Aportes Nº 72

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Apuntes históricojurídicos sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense

Los papeles de la Junta

Condecoraciones Carlistas y del Requeté


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ace ya tiempo que nuestra revista cumplió su mayoría de edad, algo que los agoreros cómodamente instalados en las cátedras no esperaban ver. Cumplimos con este número nuestras Bodas de Plata, fruto de una trayectoria que no

ha sido fácil pero no ha carecido de gratas satisfacciones. Quienes hacemos posible Aportes somos conscientes de las dificultades que hemos de afrontar y sabemos que nuestra responsabilidad sólo puede ser asumida con éxito si nos mantenemos fieles a los objetivos señalados desde un principio. En un número tan señalado como éste no podían faltar en nuestras páginas las referencias al Carlismo, cuya historiografía reciente habría sido bien distinta de no haber existido Aportes. La aportación de Antonio Prieto, exhaustiva y documentada, sobre las condecoraciones del Tradicionalismo cubre más que satisfactoriamente una sorprendente carencia en la falerística hispana, pues presenta cuantas recompensas y distinciones se han otorgado en el campo carlista desde sus inicios. De muy diferente carácter es el artículo de Manuel Martorell, pues se vale de la documentación de la Junta Carlista de Guerra para hacer frente a quienes acusan de forma generalizada y apriorista a los carlistas navarros de actuar como esbirros de las autoridades militares en la represión de retaguardia durante nuestra última Guerra Civil. Resulta muy triste que a estas alturas todavía haya que responder con contundencia documental a las insidias propagandísticas de quienes se empeñan en escribir la Historia conforme los dictados del Poder, cuando el debate historiográfico debía transitar por sendas sumamente más enriquecedoras del Saber. Resulta por eso muy gratificante hallarse ante el retrato que de Severino Aznar nos traza el profesor Carballo, pues la figura del ilustre sociólogo —a la que tanto debe el Estado del Bienestar fraguado en España durante el pasado siglo— prueba el peso del Tradicionalismo y sobre todo de la doctrina de la Iglesia en los avances sociales que trataron de poner coto a las injusticias florecientes con la industrialización. Y es que la presencia de las instituciones eclesiásticas en el devenir de nuestra historia de los tiempos contemporáneos continúa despertando el interés de los investigadores, para irritación de algunos. Es de esperar, por lo tanto, que finalmente se aborde de una manera académica y comprometida la historia de la Jurisdicción Eclesiástica Castrense en las Fuerzas Armadas Españolas, tarea que apunta Pablo Sagarra en su colaboración, marcando unas pautas que sin duda resultarán muy útiles para futuras investigaciones, de las que aún está tan necesitada la historiografía eclasiástica. Por ello nos congratulamos por acoger además la aportación del doctor Vargas Ezquerra sobre las vicisitudes de la Iglesia en el Perú de la Emancipación, artículo con el que damos también cabida a la historia contemporánea de la España de Ultramar, cuyo interés parece haberse despertado al calor de los Bicentenarios. Si confiamos que este número sea del agrado del lector, otro tanto esperamos de los próximos con los que Aportes conmemorará sus veinticinco años de existencia.

Rafael Ibáñez Hernández Coordinador de Aportes


AÑO XXV - 1/2010 - N.o 72 DIRECTOR Alfonso Bullón de Mendoza y Gómez de Valugera Universidad CEU San Pablo EDITOR Luis Valiente Vallejo Editorial Actas Secretario-Asesor Luis Hernando de Larramendi Abogado coordinador Rafael Ibáñez Hernández Historiador CONSEJO de redacción

Cristina Barreiro Gordillo, Universidad CEU San Pablo; Carlos Caballero Jurado, IES Playa de San Juan (Alicante); José Manuel Cansino MuñozRepiso, Universidad de Sevilla; Álvaro de Diego González, Universidad a Distancia de Madrid; Ángel David Martín Rubio, Instituto Superior de Ciencias Religiosas Santa María de Guadalupe; Juan Carlos Nieto Hernández, Universidad CEU San Pablo; José Luis Orella Martínez, Universidad CEU San Pablo; Agustín Ramón Rodríguez González, IES La Fortuna (Leganés, Madrid); Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña, Universidad CEU San Pablo; Milagrosa Romero Samper, Universidad CEU San Pablo; Julius Ruiz, The University of Edinburgh; María Saavedra Inaraja, Instituto de Humanidades Ángel Ayala; Jorge Vilches García, Universidad Complutense de Madrid.

CONSEJO Científico

Miguel Alonso Baquer, Instituto Español de Estudios Estratégicos; José AndrésGallego, Consejo Superior de Investigaciones Científicas; Francisco Asín Remírez de Esparza, historiador; Miguel Ayuso Torres, Universidad Pontificia Comillas; José Luis Comellas García-Llera, Universidad de Sevilla; José Manuel Cuenca Toribio, Universidad de Córdoba; Emilio de Diego García, Universidad Complutense de Madrid; Antonio Fernández García, Universidad Complutense de Madrid; José Antonio Ferrer Benimeli, Universidad de Zaragoza; José Fermín Garralda Arizcun, historiador; María Dolores Gómez Molleda, Universidad de Salamanca; Secundino-José Gutiérrez Álvarez, Universidad Complutense de Madrid; Mario Hernández Sánchez-Barba, Universidad Complutense de Madrid; Juan María Laboa Gallego, Universidad Pontificia Comillas; Rosa María Lázaro Torres, historiadora; Luis de Llera Esteban, Università degli Studi di Genova; Ricardo M. Martín de la Guardia, Universidad de Valladolid; Federico Martínez Roda, Universidad CEU Cardenal Herrera; José Luis Martínez Sanz, Universidad Complutense de Madrid; Consuelo Martínez-Sicluna y Sepúlveda, Universidad Complutense de Madrid; Francisco de Meer LechaMarzo, Universidad de Navarra; Antonio Morales Moya, Universidad Carlos III; Manuel Morán Orti, Universidad Europea de Madrid; María Gloria Núñez Pérez, Universidad Nacional de Educación a Distancia; Vicente Palacio Atard, Real Academia de la Historia; Stanley G. Payne, University of Wisconsin-Madison; António Pedro Vicente, Academia Portuguesa da História; José Peña González, Universidad CEU San Pablo; Juan Carlos Pereira Castañares, Universidad Complutense de Madrid; Charles Powell, Universidad CEU San Pablo; Germán Rueda Hernánz, Universidad de Cantabria; Estíbaliz Ruiz de Azúa Martínez de Ezquerecocha, Universidad Complutense de Madrid; Joaquim Veríssimo Serrão, Academia Portuguesa da História; Luis Suárez Fernández, Real Academia de la Historia; Luis E. Togores Sánchez, Universidad CEU San Pablo; Hipólito de la Torre Gómez, Universidad Nacional de Educación a Distancia; Juan Velarde Fuertes, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas; Gustavo Villapalos Salas, Universidad Complutense de Madrid; Alexandra Wilhelmsen, University of Dallas. Revista registrada en las siguientes bases de datos: Dialnet  •  DICE  •  ISOC-Revistas de Ciencias Sociales y Humanidades  •  Latindex-Sistema Regional de Información en línea para Revistas Científicas de América Latina, Caribe, España y Portugal.

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La Iglesia peruana en tiempos de la Emancipación : entre la lealtad y la defección Juan Ignacio Vargas Ezquerra

Durante la Emancipación, la Iglesia ofreció a sus fieles en el Perú una imagen confusa, tanto de rechazo por el miedo a la novedad que en materia moral y social representaban los nuevos aires, como de aceptación de la nueva frente a un modo de entender el mundo ya caduco.

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Aportes no suscribe necesariamente las premisas historiográficas desarrolladas en los artículos publicados, ni las opiniones de sus autores

ISSN: 0213-5868 APORTES  REVISTA CUATRIMESTRAL  DE INVESTIGACIÓN  HISTÓRICA Depósito Legal:  Z 1.254 - 1986 EDITA Editorial ACTAS Madrid (España) DIRECTOR Alfonso Bullón de Mendoza

REDACCIÓN,  ADMINISTRACIÓN Y  SUSCRIPCIONES C/ Isla Alegranza, 3 Polígono Industrial Norte 28709 San Sebastián de los Reyes-Madrid Teléfono 91 654 67 92 Fax 91 653 95 91 Composición e impresión STAR IBÉRICA, S.A.


SUMARIO

Condecoraciones Carlistas y del Requeté Antonio Prieto Barrio

Exhaustiva, documentada e ilustrada relación de cuantas órdenes, cruces y medallas se han podido conceder en el ámbito carlista, tanto por méritos de guerra como con carácter conmemorativo.

El pensamiento político de Severino Aznar Embid, un carlista atípico Francisco J. Carballo

Su actitud ante la política responde a los patrones clásicos de su tiempo en un católico formado e informado, aunque fue crítico con el catolicismo político que le tocó vivir, nunca ocultó sus afanes de transformación social ni ocultó su insatisfacción ante los partidos y regímenes políticos con los que colaboró.

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95 Apuntes histórico-jurídicos sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense Pablo Sagarra Renedo

Compendiado repaso de las vicisitudes del Cuerpo Eclesiástico en el seno de las Fuerzas Armadas españolas y el ejercicio de la Jurisdicción Eclesiástica, cuya historia está aún por escribir.

Evocación (apasionada) de la presentación y resonancia posterior del libro Requetés : de las trincheras al olvido, del que son autores Pablo Larraz y Víctor Sierra-Sesúmaga Luis H. de Larramendi

Origen, presentación y ecos de uno de los mayores proyectos bibliográficos en torno al Carlismo de los últimos tiempos.

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Los papeles de la Junta El detallado análisis de la numerosa documentación correspondiente a la Junta Central Carlista de Guerra evidencia que la participación de las agrupaciones locales de la Comunión Tradicionalista en las represalias fue limitada.

Manuel Martorell

Recensiones y crítica bibliográfica de Historia Contemporánea de España

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La Iglesia peruana en tiempos de la Emancipación : entre la lealtad y la defección Juan Ignacio Vargas Ezquerra Doctor en Filosofía y Letras (Historia Moderna y Contemporánea) por la Universidad de Zaragoza y licenciado en Filosofía y Letras (Geografía e Historia) por la Universidad de Navarra. Ha ejercido su vocación docente en varios centros de Enseñanza Media y Superior en España y Perú, realizando esta tarea en la actualidad en el Colegio Real Monasterio de Santa Isabel y en la Universidad Abat Oliba-CEU, ambos en Barcelona. Ha sido ponente en diversas conferencias de ámbito nacional e internacional y ha publicado más de 300 ensayos y artículos en periódicos y revistas de carácter histórico, cultural y socio-religioso.

Introducción Para entender cómo logró Abascal mantener la fidelidad al monarca durante todo el tiempo en que ejerció como virrey del Perú, entre 1806

y 1816, hay que contar con dos elementos. Y estos son, de un lado, la relación entre la figura del virrey y la elite social peruana, y las reformas de política interior y exterior, de otro.

RESUMEN

SUMMARY

Durante la Emancipación, la Iglesia ofreció a sus fieles en el Perú una imagen confusa, tanto de rechazo por el miedo a la novedad que en materia moral y social representaban los nuevos aires, como de aceptación por anunciar una nueva era frente a un modo de entender el mundo ya caduco y necesitado de reformas profundas. El alto clero, ligado profundamente a la realidad política y sociológica peruana, era férreamente controlado por la Corona a través del virrey y por tanto amparó sus acciones en gran medida, mientras el bajo clero, en situación económica muy precaria, se vio abocado muchas veces a desarrollar oficios que no casaban con su función específica de sacerdote. La creación de un cementerio a las afueras de la ciudad fue alabada por los eclesiásticos limeños, aunque este gesto significaba sublimar la idea de un Estado omnipresente capaz de regular todos los órdenes de la vida, incluida la dimensión temporal de la Iglesia.

During the Emancipation, the Church offered to his faithful in Peru a confused image, so much of rejection for the fear of the innovation that in moral and social matter the new airs were representing, since of acceptance for announcing a new age opposite to a way of understanding the world already expired and needed from deep reforms. The high clergy, tied deeply to the political and sociological Peruvian reality, was férreamente controlled by the Crown across the viceroy and therefore it protected his actions to a great extent, while the low clergy, in economic very precarious situation, one saw doomed often to developing trades that were not marrying his priest’s specific function. The creation of a cemetery to the suburbs of the city was praised by the Lima ecclesiastics, though this gesture was meaning to sublimate the idea of an omnipresent State capable of regulating all the orders of the life, included the temporary dimension of the Church.

PALABRAS CLAVE

KEY WORDS

Emancipación - Iglesia - José Abascal y Sousa - Inquisición - Lima - Virreinato del Perú.

Church - Emancipation - Inquisition - Jose Abascal y Sousa - Lima - Viceroyalty of Peru.

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Respecto de la Iglesia, cabe decir que el pueblo peruano se encontró en una encrucijada, al ser desorientado por parte de sus ministros que se movían tanto a la defensiva como a la ofensiva en el balance de la fidelidad o no al rey cautivo. Ofrecieron un panorama tanto de rechazo por el miedo a la novedad que en materia moral y social representaba la emancipación, como de aceptación por ser el anuncio de una nueva era frente a un modo de entender el mundo ya caduco y necesitado de reformas profundas. La Iglesia era poderosa y respetada en todos los confines de la Monarquía, y en el virreinato peruano no lo era menos. La creciente envergadura eclesial que iba adquiriendo el Perú obligó una reforma diocesana para el mejor manejo de los asuntos religiosos del Virreinato, estableciéndose un arzobispado capitalino en Lima y APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 4-16

cuatro obispados provinciales en Cuzco, Trujillo, Arequipa y Huamanga. Sus representantes sin embargo no tuvieron voz unánime a la hora de enfocar su posición respecto de los acontecimientos que se dieron en el Virreinato durante esta época. Por regla general, las altas dignidades eclesiásticas ostentaron una postura fidelista, aunque no todas ni siempre, que chocó con las detentadas por los religiosos y algunos de los presbíteros del país. Argumentos a favor y en contra de la independencia política peruana tuvieron como base las Sagradas Escrituras y sus diversas interpretaciones, en un mundo donde lo espiritual tenía unas importantes consecuencias en el entendimiento y funcionamiento de la res publica. Si bien es cierto que algunos de los puestos clave estaban simétricamente repartidos, no lo es menos el hecho de que existen argumentos de unidad que van más allá del simple y puro desempeño profesional, o de la oriundez de los personajes estudiados. La idea de la defensa de un interés concreto queda corta a la hora de dar respaldo a una tesis sobre el apoyo o no a una opción política o de gobierno determinada. Es, bajo nuestro punto de vista, una opción global que incluye a una gran variedad de elementos de carácter político, económico, profesional, racial, social, patriótico, religioso, cultural, etcétera. Es, en definitiva, la cosmovisión del hombre colonial del momento, que actúa de modo distinto según se van desarrollando las circunstancias a su alrededor y dentro de él mismo. El clero peruano como elite social En un mundo donde la Iglesia y el Estado, el Altar y el Trono, estaban íntimamente ligados en todos los órdenes de la vida y altamente respaldados, no ya sólo por la mayor parte de la población de la época a excepción de los ministros carolinos y fernandinos que, iluminados y agrupados en sociedades secretas (1), conspiraron con creciente éxito tanto en la separación de sendas instituciones y a la subordinación de la primera a la segunda, como en la paulatina desaparición de lo religioso de la esfera pública y por centenares de años de experiencia en este sentido, conformaba un modo de pensar cuyas consecuencias en el campo social iban a ser verdaderamente relevantes. En el siglo XVIII la 5

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El virrey supo ganar a los núcleos de poder del Virreinato a favor del orden establecido. Lógicamente, habrá que esclarecer cómo logró Abascal convencer a las elites del país para que apoyaran a la Monarquía, extrayendo las ganancias económicas suficientes para sostener a todo su gobierno en tiempo de guerra, contrarrestando de este modo toda acción rebelde. Los miembros de otras entidades pertenecientes al estamento dominante peruano ¿hasta qué punto estaban dispuestos a defender el cargo en beneficio o perjuicio de las causas realista o independentista? o ¿quiénes saldrían ganando y quiénes perdiendo a lo largo de este conflicto? Dilucidaremos de entre este panorama a poderosos adinerados —aristócratas o no—, viejas familias influyentes, importantes intelectuales, futuros políticos, brillantes oradores, victoriosos militares, etcétera, que sufrieron distinta suerte a lo largo de todos estos años. Esta elite estaba compuesta principalmente por la aristocracia, los mercaderes y terratenientes y los eclesiásticos, desempeñando entre todos ellos funciones profesionales y roles sociales a veces mezclados entre sí, ostentando a su vez prerrogativas de diversa índole, creando esferas de influencia y, en definitiva, participando desde su papel en una sociedad aparentemente tranquila que, sin embargo, se encontraba a punto de entrar en una crisis histórica que daría la vuelta por completo a la cosmovisión detentada hasta entonces por toda ella.


Iglesia gozó de una apariencia de prosperidad exterior; pero no era real, debido al número reducido de capellanías y fundación de obras pías, a la depreciación de las obras urbanas por terremotos, y al malestar económico. Las órdenes religiosas mantuvieron su prestigio, pero menguó el número de sus religiosos; las cofradías se multiplicaron, pero perdieron su carácter gremial; y las fiestas religiosas mantuvieron su pompa y boato, pero con claras señales de decadencia y relajación de costumbres, debidas en no pocos casos a los efectos de la corrupción administrativa.

La Iglesia peruana en tiempos de la Emancipación : entre la lealtad y la defección

Sin embargo, con el avance del siglo se dejó sentir el avance de las ideas regalistas, las relaciones entre ambos poderes fueron menos cordiales y sinceras y el absolutismo de los monarcas más agresivo. La potestad del Estado «in temporalibus Ecclesiae» se defendió con argumentos que remontaban al mismo derecho divino, de tal manera que, cuantas veces se presentaba al príncipe la necesidad de defender sus regalías frente a las reclamaciones de la Iglesia, la no condescendencia se apoyaba en presuntas instituciones civiles de origen divino. En tal contexto, un tema esencial y constante de la política borbónica fue la oposición a las instituciones que gozaban de situación y privilegios especiales. Por ello, el mismo empeño que pusieron los Borbones en fortalecer la administración pública, lo pusieron también en debilitar la institución eclesiástica. La Iglesia, cuya misión religiosa en Hispanoamérica se había apoyado en sus fueros y sus bienes, se vio atacada en esos dos puntos. Sus fueros le habían asegurado la inmunidad clerical respecto de la jurisdicción civil; sus bienes se habían medido no sólo en diezmos, bienes raíces y exenciones fiscales sobre la propiedad, sino en la riqueza procedente de legados y testamentos que la habían convertido en el mayor prestamista americano para la ayuda social. La Corona quiso acabar con tal situación colocando al clero bajo jurisdicción secular, disminuyendo su inmunidad, para proceder después contra sus propiedades (2). Por otro lado, la tradición socio-política que se detectó por esas fechas era de corte tradicional 6

y en nada revolucionaria, ya que la Fe ocupaba un plano fundamental en el entramado social y personal del virreinato peruano, estando sus principales sirvientes sujetos a una entidad muy relevante en la organización social de la época. Los sacerdotes, misioneros y religiosos de la Iglesia en el Perú eran miembros de una comunidad sobre la que tenían una ascendencia capital, hasta el punto de que podían orientar las actitudes externas de sus feligreses por medio de la docencia que ejercían en la enseñanza reglada a todos los niveles, la homilía eucarística y la dirección espiritual. Así las cosas, se ve que su control era de vital importancia, entrando de este modo en el meollo del ser humano, en lo más íntimo de su persona, en la razón última de su capacidad de elección como era la conciencia. Trazando un somero esquema social de la clerecía peruana cabe decir que los parámetros de ingreso, aun estando presentes algunos propios de la época como el racial y el económico, por el que se impedía acceder al sacerdocio a serranos y morenos, o a la condición de religioso sin una dote, eran mucho más abiertos que en otros estamentos gracias al fin último que perseguía la Iglesia: formar buenos cristianos para extender el Reino de Dios por medio de Su caridad y Su justicia en medio del mundo. Conviene además hacer una clara diferencia entre el clero alto y el clero bajo. Los primeros eran de origen social alto muchas de las veces, aunque no siempre aristocrático, y los segundos eran, en su mayoría, procedentes del pueblo llano, en la concepción más rigurosa del mismo en la época en la que nos estamos moviendo. El alto clero (3), ligado profundamente a la realidad política y sociológica peruana, era férreamente controlado por la Corona, y en su nombre por el virrey, en un tiempo en que, como ya hemos dicho antes, los conceptos de Dios y de Rey estaban perfectamente interrelacionados y ambos dependían mucho el uno del otro en el campo de las mentalidades. Si bien es verdad que la estrategia de gobernabilidad borbónica era cada vez más reacia a compartir el poder entre el mundo civil y el religioso —recuérdese la expulsión de la Compañía de Jesús (4)—, no APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 4-16


Por el contrario, el bajo clero, debido a su situación económica tan precaria, se vio abocado muchas veces a desarrollar oficios que no casaban con su función específica de sacerdote, llegando incluso a ser amonestados, en ocasiones, por la Suprema (5). Quizá, aquí encontramos uno de los motivos por los que este segmento de la clerecía optó por acciones reivindicativas más violentas en el momento de la emancipación, como un modo de demostrar su descontento por el estado de las cosas. Con todo, los eclesiásticos de baja extracción (6) (sacerdotes, misioneros, religiosos), más desligados de los entresijos de la alta gestión del Virreinato, estuvieron mucho más involucrados en los movimientos revolucionarios del momento. El caso del Cuzco fue el más llamativo, sin duda alguna (7). De todos modos, una característica importante de la vida eclesial fue el celo de los arzobispos APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 4-16

por la vida religiosa, especialmente en los monasterios de religiosas de clausura, cuyo número excesivo impedía la guarda perfecta de sus reglas. Se limitó su número. También los conventos masculinos de menos de ocho miembros perdieron sus derechos regulares y se sometieron al Ordinario, ya que en ellos tampoco se vivía la regla, pero esta vez por defecto. También, «con el avance de la centuria se hizo notar una disminución del espíritu evangelizador de los religiosos, a pesar de que hubo verdaderos hombres de santidad. Éstos tuvieron grandes dificultades con los indios más alejados de la civilización, que a la mínima huían a la sierra y selvas. Los misioneros tuvieron muchos mártires […]» (8). La Iglesia, amparó las acciones del virrey Abascal en gran medida; sobre todo por parte de los grandes eclesiásticos del Virreinato. El episcopado americano fue, en su conjunto, valioso y digno de mención, reflejo del tiempo y circunstancias en que vivió. Su prestigio y autoridad fueron tan grandes que participó activa, plena y seriamente en la vida social, económica y política sin olvidarse del objetivo original de su presencia histórica: los indios aborígenes.

El apoyo financiero a las obras virreinales en Lima Abascal salió del aislacionismo tradicional, que el protocolo estipulaba conveniente para todo virrey, para adentrarse un poco más en los vericuetos que se desarrollaban en los territorios a

Retrato de José Fernando de Abascal, marqués de la Concordia y virrey del Perú, por Pedro Díaz.

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en vano el Perú fue un lugar donde intentar separar ambas realidades se tornó muy difícil, por no decir imposible. Los cargos de obispos y los miembros del capítulo catedralicio recayeron en personas de un nivel intelectual y de una procedencia social más bien elevada por regla general, siendo ya en tiempos de Abascal ocupados los obispados no ya sólo por peninsulares sino también por criollos. Por otro lado, la diferencia, dentro del centralismo peruano de la época, venía también dada por el lugar en donde se ejercía la función ministerial, ya fuese en las provincias o en la capital, en donde no tanto sus presbíteros sino todo el clero en general se relajaba con el modo de vida aristocrático limeño. Así mismo, los obispos de las diócesis sufragáneas (Huamanga, Arequipa y Cuzco en el Perú, Santiago y Concepción en Chile) trataban frecuentemente, en las actas de sus visitas, sobre la restauración y obras en sus catedrales e iglesias, deterioradas por terremotos o antigüedad, acerca de las condiciones de vida —míseras en algunos pueblos—, los curatos que nadie quería por su pobreza y el abuso de los corregidores, que vendían fruslerías a los indios para hacer ellos su negocio. También se cuentan algunas desavenencias con el poder civil con ocasión del motín de Antequera y la rebelión de Tupac Amaru.


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él encomendados (9). Su asistencia a los actos religiosos que su figura lo requería (Te Deum en acción de gracias por la coronación del rey, etcétera) se vieron ampliados en sus visitas a los dignatarios eclesiásticos de la capital del Virreinato y el carteo con otros de las sedes del interior para otear cómo se asimilaban los acontecimientos que de todo tipo se estaban dando en el mundo hispano, en este estamento tan vital para el orden social del Perú a lo largo del primer tercio del siglo XIX. Tal y como se sucedían las cosas por entonces, era lo más inteligente que se podía hacer.

Capilla central del Cementerio General de Lima, diseñada por Matías Maestro, según grabado recogido en el libro de Manuel Atanasio Fuentes Lima, apuntes históricos, descriptivos, estadísticos y de costumbres (París, 1867).

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En los primeros actos de gobierno del virrey Abascal, y debido a los preparativos que llevaba a término en la guerra contra Inglaterra, decidió remozar las murallas de Lima así como la plaza de El Callao en julio de 1808, para lo cual contó con el aporte del clero de la Ciudad de los Reyes (10). Un hecho que halagó al mundo eclesiástico limeño fue la creación, durante el primer

período de gobierno de Abascal (1806-1808), de un cementerio a las afueras de la ciudad, tal y como recogen las fuentes de la época con estas palabras: «Ilustre Abascal: acelera la conclusión de este suntuoso Cementerio, que la religion, la humanidad, y el amor al dulce pueblo, que riges, te han obligado, á emprender. No sean mas nuestros templos, y hospitales los palacios de la muerte. En el Santuario del Dios vivo, solo se sienta el olor agradable del incienso; y el del bálsamo salutífero en las casas de piedad» (11). Esta medida, que ya habían adoptado otros mandatarios en el continente americano, fue un ejemplo de modernidad y progreso muy acorde con la idea ilustrada que imperaba en las cortes europeas, con la permanente insistencia, por parte de algunos personajes del momento, de acabar con aquello que calificaban con aversión como indigencia, ignorancia, retraso y fanatismo; es decir, la manipulación nominal de las costumbres y tradiciones propias de una época que comenzaba el ocaso de su existencia basado en un equilibrio entre el hombre, el mundo y Dios. Pero volviendo al caso que nos ocupa, cabe resaltar que es muy cierto el hedor que se producía como consecuencia de la putrefacción de los cadáveres, tanto en el interior de los templos como en sus cementerios anexos, ya fuera en la misma catedral como en cualquier parroquia, convento o monasterio capitalino. En cuanto a la segunda medida, creó el Panteón General de Lima a las afueras de la capital del Virreinato. Tal y como expresó con sus propias palabras el mismo Abascal, era muy útil y necesario esta labor porque «Hallábase, á mi ingreso, toda cubierta de inundaciones, pantanos y estercoleros, y sus iglesias respirando un hedor intolerable: todo lo qual formaba un manantial pestilente, que la hacia muy enfermiza […]. Para remediar un tan grande mal, se han puesto en aseo las calles de Lima, se ha dado curso libre y expedito á sus aguas, y se está condujendo á extramuros de ella un suntuoso y bien arreglado cementerio […]» (12) que puso en marcha el 23 de abril de 1807. Este cementerio fue construido y dirigido por el arquitecto y presbítero Matías Maestro en el noroeste de la ciudad, en dirección opuesta a los vientos predominantes de la zona. Su composición fue APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 4-16


Uno de los objetivos del virrey fue erradicar, por considerarlo fraudulento y enojoso para la bolsa y el espíritu de los nuevos tiempos, toda la pompa y el negocio que se formaba en torno a las adquisiciones y compras de los nichos en las capillas de los más prestigiosos templos capitalinos. De hecho, el sector más reticente de la población a enterrarse fuera de la ciudad no era el más humilde sino el más pudiente, que quería conservar sus privilegios añejos por haber pagado sus familias las capillas de las diferentes iglesias y conventos de Lima. Por todo ello, el ahorro impuesto en la construcción del Panteón General fue regulado por ordenanzas al resto de las costumbres y liturgias habidas en estas ocasiones. Se prohibieron las procesiones con el fallecido, los lujosos carruajes, las colecturías, los cantos, etcétera. Se obligó a los familiares de los futuros muertos a pasar por el arco de las Maravillas (realizado expresamente para este cementerio) sin dar vueltas por el resto de la ciudad. Para que todos los limeños se animaran a ello, se cerraron todos los osarios, bóvedas y demás nichos de la capital bajo pena de una multa de 50 pesos y el mismísimo arzobispo Bartolomé María de las Heras, tras ser persuadido por el virrey, publicó una firme pastoral (13) al respecto y enterró a su predecesor en la cátedra dentro del recinto del nuevo campo santo el 31 de mayo de 1808, considerándose esta fecha como la de la inauguración oficial del mismo. El propio arzobispo, durante esta jornada y con motivo de la apertura y bendición solemne del mismo, expresó claramente su gratitud a la medida virreinal de este modo: «Esta empresa, que en las circunstancias se habria juzgado insuperable para otros genios, ha venido á ser fácil, y expedible por el esclarecido APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 4-16

zelo del Excmo. Señor Virey, que agita sus providencias á medida del interes público, y de las intenciones regias bien expresas en diferentes Reales Cédulas, circuladas á esta América […] Espero en nuestro Pueblo ilustrado y virtuoso, se convenza pronta, y generalmente de las verdades propuestas, advirtiendo, que el movil del nuevo establecimiento es por una parte la reverencia, decoro, y hermosura de los templos, y por otra la salud pública; en una palabra la Religión, y el Estado» (14). El contento de la elite limeña no era para menos y en el discurso que pronunció el profesor de Medicina Félix Devois, agradeció al representante real la construcción del Cementerio General a las afueras de la capital, así como de los proyectos que se cumplirán acerca del Jardín Botánico y del Colegio de Medicina, entre otras medidas virreinales. El panegírico, firmado en 1808, en el que se dirigía a sus paisanos decía: «[…] mas seános permitido el repetirlo ahora que con el estreno del nuevo Cementerio tanto se afianza la salud pública, ya mejorada con la actividad de la policia, y que espera la última mano con la ereccion de un Jardin botánico ya comenzado sobre planos magníficos, y de un Colegio médico tan necesario; obras que harán eterno su nombre y nuestro agradecimiento. […] Penetrados de estas razones las cortes todas de Europa han desterrado el pernicioso abuso que introduxo una especie de fanatismo; y han erigido fuera de las Ciudades sus cementerios. Por esto ha excedido el paternal desvelo de nuestro augusto Soberano repetidas Reales Cédulas para que disfrute la América sus ventajas. […] Tal es el plan del nuevo Cementerio que acaba de construirse; y si un resto de fanatismo aun preocupa algunos espíritus débiles sordos á la voz de la razon y de las leyes, oigan al propio interes, miren reformados infinitos abusos, y esperen su total extincion de la actividad del gobierno que la medita y concierta […], quando el dolor restituye al hombre su dignidad y ahoga en él la falsedad y la lisonja, pronuncia9

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la de 5 osarios y 1.601 nichos (incluidos 192 para niños), contando con la capilla del Cristo de las Maravillas para las honras fúnebres. El costo de todo ello ascendió a 106.908 pesos, de los cuales una buena parte fueron financiados con diversas aportaciones (corridas de toros en la plaza de Acho organizadas por el Cabildo, donativos voluntarios, impuestos, venta de nichos a comunidades y particulares, etcétera), llegando a un total de 93.743 pesos, dejando al descubierto 13.165 que con el tiempo fueron solventados.


remos con entusiasmo el venerado nombre de Abascal cuyo genio superior y benéfico ha proporcionado en el magnífico edificio que servirá de modelo á las naciones mas cultas, honra y reposo a los muertos, la salud y el consuelo á los vivos» (15). La politización de los seminarios El seminario de la segunda mitad del XVIII sufrió un cambio muy notable respecto a su configuración y organización tradicional. Este giro aparece estrechamente ligado al estatalismo borbónico y, en concreto, a uno de los conceptos que mejor la sustanció: las regalías; es decir, el derecho de los soberanos a intervenir en los asuntos eclesiásticos como representantes de los pontífices romanos, no por concesión papal, sino por derecho propio. Estos planteamientos, que por su radicalidad suponían una novedad notable para el regalismo hispano, incidirán de forma considerable en la configuración y organización del seminario ilustrado. Un seminario que ya no iba a reducirse a la tradicional escuela de gramática, lengua autóctona o formación moral que había sido desde Trento, sino que iba

a convertirse en uno de los instrumentos más importantes de la Corona para hacer efectiva una «Iglesia nacional» amarrada al carro del Estado, amante de las regalías y partidaria de las bases naturales de la razón y las luces (16). La empresa no era fácil. Requería, como primera medida, configurar un modelo de carácter laico, exigía eliminar las muchas resistencias que presumiblemente este modelo iba a tener y, por último, demandaba pergeñar un seminario capaz de responder a las exigencias del nuevo orden. Este modelo eclesial significaba sublimar la idea de un Estado omnipresente capaz de regular todos los órdenes de la vida, incluida la Iglesia en su dimensión temporal. Esta idea tenía un profundo calado puesto que implicaba entender la realidad en dos esferas de actuación yuxtapuestas: la espiritual, de responsabilidad eclesiástica y papal, y la temporal, de incumbencia exclusiva de la Corona. A partir de aquí, el problema de las relaciones Iglesia-Estado se circunscribiría a los límites de actuación de ambas potestades. Ya el 10 de octubre de 1810 el arzobispo limeño (17) De Las Heras escribía en una carta

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Catedral y Plaza de Armas de Arequipa, con el volcán Misti al fondo.

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piritu de inquietud que les agita y conmuebe» (21).

«Si Lima por todo esto es digna de la consideración de V.M., ¿quanta parte debera tener vuestro Virrey en ella, que la ha conducido con tanta vigilancia y acierto? Dotado este buen Vasallo de V.M. de pericia militar para prevenir los acontecimientos de la guerra; de prudencia para templar las riendas del gobierno; de popularidad para hacerse obedecer con agrado; de energia, y entereza para conciliarse el respeto de los Pueblos: ha logrado llenar de gloria al Reyno del Perú en medio de la adversidad manteniendo la quietud y union en su basto territorio; y llevando fuera de él los auxilios álas Provincias fieles, y el terror delas Armas de V.M. á las que se han dejado seducir de la negra ambicion, y de la espantosa anarquia» (19).

Una prueba similar, pero rayando lo teológico, la tenemos en las declaraciones del obispo de Arequipa Pedro José Chávez de la Rosa (22) cuando afirmó que

Por la influencia que los obispos ejercían en la opinión de las gentes, se confió su nombramiento como medio para influir en ellas con la finalidad de guardar fidelidad y obediencia al rey como modo de cumplir sus deberes religiosos, lo que dio una idea bastante clara del apoyo eclesiástico peruano al virrey en momentos tan críticos como los que se vivieron por entonces. La gravedad de la situación fue en aumento pasados los años, tal y como reflejó el arzobispo limeño al entonces ministro universal de Indias, Miguel de Lardizábal y Uribe (20) el 10 de marzo de 1815 al argumentar que «Con razones las mas eficaces y pensamientos inclina los animos a deponer toda idea subversiva, y á sugetarse á la obediencia, y la orden. Si muchos delos individuos de estos Paises no estubiesen fanticam.te poseidos de sus extravagantes opiniones, se deberian convencer dequanto las persuade V.E. Mas p desgracia estan enteramente obstinados, y cierran los ojos a la luz. Los sobresaltos que á cada instante padecemos, no pueden calmarse sinque vengan tropas de la Peninsula, unico medio de serenar el esAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 4-16

«según las Leyes del Evangelio que los vasallos deben a su Rey, á quién han recibido y jurado, amor, obediencia, respeto, auxilio, y que los Vasallos de un mismo Soberano deben con más estrechez que los demás hombres, amarse, favorecerse, y auxiliarse mutuamente, como son hijos de un mismo Padre político, y hermanos los unos de los otros, no sólo por el carácter de Cristianos que los uniforma, […], sino también a más de esto por el doble carácter de Con – Vasallos, que nos hace hermanos segunda vez como hijos de un mismo Padre político, que es el Soberano, el cual hace entre nosotros las veces de Dios, para gobernarnos, y dirigirnos en lo temporal, y para defendernos, y auxiliarnos» (23).

Catedral de Lima.

El santo padre Pío VII (24) promulgó un Breve apostólico en 1816 por el que la Santa Sede pretendió aplacar a los vasallos americanos y apaciguar la Guerra Civil Hispanoamericana a través de las siguientes palabras: 11

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al presbítero Manuel de Arias (18), destacado en Cádiz, que


«Procurad, pues, Venerables Hermanos e Hijos queridos, corresponder gustosos a Nuestras paternales exhortaciones y deseos, recomendando con el mayor ahínco la fidelidad y obediencia debidas a vuestro Monarca; haced el mayor servicio a los pueblos que están a vuestro cuidado; acrecentad el afecto que vuestro Soberano y Nos os profesamos; y vuestros afanes y trabajos lograrán por último en el cielo la recompensa prometida por aquel que llama bienaventurados e hijos de Dios a los pacíficos» (25).

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Aquellos prelados que hicieron caso omiso a dichas intenciones fueron removidos de sus cargos entre 1814 y 1820, como fue el caso del obispo cuzqueño José Pérez, que fue removido de su cátedra por el virrey Abascal por sus compadreos con los revolucionarios (26) y que, hipócritamente, elevó una queja al rey el 26 de junio de 1816 haciendo observar que este hecho iba «en perjuicio de mi honor del regimen de mi Yglesia, y de mis intereses» (27). O el de La Paz, Remigio de la Santa y Ortega, que por mantenerse fiel a la Corona, tuvo que huir a Puno por las revueltas sediciosas de los insurgentes en su diócesis en 1811 (28). La Suprema Por otro lado, en cuanto al papel que desempeñó el Tribunal de la Santa Inquisición podemos decir que, tanto por las fechas como por el territorio, fue bastante suave. Aunque no por ello ejerció un papel censor e incómodo para los espíritus más libérrimos al ser instrumento de control social que actuó en un contexto histórico e ideológico en que la religión y la política iban unidos y el crimen de carácter herético tenía dimensiones sociopolíticas. Se encargaba de estudiar y autorizar licencias para el estudio de libros prohibidos —sobre todo extranjeros (29)— cuyas solicitudes debían aclarar la razón por la que se pedía el estudio de la obra en cuestión y la relación de méritos y servicios de la persona interesada, quien además debía proporcionar a modo de sugerencia tres nombres de personalidades dispuestas a refrendar su buena conducta moral y literaria. Aquellas nunca se justificaban como una curiosidad intelectual, sino en la necesidad exclusiva 12

del beneficiario por estar informado para cumplir mejor con el compromiso derivado de las funciones públicas. Este es el razonamiento del que se valieron concretamente los oidores de las Audiencias, los dignatarios de la Iglesia y el clero regular entre 1776 y 1806 para solicitar la lectura de libros prohibidos. Todos ellos decían tener necesidad de requerir un conocimiento acerca del contenido de unas obras que consideraban agresoras contra la religión católica y así obtener mejores recursos para combatir a las mismas en los tribunales, en el púlpito y en las doctrinas. Pero a partir de 1815 los solicitantes de lecturas prohibidas dejaron de dar relieve al desempeño académico y, por primera vez, argumentaron que ante todo era necesario el conocimiento ilimitado de este tipo de obras para garantizar la defensa del cuerpo político amenazado por las ideas revolucionarias de los insurgentes. Por regla general, entre 1796 y 1818, los delitos más denunciados fueron los de bigamia y hechicería, que concentraban el 48% del total y que exclusivamente recaían sobre la población negra y mulata. Les seguía el llamado delito de solicitación, que combatía a los falsos celebrantes y el casamiento secreto entre el clero regular y secular. A continuación destacaba el acoso sobre los extranjeros que frecuentaban los cafés, los salones de billar y las tertulias, a quienes se vio como potenciales difusores de ideas y lecturas censuradas en los índices. A pesar de que los españoles europeos y americanos no fueron los sectores sociales más reprimidos por la Inquisición al comenzar el siglo XIX, sobre ellos recaía como una permanente amenaza social la posibilidad de figurar en los expedientes de la Suprema en calidad de sospechoso, lo que provocaba cierta desazón ante la posibilidad de un desprestigio social, tanto para el perjudicado como para su familia. En Lima, la Suprema era impopular desde hacía tiempo; tanto la Real Audiencia como el Cabildo se quejaban de que invadía sus competencias, el episcopado se lamentaba de que se mutilaba su autoridad y la población en general tenía sus temores. En particular la Inquisición actuaba contra quienes leían o estaban en posesión de escritos prohibidos afectando esta medida a la elite intelectual y, por lo tanto, a los participantes en la actividad periodística. Esta sensación de inseguridad colectiva fue una APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 4-16


La relación del virrey Abascal con los miembros del Tribunal no fue nada halagüeña y, de hecho, envió algunos informes al secretario de Estado y del Despacho Universal de Indias solicitando la destitución del inquisidor decano Francisco Abarca Calderón (30), del inquisidor fiscal José Ruiz Sobrino (31) y del inquisidor segundo Pedro de Zalduegui (32), quejándose por su falta de cooperación al financiamiento de las tropas realistas y sus actitudes irrespetuosas —siempre a juicio del virrey— hacia su autoridad (33). De hecho, entre 1806 y 1812 respetó aparentemente las escasas sentencias que en materia de Fe aquélla siguió tomando y permitió a uno de sus principales asesores, el protomédico Unanue, que mantuviera el vínculo con el Tribunal en calidad de consultor. Cuando las Cortes aprobaron un decreto, con fecha de 22 de febrero de 1813, por el que se mandaba la supresión del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, decreto que arribó a Lima el 30 de julio y meses más tarde al resto de intendencias (34), no hizo nada por impedirlo por razones eminentemente prácticas a causa del nulo apoyo que recibió de él en la lucha bélica tanto en América como en Europa, así como por el alto patrimonio que poseía dicho tribunal en una época de tan urgente necesidad, aduciendo que «De inmemorial tiempo á esta parte el Tribunal de la Fé en esta Capital ha sido la piedra de escandalo […] no solo por el abusivo manejo de sus facultades en materia de intereses, sino por el espiritu de partido que reyna entre sus mismos empleados y dependientes. […] No quiero decir por esto que se exiga lo que se ha reputado en todos tiempos y Yo he juzgado siempre provechoso: pero si afirAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 4-16

mare que para lo que sea este Tribunal es preciso que sufra la reforma de sus abusos mejorando la condición de sus miembros; […] cuidando siempre de sostener con enrgia la reputacion del Gob.no para q.u las condescendencias ó ciertos miramientos no induzcan á creer q.u hay la menor debilidad de parte de quien la ejerce, pues como testigo de los movimientos y alborotos de esta America, conozco que nada ha perjudicado tanto á la causa del Rey como la falta de resolución, ó imbecilidad de los que han mandado por desgracia en la epoca que han acontecido» (35).

Este real decreto se dio a conocer obligatoriamente por los párrocos en el momento del ofertorio durante la celebración de la Eucaristía. Dicha medida fue recibida con júbilo por la prensa, los regidores municipales y el claustro universitario. La nota de agradecimiento que firmaron los catedráticos de la Universidad de San Marcos, por ejemplo, celebró el hecho de haberse liberado a «la heroica nación española del cruel yugo de la tiranía en que desgraciadamente gemía, cuyo imperio se extendía hasta dominar la más preciosa, la más libre y esencial facultad del hombre, imponiendo un silencio forzado a sus discursos y prescribiendo los límites al saber […]» (36). En adelante los casos judiciales de herejía los llevaría la jurisdicción episcopal correspondiente y se obligó que se arrancaran de las iglesias los sambenitos, reliquias y todo símbolo en el que constara los nombres de los penitenciados, estando al tanto del traslado tanto de los 287 libros prohibidos (37) como de los archivos

Reconstrucción del Tribunal de la Santa Inquisición que se muestra en el Museo de la Inquisición y del Congreso, Lima.

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de las causas del recelo de la población hacia los inquisidores, además de la corrupción institucional, los abusos de poder, etcétera. Económicamente, la Suprema se financió principalmente de las canonjías eliminadas de ocho iglesias del Virreinato, de las rentas de las catedrales de Lima, Charcas, La Paz, Quito y Santiago de Chile, de la administración de obras pías y —en último lugar— de la confiscación de bienes a los procesados.


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de la Suprema (cárceles secretas, oficinas del secuestro, la contaduría y la saleta), desechándose las ideas de establecer el colegio de educandas o la biblioteca pública, para reutilizarlas con el fin de albergar a los insurgentes capturados en el Alto Perú y Chile, mientras que la sala de la Audiencia y un dormitorio adyacente se transformaron en cuartel general de la guarnición local.

Santa Rosa de Lima, obra de Claudio Coello (Museo del Prado, Madrid).

el arzobispo metropolitano Las Heras. El pueblo que acudió a ver las oficinas y cárceles de la Suprema se lanzó el 3 de septiembre a robar todo aquello cuanto encontró a mano, tras el exhaustivo inventariado de los bienes realizado desde el 31 de julio hasta el 4 de agosto (38). Inmediatamente se propuso dar uso a las instalaciones

La vida religiosa Otra característica importante de la vida eclesial de la época fue la dedicación de los arzobispos por la vida religiosa, especialmente en los monasterios de religiosas de clausura, cuyo número excesivo impedía la guarda perfecta de sus reglas. Se limitó, por lo tanto, su número al igual que el de los conventos masculinos, de entre los cuales los compuestos por menos de ocho miembros perdieron sus derechos regulares y se sometieron al ordinario diocesano al no poder vivirse la regla por defecto. Una religiosa que destacó en el Perú virreinal y que tuvo gran influencia posterior fue santa Rosa de Lima (39), que fue enseña del criollismo, tanto para los gremios artesanales limeños —por el primor con que la santa practicó los trabajos manuales u oficios en dibujos y bordados que empleó para expresar su fervor religioso— como para los mineros —al enaltecer los obrajes con sus visiones, apelando a la cantería para expresar las gracias divinas y proporcionando de este modo un fruto sociopolítico a los trabajos de peor renombre— e incluso para los indios —creyeron ver en el mestizaje de su sangre la profecía de los tres sietes (40)— y negros —por el trato y protección que obró para con los esclavos y entre los que realizó sus primeros milagros— como símbolo religioso de lo auténticamente peruano.

NOTAS (1) Logia Lautaro fue una filial sudamericana de la «Gran Reunión Americana», también conocida como «Logia de los Caballeros Racionales», una logia masónica fundada por Francisco de Miranda en el año 1797 en Londres. (2) Contrástese en el artículo en Mercedes Alonso de Diego, «La historia de la Iglesia en Indias en el si-

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glo XVIII» en Joseph-Ignasi Saranyana (dir.), Teología en América Latina : Escolástica barroca, Ilustración y preparación de la Independencia (1665-1810), Madrid : Editorial Iberoamericana, 2005, vol. II/1, p. 66. (3) Véase en la obra de Rubén Vargas Ugarte, El episcopado en los tiempos de la emancipación americana, Lima : Huarpes, 1945 (2.ª ed.), pp. 10-11.

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nombró ministro universal de Indias. Al suprimir el Consejo de Indias, pasó a Madrid como consejero de Estado. AGI-AL, leg. 649, doc. 21. Rector del seminario de San Jerónimo, marchó en 1809 a España, donde observó en persona la resistencia de los españoles frente a los franceses como capellán del presidente del Consejo de Indias. Asistió a las sesiones de Cortes en que se aprobó la Constitución. Más tarde, regresó al Perú —tras haber sido nombrado Patriarca de las Indias y examinador sinodal del arzobispado arequipeño— en tiempos de elecciones de diputados a la asamblea gaditana. Vladimiro Bermejo, «El Ilustrísimo Señor Luis Gonzaga de la Encina, XVIII Obispo de Arequipa y el fidelismo del clero arequipeño», en AA.VV., La Causa de la Emancipación del Perú, Lima, Instituto de la Riva-Agüero, 1960, pp. 306-307. Este pontífice italiano (1800-1823) obtuvo, por voluntad de Napoleón, el Concordato que mejoró la situación de la Iglesia en Francia tras los desastres de la Revolución. Fue obligado por el corso a coronarle como emperador de los franceses en la catedral de Nuestra Señora de París. Pedro de Leturia, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, Caracas : Sociedad Bolivariana de Venezuela, 1959, vol. 1, p. 38. El virrey Abascal informa de los manejos del obispo del Cuzco Pérez Armendáriz y de sus concomitancias con los acontecimientos de agosto de 1814 en carta dirigida desde Lima al secretario de Estado y Despacho Universal de Indias el 24 de octubre de 1815; vid. Guillermo Lohmann Villena, «Documentación Oficial Española» en Colección documental de la Independencia del Perú, Lima : Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1972, t. 22, vol. 2, p. 233. AGI-Audiencia de Cuzco, leg. 66, doc. 45. El virrey Abascal remite testimonio del expediente promovido por el obispo de La Paz, De la Santa y Ortega, sobre traslación de su sede a Puno, con motivo de la sublevación ocurrida en La Paz, dirigido al ministro de Gracia y Justicia desde Lima el 23 de octubre de 1811; vid. Lohmann Villena, op. cit., p. 233. Índice de registros que contiene los denunciados desde el año 1780: •  Año 1806: Libros prohibidos, 1, Sacrilegio, 1, Masonería, 0, Herejía, 1. •  1807: 1, 0, 0, 0. •  1808: 8, 1, 0, 0. •  1809: 0, 1, 0, 0. •  1810: 1, 1, 0, 0. •  1811: 0, 0, 0, 0. •  1812: 3, 2, 0, 0. •  1813: 1, 0, 0, 0. •  1815: 4, 0, 0, 0. •  1816: 2, 1, 0, 0. Vid. Víctor Peralta Ruiz, En defensa de la autoridad. Política y cultura bajo el gobierno del virrey Abascal : Perú 1806-1816, Madrid : Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto de Historia, 2002, pp. 73-103. Se graduó en Cánones por la Universidad de Oñate y regentó en el Colegio Mayor del Espíritu Santo la cátedra de Cánones durante tres años. Fue abogado del

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(4) En 1767 la expulsión de los jesuitas tuvo la misma repercusión que en todas partes: se deshizo la educación de la juventud y la evangelización del indígena, con los consiguientes daños para la Iglesia y la sociedad. En agricultura los jesuitas habían introducido el cultivo de la vid, mejorado el cultivo de la caña de azúcar y modificado el sistema de trapiches. Con estas rentas mantenían sus colegios. Expatriados, las propiedades pasaron a manos de unos pocos, favorecieron el latifundismo y las rentas no se usaron precisamente para lo mismo. (5) Véase la obra de María Pérez Cantó, Lima en el siglo XVIII : estudio socioeconómico, Madrid : Universidad Autónoma de Madrid, 1985, pp. 100-101. (6) Contrástese en Vargas Ugarte, op. cit., pp. 10-11. (7) De este último caso hablaremos con detenimiento más adelante. (8) Ángel Muñoz García y Silvano G. A. Benito Moya, «Introducción general» en Saranyana (dir.), op. cit., vol. II/1, p. 72. (9) Confróntese con la obra de César Pacheco Vélez, Memoria y utopía de la vieja Lima, Lima : Universidad del Pacífico, Departamento Académico de Humanidades : La Avispa Blanca, 1985, p. 58. (10) Archivo General de Indias [AGI], Audiencia de Lima [AL], leg. 602, doc. 28. (11) «Descripción del Cementerio General mandado eregir en la Ciudad de Lima, por el Escmo. Sr. D. José Fernando de Abascal y Sousa, Virrey, y Capitán General del Perú (1808)», AGI-AL, leg. 649. (12) AGI-AL, leg. 739, doc. 65 A. (13) AGI-AL, leg. 649, doc. 26. (14) «Discurso que dirije a su grey el Ill.mo Sr. D.on Bartolomé María de las Heras, dignísimo Arzobispo de esta metrópoli con motivo de la apertura y bendición solemne del cementerio general erigido en esta capital (1808)», AGI-AL, leg. 649. (15) «Discurso sobre el Cementerio General que se ha erigido extramuros de la ciudad de Lima por el orden, zelo y beneficencia de sau Excmo. Dr. Virey d. José Fernando de Abascal y Sousa (por D. Félix Devois, profesor de medicina, en 1808), sin contar el futuro Jardín Botánico y el Colegio Médico», AGI-AL, leg. 649. (16) Jesús Paniagua Pérez, «Las ideas regalistas en el siglo XVIII», en Carlos Moretón Abón y Ángela María Sanz Aparicio, Gran Historia Universal, Madrid : Nájera, 1986, vol. 31, pp. 43-53. (17) La archidiócesis de Lima mandaba sobre las diócesis de Cuzco, Santiago, Concepción, Trujillo, Huamanga, Arequipa y Chachapoyas. (18) Con el tiempo, llegó a ser diputado por Huelva en 1844. (19) AGI-Diversos-Fondo José Fernando Abascal, leg. 1, año 1810, ramo 3/220-2. (20) De origen novohispano, estudió Retórica y Filosofía en el seminario de Puebla. Junto con su hermano Manuel viajó a España, donde cursó estudios de Geología e Historia. Por sus grandes conocimientos ingresó a la Real Academia de Geografía e Historia de Valladolid. Más tarde obtuvo una plaza en el Consejo Supremo de Indias. Cuando Napoleón invadió España, luchó contra los franceses. Como diputado, representó a la Nueva España en la gaditana Junta Central y, al disolverse ésta, fue uno de los cinco miembros de la Regencia. En 1814, Fernando VII lo


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colegio de Madrid y ejerció entre 1776 y 1778. Fue pensionado de la Orden de Carlos III, del Consejo y Cámara de Indias y honorario del Consejo de la Suprema y General Inquisición. Se doctoró en Cánones por la Universidad de Santo Tomás de Quito. En 1778 fue nombrado sacristán de la iglesia matriz de Guayaquil, lugar en que se de­ sempeñó posteriormente como secretario del obispo de la diócesis. Entre 1784 y 1787 fue párroco y juez eclesiástico del pueblo de Machachi, sitio desde el cual fue promovido al curato de Quisapincha, donde también ejerció como juez eclesiástico. Asimismo, fue canónigo doctoral de Trujillo. En 1797 fue nombrado fiscal del Tribunal. Licenciado y doctorado en Cánones por la Universidad de San Marcos. Su carrera en la Inquisición la inició en 1774 como sacristán de la capilla de San Pedro Mártir. Sucesivamente ejerció los cargos de capellán mayor (1779), secretario del secreto (1787), fiscal (1792) e inquisidor (1803). José Toribio Medina, Historia del Tribunal de la Inquisición de Lima, 1569-1820, Santiago de Chile : Fondo Histórico Bibliográfico, 1956, t. 2. A los arriba mencionados, habría que añadir al fiscal, el alguacil mayor, los cuatro secretarios de Estado y al secretario de Secuestros Francisco de Echevarría. Expediente seguido ante el intendente de la Provincia de la Paz sobre la publicación del Soberano Decreto de las Cortes Extraordinarias de España, sobre la suspensión de los Tribunales de la Inquisición en toda la Monarquía Española y aplicación al Erario de todos los bienes, rentas y derechos, cuadros pinturas o inscripciones que existan en las iglesias para que se borren y quiten «y destruyan en el perentorio termino de tres dias», La Paz, 2 de diciembre de 1813. Archivo General de la Nación (Perú), Archivo Colonial, Cabildos, Contencioso, leg. 34, cuaderno 1136 (año 1813). Parecer del virrey sobre la Inquisición, en documento enviado el 29 de marzo de 1815 al secretario de Estado y Despacho Universal de Indias; AGI-AL, leg. 749, doc. 29. Teodoro Hampe Martínez, Control moral y represión ideológica : la Inquisición en el Perú: 1570-1820, Lima : Instituto de la Riva-Agüero, 1989, p. 262. El Arzobispo de Lima envió una relación de los libros que existían retenidos por el extinguido Tribunal de la Inquisición, destacando nosotros los de carácter político: •  Anónimo, El hombre en sociedad, 2 tomos (en francés). •  Anónimo, Recopilación de los Decretos de la Asamblea Nacional, 1 tomo (en francés). •  Burlamaqui, Principios del Derecho Natural, 1 tomo. •  Burlamaqui, Principios del Derecho Político, 2 tomos. •  Diderot, Obras filosóficas, 2 tomos (en francés). •  Fantin, Historia de la República Francesa, 1 tomo (en francés). •  Hume, Discursos políticos, 1 tomo. •  Hume, Obras filosóficas, 4 tomos (en francés). •  Locke, Ensayos filosóficos, 3 tomos (en francés). •  Marqués de Pombal, Sobre administración, 4 tomos (en francés). •  Montesquieu, El espíritu de las Leyes, 18 tomos y otras obras, 24 tomos (en francés).

•  Pufendorf, El Derecho Natural y de Gentes, 2 tomos. •  Pufendorf, Introducción a la Historia general y política, 2 tomos (en francés). •  Raynal, Historia del Parlamento de Inglaterra, 2 tomos (en francés). •  Rousseau, Obras. •  Vatel, Derecho de Gentes. •  Voltaire, Obras, 71 tomos (en francés). Ref. AGI-AL, leg. 649, doc. 30. (38) La trascripción paleográfica hecha por Percy Vargas Valencia en 1972 se puede estudiar en el exhaustivo trabajo llevado a término por el Inventario hecho en las cajas y oficinas del extinguido tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima, por la composición nombrada al efecto. (39) Ramiro Martín Ribas, Sublime itinerario : guía inédita religiosa-hagiográfica-histórica-artística de España, Madrid : Impresa, 2004, 2.ª ed., p. 218: «Nació en Lima, Perú, en 1586. Fue la primera santa canonizada del Nuevo Mundo. Aunque fue bautizada con el nombre de Isabel, se le llamaba comúnmente Rosa y ése fue el nombre que le impuso en la Confirmación el arzobispo de Lima, Santo Toribio. Rosa tomó a Santa Catalina de Siena como modelo. Se dedicó a atacar el amor propio mediante la humildad, la obediencia y la abnegación de la voluntad propia. Ingresó a la tercera orden de Santo Domingo y, a partir de entonces, se recluyó en una cabaña que había construido en el huerto de su casa. Llevaba sobre la cabeza una estrecha cinta de plata, cuyo interior estaba erizado de picos, era una especie de corona de espinas. Su amor por el Señor era tanto que cuando hablaba de Él, cambiaba el tono de su voz y su rostro se encendía como un reflejo del sentimiento que embargaba su alma. Tiempo después, una comisión de médicos y sacerdotes examinó a la santa y dictaminó que sus experiencias eran realmente sobrenaturales. El modo de vida y las prácticas ascéticas de Santa Rosa de Lima sólo convienen a almas llamadas a una vocación muy particular. Lo más admirable en Santa Rosa fue su gran espíritu de santidad heroica, porque todos los santos ya sean en el mundo, el desierto o en el claustro, poseen el rasgo común de haber tratado de vivir para Dios en cada instante. Quien tiene la intención pura de cumplir en todo la voluntad de Dios, podrá servirle con plenitud en todo lo que haga. Santa Rosa murió el 24 de agosto de 1617, a los 31 años de edad. El Papa Clemente X la canonizó en 1671». (40) Ana de Zaballa Beascoechea, «Rebeliones indigenistas, imaginarios religiosos y conspiraciones clericales» en Saranyana (dir.), op. cit., vol. II/1, p. 880: «La profecía de los tres sietes es, como se sabe, una “profecía” atribuida falsamente a Santa Rosa de Lima, según la cual, la Santa limeña habría anunciado que en el año 1777, después de que el gobierno del Perú hubiera estado en manos de los españoles, volvería a los gobernantes andinos. […] el cambio de gobernantes se debería, en parte, a que los reyes de España no cumplían con su obligación de evangelizar, por lo que desde ese momento la actuación de los corregidores y otras autoridades derivaba en tiranía. Por ese motivo, el regreso de un rey Inca no supondría la vuelta a la idolatría, es decir, a la religión andina anterior a la conquista, sino que conservaría la religión católica».

