos. Y como esta costumbre no puede ser observada sin el consentimiento general de las clases obreras, y, por ende, como algunas personas podrían imponer a otras, trabajando, la misma necesidad, es quizá admisible y justo que la ley garantice a cada uno la observancia general de la costumbre, suspendiendo durante un día prefijado las principales operaciones de la industria. Pero esta justificación, fundada en el interés directo que tienen los demás en que cada uno observe esta práctica, no se aplica a las ocupaciones que una persona pueda escoger y en las que encuentre conveniente emplearse en sus ratos de ocio; no es aplicable, ni siquiera en grado pequeño, a las restricciones legales referentes a las diversiones. Es cierto que la diversión de unos es un día laborable para otros. Pero el placer, por no decir la recreación útil de un gran número de personas, vale bien el trabajo de algunos, siempre que la ocupación se elija libremente y pueda ser libremente abandonada. Los obreros tienen perfecta razón para pensar que, si todos trabajaran el domingo, habría que dar la labor de siete días por el salario de seis; pero desde el momento en que la gran masa de las ocupaciones quedan suspendidas, el pequeño número de hombres que debe continuar trabajando para proporcionar placer a los demás obtiene un aumento de salario proporcional, y nadie está obligado a continuar sus ocupaciones, en

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caso de que prefiera el descanso al beneficio. Si se quiere buscar otro remedio, éste podría ser el establecimiento de un día de asueto durante la semana para esta clase especial de personas. El único fundamento, pues, para justificar las restricciones puestas a las diversiones del domingo, consiste en decir que estas diversiones son reprensibles desde el punto de vista religioso, motivo de legislación contra el cual nunca se protestará lo bastante. Deorum injuriae Diis curae2. Habría que demostrar que la sociedad, o alguno de sus funcionarios, ha recibido de lo Alto la misión de vengar cualquier supuesta ofensa al Poder Supremo. La idea de que es deber del hombre procurar que sus semejantes sean religiosos, ha sido la causa de todas las persecuciones religiosas que ha sufrido la humanidad; y si se admite esa idea, las persecuciones religiosas quedarán justificadas plenamente. Aunque el sentimiento que se manifiesta en frecuentes tentativas para impedir que en domingo funcionen los ferrocarriles, estén abiertos los museos, etc., no tenga la crueldad de las antiguas persecuciones, el estado de espíritu que muestra es fundamentalmente el mismo. Constituye una determinación a no tolerar a los demás lo que su religión les permite, sólo porque la religión del perseguidor lo prohíbe. Existe la creencia de que Dios, no solamente detesta los actos del infiel, sino que nos considerará sin culpa, si le dejamos tranquilo. No puedo dejar de añadir a estos ejemplos de la poca consideración que se tiene generalmente por la libertad humana, el lenguaje de franca persecución que deja escapar la prensa de nuestro país, cada vez que se siente llamada a conceder alguna atención al notable fenómeno del mormonismo. Mucho podría decirse sobre el inesperado e instructivo hecho de que una supuesta y nueva revelación, y una religión fundada en ella, fruto de una impostura palpable y que no está sostenida ni siquiera por el prestige de ninguna cualidad extraordinaria de su fundador, sea creída por cientos de miles de personas y sirva de fundamento a una sociedad, en este siglo de los periódicos, de los ferrocarriles y del telégrafo eléctrico. Lo que nos interesa aquí, es que esta religión, como otras muchas y mejores que ella, tiene sus mártires; que su profeta y fundador fue llevado a la muerte en un motín, a causa de su doctrina, y que muchos de sus partidarios perdieron la vida del mismo modo; que fueron expulsados a la fuerza, en masa, del país donde habían nacido; y, ahora, cuando se les ha arrojado a un lugar solitario, en medio del desierto, muchos ingleses declaran abiertamente que sería bueno (si bien no sería cómodo), enviar una expedición contra los mormones y obligarles por fuerza a profesar las creencias de otro. La poligamia, adoptada por los mormones, es la causa principal de esa antipatía hacia sus doctrinas, que viola las restricciones propias de la tolerancia religiosa; la poligamia, aunque permitida a los mahometanos, a los hindúes, a los chinos, parece excitar una animosidad implacable cuando la practican gentes que hablan el inglés y que se tienen por cristianos. Nadie más que yo desaprueba de un modo tan absoluto esa institución de los mormones, y esto por muchas razones; entre otras, "porque lejos de estar apoyada por el principio de la libertad, constituye una infracción directa de ese principio, ya que no hace más que apretar las cadenas de una parte de la comunidad, y dispensar a la otra parte de la reciprocidad de obligaciones. Sin embargo, deberemos recordar que esta 2

“De las injurias a los dioses se ocuparán los dioses”

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relación es tan voluntaria de parte de las mujeres, que parecen ser sus víctimas, como cualquier otra forma de la institución matrimonial; y por sorprendente que pueda parecer este hecho, tiene su explicación en las ideas y las costumbres generales del mundo; al enseñar a las mujeres que consideren el matrimonio como la única cosa necesaria en el mundo, se concibe, entonces, que muchas de ellas prefieren casarse con un hombre que tiene otras esposas, antes que permanecer solteras. No se pide que otros países reconozcan tales uniones, ni dejen que una parte de sus habitantes abandonen las leyes nacionales por la doctrina de los mormones. Pero cuando los disidentes han concedido a los sentimientos hostiles de los demás, mucho más de lo que se podría exigir en justicia, cuando han dejado los países que aceptaban sus doctrinas y se han establecido en un lejano rincón de la tierra, que ellos han sido los primeros en hacerlo habitable, es difícil ver en virtud de qué principios (si no son los de la tiranía), puede impedírseles que vivan a su gusto, siempre que no cometan actos de agresión hacia las demás naciones, y con tal de que concedan a los descontentos la libertad de separarse. Un escritor moderno, de considerable mérito en algunos aspectos, propone (utilizamos sus propios términos) no una cruzada, sino una "civilizada" contra esta comunidad polígama, para poner fin a lo que les parece un paso atrás en la civilización. También yo considero que lo es, pero no sé que ninguna comunidad tenga el derecho de forzar a otra a ser civilizada. Desde el momento en que las víctimas de una mala ley no invocan la ayuda de otras comunidades, no puedo admitir que personas completamente extrañas tengan el derecho de exigir el cese de un estado de cosas, que parecía satisfacer a todas las partes interesadas, únicamente porque sean un escándalo para gentes muy alejadas y perfectamente desinteresadas en la cuestión. Enviadles misioneros, si os parece, para predicarles, y desplegad todos los medios leales (imponer silencio a los innovadores no es un medio leal) para impedir el progreso de semejantes doctrinas en vuestro país. Si la civilización ha prevalecido sobre la barbarie, cuando la barbarie poseía el mundo, es excesivo temer que la misma barbarie, una vez destruida, pueda revivir y conquistar la civilización. Una civilización que pudiera sucumbir ante un enemigo vencido, debe hallarse degenerada de tal modo, que ni sus propios predicadores y maestros, ni ninguna otra persona, tiene la capacidad necesaria, ni se tomará la molestia, de defenderla. Si esto es así, cuanto antes desaparezca tal civilización, mejor. Pues tal civilización no puede ir más que de mal en peor, hasta ser destruida y regenerada (como el Imperio de Occidente) por bárbaros vigorosos.

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Capítulo I. Observaciones generales. Capítulo II. ¿Qué es el utilitarismo? Capítulo III. De la última sanción del principio de utilidad Capítulo IV. ¿De qué clase de prueba es susceptible el principio de utilidad? Capítulo V. Sobre la relación que existe entre la justicia y la utilidad.

CAPÍTULO II

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I.- [Primeras aclaraciones: El utilitarismo plantea, como fundamento de la moral, la utilidad o la felicidad derivada de las acciones, y no constituye una teoría ética ni excesivamente austera ni demasiado voluptuosa.]

No merece más que un comentario de pasada, el despropósito, basado en la ignorancia, de suponer que aquellos que defienden la utilidad como criterio de lo correcto y lo incorrecto utilizan el término en aquel sentido restringido y meramente coloquial en el que la utilidad se opone al placer. Habrá que disculparse con los oponentes del utilitarismo por tan siquiera la impresión que pudiera haberse dado momentáneamente de confundirlos con personas capaces de tal absurda y errónea interpretación. Interpretación que, por lo demás, resulta de lo más sorprendente en la medida en que la acusación contraria la de vincular todo al placer, y ello también en la forma más burda del mismo, es otra de las que habitualmente se hacen al utilitarismo. Como ha sido atinadamente señalado por un autor perspicaz, el mismo tipo de personas, denuncian esta teoría como “impracticablemente austera cuando la palabra ‘utilidad’ precede a la palabra ‘placer’, y como demasiado voluptuosa en la práctica, cuando la palabra placer precede a la palabra 'utilidad'”. Quienes saben algo del asunto están enterados de que todos los autores, desde Epicuro hasta Bentham, que mantuvieron la teoría de la utilidad, entendían por ella no algo que ha de contraponerse al placer, sino el propio placer junto con la liberación del dolor y que en lugar de oponer lo útil a lo agradable o a lo ornamental han declarado siempre que lo útil significa, entre otras, estas cosas. Con todo, la masa común, incluyendo la masa de escritores no sólo de los diarios y los periódicos sino de libros de peso y pretensiones, están cometiendo continuamente este trivial error. Habiéndose apoderado de la palabra “utilitarista”, pero sin saber nada de la misma sino como suena, habitualmente expresan mediante ella el rechazo o el olvido del placer Página 16 de 38


