Traficantes de Sueños no es una casa editorial, ni siquiera una editorial independiente que contempla la publicación de una colección variable de textos críticos. Es, por el contrario, un proyecto, en el sentido estricto de «apuesta», que se dirige a cartografiar las líneas constituyentes de otras formas de vida. La construcción teórica y práctica de la caja de herramientas que, con palabras propias, puede componer el ciclo de luchas de las próximas décadas. Sin complacencias con la arcaica sacralidad del libro, sin concesiones con el narcisismo literario, sin lealtad alguna a los usurpadores del saber, TdS adopta sin ambages la libertad de acceso al conocimiento. Queda, por tanto, permitida y abierta la reproducción total o parcial de los textos publicados, en cualquier formato imaginable, salvo por explícita voluntad del autor o de la autora y sólo en el caso de las ediciones con ánimo de lucro. Omnia sunt communia!
El Observatorio Metropolitano de Madrid (www.observatoriometropolitano.org) es un colectivo híbrido de investigación e intervención política formado por activistas y profesionales de distintos ámbitos. Su principal propósito es ofrecer síntesis críticas sobre las principales líneas de transformación de las metrópolis contemporáneas. Se trata de una labor desgraciadamente abandonada por la mayor parte del trabajo académico e institucional pero que resulta extremadamente urgente para emprender cualquier acción política democrática digna de tal nombre. Entre sus principales publicaciones se deben mencionar: Madrid ¿la suma de todos? Globalización, territorio, desigualdad (Traficantes de Sueños, 2007) y Fin de ciclo. Financiarización, territorio y sociedad de propietarios en la onda larga del capitalismo hispano (Traficantes de Sueños, 2010).
© 2014, del texto, Observatorio Metropolitano. © 2014, de la edición, Traficantes de Sueños.
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Primera edición: 1000 ejemplares. Mayo de 2014 Título: La apuesta municipalista. La democracia empieza por lo cercano Autor: Observatorio Metropolitano Maquetación y diseño de cubierta: Traficantes de Sueños. taller@traficantes.net Edición: Traficantes de Sueños C/ Embajadores 35, local 6 28012 Madrid. Tlf: 915320928 e-mail:editorial@traficantes.net
ISBN: 978-84-96453-99-9 Depósito legal: M-12676-2014
La apuesta municipalista La democracia empieza por lo cercano Observatorio Metropolitano
lemur Lecturas de Mรกxima Urgencia
Índice Introducción _____________________________________ 13 1. Historia de una «idea»___________________________ 17 Municipio y democracia en el primer liberalismo. De bullangas, juntas y sociedades secretas ______________ 19 ¡Viva la república federal y democrática! Del primer federalismo democrático al Sexenio revolucionario ______ 27 La Primera República y el movimiento cantonalista _______ 35 La insurrección, la comuna y el municipio libre ___________ 39
2. De hippies, Provos, verdes y libertarios. La reinvención del municipalismo ________________ 47 Provos y Kabouters _________________________________ 50 Los Verdes _________________________________________ 54 Algunas conclusiones en torno al nuevo municipalismo libertario, el indigenismo y el giro político en América Latina _ 64
3. El bloqueo de la democracia municipal en el «régimen» español ___________________________ 73 La democracia municipal en el ordenamiento legal _______ 74 Los municipios y las regiones como máquinas de crecimiento _ 82 Globalización y competitividad territorial ________________ 87 Políticas desarrollistas y empresarialismo urbano ________ 89 La liquidación de la democracia local: la gobernanza urbana y las coaliciones de poder local ____ 93
La reforma del régimen local, un cambio del modelo de Estado ______________________ 98
4. Auge y crisis del modelo Madrid ___________________ 111 La formación de la metrópolis madrileña ________________ 111 El movimiento vecinal: un precedente __________________ 115 La recuperación de la crisis y la nueva «centralidad» de Madrid _________________________________________ 121 El Madrid global, ¿modelo de éxito? ____________________ 123 Los problemas territoriales y ambientales de la región metropolitana ____________________________ 125 Una nueva crisis urbana _____________________________ 129 Del gobierno neoliberal al gobierno de la deuda: un paso más en el programa de expolio_________________131 La crisis social se vuelve crisis política___________________139
5. Por un municipalismo democrático _______________ 143 Los retos de la apuesta municipalista___________________144 Primeras notas para un Manifiesto Municipalista_________155
Bibliografía básica________________________________165
Introducción
La democracia empieza por lo próximo. La política local, las instituciones cercanas, las candidaturas directamente formadas y controladas por los ciudadanos son hoy algunos de los elementos que se han reunido bajo el nombre de «municipalismo». Aquí y allá se multiplican las experiencias de pequeñas agrupaciones de vecinos y vecinas que sencillamente quieren «cambiar las cosas» y que para ello empiezan por lo que les resulta más cercano. Se trata de proyectos políticos de gobierno pero que renuncian al «partido», a la gran organización estructurada por una determinada ideología y sometida a una disciplina piramidal. Su propósito es más inmediato; consiste en devolver realidad a aquella identidad entre gobernantes y gobernados que formaba la definición original de la democracia y esto allí donde esta debiera comenzar, donde ambos términos vienen a coincidir en las mismas personas. Su propósito se podría nombrar, por tanto, con la palabra autogobierno. La ola 15M ha aterrizado en las playas del «municipalismo». Ha visto en este una posible salida capaz de dar expresión institucional a su propósito democratizador. El municipalismo tiene, no obstante, una larga historia. Además de las experiencias que se tratan abundantemente en este libro, desde los años dosmil vienen multiplicándose multitud de proyectos que quieren escapar a la partidocracia «desde abajo». Proyectos que arrancan de las situaciones concretas, de iniciativas locales que se desparraman aquí y <13>
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allá con los nombres de las localidades en las que se prueban. Quizás las Candidaturas de Unitat Popular en Cataluña hayan sido el experimento que más expectación ha generado en estos años. Reivindicantes del municipalismo, las CUP han probado un proceso abierto de construcción local, lo que les ha llevado a obtener representación en medio centenar de ayuntamientos, así como en el parlamento catalán. Sin embargo las CUP no dejan de ser una coalición de las izquierdas, un «proyecto popular» vinculado al independentismo más genuino; una iniciativa municipalista y de base, pero «cuyas bases» están ya enmarcadas en un proyecto ideológico determinado. ¿Puede probarse un proyecto municipalista que traduzca los contenidos del 15M en un movimiento por la conquista de los ayuntamientos? ¿Pueden ser los municipios la palanca de transformación institucional que apunta a la revolución democrática? La voluntad de una parte de la población por ensayar un radical vuelco político ha abierto el horizonte a un proceso constituyente; algo tan difícil, y a la vez tan simple, como «cambiar las reglas del juego» a fin de devolver protagonismo político a las personas, establecer mecanismos de control de la representación e imponer un orden social y económico más justo, empezando por abolir la «esclavitud por deudas» que a diestro y siniestro impone la dictadura financiera. El municipalismo se presenta como una importante contribución a este proyecto. Sin miedo a la exageración, puede ser comprendido como un proceso constituyente «desde abajo» que empieza por las instituciones en las que es posible reconocer mayores dosis de democracia. Este libro estudia las posibilidades de la apuesta municipalista. Su objetivo se cifra en considerar las condiciones del municipalismo democrático aquí y ahora. Sus preguntas son: ¿en qué consiste un proyecto de estas características? ¿Cuáles son sus posibles fuentes de inspiración histórica? ¿Qué hay de aprovechable en el actual ordenamiento
Introducción
institucional y qué no? ¿Qué márgenes de acción tienen los consistorios en las presentes condiciones? ¿Qué hacer con el ingente volumen de deuda que atrapa a las haciendas locales? ¿Le basta al proyecto municipalista con conformarse con una «gestión honesta y controlada» o hay que impulsar un cambio radical de este nivel institucional a fin de lograr una democracia que realmente lo sea? ¿Cómo y de qué forma se puede componer el municipalismo con un movimiento por la democracia mucho más amplio? A fin de responder a estos interrogantes el texto se divide en cinco capítulos. El primero es histórico. Su intención es dar cuenta de la cuestión municipal en la historia del país, concretamente en los movimientos y proyectos de democratización que preñaron el siglo XIX y el primer siglo XX con nombres como democracia, república federal, anarquismo y municipio libre. El segundo trata algunas experiencias municipalistas de corte más reciente. A caballo de la onda de los '68s, analiza la experiencia de movimientos como los Provos o Los Verdes franceses y alemanes. El tercero estudia el nivel local a la luz de sus actuales determinaciones: el ordenamiento legal y las funciones económicas de las escalas subestatales en el contexto de la globalización y de la «especialización inmobiliaria» de la economía española. La intención de este epígrafe es la de mostrar hasta qué punto y con qué límites se encuentran las posibilidades de democracia local para un posible proyecto municipalista. El cuarto aterriza estas cuestiones en Madrid, en concreto en la historia reciente de la región metropolitana, una gigantesca ciudad de la que forman parte más de siete millones de personas —si se incorporan las áreas funcionales de Toledo y Guadalajara— y que está compuesta por varias docenas de unidades administrativas de carácter municipal. También en este capítulo se recogen algunas experiencias que hoy pueden resultar útiles a un proyecto político municipalista, especialmente el precedente del movimiento vecinal de los años setenta. El quinto capítulo es propiamente una reflexión política y un
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avance para un posible Manifiesto Municipalista. Esta parte ha sido discutida con varios proyectos de candidaturas municipales, surgidas en la mayoría de los casos a partir de las condiciones que ha creado el 15M. De acuerdo con este esquema, hemos querido, que al cambiar el capítulo cuarto sobre Madrid, por uno sobre Barcelona, la metrópolis vasca o las capitales andaluzas, el texto se pueda adaptar a casi cualquier contexto del Estado español.
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Este texto ha sido realizado por el Observatorio Metropolitano de Madrid en el marco de la Fundación de los Comunes. No obstante, para el capítulo 3 y especialmente para la parte relativa a la reforma de las administraciones locales han sido cruciales las aportaciones de Ildefonso Narváez de la Casa Invisible de Málaga. Observatorio Metropolitano de Madrid Marzo de 2014
1. Historia de una «idea»
La apuesta municipalista tiene una larga historia. La idea de democracia ha venido casi siempre asociada a la decisión directa. Ideal tomado una y otra vez de la Grecia clásica así como de las instancias asamblearias que por momentos produjeron las revoluciones francesa y americana, la democracia ha tendido a representarse como el autogobierno de una comunidad relativamente pequeña en la que los ciudadanos tenían la capacidad de reunirse y escucharse sin más mediaciones que la palabra de cada cual. Informaba esta idea el abigarrado complejo de instituciones campesinas y urbanas que todavía persistían en la Europa moderna. Gremios, municipios, comunas, juntas vecinales han sido ejemplos vivos de «asociaciones» en las que la «asamblea» todavía desempeñaba un papel determinante en la resolución de los problemas comunes. No en vano, hasta hace bien poco quedaban inmensas cantidades de recursos comunes (bosques, pastos, tierras de labor, aguas de regadío) que no siendo propiedad del Estado ni tampoco de personas privadas requerían de la gestión directa de las comunidades que los aprovechaban. La primera teoría democrática se levantó, por la fuerza de este contexto, sobre las formas de democracia directa que tenían raíces tanto históricas como inmediatas y que aparecían de forma casi natural en cada proceso de insurrección popular. Sólo más tarde y en principio como <17>
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una distorsión obligada por las circunstancias, se aceptó la idea de «representación». Pesaba en este giro la necesidad de dar cuenta de formaciones políticas gigantescas —los Estados absolutos como Francia— en los que la democracia «de cercanía» se veía claramente dificultada por el tamaño y la distancia. Este pasaje teórico fue común a muchos pensadores radicales del momento, como el propio Rousseau.
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Pero el giro no se limitó a una cuestión teórica, fue también práctico. La burguesía triunfante en Europa —así como también en América— aceptó sin muchas contemplaciones el principio de representación. Temerosa de los movimientos populares, necesitada de afianzar su poder recién adquirido, así como de «racionalizar» los aparatos administrativos, «inventó» un nuevo principio de democracia limitada. Tras las revoluciones, surgió el concepto de «nación» así como un nuevo tipo de Estado que tenía ya poco que ver con la vieja idea de democracia directa. Poco puede sorprender así que el Estado moderno, el Estado liberal, que se conforma sobre los patrones y códigos napoleónicos, se desprendiera pronto de veleidades asamblearias. Y congruentemente se volviera visceralmente centralista. No sólo atacaba los «particularismos locales y regionales», relegados ahora al museo de la historia, sino también las viejas reivindicaciones de autonomía local como base para una democracia de nuevo tipo. Respondía así a una doble necesidad: la de crear un mercado nacional que funcionara sin trabas y la de articular un Estado burocrático capaz de asegurar el «libre mercado» interno, así como el control social sobre aquellos elementos díscolos y populares que a partir de «sus viejas costumbres» empezaban a encarnar otra «idea de democracia». Sin que en este caso como en muchos otros, la historia de España del siglo XIX fuera un capítulo aparte, la «cuestión municipal» tuvo aquí un incuestionable protagonismo. Sobre el municipalismo gravitaron los proyectos
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de democracia en el país. De hecho, la cuestión municipal acabó por servir de parteaguas de dos concepciones del Estado, de la que la más avanzada tomaría el nombre de «exaltados», progresistas, demócratas y finalmente republicanos federales. Valga decir que el federalismo fue la primera «sistematización» de un modelo de democracia que arrancaba de la participación directa de los ciudadanos en los órganos que resultaban inmediatos para su ejercicio: los municipios. A partir de estas unidades parecía posible pensar otro modelo de Estado, construido de «abajo a arriba», sobre la base de la libre federación de los individuos, los municipios, los «cantones» y las «nacionalidades». Algo que posteriormente retomaría el movimiento obrero, bajo el nombre de anarquismo. Se trata de una historia que pocas veces se cuenta.
Municipio y democracia en el primer liberalismo. De bullangas, juntas y sociedades secretas Dos grupos de amigos del Club revolucionario de Antón Martín bajan hacia el Congreso de los Diputados. Acuden a una nueva manifestación convocada por el sector radical del Partido Republicano Federal para rodear el Congreso. La intención, decirle al gobierno que es el momento de aplicar con todas sus consecuencias un programa federalista, democrático, republicano y social. De lo contrario, harán ingobernable la situación.
Esta estampa fue habitual en el siglo XIX. Las calles aledañas al Congreso de los Diputados, la calle del Turco, la Greda, los Gitanos o la del Sordo, fueron el escenario de algunos de los enfrentamientos callejeros más intensos de nuestra historia social y política. En juego estaban asuntos tan importantes como el gobierno del país y el reparto de la riqueza. A un lado, los poderes fácticos, la burguesía liberal moderada aliada con la aristocracia y la iglesia; al otro, los partidarios de una revolución democrática liberal
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y las masas populares-obreras con su propio programa de justicia social.
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La fuerza de los poderes instituidos residía en los pronunciamientos militares1 así como en el sufragio censitario —sólo votaban los más ricos—; el poder del liberalismo más democrático en las revueltas de pueblos y ciudades, el insurreccionalismo local. Este último es un método de acción que se remonta a la Guerra de Independencia de principios del XIX. Su inspiración resultaba de dos modos de acción: la guerrilla y el bandolerismo constitucionalista, expresión de autodefensa popular, y las «Juntas revolucionarias», o «juntismo», demostración del poder y de la autonomía locales frente a la monarquía. Pronunciamientos, revueltas, insurreccionalismo y juntismo fueron una constante en el lapso de tiempo que fue desde 1820 hasta 1936. Más de cien años en el que se siguen al menos dos épocas: el siglo de la revolución liberal y el siglo de la revolución obrera. El primero duró desde la proclamación de la Constitución de 1812 hasta el sexenio revolucionario, entre 1868 y 1874. Y el segundo abarcó desde el propio sexenio hasta la Guerra Civil. En este largo periodo encontraremos cuatro grandes ejes de conflicto: el de la monarquía contra la república, el del centralismo contra la descentralización, el de la burguesía contra el proletariado y el de la democracia formal contra la democracia radical. Todos ellos confluyen en buena medida en torno a la cuestión municipal. Al abordar el periodo que va desde 1820 y hasta la revolución de 1868, conviene recordar que el liberalismo democrático sólo logró acercarse al poder en tres momentos: el Trienio Constitucional de 1820-1823, la Revolución liberal de 1835 y el Bienio Progresista que empieza en 1854. Durante todo este largo periodo se turnaron fundamentalmente 1
Irene Castells, La Utopía insurreccional del liberalismo español, Madrid, Crítica, 1989, pp. 11-76.
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gobiernos de moderados y progresistas. A veces, estos eran interrumpidos por algaradas de demócratas y republicanos que seguidamente sufrían la represión, la cárcel, el exilio o el destierro. Fue una época de fuertes contrastes marcada por la alternancia de revoluciones y asaltos al poder, represión y oleadas insurreccionales. También es preciso reconocer que los «liberales» no eran ni la única fuerza política, ni por supuesto un grupo homogéneo. Entre ellos se distinguían todo tipo de opciones, que por lo general se dividían en dos grandes frentes. El primero defendía la alianza con la monarquía, representaba el liberalismo más conservador y era partidario de un Estado fuerte y unitario. De hecho, sólo formalmente se puede hablar de liberalismo, eran los herederos del autoritarismo absolutista, apenas reconvertidos por los nuevos tiempos. El segundo reunió a aquellas corrientes más radicales que apuntaban hacia postulados de carácter republicano, federalista, democrático y social. Su inspiración era más popular y acabó por confluir con la nueva clase obrera. Esta última tendencia tuvo su base organizativa en las sociedades secretas así como en los clubs y tablaos de pueblos y ciudades de las primeras décadas del siglo. Sobre estos pilares levantaron el edificio de una nueva radicalidad liberal que se formalizó en los años del Trienio constitucional (1820-1823). Quizás el ejemplo más significativo fuera el de la sociedad secreta Los Comuneros,2 creada a imagen y semejanza de las logias masónicas vinculadas al liberalismo doceañista. Las sociedades secretas eran centros de debate político, orientación estratégica y lugar de conspiración. En esos años eran tan fuertes que llegaron a agrupar entre 50.000 y 60.000 asociados.
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Iris Zavala, Masones, comuneros y carbonarios, Madrid, Siglo XXI, 1971.
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El trienio constitucional
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El trienio constitucional de 1820 constituyó el capítulo más importante del liberalismo continental frente a la Europa absolutista de la Santa Alianza, que se impuso tras la derrota de los ejércitos napoleónicos. Tan importante fue esta experiencia que el término «liberal», con origen en el español, fue prestado a las diferentes gramáticas políticas de las lenguas europeas. La revolución de 1820 no fue sin embargo suficientemente lejos para aquellos sectores que empezaban a «romper por la izquierda» el bloque liberal. Los demócratas se encuadraron en el sector llamado Asamblea de la Confederación de los Comuneros españoles. La evolución ideológica venía influida por el contacto con sociedades secretas europeas, principalmente los carbonarios italianos, que apuntaban programas políticos de tendencia comunista e igualitarista. Su desarrollo se vio, sin embargo, truncado por la invasión absolutista de 1823: el Duque de Angulema puso punto final al Trienio. Durante este singular periodo, se produjo sin embargo una encendida discusión acerca de cómo debía articularse el Estado. Ya entonces, en el liberalismo español se había consolidado una importante querencia centralista. La cuestión local rebasaba, no obstante, las preferencias teóricas. En la articulación del régimen local estaba la piedra de toque del poder liberal. De un lado, el sistema de juntas revolucionarias, motor civil de la revolución liberal reclamó siempre su particular protagonismo frente al centralismo. De otro, el proyecto liberal defendía la desarticulación de los sistemas de organización local, fundamentalmente los sistemas de propiedad y uso de la tierra y las instituciones locales tradicionales —señoriales, concejiles, gremiales, vecinales y comunales—. A uno y otro extremo se apuntaban los dos grandes riesgos que corría el proyecto de nuevo Estado. El primero residía en que si no se manejaba con cuidado el desmantelamiento de las instituciones locales en favor del nuevo Estado, se podía abrir la puerta a
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la adhesión a la causa absolutista de las comunidades locales. El segundo estaba en que si se apostaba por un sistema verdaderamente descentralizado, el proyecto liberal podía quedar desarticulado y sin operatividad. Ante esta disyuntiva, el liberalismo que se constituyó en la Constitución de Cádiz de 1812 y que luego se recuperó en 1820, apostó por articular la representación popular de los intereses locales, pero bajo control del Estado.3 El Decreto Municipal de mayo de 1812 y la Instrucción de junio de 1813 sobre régimen local trataron de dar cuerpo a esta contradictoria idea. Por estas leyes, el municipio recibió grandes atribuciones administrativas, políticas, fiscales y sociales, pero a la vez quedó constreñido en un triple sentido. En primer lugar, el sistema de sufragio, salvo en pequeñas poblaciones, sólo permitía la participación de las clases altas y medias. El segundo estaba en que por encima del municipio se situaba la Diputación Provincial; esta también era elegida con fuertes restricciones en el sufragio. Por último y por encima de ambas instituciones, se situaba un jefe político elegido por el gobierno y que daba o quitaba validez a lo acordado en los niveles inferiores. Sobre la base de la Constitución de 1812, en el Trienio Liberal se intentó dar un paso más allá, permitiendo un mayor grado de descentralización. El motivo del cambio estaba en los numerosos contenciosos locales que había acarreado la legislación local emanada en Cádiz y de nuevo en vigor entre 1820 y 1823. Para los liberales de inspiración demócrata resultaba cada vez más claro que la reclamación municipalista era una buena manera de articular un poder político que se apoyase en las clases urbanas, no representadas por el liberalismo clásico. La Ley de Reforma Local de 1823 se convirtió desde entonces en el modelo de organización territorial que 3
Concepción de Castro, La revolución liberal y los municipios españoles, Madrid, Alianza, 1979, p. 20.
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defenderían los progresistas durante las siguientes décadas. Sin llegar a salvar la contradicción que en última instancia instauraba la superioridad del poder central, la ley de 1823 —al contrario que la Instrucción de 1813— apostó por un modelo de mayor descentralización. Confirió mayor poder a los alcaldes y a las diputaciones provinciales (salvo en materia de hacienda), reguló los sistemas electorales y amplió la participación electoral, sobre todo en los pueblos pequeños. El proyecto descentralizador del liberalismo progresista tenía como objetivo articular un nuevo poder local que le fuese favorable, creando así las bases institucionales de un nuevo poder político.
El progresismo y la cuestión municipal Durante la década de 1830, abierto ya el ciclo de luchas de las revoluciones europeas de 1830 y 1848, el dilema del liberalismo progresista residió en cómo construir un movimiento capaz de desbordar el protagonismo de los pronunciamientos y sustituirlo por un protagonismo civil y popular más descentralizado. El pronunciamiento militar era, en apariencia, un método exclusivamente destinado a tumbar al gobierno de turno. No obstante, este era también un sofisticado procedimiento para desvirtuar y desplazar a las masas populares en los procesos revolucionarios. La experiencia de la Revolución Francesa y la participación en la misma de corrientes de los primitivos comunistas, que lucharon por la abolición de la propiedad privada y la democracia radical, aleccionaron a los liberales a la hora de elegir sus alianzas. Sin que la divisoria fuera del todo clara, los pronunciamientos militares eran al liberalismo moderado lo que el insurreccionalismo local y las juntas revolucionarias fueron al liberalismo progresista, demócrata y federalista. La emergencia política de los sectores populares y la alianza con los liberales progresistas marcaron los nuevos tiempos. Las revoluciones europeas de 1830 y 1848 habían
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demostrado que si se quería tumbar a la reacción era ineludible la alianza entre el liberalismo radical y el radicalismo democrático popular que por aquellos años empezaba a cuajar en lo que luego sería el movimiento obrero. Conviene recordar que en estas décadas se produjeron los primeros ataques contra fábricas por parte de jornaleros y obreros. La «destrucción de máquinas» en las textiles alicantinas en 1821 y la quema de la fábrica «El Vapor» de Bonaplata en 1835 signaron los primeros pasos de los movimientos antiindustriales y de la organización obrera. <25>
La cuestión social y democrática pesaba cada vez más en los sectores democráticos. Los plenos derechos individuales o el sufragio universal masculino directo resonaban con fuerza. Con el fin de recoger esta expresión y diversidad del nuevo liberalismo radicalizado, se creó el Partido Progresista (1837) y casi al mismo tiempo se aprobó la Ley de Asociaciones (1839), allanando el camino para el primer asociacionismo obrero. En 1840, se creó en Cataluña la primera asociación: la Sociedad de Tejedores. El nuevo marco de libertades, abrió también la posibilidad a un nuevo golpe de timón. Con ese fin nació en 1837 la Sociedad secreta La Federación. Organizada con una Junta Suprema Federal en París y de acuerdo con un esquema de «cantones regionales», su papel en la agitación insurreccional dentro del Partido Progresista resultó crucial. En 1839, se celebraron elecciones municipales; ganó el Partido Progresista. La mayoría municipal progresista era un peligro para el moderantismo. Conviene también recordar que el poder liberal tenía su base en las ciudades y que el pucherazo electoral era una práctica corriente. El liberalismo moderado se veía ahora cuestionado por un partido arraigado en el poder local y que además reclamaba para este mayor protagonismo y autonomía. Poco después, y con la intención de socavar la base progresista, el gobierno moderado aprobó una nueva ley municipal que restaba más poder a los ayuntamientos y con ello permitía inclinar la
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balanza electoral hacia los moderados. Destruía así el poder progresista en los ayuntamientos que estaban basados en la ley de 1823, restablecida en 1836.4
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La respuesta popular a la nueva ley fue una nueva ola de protesta e insurrección. La ley echaba por tierra el principio básico del liberalismo progresista: el poder local. Tanta era la fuerza y el arraigo de este, que las revueltas, las barricadas, las juntas revolucionarias, en definitiva la amplia demostración de fuerza en pueblos y ciudades, acabó por tumbar al gobierno. La regencia de María Cristina tuvo que dejar el gobierno en manos de la espada progresista, el general Espartero. Este gobernó desde 1840 hasta el alzamiento militar moderado de 1843, encabezado por el general Narváez. La primera prueba de poder progresista duró poco, algo más de tres años. Tras el golpe de Narváez se abrió un periodo de 10 años en el que los moderados recortaron las libertades individuales y se dio continuidad al programa de centralización de las administraciones conducente a la eliminación de la autonomía municipal. El programa del Estado liberal pasaba por un Estado fuerte y centralizado sancionado por las nuevas formas del derecho constitucional, civil, penal, administrativo. El partido progresista debía decantarse, o bien exploraba la vía de la radicalización democrática, y por lo tanto probaba una organización territorial descentralizada, o bien se conformaba con un lugar de oposición dentro la normalidad impuesta por el moderantismo en el reinado de Isabel II. Muchos prefirieron la segunda opción, sobre todo aquellos que apoyaron la caída de Espartero. Pero los vientos de revolución que venían de Europa abrieron el camino a aquellos sectores que querían componer un programa de plenas libertades individuales y colectivas, federalista, republicano, a favor del sufragio universal masculino directo y en el que el 4
Ángel Bahamonde y Jesús Martínez, Historia de España del siglo XIX, Madrid, Cátedra, 1998, pp. 214-218.
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municipio y la democracia local jugaran un papel protagónico. Esta opción fue defendida, entre muchos otros, por Jose María Orense, el líder republicano radical que provocó la escisión del partido progresista.5 En 1849, su iniciativa y la de sus compañeros dio cuerpo a la formación del Partido Demócrata. La escisión demócrata del Partido Progresista fue la primera que abordó seriamente la cuestión federal. Los ecos de las revueltas europeas de 1848 reforzaron la idea de descentralización como fuerza motriz de la revolución democrática.6 <27>
¡Viva la república federal y democrática! Del primer federalismo democrático al Sexenio revolucionario A partir de 1854, se produjo una importante maduración del radicalismo político español. En este año se produjo el pronunciamiento militar de Vicálvaro encabezado por el general O'Donnell. La inestabilidad política se manifestó en el reavivamiento de las revueltas populares, que a su vez eran tanto el resultado de la crisis financiera y económica, como de la socialización del ideario demócrata entre las clases populares. El desgaste del régimen se hacía cada vez más patente. El nuevo episodio insurreccional encontró en Madrid su principal escenario. Según una tradición ya consolidada, la revuelta popular, en la que se reconocían progresistas y demócratas, se organizó por medio de juntas revolucionarias. Su símbolo, como en el París de 1848, era el poder de las barricadas. De otro lado, la Reina Isabel, junto a los sectores moderados, intentó sin éxito formar un gobierno que sofocara la agitación popular y demócrata. El desenlace se produjo el 19 de julio de 1854, tras dos semanas 5
Jorge Vilches, Progreso y Libertad. El Partido Progresista en la revolución liberal española, Madrid, Alianza, 2001, pp. 347-411. 6
Josep Fontana, Cambio económico y actitudes políticas en la España del siglo XIX, Barcelona, Ariel, 1973.
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de convulsión social. En esa fecha se nombró un nuevo gobierno progresista apoyado en el prestigio del general Espartero. Se inauguraba así el Bienio Progresista.
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Una de las primeras medidas del nuevo gobierno fue la redacción de una nueva ley municipal. Esta dotaba de mayor autonomía a los municipios. Al mismo tiempo, el gobierno promovió la reorganización de la milicia nacional, la defensa de las libertades civiles, la desamortización civil y convocó elecciones a Cortes Constituyentes. Los sectores demócratas vieron el momento como una oportunidad para desarrollar un programa de mayor calado social. El programa de máximos incluía el republicanismo, la democracia (sufragio universal masculino) y el federalismo. Por entonces, ya habían llegado a España los influjos del socialismo utópico, articulado en torno al demócrata Fernando Garrido y su defensa del sistema de cooperativas de consumo obrero, así como las ideas federalistas y mutualistas de Pierre Joseph Proudhon que Francisco Pi y Margall había traducido, tanto literalmente de su lengua original, como en términos políticos a través de sus propios ensayos. El rasgo distintivo del partido demócrata residía en su capacidad para asumir las reivindicaciones clásicas de los movimientos populares. Estas reivindicaciones, nunca expresadas en forma de un programa homogéneo y estructurado, fueron sintetizadas en una única idea: la «república democrática y social». A esta se incorporaban elementos anticlericales, un antimilitarismo popular sentido en el rechazo generalizado a las quintas, así como la lucha contra la miseria y por la justicia social —salud, educación, fiscalidad, derechos del trabajo. En las revueltas de 1854 todos estos elementos, algunos provenientes de la pequeña burguesía demócrata y otros de las reivindicaciones populares, llegaron por fin a confluir. El encuentro se produjo precisamente en torno a la idea federal, opuesta al centralismo monárquico y unitario.
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Descentralización significaba autonomía territorial y democracia social. El federalismo era, de hecho, el pilar del programa del partido de la revolución. Revuelta social y democracia política habían quedado soldadas en torno al hecho federalista. La síntesis ideológica fue plasmada, como se ha dicho, por los intelectuales y militantes demócratas Pi y Margall y Fernando Garrido. Pi y Margall elaboró la teoría de la descentralización federal con el propósito de que abarcara todos los ámbitos sociales. El federalismo no era sólo una «ciencia» de la descentralización territorial y de la administración democrática. La autonomía surgía, a su entender, de un pacto dirigido a «unir en la diversidad».7 Para Pi y Margall, quien pensase que este pacto debía ser definido por entidades preexistentes como una autoridad, el derecho, el territorio, una frontera, una raza o una lengua se equivocaba. Este punto fue uno de los que le llevaron a sostener fuertes discusiones con el primer «federalismo nacionalista» catalán que impulsara su compañero Valentín Almirall. El pacto federal8 era para Pi y Margall, quien seguía a Proudhon,9 un pacto bilateral (sinalagmático) y recíproco (conmutativo); en otras palabras, un pacto basado en la igualdad de trato, el reparto y la equidad recíprocas. Pero, si las células básicas de relación federalista no eran países, naciones o estados ¿que eran entonces? A pesar de que Pi y Margall en un importante libro, Las nacionalidades (1877), depositó en la relación individuofamilia-municipio-región la cadena fundante del pacto 7
Este nuevo marco ideológico fue concretado principalmente en dos obras La Reacción y la revolución (1854) de Francisco Pi y Margall y La República democrática federal universal (1855) de Fernando Garrido, ambas publicadas y leídas por miles. Estos dos libros sentaron las bases del primer federalismo hispano, que tendría en la revolución de 1868 su verdadera prueba de fuego. El primero de ellos se puede leer en Antonio Santamaría, Federalismo y república. Francisco Pi y Margall (Textos), Barcelona, El Viejo Topo, 2006; el segundo esta disponible en: http://www.filosofia.org/aut/fgt/rdfu5.htm 8 9
Franciso Pi y Margall, Las Nacionalidades, Barcelona, Plantea, 2011. Pierre-Joseph Proudhon, Escritos federalistas, Madrid, Akal, 2011, pp. 275-291.