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Condecoraciones Carlistas y del Requeté Antonio Prieto Barrio Diplomado universitario. Estudioso de condecoraciones, distintivos y uniformidad de los ejércitos españoles, ha colaborado en diversas exposiciones oficiales, en la confección de las páginas web del Ministerio de Defensa sobre las Órdenes de San Fernando y de San Hermenegildo, así como en la redacción y diseño de condecoraciones civiles y militares, o de escudos de armas de unidades militares. Es autor de obras como Diccionario de cintas de recompensas españolas (desde 1900) (2001), Compendio legislativo de Órdenes, Medallas y Condecoraciones [CD] (2010) y Recompensas y distintivos (1989-2009): veinte años de participación española en operaciones de paz y ayuda humanitaria (en prensa). Colaborador en revistas especializadas, es miembro de varias asociaciones extranjeras relacionadas con el estudio y difusión de las Órdenes y Medallas como la Academia Falerística de Portugal [AFP], entre otras.

Sobre las fuentes Los datos encontrados para esta investigación son pocos e imprecisos, especialmente para la Primera Guerra Carlista, e inexistentes para la segunda; existen relaciones de las cruces o medallas que se crearon, pero algunas no habrían pasado de ser meras resoluciones que no llegaron a tener efectividad, quizás por falta de sanción real. Podemos señalar a modo de resumen lo siguiente:

El número de condecorados sería escaso y muchos de ellos morirían a lo largo de la campaña. ■  Los acogidos al Convenio de Vergara no las usarían más. ■  Durante la Primera Guerra Carlista las atribuciones de los distintos generales fueron muy amplias, hasta el punto de que estaban capacitados para crear y conceder medallas, aunque con la superior aprobación de la autoridad regia. ■

RESUMEN

SUMMARY

Este trabajo analiza de forma cronológica cuantos premios —en el sentido más amplio de la palabra—, entendiendo por tales cuantas órdenes, cruces y medallas, se han podido conceder en el ámbito carlista. Es una relación exhaustiva, pero no definitiva, que va desde las primeras concedidas por méritos en acciones de guerra hasta las últimas recompensas de carácter conmemorativo.

This paper examines chronologically few awards —in the broadest sense of the word—, understood as few orders, crosses and medals, have been granted in the field Carlist. It is an exhaustive list, but not definitive, ranging from the first awarded for meritorious acts of war until the last commemorative rewards.

PALABRAS CLAVE

KEY WORDS

Cintas - Condecoraciones - Cruces - Guerras Carlistas - Medallas - Mérito - Órdenes - Premios - Recompensas - Requetés.

Awards - Carlists Wars - Crosses - Medals - Merit - Order - Prices - Requetes - Ribbons.

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das al final de la guerra. Además de éstas, ya establecidas, instituyeron y otorgaron otras condecoraciones específicas para conmemorar y premiar diversos hechos de armas, conductas relevantes o acontecimientos importantes.

Tomás de Zumalacárregui portando sobre su uniforme diversas condecoraciones.

Primera Guerra Carlista (1833-1840)

La Segunda y Tercera guerras, e incluso la de 1936-1939, no favorecieron la conservación de los originales ni de la documentación. Existen abundantes fuentes que tratan el tema carlista, pero apenas alguna toma en consideración el asunto de las condecoraciones.

August-Karl von Goeben. [Cortesía de B. Kruse].

Decreto de 12 de julio de 1834 dado por Su Majestad Carlos V, en Elizondo «Artículo 1.º Quedan indultados salvo el derecho de tercero, todos los generales, jefes, oficiales y soldados que en el término de quince días contados desde la fecha de este mi real decreto para Navarra y Provincias Vascongadas, y en el de un mes para las restantes de la Península, depusieren las armas, y reconociendo mis legítimos derechos se presentaren a mi o a cualesquiera de los generales y jefes que con gloria de su Patria defienden mi justicia. Artículo 2.º A los generales, jefes y oficiales que se acogieren al artículo precedente conservaré los empleos, grados y condecoraciones que hubiesen obtenido antes de la muerte de mi augusto hermano el rey don Fernando 7º». Cruz con real vitalicio [Referencias: Calvó nº 313; Guerra nº 1019] 18 de mayo de 1834 El 18 de mayo de 1834 el General Zumalacárregui instituyó la recompensa de una cruz y la dotación de un real vitalicio para premiar el valor de las clases e individuos de Tropa. Se desconocen más datos sobre su descripción y diseño.

Condecoraciones Carlistas y del Requeté

El primero que la obtuvo fue el voluntario Félix Urra, natural de Estella. La última relación de condecorados la publicó el Boletín Oficial de Navarra y Provincias Vascongadas del 12 de diciembre de 1837.

Convencidos de su legitimidad histórica los carlistas concedieron cruces de San Fernando y otras recompensas (1) que fueron reconoci18

Decreto de 16 de noviembre de de 1835 (Gaceta oficial 9, 24 de noviembre) «Queriendo el Rey N. S. poner término a la multitud de solicitudes que se elevan a su Soberano conocimiento bajo diferentes pretextos, APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50


se ha servido mandar por punto general, que cuantos individuos dependientes del fuero militar se consideren agraviados, por no haberse recomendado el mérito que contrajeron en acción de guerra, o dejaron de obtener el premio a que se contemplaban con derecho; los que se consideren ofendidos por suspensión o privación de empleo; finalmente todos los que reputándose perjudicados, sea cual fuere el motivo y asunto, que tengan que solicitar justicia del Rey N. S., lo ejecuten dentro de quince días contados desde hoy (2); que pasado este plazo no se dé curso a instancia alguna de aquella clase, y que para que no se alegue ignorancia, con respecto a esta Soberana determinación, se haga saber a todos el ejército y se inserte en la Gaceta Oficial». Medalla con real vitalicio [Referencias: Calvó n.º 314; Guerra nº 1.020]

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viduo la referida medalla, se le expida por V. E. una cédula arreglada al modelo que ha remitido y es el acordado anteriormente, las que servirán a los agraciados para todos sus goces, ínterin el Consejo Supremo de la Guerra libre las que correspondan en la forma que el Rey N. S. lo tenga a bien disponer; y como desde el principio de la presente guerra, expidieron a los agraciados el correspondiente documento los comandantes generales de las provincias y luego los antecesores de V. E., se ha servido S. M. confirmar todos los ya librados en virtud de real aprobación a las propuestas hechas por los referidos generales, por V. E. y sus antecesores, y por los demás sucesos en que se hizo lugar esta muestra de la real gratitud, debiendo acudir a V. E. por el duplicado o por el que corresponde, todos los agraciados, que por efecto de las vicisitudes de la guerra dejaron de obtenerlo y recayó ya la real concesión o tuvieron la desgracia de perderlo.

Graf Eduard von Boos-Waldeck, Cruz de San Fernando de Primera Clase [Cortesía de James Boos-Waldeck Price].

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Real orden de 28 de septiembre de 1836 (Gaceta Oficial 103, 18 de octubre) «He dado cuenta al Rey N. S. del expediente formado a petición del sub inspector comandante general de caballería, en solicitud de que a los individuos premiados con la pensión vitalicia de un real de vellón diario, por su distinguido comportamiento en el campo de batalla, se expida la correspondiente cédula y el distintivo de un escudo; enterado S. M. de todo y teniendo presente lo informado por la Junta Consultiva de este Ministerio y por V. E., se ha servido conceder a todos los premiados ya, y a los que en lo sucesivo lo sean, una medalla de cobre, según el modelo adjunto, debiendo el individuo llevar tantas medallas, cuantas sean las veces que obtenga esta real gracia; y como el mayor número de distinciones aumenta el mérito del sujeto, haciéndole acreedor a premio extraordinario, se ha designado S. M. conceder para después de terminada la presente guerra, el de treinta años de servicio al individuo que haya obtenido u obtenga tres medallas, y el de treinta y cinco al que obtuviere mayor número; pero unos y otros mientras dure la campaña, seguirán percibiendo como hasta aquí, previa reclamación en las revistas de comisario, el real de vellón respectivo a cada medalla. Igualmente se ha servido S. M. mandar que toda vez que se digne conceder a un indi-


Batalla del 21 al 26 de mayo de 1836 Creada por Carlos V para premiar a los voluntarios que intervinieron en la batalla que le da el nombre, del 21 a 26 de mayo de 1836.

Algunas de las condecoraciones de August-Karl von Goeben: Medalla de África, Cruz de la Orden de Isabel la Católica y Cruz de Primera Clase de la Orden de San Fernando, entre otras [Cortesía de B. Kruse].

Medalla de Carlos V [Referencias: Grávalos-Calvo nº 294; Guerra nº 1.022]

Últimamente se ha servido S. M. mandar que la referida medalla se ponga en lo sucesivo al agraciado por el jefe del cuerpo a presencia de la compañía del interesado, para que así como fue testigo de su valor, lo sea también de la munificencia del Soberano; y que las propuestas se hagan como hasta aquí se han hecho por V. E., teniendo presente la del comandante del batallón, que debe acompañar, la del capitán o jefe de partida, guardia o avanzada que presenció el acto distinguido del sujeto».

Real orden de 11 de noviembre de 1836 (Gaceta Oficial 111, 15 de noviembre) «Entre las privaciones e inminentes peligros arrostrados ya con magnánimo corazón por el Rey N. S. para salvar su religión, su Patria y su Pueblo de los horrores de la impiedad y de la anarquía, no ha sido el menor el que amenazó a S. M. la noche del 24 al 25 de septiembre de 1834, en la que a la vista de los rebeldes, que ciegos y obstinados le perseguían, tuvo que atravesar los montes de Igoa y Saldías, sirviéndole de guía y de apoyo Juan Bautista Esaín, vecino del lugar de Larrainzar, libertando su preciosa vida de los precipicios por donde transitó. El generoso ánimo de S. M. que jamás ha podido olvidar servicio tan señalado, quiere eternizar la memoria de la lealtad de Esain; para lo cual, y atendiendo a los demás importantes servicios contraídos por el mismo, se ha dignado concederle […]. Al mismo tiempo concede S. M. a Esain y a sus hijos una medalla de oro con busto de S. M. en el anverso, y en el reverso las armas que deben acordarse a su nobleza, que serán un jeroglífico alusivo al hecho que motiva esta gracia, cuyo distintivo podrán llevar al pecho pendiente de una cinta con los colores de la bandera española […]».

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Medalla de Oriamendi (4) [Referencias: Calvó nº 316; Grávalos-Calvo nº 295; Guerra nº 1.023]

Certificado expedido en Bourges (Francia) y firmado por el Ministro de la Guerra Carlista José Tamariz a favor de von Goeben [Cortesía de B. Kruse].

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Se desconocen más datos sobre su descripción y diseño. En las publicaciones consultadas no se ha encontrado imagen del modelo adjunto que se cita en el texto. Este mismo hecho ocurre para otras resoluciones. Medalla de distinción de Arlabán (3) [Referencias: Calvó nº 315; Guerra nº 1.021]

c. 1837 Creada por Carlos V para conmemorar la victoria contra la Legión inglesa en Oriamendi el 16 de marzo de 1837. Fue dibujada por el Infante Sebastián Gabriel de Borbón y tenía en su centro un corazón atravesado por una espada sobre un círculo en el cual se leía el rey a los valientes; dos cañones y dos fusiles formaban las aspas de una cruz; APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50


la coronaba un castillo y una corona de encina orlaba toda la medalla; en el círculo del reverso se leía oriamendi, 16 de marzo de 1837. La cinta de color fuego con dos franjas negras. Cruz de Huesca [Referencias: Calvó nº 317; Grávalos-Calvo nº 296; Guerra nº 1.024-1.024a-1.024b] c. 1837 Creada por Carlos V para premiar la conducta de su Ejército en la batalla de Huesca del 24 de mayo de 1837. Diseñada igualmente por el Infante Sebastián Gabriel de Borbón. Se componía de ocho sables pareados y en el hueco de cada uno de los cuatro brazos que forman, una granada en llamas. Estos cuatro brazos salen de un círculo central de esmalte azul con el lema huesca rodeado de otro de esmalte blanco fileteado de otro con la inscripción espedición real. Ocho cascos de coracero y dos fusiles armados con bayoneta enlazan los cuatro brazos de la cruz. El conjunto está coronado por una guirnalda laureada y en su interior la cifra C. V. sostenida por dos lanzas cruzadas. En el reverso, de la misma que en el anverso, 1837 y a si alrededor 24 de mayo. Era de oro para los jefes, de plata esmaltada para los oficiales y estampada sobre una medalla de metal ovalada para la clase de tropa.

campo azul esmaltado los peñascales y escarpes sobre que está situado Lerín, descubriéndose por encima tres castillos. En la orla deberá haber la inscripción siguiente el rey carlos v al valor heroico. En el reverso está figurada la Virgen Santísima de los Dolores, Generalísima de los ejércitos realistas, que tan visiblemente protegió la toma de Lerín; llevando en la peana la inscripción siguiente toma de lerín el 27 y 28 de mayo 1837. Esta cruz será de oro y esmaltada para los generales, jefes y oficiales, y de cobre para la clase de tropa, y todos la llevarán en el costado izquierdo pendiente de una cinta encarnada». Medalla de distinción de Barbastro [Referencias: Calvó nº 319; Guerra nº 1026] c. 1837 Creada por Carlos V para conmemorar la victoria de Barbastro el 2 de junio de 1837, durante la Expedición Real a Madrid. Parece fue dibujada por el Infante Sebastián Gabriel de Borbón. Cruz de Villar de los Navarros [Referencias: Calvó nº 320; Grávalos-Calvo nº 298; Guerra nº 1.027] Cruz de Villar de los Navarros [Colección Contoutos].

La cinta es dorada con una lista entre dos filetes a cada lado, de color lila claro (5).

Real orden de 8 de junio de 1837 (Gaceta Oficial 171, 13 de junio) (6) «Últimamente para perpetuar la memoria de la ocupación de Lerín y que todos cuantos han tenido la dicha de encontrarse en ella lleven sobre si un público testimonio que lo acredite, he creado una Cruz según el adjunto diseño. Esta Cruz será laureada con cuatro brazos y corona mural; y en el centro de anverso se representará sobre APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50

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Medalla de distinción por la toma de Lerín [Referencias: Calvó nº 318; Grávalos-Calvo nº 297; Guerra nº 1.025-1.025a]


Real orden de 8 de septiembre de 1837 (Gaceta Extraordinaria del 10 de septiembre) «El ejército expedicionario, a cuya cabeza está el Rey N. S. presenciando su heroísmo, se hallaba en el Villar de los Navarros […] S. M. ha creado también con este motivo una cruz, que forman un fusil y un cañón, entrelazados con ocho lanzas y cuatro espadas. En el centro hay una crucecita, porque el sitio donde se consiguió esta victoria se llama por los naturales Cañada de la Cruz. Al reverso está grabado en cifra el nombre de S. M. y alrededor la fecha de aquel glorioso día. Entre la corona de laurel que descansa sobre la bayoneta, hay una inscripción con el nombre de Villar de los Navarros». Cruz de Morella. Esta pieza lleva el reverso diferente, al incorporar en el centro una cabra y corona de oro sobre fondo rojo con la inscripción por el general cabrera [Colección JBM].

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Pendía de una cinta dividida en cinco listas, rojas la del centro y las extremas, azules las restantes. Cruz de Morella [Referencias: Calvó nº 322; Grávalos-Calvo nº 300; Guerra nº 1.029-1.029a]

Creada para conmemorar la victoria obtenida por su Ejército en la batalla de este nombre, dada el 24 de agosto de 1837. El diseño está formado por un fusil en palo y un cañón en faja, ocho lanzas con banderolas rojas y blancas y cuatro espadas con las puntas hacia dentro, todo ello entrelazado; lleva en el centro un círculo con una crucecita y paisaje, por llamarse el campo de la victoria Campo de la Cruz y bordura roja (o blanca) con la inscripción en letras de oro cañada de la cruz. En el reverso la cifra c. 5. sobre campo blanco y alrededor en bordura roja y letras de oro 24 de agosto. Entre la corona de laurel que descansa sobre la bayoneta del fusil, una cinta blanca con la inscripción villar de los navarros. Dicha corona se une a una anilla y por la que pasa la cinta que es azul oscuro con dobles filetes blancos cercanos a los cantos. Cruz de Andoaín [Referencias: Calvó nº 321; Grávalos-Calvo nº 299; Guerra nº 1.028] c. 1838 Creada por Carlos V para perpetuar la memoria de esta batalla que se dio el 14 de setiembre de 1837. Parece que fue dibujada, como la mayor parte de las anteriores, por el Infante Sebastián Gabriel de Borbón y se componía de cuatro medias flores de lis unidas a un círculo azul en

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cuyo centro figuraba una cruz roja por el anverso, y en la extremidad de dicho círculo, sobre una corona de esmalte blanco (de que también eran las lises) se leía in hoc signo vinces. El esmalte del reverso era enteramente blanco y en su centro llevaba la fecha de la victoria y alrededor batalla de andoaín. La medalla estaba rodeada de laurel, y era de oro para los jefes y oficiales y de cobre para las clases e individuos de tropa.

Real orden de 16 de octubre de 1838 «Considerando el Rey N. S. digna de perpetuarse la memoria de las victorias que consiguieron las armas reales bajo la dirección acertada de V. E. en la defensa de Morella y acciones que tuvieron lugar con este motivo en sus inmediaciones, se ha servido conceder para todas las tropas que asistieron a tan gloriosas jornadas la cruz que V. E. propone en oficio de 20 de setiembre último». Cruz en aspa de cinco brazos esmaltados en blanco, sobre ramos de laurel y encina verAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50


des. Centro circular que lleva en el anverso sobre fondo rojo dos torres de oro orladas en azul con la inscripción defensa de morella en agosto de 1838. El reverso lleva la cifra c.v. En la parte superior lleva corona de laurel. La cinta va dividida en tres partes iguales blanca, negra y blanca.

leyenda por el general cabrera. El conjunto rodeado por una corona mitad de roble, mitad de laurel y por encima del brazo superior otra corona de laurel la une a la cinta que es blanca con lista central ancha de color negro.

Se concedió a los defensores de la plaza durante las operaciones de julio y agosto de 1838. Existen varias descripciones, de las que una muy sucinta, dice que en el anverso llevaba la frase el rey al valor de los vencedores en la conservación de morella. agosto de 1838 y en el reverso ejército de aragón, valencia y murcia y v. o m. (Victoria o Muerte). Cinta negra en el centro y blanca en los extremos.

Las piezas conocidas consisten en una estrella de cinco brazos dobles esmaltados de blanco sobre el que va un círculo central que lleva una fortaleza, todo de oro, con bordura azul y la leyenda defensa de morella en agosto 1838 también en letras de oro. El reverso lleva en el círculo central una corona de marqués sobre una cabra, todo de oro y bordura azul con la APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50

En noviembre de 1838 Carlos V concedió una medalla a defensores de la plaza, cuya disposición recogemos por no haber visto hasta ahora ninguna mención de su existencia: «que se conceda una medalla que llevarán pendiente del cuello con cinta encarnada y bandas blancas con el busto de S. M. en el anverso y alrededor el rey a los heroicos defensores de la memorable y fidelísima villa de irún, y en el reverso 16 y 17 de mayo de 1837. Esta medalla será de oro para los individuos del ayuntamiento, jefes y oficiales que hicieron la defensa y de plata para las demás clases».

Medalla de los defensores de Irún, categorías de oro y plata [Reconstrucción del autor].

Diversas páginas del Álbum histórico del Carlismo en las que se reseñan algunas recompensas.

También se contemplaban diversas gracias para los paisanos armados: 23

Condecoraciones Carlistas y del Requeté

Medalla de los defensores de Irún Noviembre de 1838 En Guipúzcoa los tercios fueron un importante auxiliar del ejército, distinguiéndose con motivo de las operaciones realizadas por los liberales en 1837. Así, el 16 y 17 de mayo los paisanos armados se distinguían en la defensa de la villa de Irún.


Factura presentada al cobro en París en 1874 por diferentes condecoraciones carlistas [AHN, Archivo Carlista Borbón Parma, Correspondencia de la Tercera Guerra Carlista].

«A los heridos un empleo más del que tienen y la Cruz de S. Fernando de 1 clase, declarándoles para cuando se concluya la guerra el Fuero militar y uso de uniforme de las mismas. A todos los demás paisanos armados el Fuero, retiro y uso de uniforme de sargentos primeros del Ejército con el real de vellón diario vitalicio, disfrutando estas gracias las familias de los que hayan perecido en tan honrosa defensa además de la viudedad que les está concedida por Reales órdenes vigentes»  (7).

La cinta negra en el centro y encarnada en los lados.

Cruz de Maella [Referencias: Calvó nº 323; Guerra nº 1.030] c. 1838 Propuesta por Cabrera para los que tomaron parte en esta batalla en 1838, aunque parece que no llegó a crearse. Medalla de Quintanar de la Sierra [Reconstrucción del autor].

Cruz de la Legitimidad [Referencias: Grávalos-Calvo nº 301-302-303; Guerra nº 1.034] c. 1839 Parece un proyecto que se preparó en 1839 y que finalmente no se materializaría.

Pacto con el texto del Convenio de Vergara, suscrito por Maroto y Espartero.

Condecoraciones Carlistas y del Requeté

Medalla de Quintanar de la Sierra (Burgos) [Referencias: Calvó nº 324; Guerra nº 1.031] c. 1838 Creada por Carlos V para premiar a los que intervinieron en esta acción el 2 de septiembre de 1838. De forma cuadrangular —en losange— en el centro del anverso la leyenda el · rey · c. v. · 1838 y en el reverso a los vencedores de quintanar. 24

Se componía de cuatro brazos con esmalte blanco; en el centro del anverso el busto de APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50


Carlos V con corona de laurel sobre su cabeza y alrededor una inscripción que difiere en los tres modelos que se conservan en el archivo del Marqués de Valdespina. El primero dice el rey a los defensores de la legitimidad, el segundo por carlos v y el tercero por el rey carlos v.

han sabido mantener el honor de mis armas después de la horrenda traición que entregando a los enemigos las tropas que tantos laureles habían recogido en Navarra y Provincias vascongadas, me obligó a refugiarme en este reino, y a pesar de las numerosas fuerzas que le revolución reunió para intimidad a mis fieles defensores». Cruz de distinción a la fidelidad del Ejército del Maestrazgo [Colección JBM].

En el reverso los atributos de la muerte, una calavera y dos tibias cruzadas junto con la leyenda victoria o muerte. La cinta, según el primer proyecto y dibujo, negra en el centro y encarnada en los extremos, distribuida en tres franjas iguales, y según el segundo, negra en el centro y verde en las los extremos, en franjas iguales.

Convenio de Vergara de 31 de agosto de 1839 «Artículo 2°. Serán reconocidos los empleos, grados y condecoraciones de los generales, jefes, oficiales y demás individuos dependientes del ejército del teniente general don Rafael Maroto, quien presentará las relaciones con expresión de las armas a que pertenecen, quedando en libertad de quedar continuar sirviendo, defendiendo la Constitución de 1837, el trono de Isabel II y la regencia de su augusta madre, o bien de retirarse a sus casas los que no quieran seguir con las armas en la mano».

Tendrían derecho a la Cruz «todos los individuos de los expresados ejércitos y voluntarios realistas armados que hayan permanecido en ellos desde 1º de septiembre al 30 de octubre del año último».

Cruz de distinción a la fidelidad del Ejército del Maestrazgo [Referencias: Calvó nº 325; Grávalos-Calvo nº 304; Guerra nº 1.033] Real Decreto de 14 de febrero de 1840 Creada por Carlos V en Bourges (Francia) para «dar a mis reales ejércitos de Aragón, Valencia, Murcia y Cataluña una muestra de mi real aprecio por la constancia y heroísmo con que APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50

La Cruz se componía de cuatro brazos ensanchados, esmaltados en blanco y con ángulos entrantes en los extremos, rematados por glo-

Juan Nepomuceno de Orbe y Mariaca, IV marqués de Valdespina. Retrato de estudio entre 1876-1880. Fotógrafo: Ferdinand Berillón (Bayona, Francia). Sobre el uniforme pueden verse las Cruces de San Fernando de cuarta clase laureada y de primera clase, la Gran Cruz del Mérito Militar con distintivo rojo, la Gran Cruz de la Orden de Carlos III, la Cruz del Ejército del Norte, la Real y distinguida Medalla de Carlos VII y las medallas de distinción de Vizcaya y Montejurra [Ministerio de Cultura, Torrelaguna, C, 499, D. 3].

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Condecoraciones Carlistas y del Requeté

La cruz sería de dos clases: sencilla y laureada, llevando ésta sobrepuesta la corona real, usando el agraciado una placa semejante a la de Carlos III. En el centro la efigie de Carlos V de cuerpo entero de uniforme, rodeada de las dos inscripciones de la cruz, y en las aspas o brazos de ésta una corona de laurel.


billos de oro, y centro circular que en el anverso lleva la cifra real c. v. en oro sobre campo rojo. Sobre el brazo superior de la cruz figura la inscripción aragón, en los laterales valen·cia y mur·cia, y sobre el inferior cata·luña. En el reverso lleva la inscripción a la fidelidad. Sobre el brazo superior lleva un adorno con la anilla para la cinta, de tres listas iguales con los colores azul, rojo, azul.

Botón y reconstrucción de la Cruz de distinción al Ejército de Cabrera [Reconstrucción del autor].

Cruz del Ejército del Norte [Referencias: Calvó nº 326; Grávalos-Calvo nº 305; Guerra nº 1.034]

La Cruz, del mismo modelo general que una de San Fernando y que se conserva en el Museo del Ejército, tenía cuatro aspas iguales blancas, entrelazadas por una corona de laurel, en los brazos y con letras de oro los nombres de las regiones citadas navarra (superior), ála·va (derecha), vizcaya (inferior) y guipu·zcoa (izquierda). En el círculo central, oro sobre rojo, c. v. y al reverso, en blanco a la · fidelidad · año · 1839. La cinta negra y los extremos azulados verdosos.

Real Decreto de 14 de febrero de 1840 Creada por Carlos V para «dar a mis leales Ejércitos de Aragón, Valencia, Murcia y Cataluña una muestra de mi real aprecio por la constancia y heroísmo con que han sabido mantener el honor de mis armas después de la horrenda traición que, entregando a los enemigos las tropas que tantos laureles habían recogido en Navarra y Provincias Vascongadas, me obligó a refugiarme en este reino (Francia). Tendrían derecho a ella todos los individuos de los expresados Ejércitos y voluntarios realistas armados que hayan permanecido en ellos desde 1.º de septiembre al 30 de octubre del año último [1839]».

Condecoraciones Carlistas y del Requeté

Cruz del Ejército del Norte [Colección JBM].

Para los pertenecientes al Ejército del Norte que no se acogieron al Convenio de Vergara, la misma Cruz pero con las inscripciones «Navarra, Álava, Vizcaya, Guipúzcoa» en los brazos. 26

Cruz de distinción al Ejército de Cabrera A través del coleccionista alemán B. Kruse hemos tenido noticia de la conservación de algunas de las condecoraciones de August Kart von Goeben, militar alemán que participó en cinco campañas al servicio del rey Carlos V, alcanzando el empleo de teniente coronel (8). Entre estas recompensas se encuentra una de la que desgraciadamente sólo ha sobrevivido el botón central de una cruz. Dicho botón lleva en el centro sobre fondo blanco el anagrama C V rodeado de orla roja con la inscripción en dorado octubre y noviembre 1839. Suponemos que sea la Cruz destinada a recompensar el ejército de Cabrera que fue capaz de enfrentarse a la unión de todas las fuerzas gubernamentales después APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50


c. 1869 Cruz florenzada, esmaltada en color violeta, que va sobre una corona de laurel de esmalte verde. Lleva un centro circular en el que aparece una corona real sobre unas nubes, todo de oro, con la leyenda orlada dios - patria - rey. Dicho centro está circundado por pétalos de margarita en plata. El centro del reverso presenta la cifra C. VII con la inscripción a los rest. de la monarquía - 1869. Sobre el brazo superior de la cruz lleva una corona real de oro, con la anilla para la cinta, que es morada con lista central blanca, en tres partes iguales.

Ramón Cabrera vistiendo el uniforme del ejército montemolinista, con el anagrama de Carlos VI en el cuello.

Cruz de la Restauración de la Monarquía [Colección particular].

del fin de las operaciones en el País Vasco. Dicha Cruz tendría los brazos curvilíneos esmaltados en blanco y fileteados en oro, cuya parte central sería azul. En el anverso llevaría un círculo central esmaltado en blanco con el busto de Carlos V, y bordura roja. El reverso sería el descrito anteriormente. El brazo superior de la cruz llevaría una corona de laurel que enlazaría con la anilla para la cinta, cuyos colores y su distribución nos son desconocidos, pero en los que predominaría el color rojo.

Estuvo localizada exclusivamente en Cataluña y fue, en esencia, un movimiento que se produjo en las zonas montañosas contra la desamortización de Mendizábal. El general Cabrera volvió a acaudillar las tropas que aclamaron como Carlos VI al Duque de Montemolín, hijo de Carlos V. Terminó con la captura del general Cabrera por los franceses y una amnistía concedida por Isabel II. No se tienen noticias o referencias de condecoraciones para este período.

Tercera Guerra Carlista (1872-1876) Cruz de la Restauración de la Monarquía [Referencias: Calvó nº 327; Guerra nº 1.035] APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50

Medalla de distinción de Berga [Referencias: Calvó nº 328; Grávalos-Calvo nº 306; Guerra nº 1036; Crusafont nº 324; Castro nº 223] c. marzo de 1873 Medalla para premiar a los carlistas que intervinieron en la toma de la localidad barcelonesa de Berga en marzo de 1873. Es de bronce y tiene 34 milímetros de diámetro. El modelo de plata tiene un diámetro de 33 milímetros (9). 27

Condecoraciones Carlistas y del Requeté

Segunda Guerra Carlista (1846-1849)


c. julio de 1873 Carlos de Borbón mandó acuñar una medalla para conmemorar hecho de armas tan brillante por los resultados obtenidos, inteligencia con que se había llevado a cabo, y valor desplegado por las fuerzas carlistas (10).

Bocetos para la Medalla de distinción de Berga y de Alpens [AHN, Archivo Carlista Borbón Parma, Correspondencia de la Tercera Guerra Carlista].

Medalla de distinción de Alpens [Colección Carlos Lozano].

Anverso: [estrella] berga [estrella] / 27 de marzo de 1873. Cabeza laureada de Carlos VII, duque de Madrid, con pelo corto, bigote y barba, a la derecha. Medalla de distinción de Berga [Colección José Luis Arellano].

Medalla plateada circular, con lises en sus extremos, de 51 por 55 milímetros, incluida la anilla.

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Pasador con la Medalla de distinción de Berga, la Cruz de Mentana (condecoración vaticana) y la medalla de distinción de Alpens, pertenecientes al oficial holandés Ignacio Wils [Colección particular].

Reverso: + dios patria y rey. Las primitivas armas de la provincia de Barcelona. La cinta es de color rojo. Medalla de distinción de Alpens [Referencias: Calvó nº 329; Grávalos-Calvo nº 307; Guerra nº 1037; Crusafont nº 325] 28

APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50


En el anverso lleva la inscripción en cuatro líneas ¡adelante! / esta / es mi divisa / carlos, rodeada de un cerco de ramos de laurel.

Coronel del Ejército carlista condecorado con la Medalla de distinción de Montejurra [Colección particular].

En el reverso lleva la inscripción en cuatro líneas alpens / 9 / de julio de / 1873, también con el cerco de ramos de laurel (11). La cinta es bicolor, roja y amarilla, aunque existen ejemplares que la llevan verde. Medalla de distinción de Montejurra [Referencias: Calvó nº 332; Grávalos-Calvo nº 308; Guerra nº 1.040-1.040a]

Medalla de distinción de Montejurra [Colección particular].

Artículo 2.° Tendrán derecho a usar esta medalla los generales, jefes, oficiales y clases de tropa que asistieron en cualquiera de los tres días a tan gloriosa batalla.

Real Decreto de 9 de noviembre de 1873 de creación de la Medalla de Montejurra (12) «Queriendo conmemorar el brillante hecho de armas tuvo lugar en los días 7, 8 y 9 de este mes al pie de Montejurra y Monjardín, y dar al mismo tiempo una prueba de mi gratitud y satisfacción por el heroico comportamiento a mi valiente Ejército, Vengo en decretar lo siguiente: Artículo 1.° Se crea una medalla de distinción para perpetuar la memoria de un hecho que tanto honra a mi Ejército. APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50

Artículo 3.° Esta medalla será de hierro en forma de cruz, llevando en el centro las fechas 29

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Bocetos para la Medalla de distinción de Cuenca [AHN, Archivo Carlista Borbón Parma, Correspondencia de la Tercera Guerra Carlista].


Medalla de Vizcaya [Colección Carlos Lozano].

del combate, en el exergo la leyenda patrocinio de la virgen (13), y en los brazos superiores dios, patria, rey, con cuatro flores de lis en los ángulos. Irá pendiente de cinta roja; todo con arreglo al modelo aprobado». Medalla de distinción al mérito en la batalla de Barbarín-Urbiola c. 1874 Los días 7 a 9 de marzo de 1874 (14). Sin más datos y pendiente de una posterior investigación. Medalla de distinción de Cuenca [Referencias: Calvó nº 331; Grávalos-Calvo nº 309; Guerra nº 1.039]

Medalla de distinción de Cuenca [Reconstrucción del autor].

Condecoraciones Carlistas y del Requeté

c. 1874 Se han encontrado (15) varios bocetos de la medalla, que como puede comprobarse no son coincidentes con el modelo conocido, redonda de 35 milímetros de diámetro y que por el anverso lleva el busto de Carlos VII, coronado de laureles y la inscripción orlada cuenca por carlos vii. En el reverso lleva la inscripción 17 · de julio de · 1874 · ejército real · del · centro, orlado por ramos de laurel. La cinta es de color azul celeste. Medalla de Vizcaya [Referencias: Calvó nº 333; Grávalos-Calvo nº 310; Guerra nº 1.042-1.042a] 30

Real Decreto de 31 de agosto de 1874 de creación de la Medalla de Vizcaya (16) «Deseando perpetuar la memoria del glorioso período transcurrido de enero a mayo de este año, durante el cual mi Ejército Real del Norte ha dado en las repetidas batallas y diarios combates librados en el territorio de mi M. N. y M. L. Señorío de Vizcaya altos ejemplos de valor indomable y constante serenidad para resistir en sus posiciones los repetidos ataques de un Ejército muy superior en número y con formidable artillería de vigoroso empuje, destrozando en repetidas cargas a la bayoneta nutridos batallones enemigos, poniéndolos en descompuesta fuga y dispersión, y de sufrimiento sin límites para soportar la intemperie y todos los rigores de revueltos y crudos temporales, no menos que de perfecta disciplina, al ceder el campo después de brillantes victorias, verificando a la vista de las fuerzas enemigas una retirada tan gloriosa como lo fueron los triunfos anteriormente obtenidos, sin que un solo momento se debilitara la fe inquebrantable que a todos animó, desde el general al voluntario, Vengo en decretar lo siguiente: Artículo 1.º Se crea una Medalla conmemorativa de los hechos de armas ocurridos de enero a mayo del presente año en el territorio de mi M. N. y M. L. Señorío de Vizcaya. Artículo 2.° Para la elaboración de la misma en suficiente número se empleará única y excluAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50


Miniaturas de la Cruz de oro de la Real Orden de la Caridad, de la Real y distinguida medalla de Carlos VII, de la Cruz de plata de la Real Orden de la Caridad y de la Orden de Malta [Colección JBM].

Artículo 3.° Esta condecoración se denominará Medalla de Vizcaya; se llevará pendiente de una cinta verde, y será en todo igual al modelo que tengo aprobado, teniendo en el anverso mi busto, y en derredor esta inscripción a la fe y al heroísmo del ejército real del norte; y en el reverso esta otra: batallas de vizcaya de enero a mayo de 1874; ambas inscripciones rodeadas de una corona de laurel, con dos flores de lis en los costados y otra en la parte inferior, y la Corona Real en la superior. Artículo 4.° Tendrán derecho a esta Medalla todos los que se hayan hallado presentes por dos meses en las líneas ocupadas por mi Ejército del Norte o en el sitio de Bilbao, o hayan asistido a dos de los combates librados durante el mismo». Real Decreto de 31 de agosto de 1874 (17) «Queriendo perpetuar la memoria del gloriosísimo período de la presente campaña trascurrido de enero a mayo del corriente año, de las repetidas batallas y diarios combates librados durante él, en el territorio de mi M. N. y M. L. Señorío de Vizcaya, por mi Ejército del Norte, y de los altos ejemplos y militares virtudes con que ha admirado el mundo, mis voluntarios, aquel valor constante e indomable, aquella serenidad imperturbable con que firmes en sus posiciones y sin retroceder nunca un paso, resistían la horrible lluvia de hierro y fuego que arrojaban sobre ellos 200 cañones del ejército y de la escuadra enemiga; de aquel empuje irresistible con que en sus eternamente memorables cargas a la bayoneta ahuyentaron e hicieron pedazos APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50

en cuatro ilustres batallas a triplicadas fuerzas; de aquel sufrimiento y aquella resignación sin límites con que supieron soportar siempre a la intemperie, los rigores de la estación más cruda; de aquella perfecta disciplina con que obligados a ceder después de tres brillantes victorias al excesivo número de los enemigos y su poderosa artillería, verificaron una retirada tan gloriosa como aquella, y sobre todo, de aquella fe inquebrantable que a todos acompañó desde el general al soldado, sin abandonarlos un solo instante: vengo en decretar lo siguiente: Artículo 1.º Se crea una medalla de bronce para conmemorar los hechos de armas realizados en Vizcaya de enero a mayo del presente año. Diseño de la Real y distinguida medalla de Carlos VII publicado en El estandarte real.

Artículo 2.° Esta medalla tendrá la denominación de «Medalla de Vizcaya», irá pendiente de una cinta verde y será en todo conforme al modelo que tengo aprobado, llevando en el anverso mi busto, y en derredor esta inscripción a la fe y al heroísmo del ejército real del norte, y en el reverso, esta otra: batallas de vizcaya de enero a mayo de 1874. Ambas inscripciones rodeadas de una corona de laurel con dos flores 31

Condecoraciones Carlistas y del Requeté

sivamente el bronce de los cañones cogidos al enemigo.


Federico Anrich Santamaría Valcárcel y Bonafoy, barón de Bretauville, luciendo la Real y distinguida medalla de Carlos VII.

de lis en los costados, otra en su parte inferior y la corona real en la superior. Artículo 3.º Tendrán derecho a esta medalla todos los que se hayan hallado presentes por dos meses en las líneas ocupadas por mi ejército del Norte, en el referido período de enero a mayo, o en el sitio de Bilbao, o hayan asistido a dos de los combates allí ocurridos durante el mismo».

Real y distinguida medalla de Carlos VII, en su categoría de plata, cuyo anverso carece del tipo central delantero [Colección particular].

Artículo 2.º La expresada medalla se fundirá en plata y en bronce (19) Diploma de concesión de la Real y distinguida medalla de Carlos VII en su categoría de plata [Cortesía de Jesús Martín].

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Real y distinguida Medalla de Carlos VII [Referencias: Calvó nº 334; Grávalos-Calvo nº 311; Guerra nº 1.043-1.043a-1.043b] Real Decreto de 9 de octubre de 1874 de creación de la Medalla de Carlos VII (18) «Deseando premiar los distintos servicios que patricios esclarecidos de todas las naciones vienen prestando a mi pueblo y a mi ejército, dándoles una prueba del aprecio que me merecen sus virtudes de lealtad y abnegación, que al mismo tiempo sirva de estímulo en lo venidero, He tenido a bien decretar lo siguiente: Artículo 1.º Se crea una medalla que se denominará Real y distinguida Medalla de Carlos VII, semejante al modelo adjunto. 32

La Real y Distinguida Medalla de Carlos VII, de bronce, servirá para premiar a los que se juzguen merecedores de esta distinción por servicios especiales dependientes del talento, APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50


de la lealtad, de la abnegación y demás virtudes cívicas.

mi amor y agradecimiento a cada uno de mis compañeros de armas, decretar lo siguiente: Artículo 1.º Concedo a todos los que han militado en mis ejércitos del Norte, de Cataluña y del Centro, así como a los que combatieron por mi causa en las demás provincias de España, la medalla de Carlos VII, creada en 9 de octubre de 1874 para recompensar servicios especiales.

Real y distinguida medalla de Carlos VII, en su categoría de oro [Colección JBM].

Artículo 2.º Usarán la medalla de plata los generales, jefes y oficiales, y la de cobre los individuos y clases de tropa. Artículo 3.º Sólo tendrán derecho a dicha distinción los que, por certificado de sus superiores, puedan acreditar haber servido con fidelidad en mis Reales Ejércitos. La Real y Distinguida Medalla de Carlos VII, de plata, servirá para recompensar servicios eminentes de la misma clase». Extracto del Reglamento para la concesión de la Medalla real y distinguida de Carlos VII, 30 de diciembre de 1874 «S. M., creando la Medalla real y distinguida de Carlos VII, ha querido … las pruebas de lealtad […] que ha recibido de todas las naciones del mundo civilizado, S. M. ha querido también que su concesión se extienda también al talento eminente en todas sus manifestaciones más altas.

Ínterin llega el día en que puedan llevar ostensiblemente mi Medalla en nuestra patria bajo el Gobierno legítimo, que hoy con mayor fe que nunca confío será restaurado para bien de España y de los santos principios que represento, quiero que lo mismo en el destierro abierto hoy de nuevo para mi y para los miles de valientes que me siguen, que en España, bajo la dominación pasajera del Gobierno usurpador, en todas partes, sirva de consuelo y de aliento a mis fieles defensores este supremo recuerdo de nuestra campaña».

Grabado con los diseños de diferentes timbres postales, monedas y medallas del Ejército de Carlos VII publicado en La España carlista de Francisco de Paula Oller [Cortesía de Jesús Martín].

Decreto de 28 de febrero de 1876 concediendo la Medalla de Carlos VII a todos los compañeros de armas, leales hasta el fin de la guerra (20) «Queriendo añadir un vinculo mas a los que ya me unen con mis fieles soldados en este triste día en que, cediendo al número, la desproporción de recursos, y sobre todo, a aviesas complicidades, he tenido que separarme en Valcarlos de los restos gloriosos de mi valiente Ejército, después de una guerra heroica de casi cinco años, he decidido, para dejar un testimonio de APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50

La medalla está formada por una cruz de brazos abiertos que van sobre una corona de laurel, con corona real articulada en el brazo superior, 33

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Como en todo tiempo las virtudes cívicas han ennoblecido a las familias, la medalla de primera clase en plata, concede nobleza, y la de segunda clase en bronce, el derecho para solicitarla».


Medalla de la Caridad en su categoría de oro y su correspondiente distintivo de diario [Colección JBM].

y centro circular con la cifra C 7 orlada por la inscripción restauración católico monárquica y repartida en los brazos la inscripción dios, patria, rey, 1874. En la categoría de oro los brazos de la cruz son esmaltados en blanco y el laurel en verde; las otras dos categorías van sin esmaltes. El reverso lleva en el centro las armas de España, con la inscripción orlada carlos vii por la gracia de dios rey de las españas, y repartida en los brazos la inscripción virtud, talento, abnegación, lealtad. La cinta es de los colores nacionales. Medalla del Real Cuerpo de Sanidad Militar c. 1873-1874 Se trata de unas aspas de Borgoña, en cuyo centro figura un corazón atravesado por una espada, todo ello enmarcado por un óvalo formado por dos palmas, que mide unos 55 por 70 milímetros.

Medalla del Real Cuerpo de Sanidad Militar.

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El reverso lleva en su centro el anagrama de Carlos VII y en los bordes hay grabada la leyenda real cuerpo de sanidad militar en un lado e ilustrísimos señores doctores en el otro. Entre el anillo sujeto a la cinta de color encarnado y la condecoración hay una corona real (21).

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«Deseando dar a mi muy amada y Augusta Esposa una prueba del aprecio que me merecen sus maternales cuidados como directora de la Asociación denominada La Caridad, que tantos y tan señalados servicios está prestando en mi Ejército, y correspondiendo al mismo tiempo a los deseos que la animan de señalar de algún modo su agradecimiento por el caritativo apoyo que ha recibido de las señoras de varias naciones, vengo en decretar lo siguiente: Artículo 1.º Queda autorizada mi muy amada y Augusta Esposa Margarita para crear una Medalla con la denominación de La Caridad, con el reglamento y demás circunstancias que tenga por conveniente fijar.

Medalla de la Caridad [Referencias: Calvó nº 335; Grávalos-Calvo nº 312-313; Guerra nº 1.044-1.044a-1.044b1.044c-1.044d-1.044e]

Artículo 2.° Queda facultada igualmente para concederla en su Real nombre por su Secretaría de Cámara particular, con arreglo a su recto e imparcial juicio».

Real Decreto de 9 de octubre de 1874 de creación de la Medalla de «La Caridad» (22)

En distintas clases de oro, plata y bronce, disponiéndose que el Reglamento y demás circunsAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50


tancias que tuviese por conveniente fijar, así como la facultad para concederla, correspondiese a Doña Margarita (23).

Medalla de bronce, circular de 31 milímetros de diámetro, con corona real adosada, mostrando en el reverso la inicial m, circundada de ramos de margaritas y la inscripción en orla qvis nos separavit · a caritate christi en cerco de laurel. En el reverso lleva la representación de la cruz con margaritas en entrebrazos y centro circular con el Sagrado Corazón, orlado con la inscripción la caridad.

Medalla de la Caridad en su categoría de plata [Colección JBM].

Esta misma medalla, acuñada en plata sería el distintivo de diario de la Cruz de Plata, y sin corona real lo sería de la Cruz de Oro. Distintivo de los defensores de la Costa Cantábrica [Referencias: Grávalos-Calvo nº 314; Calvó nº 331] c. 1875 Fue establecida en 1875 para premiar a las guarniciones de las baterías de la Costa Cantábrica que defendieron los pueblos de los bombardeos de la Escuadra enemiga siempre en condiciones de manifiesta inferioridad. La configuran un ancla y dos cañones cruzados en plata. Reverso liso. La insignia de la orden es una cruz de brazos ensanchados con remate en ángulo entrante, separados por margaritas y con un centro circular que en el anverso presenta la letra m, inicial del nombre de la esposa del pretendiente y en el reverso un sagrado corazón orlado con la inscripción la caridad · 1874.

Distintivo de los defensores de la Costa Cantábrica [Reconstrucción del autor].

La cinta es blanca con una lista morada cercana a cada borde.

Cruz de Oro: cruz esmaltada en granate, en entrebrazos margarita entre ramas vegetales. Sobre el brazo superior un adorno o corona dorada. ■  Cruz de Plaza: cruz esmaltada en granate, en entrebrazos margarita entre ramas vegetales. Sobre el brazo superior una corona plateada. ■

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No está claro si se trata de un distintivo que iría sin cinta y prendido por algún sistema tipo alfiler o imperdible al uniforme. Otras fuentes citan que la cinta sería verde, considerándolo como medalla. 35

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Basándose en las piezas encontradas se puede hablar de las siguientes clases o categorías:


Medalla de Carlos VII [Museo Vasco, Bilbao].

Medalla de homenaje a los veteranos carlistas [Museo de Tabar y Colección Jaime Giménez, respectivamente].

Medalla de Carlos VII

Otras condecoraciones

c. 1875 Se trata de una moneda de 10 céntimos de peseta del año 1875 de la ceca de Oñate, a la que se ha soldado una anilla para poderla llevar prendida de cinta, cordón o cadena. De un peso de 10 gramos, un diámetro de 30 milímetros, el canto liso y de cobre.

Medalla de homenaje a los veteranos Carlistas [Referencias: Calvó nº 336; Guerra 1.0451.045a]

Anverso: busto laureado de Carlos VII y leyenda: carlos vii p. l. gracia de dios rey de las españas. Reverso: Armas de España sobre dos ramas de laurel y a ambos lados la cifra C.7 coronada. A esta moneda le ha sido limada la inscripción de la orla, que sería 10 céntimos de peseta y el año 1875.

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corbatas Igualmente hemos encontrado referencia al uso de corbatas en las banderas de las unidades carlistas, de los mismos colores de las cintas de las medallas (24):   Corbatas verdes: Vizcaya y Alpens   Corbatas encarnadas: Montejurra y Berga ■  Corbata azul (celeste): Cuenca ■ ■

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c. 1908 Acuñada en 1908 para premiar la fidelidad de los oficiales carlistas en la Tercera Guerra Carlista, con ocasión de la ceremonia que se realizó en el Palacio de Loredán (Venecia) para celebrar la festividad de San Carlos Borromeo, Día de la Dinastía Carlista. Se realizaron ejemplares en plata (para oficiales) y bronce (para tropa). Es circular, de 30 milímetros de diámetro; en el anverso presenta el busto de Carlos VII en uniforme de capitán general portando las insignias de la Orden del Toisón de Oro, Gran Placa de la Gran Cruz de la Orden de Carlos III, y las medallas de Montejurra y Vizcaya. En el reverso figura la cifra C. 7 bajo corona real.

Anverso. Tipo: Matrona coronada, de pie, con la mano izquierda apoyada en el escudo de Cataluña e indicando con la derecha un camino a un grupo de somatenes. Al fondo, a la izquierda sobre el sol radiante, deu, patria, rei. A la derecha A. Parera. En el exergo, 1808 Reverso. Tipo: escudo coronado de Cataluña sobre ramas de laurel. Debajo, en un cartón aplech d[e] las juventuts · carlinas. Debajo manresa 1908. La cinta de este ejemplar es blanca. Medalla de la juventud Carlista [Referencias: Guerra nº 1.047] Medalla de la Juventud Carlista [Museo de San Telmo y colección Manuel Martínez Fauste].

La cinta es roja (aparecen ejemplares con cinta de los colores de la bandera nacional) y va unida a un pasador del mismo metal que la medalla con la inscripción homenaje a los veteranos carlistas · 4 noviembre 1908. Medalla de las Juventudes Carlistas de Manresa [Referencias: Calvó nº 337; Guerra 1.0461.046a; Crusafont nº 1953, Ruiz Trapero nº 1.245]

c. 1908 Acuñada para los festejos organizados por las juventudes carlistas de Manresa con ocasión del aniversario de la guerra de la Independencia. Es circular, de 30 milímetros de diámetro, plateada o en bronce. APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50

c. 1908 Es de aluminio, con un diámetro de 28 milímetros. En el anverso aparece el busto de Carlos VII, vestido de militar, condecorado y la inscripción dios, patria y rey; el reverso lleva la inscripción juventud carlista (25). 37

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Medalla de las Juventudes Carlistas de Manresa [Colección Carlos Lozano].


Medalla general Tristany [Colección particular].

El ejemplar que conocemos lleva el número de inventario H-001050. Medalla General Tristany [Referencias: Guerra nº 1049; Crusafont nº 922] c. 1908 Es circular, de 34 milímetros de diámetro y acuñada en aluminio. En el anverso presenta el busto de Jaime III en uniforme y el nombre del grabador Revillón. Medalla de la Jura de los Fueros en su categoría de plata [Colección JBM].

Suele aparecer con cinta de los colores nacionales. Medalla de la Jura de los Fueros [Referencias: Calvó nº 338; Guerra nº 1.0511.052a-1.051b] c. 1909 Acuñada en 1909 en conmemoración del Juramento que de los Fueros hiciera Carlos VII en Guernica en el año 1875. Existen ejemplares en plata y bronce, quedando por comprobar la existencia de esta medalla en la categoría de oro. Es circular y en el anverso presenta el busto de Carlos VII en uniforme de capitán general (es el mismo troquel que la Medalla de homenaje a los veteranos Carlistas). El reverso lleva las armas del señorío de Vizcaya26 y alrededor la leyenda neure euskaldunai gomutagarri · 187527.

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La cinta es de los colores nacionales. Medalla de Jaime III [Referencias: Calvó nº 339; Guerra nº 1.052]

El reverso lleva el busto del general con la inscripción general rafael tristany 1814-1899. 38

c. 1910 Es circular en calidades de oro, plata y bronce conmemorando la sucesión de los derechos de Carlos VII en su hijo Jaime III en el año 1910. En el anverso presenta el busto de Jaime III en uniforme y el nombre del grabador Revillón; el APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50


reverso lleva la cifra J. 3 bajo corona real y alrededor la inscripción dios · patria · rey.

Medalla de Jaime III (1910) en oro [Colección particular] y bronce [Colección Carlos Lozano].

La cinta de este ejemplar con los colores nacionales. Medalla de Jaime III c. 1910-1931 Medalla circular, de 30 milímetros de diámetro.

Medalla de Jaime III, con miniatura [Colección JBM].

En el anverso presenta el busto de Jaime III de uniforme con el Toisón y otras condecoraciones, y la inscripción jaime de borbón y tres flores de lis. El reverso lleva la cifra J. 3 bajo corona real y a ambos lados, dos flores de lis. Lleva una tercera lis en la parte interior del 3. El ejemplar que conocemos no lleva cinta.

Medalla de Jaime III [Referencias: Calvó nº 340; Guerra nº 1.050] c. 1910-1931 Distinción de fidelidad. Medalla circular, de 28 milímetros de diámetro.

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Medalla de Jaime III, obra de otro grabador [Museo Vasco, Bilbao].


Orden de la Legitimidad Proscrita.

En el anverso presenta una miniatura coloreada del busto de Jaime III en un cerco dorado, que lleva la inscripción a buril dios patria rey.

Jaime III vistiendo uniforme de húsar [Cortesía de Jesús Martín].

Orden de la Legitimidad Proscrita [Referencias: Guerra nº 1.061-1.061a-1.061b1.061c]

El reverso liso. Doña Magdalena de Borbón Busset con la Orden de la Legitimidad Proscrita.

Carta de 16 de abril de 1923 Creada por Jaime III (de Borbón y Borbón Parma) en carta dirigida el 16 de abril de 1923 desde París a su Jefe-Delegado, el Marqués de

La cinta de este ejemplar es roja con los cantos blancos, pero parece debiera llevar cinta de los colores nacionales. Medalla del Centenario del general Tristany [Referencias: Guerra nº 1.049]

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c. 1914 La medalla conmemorativa del centenario del nacimiento del general Tristany es de plata y tiene 30 milímetros de diámetro. En el anverso presenta el busto de Jaime III en uniforme y el nombre del grabador Revillón; el reverso lleva el busto del general en uniforme militar con condecoraciones, y en orla en la parte superior las inscripciones general rafael · tristany / 1814 · 1899. La cinta de este ejemplar es de los colores nacionales. 40

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Villores, y que manda publicar para conocimiento de todos (28).

de España, por el ejemplo de fidelidad que han dado a todos». En cuanto a su estructura, «la Orden constará de tres grados: Caballeros, Oficiales y Comendadores». En casos excepcionales el Rey se reserva «el derecho de conceder Grandes Cruces». Igualmente, «no se podrá obtener la Cruz de una Orden superior sin haber tenido antes la de la Orden inferior inmediata; es decir, que antes de ser Comendador, habrá de pasar por la categoría de Oficial, y antes de ser Oficial, por la de Caballero».

Banderín del 1er. Requeté de Sevilla con, entre otras, corbata en blanco y negro de la Real Orden de la Legitimidad Proscrita (30 de mayo de 1936) [Cortesía de Manuel Martínez Fauste].

Sus insignias consisten «en una Cruz de Covadonga colgada de una cinta con barras verticales negras y verdes; negras, color por el duelo del destierro, y verdes, color de la esperanza del triunfo». La Cruz de la Victoria, cuya descripción no explica el real despacho, simboliza también la nueva Reconquista; tiene su origen según la tradición, en la cruz que formó Pelayo al unir dos palos de roble momentos antes de la batalla de Covadonga y normalmente se representa en heráldica como una cruz latina trebolada de oro y enriquecida por piedras preciosas de gules, sinople y azur; pero en el caso de la Orden de la Legitimidad Proscrita se representa en forma de cruz latina trebolada de oro, labrada con motivos de arte visigótico, y colada por un anillo de gules fileteado de oro que rodea su vértice. La cinta «será sencilla para los Caballeros, y llevará una pequeña roseta para los Oficiales, y otra de mayor tamaño para los Comendadores».

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Medalla de los veteranos Carlistas [Referencias: Calvó nº 341; Guerra nº 1.0531.053a-1.053b] c. 1924 El pretendiente Jaime de Borbón (Jaime III) instauró el 7 de abril de 1924 la fiesta de los Veteranos y una medalla para recompensar a los combatientes que se hubiesen mantenido fieles a la causa. Medalla circular de 35 milímetros de diámetro en oro, plata o bronce. El anverso lleva los bustos de Carlos VII y Jaime III orlados por la inscripción dios, patria, rey 1872-76-1924. 41

Condecoraciones Carlistas y del Requeté

Se propone conferirla «a todos los que por sus sufrimientos o sus servicios se hagan dignos de ella», de carácter provisional sólo mientras dure su destierro, cesando —en consecuencia— «cuando la Divina Providencia se digne poner término a éste» (la provisionalidad de la Orden se debe a que una vez restituido en el Trono español el Rey Legítimo, éste volverá a conceder las Órdenes españolas que tradicionalmente se han venido otorgando como recompensa y reconocimiento por la fidelidad y servicios a España y la Corona, como son la Orden del Toisón de Oro o la de Carlos III). Así, «los condecorados con esta distinción o sus herederos podrán atestiguar públicamente los derechos que han adquirido a mi gratitud y a la


Medalla circular en bronce de 27 milímetros de diámetro.

Medalla de los Veteranos Carlistas en sus categorías de oro y bronce [Colección JBMy Jaime Jiménez, respectivamente].

El anverso lleva el busto de Alfonso Carlos con uniforme militar. En el reverso aparecen las armas de la Casa Real, incluyendo en la parte superior un cuartel central con el Sagrado Corazón. Medalla del Aplec de Montserrat [Referencias: Calvó n.º 342]

Medalla del Aplec de Montserrat de 1935 [Colección JBM].

El reverso lleva la cifra C. 7. bajo corona real y entre flores de lis, y la inscripción orlada a los veteranos de la legitimidad. La cinta es de los colores de la bandera nacional. Medalla de Alfonso Carlos [Referencias: Calvó nº 342] c. 1931 Distinción conmemorativa quizás con ocasión de la sucesión de derechos sobre Alfonso Carlos, hermano de Carlos VII y tío de Jaime III.

c. 1935 Medalla propagandística, de metal ligero y de 26 milímetros de diámetro.

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Medalla de Alfonso Carlos [Colección MCG].

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El anverso lleva el busto de Alfonso Carlos con uniforme militar.

Medalla del Hospital de Guerra Alfonso Carlos [Colección JBM].

El reverso lleva las montañas y Virgen de Montserrat y la leyenda aplec tradicionalista de montserrat 27-x-1935. El ejemplar del que se reproduce fotografía lleva cinta blanca en el centro y azul celeste en los lados. Medalla de Alfonso Carlos I en el 18 de julio [Referencias: Calvó nº 344; Guerra nº 1.056] Medalla de Alfonso Carlos en el 18 de Julio [Colección JBM].

c. 1936 Distinción conmemorativa.

Distinción conmemorativa concedida a los miembros del Hospital Alfonso Carlos. Se hospitalizaron miles de heridos durante la guerra civil que fueron atendidos por 158 hombres (la mayoría médicos) y 254 mujeres la mayoría enfermeras (29).

Medalla circular de 40 milímetros diámetro en bronce.

Fotografía tomada en la fachada del Hospital Alfonso Carlos.

El anverso lleva el escudo de armas de la Casa Real, orlado con la inscripción alfonso carlos i · 18 de julio 1936.

La cinta es de los colores de la bandera nacional, aunque este ejemplar la lleva blanca con los bordes rojos. Medalla del Hospital de Guerra Alfonso Carlos [Referencias: Calvó nº 346; Guerra nº 1.058] c. 1936 APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50

Medalla circular. El anverso lleva sobre fondo blanco un escudo con la Cruz de Borgoña bajo Sagrado Corazón de gules, todo ello entre ramos de laurel verde; margarita inferior e inscripción orlada dios patria rey · h. alfonso carlos. El reverso es liso. La cinta es blanca con los cantos rojos. 43

Condecoraciones Carlistas y del Requeté

El reverso es liso.