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en alguna de sus formas: de la belleza, el ornato o la diversión. Por lo demás, no sólo se utiliza erróneamente este término por motivos de ignorancia, a modo de censura, sino, en ocasiones, de forma elogiosa, como si implicase superioridad respecto a la frivolidad y los meros placeres del momento. Y este uso viciado es el único en el que la palabra es popularmente conocida y aquel a partir del cual la nueva generación está adquiriendo su única noción acerca de su significado. Quienes introdujeron la palabra, pero durante muchos años la descartaron como una apelación distintiva, es posible que se sientan obligados a recuperarla si al hacerlo esperan contribuir de algún modo a rescatarla de su completa degradación. El credo que acepta como fundamento de la moral la Utilidad, o el Principio de la mayor Felicidad, mantiene que las acciones son correctas en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrectas en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad. Por felicidad se entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad el dolor y la falta de placer. Para ofrecer una idea clara del criterio moral que esta teoría establece es necesario indicar mucho más: en particular, qué cosas incluye en las ideas de dolor y de placer, y en qué medida es ésta una cuestión a debatir. Pero estas explicaciones suplementarias no afectan a la teoría de la vida sobre la que se funda esta teoría de la moralidad, a saber, que el placer y la exención del sufrimiento son las únicas cosas deseables como fines; y que todas las cosas deseables (que son tan numerosas en el proyecto utilitarista como en cualquier otro) son deseables ya bien por el placer inherente a ellas mismas, o como medios para la promoción del placer y la evitación del dolor. II.- [El utilitarismo distingue entre diferentes tipos de placeres y da preferencia a los mentales sobre los corporales, por lo tanto, no puede ser calificado de indigno o despreciable.]

Ahora bien, tal teoría de la vida provoca en muchas mentes, y entre ellas en algunas de las más estimables en sentimientos y objetivos, un fuerte desagrado. Suponer que la vida no posea (tal como ellos lo expresan) ninguna finalidad más elevada que el placer -ningún objeto mejor y más noble de deseo y búsqueda- lo califican como totalmente despreciable y rastrero, como una doctrina sólo digna de los puercos, a los que se asociaba a los seguidores de Epicuro en un principio, siendo, en algunas ocasiones, los modernos defensores de esta doctrina igualmente víctimas de tan corteses comparaciones por parte de sus detractores alemanes, franceses e ingleses. Cuando se les atacaba de este modo, los epicúreos han contestado siempre que no son ellos, sino sus acusadores, los que ofrecen una visión degradada de la naturaleza humana; ya que la acusación supone que los seres humanos no son capaces de experimentar más placeres que los que puedan experimentar los puercos. Si esta suposición fuese cierta, la acusación no podría ser desmentida, pero ya no sería un reproche, puesto que si las fuentes del placer fueran exactamente iguales para los seres humanos y para los cerdos, la regla de vida que fuera lo suficientemente buena para los unos sería lo suficientemente buena para los otros. Resulta degradante la comparación de la vida epicúrea con la de las bestias precisamente porque los placeres de una bestia no satisfacen la concepción de felicidad de un ser humano. Los seres humanos poseen

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facultades más elevadas que los apetitos animales, y una vez que son conscientes de su existencia no consideran como felicidad nada que no incluya la gratificación de aquellas facultades. Desde luego que no considero que los epicúreos hayan derivado, en modo alguno, de forma irreprochable su teoría de lo que se sigue de la aplicación del principio utilitarista. Para hacerlo de un modo adecuado sería necesario incluir muchos elementos estoicos, así como cristianos. Con todo, no existe ninguna teoría conocida de la vida epicúrea que no asigne a los placeres del intelecto, de los sentimientos y de la imaginación, y de los sentimientos morales, un valor mucho más elevado en cuanto placeres que a los de la pura sensación. Debe admitirse, sin embargo, que los utilitaristas, en general, han basado la superioridad de los placeres mentales sobre los corporales principalmente en la mayor persistencia, seguridad, menor costo, etc. de los primeros, es decir, en sus ventajas circunstanciales más que en su naturaleza intrínseca. En todos estos puntos los utilitaristas han demostrado satisfactoriamente lo que defendían, pero bien podían haber adoptado la otra formulación, más elevada, por así decirlo, con total consistencia. Es del todo compatible con el principio de utilidad el reconocer el hecho de que algunos tipos de placer son más deseables y valiosos que otros. Sería absurdo que mientras que al examinar todas las demás cosas se tiene en cuenta la calidad además de la cantidad, la estimación de los placeres se supusiese que dependía tan sólo de la cantidad. Si se me pregunta qué entiendo por diferencia de calidad en los placeres o qué hace a un placer más valioso que a otro, simplemente en cuanto placer, a no ser que sea su mayor cantidad, sólo existe una única posible respuesta. De entre dos placeres, si hay uno al que todos, o casi todos los que han experimentado ambos, conceden una decidida preferencia, independientemente de todo sentimiento de obligación moral para preferirlo, ese es el placer más deseable. Si aquellos que están familiarizados con ambos colocan a uno de los dos tan por encima del otro que lo prefiere, aun sabiendo que va acompañado de mayor cantidad de molestias, y no lo cambiarían por cantidad alguna que pudieran experimentar del otro placer, está justificado que asignemos al goce preferido una superioridad de calidad que exceda de tal modo al valor de la cantidad como para que ésta sea, en comparación, de muy poca importancia. Ahora bien, es un hecho incuestionable que quienes están igualmente familiarizados con ambas cosas y están igualmente capacitados para apreciarlas y gozarlas, muestran realmente una preferencia máximamente destacada por el modo de existencia que emplea las capacidades humanas más elevadas. Pocas criaturas humanas consentirían en transformarse en alguno de los animales inferiores ante la promesa del más completo disfrute de los placeres de una bestia. Ningún ser humano inteligente admitiría convertirse en un necio, ninguna persona culta querría ser un ignorante, ninguna persona con sentimientos y conciencia querría ser egoísta y depravada, aun cuando se le persuadiera de que el necio, el ignorante o el sinvergüenza pudieran estar más satisfechos con su suerte que ellos con la suya. No

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cederían aquello que poseen y los otros no, a cambio de la más completa satisfacción de todos los deseos que poseen en común con estos otros. Si alguna vez imaginan que lo harían es en casos de desgracia tan extrema que por escapar de ella cambiarían su suerte por cualquier otra, por muy despreciable que resultase a sus propios ojos. Un ser con facultades superiores necesita más para sentirse feliz, probablemente está sujeto a sufrimientos más agudos, y ciertamente los experimenta en mayor número de ocasiones que un tipo inferior. Sin embargo, a pesar de estos riesgos, nunca puede desear de corazón hundirse en lo que él considera que es un grado más bajo de existencia. III.- [La dignidad humana obliga a preferir los placeres más elevados y, además, el juicio de conocedores experimentados así lo confirma.]

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Podemos ofrecer la explicación que nos plazca de esta negativa. Podemos atribuirla al orgullo, nombre que se da indiscriminadamente a algunos de los más y a algunos de los menos estimables sentimientos de los que la humanidad es capaz. Podemos achacar tal negativa al amor a la libertad y la independencia, apelando a lo cual los estoicos conseguían inculcarla de la manera más eficaz. O achacarla al amor al poder, al amor a las emociones, cosas ambas que están comprendidas en ella y a ella contribuyen. Sin embargo, lo más indicado es apelar a un sentido de dignidad que todos los seres humanos poseen en un grado u otro, y que guarda alguna correlación, aunque en modo alguno perfecta, con sus cualidades más elevadas y que constituye una parte tan esencial de la felicidad de aquellos en los que este sentimiento es fuerte, que nada que se le oponga podría constituir más que un objeto momentáneo de deseo para ellos. Quien quiera que suponga que esta preferencia tiene lugar al precio de sacrificar la felicidad –que el ser superior es, en igualdad de circunstancias, menos feliz que el inferior- confunde los dos conceptos totalmente distintos de felicidad y contento. Es indiscutible que el ser cuyas capacidades de goce son pequeñas tiene más oportunidades de satisfacerlas plenamente; por el contrario, un ser muy bien dotado siempre considerará que cualquier felicidad que pueda alcanzar, tal como el mundo está constituido, es imperfecta. Pero puede aprender a soportar sus imperfecciones, si son en algún sentido soportable. Imperfecciones que no le harán envidiar al ser que, de hecho, no es consciente de ellas, simplemente porque no experimenta en absoluto el bien que hace que existan imperfecciones. Es mejor ser un humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho. Y si el necio o el cerdo opinan de un modo distinto es a causa de que ellos sólo conocen una cara de la cuestión. El otro miembro de la comparación conoce ambas caras. Puede objetarse que muchos que son capaces de los más elevados placeres, en ocasiones, a causa de la tentación, los posponen frente a los inferiores. Pero esto es del todo compatible con una apreciación completa de la superioridad intrínseca de los más elevados. Los hombres, a menudo, debido a la debilidad de carácter, eligen el bien más próximo, aunque saben que es el menos valioso, y esto no sólo cuando se trata de elegir entre un placer corporal y otro mental, sino también cuando hay que Página 19 de 38


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hacerlo entre dos placeres corporales. Incurren en indulgencias sensuales que menoscaban la salud, aun sabiendo perfectamente que la salud es un bien preferible a aquellas indulgencias.