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federal, siempre creyó en la necesidad de profundizar más allá de estas adscripciones territoriales y sociales. De acuerdo con Proudhon, que en la base del pacto federal situaba a los grupos naturales de carácter regional, Pi y Margall tuvo la audacia de plantear las posibles bases del pacto federal sobre los sistemas de aprovechamiento comunal, donde la organización social excedía tanto al poder local como al sistema de propiedad privada. El pacto comunal funcionaba por un acuerdo colectivo de gestión de los intereses comunes. Las bases de estos acuerdos no eran de inspiración nacionalista, esto es, arraigadas en las tradiciones, la raza, la lengua o determinantes culturales, sino que se asentaban sobre un pacto político coyuntural en el que sólo en un segundo orden se acoplaban factores territoriales y de usos y costumbres (comunales). Ciertamente Pi y Margall no exploró las consecuencias de estas ideas, pero abrió el camino para que su mejor epígono, el movimiento libertario, fundase un modelo federalista de nuevo cuño y con una radicalidad social y democrática que el federalismo apenas intuyó. Las consecuencias prácticas del federalismo se hicieron sentir en el Sexenio democrático y en la Primera República (1868-1874). La revolución de 1868 produjo un nuevo decantamiento en el Partido Demócrata. La división se produjo entonces entre aquellos que apostaron por la vía moderada, incluso por el acercamiento a posiciones monárquicas (los cimbrios) y aquellos que entraron de lleno a extender las tareas revolucionarias de las juntas locales y provinciales. Estos últimos, agrupados en torno a la conocida popularmente como «La Federal», formaron el nuevo Partido Republicano Federal.10 El Partido Republicano se convirtió rápidamente en un movimiento de masas. Así se demostró en las elecciones a Cortes Constituyentes de enero de 1868, donde obtuvieron 10
Charles A. M. Hennessy, La república federal en España. Pi y Margall y el Movimiento republicano federal (1868-1874), Madrid, Catarata, 2010, pp. 107-117.
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85 diputados frente a los 20 de los demócratas, pero también en las numerosas insurrecciones locales, incluidas muchas capitales de provincia, que promovieron en los siguientes años. Los levantamientos del republicanismo insurreccional fueron, junto al carlismo, el factor central de inestabilidad de aquellos años. El protagonismo del modelo insurreccional se pudo observar desde los primeros días de la revolución, cuando la Junta Suprema Revolucionaria entró en pugna con el gobierno. La solución institucional para el Sexenio no pudo pasar más que por desmontar el sistema de juntas revolucionarias y establecer un nuevo Parlamento. Tras ello se nombró un gobierno «legal» a cargo del General Prim. Poco después, en junio de 1869, se aprobó la nueva Constitución con 55 votos en contra y 214 a favor. El texto ratificaba el sufragio universal masculino de los mayores de 25 años, algo que a pesar de multiplicar entre 7 y 9 veces el número de electores, dejó fuera a los jóvenes, las mujeres y a buena parte de las clases bajas —la esperanza de vida al nacer en España en 1860 era de 30 años. Sea como fuere, el texto constitucional reconocía algunos importantes derechos individuales y colectivos: asociación, imprenta, libertad de cultos. A pesar de las indudables conquistas democráticas, para la mayoría del Partido Republicano Federal la «monarquía democrática» y su Constitución eran una traición. Los republicanos quedaron en este punto también divididos. De un lado, las opciones más gradualistas y moderadas. Sus posiciones eran «legalistas»: la república federal sólo podía instaurarse «de arriba a abajo». La otra corriente pensaba, en cambio, que la república tenía que construirse «de abajo a arriba», lo que implicaba el recurso a los viejos métodos insurreccionales. Esta segunda opción fue ganando apoyo con rapidez en los primeros meses de 1869. A partir de las organizaciones secretas y los clubs republicanos, se fue articulando la voluntad de arrancar el poder del partido al grupo de los parlamentarios. El protagonismo
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debía residir en las provincias y en los municipios. Sobre esta base, la prueba insurreccional debía dar la vuelta a la revolución del '68 e imponer un proceso constituyente desde abajo.
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Entre junio y julio de 1869, con el fin de promover este proceso de «abajo a arriba», se abrió la denominada «fase de los pactos». Los pactos tenían como fin unificar las regiones que debían inspirar al modelo territorial republicano federal. El primero fue el de Tortosa, que unió bajo un mismo paraguas a Cataluña, Valencia, Baleares y Aragón. Luego vinieron el pacto castellano, el vasco y el astur-gallego. Los líderes que dieron un sentido unitario al partido, como era el caso de Pi y Margall, convocaron también un pacto de coordinación capaz de conjurar el peligro insurreccional. Las provincias, sin embargo, tomaron la delantera y comenzaron a dirigir, por la fuerza de los hechos, el destino del movimiento republicano federal. La posibilidad insurreccional ya estaba contemplada y contaba con el apoyo de algunos generales federalistas como Juan Contreras y Blas Pierrard. Sin duda, el rápido avance del proyecto federal empezaba a representar un serio peligro para las fuerzas moderadas de la revolución de 1868. Los republicanos podían contar en aquellos momentos con una milicia de más de 40.000 efectivos, además de la oficialidad más radical del ejército. A esto se sumaba la capacidad de coordinación que ofrecía el nuevo aparato de partido y «el sistema de pactos», que podía llegar a organizar el alzamiento de forma simultánea. A fin de evitar esta posibilidad, el ministro de Gobernación Práxedes Mateo Sagasta tomó la decisión de provocar los alzamientos. Trataba así de adelantarse a la maduración de un plan coordinado. Su objetivo era obviamente desbaratar la amenaza republicana. Y esto es lo que consiguió en Cataluña donde, con el pretexto de unos incidentes
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provocados por la llegada de Blas Pierrard a Tarragona, Sagasta inició una campaña antirrepublicana prohibiendo sus manifestaciones y persiguiendo a sus militantes. La represión desencadenó el levantamiento en Barcelona y más tarde en Utrera, Carmona, el Puerto de Santa María y Málaga, para dar paso a los dos levantamientos más importantes, el de Valencia y el de Zaragoza, ambos aplastados por la fuerza de las armas. Sagasta había logrado su objetivo, había conseguido desbaratar el alzamiento federal. Al desencadenarse de forma aislada, los núcleos insurrecionales quedaron limitados a unos pocos puntos de la geografía peninsular. La secuencia de levantamientos fracasados dividió de nuevo al Partido Republicano. El federalismo se encontraba en un callejón sin salida. La victoria parlamentaria parecía imposible por las alianzas de demócratas y progresistas y la insurrección estaba por el momento en una vía muerta. Sólo a través de otro tipo de impulso social y político podía construirse una relación de fuerzas favorable: el programa social debía proporcionar este nuevo músculo. La demanda antimilitarista de la abolición de quintas era uno de los elementos de los que el Partido Republicano extrajo buena parte de su legitimidad. Ya en 1869, se dieron importantes motines populares y manifestaciones de mujeres contra las levas. El elemento realmente novedoso que, sin embargo, vino a transformar el panorama político del momento fue la aparición de la Primera Internacional obrera. Esta había aterrizado en el país un par de años antes. En España sólo había entonces 150.000 obreros industriales, pero eran muchas las profesiones, viejas y nuevas, que se estaban empezando a agrupar en torno a las sociedades obreras. De otra parte, las ideas de la Primera Internacional podían encontrar un público inmenso en la gran masa de jornaleros del campo.
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La implantación de la Primera Internacional en España fue más rápida de lo que en principio se pudiera suponer. Entre 1867 y 1869, se produjo además de la formación de los primeros núcleos internacionalistas, la alianza entre estos y los sectores más radicales del Partido Republicano, con Fernando Garrido y Jose María Orense a la cabeza. Los internacionalistas Alfred Nacquet, Aristide Rey, Eliseo Reclus y Giussepe Fanelli, todos ellos miembros del sector bakuninista de la AIT y de la Alianza para la Democracia Socialista, organización anarquista y secreta de los bakuninistas, viajaron por el país y vieron acertadamente en la revolución española una oportunidad excelente para propagar su ideario. Importantes sectores obreros de Madrid y Barcelona, pero también de otras ciudades, quedaron poco a poco adscritos a la emergente línea anarquista de la Primera Internacional.11 Con Rafael Farga Pellicer en Barcelona y Anselmo Lorenzo por Madrid, el Primer Congreso Obrero de Barcelona de 1870 reunió por fin a los internacionalistas de la «región española». La emergencia del sujeto obrero terminó por decantar los acontecimientos en favor de los sectores federalistas más radicales. En 1870 el Partido Republicano se recompuso por medio de un directorio centralizado donde participaban todas las familias del Partido. Pi y Margall era el líder indiscutible y por ello presidente del Consejo Federal. Su misión, una vez desplazada la opción insurreccional, fue la de construir un partido de gobierno y abordar, tal y como sucediera en la Tercera Asamblea Federal de febrero de 1872, la cuestión social. Mientras tanto, las fuerzas conservadoras se habían sacado de la manga una «monarquía liberal»: el reinado de Amadeo de Saboya. Iniciado en 1870 este fue, en cualquier caso, demasiado acelerado como para madurar en una opción viable. La insurrección le acompañó desde el principio: 11
Clara E. Lida, Anarquismo y revolución en la España del XIX, Madrid, Siglo XXI, 1972, pp. 136-162.
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en febrero se produjeron diversas manifestaciones obreras y la exaltación popular se escenificó en el apedreamiento de Prim poco tiempo después. Por su parte, el Partido Federal a duras penas se recomponía de sus profundas diferencias. En el verano de 1871, se hizo oficial que el partido estaba dividido en dos grandes sectores que recibieron los significativos nombres de «intransigentes» y «benévolos». Pi y Margall quedó atrapado entre ambos. <35>
A pesar de las diferencias entre los republicanos federales y de su relativa distancia respecto de los internacionales, la agitación social siguió haciendo su trabajo. El rápido deterioro del reinado de Amadeo y del propio sistema de pactos de gobierno llevó a la caída de la monarquía democrática y a la abdicación del rey en febrero de 1873. Los hechos habían precipitado el advenimiento de la República. En palabras de Pi y Margall, «la República vino por donde menos esperábamos, de la noche a la mañana». Llegado este momento Pi y Margall tomó posición, la República tendría que manejarse dentro de los cauces de la ley. La vía insurreccional, la llamada construcción de «abajo a arriba», debía considerarse letal para su supervivencia. El tiempo le daría la razón, pero por lo pronto le enfrentó a los dos elementos mayores del nuevo insurreccionalismo federal: el popular y el obrero.
La Primera República y el movimiento cantonalista La llegada de la República no hizo sino azuzar los planes de conspiración militar de los sectores moderados, la cabeza de la oposición estaba en el líder de la coalición radical Cristino Martos. La presidencia republicana de Estanislao Figueras estuvo rodeada desde el primer momento de conjuras y amenazas. Tanto los sectores moderados como los republicanos intransigentes habían iniciado la carrera por
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capitanear el proyecto político de la República. Pi y Margall defendía que la construcción de la República federal debía llegar paulatinamente y de la mano de un consenso constitucional, de «arriba a abajo».12 Al mismo tiempo, los sectores intransigentes diseñaban un plan insurreccional a escala nacional pero desde las provincias.
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El gobierno se enfrentaba al menos a tres grandes problemas: los carlistas, el insurreccionalismo federalista y la conspiración moderada. A esta última, Pi y Margall respondió desmontando la denominada Comisión Permanente, trama civil del golpe militar que preparaban los moderados, para acto seguido desmantelar también la conspiración militar. Pi y Margall frenó el golpe, pero también desencadenó el retraimiento de la mayoría de los partidos de cara a las siguientes elecciones, convocadas para el mes de mayo. En esas elecciones hubo un 60 % de abstención. El Partido Republicano Federal obtuvo una aplastante victoria con 343 escaños, pero las Cortes y el gobierno resultantes, con Pi y Margall como presidente, nacieron heridos de muerte. A pesar de ello, el nuevo parlamento logró diseñar un proyecto legislativo basado en una Constitución Federal. El texto constitucional fue probablemente el más avanzado de su tiempo: decretaba la aconfesionalidad del Estado, el fin de la esclavitud, se daban amplios derechos individuales, se proclamaba la organización federal del Estado, se legislaba el reparto de tierras, se preveía la devolución de las tierras comunales a los pueblos, se regulaba el trabajo de menores y mujeres, se limitaba la jornada laboral y se establecían jurados mixtos. La ambición legislativa fue enorme, pero no se llegó a realizar. Apenas cumplido un mes de gobierno, los diputados del ala intransigente abandonaron el Congreso; estaban decididos a construir la República federal «de abajo a arriba». La ola insurreccional se
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Francisco Pi y Margall, El reinado de Amadeo de Saboya. La República de 1873, Madrid, Dossat, 1980, pp. 119-125.
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movía ya a gran velocidad, esta se estrellaría o se llevaría por delante la república moderada. El verano de 1873 se inició con una larga serie de levantamientos. Primero, en junio, fueron las insurrecciones federalistas de Cataluña que junto con sus elementos populares llevaban también el embrión de un protonacionalismo burgués. Los conatos de levantamiento coincidieron con los avances carlistas tanto en la propia Cataluña como en Navarra. Tras ellos vinieron algunos levantamientos de carácter puramente social y obrero en Carmona, Utrera, San Lúcar de Barrameda y, sobre todo, en Alcoy. Este último fue el inicio de una larga serie de levantamientos obreros inspirados en los preceptos de la AIT. La influencia de La Comuna de París13 y la implantación de un nuevo ideario libertario se vieron allí reflejados por primera vez. Alcoy inauguró una nueva forma del insurreccionalismo local, el libertario. El alcalde alcoyano, representante del Partido Republicano Federal fue ejecutado. Acorralado, Pi y Margall ordenó al ejército de Valencia acabar con la revuelta. A resultas de los acontecimientos y en pocas semanas, Francisco Pi y Margall había perdido cualquier credibilidad al frente del gobierno. Los sectores intransigentes de su partido le daban la espalda y sólo los más conservadores le servían de apoyo. Enfrentados a su propio partido, tomado por los conservadores en Madrid, y su evidente estancamiento político, los intransigentes decidieron darle todo el poder a las provincias; era un nuevo pistoletazo de salida al movimiento insurreccional. Así, mientras el ejército de Levante se concentraba en apagar el levantamiento de Alcoy y el ejército del sur el de Córdoba, estalló la insurrección en medio país. A mediados de julio, docenas de pueblos y ciudades de Andalucía, Levante, Extremadura y Castilla se levantaron de forma simultánea proclamando los «cantones independientes».14 13 14
J. Álvarez Junco, La Comuna en España, Madrid, Siglo XXI, 1971, pp. 181-196. José Barón, El movimiento cantonal de 1873, Castro, Ediciones do Castro, 1998.
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El compromiso del Comité de Salud Pública de Madrid, con el general Juan Contreras a la cabeza, era que los intransigentes y sus generales debían lograr que Barcelona, Valencia, Sevilla, Murcia y Cartagena se alzasen. El mapa del levantamiento cantonal sumó más de veinte ciudades y pueblos andaluces, más de quince pueblos y ciudades levantinas, además de varios puntos de Castilla y Extremadura. Cádiz, Córdoba, Sevilla, Cartagena y Valencia se declararon cantones independientes. La insurrección cantonalista duró menos de un mes, pero provocó la caída del gobierno de Pi y Margall. Nicolás Salmerón, el nuevo presidente de la República, se apoyó en los generales Martínez Campos y Pavía, futuros liquidadores de la República y restauradores del orden conservador borbónico. La intervención militar y la sangre federal dieron al traste con el experimento cantonal. ¿Qué dejó la República? Con su caída arrastró el mito federal, quizás el último «mito burgués», si bien hecho a la medida de sus elementos más populares y democráticos. Quedó también roto el embrión de alianza entre los sectores demócratas y federales con las clases populares.15 La República federal fue la última vez que un proyecto político inspirado en las clases medias fue acogido con entusiasmo por las clases trabajadoras. Fulminados, los federales apenas lograron escribir algunos borradores de constitución federal, ya durante el primer turno de gobierno del Partido Liberal de Sagasta en 1881. Estancado en esa vía, el nuevo movimiento obrero tomó el relevo del republicanismo federal. A lo largo de las siguientes décadas, el anarquismo actualizó lo mejor de su herencia: el radicalismo democrático de base local y el federalismo como método de construcción del cuerpo político.
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Es cierto que el episodio cantonal fue protagonizado fundamentalmente por el ala intransigente de los republicanos federales, pero tanto en los sucesos de Alcoy como en los muchos otros levantamientos coetanios se abrió paso un programa de carácter obrero y libertario. Personajes como Fermín Salvochea en Cádiz o Pablo Meléndez en Murcia son claros puentes entre ambas tradiciones.
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La insurrección, la comuna y el municipio libre El 24 de febrero de 1873 se firmaba en Alcoy la circular de «bienvenida» a la Primera República por parte de la Federación Regional Española (FRE), sección española de la Asociación Internacional de Trabajadores. En este breve texto se argumentaba que la nueva fase republicana abría una importante oportunidad para el programa y los fines de la Internacional.16 Entre sus reivindicaciones estaban la rebaja de las horas de trabajo, la autonomía y la federación de los «grupos naturales» organizados en los municipios y las comunas libres, así como la liquidación de las viejas instituciones y poderes. De acuerdo con estos presupuestos, el emergente movimiento obrero no concedía ningún valor a las posibilidades que ofrecía el viejo marco instituido: gradualismo, parlamentarismo, no formaban parte de su vocabulario. Antes bien, su determinación estaba echada en la revolución y en la fundación de instituciones acordes con las nuevas ideas. Lo que diferenciaba al nuevo movimiento obrero del republicanismo federal, así como de los socialistas utópicos de las décadas previas, residía en que postulaba una revolución de y para las clases trabajadoras. Para ellos no había ninguna posibilidad de armonizar el mundo sin liquidar la sociedad de clases y abolir la propiedad privada. Jornaleros y trabajadores industriales debían construir el edificio institucional basado en una democracia radical, articulada a través de una gran alianza federal de asociaciones obreras y sindicatos, cooperativas y colectividades, comunas y municipios libres.
16
En aquellos años la Internacional había crecido notablemente en España. En agosto de 1873 contaba con 162 federaciones locales y con 532 secciones oficio que agrupaban a entre 40.000 y 50.000 miembros. No obstante, el fracaso del levantamiento de Alcoy y, sobre todo, el golpe militar de Pavía, con la posterior ilegalización, abrieron un largo periodo de clandestinidad. Véase Josep Termes, Anarquismo y sindicalismo en España (1864-1881), Barcelona, Crítica, 2000, pp. 231-251.
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El federalismo libertario trataba así de explorar algunas de las fisuras de las tesis republicanas federales. Pi y Margall fue extremadamente hábil a la hora de pensar la articulación federal de las escalas elementales de la administración —estados, regiones, naciones, provincias, municipios—, pero fue mucho más tosco cuando trató de definir aquellas instituciones de rango inferior. Es cierto que Pi y Margall acertó a intuir algunas de ellas, como los bienes de aprovechamiento comunal o algunos modelos cooperativos, pero finalmente se detuvo ante imágenes muy conservadoras centradas en el individuo y la familia. Imágenes que el movimiento obrero quiso superar por medio de la idea del Municipio Libre, expresión radicalizada de las ideas municipalistas del federalismo republicano. Para el movimiento libertario no era posible afrontar la cuestión federal y democrática sin deshacer el sistema de propiedad vigente por medio del reparto de la riqueza. El problema de la democracia era, al fin y al cabo, el problema del comunismo. Se constituía así un movimiento que ya no tenía su centro en las clases medias y que no hablaba del reparto de la tierra en pequeñas propiedades, como hicieran las versiones más radicales de la desamortización liberal. Con el Municipio Libre y el pacto federal se pretendía reactualizar las solidaridades y las formas comunitarias del viejo mundo comunal. El desarrollo de este ideario se produjo en dos movimientos. El primero estuvo marcado por los desarrollos teóricos de Eliseo Reclus y Pedro Kropotkin en materia de geografía y etiología humanas. Ellos trataron de describir las relaciones sociales en un territorio articulado por medio de organismos sociales revolucionarios. El segundo estuvo ligado al desarrollo práctico del movimiento obrero libertario español de principios de siglo. El desarrollo teórico coincidió en el tiempo con la represión, desorganización y clandestinidad del movimiento
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libertario, especialmente entre 1874 y 1881 y entre 1887 y 1910. En aquellos momentos la insurrección era el único mecanismo de irrupción pública para un sujeto político que, al igual que el liberalismo radical, estaba marginado de la esfera política institucional. Así fue como la insurrección y más tarde la huelga general revolucionaria se convirtieron en sus principales armas de defensa y ataque. La luminosa imagen de la Comuna de París, como proyecto de autogobierno y modelo de sociedad revolucionaria, tuvo un enorme peso en el modelo de levantamiento libertario. <41>
Durante esta fase, que realmente ocupa casi todo el periodo de la Restauración, la represión y decaimiento del movimiento, incluso la vía terrorista, caracterizaron al anarquismo peninsular. Sin embargo, estos años vinieron también marcados por un fuerte trabajo intelectual y de clarificación teórica que resultó crucial para el renacimiento libertario de principios del siglo XX. En aquellos años se desarrollaron los debates que separaron a anarco-colectivistas y anarco-comunistas, así como a aquellos que se articularon en torno al nuevo federalismo libertario y aquellos que apostaron por el uso de la violencia terrorista como método pedagógico. También entonces, y en especial a partir de la década de 1880, algunos miembros del movimiento libertario español, como ya había sucedido en Europa años antes, se abrieron a las redes de librepensadores, masones,17 espiritistas, naturistas y regeneracionistas18 que prefiguraron un nuevo campo de elaboración teórica en materia pedagógica, de sexualidad, liberación de las mujeres, medicina o filosofía. Desarrollos intelectuales que no tuvieron parangón en el movimiento obrero del resto de Europa, y que tuvieron en el Mediterráneo peninsular —lo 17
Enric Olivé Serret, «El Movimiento anarquista catalán y la masonería en la Cataluña de finales del siglo XIX. Anselmo Lorenzo y la Logia “Hijos del Pueblo”» en VV.AA., La masonería en la historia de España: actas del I Symposium de Metodología Aplicada a la Historia de la Masonería Española, Zaragoza, 20-22 de junio de 1983, pp. 132-151. 18
Josep María Roselló, La vuelta a la naturaleza, Barcelona, Virus, 2003, pp. 137 y ss.
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que incluye además de Cataluña a Andalucía, Aragón y Valencia— y en Francia su principal foco de experimentación. En este contexto se inscribió, en definitiva, la definición del Municipio Libre.19
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De acuerdo con Kropotkin, la base del pacto federal debía recuperar la herencia de las viejas comunidades urbanas y rurales.20 En aquellas instituciones, el pacto federal se definía entre individuos que gestionaban los recursos de manera concreta. Este se articulaba en torno a la colaboración por afinidad y a las necesidades comunes. Sin esa base no se podía entender ni el nacimiento de las ciudades ni el funcionamiento social de los núcleos urbanos. Es pues la cooperación lo que determinó el desarrollo de la ciudad medieval. El feudalismo y la subordinación de las ciudades y del campo a las oligarquías y la nobleza se produjo por la captura, vía servidumbre, de aquellas redes de cooperación aldeanas y comunales. Esta revisión de la historia reforzaba la máxima de que la base del Municipio Libre debían ser las estructuras comunitarias y cooperativas descentralizadas. A partir de ellas se podían componer estructuras más amplias y complejas. La ciudad era, desde este punto de vista, el ecosistema de la cooperación comunitaria. Para Kropotkin, no obstante, no todo empezaba y acababa en la autosuficiencia municipal. Tal y como expuso en su obra Campos, fábricas y talleres (1889) y en los textos escritos en la revista Revolté entre 1879 y 1882, la esencia del municipio estaba en su inserción dentro de un marco federal de grandes conjuntos, similares en magnitud a los territorios de los Estados. Incluso en una escala tan amplia se podía organizar, de forma horizontal, la estructura productiva y redistributiva. Estas ideas tuvieron amplia difusión en aquellas décadas en libros como La Ciudad del
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Eduard Masjuan, La ecología humana en el anarquismo ibérico, Barcelona, Icaria, 2007. 20
Pedro Kropotkin, El apoyo mutuo, Madrid, Madre Tierra, 1989, pp. 165 y ss.
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Buen Acuerdo de Eliseo Reclus o en cabeceras de la prensa libertaria como La Tramontana o El Municipio Libre. Ya casi acabado el siglo, los debates sobre la descentralización, el municipio libre y la construcción de un sistema territorial a escala humana y en armonía con la naturaleza, pieza clave del pensamiento libertario, encontraron su prueba de realidad en el crecimiento de las ciudades industriales. La insalubridad, el crecimiento por anexión de las poblaciones periféricas de las grandes urbes, como ocurrió en Barcelona en aquellos años, y las consecuencias sociales del ciclo de crecimiento fabril, llevaron a los primeros levantamientos de las periferias obreras. El proyecto libertario comprendía la necesidad de crear ciudades habitables ecológica y socialmente, así como de garantizar la independencia local frente al avance de las grandes aglomeraciones. Buen ejemplo de ello fueron los movimientos insurreccionales que se produjeron contra el plan de anexiones de los municipios limítrofes de Barcelona en 1897. Estas movilizaciones dieron cuerpo a un modelo de municipalismo protagonizado ya no sólo por pueblos y ciudades, sino también por los propios barrios obreros de la periferia, ya fueran antiguos municipios independientes o poblados de nueva creación. Como ya sucediera con la idea de autonomía local que estuvo detrás del insurreccionalismo decimonónico —como ya se ha visto con el republicanismo federal—, también en el imaginario de las comunidades populares y obreras de las periferias urbanas del siglo XX, la autonomía política quedó vinculada a la descentralización y la autonomía local. El concepto del Municipio Libre sobrevivió así al cambio de siglo. En la década de 1930 este se articuló en torno a tres grandes cuestiones. La primera tenía que ver con su posición en la organización del comunismo libertario. Este se concebía de acuerdo con el viejo principio federal tal y como expuso Federico Urales en su obra El Municipio libre.
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La segunda residía en la necesidad de armonizar el urbanismo con la naturaleza, creando una idea de ciudad que fuese no sólo justa en términos económicos, sino saludable y sostenible en términos medioambientales.21 La tercera cuestión tenía que ver con la relación entre la organización territorial y los sistemas de producción y redistribución de la riqueza, un problema que tenía que ver con el papel revolucionario de los sindicatos anarquistas.22
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El edificio teórico se puso en práctica en distintas zonas en las primeras décadas del siglo XX. De alguna forma estas ideas estuvieron ya presentes en los alzamientos anticlericales y antimilitaristas de la Semana Trágica de Barcelona en 1909, en las movilizaciones populares de 1917 —donde un movimiento de juntas acompañó las huelgas obreras— y en los numerosos alzamientos e insurrecciones locales que protagonizó el movimiento libertario en los años treinta, además de en la revolución de octubre de 1934 en Asturias. Todos estos acontecimientos fueron el preludio del asalto revolucionario de 1936. En la revolución española se pusieron en práctica todos los saberes y proyectos heredados del último siglo. La innovación institucional que trajo la revolución estuvo basada efectivamente en la articulación de dos grandes experimentos: de un lado, la organización de la producción por medio de los sindicatos; de otro, la administración de los asuntos corrientes por medio de las comunas libres.23 Los municipios fueron la base política y administrativa de la revolución. A partir de ellos se debía articular una gran confederación encargada de organizar, sin autoridad central y con plena autonomía, el nuevo orden político y social.
21
Estas ideas fueron sistematizadas por el urbanista libertario Alfonso Martínez Rizo en su obra La urbanística del porvenir. 22
La mejor síntesis de la propuesta fue la de Pierre Besnard en su obra El federalismo libertario. 23
CNT, Congreso Confederal de Zaragoza, 1936, Madrid, ZYX, 1976.
Historia de una «idea»
En el Municipio Libre confluyeron, en definitiva, un conjunto de fuerzas que se pueden comprender en los términos: urbanismo ecologista, poder democrático local y autoorganización del bienestar. Este último elemento apuntaba además a otras escalas institucionales. Así como es cierto que el Municipio Libre se consideraba plenamente autónomo, pero también célula y base de la gran alianza internacional, también es cierto que el movimiento libertario fue capaz de desarrollar sistemas institucionales propios, como ambulatorios de salud o escuelas racionalistas, que formaron sus propias redes y federaciones superpuestas a las de municipios y sindicatos. En este sentido, el diseño municipalista o de comunas libres basado en la autonomía de cada localidad nunca se opuso a la creación de marcos de interdependencia y federación en aquellas áreas de responsabilidad que no podían ser organizadas en un ámbito estrictamente local. Por este motivo, la educación, la salud o algunos servicios no estaban al albur de lo que aconteciese en cada lugar; la confederación perseguía la máxima federal de Proudhon de llegar a la unidad a partir de la diversidad. En última instancia, el movimiento libertario pretendió construir un sistema federal que no cayese en los vicios del centralismo liberal pero que a la vez mantuviese la corresponsabilidad de cada entidad local. Esta contradicción sólo podía resolverse multiplicando los actores que participaban en el pacto federal. Al considerar tanto las estructuras microsociales —comunidades, cooperativas, sindicatos, asociaciones— como las organizaciones territoriales en materia de salud o educación, prefiguraron un concepto de institución que no se basaba en la centralización y en la jerarquía. La descentralización y el pacto federal debían generar órganos capaces de coordinar y poner a cooperar instituciones sociales distintas y democráticamente establecidas.
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2. De hippies, Provos, verdes y libertarios. La reinvención del municipalismo La derrota del proyecto colectivizador durante la Guerra Civil española dio al traste con el ciclo revolucionario de los años treinta. La postguerra en Europa y EEUU abrió un periodo de prosperidad relativa que duró casi tres décadas, un periodo logrado gracias a la solución keynesiana que se urdió antes y después de la Guerra Mundial. El Estado de bienestar, el pacto social con la participación de organizaciones obreras y el tenso equilibrio bipolar de la Guerra Fría garantizaron, al menos durante esos años, la paz social. Los elementos de este arreglo no se vieron alterados hasta bien entrados los años sesenta. Con la nueva ola de protesta, las referencias vinculadas al municipio libre y las comunas volvieron a cobrar vigor. El proceso colectivizador asociado a la Guerra Civil española aparecía de nuevo como un referente posible. Y con las referencias al movimiento libertario vinieron también otras lecturas y estudios que traían a ese momento las viejas utopías vinculadas a las herejías religiosas, los socialistas utópicos y las comunas rurales. El mundo, no obstante, había cambiado demasiado como para que esas experiencias pudiesen ser tomadas con literalidad. Los mayos del '68 y tras ellos la nueva izquierda y los sectores llamados alternativos —hippies, ecologistas y nuevos libertarios— plantearon preguntas que podían inspirarse en el libertarismo de los años veinte y treinta, pero que sólo podían tener respuestas distintas.