Medalla de los Héroes Anónimos [Colección José Luis Arellano].

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Medalla de la 1ª Cía. Catalana Virgen de Monserrat [Colección Manuel Martínez Fauste].

Medalla desconocida de la Campaña 1936-1939 [Colección Manuel Martínez Fauste].

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Medalla homenaje al Carlista caído [Referencias: Calvó nº 345; Guerra nº 1.057]

Es desconocido el color de la cinta, aunque suele aparecer con la de colores nacionales.

c. 1936-1939 Llamada también Medalla de los Héroes Anónimos, es de tipo propagandístico, acuñada en la campaña 1936-1939, en honor de las actuaciones realizadas de forma anónima por el Requeté. La medalla es circular, de plata, de 26 milímetros diámetro, mostrando en el anverso un caído en campo de alambradas frente a una cruz con la inscripción ante dios nunca serás héroe anónimo. El reverso presenta orlada en la parte superior la inscripción dios, patria, rey, y en la inferior figuran ramos de laurel con la cruz de Borgoña. En la parte central hay espacio para grabar el nombre del agraciado.

Medalla desconocida de la Campaña 1936-1939 c. 1939 Se trata de una moneda de plata de dos pesetas (30) a la que se ha limado el anverso hasta hacerlo liso y posteriormente grabado a buril y rellenas de color el aspa roja, corona forrada de rojo y cerco azul. En la parte central e inferior lleva la inscripción campaña 1936-1939. Lleva soldada una pequeña anilla que se une a otra mayor por la que pasa la cinta, en este caso de color azul oscuro.

Medalla de la 1ª Compañía Catalana Virgen de Monserrat c. 1939 La medalla es circular, de plata, mostrando en el anverso a la Virgen de Monserrat. El reverso APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50


Medalla del Tercio de Nuestra Señora de Monserrat [Colección particular].

es liso con la inscripción a buril y en dos líneas 1ª compañía catalana · virgen de monserrat. Este ejemplar lleva una cinta con tres partes iguales de color rojo, negro y rojo, y sobre ella, en sentido horizontal, otra de las mismas proporciones de los colores nacionales. Medalla del Tercio de Nuestra Señora de Monserrat [Referencias: Guerra nº 911-911a]

29 de marzo de 1947 Recompensa legitimista de fidelidad y lealtad, con reglamento aprobado por Carlos de Habsburgo-Lorena y Borbón (Carlos VII). Existen las categorías de Gran Collar (collar), Gran Cruz (placa, banda y venera), Encomienda con Placa (cruz de cuello y placa), Encomienda sencilla Orden de San Carlos Borromeo [Colección JBM].

En sesión extraordinaria del pleno del Ayuntamiento, efectuose la solemne entrega a los familiares de los caídos de Gerona, en la defensa de Codo, de los diplomas y medallas que dedican la Diputación Provincial, y el Ayuntamiento de Barcelona, a los componentes del Tercio de Nuestra Señora de Montserrat (31). Orden de San Carlos Borromeo [Referencias: Guerra nº 1.059-1.059a-1.059b1.059c-1.059d-1.059e] APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50

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ca. 1945 Distinción conmemorativa. Medalla circular de 24 milímetros de diámetro en variantes de plata y bronce dorado. En el anverso lleva la imagen de la Virgen de Montserrat sobre fondo de las montañas y monasterio. En el reverso la Cruz Laureada, orlada con la inscripción tercio de n.s. de montserrat 8-1937 codo 4-1945. La cinta con los colores de la bandera española.


(cruz de cuello), Cruz y Medalla. Para damas se establecían las categorías de Banda (banda y venera), Lazo (cruz de pecho pendiente de lazo) y Medalla. La insignia está constituida por aspa de san Andrés de gules, con escudo coronado mostrando tres lises de oro sobre fondo azul. Bandas y cintas rojas con filetes blancos. La venera ajustada a la cruz de caballero. El collar se compone de 39 piezas formadas por aspas de San Andrés rojas y lises contrapuestos en oro, pendiente la insignia de la orden. La Gran Cruz lleva la insignia de la orden sobre placa de ráfagas de oro. Medalla del Aplec de Monserrat de 1957 [Colección José Luis Arellano].

c. 1949 Distinción conmemorativa. Medalla circular, de 26 milímetros de diámetro plateada. En el anverso el busto de Alfonso Carlos a la izquierda, orlado con la inscripción s. m. el rey d. alfonso carlos q.s.g.h. El reverso lleva las armas de la Casa Legitimista orlada con la inscripción centenario 91849–9-1949. La cinta de este ejemplar es de los colores nacionales, adicionada de un escudo como el del reverso pero esmaltado.

La Placa de la Encomienda lleva ráfagas de plata La Medalla es circular de 38 milímetros de diámetro, en metal plateado, mostrando la insignia de la orden. Medalla del Centenario de Alfonso Carlos [Referencias: Guerra nº 1.060]

Medalla del Centenario de Alfonso Carlos [Colección JBM].

Medalla del Aplec Carlista, Montserrat 1957 [Referencias: Guerra nº 1.062] c. 1957

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Distinción conmemorativa. Medalla circular de 30 milímetros de diámetro en aluminio. El anverso lleva en relieve una Cruz de Borgoña con corona real superior, orlada con la inscripción aplec carlista · montserrat 1957. Reverso liso. 46

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La cinta del ejemplar con los colores nacionales en tres partes iguales. Medalla de la Lealtad de los Requetés [Referencias: Calvó nº 348; Guerra nº 1.063]

c. 19- - (32) Medalla circular en plata y bronce. El anverso lleva la Virgen de Monserrat sobre fondo de montañas y aspa de Borgoña, todo ello sobrepuesto a la Cruz Laureada de San Fernando.

Medalla de la Lealtad de los Requetés [Colección ELM].

El reverso lleva una corona de laurel que en su interior lleva la inscripción en orla superior hermandad excombatientes y en cinco líneas tercio · requetés · ntra. señora · de · montserrat. La cinta es blanca, con los cantos con la bandera nacional. Lleva una Cruz de Borgoña pintada o bordada en su centro. Medalla de la Hermandad de Excombatientes del Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat [Colección JBM].

Creada el 4 de noviembre de 1964 Distinción conmemorativa destinada a los que habían participado en la guerra, sus viudas y huérfanos, creada a petición de la Hermandad de Antiguos Combatientes de Tercios de Requetés.

La cinta blanca, con Cruz de Borgoña pintada o bordada en su centro. Medalla de la Hermandad de Excombatientes del Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat [Referencias: Calvó nº 453] APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50

Bibliografía Boletín Carlista Boletín de Navarra y Provincias Vascongadas. Oñate, 1837-1839 Boletín del Ejército real Boletín del Ejército de Aragón, Valencia y Murcia [Boletín de Cantavieja]. Cantavieja, 18361840 Boletín Oficial del Ejército del Rey Nuestro Señor don Carlos V en Navarra. 1833-1836 Brea, Antonio. Campaña del Norte de 1873 a 1876. Barcelona : Imp. De la Hormiga de Oro, 1897. 47

Condecoraciones Carlistas y del Requeté

Medalla circular de 34 milímetros de diámetro. El anverso lleva los bustos sobrepuestos de Alfonso Carlos y Javier de Borbón, orlados por la inscripción por dios la patria y el rey · 1936-1939. El reverso lleva una Cruz de Borgoña bajo corona real, entre ramos de laurel y encina flanqueado por flores de lis, con la inscripción orlada a la lealtad de los requetés en la cruzada.


Condecoraciones Carlistas y del Requeté

Medallas sin identificar [Colección Jaime Giménez la primera y Manuel Martínez Fauste las otras dos].

Burgo torres, Jaime del. Bibliografía del siglo XIX : guerras carlistas, luchas políticas. Pamplona : Diputación Foral de Navarra,1978, 2ª ed. Calvó Pascual, Juan Luis. Cruces y medallas 1807-1987 : la historia de España en sus condecoraciones. Pontevedra : autor, 1987. Ceballos-escalera y Gila, Alfonso de y Fernando García-Mercadal y García-Loygorri. Las órdenes y condecoraciones civiles del Reino de España. Madrid : Boletín Oficial del Estado : Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2003. Crusafont i Sabater, Miquel. Medalles commemoratives dels Països Catalans i de la Corona catalano-aragonesa (s. XV-XX). Barcelona : Institut d’Estudis Catalans, 2006. El Cuartel del Maestrazgo. El Cuartel Real. Peña Plata (Navarra), 18711876. Este órgano oficial carlista se imprimió, según las circunstancias bélicas, en Tolosa, Durango, Oñati o Estella. Chalon, Renier Hubert Ghislain. «Médailles de Carlos VII frappés par lui a Oñate en 1875 et 1876», Revue de Numismatique Belge 1876, pp. 312-313. — «Médailles de Carlos VII prétendant d’Espagne», Revue de Numismatique Belge 1875, pp. 90-92. El Estandarte Real. Barcelona, 1889-1892. Gaceta del Real de Oñate. Oñate, 1834. Gaceta Oficial [Carlista o de Oñate]. Oñate, 1835-1837. Gaceta Real de Navarra. Grávalos González, Luis y José Luis Calvo Pérez. Condecoraciones militares españolas. Madrid : San Martín, 1988. 48

hernando,

Francisco. Recuerdos de la Guerra Civil : la campaña Carlista (1872 á 1876). Paris : A. Roger y Chernoviz, 1877. Historia militar del siglo XIX en el País Vasco. En http://zm.gipuzkoakultura.net Album histórico del Carlismo 1833–1933-35. Centenario del Tradicionalismo Español. El Joven Observador. 1837. Lizarza Inda, Francisco Javier de. «Generales, jefes, oficiales, y suboficiales que mandando tercios de requetés y combatientes de los mismos, ganaron Medallas Militares Individuales en la guerra de 1936, hasta un total de 56», Aportes 24 (marzo 1994), pp. 79-114. — «Medallas Militares Colectivas a unidades de requetés», Aportes 25 (jun. 1994), pp. 91131. — «Medallas Militares de requetés en la guerra de 1936-1939 : adenda», Aportes 26 (dic. 1994), pp. 77-90. — «La 8.ª Compañía del Requeté de Álava, “la mas condecorada”», Aportes 40 (2/1999), pp. 117-126. Pérez Guerra, José Manuel. Órdenes y Condecoraciones de España, 1800-1975. Zaragoza : Hermanos Guerra, 2000. Polo y Peyrolón, Manuel (comp.). Autógrafos de Don Carlos : manifiestos, proclamas, alocuciones, cartas y otros documentos del Augusto Sr. Duque de Madrid que han visto la luz desde 1868 hasta la fecha. Valencia : Tip. Moderna, 1900. Prieto Barrio, Antonio. Diccionario de cintas de recompensas españolas (desde 1700). Madrid : Ministerio de Defensa, Secretaría General Técnica, 2001. APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50


- Compendio legislativo de Órdenes, Medallas y Condecoraciones. Madrid : autor, 2000, ed. rev. [CD]. El Restaurador catalán. 1837. Existen otras publicaciones tituladas carlistas pero que apenas traen noticias de interés para esta temática. No obstante relacionamos algunas de ellas por si los improbables lectores desearan profundizar en la materia: La Lealtad Navarra (1888-1897), El Porvenir (1905¿1918?), Lo Crit d’Espanya (1890-¿?), El Rayo (1871-¿?), La reconquista (1907-¿?)…

AGRADECIMIENTOS Es imprescindible citar y agradecer de manera especial a las siguientes personas su ayuda y colaboración: Jaume Boguñá Morraja, quien ha

aportado numerosos y valiosos comentarios, así como piezas de su colección, incluso inéditas y no referenciadas en otros libros, para ilustrar este trabajo; Francisco Conde (Museo San Telmo, Donostia Kultura); Marian Álvarez (Euskal Museoa, Bilbao); B. Kruse, por sus aportaciones sobre August Karl von Goeben, quien ha autorizado a incluir imágenes y documentos inéditos relativos a las condecoraciones recibidas; Jesús Martín, Manuel Martínez Fauste e Isidre Rius, por la importante y valiosa documentación gráfica y escrita proporcionada para completar esta investigación. La siempre importante ayuda de las colecciones de Carlos Lozano Liarte y José Luis Arellano. Sin olvidar el impulso proporcionado para la publicación de estas líneas por parte de Íñigo Pérez de Rada.

(1) Sirvan de ejemplo las siguientes: ■  Publicadas en la Gaceta Oficial 47 (24 de marzo de 1836), en premio a las acciones del 26 de abril en las alturas de Linzuain, se proponen entre otras dos cruces de San Fernando de primera clase. ■  Publicadas en la Gaceta Oficial 62 (27 de mayo de 1836), en premio a las acciones del 26 de abril en Esain y Tirapegi, y a las del 5 de mayo en la línea de San Sebastián: Cruz de San Fernando de primera clase y Cruz de Isabel la Católica. ■  Publicada en la Gaceta Oficial 64 (3 de junio de 1836): Gran Cruz de la Orden de Carlos III. ■  Publicada en el Suplemento de la Gaceta Oficial 94 (16 de septiembre de 1836): algunas gracias a los soldados, sargentos, oficiales y jefes de la División guipuzcoana en testimonio de lo satisfecho que se halla de la disciplina, valor y lealtad de tan decidido ejército; así como del celo del comandante general, al cual se ha servido nombrarle Gran Cruz de la Real Orden de Isabel la Católica. ■  Publicadas en la Gaceta Oficial 111 (15 de noviem bre de 1836), en premio a la constancia y decisión de algunos individuos que entraron en Cataluña: Cruz de San Fernando de primera clase. (2) La orden de 8 de mayo de 1836 (Gaceta 58, de 3 de mayo) prorrogó quince días, contados desde su publicación, el plazo para que se dieran curso a las solicitudes. (3) Parece que no llegó a existir. (4) A pesar de la detallada descripción y datos aportados, no hay constancia de su existencia. (5) Se desconocen más datos sobre su descripción y diseño. (6) Propuesta por el general José Uranga y Azcune, no hay constancia que el rey refrendara este real decreto, por lo que se considera dudosa la existencia de la misma. (7) Alfonso Bullón de Mendoza y Gómez de Valugera, La Primera Guerra Carlista (Tesis). Universidad Complutense de Madrid., Facultad de Geografía e Histo-

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ria, Departamento de Historia Contemporánea, 1991. Archivo General de Guipúzcoa y Biblioteca de la Diputación de Guipúzcoa, sesión del 20 de noviembre de 1838. August Karl von Goeben, Vier Jahre in Spanien : Die Carlisten, ihre Erhebung, ihr Kampf und ihr Untergang : Skizzen und Erinnerungen aus dem Bürgerkriege, Hannover : Hahn‘schen Höfbuchhandlung, 1841. Sólo después de la publicación de esta obra pudo reincorporarse al Ejército del Rey de Prusia con el grado de alférez, donde comenzó impartiendo clases de guerrillas. Fue el embajador plenipotenciario del Imperio alemán en la boda de Alfonso XII, y le fue concedido el Collar de la Orden de Carlos III en 1878. Solicitó incorporarse como observador en la guerra de Marruecos en 1860, participando en la carga de Tetuán. Participó en las guerras franco-prusianas, ascendiendo en 1866 a teniente general. Posiblemente, esta recompensa sea la que von Goeben afirma en sus memorias le fue entregada por Carlos V en ocasión de una visita que le realizó en el exilio. Hernando, op. cit., 1877, p. 229. La toma de Berga fue el 27 de Marzo; causó a los republicanos gran espanto y a los carlistas gran alegría. Era la primera victoria de tanta importancia que conseguían, y para conmemorarla hizo Don Carlos acuñar una medalla con la inscripción siguiente: Berga por Carlos VII, 27 de marzo de 1873. El Estandarte Real 4 (julio 1889). Crusafont señala el anverso y reverso al contrario de como se hace en el texto. Polo y Peyrolón, Manuel (comp.), Autógrafos de Don Carlos, Valencia : Tip. Moderna, 1900, pp. 106107, autógrafo nº LXXVI. Hernando, op. cit., 1877, pp. 110-111. Carlos VII, para perpetuar la importante victoria de Montejurra, mandó se creara una medalla para uso de todos los que habían tomado parte en ella, y encargó a su dibujante de campaña, don León Abadías, que

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le presentase el modelo, en el que, como reconocimiento a la Santísima Virgen, debía mencionarse que la victoria se había obtenido el día de su Patrocinio. Tiene forma de cruz de brazos iguales, con corona de laurel en superior, centro circular y flores de lis en los entrebrazos. El reverso es liso, y en el anverso lleva en el centro la inscripción orlada 7, 8, 9 / noviembre / 1873, y orlada la inscripción patrocinio de la sma virgen. Sobre los brazos laterales de la cruz y el superior, figura repartido el lema dios, patria, rey. Santos García Larragueta, «La diplomática y las fuentes de la historia contemporánea» en Estudios de historia moderna y contemporánea : homenaje a Federico Suárez Verdeguer, Madrid : Rialp, 1991, pp. 173-186 [181]. Archivo Histórico Nacional, Archivo Carlista Borbón Parma, Correspondencia de la Tercera Guerra Carlista, 1874-1875, c. 115, exp. 4. Polo, op. cit., pp. 151-152, autógrafo número XCVIII; como se puede comprobar este decreto no es exactamente el mismo publicado en El Estandarte. Hacemos notar que esta medalla es habitualmente conocida como Medalla de Somorrostro. El Estandarte Católico-Monárquico 43 (20 de septiembre de 1874). Polo, op. cit., p. 155, autógrafo número CI. Existe también en oro y esmaltes, como la que puede verse en este trabajo. El Estandarte Real 32 (noviembre de 1891). Enrique Samaniego Arrillaga, «Nacimiento de la Cruz Roja : primera actuación en España : Guerra Carlista 1872-1876», Gaceta médica de Bilbao 101 (2004), pp. 105-110, reproducido en línea en Gaceta médica de Bilbao, <http://www.gacetamedicabilbao.org/web/ pdfdownload.php?doi=040024es> [11 de mayo de 2009]. Consecuencia de la intransigencia en aplicar el espíritu benéfico de la Cruz Roja y la Convención de Ginebra por parte del general Nouvilas, sustituto de Pavía, quien para indultar a los heridos obligaba a solicitarlo, exigiendo renegar de su condición de carlistas, produjo una inmediata reacción de indignación entre los carlistas; consideraron que la Asociación Cruz Roja era un mero instrumento para favorecer la deserción de su gente y el 8 de agosto de 1873 se promulgó la orden de su disolución en el territorio dominado por ellos. Las ambulancias de la Cruz Roja, que en alguna ocasión se decidieron a pasar la línea de fuego, fueron tiroteadas. En definitiva, una vez más, se agravaron las condiciones de la guerra. Por ello, en el verano de 1873 la reina Margarita fundó una organización paralela y diferente a la Cruz Roja, que se llamó La Caridad y que en la práctica constituyó el Cuerpo de Sanidad Militar del ejército carlista. Empezó a funcionar a primeros de 1874 en Pau. Polo, op. cit., p. 154, autógrafo número CII. María Eulalia Parés y Puntas, «La sanidad en el Partido Carlista : (Primera y Tercera Guerras Carlistas)» Medicina e Historia 68 (mayo de 1977), pp. 11-26, reproducido en línea en Fundació Uriach 1838, <http://www.fu1838.org/pdf/68-2.pdf>. Por iniciativa y bajo la dirección de la reina doña Margarita en diciembre de 1873 se fundó la asociación católica para la asistencia de heridos La Caridad, si bien no empezó a funcionar hasta los primeros días de 1874, en que ya dispuso de ambulancias. Según su Reglamento, la dirección corría a cargo de una Junta presidida por aquella reina. Antonio Pirala, Historia

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contemporánea : anales desde 1843 hasta la conclusión de la actual guerra civil, Madrid : Imp-Manuel Tello, 1875-1879; cit. por Antonio Brea, Campaña del Norte de 1873 á 1876, Barcelona : Imp. de la Hormiga de Oro, 1897, pp. 22-23. Doña Margarita quería hacer que la caridad, además de virtud, fuera un deber y una institución, a la que consagraba toda su existencia, debiendo consagrarla también los que la ayudasen. Sabía, sin duda, aquella señora lo que significaba la Orden de la Caridad Cristiana establecida en Francia por Enrique III para los soldados estropeados en servicio del Estado, y las demás órdenes para ejercer la caridad, y quería que en nada desmereciese a las más santas la que ella fundaba, enseñando a todos con el ejemplo. El Estandarte Real 21 (diciembre 1890). La Correspondencia de España (13 de septiembre de 1910): «Los jóvenes carlistas empiezan a ostentar en los actos públicos un distintivo, que consiste en una medalla de bronce con el busto de D. Jaime y el lema “Dios, Patria y Rey”, pendiente de una cinta con los colores nacionales. En el acto del traslado de los restos del comandante Fortea eran muchos los que la ostentaban». En campo de plata, un roble de copa verde con el tronco recto y sin nudos sobre la tierra, de color siena (tronco y tierra), y en su copa tres cabos de la cruz de color blanco; dos lobos de sable pasantes al tronco. Cuya traducción sería: «Memorable recuerdo a mis vascongados». Como Grandes Maestres han actuado los sucesores de Jaime III, Alfonso Carlos I (de Borbón y Austria de Este) y Javier I (Francisco Javier de Borbón Parma y Braganza). A la muerte de éste en 1977 se prolonga la disputa producida en los años anteriores entre sus dos hijos varones, Carlos Hugo y Sixto Enrique (de Borbón Parma y Borbón-Busset). Ambos han concedido Cruces de la Legitimidad Proscrita, distinguiéndose Sixto Enrique de Borbón por su gran cautela, que le ha hecho limitar tal distinción a casos en que los receptores ostentaban méritos sobresalientes. El Capítulo General de la Real Orden de la Legitimidad Proscrita sólo se ha reunido una vez en su historia y fue en el exilio, bajo el reinado de Javier I, en Lisboa el mes de diciembre de 1967. No se trata de una orden en desuso o derogada, puesto que hay constancia de concesiones en los últimos años, la última de ellas en enero de 2009. Memoria del Hospital Alfonso Carlos de Pamplona, Tolosa : Talleres de Labarde y Labayen, ¿1936?. El Hospital Alfonso Carlos se fundó por mediación de la Junta Carlista de Navarra y gracias al apoyo prestado por el general Mola y autoridades de Sanidad Militar. Su director fue Víctor Martines. Fue abierto el 21 de octubre de 1936 y cerrado el 1 de mayo de 1939, pasando por sus salas treinta y tres mil soldados. Moneda de la época de Alfonso XII. Además de pulir el anverso para grabar lo descrito, el escudo del reverso lleva limado el escusón central de las lises. La Vanguardia Española (16 de enero de 1945), p. 16. El Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat fue una de las numerosas Milicias Carlistas que se encuadraron en el Ejército Nacional durante la Guerra Civil de 1936-1939, pero con la peculiaridad distintiva de estar constituida casi exclusivamente por catalanes evadidos de la zona controlada por el gobierno del Frente Popular.

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Apuntes histórico-jurídicos sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense Pablo Sagarra Renedo Licenciado en Derecho por la Universidad de Valladolid, pertenece al Cuerpo Superior de Administradores de la Junta de Castilla y León desde 1994. Doctor en Historia por la Universidad CEU San Pablo, es autor de diversos trabajos y publicaciones de índole jurídica e historiográfica. Entre otros, La Reforma silenciada : una propuesta de reforma de la Constitución Española de 1978 y el trabajo de investigación «El Servicio Religioso en la Campaña de Rusia», que obtuvo un accésit en el Premio Ejército 2008. Colabora en publicaciones como Arbil, Ares Enyalus o Ahora-Información.

En este trabajo expondremos los jalones más relevantes de la historia de la Jurisdicción Eclesiástica Castrense en la España contemporánea; una historia semidesconocida para el gran público. Esta jurisdicción implica el ejercicio de una potestad de la Iglesia en el ámbito militar, por lo que deberemos tener también presente

su vertiente jurídica, en el sentido normativo y organizativo del término. La visión va a ser muy panorámica, por imposición lógica del espacio disponible. Nos remontaremos hasta los orígenes de la Jurisdicción Castrense en la Edad Media y Moderna, y después profundizaremos en la época contemporánea aunque, muy a

RESUMEN

SUMMARY

El ejercicio de la Jurisdicción Eclesiástica en el seno del Ejército corresponde a los capellanes castrenses, que han existido como tales a partir de su consolidación en los Tercios de los siglos XVI y XVII. La historia con mayúsculas de este gran desconocido de nuestras Fuerzas Armadas que es el Cuerpo Eclesiástico está aún por escribir. Salvo el Ejército Popular de la Segunda República, por motivos obvios, todos los ejércitos de España —incluidos por supuesto los carlistas en las guerras civiles del XIX— han contado con capellanes. Como quiera que esta jurisdicción conlleva el ejercicio de una potestad de la Iglesia en el ámbito militar, el presente artículo no olvida su vertiente jurídica, en el sentido normativo y organizativo del término.

The exercise of the Ecclesiastic Jurisdiction in the Army corresponds to the military chaplains, who have existed like such from his consolidation in the Tercios of the XVIth and XVIIth Century. The great history of this stranger of our Armed Forces who is the Ecclesiastic Corps is still for writing. Except the Popular Army of the Second Republic, for obviou­s motives, all the armies of Spain —included certainly the Carlists in the civil wars of the XIX— have possessed chaplains. Since this jurisdiction imply the exercise of a authority of the Church in the military area, this article doesn’t forget his juridical slope, in the normative and organizational sense of the term.

PALABRAS CLAVE

KEY WORDS

Capellanes - Jurisdicción Eclesiástica Castrense - Servicio religioso Ejército.

Army - Chaplains - Ecclesiastic Military Jurisdiction - Religious Service.

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nuestro pesar, habremos de sobrevolar muchas cuestiones apasionantes, cuyo análisis dejamos para mejor ocasión, en especial en relación con las actuaciones concretas de la capellanía militar en los conflictos en los que han participado las armas españolas en los dos últimos siglos. Como en cualquier otro trabajo científico, conviene precisar con antelación algunos puntos fundamentales, ciertos primeros principios, que nos ayudarán a entender mejor su contenido.

Apuntes histórico-jurídicos sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense

Como punto de partida debe valorarse el carácter sobrenatural y humano-material de la Iglesia Católica. Esta dualidad, por así decir, resulta asumible por todo historiador, por muy cartesiano que sea y al margen de su posicionamiento personal frente al hecho religioso. El conocimiento propio de la razón natural no excluye el proveniente de la Revelación. Es una verdad básica que no debe escocer a nadie. La Iglesia es una realidad sobrenatural, misteriosa; es el Pueblo de Dios, formado por las personas que creen en su Hijo, Jesús, y se comprometen a seguir sus mandamientos y su doctrina. Pero también la Iglesia, en su vertiente humana, es una institución inserta en las realidades temporales, protagonista de la historia, cuya cabeza visible es un Estado, el Vaticano, la Santa Sede. Su pastor primero es el Papa, vicario de Cristo, que ejerce su tarea en comunión con los obispos. La Iglesia está integrada por la jerarquía y por el clero, y por los fieles que actúan insertos en la cultura de su tiempo. La misión de la Iglesia no es otra que llevar el mensaje del Evangelio a los confines de la tierra para que todos los hombres lo conozcan y se salven. Esta misión se llama apostolado. Cuando la ejerce la Iglesia como institución suele denominarse, en sentido lato, pastoral que, adaptada a las circunstancias de tiempo y lugar de los hombres, puede ser de índole rural, familiar, juvenil, para los intelectuales, los inmigrantes, penitenciaria..., o la que a nosotros compete aquí, la pastoral castrense. La santidad es posible en el Ejército, y ahí están muchos santos relacionados con la milicia —de una u otra forma— y reconocidos por la Iglesia. Algunos son universales como San Jorge, San Cristóbal, San Martín…, y otros son patronos de diversas naciones: San Nicolás de Flüe de 52

Suiza, San Casimiro de Polonia, San Enrique en Alemania o Santa Juana de Arco de Francia. Entre los santos jesuitas destacan por su carrera de las armas antes de entrar en religión el capitán converso Íñigo de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, y San Luis Gonzaga. Más cercano a nosotros es el italiano Padre Pío, modelo de caridad, que fue llamado a filas durante la Gran Guerra y tuvo que bregar entre militares. Entre otras obras que entrelazan la religión y la milicia, véase por ejemplo, de Miguel Alonso Baquer, La religiosidad y el combate, un ensayo profundo en el que su autor traza el camino que conduce al militar —a todo hombre, por naturaleza abierto (y deseoso) a la Trascendencia—, y a la vida militar, a colocarse en el centro del Cristianismo, Jesucristo. Alonso Baquer llega a concebir, con gran agudeza, al Ejército como una criatura de Dios, cáliz de renuncias, dotada de un estilo y un espíritu propio —eminentemente de raíz religiosa— y como una auténtica comunidad de cristianos dotada de sus sacerdotes. La razón, pues, de existir de los capellanes militares no sería otra que su doble misión: la de conductores del culto a Dios y la de administradores del servicio religioso castrense (1). La pastoral castrense nada tiene que ver con un afán eclesiástico por lo bélico, sino todo lo contrario. Y sin que proceda hacer ahora valoraciones históricas sobre el uso de la violencia por parte de los cristianos, baste reconocer que no ha hollado ni hollará jamás la Tierra nadie tan pacífico, tan manso y tan humilde como Jesucristo, el Hombre-Dios que fundó la Iglesia. Ésta, por ser una institución razonable y humana, y por ser portadora del mensaje de Cristo, rechaza de plano al monstruo infernal de la guerra, maligno en sí mismo y por sus consecuencias. Y entre otros motivos, existe la pastoral castrense para aliviar los sufrimientos derivados de aquélla. El mismo Concilio Vaticano II habla en el Decreto Christus Dominus de la especial solicitud que se debe tener por el cuidado espiritual de los soldados, y de hecho, en casi todos los ejércitos del mundo, de una u otra forma, existe un servicio religioso y capellanes encuadrados en el mismo (2). La Jurisdicción Eclesiástica Castrense, como su propio nombre indica, tiene una vertiente APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81


A diferencia del mundo anglosajón, en el que existe una abundante y pujante bibliografía, el interés sobre la cuestión de la comunidad científica española universitaria, o de los literatos españoles, es prácticamente nulo. La atención que la propia capellanía militar española se ha dedicado a sí misma deja mucho que desear. Últimamente, en determinadas universidades españolas y en el campo de las disciplinas jurídicas —Derecho Canónico y en menor medida el Derecho Eclesiástico del Estado— descuellan diversos estudios sobre el estatuto jurídicocanónico del clero castrense, así como sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense. Estudios, por otra parte, frecuentemente asociados a la Jurisdicción Eclesiástica Palatina. En las décadas de los 80 y de los 90 del pasado siglo, con base en los cambios introducidos por la Constitución de 1978, sobresale una mayor preocupación académica por la asistencia religiosa en los Ejércitos, que alcanza en tono menor al Derecho Militar a raíz de algunos pronunciamientos jurisprudenciales. Ello es así porque la regulación jurídica de la asistencia espiritual a las tropas ha sido, desde la época del regalismo del APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81

siglo XVIII hasta la actualidad, uno de los caballos de batalla en las relaciones entre la Iglesia y el Estado español. Además existen diversas publicaciones sobre la materia canónico-castrense que abordan temas relativos a la normativa, liturgia, manuales, reglamentos, etc., y que han sido editadas por capellanes o por el Vicariato o Arzobispado Castrense. Pero en cambio, en el ámbito historiográfico, los estudios son prácticamente inexistentes, fuera de algunos libros de índole autobiográfica escritos por contados capellanes militares y de un par de monografías específicas de cierto peso, amén de referencias aquí y acullá.

Edad Media La razón de ser y las raíces históricas de la Jurisdicción Eclesiástica Castrense son tan antiguas como las del propio Ejército español. Ya en el Medioevo había sacerdotes que asistían a las tropas, aunque lo hacían sin un encuadramiento orgánico ni reglado. La historia de aquellos años está llena de datos que confirman la presencia de sacerdotes entre los soldados, y todos los reyes cristianos procuraron que así fuera. Junto a Alfonso VIII, en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa, estuvo el arzobispo de Toledo. San Fernando III, monarca de Castilla y de León, iba en campaña acompañado de sus capellanes. En su Cuartel General, ante la imagen de la Virgen —la Virgen de «los Reyes» que se venera en la Giralda—, tenían lugar solemnes actos de culto. Entre otros conspicuos clérigos que acompañaron al Santo Rey en la reconquista de la plaza de Sevilla estaban San Pedro Nolasco, fundador de la Orden de la

Sepultura de monseñor Francisco López Borricón, obispo de Mondoñedo y segundo Vicario Castrense carlista en la I Guerra.

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Apuntes histórico-jurídicos sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense

doble: eclesiástica, porque pertenece al ámbito eclesial y responde al derecho que tiene la Iglesia para poder desarrollar su pastoral con cualquier hombre o mujer; y castrense, porque sus destinatarios han escogido por grado, o por obligación durante años en España, la carrera de las armas y mantienen, en estas circunstancias, los derechos a disfrutar de ayuda sacerdotal y a seguir viviendo su fe religiosa. Por consiguiente, la Jurisdicción Castrense, al extenderse sobre personas con independencia del territorio, es una jurisdicción personal. A su vez, al pertenecer los fieles militares a una institución estatal, el Ejército, secularmente se ha visto lógico que esta Jurisdicción opere a través de un ente inserto en la estructura de aquél. Durante cientos de años, y por lo que a España se refiere, y al igual que en la mayoría de los países de tradición católica, se ha usado para la Jurisdicción Castrense esta fórmula de integración orgánica en la estructura militar de sacerdotes especializados en la pastoral castrense que, necesariamente, forman un Cuerpo específico, militar y eclesiástico a la vez: el conocido como Cuerpo Eclesiástico.


Merced, San Pedro González Telmo y el beato Domingo, compañero éste de Santo Domingo de Guzmán. Con carácter general, una vez terminadas las campañas y como quiera que las tropas quedaban licenciadas, sus sacerdotes volvían a sus anteriores destinos o se reintegraban a sus conventos o monasterios.

Apuntes histórico-jurídicos sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense

El cura Jerónimo Merino, prototipo de sacerdote trabucaire español, combatiente en la Guerra de la Independencia, contra la Revolución de Riego y en la I Guerra Carlista, murió exiliado en Alençón (Francia), el 12 de noviembre de 1844, a la edad de 75 años.

Quizás, el símbolo por antonomasia de la religiosidad militar de la época lo constituyan las Órdenes Militares. Cada una con sus peculiaridades, en cuanto a origen y desarrollo, acaban fundiendo en una sola persona al caballero y al religioso, al militar y al monje. Surgieron en el siglo XII con el objeto de hacer permanente el espíritu de las Cruzadas. El territorio hispano bajomedieval resultó fértil para la gestación de alguna de ellas: Calatrava, Alcántara y Santiago. Las tres se convirtieron, frente al Islam, en palancas insustituibles de la Reconquista militar, poblacional, cultural y religiosa. La de Calatrava tenía como filial a la de Alcántara y ambas se caracterizan por su tradición benedictinocisterciense y su mayor componente eclesiástico. Calatrava se rige por la Regla de San Benito y las Constituciones del Císter, adaptadas a la milicia, y sus freires, sujetos a los votos de pobreza, castidad y obediencia, se comprometían a defender con las armas a la Cristiandad. Mientras, en la Orden de Santiago, de inspiración agustiniana y de origen secular, sus caballeros sí podían contraer matrimonio. Es notable, por último, a los efectos de la conciliación entre milicia y santidad, que el fundador de la orden más antigua entre las españolas, la de 54

Calatrava, Raimundo abad, cisterciense de Fitero, haya sido elevado a los altares como modelo de «monje de cuerpo entero, soldado de pelo en pecho», en palabras de José M.ª García Lahiguera (3). En Europa, tras la caída de Constantinopla en 1453, destaca la figura de San Juan de Capistrano, que predicó la Cruzada y acompañó a las tropas cristianas que detuvieron al Turco, salvando Hungría y los Balcanes de las huestes de Mohamed II. De ahí procede su patronazgo universal sobre los capellanes castrenses promovido por Juan Pablo II —en España es copatrona de la Jurisdicción Castrense la Inmaculada Concepción—. Este franciscano jamás esgrimió otras armas que las espirituales: «él y sus frailes celebraban a diario la Misa, predicaban, y los combatientes cristianos, en gran número, recibían los Sacramentos» (4). Siglo XVI La progresiva profesionalización de la milicia provoca la aparición del genuino sacerdote castrense. El soldado permanente, en su condición de fiel católico, vive habitualmente separado de su diócesis, y no por ello deja de requerir asistencia espiritual. El emperador Carlos V, fautor de los Tercios, unidades de choque desperdigadas por medio mundo, promueve la introducción de capellanes en los mismos. En 1534, en Flandes, se asignan sacerdotes a los Tercios de Infantería, así como dos años más tarde en los Tercios del Virreinato de Nápoles. En virtud de diversas ordenanzas, habrá un Capellán Mayor acompañando al Maestre de Campo del Tercio, y otros más por cada una de las compañías de 300 picas. Estos curas eran contratados por los mismos jefes y hacían vida en el Tercio, siguiéndolo a todas partes. No estaban adscritos a una organización o jurisdicción eclesiástica peculiar de tipo militar, puesto que dependían del obispo (ordinario) del lugar ocupado por las tropas. La presencia de sacerdotes y de religiosos en los buques españoles que hacían la ruta hacia Ultramar data del segundo viaje colombino. En el Puerto de Santa María, fondeadero principal de la Armada española en el invierno, surge un hospital para marineros enfermos y en él APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81


Siglo XVII En esta centuria Felipe IV solicita a la Santa Sede la creación formal de una institución eclesiástica militar independiente de los ordinarios, confiando a los jesuitas la formación religiosa de los capellanes castrenses. Éstos, según las Ordenanzas Militares aprobadas en 1622, debían estar presentes en cada una de las doce compañías que componían un Tercio de Infantería, así como, según las «Ordenanzas del Buen Gobierno de la Armada del Mar Océano», de 1633, en cada uno de los galeones de línea de la Armada siendo responsables, a mayores del servicio pastoral a bordo, del cuidado de las dietas de los enfermos y de las medicinas. Por el bien de las almas Roma toma cartas en el asunto en orden a ir creando una jurisdicción especializada para militares que nace, en puridad jurídico-canónica, con el Breve de Inocencio X Cum sicut Majestatis Tuae, dictado el APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81

26 de septiembre de 1645. Por medio de él, la Autoridad Apostólica concede a los vicarios del Ejército jurisdicción específica sobre los capellanes —en quienes delegan sus facultades— y fieles militares que estuvieran fuera de sus respectivas diócesis, y por el tiempo que duren las guerras. La jurisdicción es muy amplia, quedando fuera de ella pocos actos pastorales, caso de la absolución de determinados pecados como la herejía y el de lesa majestad. Si hay preocupación por la salud espiritual de los soldados, también la hay por la de los capellanes, como así resalta el hispano-flamenco P. Benito Remigio Noydens, capellán castrense, originario de la Orden de los Clérigos Menores. En sus genuinas Decisiones prácticas y morales para curas, confesores y capellanes de los ejércitos y armadas van a la par su exaltación por la flota naval, la caballería y la infantería de los Austrias con la menudencia, el rigor y el elevado espíritu, práctico y doctrinal, que exige para los capellanes militares españoles en Europa y en Ultramar: «son pastores de tantas ovejas y en lo espiritual son su cabeza y los que han de regir sus almas al servicio de Dios. Y si tal vez (lo que no permita Dios) todos desde el menor hasta el mayor del tercio o de un navío están enfermos, flacos, y aun llagados de culpas y pecados, miren y remiren sus cabezas, que no se les haya entrado en el alma la lepra por la cabeza». Deben formar a su gente y dar ejemplo: «procuren con muchas veras que sus acciones todas, así personales como las que dependen de su oficio y ministerio, sean niveladas según el arancel del Concilio de Trento […] el vestido sea siempre limpio y aseado; si estuvieren de invernada en tierra han de traerlo largo, grave y reverente; si navegando y a bordo, su hábito corto y negro […] mal parece un sacerdote en el altar con el cabello largo y muy peinado, etc., que cuanto a un seglar es de galán aseo es a un clérigo de escandalosa compostura […] los mayores amigos de que se deben preciar son los libros, y así, habiendo cumplido con la obligación de las horas canónicas, del breviario, y dicho su misa, gasten el tiempo en estudiar y leer buenos libros» (6). 55

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una capilla a cargo de D. Diego de Ojeda, que puede ser considerado el primer capellán de la Armada española. Por medio de dos bulas de San Pío V del 19 de marzo de 1569 y del 27 de enero de 1570 en época de Juan de Austria se configura la existencia del Capellán Mayor de la Armada —el primero fue el inquisidor general Jerónimo Manrique— y de sendos capellanes en cada una de las galeras reales. Arrecia el impulso de la Casa de Austria para dotar a sus tropas de capellanes, lo que obliga a la Santa Sede a dictar diversos Breves Pontificios. Por medio de éstos, tales sacerdotes reciben ciertas facultades que les distinguen del resto del clero. En tiempos de Felipe III, con cobertura pontificia, entre otros ordinarios, San Juan de Ribera, patriarca de Valencia, y los arzobispos de Cambrai y de Malinas, en Flandes, en concordancia con la Corona, y con el objetivo de atender a las unidades de infantería instaladas en sus respectivos arzobispados, comienzan a designar capellanes con una jurisdicción especial, exenta en parte respecto de su propia jurisdicción común. Por otro lado, se extiende también una gran preocupación por la salud espiritual de las tropas, proliferando diversos tratados en los que se hace hincapié en las condiciones del «buen soldado católico». La historia del vicariato castrense español, el más antiguo del mundo, ha echado a andar (5).


Siglo XVIII En este siglo la Jurisdicción Castrense se conforma definitivamente mediante Breves Pontificios que se irán renovando cada siete años. Sus facultades, sus privilegios, su fuero propio, sus derechos, son real y verdaderamente pontificios, y su personal, su clero, puede decirse que sin titularse clero pontificio, lo es tanto como el clero de la diócesis de Roma que preside el Papa como obispo y pastor propio de ella. Esta es una característica constante y secular en la jurisdicción castrense española. Las armas patrias se batirán en muchos frentes y muchos escenarios navales y terrestres, y estarán siempre acompañadas de capellanes propios que también ejercerán su ministerio en las unidades de guarnición.

Apuntes histórico-jurídicos sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense

Capellán militar. Arma de Infantería. 1853.

Al comienzo de la centuria se crea el Vicariato General Castrense, único para todas las fuerzas militares españolas, incluida la Armada. Su primer titular es monseñor Carlos de Borja-Centelles y Ponce de León, arzobispo de Trapezus. Según prescribían las Reales Ordenanzas Mi56

litares de 14 de junio de 1716, los coroneles de los Regimientos o Cuerpos —y los comandantes generales de los Departamentos de la Armada— eran los responsables de buscar y nombrar capellanes «de acreditada conducta, prudencia, literatura, honrado nacimiento y demás buenas circunstancias que convienen a la dirección espiritual», quedando excluidos los frailes, salvo en los regimientos con personal extranjero. No había todavía un Cuerpo Eclesiástico tal y como lo entendemos hoy en día, pero en este período se ponen las bases para tiempos posteriores. El cura secular que quisiere ingresar en el Ejército «antes de figurar en las revistas de comisario» y de recibir el placet del Vicariato y del coronel del Regimiento respectivo, debía contar con la autorización de su ordinario y pasar un examen ad curam animarum, es decir, de idoneidad pastoral. En dichas Ordenanzas, entre muchas otras instrucciones prácticas pastorales, se establece la llevanza de los libros parroquiales castrenses sacramentales —donde se efectuarán inscripciones similares a las de las parroquias territoriales—, así como la responsabilidad de la formación doctrinal de la tropa y de sus familias: «así en guarnición como en cuartel, dispondrá el Coronel o Comandante del Regimiento que una vez en cada mes, y con más frecuencia en la Cuaresma, expliquen los capellanes la doctrina cristiana y reprendan los vicios en el cuartel […]» (7). El año 1736 es decisivo. Mediante el Breve Quoniam in exercitibus de Clemente XII se establece la institución del Capellán Mayor, a quien se le otorgan todas las facultades que antes tenían los vicarios, y se amplía y se extiende su jurisdicción sobre los militares y sus familias a todo tiempo, en guerra y paz. En el seno del Ejército se formaliza ya un verdadero Cuerpo Eclesiástico cuyos miembros dependen, a efectos prácticos, del subdelegado castrense que ostenta el empleo de teniente vicario. Habrá uno de éstos en cada Departamento que coordine las capellanías de los regimientos, castillos y unidades de tropas auxiliares. Se levanta la prohibición al clero regular, incluso a los miembros de las órdenes mendicantes, para ingresar en las Fuerzas Armadas. También, entre otros efectos beneficiosos, merece especial atención la incorporación definitiva de APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81


El Concordato de 1753, reinando Fernando VI, y la reorganización militar de Carlos III reorientan esta Jurisdicción. Los dos capellanes mayores, uno para el Ejército y otro para la Armada, se refunden en uno solo por medio de un Breve de Clemente XIII de 10 de marzo de 1762. Y por medio de una Real Cédula del año 1766 se dignifica y estabiliza el estatus castrense de los capellanes al unificarse sus haberes en 600 reales, «para que —a tenor de lo prescrito también en las célebres Reales Ordenanzas Militares de Carlos III— estuviesen puntualmente asistidos APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81

y mantuvieran la decencia correspondiente a su carácter». Hasta esta fecha, la cuantía y devengo de los emolumentos de los capellanes dependían del jefe de la unidad en que prestasen servicio. Mosén Pacho, capellán de la División de Aragón comandada por el brigadier Gamundi durante la Tercera Guerra Carlista, fue ejecutado a sangre fría por tropas liberales que le capturaron cuando intentaba pasar a Francia con las fuerzas de la División en octubre de 1875 [Cristóbal Castán Ferrer].

Aquéllos ejercen su ministerio en las tropas de los cuerpos, fortalezas y hospitales, asentadas en la Península, en las Indias, en las Islas de Barlovento y Filipinas y en las demás plazas con guarnición militar de África y Asia, así como en los buques de línea. En éstos, según Manuel Gasset, capellán de número de la Real Armada, y veterano del jabeque San Antonio —con el que participó en combates contra bajeles argelinos en el Mediterráneo— y de la fragata Juno, los capellanes instruyen en la moral cristiana a la marinería y promueven una densa religiosidad, muy mariana. En los buques españoles se reza el Rosario con asiduidad, se canta la Salve en el alcázar frecuentemente y siempre al arribar a puerto. En caso de combate «contra moros, u otros enemigos de la Corona —dice el P. Gasset—, así que esté el zafarrancho hecho, y dispuesto para batirse, tendrá el Capellán en su lugar prevenida, que en los Navíos es la bodega, y en los otros barcos es baxo la escotilla de proa, una mesa con el Santo Oleo, los dos faroles colgados, estopas, Cruz, estola, 57

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los capellanes de la Armada al Vicariato General, que sólo durante las guerras de Sucesión y con Portugal habían compartido jurisdicción con los capellanes del Ejército. Así se solventan los problemas canónicos que se generalizaron para los capellanes de la Armada tras la paz de Utrech de 1713 (y la de Portugal en 1715), que supuso el volver a quedar bajo la autoridad de los obispos ordinarios. También se crean, por consiguiente, Tenencias Vicarías en cada Departamento Marítimo que permiten reorganizar y mejorar el servicio eclesiástico en la Armada. Además, con el Breve de Clemente XII se regularizan las particularidades en orden a celebrar la Eucaristía y administrar los sacramentos, adaptándolos a las circunstancias bélicas en las que se desenvuelven las tropas españolas, a veces en territorios de infieles o de herejes. Comienzan pues a arraigar y a incorporarse a la normativa militar y eclesiásticocastrense ciertas prácticas que acabarán siendo, con el paso del tiempo, prerrogativas inveteradas de la Jurisdicción Castrense y que se extienden hasta bien entrado el siglo XX: aparte de la jurisdicción propia sobre el conocimiento de los delitos o faltas cometidos por los capellanes militares, la posibilidad que disfrutan éstos de binar y de celebrar misas de campaña al raso y bajo tierra; gallofa propia; dispensas en materia de ayunos cuaresmales e indulgencias especiales para las tropas en campaña o fuera de ella —la vida militar es muy ardua de por sí y la salud y robustez de los soldados lo requiere…—; privilegios a la hora de poder celebrar misas de difuntos o de celebrar misa entre herejes o excomulgados; la facilidad para vestir traje de seglar en determinados países, en el caso de los capellanes de galeras, etc. (8).


agua bendita y manual […]». Prevé también el empeño en confesar y asistir a los que bajen heridos, y en auxiliar y recomendar el alma a los moribundos durante la batalla. Llama la atención la propuesta del P. Gasset en orden a que la Armada se procure curas que hablen catalán, mallorquín y francés en el departamento de Cartagena, ya que las tripulaciones no entienden la lengua castellana (9).

Apuntes histórico-jurídicos sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense

Capellán de tropas liberales durante la Tercera Guerra Carlista. Obsérvese el fúsil en la mano [Jesús Dolado Esteban].

Al margen de las sucesivas órdenes e instrucciones que para sus capellanes aprueba el vicario general, destaca la Ordenanza General del Exército sobre Capellanes, aprobada por Real Decreto de 21 de agosto de 1780. Esta Ordenanza, permanentemente modificada a lo largo del siglo y que reproduce artículos que ya se encontraban en las Ordenanzas de 1716, detalla hasta extremos insospechados los derechos y obligaciones del clero castrense en orden a ejercer su ministerio: especifica prescripciones sobre administración de los sacramentos, formación cristiana, moral en las unidades, estipendios, sufragios, últimas voluntades, etc. Hay preceptos tan curiosos como los siguientes: «si averiguaren los capellanes (precediendo un maduro examen), que alguna persona del regimiento vive escandalosamente, ó que introduce mujeres livianas públicamente o disfrazadas, lo comunicará al coronel ó comandante, a fin que este aplique el mas pronto y eficaz remedio para obviar tales desórdenes […] siempre que muera un soldado en el hos-

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pital, de cuya cuenta alcance resulta a su favor, y no hubiere hecho disposición alguna, ni declarado herederos, se solicitará saber si los tiene, y en caso de no encontrarse, se dispondrá de él con intervención y conocimiento del coronel y del sargento mayor a beneficio de su alma, y corresponderán en este caso las tres partes del alcanze al capellán del cuerpo, y la quarta por funeral al capellán del Hospital en que muriere; debiendo uno y otro convertir este importe en sufragios» (10). El vicario general de los Ejércitos españoles obtiene a partir del Breve de 1762 el título de Patriarca de las Indias Occidentales, siendo el primer patriarca Buenaventura Spínola de la Cerda, cardenal-presbítero de San Lorenzo en Panisperna. Por delegación pontificia, recibirá todas las facultades jurisdiccionales, declarándose súbditos de la jurisdicción castrense «a cuantos militares bajo la bandera del Rey Católico por mar o por tierra, viviesen del sueldo o estipendio militar, así como a todos los que, por legítima causa los siguiesen». En esta etapa tan boyante del poder borbónico se acentúa el regalismo y puede decirse que la Jurisdicción Castrense, cuyo cardenal titular a menudo ostenta también la Jurisdicción Palatina como capellán y limosnero mayor del Rey, alcanza su momento más álgido. Los sucesores de Spínola fueron Francisco Delgado y Venegas, cardenalarzobispo de Sevilla; Manuel Ventura de Figueroa y Barreiro, comisario de la Santa Cruzada y arzobispo de Laodicea en Phrygia; monseñor Cayetano Adsor, arzobispo de Selimbria y el cardenal Antonio Senmanat y de Castellá que estuvo de vicario durante 22 años. A partir de la Real Ordenanza de 4 de noviembre de 1783 el patriarca nombrará a los capellanes directamente mediante oposición. La plantilla del clero castrense en el Ejército supera ya los dos centenares de sacerdotes. Para las unidades de guarnición, a parte de varios tenientes vicarios, hay un capellán en la plana mayor de todos los cuerpos y regimientos de Infantería y de Artillería y en los escuadrones de Dragones. La centuria se cierra con la Guerra del Rosellón contra la revolucionaria e impía Convención francesa, en la que el clero castrense español, APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81


En cuanto a la Marina, son de reseñar las Ordenanzas Generales de la Armada Naval promulgadas por Carlos IV en marzo de 1793, en las que se vuelve a regular la presencia de los capellanes en los buques y transportes de guerra; sus funciones, derechos y deberes. Por parte del Vicariato son relevantes, entre un sinfín de circulares y cédulas, las instrucciones dictadas por el patriarca Adsor para los capellanes de la Armada en las que se les exige que «en todas sus acciones y palabras se hallen como tales, observando la mayor modestia, enseñando tanto con la compostura como buen ejemplo, con sus sabias y santas exhortaciones, procurando evitar las concurrencias en saraos, bailes y convites; huyendo de las conversaciones vulgares, que sólo acarrean menosprecios; y teniendo todo su trato familiar […] con personas de carácter, probidad y honestidad», conciliándose siempre «al amor, respeto y veneración que les es tan debido como Ministros de Jesucristo». Se les prohíbe los juegos de dados y se admiten los de naipes siempre que no pasen de «una honesta recreación»; y velarán también por la rectitud moral de la tripulación reprendiendo a los blasfemos, públicos pecadores, escandalosos o que causen ruinas espirituales, dando parte al capitán en el caso de que no se enmienden. Y a la hora de celebrar el Santo Sacrificio del Altar «no omitirán en cuanto les sea posible celebrar los días feriados para que tengan continuamente este consuelo los fieles, a quienes amonestarán de la compostura y reverencia con que deben asistir, por manera que no concurran con ropa de cámara ni chinelas, ni se experimente el abuso de fumar durante tan santa función». Tales instrucciones detallan hasta los funerales habidos en alta mar, prescribiéndose el toque de campana al conocerse la muerte del enfermo o herido; las preces rezadas por él, la celebración de los funerales de cuerpo presente conforme al Ritual Romano y hasta sus estipendios, que serán: «si el difunto fuere oficial de grado, contador o maestro de jarcia, en Europa, cien reales vellón, y de plata en América; y por los funerales de oficiales de mar, condestable, maestro de raciones, cirujano primero y segundo y sargento, cincuenta reaAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81

les vellón en Europa, y de plata en las Indias; y para los demás de la tripulación del navío, veinticinco y cincuenta». Desde la segunda mitad del siglo XVIII y hasta el año 1825, y dependientes del vicario general de la Real Armada, figurará en los estados de la Armada el Cuerpo Eclesiástico con el nombre de «Estado Eclesiástico», con una plantilla en 1788 de 116 capellanes y 3 tenientes vicarios en Cádiz, Ferrol y Cartagena. Primera mitad del Siglo XIX (11) Reinando Carlos IV, los Breves expedidos por el papa Pío VII el 16 de diciembre de 1803, Cum in Regis Hispaniorum, y el 12 de junio de 1807, Compertum est nobis, completan y limitan las facultades del vicario general Castrense, que va a ejercer una jurisdicción casi tan dilatada como la de los obispos diocesanos. Destaca la Real Orden de 30 de enero de 1804 que eleva los haberes de los capellanes castrenses a 700 reales, permitiéndoles ascender a canonjías, beneficios y prebendas en catedrales de Valencia, Cuenca, Toledo y demás. En 1808 estalla la catarsis de la guerra contra el invasor francés, que resulta demoledora en casi todos los órdenes. Un mundo nuevo amanece; las estructuras del Antiguo Régimen quedarán dañadas para siempre. Tras el fallecimiento del vicario Ramón José Rebollar Oribarri, arzobispo de Zaragoza, al filo del comienzo de la guerra, le sucede interinamente Pedro Silva y Sarmiento, y a partir de noviembre de 1808, hasta el final del conflicto, Miguel Oliván y Pólez, prior mayor de Tortosa, juez de la capilla palatina y auditor general de los Reales Ejércitos. Los capellanes militares sufren la misma suerte que las tropas regulares españolas. En las unidades que se organizan y pueden enfrentarse a los franceses, así como en ciertas partidas guerrilleras, nos encontramos con capellanes ejerciendo la asistencia espiritual, sin perjuicio de la existencia de presbíteros-guerrilleros. Hasta después de la contienda, en 1814, cuando Fernando VII entra en Madrid, no se nombra nuevo vicario castrense y patriarca de las Indias. El designado es Francisco Antonio Cebrián y Valda, obispo de Orihuela. A su vez, el Breve Pontificio de 28 de julio de 1815 restringe ciertos privilegios del fuero castrense, considerados 59

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una vez más, se distinguió en su labor de atención espiritual a las tropas.


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desorbitados por parte de los ordinarios territoriales. Esta restricción es sintomática de las tensiones canónicas, sotto voce, que dicha jurisdicción castrense, personal —limitada a los militares— y exenta —no compartida con la territorial u ordinaria—, ha generado desde tiempos inmemoriales en la jerarquía española titular de las diócesis territoriales. Tensiones e intromisiones que llegaban hasta Roma ya que en el subconsciente eclesiástico español ha perdurado la idea —caricaturesca sólo en parte— de que el presbítero castrense es un cura de pata suelta; posible partícipe en las corruptelas típicas del mundo militar en orden a los ascensos y recompensas; con buenos emolumentos, con pingües destinos y dignidades eclesiásticas cuando decide abandonar el Ejército; en fin, siempre se le ha visto como un cura privilegiado dotado de aderezos demasiado humanos… Aderezos que, por otra parte, tampoco han supuesto ni una excepción en la historia de la Iglesia española y universal, ni un lastre para su particular tarea ministerial, dada la generalizada mentalidad tradicionalista y clerical que ha existido en España hasta antes de ayer. Los pronunciamientos, las instrucciones y demás actuaciones de la Sede Apostólica para tratar de clarificar, ordenar y dirimir las disputas en su caso, en orden al ejercicio de la Jurisdicción Castrense en España, se sucederán durante años (12). En este siglo XIX la Jurisdicción Castrense sobrevive y puede decirse que hasta se consolida, a pesar de los avatares ocasionados por las guerras y por los prejuicios antimilitaristas y anticlericales que pululan a río revuelto de los cambios militares y políticos que se dan en España. En 1820 comienzan los acosos gubernamentales, siendo depuesto por el primer gobierno del Trienio Liberal el vicario castrense, Antonio Allué y Sesé. En agosto de 1825, durante la «Década Ominosa», se cercena la asignación económica de los capellanes de la Armada, ya que el servicio que prestaban resultaba gravoso para el erario público, decidiéndose contratar capellanes civiles; no se restablecería el Cuerpo Eclesiástico de la Armada hasta noviembre de 1848. A nuestro juicio, lo más llamativo de la centuria, y que constituye un elemento característico de la idiosincrasia católica del pueblo español, 60

es la presencia de capellanes en las tropas enfrentadas en las guerras entre hermanos que ensangrientan España. Tras la Guerra de la Independencia, la fractura político social y militar que va fraguando en el Trienio Liberal, en el que también hubo guerrillas realistas y algunas encabezadas por curas, como Merino en Castilla y Gorostidi en Guipúzcoa, implosiona en 1833 con el alzamiento carlista. La peculiar categoría del «clérigo trabucaire» de la época, no por ser la más conocida, debe ocultar la presencia de muchos otros compañeros sacerdotes que ejercen su ministerio atendiendo pacíficamente a las tropas liberales y absolutistas sin hacer uso de las armas. Algunos lo pagaron con la vida, como el capellán de la columna carlista de Basilio, el P. Antonio García y Velasco, apodado «Caloyo», que cayó preso de los liberales en Logroño y fue fusilado. En esta Primera Guerra Carlista la Jurisdicción Castrense se ve en la disyuntiva de cubrir pastoralmente a los dos bandos enfrentados. Los que defendían con mayor ahínco a Dios, los carlistas, solicitan a Roma jurisdicción para atender a sus tropas, y se nombra vicario general castrense a Juan Echeverría, con sede en el Cuartel Real de D. Carlos. Sería sustituido por el obispo de Mondoñedo, Francisco López Borricón, quien nombró subdelegado castrense para Navarra y Vascongadas al canónigo pamplonica Ignacio Rufino Fernández, que ejerció hasta el final del conflicto. López Borricón murió al finalizar la contienda. El Vicariato Castrense en el otro bando, en los liberales, lo ostentaron durante la guerra civil D. Manuel Fraile García, obispo de Sigüenza, y Pedro José Fonte, arzobispo de Méjico a partir de 1837. Al acabar la contienda le sustituiría Juan José Bonel y Orbe, obispo de Córdoba; en 1848 D. Antonio Bosabe Rubín de Celis, y en 1856 Tomás Iglesias Bárcones, obispo de Mondoñedo, que pilotará el Vicariato durante 18 años. En 1851 se firma el Concordato entre España y la Santa Sede que regulariza las relaciones entre el Estado y la Iglesia, tras el latrocinio de la de­ samortización. La Jurisdicción Eclesiástica Castrense se mantiene exenta y se exceptúa de la misma al personal civil de Ceuta, Melilla y los presidios menores de África. Como consecuencia del Concordato, a efectos internos militaAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81


Sexenio Revolucionario Comienza un período agitado, que arranca con la revolución de 1868 y con la Constitución de 1869, y que convulsionará a la capellanía militar española. El patriarca Iglesias y Bárcones se opuso al cambio político y bandeó con dificultades la situación, llegando a ser reprobado por el grupo republicano de las Cortes, sin mayores consecuencias. Trasladado a Roma con ocasión del Concilio Vaticano I —iniciado en diciembre de 1869—, se había negado al juramento exigido por tildar de librepensadora a la Constitución de 1869. Suscribió, a su vez, la protesta pública contra ella que había sido firmada por los prelaAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81

dos españoles asistentes al Concilio. Además dio instrucciones al clero militar para que también se negase a prestar el juramento de marras. Y cuando las Cortes designan al duque de Aosta rey de España, con el nombre de Amadeo de Saboya, él se niega también a servirle por considerarlo perteneciente a la dinastía usurpadora y excomulgada por el pontífice. Es en este año de 1869, por Decreto de 14 de julio, cuando se diseña el emblema del Cuerpo Eclesiástico que perdurará hasta la actualidad: un ramo de laurel y otro de olivo bordados en seda morada sobre un paño azul turquí oscuro.