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También puede objetarse que muchos que al principio muestran un entusiasmo juvenil por todo lo noble, a medida que adquieren más edad se dejan sumir en la indolencia y el egoísmo. Sin embargo, yo no creo que aquellos que experimentan este cambio, muy habitual, elijan voluntariamente los placeres inferiores con preferencia a los más elevados. Considero que antes de dedicarse exclusivamente a los primeros han perdido la capacidad para los segundos. La capacidad para los sentimientos más nobles es, en la mayoría de los seres, una planta muy tierna que muere con facilidad, no sólo a causa de influencias hostiles, sino por la simple carencia de sustento; y en la mayoría de las personas jóvenes se desvanece rápidamente cuando las ocupaciones a las que les ha llevado su posición en la vida o en la sociedad en la que se han visto arrojados, no han favorecido el que mantengan en ejercicio esa capacidad más elevada. Los hombres pierden sus aspiraciones elevadas al igual que pierden sus gustos intelectuales, por no tener tiempo ni oportunidad de dedicarse a ellos. Se aficionan a placeres inferiores, no porque los prefieran deliberadamente, sino porque o ya bien son los únicos a los que tienen acceso, o bien los únicos para los que les queda capacidad de goce. Puede cuestionarse que alguien que se haya mantenido igualmente capacitado para ambos tipos de placer haya jamás preferido de forma deliberada y ponderada el más bajo, aunque muchos, en todas las épocas, se hayan destruido en un intento fallido de combinarlos. Considero inapelable este veredicto emitido por los únicos jueces competentes. En relación con la cuestión de cuál de dos placeres es el más valioso o cuál de dos modos de existencia es el más gratificante para nuestros sentimientos, al margen de sus cualidades morales y de sus consecuencias, el juicio de los que están cualificados por el conocimiento de ambos o, en caso de que difieran, el de la mayoría de ellos, debe ser admitido como definitivo. Es preciso que no haya dudas en aceptar este juicio respecto a la calidad de los placeres, ya que no contamos con otro tribunal ni siquiera en relación con la cuestión de la cantidad. ¿Qué medio hay para determinar cuál es el más agudo de dos dolores o la más intensa de dos sensaciones placenteras excepto el sufragio universal de aquellos que están familiarizados con ambos? ¿Con qué contamos para decidir si vale la pena perseguir un determinado placer a costa de un dolor particular a no ser los sentimientos y juicio de quien los experimenta? Cuando, por consiguiente, tales sentimientos y juicio declaran que los placeres derivados de las facultades superiores son preferibles como clase, a parte de la cuestión de la intensidad, a aquellos que la naturaleza animal, al margen de las facultades superiores es capaz de experimentar, merecen la misma consideración respecto a este tema. IV.- [El criterio de la moralidad lo constituyen las reglas que aseguran una existencia feliz, en la mayor medida, a todos los seres humanos.]

Me he detenido en este punto por ser un elemento necesario para una concepción perfectamente adecuada de la Utilidad o Felicidad considerada como la regla directriz de la conducta humana. Sin embargo, no Página 20 de 38


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constituye en modo alguno una condición indispensable para la aceptación del criterio utilitarista, ya que tal criterio no lo constituye la mayor felicidad del propio agente sino de la mayor cantidad total de felicidad. Si puede haber alguna posible duda acerca de que una persona noble pueda ser más feliz a causa de su nobleza, lo que sí no puede dudarse es de que hace más felices a los demás y que el mundo en general gana inmensamente con ello. El utilitarismo, por consiguiente, sólo podría alcanzar sus objetivos mediante el cultivo general de la nobleza de las personas, aun en el caso de que cada individuo sólo se beneficiase de la nobleza de los demás y la suya propia, por lo que a la felicidad se refiere, contribuya a una clara reducción del beneficio. Pero la simple mención de algo tan absurdo como esto último hace superflua su refutación. Conforme al Principio de la Mayor Felicidad, tal como se explicó anteriormente, el fin último, con relación a la cual todas las demás cosas son deseables (ya estemos considerando nuestro propio bien o el de los demás), es una existencia libre, en la medida de lo posible, de dolor y tan rica como sea posible en goces, tanto por lo que respecta a la cantidad como a la calidad, constituyendo el criterio de la calidad y la regla para compararla con la cantidad, la preferencia experimentada por aquellos que, en sus oportunidades de experiencia (a lo que debe añadirse su hábito de auto- reflexión y auto-observación), están mejor dotados de los medios que permiten la comparación. Puesto que dicho criterio es, de acuerdo con la opinión utilitarista, el fin de la acción humana, también constituye necesariamente el criterio de la moralidad, que puede definirse, por consiguiente, como “las reglas y preceptos de la conducta humana” mediante la observación de los cuales podrá asegurarse una existencia tal como se ha descrito, en la mayor medida posible, a todos los hombres. Y no solo a ellos, sino, en tanto en cuanto la naturaleza de las cosas lo permita, a las criaturas sentientes en su totalidad. V.- [Algunos objetan que el fin racional de la vida y de la acción humana no puede constituirlo la felicidad, por ser algo inalcanzable y prescindible. Sin embargo, alcanzar la felicidad es posible, ya que muchos males de la vida son superables, y prescindir de ella, aunque posible, no es un bien en sí mismo.]

Se presentan contra esta doctrina, sin embargo, otra clase de objetores que afirman que la felicidad no puede constituir, en ninguna de sus formas, el fin racional de la vida y la acción humana. En primer lugar porque es inalcanzable. Preguntan despectivamente, ¿qué derecho tienes a ser feliz? Cuestión que el señor Carlyle remacha al añadir: ¿Qué derecho tenías, hace poco, ni siquiera a existir? Luego añaden que los hombres pueden pasarse sin la felicidad, que todos los seres humanos nobles han pensado así y que no podrían haber llegado a ser nobles sino aprendiendo la lección de la Entsagen o renunciación, lección que una vez que ha sido del todo aprendida y aceptada, afirman ellos, es el comienzo y condición necesaria de toda virtud. La primera de estas objeciones alcanzaría la raíz de la cuestión si estuviera bien fundada, ya que si los seres humanos estuviesen incapacitados para experimentar la felicidad en modo alguno su consecución no podría constituir el fin de la moralidad ni de ninguna

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conducta racional. Sin embargo, incluso en tal caso, se podría defender en algún sentido la doctrina utilitarista, ya que la utilidad incluye no solo la búsqueda de la felicidad, sino la prevención y mitigación de la infelicidad, y si el primer objetivo resultase quimérico, mayor importancia adquiriría el segundo, existiendo una necesidad más imperiosa del mismo en tanto en cuanto la humanidad considerase adecuado el seguir viviendo y no refugiarse en la acción alternativa del suicidio recomendada en cierta circunstancias por Novalis. Cuando, sin embargo, se afirma de este modo positivamente, que es imposible una vida humana feliz, se trata sino de una especie de juego de palabras, sí por lo menos de una exageración. Si por felicidad se entiende una continua emoción altamente placentera, resulta bastante evidente que esto es imposible. Un estado de placer exaltado dura sólo unos instantes, o en algunos casos, y con algunas interrupciones, horas o días, constituyendo el ocasional brillante destello del goce, no su llama permanente y estable. De esto fueron tan conscientes los filósofos que enseñaron que la felicidad es el fin de la vida, como aquellos que les vituperan. La felicidad a la que se referían los primeros no es la propia de una vida de éxtasis, sino de momentos de tal goce, en una existencia constituía por pocos y transitorios dolores, por muchos y variados placeres, con un decidido predominio del activo sobre el pasivo, y teniendo como fundamento de toda la felicidad no esperar de la vida más de lo que la vida pueda dar. Una vida así constituida ha resultado siempre, a quienes han sido lo suficientemente afortunados para disfrutar de ella, acreedora del nombre de felicidad. Y tal existencia, incluso ahora, ya le ha tocado en suerte a muchas personas durante una parte importante de su vida. La desafortunada educación actual, así como las desafortunadas condiciones sociales actuales son el único obstáculo para que sea patrimonio de todo el mundo. Quienes ponen objeciones a esto tal vez pondrán en duda el que los seres humanos, si se les enseña a considerar la felicidad como el fin de la vida, se puedan sentir satisfechos con una porción tan moderada de felicidad. Sin embargo, gran número de personas se han contentado con mucho menos. Los principales factores de una vida satisfactoria resultan ser dos, cualquiera de los cuales puede por sí solo ser suficiente para tal fin: la tranquilidad y la emoción. Poseyendo mucha tranquilidad muchos encuentran que pueden conformarse con muy poco placer. Con mucha emoción, muchos pueden tolerar una considerable cantidad de dolor. Con toda seguridad, no existe ninguna imposibilidad a priori de que sea factible, ni tan siquiera para la gran masa de la humanidad, el reunir ambas cosas, ya que éstas, lejos de ser incompatibles, forman una alianza natural, siendo la prolongación de cada una preparación para la excitación del deseo de la otra. Sólo aquellos para quienes la indolencia se convierte en un vicio no desean emociones después de un intervalo de reposo. Sólo aquellos para quienes la necesidad de emociones es una enfermedad experimentan la tranquilidad que sigue a las emociones como aburrida y estúpida, en lugar de placentera en razón directa a la emoción que la precedió. Cuando las personas que son tolerablemente afortunadas con relación a los bienes externos no encuentran en la vida goce suficiente que la haga valiosa para ellos, la causa radica generalmente en la falta de