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Dos eran las grandes diferencias entre estos nuevos movimientos y aquellos de los que tomaron inspiración. En primer lugar, los nuevos movimientos se enfrentaban a un ecosistema cultural nuevo dominado por los mass media. La necesidad de construir autonomía sólo se podía traducir en la construcción de un proyecto propio, underground, a veces marginal, que se definía a la contra no sólo de los viejos autoritarismos y las instituciones disciplinarias, sino también de la nueva cultura de consumo. En otras palabras, los nuevos movimientos no tenían una línea de continuidad con el viejo mundo comunal-rural, en el que todavía en los años treinta, y sobre todo en el siglo XIX, permanecía vivo el recuerdo de la expropiación y el saqueo que acompañó al desarrollo capitalista. Los nuevos movimientos eran «post» sobre todo en esto, arrancaban en un momento histórico en el que no había un anclaje posible en las tradicionales experiencias de la comunidad aldeana o urbana. De otra parte, el desarrollo de estos movimiento se produjo en paralelo a una nueva vuelta de tuerca de la revolución urbana e industrial, en la que el protagonismo obrero y las luchas urbanas volvieron a adquirir centralidad. La formación de gigantescas metrópolis obligaba a pensar en una escala política de proporciones nunca vistas hasta entonces. El problema de la democracia radical se planteaba ahora para entornos urbanos en los que se apiñaban millones, a veces decenas de millones de seres humanos. Nada que ver con las comunidades urbanas de cercanía que todavía eran plausibles incluso para una ciudad tan grande como París en los tiempos de la Comuna. Por este motivo, poco puede sorprender que una parte importante del movimiento alternativo pensara las «nuevas comunas» más como una forma de huida o de éxodo que como un proceso de confrontación revolucionaria. Sin más propósito que el de huir al campo y escapar de la gran ciudad, la derrota del '68 derivó en la rica eclosión
De hippies, Provos, verdes y libertarios
de miles de comunas que se pensaban antes como entidades aisladas y autosuficientes que como un movimiento de construcción de nuevas instituciones. En palabras de uno de sus estudiosos: La concepción de la comuna como refugio, como lugar apartado donde depositar la propia impotencia para la lucha, la desconfianza y las dudas pequeño-burguesas, está extremadamente difundida […] son un grupo de personas absurdamente fuera de tiempo, encerradas en un paisaje fascinante, pero alejadas de la realidad y carentes de la voluntad de influir sobre ella.24
Esta alternativa no agotó, de todos modos, el panorama de las nuevas experiencias comunalistas y, por extensión, municipalistas de la época. Muchas de ellas, especialmente de matriz ecologista, pero también contracultural, decidieron buscar vías de análisis e intervención capaces de abordar el gran problema de la gestión, ordenación y administración del territorio y del medio natural, así como la democratización de la sociedad, en entornos altamente industrializados y urbanizados. Años después, estas propuestas condujeron al llamado ecosocialismo, así como a un nuevo municipalismo; ambos que defendían el viejo ideal comunal pero a través de propuestas políticas que no renunciaban a una transformación radical. Las propuestas de transformación del ámbito local se articularon fundamentalmente en tres direcciones. La primera pasó por la contracultura. Tanto a través de acciones públicas como de la creación de candidaturas paródicas lograron dar algunos golpes de efecto que produjeron cierto trastorno en los ordenes simbólicos. La segunda vino de la mano de una nueva generación de movimientos urbanos y rurales determinados a presionar sobre los gobiernos con el fin de moderar o modificar los modelos de explotación y ordenación territorial. La tercera, sin dejar de lado la primera vía, trató de crear 24
Mario Maffi, La cultura del underground (vol. I), Barcelona, Anagrama, 1975, p. 80.
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alternativas electorales capaces de tener influencia utilizando los canales de la democracia representativa.
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Dentro del primer campo de experiencias se pueden recordar las falsas candidaturas de los Yippies (Youth International Party), la célebre presentación de un cerdo como candidato a la presidencia de Estados Unidos, o las infinitas intervenciones públicas rupturistas de los medios contraculturales de la época. Pero quizás más interesante para los objetivos de este libro, fueran aquellas opciones que construyeron espacios de movimiento y alternativas políticas. La pregunta que presidió estas experiencias era la de cómo construir un movimiento capaz de abordar un asalto electoral-institucional. Las dos experiencias más relevantes fueron la de los Provos en Holanda y la de Los Verdes en Francia y Alemania.
Provos y Kabouters El caso de los Provos en Holanda (1965-1968) es uno de los primeros ejemplos de un movimiento organizado que a partir de los ámbitos contraculturales adquiere una fisonomía política propia. El propósito de los Provos estaba en enfrentarse a una sociedad bloqueada, incapaz de inventar nuevas formas de cultura, ocio y democracia. Sus primeras expresiones fueron los happenings que semanalmente celebraba Robert Jasper Grootvelt. Actuaciones humorísticas callejeras, intervenciones provocadoras como aquella contra los festejos del matrimonio real de la princesa Beatriz Von Klaus.25 De los happenings se pasó a las manifestaciones de protesta y de ahí a su constitución como movimiento. El alma gamberra, provocadora, irónica hacía de los Provos un poderoso imán de la juventud más desencantada con la sociedad tradicional y la lógica consumista. Una de sus 25
Teun Voeten, «Los Provos holandeses», High Times, enero de 1990. Disponible en: http://info.nodo50.org/Los-provos-holandeses.html.
De hippies, Provos, verdes y libertarios
iniciativas más originales fueron los denominados planes blancos, programas de mínimos en los ámbitos más variados: planes de la vivienda blanca, de la bicicleta blanca, de los pollos blancos, de las chimeneas blancas, de las mujeres o de los niños. Se había ido articulando así algo similar a un programa político hecho a jirones, donde cada ámbito sectorial se hacía de manera independiente. Estos planes eran impulsados por medio de campañas específicas de movilización callejera, acciones, happenings y manifestaciones. La propuesta de los Provos se articulaba bien con el pensamiento libertario clásico, y en especial con las ideas de Pedro Kropotkin. De Kropotkin tomaron la idea de elaborar un sistema económico y ecológico orientado a acelerar la aparición de un ser humano completo en una comunidad autónoma.26 Los Provos querían abolir la especulación, dar vivienda a toda la población, instaurar un sistema de guarderías y de atención a las mujeres de carácter universal y eliminar los elementos contaminantes de la ciudad como las chimeneas y los coches. Su plan de movilidad en bicicleta les hizo ganar muchos apoyos entre la población. También sirvió para generar uno de los primeros planes municipalistas emanados de los movimientos alternativos de los años sesenta. En 1966, se presentaron con estos programas a las elecciones municipales de Amsterdam, obtuvieron el 2,5 % de los votos y un concejal. La combinación de movimiento contestatario y acción municipal cuajó pronto entre los movimientos alternativos de media Europa. Los Provos se habían convertido en un referente político. Su creciente peso público condujo al movimiento a plantearse una disyuntiva que sólo con ligeras variaciones repetiría después una y otra vez. Se trataba de decidir entre mantener una posición movimientista sin mayores aspiraciones políticas o apostar por una mayor maduración organizativa de cara a escalar posiciones políticas y aspirar a imponer un programa radical en el Ayuntamiento. 26
Roel Van Duin, Mensaje de un Provo, Madrid, Fundamentos, 1975.
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Los debates se convocaron con carácter nacional en mayo de 1967. Un sector encabezado por Roel Van Duyn, entonces concejal en el consistorio, propuso disolver el movimiento ante su incapacidad para madurar, organizarse y crecer. Los debates debilitaron al movimiento Provo. Van Duyn, tras acabar su mandato rotativo, abandonó el Ayuntamiento y junto a otros Provos lanzó una nueva propuesta política y organizativa.
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El nuevo proyecto político nació en 1970. Tomo el nombre de movimiento de los Kabouters. Su principal base estuvo en el movimiento por el derecho a la vivienda. Sus dos grandes pilares fueron la okupación de viviendas y la conquista de posiciones institucionales en el Ayuntamiento. No pretendían tomar el poder por vía electoral, sino deteriorarlo hasta desgastarlo, desbaratando el funcionamiento institucional, haciéndolo en una palabra ingobernable. El 5 de febrero de 1970 declararon el Estado Libre de Orange, con claras referencias al ideario de las viejas utopías medievales. La idea consistía en aglutinar la fuerza del movimiento Kabouter en forma de candidatura electoral. La iniciativa se acompañó en mayo con la jornada nacional de los chabolistas, que culminó con un masivo movimiento de okupación de casas donde participaron miles de familias sin techo. El impacto de la nueva iniciativa organizada en este doble frente movimientista/municipalista se concretó cuando los Kabouters, a través de su organización El Estado Libre de Orange se presentaron a las elecciones municipales del 3 de junio de ese mismo año. Obtuvieron 38.000 votos, esto es, el 11 % del electorado, se habían convertido en la tercera fuerza política de la ciudad.27 Tras Ámsterdam otras ciudades como Ajax, Leiden y Alkmaar imitaron al movimiento y consiguieron algunos concejales. Pero el movimiento se estancó; en las elecciones estatales de 1971 sólo obtuvieron 22.000 votos. 27
Máximo Teodori, Las nuevas izquierdas europeas (1956-1976), Madrid, Blume, 1975, pp. 319 y ss.
De hippies, Provos, verdes y libertarios
Por experimental que fuera, el ejemplo de los Kabouters se extendió por Europa. Abrió una vía de organización así como una posible estrategia de descomposición democrática del poder político. El electoralismo municipal como medio de desestabilización, la rotación de los cargos electos, la premisa movimientista como núcleo de la propuesta, la creación de programas sectoriales y reivindicativos sirvieron de inspiración a multitud de experiencias de grupos verdes y radicales, así como de nuevos modelos municipalistas en otras partes de Europa. <53>
El poder de estos movimientos, independientemente de la fortaleza de sus posiciones electorales, residía en su capacidad de movilización así como de apuntar cuestiones cruciales de la vida metropolitana. La existencia de un movimiento fuerte y organizado era garantía de candidaturas sólidas y bien estructuradas. No obstante, la experiencia de los Kabouters durante los primeros años setenta fue más bien efímera. No lograron alcanzar un acuerdo acerca de cómo dar continuidad al experimento político abierto al inicio de la década. En una disyuntiva que también se ha repetido desde entonces, quedaron divididos entre aquellos que querían participar en niveles electorales superiores (nacionales) y aquellos que apostaban por reforzar el movimiento, en su caso basado en las okupaciones. Finalmente, la vía electoral quedó en barbecho por los malos resultados, al tiempo que la movimientista lograba, durante un tiempo, obtener resultados apreciables. No obstante, tampoco la experiencia de movimiento tuvo un gran recorrido. A mediados de la década de 1980, el Ayuntamiento de Ámsterdam acabó por comprar a sus propietarios 160 edificios okupados; estos fueron luego reformados y ofrecidos en régimen de alquiler social a sus krakers (ocupantes).28 La mayoría firmaron los contratos de arrendamiento. Con esta operación quedó en gran medida desactivado el movimiento que comenzara en los años sesenta. 28
Jorge Riechmann, ¿Problemas con los frenos de emergencia? Movimientos ecologistas y partidos verdes en Holanda, Alemania y Francia, Madrid, Revolución, 1991, pp. 224-225.
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Los Verdes
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Tras la experiencia de los Kabouters, ya avanzado el primer ciclo de luchas ecologistas, los movimientos verdes encontraron otra forma de conjugar movimiento social y representación política. También en los niveles municipal y regional, las luchas ecologistas vieron en el salto institucional un eficaz modo de defensa frente al despedazamiento del territorio. La diferencia estaba en que Los Verdes decidieron asaltar sobre un nivel electoral que comprendía el gobierno de los viejos Estados europeos. En 1972, el Movimiento por la Defensa del Medio Ambiente obtuvo casi el 18 % de los votos en Suiza. El principal punto de su programa era la defensa del lago Neuchatel. Tres años después, el Green Party de Gran Bretaña obtuvo unos excelentes resultados en las elecciones de 1975. En 1981, las listas municipalistas verdes de Suecia se agruparon en el Partido Verde. Movimientos similares se produjeron en Francia, Bélgica, Austria y Alemania. En 1984 los partidos verdes obtuvieron 3.384.000 votos en las elecciones europeas. En un proceso que dura más de 10 años, se puede reconocer un camino que va desde las pequeñas candidaturas municipales hasta las propuestas electorales a nivel estatal. Como en el caso de las iniciativas contraculturales y de los movimientos de los años setenta, las «marcas electorales» y la conquista de posiciones parlamentarias sólo debían servir para dar voz institucional a la crítica radical. La apuesta no dejaba de entrañar riesgos y notables contradicciones. De hecho, estas iniciativas no pudieron evitar el paso que las llevó del plano crítico a formar parte del sistema de partidos. Aquel momento histórico tiene algunos parecidos con el actual. Tras un fuerte proceso de deslegitimación de la política institucional, altos niveles de movilización y la creación de un sustrato social amplio y favorable a cambios profundos,
De hippies, Provos, verdes y libertarios
algunos movimientos se decidieron a asaltar las instituciones, al menos en los niveles municipal y regional. Conviene recordar que la década de los setenta estuvo caracterizada por una fuerte crisis económica y por amplios movimientos en defensa del territorio y el medio ambiente. El crecimiento urbano, industrial y la creciente densidad de las infraestructuras de transporte, junto a la necesidad de resolver el problema energético que representaba el encarecimiento del petróleo y la construcción de centrales nucleares, pusieron en el centro de la agenda pública el problema de la contaminación y de la salud, así como el peligro nuclear y la destrucción del territorio. Los movimientos se articularon en la lucha por un modelo de vida que pasara por el bienestar y la salud, así como por la defensa de un medio urbano más amable basado en el derecho a la vivienda, así como en el derecho a la ciudad y a la democracia urbana. Las luchas de pueblos y ciudades contra la contaminación, la energía nuclear o por la defensa del territorio generaron gigantescos movimientos sociales. En Francia, la FFSPN (Federación Francesa de Protección de la Naturaleza) llegó a agrupar a 1.100 asociaciones que sumaban 850.000 miembros. En Alemania, la DNR (Deutscher Naturesschurtzing) llegó a contar con más de 1.000 agrupaciones que comprendían a tres millones y medio de personas.29 El dilema al que se enfrentaron estos poderosos movimientos fue el de la asimetría entre su alta capacidad de movilización social y su escasa capacidad de impacto en las estructuras de poder. El sistema de partidos y los regímenes políticos del momento, a pesar de su amplio descrédito social, seguían gobernando de espaldas a las reivindicaciones sociales y al rico tejido político extraparlamentario que se había generado en los años previos. Los movimientos acabaron por plantearse su concurrencia a 29
Guillaume Saintemy, L’ecologisme en Allemagne et en France, deux modes différents de construction d’un nouvel acteur politique, Barcelona, ICPS, 1993, pp. 8 y ss.
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La apuesta municipalista
las elecciones con el fin de desbancar a la vieja clase política surgida de la Guerra Fría. En la mayor parte de los casos, la apuesta electoral se debió a un encuentro entre los movimientos de defensa del medio ambiente, que habían producido una verdadera corriente de opinión favorable a las tendencias verdes, y algunos movimientos de la izquierda alternativa y radical de los años setenta entre los que también despuntaba el nuevo ecologismo.
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Un caso ilustrativo de cómo se produjo este proceso es el de las primeras listas locales en Alemania. En 1978, en la ciudad de Bremen, un grupo de exmilitantes del SPD (la socialdemocracia alemana) lanzaron la Lista verde de Bremen. La ideología productivista del SDP, su rechazo a las nuevas tesis ecologistas y la presión de los grupos más jóvenes del socialismo acabaron por romper al partido en uno de los Länder más importantes. Las listas son también significativas de la constitución de una nueva cultura política en la que confluyeron tanto sectores de los denominados K-Grupps (extrema izquierda), como de los Juros (Juventudes del SPD) y de los nuevos movimientos contraculturales y sociales. Sobre este sustrato, candidaturas como la de Bremen dibujaron un espectro político diverso que poco a poco se fue condensando en los nuevos partidos verdes.30 En 1977, las candidaturas verdes francesas alcanzaron un 9 % de los representantes en las circunscripciones municipales en las que presentaron candidatos. Entre 1976 y 1979, las listas verdes alemanas empezaron a ganar concejales en pequeños ayuntamientos; en 1979 entraron en el parlamento regional de Bremen. De manera descentralizada, los nuevos movimientos ecologistas estaban organizando un amplio asalto institucional. Y así fue como en 1980 se constituyeron Die Grünen en la República Federal Alemana y en 1984 Los Verdes de Francia. En palabras de un militante verde de la época: 30
Tad Shull, Redifining red and green. Ideology and Strategy in European Political Ecology, Nueva York, SUNY Press, 1999, pp. 21 y ss.
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Las actividades encaminadas a fundar un partido ecologista a nivel regional y federal transcurrieron febrilmente: cada cual intentaba alcanzar una posición de salida favorable. Se actuaba en alegre confusión, a veces desde arriba, otras desde abajo, a veces integrando mucho y otras sin izquierda o sin derecha, y en muchas ocasiones sin base militante.31
La suerte de estas experiencias fue desigual. Con el paso de los años, los verdes franceses, tras sus primeros avances municipales, acabaron por tener una trayectoria muy minoritaria y con poca incidencia parlamentaria. No obstante, los alemanes lograron romper las barreras del sistema de representación en el Bundestag. Su evolución entre 1976, con las primeras candidaturas municipales, y su ascenso electoral hasta 1985 supuso un experimento político de gran relevancia. En 1980, Die Grünen publicaron su Programa federal, que marcó la agenda del partido durante toda la década siguiente. Los Verdes se definieron en torno a cuatro principios: ecología, justicia social, democracia de base y no violencia. Estas cuatro ideas constituían los pilares ideológicos de una organización que había surgido de la unificación de multitud de candidaturas locales y regionales, así como de muchos y muy diferentes grupos y tendencias. Los resultados electorales señalaron su espectacular crecimiento: pasaron de 1,5 % de los votos en 1980 al 8,9 % en 1987. El rápido ascenso de Los Verdes se debió fundamentalmente a dos elementos. El primero era la fuerte presencia social del movimiento ecologista y de defensa del medio ambiente. A esto se sumaba que, en la medida en que estaba anclado en las luchas locales, el partido logró aglutinar 31
Declaraciones de Lutz Mez citadas en Riechmann, Los verdes alemanes. Historia y análisis de un experimento ecopacifista a finales del siglo XX, Granada, Ecorama, 1994, pp. 126 y ss.
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La apuesta municipalista
una gran diversidad de perfiles sociales. Estas dos características facilitaron la proliferación de las candidaturas. La gran alianza que se articuló alrededor de la marca «Los Verdes» no dejó, sin embargo, de erosionarse con el paso del tiempo. Desde el principio, la enorme diversidad de tendencias impuso una gran complejidad interna. De las muchas razones que acabaron por desvirtuar a Die Grünen dos resultaron cruciales. <58>
La primera tiene que ver con la compleja tensión entre movimiento y partido. En todas las experiencias de la izquierda alternativa de los años sesenta se planteó la cuestión de cómo adquirir mayores niveles de organización, efectividad y escala sin romper el vínculo democrático entre el movimiento y la estructura de coordinación y/o partido. El problema era fácil de resolver en las pequeñas candidaturas verdes, pero en escalas mayores como los grandes ayuntamientos o las regiones, y no digamos en las elecciones estatales, el panorama resultaba mucho más complejo. La solución de compromiso se intentó expresar con una imagen que se ha repetido mucho desde entonces: un cuerpo con dos piernas, una estática que descansa en las instituciones (el partido) y otra libre fuera de las mismas (los movimientos). La relación resultaba, no obstante, problemática, y esto al menos en dos aspectos. De un lado, y en lo que se refiere a los movimientos, caracterizados por un alto grado de movilidad, recambio y una composición más bien compleja, que además variaba con la coyuntura, resultaba muy difícil mantener una estructura organizada y permanente, al menos tan sólida como la que requiere un partido, donde el ritmo parlamentario y la profesionalización son casi un prerrequisito. Die Grünen tuvo este problema muy presente desde el principio y por esa razón su estructura32 otorgaba un enorme protagonismo a las agrupaciones locales y 32
Ibídem, pp. 214 y ss.
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regionales, que fieles a sus raíces funcionaron como entes totalmente autónomos. A este sistema de democracia de base y de poder local se le añadía un complejo sistema de coordinación rotativa y no remunerada —al menos en los primeros años—, compuesto por la Asamblea General anual, la Presidencia Federal (órgano colegiado) y el Consejo federal, instrumentos de control que servían para coordinar a los parlamentarios.33 Todos los órganos podían ser controlados por los afiliados. Los Verdes trataron así de organizarse de manera abierta, permitiendo que cualquier persona no afiliada pudiera ocupar cargos y participar en el partido de distintas maneras. Conviene tener en cuenta que la organización pasó de tener algo más de 10.000 afiliados en 1980 a 40.000 en 1987. El crecimiento del partido hizo que los lazos de reciprocidad, confianza y corresponsabilidad, propios de grupos pequeños, resultasen insuficientes para garantizar la organización. Esta exigía un mayor grado de formalización así como profesionales (burocracias), sobre todo en lo que se refiere a la relación entre la base y los cargos elegidos. El desarrollo de un cierto contractualismo político que requieren las organizaciones formales, así como de una burocracia política, hizo cada vez más difícil garantizar un nivel de control político suficiente sobre los cargos representativos. De hecho, este control sólo se mantuvo en algunas cuestiones, a modo de código ético no escrito. Además, el crecimiento se dio en un ambiente de repliegue de los movimientos así como de intensa transformación de los mismos. En cierta medida esas mutaciones resultaban difíciles de asimilar para la organización, que veía cómo se debilitaban sus bases tradicionales, al tiempo que surgían nuevos movimientos sociales que ya no se reconocían en el partido. 33
El sistema de cargos se regía por seis principios: rotatividad, representación de minorías y funcionamiento por consensos, limitación de ingresos, principio de mandato imperativo, política de programa no de figuras y principio de incompatibilidad entre los cargos del partido y los cargos electos.
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Esto fue lo que sucedió en Berlín. Allí la emergencia del movimiento autónomo, agrupado en círculos informales pero con una buena red organizativa y comunicativa, no se reconoció en la vía parlamentaria de Los Verdes. Con sus reivindicaciones y sus acciones de protesta, organizadas en torno a los centros sociales okupados, estos movimientos pusieron en serios aprietos a las candidaturas locales ecologistas que ya habían adquirido cierto poder institucional. En este caso, la recomposición de los movimientos rompía viejos consensos y animaba nuevas contradicciones dentro de un partido cuya fuerza emanaba de la complicidad con los movimientos sociales. El segundo problema se podría resumir en la tentación realista que siempre produce la política institucional. Los Verdes produjeron una importante ruptura en el ámbito institucional alemán. Sus propuestas y sus parlamentarios eran irreverentes. Basta recordar el episodio de las dos jóvenes diputadas Petra Kelly y Golzy Gotterstal vestidas con camiseta y zapatillas, en la investidura del canciller Helmut Khol, con una pancarta contra la intervención de Estados Unidos en Nicaragua. O también algunos casos de manifiesta insumisión institucional, como cuando los diputados verdes declararon que su mandato sería imperativo,34 algo explícitamente prohibido en la Constitución alemana. No obstante, Los Verdes tuvieron que enfrentarse al problema de ocupar cientos de cargos políticos a partir de un movimiento altamente descentralizado y en el que convivían sensibilidades y aspiraciones muy distintas. Caso aparte de la presencia de grupos claramente conservadores, muy minoritarios en cualquier caso, el partido estaba dividido en dos grandes tendencias. De un lado los Fundis, más apegados al ámbito alternativo, en el que se agrupaban desde ecosocialistas hasta ecofeministas; de otro, los Realos, que defendían un mayor pragmatismo político y 34
Se entiende por mandato imperativo aquel en el que un representante no defiende sus ideas personales sino que ejerce de portavoz de los acuerdos tomados previamente en la asamblea a la que representa.
De hippies, Provos, verdes y libertarios
un grado mayor de negociación con el sistema de partidos. Esta división se ha interpretado normalmente en clave ideológica. Con ello se representaba la división del partido en dos corrientes políticas, una definida en torno a principios más autónomos y alternativos, la otra impregnada de mayores dosis de reformismo político. Sin que este deje de ser el eje vertebrador de la división, conviene considerar los propios vicios y posiciones no deseadas en las que se sitúa cualquier formación política, por alternativa que sea, cuando alcanza cierta capacidad de representación en el marco del sistema político-institucional. El partido, como se ha señalado, se asentó sobre la base de movimientos locales/regionales, sobre estructuras y candidaturas articuladas de manera descentralizada y con amplia autonomía. Su organización sólo podía reposar sobre acuerdos amplios pero débiles en tanto su objetivo era facilitar la integración de una amplia diversidad. En 1984, sin embargo, estos acuerdos estallaron dando lugar a una amplia crisis interna. En junio de ese año, y contra todo pronóstico, Die Grünen se consolidaron como una fuerza política de primer orden en las elecciones europeas: consiguieron más de dos millones de votos. El acceso al poder aceleró la importancia de tomar posiciones dentro del partido. En el mes de diciembre, la Asamblea federal sirvió de escenario para representar la división del partido. En aquel encuentro, abandonaron la formación los primeros grupos Fundis. Al año siguiente, se produjeron importantes derrotas electorales en algunas regiones, acompañadas por un pronunciado reflujo de los movimientos sociales.35 En esta tesitura, el sector de los Realos, encabezado por Joschka Fischer, firmó un acuerdo de gobierno en el land de Hessen. El acuerdo abrió las puertas a una nueva fase de realpolitik dentro de Los Verdes alemanes que se fue imponiendo paulatinamente con el paso de los años. 35
Riechmann, Los verdes alemanes... cit., pp. 142 y ss.
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Pero ¿en qué consistía el realismo político? Dentro del partido siempre hubo una importante discusión sobre las relaciones con el SPD. No en vano a nadie se le escapaba que la oportunidad política de Die Grünen pasaba por desmembrar y atraer hacia los postulados verdes a gran parte del electorado socialdemócrata, al igual que había sucedido unos años antes con los jóvenes Juros. La estrategia de Los Verdes frente a la socialdemocracia se convirtió en el catalizador de las diferencias dentro del partido.36 De una parte, en algunas regiones como Hessen, Los Verdes se adaptaron al juego de fuerzas institucionales; apoyaron al SPD cediendo en algunas materias esenciales. El objetivo era ganar protagonismo a través de pequeñas victorias en los gobiernos de los länder. Esta era la posición de los Realos de Joschka Fischer, Otto Schily o Daniel Cohn-Bendit. La posición Fundi se articuló, en cambio, en torno al concepto de «tolerancia» acuñado por la lista verde de Hamburgo. Este se refería a la posición de no pactar nada con el SPD a no ser que este aceptase al completo las propuestas verdes. Finalmente, fue el experimento de Hessen, y no el de Hamburgo, el que acabó por definir la línea del partido. La evolución de Los Verdes se saldó con la victoria de las posiciones de los Realos, pero los intensos años que van de 1976 a 1986 ofrecen algunas lecciones que pueden ser de utilidad para todas las experiencias que quieren conjugarse en la relación partido-movimiento. La primera es que la fuerza parlamentaria debería medirse no en relación a la composición interna del Parlamento sino en proporción con la capacidad de intervención del movimiento que la sustenta, en este sentido, no siempre la fuerza del movimiento (capacidad de intervención política) es equiparable a la fuerza electoral (volumen de votos). La segunda cuestión es que el programa de actuaciones debe encaminarse a destituir el plano institucional en 36
Fernando Aguilar, «Los verdes y el SPD: la experiencia de Hessen», Mientras Tanto, núm. 29, 1989, pp. 127-144.
De hippies, Provos, verdes y libertarios
el que se participa y no tanto a reforzar sus estructuras. Esta cuestión es la que fue planteada por la candidatura de Hamburgo. La posición de los Realos llevó a la desmembración de las bases del ecologismo social, donde todos los temas estaban relacionados y donde la cuestión medioambiental no podía desligarse de la cuestión social. En tercer lugar, Los Verdes alemanes muestran que es necesario buscar formas de participación y organización que superen la dicotomía centralización-descentralización. Sólo por medio de un modelo federal que compatibilice un sentido común fuerte con la autonomía de las partes se puede construir una propuesta organizativa que no caiga ni en el despotismo de lo singular ni en la centralización sobre la base de la oportunidad política y la efectividad. En definitiva, Los Verdes han sido uno de los experimentos más acabados de la idea de un «partido antipartido», levantado sobre la base de cientos de grupos y colectivos de base local. Sin embargo, todos los blindajes programáticos y los fuertes controles de transparencia y democracia interna no fueron capaces de evitar su deriva oportunista o «realista», y esto debido a varias razones. En primer lugar, su composición interna, diversa y heterogénea, no resultó ser sólo una ventaja: el partido se convirtió en la última parada para muchos y muchas militantes y organizaciones que vieron en este la última oportunidad de «hacer política». Se desencadenó así lo que Joachim Jachnow llama «dialéctica de los éxitos parciales», que terminó por conducir a Los Verdes a la vida política normalizada, articulada en torno a los pactos de gobernabilidad. Por otra parte, el movimiento partido demostró una notable incapacidad para articular un discurso público y bien elaborado capaz de dar cuenta de la contradicción entre sostenibilidad ambiental y expansión económica.37 Estos y otros puntos débiles, hicieron que el Partido verde se desvirtuase y debilitase 37
Joachim Jachnow, «¿Qué ha sido de Los Verdes alemanes», New Left Review, núm. 81, pp. 99 y ss.
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poco a poco como fuerza social, dejando el camino libre a las opciones más conservadoras de la formación política.
Algunas conclusiones en torno al nuevo municipalismo libertario, el indigenismo y el giro político en América Latina Un ejemplo es el conjunto de movimientos ecologistas que surgieron en muchos países europeos a finales de la década de los setenta y principios de los ochenta, el más importante en Alemania. Originalmente un movimiento contracultural, Los Verdes estaban en apariencia resueltos a reconstruir la sociedad siguiendo una línea más ecológica. A principios de los años ochenta, Los Verdes se presentaron a las elecciones para el Parlamento alemán y ganaron el número de votos suficientes como para obtener veintitantos diputados. [...] El partido argumentaba que estos nuevos parlamentarios verdes, empujados de repente a la luz pública, usarían sus cargos en el Estado sólo como plataformas para educar al público. Pero las expectativas pronto aumentaron al contemplarse la posibilidad de que los parlamentarios pudieran aprobar leyes progresistas, de carácter ecológico, y decidir que eso es lo que debían procurar de manera activa. Pero la aprobación de este tipo de leyes tan sólo fue posible porque no perturbaba al sistema existente; una vez que este tipo de legislación se convirtió en el objetivo, el partido dejó de ser radical. Para aumentar sus votos, el partido se desprendió, una a una, de sus reclamaciones radicales. El resultado fue que se vio absorbido rápidamente por las instituciones del Estado.38
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Desde finales de los años ochenta, y desde ámbitos libertarios, se elaboró una propuesta que también emanaba de la tradición ecologista, pero que no se reconocía en la 38
Janet Beihl y Murray Bookchin, Políticas de la ecología social: municipalismo libertario, Barcelona, Virus, 1989, p. 86.