Es en ese momento, en las postrimerías de la Regencia de Serrano, cuando el Ministerio de la Guerra, por Orden fechada el 26 de diciembre de 1870, nombró un vicario general castrense provisional, ajeno a la Jurisdicción Eclesiástica Castrense, José Pulido y Espinosa, capellán de las Descalzas Reales de Madrid y fiscal que había sido del Vicariato. El monarca entrante, el 2 de enero siguiente, Amadeo I de Saboya, confirmó ese nombramiento que arrinconaba al teniente vicario Francisco de Paula Méndez, el sustituto de Bárcones mientras éste estaba en Roma. Dicho nombramiento dio origen a un conato de cisma entre los capellanes militares españoles. Si la fidelidad a la Sede Apostólica forma parte del acervo tradicional de España, por lo que al clero castrense se refiere, éste sería su punta de lanza y, en el caso que nos ocupa, al ver cómo las autoridades nombraban unilateralmente un vicario castrense interino se opusieron a él, rechazando su autoridad al faltar

Capellán bendiciendo a los soldados de Carlos VII durante la III Guerra Carlista, según óleo de Augusto Ferrer Dalmau.

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res, se aprueban sendos Reglamentos del Clero Castrense en 1853 y 1856 para el Ejército y la Armada, respectivamente, con detalles normativos sobre organización, plantillas, empleos, oposiciones, uniformidad, distintivos… Los capellanes, conservando su fuero, están sometidos a la autoridad militar a efectos disciplinarios y gubernativos, y los jefes de los Cuerpos respectivos tienen atribución suficiente para suspenderles en sus funciones en casos urgentes y graves, dando cuenta de inmediato al subdelegado castrense del distrito correspondiente y al director general del Arma. El Reglamento para el clero del Ejército establece dos grandes secciones, ambas dependientes del vicario general: los capellanes de «Parroquias Fijas», es decir los que ejercían la cura de almas en hospitales militares, plazas, fábricas y castillos, que tenían su propia plantilla, y los capellanes de «Academias y Tropas». En este último caso se crean tres categorías, que serían las siguientes de menor a mayor: capellanes de «entrada», para aquellos que sirvieran en regimientos y batallones de Infantería; de «ascenso», que prestaban sus servicios en Caballería e Inválidos, y de «término» que lo hacían en academias y unidades de Ingenieros y Artillería. Por otro lado, a discreción del vicario general castrense, en determinadas plazas militares podía haber capellanes subdelegados. En cuanto a la Armada, aparte de su vicario general, nos encontramos una plantilla de tamaño medio con tres tenientes vicarios, tres curas párrocos y unas siete decenas de capellanes que atendían los buques y las plazas militares con fondeaderos, arsenales, astilleros y hospitales (13).


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la venia del patriarca y en última instancia de la Santa Sede. Iglesias y Bárcones consideraba usurpador al susodicho Pulido, así como, por lo que a la Jurisdicción Palatina se refiere —que también ostentaba el patiarca de las Indias—, a Bernardo Rodrigo López, nombrado por el rey pro-capellán mayor interino de Palacio. Los capellanes castrenses españoles se rebelan contra Pulido, pero no todos, ya que los nombrados por él rechazan la autoridad del patriarca, relegado por la longa manus de Amadeo I cuando regresa en octubre de 1870 de Roma al haber sido suspendido el Concilio Vaticano I. Los capellanes militares injuramentados —los que no habían jurado la Constitución de 1869— fueron perseguidos por Pulido y los suyos; y hubo militares que se negaron a recibir los sacramentos administrados por los considerados intrusos. Durante dos años hubo dos vicarios hasta que en marzo de 1872 Tomás Iglesias y Bárcones, por medio de una Circular y «con el principal objeto de poner término al conocido y deplorable cisma que ha tiempo nos aflige» delegó en D. Pedro Reales, decano del Tribunal de la Rota, la Jurisdicción Eclesiástica Castrense que le correspondía por los Breves Pontificios. Acto seguido marchó exiliado a Roma y la calma llega a la familia militar (14).

Un capellán militar bendice los cadáveres de los soldados españoles caídos en la posición de Monte Arruit (verano de 1921).

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Tras la renuncia de Amadeo I se precipita la Primera República, que se proclama el 11 de febrero de 1873. En muy pocos meses, por medio del Decreto de 21 de junio, entre otras prescripciones, el gobierno republicano dicta la supresión de todas las plazas de capellanes en los cuerpos armados, manteniéndose en su letra, no obstante, la asistencia espiritual de los militares. Es el momento en que se enciende con mayor furia la Tercera Guerra Carlista. El ministro de la Guerra, Nicolás Estévanez, pretende aplicar

el decreto gubernamental en el Ejército liberal. El citado D. Pedro Reales se opone, pero también la oficialidad y la tropa, que reclaman su presencia en la campaña contra las fuerzas de la reacción. La orden de Estévanez fue revocada, ya que los liberales no querían verse en inferioridad de condiciones espirituales que sus enemigos, los partidarios de Carlos VII. Éstos disponían de capellanes así como de su propio vicario castrense, José Caixal, obispo de Seo de Urgel y, entre otras cosas, gran muñidor del Instituto de la Sagrada Familia y de la Congregación Masculina del Inmaculado Corazón de María (claretianos). Su labor pastoral en el Ejército real, por delegación pontificia de Pío XI, y su adhesión a la causa carlista las pagaría, tras la derrota de las armas del pretendiente, con la prisión, el destierro y el cese al frente de su diócesis. En este campo carlista destaca la labor de la reina D.ª Margarita de Borbón, impulsora de «La Caridad», Asociación Católica para Socorro de heridos, que organizó a lo largo de la contienda 22 hospitales dotados de capellanes, amén de la presencia de religiosos hospitalarios de San Juan de Dios e hijas de la Caridad en algunos centros, caso del célebre hospital de Irache (15). La Restauración La llegada de la Restauración atempera en España la cuestión religiosa; también en el ámbito militar. El pontífice vuelve a dictar los correspondientes Breves y uno de los primeros actos del nuevo gobierno es nombrar al arzobispo de Valladolid, Ignacio Moreno, vicario general castrense interino. Le sucederá oficialmente Francisco de Paula Benavides y Navarrete, cardenal-presbítero de San Pietro in Montorio. Se aprueban la Ley constitutiva del Ejército de 20 de noviembre de 1878, que coloca el Cuerpo del Clero Castrense entre los Cuerpos Auxiliares, así como los Reglamentos de Divisas de 1 de agosto 1877 y de 6 junio 1879. A partir de 1886 el arzobispo de Toledo Miguel Payá y Rico asumirá el Vicariato Castrense, siendo nombrado automáticamente capellán mayor, vicario general castrense y patriarca de las Indias. Durante el mandato de éste se transforma el Cuerpo Eclesiástico, organizándose al modo como lo conocemos en el siglo XX. Las antiguas categorías de capellanes y las subdeleAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81


En cuanto a lo bélico, en la segunda mitad del siglo XIX la capellanía militar se foguea en las campañas allende nuestras fronteras de Marruecos, Cuba y Filipinas, y en el suelo patrio con la Guerra Carlista, como se ha dicho. El clero castrense se cubrirá de la mayor gloria militar posible, ya que cuatro de sus miembros, aun siendo personal no combatiente, serán receptores de la Cruz Laureada de San Fernando: Pascual Flores Pérez, encuadrado en las fuerzas alfonsinas de Fernando Primo de Rivera, por su actuación en Montejurra el 30 de enero de 1876; Francisco Figueras Fernández, del Rgto. de Infantería de Manila n.º 74, por distinguirse en el asalto de la Cotta de Tugadas (Filipinas) el 18 de julio de 1895, asistiendo en primera línea a los moribundos; Esteban Porqueras Orga, capellán de la Armada en un batallón de Infantería de Marina en la Columna del coronel Marina Vega, por haberse excedido durante la batalla de Binicayán (Filipinas) el 10 de noviembre de 1896 en el cumplimiento de su deber ministerial al curar y transportar heridos, estando él mismo herido; y Francisco Ocaña y Téllez, páter del Batallón de Álava, por los méritos contraídos en la acción de Laguna Itabo (Cuba) el 8 de diciembre de 1898. No obstante, del Desastre del 98, que afectó a toda el estamento militar español, tampoco es que salieran muy airosos los Cuerpos Eclesiásticos, como así señala el capellán de la Academia de Intendencia, Manuel de J. Martínez, que fustiga a los emboscados criticando el lamentable espectáculo que ofrecieron ciertos capellaAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81

nes en las campañas de Cuba y Filipinas, que se acogieron «al refugio de las representaciones, o se ocuparon en el régimen de las parroquias ordinarias —en la Península (N. del A)— mientras sus maltrechos Cuerpos, cada día diezmados, más por las balas, por el azote de la peste y por los estragos de la incuria, peregrinaban sin intermisión por trochas y esguazos, dejando por doquier, como fúnebres huellas de su paso e hitos aciagos de sus jornadas, agonizantes sin asistencia y sepulturas sin bendición» (17).

Primer Tercio Siglo XX La capellanía castrense española será dirigida durante más de dos décadas por Jaime Cardona y Tur, obispo titular de Sión, al que le sucederá en 1923 Julián de Diego y García de Alcolea, arzobispo de Santiago de Compostela y Francisco Muñoz Izquierdo, obispo de Vic. Durante su mandato, mediante el Breve Pontificio de Su Santidad Pío XI de 1 de abril de 1926 se renueva la Jurisdicción en los términos conocidos, especificando que para el caso de vacante por traslado o fallecimiento del vicario o provicario general castrense, recaerán todas y cada una de sus facultades en el teniente vicario que ejerza su ministerio en la capital del Reino. En 1929 le sucede Ramón Pérez Rodríguez, obispo titular de Sión, cuya jurisdicción será cortada de cuajo por la República en 1932, como ahora veremos.

Sepultura del páter Juan Palacios, caído en la Campaña de Marruecos.

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gaciones desaparecen y se sustituyen por una plantilla más nutrida con ocho Tenencias Vicarías, una plaza de asesor-auditor, diez curas de Distrito, y más de 200 puestos entre capellanes mayores, capellanes primeros y capellanes segundos —los más numerosos, que vienen a ser los antiguos capellanes de «entrada»—. El 17 abril de 1889 se aprueba el Reglamento de Uniformidad Militar por el que, entre otras disposiciones, se le asigna definitivamente al clero militar la divisa del color morado. Y el 22 de ese mes, el vicario general dicta una instrucción por la que otorga a los tenientes vicarios castrenses del Ejército y de la Armada responsabilidades de inspección y coordinación sobre el resto de los capellanes (16).


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El primero de estos botones de uniforme dejó de utilizarse a partir de 1931, año en que fue sustituido por el segundo.

Al comienzo del siglo los capellanes ven satisfecha su eterna demanda y el objeto de tantas esperanzas, afanes y tentativas frustradas. Por medio de los Reales Decretos de 11 abril de 1900 y de 27 agosto 1906 los capellanes castrenses se asimilaron, por completo y definitivamente, a las categorías y grados militares: asesor-auditor asimilado a coronel; teniente vicario a teniente coronel; capellán mayor a comandante; capellán 1.º a capitán y capellán 2.º a teniente. La plantilla orgánica del Cuerpo queda fijada en un teniente vicario de primera, ocho tenientes vicarios, doce capellanes mayores, ochenta y seis capellanes primeros y ciento quince capellanes segundos. En cuanto a uniformidad, es destacable el Real Decreto de 10 octubre de 1908, que dispone la desaparición de los botones como divisas del Cuerpo Eclesiástico adoptando, como el resto del Ejército, el sistema de estrellas cosidas en el uniforme con hilo de oro mezclado con morado carmesí. En las campañas de Marruecos de baja y de alta intensidad, que se van a extender hasta bien entrados los años 20, el clero militar español se va a foguear y va a encontrar una dura escuela de preparación para los acontecimientos futuros. La plantilla profesional, que se incrementa hasta unos 250 puestos de capellanes en el Ejército, no daba abasto para atender a todas las fuerzas destacadas en el territorio, por lo que se habilitó a franciscanos de conventos del Protectorado y a curas jóvenes diocesanos de la Península que ejercían como capellanes segundos. Es el caso de Juan Díaz Mesón: cantó misa el 6 de diciembre de 1924 en Madrid y en el febrero siguiente ya estaba en Larache para 64

ir destinado al hospital de Alcazarquivir y de ahí, sin solución de continuidad, a cubrir una vacante al Batallón de Cazadores África n.º 8, con el que participaría en el desembarco de Alhucemas. En el diario El Universo, a comienzos de la campaña, hay una crónica muy ilustrativa que reivindica la figura y el papel del capellán militar: «La guerra de África ha puesto una vez más de relieve al tipo castizo y arrojado del capellán castrense. […] En todos estos trances, y a través de los siglos, el capellán castrense ha conservado su típico carácter. Observadores superficiales y desconocedores de la vida militar, tan distinta de la civil, pueden manifestarse sorprendidos de su marcial aspecto, de la soltura de sus movimientos, de su franqueza un poco ruda, de la arrogancia que ponen a veces en sus palabras; pero, ¡ay!, que esa sorpresa no debe nunca llegar al escándalo: es el espíritu sacerdotal, que como el cristiano, siendo uno en sí, toma necesariamente las formas externas del medio en el que se desenvuelve. ¿Acaso el párroco de una mísera feligresía de labradores tiene por lo común el atildamiento exterior, la finura de modales de un capellán de monjas o de canónigo?» (18). En lo militar, brillan con luz propia otras dos Cruces Laureadas de San Fernando, alcanzando resonancia nacional la recibida por el páter Jesús Moreno Álvaro con motivo de su actuación en los combates del Barranco del Lobo, en julio APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81


les. Como recordaba el diario ABC en noviembre de 1930, al filo de la caída de la Monarquía, la actividad de los capellanes castrenses no se reduce a editar y difundir la Hoja Parroquial de la que se han difundido un millón de ejemplares en el último año en los cuarteles; también se responsabilizan de las bibliotecas del soldado, dirigidas a todos los cuerpos, y de la formación de los analfabetos, habiendo conseguido enseñar a leer y a escribir en los dos últimos años a casi 30.000 soldados, y ello sin descuidar su misión pastoral. En 1929, según la estadística religiosa tan en boga en la época, «han preparado para el cumplimiento pascual a 128.515 soldados y para la primera comunión a 3.514; han pronunciado 7.557 homilías, 2.308 conferencias de divulgación religiosa y 885 conferencias científicas, literarias o patrióticas» (20).

Es de justicia recordar, entre otras cosas de orden humano y espiritual de valor incalculable, la responsabilidad cultural que durante este período y durante el resto de décadas del siglo XX hasta prácticamente su final han tenido los capellanes militares al dirigir las Escuelas de Alfabetización (o de Extensión cultural) existentes en todas las unidades militares. En ellas se ha instruido a varias generaciones de españo-

La Segunda República Todo este acervo y tradición de la capellanía militar española se verá amenazado pocos meses más tarde. La Segunda República, cuyo devenir fue patrimonializado por la izquierda política en todas sus variantes, marcará un antes y un después en su secular historia. En el magma anticatólico, hostil y gratuito, que el Régimen genera de inmediato y que certifica

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Ambrosio Eransus Iribarren, célebre sacerdote navarro que ejerció de capellán voluntario en el Tercio de Requetés de Burgos, partiendo hacia Somosierra el 21 de julio de 1936. Fue herido de metralla estando en el Batallón Requeté de Sevilla. Al terminar la guerra española ejerció su ministerio en Castilblanco, donde se distinguió por evitar los desmanes de un sanguinario jefe de la Guardia Civil. Durante su larga vida estuvo de misionero en Perú antes de volver a su Navarra natal.

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de 1909. Analizando la trayectoria vital de este último, nos hacemos una idea de la vida y milagros de tantos capellanes militares españoles profesionales del siglo XX. Jesús Moreno, nacido en Horcajada de la Torre (Cuenca), se ordenó de presbítero con 22 años y anduvo ejerciendo su ministerio en la diócesis conquense. Como todos los curas diocesanos, requirió de la autorización de su ordinario para poder participar en las oposiciones al clero castrense en 1896, presentándose a ellas con los documentos expedidos por la curia y firmados, en su caso, por el obispo: un certificado sobre su vida (nacimiento, antecedentes familiares, bautismo…); un certificado de estudios y de órdenes y, por parte de su prelado, un testimonial de buena conducta y licencias para cambiar de jurisdicción. Al poco de aprobar marchó a ejercer su ministerio a Marruecos. En su hoja de servicios se describe, con estilo militar, la acción en la que participó con su Batallón de Cazadores Las Navas n.º 10, y por la que recibió la Cruz de 1.ª Clase de la Real y Militar Orden de San Fernando: «el 27 de julio asistiría con su batallón al combate sostenido contra los moros en la loma de Arit-Aisa, Barranco del Lobo (estribaciones del Gurugú), donde ejerció su sagrado ministerio en la línea de fuego y en cuantos sitios eran necesarios sus auxilios, sin reparar en el incesante peligro y dando pruebas de valor al auxiliar a los heridos en las posiciones más avanzadas»; al ir cayendo la oficialidad, tuvo que hacerse cargo del mando del batallón, ordenando una retirada ordenada y salvando a setenta soldados. Su doble condición de militar y cura, a pesar de estar enfermo y encamado, le hacía candidato a la muerte en el Madrid rojo y no pudo librarse de caer asesinado en el verano de 1936. Anciano y enfermo, lo sacaron de la cama, y le pegaron varios tiros en las tapias del Cementerio del Este (19).


cualquier historiador —«así derrochó sus energías la joven y entusiasta República, en un ataque frontal contra la Iglesia», escribirá Salvador Madariaga (21)—, la presencia de curas en el Ejército tenía sus días contados ya que enervaba sobremanera a los dirigentes republicanos. Ni ocho días pasan desde la proclamación de la República para que den comienzo las reformas militares desarrolladas por Manuel Azaña, ministro de la Guerra del Gobierno Provisional. El Decreto del 22 de abril de 1931 exigía una promesa de adhesión y fidelidad a la República que la práctica totalidad de los capellanes suscribieron —como los demás militares—, salvo algún monárquico recalcitrante. El Decreto de retiros voluntarios extraordinarios de 25 de abril, cuyo objetivo era aligerar los efectivos militares, supuso el retiro de en torno al centenar y medio de capellanes que, junto a miles de oficiales y jefes, y antes de ser destituidos sin beneficio alguno, abandonaron el Ejército con su sueldo íntegro. Más tarde, además de lanzarse a la reforma de la justicia y de la enseñanza militar, Azaña reorganizó la orgánica militar reduciendo las plantillas hasta extremos ridículos, lo cual, con el añadido de sendos Decretos por los que los Cuerpos Eclesiásticos del Ejército y de la Armada se declaran a extinguir, provoca la retirada de otro nuevo contingente de capellanes. Las dificultades para la práctica religiosa se

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Estampa del P. Huidobro, jesuita, capellán de la Legión, cuyo proceso de beatificación está incoado (Luis Miguel Francisco Valiente).

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agudizan en todas las unidades terrestres de la Península, Archipiélagos, Marruecos y Colonias, porque resultaba imposible cubrir las necesidades con una plantilla sobre el papel de poco más de ochenta capellanes que aún sería más mermada. En la Armada, por medio de sendos decretos de julio y noviembre de 1931, la plantilla se cercena hasta el extremo de dejar siete capellanes para toda ella. En 1932, entre otras medidas anticlericales, sectarias y absurdas —disolución de la Compañía de Jesús, secularización de cementerios, expulsión de los sacerdotes de los hospitales (ya se les había echado del ámbito carcelario por medio del Decreto de 4 agosto del año anterior que disolvió el Cuerpo administrativo de Capellanes de Presidios y Prisiones), etc.—, la Jurisdicción Castrense recibe el golpe de gracia por dos vías deletéreas: la Ley de 12 de junio de las Cortes y el Decreto de 2 de agosto. Quedan suprimidos los Cuerpos Eclesiásticos del Ejército y de la Armada y la consignación de presupuesto para el culto. Los últimos capellanes que quedaban en activo fueron expulsados de inmediato de las Fuerzas Armadas y pasaron formalmente a situación de excedente forzoso (disponible) hasta su total amortización o retirado voluntario, si así lo solicita, con los beneficios correspondientes. Se trata de borrar todo rastro del Cuerpo, dando orden de traslado de los archivos canónicos del Vicariato, de las Tenencias Vicarías, de las Bases Navales y de las Parroquias castrenses al Ministerio de la Guerra en Madrid. Es verdad que, a tenor de los artículos 3.º y 4.º de la Ley de junio de 1932, se permitía, a los soldados presbíteros y demás personal extraño al Ejército prestar servicio religioso en hospitales y penitenciarías, así como en las posiciones de Marruecos «para los militares que lo deseen», pero en la práctica estas disposiciones se quedaron en la Gaceta de la República. Para acabar de raíz con la asistencia religiosa en la Marina de Guerra no hubo pudor alguno ya que el Decreto de 2 de agosto citado señalaba en su artículo cuarto que «los locales en que actualmente están enclavadas las capillas de los hospitales, arsenales, etc., una vez desalojadas, se habilitarán, mediante las obras necesarias, para clínicas, laboratorios, oficinas o para el servicio que en aquéllas sea más APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81


Durante el bienio radical-cedista se pretendió restaurar el Servicio Religioso militar con la anuencia del Estado Mayor del Ejército, del propio ministro de la Guerra y de una mayoría parlamentaria que votó una proposición de Ley en este sentido el 21 de noviembre de 1935. De hecho, algunos capellanes castrenses volvieron a dependencias militares, pero el católico presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, no sancionó la Ley, siendo éste, «curiosamente», el único caso entre las aprobadas por las Cortes republicanas durante su mandato. Una fuerza oculta y poderosa pesaba más en la balanza de la República, versus Alcalá Zamora, que la petición de los militares, el informe del Estado Mayor y el quórum de las Cortes. Todo quedaría en agua de borrajas con el triunfo electoral del Frente Popular en febrero de 1936. La Guerra Civil de 1936-1939: la «Cruzada» El golpe cívico-militar del 18 de julio de 1936, con el que dan comienzo la revolución y la guerra, repercute en la capellanía militar española, APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81

como en todo el clero nacional, de desigual manera. Como se ha apuntado, aún figuraban en las plantillas del Ejército y de la Marina, contra viento y marea, en situación de «disponibles», en torno a cincuenta capellanes, los cuales sufrieron una suerte dispar según la zona donde les cogió el Alzamiento. En la nacional se presentaron casi todos —si no todos— a la autoridad militar sublevada. En la zona republicana trataron, también todos, de zafarse por cualesquiera medios posibles del terror miliciano. Varios de estos últimos, junto a otros capellanes retirados o jubilados por edad, en torno a una treintena, no lo consiguieron y murieron asesinados durante los siguientes meses. En territorio rebelde, junto a aquéllos, reaparecieron muchos de los capellanes profesionales que habían abandonado el Ejército con motivo de la «Ley Azaña», así como centenares de nuevos sacerdotes que querían atender voluntariamente a las tropas en operaciones. Ese mismo verano, a ruego de la jerarquía española, la Sede Apostólica concedió facultades canónicas provisionales a la capellanía de las fuerzas sublevadas (23).

Juan Urra Lusarreta fue otro ejemplar característico de sacerdote navarro que hizo de capellán castrense en la Guerra Civil. El 19 de julio de 1936 se incorporó a las fuerzas sublevadas del requeté desde su parroquia de Mirafuente en la Ribera. Sirvió en la 4ª Compañía del laureado Batallón 1º de Bailén, unidad militar compuesta por soldados y oficiales del Ejército, voluntarios riojanos y carlistas navarros y que fue condecorada con la Medalla Militar Colectiva y la Cruz Laureada de San Fernando Colectiva por los méritos contraídos en Somosierra y en la Ciudad Universitaria y la orilla derecha del Jarama, respectivamente. En este último sector, en el Pingarrón, el 13 de abril de 1937 recibió un balazo en el pecho, causando baja definitiva para el resto de la guerra.

En las primeras semanas ya se detectan sacerdotes acompañando a las columnas en lucha, mayormente compuestas de personal de mi67

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necesario». En los meses siguientes se cumplimentaron estas normativas con gran celeridad. La liturgia castrense, profundamente religiosa se mire por donde se mire, fue desmochada y, lo que es peor, quedaron sin asistencia religiosa todas las unidades de los tres ejércitos, hospitales, colegios y demás centros militares. En el orden canónico, el 1 de abril de 1933, el nuncio de Su Santidad, Mons. Tedeschini se hizo cargo de la situación y tuvo que declarar extinguida la Jurisdicción Castrense al haber perdido su vigencia el Breve Pontificio dictado siete años antes, el 1 de abril de 1926, ya que la jurisdicción no podía ser ejercida en el Estado republicano. Lo que el anticlericalismo y antimilitarismo español no pudieron conseguir en la I República, borrar de la faz de las Fuerzas Armadas a los curas, se obtuvo en menos de dos años en la II República. La cúpula —y no cúpula— militar se mantuvo callada y sumisa porque en gran parte estaba trabajada por las ideas progresistas y anticatólicas. El sectarismo del gobierno republicano es evidente al contrastarlo con el mantenimiento del culto mahometano en las fuerzas regulares del Protectorado, respetando a los imanes con las categorías y sueldos que la fenecida Monarquía les había asignado (22).


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licias y de los soldados o guardias de asalto o civiles que estaban en aquellos momentos encuadrados en las unidades insurrectas. Esta espontaneidad inicial en la incorporación de curas acompañando a las fuerzas, todavía es mayor en el caso de las unidades de milicias, de Falange y en especial en las del Requeté, dándose la circunstancia de que en columnas de filiación mayormente carlista hubiera dos y hasta tres capellanes. Éstos marchaban al frente sin pensarlo dos veces, para atender a sus respectivos feligreses enrolados en la guerra contra los «sin Dios». La columna Beorlegui, compuesta por 500 voluntarios navarros, requetés y falangistas, y que llega a la raya con Guipúzcoa el 25 de julio de 1936, integra a tres capellanes, entre ellos Andrés Algarra Sagües, párroco de Tajonar (Navarra). El Tercio de Abárzuza, que aglutinaba a requetés navarros y a un buen porcentaje de riojanos y castellanos, entra en línea en Guadarrama por los mismos días con cuatro capellanes, algo insólito en relación con batallones semejantes del Ejército regular: José Ulibarri Montero de Espinosa, párroco de Ugar (Navarra); Luis Lezaún Armendáriz, párroco de Murillo Yerri (Navarra); y Cosme Andueza Artacoz procedente asimismo de Navarra; así como un cuarto sacerdote, Mariano Duque Martín, que se incorporó al Tercio junto al centenar y pico de carlistas de Valladolid que formaban una compañía específica dentro de la unidad, la 4.ª, al mando del capitán Pitarch y que ya había estado operando en el sector de La Granja de San Ildefonso (24). El obispo Marcelino Olaechea y Loizaga, titular de la diócesis de Pamplona-Tudela, una de las más afectadas por la sangría de curas que marchan a la guerra —en el primer semestre tiene a 74 curas diocesanos atendiendo unidades del Requeté—, envía preocupado una significativa circular a sus sacerdotes: «Hermanos queridísimos: al estallar el glorioso movimiento nacional, partisteis a la guerra, confiando vuestras parroquias al doblado trabajo de los colegas de cabildo. […] Partisteis sin acordaros una gran parte, de pedir licencia al Prelado. La cosa era clara: había sonado la hora de la guerra santa: se defendía el altar, y con 68

el altar, la Patria. […] Os pido que me escribáis una carta diciendo: qué instrucción religiosa reciben esos jóvenes y cuáles son sus prácticas de piedad […] qué peligros corre su virtud y forma de evitarlos. Os pido también que vayáis recogiendo todos los datos de fe, de sacrificio y de heroísmo, que nos han de servir para escribir la historia religiosa de esta cruzada. Os recuerdo que no tenéis otro superior eclesiástico que vuestro Prelado, el Prelado de la Diócesis en que os halláis, y el Sr. Vicario Castrense don Alejandro Maisterrena; mientras no disponga de otra suerte nuestro amadísimo Cardenal Primado, revestido de especiales poderes por la Santa Sede» (25). Olaechea alude al cardenal primado de España, Isidro Gomá y Tomás, refugiado por aquellos días, precisamente, en Pamplona. Madrid no cae, el conflicto continúa, se crean más y más unidades y la afluencia de tropas nacionales va en aumento exponencialmente. Desde la Secretaría de Guerra, a cuyo frente se encontraba el general Germán Gil Yuste, y tras entrevista con el arzobispo de Burgos con conocimiento de Gomá, se tomaron disposiciones para estabilizar y regularizar la presencia de curas entre los combatientes nacionales. Curas que actuaban en los frentes desde julio de 1936, y que no tenían capacidad de mando, ni asignación de haberes de ninguna clase para atender sus necesidades primarias. El pontífice Pío XI, que desde agosto de 1936 está informado sobre este particular por el cardenal Gomá, decide encargarle a él, a comienzos de 1937, la provisión temporal, hasta nueva disposición de la Santa Sede, y en el mejor modo que las circunstancias lo permitan, de la asistencia religiosa del Ejército nacional. El nuevo delegado pontificio para el servicio pastoral castrense negocia a dos bandas el modo de prestar la asistencia religiosa con el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Pacelli —futuro Pío XII—, y con las autoridades militares del nuevo Estado, Gil Yuste y el propio Franco. Tales negociaciones «fueron duras y tensas» porque, como ha reflejado Antonio Marquina, en Burgos «no se estaba dispuesto a ceder en nada respecto de la Santa Sede». El cardenal, que era renuente a APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81


En los primeros meses de la guerra la Secretaría de Guerra estaba actuando por su cuenta y riesgo en relación con los nombramientos de capellanes castrenses pero, a partir de la primavera de 1937, se aprecia mayor concordancia entre el Gobierno Nacional y el delegado pontificio, lo que tendrá como exitosa consecuencia la presencia permanente de capellanes a lo largo del resto de la contienda en prácticamente todas las unidades de combate y hospitales del Ejército Nacional. En este período destacan dos normas que configuran la Jurisdicción Castrense, relajan la tensión entre ambas instituciones e introducen un poco de orden militar y canónico. El Decreto 270, de 12 de mayo de 1937, del Gobierno Nacional regulariza interinamente, y hasta que se apruebe un Concordato con la Santa Sede, la asistencia espiritual católica en las distintas unidades en guerra, recuperando aspectos menores de la antigua Jurisdicción Castrense. Contempla las figuras del delegado pontificio para la asistencia religiosa en las Fuerzas Armadas, en la persona del arzobispo de Toledo, y la de un pro-vicario a sus órdenes; y establece diversas normas sobre habilitación de los capellanes, haberes y graduación militar, especificando que «el personal procedente de los extinguidos Cuerpos Eclesiásticos castrenses, conservará sus sueldos y categorías; los nombrados procedentes de reem­plazos, y los que lo sean del Clero secular o regular, voluntarios, gozarán de la consideración genérica de alféreces» (27). APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81

En 1937 se aprobó el Reglamento Provisional para el Régimen Interno del Clero Castrense, en el que se regula la Inspección del clero castrense y se establecen normas y recomendaciones sobre las facultades canónicas de los capellanes para administrar algunos sacramentos (Penitencia y Eucaristía, exclusivamente), y sobre su acción pastoral en los frentes y hospitales. A partir del verano de ese año, el ProVicariato Castrense, con sede en Toledo, editará el Boletín Oficial del Clero Castrense como órgano de expresión y de cohesión del mismo. Es de reseñar que la recuperación de la Jurisdicción Castrense fue parcial en relación con otros sacramentos, caso del matrimonio y del bautismo, hasta el punto de que algunos matrimonios de militares registrados durante la guerra fueron declarados nulos por carecer de facultades canónicas los capellanes que los oficiaron. El Servicio Religioso aumentaría con el transcurso de la guerra. En diciembre de 1937 y diciembre de 1938 prestaban servicio 1.500 y 2.140 capellanes, respectivamente, en unidades logísticas y de combate del ejército regular y de milicias. En principio, uno por cada batallón, bandera, tercio, tabor de Infantería y otro por cada grupo de Ingenieros, Caballería, Sanidad, Artillería…, así como en unidades de la Marina y en aeródromos, en los cuerpos de seguridad, campos de concentración, hospitales, prisiones militares, batallones de trabajo, etc. Conviene precisar, con Jaime Tovar, el tipo de sacerdote militar de nuestra guerra. Junto a un centenar procedente del antiguo Cuerpo Eclesiástico del Ejército, hay un aluvión de curas voluntarios que remite a partir del segundo año de guerra, perteneciente a órdenes religiosas y en su mayoría al clero secular de las diócesis españolas situadas en zona nacional —o en zona republicana cuando conseguían cruzar al otro lado—. Tales voluntarios, al estar vinculados canónicamente con su superior religioso o con su obispo, necesitaban su autorización para servir en el ejército. El otro gran porcentaje lo constituyen los cientos de sacerdotes movilizados que, al incorporarse a filas, dada su condición clerical y sin solución de continuidad, pasan a ejercer de capellanes militares. Con carácter general, este clero estaba especialmente motivado y entregado a su tarea religiosa y patriótica, y 69

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resucitar la antigua Jurisdicción y sus Cuerpos Eclesiásticos, principalmente por la independencia que ostentaban éstos respecto de los Ordinarios, conseguirá al final, con hartos sudores y ayuda de su obispo auxiliar —Gregorio Modrego Casáus, titular de Ezani, que actuaba en calidad de pro-vicario y que en 1940 le sustituirá de vicario castrense—, llevar a buen puerto la empresa encomendada por el papa. Gomá creó un organismo de pastoral de guerra para el ejército franquista, agile e semplice, y que dio abundantes frutos espirituales. No se olvide que coordinar a miles de sacerdotes en centenares de unidades dispersas por todos los frentes y por retaguardia, algunas en continuo movimiento, era una tarea que exigía un ímprobo trabajo y un gran dinamismo (26).


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sujeto a rígida disciplina militar y eclesiástica, la cual disuadía a los escasos garbanzos negros, que los hubo, sin menoscabo de una trayectoria general digna y heroica. Desde el Pro-Vicariato Castrense se mantuvo un control estricto que conllevaba la depuración de aquellos capellanes poco ejemplares en su conducta y respecto de los que se habían recibido quejas: Gomá, con delicadeza y en comandita con Modrego y los inspectores eclesiásticos castrenses, hacían porque tales garbanzos regresasen pronto a sus diócesis u órdenes religiosas de origen. Fueron 2.400 los sacerdotes que sirvieron en los tres ejércitos del bando nacional. Su actuación, militar y apostólica, fue impagable y honrosa, y heroica en muchos casos. Así lo avalan sus caídos en el frente y en la retaguardia gubernamental, las varias propuestas de concesión individual de la Cruz Laureada de San Fernando y la concesión efectiva de ocho Medallas Militares Individuales. Los héroes reconocidos militarmente fueron: José Caballero García, S.J., José Fernández Parada, Luis Lezaún Armendáriz, Ramón Marcellán Mayayo (que más tarde marcharía con la División Azul), Ramón Núñez Martín, Florentino Rebollar Campos, Hermenegildo Val Hernández y, posiblemente, Sisinio Nevares Marco, S.J. (el «Padre Nevares» de la 1.ª Bandera de Castilla de Falange). En cuanto a las bajas sufridas, con un escaso margen de error se puede dar la cifra de 109 capellanes militares muertos durante la contienda civil de forma violenta. En acción de guerra en los frentes de combate murieron 70, y en la retaguardia republicana 39, asesinados en su mayor parte en el verano de 1936 junto a miles de compañeros clérigos, amén de casi una decena en las matanzas de Paracuellos del Jarama del mes de noviembre. Estos 39 ejecutados por el Frente Popular son pertenecientes a los extintos Cuerpos Eclesiásticos del Ejército y de la Armada. Entre los 70 muertos en campaña hay también cinco capellanes de la antigua Jurisdicción Eclesiástica (28). El capellán castrense acaso más célebre de la guerra fue el jesuita Fernando Huidobro Polanco, páter de la 4.ª Bandera de la Legión, al que un proyectil del 12,40 ruso —así rezaba la estampa para la devoción privada editada por 70

los jesuitas de Chamartín de la Rosa— segó la vida el 11 de abril de 1937 en la «Cuesta de las Perdices», en las proximidades de la Ciudad Universitaria madrileña. Murieron con él varios heridos a los que estaba atendiendo y su fama de santidad se extendió por el Tercio. Desde 1947 está incoado su proceso de beatificación. Esos días la 4.ª Bandera se ganó la Cruz Laureada de San Fernando Colectiva y Huidobro fue propuesto para la Medalla Militar Individual. Una avenida de Madrid se nomina «Padre Huidobro» y en la linde de la autovía A-6 todavía campea el monolito que señala el lugar donde murió. Los iconoclastas de la «Memoria Histórica» ignoran quién es el personaje. El Tercio sí mantiene viva su memoria, ya que todos los años acude una representación legionaria a rezar un responso y a depositar un ramo de flores en dicho monolito así como en su sepulcro, sito en la iglesia de los Jesuitas de la calle Serrano de Madrid. En el Museo de la Legión de Ceuta se conserva su altar portátil de campaña. ¿Culminará algún día el proceso de beatificación del jesuita P. Huidobro? ¿Qué mano dejó dormir, dentro o fuera de la Compañía, tal beatificación?... Eso es otra historia. Existe un segundo proceso de beatificación iniciado, el del páter del Tercio de Montserrat Ramón Carrera Iglesias, fusilado por los republicanos en agosto del 37 tras la toma de Codo. Han comenzado recientemente los trámites del proceso canónico en el Arzobispado de Zaragoza (29). Servicio Religioso en el Ejército de Euzkadi Una más de las paradojas de la Guerra Civil es la presencia de un servicio de asistencia religiosa en el llamado Ejército de Euzkadi, en el bando republicano. Los batallones de gudaris levantados por el Partido Nacionalista Vasco dispusieron de capellanes, sin perjuicio de que en el territorio vasco, y pese a los esfuerzos del gobierno rojo-separatista, también se acosara a la Iglesia, aunque con mucha menor saña que en otros lares republicanos. En junio de 1937, antes de la caída de Bilbao, figuraban en plantilla del Ejército gubernamental vasco —sólo en batallones del PNV— un centenar de sacerdotes. Tuvieron en la contienda dos muertos y APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81


varios heridos, siendo capturados varias decenas en la capitulación de Santoña. Ninguno sería fusilado; una treintena fueron sancionados por las autoridades franquistas y encarcelados —en 1943 ya ninguno estaba en prisión—, y el resto salieron libres tras los juicios o no fueron juzgados. Catorce de ellos se incorporaron como capellanes en unidades del Ejército nacional (30).

La posguerra Al callar las armas se desmovilizaron, junto a centenares de miles de combatientes, la inmensa mayoría de los capellanes que escalonadamente recibieron la licencia y volvieron a sus diócesis u órdenes y congregaciones religiosas de origen. Hay ciertas discrepancias, según las fuentes, pero se quedaron en el Ejército en torno a 300 capellanes: un centenar y pico de los capellanes supervivientes y operativos de la antigua Jurisdicción, y otro centenar largo de los capellanes voluntarios de la guerra (32). En el terreno jurídico-administrativo, diversas normas de posguerra reorganizan el Servicio Religioso en las Fuerzas Armadas. Entre las de rango legal, destaca la Ley de 12 de julio de APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81

1940, cuyo Preámbulo dice así: «El sentido de Cruzada que tuvo el Glorioso Alzamiento Nacional, desde el primer momento hizo que los capellanes […] se incorporaran con todo entusiasmo y espíritu patriótico, prestando inestimables servicios a la Causa que actualmente continúan sirviendo. El doble carácter de sacerdote y militar fue motivo de cruel persecución contra aquellos a quienes sorprendió el Movimiento en zona roja, siendo sometidos a toda clase de sacrificios. El Estado español, atento a esta circunstancia y al sentido moral y religioso del Alzamiento, tiende a restaurar y fortalecer la legislación inspirada en el sentido tradicional, y para ello y por el imperativo de tal orientación…», aprueba dicha Ley, que deja sin efecto la normativa republicana sobre la materia y restaura el Cuerpo Eclesiástico del Ejército. En 1945, sendas Leyes aprobadas con fecha de 31 de diciembre, restablecen y reorganizan el Cuerpo Eclesiástico de la Armada y crean y organizan el Cuerpo Eclesiástico del Ejército del Aire, respectivamente (33).

El P. Ramón Grau Ramoneda (2º por la derecha) en la posición de El Caballo, en el Sector de Espinosa de los Monteros (Burgos), acompañado de varios oficiales. Escapado de la diócesis de Urgel, se alistó voluntario en la 1ª Centuria Catalana Virgen de Montserrat. Participaría después en la batalla de Teruel, logrando salir del cerco junto a varios requetés. Terminará la guerra en el hospital militar de Lérida.

En el ámbito del Ejército de Tierra destacan el Reglamento Provisional de Organización del Cuerpo Eclesiástico del Ejército, de agosto de 1942, así como el Reglamento de Uniformidad de 27 de enero de 1943, que compendia en una sola disposición cuanto concernía al vestuario y equipo militar, para la totalidad del Ejército, incluidos los capellanes, regulándose entre otras cosas el rombo porta emblema característico del Cuerpo. En cuanto al primero de tales Reglamentos, reproduce, adaptándolas a tiempo de paz, muchas de las previsiones de carácter pastoral del Reglamento aprobado du71

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Capellanes de fuerzas extranjeras Además de los ulemas de las tropas moras musulmanas que lucharon con Franco en los Tabores de Regulares, los Grupos de Tiradores de Ifni, las Mehalas Jalifianas, la Mehaznia Armada y demás unidades con personal marroquí, destacan un puñado de clérigos acompañantes de las fuerzas expedicionarias extranjeras que apoyaron la causa nacional. En el Corpo Truppe Volontarie (CTV), que dejó en España a 3.327 caídos, ejercieron su ministerio entre 50-60 sacerdotes, muriendo uno de ellos en acción de guerra en la batalla de Guadalajara: el P. Teodoro Botolon O.F.M., del 9.º Grupo de Banderas Bulgarelli de la División n.º 3 Penne Nere. También hubo sacerdotes entre los voluntarios irlandeses, portugueses, rusos blancos y rumanos, aunque en este último caso el P. Dumitrescu Borsa no ejerció de capellán militar propiamente dicho. En la Legión Cóndor sirvieron también sendos capellanes, uno protestante y otro católico, para atender a los voluntarios alemanes (31).


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ción del Clero de la Dirección General de Reclutamiento y Personal. En el terreno religioso, la especialización apostólica acometida por la Acción Católica española a partir del fin de las hostilidades se traduce en el ámbito militar en la obra del «Apostolado Castrense» —con su rama de hombres y rama juvenil—, que inicia sus pasos en 1941 y con la que colaborará gustosamente la capellanía militar. La labor de propaganda de la Fe, en el sentido más bello del término, que desarrollará el Apostolado Castrense es progresiva e intensa, ascendente y decadente más adelante. Se apoya, entre otros instrumentos, en un rico y variado elenco de publicaciones como Reconquista (la Revista del Espíritu Militar Español), Formación o Empuje, dirigidas respectivamente, a la oficialidad, suboficialidad y tropa y que durante décadas editó el Consejo Central —a fines de los años 1980 se unificaron las dos primeras puesto que Empuje ya había desaparecido—.

El vizcaíno de Arrieta y franciscano pasionista Víctor Gondra Muruaga (Aita Patxi) fue uno de los capellanes más famosos y queridos del Eusko Gudaroste-Jaupariak [Cuerpo de Capellanes del Ejército Vasco]. Sirvió con todo celo en el Batallón de gudaris «Rebelión de la Sal» del PNV, unidad que se batió el cobre —entre otros escenarios— en el monte Gorbea. En sus memorias relata la guerra, su captura, prisión y estancia en un Batallón de Trabajadores. Después de la guerra volvió al País Vasco.

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rante la guerra —en 1937— e introduce nuevas disposiciones sobre la organización del Vicariato Castrense; plantilla; ingreso y ascensos en el Cuerpo; régimen disciplinario; licencias; retiro, así como sobre las actividades de los capellanes en los hospitales y en los Cuerpos, Centros y Dependencias militares. En este orden de cosas, por ejemplo, se contempla la obligación que tiene el capellán de «la instrucción elemental de los reclutas y soldados analfabetos, utilizando para ello, como auxiliares natos, a los ordenados “in sacris”, seminaristas y religiosos profesos» (34). A efectos organizativos, a partir de entonces, el Vicariato General Castrense dispone, como ente auxiliar encastrado en la estructura militar, del Pro-Vicariato Castrense, dependiente del Ministerio del Ejército y vinculado con la Sec-

Estando en vigor las leyes citadas, y al igual que en otros cuerpos de oficiales, conviven en las Fuerzas Armadas dos tipos de capellanes; los veteranos de los cuerpos eclesiásticos de la antigua Jurisdicción, gente bragada en las guerras de Marruecos y en la Cruzada, y los nuevos llegados tras su participación en ésta. Los primeros, en aplicación de diversas órdenes circulares de febrero a mayo de 1941, reingresaron en la escala activa resituándose en el escalafón del Cuerpo con sus correspondientes empleos y antigüedades, y los demás se quedaron como capellanes provisionales, a la espera de ingresar de manera definitiva en el Ejército por medio de oposiciones que no tardaron en convocarse. En estos años los capellanes castrenses recuperan a todos los efectos el grado y empleo de oficial, pudiendo ascender, según la normativa propia del Ejército, desde teniente en el momento del ingreso hasta coronel capellán; y reciben las percepciones económicas, trienios, complementos, etc., correspondientes a los diferentes grados y empleos que iban teniendo como funcionarios del Ministerio militar correspondiente. La Orden de 4 de enero de 1944 precisó la denominación de los capellanes, siendo nombrados con su empleo militar, con el añadido de capellán: Tte.-capellán, capitán-capellán… Sin embargo, en los Cuerpos APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81


Segunda Guerra Mundial-Campaña de Rusia Por esta época, había en el Ejército de Tierra 25 Divisiones y unos 318.000 hombres, pero la inestabilidad bélica internacional provocada por la Guerra Mundial movilizó de nuevo grandes contingentes de tropas en la Península y en el Protectorado, lo que incrementará las necesidades pastorales militares en los tres Ejércitos. El cálculo de la plantilla de capellanes en activo se eleva hasta el orden de 400-500, pero era un sueño el tenerla cubierta, como así se hace notar de nuevo en las unidades asentadas en Marruecos, muy desabastecidas de capellanes puesto que no podía recurrirse a la colaboración de otros sacerdotes, salvo misioneros franciscanos. En todo caso, la unidad-base de atención del capellán en la posguerra se eleva al regimiento, sin perjuicio de que muchos de ellos atendieran dos unidades o centros militares. Las circunstancias empeoran cuando las armas españolas vuelven al combate a raíz de la invasión de la Unión Soviética iniciada por el Tercer Reich en junio de 1941. Sin que la nación entrase oficialmente en la guerra, el gobierno de Franco desplaza tropas al frente del Este para luchar contra el comunismo. Los expedicionarios requieren de sacerdotes y el Vicariato Castrense envía una primera hornada de 25 capellanes para la División Azul y otro más para atender a los aviadores que formaron la 1.ª Escuadrilla Azul. En total, durante la campaña de Rusia en el período 1941-1944 ejercieron su ministerio en el frente del Este 70 capellanes españoles: 65 en la División Azul y 5 en las Escuadrillas Azules. En condiciones extremadamente adversas, en un frente de guerra durísimo, actuaron con gran celo sacerdotal y militar. Causaron baja ocho de ellos: dos muertos —uno en acción de guerra— y seis heridos, el más grave, el padre Ramón Marcellán Mayayo que quedó mutilado absoluto al perder la vista por la explosión de una mina. Además seis capellanes fueron condecorados con la prestigiosa Cruz de Hierro de 2.ª Clase (35). APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81

Período 1950-1978 Tras laboriosas negociaciones, el 5 de agosto de 1950 se suscribió el Acuerdo entre la Santa Sede y el Gobierno español sobre la Jurisdicción Castrense y Asistencia Religiosa de las Fuerzas Armadas, ratificado por el Concordato entre la Santa Sede y el Estado español, de 27 de agosto de 1953. Queda restablecida la Jurisdicción Castrense aunque sin recuperar su carácter exento, que perdió al decaer en la República el mandato del Breve Apostólico de 1926. No obstante, el cambio es de enorme calado ya que al Vicariato se le dota de una posición similar, a efectos eclesiásticos, a la de las diócesis territoriales, compartiendo con éstas la jurisdicción sobre los militares; es decir, ya no es exenta si no cumulativa, por lo que aquéllos pueden acudir a su albedrío, bien al cura castrense, bien al párroco local respectivo para que le sean administrados los sacramentos, incluyéndose el matrimonio y el bautismo. En el caso de que el matrimonio de un militar se celebre en una diócesis territorial, se comunicará a la Jurisdicción para que lo anote en los libros pertinentes. En cuanto a la organización del Vicariato General Castrense dentro de la estructura militar, permanecerá invariable hasta la llegada de la democracia (36).

En marzo de 1951 Pío XII eleva el Vicariato Castrense español a dignidad Arzobispal adjudicándole la titularidad honorífica de Obispados antiguos ya extintos y manteniendo su titular la consideración militar y emolumentos de general de División. La Santa Sede impulsa la pastoral castrense con la promulgación el 23 de abril de 1951 de la Instrucción Solemne Semper,

El páter Ovidio Rodríguez Castañé predica a un grupo de voluntarios contra el bolchevismo en octubre de 1941 (Fundación División Azul).

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Eclesiásticos del Aire y de la Armada, aunque se pretendió el cambio oficial, se mantuvo la denominación tradicional.


Apuntes histórico-jurídicos sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense

Reconquista, la publicación más emblemática del Apostolado Castrense español durante cuatro décadas.

normativa de carácter universal que supuso la creación (y la orientación) de Vicariatos Castrenses en bastantes naciones. El primer arzobispo castrense propiamente dicho fue el que era vicario desde 1950, Luis Alonso Muñoyerro, antiguo obispo de Sigüenza-Guadalajara. Le sucedió entre 1969 y 1977 fray José López Ortiz, OSA, agustino ermitaño, arzobispo de Grado, que había sido obispo de Tuy-Vigo, y a éste, Emilio Benavent Escuín, arzobispo titular de Maximiana en Numidia, antes obispo de Málaga y arzobispo de Granada (37). Benavent, tras el advenimiento del PSOE al gobierno, con los coletazos aún palpitantes del fallido golpe de Estado del 23 de febrero del año anterior, fue forzado a retirarse del Arzobispado. Dejó el cargo el 23 de noviembre de 1982, poco después de haberse terminado el primer viaje del papa Juan Pablo II el Grande a España. Durante más de medio año estuvo la sede vacante

—ejerciendo de provicario general castrense monseñor Ángel Pérez Delgado—, hasta que con el consentimiento del gobierno de Felipe González, y no sin grandes tiranteces con la Santa Sede, llegó al Arzobispado el sempiterno monseñor José Manuel Estepa Llaurens, arzobispo titular de Velebusdo y de Itálica, anterior obispo auxiliar de Madrid en la etapa del cardenal Tarancón. Por otra parte, el Apostolado Castrense español, al convocar un encuentro internacional de militares católicos durante la celebración de un Año Santo Compostelano, había propiciado años atrás —en 1967— la fundación en Holanda del Apostolado Militar Internacional (AMI). Se intensifica la coordinación de las capellanías de los diferentes ejércitos y, al abrigo de dicha organización, se formalizan las peregrinaciones anuales a Lourdes que concentran a militares católicos de más de 30 países de Europa y América (en especial de Hispanoamérica). A su vez, a partir de la década de los 70, el Pro-Vicariato español impulsa el asociacionismo interno de sus capellanes, inspirándose en el modelo del Ordinariato italiano, que culminará en 1988 con la creación oficial de la Hermandad de Capellanes en la Reserva y Retirados, la actual Hermandad de Capellanes Veteranos de las Fuerzas Armadas. De la Transición hasta el final del siglo Recién estrenada la democracia parlamentaria y la Constitución de 1978, los representantes de la Santa Sede y del Estado español, el cardenal Giovanni Villot, secretario de Estado —que moriría cuatro meses más tarde— y Marcelino Oreja, ministro de Asuntos Exteriores, firmaron en el Vaticano el 3 de enero de 1979 varios Acuerdos sobre asuntos de sus respectivas competencias, siendo uno de ellos el de Asistencia Religiosa a las Fuerzas Armadas y Servicio Militar de Clérigos y Religiosos (38). Parecía abrirse una nueva etapa de relaciones entre ambas instituciones, aunque tales acuerdos no se quisieron llamar Concordato porque el término olía a franquismo. Además, el Concordato de 1953 lo estaban revisando ambas partes desde la muerte de Franco, y de hecho, estos acuerdos de 1979 derogaron parte de sus preceptos. En cualquier caso, el Régimen (de Franco) había

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Desde un punto de vista eclesial, la estructura específica que durante siglos ha prestado la asistencia religiosa a los Ejércitos, el Vicariato Castrense, se transforma en virtud de la Constitución Apostólica Spirituali Militum Curae, de 1986, en Ordinariato Castrense o Militar, siendo asimilado, con algunas particularidades, a las diócesis territoriales (39). En el caso de España, los Estatutos de su Arzobispado Castrense fueron aprobados el 14 de noviembre del año siguiente. Su titular goza de los mismos derechos y obligaciones que los obispos diocesanos en orden a la cura de almas sujetas a su jurisdicción; pertenece por derecho propio a la Conferencia Episcopal Española y tiene en Madrid la sede personal, es decir, su curia e iglesia catedral, así como un seminario APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81

propio (40). Depende directamente de la Congregación para los Obispos, y está obligado a la visita ad limina como los obispos «territoriales». Como excepción en España, para cubrir su vacante se mantiene por tradición, pero con base en los Acuerdos Iglesia-Estado, el derecho de presentación a la Santa Sede de una terna de candidatos por parte del jefe del Estado para que el papa seleccione de entre aquéllos al ordinario castrense. Esta jurisdicción sigue siendo personal —se ejerce sobre las personas aforadas, es decir pertenecientes al Ordinariato, aun cuando los militares se encuentren fuera de las fronteras españolas—; ordinaria, tanto en el fuero interno como en el fuero externo; propia, y cumulativa con el obispo diocesano de turno. Por el lado del Estado, la Ley 17/1989, de 19 de julio, reguladora del personal de las Fuerzas Armadas, apuntilló el tradicional sistema español en orden a ejercer la Jurisdicción Eclesiástica Castrense. La izquierda política de este país siempre se ha caracterizado, entre otras inquinas jacobinas anticlericales, por hostigar la presencia de curas en el Ejército y así lo avala la historia y sus actuaciones a partir del establecimiento de la democracia de partidos. Su primer intento por acabar con ellos fue frustrado por el Tribunal Constitucional mediante la Sentencia 24/1982, de 13 de mayo (41), pero al llegar al poder en octubre de aquel año, con mayoría absoluta arrolladora, comienza la cuenta atrás para el cobro de la emblemática y medular pieza que en el seno de las Fuerzas Armadas constituyen los capellanes militares. Con afán azañista digno de otra causa, el gobierno socialista dictó una consigna clara: ¡Delenda est castrensis iurisdictio! Acaso el estamento militar no se percibió de la trascendencia de esta maniobra, pero los capellanes castrenses sí eran conscientes de las pretensiones del gobierno y del legislador socialista. El ministro Serra y su equipo les habían sentenciado a muerte desde que llegaron al Departamento de Defensa. Durante la tortuosa tramitación de aquella Ley, el Arzobispado Castrense se vio muy presionado y la ambigüedad y/o debilidad ante las autoridades y los negociadores socialistas de su titular en aquellos momentos, monseñor Estepa, no ayudó precisamente a la pervivencia de los Cuerpos Eclesiásticos del Ejército, de la Armada y del

Capitán-capellán Diómedes Pérez Martínez, del Grupo de Tiradores de Ifni, con su asistente ante el altar del puesto de Id Meháis, SidiIfni, en 1962 (José Daniel Fuentes Macho).

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pasado a mejor vida, España estaba en plena Transición y parecía que todo quedaba bien atado entre ambas partes. La deriva posterior del régimen democrático español supuso muchos enfrentamientos entre el Estado y la Iglesia, pero al final ni se revisó ni se derogó por completo el Concordato de 1953, ni tampoco se han tocado, hasta la fecha, estos Acuerdos de 1979, estando vigente el referenciado sobre la Jurisdicción Castrense.


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Coronel-capellán de la Legión, uno de los últimos capellanes del extinto Cuerpo Eclesiástico del Ejército de Tierra, durante una ceremonia del Sábado Legionario.