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preocupación por lo demás. Para aquellos que carecen de afectos tanto públicos como privados, las emociones de la vida se reducen en gran parte, y en cualquier caso pierden valor conforme se aproxima el momento en el que todos los intereses egoístas se acaban con la muerte; mientras que aquellos que dejan tras de sí objetos de afecto personal, y especialmente aquellos que han cultivado un sentimiento de solidaridad respecto a los intereses colectivos de la humanidad, mantienen en la víspera de la muerte un interés tan vivo por la vida como en el esplendor de su juventud o su salud. Después del egoísmo, la principal causa de una vida insatisfactoria es la carencia de cultura intelectual. Una mente cultivada – no me refiero a la de un filósofo, sino a cualquier mente para la que estén abiertas las fuentes del conocimiento y a la que se ha enseñado en una medida tolerable a ejercitar sus facultades- encuentra motivos de interés perenne en cuanto le rodea. En los objetos de la naturaleza, las obras de arte, las fantasías poéticas, los incidentes de la historia, el comportamiento de la humanidad pasada y presente y sus proyectos de futuro. Por supuesto que es posible que todo esto le resulte a uno indiferente, e incluso sin haber utilizado la milésima parte de ello. Mas eso sólo ocurre cuando uno carece desde un principio de interés moral o humano para estas cosas y sólo ha buscado en ellas la gratificación de la curiosidad. Ahora bien, no hay nada en la naturaleza de las cosas que justifique el que todo el que nazca en un país civilizado no disfrute como herencia de una cultura intelectual suficiente que le proporcione un interés inteligente por estos objetos de contemplación. Como tampoco existe una necesidad intrínseca de que ningún ser humano haya de ser un ególatra ocupado sólo de sí mismo, carente de toda suerte de sentimientos o preocupaciones más que las que se refieren a su propia miserable individualidad. Algo muy superior a esto es lo suficientemente común incluso ahora, para proporcionar amplias expectativas respecto a lo que puede conseguirse de la especie humana. Es posible que todo ser humano debidamente educado sienta, en grados diversos, auténticos afectos privados y un interés sincero por el bien público. En un mundo en el que hay tanto por lo que interesarse, tanto de lo que disfrutar y también tanto que enmendar y mejorar, todo aquel que posea esta moderada proporción de requisitos morales e intelectuales puede disfrutar de una existencia que puede calificarse de envidiable. A menos que a tales personas se les niegue, mediante leyes nocivas, o a causa del sometimiento a la voluntad de otros, la libertad para utilizar las fuentes de la felicidad a su alcance, no dejarán de encontrar esta existencia envidiable, si evitan los males positivos de la vida, las grandes fuentes de sufrimiento físico y psíquico –tales como la indigencia, la enfermedad, la carencia de afectos, la falta de dignidad o la pérdida prematura de objetos de estimación. El verdadero meollo de la cuestión radica, por tanto, en la lucha contra estas calamidades de las que es infrecuente tener la buena fortuna de eludir. Calamidades que, tal como están las cosas en la actualidad, no pueden ser obviadas y que, con frecuencia, no pueden ser mitigadas materialmente en grado alguno. Sin embargo, nadie cuya opinión merezca la más momentánea consideración puede dudar de que la mayoría de los

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grandes males positivos de la vida son en sí mismos superables y que, si la suerte de los humanos continúa mejorando, serán reducidos, en último término dentro de estrechos límites. La pobreza, que implique en cualquier sentido sufrimiento, puede ser eliminada por completo mediante las buenas artes de la sociedad, en combinación con el buen sentido y la buena previsión por parte de los individuos. Incluso el más tenaz enemigo de todos, la enfermedad, puede ser en gran medida reducido en sus dimensiones mediante una buena educación física y moral y el control adecuado de las influencias nocivas, al tiempo que el progreso de la ciencia significa la promesa para el futuro de conquistas todavía más directas sobre este detestable adversario. Cada uno de los avances en esta dirección nos pone a salvo de los obstáculos que no sólo acortan nuestras vidas sino, lo que nos importa todavía más, de los que nos privan de aquellos que nos proporcionan la felicidad. En cuanto a las vicisitudes de la fortuna y otros contratiempos que tienen que ver con las circunstancias mundanas, éstos son el efecto, principalmente, o bien de graves imprudencias o de deseos mal controlados, o de instituciones sociales nocivas o imperfectas. En suma, todas las fuentes del sufrimiento humano son, en gran medida, muchas de ellas eliminables mediante el empeño y el esfuerzo humanos, y aunque su supresión es tremendamente lenta –aunque perecerán en la empresa gran número de generaciones antes de llevarse a cabo la conquista y este mundo llegue a ser todo aquello en que sería fácil que se convirtiese, de no faltar voluntad y conocimiento-, con todo, toda mente suficientemente inteligente y generosa para participar, aunque sea en pequeña e insignificante medida, en la tarea, derivará un noble goce de la propia contienda, al que no consentirá a renunciar mediante ningún chantaje en forma de indulgencia egoísta. Todo lo anterior nos lleva a la apreciación adecuada de lo que dicen los objetores respecto a la posibilidad y obligación de aprender a prescindir de la felicidad. No cabe duda de que es posible prescindir de la felicidad. Diecinueve de cada veinte seres humanos lo hacen involuntariamente, incluso en aquellas zonas de nuestro mundo actual que están menos hundidas en la barbarie; y a menudo se lleva a cabo voluntariamente por parte del héroe o del mártir, en gracia a algo que aprecia más que su felicidad individual. Pero este algo, ¿qué es sino la felicidad de los demás, o alguno de los requisitos de la felicidad? Indica nobleza el ser capaz de renunciar por completo a la parte de felicidad que a uno le corresponde, o las posibilidades de la misma, pero, después de todo, esta auto-inmolación debe tener algún fin. Ella misma no constituye su propio fin. Y si se nos dice que su fin no es la felicidad sino la virtud, lo cual es preferible a la felicidad, yo pregunto: ¿se llevaría a cabo el sacrificio si el héroe o el mártir no creyesen que ello garantizará el que los demás no tengan que llevar a cabo sacrificios parecidos? ¿Lo realizarían el héroe o el mártir si pensaran que la renuncia a su felicidad no producirá ningún fruto para ninguno de sus semejantes, sino que contribuirá a que la suerte de los demás sea semejante a la suya, y los ponga en situación de tener también que renunciar a la felicidad?

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Merecen toda suerte de alabanzas los que son capaces de sacrificar el goce personal de la vida, cuando mediante tal renuncia contribuyen meritoriamente al incremento de la suma de la felicidad del mundo. Pero quien hace esto mismo, o mantiene hacerlo, con alguna otra finalidad, no merece más admiración que el asceta subido a su pedestal. Puede constituir una prueba indicativa de lo que los hombres pueden hacer, pero, con toda seguridad, no un ejemplo de lo que deben hacer. Aunque sólo en un estado muy imperfecto de la organización social uno puede servir mejor a la felicidad de los demás mediante el sacrificio total de la suya propia, en tanto en cuanto la sociedad continúe en este imperfecto estado, admito por completo que la disposición a realizar tal sacrificio es la mayor virtud que puede encontrarse en un hombre. Añadiré que en estas circunstancias sociales, aunque parezca paradójico, la capacidad consciente para prescindir de la felicidad es la que asegurará mejor la posibilidad de consecución de tanta felicidad como sea obtenible. Porque nada más que la conciencia puede hacer que un apersona se eleve por encima de los avatares de la existencia, convencida de que por adversos que sean el hado y la fortuna carece de poder para dominarla; sentimiento que, una vez experimentado, libera al hombre del exceso de ansiedad acerca de los males de la vida y le permite, al igual que a numerosos estoicos en los peores momentos del imperio romano, cultivar en paz las fuentes de satisfacción que le son accesibles, sin preocuparse de la incertidumbre de su duración como tampoco de su inevitable final. Entre tanto, no deben dejar de proclamar los utilitaristas la moralidad de la abnegación como una posesión a la que tienen tanto derecho como los estoicos o los transcendentalistas. La moral utilitarista reconoce en los seres humanos la capacidad de sacrificar su propio mayor bien por el bien de los demás. Sólo se niega a admitir que el sacrificio sea en sí mismo un bien. Un sacrificio que no incremente o tienda a incrementar la suma total de la felicidad se considera como inútil. La única auto-renuncia que se aplaude es el amor a la felicidad, o a alguno de los medios que conducen a la felicidad, de los demás, ya bien de la humanidad colectivamente, o de individuos particulares, dentro de los límites que imponen los intereses colectivos de la humanidad. VI.- [Los críticos del utilitarismo no reconocen que lo correcto en una acción es la felicidad que produce a todos los afectados y no al agente.]

Debo repetir nuevamente que los detractores del utilitarismo raras veces le hacen justicia y reconocen que la felicidad que constituye el criterio utilitarista de lo que es correcto en una conducta no es la propia felicidad del agente, sino la de todos los afectados. Entre la felicidad personal de la gente y la de los demás, el utilitarista obliga a aquel a ser tan estrictamente imparcial como un espectador desinteresado y benevolente. En la regla de oro de Jesús de Nazaret encontramos todo el espíritu de la ética de la utilidad: “Compórtate con los demás como quieras que los demás se comporten contigo” y “Amar al prójimo como a ti mismo” constituyen la perfección ideal de la moral utilitarista. Como medio para alcanzar más aproximadamente este ideal, la utilidad recomendará, en primer término, que Página 25 de 38


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las leyes y organizaciones sociales armonicen en lo posible la felicidad o (como en términos prácticos podría denominarse) los intereses de cada individuo con los intereses del conjunto. En segundo lugar, que la educación y la opinión pública, que tienen un poder tan grande en la formación humana, utilicen de tal modo ese poder que establezcan en la mente de todo individuo una asociación indisoluble entre su propia felicidad y el bien del conjunto, especialmente entre su propia felicidad y la práctica de los modos de conducta negativos y positivos que la felicidad prescribe; de tal modo que no sólo no pueda concebir la felicidad propia en la conducta que se oponga al bien general, sino también de forma que en todos los individuos el impulso directo de mejorar el bien general se convierta en uno de los motivos habituales de la acción y que los sentimientos que se conecten con este impulso ocupen un lugar importante y destacado en la experiencia sentiente de todo ser humano. Si los que rechazan la moral utilitarista se la presentasen ante su intelecto en este su auténtico sentido no sé qué cualidades por cualquier otra moral podrían afirmar en modo alguno que echaban en falta, o qué desarrollo más armónico o profundo de la naturaleza humana puede esperarse que propicie algún otro sistema ético, o en qué motivaciones no accesibles al utilitarismo pueden basarse tales sistemas para hacer efectivos sus mandatos. VII.- [Algunos críticos consideran las normas del utilitarismo demasiado elevadas para la humanidad por exigir que se actúe buscando el interés general de la sociedad. Sin embargo, en la búsqueda del interés particular, está presente el interés general.]