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deriva de Los Verdes alemanes. Apoyada en la tradición localista y asamblearia del anarquismo, el nuevo municipalismo libertario recuperó la idea de construir una sociedad sin jerarquías sociales así como ajustada al ecologismo sobre la base del municipio libre. Para ello, planteó una forma de organización política y social, en la que el poder popular se expresase por medio de la democracia directa en asambleas locales. Más tarde, estas experiencias debían dar paso a la confederación de municipios o comunas libres frente a los grande poderes estatales y corporativos. <65>
Lo que hoy conocemos como municipalismo libertario fue formulado por Murray Bookchin en esos años.39 El punto de partida era el declive de esos grandes proyectos socialistas, que habían adquirido «inquietantes atributos burgueses».40 La crisis histórica del socialismo así como el fracaso de Los Verdes alemanes reforzó la desconfianza de los sectores alternativos respecto de las vías electorales. Esta posición se tradujo en un éxodo colectivo hacia movimientos sociales más culturales y atomizados. En cierta medida, se renunciaba tanto a la organización como a la intervención política. La propuesta de Bookchin trató de actualizar el viejo proyecto ecologista y libertario en el plano municipal con el fin de sortear estos límites. De partida, Bookchin marcó una amplia distancia con respecto de los proyectos puramente cooperativistas o bio-regionalistas. Para él, las comunidades locales autosuficientes, 39
Murray Bookchin, «Municipalization. Community Ownership of the Economy», extractos de The Limits of the City, Montreal, Black Rose Books, 1986. También del mismo autor «Libertarian Municipalism: An Overview», Green Perspectives, octubre de 1991. 40
«Lo más relevante para el tema que nos atañe es que los propios socialismos adquirieron muy pronto inquietantes atributos burgueses, un desarrollo principalmente revelado por la visión marxista de buscar la emancipación humana a través del dominio de la naturaleza, un proyecto histórico que presumiblemente establece la “dominación del hombre por el hombre”; es el razonamiento marxista y burgués del nacimiento de una sociedad de clase como precondición a la emancipación humana». Murray Bookchin, Tesis sobre municipalismo libertario, 9 de septiembre de 1984. Disponible en: http://habitat.aq.upm.es/boletin/n40/amboo.html
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capaces de sobrevivir por sí mismas al margen de la sociedad, eran necesarias pero no suficientes para abordar la transformación social. La separación y la autosuficiencia eran, a su criterio, contrarias a los principios de organización social y contrapoder político que toda estructura transformadora debiera asumir. La tesis del municipalismo libertario no se debía interpretar como un movimiento de desenganche del conjunto social, como parece deducirse de algunos postulados aún hoy defendidos por las ecoaldeas y algunas comunidades rurales. Tampoco debía alejarse del plano institucional, ni prescindir del recurso a las elecciones. El planteamiento del problema estaba bien elaborado en su crítica a Los Verdes. La pregunta residía en cómo madurar una organización que fuese capaz de mantener la movilización y al mismo tiempo tener la altura política suficiente como para desplazar al sistema institucional. Se trata de presupuestos compartidos por todas las izquierdas alternativas europeas de principios de los años ochenta, y esto aun cuando las respuestas de estas fueran de lo más diverso. Tal y como hemos visto, algunos movimientos, como es el caso de Los Verdes, trataron de traducir en poder institucional la potencia de unos movimientos que, a pesar de su masividad no lograron cambiar la correlación de fuerzas en la escala política. Otros movimientos, como pasó con algunos colectivos ecologistas, las experiencias juveniles autónomas o muchos sectores feministas, prefirieron decantarse por extender las luchas en sus diversas áreas de influencia. El resultado no fue, en ningún caso, muy alentador. A mediados de los años ochenta, en casi toda Europa se había impuesto la hegemonía de las estructuras socialdemócratas y liberales que habían logrado cabalgar sobre el reflujo de las izquierdas alternativas surgidas en las décadas previas. Una parte de este fracaso residió en la incapacidad para alcanzar una buena síntesis del problema movimiento-partido. Las dificultades no sólo estaban del
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lado del «partido». Si las experiencias electorales acabaron por defraudar, la vía puramente movimientista tampoco logró producir cambios sustantivos. Antes al contrario, década tras década, demostró su fragilidad organizativa, su tendencia a la disgregación, así como una continua pereza para definir un horizonte estratégico plausible. Por otro lado, en el plano territorial, el fondo del problema era ya otro. Tal y como ocurre hoy en día, el sistema territorial estaba siendo cada vez más determinado por los procesos de globalización y financiarización de la economía. La llamada globalización financiera reconfiguró de los pies a la cabeza las realidades territoriales y eso que en la lengua de los movimientos se ha venido llamando con el término de «lo local» o «lo particular». Al igual que sucediera con los poderes del Estado-nación, doblegados por las nuevas estructuras y poderes supranacionales, los gobiernos locales y regionales fueron subordinados al nuevo orden transnacional. Este proceso no sólo afectaba a las luchas territoriales locales, sino que también arrumbó con el viejo sujeto político que representaba la clase obrera. Las luchas obreras encontraron en la globalización económica y en la fragmentación de la cadena productiva a su peor enemigo: un muro infranqueable a sus presiones por mejorar las condiciones de trabajo y los niveles salariales. Del mismo modo, las luchas territoriales tuvieron que reconocer que el mapa político había resultado fuertemente modificado. Dominado ahora por la competencia entre regiones, la renuncia a una infraestructura o a una inversión, por nociva que fuera, podía ser la causa del «desenganche» económico de un territorio.41 El viejo dilema sobre la cuestión electoral, o acerca de cómo construir movimientos amplios pero de base
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Especialmente interesantes son aquí los modelos de asentamiento que han tomado las industrias contaminantes o las centrales energéticas de mayor riesgo, que habitualmente se ubican en las zonas con menor oposición social a las mismas.
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local, se encontraba ahora ante una nueva geografía que redibujaba las relaciones entre lo local y lo global.
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De algún modo, el problema se volvía a situar en su punto de partida ¿cómo se podían imaginar movimientos que, respetando la singularidad, fuesen capaces de proyectar una fuerza organizada contra las estructuras de poder? Muchos movimientos se han hecho esta pregunta y se han topado casi siempre con los mismos límites. Sustancialmente, al menos para el caso europeo, el problema se puede resumir en la aparente incompatibilidad entre los procesos locales, de base y de movimiento y las estructuras más organizadas en el plano político general, que requieren de ciertas funciones centralizadas de coordinación. La pregunta se viene repitiendo sin que se hayan encontrado respuestas claras. Apenas un puñado de experiencias pueden servir de inspiración. En el caso europeo, se ha viso cómo el desarrollo de Los Verdes se hizo a costa de quebrar la tensión movimiento-partido del lado de la política institucional. Por su parte, las apuestas movimentistas quedaron pegadas a sus propios particularismos, incapaces de plantear opciones de mayor calado político, ya fueran electorales o de otro tipo. No obstante, el ciclo de cambio político que en Latinoamérica se produce a partir de los años noventa ha producido un territorio de proyectos y procesos en los que la articulación entre política y movimientos ha alcanzado, de nuevo, una síntesis potente, provechosa, virtuosa. Los movimientos populares e indígenas, insertos en el marco de los procesos constituyentes latinoamericanos, parecen ofrecer en efecto nuevos marcos de interpretación. La inspiración de América Latina arranca también de lo «local». En muchos de estos países, las luchas locales han sido capaces de federarse en movimientos de resistencia y contrahegemonía con capacidad de cambio político. Las Guerras del Agua de Bolivia en el año 2000, movimientos
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como los Piqueteros en Argentina, el MST (Movimiento Sin Tierra) brasileño o el zapatismo han sido sujetos fuertes en el cambio político en la región. Su capacidad se ha reflejado en los procesos constituyentes que se han producido en países como Bolivia, Venezuela o Ecuador. Y es aquí donde la articulación entre autonomía y dependencia con respecto del poder, entre lo local y lo global o entre la democracia de base y el cambio institucional, se han conjugado de forma provechosa. Uno de los ejemplos más interesantes es el de las Guerras del Agua de Bolivia. En torno al conflicto por este recurso básico, primero en Cochabamaba, y luego en el resto del país (también en relación con el gas), los movimientos lograron levantar órganos de decisión que finalmente acabaron por constituirse como una suerte de protoinstituciones. Un movimiento político en «defensa del estatuto del agua»,42 un movimiento heterogéneo formado por comunidades campesinas indígenas, equipos técnicos y asociaciones ecologistas, había sido capaz de crear instituciones capaces de decisión, gestión y organización en torno a los recursos hídricos.43 El ejemplo remite a dos problemas centrales que abordan muchas proyectos municipalistas. Se trata de la cuestión de la escala y del problema de la interdependencia en un marco transmunicipal. Otro ejemplo interesante es el del movimiento zapatista. Organizado de acuerdo con un esquema federal y a partir de un modelo de organización democrática construida de abajo a arriba, el zapatismo se propuso como un proyecto de democratización radical. Sus dos mejores armas fueron la capacidad de generar ejemplos de contrapoder, concretamente de autogobierno local por medio de las Juntas de Buen Gobierno pero también su capacidad 42 43
Raquel Gutiérrez, Los ritmos del Pachakuti, Buenos Aires, Tinta de Limón, 2010.
Ibídem. Para profundizar en las distintas luchas que se están dando en todo el mundo por la defensa de una gestión comunitaria del agua se recomienda leer: Reclaiming Public Water. Achievements, struggles and visions from around the world, TNI&CEO.
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de impulsar la solidaridad internacional a través de un uso inteligente de los media. La retroalimentación de estas dos estrategias ha permitido la supervivencia y la autoorganización de las comunidades zapatistas durante ya casi dos décadas.
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También es interesante recordar las complejas relaciones que durante los años dosmil han sido capaces de construir los movimientos sociales con los gobiernos de izquierdas en América Latina. Estas relaciones han vuelto a plantear otros dos viejos problemas. El primero es el de la propia autonomía de los movimientos que, a diferencia de lo que hicieron los zapatistas (manteniéndose al margen) han querido formar parte de la transformación que anunciaban los procesos constituyentes de Bolivia, Venezuela o Ecuador. El segundo es la asimetría institucional que existe entre las formas y las organizaciones de los movimientos y los aparatos institucionales. En definitiva, y a la luz de esta colección de experiencias ¿es posible componer un sistema institucional democrático y con bases locales sólidas que sea capaz de convertirse en alternativa al actual ordenamiento institucional? La apuesta municipalista no es, en este terreno, más que un llamamiento a la revolución democrática. En el contexto español, las propuestas municipalistas deberían tomar buena nota de algunas cuestiones que aquí se han planteado. En primer lugar, deberán abordar la dimensión estratégica del activismo político, así como el problema de la organización. El resultado debiera ser muy distinto al de un partido político convencional. Se trata antes bien de trabar un frente de ataque capaz de abordar los problemas políticos que exige el cambio institucional. En segundo lugar, y si aceptamos que en el contexto hispano esos problemas pasan por la caída del régimen heredado de la Transición así como por un cambio radical de las reglas del juego político, se hace urgente pensar un modelo institucional y político rebelde y desobediente que tenga como primer
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objetivo desbaratar las opciones y las alianzas políticas que permiten la continua autorregeneración del régimen. En tercer lugar, la apuesta municipalista debiera pasar por un ejercicio de imaginación política capaz de articularse en forma de desobediencia institucional y de democratización del sistema político. Este proceso tendría que ser un reflejo tanto de los movimientos como de las demandas expresadas en y tras el 15M. Sobre estas primeras conclusiones, la apuesta municipalista aparece como una de las propuestas más idóneas a la hora de conjugar los distintos planos en los que se articula la relación movimiento-organización, así como la dimensión «local» y «estratégica» de un proyecto de cambio institucional. Se trata, en definitiva, de generar organización local, pero esquivando la tentación localista; de crear estructuras de base pero federadas con iniciativas similares a escala regional; de articular proyectos democráticos autónomos que puedan desmembrar el sistema institucional y desactivar a las oligarquías políticas y económicas.
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3. El bloqueo de la democracia municipal en el «régimen» español ¿Pueden jugar los municipios un papel relevante en la democratización de la vida pública? En la respuesta a esta pregunta se debe considerar, antes de nada, cómo se articula, se organiza y funciona la escala municipal en el Estado español. En la medida, no obstante, en que los municipios son tanto entidades administrativas como una escala determinada de gobierno, el análisis tiene que ser doble: de una parte, se debe considerar el actual ordenamiento del régimen local en el «papel»; de otra, sus funciones «reales». A este respecto, conviene no olvidar que los municipios han tenido un rol fundamental en el principal elemento del crecimiento económico español de los últimos treinta años: el mercado inmobiliario. Como se puede intuir, la perspectiva que se defiende en este capítulo sostiene que la democracia local, aun reconocida en términos institucionales, viene siendo impedida, cuando no negada, por la subordinación de las economías públicas a los ciclos económicos del «ladrillo», así como por un creciente endeudamiento —sobre todo en las grandes capitales—, que hoy, hundidos en la Gran Recesión, tiende a estrangular a los gobiernos locales. En este sentido apuntan los numerosos escándalos de corrupción, así como el proceso de «empresarialización de las administraciones públicas» que en las últimas décadas ha llevado a externalizar y privatizar un número creciente de servicios municipales, al tiempo que se iban subordinando los <73>
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presupuestos a intereses privados. Por si esto fuera poco, con la reforma legal recientemente aprobada44 se pretende liquidar algunos de los restos de «democracia formal» que hasta ahora han impedido la plena adecuación de los municipios a su función económica; una función subordinada a las oligarquías del ladrillo y a la promoción de los ciclos inmobiliarios.
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La estructura territorial del Estado español está levantada sobre dos pilares fundamentales: el municipio y la comunidad autónoma. Las raíces históricas de la institución municipal se remontan a tiempos de los romanos, aunque sus modernas características fueron establecidas en el siglo XIX. Sin embargo, a los municipios se han agregado otras entidades de funcionamiento más complejo, que en ocasiones son también el producto de las asociaciones de ayuntamientos, como es el caso de las mancomunidades de servicios, a las que pertenecen casi el 80 % de los municipios actualmente existentes. También aquí se deberían incluir las comarcas —situadas casi exclusivamente en Cataluña, Aragón y el País Vasco— y las áreas metropolitanas, aun cuando estas últimas dependan de las comunidades autónomas. En el arco opuesto de la escala territorial, se mantienen otras estructuras de menor entidad y población. Son conocidas en la jerga administrativa con el nombre de EATIM, Entidades de ámbito territorial inferior al municipio.45 Las EATIM también tienen personalidad y capacidad jurídica; corresponden con los anejos, parroquias, lugares, aldeas, caseríos y pedanías reconocidos por el Estatuto Municipal 44
La Ley 7/2013, de 27 de diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la Administración Local (BOE núm. 312, de 30 de diciembre de 2013), entró en vigor al día siguiente de su publicación.
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Web de la federación de Entidades Locales Menores: http://soseatim. blogspot.pt/
El bloqueo de la democracia municipal en el «régimen» español
de 1924. A su vez la estructura territorial de los municipios se encuentra enmarcada en las provincias, que se han mantenido sin muchos cambios desde 1833.
Los «ayuntamientos democráticos» y el Estado autonómico En marzo de 1979 se convocaron elecciones por primera vez desde 1936. Tras cuarenta años de dictadura, los gobiernos locales eran de nuevo considerados una prerrogativa de la soberanía popular. Poco antes, la Constitución de 1978, en su art. 140, garantizaba la «autonomía de los municipios», su plena personalidad jurídica, la electividad de los concejales y alcaldes por sufragio universal directo e incluso el reconocimiento de los «concejos abiertos». Se trataba, en definitiva, de unas bases plausibles para la democracia local. La formación de los «ayuntamientos democráticos» fue uno de los capítulos fundamentales en el derrumbamiento de las viejas instituciones de la dictadura. La elección de concejales y alcaldes iba a sustituir a los viejos cuadros de la dictadura; la expectativa era grande. Por fin se habían creado consistorios electos que iban a gobernar con plena independencia de otros poderes, al menos en el ámbito de competencias que les eran propias. Con ello se reconocía también una de las viejas aspiraciones de la tradición demócrata en España: la autonomía municipal. A las elecciones municipales de 1979 concurrieron una multitud de partidos políticos. En las grandes ciudades, y dentro de las listas de los partidos de izquierda, se podían reconocer los nombres de muchos líderes vecinales que habían estado al frente de las luchas de los barrios; gentes comprometidas con la mejora de los equipamientos, la creación de servicios y el problema de la vivienda, especialmente en las periferias urbanas construidas a
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toda prisa durante los años sesenta. Se trataba de barrios que habían sufrido una persistente desigualdad de trato frente a las zonas residenciales de clase media y alta. Para muchos, las candidaturas municipales pasaban por ser el medio para hacer efectivo ese «derecho a la ciudad», que de una forma persistente la dictadura había negado a una parte significativa de la población. Prueba de esta voluntad de cambio es que en las elecciones municipales de 1979 ganó la izquierda. Esta, en coalición (PCE-PSOE), se hizo con los ayuntamientos de las mayores ciudades del país. Producto del arreglo entre las viejas élites del franquismo y los movimientos de oposición que comprendían desde el viejo federalismo democrático hasta las demandas nacionalistas de vascos y catalanes, pero también de gallegos y andaluces, la Constitución de 1978 reconoció amplios poderes a las antiguas regiones. La creación de las «comunidades autónomas», tras el rechazo de un modelo de Estado federal, fue el medio de articular formas de autogobierno en esta «escala intermedia». Aunque se había hecho una renuncia expresa al federalismo, la elección del término «comunidades» recordaba explícitamente las revueltas de las Comunidades de Castilla, que entre 1520 y 1522 pusieron en jaque al primer monarca de la Europa moderna, Carlos V. Guerra, por lo tanto, de las ciudades en defensa de su autonomía. Sobre estas bases, las nuevas comunidades fueron aprobando los sucesivos estatutos de autonomía. Estos textos, a modo de pequeñas constituciones, sancionaron el nuevo nivel administrativo y de gobierno con la creación de parlamentos autonómicos, elecciones y la absorción de una multitud de competencias que antes habían sido prerrogativa del Estado.
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La organización municipal De una forma algo paradójica, el desarrollo de las administraciones municipales fue algo más lento. La norma que se encargaría de regular los municipios fue la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local de 1985. La aprobación se produjo un año antes de la entrada de España en la Unión Europea y el mismo año en el que se aprobó la Carta europea del autogobierno local. Dentro del marco de la Transición e inspirado en la Constitución de 1978, el nuevo ordenamiento se reivindicaba de la vieja tradición liberal demócrata, si bien eludiendo en su preámbulo toda alusión al franquismo, al tiempo que reclamaba el papel de la Corona en la configuración de la nueva autonomía municipal. Tal y como escribió el legislador, el municipio podría reclamar «su capacidad de actuación en los asuntos que son del procomún de las villas, pueblos, parroquias, alfoces, comunidades y otros lugares que con distintos nombres son conocidos en las diferentes regiones de nuestra patria». De acuerdo con unos principios que se podrían reivindicar de una soberanía plena, las bases sobre las que se enuncia la ley son las de la «autonomía local» y la «singularidad territorial». Dice el texto: «Como demuestra nuestra historia y proclama hoy la Constitución, decir régimen local es decir autonomía» (Preámbulo, Sección II). Y más adelante: «Las corporaciones locales tienen […] una posición propia, que no se define por relación a ninguna otra de las instancias territoriales». Los principios democráticos siguen con la exaltación de la inter-dependencia de las administraciones («son raras las materias que en su integridad puedan atribuirse al exclusivo interés de las corporaciones locales») y la descentralización como medio para asegurar la máxima proximidad de la gestión (art. 2). A pesar del reconocimiento de estos principios, y como casi todo en la Transición, el procedimiento fue explícitamente moderado, no rupturista. El texto no lleva a engaños: «No se trata de utilizar el escalón municipal como pieza decisiva en un proceso
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[histórico] de emergencia de un nuevo orden político, si no más bien de delimitar el espacio y papel propios de las entidades locales en el seno de un orden constituido».
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De todas formas, el texto de 1985 reconocía la complejidad social e histórica del territorio. Permitía la organización a distintos niveles y con distintos procedimientos. Se reconocían, por ejemplo, las mancomunidades que permiten establecer economías de escala a partir de entidades menores y que gestionan los servicios locales y los bienes comunales de una parte importante del mundo rural (el 13 % del territorio). A su vez, las provincias quedaron encargadas de velar por la capacidad funcional de la escala local, asistiendo a los municipios o entidades menores y mediando con la escala estatal. No obstante, la capacidad de decisión en cada uno de los niveles administrativos resultaba muy dispar, hasta el punto de que hay niveles en los que prácticamente no hay reconocimiento democrático. Particularmente en la escala provincial, el gobierno de las diputaciones —institución por lo demás establecida por la Constitución de Cádiz de 1812 y heredera de las Juntas Revolucionarias Provinciales— se elige sobre la base de un complicado sistema de elección indirecta de segundo grado. Se trata de un sistema que, según sentencia del Tribunal Constitucional,46 no es en absoluto representativo y que, además, penaliza las iniciativas electorales de base como las agrupaciones de electores.47 Por su parte, los municipios se rigen por un sistema representativo pero que podría ser también más abierto. Este está basado en la elección directa de los concejales por medio de listas cerradas —sólo son abiertas en los municipios de entre 100 y 250 habitantes—. Los concejales 46
Véase http://www.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/trcons/cont/6/ not/not9.pdf 47
Véase http://politikon.es/2012/09/24/breve-manual-de-supervivenciaal-sistema-electoral-provincial/
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eligen a su vez al alcalde, y la asignación de concejales así como la de diputados provinciales se realiza de acuerdo con la ley d'Hont, que descarta a los partidos que tengan menos del 5 % de votos. Con pocas sorpresas, es en los municipios más pequeños y en las entidades menores donde más y mejor se permite el gobierno democrático. La forma de gobierno de las entidades menores es través de la combinación de un alcalde pedáneo (de elección directa) y una junta vecinal. Incluso se reconoce el sistema de concejo abierto organizado a través de una asamblea vecinal. Este sistema de concejo abierto quedó establecido para las entidades de menos de 100 habitantes. Pero también se aplica en todas las entidades que hubieran empleado históricamente esta organización asamblearia. Sus atribuciones son las propias del mundo rural: la prestación de servicios municipales y el aprovechamiento de los bienes comunales. En la actualidad existen más de 3.700 de estas entidades menores, de las cuales un tercio están en la provincia de León. Estas instituciones gestionan un porcentaje nada desdeñable del territorio estatal: un 13 %.
Competencias propias e impropias Las atribuciones y obligaciones de la gestión local de los municipios está dedicada a cubrir servicios básicos de la población. Estos incluyen desde el abastecimiento de suministros urbanos como agua, alumbrado público, alcantarillado y el mantenimiento de las calles hasta la recogida de basuras, la gestión de cementerios y el control de alimentos y bebidas. Los servicios que obligatoriamente deben prestar los municipios se hacen más complejos según crece el tamaño de la población. Así, los municipios de más de 5.000 habitantes tienen que hacerse cargo del cuidado de las zonas verdes, servicios culturales tales como bibliotecas públicas, la gestión de mercados y mataderos
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municipales, además de la recogida de basuras y del tratamiento de los residuos. Si tuvieran más de 20.000 habitantes, a sus competencias se añaden la protección civil, la prestación de servicios sociales y la construcción de instalaciones deportivas. Y en caso de tener más de 50.000 habitantes se incluye también el transporte público y la protección del medio ambiente.
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En cuanto a la ordenación urbanística, si bien cada municipio tiene la potestad de diseñar y gestionar la planificación de su territorio, los municipios de menos de 50.000 habitantes dependen de la aprobación de la comunidad autónoma correspondiente, condición que existe para las entidades de mayor población aunque con menos requisitos. Aparte de estas competencias «propias» y a causa de la flexibilidad en la definición de las atribuciones, los ayuntamientos han asumido tradicionalmente una variedad de competencias consideradas «impropias». En muchos casos, las administraciones locales cargan a sus presupuestos equipamientos y servicios de los que ninguna de las administraciones superiores quiere o puede hacerse cargo. En lo que respecta a los niveles inmediatamente superiores, la función de las diputaciones provinciales consiste en «apoyar» a los municipios y en asegurar la prestación adecuada de los servicios que son de su competencia. Así las diputaciones asisten a los municipios más pequeños en materias técnicas —entre ellas, la redacción de planes de ordenación urbana— y prestan servicios de carácter supramunicipal. Del mismo modo, de acuerdo con la ley de 1985, las diputaciones pueden otorgar subvenciones y ayudas con cargo a fondos propios para la realización y el mantenimiento de dichas obras y servicios municipales. Para su articulación con la escala autonómica y estatal, los ayuntamientos tienen además competencias para realizar acuerdos y convenios para el traspaso de ciertas competencias a las comunidades autónomas y al Estado.
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Si se sigue al pie de la letra la legislación, se podría suponer que nuestro ordenamiento legal otorga, si bien con los límites mencionados, una considerable importancia a los «gobiernos de proximidad» como base de la participación democrática, así como a la diversidad de situaciones y escalas con el propósito de hacer frente a la dificultad de cubrir los servicios por parte de una sola administración. Igualmente, la ley parece reconocer un considerable espacio de autonomía a la gestión local. No obstante, cuando se consideran las cosas de acuerdo con la «práctica institucional» se observa que la variedad de atribuciones, la consideración de ámbitos difusos y solapados de actuación, así como el anidamiento de escalas contienen in nuce un enorme abigarramiento y opacidad. Este es, de hecho, uno de los principales obstáculos institucionales a la democracia local, lo que conlleva casi inevitablemente una considerable falta de transparencia en lo que se refiere al control de las decisiones de los gobiernos locales. A este déficit democrático, siempre aprovechado por el caciquismo inmobiliario, se añade otro que ha pesado, y mucho, en la calidad de las democracias locales. Se trata del modelo de financiación local. Este se ha basado en unas exiguas transferencias económicas por parte de las comunidades autónomas y del Estado, pero también en una fuerte vinculación de la salud de las haciendas locales a una serie de ingresos directos basados en recursos y tributos municipales, como son el Impuesto de Bienes Inmuebles, las tasas e impuestos de obras, las plusvalías y el Impuesto de Actividades Económicas. La dependencia de fuentes tan variadas y a la vez tan vinculadas a la construcción y al juego con el patrimonio público es otro de los factores que ha acabado por subordinar a los gobiernos locales a los intereses inmobiliarios y las correspondientes oligarquías caciquiles. No se trata de un hecho desconocido y no previsto. Como se puede leer en la propia «Exposición de motivos»
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de la Ley 39/1988, de 28 de diciembre, Reguladora de las Haciendas Locales, los municipios son «una institución afectada por una insuficiencia financiera endémica». Baste decir que si todavía en 1978 las entidades locales gestionaban un pobre 11 % del gasto público —lo que era una cifra ridícula frente al 50 % de la Seguridad Social y el 39 % de la administración central—, tras treinta años de democracia, este porcentaje apenas suponía el 14 % —frente al 29 % la Seguridad Social, el 22 % de la administración central y el 36 % de las comunidades autónomas—.48 <82>
Los municipios y las regiones como máquinas de crecimiento Casi justo después de la aprobación de la Ley de bases de 1985, España entró en un periodo de intenso crecimiento económico. El nuevo ciclo de prosperidad estaba basado en la construcción y en el encarecimiento de los precios de la vivienda. El proceso se vio luego repetido, si bien a una escala mucho mayor, entre 1995 y 2007. La economía española, en su proceso de inserción en la nueva división internacional del trabajo, había encontrado un nicho de especialización extremadamente provechoso; este consistía en atraer inversiones a su activo mercado inmobiliario. De repente, las comunidades autónomas, pero también los municipios, se vieron comprometidos en la producción de grandes cantidades de vivienda y de suelo urbanizable. Sus funciones económicas cambiaron radicalmente. Tal y como se ha avanzado, las posibilidades de la democracia local en el país no se reducen al ordenamiento legal. Entre el municipio «legal» y todas las consideraciones «positivas» que tiene la ley municipal, y sus funciones 48
Véase Roberto Fernández Llera y Javier Suárez Pandiello, «Crisis económica y reforma de la Hacienda local en España», 2011. Disponible en: http:// www.academia.edu/1108395/Crisis_economica_y_reforma_de_la_Hacienda_local_en_Espana
El bloqueo de la democracia municipal en el «régimen» español
específicas subordinadas a los ciclos económicos, existe una distancia que no se puede salvar simplemente leyendo las leyes. De hecho, el diseño territorial del Estado español ha terminado por estar radicalmente subordinado a la «especialización inmobiliaria» de su economía, lo que se puede considerar como su verdadera constitución o su «constitución real». Las entidades subestatales, como las comunidades autónomas, pero muy especialmente los ayuntamientos, han acabado así por realizar las funciones económicas necesarias para que los ciclos inmobiliarios tengan la mayor intensidad, extensión y duración posibles.49 Para dar cuenta de este fenómeno conviene recurrir a una de las teorías de los estudios urbanos que más éxito ha tenido en las últimas décadas. Se trata del modelo explicativo que pretende comprender las economías urbanas con la noción de «máquina del crecimiento», o en su lengua original, growth machine. Con este concepto, Moloch y Logan50 resumían la dinámica de crecimiento de las ciudades estadounidenses desde el siglo XIX. El 49
Esto no quiere decir que el diseño institucional no importe. Antes al contrario, probablemente, con un modelo territorial distinto, los niveles de construcción, tanto de viviendas como de infraestructuras, habrían sido incomparablemente menores, tal y como ocurrió en la época del desarrollismo franquista, durante la cual la mayor parte del proceso urbanizador pasaba por el concierto con la administración central. De este modo, se observa que lo que había sido pensado como instituciones para una democracia arraigada y de base local, se ha convertido en el sustrato para un modelo caciquil de base inmobiliaria.
50
La tesis de la growth machine fue desarrollada por primera vez en un paper, firmado por Molotch en 1976, titulado «The City as a Growth Machine: Toward a Political Economy of Place» y publicado en The American Journal of Sociology. El desarrollo más sistemático de esta teoría, que permitió reencontrar en la «ciudad» un elemento dinámico en la formación y acumulación de capital, se debe buscar, no obstante, en un libro editado por primera vez en 1986 y que venía firmado ya por los dos autores: R. Logan y Harvey L. Molotch, Urban Fortunes, The Political Economy of Place, Berkeley y Londres, University of California Press, 2007. La hipótesis de la growth machine ha inspirado, desde entonces, numerosos estudios urbanos sobre ciudades concretas. Su principal defecto o más bien deberíamos decir el principal problema de su popularización en la sociología y la geografía urbanas, se debe a la falta de perspectiva sobre los elementos estructurantes de la competencia interterritorial, que efectivamente condicionan o determinan la vocación pro growth de las administraciones locales de algunos países, y no de otros.
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presupuesto hipotético era que el alto grado de descentralización administrativa de Estados Unidos había situado a las ciudades y condados de este país en una posición especialmente dinámica en lo que a su desarrollo urbano se refiere. El desarrollo se había apoyado, de forma primordial, en la activación y aceleración de los mercados inmobiliarios. Ello unido a las singulares características del capitalismo estadounidense había provocado la orientación, casi prescriptiva, de las administraciones y las élites locales hacia el «crecimiento» (growth). <84>
La orientación pro growth comprendía obviamente el incremento de la actividad económica, pero el verdadero motor de desarrollo, a diferencia del modelo industrial clásico, estaba formado por el incremento sostenido del suelo urbanizable, de los precios inmobiliarios y de la base demográfica. De este modo, la fortaleza de las economías urbanas debía considerarse principalmente a partir de las rentas inmobiliarias, lo que presuponía, en todos los órdenes de gobierno, una preponderancia del valor de mercado del suelo antes que de ninguna otra función social o ecológica. De una forma muy parecida a la del modelo teórico, el desarrollo urbano español desde la Transición puede ser entendido a partir de una estructuración territorial y económica que convierte a cada municipio en una growth machine en potencia. De hecho, son sus altos niveles de descentralización —y especialmente la asunción por parte de las escalas subestatales de las competencias en materia de urbanismo— los que explican la masividad de la construcción de viviendas y de infraestructuras; o dicho de otro modo, que los ciclos inmobiliarios se hayan visto cumplidos incluso en espacios completamente «al margen» de las áreas metropolitanas más ricas y dinámicas, así como de las zonas turísticas tradicionales. Dos factores históricos han sido fundamentales para que esto suceda. Por un lado, y como se ha visto antes, la
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organización territorial de España a partir de la muerte de Franco estuvo orientada a fomentar la legitimidad de los entes locales y su autonomía en los principales asuntos que competían a las demandas inmediatas de los ciudadanos. De este modo, si bien los municipios no han tenido nunca potestad fiscal, así como tampoco legislativa, han «disfrutado», desde principios de la década de 1980, de amplios poderes en relación con el urbanismo local: disposición de suelo urbanizable, planificación, servicios urbanos como agua y alumbrado, etc. De otra parte, el nuevo régimen que nace con la Transición trató de dar solución a las reclamaciones territoriales de los distintos regionalismos y nacionalismos sin recurrir al expediente del federalismo, creando para ello el marco del «Estado de las autonomías». Lo más significativo, desde este punto de vista, es que las comunidades autónomas han tenido, prácticamente desde su creación, competencias casi absolutas en lo relativo a medio ambiente, ordenación del territorio y vivienda, además de obras públicas, como las carreteras y ferrocarriles que discurran íntegramente por su propia comunidad. A estas competencias habría que añadir las transferencias por parte del Estado central que, en el curso del cambio del nuevo siglo, ha dejado en manos de las comunidades autónomas las principales materias referidas al welfare: la educación, la sanidad y los servicios sociales. No hay que soslayar, en esta dinámica, el papel nefasto que jugó el proceso de liberalización del suelo a través de la reforma de la legislación estatal del suelo en el año 1998, y la desarticulación de un sistema urbanístico que chocaba frontalmente con el modelo de competencias autonómicas diseñado en la Constitución, lo que produjo una legislación dispar entre las distintas comunidades autónomas. Esta ley fue un nuevo aldabonazo para la promoción inmobiliaria del suelo, y con ella la amplificación de las tensiones especulativas sobre el territorio. Se promulgó además en los preludios de la integración de nuestra economía en un
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sistema monetario único en Europa que serviría de atractor de flujos financieros caóticos.