Aire. La Ley 17/1989 (42) los declaró a extinguir cuando podían haberse fundido los tres en uno solo y haberse convertido en uno más de los Cuerpos Comunes dedicados a prestar servicios: Jurídico, Sanidad, Intervención… A los capellanes afectados se les ofreció integrarse en el SARFAS o quedarse en dichos Cuerpos. La mayoría optó por quedarse y cuando el último de ellos se jubile —no pasará una década— habrá desaparecido el tradicional sistema vigente en España desde hacía siglos, el de capellanes integrados en la estructura orgánica militar. Un sistema, por otra parte, que existe sin problema alguno en los Ejércitos de otros países no confesionales de nuestro entorno y miembros de la OTAN. Los cuerpos de los capellanes británicos y estadounidenses, por ejemplo, se encuentran entre los más prestigiosos y valorados de sus respectivas Fuerzas Armadas. Otra parte de los más corrosivos objetivos socialistas no se cumplió, y el texto final de la Ley 17/1989, respetando los Acuerdos IglesiaEstado de 1979 y los similares adoptados con otras confesiones religiosas, no pudo dejar de garantizar la asistencia religiosa en las Fuerzas Armadas. Lo hizo mediante la creación de un ente nuevo, el Servicio de Asistencia Religiosa (SARFAS), cuyo régimen se reguló por el Real 76

Decreto 1145/1990. A partir de entonces los sacerdotes del Arzobispado Castrense son los encargados de prestar la asistencia religioso-espiritual católica en las Fuerzas Armadas. Se integran en el SARFAS, careciendo de condición militar, sin perjuicio de quedar vinculados, a efectos orgánicos, por una relación de servicios profesionales de carácter permanente (o no) con el Ministerio de Defensa. El arzobispo castrense les concede la misión canónica y propone su destino y cese al Ministerio de Defensa. Están previstas unas pruebas para ingresar en el SARFAS, cuyos miembros, en igualdad de condiciones que el personal militar, con consideración de oficiales, tienen derecho al uso de las diversas dependencias, residencias, etc., del Ministerio de Defensa. Y en cuanto al uniforme, podrán utilizarlo portando el distintivo que se determine en maniobras, ejercicios, en buques, instituciones sanitarias y en otras situaciones análogas. Sucesivas normas sobre el personal militar, caso de la Ley 17/1999, de 18 de mayo, aprobada en la primera legislatura del Partido Popular y que derogó la anterior, mantienen este sistema para ejercer la Jurisdicción Eclesiástica Castrense (43). Albores del siglo XXI La organización de la capellanía castrense se adapta, como siempre lo ha hecho, a la estrucAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81


En cuanto al Apostolado Castrense conviene recordar su declive, anejo a la crisis de la Acción Católica española, agudizada a partir de la década de 1970. Esta institución quedó de­ sactivada, casi por completo, como organización eclesiástica operativa y aún no ha levantado cabeza. A raíz de los cambios introducidos en las Fuerzas Armadas se constituyó como un remedo del anterior, pero dependiente del ArAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 51-81

zobispado Castrense, la sociedad de vida Apostolado Seglar Castrense que, en la actualidad, trata de encauzar el potencial de los laicos comprometidos y cuya labor entre la familia militar, en concomitancia con los capellanes, es muy notoria, aunque queda al margen de las instituciones militares oficiales. El Apostolado Seglar Castrense cuenta con su correspondiente publicación, un modesto boletín informativo, muy lejano en cuanto a repercusión y colaboraciones, a la antigua Reconquista, pero que trata de perpetuar la labor apostólica en el Ejército español.

En la cabeza del Arzobispado, y tras la marcha de Estepa, le sustituyó desde el año 2003 hasta el 2007, Francisco Pérez González, antes obispo de Osma-Soria y en la actualidad arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela. Durante un año, siempre bajo gobierno socialista, el Ordinariato Castrense ha estado vacante hasta que el 27 de noviembre de 2008 el papa Benedicto XVI, de acuerdo con el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, y en aplicación de los Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede de 1979, ha nombrado arzobispo castrense de España a Juan del Río Martín, hasta ahora titular de la diócesis de Asidonia-Jerez de la Frontera.

El padre Francisco Olivares Simón, capellán del SARFAS, celebrando la Santa Misa a los militares del contingente español integrado en la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF) en Afganistán, en la capilla de la Base de Herat, durante la primavera del año 2009 (Arzobispado Castrense).

Entre otras actuaciones meritorias de la capellanía militar española en los últimos tiempos destaca su labor en las expediciones que nuestras Fuerzas Armadas están llevando a cabo en el extranjero y que ya son historia de España: Bosnia-Herzegovina, Kosovo, Irak, Afganistán o el Líbano. A los militares desplazados a estas misiones les gusta verse acompañados de un 77

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tura de unas Fuerzas Armadas ampliamente transformadas en las últimas décadas, tanto en su estructura como en su capital humano. Éste ha variado en su carácter —todo él de índole profesional— y consecuentemente en su calidad, así como en el número de efectivos, palpablemente mermado. En la cúspide de las Fuerzas Armadas está el arzobispo castrense del que dependen un vicario general y los vicarios episcopales para cada uno de los tres Ejércitos. En cada SUIGE (Subinspección General del ET) y cada Comandancia General hay una Vicaría Castrense que coordina a los capellanes de su zona, al igual que en las cabeceras de las respectivas demarcaciones de los Ejércitos del Aire y del Mar. Su plantilla actual es de 85 curas en activo, 16 de ellos pertenecientes a los antiguos Cuerpos Eclesiásticos. No alcanza para atender con suficiencia a todas las unidades, centros de formación, hospitales, buques, aeródromos y demás, así como, a las desmilitarizadas Guardia Civil y Policía Nacional, amén del Ministerio de Defensa y la Casa del Rey (Zarzuela y Guardia Real). De visu, nos atrevemos a manifestar que, con base en la perceptible mejora de la situación del clero secular en nuestro país, y al margen de la decantación formal —militar y canónica— de la Jurisdicción Castrense, ésta cuenta a día de hoy con un personal cualificado y motivado, capaz pues de honrar su secular historia y la de los otrora Cuerpos Eclesiásticos españoles. Este clero del Arzobispado Castrense cuenta con la ayuda de varias docenas de capellanes jubilados o en la reserva, y con sacerdotes colaboradores de «origen civil», seculares o religiosos. Aun y con todo, hay plazas donde tres curas deben atender más de una decena de acuartelamientos distintos y dispersos, algunos de los cuales cuentan con unidades operativas o destacadas en misiones internacionales (44).


páter. Y tienen trabajo (45). Uno de nuestros últimos soldados caídos en el extranjero, en Afganistán, ha sido el cabo Cristo Ancor Cabello Santana, de 25 años, un catecúmeno que se estaba preparando para recibir los sacramentos de la confirmación y la primera comunión. El 7 de octubre del año pasado, una bomba destrozó su vehículo y fue alcanzado por la metralla. Su capellán en la base internacional de Herat, Luis Miguel Muñoz Ríos, relata la emocionante ceremonia que adelantó once días antes de lo previsto: «preparé un poco de agua bendita en una taza de café, cogí algodón y entré en el Role-2. Esperé en una esquina mientras los médicos intentaban reanimarle y en cuanto vi el momento oportuno me acerqué. Tocándole la frente tres veces con el algodón húmedo lo bauticé y después, con la cruz, lo confirmé. Dios cumplió su promesa con Cristo Ancor» (46).

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A pesar de los cambios descritos, de los soterrados, manifiestos y periódicos ataques laicistas contra la religión en la milicia, y de la aversión particular que suscita el páter militar en ciertos ambientes, su entrañable figura, que sigue representando un plus de humanidad, aún pervive en España. ¿Hasta cuándo? Las «embestidas anticapellán católico» suelen proceder del exterior del Ejército porque la mayoría de los militares suelen valorar su figura en positivo, pero si los propios militares no se mueven, dentro del imparable proceso de marginación de la

religión en el ámbito castrense, puede llegar de nuevo la última hora de aquéllos. Ya se va despojando, sin marcha atrás, a los actos militares de cualesquiera vestigios religiosos, y poco falta para que en el acto solemne de Homenaje a los Caídos se suprima la Oración por ellos. Todavía la pronuncia el capellán o cualquier oficial presente: «Que el Señor de la Vida y de la esperanza, fuente de salvación y paz eterna, les otorgue la vida que no acaba en feliz recompensa por su entrega. Que así sea». Somos de la opinión que el día que se elimine esta oración habrá finalizado la historia de nuestras Fuerzas Armadas. Por lo que a los capellanes se refiere, una vez perdida su condición militar, se les quiere expulsar del Ejército. El borrador de Anteproyecto de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa que se cuece en los arcanos del gobierno —entre otros ámbitos, en los laboratorios laicistas de las fundaciones Ideas para el Progreso y Alternativas, patrocinadas por el socialismo— contempla esa expulsión. No lo ha negado el actual director general de Relaciones con las Confesiones, del Ministerio de Justicia, José María Contreras Mazarío (47). Es plausible, por consiguiente, creer en la pretensión de sacar a los capellanes católicos de las guarniciones militares españolas y únicamente permitir su presencia en las misiones internacionales. Confiemos que ese intento no se haga realidad y el páter militar no se convierta en historia pasada de nuestros ejércitos.

NOTAS (1) Miguel Alonso Baquer, La religiosidad y el combate, Madrid : Consejo Central de Apostolado Castrense, 1967. (2) La doctrina católica actual sobre la guerra —también sobre la guerra defensiva y sus estrictas condiciones para que sea legítima—, en el n.º 2.307 y ss. del Catecismo de la Iglesia Católica, aprobado el 25 de junio de 1992; disponible en línea en Santa Sede <http:// www.vatican.va/archive/ESL0022/__P82.HTM> [26 abril 2006]. El Decreto Christus Dominus del 28 octubre 1965, disponible en línea en Santa Sede <http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decree_19651028_ christus-dominus_sp.html> [26 abril 2006].

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(3) Vid. con carácter general dos poderosas monografías, de Enrique Rodríguez-Picavea Matilla, Los monjes guerreros en los reinos hispánicos : las órdenes militares en la Península Ibérica durante la Edad Media, Madrid : La Esfera de los Libros, 2008; y de Carlos de Ayala Martínez, Las órdenes militares hispánicas en la Edad Media (siglos XII-XV), Madrid : Marcial Pons, 2007. José María García Lahiguera, «Raimundo de Fitero» en Año Cristiano, Madrid : Biblioteca de Autores Cristianos, 2003, t. II, pp. 11-17. (4) Alberto Martín Artajo, «San Juan de Capistrano» en Año Cristiano, Madrid : Biblioteca de Autores Cristianos, 2006, t. X, pp. 588-598. (5) Cf. entre otros, Félix Colón de Larriátegui, Juzgados Militares de España y sus Indias, Madrid : Imprenta de

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Apéndice n.º 2, Instrucciones para Subdelegados, pp. 626-664). Sobre el Concordato de 1851 y lo que supuso para España y la Iglesia hasta la llegada de la Segunda República, también para la Jurisdicción Castrense, José Andrés-Gallego y Antón M. Pazos, La Iglesia en la España Contemporánea, Madrid : Encuentro, Madrid 1999, t. I, p. 99-105, y 152 y ss. Para este período, «Síntesis histórica del Servicio Religioso Castrense en España», Boletín Oficial del Clero Castrense 99 (septiembre 1945), pp. 220-229, así como Andrés-Gallego y Pazos, op. cit., t. I, pp. 159 y 163. Pablo Larraz Andía, Entre el frente y la retaguardia : la sanidad en la guerra civil: el Hospital “Alfonso Carlos”, Pamplona 1936-1939, San Sebastián de los Reyes (Madrid) : Ed. Actas, 2004, pp. 30-33, y José F. Guijarro, «José Caixal, obispo de Urgel y vicario general castrense durante la Tercera Guerra Carlista», Aportes 53 (3/2004), pp. 45-54. En lo relativo a Reglamentos de Uniformidad de los Cuerpos Eclesiásticos, vid. el estupendo trabajo, inédito, de Jesús Dolado Esteban, Apuntes sobre el Clero Castrense : sus distintivos y divisas. Manuel de M. Martínez, Los capellanes en las últimas guerras, Madrid : Establecimiento Tipográfico, 1913, p. 15. Juan Díaz Mesón, Notas de una vida, Madrid : Escelicer, 1970, pp. 10-41. La crónica de El Universo ha sido tomada del trabajo inédito de Luis Miguel Francisco Valiente Capellanes Laureados de África. Hoja matriz de servicios de Jesús Moreno Álvaro en el Archivo General Militar de Segovia, 1.ª Sección H4429, y demás documentos; «Un capellán en el Barranco del Lobo» en España en sus héroes : historia bélica del siglo XX, Madrid : Organigraf, 1969; General Bermúdez de Castro, Sacerdotes españoles Laureados de San Fernando, Madrid : Imp. Militar Hidalgo, 1951, p. 52; y «Ejemplos de Patriotismo», Boletín Oficial del Clero Castrense 99, p. 308. El otro capellán laureado es Jacinto Martínez Verdasco, del Batallón de Cazadores de Madrid, por la acción del Zoco Jemis de Beni-Bu-Ifrur, en septiembre de 1909. «Vida religiosa», ABC (Madrid) (26 noviembre de 1930), p. 10. Cit. en Javier Redondo, «Error de cálculo», La aventura de la Historia 98 (agosto 2007), pp. 56-61 [60]. Vid. La Ley aprobada por las Cortes republicano-socialistas el día 12 de junio de 1932, que fue promulgada por el presidente de la República el 30 de junio y se publicó en la Gaceta el 5 de julio, así como el Decreto del presidente rubricado por José Giral Pereira, ministro de Marina, de 2 de agosto de 1932, y que se publicó en el Diario Oficial del Ministerio de Marina 158 de ese año; e Isabel Cano Ruiz, «La supresión del cuerpo de capellanes en prisiones durante la II República», Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado 25 (2009), pp. 155-173. Los datos y vicisitudes generales sobre la cincuentena de capellanes en situación de disponible en el Ejército y en la Marina española en el verano de 1936 en Carlos Engel Masoliver, El Cuerpo de Oficiales en la Guerra de España, Valladolid : AF Editores, 2008, p. 32 (tabla 19) y 44 (tabla 36). Para los capellanes de la Columna Beorlegui, «Andrés Algarra Sagües, capellán 3.ª Cía. del Tercio de Nava-

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Repullés, 1817, 3.ª ed., t. I, pp. 268-288 y 300-320 y ss.; Enrique García Hernán, «Capellanes militares en el Mediterráneo del siglo XVI», Historia 16 312 (abr. 2002), pp. 8-21; y Miguel Ángel Jusdado Ruíz-Capillas (dir.), Manual Derecho Matrimonial Canónico y Eclesiástico del Estado, Madrid : Colex, 2008, pp. 399-400. Benito Remigio Noydens, Decisiones prácticas y morales para curas, confesores y capellanes de los ejércitos y armadas : avisos políticos, ardides militares y medios para afianzar los buenos usos de la guerra, Madrid : Ministerio de Defensa, Secretaría General Técnica, 2006, p. 169 y ss.; la obra vio originalmente la luz en 1665. Cf. Título XXIII, Tratado II, Artículo 1.º y siguientes de las Reales Ordenanzas Militares de junio de 1716, en Plácido Zaydin y Labrid, Colección de breves y rescriptos pontificios de la jurisdicción eclesiástica castrense de España, Madrid : Calpe, 1925. Este tratado o colección, con base en el derecho antiguo, compendia toda la normativa fundamental de la Jurisdicción Eclesiástica Castrense de los siglos anteriores hasta la década de 1920 del pasado siglo, y a él hemos acudido para analizar parte de la documentación eclesiástico-militar citada en este trabajo. Vid. El Breve de Clemente XII en Zaydin y Labrid, op. cit., pp. 32-44. En cuanto a la gallofa propia, por ejemplo, es decir, el calendario litúrgico propio en la Jurisdicción Eclesiástica Castrense —la epacta, en definitiva—, vid. el interesantísimo tratado del abogado, doctor en Sagrada Teología y capellán del Regimiento de Cazadores de Treviño 26.º de Caballería José Vilaplana Jové, La Liturgia Castrense, Villanueva y Geltrú (Barcelona) : Imprenta Social de José Ivern Salvó, 1915, pp. 6-41, principalmente, en las que hace un breve recorrido histórico sobre la vivencia de la gallofa canónica castrense y plantea diversas cuestiones no resueltas aún a comienzos del siglo XX por las autoridades de las dos instituciones más litúrgicas del mundo: la Iglesia y el Ejército. Además describe con minuciosidad las prescripciones de liturgia, también de uniformología y distintivos, en lo religioso y en lo militar, que acompañan a muchos actos castrenses, tales como el toque de oración; las misas en los cuarteles, en buques, o misas de campaña en las festividades militares o fuera de ellas; los honores militares al Santísimo Sacramento, a la Virgen y a Santiago; los honores fúnebres, que varían desde capitán general hasta el último soldado, se esté o no en campaña; el juramento de fidelidad a las banderas; la bendición de banderas y estandartes; acompañamiento de procesiones, etc. Manuel Gasset, El capellán de Marina instruido, Barcelona : Imprenta Bernardo Pla, 1783, pp. 6, 43 y 51. Zaydin y Labrid, op. cit., p. 676 y ss. Cf. entre otros Historia de las Fuerzas Armadas, Barcelona : Planeta; Zaragoza : Palafox, 1983, t. II, p. 181 y ss. Vid. en Zaydin y Labrid, op. cit., las detalladas Instrucciones que los Vicarios Generales Castrenses han establecido periódicamente para solventar todos los incidentes que surgen con los Obispos Ordinarios y con Órdenes religiosas encargadas de labores parroquiales por intromisión de éstos en actividades pastorales —administración de sacramentos, sepelios e inhumaciones, etc.— relacionadas con súbditos de la Jurisdicción Castrense y viceversa (en especial el


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rra», Diario de Navarra (26 de julio de 1936); para los capellanes de Abárzuza, Manuel Herrera Bravo, Crónica del Carlismo en Valladolid, 1833-2007, Moraleja de Enmedio (Madrid) : Arcos, 2008, p. 58 y ss. Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona, debió emitir esta «Circular a los Sres. Sacerdotes de la Diócesis, capellanes de campaña» a fines de 1936; copia proporcionada por Pablo Larraz Andía. El Maisterrena citado será Alejandro Maisterrena Etulain, chantre de la catedral de Pamplona, responsable, por encargo de su obispo, de coordinar a los curas navarros dispersos por los frentes. El nombramiento del cardenal Gomá como delegado pontificio en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, 28 de febrero de 1937, y el de Gregorio Modrego en la Orden Circular de la Secretaría de Guerra de 5 de junio de 1937, Boletín Oficial del Estado [BOE] (9 de junio); Antonio Marquina Barrio, La diplomacia vaticana y la España de Franco (1936-1945), Madrid : CSIC, Instituto Enrique Flórez, 1983, pp. 43, 54 y ss., que detallan el proceso negociador durante el año 1937 entre la Santa Sede y el Gobierno nacional en orden a organizar el Servicio Pastoral de las Fuerzas Armadas Cf. las Órdenes de la Secretaría de Guerra de 6 y de 31 de diciembre de 1936 en BOE 50 (7 de diciembre de 1936), y BOE 1 (2 de enero de 1937); el Decreto n.º 270 por el que se aprueba el Reglamento Provisional para el Régimen Interno del Clero Castrense en BOE 204 (9 de junio de 1937), y Boletín Oficial del Clero Castrense 1 (30 de junio de 1937) y las numerosas circulares del Pro-Vicariato regulando, con minuciosidad extrema, la actividad militar y religiosa de la capellanía del Ejército Nacional tocando cuestiones de teología, moral, liturgia, apostolado, pastoral, formación… y de la Secretaría de Guerra en desarrollo de los anteriores publicadas en BOE 228 (4 de junio de 1937), BOE 231 (9 de junio de 1937), BOE 248 (25 de junio de 1937) y BOE 269 (16 de julio de 1937), etc. Cf. en el Archivo Arzobispado de Toledo las cajas con la correspondencia cruzada durante los años 19381940 entre la capellanía militar y el vicario general castrense, cardenal Gomá, y los diversos inspectores del Clero en el que se desgrana el día a día, las alegrías, las penas, las dificultades y el apostolado desarrollado por estos capellanes. Vid. Jaime Tovar Patrón, Los curas de la última Cruzada, Madrid : Fuerza Nueva, 2001, pp. 187-221. Cf. En cuanto a las bajas, la «Relación de los Mártires de Nuestra Cruzada», tomo «Prelados, Sacerdotes y Seminaristas», pp. 328-329, que se conserva en el Archivo del Santuario Nacional de la Gran Promesa; «Bajas sufridas por la Guerra», Guía de la Iglesia en España año 1 (1954), p. 253; o José Luis Alfaya Camacho, Como un río de fuego : Madrid 1936, Barcelona : Ediciones Internacionales Universitarias, 1998, p. 104 y Apéndice 283-310. Rafael María Sanz de Diego Verdes-Montenegro, «Fernando Huidobro, jesuita en las trincheras», El Ciervo (1986), pp. 17-18, y Rafael María Sanz de Diego Verdes-Montenegro, «Actitud del P. Huidobro, S.J., ante la ejecución de prisioneros en la Guerra Civil : nuevos datos», Estudios Eclesiásticos 235 (1985), pp. 443-484; y una biografía, entre otras, escrita por Jaime Tovar Patrón, El Padre Huidobro, legionario y santo, Madrid : Fuerza Nueva, 2003. Sobre

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el P. Ramón Carrera, Salvador Nonell, El Páter era un santo, Barcelona : Hermandad del Tercio de Montserrat, c. 1990. La documentación del Cuerpo de Capellanes del Ejército de Euzkadi en Centro Documental de la Memoria Histórica [CDMH], Fondo Delegación Nacional de Servicios Documentales de la Presidencia del Gobierno [DNSDPG], Sección Político-Social [PS], Gijón, legajo-caja 222, exp. 6; CDMH-DNSDPG-PS-Santander, legajo-caja 618, exp. 7; y CDMH-DNSDPG-PSSantander, legajo-caja 610, exp. 5. Vicente Talón, «La Iglesia en la tormenta : el bando vasco», Defensa extra 29; Vicente Talón, Memoria de la Guerra de Euzkadi de 1936, Espulgues de Llobregat (Barcelona) : Plaza & Janés, 1988, pp. 354-357; y Euzko Apaiz Talde, El clero vasco en el ejército de Euskadi en Historia General de la Guerra Civil en Euskadi, Bilbao : Naroki; San Sebastián : Luis Haranburu, 1982, tomo VII. La mayoría de tales capellanes eran voluntarios, pero los hubo también movilizados. Tal fue el caso del P. Cruz Omaechevarría Martítegui, sacerdote de Guernica, quien se vio en la tesitura de prestar servicios ministeriales en un batallón de gudaris y lo hizo con todo su celo sacerdotal durante varios meses. No obstante, al comienzo de 1937 se emboscó por su desacuerdo con la alianza entre el PNV y las fuerzas revolucionarias, en consonancia —por otra parte— con las indicaciones de su prelado, el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, que el 6 de agosto de 1936, en Carta Pastoral conjunta con el obispo de Pamplona había indicado que era ilícita la colaboración con los perseguidores de la Iglesia. Es de reseñar el celo del PNV en cuidar y honrar a los combatientes del Ejército de Euzkadi, ya que todos ellos han cobrado y cobran hasta su muerte una sustanciosa pensión, que en el caso de un capellán como el P. Omaechevarría superaba los 1.000 E en el año 2009, según testimonio personal recogido por el autor. Emilio Cavaterra, Sacerdoti in grigioverde : storia dell’Ordinariato militare italiano, Milano : Mursoa, 1993, pp. 112-117; José Luis de Mesa, El regreso de las Legiones, Granada : García Hispán, 1994, pp. 39 y 61; José Luis de Mesa, Los otros internacionales, Madrid : Barbarroja, 1998, p. 20 y ss. En cuanto a la Legión Cóndor, Archivo General Militar de Ávila, Documentación Nacional, armario 36, legajo 1, carpeta 1, doc. 13; Tovar Patrón, op. cit., pp. 45-46 y ss.; y Karl Keding, Feldgeistlicher bei Legion Condor : Spanisches Kriegstagebuch eines evangelisches Legionspfarrer, Berlin : Ostwerk, c. 1938. Cf. la «Instrucción Pastoral. Licenciamiento de Capellanes», Boletín Oficial del Clero Castrense (junio de 1939). En el «Escalafón del Cuerpo Eclesiástico del Ejército», Boletín Oficial del Clero Castrense 70 (30 de abril de 1943), aparecen sólo 132 capellanes de la antigua JEC en activo, junto a un número ligeramente superior de capellanes nuevos procedentes de la guerra civil —de entre éstos, unos pocos recién ingresados en el Cuerpo por medio de oposiciones, y el resto provisionales—. Ley de 12 de julio de 1940 por la que se anula la de 30 de julio de 1932 que disolvió el Cuerpo Eclesiástico del Ejército, BOE 205 (27 de julio de 1940); Ley de 31 de diciembre de 1945 sobre reorganización del Cuerpo Eclesiástico de la Armada y Ley de 31 de diciembre de 1945 sobre reorganización del Cuerpo Eclesiástico del Aire, BOE 4 (4 de enero de 1946).

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tres Cuerpos Eclesiásticos. Sobre su tramitación, Luis de Luna (seudónimo de Luís Martínez Fernández), Del cactus al madroño : un capellán castrense en la Villa y Corte, Palencia : Simancas, 2007, pp. 93-99 y pp. 135-146. En lo doctrinal, vid. Gloria M. Morán, «Evolución, análisis y consideraciones jurídicas sobre asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas : de una tradición multisecular a su regulación vigente», Revista Española de Derecho Militar 58 (1991), pp. 101-142; o José María Martí Sánchez, «Aspectos comunes y específicos de la asistencia religiosa en las Fuerzas Armadas», Revista Española de Derecho Militar 67 (1996), pp. 137-176. Cf. la comunicación de la Extensión de la Jurisdicción del Vicariato General Castrense a la Policía Nacional de 9 de julio de 1980; el Real Decreto 1145/1990, de 7 de septiembre, por el que se crea el Servicio de Asistencia Religiosa a las Fuerzas Armadas, BOE 227 (21 de septiembre de 1990); y la Disposición Final Cuarta de la Ley 17/1999, de 18 de mayo, de régimen del personal de las Fuerzas Armadas, BOE 119 (19 mayo de 1999), así como las diversas normas de desarrollo: Orden 376/2000, de 20 de diciembre, por la que se dictan normas sobre los sacerdotes y religiosos colaboradores del SARFAS, BOE (4 de enero de 2001) o las órdenes ministeriales 259/1999 y 62/2004, sobre uniformidad de los capellanes del SARFAS o la Instrucción del jefe de Estado Mayor del Aire sobre el funcionamiento del SARFAS. Nobleza obliga y consideramos conveniente aportar nuestro testimonio personal respecto de la labor de la Jurisdicción Eclesiástica Castrense y que hemos apreciado en la persona del capellán castrense Francisco Serrano, antiguo páter del Rgto. Infantería Mecanizada Saboya n.º 6 «El Terror de los franceses». En esta unidad tuvimos el honor de servir en 1992 como alférez de complemento (IMEC). La Fe de este cura, su cariño y su sentido del humor han permanecido imborrables en nuestro ánimo: ¡aquellas procesiones llevando en andas a la Virgen Inmaculada en las madrugadas del diciembre extremeño...! Testimonio personal de algunos españoles desplazados a misiones internacionales: el guardia civil Juan Antonio Martín Ganado, que sirvió en Bulgaria y Bosnia-Herzegovina, en los años 1996 y 1997; el guardia civil Manuel Liñán Pérez, que estuvo en Bosnia en el año 2001 y 2002; y Luis Miguel Francisco Valiente, que también estuvo en Bosnia en 1993, como cabo 1.º de Caballería, y en 1998, 1999 y 2000, como sargento 1.º Testimonio de Luis Miguel Muñoz Ríos en Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo, «Al servicio de la fe y de la Iglesia en España», Alfa y Omega 666 (3 de diciembre de 2009), pp. 3-4. Entre otras fuentes, Religión confidencial [en línea], <www.religiónconfidencial.com>, passim, así como la «“Apuntes para un Estatuto Internacional del Capellán Castrense”, ponencia de José María Contreras en la Conferencia Internacional de Jefes de Capellanes Militares» [en línea], Arzobispado Castrense de España, <http:// www.arzobispadocastrense.com/arzo/component/ content/article/36-2010-febrero/386-qapuntes-paraun-estatuto-internacional-del-capellan-castrenseq-ponencia-de-jose-maria-contreras-en-la-conferencia-internacional-de-jefes-de-capellanes-militares-.html> [15 de febrero de 2010].

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Apuntes histórico-jurídicos sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense

(34) Reglamento Provisional del Cuerpo Eclesiástico del Ejército, Diario Oficial del Ministerio del Ejército [DOME] 191 (25 de agosto de 1942) —los artículos 12 y 17 son los citados—; Decreto por el que se establecen las previsiones del Cuerpo Eclesiástico de la Armada, DOME (24 de junio de 1941); Reglamento de Uniformidad de 27 de enero de 1943, DOME 24 (30 de enero de 1943); Orden de 1 de julio de 1944 sobre haberes de Capellanes Militares, DOME 147 (2 de julio de 1944)... Los respectivos reglamentos orgánicos de los Cuerpos Eclesiásticos de la Armada y del Ejército del Aire se aprobaron en 1947. (35) Para un amplio desarrollo de este tema, vid. la tesis doctoral del autor, El Servicio Religioso en la Campaña de Rusia. Capellanes castrenses y religiosidad en la División Azul, Legión Azul y Escuadrillas Azules (19411944), defendida en la Universidad San Pablo CEU en noviembre de 2009. (36) Respecto de las negociaciones entre España y el Vaticano sobre la Jurisdicción Castrense en las que intervienen el embajador en la Santa Sede, el ministro de Asuntos Exteriores, el nuncio y el secretario de Estado, cf. Archivo Fundación Nacional Francisco Franco, 373 (Rollo 5), 13483 (Rollo 116), 13697 (Rollo 116), etc. Luis Alonso Muñoyerro, La Jurisdicción Eclesiástica Castrense en España, Madrid : Vicariato General Castrense, 1955, pp. 19-81. (37) A los pocos meses de ocupar Benavent la sede se promulgó la Orden de 22 de noviembre de 1978 por la que se determina la estructura y funciones del Vicariato General Castrense, BOE 287 (1 de diciembre de 1978). Esta norma mantuvo el Vicariato sin cambios, que no se producirán hasta una década más tarde. (38) Acuerdos entre la Sante Sede y el Estado Español de 3 de enero de 1979 [en línea], Santa Sede <http:// www.vatican.va/roman_curia/secretariat_state/archivio/documents/rc_seg-st_19790103_santa-sedespagna_sp.html> [20 de noviembre de 2009]. (39) Constitución Apostólica de Juan Pablo II Spirituali Militum Curae, sobre la asistencia espiritual a los militares, de 21 de abril de 1986, [en línea], Santa Sede <http:// www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/apost_constitutions/documents/hf_jp-ii_apc_19860421_spirituali-militum-curae_sp.html> [20 de noviembre de 2009]. (40) A diferencia de etapas anteriores en que la Jurisdicción Castrense se nutría de sacerdotes procedentes de las diócesis territoriales españolas, en la actualidad el Ordinariato Castrense cuenta con un seminario, el Colegio Sacerdotal Juan Pablo II, erigido por monseñor Estepa y que promueve cada año a unos pocos de sus alumnos, civiles o militares, a las Sagradas Órdenes, sin perjuicio de que el arzobispo pueda seguir incardinando a sacerdotes de otras jurisdicciones. (41) Sentencia del Tribunal Constitucional 24/1982, de 13 de mayo, por la que se resuelve, desestimándolo, el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Grupo Parlamentario del PSOE contra la Ley 48/1981, de 24 de diciembre, sobre clasificación de mandos y regulación de ascensos para los militares de carrera en el Ejército de Tierra, BOE (9 de junio de 1982). (42) Ley 17/1989, de 19 de julio, reguladora del personal de las Fuerzas Armadas, BOE 172 (20 de julio de 1989); su Disposición Final 7.ª declara a extinguir los


Los papeles de la Junta Manuel Martorell Doctor en Historia por la UNED y Licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha reconstruido la biografía de Jesús Monzón : el líder comunista olvidado por la Historia (2000), y ha participado en obras como El exilio republicano navarro en 1939 (2002) o Mujeres que la Historia no nombró (2004), donde se reconstruyen las biografías de militantes carlistas y comunistas de Navarra. También ha colaborado en las obras difundidas por el diario El Mundo sobre la Guerra Civil y el franquismo (La Guerra Civil mes a mes, 2005, y El franquismo año a año, 2006). Como periodista, está especializado en Oriente Medio, destacando sus obras Los kurdos : historia de una resistencia (1991) y Kurdistán, viaje al país prohibido (Foca, 2005).

Por lo general, los trabajos históricos que tratan la represión contra los seguidores del Frente Popular en Navarra suelen atribuir, en gran medida, tales hechos al Requeté o, en su defecto, al conjunto de fuerzas que apoyaron la sublevación militar de 1936. Sin embargo, en estas investigaciones tam­

bién suele ser normal no profundizar o detallar si, por ejemplo, dentro del carlismo hubo actitudes diferentes que, por su significativo valor, es ne­ cesario destacar o si conviene delimitar las posi­ ciones que en este asunto mantuvieron carlistas, falangistas, la Guardia Civil o el Ejército.

RESUMEN

SUMMARY

Al hablar de la sangrienta represión durante la Guerra Civil, se suele responsabilizar de forma genérica al carlismo y, concretamente, a los requetés, de ser el brazo ejecutor del mando militar, sobre todo en la región de Navarra. Sin embargo, un detallado análisis de la numerosa documentación correspondiente a la Junta Central Carlista de Guerra, que se conserva en el Archivo Real y General de Navarra, evidencia que estos hechos se desarrollaron de forma mucho más compleja. Por un lado, las quejas de las autoridades militares indican un funcionamiento relativamente autónomo de esta Junta; por otro, las denuncias elevadas a este organismo por las agrupaciones locales de la Comunión Tradicionalista muestran que la participación de las mismas en este tipo de represalias fue limitada, por lo que difícilmente se puede extender al conjunto del carlismo la responsabilidad de tales hechos.

On having spoken about the bloody repression during the Civil war, usually it’s making responsible for generic form to the Carlism and, concretely, to the Carlist militiamen, of being the enforcement forces of military command, especially in the Navarra region. However, a detailed analysis of numerous documents to the Junta Central Carlista de Guerra, preserved in the Royal and General Archive of Navarra, evidence that these events were more complex. On the one hand, complaints of the military authorities indicate a relatively autonomous action of the Junta, on the other hand allegations raised to this organization from local groups of the Traditionalist Communion show that their participation in such acts was limited and for this reason it’s very difficult to extend the responsibility for these events to whole Carlism.

PALABRAS CLAVE

KEY WORDS

Denuncias - Ejecuciones - Guerra Civil española - Intercesiones - Junta Central Carlista de Guerra - Manuel Fal Conde - Represalias - Requetés.

Carlist militiamen - Complaints - Executions - Intercessions - Junta Central Carlista de Guerra - Manuel Fal Conde - Reprisals - Spanish Civil War.

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Aún resulta más sorprendente que tanto en esta obra como en la práctica totalidad de las publi­ cadas sobre esta materia no se haga referencia a la documentación de la Junta Central Carlista de Guerra —nombre que recibía la Junta car­ lista con sede en Pamplona— conservada en el Archivo Real y General de Navarra, que, por cierto, se encuentra ubicado en el antiguo pa­ lacio, ahora recuperado y restaurado, desde el que Mola dirigió la insurrección contra el Go­ bierno republicano. La disección de estos do­ cumentos permite no sólo ampliar los trabajos realizados hasta ahora sino, sobre todo, delimi­ tar el diferente grado de responsabilidad que en estos hechos tuvieron los distintos sectores del carlismo navarro e, incluso, acotar la acti­ tud que, en esta materia, mantuvieron la citada Junta navarra y la Junta Nacional presidida por Manuel Fal Conde. El citado fondo documental está formado por 12 cajas archivadoras, numeradas de la 51.178 a la 51.189, que contienen tanto la correspon­ dencia recibida por ese organismo como las actas o asuntos tratados en las reuniones perió­ dicas de sus miembros. A su vez, cada caja está dividida en carpetas, donde se amontonan, sin orden ni concierto, todo tipo de documentos, desde meros trámites hasta consideraciones so­ bre la situación del bando nacional y el papel político que el carlismo debía tener. Abundan, por ejemplo, solicitudes de padres buscando un mejor destino para su hijo; también se regis­ APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 82-94

tran muchas quejas sobre la actuación de otras fuerzas políticas, casi en su totalidad referentes a Falange Española; pero, de la misma forma, se pueden ver numerosos casos de denuncias contra militantes o simpatizantes del Frente Popular y del nacionalismo vasco, así como in­ tercesiones por personas que se encuentran de­ tenidas o amenazadas.

Algunos de los documentos indican que la Junta Central Carlista de Guerra funcionó con gran autonomía respecto a la Falange y, lo que es más sorprendente, respecto a los mandos mi­ litares. En este sentido, son varias las comuni­ caciones de la Comandancia Militar llamando al orden a la Junta. La primera de ellas corres­ ponde al 20 de agosto de 1936, fecha en que se deja constancia de que, a su vez, se ha transmi­ tido una circular castrense a Esteban Ezcurra, en su calidad de jefe de requetés para el ámbito geográfico de Navarra, con la amenaza explí­ cita de juzgar sumariamente a quienes actúen al margen de las autoridades militares. Al mes siguiente, el 14 de septiembre, será el gober­ nador civil, Modesto Font, quien se dirija a los miembros de la Junta recordándoles otro oficio del 21 de agosto prohibiendo, además de los actos de violencia, las destituciones, nombra­ mientos, multas o cualquier tipo de castigo sin la correspondiente autorización superior.

Fachada principal de la «Capitanía», epicentro de la sublevación militar del 18 de julio bajo la dirección de Mola. Se trata de un antiguo palacio medieval utilizado por los reyes de Navarra que, restaurado, alberga hoy al Archivo donde están depositados los «papeles de la Junta».

Pero el escrito más revelador de que la Junta seguía actuando a finales de 1936 por su cuenta tiene fecha de 17 de noviembre. El documento, en realidad, es una respuesta de la máxima instancia militar en Navarra a una queja de la 83

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Esto es lo que ocurre con la obra Navarra 1936 : de la esperanza al terror, sin lugar a dudas la principal, más voluminosa y mejor documen­ tada sobre estos hechos en territorio navarro. Se trata de una impresionante recopilación de testimonios que, comarca por comarca, pueblo por pueblo, va reconstruyendo lo ocurrido, fun­ damentalmente, en los primeros meses de la guerra. Pese a esta innegable aportación docu­ mental y reconocer que los voluntarios reque­ tés de los frentes estuvieron al margen de los asesinatos, no entra a analizar hasta qué punto fueron relevantes, dentro del carlismo navarro, esas actitudes que se opusieron a las ejecucio­ nes, se negaron a participar en las mismas o, bien, intercedieron por personas amenazadas también en la retaguardia (1).


Junta por haberse autorizado que «los señores Martínez de Ubago, Burgaleta y Archanco» cru­ zaran la frontera con Francia. Según explica el coronel gobernador militar, se entregaron los correspondientes salvoconductos a la vista de que la Junta no controlaba a «ciertos elemen­ tos» de su milicia, ya que se tenía constancia de que, habiendo dado autorización a otra persona para viajar a San Sebastián, ésta había desapa­ recido tras ser detenida por «unos individuos que, al parecer, eran requetés».

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Los miembros de la Junta Central Carlista de Guerra de Navarra. De izquierda a derecha y de pie: José Úriz, Víctor Eusa, Blas Inza, Javier Martínez Morentin, Ricardo Arribillaga y Víctor Morte. Sentados: Marcelino Ullibarri, Joaquín Baleztena, José Martínez Berasáin y Eleuterio Arraiza.

A renglón seguido, el coronel gobernador añade que los beneficiarios del salvoconducto, pese a gozar de libertad, habían sido amenazados y «hasta se había pretendido detenerlos por in­ dividuos del Requeté, no obstante las órdenes que sobre el asunto tengo dadas». Por esa ra­ zón, contesta el mando militar, había decidido autorizar su marcha, recogiendo «así el clamor de la opinión sana de Navarra, que ve con dis­ gusto las extralimitaciones que se han come­ tido y [para] evitar la repetición de hechos que dicen poco a favor de los que, al socaire de las actuales circunstancias, no vacilan en cometer actos merecedores de graves sanciones» (2). Estas palabras plantean la duda de si la Junta carlista controlaba realmente la actuación de sus propios piquetes armados, hecho que, en ese caso, abriría las puertas a la hipótesis de que, tal y como se suele hacer respecto a las zonas bajo control del Gobierno republicano, en Navarra parte de las ejecuciones se realiza­ ron en una coyuntura que permitió la actua­ ción impune de grupos armados a pesar de las indicaciones de sus propios jefes.

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En relación con el carlismo es ilustrativa, en este sentido, la amarga queja de Dolores Balez­ tena porque la nota publicada el 24 de julio por su hermano Joaquín en calidad de jefe re­ gional de Navarra no era cumplida por todos. «La guerra —dice Lola Baleztena— trae consigo ocasiones de manifestar grandes virtudes, mas desgraciadamente también agudiza y mueve bajas pasiones. Arrastrados por ellas, algunos, animados de un celo reprobable, creyeron ha­ cer actos de servicio denunciando a enemigos y hasta tomándose la justicia por su mano». Y re­ firiéndose, en concreto, al citado llamamiento, añade: «¡Lástima no fuera obedecida esta nota tan llena de nobleza, calificada por algunos de vaselina! El señor Obispo le felicitó por ella. De haberlo sido [obedecida], no hubiéramos tenido que lamentar actos indignos realizados por, quienes huyendo del peligro de la vanguar­ dia, se creían valientes actuando cobardemente en la retaguardia» (3). El «caso Lizarza» El dramático proceso seguido contra Francisco Lizarza, un destacado carlista que colaboraba con la Junta, es otro revelador caso que eviden­ cia más el descontrol en las actuaciones que su rígida centralización. Lizarza, que pese a la coin­ cidencia del apellido no tenía parentesco con el autor de Memorias de la Conspiración, fue ejecutado por sus propios compañeros a pesar de existir orden de la Junta para que fuera en­ tregado a las autoridades militares. Lo más sor­ prendente del caso es que, de acuerdo con las referencias existentes en este fondo documen­ tal, el proceso a Lizarza duró más de dos me­ ses sin que las autoridades civiles y militares de Navarra tuvieran conocimiento del mismo (4). Este carlista de Huarte, conocido pelotari, escondió en su casa de la avenida Carlos III durante los meses de julio y agosto a dos des­ tacados dirigentes del Frente Popular: Jesús Monzón Repáraz, líder del Partido Comunista, y al ugetista José Arrastia. Ambos consiguieron, con la ayuda de Lizarza, pasar la frontera para realizar un intercambio en el País Vasco-francés con dos empresarios navarros que se encon­ traban en Guipúzcoa. Según se desprende de una carta enviada el 3 de septiembre por Rai­ mundo García, director del Diario de Navarra, APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 82-94


Pese a las advertencias de Monzón y Arrastia de que podrían tomar represalias contra él, Lizarza regresa a Pamplona tras conseguir el canje. Detenido, se inicia una especie de con­ sejo de guerra en el que participa Antonio Ubi­ llos, que era abogado fiscal de la Audiencia Te­ rritorial, como ponente fiscal del sumario (5). Ubillos, de acuerdo con la decisión tomada por la Junta el 11 de noviembre de 1936, tenía la facultad de realizar las diligencias que estimara convenientes, contando para ello con la cola­ boración de los tenientes de Requetés Benito Santesteban y Vicente Munárriz. Estas diligencias se realizan el mes de noviem­ bre, ya que los días 2 y 5 de diciembre los miembros de la Junta debaten si deben con­ tinuar el proceso. En la primera sesión, tanto Martínez Berasáin como Ulibarri defienden que el asunto sea entregado a la autoridad mi­ litar ya que, en su opinión, la Junta no tiene competencias judiciales y debe ser esa autori­ dad quien «enjuicie y sancione de forma legal». Inza y Martínez de Morentín, por el contrario, defienden que se siga procediendo como se había hecho hasta entonces. En un momento dado, Arrivillaga pide que se realice una vota­ ción. Morte y Gómez Itoiz se unen al voto de Martínez Berasáin y Ulibarri, mientras Arraiza prefiere volver al principio del proceso. Ante la diversidad de las posiciones, Martínez de Mo­ rentín pide un aplazamiento para meditar me­ jor el voto definitivo. A la siguiente sesión, celebrada el día 5 de di­ ciembre a las 7 de la tarde, acuden Martínez Berasáin, Morte, Inza, Gómez Itóiz y Ulibarri (el nombre de Martínez de Morentín aparece tachado). Tras recordar que en esta reunión deben «ultimar definitivamente esta cuestión», APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 82-94

Inza informa que, justo el día anterior, los in­ tegrantes de la antigua Junta Regional habían resuelto que la aplicación de la justicia era competencia exclusiva de la autoridad militar. Se cita el detalle de que se había aprobado transmitir tal resolución a los mandos militares, no habiendo quedado claro, según manifiesta alguno de los presentes, si esta comunicación se debía hacer por escrito o de palabra. Final­ mente, los miembros de la Junta deciden que se traslade a la Comandancia Militar tanto al propio Francisco Lizarza, que se encuentra de­ tenido en el cuartel de Escolapios, como los in­ formes elaborados en el «consejo de guerra». Formación de requetés en la plaza del Castillo de Pamplona ya preparados para embarcar en los convoyes que les llevarán a los frentes.

El 24 de enero, la Junta confirma el traslado de todas las actuaciones practicadas a Santes­ teban y Munárriz para que, a su vez, actúen de acuerdo con la resolución del 5 de diciembre. Al día siguiente, Benito Santesteban confirma a la Junta, a través de su secretario, José Uriz, que ha recibido «las actuaciones practicadas contra Don Francisco Lizarza y Martínez de Morentín con motivo de un canje de rehenes llevado a cabo por dicho Sr. Lizarza y el acuerdo adop­ 85

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a Martínez Berasáin, presidente de la Junta, se estaban concretando las negociaciones para el citado intercambio, ya que Francisco Lizarza le solicitaba en otra carta remitida desde el Hotel de L’Europe (Biarritz) que viajara a esta loca­ lidad vascofrancesa para participar en las mis­ mas. Raimundo García, de acuerdo con este documento, ni siquiera respondió a la requisi­ toria de Lizarza sino que, por el contario, puso a la Junta al tanto de lo que estaba ocurriendo.


Momento del embarque en autobuses, el 19 de julio hacia las 8 de la tarde, según se dice en el dorso de la fotografía, de los requetés navarros que partirán hacia Somosierra.

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tado por esta la mencionada Junta de Gue­ rra con fecha de 23 de enero acerca de dicho asunto». Se entiende, por lo tanto, que Santes­ teban y Munárriz tienen que entregar todo a la Autoridad Militar. Sin embargo, Lizarza será ejecutado en las proximidades del cementerio de Lezáun, asistiendo como confesor Mónico Azpilicueta, quien un tiempo después revelará lo ocurrido a la viuda, que seguía esperando a su marido. Con la colaboración de este cura carlista, el cuerpo de Lizarza será exhumado, comprobando su identidad gracias al reloj que llevaba cuando fue ejecutado. Según detalló Jaime del Burgo Torres, todavía tuvo la viuda la entereza de insertar una esquela en El Pensamiento Navarro (6). El 15 de marzo de 1937, sólo un mes antes del Decreto de Unificación, aparece una nueva evidencia de que la Junta seguía actuando de forma autónoma respecto al mando militar. Con esa fecha se recibe una queja del general Mola porque, en su opinión, algunos miembros del «Partido Carlista» no están actuando correc­ tamente en lo que concierne a la depuración de funcionarios (7). La nota es transmitida personalmente por los tenientes Santesteban y Munárriz, que se presentan ante la Junta acom­ pañados por Maiz, secretario civil de Mola. Según el general Mola, tanto en la Diputación como en el Ayuntamiento, la actuación «contra sus empleados» deja mucho que desear, hasta 86

el punto de afirmar que «en Navarra no se hace nada». La Junta, según consta en la sesión co­ rrespondiente al 15 de marzo, «toma nota» y envía una carta al Ayuntamiento para que ac­ túe en consecuencia. La policía del Requeté Durante estos primeros meses de la guerra, la Junta contó con su propia policía, siendo cita­ dos de forma expresa en varias ocasiones los «policías requetés» Jaime Larrea Zufía, Ángel Sagardia Caricaburu y Miguel Goñi Apari­ cio que, con fecha de 4 de noviembre y aun siguiendo adscritos al citado organismo, pa­ san a depender operativamente del comisario de Vigilancia de Pamplona, de acuerdo con lo dispuesto en «el decreto de 6 de octubre del Estado español». Junto a ellos, existía la fuerza del requeté auxiliar que estaba a las órdenes de Santesteban y Munárriz, a los que la mayo­ ría de los testimonios señalan como principal brazo ejecutor de los fusilamientos en los que intervinieron requetés. Es precisamente esta fuerza de «segunda línea» la que acude al Consejo de la Tradición (el «parlamento» de la Comunión Tradicionalista) para, a decir de algunos delegados provinciales, coaccionar a los asistentes en la trascendental decisión de respaldar o no el proyecto de Unifi­ cación con Falange ideado por Franco y Serrano Suñer. Tal y como también queda constancia en APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 82-94


También sorprende que los numerosos casos de denuncias no formen un archivo específico ni que se elabore una lista de sospechosos a los que detener, a no ser que el citado equipo policial tuviera el suyo propio y lo hubiera in­ corporado a la Comisaría de Vigilancia cuando en noviembre del 36 comenzó a depender del Gobierno Civil. Este hecho, sin embargo, re­ sulta improbable ya que no aparecen rastros de un archivo o lista de este tipo sino que, por el contrario, las denuncias permanecen en las car­ petas siguiendo el orden cronológico con que eran elevadas a la Junta. Aparte de algunos informes de carácter general que solicita la Junta a determinadas localidades o que llegan a ésta por iniciativa de las orga­ nizaciones locales, sólo en una ocasión consta la intención de elaborar una amplia lista con el expreso objeto de tomar represalias contra sus integrantes. Esta iniciativa queda registrada en la sesión correspondiente al 9 de enero de 1937. Según se explica en el acta, en plena reunión se incorporó Ulibarri acompañado de Santesteban. Ambos exponen la conversación que acaban de mantener con el gobernador militar de Navarra sobre «los vandálicos y san­ grientos crímenes» perpetrados en las prisiones de Bilbao, en cuyo asalto murieron más de 200 reclusos, entre ellos muchos de origen navarro. Se propone «actuar con energía y rapidez», encomendando al citado teniente que elabore «una lista de personas que todavía no estén de­ tenidas para proceder a su detención, sin per­ juicio de actuar, también, contra aquellas otras que permanezcan recluidas en la Cárcel de esta Ciudad y Fortaleza de San Cristóbal». De las intervenciones que provoca esta iniciativa des­ taca la de Ulibarri, quien recuerda que en esa lista no pueden figurar los hermanos Irujo y Ubago, ya que el gobernador militar tiene pro­ hibido intervenir contra ellos. En su opinión, APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 82-94

debe ser la autoridad militar quien actúe y que, sólo en el caso de que no lo haga, se debe se­ guir otro procedimiento, no dejando de adver­ tir que la Junta no puede saltarse las leyes para imponer justicia ni actuar de la misma forma que «los rojos» (9). De la documentación se desprende que la lista se llegó a elaborar aun­ que ni aparece registrada ni se llevó a cabo la venganza colectiva, bien porque los ánimos se enfriaron, bien porque otras autoridades lo im­ pidieron (10). Lo que sí queda claro en algunos de estos do­ cumentos es que, además del enfrentamiento político con la Junta Nacional de Fal Conde, la Junta navarra tiene una posición distinta a la Nacional respecto a las iniciativas para hu­ manizar la guerra y, de forma concreta, en la política de canjes. Al cotejar diferentes archivos —el de la Familia Borbón-Parma en el Archivo Histórico Nacional, el de Manuel Fal Conde en la Universidad de Navarra y el que sirve de base al presente trabajo—, se evidencia que fue la Junta dirigida por Martínez Berasáin la que hizo fracasar en diciembre de 1936 el Canje General auspiciado por la Junta Nacional, que suponía el intercambio de todos los rehenes y detenidos entre el Gobierno vasco y el Go­ bierno de Salamanca (11).

Que el enfrentamiento entre estos dos sectores del carlismo venía de lejos se puede comprobar en algunos rastros dejados por la documenta­ ción. Uno de ellos se refiere a la protesta por la actuación del «señor Múgica», miembro de la Junta Carlista de Guipúzcoa, quien a finales de agosto había puesto en libertad a la familia

Dos voluntarios carlistas en la despedida de sus familiares antes de salir para el frente. Uno de ellos lleva, sobre la camisa, el Corazón de Jesús.

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Los papeles de la Junta

algunas comunicaciones, varios representantes denunciaron ante Manuel Fal Conde, que se en­ contraba en Portugal expulsado por Franco, su actitud coactiva a favor de las tesis favorables a la Unificación defendidas por la Junta navarra, consiguiendo así inclinar la balanza contra la Junta Nacional, opuesta a la fusión (8).


del dirigente socialista navarro Constantino Sa­ linas sin contar con la autorización de la Junta navarra, que, por su parte, asegura que estaba realizando gestiones para intercambiar a estos rehenes por «significadísimas personas nava­ rras de derechas detenidas en la Cárcel de San Sebastián». El otro caso tiene que ver con las actividades de Rafael Olazábal, estrecho colaborador de Ja­ vier de Borbón y de la Junta Nacional. Olazábal se había presentado el 7 de agosto en la cárcel de Tafalla con una orden de libertad para José Alfaro Cillero, destacado miembro del Frente Popular y candidato por esta coalición al Ayun­ tamiento. Olazábal, que iba acompañado por Antonio Archanco y un piquete de requetés, se llevó al detenido en dirección a Francia «para una comisión», tal y como informó a la Junta un responsable de la Comandancia Militar. De­ bido a estas actividades, la Junta navarra pre­ sentó ante la Junta guipuzcoana una protesta formal, advirtiendo que Olazábal no podía ac­ tuar de nuevo en territorio navarro sin su per­ miso. Finalmente, el carlista guipuzcoano sería denunciado por personas cercanas a la Junta navarra, detenido, encarcelado en Vitoria y tras­ ladado a Burgos, donde fue puesto en libertad tras la intervención urgente de otros miembros de la Junta Nacional, que no salían de su asom­ bro por lo ocurrido (12).

Los papeles de la Junta

Las denuncias locales Pero si en este asunto no se puede hablar de que existiera la misma actitud entre la Junta Nacio­ nal y la navarra, mucho menos, de acuerdo con este fondo documental, se puede extender la responsabilidad de lo que hizo la Junta de Pam­ plona a las organizaciones locales y comarcales del carlismo, que hasta la auto-constitución de la citada Junta habían estado representadas por la Junta Regional presidida por Joaquín Balez­ tena, que a partir del 20 de julio de 1936 quedó solapada por la de Martínez Berasáin. Esta es otra de las conclusiones que se infieren después de haber consultado los numerosos in­ formes y cartas enviadas por las distintas loca­ lidades a la nueva cúpula del carlismo navarro. Teniendo en cuenta sólo aquéllas de las que se desprenden actos contra algún vecino, nos 88

encontramos con que este tipo de documen­ tos son remitidos por 46 localidades navarras, cuando el carlismo tenía entonces núcleos or­ ganizados en más de 150 pueblos (13). Aunque hubo localidades como Etxarri Aranaz donde no se generaron estos escritos y en los que, sin embargo, existe constancia de la actuación re­ presiva de los requetés, por lo general donde no hubo denuncias tampoco hubo represalias. De acuerdo con ello, en casi el 70% de los pueblos donde había militantes o simpatizantes con ca­ pacidad para elevar el correspondiente informe, solicitud o denuncia no se tomaron iniciativas en este sentido. Respecto a este tipo de escritos, el fondo do­ cumental conserva seis informes generales rea­ lizados sobre Lumbier, Pitillas, Pueyo, Obanos, Valcarlos y Valtierra, dos de los cuales —el de Valtierra y el de Pueyo— se elaboran a petición de la Junta para confirmar denuncias previas. Además, se pueden contabilizar hasta quince localidades más donde surgen denuncias gené­ ricas sobre personas, destacando entre ellas las elaboradas por la unidad del Requeté acanto­ nada en Burguete. En otros escritos se propone la destitución en sus cargos de medio centenar de personas; en treinta casos se solicita el des­ tierro o expulsión de sus localidades, incluido el traslado de religiosos o sacerdotes nacionalis­ tas a otras parroquias, como ocurre con los de Artozqui, Aldaz o Vidaurre, cuatro pasionistas de Tafalla, un escolapio de Irache y varios reli­ giosos más de Estella y Pamplona. En este asunto hay que puntualizar el caso del colegio de Lecároz, del que queda registrada una lista de monjes capuchinos para su depura­ ción. El diario del padre Gumersindo de Este­ lla, que fue uno de los afectados por este tipo de medidas, da luz a la forma en que se elaboró la citada lista. Gumersindo de Estella, en su impresionante testimonio sobre los fusilados a los que asistió espiritualmente en Zaragoza a lo largo de toda la guerra (14), responsabiliza de la misma al sector de la orden capuchina con­ trario a crear una Provincia Capuchina Vasca que incluyera Navarra. De forma concreta, ex­ plica que él fue enviado urgente y expeditiva­ mente a Zaragoza por sus superiores para im­ pedir que hablara con los miembros de la Junta APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 82-94


La conocida nota de Joaquín Baleztena, aún en funciones como Jefe de la Junta Regional, exigiendo que no se cometan actos de violencia. La Junta Regional sería sustituida por la denominada Junta Central Carlista de Guerra.

Cuarenta y tres denuncias más del fondo docu­ mental se refieren a la necesidad de proceder a incautaciones, sanciones o multas de carácter económico, incluida una fábrica de tejidos que Francisco Goñi tiene en el barrio de San Juan para dedicarla al esfuerzo bélico. De otra vein­ tena de comunicaciones se desprende el apre­ samiento efectivo o una solicitud de detención, mientras que en un número de documentos algo menor se evidencia el deseo explícito o ve­ lado de infligir algún tipo de castigo utilizando expresiones como la de «dar un escarmiento». En total, en todos estos documentos enviados por las organizaciones locales a la Junta Central se cita a 244 personas, sobre las que se toma o se tiene intención de tomar algún tipo de represalia. Si estos nombres se cotejan con las listas publicadas hasta ahora con el mayor nú­ APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 82-94

mero de ejecuciones, existe coincidencia en 22 casos, si se incluye la lista de Pamplona, y en 16 casos si solamente se tienen en cuenta las co­ rrespondientes a los pueblos donde se generan las denuncias (16). Esto, obviamente, no quiere decir que la respon­ sabilidad de la Junta se limite a estos casos de ejecuciones, sino que las denuncias generadas por las organizaciones locales del carlismo, que forman el grueso de este fondo documental, no tienen como consecuencia la muerte de perso­ nas y, por lo tanto, difícilmente se puede man­ tener, al menos de forma tan genérica como se ha hecho, que el carlismo histórico —aquel que estaba fuertemente implantado en las zonas ru­ rales de la Navarra media y septentrional— fue a la guerra con la intención de aniquilar física­ mente al enemigo. De esta documentación igualmente se des­ prende que la existencia de las denominadas «juntas de la muerte», compuestas por todas las fuerzas nacionales y encargadas de aplicar la re­ presión en las zonas rurales, no fue sistemática ya que, pese a la copiosa correspondencia exis­ tente, prácticamente no se hace referencia a este tipo de juntas, ni siquiera para recabar di­ rectrices sobre su composición, funcionamiento o planteando los lógicos problemas que debían 89

Los papeles de la Junta

y desmontara así «el tinglado armado por los frailes». Según detalla este religioso, sus supe­ riores le obligaron a coger de forma precipitada el primer tren con destino a la capital arago­ nesa, prácticamente sin poder hacer la maleta, para que no tuviera tiempo de ponerse en con­ tacto con Martínez de Berasáin, quien le había aclarado que en la Junta no existía documento incriminatorio alguno contra él, especificándole que tampoco lo habría en el futuro (15).


Los papeles de la Junta

Estos dos mapas permiten comparar, siempre desde el punto de vista local y comarcal, la influencia del carlismo en Navarra y el número de ejecuciones durante los primeros meses de la Guerra Civil. El mapa de la izquierda, publicado en la obra de Manuel Ferrer Muñoz sobre las elecciones en el periodo republicano, corresponde al voto de la Coalición Católico-Fuerista en junio de 1931, hegemonizada por un carlismo que mantenía su histórica presencia en el mundo rural navarro. El de la derecha está publicado en Navarra 1936 : de la esperanza al terror para mostrar gráficamente la cantidad de ejecuciones. En el de la izquierda las zonas más oscuras indican la mayor influencia del carlismo; en el de la derecha, las zonas más oscuras indican el mayor número de ejecuciones. En líneas generales, comparando los dos mapas, a medida que aumenta la presencia del carlismo disminuyen las ejecuciones.