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No siempre puede acusarse a los detractores del utilitarismo de representarlo desde esta perspectiva que lo hace poco apreciable. Por el contrario, aquellos de entre los que poseen algo aproximado a una idea clara de su carácter desinteresado a veces consideran un defecto el que sus normas sean demasiado elevadas para la humanidad. Afirman que es una exigencia excesiva el pedir que la gente actúe siempre inducida por la promoción del interés general de la sociedad. Pero esto supone no entender el verdadero significado de un modelo moral y confundir la regla de acción con el motivo que lleva a su cumplimiento. Es tarea de la ética la de indicarnos cuáles son nuestros deberes o mediante qué pruebas podemos conocerlos, pero ningún sistema ético exige que el único motivo de nuestro actuar sea un sentimiento del deber. Por el contrario, el noventa y nueve por ciento de todas nuestras acciones se realizan por otros motivos, cosa que es del todo correcta si la regla del deber no los condena. Resulta totalmente injusto hacer objeciones al utilitarismo en base a lo anteriormente mencionado cuando precisamente los moralistas utilitaristas han ido más allá que casi todos los demás al afirmar que el motivo no tiene nada que ver con la moralidad de la acción, aunque sí mucho con el mérito del agente. Quien salva a un semejante de ser ahogado hace lo que es moralmente correcto, ya sea su motivo el deber o la esperanza de que le recompensen por su esfuerzo. Quien traiciona al amigo que confía en él es culpable de un crimen, aun cuando su objetivo sea servir a otro amigo con quien tiene todavía mayores obligaciones. Pero si nos limitamos a hablar de acciones realizadas por motivos de deber y en obediencia inmediata a principios, es interpretar erróneamente el pensamiento utilitarista el imaginar que implica

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que la gente debe fijar su mente en algo tan general como el mundo o la sociedad en su conjunto.

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La gran mayoría de las acciones están pensadas no para beneficio del mundo sino de los individuos a partir de los cuales se constituye el bien del mundo y no es preciso que el pensamiento del hombre más virtuoso cabalgue, en tales ocasiones, más allá de las personas afectadas, excepto en la medida en que sea necesario asegurarse de que al beneficiarles no está violando los derechos, es decir, las expectativas legítimas y autorizadas de nadie más. La multiplicación de la felicidad es, conforme a la ética utilitarista, el objeto de la virtud: las ocasiones en las que persona alguna (excepto una entre mil) tiene en sus manos el hacer esto a gran escala, en otras palabras, ser un benefactor público, no son sino excepcionales; y sólo en tales ocasiones se le pide que tome en consideración la utilidad pública. En todos los demás casos, todo lo que tiene que tener en cuenta es la utilidad privada, el interés o felicidad de unas cuantas personas. Sólo aquellos cuyas acciones influyen hasta abarcar la sociedad en general tienen necesidad habitual de ocuparse de un objeto tan amplio. Por supuesto que en caso de las omisiones, es decir, las cosas que la gente deja de hacer a causa de consideraciones morales, aun cuando las consecuencias de un caso particular pudieran ser beneficiosas, sería indigno de un agente inteligente no percatarse conscientemente de que la acción es de un tipo tal que, si se practicase generalmente sería generalmente dañina, y que éste es el fundamento de la obligación de omitir tal acción. El grado de consideración del interés público implícito en este reconocimiento no es mayor que el que exigen todos los sistemas morales ya que todos aconsejan abstenerse de aquello que es manifiestamente pernicioso para la sociedad. VIII.- [Otros critican el utilitarismo porque hace a los seres humanos fríos, calculadores y carentes de afectividad. Sin embargo, los utilitaristas que han cultivado sus sentimientos morales y su capacidad de empatía, no incurren en esta falta.]

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Estas mismas consideraciones sirven para rechazar otro reproche hecho a la doctrina utilitarista, que se funda en una concepción todavía más burdamente errónea de la finalidad de un criterio de moralidad y del propio significado de las palabras “correcto” e “incorrecto”. Se afirma a menudo que el utilitarismo hace a los hombres fríos y carentes de afectividad, que entibia sus sentimientos morales hacia las personas particulares, que les hace tomar en cuenta solamente las consideraciones secas y duras de las consecuencias de las acciones sin contar, a la hora de la estimación moral, con las cualidades que dan origen a dichas acciones. Si esta afirmación significa que no permiten que sus juicios concernientes a la corrección o incorrección de una acción se vean influidos por las cualidades de la persona que la realiza se trata de una queja que no afecta sólo al utilitarismo, sino a cualquier criterio de moralidad en absoluto, ya que, ciertamente, ningún criterio ético conocido decide que una acción sea buena o mala porque sea realizada por un hombre bueno o malo, y menos todavía porque sea realizada por un hombre amable, valeroso, benevolente, o todo lo contrario. Estas consideraciones son relevantes no para la estimación de las acciones sino de las personas.

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No hay nada en la doctrina utilitarista que niegue el hecho de que hay más cosas que nos interesan con relación a una persona que la corrección o incorrección de sus acciones. Es cierto que los estoicos con el paradójico abuso del lenguaje que formaba parte de su sistema, y mediante el cual trataban de elevarse por encima de toda preocupación por nada que no fuese la virtud, gustaban de afirmar que quien la posee tiene a su alcance todo lo demás, que esa persona, y sólo esa persona, es rica, hermosa, regia. Sin embargo, la doctrina utilitarista no pretende hacer tal descripción del hombre virtuoso. Los utilitaristas son perfectamente conscientes de que existen otras posesiones y cualidades aparte de la virtud, y están completamente dispuestos a concederles todo su valor- También son conscientes de que una acción correcta no indica generalmente una persona virtuosa, y de que acciones que son condenables proceden con frecuencia de cualidades que merecen elogio. Cuando esto resulta patente en cualquier caso particular, ello modifica la estimación que ellos tienen, no del acto ciertamente, sino del agente. Puedo asegurar que, no obstante, consideran que, a la larga, la mejor prueba de que se posee un buen carácter es realizar buenas acciones, y que se niegan por completo a considerar buena ninguna disposición mental cuya tendencia predominante sea la de producir una mala conducta. Esto hace que gocen de mala fama entre mucha gente, pero es una mala fama que tienen que compartir con todo el que considere la distinción entre lo correcto y lo incorrecto seriamente, tratándose de un reproche que un utilitarista consciente no tiene por qué estar deseoso de eludir. Si todo lo que se quiere decir mediante tal objeción es que muchos utilitaristas se centran en la moralidad de las acciones, conforme al criterio utilitarista, con una atención demasiado exclusiva, de modo que no toman suficientemente en consideración otras cualidades del carácter que contribuyen a que el ser humano sea amable o admirable, la objeción puede admitirse. Los utilitaristas que han cultivado sus sentimientos morales, pero no su capacidad de empatía, ni su percepción artística, cometen, efectivamente, dicha falta, e igualmente la cometen todos los demás moralistas que se encuentren en el mismo caso. Cuanto pueda decirse en descargo de los demás moralistas también puede decirse en el suyo, a saber, que de cometerse un error es mejor que sea en este sentido. En realidad podemos afirmar que se da entre los utilitaristas, al igual que entre los defensores de otros sistemas, todo grado imaginable de rigidez y laxitud en la aplicación de su criterio. Algunos son incluso puritanos severos mientras que otros son todo lo indulgentes que posiblemente podrían desear pecadores y sentimentales. Sin embargo, en conjunto, cualquier doctrina que destaque de forma prominente hasta qué punto interesa a la humanidad reprimir y evitar las conductas que violen la ley moral posiblemente no esté en peores condiciones que otra que haga lo mismo, en lo que se refiere a conseguir que la opinión pública sancione negativamente tales violaciones. Es cierto que la pregunta: ¿Qué es lo que viola la ley moral? Es una cuestión sobre la que probablemente difieran de vez en cuando los que admiten criterios distintos de moralidad. Pero la diversidad de opiniones respecto a las cuestiones morales no fue introducida por primera

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vez en el mundo por parte del utilitarismo. Por lo demás, dicha doctrina puede proporcionar un modo de decidir entre opciones diferentes si no siempre fácil, sí en cualquier caso tangible e inteligible.

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Quizás no sea superfluo el poner de relieve unas cuantas más interpretaciones erróneas habituales de la ética utilitarista, incluso las que son tan evidentes y burdas que pudiera parecer imposible que fuesen hechas por parte de persona alguna con sensibilidad e inteligencia. Dado que las personas, incluso las dotadas de considerable capacidad mental, a menudo se preocupan muy poco de comprender las consecuencias que se siguen de cualquier opinión contra la que mantienen algún prejuicio, y dado que los hombres en general son poco conscientes de que esta ignorancia voluntaria constituye un defecto, es por lo que nos encontramos con las más ramplonas deformaciones de las doctrinas éticas en los escritos reflexivos de personas con las máximas pretensiones tanto por lo que a lo elevado de sus principios como a su filosofía se refiere. IX.- [Otra interpretación errónea del utilitarismo es aquella que lo cataloga como doctrina atea. Sin embargo, si Dios quiere la felicidad para sus criaturas, esta interpretación no puede sostenerse.]