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Existe además otro elemento que forma parte de este modelo territorial, y que tiene que ver con una estructura del Estado que ha tendido a delegar en las escalas territoriales más pequeñas algunas importantes competencias relacionadas con el gasto social y las infraestructuras. Esto ha supuesto tanto la aparición de importantes aparatos de Estado pero de carácter subestatal que han expandido los nichos de empleo público para las clases medias locales, así como jugosas partidas presupuestarias que han podido captar y controlar, y en su forma más extrema privatizar, las diferentes coaliciones de élites que gobiernan las máquinas de crecimiento locales. Sobre todo en el caso de los ayuntamientos, a los que podemos considerar la parte pobre del Estado, este elemento ha terminado por generar una total dependencia de los niveles de actividad generales que provoca el ciclo inmobiliario. Así se ve, de forma patente, en lo relativo a los impuestos vinculados al valor patrimonial como el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI) u otros vinculados a la producción de nuevo suelo urbano: licencias de obras, licencias de reforma, además de las propias plusvalías obtenidas por la enajenación de suelo municipal. Este elemento, que en la época de crecimiento vinculaba el crecimiento de los precios de la vivienda a una afluencia notable de ingresos a las arcas locales y regionales, una vez metidos de lleno en la crisis, determina su contrario: una radical escasez de recursos y una dependencia casi total de las escalas más altas de gobierno para su normal funcionamiento. Estas condiciones han dotado a las regiones y a las ciudades, o para ser más precisos a sus élites, de un alto grado de flexibilidad y autonomía a la hora de diseñar y promover sus propios mercados inmobiliarios. Y esto es lo que en definitiva constituye la condición de posibilidad de la conformación de las ciudades como máquinas de
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crecimiento. No obstante, es necesario hacer una precisión: si bien el alto nivel de descentralización administrativa en materia de urbanismo y ordenación del territorio es un elemento imprescindible, este no ha sido una condición suficiente. En la generalización del imperativo de crecimiento ha resultado crucial que, además, desde arriba —desde las esferas transnacionales— se apostara por un modelo económico y de regulación de los mercados, tanto financieros como inmobiliarios, fundado en la efectiva mercantilización del suelo y de la vivienda. Y esto sin que ninguna consideración de tipo ecológico o social obstruya la formación de beneficios.
Globalización y competitividad territorial Como se puede adivinar, este modelo se ha visto favorecido por algunos cambios en el papel que juegan las ciudades y los municipios en el marco de la llamada globalización financiera. Tras la crisis del modelo industrial keynesianofordista de los años cincuenta y sesenta, que fundamentalmente se desarrolló en la escala de los Estados-nación, el nuevo modelo territorial a escala mundial ha concedido un papel central a las ciudades y a las regiones. Casos paradigmáticos son, por ejemplo, la City de Londres, casi más importante política y económicamente que el resto de Inglaterra en términos transnacionales o de la gran conurbación high-tech de San Francisco-San José-Palo Alto, más conocida como Silicon Valley, y que durante mucho tiempo ha sido poco menos que un país dentro del país. La transición desde el capitalismo industrial al capitalismo financiero ha terminado por hacer que las ciudades y las regiones —y en la medida en que estas tienen una creciente capacidad de interlocución con los mercados financieros— se conviertan en un «lugar» tan propicio para la toma de decisiones económicas «estratégicas», como el
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tradicional espacio definido por los Estados-nación.51 Así aunque las condiciones del modelo inmobiliario global son todavía competencia de las políticas estatales, así como de su legislación, las decisiones concretas referidas a la puesta en marcha de los desarrollos inmobiliarios se encuentran cada vez más en un nivel subestatal, en nuestro caso autonómico y municipal.
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Como se ha dicho ya, la estructura descentralizada del Estado español ha encajado perfectamente con esta nueva función de las ciudades y las regiones en la escena global. La máxima que ordena el modelo es la «competitividad». En otras palabras, cada territorio tiene que hacerse atractivo al capital financiero dominante para ser capaz de atraer flujos de inversión, de turistas o de información, siempre a costa de otras unidades territoriales. Esta relación directa con las finanzas convierte a las regiones y ciudades en agentes políticos con un grado de autonomía y una capacidad de decisión más alta que en el pasado. Eso sí, esta mayor autonomía relativa está siempre subordinada a un régimen de competencia entre territorios que no se pone en cuestión. En cierto modo, es como si el marco y el contexto del juego fueran decididos a escala global; las reglas concretas y el reparto de fichas a escala estatal; y las estrategias de cada jugador fuesen elaboradas en cada región y ciudad concreta. Los ejemplos de este modelo de gestión al que se denomina «competencia territorial» son innumerables y se prolongan, de forma agónica, durante estos últimos años de crisis. No hay más que pensar en la competencia entre regiones y ciudades para obtener la sede de una multinacional, un gran evento deportivo o los grandes congresos internacionales para darse cuenta de la enorme penetración del modelo. Pero el proceso no sólo se determina en 51
Este proceso territorial, una de las principales características de la globalización, ha inspirado toda una bibliografia crítica, en la que destaca la obra de Saskia Sassen, concretamente, el clásico La ciudad global, Buenos Aires, Eudeba, 1992 y, el más reciente, Territorio, autoridad y derechos, Buenos Aires, Katz, 2010.
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estas «pujas» por obtener los favores del capital financiero transnacional, sino que también orienta a las comunidades autónomas y ayuntamientos hacia el Estado con el fin de pedirle que provea de las condiciones infraestructurales necesarias para poder tener posiciones ventajosas en la batalla competitiva entre territorios. Estas reclamaciones constituyen una segunda línea de competencia territorial, en este caso dentro de los límites del Estado español, en la que se dirime qué región o qué ayuntamiento va a recibir la mayor cantidad de inversión en infraestucturas, de disponibilidad de recursos naturales y de ventajas fiscales. Casos como las «guerras del agua» que enfrentaron a Aragón y Cataluña contra Valencia y Murcia por el caudal del Ebro son paradigmáticos de este nuevo marco de relación entre territorios. De hecho, la mayor parte de los enfrentamientos políticos de la última década, tanto entre comunidades autónomas y/o con el gobierno central, así como entre municipios de una misma comunidad, se puede entender — desde luego bastante mejor que en clave nacionalista o regionalista— según esta nueva gramática de la competencia territorial, que empuja a cada ciudad y a cada región a presionar por la obtención de infraestructuras y/o inversiones públicas con el fin de mejorar sus ventajas competitivas en la captura de los distintos tipos de flujos de capital. El cuadro descrito determina la constitución desarrollista de los gobiernos locales y autonómicos. La aquiescencia de ayuntamientos y comunidades autónomas a su nuevo papel de promotores urbanos explicaría también que las excepciones a lo que llamamos nuestro particular «modelo de desarrollo local» hayan sido raras, cuando no inexistentes.
Políticas desarrollistas y empresarialismo urbano Como se ha explicado, la dependencia de las administraciones locales del ciclo inmobiliario y, por tanto, su tendencia a promover las más descabelladas políticas desarrollistas
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proviene de un abrumador campo de fuerzas económicas y políticas. Junto a las políticas de incremento y regulación de la oferta de suelo y vivienda se ha desarrollado otra línea de intervención política, más sofisticada, que tiende a convertir a los municipios en empresarios de su territorio, en contraste con las funciones gestoras que tenían tradicionalmente. Estas políticas pueden ser comprendidas con el término empresarialismo urbano,52 o con el más anglizante, boosterismo.
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En este sentido, las últimas tres décadas de modelo territorial han servido como campo de pruebas para una nueva modalidad de gobierno. El principal cambio reside en que para los gobiernos locales ya no basta con desarrollar al máximo los ciclos inmobiliarios y la acumulación por medio del territorio. Tienen que ser capaces de atraer los capitales y los flujos de inversión que pongan en marcha esos procesos. Y para ello es necesario que las instituciones dediquen una parte creciente de su actividad y de sus presupuestos a desarrollar una intensa «labor publicitaria» de sus poblaciones como espacio idóneo para la inversión. En un contexto regional y global caracterizado por la alta movilidad y volatilidad de los capitales, conseguir capturar la «atención» sobre un «lugar», convertirlo en un espacio «que cuenta» —una ciudad singular, que merece ser visitada, o en el que las oportunidades de inversión o empleo son «irresistibles»— supone visibilizar todo un conjunto de activos territoriales intangibles. Estos van desde las culturas urbanas hasta el paisaje: elementos que hasta hace bien poco «pasaban desapercibidos» desde un punto de vista monetario. En ocasiones, como por ejemplo ha sido el caso de Barcelona,53 ciudad-marca por excelencia, el proceso se 52
El geográfo crítico David Harvey ha sido uno de los primeros en apuntar esta transformación de las administraciones públicas en un memorable artículo «Del managerialismo al empresarialismo urbano» incluido en Espacios del Capital: hacia una geografia crítica, Akal. Cuestiones de Antagonismo, 2007.
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Tanto Barcelona como Bilbao han generado una buena cantidad de bibliografía crítica en torno a sus modelos urbanos de crecimiento: VVAA,
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pone en marcha mediante una representación publicitaria de los rasgos «caracteriológicos» que definen la ciudad: creatividad, modernidad, cosmopolitismo, etc. En otros lugares, se acometen espectaculares y costosísimas operaciones de «marcaje» (branding) del espacio urbano, mediante alguna construcción que sirve de soporte a toda una operación de reconstrucción de la ciudad según los nuevos parámetros dictados por la competencia territorial. El ejemplo del Bilbao del Guggenheim puede pasar por modélico de este tipo de intervenciones. En todos los casos, ya se trate de espacios públicos, cualidades naturales excepcionales, «calidad de vida», culturas o subculturas específicas o de determinadas «personalidades urbanas», la rentabilidad de estas operaciones siempre proviene de ámbitos exteriores a las cuentas económicas clásicas. De alguna manera, son recursos que «ya estaban ahí». En un proceso casi «mágico», «activos» que se confunden con el medio ambiente (natural o urbano) terminan convertidos en rentas inmobiliarias controladas por las élites locales. Como se puede suponer, hay poca magia en esta operación. Lo que sucede es que la principal característica de estos recursos, a los que por algo se suele denominar «intangibles», es que normalmente son parte de un patrimonio común. Este patrimonio pertenece al ecosistema social y natural de los territorios; su reproducción requiere de un trabajo no reconocido y por el que obviamente nada se paga. En otras palabras, y por ser claros, estas economías dependen del expolio y la privatización de lo que, en rigor, es de todos. De otra parte, el empresarialismo urbano supone la subordinación de una parte creciente de los presupuestos
Barcelona. Marca registrada. Un model per desarmar, Barcelona, Virus, 2004; Manuel Delgado, La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del modelo Barcelona, Madrid, Catarata, 2007; Jordi Borja, Luces y sombras del modelo Barcelona, UOC, 2010. Acerca de Bilbao: Andeka Larrea y Garikoitz Gamarra, Bilbao y su doble. ¿Regeneración urbana o destrucción de la vida pública?, Bilbao, Gatazka, 2007; e Iñaki Esteban, El efecto Guggenheim. Del espacio basura al ornamento, Barcelona, Anagrama, 2008.
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y de las iniciativas públicas a la puesta en marcha de políticas de competencia territorial. Es en este punto en el que las instituciones locales acaban por convertirse en agentes empresariales. Esto implica que los gobiernos locales subordinen su acción a conseguir resultados en un mercado que tiene como únicos clientes a los propietarios de activos financieros. En este proceso dirigido a captar la atención «de los clientes», las instituciones locales emplean todos sus recursos: ya sea asumiendo los costes fijos que se derivan de las costosísimas operaciones de desarrollo de infraestructuras —desde los palacios de congresos a los aeropuertos que requiere el capital financiero para «posarse» sobre una ciudad—; ya sea financiando campañas publicitarias y de imagen con el propósito de crear «rentas de monopolio», de un modo parecido a como hacen las grandes multinacionales cuando tratan de crear «marcas» sobre productos prácticamente iguales.54 Este tipo de lógica empresarial explica —ya para el caso español— algunos fenómenos que no por absurdos desde un punto de vista social dejan de tener explicación. Así, la enfermiza proliferación de aeropuertos en medio de la nada, como los de Castellón o Ciudad Real,55 que nunca podrían ser rentables en términos de número de vuelos y pasajeros. O también que ayuntamientos como los de Barcelona u Oviedo lleguen a financiar con dinero público una película de Woody Allen cuya acción transcurría en ambas ciudades. En cualquier caso, y como sucede con el expolio de los bienes colectivos que están detrás de estas 54
El abanico de estrategias al alcance de las administraciones locales se ha derramado en una multitud de opciones: desde las campañas publicitarias para atraer flujos turísticos, hasta las estrategias más sofisticadas de construcción de una marca urbana distintiva; desde la promoción de grandes eventos deportivos y culturales hasta la labor de lobbying territorial para la construcción de infraestructuras de transporte capaces de otorgar algunas ventajas a una determinada población frente a lo que ahora son sus «competidoras». 55
A este respecto hay que destacar el trabajo colectivo editado por F. Aguilera Klink, Economía, poder y megaproyectos, Lanzarote, Fundación César Manrique, 2008.
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estrategias empresariales o de branding urbano, los costes se descargan sobre todos y cada uno de nosotros, mientras que los beneficios se privatizan y se destinan a unos pocos.
La liquidación de la democracia local: la gobernanza urbana y las coaliciones de poder local El ajuste al modelo empresarial de las administraciones locales ha supuesto también una serie de importantes cambios en los equilibrios entre los sectores público y privado. Esta reorientación podría ser resumida en tres aspectos: la institucionalización de la presencia privada en las administraciones locales, la constitución de nuevos bloques oligárquicos alimentados por las políticas pro growth y la naturalización de la doble identificación entre progreso y crecimiento urbano, y entre beneficio privado y progreso. La progresiva organización de las administraciones municipales según fórmulas y funciones cada vez más empresariales ha venido acompañada de una creciente presencia de los intereses empresariales en las economías públicas. Los años de crecimiento que se mantienen hasta 2008 han estado caracterizados por una feliz confluencia de intereses: municipios preocupados en aumentar la oferta de suelo, propietarios interesados en recalificar (su) suelo, promotoras ávidas de encontrar nuevos sectores para desarrollos residenciales y constructores ocupados en la urbanización y en las obras públicas asociadas a todo crecimiento. Como resultado de esta constitución pro desarrollo se han ido formando nuevos grupos empresariales con un creciente poder público. Propiamente hablando, estos nuevos bloques oligárquicos locales han sido los principales beneficiarios del crecimiento de las economías urbanas: rentas y plusvalías inmobiliarias, construcción y financiación de infraestructuras. Al igual que la inflación de obra pública
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promovida por el Estado, la explosión urbana de las ciudades españolas ha supuesto la formación de conjuntos más o menos coherentes de propietarios, constructoras e inmobiliarias, apoyados siempre en el entramado financiero de las cajas de ahorro. Estos grupos, siempre con fuertes intereses locales, han tenido capacidad suficiente para dirigir las decisiones políticas; algo que va mucho más allá del tradicional lobbying y que se ha ido solapando con las funciones corrientes de las administraciones públicas. <94>
En prácticamente todos los niveles de la jerarquía urbana, se han constituido así lo que en la literatura especializada se llaman alianzas y coaliciones pro growth. Se trata de coaliciones que muestran en primer plano el maridaje de la clase política local y de los agentes empresariales —propietarios, inmobiliarias, constructoras, banqueros— implicados en la obtención de las plusvalías inmobiliarias. Normalmente estas coaliciones han contado además con el apoyo y el control de los medios de comunicación locales. El fuerte acento de clase de estos nuevos grupos dirigentes ha venido señalado por una identificación cada vez más estrecha entre la clase política y la clase empresarial, remachada además por la articulación de un fluido sistema de intercambios y equivalencias entre carreras profesionales y carreras políticas. De otra parte, la propia gestión de los mercados de suelo en el contexto de las máquinas de crecimiento requiere, para ser todo lo rápida que exige el crecimiento urbano, de una tupida y opaca red de relaciones cara a cara en la que se dirime el reparto de las plusvalías inmobiliarias. Aquí es donde está la «estructura de oportunidad» de los casos de corrupción que han salpicado la vida pública en los últimos tiempos. Lo que durante los años de bonanza inmobiliaria fue una red engrasada de intereses en el reparto de unos gigantescos flujos de beneficio inmobiliario y financiero se ha convertido, al cambiar la coyuntura y abrirse un periodo de escasez, en una guerra
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entre élites, en la que aquellos que quedan fuera del reparto amenazan a los que quedan dentro con el acusativo «tirar de la manta». Se trata de una evolución típica de los procesos de descomposición de las redes clientelares, aunque también en los periodos de su máximo apogeo se generaron este tipo de «disfunciones» simplemente por copar en exclusiva ciertos circuitos de la red. Sin que haya sorpresa, en pocos o en ningún caso, las plusvalías generadas por los enormes crecimientos urbanos han sido dirigidas o gestionadas con un propósito de redistribución social. Growth & business, crecimiento y beneficio privado han sido términos intercambiables. El principal propósito de estas alianzas inter-élites consistía en la eliminación de cualquier visión alternativa al consenso pro desarrollo con independencia de los costes sociales o ambientales que este pudiera entrañar. Durante la fase alcista del ciclo, el éxito de esta estrategia se ha medido por la capacidad de las élites locales para imponer el valor indiscutible de un desarrollo desembridado de cualquier bloqueo institucional. Se trata de argumentos y clichés repetidos hasta la saciedad en medios de comunicación, incluso frente a las iniciativas más aberrantes: «Este proyecto es una iniciativa de desarrollo irrenunciable para esta región»; «oponerse a la autovía es oponerse al futuro de la comarca»; «las obras asegurarán riqueza y empleo»; etc. Riqueza, futuro, modernidad, desarrollo y especialmente empleo han sido los instrumentos permanentes del chantaje pro desarrollo, esgrimidos como razones suficientes para legitimar grandes transformaciones del medio físico urbano, aun cuando supusieran una radical transformación, no sólo del paisaje, sino de las condiciones de vida de la mayoría de la población. Durante la larga década de crecimiento, en la que se consolidaron estas nuevas formas de gobernanza neoliberal y de
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hibridación público-privada, las cuentas resultaron óptimas: el crecimiento urbano proporcionó una base fiscal suficiente para que los municipios, y también las comunidades autónomas, pudieran hacer frente a unas competencias crecientes, al tiempo que la colaboración público-privada parecía repartir generosamente amplias oportunidades de negocio. En este tiempo, los rendimientos del capital financiero e inmobiliario y el superávit de las administraciones locales crecieron a la par. El problema es que la crisis ha destruido los mecanismos internos de este circuito de retroalimentación. Al detenerse el crecimiento urbano, pero no los gastos, las administraciones locales han tenido que hacer frente a un endeudamiento creciente cuando no declararse en banca rota y pedir la intervención desde la esfera estatal. Por otra parte, la capilaridad de los partenariados público-privados ha generado una suerte de relación de interdependencia entre las economías públicas y las carteras de negocios de los bloques empresariales más directamente implicados en las economías urbanas. Al contrario de lo que predica la propaganda neoliberal, el régimen pro growth se ha mostrado muy exigente en relación con los recursos públicos. Además del constante drenaje de inversión pública en operaciones urbanas de dudosa utilidad social, el resultado de varias décadas de colaboración ha contribuido a la constitución de una relación de fuerte dependencia de las economías públicas respecto de las empresas integradas en las coaliciones pro growth, especialmente de las constructoras que gestionan buena parte de los servicios urbanos. La debilidad financiera de los municipios y su dependencia de la evolución de los mercados inmobiliarios ha tendido a subordinar su autonomía a la de los agentes privados, al tiempo que la mayor parte del beneficio de estos ha gravitado cada vez más sobre las decisiones de los gobiernos locales y sobre las rentas obtenidas a partir de esas mismas decisiones.
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Para entender de forma precisa estos cambios se debería reconocer que hemos asistido a una efectiva «privatización de los gobiernos locales». Esto implica no sólo una pérdida de calidad de la democracia local, sino también que el sector público se convierta cada vez más en un nicho de acumulación propiamente dicho. De este modo y a caballo del último ciclo inmobiliario-financiero se ha producido una nueva ronda de «acumulación por desposesión», que ha permitido aumentar la rentabilidad de los agentes corporativos sobre la base del deterioro y la privatización de algunos servicios públicos antes gestionados por las administraciones locales y autonómicas. En este sentido, la empresarialización de las administraciones locales dista mucho de ser una respuesta eficiente a las necesidades de adaptación de las economías públicas a la lógica de mercado. Antes al contrario, la crisis ha puesto en evidencia que estas transformaciones pueden acabar ahogando a los gobiernos locales atrapados en una espiral de endeudamiento creciente y nuevas privatizaciones. Precisamente esta oleada de privatizaciones y de recortes está en la base del fuerte e inequívoco rechazo del régimen de gobierno que ha recibido el nombre de 15M. Este fenómeno nos lleva inevitablemente a plantear el papel que deben y pueden jugar las entidades locales y regionales en cualquier modelo de radicalización democrática que podamos plantear. También nos invitan a reconocer las posibilidades materiales que ofrecen unas instancias de gobierno que controlan un gran número de recursos. Una vez rota la máquina de crecimiento, desactivado el empresarialismo urbano y doblegadas democráticamente las élites que han secuestrado los gobiernos locales, se puede llegar a plantear una discusión acerca de un modelo de democracia local capaz de resonar y alterar las relaciones de fuerza en las escalas nacionales y más allá.
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La reforma del régimen local, un cambio del modelo de Estado
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La crisis ha dejado al descubierto los desmanes de las políticas pro growth aplicadas en los años del último boom inmobiliario. Estas fueron inoculadas en unos municipios dotados de autonomía institucional, pero carentes de la suficiencia financiera y de la estructura cualificada capaz de sostener ordenadamente la presión desarrollista. De otra parte, en la mayoría de los casos, los gobiernos autonómicos no sólo han hecho dejación de sus competencias de ordenación territorial, sino que han colaborado activamente en su fomento e implantación. En el marco de la especialización de la economía española, el contexto institucional no ha permitido que la democracia local sirviera de contrapeso a la incorporación en el mercado de ingentes cantidades de suelo urbanizable, especialmente auspiciada por el marco normativo emanado desde la administración del Estado y la descentralización de la ordenación urbanística.56 Como se ha visto, esto sirvió de alimento a la burbuja inmobiliaria, a la vez que promovió una creciente dependencia de las administraciones locales respecto de las rentas asociadas al ciclo inmobiliario. Así al estallar la burbuja inmobiliaria, también estalló el modelo de crecimiento, desarrollo y financiación de los municipios. Una sola cifra basta para reconocer el colapso: entre 2007 y 2011 los ingresos municipales asociados a la actividad urbanística, y que suponían más de la mitad de sus ingresos propios, disminuyeron en un 70 %.57
56
La ruptura con el modelo centralista del sistema urbanístico fue auspiciada por el Tribunal Constitucional (STC de 20 de marzo de 1997). Un año después el Partido Popular aprobó la Ley 6/1998, de 13 de abril, sobre Régimen de Suelo y Valoraciones, que establece el carácter de urbanizable de todo el suelo, a excepción de aquel que fuera expresamente protegido.
57
Véanse los informes del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas, Haciendas Locales en Cifras del año 2007 y 2011. Disponible en: http:// www.minhap.gob.es/es-ES/Areas%20Tematicas/Administracion%20Electronica/OVEELL/Paginas/HaciendasLocalesencifras.aspx
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El colapso de las haciendas locales y autonómicas, unido a la interminable serie de escándalos de corrupción en estas escalas, sirve ahora, paradójicamente, de argumento al gobierno central para promover la reforma de las administraciones locales. Lejos sin embargo de que ésta pase por una democratización de los ayuntamientos, la autonomía local y la flexibilidad legislativa han terminado por servir como chivos expiatorios del desastre financiero, convirtiéndose en pretexto para proponer un severo recorte de las mismas. En realidad lo que se está instaurando es un nuevo modelo de Estado, sometido al paradigma del control del déficit público y la estabilidad presupuestaria. La reforma propugna un cambio radical en la estructura del sector público local. Se diseñan mecanismos de fiscalización que en la práctica se traducen en el traspaso de competencias municipales a las diputaciones provinciales y a las comunidades autónomas. Se trata así de «atar corto» a los municipios como entidades soberanas en la toma de decisiones. Para ello, la Ley de «racionalización» reedita viejas fórmulas de control58 e impone nuevas formas de tutelaje sobre las administraciones locales. Se trata, en otras palabras, de desactivar el poder local del municipio, obligándole a cumplir funciones limitadas a la gestión administrativa. Todo ello sin promover un cambio en las funciones económicas del municipio y por lo tanto sin abordar los problemas que han llevado a esta situación. La efectista denominación de la reforma legislativa distrae de sus verdaderos objetivos e intenciones: Ley de racionalización y sostenibilidad de la Administración Local (LRSAL). Se trata de una práctica a la que ya nos tiene acostumbrado nuestro esclerótico parlamento que simplemente valida los inconfesables horizontes del ejecutivo, 58
La reforma introduce el artículo 92 bis que reconfigura el papel de los funcionarios de administración local con habilitación de carácter «nacional», asemejándolos a los antiguos cuerpos de Inspección y Asesoramiento creado por el artículo 354 del Decreto 24 de junio de 1955, y que fue declarado inconstitucional por la STC 4/1981.
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perdiendo toda vez la capacidad de transmitir las señales inequívocas de la ciudadanía. El principio rector de la reforma es la estabilidad presupuestaria, introducida en septiembre de 2011 en el artículo 135 de la Constitución y desarrollada en la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera. Esta ley establece «la prioridad absoluta de pago de los intereses y el capital de la deuda pública frente a cualquier otro tipo de gasto, tal y como establece la Constitución [reforma de septiembre de 2011 del artículo 135 de la Constitución Española], lo que constituye una garantía rotunda ante los inversores». En sus propios términos, la reforma de la Ley de Bases de Régimen Local viene determinada por «una preocupación por la gestión eficiente de los recursos financieros, la sostenibilidad económica así como por la racionalización y contención del gasto de las administraciones locales». Tres principios que a pesar de sus aparentes intenciones se podrían expresar de otra manera: racionalización del expolio de las haciendas municipales, mayor adecuación a las nuevas condiciones de mercado, sometimiento a los principios de austeridad y pago de la deuda. Así la estabilidad presupuestaria justifica un mayor tutelaje e intervención financiera y económica de las cuentas de los consistorios por parte del gobierno central. De igual modo, la preocupación por la sostenibilidad económica acaba subordinando la prestación de los servicios al cobro de los mismos. De hecho, la propia ley establece que el sometimiento a evaluación de los servicios prestados por los municipios puede suponer la inhabilitación, intervención o disolución de las entidades municipales si se incumplen los criterios de sostenibilidad. Según la literalidad de la norma, los objetivos son cuatro: 1) clarificar las competencias municipales para evitar duplicidades; 2) racionalizar la estructura organizativa conforme a los mencionados principios de eficiencia, estabilidad y sostenibilidad financiera; 3) garantizar el control
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financiero y presupuestario (por parte del Estado); y 4) favorecer la iniciativa privada evitando intervenciones administrativas desproporcionadas. El modo en el que el cuerpo normativo de la ley trata de hacer efectivo estos principios choca frontalmente con la premisa de la ley de 1985 por la cual las administraciones locales «tienen derecho a intervenir en cuantos asuntos afecten directamente a su círculo de intereses en consonancia con los principios de descentralización y máxima proximidad de la gestión administrativa de los ciudadanos», así como con la idea de una democracia local en la que las instituciones de gobierno deben organizarse de acuerdo con los principios de proximidad y tamaño asumible.59 Para que no quede ninguna duda, a las viejas bases de la administración municipal —la autonomía local, la interdependencia de las administraciones, la descentralización y la máxima proximidad de la gestión prescritas por la ley de 1985— la reforma añade los criterios de eficacia, eficiencia y la estricta sujeción a la normativa de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera demandadas por la troika. Al mismo tiempo, se pretende cercenar la autonomía de las entidades locales —las más cercanas a la población—, se compartimentan y separan totalmente las funciones de las distintas administraciones, se centraliza la fiscalización de la gestión local y, en la mayoría del territorio español, se aleja la gestión de los servicios locales desplazándolos a la escala provincial —en el caso de los municipios de menos de 20.000 habitantes— o de la comunidad autónoma —en lo que se refiere a educación, salud y servicios sociales. La Ley 27/2013 (LRSAL) invierte radicalmente el papel del Estado central, que deja de ser el garante de la autonomía de municipios y provincias fijando su dimensión básica 59
Este hecho ha motivado que se formule un conflicto en defensa de la autonomía local en virtud de lo dispuesto en el artículo 75 tercero de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.
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y mínima que habían de respetar las comunidades autónomas, para pasar a ser la instancia que impide o dificulta la mejora y ampliación de la autonomía local por parte de la legislación autonómica. Sin embargo, a la restricción que supone tasar las competencias municipales se contrapone la capacidad para ampliar, en todo lo que considere el gobierno regional, las competencias de las diputaciones provinciales. Como se ha visto ya, esta institución carece de los presupuestos de legitimidad democrática directa; y curiosamente no se somete a los mismos rígidos controles financiero y presupuestario que ahora se imponen a las corporaciones locales. La participación de la iniciativa privada viene facilitada por diversas vías. Se limita el uso de autorizaciones administrativas para el inicio de actividades económicas. Asimismo se eliminan los monopolios municipales tradicionales para que «recaigan sobre sectores económicos pujantes». Esto último es un claro guiño a la colaboración público-privada en un contexto en el que las políticas neoliberales de gobernanza urbana son presentadas como solución a la crisis económica. Se trata de un nuevo giro de tuerca hacia la empresarialización de los gobiernos locales que a la postre refuerza el papel de las alianzas pro growth y de las oligarquías locales. Al mismo tiempo, se congela la creación de organismos, entidades, sociedades, consorcios, fundaciones, unidades y demás entes dependientes de Entidades Locales. Respecto a los existentes, estos se someten a un estricto control económico y financiero, pudiendo ser disueltos si no cumplen con el equilibrio presupuestario. La racionalización del gasto en los ayuntamientos, requerida por las lamentables noticias de corruptelas y despilfarros en muchas corporaciones, se traduce en la reforma legislativa en una mayor regulación y limitación tanto de las retribuciones de los miembros de las corporaciones locales, como de los cargos electos con dedicación exclusiva en función del rango de población del municipio. No
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escapan a la norma los contratos mercantiles o de alta dirección que también son sometidos a límites máximos de retribución o la atribución de puestos de libre designación. Estas medidas seguramente positivas, se acompañan de otras que pretenden pasar por formas de «garantizar la transparencia», como la obligación de determinar el coste efectivo de los servicios —coste que se establecerá por el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas mediante Decreto Real— y la obligación de los municipios de calcular e informar al Ministerio de dicho coste efectivo — directo e indirecto— de los servicios que prestan. En realidad se instaura así un nuevo sistema de ejercicio de competencias propias municipales que entra en conflicto con la dimensión financiera de la autonomía local, ya que la actividad financiera más directa y estrechamente conectada con el principio de autonomía local es la relativa al «gasto», hasta tal punto que el Tribunal Constitucional la ha definido como un elemento imprescindible de la misma. Simplemente es consustancial a la noción constitucional de autonomía priorizar entre los diversos servicios públicos y, por tanto, optar por incrementar el nivel de prestación de aquellos que el ente autónomo considere pertinente, en función de las concretas condiciones socioeconómicas del municipio o de las propias demandas de los vecinos. A esto hay que añadir que serán las diputaciones provinciales las competentes en hacer «el seguimiento de los costes efectivos de los servicios prestados por los municipios de su provincia».60 Del mismo modo, se pretende fortalecer el papel de la Intervención General de la Administración del Estado y el control del gobierno. De acuerdo con la ley, este último «fijará las normas sobre los procedimientos de control [...] derechos y deberes en el desarrollo de las funciones públicas necesarias en todas las corporaciones locales». Los funcionarios que intervengan en tareas de secretaría, 60
Nuevo artículo 36.1 h) LBRL.
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asesoramiento legal, control y fiscalización interna, gestión tributaria, contabilidad, tesorería y recaudación serán «independientes de las entidades locales», formados y seleccionados por el Estado [central] con habilitación de carácter «nacional». Se trata de medidas que supuestamente responden a la necesidad de «disciplinar la actividad de las administraciones públicas». Así considera el legislador que la forma de lograr mayor control y reforzar la función interventora es la recentralización de la competencia sobre estos funcionarios, y lo hace por la vía de hecho, pues esta competencia fue atribuida con el Estatuto Básico del Empleado Público a las comunidades autónomas. Lo verdaderamente importante de esta nueva regulación del papel de los funcionarios de carácter «nacional» es que transforma a los ayuntamientos en simples sucursales administrativas de las instancias territoriales superiores, controlando la acción política de los municipios.61 Bajo la denominación formal de control «interno», la nueva regulación desarrolla un sistema de control «externo», sometiendo a los empleados públicos remunerados por los municipios a las instrucciones y directrices de otra administración. Se establece así, por medio de la subordinación de los funcionarios de la administración local a la administración general del Estado —que le fija «criterios de actuación» y es la destinataria de los informes de control—, una dependencia cuasi jerárquica que entra en claro conflicto con la potestad de autoorganización y el ejercicio de competencias propias que asegura la garantía constitucional de la autonomía local. Pero lo que es aún más grave, la actuación de la intervención de las entidades locales puede incluso realizarse al margen de los órganos de representación y administración del municipio, sin necesidad siquiera de que haya un conocimiento del pleno del ayuntamiento; 61
Recuerda esta regulación al Estatuto municipal de Calvo Sotelo durante la Dictadura de Primo de Rivera.