91-100% 81-90% 71-80% 61-70%

Menos del 5‰

51-60% 41-50% 31-40% 21-30%

Entre el 5‰ y el 15‰ Más del 15‰

11-20% 0-10%

surgir en su actuación. Tampoco quiere decir esto que no existieran, ya que se tiene cons­ tancia de ellas, sobre todo en la Ribera y Zona Media, sino que su implantación fue limitada, al menos en los pueblos con fuerte presencia del carlismo. Sí quedan, por el contrario, registrados y en gran cantidad, los enfrentamientos con las otras fuerzas nacionales, sin excluir al propio Ejército, Guardia Civil y la Legión, aunque de forma prioritaria con Falange Española, orga­ nización que de forma constante es conside­ rada, dada la agresividad de su actuación, una amenaza para la pervivencia del carlismo en el mundo rural. Los choques con los «camisas azules» son tan numerosos que la Comandan­ cia Militar advierte a las dos milicias —la car­ lista y la falangista— que serán disueltas si no cesan los enfrentamientos, un hecho que hará en la práctica imposible la colaboración mutua en muchos lugares (17). El mapa de las ejecuciones El caso de Artajona es muy sintomático sobre el modus operandi que pudo tener la represión en aquellas localidades con hegemonía política del carlismo, donde los jefes locales impidieron, en sintonía con la nota de Baleztena, las repre­ salias sangrientas. Concretamente en Artajona,

90

No hubo fusilados

junto a la Comunión Tradicionalista, existía un fuerte núcleo de izquierda que dirigía la So­ ciedad de Corralizas, a cuyo frente destacaban Luis Armendáriz y Javier Domezain. Ambos son objeto de amenazas, incautaciones e in­ cluso ataques a sus domicilios, acciones estas últimas que serán denunciadas, paradójica­ mente, por la Guardia Civil de la localidad. Luis Armendáriz, en concreto, fue detenido a comienzos de agosto cuando se encontraba en el hotel El Cisne de Pamplona, llevando con­ sigo gran cantidad de documentos pertenecien­ tes a la citada sociedad. En las cajas de la Junta se conserva igualmente una carta de varios re­ quetés exigiendo la «máxima pena» y «estricta justicia» contra las personas señaladas por su izquierdismo. De hecho, se llegó a elaborar una lista en la que figuran una veintena de nom­ bres, pero el castigo que se solicita para ellos es una multa. Curiosa y sorprendentemente, en el archivo se conserva una comunicación del secretario de la Junta, José Úriz Beriain, infor­ mando de que a Javier Domezain se le había concedido un salvoconducto para que nadie le molestara (18). Como en Artajona, en muchos pueblos de tra­ dicional predominio carlista apenas hubo eje­ cuciones, algo que se corresponde con la escasa existencia de denuncias con esta finalidad con­ APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 82-94


Fueron estas zonas de la Ribera donde creció vertiginosamente la Falange y donde actuaron con mayor intensidad los piquetes de esta orga­ nización, que apenas tenía presencia en Navarra antes de 1936. En el archivo de la Junta existe un revelador testimonio del jefe carlista de Ai­ bar, que se enzarza en una agria polémica con la Falange debido a que, con la colaboración de antiguos izquierdistas, se estaba haciendo con el control del pueblo, hasta el punto de que se atreven a llevar detenida al cuartelillo a su hija. Para contrarrestar la campaña de desprestigio de los falangistas, quienes están difundiendo por el pueblo que los carlistas quieren ani­ quilar a los simpatizantes del Frente Popular, el jefe carlista se limita a decir que, para ver cómo actúan unos y otros, «no hay más que dar una vuelta por la Ribera de Navarra», donde, en su opinión, se ha instalado un régimen «de terror» (21). En este sentido, también resulta significativo comprobar cómo, después de diseccionar los testimonios publicados en la voluminosa obra de Altaffaylla, no se llega a los 40 casos en los que se hace una clara y explícita referencia a la intervención del Requeté, mientras que las referencias a Falange se elevan al medio cente­ APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 82-94

nar, unas cifras que no guardan proporción con la diferencia abismal que existía entre ambas fuerzas respecto a su incidencia sociopolítica. Por el contrario, la práctica totalidad de los ca­ sos de intercesión, mencionando también de forma explícita la filiación política de quienes intervienen, tienen que ver con militantes o simpatizantes del carlismo (22). Intercesiones y contradenuncias Volviendo a «los papeles de la Junta», también se contabilizan al menos 59 casos de carlistas que, en otras tantas localidades, interceden por personas que han sido detenidas o acusadas de ser contrarias al Movimiento Nacional. Varios de estos casos salen al paso de denuncias presenta­ das por otros. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, cuando el carlista de Erro Carlos Oroz defiende al caminero Juan Arellano, de Agorreta, contra quien el alcalde había redactado un informe des­ favorable. Oroz asegura que Arellano, pese a sus ideas socialistas, antes había sido carlista y que la inquina del alcalde se debe a la defensa que ha­ cía el acusado de las tierras comunales, pidiendo en su misiva a Martínez Berasáin que «no haya venganzas que el tiempo parece propicio para ello a pesar de [ser] buenos católicos» (23). En otro gesto semejante, el capuchino Nicolás de Les (24) escribe una carta a la Junta con fe­ cha de 7 de septiembre, encabezada con los le­ mas «¡Viva Cristo Rey!» y «¡Viva España!», para aclarar las denuncias realizadas por el adminis­ trador del Manicomio, al que califica de «caci­ que absolutista», contra varios empleados que ya han sido detenidos. El religioso asegura que el administrador se ha «dado prisa y maña en cam­ biar de chaqueta» acusando a varios trabajadores de izquierdismo cuando él también lo era. «Sería lamentable ver privados de su empleo a tantos padres de familia, algunos completamente in­ ofensivos», por lo que solicita que «los deteni­ dos y encarcelados puedan lo antes posible re­ integrarse a su hogar», objetivo que cumple en la mayor parte de los casos. En la comarca de Basaburúa Mayor son Tiburcio Azpiroz, Juan Sasturain y el cartero de Jaunsarás, José Navarro, quienes interceden por el secretario del Ayun­ tamiento, al que otros vecinos acusaban de na­ cionalista. La Junta resuelve que las acusaciones eran falsas y así lo comunica a los denunciantes. 91

Los papeles de la Junta

servadas entre «los papeles de la Junta», pero que también se puede apreciar gráficamente si se comparan los mapas sobre los resultados de las primeras elecciones tras la proclamación de la II República (las de junio de 1931) (19) y las del índice (por mil) de fusilados publicado por Altaffaylla (20). Comparando estos dos gráficos se comprueba que cuanto mayor era la incidencia electoral de la Coalición CatólicoFuerista, hegemonizada por el carlismo, menor fue la cantidad de ejecuciones. Las ejecuciones, también en líneas generales, se concentraron fundamentalmente en la zona meridional de Navarra, en la ribera del Ebro, en unas comar­ cas donde el carlismo no tenía presencia his­ tórica (anterior a la II República) y donde el Requeté contó con militantes durante la Gue­ rra Civil debido al efecto de amalgama contra­ rrevolucionaria que atrajo hacia la Comunión Tradicionalista a numerosas personas que ne­ cesitaban un instrumento efectivo para hacer frente a la revolución.


Por su parte, las Margaritas de Goizueta en pleno salen en defensa de Sebastián Isurto quien, se­ gún aseguran, ha sido falsamente acusado de izquierdista. Para ellas, se trata de una simple venganza personal y, por lo tanto, manifiestan «su más enérgica protesta contra estas persecu­ ciones inicuas» y piden a la Junta que haga jus­ ticia contra las falsas acusaciones. De Goizueta sale también una de las últimas comunicaciones registradas, con fecha de 30 de mayo de 1937. En ella, José Manuel Gamboa, alcalde y «jefe lo­ cal del partido», intercede por Pedro Tomasena, de «conducta y moralidad intachables», rogando a la Junta que «ponga cuanto esté de su parte para que no se cometa con dicho señor ninguna arbitrariedad». Aunque reconoce su pasado na­ cionalista, el alcalde también explica que To­ masena se apartó de la «tendencia izquierdista» que había asumido el PNV, manteniendo una «honradez y hombría que nadie ni sus envidio­ sos enemigos pueden negar».

Los papeles de la Junta

Incluso aparecen casos de denunciantes que, al percatarse de las graves consecuencias que po­ día tener su decisión, deciden dar marcha atrás. Así ocurre con la Junta local de Pueyo que, con fecha de 10 de marzo de 1937, rectifica su escrito contra el juez municipal explicando que, en realidad, la denuncia la había puesto otra persona de su parte, rogando que retiren la carta denunciadora. Lo mismo pretende Re­ migio Murillo Iribarren, jefe de Negociado del Cuerpo de Correos, quien se desdice de su es­ crito fechado el 3 de septiembre de 1936 propo­ niendo la detención de los hermanos Martialay, los hermanos Navascués, José Maiza Hernández y Luis de Robles, para utilizarlos como rehenes en un hipotético intercambio con dos compa­ ñeros apresados en San Sebastián: Francisco Ja­ vier Asurmendi y Domingo Balda. Al ver que no se iba a producir el canje y que, por lo tanto, los rehenes quedaban en una de­ licada situación, envía otra carta aclarando que él no pretendía que se sacrificara «vida por vida» si los detenidos en la zona republicana eran ejecutados. «De manera alguna —insiste— deben sacrificarse sus vidas; únicamente debe utilizarse, si consiente la Comandancia Militar, su mediación para obtener el rescate. Si la Co­ mandancia Militar no cree necesaria esta me­ 92

diación, puede y debe, sin peligro, dejarse en li­ bertad inmediatamente a todos ellos». «Incluso —añade— me alegraría de contar en lo suce­ sivo a los detenidos (como rehenes) entre los compañeros, puesto que en su actuación como tales hay mucho de bueno». Tras esta carta, con fecha de 25 de septiembre de 1936 la Junta solicita la libertad de los hermanos Martialay y Navascués y de José Maiza Hernández. En algunas de estas cartas quedan reminiscen­ cias de la coincidencia política que había habido entre carlistas y nacionalistas hasta el fracaso del Estatuto de Estella cinco años antes. De otras, se desprende que el apoyo de muchos nacionalis­ tas navarros a la sublevación militar fue sincero y no únicamente para salvar la vida. Son espe­ cialmente significativas las dos remitidas por el abogado Manuel de Aranzadi. La primera, con fecha de 20 de julio de 1936, va dirigida al «Sr. Presidente del N.B.B. Iruña», anunciando su baja en el partido si no se aclaran las declaraciones del PNV apoyando al Frente Popular. La otra, al día siguiente, dice no «aguantar más» a los di­ rigentes del PNV, poniéndose a disposición de la Junta carlista. Por su parte, Ángel Lazcano García explica que él no tiene que abjurar de ideas anteriores como otros han hecho porque siempre defendió la reintegración foral plena, como los carlistas en la última guerra, y que por eso apoyó el estatuto Vasco-navarro «a cuya re­ dacción fuimos llamados diversos ciudadanos de todas las procedencias y, entre ellos, nuestro común amigo Ignacio Baleztena, que firmó, con los demás, el proyecto» (25). Esta actitud guarda relación con el progresivo distanciamiento que se había producido en los años republicanos entre sectores del naciona­ lismo navarro respecto a la línea revolucionaria del Frente Popular. De este periodo, aunque no figura en el archivo de la Junta, destaca la po­ sición de Arturo Campión. Dejando a un lado su todavía discutido respaldo al golpe militar, en abril de 1932 había mostrado por escrito su solidaridad con la familia Baleztena, cuya casa en la confluencia del paseo Sarasate con la cén­ trica plaza del Castillo de Pamplona había sido asaltada, produciéndose un conato de incendio que obligó a los dirigentes carlistas y a sus fa­ milias a escapar por los tejados y refugiarse en APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 82-94


En relación con la familia Baleztena, aparece el rastro de algunas de sus intercesiones para salvar la vida de detenidos, como la del mique­ lete Juan Múgica, que prestaba servicio en el puesto de Urto, en la divisoria entre Guipúzcoa y Navarra, cuando se produjo allí el tiroteo con la columna de requetés que avanzaba desde Leiza. Ya en la cárcel de Pamplona, Ignacio Ba­ leztena se encargó de que lo pusieran en liber­ tad. Más adelante haría lo mismo con un mili­ tante anarquista y con un médico que fundaría una de las más prestigiosas clínicas de Madrid: el doctor Jiménez Díaz. Ignacio Baleztena con­ siguió su libertad asegurando que era una per­ sona de confianza, pese a que no le conocía de nada. Ya a salvo, llegaría a la Junta un informe del Servicio de Información Militar (SIM) ad­ virtiendo sobre las peligrosas ideas republica­ nas que profesaba. Acabada la guerra, ambos, Ignacio Baleztena y Jiménez Díaz, conservarían de por vida un vínculo de amistad. Aún más sorprendente que el caso de Jaime del Burgo Torres, que guardó silencio tras ver esconder al dirigente comunista Jesús Monzón y su compañero de la UGT Juan Arrastia, es el de Luis Elío Torres. En los archivos de la Junta apenas se cita su detención, pero se sabe por su propio testimonio y el de sus familia­ res que Generoso Huarte Vidondo, capitán del Requeté, lo volvió a sacar a la calle cuando ya estaba detenido en comisaría y lo condujo a casa de Blas Inza. Este miembro de la Junta, que sufrió un registro en su casa por parte de APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 82-94

la Falange, lo escondió durante prácticamente toda la guerra. Años más tarde, ya en el exilio mejicano, se convertiría en uno de los más es­ trechos colaboradores de Indalecio Prieto, líder socialista que no tuvo reparos en elogiar «la en­ tereza» y el comportamiento de los requetés en los campos de batalla (27). Conclusiones Entre las consideraciones que se desprenden del fondo documental perteneciente a la Junta Central Carlista de Guerra de Navarra destaca la necesidad de estudiar este tema teniendo en cuenta que el carlismo en esta época tampoco actuó de forma homogénea ni mucho menos, como si de un partido político de corte clásico se tratara. En realidad, como es peculiar en este movimiento, dentro del carlismo existían di­ ferentes posturas, camarillas y focos de poder, produciéndose concretamente un claro enfren­ tamiento entre la Junta Nacional y la navarra. En lo referente a la represión política, la Junta navarra actuó con un elevado grado de auto­ nomía, no sólo respecto a la dirigida por Fal Conde, sino incluso respecto a las autoridades militares. Este hecho pone en cuestión la ex­ tendida tesis de que la represión estuvo cen­ tralizada y que las distintas fuerzas nacionales sincronizaban en este terreno su actuación. Los numerosos choques y enfrentamientos entre falangistas y carlistas, por otra parte, indican más bien que esta coordinación fue muy limi­ tada en las zonas rurales. Las ejecuciones que se llevaron a cabo con parti­ cipación carlista, por lo general, fueron realizadas por grupos pertenecientes al Requeté Auxiliar o de Segunda Línea, que actuaban en la retaguar­ dia bajo instrucciones directas de la citada Junta Central Carlista de Guerra. En la mayor parte de los pueblos o localidades navarras donde existía presencia del carlismo anterior a 1931 (carlismo histórico), sin embargo, no se tomaron iniciativas que buscaran de forma intencionada la muerte de las personas denunciadas o amenazadas. A la hora de analizar estos graves acontecimien­ tos y de establecer el grado de responsabilidad sobre los mismos se ha de tener en cuenta no sólo la importancia de quienes actuaron sino, 93

Los papeles de la Junta

San Sebastián durante una temporada. El cono­ cido escritor envió con este motivo una carta mediante Emilia Galdiano a María Isabel Ba­ leztena quejándose de que se correspondiera de esta forma a quienes «tanto han hecho por los obreros y los pobres». «Créame usted —dice la carta—: no me puedo desimpresionar y lo recordamos Arturo y yo constantemente, pro­ testando ambos de acto tan bochornoso para Pamplona». De su puño y letra, Arturo Cam­ pión, con una letra ininteligible debido a que para entonces prácticamente estaba ciego, re­ mata la misiva con una posdata: «Agur. Pro­ testo airadamente contra las brutales hazañas de la chusma. Comunique mis sentimientos a sus hermanos. Singularmente a Ignacio» (26).


igualmente, de quienes conscientemente no lo hicieron o intervinieron en sentido contrario para interceder o avalar a personas amenaza­ das. Teniendo en cuenta estos hechos, no se puede extender la responsabilidad de este tipo de

crímenes al conjunto del carlismo navarro, im­ plantado fundamentalmente en el mundo rural, y mucho menos a los miles de voluntarios que, precisamente procediendo de estas localidades, engrosaron desde primera hora los tercios de requetés que combatían en el frente ajenos a lo que ocurría en la retaguardia.

Los papeles de la Junta

NOTAS (1) Altaffaylla Kultur Taldea, Navarra 1936 : de la esperanza al terror, Tafalla (Navarra): Altaffaylla, 1986, p. 16. Esta obra ha tenido nueve ediciones hasta la actualidad. (2) Archivo Real y General de Navarra, Fondo Junta Central Carlista de Guerra [ARGN-JCCG], caja 51.184. (3) Autobiografía inédita de Dolores Baleztena Azcárate bajo el título de Memorias de una chofer. La nota, su­ ficientemente conocida, realizaba un llamamiento a no cometer actos violentos ya que, según decía, el carlismo solamente tenía enemigos en el campo de batalla. (4) ARGN-JCCG, caja 51.184. (5) Manuel Martorell, Jesús Monzón, el líder comunista olvidado por la Historia, Pamplona : Pamiela, 2000, p. 51. (6) Entrevista con Jaime del Burgo Torres. (7) ARGN-JCCG, caja 51.189. Llama la atención la uti­ lización del término «Partido Carlista», que también aparece en el documento fundacional de la Junta Central Carlista de Guerra, término que entraría en desuso a lo largo de la guerra y, sobre todo, después de la misma, cuando en los documentos prácticamente sólo aparece el nombre de Comunión Tradicionalista para hacer referencia al carlismo organizado. (8) Manuel Martorell, «Navarra 1937-1939: el fiasco de la Unificación», Príncipe de Viana 244 (mayo-agosto 2008), pp. 429-458. (9) ARGN-JCCG, caja 51.189, sesión del 9 de enero de 1937. (10) Altaffaylla Kultur Taldea, op. cit. [2004, 7.ª ed.]. En las listas de Altaffaylla no se nota un repunte sig­ nificativo de las ejecuciones durante este mes. (11) Martorell, «Navarra…». (12) ARGN-JCCG, cajas 51.179 y 51.181. (13) Esta cifra está basada en las localidades donde, de acuerdo con los registros existentes en el Fondo de Asociaciones del Archivo Real y General de Navarra, funcionaban o se abrieron círculos carlistas o tradi­ cionalistas durante este periodo. (14) Gumersindo de Estella, Fusilados en Zaragoza 19361939, Zaragoza : Mira, 2003. (15) Estella, op. cit., p. 48. (16) Hasta ahora las listas más amplias son las publicadas por Altaffaylla Kultur Taldea, op. cit., que incluye en torno a los 3.000 nombres. A la hora de cotejar los nombres, se han excluido, obviamente, los que mue­ ren muy lejos de Navarra y aquellos originarios de otras provincias que fueron encarcelados durante la Guerra Civil en el Fuerte de San Cristóbal. Sin em­ bargo, se han incluido algunas personas que, aunque

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no aparecen en «los papeles de la Junta», se supone que, debido a la coincidencia en la fecha de deten­ ción, ejecución o relación familiar, necesariamente debieron ser detenidas junto a los que sí figuran en el archivo. Por ejemplo, en las carpetas aparece una orden de detención de las «señoras Cayuela» con fe­ cha de 22 de agosto de 1936. Ellas no figuran en la lista de ejecutadas pero sí aparecen Natalio y San­ tiago Cayuela, fusilados al día siguiente, sobre los que no constan denuncias. Igual ocurre con el caso de Jesús Dorronsoro, hermano de Corpus Dorron­ soro, concejal del Ayuntamiento de Pamplona. Am­ bos fueron fusilados y, por lo tanto, se entiende que en la detención de ambos intervino la Junta Carlista de Pamplona. El mismo caso ocurre en Larraga, con los cuatro hermanos García García, con los hermanos Lategui de Obanos y Lacasta Janices de Beire. Martorell, «Navarra…». ARGN-JCCG, caja 51.182. Manuel Ferrer Muñoz, Elecciones y partidos políticos en Navarra durante la Segunda República, Pamplona : Gobierno de Navarra, 1992, p. 294. Altaffaylla Kultur Taldea, op. cit. [2004, 7.ª ed.], p. 815. ARGN-JCCG, caja 51.181. Estas cifras están elaboradas a partir de la lectura de los testimonios que se publican en la primera edición del libro, correspondiente a 1986, haciendo distinción clara sobre la orientación política de sus autores. Desgracia­ damente, en la mayor parte de los testimonios no se especifica a qué organización política pertenecían quie­ nes actuaban, utilizándose términos genéricos como «fascistas», «derechistas» o «franquistas», lo cual impide la delimitación ideológica de responsabilidades y, por el contrario, facilita las conclusiones generalizadoras. La carta lleva fecha de 15 de abril de 1937 y se con­ serva en la carpeta numerada con 20.306-1. La firma del religioso que escribe esta carta está muy confusa en el original; puede ser Nicolás de Les, Lis o alguna expresión parecida. ARGN-JCCG, caja 51.184. ARGN-JCCG, caja 51184. Sobre la nota de Arturo Campión, Ignacio Baleztena : Premín de Iruña (biogra­ fía inédita). Artículo de Eduardo Mateo Gambarte en El exilio republicano navarro de 1939, Pamplona : Gobierno de Navarra, Departamento de Educación y Cultura, 2001, p. 358. Las reflexiones de Indalecio Prieto apa­ recen en un artículo que, sobre el derecho a la suce­ sión de don Juan, escribió en la revista Bohemia (La Habana), 13 de marzo de 1955.

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El pensamiento político de Severino Aznar Embid, un carlista atípico Francisco J. Carballo Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología, y en Ciencias Religiosas. Master en Doctrina Social de la Iglesia. Doctorando en Ciencias Políticas. Diploma de Estudios Avanzados en historia social y del pensamiento político. Profesor de religión católica en ESO y Bachillerato.

Introducción Don Severino Aznar Embid no pasará a la historia por sus inquietudes o reflexiones políticas, sino por su vocación y dedicación a la reforma social. Sin embargo, toda teoría de orden social lleva aparejada una reflexión de naturaleza política. Don Severino sólo acudió a la política

en ocasiones que consideraba extremas o como impulso a sus anhelos de transformación social. La propuesta de reforma social de Severino Aznar no encaja perfectamente con su filiación carlista, que siempre le acompañó directa o in-

RESUMEN

SUMMARY

Se cumplen 50 años de la muerte de don Severino Aznar Embid, uno de los más grandes apóstoles del catolicismo social en España, difícil de etiquetar en términos ideológicos. Oficialmente fue un carlista crítico. Para los más superficiales o para la propaganda política populista, simplemente fue un colaborador de la dictadura militar que sobrevino a la Guerra de 1936. La realidad es mucho más compleja. Nunca ocultó sus afanes de transformación social y nunca ocultó su insatisfacción por este motivo ante los partidos y regímenes políticos con los que colaboró. Su actitud ante la política responde a los patrones clásicos de su tiempo en un católico formado e informado, aunque fue crítico con el catolicismo político que le tocó vivir. Se movió en ambientes políticos conservadores, porque allí estaban los católicos de su tiempo, que le decepcionaron por su incomprensión de las exigencias sociales de la Iglesia.

It’s the 50th anniversary of the death of Mr. Severino Aznar Embid, who was one of the greatest apostles of social Catholicism in Spain, who is difficult to label in ideological terms. Officially, he was a critic Carlist. According to the most superficial or populist political propaganda, he was just a collaborator of the military dictatorship that followed the War of 1936. The reality is much more complex. He never hid his efforts for social transformation and his dissatisfaction with political parties and regimes he collaborated with. His attitude towards politics responds to the classical style of his time but he became a trained and informed Catholic, although he was a critic of political Catholicism in which he lived. He moved into conservative political environments, because those were environments where the Catholics of his time were, who disappointed him by their misunderstanding of the social demands of Church.

PALABRAS CLAVE

KEY WORDS

Carlismo - Corporativismo - Democracia cristiana - Democracia orgánica - Liberalismo político - Severino Aznar Embid.

Carlism - Christian democracy - Corporativism - Organic democracy Political liberalism - Severino Aznar Embid.

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directamente. Aznar es y se siente ideológicamente carlista, pero su ideario social es inequívocamente de contenido revolucionario. Tal vez ello le alejó de sus correligionarios, que nunca llegaron tan lejos en la interpretación del magisterio pontificio y en el anhelo de reformas sociales de tanta envergadura. También pudo separarle del carlismo su acatamiento sincero, no retórico, de la enseñanza de León XIII sobre la accidentalidad de las formas de gobierno. Su pragmatismo le impedía una defensa incondicional de la monarquía. Aceptaba una eventual república cristiana; sólo pedía que fuera sinceramente cristiana y sobre todo social. Su credo carlista, mitigado con el tiempo, no le ayudó en su proyección pública post mortem. Tampoco las intensas relaciones con la Falange primitiva de Primo de Rivera de varios de sus hijos. Y menos aún los cargos que ocupó en la dictadura militar después de la Guerra de 1936.

El pensamiento político de Severino Aznar Embid, un carlista atípico

En el cincuenta aniversario de su muerte es muy oportuno reivindicar una figura extrañamente poco estudiada, de ortodoxia católica contrastada, prudente y humilde, que vivió entregado para la difusión de la Doctrina Social de la Iglesia (1), desde la influencia que le proporcionaban su cátedra de sociología, sus artículos y conferencias, y los cargos que ocupó en la administración pública. La figura de Severino Aznar Severivo Aznar Embid (Tierga, Zaragoza, 1870; Madrid, 1959), tuvo una formación religiosa y militante en el carlismo, movimiento predominante en la montaña aragonesa. Entre 1883 y 1893 estudió Humanidades, Filosofía y Teología en el seminario de Zaragoza, donde había empezado estudios eclesiásticos que no concluyó (2). Hizo el doctorado en Madrid con la tesis «La conciliación y el arbitraje» (1911) sobre las relaciones entre capital y trabajo en las leyes de 1908. Con 19 años comenzó a escribir en el semanario El Mercantil de Aragón. La censura liberal de la Restauración le obligó a desterrarse a Francia. Entre muchas penalidades, consiguió establecerse como profesor de español y redac96

tor en un periódico galo. En 1903 volvió a España bajo el gobierno de Antonio Maura. Desde las páginas de la prensa defendió al obispo de Valencia, Nozaleda, acusado por la izquierda de colaboración con Estados Unidos en las islas Filipinas, robadas a España (3). Durante tres meses escribió tres artículos diarios al respecto con el pseudónimo de «Doctor X» (4). En 1904 escuchó en Tarragona al padre jesuita Vicent, impulsor de un movimiento cooperativista y gremial de inspiración cristiana, y precursor de lo que ha venido a llamarse catolicismo social en España, que despertó su vocación social: «mis conversaciones con usted [...] han fijado mi vocación; yo haré acción social cristiana y sabré de eso o no sabré de nada». En 1907 funda con Salvador Minguijón e Inocencio Jiménez la revista La Paz Social, que estimuló la fundación de sindicatos católicos agrarios y cajas rurales para su financiación. Esta revista consiguió aglutinar lo más selecto del catolicismo social en España al tiempo que consiguió que se derogasen algunas disposiciones legislativas y administrativas restrictivas del derecho sindical o los derechos laborales (5). En 1914, fue nombrado asesor social del Instituto Nacional de Previsión [INP], donde defendió las reivindicaciones obreras y denunció la situación en que se encontraban los trabajadores. Se opuso al sindicalismo en el Ejército, dedicando mucha atención periodística y hasta dos famosas conferencias a las Juntas de Defensa (asociaciones profesionales de militares) surgidas en 1917. En 1916 había ganado la cátedra de Sociología en la Facultad de Sociología de la Universidad Central (Madrid), jubilándose en 1940. Entre sus discípulos destacan Joaquín Ruiz Jiménez o Jesús Pabón. Fue también profesor del Seminario de Madrid (donde fundó el Círculo de Estudios Sociales de la Cátedra de Problemas Sociales) y de «Instituciones económico-sociales» en la Academia Universitaria Católica. Fue uno de los pioneros en España del catolicismo social bajo la influencia del obispo de Tarazona, Salvador y Barrera, desde el catolicismo social surgido en Bélgica y Alemania. Su dedicación a los asuntos sociales le apartó de APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120


las actividades políticas. Fue representante en España de las enseñanzas del catolicismo social del cardenal Mercier, y casi único delegado español en los congresos católicos de Malinas (Bélgica). Fundó la biblioteca «Ciencia y Acción. Estudios Sociales» para la propagación de este catolicismo social, publicando alrededor de 60 volúmenes de autores como Toniolo, Pesch o Hertling. Introdujo también en España en 1906 las Semanas Sociales, fundadas en Alemania en 1892. Fundó la página social en El correo español, órgano oficial del carlismo, primera hoja periodística que se dedicaba en España a este asunto concreto (6). Y fue asiduo colaborador de El Debate.

Couronne de Belgique» por su relación con el catolicismo social del centro de Malinas.

Más tarde fue presidente del INP. Fue además fundador y presidente de la Asociación Española de Sociología y vicepresidente de honor del Instituto Internacional de Sociología. Fue también director del Instituto Balmes de Sociología del CSIC y codirector de la Revista Internacional de Sociología de dicho Instituto (7). Sus últimos años de vida los dedicó a los estudios demográficos, a la preocupación por la familia, a denunciar el neomaltusianismo, a las deficiencias del sistema sanitario español, a la alta mortalidad y la baja natalidad en la sociedad española. Cuando Severino Aznar cumplió 80 años de edad y 50 años como «misionero social» recibió un homenaje y la medalla de oro del Trabajo de la provincia de Zaragoza, la Gran Cruz de Isabel la Católica y la Gran Cruz de la Orden Pontificia de San Silvestre por su fidelidad a la Doctrina Social de la Iglesia, concedida por Pío XII. También fue nombrado «Officier de la APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120

Sus obras más importantes fueron La cruzada sindical (1903), La misión de la prensa (1904), El catolicismo social en España (1906), La acción social agraria en Navarra (1916), El subsidio de maternidad (1923), El retiro del obrero y la agricultura (1925), La familia como institución básica de la sociedad (1926), Despoblación y colonización (1930), Promedio diferencial de la natalidad, mortalidad y reproductividad en los grupos sociales de España (1931), Impresiones de un demócrata-cristiano (1931), El pensamiento social de Vázquez de Mella (1934), El seguro de enfermedad y los médicos (1934), Del salario familiar al seguro familiar (1939), Las encíclicas «Rerum Novarum» y «Quadragesimo Anno» (1941) y Ecos del catolicismo social de España,

Las enseñanzas de León XIII sobre la accidentalidad de las formas de gobierno pudo separar a Severino Aznar del carlismo.

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Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas desde 1921, leyó su discurso de ingreso sobre «La abolición del salariado», anticipándose a Pío XI y Quadragesimo Anno y su enseñanza sobre la conveniencia de sustituir el contrato de trabajo por el contrato de sociedad. Realizó numerosos viajes, participando en diversos congresos internacionales como los Congresos Mundiales de la Población de Ginebra en 1927 y de Roma en 1931, defendiendo las enseñanzas de la Iglesia frente a las tesis maltusianas de los liberales.


cuyo primer volumen dedicó a los Estudios económico-sociales (1946), mientras que al año siguiente publicó los dedicados a Los seguros sociales y los Estudios religioso-sociales. Don Severino y la política José María García Escudero se refería a don Severino Aznar como uno de esos hombres donde destaca el predominio de lo social sobre lo político, calificando a Aznar como «antiguo tradicionalista» (8). No sintió efectivamente Aznar una vocación política directa, salvo en casos excepcionales, cuando entendió que la civilización estaba seriamente amenazada, sino que sintió que su vocación estaba en la reforma social católica (9).

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Tal vez sea ésta una utopía al margen del poder político, y su intención de influir en las autoridades, en los católicos o en el pensamiento social de su tiempo fuese una ingenuidad. Lo cierto es que dedicó su vida al apostolado social, aprovechando la tribuna de privilegio que le proporcionaba su condición de catedrático de sociología, sus escritos en libros y publicaciones periódicas, y sus tareas de asesor de distintos organismos públicos. Se declaró admirador de la vehemencia del escritor francés Luis Veuillot (1813-1883), que había influido sobre su fe, vocación y estilo, aunque no compartía todas sus tesis (10). Admiró también a Joaquín Costa, su paisano. Aznar suscribe en 1911 algunas de sus tesis. Costa odiaba al parlamento, condenaba la desamortización de los bienes eclesiásticos que llevaron a la pobreza a tantos campesinos y enriquecieron a unos cuantos plutócratas y tenía como ideal a los Reyes Católicos. Aunque Aznar tuvo algunas discrepancias con Costa, le reconoce, con Aparisi y Guijarro, su condición de aristócrata de Dios y de amante de la Tradición (11). Don Severino fue amigo también de no pocos miembros de la Generación del 98, aunque no se sintió ideológicamente cercano (12). Ante el asesinato de Canalejas, condenó Aznar al anarquismo, que había dado muerte precisamente al responsable de la plena libertad que disfrutaba este ideario disolvente, en una permisividad que Aznar calificaba como insensata. 98

Pidió la justa represión de esta criminal propaganda, aunque confiaba más en la solución de las medidas preventivas (13). Siempre fue partidario de la unión de las derechas, como había pedido el Episcopado, frente al entendimiento de las izquierdas (14), aunque sabía que los problemas de España no se resolverían en torno a la dicotomía derechas-izquierdas, y que la alternativa católica que demanda el bien común estaba maniatada por internas contradicciones e incoherencias: «la gran debilidad de los católicos no es su desunión, no es el amplio cauce que las leyes y las costumbres abren a las más locas propagandas y a las prácticas más bárbaras, no; está en que va por un lado su fe y por otro su vida; en que no practicamos lo que creemos o en que con frecuencia resbala nuestra fe sobre la superficie del Evangelio» (15). Tampoco comprendía Aznar que muchos católicos, sobre todo los católicos legitimistas, siguieran dócilmente las consignas de Maurras, ateo y seguidor de Nietzsche, que pretendía usar torticeramente a la Iglesia, despojada de su cristianismo, al servicio de su monarquía y de su nacionalismo (16). Pero este puntual y aparente derechismo de Aznar sólo tenía una razón: el miedo a la victoria bolchevique, que supondría la llegada de otro capitalismo, esta vez de carácter público, y la implantación de una concepción falsa de la vida y de la historia en el materialismo marxista. En realidad, sus teorías al respecto del orden social escandalizaban a casi toda la derecha, en cualquiera de sus versiones, cuyo conservadurismo social estaba en las antípodas de los postulados sociales de Aznar. Don Severino fue candidato carlista por Daroca en 1910. En la antesala de la dictadura de Primo de Rivera participó en el Partido Social Popular (PSP), reunión de carlistas como Víctor Pradera, algunos democristianos y hasta miembros de lo que sería la extrema derecha en la II República. Colaboró con la dictadura del general Primo de Rivera, perteneció a la Unión Patriótica y formó parte de la Asamblea Nacional Consultiva, que intentaba instaurar en España un régimen corporativo. APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120


La fundación del grupo «Democracia Cristiana» no tuvo un sentido político. Su concepto de lo democristiano venía de los pioneros del catolicismo social. La democracia cristiana era para él «la acción de los católicos encaminada a la difusión teórica y a la incorporación práctica de los principios sociales del catolicismo a las costumbres, a las leyes y a las instituciones procurando la justicia social para todos, y de un modo especial la elevación social, económica y moral de las clases menospreciadas y necesitadas». Democracia-cristiana para Severino Aznar era sinónimo de catolicismo social (17). Su filiación carlista le aleja además de las tesis condenadas de «Le Sillon» por Pío X (18). No tiene esta denominación ninguna connotación política (19). La profesora López Coira se confunde, a mi modesto entender, imputando a don Severino una «mentalidad democrática y progresista», valores que ella parece considerar positivos sin matización, al tiempo que explica la animadversión mutua entre Aznar y el marqués de Comillas, colaborador del padre Vicent, por el alfonsinismo y anticarlismo del marqués. Pero el carlismo nunca ha sido partidario de la democracia en el sentido moderno. La profesora Coira insiste en imputar a don Severino un intento de compatibilizar el liberalismo político con el catolicismo. Ni la actitud abiertamente colaboracionista, no sólo de acatamiento, de Aznar con las dictaduras de los generales Primo de Rivera y Franco, ni su origen carlista, ni el nacionalsindicalismo joseantoniano de sus hijos, ni las valoraciones de Ángel Ossorio comentando la posición política de los miembros del grupo fundado por Aznar..., permiten esta afirmación, tal vez más apropiada para Ángel APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120

Herrera que para Severino Aznar. El sentido democrático de Aznar se refería a la forma de actuación del Consejo Nacional de las Corporaciones Católico Obreras, que el marqués manejaba con sentido autoritario y don Severino quería democratizar, rejuvenecer y revitalizar en su participación en los conflictos sociales, lo que no era del gusto de alguna jerarquía eclesiástica como el primado Aguirre, que temía que el catolicismo social cayese en manos del carlismo (20). Tusell confirma que don Severino no era demócrata al uso, viendo en ello un problema donde la tradición de la Iglesia veía una virtud, porque participación popular en las tareas de gobierno es cosa distinta de la soberanía popular, que la Iglesia siempre ha visto como una forma de absolutismo que pretende erigirse por encima de la Justicia, la verdad y la dignidad del hombre. El viejo carlismo de Aznar puede que no estuviese activo en la II República, pero se reactivó en la guerra sin duda. En correspondencia con Ángel Ossorio, éste se dice liberal y reprocha al grupo de Aznar que no lo sea. Éste replica a su vez que el grupo es vario y plural, que hay discusión y que las acusaciones de absolutismo de Ossorio al respecto de la ideología del grupo valdrán en todo caso para algunos socios pero no para todos ni para la mayoría. Ossorio confirma que el grupo era avanzado en lo social pero antidemócrata. Tusell afirma que Aznar presumía en aquella época de apolítico, y que fue por ello calificado de «solitario», y que tal vez fuese la moderación de la CEDA la línea de Aznar, sentencia que contradice en cualquier caso la tesis de Ossorio y del propio Tusell sobre la ideología antidemocrática de la mayoría de los «católicos sociales» (21). La actitud de Aznar ante la democracia moderna es esencialmente inequívoca: «todos los que llevan al Parlamento los matonismos soeces del mitin, lenguaje de taberna o de presidio si queréis, son mal educados, son culpables, serán abominables. Pero no negaréis responsabilidad al parlamento, el primer revolucionario» (22). A la altura de la I Guerra Mundial, negaba la 99

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El Grupo de la «Democracia-Cristiana» En 1919 el grupo «Democracia Cristiana» reu­ nió a diferentes intelectuales carlistas aragoneses que se dedicaron a la difusión del catolicismo social con independencia de las siglas políticas. Coincidía en este sentido Aznar con el padre Vicent: era necesario separar la política de la acción social, rechazando todo exclusivismo o partidismo que dificultase la reforma social.


representatividad de los parlamentos, entre el caciquismo y la falta de criterio de la mayoría de los votantes, donde no se representan ni ideas ni intereses (23). Desprecia el absolutismo del parlamento, el relativismo moral del régimen de partidos políticos (24). En el contexto de la Guerra de 1936 arremetió contra los partidos políticos, germen de división y relativismo, apelando a su ideario tradicionalista y al pensamiento de José Antonio Primo de Rivera, entonces en boga (25). Denunció la dificultad en 1936 de intervenir en la gobernación pública, a pesar de vivir en regímenes democráticos decorados con el título pomposo de soberanos (26). Defiende por el contrario la democracia medieval, la representación de intereses corporativos y la limitación de la soberanía de los hombres y de los pueblos en el bien común.

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El Correo Español será el primer periódico español en incluir una página social, por iniciativa de Severino Aznar.

Sí es cierto que algunas reflexiones de don Severino resultan contradictorias con su pensamiento, visto éste de manera sistemática. Hace, por ejemplo, una curiosa y discutible distinción entre las disputas políticas del siglo XIX, que considera secundarias, pese a las revoluciones y golpes de Estado de signo liberal y a las tres guerras carlistas, porque considera que las diferencias no afectaban a la estructura básica de la sociedad, frente al marxismo que pretende destruir todo lo bueno heredado del pasado (27). En otra ocasión dijo que «sin duda se puede ser católico y republicano y demócrata», añadiendo que no sabe de nadie que lo haya negado (28). Es de suponer que se refiere a la democracia entendida como participación popular en la gestión y fiscalización de las tareas de gobierno, y no a la soberanía popular que la Iglesia y especialmente el carlismo siempre han combatido. Lo más desconcertante es la buena 100

impresión que tiene de Marc Sagnier y su democracia, cuyas tesis demócrata-cristianas, esta vez sí en el sentido liberal, habían sido condenadas por la Iglesia (29). En el prólogo de Aznar al volumen XXIV de las Obras Completas de Vázquez de Mella comenta don Severino una conversación que tuvo al respecto de la democracia-cristiana con el propio Mella. Don Severino le dijo al tribuno carlista: «¿Cómo combate usted la Democracia Cristiana, que es esencia de nuestra Tradición? […] Usted es más tolerante que Luis Veuillot, y él ha escrito párrafos que son estrofas admirativas en honor de la Democracia Cristiana. Ésa no es la que usted combate, y usted no es como esos beocios que la odian porque la confunden con la democracia política» (30). Mella le confesaba que acaso fue él mismo el primero en utilizar esta polémica expresión, pero refiriéndose a otro tipo de organización democrática de la sociedad, a la democracia antigua, a la democracia que defiende la Iglesia, aquélla donde no se discuten valores absolutos sino donde se representan intereses corporativos. Hablando don Severino con monseñor Portier en alguna de las reuniones de la Unión Internacional de Estudios Sociales de Malinas, se extrañaba el prelado de que Aznar pudiese hacer compatible su condición demócrata-cristiana con su tradicionalismo político. Don Severino replicó que su eminencia pensaba en francés. Que el legitimismo de Maurras nada tiene que ver con el tradicionalismo español que encarna su maestro Vázquez de Mella, para arremeter contra quienes tienen una concepción utilitarista de la religión cristiana (31) y distinguiendo entre los demócrata-cristianos de nombre, de aquellos que lo son en realidad (32). En una entrevista al diario Pueblo a propósito de su concepción de la democracia-cristiana, reiteró que él no era «demócrata político» sino demócrata-cristiano, una expresión de gran abolengo; así se llamó el cardenal Mercier o el padre Rutten. Demócrata-cristianos se llamaron el economista Toniolo o monseñor Pottier, consejero de tres papas; el arzobispo de Valencia, doctor Salvador y Barrera; el cardenal Guisásola, arzobispo de Toledo; y los dos APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120


El diario El debate, después de un elogio extenso y rico en adjetivos laudatorios hacia don Severino y su grupo, hacia su ciencia, hacia su empeño de cristianización de la sociología, hacia su promoción del catolicismo social, concluye una crónica sobre Aznar con un reproche final: la denominación «democracia-cristiana». Dice el periódico de Herrera Oria que no es acertado este nombre desde el punto de vista de la táctica, apelando al juicio del nuncio del papa, que así lo estimaba también. El diario aconseja al grupo de Aznar que no haga política, porque con ese título resultaría dañado (35). Este consejo es extraño, y como tantas consignas del famoso periódico, confusas. Ciertamente, la denominación se prestaba a confusión. Casi es tanto como si el catolicismo social se llamase socialista, apelando a la etimología, al que usó primero el vocablo… Es una batalla absurda. Precisamente se queja Aznar de la campaña de hostilidad contra el «Grupo de la Democracia Cristiana» de buena parte de la prensa conservadora española y de los integristas franceses, porque confundían su nombre de manera frívola y anacrónica, señala Aznar. Hubo hasta denuncias a Roma, que estaba enterada del problema. Benedicto XV resolvió la cuestión hablando de la verdadera democracia cristiana, para referirse a las reformas sociales inspiradas en Rerum Novarum (36). Incluso había recibido la aprobación explícita de León XIII en su Encíclica Graves de Commnuni de 1901 (37). APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120

Pero don Severino estaba enamorado de esta expresión y con ella murió. El carlismo Su relación con el carlismo fue peculiar. Nunca renegó de su origen y formación carlista. Y puede decirse que fue amigo íntimo de Vázquez de Mella. Pero con el tiempo se alejó en parte del ideario carlista, un tanto decepcionado porque en las filas carlistas no se comprendió su catolicismo social, precisamente cuando don Severino entendía que eran los carlistas quienes estaban llamados a encabezar la Doctrina Social de la Iglesia en el orden económico y social, como lo hacían en el orden político. En la posguerra se acercó a la Falange, en la versión franquista, esto es, unificada por decreto con el carlismo. Pero la cortedad de miras del Régimen del 18 de Julio en el orden social y el incumplimiento sistemático de sus propias leyes, en especial del Fuero del Trabajo, que consagraba buena parte de las aspiraciones del catolicismo social, le decepcionaron. En muchos aspectos puede observarse la formación carlista de Severino Aznar. Está presente en su antiliberalismo: «liberalismo individualista, estólido y anticlerical de que pastan los republicanos españoles» (38). En 1928 se dice antiliberal, porque el liberalismo, confiesa, ha sido una desgracia para España (39). En 1945 decía que durante 70 años sólo un Arca de Noé resistió el diluvio del liberalismo que lo invadía todo: el partido carlista (40). Imputa la responsabilidad del nacimiento y auge del socialismo al liberalismo (41): el socialismo es un exceso frente al liberalismo, porque supone la negación de la justa y legítima libertad como reacción a la libertad absoluta del liberalismo (42). Otra influencia carlista es su aversión por las revoluciones, incluso en su sentido formal y estético. «Dios sabe sacar grandes bienes de los males; la Revolución es un mal, y en las manos de Dios, de las que nada se escapa, no puede ser otra cosa que una medicina o un castigo» (43). En 1923 no cree en la necesidad ni en la bondad de las revoluciones. Estima que todo lo bueno que podría traer una revolución puede alcanzarse por evolución, eso sí, siempre que no se 101

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grandes obispos estudiosos del catolicismo social, el obispo de Orihuela, doctor Maura y Gelabert, y el de Vich, doctor Torras y Bages. «¿Cree usted que, parapetado detrás de estos hombres tan ilustres y queridos por la Iglesia, puedo yo tener miedo a llamarme demócratacristiano?» (33). La expresión democraciacristiana asusta a muchos españoles, replicó el periodista. Don Severino contestó: «en rigor no es otra cosa que la acción de los católicos encaminada a la difusión teórica y a la incorporación práctica de los principios sociales del catolicismo a las costumbres, a las leyes y a las instituciones, procurando la justicia social para todos, y de un modo especial la elevación social económica y moral de las clases menospreciadas y necesitadas» (34).


El pensamiento político de Severino Aznar Embid, un carlista atípico

cierren los caminos de la misma, evitándose toda la tragedia y destrucción que suele acompañar a un proceso revolucionario. Aznar se refiere con esta evolución al orden social: la participación en beneficios (que no es doctrina comunista: puede entregarse por generosidad del patrón, por derecho en justicia del obrero o por invocación del salario justo) y el accionariado obrero (44). Decía lamentar de la revolución más su espíritu anticlerical que su afán trasformador en lo social, que traerá además una ruina social y económica (45). La «fermentación de ideas, ideales, aspiraciones, quejidos, protestas, análisis de instituciones y reformas, es el alambique en que se decantan y se forma el porvenir, es la única maquinaria que la sociedad tiene para evolucionar sin las catástrofes de las revoluciones» (46). Habló de la revolución de Madero en Méjico: algunos católicos sociales mejicanos le consultaron sobre las reformas sociales en Méjico. Les dijo que eran necesarias para evitar la revolución una reforma agraria, y la oportunidad efectiva para la población rural de constituir una familia. No le hicieron caso y la revolución estalló (47). También puede observarse en sus escritos una confianza en las minorías como eje de resurrección social: siempre son las minorías quienes hacen las revoluciones, las que orientan y gobiernan, lo mismo en el Estado que en las organizaciones políticas o sindicales (48). Defiende el principio de la legitimidad de ejercicio. En 1928 sostiene que la dictadura no es mala en sí misma; a veces es necesaria. Pero aparece su influencia mellista con la soberanía social de los cuerpos intermedios: lo que es malo es la estabilidad de una dictadura, porque demuestra el fracaso del sentido de colectividad (49). Severino Aznar se identifica con la historia guerrera y abnegada de la Comunión Tradicionalista a favor del Reinado Social de Cristo; habla del carlismo como antecedente del magisterio de León XIII en Rerum Novarum (50). Mientras en Europa triunfaba el liberalismo económico, en España sólo resistió a esta tentación el carlismo. Mientras «eran todos individualistas; los tradicionalistas, corporatistas; añoraban los gremios 102

antiguos, adaptados a las necesidades presentes; esos gremios en cuya supresión halla León XIII, en su Rerum Novarum, la primera causa de la cuestión social. Todos defendían, como flor de progreso, la libre concurrencia ilimitada; los tradicionalistas la admitían también, pero mientras no perjudicara al bien común, y en defensa de esa restricción llegaban hasta la tasa, que hoy se practica ya en tantos Estados nuevos, es decir, la defendían con esos frenos y trabas que reclamaba Pío XI en la encíclica suya, que hoy conmemoramos. Todos, la libertad industrial; ellos, también, pero siempre que no perturbara la economía nacional y la llevara a la catástrofe; defendían ya la economía dirigida, a la que tantos pueblos dirigen hoy sus miradas y esperanzas. Todos ponían los ojos en blanco ante el capitalismo triunfante; ellos creían que el capital era necesario, pero que el capitalismo degeneraría en tiranía; durante un siglo ha estado rechazando ese capitalismo, para el que los dos grandes Papas tienen recriminaciones tan severas. Todos, enemigos del intervencionismo; ellos, intervencionistas, con aquel intervencionismo moderado que León XIII y Pío XI han canonizado mucho tiempo después. Todos enemigos de la propiedad colectiva; ellos defendían la propiedad individual, pero también la de las personas sociales, y a las desamortizaciones que las despojaban las llamaban robos. Todos admitían, con la veneración de una ley natural, que el trabajo era una mercancía que se vendía en el mercado, sometido a la ley de la oferta y la demanda; para ellos, el trabajador era un hermano y un hombre al que no se podía tratar como a una cosa. Todos rechazaban con desdén la idea reaccionaria de que la Economía tuviera algo que ver con la Moral. Para ellos, los hechos económicos eran hechos humanos, y no comprendían que ese tipo de hechos humanos estuviera al margen de la Moral. […] Con frecuencia condenaban la concentración excesiva de la riqueza, su injusta distribución y la mísera condición de las clases obreras» (51). APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120


En 1871 hubo un debate, que duró quince días, en el Congreso de los Diputados sobre la Internacional. Se pidieron duras sanciones contra ella. Intervino en su defensa un diputado obrero llamado Lostau. Intervinieron también tres diputados tradicionalistas: Martínez Izquierdo y los dos Nocedales. Por supuesto no defendieron la Internacional, sino que la combatieron, pero condenaron los excesos de la propiedad y reconocieron las peticiones justas de Lostau. El jefe de la minoría tradicionalista, ante la descripción dramática del diputado Lostau sobre los horrores del trabajo infantil en las fábricas, propiedad de piadosos capitalistas, replicó: «Pues yo le digo al señor Lostau que ese que semejante cosa haga, aunque oiga Misa todos los domingos y aun los días de trabajo, no es hijo predilecto de la Iglesia, no cumple con sus deberes de católico: ése será un fariseo hipócrita, que lleva las Tablas de la Ley por delante, pegadas a la frente, pero no las cumple sino por su forma externa. No; el que no sienta su corazón henchido de caridad para con el prójimo, el que no quiera para su prójimo lo mismo que para sí, el que explote al hombre, el que abuse de la pobreza y de la necesidad de su prójimo, el que convierta al hombre en un instrumento miserable de su ambición, de su avaricia, ése no es un buen cristiano, no merece el nombre de católico» (53). Hay un libro de Hitze, que fue jefe social del Centro Alemán, titulado El problema social y su solución. Su traductor y prologuista, el tradicionalista Juan Manuel Ortí y Lara, vio condensado en sus páginas el «acervo común del tradicionalismo», arremetiendo «contra el liberalismo económico, contra la libre concurrencia ilimitada, contra la injusta distribución de la riqueza, contra la miseria inmerecida de los APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120

obreros, y pide en su defensa la intervención franca del Estado en la vida económica, implícitamente la función social de la propiedad y, sobre todo, la organización corporativa y, antes de la Encíclica y de nuestra Comisión de Reformas Sociales, la legislación tutelar del trabajo» (54).

Aznar dedicó en 1941 un opúsculo al pensamiento social de Juan Vázquez de Mella. Aznar fue sincero y entusiasta admirador de Vázquez de Mella (55). Durante algunos años, pasó «con él varias horas al día» (56). Consideraba que nadie como Vázquez de Mella había influido tanto en la España católica (57). Ensalzó con rica y extensa prosa su cultura y dialéctica, su austeridad, bondad y simpatía, su capacidad para provocar respeto en adversarios como Lerroux, Gumersindo de Azcárate o Salmerón. Le describió como un periodista serio y grave, que consagró su pluma al servicio de España, de la fe y de los derechos de los católicos en críticos momentos históricos (58).

Trabajadores hojalateros en una fábrica de conservas.

Aznar fue confidente de Vázquez de Mella al respecto del disgusto y desasosiego que causaba en éste los planes de su partido, que buscaba con ansia un éxito parlamentario que a Mella tanto le disgustaba, porque era un éxito aparente sin suficiente serenidad, estudio y reflexión previa. Mella conocía las enormes inquietudes sociales de Aznar, lo que provocaba algún que otro comentario jocoso de Mella (59). A la altura de la II República, Aznar consideraba que combatir el sistema democrático liberal era una moda y hasta una vulgaridad. Pero cuando Mella lo hizo fue original y casi solitario en su tenacidad, variedad de razonamientos y hostilidad hacia la democracia moderna (60). 103

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Aznar cita varios documentos oficiales para demostrar este aserto. Entre ellos descuellan una enmienda de los diputados tradicionalistas (firmada entre otros por Cándido Nocedal, Navarro Villoslada y Gabino Tejado) al mensaje de la Corona en 1866, y la carta del duque de Madrid a su hermano don Alfonso en 1868 (52).


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Aznar reconoce que Mella no fue un hombre de acción social, aunque antes de la publicación de Rerum Novarum dedicó no poca atención a la cuestión social. Mella recibió influencia social de Balmes, Ketteler, Lacordaire, Montalembert, el conde de Mun, el marqués de la Tour du Pin y de Voselsang, aunque la mayoría le resultasen políticamente sospechosos (61). Pero pocos influyeron tanto en él como Donoso Cortés, a quien citaba con frecuencia. Donoso suscitó en Mella el deseo de leer a De Maistre y Bonald. Severino reconoce que no siempre esta influencia fue positiva en su pensamiento social (62). En 1889, dos años antes que León XIII, dijo que la cuestión social era también una cuestión moral y religiosa (63). En 1890 Mella hablaba sobre los escombros heredados del liberalismo económico con la supresión de los gremios, la libertad de trabajo y la opresión del débil por el fuerte. Para Mella el liberalismo económico es la premisa del socialismo. La obra de la Revolución Francesa ha fracasado casi antes de empezar, y los individualistas tienen una rara habilidad para desviar la frustración de las masas hacia la Iglesia en forma de odio (64). Mella llegó a decir que «nosotros no tememos a las masas socialistas, porque, en medio de sus errores, hay en ellas justas aspiraciones que nuestras doctrinas pueden satisfacer» (65). El 15 de abril de 1891 avisaba de los peligros de la libre concurrencia: «la riqueza es un medio, no un fin. No importa producir mucho, sino distribuir bien lo producido… Y se necesita ser un ciego para no ver que la libre concurrencia es el más opuesto medio de distribuir la riqueza y el procedimiento más seguro para ahondar la sima abierta entre capitalistas y trabajadores» (66). El mismo año de 1890, un año antes de Rerum Novarum, Vázquez de Mella escribió contra el socialismo, contra el liberalismo económico, contra la supresión de los gremios, contra la presión del débil por el fuerte: «que la libertad de concurrencia favorece mucho la producción de la riqueza y es el gran aliciente del interés y el más grande despertador de las energías e intereses individuales, nadie lo niega; pero no es esa la cuestión, sino otra muy distinta. La riqueza es un medio, no un fin; no importa producir mucho, sino distribuir bien los produc104

tos. Y se necesita ser un ciego para no ver que la libre concurrencia es el más opuesto medio de distribuir la riqueza y el procedimiento más seguro para ahondar la sima abierta entre capitalistas y trabajadores». Aznar subraya en Vázquez de Mella su oposición vehemente a la injusta distribución de la riqueza, «contra el poderío peligrosamente absorbente del capitalismo», contra la desaparición de los últimos restos de nuestra artesanía, de la pequeña industria y del pequeño comercio, arrollados por la gran industria y grandes almacenes. Decía Vázquez de Mella que «de lo que hoy se trata es sólo de distribuir convenientemente la riqueza, que está mal distribuida. Esta es la única cuestión que hoy se agita en el mundo. Si los gobernadores de las naciones no la resuelven, el socialismo vendrá a resolver el problema, y lo resolverá poniendo a saco las naciones». Sin embargo, la posición de Vázquez de Mella de justa crítica a los excesos liberales en el orden económico no afronta posibles soluciones estructurales en las relaciones de producción, como hubiese deseado Severino Aznar. El problema no es cuantitativo, sino de calidad, diría Aznar. Aun así, la denuncia de Vázquez de Mella parece dirigirse al corazón de la economía capitalista: la economía liberal ha «roto el vínculo moral entre patronos y obreros, y, en vez de depurar y perfeccionar las antiguas instituciones gremiales, las pulveriza, entregando a los trabajadores el cetro de una libertad que ha concluido por convertirlos, según la frase de Lassalle, en unos esclavos blancos. Y así tenía que suceder, porque desde el momento en que las relaciones entre patronos y obreros se fijan solamente por la ley de la oferta y la demanda, el trabajo queda reducido a una mercancía, y las personas humanas que lo realizan, a unas máquinas de producción, es decir, a una cosa, lo mismo que en la sociedad pagana» (67). La inquietud social de Mella, a juicio de Aznar, fue ahogada por las preocupaciones políticas; la especulación de grandes problemas doctrinales le atraía mucho más que los problemas concretos o que la acción. Pero lo social estuvo presente siempre en sus más hondas inquietudes. APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120


En el Acta de Loredán, programa de la Comunión Tradicionalista de 1897, se decía que «la revolución […] ha engendrado el pauperismo, que es la esclavitud del alma y del cuerpo; el trabajo se ha convertido en mercancía y el hombre en máquina. Queremos protestar y redimirle, llevando a la legislación las enseñanzas de la más admirable de las Encíclicas de León XIII. Pretendemos emancipar por el cristianismo al obrero de toda tiranía. Ha de fomentarse la vida corporativa, restaurando los gremios con las reformas necesarias, se necesita acrecentar las sociedades cooperativas de producción y consumo. Así cumplirá el Estado el primero de sus deberes, amparando el derecho de todos y principalmente el de los pobres y el de los débiles, a fin de que la vida, la salud, la conciencia y la familia del obrero no estén sujetas a la explotación sin entrañas de un capital agonista, por cuyo medio un monarca cristiano se enorgullecerá mereciendo el título de rey de los obreros. […] Los programas tienen algo de permanente, pero en sus aplicaciones hay mucho que cambia, como la vida. Lo permanente del programa tradicionalista, ahí está; pero lo transitorio, lo mudable, lo que se adapta al momento presente, eso tiene que faltar y falta. Y cuando el periodo en que se vive es de crisis y los cambios sociales son substanciales y bruscos, si esta parte del programa no se remoza, si no va con la vida y con su tiempo, corre el peligro de quedar rezagado y de servir mal a sus grandes fines» (69). Entre otras medidas de política y arbitraje social, se demanda el seguro contra la miseria ine­ vitable, el derecho para el obrero de participar en los beneficios y, mediante la cooperación, en la propiedad de las empresas a las cuales da el concurso de su trabajo; se demanda el salario APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120

justo, la propiedad colectiva de los trabajadores complementaria de la propiedad individual, el carácter inembargable de la cosecha y el campo cultivado, los instrumentos y el ganado de primera necesidad; finalmente se demandan límites al juego y las operaciones en bolsa (70). Esto suponía que veintitrés años antes de Rerum Novarum la Comunión Tradicionalista ya pedía la intervención del Estado en las luchas económicas y confiaba en la legislación tutelar del Estado (71). Aznar describe los esfuerzos de Mella para influir en el pretendiente don Jaime acerca de la cuestión social (72). El propio don Jaime escribió a don Severino reconociendo su interés por la cuestión social (73). Para Aznar, la preocupación social de Mella nace de los manifiestos-programa de su partido, y de la tradición que como relicario el partido había guardado (74). Decía Mella: «venimos sustentando como parte de nuestro programa […] el régimen corporativo medieval, que daba la solución completa en la cuestión social, y fue la primera vez que en el mundo el capital y el trabajo se reunieron, formando una fraternidad indisoluble» (75). El pensamiento social de Vázquez de Mella está muy condicionado por la pérdida de la armonía social del llamado Antiguo Régimen, pese a sus limitaciones e injusticias: «Ved las consecuencias [de la desamortización]. En la sociedad española, en el antiguo régimen, no había un solo hombre que pudiera decirse que era desheredado. Todos tenían algún patrimonio: el que no tenía propiedad individual la tenía colectiva; tenían su propiedad las fundaciones religiosas, las científicas, las de enseñanza, la tenían hasta el empleado en su montepío y el labrador en su pósito. ¿Qué clase era la que estaba desheredada de patrimonio? Los que no lo tenían individual lo tenían corporativo, y era tanta la propiedad colectiva que superaba a la individual». Mella describe la catástrofe social que trajeron las desamortizaciones, donde la propiedad 105

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Por eso, el manifiesto-programa conocido como el Acta de Loredán, inspiración suya, recoge como programa político-social el contenido de Rerum Novarum (68).


corporativa fue entregada a los que ya tenían propiedad individual, entregando el Estado la propiedad pero no las cargas (beneficencia, enseñanza, presupuesto eclesiástico) que pesaban sobre la propiedad corporativa (76).