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No es infrecuente que escuchemos cómo se cataloga a la doctrina de la utilidad como una doctrina atea. De ser necesario salir al paso de algún modo a tan simple presupuesto, podemos afirmar que la cuestión depende de la idea que nos hayamos formado del carácter moral de la divinidad. Si es verdad la creencia de que Dios desea, por encima de todo, la felicidad de sus criaturas, y que éste fue su propósito cuando las creó, el utilitarismo no sólo no es una doctrina atea sino que es más profundamente religiosa que otra alguna. Si lo que se quiere decir es que el utilitarismo no reconoce la voluntad divina revelada como suprema ley moral, mi respuesta es que el utilitarista que cree en la bondad y sabiduría absolutas de Dios necesariamente cree que todo lo que Dios ha considerado oportuno revelar sobre cuestiones morales debe cumplir los requisitos de la utilidad en grado supremo. Sin embargo otros, además de los utilitaristas, han sido de la opinión de que la Revelación Cristiana tenía como fin, y para ello estaba capacitada, dotar a los corazones y las mentes de los humanos de un espíritu que les permitiese encontrar por sí mismos lo que es correcto y les inclinase a obrar conforme a ello cuando lo encontrasen, más que a indicárselo, a no ser en un sentido muy general, a lo que se añade la necesidad reconocida de una doctrina ética, meticulosamente desarrollada, que nos interprete la voluntad de Dios. Es superfluo discutir aquí si esta opinión es o no es correcta, ya que cualquier tipo de ayuda que la religión Natural o revelada pueda prestar a la investigación ética puede beneficiar tanto al moralista utilitarista como a cualquier otro. Puede hacer uso de ella el utilitarista como aval divino de la utilidad o daño de cualquier tipo determinado de actuación, con el mismo derecho que otros pueden utilizarla para indicar que existe una ley trascendental que no guarda conexión con la utilidad o la felicidad. X.- [Otros critican el utilitarismo por considerarlo una ética de la conveniencia. Sin embargo, si se entiende bien lo que es conveniente, convienen las acciones útiles para la humanidad y no las dañinas.]

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También se repudia a menudo la doctrina de la utilidad como doctrina inmoral dándole el nombre de doctrina de la “conveniencia”, aprovechándose del uso popular del término que la opone a los principios morales. Pero lo conveniente, en el sentido en que se opone a lo correcto, generalmente significa lo que es conveniente para los intereses particulares del propio agente, como cuando un ministro sacrifica los intereses de su país para mantenerse en su puesto. Cuando significa algo mejor que esto significa lo que es conveniente para algún objetivo inmediato, algún propósito pasajero, pero que viola una regla cuya observancia es conveniente en un grado muy superior. Lo conveniente, en este sentido, en vez de ser lo mismo que lo útil es una rama de lo dañino. De este modo, a menudo puede ser conveniente decir una mentira con objeto de superar alguna situación incómoda del momento, o lograr algún objetivo inmediatamente útil para nosotros u otros. Mas, el cultivar en nosotros mismos un desarrollo de la sensibilidad respecto al tema de la verdad es una de las cosas más útiles, y su debilitamiento una de las más dañinas, con relación a aquello para lo que nuestra conducta puede servir. Por otra parte, cualquier desviación de la verdad, aun no intencionada, contribuye en gran medida al debilitamiento de la confianza en las afirmaciones hechas a los seres humanos, lo cual no solamente constituye el principal sostén de todo el bienestar social actual, sino que cuando es insuficiente, contribuye más que cualquier otra cosa al deterioro de la civilización, la virtud y todo de lo que depende la felicidad humana en gran escala. Por ello consideramos que la violación, por una ventaja actual, de una regla de tal trascendental conveniencia, no es conveniente y que quien, por motivos de conveniencia suya o de algún otro individuo, contribuye por su parte a privar a la humanidad del bien, e infligirle el mal, implícitos en la mayor o menor confianza que pueda depositarse en la palabra de los demás, representa el papel del peor de los enemigos del género humano. Con todo, el hecho de que esta regla, sagrada como es, admita posibles excepciones, es algo reconocido por todos los moralistas, siendo el principal caso excepcional aquel en que al ocultar algún hecho podamos salvar a un individuo de un grande e inmerecido mal - especialmente cuando se trate de otro individuo que no seamos nosotros mismos -, como ocurre cuando le ocultamos información a un malhechor o malas noticias a una persona gravemente enferma, y cuando la ocultación sólo puede ser realizada mediante la negación. Sin embargo, a fin de que lo excepcional no se extienda más allá de lo necesario, y con objeto de que produzca el menor efecto posible en el debilitamiento de la confianza en la veracidad, lo excepcional debe ser estipulado y delimitado, si es posible. Y si el principio de la utilidad sirve para algo, debe servir para comparar estas utilidades en conflicto y señalar ámbito dentro del cual cada una de ellas predomina. XI.- [Otros objetan que es imposible calcular los efectos de una acción en la felicidad general. Sin embargo, para evitar esto contamos con la experiencia acumulada de la humanidad y con los corolarios derivados del principio de utilidad.]

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También se da el caso de que los defensores de la utilidad se ven llevados a menudo a dar réplica a objeciones como la que sigue: no hay tiempo, con anterioridad a la acción, para calcular y medir los efectos de una línea de conducta sobre la felicidad general. Esto es exactamente igual a afirmar que es imposible guiar nuestra conducta de acuerdo con los Página 30 de 38


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principios cristianos por no disponer de tiempo en todas las ocasiones en las que ha de llevarse algo a cabo, para leer en su totalidad el Viejo y el Nuevo Testamento. La respuesta a tal objeción, es la de que se ha dispuesto de mucho tiempo, a saber, todo lo que ha durado el pasado de la especie humana. Durante todo ese tiempo, la humanidad ha estado aprendiendo por experiencia las tendencias de las acciones, experiencia de la que depende tanto toda la prudencia como toda la moralidad de nuestra vida. Se habla como si hasta el momento este curso de la experiencia no hubiese comenzado y como si, en el instante en que un hombre se sintiese tentado a interferir en la propiedad o la vida de otro tuviera que empezar a considerar por primera vez si el asesinato y el robo son perjudiciales para la felicidad humana. Incluso en tal caso no creo que encontrase que la pregunta era muy difícil de contestar; pero, en cualquier caso, se encuentra con este trabajo ya hecho. Resulta, realmente, una presunción caprichosa la de que cuando la humanidad se pone de acuerdo en considerar la utilidad como el criterio de la moralidad, no llegue a acuerdo alguno respecto a lo que es útil, y no cuente con medios para hacer que las nociones sobre esta materia sean enseñadas a los jóvenes e inculcadas mediante la ley y la opinión pública. No es difícil demostrar que cualquier criterio ético funciona mal si suponemos que va acompañado de la estupidez universal. Pero de acuerdo con cualquier hipótesis en la que no se incluya esto último, la humanidad debe haber adquirido ya creencias positivas con relación a los efectos de algunas nociones sobre su felicidad. Creencias que así generadas son las reglas de moralidad para la multitud y también para el filósofo hasta que consiga mejores hallazgos. El que los filósofos puedan lograr esto fácilmente, incluso ahora, con relación a muchos tema, el que el código tradicional de la ética no es en modo alguno de derecho divino y que la humanidad tiene mucho de aprender con relación a los efectos de las acciones sobre la felicidad general, es algo que admito, o mejor aun que mantengo sin reservas. Los corolarios del principio de la utilidad, al igual que los preceptos de todas las artes prácticas, son susceptibles de mejoras sin límite, y en un estado de progreso de la mente humana su mejora continúa indefinidamente. Pero una cosa es considerar las reglas de la moralidad como no conclusas, otra es pasar por alto enteramente estas generalizaciones intermedias y dedicarse a probar la moralidad de cada acción recurriendo directamente al primer principio. Es algo extraño el que se pueda considerar que el reconocimiento de un primer principio no es compatible con la admisión de principios secundarios. El informar a un viajero con relación al lugar de su destino final no significa prohibirle el que se guíe por señales o letreros en su camino. La proposición de que la felicidad es el fin y el objetivo de la moralidad no significa que no pueda establecerse ninguna vía conducente a tal objetivo, o que a las personas que allí se encaminan no deba advertírseles que sigan una dirección en vez de otra. Los hombres deberían realmente dejar de afirmar cosas absurdas sobre este tema que no consentirían en decir ni escuchar sobre otras cuestiones de interés práctico. Nadie argumenta que el arte de la navegación no esté fundado en la astronomía porque los marineros no puedan esperar a calcular por sí mismos la carta de navegación. Siendo criaturas racionales salen a la mar con ésta ya calculada. Del mismo modo, todas las criaturas racionales se

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hacen a la mar de la vida con decisiones ya tomadas respecto a las cuestiones comunes de corrección e incorrección moral, así como con relación a muchas de las cuestiones mucho más difíciles relativas a lo que constituye la sabiduría y la necedad. Y, en la medida en que la previsión es una cualidad humana, se supone que así continuará sucediendo. Cualquiera que sea el principio fundamental de la moralidad que adoptemos, precisamos de principios subordinados para su aplicación. Dado que la imposibilidad de funcionar sin éstos se da en todos los sistemas, no puede servir tal hecho como argumentación en contra de un sistema en particular. Por lo demás, argumentar seriamente como si no fuese posible disponer de tales principios secundarios, como si la humanidad hubiera permanecido hasta ahora, y hubiera de permanecer por siempre, sin derivar conclusiones generales de la experiencia de la vida humana, es el absurdo mayor al que jamás se pudiera llegar en las disputas filosóficas. XII.- [Por último, algunos esgrimen, en contra del utilitarismo, el posible recurso a la excepción en el cumplimiento de una norma y el acomodo a las circunstancias cuando existen consideraciones en conflicto. Sin embargo, toda teoría ética que reconoce la complejidad de los asuntos humanos, concede cierto margen de acción en casos conflictivos.]