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y por otro lado, se coloca a la intervención municipal en un plano jerárquicamente superior a la alcaldía.62 Bajo el lema «Una administración, una competencia», la nueva Ley limita las competencias de los municipios y reduce los servicios sociales a la mera evaluación e información de situaciones de necesidad —sin posibilidad de intervención— y a la atención inmediata a personas en situación o riesgo de exclusión social. La intervención en el ámbito deportivo y cultural se reduce a «la promoción». Sin embargo, destaca y asigna un punto propio al turismo en línea también con las funciones de autopromoción económica que ahora realizan los gobiernos locales. Como modificación más relevante, se excluye de esta lista los puntos referidos a educación, salud y servicios sociales que pasan a ser competencia de las comunidades autónomas. Además los municipios pierden la capacidad de realizar actividades complementarias tales como las relacionadas con la cultura, la promoción de la mujer, la vivienda y la protección del medioambiente. Por su parte, las diputaciones provinciales o los entes equivalentes coordinarán la prestación de los servicios de los municipios menores de 20.000 habitantes relativos a la recogida y tratamiento de residuos, abastecimiento de agua potable a domicilio, evacuación y tratamiento de aguas residuales, limpieza viaria, acceso a núcleos de población, pavimentación de vías urbanas y alumbrado.63 El papel de la administración municipal, titular de la competencia, se 62
Los artículos 213 y 218 de la Ley reguladora de las Haciendas Locales son modificados con la reforma, estableciendo los mecanismos de control «interno» y de «resolución de discrepancias». 63
Esta selección de las competencias propias municipales sometidas a la coordinación de las diputaciones provinciales es fruto de un cálculo operativo para tratar de ajustar el texto normativo a las objeciones que el Consejo de Estado realizó durante su tramitación (Dictamen de 26 de junio de 2013), que a la postre ha resultado fallido pues se sigue desapoderando a los ayuntamientos de la prestación de unos servicios que son de su competencia. Al mismo tiempo se impone un control de oportunidad en el que participan la administración general del Estado, que decide, y la diputación provincial, que propone la forma de prestación de estos servicios.
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reduce así a prestar su conformidad a la propuesta que realice la diputación provincial sobre la forma de prestación de estos servicios, que tendrán como dato determinante el «coste efectivo» de los servicios mínimos obligatorios municipales, calculado conforme a los criterios que establezca la administración central. Si el municipio quiere seguir prestando el servicio tendrá que justificar que dicho coste es menor al que suponga la propuesta provincial, y también que «la diputación lo considere acreditado». <106>
En definitiva, no se puede afirmar, siguiendo la doctrina constitucional y la Carta Europea de Autonomía Local, que estas competencias sigan siendo propias de los municipios. Si su ejercicio se puede imponer a su titular con una determinada forma de gestión, y el municipio además no puede desempeñarla sin la aceptación previa de otra administración, hay que convenir que tales competencias ya no le son propias. De este modo, se abre también otro importante campo para la externalización de servicios y la ampliación de los partenariados público-privados, de la mano de unas instituciones poco sujetas a control como son las diputaciones. En definitiva, la pérdida de competencias, por parte de los municipios, supone el vaciamiento institucional de los ayuntamientos y una merma del poder local, principalmente de los que tienen una población inferior a los 20.000 habitantes. Valga decir que uno de los ámbitos de poder político más próximo al ciudadano ve reducida su esfera de influencia y de toma de decisiones sobre asuntos que le afectan en su escala más próxima. No se puede olvidar que los ayuntamientos son las instituciones más cercanas y también las más sensibles a la interlocución de las demandas ciudadanas. Aunque la reducción de las atribuciones de las administraciones locales se justifica, por un lado, por la necesidad de eliminar duplicidades en las competencias entre administraciones y, por otro, por el elevado coste que supone la gestión de estos servicios para los
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municipios, las actuaciones de las diversas administraciones puede considerarse antes complementarias que fuente de «duplicidades», al menos en lo se refiere a la prestación de estos servicios. De otra parte, la reforma legislativa parte de una hipótesis errónea e interesada fundada en la idea de que las administraciones locales de menor tamaño son las más endeudadas, y por tanto, las que peor gestionan sus recursos. Basta con echar un vistazo a las cifras de deuda de 2012 para deducir justo lo contrario.64 Los municipios de 20.000 habitantes o menos suponía sólo el 18 % del total de la deuda mientras que los 6 municipios con población mayor a 500.000 habitantes (Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Zaragoza y Málaga) agrupaban el 36 % de la misma. Al mismo tiempo, las entidades de menos de 20.000 habitantes son las que realizan un menor gasto por habitante / servicio y, lo que es más interesante, las que tienen una deuda per cápita más baja: inferior a la mitad de la deuda de las grandes ciudades.65 Con este falso presupuesto, sin embargo, el proyecto ataca a las Entidades Locales Menores, aquellas gestionadas directamente por los ciudadanos y que tenían un merecido reconocimiento en la Ley de bases de 1985. En los borradores de la nueva ley se ha pretendido promover la desaparición indirecta de las mismas, congelando su creación y sometiéndolas a control económico financiero. Su hipotética desaparición puede suponer además la enajenación de los bienes comunales dependientes de las mismas y que todavía son gestionados directamente por los vecinos: otra puerta abierta a su expolio por intereses privados ajenos al territorio. 64
Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas, Deuda Viva de las Entidades Locales, 2012. Disponible en: http://www.minhap.gob.es/es-ES/ Areas%20Tematicas/Administracion%20Electronica/OVEELL/Paginas/DeudaViva.aspx 65
Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas, Haciendas Locales en Cifras. Año 2011.
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De hecho, se habla ya de una «nueva desamortización»66 de los bienes comunes, que en algunas provincias como León suponen todavía más de la mitad del territorio. Conviene recordar que el 8 % del territorio nacional es todavía de propiedad común, unos cuatro millones y medio de hectáreas. Con la versión más estricta de la reforma, estos bienes pasarán a depender directamente de municipios y/o diputaciones. De acuerdo con la ley, las administraciones tendrán que gestionar estos bienes con «criterios de eficiencia y racionalidad económica» lo que supondrá de facto su puesta en el mercado, proporcionando el acceso de las empresas a recursos hidráulicos, mineros, forestales, etc., por encima de los concejos y juntas vecinales que hasta ahora se han encargado de su gestión. Al tiempo que se favorece la desaparición de estas entidades, se fomenta la fusión de municipios con independencia de su tamaño, por medio de toda clase de facilidades para el acceso a subvenciones, convenios o planes de cooperación local. Como se ha visto, entre las medidas obligatorias por «incumplimiento del objetivo de estabilidad presupuestaria, del objetivo de deuda pública o de la regla de gasto» se contempla la fusión con municipios colindantes de la misma provincia, así como la supresión automática de todas las entidades de ámbito territorial inferior al municipio. En definitiva, la nueva propuesta de reforma de ley promueve una suerte de adaptación a las «circunstancias» por la vía de la racionalización, la austeridad y el sometimiento a las «condiciones de mercado». Sin resolver ninguno de los elementos que han llevado a la crisis municipal, como la debilidad financiera, el secuestro de la democracia local por intereses privados y la subordinación a la lógica del crecimiento, la reforma apuesta por la recentralización de 66
Para más información sobre esta «tercera desamortizacion», véase la documentación de las jornadas organizadas por Ecologistas en Acción: Informe por la autonomía y la vida en nuestros pueblos. Contra el expolio del mundo rural, Plataforma Rural / Ecologistas en acción, 2013.
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competencias, a la vez que propugna una enorme pérdida de autonomía municipal en la gestión presupuestaria y en la prestación de servicios. Sin duda, la obsesión por la sostenibilidad económica y la eficiencia que vertebra la reforma de la ley no logra esconder los importantes recortes en las partidas sociales que se han producido y se van a seguir produciendo, tanto en aquellos capítulos que vienen determinados por la propia reforma de ley, como en los que los municipios se verán obligados a disminuir ante la imposibilidad de acceder al crédito. Se deduce así también que la reentrada de los intereses privados en la gestión de diversos servicios externalizados o privatizados sea considerada como otra posible solución para conseguir liquidez. Por último, la pérdida de competencias, justificada por la duplicidad de servicios, supondrá una merma tanto en la calidad como en la cantidad de los servicios prestados, básicos muchos de ellos para el sostenimiento del cuerpo social, como la sanidad, la educación o los servicios sociales. El desplazamiento de la gestión y de la toma de decisiones que afectan directamente a los ciudadanos a las administraciones territoriales de rango superior no deja de ser un síntoma claro del alejamiento de las instituciones del cuerpo social. La ley ajusta, al mismo tiempo, nuevas bridas para la adecuación funcional de los municipios a los futuros ciclos inmobiliarios, y asimismo permite utilizar los patrimonios públicos del suelo para reducir la deuda comercial y financiera de los ayuntamientos. Sencillamente, la reforma es más de lo mismo.
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4. Auge y crisis del modelo Madrid Desde el 15 de mayo de 2011, la posibilidad de articular candidaturas municipales de base viene rondando la imaginación y la inteligencia de multitud de personas, colectivos y asambleas. La ausencia de otra opción electoral que no sea la limitada a los dos grandes partidos (PP y PSOE) y a un bipartidismo de reemplazo apenas creíble (IU y UPyD) ha tendido a reducir el campo político a apenas dos opciones: o la aceptación de la mezquindad de la partidocracia o la política extraparlamentaria de la mano principalmente de los movimientos sociales y el sindicalismo alternativo. Este apartado se dedica a analizar brevemente uno de los «terrenos» en los que tendrá que construirse la opción municipalista democrática: la región urbana de Madrid. Para ello se recorre rápidamente la flecha histórica que lleva de la inmediata postguerra a la crisis de los años setenta y el ensayo del movimiento vecinal. Posteriormente se estudia el actual «modelo» de ciudad y región, determinado por la especialización «global» de Madrid y las políticas neoliberales.
La formación de la metrópolis madrileña Madrid salió muy maltrecha de la Guerra Civil. Los bombardeos destruyeron grandes zonas de la ciudad, algunos barrios fueron arrasados hasta los cimientos, especialmente <111>
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en el noroeste y en el suroeste donde se concentraron los combates. A finales de marzo de 1939, las tropas franquistas entraron en una ciudad hambrienta, deshecha y en ruinas. Pero el final de la guerra no mejoró la situación. Antes al contrario, la penuria y la miseria fueron la «norma» durante toda la década siguiente. La represión se encargó de destruir casi toda resistencia, las organizaciones obreras fueron proscritas y el número de muertos, torturados y encarcelados se volvió incontable. La guerra y los años posteriores fueron, por tanto, la bisagra de la historia moderna de la ciudad. El proyecto de ciudad de los vencedores fue trazado a imagen y semejanza de la ideología oficial. El nacionalcatolicismo se impuso como patrón de conducta pública al mismo tiempo que la planificación tomaba el molde de una suerte de neorruralismo de inspiración fascista e historicista. De esta época son los muchos edificios de estilo «herreriano» y «escurialense» que salpican el Ensanche, además de los monumentos de la victoria, de los que todavía queda alguno. El urbanismo de la época, concentrado en las labores de reconstrucción, produjo el primer plan general de la ciudad. El Plan tomó el nombre del arquitecto jefe, Pedro Bigador, y fue la mejor expresión del modelo de capital que pretendía la dictadura, y que en parte llegó a realizar.67 El documento utilizaba una herramienta de planeamiento, la «zonificación». Esta propugnaba una fuerte segregación social y espacial de la población. Así la zona oeste de Madrid, al igual que las principales entradas a la ciudad, fueron diseñadas como gigantescos espacios representativos de la capitalidad. A las clases medias y funcionariales se les reservaban los mejores terrenos, los más céntricos, así como el Ensanche del siglo XIX (Salamanca y Argüelles) y la nueva expansión en torno a la Castellana. 67
Sobre la historia de Madrid se puede leer Antonio Fernández García (dir.), Historia de Madrid, Madrid, Editorial Complutense, 1994 y sobre todo Carlos Sambricio, Madrid, vivienda y urbanismo 1900-1960, Madrid, Akal, 2004.
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Alrededor de este núcleo central se preveía la construcción de un gran anillo verde, un parque circular, para el que también se habían previsto «sanear» los viejos suburbios obreros de Vallecas y el Manzanares. Más allá se preveía la construcción de los núcleos satélites destinados a las clases trabajadoras. Respondía a un modelo ideal, elaborado según criterios morales e higienistas, descarada y declaradamente clasistas. Entre tanto, la necesidad de huir de la miseria rural y de la represión —siempre más fácil en las zonas pequeñas— llevó a muchos a instalarse en Madrid. Tan pronto como en los años cincuenta, la falta de viviendas no dejó a estos inmigrantes más alternativa que construir un pequeño chamizo en las afueras. El fenómeno del chabolismo, que ya era conocido, se convirtió pronto en una realidad de masas. En 1961, un informe del Banco Mundial contaba 50.000 infraviviendas de autoconstrucción, quizás algo más del 15 % de la población vivía en ese tipo de alojamientos. La carestía de viviendas y la «inmigración ilegal» — pues se requería de pases y permisos para instalarse en la ciudad— se habían convertido en el principal problema urbano. La dictadura respondió con la represión, echando abajo las viviendas precarias, promoviendo desplazamientos forzosos, pero también llevando a cabo programas de construcción de urgencia. Se construyeron así nuevas barriadas y poblados, casi improvisados, de vivienda pública destinados básicamente al realojo de chabolistas. Se trata de barrios cuyo nombre venía precedido con nombres técnicos que denunciaban su origen: «poblados dirigidos», «poblados mínimos», «de absorción», «unidades de absorción vecinal» (UVAs).68 De todos modos, el movimiento migratorio era tan fuerte que los programas de vivienda nunca consiguieron 68
Véase, por ejemplo, Luis Fernández Galiana, La quimera moderna. Los poblados dirgidos en la arquitectura de los 50, Madrid, 1989.
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«absorber» el continuo movimiento de construcción de chabolas. La instalación de las nuevas industrias, especialmente en el sur de la ciudad, atraía cada año a decenas de miles de fugados de la miseria rural. La dictadura decidió resolver el problema subvencionando a los constructores para que construyeran viviendas baratas y asequibles para la nueva clase trabajadora. Desde finales de los años cincuenta hasta mediados de los setenta, se construyeron así docenas de barrios apretujados, normalmente de ladrillo visto, malas calidades y prácticamente sin servicios. Casi toda la periferia de la ciudad tiene aquí su origen. De esa época son San Blas, el Barrio del Pilar, el primer Moratalaz, Usera, la Concepción... La expansión de la ciudad fue, por otra parte, tan rápida que empezó a desbordar los límites municipales. En previsión de este crecimiento, entre 1948 y 1954 Madrid anexionó hasta trece municipios limítrofes, convertidos luego en distritos, multiplicando por 10 la extensión de la ciudad. Barajas, los Carabancheles, Fuencarral, Vicálvaro, la Villa de Vallecas, etc., fueron absorbidos, disueltas sus corporaciones y sometidos a la administración municipal madrileña. Si el objetivo era someter «el gran Madrid» a una única administración centralizada la anexión de los municipios limítrofes no fue suficiente. Hacia la década de 1960, el crecimiento urbano había desbordado el perímetro ampliado del municipio. En esos años se forma el esqueleto del área metropolitana madrileña. El crecimiento de la ciudad se da a saltos, de la mano también de la instalación de nuevas industrias en el arco sur y este de la emergente metrópolis. En sólo dos décadas, lo que hasta entonces eran modestos pueblos como Getafe, Leganes, Móstoles, Fuenlabrada o Alcorcón se convirtieron en lo que en la época se llamó «ciudades dormitorio». Eran llamadas así por su función auxiliar al desarrollo económico de la región y la radical ausencia de servicios: la población sencillamente pasaba
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la noche allí para ir al día siguiente al trabajo. Basten dos ejemplos: Alcorcón y Móstoles pasaron de ser pueblos de dos o tres mil habitantes en 1960 a ciudades de 150.000 en 1980. Al igual que en el municipio de Madrid, el crecimiento se produjo sobre la base de la construcción de gigantescas barriadas, bloques enormes varados en medio de lo que muchas veces no dejaba de ser campo. La dictadura promovió este tipo de crecimiento; la laxitud urbanística facilitaba los negocios de los constructores. También hizo carreteras y luego autovías, destinadas al creciente uso del automóvil. Desde finales de la década de 1960 y principios de la de 1970 se empiezan a construir las autovías metropolitanas. Se duplicó la calzada de los primeros kilómetros de las radiales y se construyó la llamada Avenida de la Paz, luego M-30, primer cinturón de la ciudad.
El movimiento vecinal: un precedente En apenas tres décadas (1950-1980), Madrid había pasado de ser la capital de un país pobre a una aglomeración industrial de cierta entidad que desbordaba ampliamente el municipio central. La mayor parte de su población era de origen migrante, normalmente del interior y el sur del país. En términos absolutos, el municipio había pasado de poco más de un millón y medio de habitantes a más de tres, la provincia de no alcanzar los dos millones a rozar los cinco. Los nuevos madrileños vivían en una ciudad joven, de construcción reciente y apresurada que había convertido la necesidad de alojamiento en un provechoso negocio para los empresarios de la construcción. Por su parte, el Estado al igual que los ayuntamientos no proporcionaron siquiera los equipamientos más elementales. Más allá del centro de la ciudad, especialmente en dirección sur y este, se extendía un territorio desconocido
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para las clases pudientes que residían en el centro y en el norte de la ciudad. El modelo clasista de ciudad previsto por el Plan Bigador se había visto superado en la práctica por un patrón socio-espacial nítidamente escindido en dos. Muchos barrios, sobre todo los de autoconstrucción, carecían de ambulatorios, colegios, tiendas e incluso de alumbrado y asfaltado. La ausencia de transporte público convertía el acceso al centro en una larga travesía que el lenguaje denunciaba con expresiones como la de «bajar o subir a Madrid», aun cuando en términos administrativos esto era un absurdo y a veces incluso la distancia física era mínima. En esa ciudad fuertemente segregada y de crecimiento rápido, la «crisis urbana» acabó por estallar cuando los vecinos de muchas de estas «periferias» empezaron a organizarse. Los motivos eran distintos en cada caso: en algunos barrios se trataba de que se construyera un colegio; en otros que se acabaran los trabajos de la urbanización del barrio; en otros, los de autoconstrucción (quizás los más importantes), de que los nuevos planes urbanísticos no les desplazaran destruyendo sus precarias viviendas que tanto les había costado levantar. Fue en estos últimos donde, aprovechando una tímida ley que permitía la asociación de los «cabezas de familia», se conformaron las primeras asociaciones de vecinos de Madrid. En Orcasitas, el Pozo del Tío Raimundo y algunas zonas de Vallecas se levantó, con el objetivo de parar la expulsión, el primer ensayo de lo que luego se llamaría el movimiento vecinal.69 Era una época en la que en las fábricas y en los tajos de la construcción, en los que muchos de estos vecinos trabajaban, se producía una gran agitación: manifestaciones, 69
Sobre el movimiento vecinal de la época se puede leer: M. Castells, Ciudad, socialismo y democracia: la experiencia de las asociaciones de vecinos en Madrid, Madrid, Siglo XXI, 1977; J. García Fernández y Mª. D. González Ruíz, Presente y futuro de las asociaciones de vecinos, Madrid, 1976; T. R. Villasante, Los vecinos en la calle. Por una alternativa democrática a la ciudad de los monopolios, Madrid, Ed. La Torre, 1976; VV.AA., Las asociaciones de ciudadanos en la encrucijada. El movimiento ciudadano 1976-1977, Madrid, Ed. La Torre, 1979.
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paros y huelgas que a veces terminaban a palos, pero que en ocasiones conseguían arrancar importantes incrementos salariales. En los últimos años de la dictadura, este movimiento obrero empezó también a aterrizar en los barrios. La constitución de asociaciones y asambleas, en principio en un pequeño número de ellos, dio paso, hacia mediados de la década de 1970, a un poderoso movimiento social. En 1977 hasta 350.000 personas participaban regularmente en sus respectivas asociaciones de vecinos; y estas acabaron por agruparse en la Federación Regional de Asociaciones de Vecinos (FRAVM). El método de organización era casi siempre intuitivo y por así decir inmediato. Algunos vecinos se reunían para tratar un problema que resultaba acuciante en el barrio. Estos convocaban a otros por redes de amistad y parentesco. Las convocatorias públicas y los conflictos con la administración daban como resultado la constitución de la asociación y al mismo tiempo una asamblea regular en la que se discutían los problemas. Aunque en las asociaciones participaban buena parte de los grupos militantes de la época (el PCE, la ORT, el PTE) así como cristianos de base (son célebres las acciones de algunos párrocos como el Padre Llanos) la organización era bastante democrática, de base asamblearia, al igual que ocurría en las fábricas. Esto las dotaba de una enorme legitimidad. La autoorganización en los barrios no se limitaba sólo y exclusivamente a pelear con la administración. En la mayor parte de los casos fue el medio de vertebración de un espacio social y cultural que antes no existía. Nunca se insistirá lo suficiente en el hecho de que se trataba de barrios de reciente construcción, en una ciudad que crecía apresuradamente y a la que cada año se incorporaban miles de personas. Del mismo modo que no había servicios, no había «sociedad civil», comunidad o memoria compartida que sirviera de referente, por eso las parroquias eran muchas veces el único recurso «institucional».
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Todo estaba por inventar y los vecinos resultaron ser los «pioneros» de una nueva forma de vida urbana. Las asociaciones de vecinos contribuyeron enormemente a vertebrar la vida de los nuevos barrios. Prácticamente todas las fiestas de barrio fueron organizadas y auspiciadas por estas asociaciones.
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La organización popular fue extremadamente exitosa en lo que a sus demandas se refiere. Durante la Transición arrancaron a la administración distintos compromisos de construcción de equipamientos y fueron el principal promotor de campañas de denuncia contra la especulación y la «carestía de la vida» que entonces empezaba ya a azotar la ciudad tras el desencadenamiento de la crisis internacional. Se puede decir con rigor que prácticamente no hay ambulatorio o colegio en la periferia que en aquella época no fuera el resultado de un conflicto vecinal. Su éxito más sonado fue la llamada Operación de Remodelación de Barrios. Esta constituye el mayor programa de construcción de vivienda pública de la Europa de postguerra.70 La Operación fue organizada por las asociaciones de vecinos de aquellos barrios de autoconstrucción y de promoción pública en los que las viviendas no reunían las condiciones mínimas de habitabilidad. Supuso la construcción de 38.000 viviendas para más de 150.000 personas, en un total de veintiocho barrios de Madrid. El movimiento vecinal de los años setenta fue probablemente el mayor movimiento social urbano en la historia de Madrid. En un cierto modo, se puede interpretar como un ejercicio de municipalismo democrático articulado en torno al conflicto con la administración y una forma de contrapoder ejercida directamente por las asociaciones y las asambleas de barrio. El movimiento vecinal llegó incluso 70
Tomás Rodríguez Villasante (coord.), Retrato de chabolista con piso. Análisis de redes sociales en la remodelación de barrios de Madrid, Madrid, Cidur / Revista Alfoz, 1989.
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a apuntar hacia un posible modelo de democracia directa. Sin embargo, a partir de principios de los años ochenta comenzó a perder capacidad de movilización y convocatoria. Casi en paralelo a sus éxitos más sonados empezó a languidecer hasta casi disolverse en las décadas siguientes. ¿Pudo haber sido el embrión de otro tipo de democracia local y municipal? ¿Y si es así porque no lo logró? Como se puede intuir, estas preguntas nunca estuvieron en la agenda del movimiento, no al menos con esa formulación. No obstante, el movimiento vecinal se vio profundamente atravesado por la cuestión institucional, si bien de una forma que antes que reforzarlo acabó por destruirlo. La Transición a la democracia tuvo uno de sus principales capítulos en el nivel municipal. La formación de los llamados «Ayuntamientos democráticos», tras las elecciones de abril de 1979, generó una enorme expectativa. De ellos se esperaba que sirvieran de palanca en la democratización de las instituciones. Y así, en parte para atraer votos y en parte para hacer efectiva esta esperanza, buena parte de los líderes, que habían destacado en las luchas vecinales, al igual que los profesionales que les sirvieron de apoyo, fueron presentados en las cabezas de lista de los partidos de la izquierda del momento. En estas primeras elecciones, el PSOE y el PCE se hicieron con casi todos los municipios de importancia en la región. Entre ambos sumaron el 55 % de los votos. El éxito se volvería a repetir en 1983. Quizás la figura que mejor simbolizó este momento fue el alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván. El éxito electoral no se tradujo, sin embargo, en una ampliación de la democracia local que había probado el movimiento vecinal. Antes bien, este se desinfló casi al mismo tiempo en el que «entraba» en las instituciones. La delegación en la administración municipal, en la medida en que los barrios ya estaban «representados» a través de sus viejos líderes, acabó por convertir a las asociaciones en
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una mera correa de transmisión de las administraciones. El proceso fue paulatino y se fue consolidando durante los años ochenta. La consecución de las demandas vecinales, el arrinconamiento de los más combativos y el desencanto con la Transición fueron vaciando las asociaciones de vecinos, que lentamente fueron estrechándose y envejeciendo a medida que las abandonaban los sectores más jóvenes.
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En este resultado tuvo también mucho que ver otro conjunto de elementos que estaban transformando los barrios a una velocidad tan vertiginosa como en los años previos. De una parte, el movimiento vecinal había conseguido algo que no estaba previsto en su programa de mejora. Al lograr equipamientos y transporte público integró esos «fragmentos urbanos» en la dinámica metropolitana. Este proceso tendía a hacer estallar la vida comunitaria que se había generado en el periodo de luchas y que al mismo tiempo era su base. Salvo en los barrios más apartados y con poblaciones socialmente más homogéneas, la integración en la vida de la metrópolis suponía que los más jóvenes iban a estudiar, a trabajar, a establecer sus amistades e incluso a divertirse fuera del «barrio». El fenómeno juvenil de las tribus urbanas de los años ochenta —las primeras subculturas urbanas en Madrid— está asociado a este fenómeno. Además este proceso atrajo nueva población sobre estos barrios, ahora mejor comunicados, haciendo prácticamente imposible la estabilidad de unas comunidades que apenas consolidadas experimentaron la mudanza de sus jóvenes y la sustitución de una parte de sus adultos. La vida de barrio, en condiciones de práctico aislamiento del resto de la ciudad —lo que los asimilaba a una colección de pequeños pueblos— dejó poco a poco de tener lugar a medida que estas piezas urbanas eran integradas en el conjunto de flujos y de intercambios metropolitanos. De otra parte, la crisis urbana ligada al rápido crecimiento urbano de la época desarrollista y que el movimiento vecinal logró salvar con un nivel de movilización sin
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precedentes, se vio inmediatamente solapada con una crisis económica y social de proporciones aún mayores. Casi al mismo tiempo que las asociaciones de vecinos consiguieron firmar los acuerdos que dieron lugar a la Operación de Remodelación, una nueva «epidemia social» se extendía por las periferias. La heroína aterrizó en las ciudades españolas a finales de los años setenta, fue el síntoma más acusado de la desestructuración de las relaciones sociales que venía asociada a la crisis económica. El paro juvenil masivo, la falta de expectativas, el cierre político de la situación llevaron a muchos jóvenes a tomar un camino autodestructivo y nihilista. La heroína fue el extremo en la línea de desafiliación que también fue dejando en la cuneta a una parte de la vieja generación, a veces en paro, a veces alcoholizada y a veces resentida con sus viejos compañeros «colocados» en la administración. La heroína y la pequeña criminalidad, a la que venía asociada, produjeron muy pronto una sensación de desconfianza y de inseguridad, frente a la cual las asociaciones de vecinos muchas veces no fueron capaces de responder.
La recuperación de la crisis y la nueva «centralidad» de Madrid La crisis social de los años ochenta no se levantó tanto a partir de una nueva respuesta de autoorganización social, aunque hubo experiencias relevantes en este sentido — quizás la más importante fue Madres Unidas contra la Droga71—, como a causa de un nuevo ciclo de crecimiento económico que cambió de nuevo y de forma radical tanto la realidad física de la metrópolis madrileña, como su propia estructura social y económica. La base de este crecimiento estuvo en el proceso de globalización de la economía 71
La historia de su lucha ha quedado recogida en un libro reciente: Madres Unidas contra la Droga, Para que no me olvides, Popular, Madrid, 2012.
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española por la vía de la incorporación primero a la Comunidad Económica Europea y luego a la zona euro, así como en la nueva especialización financiero-inmobiliaria del país. En efecto, la firma en 1986 de la entrada en la CEE abrió las puertas a los capitales europeos: estos compraron gran cantidad de empresas, viviendas y activos. El impacto en la economía española fue inmediato. Durante unos años se vivió un periodo de crecimiento rápido basado en el incremento de los precios de la vivienda y las subidas bursátiles. <122>
Aunque la crisis de 1992 y 1993 interrumpió esta trayectoria, el modelo quedó instaurado como patrón de crecimiento de la economía española. Entre 1995 y 2007, el crecimiento económico del país fue aún más profundo y sostenido que en la segunda mitad de los años ochenta y mayor que el de cualquier otro de los grandes países europeos como Italia o Alemania. En la división del trabajo a escala del continente, la economía española crecía gracias a su capacidad para captar capitales que se invertían en lo que entonces era uno de los mercados inmobiliarios más rentables del planeta. Bajo esta perspectiva, la desindustrialización que se produjo en el país durante los años ochenta no fue tanto una desventaja como una necesidad del nuevo papel de la economía española en Europa.72 En este contexto, Madrid empezó a jugar un papel que lo situaba como la región seguramente más privilegiada por el proceso de globalización de la economía española. De un lado, la ciudad adquirió una nueva centralidad, en tanto sede de aquellas empresas españolas que desde los años noventa empezaron a adquirir relevancia internacional y se convirtieron en grandes multinacionales. Era también el centro financiero por excelencia de las grandes operaciones del ciclo inmobiliario español. De otra parte, la región 72
Isidro López y Emmanuel Rodríguez, Fin de ciclo. Financiarización, territorio y sociedad de propietarios en la onda larga del capitalismo hispano, Madrid, Traficantes de Sueños, 2010.
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madrileña se había convertido en un mercado inmobiliario extremadamente rentable por su dinamismo y crecimiento, lo que condujo a un periodo de urbanización explosiva y salvaje, mayor aún que la de los años sesenta. Ambos procesos transformaron radicalmente la estructura social madrileña así como su propio territorio físico. Ambos estuvieron presididos por una administración de corte neoliberal que ha puesto las políticas públicas al servicio de la inversión privada y que ha contribuido a amplificar, con sus políticas de privatización y externalización de servicios, la dualización social que normalmente acompaña a estos procesos de cambio urbano asociados a la globalización. Todos estos factores constituyen las líneas fundamentales de lo que se podría llamar el nuevo «modelo de ciudad» al que se ha ido conformando la metrópolis madrileña.73
El Madrid global, ¿modelo de éxito? Madrid se convirtió durante los años dos mil en lo que la literatura especializada llama una «ciudad global». En 2007 era la octava ciudad del mundo por número de sedes de grandes multinacionales: Telefónica, Repsol, Banco Santander, las grandes constructoras. Las mismas empresas de capital español que durante los 15 o 20 años anteriores se habían instalado en medio planeta, especialmente en América Latina, comprando las empresas nacionales privatizadas a precios de saldo. La Bolsa de Madrid se había convertido también en una de las más importantes de Europa. Y de la mano de esta proyección internacional, el aeropuerto de Barajas había entrado en la lista de los diez primeros del mundo. Se trataba, en definitiva, de una amplia colección de agentes y procesos económicos que operan con base en Madrid. La nueva posición global de la 73
Para un análisis exahustivo de esta cuestión veáse el trabajo del Observatorio Metropolitano, Madrid ¿la suma de todos? Globalización, territorio, desigualdad, Madrid, Traficantes de Sueños, 2007. También el más pequeño Manifiesto por Madrid. Crítica y crisis del modelo metropolitano, Madrid, Traficantes de Sueños, 2009.