La propiedad, para Mella, se funda en el deber que todos tenemos de buscar la perfección intelectual, moral y material (81). La nueva propiedad capitalista no es individual sino individualista, naciendo a partir de la destrucción de la antigua propiedad corporativa (82). «El sentido cristiano de la propiedad quiere restaurar la forma corporativa que hace imposibles los desheredados, que no existían en el régimen antiguo porque el trabajador tenía su propiedad en la del gremio, el labrador y el empleado en el montepío, los pobres en las fundaciones de beneficencia y enseñanza, la clase rural en los bienes propios de sus municipios…» (83). Aznar reconoce sin embargo que las soluciones de Mella al problema de la tierra estaban ya obsoletas en 1934 (84).

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El pretendiente don Jaime reconocería a Aznar su interés por la cuestión social.

Apela Mella con frecuencia a la moral para la solución de los problemas sociales, por ejemplo cuando se refiere al fracaso de los Jurados Mixtos, como un remiendo que quiere buscar la justicia sin la previa implantación moral en las conciencias (77). Pero sabe que el capitalismo no es una solución cristiana: «el capitalismo actual, el régimen en que vivimos, que no responde a un ideal de justicia y caridad, aunque conserve dentro de sí algunos restos del régimen cristiano, no puede subsistir» (78). En otra ocasión llegó a decir que «un capitalismo excesivo, que tiene su trípode en el anonimato, la Banca y la Bolsa, que por su origen puede proceder de especulaciones inmorales, y que por su empleo se dirija al vicio, a la inmoralidad, a la corrupción, al goce personal, con el desprecio de los necesitados, está en oposición con los fundamentos de la propiedad y con la solidaridad con los demás trabajos» (79). Aznar destaca en Mella los límites morales y jurídicos de la propiedad, que el partido Partido Social Popular de Víctor Pradera quería convertir en 106

límites jurídicamente exigibles. Junto a la función social de la propiedad, también reivindica Mella, en enseñanza confirmada después por Pío XI, la función social del trabajo (80).

Esta devoción de Severino Aznar por la causa carlista, que manifestó en repetidas ocasiones, no fue imcompatible con la severa crítica de algunos de sus postulados, sobre todo en el orden socio-económico. Tampoco simpatizó Aznar con la insistencia carlista por la forma de gobierno monárquica, que la Doctrina Social de la Iglesia había enseñado desde León XIII como algo accidental, y que el carlismo se resistía a dejar de considerar como esencial. En este sentido decía ya en 1910 que «el catolicismo no puede unir su suerte a un partido político, a una forma de gobierno, a un régimen social, ni al Ejército, ni al Trono. Las instituciones humanas cansan al hombre y se gastan, y todas las animosidades que suscitan se suscitarían también contra la Religión» (85). Y añadió más tarde: «¿Qué más da un presidente de la República que un rey? Los monárquicos sólo han defendido la monarquía cuando han reparado que la república era hostil a sus intereses» (86), aunque recordó que las monarquías tienen hoy mejor política social que las repúblicas y que la forma de gobierno no es inherente a ningún régimen social (87). Aunque Aznar afirma que la Comunión Tradicionalista en lo social no tuvo nunca más APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120


«¿Cómo, en medio siglo de devoción a la tradición social del Catolicismo, no dio el tradicionalismo un Ketteler, un Vogelsang o un Conde de Mun, un apóstol, en fin, especializado en su estudio y con arrebatado afán de proselitismo y de convertir sus normas salvadoras en leyes y en costumbres? ¿Por qué tan parca su intervención en la legislación tutelar del trabajo? ¿Por qué tan poco visibles sus iniciativas y su colaboración en la cuestión social? Puesto que en casa y dentro de su espíritu tenía la rica cantera, ¿cómo no arrancaron de ella, en tanto tiempo, los materiales para construir el sistema de reforma social que con sólo operarios individuales iban levantando otros pueblos? Esas preguntas son una cuestión que la honradez intelectual no me permitía dejar en la sombra. La acusación es flecha que sigue vibrando en los tiempos posteriores a la Encíclica. Pecó por omisión; fue una desventura, porque retrasó así treinta años, por lo menos, el movimiento social católico en España. Pero ese pecado de omisión tiene, aunque no una justificación suficiente, una explicación clara, y no es éste el momento oportuno para darla. Y, a pesar de eso, todo ese bloque nacional ofreció una terca, apasionada resistencia pasiva a las invasiones ideológico-políticas del liberalismo económico y del Socialismo, y cuando tenía que dar su opinión sobre temas y cuestiones sociales, se hacía eco de la tradición social cristiana que León XIII metodizó y consagró en su Encíclica» (89). Aznar critica abiertamente la actitud de la Comunión Tradicionalista con sus artículos en El Correo Español sobre la cuestión social: «los caporales del partido runruneaban y creían que aquello que estaba en la entraña del partido y que ellos estaban enterrando, era algo posAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120

tizo, como un quiste que le hubiera salido al programa. Como una infección mestiza me la denunciaron a Venecia primero y a Frohsdorf después. Pero Eneas (seudónimo del periodista carlista Benigno Bolaños) me daba vía libre, y Mella me estimulaba de firme: Haga como yo, piense y escriba. Eso es más útil que vegetar y murmurar» (90). En la página social de El Correo Español escribió: «El tradicionalismo tiene desde muy antiguo un magnífico programa de política social; el tradicionalismo debe sacarlo a la luz e inspirar en él su vida pública. Si no lo hiciese, un día se encontraría sin programa y sin gloria, porque se lo habrían hurtado a fragmentos y clandestinamente, y ya sería tarde para exhibir sus títulos de propiedad. Si lo hace, la Providencia habrá puesto en sus manos medios de penetración en las masas no tradicionalistas como nunca soñó, y procedimientos de ejercer acción benéfica en esta patria española como jamás la tuvo. Yo no voy a desflorar este tema en un modesto artículo de periódico, pero sí lo voy a presentar a la meditación del partido. Es un tema urgente y en cuya solución le va acaso la vida. Mella dijo un día en el Parlamento que partido que no metiera en el cauce de su programa las angustias y preocupaciones sociales de su tiempo, era partido condenado a muerte. Mella dijo una gran verdad. Tres grandes estímulos empujan al tradicionalismo a fijar su programa político-social: 1.º- los compromisos adquiridos en sus documentos oficiales, que son como el esbozo de su constitución; 2.º- la Tradición que es su espíritu; 3.º- las prácticas de acción social a que se están consagrando hoy los tradicionalistas españoles. Si se olvidan los compromisos contraídos con el pueblo, se venga éste primero con el olvido, después con el desdén o con el odio. Así ha sucedido siempre. Si se prescinde de la tradición social, se trunca el programa, se reniega inconscientemente de parte de los principios. Se violenta y se empeque107

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programa que la doctrina de la Iglesia (88), no deja por ello de censurar con cierta dureza la posición clásica del «partido» ante la cuestión social, en una crítica que viene de un carlista, que además ha dedicado encendidos elogios a los pensadores tradicionalistas:


ñece no poco el principio informante de la Comunión carlista. Y esto no se hace nunca sin castigo. Si por una parte van las prácticas de acción social de los tradicionalistas y por otra su programa; si en éste no pueden hallar aquéllas su entronque y su protección, una gran parte de la actividad carlista, que cada vez será mayor, más espiritualista y entusiasta, quedará fuera del molde del partido, y no se perderá totalmente para todos, pero es seguro que no la podrá utilizar totalmente el tradicionalismo» (91). El propio Acta de Loredán se lamenta de que el partido no tenga más alcance social: «¿Por qué el germen y no la planta, que es la que en definitiva da los frutos? ¿Por qué el espíritu y la promesa del programa y no el programa mismo? Y, ¿cómo pudo haber recelos y quienes en un principio —hace pocos años— creyeran que la acción social era una novedad poco menos que herética o una invención de mestizos cuando es abecé del programa carlista, y todavía lo es más de la tradición, como demostraré algún día?» (92).

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Severino Aznar añade que «esta indicación es un lamento: los hechos demostraron que sin esperanza» (93). En una conferencia a este respecto, dijo: «Toda la sustancia de nuestra tradición nos impone una política social decidida, avanzada, franca y generosa. Hemos sido durante el siglo XIX la negación y la antítesis de la Revolución Francesa […]. El liberalismo económico fue como un diluvio cuyas aguas cubrieron todos los pueblos de Europa, y el Tradicionalismo […] guardó los principios que habían de salvar la sociedad y la habían de reconstruir […]. Eran todos individualistas, nosotros corporativistas, y añorábamos el gremio antiguo adaptado a las necesidades presentes. Todos defendían como flor de progreso la libre concurrencia; nosotros también, pero siempre que no perjudicara al bien común, y en defensa de éste llegábamos hasta la tasa. Todos, la libertad industrial; nosotros también, pero 108

siempre que no exacerbara la libre concurrencia y llevara la economía nacional a la catástrofe. Todos ponían los ojos en blanco ante el capitalismo triunfante; nosotros creíamos que el capital era necesario, pero que el capitalismo podía ser una tiranía […]. Todos enemigos del intervencionismo y partidarios del laissez faire, laissez passer; nosotros intervencionistas. Todos enemigos de la propiedad colectiva; nosotros defendíamos la individual, pero la queríamos también para las personas sociales, y a las desamortizaciones que las despojaron llamábamos robos. Y así en todo» (94). En este sentido cita don Severino a Mella: «haremos, además, que lo que es consecuencia del programa no sea recogido por otros, mientras nosotros mantenemos estérilmente las premisas sin sacar las deducciones y la sustancia necesarias» (95). La II República, la Guerra Civil y el Régimen del 18 de Julio La Guerra Civil de 1936 sorprende a don Severino en Navarra, donde ofrece sus servicios al general Mola. Poco después, en 1938, en el primer gobierno del general Franco, fue nombrado director general de Previsión Social en el Ministerio de Organización y Acción Sindical de Pedro González Bueno. A Severino Aznar se debe la Ley de Subsidios Familiares, que quiso convertir, sin éxito, en seguro familiar. Perdió con resignación pero con admiración a tres de sus cuatro hijos durante la guerra: Jaime, Rafael y Guillermo (96), todos ellos falangistas desde la primera hora con José Antonio Primo de Rivera, coincidente con Severino Aznar en su inspiración cristiana, en la necesidad de la abolición del salario y en la sensibilidad por las mejores tradiciones de España. Su hijo superviviente, Agustín, fue jefe de la milicia falangista. Su relación con el Régimen del 18 de Julio parece cercana afectivamente, pero de cierta lejanía intelectual. Reconoce su legitimidad y su necesidad en «viril Alzamiento» (97) ante una II República que nunca fue un Estado justo ni formal de Derecho: «la guerra la han provoAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120


cado los sindicatos extremistas» (98). No tuvo buena opinión de la II República. La Ley de Defensa de la República vulneraba a su juicio los derechos que la Constitución de 1931 consagraba (99). En 1932 ya decía que la persecución religiosa no era tan virulenta desde hacía siglos, en connivencia con las logias masónicas y la Institución Libre de Enseñanza (100). Critica Aznar la Ley de Reforma Agraria del bienio azañista, entre colectivizaciones, nacionalizaciones y expropiaciones o amenazas de expropiación (101), con indemnizaciones arbitrarias (102), que afectaron muy poco a los grandes terratenientes y mucho a los pequeños y medianos propietarios.

de José Antonio (109) y su figura (110), llegando a expresarse en términos tales como «el viejo estilo viril y exaltadamente patriótico de la Falange» (111). Pidió a la juventud que fuese fiel al tradicionalismo de la Falange [sic] (112).

De Alcalá Zamora habla como traidor que abrió las puertas del alcázar a la bestia, como Kerensky. Dice de él que su religiosidad es incoherente, como el caso del separatista Aguirre. Pide a Dios que perdone el grave daño que este hombre hizo a España (105). Bendijo en la guerra el espíritu de unidad política del general Franco (con la unificación de las fuerzas políticas), de unidad social (con el Fuero del Trabajo), y de unidad de milicias (106). Habla en 1939 de «soñar vagamente en otra España Una, Grande y Libre» (107). En realidad sus simpatías por la Falange, por el Régimen del 18 de Julio y sobre todo por el carlismo, no están exentas de críticas. Para la Falange de José Antonio Primo de Rivera tuvo elogios muy sobrios, sin excesos aduladores. Habló de las «pocas y claras consignas de la Falange» (108). Simpatizó con la doctrina APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120

Ensalzó el sentido espiritual de los puntos programáticos de la Falange, incorporados —al menos nominalmente— por el nuevo Estado, salvo el último de ellos, que negaba la posibilidad de fusión con otras fuerzas políticas, cuando la Falange había sido fusionada por decreto con el carlismo (113). Identificó sin demasiado rigor al Régimen del 18 de Julio con el ideario de José Antonio hablando de «nuestro régimen nacionalsindicalista» (114).

Severino Aznar reconoció a Joaquín Costa su condición de aristócrata de Dios y de amante de la Tradición.

Imputa a la Falange don Severino una concepción totalitaria del Estado, que el propio José Antonio había rechazado. Extrañamente, aunque tal vez fruto de alguna tendencia de la época de separación entre lo sacro y lo civil, Aznar arremete con vehemencia contra el proselitismo religioso en los sindicatos (115). Dice 109

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Reprochó en este sentido duramente a Ortega y Gasset su complicidad con la tiranía de la II República, su reacción tardía, y su contumacia en la esperanza con aquel régimen pese a sus atropellos, pese a los avisos de los amigos, pese a las propias advertencias de don Severino, su colega como docente en la Facultad de Filosofía de la Universidad Central (103). También le reprocha que su adhesión al levantamiento del 18 de Julio fuera formal, sin entusiasmo y sin apología, pese a que los hijos de Ortega combatían en el bando nacional (104).


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que las diferencias en cuanto a la concepción del hombre y de la sociedad es tan profunda con el marxismo que no es posible tender un puente de enlace entre la orilla de lo vigente con la orilla revolucionaria (116), desdiciendo en este sentido a José Antonio. Llega a decir que «ellos [los marxistas] o nosotros sobramos en España» (117).

del capitalismo, de la ley de la oferta y la demanda sin límites, de la enseñanza atea… Todo esto diría Aznar a los carlistas «si yo tuviera autoridad para hablarles». Añade que «vuestro partido no llevaba al templo a vuestras juventudes como hoy la Falange Tradicionalista» (122), desmarcándose críticamente de la Comunión Tradicionalista.

En un mensaje dirigido al Frente de Juventudes pide a los jóvenes españoles que conquisten a las masas populares para España, que hay que moralizar la vida pública y que lo contrario deshonra a la Falange, y que hay que abandonar el afán permanente de ganar y de gozar, recuperando la exaltación de los valores del espíritu (118). En 1938 pronunció en Santander un discurso defendiendo el decreto de Unificación de 19 de abril de 1937 entre la Falange y el carlismo (119). En este sentido, encuentra entre José Antonio y Vázquez de Mella o Víctor Pradera coincidencias sustanciales (120): todos ellos son contrarios al liberalismo, al marxismo, al capitalismo abusivo, al parlamentarismo, a la masonería, al laicismo, a los partidos políticos, a las elecciones, al sufragio inorgánico. Todos ellos defienden a la familia y el municipio, los deberes de la riqueza y la propiedad, la dignidad del trabajo, y la moral pública y religiosa de la sociedad. Reprocha duramente que frente a estas coincidencias esenciales, algunos siembren la discordia con asuntos menores cuando se está ventilando la supervivencia de España y la civilización occidental (121).

Conocedor de los ambientes carlistas, reconoce que los más contestatarios entre los mismos encontrarán tres posibles objeciones: la cuestión regionalista, la monarquía y la confesionalidad del Estado. Aznar replica que la Falange (a la que asocia sin matices con el nuevo Estado cuando la Unificación fue obligatoria) también es regionalista y que la descentralización está entre sus afanes siempre que la unidad nacional no sufra quebranto ni el autogobierno regional sea utilizado contra la vida de la Patria. Aznar añade que en momentos de grave separatismo no es oportuno este reclamo. Con respecto a la monarquía estima que antes de cualquier reivindicación hay que resolver la cuestión dinástica, hay que poner de acuerdo a los monárquicos y consultar a los españoles. No le parece de recibo contrariar a los que han salvado a España imponiéndoles una monarquía encarnada en un rey que ha estado al margen de los sacrificios de la Cruzada. Finalmente, en cuanto al grado de religiosidad de un partido político o de un régimen político, es la Iglesia quien ostenta la autoridad para dirimir este asunto. Aznar puntualiza que la Iglesia tiene más autoridad al respecto que la Comunión Tradicionalista (123).

Considera que la Falange ha ganado en influencia política y en número de seguidores con la Unificación; pero estima que el carlismo ha ganado mucho más, porque ha conseguido en unos meses lo que llevaba persiguiendo un siglo con tres guerras civiles: el final del liberalismo, de los partidos políticos, del parlamentarismo, del sufragio universal inorgánico, de una jefatura de Estado que no gobierna, de un Estado laico, de un Estado antinacional, de la familia desprotegida por las instituciones, de la amenaza contra la propiedad privada y de una concepción de la misma sin deberes sociales, de una visión mercantil del trabajo, de los abusos

Aunque conocía las tesis falangistas sobre la «tiranía capitalista que José Antonio quiso descuajar» (124), parece reprochar la tendencia falangista a la nacionalización de la banca, pero puntualiza que todos los sectores de la economía salvo las grandes corporaciones quedarían en manos de la iniciativa individual y familiar. No hay reservas con la propiedad ni está contaminado este programa de la plusvalía, dice Aznar (125). Lo cierto es que el Fundador de la Falange admite parcialmente la existencia de un plusvalor en el trabajo del obrero del que se apropia el patrón capitalista, como contradictoriamente también estima Aznar, aunque APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120


No interpreta bien la doctrina económica de José Antonio, porque le imputa una solución a la lucha de clases de corte corporativista, una solución que el fundador de la Falange consideró tímida, y que adoptó sólo inicialmente para abandonar finalmente en sus dos últimos, y más importantes en términos doctrinales, años de vida (127). El sindicato vertical es una «corporación embrionaria» para Aznar en 1937 (128). Y además es un sindicato mixto (129). En el contexto del sindicato vertical corporativista, prefiere el sindicato mixto, porque el puro presupone una psicología de lucha (130). Antes, en el contexto de la lucha de clases, era partidario del sindicato puro (131). Tampoco entiende el sindicalismo vertical que propugnaba José Antonio, porque lo enfoca desde un punto de vista profesional (132), no social. Este sindicalismo falangista implicaba la desaparición del patrón capitalista, y la agrupación de todos los trabajadores según ramas de la producción para la planificación de la economía nacional. No era una sindicación mixta entre patronos y obreros, como hizo el sindicalismo franquista, sino que presuponía la desa­ parición del empresario capitalista por cuanto los obreros serían propietarios de sus empresas y el capital sólo tendría carácter instrumental de prestatario u obligacionista. El catedrático de Derecho del Trabajo Efrén Borrajo afirma a este respecto que «la expresión “sindicato vertical” se acuñó por [José Antonio] Primo de Rivera y se refería a una pretendida organización socio-económica en la que no cabía el carácter “mixto” o de dualidad de partes APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120

(empresarios y trabajadores) por cuanto se partía dogmáticamente de una afirmación de unidad, al refundir a dichos empresarios y trabajadores en la figura del “productor” cualificado funcionalmente como trabajador directivo o trabajador ejecutivo, pero no por su posición económica y social; el Fuero del Trabajo y, más tarde, su desarrollo legislativo, desvirtuaron la concepción original, de la que se tomó, tan sólo, la terminología» (133). En la posguerra tuvo Aznar ilusión de que llegase un verdadero cambio social en España, su gran anhelo, pero pronto su esperanza se desvaneció. Aunque reconoce en 1950 los avances sociales del Régimen del 18 de Julio (134), afirma que «salvo una minoría, que merece los mayores honores, las normas del catolicismo social no han descendido de las conciencias y de las leyes a las costumbres, y ¿a qué la fe sin las obras?» (135). Aznar había dedicado su vida a las reformas sociales, pero reconoce que no son efectivas sin reformas complementarias en la moral de las personas (136). No basta con reformar al individuo, ni se puede reformar al individuo sin reformar al tiempo la sociedad (137). Todavía en 1937 aprueba al nuevo sindicalismo corporativo, niega que tenga contaminación marxista o anarquista (138) y reconoce el derecho del Estado a controlar la economía (139). Habla en términos laudatorios de la obra Educación y Descanso de la Falange unificada, que se ocupa de la instrucción académica y el ocio de los obreros, algo que desde 1924 venía reclamando Aznar (140). Considera al Fuero del Trabajo como la mejor expresión en toda Europa del catolicismo social, algo que le parece comparable al Código Social de Malinas (141). Y reconoce que nunca ha tenido la Iglesia más facilidades para su misión (142). Confiaba en que el Régimen del 18 de Julio implantase el accionariado obrero en la industria y el comercio; el patrimonio familiar en la agricultura; la conversión del asalariado en propietario o en copropietario, la sustitución del contrato de salariado por el contrato de so111

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sin llegar al extremo de la tesis marxista de identificar el trabajo manual con el valor de una mercancía. En 1937 entendía Aznar que si realmente llegase una revolución nacionalsindicalista, necesariamente habría de abordar la difusión de la propiedad rural y el patrimonio familiar, que reducirán considerablemente el número de asalariados en el campo, eliminando la posibilidad de la lucha de clases (126).


ciedad, la participación en beneficios… (143). José Antonio Girón le parecía un personaje con «hondo y cristiano sentido social» (144). Confiaba también en que la lucha de clases se atenuaría con los Consejos de Conciliación, los Tribunales de Arbitraje, los Jurados Mixtos y los Contratos Colectivos de Trabajo (145). Y creía que el Estado y la Falange evitarían el abuso del patrón al obrero (146).

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Está de acuerdo con el padre Azpiazu en una disposición del Fuero del Trabajo en virtud de la cual será el trabajo, como elemento más noble, el que alquile al capital y no al contrario: «Las objeciones que a eso se hacen él las cree sin valor. No cree que esa teoría se oponga a la Moral, y la Iglesia no le cierra la puerta. Es lo más revolucionario que hay en el Fuero del Trabajo, y ya veis que no despierta su cólera, sino su simpatía» (147). El padre Azpiazu defendía efectivamente la participación en beneficios y reconocía el gran avance que suponía en este sentido el Fuero del Trabajo (148). El propio Aznar defendió el sentido del trabajo como deber social, tal y como aparece en el Fuero del Trabajo y en el Fuero de los Españoles (149). Aplaude al general Franco por la implantación de los subsidios familiares; en ello colaboró Aznar: «uno de los mayores consuelos que he encontrado a lo largo de mi vida, en mis prolongados, duros y estériles trabajos por la reforma social en España» (150). Pero recuerda que se ha prometido difundir la propiedad con el patrimonio familiar, y las promesas reflejadas en leyes ¡hay que cumplirlas! (151). En este sentido reconoce los intentos de Girón de Velasco para hacer realidad la participación en beneficios, aunque lamenta la lentitud del proceso (152). A estas consideraciones positivas añade progresivamente severos análisis sociales que desa­ prueban el rumbo de los acontecimientos. No son las críticas al uso de la izquierda o de la derecha más liberal. Son las críticas de un católico consecuente con realidades sociales que se alejan del ideal cristiano proclamado en su frontispicio por un Estado confesional. En 1939 habló de los egoísmos de las clases patronales (153). Arremete contra el estraper112

lismo de posguerra, y acusa a muchos católicos de practicarlo, cuando se trata de un grave robo (154). En 1950 habló del estraperlismo entre los católicos como algo peor que la «usura vorax», habló de diecinueve teatros en Madrid donde se ofenden las buenas costumbres, habló del cáncer para la familia y el matrimonio con la vulneración del Sexto Mandamiento de la Ley de Dios que supone el neomaltusianismo; habló finalmente de los patronos que dan salarios de hambre, algo que es tan inmoral como robar relojes (155). Hace una crítica velada en 1956 a la política social del Régimen en la prensa del propio Régimen: dice que la huelga está prohibida en España, y eso deben agradecer los patronos al general Franco; ahora sólo falta —añade— «hallar la posibilidad y el procedimiento de hacer innecesario el derecho a la huelga que los obreros no tienen» (156). Pide al Régimen militar que evite el drama de la lucha de clases con justicia y con decisiones judiciales. Don Severino tenía claro que si después de la guerra persistía la lucha de clases, ya no habría esperanza de reconstruir España (157). Y sabía que el sindicalismo vertical, como simple agrupación profesional, no acabaría sin más con la lucha de clases (158). Su decepción con la política social del Régimen militar, aunque dejaba lugar a la esperanza, fue pública y razonada: «Tengo miedo a que el sindicato vertical, y la organización corporativa, y los 26 puntos de Falange y la Santa Tradición, y la Unidad de Destino, y las consignas del nuevo Estado nos deparen desilusiones y fracasos como las ya sufridas en menos de un siglo […]. Al cabo de un tiempo es de temer que el balance sea unas páginas más en el Boletín Oficial y unas palabras más, vacías de contenido en los labios» (159). El fascismo Aznar concibe al comunismo y al fascismo como las dos grandes amenazas para la civilización cristiana en 1934. Define estas ideoloAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120


En sus viajes por Italia diseccionó con detalle la obra de Mussolini. Su veredicto fue rotundo: el fascismo es doctrinalmente inconsistente. En 1924 reconoce algo de vitalidad y de misteriosa fuerza y seriedad en el fascismo, al tiempo que se sorprende del origen anarquista y marxista de algunos líderes fascistas. Le parece una doctrina algo absorbente (161), aunque observa focos de disidencia. Adivina nieblas en los primeros momentos del fascismo en las discrepancias entre los católicos y los vitalistas. Observa con curiosidad la devoción popular al Duce (162), también entre los intelectuales (aunque éstos miran con desdén al partido) y aun entre los obreros (aunque don Severino estima que más se debe al temor que suscita el fascismo). El comunismo y el socialismo odian al fascismo, porque ha sido su ángel exterminador, ha sido hijo de sus violencias más que producto de la debilidad del liberalismo (163). Le ha llamado la atención que los católicos italianos aprecian el apoyo de Mussolini a la Iglesia, pero saben que el catolicismo del fascismo es oportunista, mera fachada: es pagano de corazón. Su apoyo puntual contrasta con su beligerancia con las organizaciones católicas de orden político, sindical, social o juvenil que puedan hacerle competencia (164). El fascismo no sólo ha destruido el sindicalismo izquierdista, sino también el católico con sus cajas rurales, sus cooperativas de consumo y de trabajo, arruinadas (165). El fascismo quiere acabar con la competencia; lo hacía antes el socialismo persiguiendo las iniciativas cristianas, y como buena parte de los sindicalistas fascistas vienen del socialismo ahora hacen legalmente lo que antes hacían al margen de la ley (166). El fascismo se llevó por delante hasta las obras piadosas de la Acción Católica, en una persecución que algunos comparan con la antigua Roma. El papa contribuyó económicamente a su restauración, ante la perplejidad molesta de APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120

Mussolini (167). Don Severino se queja y extraña de que no pocos católicos colaboren con el fascismo pese a la hostilidad fascista contra la Iglesia (168). Relata don Severino la suerte del padre Sturzo, fundador del Partido Popular, que el fascismo combatía con saña. Sturzo había dejado la política activa, aunque la influencia en sus muchos seguidores pone nerviosos a los dirigentes fascistas. Sturzo confesó a don Severino que su partido no era católico. Así pudo convocar a las masas católicas desde un programa sustancialmente cristiano sin comprometer con su actividad a la Iglesia, siguiendo las instrucciones en este sentido de Pío X y Pío XI, al menos en teoría, porque la democracia cristiana que fundamenta el programa del Partido Popular no deja de ser un subtítulo a la denominación del partido (169). De hecho, que un sacerdote como Sturzo fundase y dirigiese el Partido Popular hizo entender a todo el mundo que se trataba del partido del papa. Así lo entendió la prensa fascista, que arremetió contra la Iglesia por la oposición del Partido Popular a buena parte de los postulados fascistas (170). La vida de Sturzo peligraba. Si no quería acabar como Matteoti, tenía que exiliarse, y así lo hizo. Aznar no acaba de entender esa aconfesionalidad del partido y la dependencia paralela de la jerarquía eclesiástica, y estima que ese matiz debiera acentuarse algo más, algo que está ocurriendo en los sindicatos italianos. Para Aznar, en el fondo ningún católico puede sustraerse en su acción pública a la moral cristiana en estrategias y métodos (171). El socialismo Don Severino admira el socialismo de Pablo Iglesias en su organización y eficacia (172), y lamenta la actitud de los católicos en general e incluso de la jerarquía eclesiástica en particular por su cortedad de miras, tibieza, despreocupación y caridad sin afanes de cambio estructural (173). Tiene claro que «nadie puede ser buen cristiano y verdadero socialista» (174). Hay una incompatibilidad grave entre catolicismo y socialismo: son civilizaciones contrarias (175). «Ni como doctrina, ni como acción, ni como hecho 113

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gías como absolutistas, esto es, que no respetan la soberanía social de los cuerpos intermedios, auténtico contrapeso secular de la soberanía política, más eficiente históricamente que la división o enfrentamiento de poderes de Montesquieu (160).


histórico, ni aun el socialismo más moderado puede conciliarse con el catolicismo» (176). Aunque Pío XI condena en Quadragesimo Anno al socialismo, no deja por ello de reconocer el móvil justo que hubo en su nacimiento y lo salvable de su doctrina económica. Como todos los errores, tiene una parte de verdad, dice el papa (177). A veces sus peticiones, en referencia a las del socialismo moderado no comunista, se acercan mucho a los que pretenden reformar la sociedad conforme a los principios cristianos (178). Defiende Pío XI una lucha de clases sin odio fundada en el amor a la justicia, y elogia que el socialismo lucha a veces contra un predominio social injusto. Pese a ello, lo condena (179). Aun reconociendo sus aspectos positivos, es incompatible con los dogmas de la Iglesia (180): hay una formal y esencial oposición (181) porque el socialismo es ateo, niega todos los dogmas de la Iglesia; su triunfo es la abolición del catolicismo (182).

Dice Aznar que el papa Pío XI no enseñó explícitamente que los católicos no pudieran pertenecer a un grupo marxista (la Iglesia lo diría más tarde), aunque sí lo ha hecho implícitamente cuando insiste en que no se puede ser católico y socialista. En cualquier caso, ¿cómo colaborar económicamente, con tiempo y esfuerzo a grupos, publicaciones, partidos y proyectos que combaten a la Iglesia? (183). A juicio del cardenal Mercier, opinión que merece el aprecio de Aznar, la asimilación de las masas socialistas debía producirse de manera progresiva y reflexiva, porque no merecen excomuniones sino compasión (184). El socialismo no resolverá el problema social, porque prescinde del hecho religioso en la vida social (185): el hombre es visto como un instrumento y la sociedad como un fin; la religión —en el mejor de los casos— es un asunto privado; se rechaza toda moral, el orden sobrenatural, la inmortalidad del alma y la vida eterna (186). Don Severino dedicó precisa-

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Manifestación obrera durante la conflictiva primera posguerra mundial.

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Dice Aznar del socialismo que llega por la vanidad y la ambición; por afán de imitación (188). Tiene una ilusión petulante, y no es científico en sus consideraciones económicas y morales (189), ni en su aspecto sociológico, cuando defiende la interpretación materialista de la historia y el determinismo económico (190). El socialismo es hijo del liberalismo (191), porque niega en el fondo, como el liberalismo, la propiedad individual y la libertad; es otro capitalismo, pero de Estado (192). La gran agresión y peligro para la sociedad es no darle al Estado un sentido social (193). El comunismo florece donde se desvirtúa el sentido genuino de la propiedad, que sólo es absoluta para lo necesario, porque la propiedad de la sobreabundancia no es más que una administración por cuenta de otro, una propiedad fiduciaria, una intendencia, una tutela que se ha de ejercer para el bien de la comunidad y en interés de ésta (194). En 1912 avisó de que las concesiones que el capital y el Estado hacen al socialismo para sobrevivir no serán nunca suficientes para éste, y que tanto el capital como el Estado serán devorados si no evitan la revolución con una justicia social profunda (195). Condena Aznar el móvil de la lucha de clases (196), y el monopolio violento de la vida sindical por parte de la izquierda en detrimento de los sindicatos católicos (197). Don Severino reconoce, con el papa Pío XI, que esa acusación de que la Iglesia sólo defiende a los ricos, aunque es falsa, tiene base en el comportamiento de muchos cristianos que faltan a la justicia y la caridad (198). El reconocimiento de las razones de justicia que hicieron nacer al socialismo, la bondad de algunas de sus propuestas económicas, no hacen olvidar a don Severino que se trata de una solución materialista que, sin alterar en sustancia las relaciones de producción con la llamada dictadura del proletariado, pretende ilusoriamente construir un mundo mejor presAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120

cindiendo de la Piedra Angular. Por eso, cuando tenía ochenta años, Aznar afirmaba que pediría un fusil para morir luchando contra el comunismo (199). Un patriotismo antinacionalista No hizo don Severino demasiados cánticos a la Patria, aunque su devoción por España en su unidad, en su historia y en sus tradiciones está fuera de toda duda. Tal vez, como ocurre con la política, su vocación social y la urgencia de reforma social que España necesitaba, eclipsó algo su preocupación por la defensa de España, cuya supervivencia estaba amenazada, en buena medida, a juicio de Aznar, por la injusticia social reinante. Defendió don Severino la bondad social del respeto a las tradiciones saludables, experiencia acumulada por nuestros antepasados (200). También tiene loas para la obra de España en América (201). Incluso era partidario de la unificación de los pueblos hispanos bajo alguna fórmula satisfactoria (202). Defendió la españolidad de los países hispanoamericanos y por supuesto de todas las regiones españolas (203). Habló de los «bizcaitarras del mentecato Aguirre» (204). Y reclamó de la juventud un «patriotismo desinteresado» (205). También alzó su voz a favor del Ejército, en el contexto de la Guerra de Marruecos: «Antimilitaristas, jamás. El Ejército es garantía de orden, brazo de la Patria, de la Justicia y de la ley, clase social e institución hoy necesaria y digna de todos los respetos. Nadie siente como nosotros las injurias de que está siendo víctima estos días a pesar de la ley de Jurisdicciones y de la vida de sacrificio que hace en el Rif. Pero no comprometamos por eso sin razón ni utilidad para nadie intereses más altos, mucho más altos» (206). Cultivó el estudio, desde sus inquietudes de reformista social, de la legislación social en la Edad Media y la España moderna, no como ejercicio de erudición sino como enseñanza de la Tradición que se proyecta hasta el tiempo presente: «Todo es modernísimo, conquista de las generaciones nuevas, fruto de la asocia115

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mente en 1929 un ensayo a la relevancia de la función social de la religión (187).


ción, código flamantísimo, todo nuevo. ¡Nuevo! No, no es nuevo; leyendo los viejos Códigos nos sentimos humillados. Otros antes que nosotros lo habían legislado. Unas leyes hemos podido copiarlas del Fuero Juzgo o del Código de las Siete Partidas, otras, del Fuero de Teruel o de las leyes de Toro; otras, del Ordenamiento de Montalvo o de la Novísima Recopilación, de las pragmáticas de Felipe II o de nuestras Leyes de Indias. Allí están, y estos radicalismos de ahora ponen a unos los pelos de punta y hacen a otros estallar de fatuidad, nuestros padres los habían llevado a sus Códigos tranquilamente, porque antes, y acaso mejor que nosotros, habían sentido el aguijón de la justicia social y el amor de los humildes» (207).

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Hizo mucho hincapié en las realidades sociales del pasado preliberal, grandes avances sociales de la Cristiandad que las revoluciones liberales truncaron en su evolución y desarrollo: «Contra los trusts, monopolios, acaparamientos e intermediarios había legislado el Fuero de Badajoz […]. Los siglos habían promovido, protegido y regulado la enseñanza de los aprendices de la industria: que los corregidores no permitan que los amos los despidan ni los padres los saquen del oficio antes de cumplir la contrata, y si hay causa justa que se ponga con otro maestro el aprendiz hasta cumplir su aprendizaje, y si fuere holgazán que se le aplique la ley de vagos. La mujer comienza ahora a defender en la vía pública ciertas reivindicaciones; de hoy es el feminismo: pero ya en los siglos pasados se encuentran huellas de análogo movimiento y satisfechas algunas de sus peticiones. Se les reconoció libertad para ejercer los oficios y profesiones que pudieran darles alguna ganancia, a la soltera para sostenerse y constituirse su dote, a las casadas para ayudar a mantener las obligaciones conyugales, para libertarlas de los graves perjuicios que ocasiona la ociosi116

dad. De algunos oficios hasta se les confería como la exclusiva, y así las Cortes de Madrid de 1573 se indignaban contra los sastres porque invadían menesteres de la mujer. El sabotaje que Briand condenaba como un crimen en los huelguistas de un servicio público, como un delito lo penaban los Reyes Católicos. De los impuestos especiales a la riqueza suntuaria, que ahora es la última palabra de las finanzas municipales, los siglos pasados son pródigos. El empedrado de las calles los amos de los coches tenían que pagarlo, porque, según aquellos legisladores, ellos lo desempiedran y no los pobres, que las pisan a pie. Hoy se quiere dignificar el trabajo por todos los medios: para el socialismo, el obrero debe ser hoy lo que el guerrero en la Edad media, lo que el humanista en el Renacimiento, lo que los magnates de la política en el Constitucionalismo: la primera clase social hasta que sea la única […]. En Fueros viejos de siglos se consigna la igualdad ante la ley; los gremios tenían privilegios y honores análogos a los nobiliarios» (208). Aznar recuerda que efectivamente la política social no es invento de hoy, y que ya la España de los Austrias tuvo una profunda sensibilidad al respecto: «Debían ser largos los contratos de arrendamiento, como se piden hoy; se regulaba el máximo de jornada y el mínimo de salario, y el precio de los productos, y la forma y plazo en que se había de pagar al obrero, y se inspeccionaban las fábricas y los comercios, y era necesario obtener trabajo, como ahora lo quieren las sociedades de resistencia. Y de todo eso hablan y todo eso previenen las legislaciones antiguas. […] La legislación tutelar del trabajo, que tan penosa y parcamente está haciendo Europa en este último medio siglo, España la dio espléndidamente a los indios de sus colonias en los siglos XVI y XVII» (209). En la misma dirección añade: APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120


tes del trabajo, la habitación higiénica y barata, la limitación al trabajo a destajo, la minuciosa protección al trabajo de la mujer y del niño, la igualdad de salario entre la mujer y el hombre, el descanso obligatorio de la obrera durante el embarazo, los Comités paritarios, la rigurosa inspección del trabajo, la limitación de éste en los lugares e industrias insalubres, sobre todo eso y mucho más dio ya España leyes y reglamentos con fuertes sanciones. Y no había entonces socialistas y sindicatos que arrancaran fatigosa y parsimoniosamente esas mejoras para los obreros; bastó el espíritu de justicia de los legisladores, casi siempre sugestionados o forzados por los teólogos de Salamanca, Alcalá o Valladolid. En el origen de cada una de esas reformas sociales hay casi siempre un fraile misionero. Ellos fueron los protectores y tribunos de los obreros, y es lástima que los obreros no lo recuerden con gratitud y que los frailes de hoy no sientan el mismo ímpetu justiciero y popular de sus antepasados, de gloriosa memoria» (211).

Ángel Ossorio y Severino Aznar debatieron intensamente sobre su concepción de la democracia cristiana.

Todos los avances sociales que se esgrimen como conquistas de nuestro tiempo, en realidad lo fueron de otros tiempos. Refutando la teoría marxista, no fueron fruto de la presión, de la lucha de grupos sociales o del enfrentamiento dialéctico, sino genuina expresión de justicia por exigencias de una conciencia cristiana en los poderes públicos: «El salario suficiente, el salario mínimo y familiar, la jornada de ocho horas, el descanso dominical, las tutelas de seguridad e higiene, la indemnización por accidenAPORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120

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«El Coto Social de Previsión, que es de ayer, añorado por Costa y bautizado y resucitado por Maluquer, se llamaba en América Caja de Comunidad y lo hizo obligatorio en toda América uno de nuestros primeros virreyes, don Antonio Mendoza […]. Con él dotó a la población india de todas las defensas que los poderosos Estados de hoy no logran dar a las clases obreras a fuerza de instituciones y millones, con todos sus seguros sociales, todas sus leyes de asistencia y todas sus instituciones hospitalarias […]. Carlos V y Felipe II hicieron a todos los indios propietarios con propiedad familiar inalienable e inembargable, los Resguardos agrarios. El huerto obrero, que se cree invención de una dama de Medan de hace poco más de medio siglo, lo tuvieron todos los mineros del Potosí en el siglo XVI, y luego los de todas las minas de América […]. Los Economatos obreros eran sus Alhóndigas, donde a los géneros que el obrero indio consumía se imponían tasas excepcionalmente bajas para hacer imposible el trusk-system […]. La corvea, que diezma aún hoy a las colonias de los Estados europeos, la encontraron los españoles entre los incas y los aztecas con el nombre clásico de las mitas; y con tantas alharacas de libertad y de igualdad y tantos esfuerzos de las Instituciones internacionales ginebrinas, están muy lejos de llegar a las restricciones con que las había suavizado y reducido ya España en los comienzos del XVII» (210).


Aunque es fundador del «Grupo de la Democracia Cristiana», esta denominación equívoca no tiene un sentido político sino que se refiere a la influencia cristiana en el orden social para instaurar todas las cosas en Cristo, en afortunada expresión de San Pío X. La educación carlista de don Severino le hacía incompatible con la soberanía popular, porque entendía que la Justicia y la Verdad eran valores absolutos, independientes de la voluntad de los hombres o de los pueblos. Creía en la democracia como representación de intereses para fiscalización del poder y como organización de la vida pública donde sólo se dirimiese aquello que por su naturaleza es discutible. Pronto supo ver en el fascismo un neopaganismo, anticatólico y perseguidor de la Iglesia, totalitario, vitalista y sin apenas doctrina, aunque valoró su fuerza misteriosa y su corporativismo como punto de partida.

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José Antonio Girón le parecía a Severino Aznar un personaje con hondo y cristiano sentido social.

Cita en este sentido don Severino a Donoso Cortés: «España ha sido una nación formada por la Iglesia para los pobres. Los pobres han sido en España reyes. Los que eran colonos tenían tierras perpetuamente con un censo ínfimo y eran en realidad propietarios. Todas las fundaciones piadosas que había en España eran para los pobres. Los jornaleros tenían con qué dar pan a sus hijos con los jornales que ganaban en los gloriosos y espléndidos conventos de que estaba llena España. ¿Qué mendigo no tenía un pedazo de pan estando abierto un convento?». Conclusión Severino Aznar Embid sólo acudió a la política en auxilio de la transformación social de España o cuando estimaba que la supervivencia de la civilización española estaba en grave peligro.

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Apoyó sin fisuras el Alzamiento cívico-militar del 18 de Julio de 1936, colaborando con los primeros gobiernos del general Franco. La realidad social del nuevo régimen pronto le decepcionó. La política social emprendida, que don Severino mismo contribuyó a implantar, le pareció insuficiente. El Fuero del Trabajo le pareció un monumento al catolicismo social, que resultó incumplido por el propio régimen que lo había promulgado. No se acometió ninguna reforma de la estructura económica capitalista, y esto le pareció una injusticia y una torpeza. Aunque don Severino siempre se dijo carlista de formación, no en vano fue íntimo amigo de Vázquez de Mella y candidato carlista, acabó también muy decepcionado con la insuficiente sensibilidad del carlismo con los problemas socio-económicos. Severino Aznar fue un católico consecuente con las enseñanzas políticas de la Iglesia. Precisamente una sana independencia de criterio y su afán permanente de coherencia le impidieron colaborar de manera incondicional con ningún partido o régimen político. APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 95-120


(1) La Doctrina Social de la Iglesia «pertenece a la misión evangelizadora de la Iglesia y forma parte esencial del mensaje cristiano» (Juan Pablo II. Centesimus Annus, 5d). Es además «fundamento e impulso para el compromiso social y político de los cristianos» (Juan Pablo II en mensaje a la Conferencia Episcopal Italiana, 6 de enero de 1994). (2) Severino Aznar, «Dos generaciones al habla», Juventud 327 (1950), p. 3. (3) Severino Aznar, El pensamiento social de Vázquez de Mella, Barcelona : Imp. Subirana, 1934, p. XVIII. (4) M.ª Mercedes López Coira, «Aproximación a la vida y obra de Severino Aznar : un precursor de los estudios sociológicos en España», Cuadernos de Trabajo Social 12 (1999), pp. 277-296 [279]. (5) Antón Pazos, Un siglo de catolicismo social en Europa, Pamplona : Eunsa, 1992, p. 58. (6) Aznar, El pensamiento… (1934), p. XXXIV. (7) Feliciano Montero, «El catolicismo social durante el Franquismo», Sociedad y Utopía 17 (2001), pp. 93114 [98]. (8) José María García Escudero, El pensamiento de «El Debate», Madrid : BAC, 1983, p. 515. (9) Aznar, «Dos…». (10) Severino Aznar, Impresiones de un demócrata-cristiano, Madrid : Editorial Bibliográfica Española, 1950, pp. 457-459. (11) Ibíd., pp. 325-331. (12) Aznar, «Dos…». (13) Aznar, Impresiones…, pp. 339-340. (14) Ibíd., p. 134. (15) Ibíd., pp. 56-57. (16) Ibíd., pp. 453-456. (17) Severino Aznar, Las encíclicas «Rerum Novarum» y «Quadragesimo Anno» : precedentes y repercusiones en España, Madrid : M. Minuesa de los Ríos, 1941, p. 38. Vid. además Severino Aznar, Estudios económico-sociales, Madrid : Instituto de Estudios Políticos, 1946, p. 185. (18) San Pío X, «Notre charge apostolique», en José Luis Gutiérrez García (ed.), Doctrina Pontificia. II, Documentos políticos, Madrid : Biblioteca de Autores Cristianos, 1958, pp. 401-423; también disponible en línea, Congregación para el Clero, Santa Sede, <http:// www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/c1h.htm#he> [8 de junio de 2010]. (19) Javier Tusell, Historia de la Democracia Cristiana, Madrid : Sarpe, 1986, p. 242. (20) López Coira, op. cit., p. 281. (21) Tusell, op. cit., pp. 249-251; vid. además José Andrés-Gallego, La Iglesia en la España contemporánea, Madrid : Encuentro, 1999, t. I, pp. 244-245. (22) Aznar, Impresiones…, pp. 128-129. (23) Ibíd., pp. 129-130 y 132. (24) Aznar, «Dos…», p. 3. Vid. además Aznar, Impresiones…, p. 302. (25) Severino Aznar, «Una vida dedicada al bien común», La hora 21 (1956), p. 7. Vid. además Aznar, Impresiones…, p. 252. (26) Severino Aznar, Estudios sociales sobre temas candentes, Madrid : Biblioteca Pax, 1936, p. 11. (27) Aznar, Impresiones…, pp. 257-258. (28) Ibíd., p. 233.

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(29) (30) (31) (32) (33) (34) (35) (36) (37) (38) (39) (40) (41) (42) (43) (44) (45) (46) (47) (48) (49) (50) (51) (52) (53) (54) (55) (56) (57) (58) (59) (60) (61) (62) (63) (64) (65) (66) (67) (68) (69) (70) (71) (72) (73) (74) (75) (76) (77) (78) (79) (80) (81) (82) (83) (84) (85) (86) (87) (88) (89) (90)

Ibíd., pp. 453-456. Aznar, El pensamiento… (1934), p. XXIII-XXIV. Ibíd., pp. LIII-LIII. Aznar, Impresiones…, p. 494. Ibíd., p. 21. Ibídem. García Escudero, op. cit., p. 615. Aznar, Impresiones…, p. 493. Ibíd., p. 415. Ibíd., p. 328. Ibíd., p. 145. Aznar, Estudios… (1946), p. 393. Aznar, Impresiones…, p. 146. Ibídem. Ibíd., p. 60. Ibíd., pp. 74-75. Ibíd., pp. 233 y 240-241. Aznar, Estudios… (1946), p. 112. Aznar, Impresiones…, p. 71. Ibíd., p. 54. Ibíd., pp. 147 y 237. Aznar, Las encíclicas..., p. 36. Ibíd., pp. 36-37. Ibíd., p. 38. Ibíd., pp. 39-40. Ibíd., p. 41. Aznar, Impresiones…, pp. 214-219 y 365-366. Aznar, El pensamiento… (1934), p. XI. Ibíd., p. XII. Ibíd., p. XXII. Ibíd., p. XXII. Ibíd., p. XXIII. Ibíd., pp. LIV-LV. Ibíd., pp. LV-LVI. Ibíd., p. XXV. Ibíd., pp. XXVI-XXVII. Ibíd., p. XXVII. Ibídem. Aznar, Las encíclicas..., pp. 41-44. Aznar, El pensamiento… (1934), pp. XXX-XXXI y LX. Ibíd., p. XL-XLII. Ibíd., pp. XLV-XLVII. Ibíd., p. XLIII. Ibíd., p. XXXIII. Ibíd., p. XXXIV. Ibíd., pp. XXXVI y LIV. Ibíd., pp. LI-LII. Ibíd., pp. LXV-LXVI. Ibíd., pp. LXIX-LXX. Ibíd., p. LXXII. Ibíd., p. XCVI. Ibíd., pp. XCVI-XCVII. Ibíd., p. XCV. Ibíd., p. LXXIV. Ibíd., p. LXXXIV Ibíd., p. LXVII. Aznar, Impresiones…, p. 180. Ibíd., p.. 224. Ibíd., p. 225. Aznar, Las encíclicas..., pp. 44 y 46. Ibíd., p. 45. Aznar, El pensamiento… (1934), p. XXXIII.

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El pensamiento político de Severino Aznar Embid, un carlista atípico

NOTAS


(91) (92) (93) (94) (95) (96) (97) (98) (99) (100) (101) (102) (103) (104) (105) (106) (107) (108) (109)

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Ibíd., pp. XXXVII-XXXVIII. Ibíd., p. XLIX. Ibídem. Ibíd., p. L-LI. Ibíd., p. LII. Aznar, Impresiones…, pp. 374-379. Aznar, Estudios… (1946), p. 230. Ibíd., p. 230. Aznar, Impresiones…, p. 242. Ibíd., p. 243. Severino Aznar, Estudios religioso-sociales, Madrid : Instituto de Estudios Políticos, 1949, p. 63. Ibíd., p. 64. Aznar, Impresiones…, pp. 248-249. Ibíd., pp. 250-251. Ibíd., pp. 268-272. Ibíd., p. 259. Ibíd., p. 262. Ibíd., p. 277. Aznar, Estudios… (1946), pp. 230-231, 393; y 301304. Vid. además Aznar, «Dos…»; también: Aznar, Estudios… (1949), p. 197; y Aznar, «Una vida…». Aznar, Impresiones…, pp. 378-379. Ibíd., p. 376. Aznar, «Dos…». Aznar, Impresiones…, p. 245. Aznar, Estudios… (1946), p. 227. Aznar, Impresiones…, p. 247. Ibíd., p. 259. Ibídem. Ibíd., p. 303. Vid. además Aznar, «Dos…». López Coira, op. cit., p. 285. Vid. además Aznar, Impresiones…, p. 263. Ibíd., pp. 260-261 y 267. Ibíd., p. 260. Ibíd., pp. 264-266. Ibíd., pp. 267-268. Aznar, Estudios… (1946), p. 97. Aznar, Impresiones…, p. 245. Aznar, Estudios… (1946), pp. 141-142. Aznar, Impresiones…, p. 247. Aznar, Estudios… (1946), p. 226. Ibíd., p. 235. Ibíd., p. 234. Ibíd., p. 236. Aznar, Impresiones…, pp. 254-256 y 264. Efrén Borrajo Dacruz, Introducción al Derecho del Trabajo, Madrid : Tecnos, 1988, pp. 139-140. Aznar, Impresiones…, p. 301. Ibíd., p. 297. Ibíd., pp. 299 y 327. Aznar, Estudios… (1946), p. 396. Aznar, Impresiones…, pp. 244-248. Ibíd., pp. 252-253. Ibíd., p. 46. Ibíd., p. 260. Ibíd., p. 297. Aznar, Estudios… (1946), p. 246. Severino Aznar, Contestación al discurso leído en el acto de su recepción como Académico de Número por el Padre Joaquín Aspiazu Zulaica, Madrid : Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1950, p. 32. Aznar, Estudios… (1946), p. 394. Ibíd., pp. 239-240.

(147) (148) (149) (150) (151) (152) (153) (154) (155) (156) (157) (158) (159) (160) (161) (162) (163) (164) (165) (166) (167) (168) (169) (170) (171) (172) (173) (174) (175) (176) (177) (178) (179) (180) (181) (182) (183) (184) (185) (186) (187) (188) (189) (190) (191) (192) (193) (194) (195) (196) (197) (198) (199) (200) (201) (202) (203) (204) (205) (206) (207) (208) (209) (210) (211)

Aznar, Contestación…, p. 20. Ibíd., p. 19. Aznar, Estudios… (1949), p. 198. Aznar, Estudios… (1946), p. 144. Ibíd., p. 146. Aznar, Contestación…, p. 19. Aznar, Impresiones…, p. 263. Ibíd., pp. 280-281. Ibíd., p. 299. Ibíd., p. 302. Vid. además Aznar, «Dos…». Aznar, Estudios… (1946), p. 230. Ibíd., p. 232. Ibíd., p. 397. Aznar, El pensamiento… (1934), p. CXI-CXII. Aznar, Impresiones…, pp. 406-407. Ibíd., pp. 408-409. Ibíd., p. 410. Ibíd., pp. 411 y 438. Ibíd., p. 439. Ibíd., pp. 442-443. Ibíd., p. 440. Ibíd., p. 440. Ibíd., pp. 434-435. Ibíd., p. 436. Ibíd., p. 446. Aznar, Impresiones…, pp. 27 y 29. López Coira, op. cit., pp. 280-282. Ibíd., p. 293. Aznar, Estudios… (1949), p. 338. Ibíd., p. 54. Ibíd., p. 91. Ibíd., p. 92. Ibíd., p. 93. Ibíd., p. 94. Ibíd., p. 95. Ibíd., p. 333. Ibíd., p. 109. Ibíd., pp. 109-110. Ibíd., pp. 102-103. Ibíd., pp. 104-105. Ibíd., p. 1-43. Ibíd., pp. 331-332. Ibíd., p. 95. Ibíd., p. 97. Ibíd., p. 334. Ibíd., pp. 334-335. Aznar, Contestación…, p. 20. Ibídem. Aznar, Impresiones…, pp. 38-39. Aznar, Estudios… (1949), p. 106. Aznar, Estudios… (1946), pp. 309-310. Aznar, Estudios… (1949), pp. 112-113. Aznar, Impresiones…, p. 300. Ibíd., p. 149. Ibíd., p. 467. Ibíd., p. 143. Ibíd., pp. 149-150 y 252. Ibíd., pp. 271 y 302. Vid. además Aznar, «Dos…». Aznar, «Una vida…». Aznar, Impresiones…, p. 181. Ibíd., pp. 86-87. Ibíd., pp. 87-88. Ibíd., p. 89. Ibíd., pp. 90-91. Ibídem.

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Evocación (apasionada) de la presentación y resonancia posterior del libro «Requetés : de las trincheras al olvido», del que son autores Pablo Larraz y Víctor Sierra-Sesúmaga Luis H. de Larramendi Vicepresidente Ejecutivo de la Fundación Ignacio Larramendi

La vida está llena de proyectos, de ilusiones, de intentos, que sólo en unos pocos casos llegan a plasmarse en realidades. Pero afortunadamente en este caso se ha hecho realidad el sueño de tantos que quisieron que no se perdiera la me­ moria y la historia de quienes, representando una parte importante de la sociedad española, aquella que guardaba el sentir y los modos de vivir de la tradición, participó, de manera vo­ luntaria, con generosidad y sin intereses, en la terrible guerra civil que enfrentó a los espa­ ñoles va a hacer ahora 75 años, y que todavía suscita sentimientos tan encontrados, que no es fácil mirar, volver la vista atrás, sin que se desa­ ten pasiones. Origen En el prólogo de Requetés (1), su autor Pablo Larraz hace un repaso de los diversos esfuerzos por recoger la historia de los voluntarios carlis­ tas, que han confluido finalmente en el espec­ tacular volumen que, bellamente editado por La Esfera de los Libros fue presentado en Ma­ drid, en la sede de la Fundación Mapfre, el día 17 de mayo de 2010, en una concurridísima ocasión que desbordó todas las capacidades del recinto, que incluso contaba con retransmisión televisada a salas adyacentes para aumentar la APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 121-127

capacidad, ante las casi 500 personas que se dieron allí cita. Larraz, como queda dicho, repasa en el prólogo los trabajos diversos que fueron antecedente y afluente del presente, las entrevistas de Jesús María Ibero, las de José Luis Orella, las propias recogidas por Pablo Larraz para su obra sobre el hospital Alfonso Carlos, y todas aquellas que en los últimos años llevaron a efecto Víctor Sierra-Sesúmaga y Pablo Larraz, por todas las partes de España. Al haber estado presente, en primera persona, desde hace 17 años, en los diferentes y sucesi­ vos impulsos que han dado lugar a Requetés : de las trincheras al olvido, quiero en estas líneas re­ ferirme expresamente al empuje que a la obra dio mi padre, Ignacio Hernando de Larramendi, que pocas veces hablaba de la guerra, pero que, aún en tiempos tan inciertos como los de la transición española, en el libro que publicó al comienzo de 1976 titulado Anotaciones de sociopolítica independiente (2), quiso hacer público su condición de requeté, señalando como iden­ tificación propia y subtítulo de su nombre la si­ guiente mención: «participó en la Guerra civil española en las fuerzas voluntarias carlistas». 121


que organizábamos conferencias telefónicas, nos marcábamos metas y áreas, nos obligába­ mos a plazos, la realidad es que lo conseguido fue muy poco, casi nada...