Los restantes argumentos que restan por examinar en contra del utilitarismo, consisten en su mayoría en achacarle la mayor parte de los males comunes de la naturaleza humana y las dificultades generales con que tropiezan las personas conscientes al configurar su actuación a través de la vida. Se nos dice que el utilitarismo será capaz de hacer de su propio caso una excepción a la regla moral y que, cuando sucumba a la tentación, verá mayor utilidad en la violación de la norma que en su observancia. Pero, ¿es el utilitarismo el único credo que nos permite presentar excusas para obrar mal y engañar a nuestra propia conciencia? Estas excusas son suministradas abundantemente por todas las doctrinas que reconocen como un hecho dentro de la moral el que existan consideraciones en conflicto, cosa que reconocen todas las doctrinas que han sido aceptadas por personas cabales. No es culpa de ningún credo, sino de la complicada naturaleza de los asuntos humanos, el que las reglas de la conducta no puedan ser elaboradas de modo que no admitan excepciones y que, difícilmente, ningún tipo de acción pueda establecerse con seguridad como siempre obligatoria o siempre condenable. No existe ningún credo moral que no atempere la rigidez de sus leyes concediendo un cierto margen, bajo la responsabilidad del agente, para el acomodo de aquéllas a las peculiaridades de las circunstancias. Y en todos los credos, una vez hecha esta concesión, se introducen el auto-engaño y una casuística desaprensiva. No hay sistema moral alguno dentro del cual no se originen casos de obligaciones conflictivas. Éstas son las dificultades reales, los puntos dificultosos, tanto en la teoría ética como en la guía consciente de la conducta personal. Puntos que son superados, en la práctica, con más o menos éxito, conforme a la inteligencia y virtud del individuo. Pero es difícil pretender que alguien pueda estar peor cualificado para superarlos por poseer un criterio último al que puedan referirse los derechos y deberes en conflicto.

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Si la utilidad es la fuente última de la obligación moral, puede invocarse la utilidad para decidir entre derechos y obligaciones cuando las demandas de ambos son incompatibles. Aun cuando la aplicación del criterio pueda ser difícil, es mejor que carecer de criterio, pues ocurre que en otros sistemas, al pretender todas las leyes morales autoridad independiente, no existe un poder común autorizado para poner orden entre ellas. Las pretensiones que estas leyes tienen de independencia entre sí no se basan en nada mejor que en sofismas y, a menos que estén determinadas, como ocurre generalmente, por la reconocida influencia de la toma en consideración de la utilidad, proporcionan un campo propicio para el predominio del desee personal y la parcialidad. Debemos recordar que sólo en estos casos en que aparecen principios secundarios en conflicto es necesario recurrir a los primeros principios. No existe ninguna obligación moral que implique algún principio secundario. Cuando se trata de uno solo pocas veces puede haber dudas verdaderas acerca de cuál es, en la mente de las personas que reconocen el principio en cuestión.

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CAPÍTULO IV

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Ya se ha hecho notar que las cuestiones relativas a los últimos fines, no admiten pruebas, en la acepción ordinaria de la palabra. El no ser susceptibles de prueba por medio del razonamiento es común a todos los primeros principios, tanto cuando son primeras premisas del conocimiento, como cuando lo son de la conducta. Mas los primeros, como son cuestiones de hecho, pueden ser objeto de recurso a las facultades que juzgan los hechos: es decir, los sentidos y la conciencia interna. ¿Puede apelarse a las mismas facultades, cuando la cuestión que se plantea es la de los fines prácticos? O ¿con qué otra facultad puede adquirirse un conocimiento de ellos? Con otras palabras, preguntarse por los fines es preguntarse qué cosas son deseables. La doctrina utilitarista establece que la felicidad es deseable, y que es la única cosa deseable como fin; todas las otras cosas son deseables sólo como medios para ese fin. ¿Qué debería exigirse a esta doctrina -con qué requisitos debería cumplir- para justificar su pretensión de ser creída? La única prueba posible de que un objeto es visible, es que la gente lo vea efectivamente. La única prueba de que un sonido es audible, es que la gente lo oiga. Y Io mismo ocurre con las otras fuentes de la experiencia. De la misma manera, supongo yo, la única evidencia que puede alegarse para mostrar que una cosa es deseable, es que la gente la desee de hecho. Si el fin que la doctrina utilitarista se propone no fuese reconocido como un fin, teórica y prácticamente, nada podría convencer de ello a una persona. No puede darse ninguna razón de que la felicidad es deseable, a no ser que cada persona desee su propia felicidad en lo que ésta tenga de alcanzable, según ella. Ahora bien, siendo esto un hecho, no sólo tenemos la prueba adecuada de que la felicidad es un bien, sino todo lo que es posible exigirle: que la felicidad de cada persona es un bien para esa persona, y que, por tanto, la felicidad es un bien para el conjunto de todas las personas. La felicidad ha demostrado su pretensión de ser uno de los fines de conducta y, por consiguiente, uno de los criterios de la moral. Pero con esto todavía no se ha probado que sea el único criterio. Para ello, parece necesario, según la norma anterior, mostrar que la gente no sólo desea la felicidad, sino que nunca desea otra cosa. Ahora bien, es evidente que la gente desea cosas que, según el lenguaje ordinario, son decididamente distintas de la felicidad. Desean, por ejemplo, la virtud, y la ausencia de vicio, no menos realmente que el placer y la ausencia de dolor. El deseo de la virtud no es un hecho tan universal, pero sí tan auténtico como el deseo de la felicidad. De aquí infieren los adversarios del utilitarismo su derecho a juzgar que hay otros fines para la acción humana distintos de la felicidad, y que la felicidad no es el criterio de aprobación o desaprobación. Pero el utilitarismo, ¿niega que la gente desee la virtud?; o ¿sostiene que la virtud no es una cosa deseable? Todo lo contrario. No sólo sostiene que la virtud ha de ser deseada, sino que ha de ser deseada desinteresadamente,

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por sí misma. No importa cuál sea la opinión de los moralistas utilitaristas sobre las condiciones originales que hacen que la virtud sea virtud; pueden creer (y así lo hacen) que las acciones y disposiciones son virtuosas sólo porque promueven otro fin que la virtud; sin embargo, habiendo supuesto esto, y habiendo decidido, por consideraciones de esta clase, qué es virtud, no sólo colocan la virtud a la cabeza de las cosas buenas como medios pata llegar al último fin, sino que reconocen también como un hecho psicológico la posibilidad de que sea para el individuo un fin en sí mismo, sin consideración de ningún fin ulterior. Sostienen también que el estado del espíritu no es recto, ni puede subordinarse a la utilidad, ni conduce a la felicidad general, a no ser que se ame a la virtud de esta manera -como una cosa deseable en sí misma-, aun cuando en el caso individual no produzca las demás consecuencias deseables que tiende a producir, y por las cuales se conoce que es virtud. Esta opinión no se separa lo más mínimo del principio de la felicidad. Los ingredientes de la felicidad son varios; cada uno de ellos es deseable por sí mismo, y no solamente cuando se le considera unido al todo. El principio de utilidad no pretende que un placer dado -como, por ejemplo, la música-, o que la exención de un dolor dado -como, por ejemplo, la salud-, hayan de considerarse como medios para algo colectivo que se llama felicidad, y hayan de ser deseados sólo por eso. Son deseados y deseables por sí mismos; además de ser medios, forman parte del fin. La virtud, según la doctrina utilitaria, no es natural y originariamente una parte del fin: pero puede llegar a serIo. Así ocurre con aquellos que la aman desinteresadamente. La desean y la quieren, no como un medio para la felicidad, sino como una parte de la felicidad. Para aclarar esto último, podemos recordar que la virtud no es la única cosa que, siendo originalmente un medio, sería y seguiría siendo indiferente, si no se asociara como medio a otra cosa, pero que, asociada como medio a ella, llega a ser deseada por sí misma y, además, con la más extremada intensidad. ¿Qué diremos, por ejemplo, del amoral dinero? Originariamente, no hay en el dinero más que un montón de guijas brillantes. No tiene otro valor que el de las cosas que se compran con él; no se le desea por sí mismo, sino por las otras cosas que permite adquirir. Sin embargo, el amor al dinero es no sólo una de las más poderosas fuerzas motrices de la vida humana, sino que en muchos casos se desea por sí mismo; el deseo de poseerlo es a menudo tan fuerte como el deseo de usarlo, y sigue en aumento a medida que mueren todos los deseos que apuntan a fines situados más allá del dinero, pero son conseguidos con él. Puede, entonces, decirse con razón que el dinero no se desea para conseguir un fin, sino como parte del fin. De ser un fin para la felicidad, se ha convertido en el principal ingrediente de alguna concepción individual de la felicidad. Lo mismo puede decirse de la mayoría de los grandes objetivos de la vida humana -el poder, por ejemplo, o la fama-; sólo que cada uno de éstos lleva anexa cierta cantidad de placer inmediato, que al menos tiene la apariencia de serle naturalmente inherente; cosa que no puede decirse del dinero. Más aún, el más fuerte atractivo natural del poder y de la fama consiste en la inmensa ayuda que prestan al logro de nuestros demás deseos. La fuerte asociación así engendrada, entre todos nuestros objetos de deseo y los del poder y la fama, es lo que da a éstos esa intensidad que a menudo revisten y que en algunos temperamentos sobrepasa a la de todos los otros deseos. En