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ciudad requería de toda clase de servicios especializados: consultorías, abogados, arquitectos, publicistas, informáticos, etc. Si alguna vez Madrid había sido una ciudad provinciana, sede y privilegio de una casta de funcionarios y políticos de un Estado modesto, entre los años noventa y dosmil dejó definitivamente de serlo.
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La globalización de Madrid creó una nueva capa de directivos y de profesionales de alto nivel, muy conectado a nivel internacional, que componía lo que en otro momento llamamos global class, la nueva clase global. En el otro extremo, el mismo proceso requirió de una ingente cantidad de trabajadores precarios e infrapagados que se dedicaban a mantener limpia y en orden la sala de máquinas del Madrid global. Empleos en la limpieza de edificios, la seguridad, en los hoteles que servían al turismo de negocios, en los bares y restaurantes de la ciudad, en la infinidad de franquicias comerciales que se abrían y también en todos los servicios personales que requería la nueva clase directiva de la ciudad. La mayor parte de estos empleos fueron ocupados por inmigrantes y/o mujeres. El mapa de las clases sociales de la ciudad se había polarizado de nuevo en dos extremos, pero a diferencia de lo que ocurrió con los años de la dictadura, el factor determinante era ahora la mayor o menor cercanía a los centros de poder de las grandes empresas. Este ciclo de crecimiento económico se produjo además sobre el fondo político del acceso al poder de una administración agresivamente neoliberal. El momento más significativo se produjo en 2003, cuando Esperanza Aguirre se hizo con la Comunidad de Madrid. Desde entonces, la nueva presidenta ha practicado una política abiertamente favorable al negocio de las grandes empresas así como al privilegio de las rentas más altas. La laxitud fiscal y ambiental o la concesión de importantes partidas presupuestarias por medio de externalizaciones y partenariados público-privados son sólo dos ejemplos de las nuevas
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prioridades políticas. Conviene recordar, además, que en 2001 la administración autonómica recibió las competencias en materia de educación y sanidad, y que estos dos importantes servicios públicos se han convertido en laboratorio de un nuevo modelo de sociedad. El elemento más importante ha sido la progresiva privatización de la gestión sanitaria amparada en la ley 15/1997. De acuerdo a lo que permite esta ley, entre 2004 y 2008, Esperanza Aguirre promovió la construcción de hasta ocho nuevos hospitales según un modelo de concesión e inversión privada, por el que las empresas adelantaban la inversión, al tiempo que la Comunidad se comprometía a pagar un canon que a la larga resultaba siempre más caro que la inversión directa. También en este tiempo se externalizaron laboratorios así como centros de especialidades y de pruebas diagnósticas. El progresivo desmantelamiento de la sanidad pública, se ha correspondido, en materia educativa, con el privilegio constante a la enseñanza privada así como a la concertada, que durante los años dosmil llegó a ser mayoritaria en la región.
Los problemas territoriales y ambientales de la región metropolitana Otro de los ámbitos que fue utilizado como campo de pruebas para nuevos modelos de negocio por parte de la administración autonómica fue el relativo a la ordenación del territorio. A caballo de la expansión económica del Madrid global, la región experimentó un nuevo y espectacular crecimiento. En términos demográficos, la Comunidad pasó de los cinco millones de habitantes que tenía a primeros de los años noventa a los seis y medio de 2014. Si estos datos son significativos lo son mucho más los de urbanización. La tendencia que se iniciara casi medio siglo antes con la expansión del área metropolitana se ha ampliado de una forma espectacular, con efectos ambientales y sociales pocas veces discutidos en profundidad.
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Según su lema de «dejar hacer al mercado», la Comunidad ha renunciado a hacer cualquier tipo de planificación territorial. De hecho, se ha limitado a retirar las barreras que impedían el desarrollo urbanístico de los municipios y a facilitar la accesibilidad de todo el territorio. Con este propósito, se han hecho toda clase de inversiones a fin de mejorar la conectividad exterior, como la ampliación del aeropuerto y la construcción de la T4 y la expansión de la red de trenes de alta velocidad. También se ha mejorado la conectividad interior de la ciudad, con enormes inversiones en la red de Metro, si bien muchas orientadas por criterios electoralistas antes que funcionales. No obstante, el capítulo más importante a los efectos del desarrollo urbano ha sido la construcción de autovías y autopistas. Entre principios de la década de 1990 y 2014, Madrid ha triplicado prácticamente el número de este tipo de vías. A día de hoy, Madrid cuenta con una red de autovías desproporcionada para el tamaño de su población, con más de 1.000 km en funcionamiento. Sólo Los Ángeles y Singapur disponen de una red de infraestructuras semejante a nivel global. Ninguna ciudad europea de tamaño similar puede decir que cuente trece radiales y cuatro cinturones metropolitanos, además de numerosas conexiones entre los mismos. A falta de un plan regional, la metrópolis ha crecido de forma exagerada, caótica y brutal. De hecho, es esta malla de autovías y autopistas la que ha dirigido el urbanismo de la ciudad durante el gran ciclo inmobiliario. En estos años se ha construido una tercera e incluso una cuarta corona metropolitana que desborda ya el límite provincial. El desarrollo urbanístico «colgado» sobre las vías de comunicación, se ha producido sobre un modelo de ciudad difusa o dispersa, basada en la construcción de grandes urbanizaciones de unifamiliares a veces muy separadas de los centros urbanos. Como se puede colegir, el uso del transporte
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privado se ha convertido en el complemento indispensable para la vida en los nuevos ensanches metropolitanos. Lejos de que este modelo de ciudad, y la forma de vida que le acompaña, se pueda considerar neutro en términos sociales y ambientales, la ciudad difusa se ha convertido ya en el primer problema urbano de la región. Los problemas son variados y competen a distintos ámbitos. De una parte, la ciudad dispersa supone gigantescos impactos ambientales. Atendiendo sólo a la ocupación de suelo, un estudio reciente señalaba que el suelo ocupado en la Comunidad (por viviendas, vías de transporte, instalaciones industriales) había pasado del 11 % en 1980 al 20 % en 2005. Esto quiere decir que en Madrid se ha construido prácticamente lo mismo desde 1980 a 2005, que desde el Neolítico a 1980.74 Madrid es así hoy un océano de cemento y zonas de servidumbre urbana, entre las cuales apenas se dejan algunos espacios naturales, convertidos en realidad en parques urbanos. Basta mirar un mapa con los espacios naturales de la región para ver que estos están fragmentados, cercados por autovías, municipios en expansión y urbanizaciones dispersas. Es el caso de los dos parques fluviales (el del Guadarrama y el Parque del Sureste), pero también del recién declarado Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama, reducido en realidad a sus cumbres y tan liberal en cuanto a los «usos» que permite que las zonas de protección acaben convertidas en el gran jardín privado de las urbanizaciones de sus alrededores. El protagonismo de la ciudad dispersa tiene también otras consecuencias. La más evidente es el despilfarro de recursos comunes que esta entraña. La traída de aguas y suministros es el más obvio, y aunque esta es pagada por 74
Jose Manuel Naredo y Ricardo García Zaldivar (coord.), Estudio sobre la ocupación de suelo por usos urbano-industriales, aplicado a la Comunidad de Madrid, 2008. Disponible on line en la web de la revista Hábitat: http:// habitat.aq.upm.es/oscam/
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el constructor y luego por el propietario, suponen un consumo mucho más alto de materiales y de suministros. Aunque todos estos recursos se obtienen por medio de mecanismos de mercado, son finitos y algunos de ellos tienen serias consecuencias en la calidad de vida en la región. El caso más obvio es el grave problema de contaminación atmosférica que implica el masivo uso del coche y que resulta imprescindible en los patrones de movilidad de la ciudad difusa. La contaminación por ozono, partículas en suspensión y óxidos de nitrógeno es en Madrid de las más altas de Europa, lo que ya se está traduciendo en un incremento de alergias, afecciones respiratorias y muertes prematuras. Además del agotamiento del suelo en la región o del considerable «destrozo» en los paisajes de mayor valor ecológico y ambiental, otro de los problemas de la ciudad dispersa es el enorme consumo de agua que exige. Madrid tiene un fuerte déficit hídrico que en los años de sequía se hace manifiesto con restricciones al riego y al llenado de piscinas, pero que todos los años aumenta debido al consumo de agua subterránea, de los acuíferos, que nunca se llega a reponer de forma completa. El análisis de todas estas cuestiones impone una discusión sobre el modelo de ciudad que no puede limitarse a reconocer las preferencias individuales por el unifamiliar, o los intereses de tal o cual municipio en construir en esta o aquella zona. Se trata de un problema que afecta a toda la región. Cualquier proyecto municipalista tiene que tener en cuenta que el diseño territorial es una cuestión que compete un mayor o menor estrés y explotación de recursos que son comunes, como suelo, agua, transportes, etc. Todos estos son bienes que tienen que ser reconocidos como parte del patrimonio público-común, lo que exige formas de gestión de acuerdo con un sistema de decisión democrática de escala regional.
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Una nueva crisis urbana Tal y como se ha expuesto, el crecimiento y auge de Madrid se basó en el ciclo inmobiliario y en su inserción privilegiada en los flujos financieros internacionales como sede corporativa, plaza financiera, centro de servicios cualificados a empresas, hub aeroportuario y atractor del turismo de negocios. Este modelo económico produjo el rápido crecimiento urbano y demográfico de la región, así como el patrón de «éxito» que ha estado en la base de la legitimación de una forma de gobernanza de carácter neoliberal y claramente pro growth. Como cabe imaginar, estos factores han sido también los que han determinado la particular forma de la crisis en la región. En un primer momento, al menos hasta 2010, la crisis fue de mucha menor entidad que en otras regiones. Así, por ejemplo, aunque la tasa del paro creció muchísimo se mantuvo como una de las más bajas del país. Al mismo tiempo, si la destrucción de empleo se concentraba en la construcción y la industria, el principal segmento de empleo en la región (los servicios) apenas vio mermado su volumen de empleo. El colapso del mercado inmobiliario y la expulsión del empleo de una parte creciente de la mayoría precaria (jóvenes y migrantes) no estaban teniendo repercusión en el estrato de los cuadros medios cualificados, así como tampoco en el de los superasalariados, alineados con los centros de mando de la economía global. Hasta ese año, ambos mantuvieron todavía una cierta sensación de «normalidad». A partir, no obstante, de 2011 y sobre todo de 2012, la persistencia de la crisis y el nuevo giro de las políticas de austeridad dictado por Europa empezó a golpear también sobre lo que se podrían considerar las bases del modelo.75 75
Para una análisis de la crisis en la región véase el trabajo del Observatorio Metropolitano, «Del Madrid global a la crisis urbana. Hacia la implosión social» en Paisajes devastados. Después del ciclo inmobiliario: impactos regionales y urbanos de la crisis, Madrid, Traficantes de Sueños, 2013, pp. 123-177.
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Los recortes sociales, además de empeorar las condiciones de vida de la mayoría, minaron paulatinamente los cimientos de las clases medias madrileñas. La pérdida de empleo público, que todavía suponía un 16 % del total de la región, empezó a ser sustancial. Además de los recortes salariales, se ha calculado que desde 2011 se han destruido 10.000 empleos en la educación pública y otros 4.000 profesionales en los hospitales madrileños. De otra parte, las bases financieras de la ciudad también comenzaron a tambalearse; el primer factor de crisis fue la quiebra y rescate de Bankia, el tercer grupo financiero español, producto de la fusión de Caja Madrid y Bancaja. La posición cada vez más comprometida de las constructoras y promotoras, que la entidad financió con abundantes créditos, acabó por trasladar el agujero contable a la antigua caja ahora «bancarizada». Muy significativa fue también la evolución de los índices bursátiles. Si a finales de 2007, el Ibex 35 se situaba muy cerca de los 16.000 puntos, en la primavera de 2012 este tocó suelo por debajo de los 6.000, acumulando caídas de más del 60 %. Parece que casi todos los puntales que sostenían la posición global de Madrid se veían amenazados. Las malas noticias venían incluso del aeropuerto. Desde 2010, Barajas perdió rápidamente posiciones y pasajeros; la absorción de Iberia por British Airways empeoró aún más las cosas. Las consecuencias negativas se trasladaban rápidamente al importante sector logístico madrileño, así como al sector hotelero, en el que se habían depositado las esperanzas de una pronta recuperación, aunque fuera parcial, de la actividad y el empleo en la región. A partir también de 2012, la amenaza de un efecto en cascada de la previsible reducción de personal ejecutivo y la drástica reducción en los servicios de alta cualificación se hizo manifiesta. Empezó a desencadenarse una oleada de destrucción de empleo aún mayor. La inserción de Madrid en la economía global que parecía servir de freno a la crisis se veía ahora arrastrada por la debilidad de sus
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mismas bases. A la pérdida de empleos en el ladrillo y en la industria, se sumó la destrucción de empleo en los servicios públicos y finalmente, en los sectores más cualificados. La pendiente negativa empezó a llevarse por delante un buen número de empleos precarios en los servicios personales y a las empresas. Todo ello en un contexto de deflación salarial y en el que los gobiernos de la región eran (son) a todas luces incapaces de plantear alternativas productivas. De seguir la tendencia, el colapso del «modelo Madrid» se apunta como un escenario inmediato. <131>
Del gobierno neoliberal al gobierno de la deuda: un paso más en el programa de expolio Sin duda, los gobiernos regional y municipal pusieron todo de su parte para fomentar la especialización inmobiliariofinanciera de la región. Se siguieron toda clase de políticas fiscales, sociales, urbanas y financieras en beneficio de las grandes empresas de servicios y de la construcción. Durante la burbuja, los gobiernos regionales financiaron obras públicas, fomentaron los partenariados público-privados, promovieron las externalizaciones de servicios. La consecuencia fue una continua secuencia de despropósitos presupuestarios que se trataron de enjuagar con una política de «inauguraciones», muy popular pero tremendamente costosa a la larga. Valgan aquí los ejemplos del enterramiento de la M-30, de la ampliación del Metro a zonas todavía no consolidadas o la construcción de las autovías radiales sostenidas por avales públicos. La desaforada política de inversiones se traducía en una creciente insostenibilidad de las economías públicas, que la depresión económica no hizo sino agravar. El resultado fueron unos gastos crecientes y un patrimonio público cada vez más mermado y que lógicamente producía cada vez menos ingresos. Por otro lado, el neoliberalismo de bolsillo de la clase política ha contribuido en la misma dirección. La aplicación
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dogmática del axioma de la «reducción de impuestos», como un factor siempre positivo, ha ido reduciendo algunas partidas de ingreso en beneficio fundamentalmente de las rentas medias-altas y altas en la región con repercusiones más bien negativas tanto en las economías públicas, como en la economía en general. Si a esto se añade la reducción de ingresos por el derrumbamiento del ciclo inmobiliario —las plusvalías inmobiliarias, los impuestos catastrales, las licencias, la venta de suelo público—, así como de los tributos ligados a una actividad económica muy mermada, el resultado han sido unas economías locales al borde del colapso. Traducido en el balance contable de las administraciones públicas, esto ha supuesto un gigantesco endeudamiento, que ha elevado al Ayuntamiento de Madrid a la posición número uno de endeudamiento del país, con más de 6.450 millones en 2013, al tiempo que la deuda de la Comunidad aumentaba hasta los 23.778 millones. Baste decir que el pago de la deuda ha aumentado un 275 % en los últimos cinco ejercicios. Lejos de que esta situación haya derivado en una reorientación de las políticas públicas en dirección a una mayor racionalización del gasto y un modelo económico más sostenible, lo que se ha producido es una insistencia en aquellos elementos que han llevado a la crisis. Se asiste así a una nueva ronda de expolio de «lo común» que pretende cargar las facturas de la crisis sobre las haciendas públicas y los ciudadanos corrientes. Las políticas frente a la crisis han recurrido de nuevo a las viejas figuras de la privatización, la externalización y los partenariados, a la postre siempre más caras para el erario público, al tiempo que se confía en una recuperación económica para la que no hay más alternativa que el viejo modelo de crecimiento de base inmobiliaria. La Comunidad de Madrid, pionera en el desmantelamiento social, ha sido también la más agresiva en este terreno. En la materia quizás más sensible para el bienestar
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social, el sistema público de salud, la CAM ha aplicado un triple factor de presión dirigido a la reducción de personal, la venta de patrimonio y la externalización de la atención médica. El primer paso, como se ha visto, ha sido la externalización de la «parte no sanitaria» de los nuevos hospitales construidos de acuerdo con el modelo inglés de financiación privada. Desde 2012, la CAM ha pretendido privatizar también la «parte sanitaria», con un ahorro que incluso sobre el papel resulta pírrico. La fuerte presión social ligada a la Marea Blanca y la sentencia del Tribunal Superior han detenido este proceso. Sea como sea, los presupuestos de 2014 han insistido en las «rebajas» de personal fijo, las amortizaciones de plazas vacantes y las jubilaciones forzosas para médicos mayores de 65 años. La desigualdad de trato entre los hospitales públicos y las «empresas concesionarias» es evidente. Los primeros siguen siendo sometidos a graves recortes que hacen peligrar su viabilidad, al tiempo que se renuevan y a veces mejoran los convenios con los hospitales privados. También se ha dado continuidad al proceso de externalización de los análisis, pruebas diagnósticas, etc. En el capítulo de educación, las políticas de la CAM han seguido una dirección semejante: reducción de personal y recursos para la educación pública, acompañado del aumento relativo de las transferencias a la educación concertada y privada a través de mejoras fiscales, cesión de suelos y omisión de la construcción de escuelas públicas. La concentración de la escuela pública en los distritos de menor renta y mayor población extranjera (el 77 % de los hijos de extranjeros fueron a un colegio público en el curso 2010-2011) sigue reproduciendo un sistema dual que condena a los alumnos con mayores necesidades educativas a un mundo en el que se cierran todas las salidas laborales. Baste un ejemplo, sólo con los datos de los presupuestos de 2014 se observa una sensible reducción de plazas para estudiantes de compensación educativa, tanto en primaria
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como en secundaria, al tiempo que se liquidan más de la mitad de las aulas de enlace en secundaria y se decreta una reducción significativa de los programas de cualificación profesional inicial.
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El abandono de la educación pública se prolonga también a los niveles superiores, prueba de lo poco que importa la creación de «capital humano» como perspectiva de inversión social de salida a la crisis. En esos mismos presupuestos, la partida de universidades ha perdido otros 42 millones. Al mismo tiempo se ha previsto un nuevo incremento de la recaudación por las tasas que pagan los alumnos. El precio de las matrículas ha subido en Madrid un 68 % en los dos últimos cursos, lo que sumado a la caída de las becas, ha hecho crecer notablemente las dificultades de acceso a la universidad por parte de las familias con situaciones más precarias. En lo que se refiere al patrimonio público, la CAM ha mantenido la misma política de privatización de los años previos. Se insiste en el proyecto de privatización del Canal de Isabel II, que para 2016 debería concluir con la venta de un 49 % de la empresa. Las razones no son claras, en 2012 el Canal tuvo un beneficio neto de 131 millones. Peor suerte está teniendo el parque público de vivienda. El gobierno tiene un plan claro para deshacerse del IVIMA. Por un lado, ha externalizado las funciones de gestión a manos de varias empresas, algunas de ellas relacionadas con la trama Gürtel. Por otro, ha empezado a vender las viviendas públicas. Ya en agosto de 2013 consiguió colocar 3.000 pisos del Plan de Vivienda Joven a la división inmobiliaria del banco de inversión Goldman Sachs. La operación se ha descargado sobre las espaldas de los inquilinos, que han perdido las condiciones con las que entraron. Además de no renovarles las ayudas al alquiler, los inquilinos deberán pagar los gastos de comunidad y el IBI, y perderán la casa si no pueden ejercer la opción de compra. El punto
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más peliagudo está, no obstante, en las inmejorables condiciones ofrecidas a Goldman Sachs que compró las casas a unos 70.000 euros de media, al tiempo que a las familias se les exige entre 120.000 y 150.000 euros. Otros ejemplos de maltrato al patrimonio común se encuentra en las modificaciones aprobadas en la reciente Ley del Patrimonio, que elimina la obligatoriedad de realizar informes arqueológicos preventivos y que establece que los propietarios de los bienes catalogados puedan hacer las modificaciones que deseen si la administración no les contesta en el plazo de dos meses. También aquí se debería mencionar la revisión de la Ley Forestal y de Protección de la Naturaleza incluida en la Ley de Medidas Fiscales y Administrativas de 2014 que de tapadillo autoriza «excepcionalmente» servidumbres, ocupaciones temporales y otros derechos a favor de terceros en montes catalogados «siempre que se justifique su compatibilidad con las funciones de utilidad pública». En definitiva, el gobierno autonómico no ha asumido ninguna responsabilidad social en la gestión de la crisis. Se limita a continuar con su programa de liquidación y externalización de los servicios públicos y el patrimonio común. Ajustado a una visión extremadamente estrecha de sus funciones económicas, entiende la administración como una empresa que debe reducir «gastos» y atraer inversiones, aun cuando el resultado de su gestión sirva sólo para proporcionar unos magros ingresos a las empresas contratistas y sostener a una clase política inflada e incapaz de gestionar el patrimonio y los servicios públicos. Prueba de la mediocridad del gobierno es que el único proyecto económico de cierta entidad haya sido la operación «Eurovegas», para la que aprobó leyes especiales, reducciones de impuestos ad hoc y toda clase de prebendas. Una inversión de resultados dudosos y que caso de que se hubiera efectuado habría convertido al sur de Madrid en un
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gran complejo del juego internacional, seguramente acompañado de negocios de legalidad dudosa.
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Tampoco los municipios han operado con criterios muy diferentes a los de la Comunidad de Madrid. Al contrario, en algunos casos, como ocurre con el Ayuntamiento de Madrid han ido incluso más allá. Como se ha apuntado, el Ayuntamiento de Madrid tiene la mayor deuda del Estado: 6.450 millones de euros en 2013. Sin embargo cuando se añaden las «deudas ocultas» como los 1.231 millones que las empresas públicas deben a los bancos y las facturas pendientes que ascienden a 1.017 millones, la deuda total alcanza la cifra de 8.596 millones. El montante se debe en gran medida a las grandes obras públicas desarrolladas por el antiguo alcalde Alberto Ruíz Gallardón. Este emprendió el enterramiento de la M-30, con un coste para las arcas públicas similar al volumen de deuda comprometida, así como también la reforma del Palacio de Correos como nueva sede de la corporación con unos costes superiores a los 400 millones de euros. En su haber se deben anotar además megaproyectos arquitectónicos relacionados con las Olimpiadas y las operaciones Chamartín y Calderón, hoy en el punto de mira por favoritismo a los equipos de fútbol. Con semejante balance y sin realizar ningún cambio significativo, la nueva alcaldesa Ana Botella no ha conseguido rebajar la deuda. Y esto a pesar de haber vendido un volumen considerable del patrimonio público, externalizado algunos servicios y dado curso a la liquidación de varias empresas públicas. Madrid está de hecho en «situación de rescate». Baste decir que en 2012 recibió del Estado 1.017 millones destinados a pagar a proveedores y en 2013 otros 350 millones con el mismo fin, además de un préstamo bancario de 700 millones. En ese año, una cuarta parte de sus ingresos se dedicó únicamente a cubrir deuda e intereses. Al igual que el gobierno regional, comprometido en una huida hacia delante, el Ayuntamiento solo puede
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vender y recortar servicios, incapaz de emprender ninguna política positiva de reactivación económica y social. Algunos casos pueden servir aquí de botón de muestra. El más sonado es quizás el de la Empresa Municipal de la Vivienda (EMVS) que acumulaba una deuda increíble, cifrada en 630 millones de euros, en gran parte debido a la compra de parcelas en beneficio del Ayuntamiento cuando este necesitaba liquidez.76 Para evitar su liquidación, la empresa ha decidido no construir y no rehabilitar, además de vender todo lo que sea posible. De acuerdo con esta política, la EMVS desahucia como los bancos y ya suma cientos de casas vacías (1 de cada 4 de su propiedad). Para sufragar las deudas del Ayuntamiento, la EMVS ha cedido una parte de su cartera de suelos. Como el IVIMA, ha vendido una parte de su parque público de vivienda a grandes inversores internacionales: en 2013 cedió 1.860 viviendas a Blackstone, el mayor fondo de capital riesgo del mundo. Otro caso ejemplar es el de Madridec (Madrid Espacios y Congresos), que en el momento de su cierre adeudaba 303 millones. El propio Ayuntamiento no ha podido esconder que su gestión ha respondido a fines políticos. Madridec pagó, por ejemplo, los sobrecostes de la construcción de Caja Mágica. Esta obra, cuyo desembolso correspondía al Ayuntamiento, se inició con un presupuesto de 120 millones y se acabó con un coste total de 294 millones. En diciembre de 2010, Gallardón utilizó de nuevo a Madridec para una operación de ingeniería financiera: el Ayuntamiento le transmitió el usufructo de sus acciones en Mercamadrid a cambio de 188 millones por un periodo de 21 años. La acumulación de «cadáveres» en manos de la empresa —además de los ya señalados: un centro acuático, a medio levantar, valorado en 112 millones; y una parcela 76
Por ejemplo, una parcela de 895.000 metros cuadrados en Valdecarros que la EMVS compró al Ayuntamiento por 175,5 millones en junio de 2008 tiene en la actualidad un valor real de 32,5 millones y está hipotecada por 124 millones.
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en la Castellana, valorada en 80 millones, que no tiene uso previsto— la ha llevado al cierre en 2013.
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Otro caso de empresa pública en crisis es la EMT. Encargada del transporte terrestre urbano, la EMT forma parte del Consorcio Regional de Transportes. La empresa cerró 2013 con pérdidas de hasta nueve millones de euros, un agujero que se multiplicará aún más si no logra vender sus antiguas cocheras. Las consecuencias las sufrirán los usuarios, con recortes de servicio, así como los empleados, con bajada de sueldo y despidos. La lista de empresas públicas «vaciadas» por mala gestión municipal se podría prolongar con los casos de MACSA, que ha acabado por absorber la deficitaria empresa turística Madrid Visitors & Convention Bureau, y la funeraria pública que cerró 2013 con pérdidas, aunque el sueldo de sus directivos aumentara de forma desorbitada. En lo que se refiere a los servicios públicos que el Ayuntamiento debiera prestar directamente pero que están siendo externalizados, la pérdida de calidad se ha acusado en los últimos años. El caso más sonado ha sido el de los servicios de limpieza que acabó a principios del otoño de 2013 con una importante huelga de los trabajadores. El origen del conflicto se encontraba en la decisión del Ayuntamiento que, para ahorrar costes, intentó agrupar los cerca de 90 contratos que tenía firmados con las contratistas en solo seis. Entre 2011 y 2013, su presupuesto ya se había reducido notablemente, pero el nuevo contrato preveía una nueva rebaja de un 10 %. Como viene siendo habitual, las divisiones de las grandes constructoras (Ferrovial, Sacyr, OHL y FCC) ganaron el concurso con una rebaja total aún mayor: el 16 %. Para implementarlo, las empresas pretendían despedir a 1.144 trabajadores y aplicar rebajas salariales de hasta el 43 %. Una huelga de 13 días logró mantener la plantilla íntegra, con los sueldos congelados y un ERE temporal ventajoso.
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Aunque Botella intentó desresponsabilizarse, lo cierto es que hasta ese momento los contratos especificaban un número mínimo de empleados. La condición fue eliminada en la última licitación. Como sucede con la CAM, los ayuntamientos están lidiando con unos volúmenes de deuda gigantescos, heredados de la mala gestión de la época de bonanza inmobiliaria. El resultado está siendo una nueva ronda de privatizaciones y expolio de los servicios públicos. Lo peor de todo es que la política de recortes tan sólo ha conseguido aplazar un poco el colapso de las arcas públicas que se avecina.
La crisis social se vuelve crisis política La situación de crisis y urgencia que señalan los datos económicos contrastan con las políticas regionales y municipales dirigidas a salvar las cuentas de los gobiernos, que siempre ensimismados muestran un increíble desprecio por las necesidades sociales de los ciudadanos. Como hemos señalado, el paro ha aumentado hasta el punto de alcanzar el 20,5 % de la población activa en 2013. La tasa de desempleo juvenil ha superado el 50 % y cerca del 10 % de los hogares cuenta con todos sus miembros en situación de desempleo. La situación es dramática entre los más jóvenes. De una parte, los hijos de la clase media, formados en la universidad, han perdido casi toda posibilidad de acceso a los empleos cualificados para los que se supone recibieron formación: la quiebra de las expectativas de vida se resuelve ahora en un total colapso de los mecanismos de reproducción de las clases medias. De otra, para los jóvenes no cualificados y sin colchón familiar las expectativas son aún peores. La búsqueda de otras fuentes de reconocimiento y renta les empujan hacia la economía informal, alegal o ilegal. Las nuevas formas de rechazo a una sociedad que no les asegura los mínimos vitales de alimentación, calor y techo están seguramente por llegar,
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pero no tienen por qué ser menos masivas y autodestructivas que las que se vivieron en los años ochenta.77
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La situación de crisis social se corresponde con una profunda crisis institucional. A nivel autonómico y municipal, la quiebra del régimen de la Transición y del sistema de partidos resulta patente. Desde 2008, pero con una fuerza irresistible desde las movilizaciones del 15 de mayo de 2011, los dos principales partidos no han dejado de perder apoyos. La mayoría del PP en la CAM, que gobierna sin obstáculos desde el tamayazo de 2003, está ya prácticamente perdida según todas las encuestas. Parece incluso en entredicho la mayoría del PP en el ayuntamiento, una posición de ventaja que se prolonga desde finales de los años ochenta. Los avances de IU y UPyD, aunque insuficientes, son sostenidos, en algunos distritos y municipios pueden llegar a igualar al anterior bipartidismo. El dato más significativo es sin embargo la abstención, la desafección con la política institucional en ausencia de una opción de reemplazo creíble. Las responsabilidades de los dirigentes de todo el arco político parlamentario regional y municipal en la burbuja inmobiliaria y en la mala gestión de la crisis son parte del sentido común de la mayoría de los madrileños. En lo que se refiere al modelo de ciudad y de región, la imaginación y las propuestas brillan por su ausencia. Mientras la opinión pública sigue siendo informada por un continuo goteo de casos de corrupción y despilfarro de fondos públicos, la política de recortes y externalizaciones impuesta por el dictado político de la austeridad se lleva por delante la sanidad y la educación públicas, el patrimonio común y empresas del todo viables como el Canal de Isabel II. Los gobiernos municipales y regionales están laminando los últimos recursos con los que se podría probar 77
Sobre la crisis social en la región de Madrid, véase el ya mencionado Observatorio Metropolitano, «Del Madrid global a la crisis urbana. Hacia la implosión social» en Paisajes devastados... cit.
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tanto otra política económica como el empleo a fondo de unos servicios públicos que constituyen la última muralla en la conservación efectiva de los derechos sociales. En este contexto, urge pensar otros modelos de (auto) gobierno que inviertan las desigualdades de la región. La irreversibilidad de la crisis institucional, así como las múltiples movilizaciones en defensa de los derechos sociales, parecen dejar espacio únicamente a propuestas políticas que ya no confíen en la regeneración interna del régimen. El municipalismo democrático tiene aquí su mejor oportunidad.
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5. Por un municipalismo democrático La democracia pierde la mayor parte de su sustancia si no se instituyen ámbitos directos de decisión en los que las personas corrientes puedan hacer efectivo el ejercicio de al menos cierto «autogobierno». La apuesta municipalista arranca precisamente de este presupuesto: la democracia o es democracia de cercanía, «entre iguales», o carece de toda base. Su radicalidad y su sencillez es la misma que a lo largo de la historia y a lo ancho del planeta se ha podido probar en las formas políticas asamblearias de las polis griegas, las comunas medievales, los soviets obreros, así como de infinidad de procesos de organización popular. Actualizada a nuestro tiempo, la apuesta municipalista se comprende en una hipótesis que podríamos resumir de la siguiente manera: «Si tomamos las instituciones que resultan más inmediatas a los ciudadanos, los municipios, y los convertimos en ámbitos de decisión directa, podemos hacer realidad una democracia digna de tal nombre». Bastaría con volver a instituir ámbitos de participación directa: nuevas ágoras ciudadanas con poderes y competencias reales. De acuerdo con este esquema, el prerrequisito esencial reside en el desalojo de la actual clase política. La primera tarea es pues de «limpieza»: hay que desalojar a los actuales oligarcas, acabar con la corrupción. En este esquema simplificado de la hipótesis municipalista se incluye también el método: bastan unas candidaturas <143>
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honestas, controladas democráticamente por los ciudadanos. El principal requisito es que estas candidaturas, más que como un «partido» en sentido clásico, se constituyan como «movimiento». A fin de no reproducir los vicios y el sentido de casta de la clase política, la «apuesta municipalista» se concibe como un proyecto controlado «desde abajo», sujeto a la fiscalización colectiva. Cumplidos estos requisitos, la alternativa municipalista se puede dar por constituida.