Evocación (apasionada) de la presentación y resonancia posterior del libro Requetés : de las trincheras al olvido

Parecía evidente que el tema debía reenfocarse, y así se hizo, intentando que un acuerdo entre la Universidad CEU San Pablo y la Fundación Ignacio Larramendi (entonces todavía denomi­ nada Hernando Larramendi), bajo la dirección de José Luis Orella y con los recursos de los estudiantes de dicha Universidad cuya colabo­ ración pudiera obtenerse, hicieran progresar el proyecto. Se recogieron algunas entrevistas, de las que varias se han incorporado al texto fi­ nal, y se llevaron a cabo trabajos, en su mayor parte todavía inéditos, sin que se viera que el sistema podía realmente conducir al objetivo pretendido.

Cubierta de la obra reseñada.

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En 1993, en el curso de un accidentado pere­ grinaje desde Francia a Santiago en compañía de quien ha sido padre de esta revista Aportes, el gran Pachi Asín, paramos en Villava, donde fuimos acogidos con un estupendo almuerzo (que lo era, aunque para un caminante cual­ quier cosa parezca buena...) en casa de Jesús María Ibero, surgiendo en la conversación el tema de las entrevistas que había hecho a re­ quetés navarros. Lo hablé con mi padre, que se unió a mí al término de la peregrinación, en la última etapa, llegando a Santiago, y aunque se implicó en que diéramos continuidad al pro­ yecto, razones diversas hicieron que éste estu­ viera bastante en el limbo hasta que allá por 1997/98 comenzáramos bajo su impulso a relanzar el tema un grupo del que formaban parte, entre otros a los que la memoria quizá no me alcance, Alfonso Bullón de Mendoza, José Luis Orella, Pachi Asín, Ignacio Ruiz Vi­ dondo, César Alcalá, y varios más... A pesar de

Fue en el marco de esa colaboración en la que se diseñó un cuestionario para servir de guía en las entrevistas a los antiguos combatientes. Mi padre intervino y sugirió ideas para ese cuestio­ nario, pero su propio ciclo vital y su enfermedad progresaron más rápidamente de lo deseado, sin que tuviera ocasión de contestar a su propio cuestionario... Por ello, y dado que verbalmente no hablaba de la guerra (se observa que fue práctica corriente de los excombatientes carlis­ tas), en la obra se han recogido las referencias de otras publicaciones hechas por él mismo, donde daba pinceladas de sus vivencias y recuerdos de los años de la República y de la guerra. Tras su muerte, en 2001, el proyecto languide­ cía, sin que se viera que el esfuerzo liderado por José Luis Orella, de la mano de Alfonso Bullón de Mendoza y la Fundación Ignacio La­ rramendi, pudiera alcanzar lo que se proponía. Ocurrió entonces que resultó ganadora en la edición del Premio de Historia del Carlismo «Luis Hernando de Larramendi» que se falló en el año 2003 una obra que había presentado a concurso Pablo Larraz Andía, con el título Entre el frente y la retaguardia : la sanidad en la Guerra Civil : el Hospital «Alfonso Carlos», Pamplona 1936-1939 (3), que recogía numero­ sas entrevistas, fundamentalmente con médi­ cos, Margaritas y combatientes carlistas heridos. APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 121-127


La colaboración entre ambos, con el apoyo de ese grupo de «conjurados», aglutinados en torno a la Fundación Ignacio Larramendi, permitió localizar requetés de toda España —a pesar de que la edad hacía que cada vez la muerte fuera clareando sus filas—, obtener entrevistas, posi­ bilitar los viajes de Pablo y Víctor, financiar la trascripción de las entrevistas y mantener alto el ánimo de los autores, en la siempre larga e incierta travesía de la preparación hacia un fu­ turo en el que había que creer... APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 121-127

Lourdes Martínez de Larramendi, presidenta de la Fundación Ignacio Larramendi, con Rosario Jaurrieta, margarita y enfermera en tiempos de la Guerra Civil, durante la presentación en Madrid de Requetés.

Jesús Lasanta-Navarro, voluntario requeté con apenas 13 años, luego expedicionario con la División Azul, y carlista siempre, que asistió a las presentaciones realizadas en Madrid y Estella.

Con su personalidad atractiva, con la sinceri­ dad que transmite y con su entusiasmo, Larraz consiguió que los corazones y los recuerdos de muchos viejos requetés, que no los habían ai­ reado quizás en décadas, volvieran a vibrar al ser recordados junto a él. 123

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Y, poco después de la estupenda presentación que del libro se hizo en el Colegio de Médicos de Navarra en febrero de 2004, Luis Valiente, director de Editorial Actas y editor de los libros del mencionado premio, puso sobre la mesa la idea de que, con el fin de que ese viejo e in­ termitente proyecto nunca concluido pudiera desembocar en algo positivo, quizá la única solución era hacer un encargo formal a Pablo Larraz para que recogiera los trabajos hechos hasta entonces, aprovechara aquéllos de que disponía por haberlos obtenido para su libro, y completara las entrevistas. Y esa propuesta fue decisiva para que finalmente la Fundación, ya entonces denominada «Fundación Ignacio Larramendi», junto con un grupo de anónimos y entusiastas colaboradores, decidiera impulsar, «cueste lo que cueste», la edición del libro de la mano de Pablo Larraz, que desde el comienzo asoció su participación a la de Víctor SierraSesúmaga, quien disponía de la mejor colec­ ción de fotografías carlistas, tanto de la Guerra Civil como anteriores, y que con su carácter alegre e inquieto recorría España localizando veteranos, familias con recuerdos carlistas, y otros focos de documentación.

Mientras vivió, el recordado Javier Lizarza trató siempre de apoyar el proyecto en la medida de sus posibilidades, y es pena que la Providencia haya dispuesto que ni él ni mi padre hayan lle­ gado a ver el precioso Requetés. Los designios divinos no son siempre comprensibles desde nuestra perspectiva... Ignacio Hernando de La­ rramendi estará hoy, desde allí desde donde nos contemple, orgulloso de este Requetés, sabiendo que su empuje ha sido necesario para que el li­ bro viera la luz, pero que éste nunca habría sido posible sin la fe, la dedicación, el idealismo y el rigor con el que, durante años, Pablo Larraz y Víctor Sierra-Sesúmaga han recorrido España y han trasladado el resultado de sus entrevistas al bello formato final de textos y fotos, y que ello no habría sido tampoco posible de la misma forma, sin el apoyo de ese grupo de anónimos colaboradores, que ha permitido llegar hasta el final y poner en la calle una obra tan extraor­ dinaria, a un precio realmente accesible a todas las economías.


Evocación (apasionada) de la presentación y resonancia posterior del libro Requetés : de las trincheras al olvido

Luis H. de Larramendi, vicepresidente ejecutivo de la Fundación Ignacio Larramendi, durante su intervención en Estella.

Siempre hay pesares, también carencias y, por supuesto, errores en toda obra humana, y en ésta sin duda los habrá. En el intento de pre­ sentar un mosaico representativo de situa­ ciones, de orígenes y de extracto social de los participantes, ¡de entre los accesibles!, podrán encontrarse errores, omisiones, distorsiones, en muchos casos sólo porque son trasunto de lo dicho por los entrevistados, en otros por inad­ vertencia, y desde luego siempre sin malicia. Quién sabe si el libro tendrá otra continua­ ción... Lo que sí es cierto es que algunos de los testimonios no publicados —porque no cabían ya más en los márgenes de este voluminoso li­ bro...— se encuentran accesibles en la web de la Fundación Ignacio Larramendi (4), a donde se irán incorporando más testimonios en lo su­ cesivo. Presentaciones en Madrid y Estella Como queda dicho, en el auditorio que la Fun­ dación Mapfre tiene en el paseo de Recoletos de Madrid, en el corazón de la ciudad, se llevó a cabo la multitudinaria primera presentación del libro, en la que intervinieron Guillermo 124

Chico, en representación de La Esfera de los Libros, que glosó el esfuerzo editorial que una publicación de esas características ha supuesto; Alberto Manzano, vicepresidente primero de la Fundación Mapfre, de familia carlista jere­ zana, que no sólo resaltó la importancia del li­ bro, sino que también quiso recordar la figura de Ignacio Hernando Larramendi como primer directivo de Mapfre durante muchos años, y su fundamental y certera labor en ella, así como el hecho de que fuera el primer presidente de la Fundación Mapfre; interviniendo luego quien escribe estas líneas, para después Pablo Larraz trasladarnos en unas pinceladas la extraordina­ ria implicación personal con los entrevistados que le ha supuesto la creación del libro, hasta el punto de que no pudo contener la emoción, ilustrando con anécdotas su intervención, y se­ ñalando muy expresamente algo que él ha en­ contrado como común denominador de entre los entrevistados: entre quienes dan su testimo­ nio no hay lugar para el rencor ni la animadver­ sión hacia el que fue su enemigo en la guerra, nunca persiguieron recompensas personales y las convicciones religiosas fueron extraordina­ riamente importantes en sus motivaciones. APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 121-127


Cerró el acto la intervención de un requeté, José Álvarez Limia, orensano, que con voz clara y rebosante de simpatía, mostró un rostro ama­ ble de su paso por la guerra, en el Tercio Oria­ mendi, hablándonos de sus orígenes familiares, de sus vivencias con los compañeros Requetés, con los enemigos y con los prisioneros, siendo sus palabras una representación arquetípica de la manera de comportarse que se desprende en todos los testimonios que el libro recoge. Entre el numeroso público se dieron cita no po­ cos Requetés y Margaritas llegados de muchos sitios de España, así como familiares y amigos, y muchas, muchas gentes, que reconocían entre los requetés a los que el libro aludía, a un pa­ dre, a un tío, a un abuelo... Quince días después, en el patio porticado del palacio en el que se ubica el Museo del Car­ lismo en Estella, tuvo lugar otra presentación, también ante una asistencia de público que desbordaba la capacidad del recinto, en la que intervinieron Pablo Larraz, Víctor Sierra-Se­ súmaga, y el viejo requeté donostiarra Miguel de Legarra, cuyas vivencias quedaron publica­ das ya en un libro editado por impulso de la Fundación Ignacio Larramendi De la calle Pi APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 121-127

y Margall al Tercio de San Miguel (5), quien mostró igualmente el talante abierto, amable, lleno de humor y de simpatía, que parece es común denominador de los viejos requetés. El acto fue presentado por Joaquín Ansorena, re­ levante personalidad de la cultura Navarra y de Tierra Estella, quien afirmó que los autores de Requetés han plasmado con gusto una amena narración que recoge numerosas entrevistas lle­ vadas a cabo con rigor académico y con pulcri­ tud técnica. También intervino quien escribe estas líneas y el acto contó también con la participación de numerosos veteranos, Requetés y Margaritas, siendo posible aventurar, además, que entre el numeroso gentío congregado sería también di­ fícil encontrar a alguien que no contara con un requeté en su familia, su padre, sus abuelos, sus tíos... Ecos de la obra en los medios de comunicación Ha sido una sorpresa comprobar el número y el talante de las referencias que la aparición de la obra ha suscitado en medios de toda índole. Puede decirse que, casi unánimemente, esos co­ mentarios han sido positivos en relación con el 125

Evocación (apasionada) de la presentación y resonancia posterior del libro Requetés : de las trincheras al olvido

Mesa con los intervinientes durante la presentación en Estella de Requetés: Pablo Larraz, Miguel de Legarra, Luis H. de Larramendi, Joaquín Ansorena y Víctor Sierra-Sesúmaga.


Evocación (apasionada) de la presentación y resonancia posterior del libro Requetés : de las trincheras al olvido

Emocionados, los veteranos Nicolasa Uriondo, Ismael Madariaga, Jesús Lasanta, Félix Andía, Luis Jáuregui, Rosario Jaurrieta e Isabel Eusa aplauden al concluir una de las intervenciones durante la presentación de Requetés en Estella.

contenido del libro, de bienvenida por su apari­ ción y de aplauso por la edición y el aparato fo­ tográfico, recogiéndose también en muchos de ellos amables palabras para las vivencias perso­ nales de los protagonistas. Desde las referencias más sociales en las revistas ¡Hola! o Vanitas (6), pasando por las de análisis histórico como la de Adolfo Torrecilla en Historias de Iberia Vieja (7), las sociológicas, entre las que destaca el artículo de Amando de Miguel en La Gaceta (8), o las referencias de José Antonio Navarro Gisbert en Elmanifiesto.com (9), pasando por las referencias periodísticas o las entrevistas radiofónicas, todo ha hecho propagar el eco del lanzamiento de la obra y ha contribuido a dar importancia a su contenido, que indudablemente ha quedado realzado por el prólogo y el epílogo de los dos grandes hispanistas, Stanley G. Payne y Hugh Thomas, que enmarcan la obra. Entre las muchas referencias que figuran en esas críticas mencionadas, parece oportuno destacar algunas de las frases que en ellas se citan:   Jon Juaristi: «[…] el descomunal Requetés, recopilación de historia oral con exquisito cuidado [...]» (10). ■  Pedro Corral dice en ABC de «Los eter­ nos perdedores» que «desgranan sus re­ ■

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cuerdos para ganar su última batalla contra el silencio y el olvido» (11). ■  Diario de Navarra sostiene que «la memoria de los Requetés se hace li­ bro» (12). ■  Amando de Miguel resalta que se trata de «un libro modélico» (13). ■  Óscar Elía Mañú dice en Libertad Digital de los requetés que «fueron, proba­ blemente, la mejor milicia popular de la historia. Desde luego, fueron mucho mejores que las Brigadas Internacio­ nales, o que las unidades italianas que combatieron a su lado; y, desde luego, más populares [...] la suya fue una mo­ vilización ideológica total y entusiasta, que quizá explique el éxito de los su­ blevados» (14). ■  José Antonio Navarro Gisbert afirma que «el valor fundamental del libro ra­ dica en el esfuerzo, tanto de autores como de editores, para culminar un trabajo que, en su género, puede consi­ derarse exhaustivo» (15). Pero, por encima de todas las referencias de terceros, la mejor será aquella que sumerja al lector en la vida de los testimonios; la lectura del libro, vivamente aconsejada, conmociona hasta lo más hondo por la frescura con la que APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 121-127


Ninguna historia refleja más el espíritu del libro, el espíritu de aquellos hombres, que la de Fran­ cisco Echeverría, conocido como «el Veterano de Pueyo», de quien aparece fotografía en la p. 935 del libro vestido con su uniforme de la Tercera Guerra Carlista, cuya historia se refleja en unos recuerdos de Dolores Baleztena, quien rememora cómo ese viejo veterano en 1932 se vistió su viejo uniforme de oficial de caballería del ejército carlista, con el que aparece en la foto y, sable en mano, impidió que los funcionarios municipales retirasen el crucifijo de la escuela del pueblo. A los protagonistas del libro, a los requetés, van dedicados unos versos propios, con los que quiero concluir estas líneas. Requetés Se fueron un día de casa con la mirada muy limpia, con la frente honrada y alta, con el noble pecho alegre,

con ancha sonrisa franca, con toda su juventud vibrando de fe y de esperanza. Con ellos marchó mi padre, su mosquetón a la espalda, un detente en la camisa, amplia boina colorada, la bendición de su madre, y en el corazón... ¡España! Las guerras de nuestros días no son guerras declaradas; no se pierden en el frente posiciones ni batallas. Se ganan con dignidad, avanzando hacia el mañana con los principios mejores de la tradición pasada. Que nuestros hijos puedan, también con la frente alta, pasar a los suyos la imagen de unos padres que luchaban porque el carlismo se viera presencia viva y honrada de unos ideales tan nobles que hicieran mejor a España.

NOTAS (1) Pablo Larraz Andía y Víctor Sierra-Sesúmaga, Requetés : de las trincheras al olvido, Madrid : La Esfera de los Libros, 2010. (2) Ignacio Hernando de Larramendi, Anotaciones de sociopolítica independiente, Espulgas de Llobregat (Bar­ celona) : Plaza & Janés, 1977. (3) Pablo Larraz, Entre el frente y la retaguardia : la sanidad en la Guerra Civil: el hospital «Alfonso Carlos», Pamplona 1936-1939, San Sebastián de los Reyes (Madrid) : Ed. Actas, 2004. (4) Fundación Ignacio Larramendi. Carlismo. Testimonios no publicados en el libro «Requetés» [en línea], <http:// www.larramendi.es/testimonios.requetes/ > [26 de septiembre de 2010]. (5) Miguel de Legarra, De la calle Pi y Margall al Tercio de San Miguel : (recuerdos de un requeté), San Sebastián de los Reyes (Madrid) : Ed. Actas, 2008. (6) «La Fundación Ignacio Larramendi presenta el último proyecto de su fundador», ¡Hola! 3.443 (28 de julio de 2010); «Requetés : una historia más allá de la gue­ rra», Vanitas (verano 2010).

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(7) Adolfo Torrecilla, «Por Dios, la Patria y el Rey», Historia de Iberia Vieja 61 (julio 2010). (8) Amando de Miguel, «Los requetés, esos desconoci­ dos», La Gaceta (17 de junio de 2010). (9) José Antonio Navarro Gisbert, «El Carlismo : de las trin­ cheras al olvido», ElManifiesto.com [en línea], <http:// www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3463> [26 de septiembre de 2010]. (10) Jon Juaristi, «Dibujantes», ABC (26 de mayo de 2010). (11) Pedro Corral, «Requetés, los eternos perdedores», ABC (17 de mayo de 2010). (12) Manuel Martorell, «Voluntarios de primera hora», Diario de Navarra (2 de junio de 2010). (13) Miguel, op. cit. (14) Óscar Elía M añú, «Memoria del Requeté», Libertad Digital (15 de julio de 2010) [en línea], <http://libros.libertaddigital.com/memoria-delrequete-1276238010.html> [26 de septiembre de 2010]. (15) Navarro Gisbert, op. cit.

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Evocación (apasionada) de la presentación y resonancia posterior del libro Requetés : de las trincheras al olvido

se transmiten los ideales de los viejos de hoy cuando hablan de los niños que fueron ayer, y por la diferencia entre la generosidad e idea­ lismo con que salieron a la guerra y la indife­ rencia y el materialismo que les rodea hoy.


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Recensiones y crítica bibliográfica de Historia Contemporánea de España 1. Obras de carácter general. Nacionalismos  –  2. El siglo XIX (general)  –  3. El siglo XX (general) 4. Carlos IV. El final del Antiguo Régimen  –  5. Fernando VII e Isabel II  –  6. Las Guerras Carlistas 7. Sexenio Revolucionario y Restauración  –  8. La Segunda República y la Guerra Civil 9. El Régimen de Franco  –  10. Juan Carlos I  –  11.Varios

5. Fernando VII e Isabel II Juan José Sánchez Arreseigor

Vascos contra Napoleón

Libros

Madrid : Editorial Actas, 2010 504 p. + 64 de ilustraciones ISBN 978-84-9739-099-6

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De vez en cuando el chaparrón de novedades editoriales que nos ha caído encima desde hace dos años sobre la Guerra de la Indepen­ dencia nos ofrece algún material verdaderamente estimable y origi­ nal. Tal es el caso de Vascos contra Napoleón, un estudio sistemático y detallado de todo el periodo re­ volucionario y napoleónico en la actual comunidad autónoma vasca. El autor nos ofrece una rara combi­ nación de erudición apabullante y amenidad y claridad expositiva en la redacción. Lejos de ser el típico «paracaidista» que elabora un refrito oportunista de todo lo ya publicado para subirse al carro de las conme­ moraciones y aniversarios, Sánchez Arreseigor demuestra ser un verda­ dero especialista en el tema y resulta especialmente digno de elogio que nos proporcione una lista completa

de toda la documentación utilizada, mas de 300 referencias procedentes de doce archivos diferentes. Como evidentemente es imposible meter semejante lista en la edición im­ presa, nos ofrece la posibilidad de consultarla on line. En dieciocho capítulos, Vasco­s contra Napoleón nos va mostran­do la situación global del País Vasco antes de la guerra, la realidad de­ trás del mito sobre el sistema foral, las reacciones de los vascos ante la ocupación solapada de su tierra y el secuestro de su rey, las primeras guerrillas, las batallas, los esfuer­ zos antiguerrilleros de los france­ ses, pero también la participación de los vascos en el conjunto de la guerra, no sólo en su tierra natal; vemos de cerca la composición del partido afrancesado, su verdadera fuerza y su escaso número, la polí­ APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 128-136


Antonio Rodríguez de las Heras, Rosario Ruiz Franco (eds.)

1808: Controversias historiográficas

Madrid : Editorial Actas, 2010 238 p. ISBN 978-84-9739-103-0 Esta publicación recoge las po­ nencias de un seminario del mismo título celebrado en noviembre de 2008 y organizado por el Instituto de Historiografía Julio Caro Baroja de la APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 128-136

Universidad Carlos III de Madrid. En ella, diversos especialistas invitados pretendían poner al día y con rigor, en medio de la avalancha de títulos producto de la conmemoración del bicentenario, la historiografía relativa a la Guerra de la Independencia.

El libro comienza prestando aten­ ción al reinado de Carlos IV, por Enrique Martínez Ruiz, que señala el interés que ha despertado este periodo en los últimos años, espe­ cialmente desde la conmemora­ ción de otro bicentenario —el de Carlos III—. Después de un breve y acelerado, pero sustancioso repaso por la historiografía más reciente sobre el triángulo de poder (Car­ los IV, María Luisa y Godoy), da detalle de algunos títulos relativos a otras figuras importantes de la Ilus­ tración española como Jovellanos, Meléndez, Goya... que han mere­ cido la atención de los historiadores últimamente. Asimismo, destaca tí­ tulos aparecidos a raíz de celebra­ ciones más modestas como la de la Revolución Francesa, sin olvidar el aspecto militar que impregna todo el reinado de Carlos IV, marcado por las guerras revolucionarias, para desembocar en la historiografía es­

pecializada en Trafalgar a la que dedica la mayor parte del capítulo. Termina lamentando que el reinado de Carlos IV no haya merecido, en su opinión, mayor atención, «Aun­ que en algunas cuestiones estamos mucho mejor informados que hace tres lustros, particularmente en lo referente a los temas militares (...) y a la actitud de nuestros gobernan­ tes y algunos políticos destacados en los años finales del reinado, justo en la gestación que desembocaría en la guerra de la Independencia» (p. 31). La imagen denigrante y el desastroso final parece que pesan demasiado a la hora de acometer la necesaria revisión de los veinte años que Carlos IV reinó en España. Con el título «Herencia y pre­ sencia del Antiguo Régimen en Napoleón: el caso español», David García Hernán analiza la figura del emperador francés, afirmando que mientras que perdió «la batalla de la Historia», en realidad, ganó «sin ningún tipo de cuestionamiento lo que podríamos llamar la batalla de la Historiografía» (p. 35). Para el autor, no hay duda de que la figura histórica está excesivamente miti­ ficada, gracias a una construcción iniciada ya durante su propia vida, debido tanto a un eficaz aparato mediático y propagandístico a su servicio, como a sus cualidades de hombre de acción. A continuación el autor hace una escueta sem­ blanza, tratando de contextualizar al hombre en la época, para llegar a la conclusión de que Napoleón está más cerca del Antiguo Régimen que del Nuevo, a pesar de que es consciente de que esta opinión es abiertamente contradictoria con la que han manifestado otros historia­ dores que se han dedicado a estu­ diar al personaje. Alude a su condi­ ción de gobernante despótico a la antigua usanza, autoritario y abso­ luto, necesitado de una legitimidad 129

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tica aplicada por los ocupantes, las alternativas y las zonas grises entre resistencia y colaboracionismo, la intervención de las mujeres, el fe­ nómeno del bandidaje, la vida co­ tidiana bajo la ocupación, la guerra naval, la intervención británica, la financiación de la guerra, etc. Las hazañas bélicas de los guerrilleros —y también sus fracasos— se expli­ can sobre estas bases, sin mitificar­ los ni rebajarles. Son especialmente dignos de des­ tacar dos capítulos: el cuarto, «Las claves de la guerra», y el último, «Conclusiones», a partir de los cua­ les seguro que se abrirá un intere­ sante debate sobre la guerra en el País Vasco, su encaje pasado y pre­ sente en el resto de España. A este respecto, el capítulo 15, «Fueros y constitución», está destinado de an­ temano a resultar polémico. Vascos contra Napoleón será también una referencia interesante para el estu­ dio de la guerra en general, pues el autor insiste en que muchas de sus conclusiones y sus análisis son per­ fectamente extrapolables al resto de España. En resumen, un libro bien escrito y bien documentado que se lee con agrado de principio a fin. Emilio Sáenz-Frances Universidad Rey Juan Carlos


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histórica de la que carecía, como él mismo se dio cuenta enseguida, y que intentó construirse. También analiza su dimensión política euro­ pea y otros aspectos de su persona­ lidad: su egocentrismo, su soberbia superioridad, sus contradicciones y su pasión autoritaria por el orden. Por último, se hace un repaso a las causas que llevaron a Napoleón a creer que la conquista de la Penín­ sula Ibérica sería un paseo militar. El corso fue improvisando según sucedían los acontecimientos y el premio final fue la Corona ofrecida en bandeja por los Borbones espa­ ñoles, con la idea de regenerar un país sumido en la confusión por la corrupción de sus instituciones, la degeneración de sus gobernantes y el atraso de su economía. El pro­ blema radicaba en que su ansia de progreso no coincidía con la volun­ tad del pueblo español. Josep Fontana en su sugestivo ca­ pítulo «Mayo de 1808: una España en crisis» ahonda en la situación económica del país, remontándose al reinado de Carlos III. Cuestiona el tópico de las «reformas borbóni­ cas», que no fueron otra cosa, como ya advirtieron los propios contem­ poráneos, que «despotismo ministe­ rial» (p. 55). El motín de Aranjuez supone el estallido final de una crisis que llevaba gestándose desde muchos años atrás: «la culminación de un fracaso político de largo al­ cance (...) que tiene como causa fundamental la incapacidad de los Borbones de poner en marcha un proyecto de estado moderno centra­ lizado» (p. 54). La ineficacia de las políticas hacendísticas, las medidas aduaneras erráticas, la nefasta ges­ tión de la deuda pública que hipo­ tecaba al Estado por muchos años, las desamortizaciones que irritaron a la Iglesia, así como el descuido por la política colonial fueron causas de que, en 1808, toda la población 130

española estuviera descontenta, cuando no, enfurecida con el go­ bierno. Si, además, a esto se le une una inestable y convulsa coyuntura internacional que obligó a España a una situación de guerra perma­ nente, con el consiguiente sobrees­ fuerzo de mantener un ejército y una armada en disposición de entrar en combate, lo ocurrido en marzo de 1808 puede interpretarse como un intento de poner en orden en el desconcierto reinante. A la larga se trató tanto de una guerra como de una revolución (p. 66), que empeñó al bando patriota, al mismo tiempo, a la resistencia y a la reforma polí­ tica, desde los primeros momentos de la existencia de la propia Junta Central hasta las Cortes. En el capítulo «La conducción de las operaciones en la Guerra de la Independencia», el general Miguel Alonso Baquer hace un repaso, es­ trictamente desde el punto de vista de la historia militar, del desarro­ llo de las operaciones bélicas de la Guerra de la Independencia. Con­ flicto que divide en tres etapas: una primera, guerra de Portugal (18071808), seguida por una guerra de España (1808-1810) y, por último, una guerra de España y Portugal, a partir de 1810. Teniendo presente este esquema, analiza las diferentes cuestiones políticas que los diversos centros de decisión de los bandos enfrentados (París, Londres, Madrid y Cádiz) trataron de dirimir sobre el tablero peninsular, los objetivos militares de los ejércitos, la estra­ tegia a seguir y, finalmente, el de­ sarrollo de las propias campañas de manera cronológica. Antoni Moliner Prada desarro­ lla en su participación al seminario el fenómeno guerrillero: su sur­ gimiento, la extracción social y la forma de vida de los integrantes de estos grupos armados. En un balance equilibrado, afirma que los

guerrilleros no fueron ni «desarrapa­ dos bandidos y desertores de escaso valor militar» ni «héroes» (p. 91). Repasa el proceso de mitificación, en el que frecuentemente aparecen como representantes genuinos del carácter del pueblo español que se levanta en armas, unido contra la opresión francesa. Una construc­ ción que empezó tempranamente, pues ya en 1809 hay testimonios en la prensa exaltando el valor de estos hombres, circunstancia que fue aprovechada tanto por los con­ servadores como por los liberales. Procedentes de las capas popula­ res, fue la literatura popular la que amplificó sus hazañas. Por último, el autor analiza la utilización que, del fenómeno guerrillero, hicieron los liberales y su evolución durante el siglo XIX: la visión del «pueblo en armas» en el que el nuevo sujeto histórico es «el pueblo español, pre­ sente por sus valores de heroísmo y generosidad, y subordinado a la monarquía y la religión» (p. 108), según el liberalismo doctrinario, o la identificación del «pueblo ciuda­ dano, como pueblo consciente, co­ nocedor de sus derechos y deberes» (p. 109) que fue la opción de los re­ publicanos. Concluye diciendo que la guerrilla supuso una ruptura con el pasado, pues la Revolución Fran­ cesa cambió también la forma de hacer la guerra. Los ejércitos reales debieron convertirse en nacionales y eso determinó la incorporación de hombres de diferente extracción social que ascendían por méritos y no por su nacimiento. Pero también surgió pronto la necesidad de un control; de ahí su reglamentación y la necesidad de su incorporación al ejército regular, lo que, por una parte, restaba iniciativa a la guerri­ lla y, por otra, era una manera de modernizar el ejército. «Las interpretaciones francesas de la Guerra de la Independencia» APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 128-136


APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 128-136

cialista. Por último, reflexiona sobre las causas que llevaron al fracaso en la aplicación de dicha Constitución, concluyendo que la causa central fue «la insalvable dificultad de combinar en las circunstancias históricas del momento, la buscada preeminencia directiva y expansiva de unas Cortes de nuevo cuño que, sin antecedentes directos en nuestra historia nacional, evocaba en exceso la inquietante y convulsa experiencia del gobierno de Convención en el ciclo de la Revolu­ ción Francesa» (p. 171). «Tres personajes en la crisis del Antiguo Régimen: Godoy, José I y Fernando VII. Historiografía y la imagen» es el título que da Rafael Sánchez Montero a su colabora­ ción. En ella, valora la imagen de estos tres personajes vitales para el devenir histórico de la España de aquellos años. En un análisis para­ lelo de los tres hombres, concluye que los tres fracasaron y han sido víctimas de la mala imagen que ya se gestó durante la etapa en la que ejercieron su influencia política. No obstante, la historiografía de los úl­ timos años ha intentado poner las cosas en su sitio y, en el caso de los dos primeros, han aparecido visio­ nes más equilibradas que intentan, si no borrar del todo, al menos pro­ porcionar un perfil más cercano y adecuado a la realidad. En el caso del último, Fernando VII, esto ha resultado prácticamente imposible. Nadie hasta ahora se ha atrevido a reivindicar su figura. Pilar Amador Carretero en «El relato histórico-cinematográfico de la Guerra de la Independencia», repasa el tratamiento que, desde la cinematografía, ha recibido el conflicto y da algunas pinceladas sobre este tipo de películas, que se mueven entre el relato histórico y el folclore, utilizadas en algunos casos como «instrumento de socia­ lización y de propaganda política,

contribuyendo al mantenimiento de la sociedad e ideología oficial» (p. 187), como ocurrió durante el franquismo. Se trata de un cine dominado por los estereotipos, con un fuerte contenido ideológico, con héroes mitificados, en el que predo­ minan los valores religiosos, la mal­ dad del enemigo francés y la exalta­ ción del españolismo. José Cepeda Gómez, en su apor­ tación, «La invención de dos mitos: norteamericanos y españoles ante sus Guerras de Independencia», hace un análisis comparativo para tratar de extraer la realidad de la mitificación de la que ambos con­ flictos han sido objeto, ya que los dos cuentan con bastantes parale­ lismos, aunque también tienen sus peculiaridades: la combinación de tres aspectos (civil, internacional y guerra revolucionaria), la reacción nacional ante el desafío exterior, la presencia en el territorio de un ejército regular poderoso, la debili­ dad constitucional en el bando de los patriotas, el exilio de los venci­ dos, el uso de la propaganda, el ma­ nejo temprano de la victoria como elemento de cohesión y la utiliza­ ción del sentimiento religioso por parte de los patriotas. Por último, el autor destaca que, mientras en España, se ha procurado hacer un ejercicio de revisionismo histórico, estableciendo una mirada crítica al pasado en busca de la objetividad e intentando que aflore la realidad sobre el mito, sin embargo, en Esta­ dos Unidos el mito sigue intacto y es utilizado frecuentemente por los políticos. En el capítulo «Las mujeres en la Guerra de la Independencia: una historia en construcción», Ro­ sario Ruiz Franco, editora de este libro, revisa el interés que, hasta ahora, ha despertado por parte de los estudiosos el protagonismo fe­ menino en el conflicto bélico de 131

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corre a cargo de Jean-René Aymes, quien valora la historiografía fran­ cesa sobre el periodo 1808-1814 español, desde los primeros escritos de los mismos protagonistas de los acontecimientos, en los que predo­ minan las memorias, especialmente de militares franceses, hasta las his­ torias sobre el conflicto bélico. A finales del siglo XIX, coincidiendo con el primer centenario, hubo una gran proliferación de títulos que se circunscriben al conflicto francoespañol, pero habrá que esperar hasta la década de los setenta del siglo XX para que, entre los hispa­ nistas franceses, el periodo vuelva a ser objeto de interés. El autor da cuenta de la producción bibliográ­ fica gala de las últimas décadas, en la que predomina el interés por aspectos militares y las biografías, aunque también han aparecido mo­ nografías temáticas que tratan otros aspectos como la prensa, el afran­ cesamiento, la sociedad, el teatro, la iconografía y buenas síntesis glo­ bales como la del propio autor en 1973. En un balance final, afirma que la historiografía francesa de las últimas décadas, afortunadamente, se ha despojado de «la napoleonfilia indiscriminada y el galocentrismo insidioso» (p. 145). Juan Ignacio Marcuello Benedicto, en su aportación titulada «Las Cortes de Cádiz y gobierno de Asamblea. Valoraciones historiográficas sobre la “forma de gobierno” en el sistema constitucional de 1812», hace un re­ paso por la historiografía que ha con­ siderado la forma de gobierno de­ finida en la Constitución de 1812 como una monarquía asamblearia, definiendo sus características, para pasar posteriormente a analizar a los que la han tipificado como una mo­ narquía parlamentaria, concepto que, según el autor, ofrece más dificulta­ des (p. 164); lo mismo que ocurre con la tesis de la monarquía presiden­


1808-1814. Tras su acertado repaso historiográfico, su valoración es que, si bien en los últimos años se ha avanzado, el panorama es bastante sombrío (p. 209). En este completo balance no deja de lado la atención prestada a las heroínas, las únicas que salieron de la invisibilidad, para pasar a ser mitificadas rápidamente en el siglo XIX como es el caso de Agustina de Aragón, la heroína por excelencia, cuyo interés, sin duda, ha ocultado al resto de las mujeres. Aun así, últimamente, han apare­ cido nuevos estudios que, afortuna­ damente, van dando nuevas claves sobre la presencia femenina y que la autora va analizando pormenori­ zadamente en su capítulo, especial­ mente los aparecidos a «la sombra del bicentenario» (p. 220). En defi­ nitiva, se trata de un atractivo aná­ lisis historiográfico que contribuye, sin duda, a una «historia en proceso de construcción», como ya aludía en el título de su trabajo, que es de

esperar que siga en auge con nuevas e interesantes propuestas. Por último, Ricardo García Cárcel analiza el proceso de construcción de la memoria y el mito de la Gue­ rra de la Independencia. Un mito que nació muy pronto, ya en los pri­ meros meses del conflicto armado. El sitio de Zaragoza, el de Gerona y el caso de algún guerrillero como Espoz y Mina son aludidos para constatar esta afirmación. Asimismo, ahonda en los conceptos de revo­ lución y nación y su incardinación en el siglo XIX y XX. Por último, afirma que, en los años más recien­ tes, se ha invertido este proceso de glorificación de los héroes tradicio­ nales a favor de otros personajes ol­ vidados u ocultos por el exceso de protagonismo de los anteriores, pero que contribuyen a enriquecer el pa­ norama de las figuras individuales. Se ha intensificado el interés por las víctimas y las crueldades de la gue­ rra, lo que llama «memoria doliente

frente a la épica» (p. 231). El autor intenta poner en su lugar los mitos y denuncia la interpretación secta­ ria a la que han sido sometidos los hechos ocurridos entre 1808 y 1814 durante los últimos doscientos años, situándose a favor de la búsqueda de un revisionismo constructivo que trate de valorar la realidad histórica, abstrayéndose de «servidumbres sen­ timentales o devociones irraciona­ les» (p. 238). Para concluir, sólo resta añadir, que se trata de un libro equilibrado en el que predominan aportaciones interesantes y sugestivas. Los edito­ res han conseguido con este variado grupo de estudios dar una interpre­ tación completa del estado actual del conocimiento sobre este periodo histórico, a partir de los análisis sec­ toriales (económicos, militares, polí­ ticos...), en un loable intento de am­ pliar los puntos de vista. Elisa Martín-Valdepeñas Yagüe UNED

gue en la Real Academia de Cien­ cias Morales y Políticas desde que ésta se puso en marcha a partir de la decisión de 1857 —el preludio de 1822 hay que considerarlo, so­ bre todo, en relación con un men­ saje que se relaciona con su nombre y sus antecedentes franceses—, un momento en el que, finalizado el bienio progresista, en plena tensión entre la Unión Liberal y el partido moderado, el avance de las doctrinas socialistas progresaba por Europa, y España no era ajena a aquella reali­ dad. Entre los grandes cambios que llevó a cabo Isabel II en su reinado, uno de ellos fue ampliar el ámbito académico a las ciencias exactas, fí­

sicas y naturales, por un lado —se­ ría nuestra Soberana premiada para siempre con el nombre de la mari­ posa Graellsia isabella— y por otro a las ciencias sociales. Su retrato que preside los actos más destacados de la Real Academia de Ciencias Mo­ rales y Políticas, lo prueba. ¿Y por qué esta vinculación? Los expertos en ciencias sociales, como señaló Stigler en un ensayo bien conocido, suelen tener un talante añadido de predicadores, y como consecuen­ cia, si existe un público que desea ser orientado, las consecuencias suelen ser muy importantes. Y hay predicadores en un sentido y en el opuesto. La aparición de esta Real

11. Varios Emilio de Diego García

1857-2007. La Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en la España Contemporánea Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Madrid, 2009 887 p.

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Nos encontramos con un libro muy importante en dos vertientes: en la de la historia de las ciencias sociales en España y en el de la historia contemporánea española. Creo que en esta doble vertiente es como hay que considerar esta apor­ tación del profesor De Diego. Las ciencias sociales en España, en parte notable, tuvieron su alber­ 132

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Confieso que me ha apasionado toda su lectura. Pero he de destacar, de él, tres asuntos. El primero, el del capítulo VI, La Segunda República y la Guerra Civil. Es el momento en que se rompe ya, en mil sentidos, cualquier atadura respecto a lo que se había creado, de Cádiz a Cánovas del Castillo, en nuestra estructura social y política. España, archiva, para siempre, la Restauración. Y un cambio de esa significación, siempre es traumático. Y ahí es muy impor­ tante, en estos tiempos de globali­ zación, volver la vista a lo que se lee en la página 304: «A mediados de la década de los treinta del si­ glo XX, la crisis de Abisinia confir­ maba los recelos de Alcalá Zamora, quien, a pesar de todo, con criterio pragmático escribiría: “...nos conve­ nía a todos —es decir, a España—, consolidar una institución de jus­ ticia internacional renovadora, sin petrificarla como liga de intereses satisfechos”. Al servicio de esa causa —señala de Diego— venían traba­ jando en diferentes organismos in­ ternacionales varios académicos de Morales y Políticas: el propio D. Ni­ ceto, D. Rafael Altamira, vinculado APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 128-136

al Tribunal Penal de Justicia de La Haya y partidario acérrimo de to­ das las iniciativas tendentes a supe­ rar el nacionalismo confrontativo, y D. Leopoldo Palacios Morini, indi­ viduo de la Comisión Permanente de la Sociedad de Naciones». Y no se olvide el papel que en aquellos momentos jugó Salvador de Mada­ riaga, también miembro de nuestra Academia desde 1935. Pero lo im­ portante de ese capítulo es todo lo que se refiere a la Guerra Civil. En la Zona republicana, por De­ creto de 15 de septiembre de 1936 del ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, el comunista Jesús Hernández, se disolvieron todas las Academias, y de la comisión liqui­ dadora de la de Ciencias Morales y Políticas, «debía formar parte Anto­ nio Zozaya... Se declararon cesantes a todos los académicos. En el lugar de las viejas corporaciones se anun­ ciaba la creación de un Instituto Nacional de Cultura, del cual nunca más se supo». Concretamente, esta Academia fue intervenida por Iz­ quierda Republicana —recuérdese, el partido de Manuel Azaña— el 19 de agosto de 1936. Señala exacta­ mente Emilio de Diego: «Los “afa­ nes académicos” de tales sujetos se redujeron a la destrucción de cuanto les pareció que recordaba al... régimen monárquico. Quema­ ron cualquier papel que tuviera la palabra “Real” y los retratos al óleo de María Cristina de Habsburgo y de Alfonso XII». En la Zona Nacional, por De­ creto de 8 de diciembre de 1937 se creaba el Instituto de España, con­ vocando a todas las Reales Acade­ mias para ello, señalando esta dispo­ sición que sus «tareas se encuentran desde hace tiempo interrumpidas y cuyo renacer es esperado con im­ paciencia en la España Nacional», debiendo reunirse en Salamanca el 6 de enero de 1938. Las sesiones

regulares de la de Morales y Políti­ cas pasaron a celebrarse en el Pala­ cio de San Telmo, en San Sebastián, bajo la presidencia de Antonio Goi­ coechea, a partir del 2 de febrero de 1938. Debo señalar, en este sentido una ampliación al texto de Emilio de Diego. Efectivamente, señala, «uno de los principales —temas que más directamente interesaban al gobierno de Franco— sería el dictamen sobre la nulidad jurídica de los proyectos de enajenación de yacimientos minerales del suelo español». Aquí residía algo que iba más allá, ciertamente, de posibles enajenaciones de yacimientos mi­ neros del suelo español que se atri­ buían al gobierno republicano, por entonces en Barcelona. Lo que se buscaba era la justificación jurídica para actuar en el que pasaría a lla­ marse «asunto Montana». La ayuda en material de guerra al bando na­ cional procedente de Alemania, se verificó, no con financiación de la operación por un crédito del Es­ tado alemán, sino a través de una empresa germana, HISMA, radi­ cada en Marruecos en virtud del Acuerdo de Algeciras. HISMA era filial de la Herman Göringwerke, la empresa estatal de fabricación de armamento. HISMA pasaba a tener una cuenta en pesetas contra el ma­ terial de guerra que entregaba, que el Estado Nacional le situaba, a su nombre, en una cuenta bloqueada hasta que concluyese la contienda. En el fondo, era un crédito alemán que se encubría así. Pero dentro de la política de rearme alemán, y para tener acceso a materias primas relacionadas con los minerales me­ tálicos españoles, se comenzaron a adquirir yacimientos en España, desbloqueando sin permiso aque­ llos fondos cuyo titular era HISMA, o sea, la Herman Göringwerke. Cuando se tuvo noticia de esto, la decisión del Gobierno de Burgos 133

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Academia, como bien se prueba en este libro, a eso, en gran medida se debe.


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fue muy dura. Se prohibió, en plena batalla del Ebro cualquier inversión extranjera en un yacimiento mineral español. La reacción alemana fue, a su vez, muy viva y el choque pasa a denominarse «asunto Montana». Yo lo historié, tomando como base los documentos de la Wilhetmstrasse en mi trabajo Una nota sobre la política económica alemana en España (1936-1939), que se publicó en De Economía, enero-marzo 1969. No tuve entonces la menor noticia, y ahora sé que, gracias a este libro, «Royo Villanova, Gascón y Marín y Pedregal —desde la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en aquellos momentos del Palacio de San Telmo donostiarra— trataron de demostrar... (la) inconstituciona­ lidad» de las inversiones extranjeras en el terreno minero (pág. 322). El segundo asunto que, como economista me interesó de modo extraordinario es el texto del capí­ tulo VII, en el apartado La atención a los ecos de la situación política y social (págs. 402-406), porque ofrece algo muy importante: el flanqueo de esta Corporación al gran cambio que se produce a par­ tir de 1957-1959, con el llamado Plan de Estabilización, y que su­ pone el inicio del final del llamado cada vez más generalmente, modelo económico castizo español. Ve­ mos ahí reseñadas disertaciones de Valentín Andrés Álvarez con, entre otras, una aportación que ti­ tuló La aceleración de la historia y su expresión matemática, que de al­ gún modo hay que enlazar con su papel histórico de adelantado en la solicitud de integración de España en el proceso de unión económica europea, en el que, por cierto, ocupó un puesto destacadísimo José Larraz. En la pág. 404 llega a decirse: «La simple enumeración de los tra­ bajos sobre Europa elaborados en 134

este tiempo resultaría difícilmente abarcable. Sardá cerraba el año aca­ démico 1965-1966, comentando la importancia de los Grandes espacios económicos y Mercado Común Europeo; algo más tarde Navarro Rubio y Oriol trataron de La unidad económica europea, sin olvidar las intervenciones de Areilza expo­ niendo Algunas reflexiones acerca del proceso de unificación de Europa y de Olariaga sobre El verdadero desafío de Europa. A propósito de la cual resumiría la cuestión, poco después, García Valdecasas, en re­ lación con esta cuestión: “Europa, ya se sabe, es nuestra preocupación permanente y su destino, que es también el nuestro, lo vivimos con zozobra y con esperanza”». ¿Ca­ bría hoy decir mejor lo que ahora mismo nos sucede? Y agrego yo que en la bibliografía de Torres, que había ingresado en la Corporación en 1954, (pág. 740) se encuentra, aparecida en 1959, España ante el Mercado Común Europeo. Flanqueos a esto son los relacio­ nados con la creación en España de una economía industrial, con incur­ siones tan significativas como las de García Valdecasas, Sociedad industrial y progreso técnico, o el com­ plemento, que mucho debería me­ ditarse hoy, de José María de Oriol y Urquijo, Problemas económicos de la distribución de la energía eléctrica, donde «exponía las principales difi­ cultades que se presentaban en este terreno. Poco después se ocuparía de la energía atómica y de sus im­ plicaciones socio-económicas». Por supuesto se ve que no se deja a un lado la denominada crisis de la agricultura tradicional, que surge con fuerza entonces, a causa del fenó­ meno de la industrialización, como se prueba con aportaciones tan va­ liosas como las que en este libro se consignan de Oriol, Viñas y Mey y Redonet.

Pero también resulta apasio­ nante observar la reacción de la Real Academia de Ciencias Mo­ rales y Políticas congruente con el que, en homenaje a la reciente desaparición de este gran historia­ dor, podríamos denominar fenómeno Chaunu. Sostiene Chaunu que una alta renta impulsa hacia cambios sociopolíticos capaces de proporcionar mayores ámbitos de libertad. En las páginas 402-403 se alude al texto de Ollero, Dinámica social, desarrollo económico y forma política, o al de Areilza, Progreso tecnológico y su repercusión en la política, sin olvidar (pág. 405-406) lo que ampliamente en este libro de Emilio de Diego se señala así: «La que, por no pocos motivos, cabría denominarse como la década pro­ digiosa —la de los años sesenta— quedaba atrás. Empezaban los años setenta con la sensación, cada vez más acusada, de que el régimen político se veía desbordado por los avances socioeconómicos, en el contexto de un mundo que pug­ naba con romper con su pasado in­ mediato. Ciertamente, los cambios de la sociedad española a lo largo de la década de los sesenta del No­ vecientos fueron, sin duda, algunos de los más amplios y significativos del último siglo y medio de nuestra Historia. La Academia, consciente de ellos y de las enormes repercu­ siones que acarreaban, se planteó desde el comienzo del decenio de 1970, una profunda reflexión so­ bre aquellas transformaciones tan llamativas. En el terreno espiri­ tual, era evidente la descristianiza­ ción progresiva, frente al auge de una mundianización espectacular; en lo económico, ...aparecían los primeros signos de la sociedad de consumo; en lo social y en lo cultural nuevas pautas y modelos se imponían hasta modificar, en ciertos casos, comportamientos se­ APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 128-136


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mos cinco años habían sido muchas las ocasiones en que no se llegó a la docena de numerarios presen­ tes en cada sesión... El informe del Vizconde de Campo Grande al res­ pecto, en abril de 1900, describía un panorama muy preocupante y con­ cluía proponiendo algunas medidas para solucionar la crisis». Todo un panorama congruente con lo que escribía como título de un artículo uno de sus numerarios, Francisco Silvela: «España, sin pulso». Pero, como se había señalado en la pág. 201, «la sombra del 98 gra­ vitaba sobre la vida española plan­ teando notables incertidumbres económicas, sociales y políticas. Junto al clamor regeneracionista, otros discursos, un tanto intranqui­ lizadores, se dejaban oír en determi­ nados sectores de opinión. Particu­ lar inquietud suscitaba la situación provocada en algunas regiones, que aprovecharon el infausto desenlace de la guerra contra Estados Unidos para exponer todo un catálogo de agravios, viejos y nuevos, y argu­ mentados mejor o peor en la his­ toria, en la literatura y en derecho. Pocas cuestiones llamadas a tener más trascendencia, en la resaca del 98, que el cuestionamiento de la estructura del Estado en España». Y es muy importante lo que a partir de ahí se expone en las págs. 201207, con especial amplitud res­ pecto a la reacción de la Corpo­ ración respecto al catalanismo. El mayor crítico del catalanismo era precisamente, «un catalán notable, Laureano Figuerola, desde la pre­ sidencia de la Academia. No sólo aceptaba tales temores —los que muchos académicos mostraban ante el progreso del catalanismo— sino porque creía ver confirmados sus viejos recelos acerca de que los juegos florales podían acabar deri­ vando por derroteros “peligrosos”, “a pesar —decía— de que entonces

se me contestaba que sólo eran una ocupación de jóvenes literatos”. No le cabía duda de que aquél había sido el foro impulsor del catala­ nismo que hacía eclosión en 1892. Se quejaba de que hasta Víctor Ba­ laguer, “que ahora se ha asociado a los aragoneses que en Zaragoza han proclamado la intangibilidad de la Patria”, había contribuido a tal pro­ ceso». Quiero terminar esta nota de mis puntos de vista sobre este libro, repito, al par, de historia perfecta de esta Real Academia y de apa­ sionante historia del último medio siglo de la vida española, con dos complementos. Uno, las estrofas que Emilio de Diego recoge, y mo­ difica ligeramente, transformando únicamente un masculino en feme­ nino, del Romance al Duero de Ge­ rardo Diego, que creo define per­ fectamente a esa Corporación: ...a la vez quieta y en marcha Cantar siempre el mismo verso pero con distinta agua. La otra, que por haber sido miembro de la Comisión que debía otorgar el Premio Nacional de His­ toria correspondiente a 2009, he revisado las obras propuestas por los miembros de este jurado. Con diferencia la importancia de este libro destacaba sobre los otros. No me quedaría tranquilo si no dijese esto. El que en la última votación haya sido preterido no sé si quiere decir que no lo habían hojeado si­ quiera una inmensa mayoría de los miembros de esa Comisión, o si se movían por otros motivos que los puramente intelectuales. Supongo, por el resto de muchas de sus obras, que es preciso eliminar que porque no eran capaces de discernir acier­ tos y desaciertos en la investigación histórica. Juan Velarde Fuertes De la Real Academia de Cc. Morales y Políticas 135

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culares... La divergencia entre Igle­ sia y Estado adquiría dimensiones preocupantes según Ruiz Castillo». La lectura de todo esto, de estos enlaces de cambios económicos y alteraciones culturales profundísi­ mas, que nada tiene que ver con el planteamiento de Engels ante la tumba de Marx, y sí con los de, por ejemplo, Max Weber, Schum­ peter o Chaunu, confieso que me resultó muy significativo. Pero hubo otro tema que me apasionó, y que puede ligarse con el proceso de decadencia de España, bien visible desde la fundación de esa Real Academia y que llegará hasta 1959, pero que, evidente­ mente, puede resurgir en cualquier momento, si es que no ha renacido ya. Por un lado, ¿qué sucede en esta Corporación en relación con el De­ sastre por antonomasia, el de 1898? ¿Y cuál es su actitud ante los sece­ sionismos que aparecen en el pro­ pio ámbito peninsular, sobre todo a partir de esa fecha? Lo primero se expone así (págs. 224-225): «Se trató de volver la espalda rápidamente al lugar de la derrota» quizás porque «un grupo importante de los hombres de la Academia se encontraban en posi­ ción muy difícil ante el “desastre”. Formaban parte de la élite intelec­ tual y moral que en ocasiones, ha­ bía denunciado los defectos de la política y la administración, pero también (participado en la gestión) de los sucesivos gobiernos que ha­ bían conducido al país a la derrota. Otros menos comprometidos, ofre­ cen discursos renovadores... La Academia cerraba el Ochocientos, cual si quisiera participar del decli­ nar reinante, en una de sus peores coyunturas en cuanto a la asistencia de sus miembros a las sesiones or­ dinarias. Particularmente reducida fue la del invierno de 1899 a 1900, pero, en general, durante los últi­


Margarita Hernando de Larramendi

L’esultanza della serenità : (soggiorno pisano) Pisa : ETS, 2010 128 p. 978-88-467-2693-3 : 13,00 €

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Cuando en mis años juveniles estu­ diaba aquellos textos de Derecho Penal en los que se analizaban los distintos tipos delictivos, uno de los aspectos que siem­ pre había que diseccionar para realizar el análisis era el de valorar tanto el elemento objetivo del «injusto», como el elemento subjetivo de ese mismo «injusto». Ahora, en que me enfrento al agrada­ ble menester de valorar un libro de poe­ mas escrito por mi hermana Margarita, y traducido por ella al italiano para la pre­ ciosa edición bilingüe que ha publicado Edizioni ETS, me enfrento a esa misma alternativa, la perspectiva objetiva y la perspectiva subjetiva, no del «injusto» en este caso, sino del libro. La visión que pretendo objetiva va­ lora el libro desde el análisis de sus ver­ sos, basado ello en mi propia afición por la literatura y la poesía, pero a la luz de la trayectoria vital de esta hermana mía a quien sostuve en mis brazos el día de su bautismo, con un afecto del que me sería imposible desprenderme. Y la visión que pretendo subjetiva es la recreación del imaginario moral y estético de mi hermana a la luz que arrojan los versos que recoge este libro que contiene 62 poemas, cada uno de ellos en su doble versión española e italiana, de muy distinta extensión, de temática variada, pero con hilos con­ ductores comunes, envuelto todo ello en una transparente delicadeza.

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Hechas estas advertencias prelimi­ nares, que van mezcladas con algunos datos prácticos, debo decir que el libro para mí es una exhibición de sensibili­ dad, un contenedor de hallazgos bellos, un comedido espejo de la personalidad de la autora, una sucesión de sorpresas y una manifestación de independencia creativa. Es un libro íntimo, como casi todos los de poesía lo son, pero en absoluto un libro intimista. Es íntimo por que en él se traslu­ cen las cosas que son importantes para quien lo ha escrito: su afición a la lite­ ratura, el gusto por la fotografía, Italia... cosas, momentos, lugares, sensaciones que han ido a parar a la esfera más íntima de la autora. Pero no es expre­ sión de sentimientos íntimos que quie­ ran compartirse con los lectores. Si nos habla de ella misma en «Margarita en Pisa» (p. 58), captamos algo de lo que su estancia allí, la ciudad y el momento en que se escribió, le produjeron en su interior, pero la autora no nos lo dice... Es una poesía personal, pero «es­ condidamente» personal, en la que se intuye la personalidad de quien lo ha escrito a través de la acertada elección de cada palabra, de cada giro, de cada verso, a través de la que se ve la dul­ zura que la indecisión a veces procura, disfrazada o no de ataráxica impertur­ babilidad, la opción sin fisuras por la calma, y el valor que es posible extraer de los más cotidianos momentos. En la página 56 nos habla, precisamente, como colofón de su poema, del «placer cotidiano»; de la ducha, del baño y del pan tierno; en el poema de la página 30, de los pájaros que cantan; en la pá­ gina 34... Colma de belleza momentos y cosas para otros intrascendentes. Y la emoción, que se manifiesta en el impacto que la belleza genera, sin la que la poesía carece de sentido, es una constante en el libro. Pero una belleza sencilla, quizá la más difícil, alejada de cualquier expresión grandilocuente o altisonante, emanada del toque per­ sonal que sabe dar a la sucesión y a la elección de las palabras. «Es tan poco que es nada», nos dice en el poema que abre el libro, prefigurando así la delicada manera en la que es capaz de hacernos sentir una emoción, expresión de la belleza que no es fácil encontrar. Pero esa sensibilidad, esa delicadeza, ese conjunto bello que sus poemas conforman, trasluce también, quizá sin quererlo la autora, un espíritu indepen­

diente y elitista, como inconsciente­ mente se sienten los poetas, diferentes a los demás, y en otro firmamento. «Y me miran extrañados / porque para mí / Ve­ necia / no son las góndolas de Venecia / las tiendas de Venecia / los palacios de Venecia...» se lee en la página 60. «¡Me sobran tantas cosas entre la multitud...!» nos dice en la página 62. «A ellos les preocupa mi soledad...» en la página 34. Hay un mundo, el de «ellos», al que la autora no pertenece, no quiere pertene­ cer, y sabe que no ha pertenecido nunca. Ella es diferente y sorprendente. Porque sorprendentes son los finales de sus frases, de sus versos, de sus poemas, con conclusiones inesperadas, juegos de opues­ tos, desenlaces imprevistos. «E ignoro en mi interior tu deseada ausencia» se lee en la página 44. «No se abrazan los cuerpos / —no se abrazan— / se vengan uno en otro por saberse tan lejos» vemos en la página 52, mientras que la página 112 nos desvela el porqué de «mil absurdas guerras» con una clarividencia que no puede ser sino de­ rivada de la «cegadora luz que nada alum­ bra» que recoge en la página 54... Claro que esas conclusiones ines­ peradas, retruécanos ideológicos, no están exentos, al contrario, de una sutil ironía que hace esbozar una sonrisa, como nos ocurre al final del poema de la página 36, cuando comprendemos, evidentemente, «que esto no puede continuar así». Si a todo ello le añadimos ese «plus» que representa la doble versión lingüís­ tica, donde el atractivo que el idioma italiano tiene para el lector español embellece los conceptos que en él se expresan, será fácil comprender que el paseo por las páginas de L’esultanza della serenità ofrece momentos de sa­ tisfacción, de íntima y delicada satis­ facción por las bellezas y las sorpresas que el libro encierra. Y en esta mezcla de lecturas del libro y lecturas de la biografía de la autora para ofrecer una visión neutra, es decir subjetivamente objetiva, de la obra de mi hermana, hecha para esta revista de historia, no puedo concluir sino reco­ mendándoles con todo convencimiento que hagan el esfuerzo necesario para lograr adquirir la obra —empresa cier­ tamente difícil en España— y disfruten de su lectura, y encuentren en ella cosas que a lo mejor nada tienen que ver con aquellas de las que yo les he hablado… Pero lo que es seguro es que disfrutarán con la lectura. Luis H. de Larramendi

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