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estos casos, los medios se han convertido en una parte del fin y en una parte más importante que la constituida por cualquiera de las otras cosas para las cuales son medios. Lo que una vez se deseó como instrumento para el logro de la felicidad, ha llegado a desearse por sí mismo. Pero, al ser deseado por sí mismo, se desea como parte de la felicidad. La persona es, o cree que sería feliz por su mera posesión; y es desgraciada si no lo consigue. Este deseo no es más distinto del deseo de la felicidad que el amor a la música o el deseo de la salud. Todos ellos están incluidos en la felicidad. Son algunos de los elementos que integran el deseo de la felicidad. La felicidad no es una idea abstracta, sino un todo concreto; y ésas son algunas de sus partes. Y el criterio utilitario lo sanciona y aprueba. La vida sería poca cosa, estaría mal provista de fuentes de felicidad, si la naturaleza no proporcionara estas cosas que, siendo originalmente indiferentes, conducen o se asocian a la satisfacción de nuestros deseos primitivos, llegando a ser en sí mismas fuentes de placer más valiosas que los placeres primitivos; y esto tanto por su intensidad como por la permanencia que pueden alcanzar en el transcurso de la existencia humana. La virtud, según la concepción utilitaria, es un bien de esta clase. Nunca hubo un motivo o deseo original de ella, a no ser su propiedad de conducir al placer y, especialmente, a la prevención del dolor. Pero, a causa de la asociación así formada, se la puede considerar como un bien en sí mismo, deseándola como tal con mayor intensidad que cualquier otro bien; y con esta diferencia respecto del amor al poder, al dinero o a la fama: que todos éstos pueden hacer, y a menudo hacen, que el individuo perjudique a los otros miembros de la sociedad a que pertenece, mientras que no hay nada en el individuo tan beneficioso para sus semejantes como el cultivo del amor desinteresado a la virtud. En consecuencia, la doctrina utilitaria tolera y aprueba esos otros deseos adquiridos hasta el momento en que, en vez de promover la felicidad general, resultan contrarios a ella. Pero, al mismo tiempo, ordena y exige el mayor cultivo posible del amor a la virtud, por cuanto está por encima de todas las cosas que son importantes para la felicidad general. Resulta, de las consideraciones precedentes que, en realidad, no se desea nada más que la felicidad. Todo lo que no se desea como medio para un fin distinto, se desea como parte de la felicidad, y no se desea por sí mismo hasta que haya llegado a serIo. Los que desean la virtud por sí misma, o la desean porque tienen conciencia de que es un placer, o porque tienen conciencia de que está exenta de dolor o por ambos motivos reunidos. Como en realidad el placer y el dolor rara vez existen separados, sino juntos casi siempre, la misma persona siente placer por haber alcanzado cierto grado de virtud, y siente dolor por no haberlo alcanzado en mayor grado. Si uno de esos sentimientos no le causara ningún placer, y el otro ningún dolor, no amaría ni desearía la virtud, o la amaría solamente por los otros beneficios que pudiera proporcionarle a ella misma o a las personas a quIenes estimara. Así, pues, podemos responder ahora a la cuestión de la clase de prueba de que es susceptible el principio de utilidad. Si la opinión que he establecido es verdadera -si la naturaleza humana está constituida de forma que no desea nada que no sea una parte de la felicidad, o un medio para llegar a ella-, no tenemos ni necesitamos más prueba que el hecho de que estas cosas son

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deseables. Si es así, la felicidad es el único fin de los actos humanos y su promoción es la única prueba por la cual se juzga la conducta humana; de donde se sigue necesariamente que éste debe ser el criterio de la moral, puesto que la parte está incluida en el todo. 5

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Y ahora, al tener que decidir si es así realmente -si la humanidad no desea nada por sí misma, excepto lo que constituye un placer o lo que consiste en la ausencia de dolor-, hemos llegado, evidentemente, a una cuestión de hecho y de experiencia que, como todas las cuestiones semejantes, depende de la evidencia. Esto sólo se puede determinar por la propia conciencia y observación, asistida por la observación de los otros. Creo que estas fuentes de evidencia, consultadas imparcialmente, declararán que el desear una cosa y encontrarla agradable, o el sentir aversión hacia ella como dolorosa, son fenómenos enteramente inseparables, o más bien dos partes del mismo fenómeno; hablando estrictamente, son dos modos diferentes de nombrar un mismo hecho psicológico: que pensar en un objeto como deseable (a no ser que se desee por sus consecuencias), y pensar en él como agradable, son una y la misma cosa; y que desear algo sin que el deseo sea proporcionado a la idea de que es agradable, constituye una imposibilidad física y metafísica. Tan obvio me parece esto, que espero que apenas sea discutido. No se me objetará que el deseo puede dirigirse últimamente hacia algo distinto del placer y de la exención del dolor, sino que la voluntad es cosa distinta del deseo; que una persona de virtud confirmada, o cualquier otra persona cuyos propósitos sean firmes, lleva adelante sus propósitos sin pensar en el placer que experimenta contemplándolos, o que espera obtener de su cumplimiento; y persistirá en obrar así, aun cuando estos placeres disminuyan mucho por transformaciones de su carácter, por decaimiento de sus afecciones pasivas o por el aumento de dolor que la prosecución de esos propósitos pueda ocasionarle. Admito todo esto, y lo he declarado en otro lugar, tan positiva y enérgicamente como cualquiera. La voluntad, fenómeno activo, es diferente del deseo, estado de sensibilidad pasiva; y, aunque originariamente sea un vástago, con el tiempo puede separarse del tronco y arraigar separadamente; tanto que, en el caso de una intención habitual, en vez de querer una cosa porque la deseamos, a menudo la deseamos sólo porque la queremos. Sin embargo, esto constituye un ejemplo más de ese hecho tan general que es el poder del hábito y que no se limita, en modo alguno, al caso de las acciones virtuosas. Muchas cosas indiferentes, que al principio se hicieron por un motivo determinado, continúan haciéndose por hábito. Algunas veces esto se hace inconscientemente; la conciencia llega después de la acción. Otras veces se hace con volición consciente, pero con uno volición que ha llegado a ser habitual y se pone en acción por la fuerza del hábito, pudiendo oponerse a la preferencia deliberada, como a menudo ocurre con aquellos que han contraído hábitos de indulgencia viciosa o perjudicial. En tercero y último lugar, viene el caso en que el acto habitual de la voluntad, en un momento determinado, no está en contradicción con la intención general que ha prevalecido otras veces, sino que la cumple: es el caso de la persona de virtud confirmada y de todos los que persiguen deliberada y constantemente un fin determinado. La distinción entre voluntad y deseo, así entendida, es un hecho psicológico de gran importancia. Pero el hecho consiste solamente en esto: que la voluntad,

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como todas las otras facultades con que estamos constituidos, puede convertirse en hábito, y que nosotros podemos querer por hábito lo que no deseamos por sí mismo, o lo que deseamos sólo porque lo queremos. No es menos verdadero que, al comienzo, la voluntad es producida enteramente por el deseo; incluyendo en esa palabra la influencia repelente del dolor tanto como la atracción del placer. Dejemos a un lado la persona que tiene la firme voluntad de obrar bien, y consideremos a aquel cuya voluntad virtuosa todavía es débil, dominable por la tentación y no merecedora de una confianza total: ¿por qué medios se la puede fortalecer? ¿Cómo puede ser virtuosa una voluntad allí donde no existe con fuerza suficiente para ser implantada o despertada? Sólo haciendo que la persona desee la virtud; haciéndole pensar en ella como cosa agradable o exenta de dolor. Asociando el obrar bien con el placer o el obrar mal con el dolor, o atrayendo, impresionando o llevando a la persona a la experiencia de que el placer va naturalmente unido a la una o el dolor es inherente a la otra, y de que es posible hacer nacer la voluntad de ser virtuosos, voluntad que al robustecerse obra sin ninguna consideración del placer o del dolor. La voluntad es hija del deseo y sólo deja el dominio de su padre para pasar al del hábito. El que una cosa sea resultado del hábito, no presupone que sea intrínsecamente buena; y no habría ninguna razón para desear que el objeto de la virtud se independizara del placer y del dolor, si la influencia de las asociaciones agradables y dolorosas que excitan a la virtud fuese insuficiente para dar una constancia infalible a la acción, hasta que hubiera adquirido el apoyo del hábito. El hábito es la única cosa que da certidumbre a la conducta y a los sentimientos. Para los demás tiene gran importancia el poder confiar absolutamente en los sentimientos y en la conducta de uno, y para uno la tiene el poder confiar en si mismo. Por esto, únicamente debiera cultivarse esta independencia habitual de la voluntad de obrar bien. Con otras palabras, ese estado de la voluntad es un medio para un bien, pero no es intrínsecamente un bien. Y ello no contradice la doctrina de que para los hombres nada es bueno, excepto en cuanto sea en sí mismo agradable, o constituya un medio de alcanzar el placer o evitar el dolor. Pero si esta doctrina es verdadera, el principio de utilidad está probado. Si es así, o no, debemos dejarlo ahora a la consideración del lector reflexivo.

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