Triunfo Arciniegas / Cerdos en el viento

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Triunfo Arciniegas

CERDOS EN EL VIENTO


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e repente el cielo fue asaltado por bellos, rosados y angelicales cerdos que sonreían de oreja a oreja. Hechizado por el espectáculo multicolor de sus alas, un niño los confundió con mariposas gordas y quiso saltar para atraparlas. El periódico los consideró una flor de escándalo que revienta un día gris en una

ciudad gris. Una vieja de pañoleta y bigotes se persignó y corrió a la iglesia a prepararse para el fin de los tiempos. Tropecé y se me regaron los panes del desayuno frente al almacén de bicicletas. En tres palabras: el mundo cambió. Nunca antes fue tan fácil ni tan barato recobrar la alegría. Uno miraba al cielo y le daban unas ganas locas de reír. Por ese entonces había peleado con mi mujer y vivía solo, sin afanes, sin rabias. Exprimí cinco naranjas mientras recordaba unos versos de Neruda, bebí el jugo con huevos de codorniz en la ventana, y por fin me decidí a escribir la novela tantas veces postergada. Era estúpido, era inconcebible un cielo lleno de mariposas gordas en pleno festival, pero también gracioso. Nadie se explicaba. Nadie preguntó y nadie explicó al principio. No había tiempo para complicaciones. Bastaba levantar la cara para espantar la pena. Casi volábamos. Después del regocijo vinieron las preguntas. ¿Por qué, luego de tanto tiempo en el barro y las porquerizas, a los cerdos les daba por vivir en el aire? ¿A qué se debía semejante ataque espiritual? Los estudiosos acudieron a los empolvados libros de metafísica y no encontraron la respuesta. Los sacerdotes y las Hermanitas de la Caridad del Divino Señor invocaron al Espíritu Santo y, cuando éste no acudió, los solicitantes dieron por entendido que el Espíritu Santo ignoraba la respuesta. El presidente de la república escribió a los científicos de los Estados Unidos pero allí ni siquiera sabían que existían los cerdos voladores. Ese fenómeno no se presentaba en países tan avanzados. Se conocía una canción de Pink Floyd sobre los cerdos en el viento pero todo el mundo sabía que se trataba de la fantasía de un cuarteto de locos que deliraba con la música más deliciosa de este mundo. Los cantantes El jardín del unicornio y otros lugares para hombres

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callejeros, los ciegos que van por el mundo pidiendo una moneda con una aporreada guitarra de cinco cuerdas y el hilo de su voz chillona, extasiados, alabaron las últimas maravillas del cielo. Se decía que Dios se había sobrado con la última de sus criaturas y que ahora por fin el mundo estaba terminado. Y en verdad la gente miraba como si fuese el primer día de la creación. Al principio, porque luego apareció la mano negra de la duda. Una mano peluda que acariciaba la garganta en el cuarto oscuro de los pensamientos. ¿Por qué el hombre tenía que estar cuestionándolo todo? Qué maldita manía. La novela se atascó en la mitad del cuarto capítulo. Mi mujer vino a golpear a la puerta una noche cualquiera. Había llorado. Había reflexionado. Decidimos intentar de nuevo una vida en común. Como era viernes, salimos a parrandear y terminamos borrachos y abrazados en La Viuda Alegre, un bar de moda donde todo el mundo se saludaba de beso. Más de uno llamó por su nombre a mi mujer. Alguien deslizó una mano por su espalda hasta muy abajo y acepté que habíamos estado demasiado tiempo separados. La gente ya no levantaba la cara para espantar la pena sino para hacer otra pregunta. Una pregunta más en su enredada vida. Otra arruga en la frente. El espectáculo de los cerdos voladores perdió su gracia. Cuando los cerdos realizaban sus asambleas aéreas, pues practicaban con fervor la democracia, el cielo se tapaba peor que con un manto de nubes. La gente maldecía cuando los cerdos no dejaban pasar el sol. Los niños chillaban porque en la ventana un cerdo intentaba alegrarles el rato y la mamá acudía con la escoba del espanto y luego el marido con el revólver de tumbar ladrones y entonces el cerdo se iba con su sonrisa de ángel a otra parte. Los viernes en la noche no faltaba ningún cerdo al baile de gala y era tal el alboroto que la gente perdió la paciencia. En realidad, nadie soportaba tanto cerdo vanidoso, lleno de harapos pintorescos, y retorciéndose en el aire como si se estuviera destrozando por dentro. Nadie entendía su regocijo de vivir en el viento. Mi mujer maldecía. Le dolía la cabeza todo el tiempo. Los cerdos, que ya no regresaron al barro, se bañaban con espuma de mar y pedacitos de nube, porque un mar y una nube siempre estaban a la mano. Ya no más desperdicios sino tréboles, ostras y otras delicadezas. Se les volvió la piel de manzana y pronto fueron más hermosos que los pájaros. Los pintores se volvieron locos por pintarlos y en los museos bajaron las madonas y los ángeles para colgar los cerdos celestiales. Los pájaros se murieron de envidia y rabia. Los cerdos ahora vivían en los árboles, en Triunfo Arciniegas