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Una vez lograda representación, o incluso el gobierno municipal, se trata de predicar con el ejemplo. Máxima transparencia de las cuentas y de las decisiones, así como amplias garantías a la nueva democracia municipal. El éxito de estas candidaturas reside en ser capaces de introducir un nuevo estilo de gobierno, o mejor de «autogobierno», «honesto y barato», en el que el control del despilfarro, la reducción de los salarios de los representantes —o su eliminación cuando sea posible—, la decisión directa de los ciudadanos, conformen sus principios y fundamentos. Se trata, al fin y al cabo, de abrir una ancha entrada al «amateurismo» que es el elemento constitutivo de la política democrática; una política que reduce las funciones expertas a lo estrictamente necesario.
Los retos de la apuesta municipalista Grosso modo, buena parte de lo que ahora se nombra con el término de «municipalismo» democrático se concibe, de una u otra forma, a partir de estos criterios. Lo que se ha presentado en los capítulos previos, si bien no apunta en otra dirección, muestra sin embargo algunos problemas que hacen que nada de lo dicho sea tan sencillo. Por avanzar una conclusión, el «municipalismo» no se puede entender como un mero problema de «honestidad», de organización popular democrática y de control de la representación. Hay obstáculos lo suficientemente sólidos y resistentes como para que la nueva «apuesta municipalista»
Por un municipalismo democrático
no pueda reducirse a la «toma democrática de los ayuntamientos», al menos si estos siguen siendo lo que hoy conocemos. Las preguntas atañen a la organización institucional de los niveles locales, así como a la propia autonomía y consistencia de este «nivel» a la hora de servir de palanca para una transformación democrática. Las dudas y los retos son muchos. ¿Qué hacer con la increíble deuda acumulada? ¿Cómo desenredar los intereses creados en torno a los presupuestos municipales y las decisiones urbanísticas? ¿Cómo sanear las haciendas municipales sin recurrir a los préstamos bancarios, la promoción inmobiliaria o la venta de bienes públicos? ¿Basta el actual ordenamiento legal de los municipios como base para una democracia local? Y aún más importante ¿son los ayuntamientos una plataforma suficiente, tanto en términos territoriales como económicos, para una democracia que se tiene que desplegar sobre territorios cada vez más complejos e interconectados? ¿Cuánto de real, en tanto método de construcción democrática, tiene la hipótesis municipalista? De no atender aunque sea de una forma parcial a estas cuestiones, incluso en el caso de que las candidaturas municipales empezaran a conquistar ayuntamientos de cierta entidad, se verían al frente de consistorios que quizás puedan «gobernar», pero al precio de hacerlo con márgenes de autonomía tan pequeños que seguramente les llevarán a hacer unas políticas no muy distintas de las de sus predecesores. Su victoria podría ser así tan rápida como su derrota, determinada por el rápido agotamiento en la tarea de tratar de gobernar democráticamente una institución que se ha mostrado mucho menos maleable de lo que se pensaba. A fin de poder contestar, aunque sólo sea sobre el papel, a algunos de estos interrogantes, presentamos estos retos del municipalismo democrático en torno a los siguientes epígrafes.
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El ordenamiento institucional municipal como límite de la democracia local
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El principal problema reside en el actual ordenamiento institucional de los municipios así como en su subordinación a la lógica pro crecimiento que se analizaba en el capítulo 3. Sin una transformación radical tanto de este nivel de las administraciones territoriales, como de sus actuales funciones económicas, los límites al autogobierno municipal son prácticamente infranqueables. Se trata de algo obvio pero que conviene no olvidar: el nuevo municipalismo ha surgido y tiene su oportunidad en la actual crisis de un régimen político y económico en el que los ayuntamientos han tenido una función capital. Asistimos a una crisis de régimen que se despliega en toda su amplitud en relación con el modelo económico, la crisis de legitimidad de las élites políticas, la evidencia de una partitocracia fuertemente degradada y la corrosión de los consensos creados. Esta crisis tiene su propio capítulo, y de importancia no pequeña, en el nivel municipal. La crisis de los ayuntamientos es, como se ha visto en Madrid, una crisis de deuda, que ha llevado a muchos consistorios al borde del colapso, tanto a causa de los excesos y de la mala gestión durante los años de bonanza como de la propia debilidad financiera de los municipios en el ordenamiento territorial español. Pero se trata también de una crisis política: el empresarialismo urbano y la ausencia de controles ciudadanos han disipado las condiciones de la democracia local: la formación de una colección de «regímenes oligárquicos locales» en los que la subordinación de la clase política y de los presupuestos públicos a intereses privados parece ya no tener solución de continuidad. Los retos son en este terreno gigantescos y se derraman en múltiples frentes. De una parte, el municipalismo democrático deberá presentar batalla a los bloques del
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poder caciquil empotrados en cada localidad. Desarmar las tramas de poder local y los intereses creados no es una tarea sencilla. Implica desarticular formas de poder que a veces han logrado adquirir una amplia capilaridad: tramas clientelares que no quedan circunscritas a la clase política y un puñado de empresas, sino que implican también a los medios de comunicación, las empresas de servicios públicos y a todos aquellos que dependen de los presupuestos municipales y de los recursos que gestionan los ayuntamientos. <147>
De otra parte, el municipalismo democrático deberá hacer frente a estos enemigos desde una posición financiera endeble y que casi siempre resulta comprometida por los altísimos volúmenes de deuda. La debilidad financiera hace a los gobiernos municipales enormemente dependientes de proyectos de inversión privada: proyectos que muchas veces parten de esa misma zona gris donde se anidan los intereses creados por las oligarquías locales. Sin una reforma profunda del régimen de las haciendas municipales, que depende en última instancia del Estado, será realmente difícil que se puedan articular políticas municipales eficaces. Especialmente en los municipios de cierta entidad, la transformación democrática implicará una transformación institucional, que debiera producir cambios profundos en las actuales leyes reguladoras de las entidades locales.
El municipalismo en las regiones metropolitanas: unas bases territoriales y sociales complejas Otro problema importante. En sus versiones más simplificadas, la hipótesis municipalista no deja de arrastrar cierta dosis de inocencia. Su presunción es que la democracia es posible a nivel municipal (local) porque es a ese nivel donde se producen las relaciones de cercanía y proximidad, las relaciones en las que las personas «hacen
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su vida» y se integran en sociedad, esto es, en las que se forma comunidad. Este presupuesto tiende a producir una equivalencia automática entre territorio y comunidad, y entre esta y democracia. Esta traducción está inspirada por una cierta nostalgia de las democracias comunitarias de base campesina y urbana que se pueden reconocer históricamente y que todavía hoy perviven en las formas de organización tradicional de determinados pueblos «indígenas». Tal representación está también informada por una cierta idealización de las comunidades de «barrio» que sirvieron de base al movimiento vecinal en ciudades como Madrid o Barcelona, y en las que las relaciones de vecindad fraguaron el cimiento comunitario sin el que la política vecinal no se hubiera nunca desarrollado. Pero ¿podemos seguir afirmando hoy que el territorio es la base de la «comunidad»? En sociedades fragmentadas y atomizadas, no sólo las formas comunitarias son mucho más lábiles, sino que estas tienen bases cada vez más «desterritorializadas». Al analizar el movimiento vecinal en Madrid, se puede considerar que uno de sus éxitos fue la integración de los «barrios» en la ciudad, y esto no sólo en términos de servicios y calidades arquitectónicas, sino también de conectividad y transporte. La formación de las metrópolis, en las que se registra un flujo constante de desplazamientos e intercambios en espacios cada vez mayores, es indicativa de que los individuos ya no hacen vida únicamente en «su» barrio. Se deduce aquí otra conclusión que tiende a poner en crisis toda equivalencia automática entre comunidad y territorio. La «vecindad» ya no es una forma de agrupación natural. Las comunidades «de interés», voluntarias y con compromisos mucho más débiles que los de las viejas comunidades, han sustituido al territorio como soporte relacional y afectivo. En las grandes ciudades, especialmente, muchos individuos establecen sus relaciones
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sobre criterios de «forma de vida», «pertenencia étnica», «intereses», etc. Estos criterios, que por otra parte no son nuevos, han complicado extraordinariamente los mapas sociales y culturales de las grandes ciudades. En estos se pueden reconocer nuevas formas de agrupación social: «comunidades» específicas que se construyen en torno a la orientación sexual, la procedencia o los estilos de vida... y que dan lugar a barrios cada vez más diferenciados. Las formas tradicionales de comunidad estallan y desbordan la escala específicamente territorial. La expansión de Internet y las redes sociales ha reforzado aún más algunas de estas tendencias haciendo del «espacio» un factor mucho menos relevante en la construcción de comunidades. Enfrentada al nuevo contexto, la apuesta municipalista se tendrá que concebir como un proyecto de construcción de comunidades políticas por inventar, sobre bases sociales y culturales que no se pueden dar por supuestas y que seguramente son mucho más poliédricas de lo que lo fueron en el pasado. Esto no invalida que la organización territorial pueda servir de soporte a modelos de democracia directa; a buen seguro, estos seguirán teniendo grandes posibilidades de futuro. Una parte imprescindible de los servicios necesarios para la vida y la reproducción social —como los suministros urbanos, pero también servicios sociales elementales como la educación y la salud— quizás no se puedan organizar más que sobre la base de unidades territoriales mínimas. En definitiva, «lo común», que toda democracia administra, deberá organizarse a buen seguro a partir de unidades territoriales mínimas y suficientes que, al menos en parte, tenderán a coincidir con las divisiones administrativas de base municipal. En este punto nos topamos, sin embargo, con otro de los grandes problemas de la hipótesis municipalista.
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Lo «particular» como límite del municipalismo
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En muchas iniciativas centradas en lo «local», existe la tentación de convertir «lo particular» en el eje central del proyecto. Las «microexperiencias», los éxitos locales, los pequeños cambios a menudo tienden a agotar proyectos políticos que para ser eficaces se tienen que medir en una escala mucho mayor que la de un municipio o una entidad territorial de tamaño casi siempre modesto. El estrechamiento de la mirada que produce este tipo de perspectiva se traduce en una pérdida de atención a las relaciones de fuerza que atraviesan hasta el último fragmento del territorio. Un caso paradigmático puede ser el de la creación de los «huertos urbanos», o el de las pequeñas cooperativas de producción y servicios locales, que muchas veces pasan por ser el método de construcción de unas comunidades y unas economías sostenibles. Sin despreciar el valor de tantas y tantas experiencias positivas, estas no dejan de ser testimoniales cuando se consideran en una escala necesariamente más amplia. Vivimos en un mundo en el que no hay ciudades o barrios autónomos. Prácticamente todas las decisiones de importancia que se puedan pensar a nivel de un municipio están determinadas por otras escalas. En todos los casos, se trata de considerar que, si lo que se pretende es que el «municipio» sirva para un cambio de base en términos democráticos, para ello tendrá que convertirse en un espacio de conflicto; un conflicto que requiere de alianzas intermunicipales, así como de la colaboración con otros marcos de gobierno institucional. Sirva aquí el ejemplo de la deuda municipal. En muchos casos, para hacer frente a los altos niveles de endeudamiento, impulsados por los gobiernos locales sometidos a las lógicas más perversas y cleptocráticas de las élites políticas y económicas, seguramente la única postura viable pase por una actitud decidida de desobediencia. Pero
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para que el «No pagamos la deuda ilegítima» no sea un mero canto al viento, o aún peor, el desencadenante del estrangulamiento financiero de las arcas municipales por parte de los bancos, tendrá que venir acompañado por un movimiento social amplio, así como por una declaración de desobediencia compartida por un buen número de administraciones. De forma parecida, el nivel municipal resulta a menudo demasiado estrecho como espacio de gestión democrática de bienes y servicios que o bien requieren de una gran cantidad de recursos o bien comprenden marcos territoriales más amplios. Sin necesidad de apuntar al hecho de que compartimos una misma atmósfera y un mismo ecosistema, y que este está sometido a una presión que lo arrastra a una crisis ecológica de amplias magnitudes, y que tal situación requiere de decisiones que se deben producir a escala global, a nivel propiamente local hay una innumerable cantidad de elementos en los que el municipio se queda claramente corto. Elementos esenciales como el régimen hídrico, la calidad del aire, el sistema de transportes, la prestación de servicios complejos (como la atención hospitalaria), la educación especializada y superior, sólo pueden tener una gestión adecuada a nivel regional. El municipalismo libertario que se analizaba en el primer capítulo se concibió como una «federación» de comunidades locales, pequeñas polis democráticas, que entraban en alianza de forma libre y voluntaria. El presupuesto era que la democracia se tendía a diluir a medida que se elevaba la escala territorial y la concentración de poderes. Para que este modelo de democracia construido de «abajo a arriba» fuera eficaz, se presuponía que los sujetos «federados» eran relativamente iguales, al menos en lo que se refiere a su territorio y peso demográfico, cuando no al grado de riqueza y a la capacidad de generarla. Todavía en la década de 1860 esta era la situación que los republicanos federales podían imaginar. Su proyecto político se pensó
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para un país en el que las diferencias entre las «provincias» o «cantones» eran mucho menores que las actuales: no existían entonces grandes metrópolis, ni tampoco un sinnúmero de comarcas prácticamente abandonadas por el éxodo rural. En esa época, las diferencias entre las provincias más ricas y pobladas (como Barcelona o Madrid) y las más pobres (como Zamora o Almería) eran de uno a diez, como mucho. ¡Hoy son de uno a cien! La organización capitalista del territorio, que se despliega desde hace siglos, ha producido el fenómeno del desarrollo desigual y de los patrones centro-periferia que componen la geografía del capitalismo mundial integrado. Se trata de un proceso de desigualdad geográfica que ya se conocía en el siglo XIX, pero todavía entonces la base agraria y comercial de las sociedades de la primera industrialización, apenas habían empezado a producir los fenómenos de concentración de riqueza y de población que hoy conocemos. En términos políticos, para una región como Madrid, el proyecto municipal tiene que adaptarse a entidades territoriales que son claramente desiguales en términos de riqueza y población. Además deberá entender que los vectores económicos que producen estos patrones de desigualdad geográfica vienen determinados dentro de un marco que cuando menos tiene una escala regional. De nuevo si se considera el caso de Madrid, los proyectos de municipalismo democrático tienen que reconocer necesariamente que los municipios del sur son mucho más populosos y de menor renta per cápita que los del norte y el oeste de la región. A grandes rasgos, los primeros son las áreas de habitación de la vieja clase obrera y del nuevo proletariado de servicios de una misma gran ciudad. Y por eso, en estos se concentran la mayoría de los polígonos industriales, de las zonas logísticas y de las instalaciones contaminantes como las plantas de tratamiento de desechos (incineradoras, depuradoras, etc.). Los segundos, sin embargo, además de ubicarse en las áreas más beneficiadas en términos ecológicos y climáticos, constituyen las zonas residenciales
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predilectas de las clases medias y altas de esa misma gran ciudad. Al considerar el caso de la región metropolitana de Madrid, al igual que ocurre en muchas otras partes, la unidad mínima, social y económica, es antes la región o el área metropolitana que el municipio. La cuestión está en cómo un fenómeno político democrático local se organiza hasta alcanzar la escala en la que las decisiones empiezan a tener una relevancia económica suficiente. Sin duda, la apuesta municipalista tendrá que ser distinta en un municipio de 5.000 habitantes de la Sierra Norte que en una de las grandes ciudades de 200.000 habitantes del sur de la región. En ambos casos, sin embargo, se tendrá que entender que lo que se quiere gestionar es un espacio-región integrado que comprende a los dos municipios. Se colige así el anacronismo de un proyecto de constitución de Madrid de «abajo a arriba», al modo de los cantones federales, organizado a partir de la «libre asociación» de los municipios de la región. La metrópolis madrileña «viene dada» por una larga historia y unas condiciones enormemente desiguales en lo que a concentración de riqueza, población y recursos se refiere. En este sentido, el verdadero municipalismo, aquel capaz de instaurar una democracia que pueda repartir la riqueza y tomar decisiones sustantivas sobre lo que verdaderamente importa, es en realidad y en primer lugar un «regionalismo democrático». Prueba de ello es que soluciones que pueden ser interesantes en el ámbito local pueden ser desastrosas en términos generales si se consideran desde una perspectiva más general. En ocasiones, movimientos de base local, muchas veces con formas impecables de democracia interna, han tendido a defender posiciones de privilegio respecto de otras comunidades. Se dirá que no se puede hacer regla de unos pocos casos. Los movimientos en defensa del territorio han logrado conservar importantes valores ecológicos y patrimoniales frente a los intereses de empresas contaminantes, infraestructuras innecesarias o grandes operaciones urbanísticas. No obstante, en algunas ocasiones han
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tratado de impedir que en sus zonas se realizara una obra o un servicio que era necesario para una unidad territorial más grande, como una ciudad o una región. En este caso, trataban de preservar el valor patrimonial de un barrio o de una zona «amenazada» frente a un proyecto que resultaba necesario en términos generales, pero que era percibido como negativo para unos pocos, por ejemplo porque depreciaba el valor de sus viviendas. Esta es la peor versión de ese tipo de movimientos que se conocen con el nombre de «No en mi patio trasero». <154>
En definitiva, podríamos concluir que en lo local no hay per se más democracia que en los niveles administrativos superiores. Y esto nos lleva al último de los grandes problemas que plantea la apuesta municipalista.
El principal reto del municipalismo: la democracia Conquistar los ayuntamientos no deja de ser un modo de «tomar el poder». Pero ¿en qué medida y de qué modo puede servir esta «toma» de los pequeños palacios municipales como método de transformación democrática? Se plantean aquí un buen número de problemas. Algunos nos devuelven a la cuestión de las escalas y a la subordinación institucional y económica de los niveles más pequeños a los más grandes. Otros, sin embargo, son propiamente políticos y tienen que ver con cuestiones tan clásicas como la relación entre movimiento e institución, entre democracia y representación. Quizás el principal equívoco esté aquí en entender la democracia como algo meramente procedimental. El presupuesto es que bastaría con articular los canales de participación para que se produjera un auténtico proceso de democratización. De una u otra forma, coinciden en esta idea perspectivas tan distintas como la actual «moda de lo participativo», los proyectos de democracia 3.0 y 4.0 así
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como algunas iniciativas municipalistas. El reto reside aquí en que la democracia y el autogobierno no se limitan a una cuestión de método: la democracia no es meramente participación y esta no se reduce a la existencia de canales o procedimientos para la misma. La democracia depende de algo mucho más intangible que consiste en que una parte importante, si no mayoritaria, de la población se muestre inquieta, activa y dispuesta al autogobierno. En su forma actual, esta activación democrática que arranca desde abajo y que supone un ejercicio político continuo ha tomado la forma de lo que conocemos como «movimientos sociales». Se deduce aquí el desafío mayor de todo proyecto municipalista. La «toma de las instituciones desde abajo» se comprende como un ejercicio democrático que debe mantener en estado de agitación continua, y más allá de la institución, la vida civil, la acción ciudadana. Sin esta contraparte, el proyecto municipalista nacerá muerto, y lo que es peor carecerá del músculo suficiente para enfrentarse a un contexto económico y político que le será hostil y que inevitablemente le arrastrará a hacer cumplir las funciones que para él han sido establecidas. Por eso las candidaturas, antes que un proyecto institucional, por muy «de izquierdas» que sea, si quieren seguir siendo «municipalistas», deberán ser «candidaturas de movimiento»; o en otras palabras, expresión del fermento vivo de una ciudadanía propensa a generar nuevas demandas, proyectos e iniciativas, y ello también de una forma muchas veces conflictiva y contradictoria con los propios gobiernos municipales.
Primeras notas para un Manifiesto Municipalista Apuntar los retos y límites del municipalismo no impide reconocer la enorme potencia democratizante de la apuesta municipalista. El proceso de revolución democrática ya en curso requiere de sus propias palancas y motores de movimiento. La «cuestión municipal», como en el largo siglo
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XIX, puede jugar un papel relevante. Lo que sigue son apenas unas notas, que sin renunciar a un cierto «utopismo», apuntan algunos elementos de la estrategia y los contenidos posibles para reconstruir las bases de la democracia local.
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1. Tomar los ayuntamientos no para gestionar y representar sino para hacer política y democracia. Los viejos anarquistas, los mismos que inspiraron la idea del Municipio Libre, distinguieron entre el «arte de gobernar» y la «política». El primero era la disciplina y la práctica orientada a la conservación del poder por parte de una clase específica; la segunda consistía en el ejercicio colectivo que empujaba la transformación. El mayor límite del municipalismo está en reconocerse únicamente como ejercicio de buen gobierno. Honestidad, compromiso, responsabilidad serán seguramente algunas de las palabras que más se repetirán. Palabras importantes pero que muy pronto quedarán reducidas a sus acepciones más estrechas, cuando no a un uso claramente cínico, si no enfrentan el hecho de que los márgenes de la democracia municipal, al menos bajo las actuales condiciones, son más bien pequeños. Por eso tomar los ayuntamientos implica ante todo transformarlos, supone aceptar el reto de la revolución política, y por ende fuertes dosis de insumisión al actual ordenamiento institucional. En este terreno, resulta imprescindible reclamar y luego imponer: (a) Una auditoría de la deuda municipal. Las altas tasas de endeudamiento restringen de forma severa, a veces total, los márgenes de actuación de los municipios. Es preciso determinar las condiciones en las que se ha contraído la deuda municipal, quiénes son sus responsables, a qué proyectos han respondido y según que cálculo de necesidades. Este proceso debiera conducir a determinar qué
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deudas son legítimas y cuáles ilegítimas, esto es, aquellas que definitivamente no se van a pagar. Igualmente debiera verificar quiénes son los responsables del endeudamiento ilegítimo, tanto entre la clase política como entre empresarios y financieros. (b) La recuperación de los bienes públicos y comunes expropiados en forma de ventas, externalizaciones y partenariados público-privados. De forma parecida a lo que ocurre con las haciendas locales, es preciso revisar y evaluar la previa gestión de los bienes y servicios municipales, recuperar todos los que pueden ser gestionados de forma cooperativa y/o directa y exigir responsabilidades por aquellos en los que la gestión haya sido fraudulenta y despilfarradora. (c) La denuncia de la connivencia de la vieja clase política con las oligarquías locales, ancladas fundamentalmente en el sector de la construcción, el turismo y las finanzas —cajas de ahorro especialmente—. Ante todo, es preciso romper el pacto de silencio que hace que toda nueva legislatura comience con el acuerdo implícito de no sacar los trapos sucios de la anterior.
2. Los ayuntamientos democráticos como experimento de una nueva institucionalidad democrática. El principio de autonomía municipal ha sido sometido a un doble proceso de anulación. Legal, en primera instancia: la reforma prevista reduce la soberanía y competencias municipales a unos límites estrechos, para los que no se dispone además de financiación suficiente. Pero también económica: lo que resta de la autonomía municipal ha quedado subordinado a una política orientada estructuralmente al desarrollo inmobiliario. Cualquier política que se proponga reinventar la democracia local, tiene que considerarse como un proyecto de cambio institucional. La «cuestión municipal»
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que en el siglo XIX recorrió las luchas por la democracia en la vieja Iberia vuelve así a ocupar el centro de la cuestión democrática. He aquí algunas medidas que se consideran imprescindibles:
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(a) Imposición de plenos abiertos, total transparencia de las decisiones y tribunales ciudadanos de cuentas públicas. Ninguna decisión podrá pasar sin su correspondiente publicidad. Los plenos serán públicos y sus actas convenientemente dadas a conocer por medios telemáticos verificables. Todos los actos y decisiones de los responsables políticos tendrán que ser públicos. De igual modo, deberán ser sometidos a control ciudadano los objetivos y resultados de sus decisiones. (b) Control estricto de los representantes electos y reducción al mínimo de aquellos que no resulten estrictamente necesarios. Liquidación de los cargos de confianza. El gobierno municipal debe quedar reducido a la mera administración y la decisión política convertida en un ejercicio público, colectivo y democrático. (c) Elección directa de alcaldes y representantes sobre unidades mínimas de población que no superen los 10.00015.000 electores, de tal modo que se pueda hacer efectivo la realidad de una democracia de cercanía. En las poblaciones de mayor tamaño se establecerá la elección de cargos a niveles de barrio y distrito. (d) Instauración de mecanismos de decisión y elección directa sobre los principales ámbitos de competencia municipal. Los «procesos participativos» han tendido a convertir los procesos pleibiscitarios y las asambleas municipales en una mera operación de legitimación y aseguración de la gobernanza. Así, por ejemplo, unos «presupuestos participativos», o mejor discutidos y decididos entre todos, no corresponden con la estimación de un porcentaje mínimo
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del presupuesto (normalmente el 5 %) que se abre a un proceso aparente de «decisión directa». Antes bien, se trata de que los principales ámbitos de decisión sean sometidos a discusión pública y democrática. (e) Implementación de sistemas de decisión donde se incluya la posibilidad de participación individual y colectiva por medios tanto analógicos como digitales. Se trata de adoptar sistemas que permitan un monitoreo permanente de la toma de decisiones así como la vinculación de las decisiones políticas a nuevos modelos de deliberación y mandato por parte de la sociedad.
Federalismo o muerte. Los cambios en un único municipio, por profundos que sean, corren el riesgo de fundar una pequeñísima isla amenazada de ser engullida por un océano institucional, político y económico obediente a otras lógicas. La posibilidad de que el municipalismo sirva a la transformación democrática reside en su capacidad para componer un proceso amplio y expansivo de cambio político. Su fuerza reside no sólo en la condición ejemplarizante de cada experiencia, sino en su articulación como «movimiento (contra)institucional» capaz de producir transformaciones en las estructuras políticas. La negociación de la deuda, el fortalecimiento de la autonomía municipal, la recuperación de la democracia local dependen de la federación de esas experiencias municipalistas en un sujeto político e institucional con capacidad ofensiva. Algunas líneas que apuntan a esta transformación institucional son: (a) La promoción de una nueva ley municipal que reconozca en toda su amplitud el principio de autonomía municipal y la descentralización de todas las competencias que sea posible desarrollar a escala municipal. Igualmente deberá
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quedar establecida y garantizada la financiación suficiente para el desarrollo de los servicios y competencias municipales, sin perjuicio de la equidad y del necesario reparto de la riqueza territorial.
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(b) El reconocimiento del principio de subsidiariedad allá donde se pueda. Se trata de conseguir que los niveles administrativos superiores al municipio queden supeditados a la decisión de los propios municipios, de tal modo que la línea de mando y de estructuración de la administración se construya de abajo a arriba y no de arriba a abajo. De esta forma, el ámbito de decisión central y primero tenderá a ser el municipal, siendo sólo competencia de ámbitos superiores aquellos servicios y decisiones que no sea posible resolver a escala de los municipios. La nueva arquitectura institucional se podría así comprender como una vasta federación de municipios, en la que los órganos centralizados de decisión estarán siempre sometidos a control y supervisión municipal. (c) Entre las federaciones de municipios que compongan las regiones y los Estados existirá un compromiso de reparto y equidad en el acceso a los servicios y los derechos que deberán ser garantizados por los niveles de gobierno superiores.
4. Por una economía democrática de base municipal. El municipalismo libertario entendió el municipio como la unidad mínima de la organización económica, su proyecto se resumía en la comunalización (municipalización) de las estructuras inmediatas de producción y distribución. El desarrollo del sistema mundo capitalista ha hecho cada vez más utópicos los proyectos de economía democrática de base local: sencillamente las unidades económicas mínimas ya no coinciden con territorios discretos y relativamente autosuficientes. En el marco de la cadena de producción globalizada, las estructuras de producción son
Por un municipalismo democrático
cada vez menos reconocibles en unidades territoriales pequeñas. No obstante, son muchas las actividades y servicios que se pueden desarrollar a escala municipal y que pueden ser la base para una transformación económica de proporciones mayores. Los dos principios de la economía municipal que pueden servir de palanca para el desarrollo de esta nueva economía democrática son la recuperación de los bienes públicos como bienes comunes y el desarrollo de un tejido empresarial de matriz cooperativa que se encargue de su gestión. <161>
Para ello será necesario impulsar: (a) El reconocimiento legal, garantía, mejora y ampliación de los bienes público-comunes. Se incluirán en este capítulo todos los bienes y recursos de propiedad municipal, que salvo en las contadas ocasiones que lo justifiquen, pasarán a ser bienes de dominio público bajo gestión municipal o cooperativa. Estos bienes deberán incluir desde los actuales bienes demaniales (montes de utilidad pública, riberas de ríos y lagos, costas, aguas, etc.) hasta el suelo, las infraestructuras y los servicios de propiedad municipal. Tales bienes serán inalienables e intransferibles, propiedad común de las gentes de cada municipio. Los gobiernos locales sólo tendrán un control limitado a determinados aspectos de su administración y regulación, no siendo de propiedad municipal sino pública y común. (b) El desarrollo de un tejido empresarial municipal de gestión cooperativa y bajo estricto control ciudadano. Los recursos ahora gestionados por las empresas municipales (como el agua, los sistemas de transporte, las infraestructuras), en tanto pasen a ser bienes público-comunes, podrán ser gestionados por empresas de matriz cooperativa, resultado de la organización productiva de los habitantes de cada municipio. Los contratos de estas empresas con los municipios deberán ser objeto de vigilancia y regulación ciudadana.
La apuesta municipalista
(c) Las bases que regirán la gestión cooperativa del tejido económico del municipio son: la equidad en las condiciones de trabajo, la democracia interna, el principio de cooperación y de igualdad de género, así como el respeto de los equilibrios medioambientales y las relaciones de interdependencia humana.
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5. El municipalismo es ante todo movimiento. El dilema de la democracia, de toda democracia, parece concentrarse en que esta no puede quedar reducida a su forma institucional. O la democracia se vierte fuera de sí misma, en una vida ciudadana rica y prolija, o tiende a degenerar en una suerte de formalismo jurídico que a nadie importa. Las revoluciones políticas, al igual que casi todos los procesos de democratización, han sido siempre el resultado de movimientos masivos. Estos no sólo han servido de vehículo para demandas democráticas sino que en muchas ocasiones han traído consigo experimentos prácticos de nueva democracia. En demasiadas ocasiones, no obstante, cuando estos movimientos han llegado a tomar posiciones de gobierno han acabado por asimilarse a las instituciones. Así al incorporarse a las estructuras de poder, los movimientos democráticos han tendido a perder su autonomía, y lo que es peor, a identificar la democracia con su propia integración en las instituciones. Esto es lo que en buena medida le sucedió al movimiento vecinal en el periodo de los «ayuntamientos democráticos». La asimilación institucional de sus cuadros y el reconocimiento de sus demandas acabó por vaciar a las asociaciones de vecinos. Lentamente estas fueron languideciendo hasta quedar reducidas a un mero recuerdo de lo que fueron. Por eso el municipalismo, y la democracia local, al requerir de una renovación constante de la crítica, los objetivos, las prácticas democráticas y los procesos de autoorganización al margen de las instituciones, tiene que disponer de los medios y de las garantías
Por un municipalismo democrático
que hacen de la democracia local algo mucho más amplio e inaprensible que la vida institucional y el gobierno local. Algunos principios fundamentales pueden ser: (a) El respeto y la promoción de los espacios de autogestión y de gestión ciudadana directa. Estos espacios deberán ser reconocidos y considerados como lugares necesarios para el ejercicio democrático al margen de los gobiernos locales. (b) La estricta regulación de la política de subvenciones y ayudas pecuniarias a asociaciones y colectivos. Se trata de desmantelar el viejo clientelismo que ha sostenido a los gobiernos locales pero sin sustituirlo por otro nuevo. De este modo, aunque los bienes y recursos municipales estarán siempre abiertos al uso ciudadano, las ayudas y subvenciones monetarias serán reducidas al mínimo. Estas deberán ser siempre justificadas y discutidas democráticamente. Se trata de articular una gestión verdaderamente colectiva de una riqueza municipal que tenderá a ser mayor a medida que aumenten los recursos municipales (tanto monetarios como físicos) y el patrimonio público-común. (c) El establecimiento de canales y medios de comunicación comunitarios, completamente abiertos a la ciudadanía sin supervisión y control de los representantes electos.
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