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sofisticados lechos de terciopelo. Ya casi no tocaban tierra. Estaban felices. Pero no el resto del mundo. A la gente le molestaba que no respetaran los semáforos, que no se fregaran la vida buscando un taxi o yendo a la casa en un atestado bus urbano, que no se aburrieran en las oficinas, que no hicieran cola para pagar impuestos, que no se les acabaran los zapatos. El espectáculo de los cerdos voladores, de pronto y por razones que se acumularon como moscas en llaga de pordiosero, se transformó en ofensa pública. Con mi mujer vivía en una sola pelotera. Extrañaba los días felices del jugo de naranja y los primeros capítulos de la novela. Mi mujer quería que me dedicara de una vez por todas a vender autos usados. Quería que trabajara más, que viviéramos en un apartamento más grande y que nos fuéramos de vacaciones a Margarita. Nunca entendí su fascinación por la playa y los espacios abiertos. Siempre detesté ese amontonamiento de gente desnuda, tirada al sol, asándose como pollos. Sólo quería levantarme tarde, leer, escribir el resto de la novela. Mi mujer alegaba que a los treinta y cinco ya no servía para escribir novelas, que pensara en nuestro futuro y que si seguía tan desjuiciado volvería a vivir con su madre. Aunque no repliqué, sabía que apenas me estaba acercando a la edad de las novelas. Después de una exhaustiva campaña de televisión y prensa, se llegó a la conclusión que hizo respirar de alivio a todo el mundo: los cerdos no podían continuar en el territorio de los aviones y las nubes. Muy bien, dijeron algunos, pero cómo evitar que siguieran allí, quién subiría a bajarlos. Se les ocurrió enlazarlos pero ningún cerdo se dejaba. Se les ocurrió sorprenderlos a piedra pero los cerdos habían adquirido cierta elegancia de trapecistas. Se les ocurrió perseguirlos a tiros pero los cerdos se pusieron fuera de alcance. Después de tantos fracasos, alguien propuso la solución: recortarles las alas. Los atraparon dormidos en los árboles y cerdo que amanecía sin alas era cerdo que no volaba más. Fue una masacre de alas espantosa. Las cámaras de televisión se regodearon con tanta pluma ensangrentada. El cielo se despobló a una velocidad de vértigo. Sólo quedaba tal cual cerdo en el viento, como una mancha, que los mutilados veían desde tierra con un dolor en el costado. Los cerdos no recuperaron las alas y todos sus hijos nacían desalados. Se crearon cuerpos de seguridad para arrancarle las alas al recién nacido que, por accidente, cayera en tal provocación. El mundo volvió a ser lo que era. Mi mujer regresó con su madre y yo reanudé la novela. Esta vez pude terminarla. El jardín del unicornio y otros lugares para hombres

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Después de escribir la última página, me acerqué a la ventana con el jugo de naranja y supe que más allá del viento continuaban los sobrevivientes. En un patio vecino, a la luz de la luna, una mujer canta la triste canción de los cerdos que extendieron sus alas de escándalo sobre el duro rostro de las ciudades. Nadie entendió. "¿Quién puede soportar tanto amor?", canta una y otra vez la mujer en el patio. Los cerdos escribieron sus penas con hilos de seda en la misma dureza del aire. La voz sube al cielo y se quiebra en pedacitos de luz. Agonizaron en silencio, escondieron la cara entre las orejas y desaparecieron. Se fueron a los desiertos y los páramos a contemplar la soledad, más allá del aire de las ciudades. La canción asegura que volverán cuando los tiempos sean menos duros. Entre tanto, en la espera, a veces un cerdo, untado de barro y desdicha, levanta los ojos al cielo y deja caer una lágrima.

1990

Estas páginas presentan el lado oscuro de la luna: viejos que se desangran alrededor de las piedras del fogón o se arrastran como gusanos por luminosos corredores, niñas que ven fantasmas, hombres que ceden su mujer a la pasión del unicornio o venden alas a mitad de precio, viejas solitarias que guardan el alma en una botella, muchachas humilladas que practican venganzas sin misericordia, pasajeros que espantan la muerte con la moneda de sus historias, cerdos que se toman el cielo y padecen las consecuencias, monjas obsesionadas con ángeles que agonizan detrás de la puerta. “Cerdos en el viento” fue seleccionado para la antología Cuentos y relatos de la literatura colombiana (Fondo de Cultura Económica) y hace parte de El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos, en un principio llamado Días sin Dios. Cosecha de largos años, con un lenguaje preciso y pulido como el mecanismo de un reloj, este libro puede considerarse una metafísica de la desolación, un tratado de asombros y delirios, una corroboración de la frase de Rilke: “Lo bello es apenas el comienzo de lo terrible”. Dios se recorta las uñas mientras sus criaturas se lamen las heridas en el cuarto del fondo de la casa. En fin, como escribió Germán Vargas, Triunfo Arciniegas es “un narrador que ha sabido crear su propio mundo”. Triunfo Arciniegas

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